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AMAR EN MADRID POR JAIME MANRIQUE

Parte 1

Llegué a Madrid para convertirme en poeta. El año era 1976 y yo tenía


veinticinco años. Contaba con una amiga en la ciudad, Lulú Mercurio, una
historiadora que trabajaba en su disertación de doctorado. Lulú era una
andaluza grande, de cabello crespo, color platino, que fumaba Camels sin
parar, en su pitillera plateada. Además, fui a Madrid a autodestruirme. Quería
morir joven como Sylvia Plath, Jimi Hendrix o Janis Joplin. Quería inmolarme
mientras escribía poemas deslumbrantes y abrazadores; como Janis Joplin,
quería partir de este mundo con un grito demoledor.

Lulú vivía en un estudio, de modo que hizo los arreglos para que yo
subarrendara un pent-house en Moratalaz, un barrio de clase trabajadora. El
espacio pertenecía a un amigo suyo que se encontraba en Marruecos ese año, y
tenía una terraza del tamaño de una cancha de tenis, con una vista magnífica
de la ciudad.

Madrid era un lugar perdido en el tiempo. A causa de la censura a los medios


durante los cuarenta años de la dictadura de Francisco Franco, los madrileños
aún vivían con las actitudes de los años cincuenta. Franco no toleraba
inadaptados, y había creado una sociedad donde aparentemente no existían
todo lo desagradable que uno relaciona con las metrópolis: no había
pordioseros, la ciudad lucía impecable y preservada perfectamente para los
turistas. Y lo mejor es que era segura: uno podía caminar sin ningún miedo las
calles, avenidas y bulevares a las 3 a.m.

Después de unas pocas semanas de turismo me di cuenta de que tendría que


conseguir un trabajo. Como hablaba inglés lo suficientemente bien para
enseñarlo, entonces Lulú me dirigió al Instituto Inglés. Su directora me
contrató bajo la condición de que yo me hiciera pasar un nativo chicano. De
lunes a viernes, entre las 10 a.m. y las 2 p.m. yo posaba como un texano de
origen mexicano ante mis desconfiados estudiantes (matronas madrileñas y
negociantes maduros) quienes me bombardeaban con preguntas sobre Texas:
¿a qué sabía la carne de armadillo?, ¿cuáles eran mis recetas favoritas tex-
mex?, ¿qué tipo de sombrero usaba para protegerme del abrazador sol de
Texas?, ¿conocía a algún propietario de pozos petroleros? Con rapidez y sin
miedo, aprendí a improvisar, al darme cuenta de que todo lo que sabía sobre
ese estado lo había aprendido de la película Gigante.

Después de terminar en el instituto, solía comer un bocadillo de jamón y


queso, antes de tomar el metro que me llevara a la Filmoteca de Madrid,
donde veía la proyección de las 3. Luego, de regreso paraba a beber en los
bares gay. Para mi sorpresa mi tipo era popular. En aquellos años, debido a mi
cabello afro revuelto, la gente me confundía con un moro. Levantaba a diestra
y siniestra.

La filmoteca había organizado una retrospectiva del director italiano Pier


Paolo Pasolini, asesinado en el otoño de 1975. Hasta ese momento las
películas de Pasolini habían sido prohibidas en España. Yo asistía
religiosamente a las proyecciones de las tardes, donde me percaté de la
presencia de dos chicos, que también iban todos los días. Se sentaban dos
sillas adelante y con frecuencia me coqueteaban. Yo respondía, pero no
pensaba nada, hasta que un día ellos irrumpieron cuando la película iba a
empezar y se sentaron a mi lado. Cuando todavía salían los créditos iniciales
de Mama Roma, el que estaba más cerca extendió la mano y se presentó como
José. Minutos después, sentí su brazo apoyado junto al mío. La sensación era
placentera y resolví seguir el jugeteo. Cuando José presionó su pierna contra
la mía, giré mi cabeza y nuestras narices se tocaron. Sonreía con tanta
inocencia, que sintiéndome audaz, agarré su mano. El resto de Mama Roma
me resultó borrosa.
Cuando el filme terminó, José me presentó a su amigo Carlos. En ese
momento vi que ambos cargaban bolsos escolares, eran delgados, altos,
desgarbados y bien parecidos. Ambos, estudiantes de últimos años de
bachillerato. Les dije que me marchaba porque ya había visto Accattone!, la
siguiente película. Sin embargo, sugerí que tomáramos café durante el
intermedio. Carlos dijo que no, aduciendo que temía perder su silla, pero José
aceptó de inmediato mi invitación. Mientras tomábamos café, yo estaba
cautivado con su efusividad. Sus ojos brillaban como luciérnagas en verano.
Tenía largas pestañas, el cabello negro como el carbón, partido en la mitad y
rapado encima de sus orejas, la nariz y los dedos largos como un hidalgo de un
cuadro de Velázquez, y el labio inferior voluptuoso como una madre perla.
José conversaba con entusiasmo sobre películas y literatura y aplaudía y reía
con estridencia, sin cohibición. Volaron los quince minutos. Le dije que debía
regresar a donde su amigo o se perdería el filme.

? No me importa si me pierdo la película, -dijo de repente con seriedad-;


Santiago, ¿puedo ir a tu casa?

En el autobús a Moratalaz, José me lanzó un montón de preguntas: ¿Quiénes


eran mis directores, poetas, novelistas y actores favoritos? ¿Qué pensaba de
Madrid? ¿Cómo era Colombia?, ¿Y Nueva York? ¿Tenía novio?, ¿Había
tenido novio?, ¿Cuánto tiempo llevaba fuera del closet? Me recordaba a un
niño pequeño moviéndose dentro de una habitación, señalando objetos y
preguntando, ¿qué es esto? Me enteré de que Carlos era su mejor amigo, que
asistían a la misma escuela, que el papá de José era un coronel fascista en el
ejército, y que él despreciaba la escuela a la que iba y el legado de Franco.

Ya dentro del apartamento nos empezamos a besar mientras nos desvestíamos.


José permaneció desnudo frente a mí, con el pene totalmente erecto. De
pronto, lucía inseguro. ―¿Qué tengo que hacer?‖, preguntó.
Lo miré incrédulo. De alguna manera, asumí que levantaba tipos mayores en
la Filmoteca.

-Es mi primera vez-, balbuceó.-

-¿Cuántos años tienes?-, pregunté nervioso.

-Quince.

Me paralicé.

-Cumpliré dieciséis en octubre-, dijo con apremio, como si eso mejorara la


situación.

En ese momento, me di cuenta de que tenía poco vello púbico. Perdí la


erección y me senté en la cama confundido. José se sentó a mi lado, tomó mi
cara entre sus manos y me dio un beso torpe, casi un mordisco. Con el codo lo
empujé a la cama, y con las puntas de mis dedos empecé a masajear su rostro,
sus tetillas duras, su estómago, su largo pene sin circuncisión.

-Por favor Santiago, enséñame-, declaró temblando.

Agarré su pipí y corrí su prepucio. Tiernamente lamí la cabeza de su pene.


José se sacudió y gimió en éxtasis. Después de cubrir la cabeza de su pene con
saliva, agarré su verga y la puse dentro de mi boca. Se vino de inmediato. Me
aparté.
-Lo siento, -se disculpó José-. Oriné.

-No orinaste, -dije riendo, casi ahogado con su semen de sabor dulce-. Te
viniste.

-Oh, exclamó ruborizado.

Como yo recién había salido del closet, no era un experto en hacer el amor. Y
José, ni siquiera le había dado a alguien un beso intenso. Vergüenza y culpa
eran mis dos sentimientos en torno al sexo. Nos convertimos en el maestro el
uno del otro.

Mientras se desvanecía el leve invierno de Madrid, José y yo nos


encontrábamos cada tarde en la Filmoteca, y luego nos anidábamos en el pent-
house donde tomábamos vino, hacíamos el amor, y nos leíamos poesía.
Mientras José leía en voz alta poemas que amaba de García Lorca y Manuel
Machado, yo lo escuchaba, saboreando el vino, con mi cabeza sobre su pecho.
Tenía una voz dulce y articulaba con emoción sus poemas favoritos. Aunque
éramos fanáticos del cine, la poesía era nuestra pasión más grande. José me
enseñó sobre los versos españoles, y yo le transmitía (traduciendo mientras
leía) mi pasión por Sylvia Plath y otros poetas extremista. Cada noche, a las
ocho en punto lo acompañaba a la parada del autobús, donde con un apretón
de manos nos despedíamos hasta la tarde siguiente.

Un día, Lulú me llamó muy asustada porque no había escuchado noticias mías
en mucho tiempo. Le propuse que tomáramos un trago, y le conté que estaba
saliendo con alguien.
-Muchos chicos majos se ganan la vida de esa manera-, dijo, asumiendo que
tenía una andanza con un hombre mayor. Cuando la corregí, Lulú perdió la
calma. Empezó a golpear la mesa con sus manos llenas de pulseras que
sonaban mientras gesticulaba. ―Tu comportamiento es de un desquiciado.
¿Estás loco? Esto es España. ¿Sabes lo que Franco hizo a los homosexuales?
Y el padre del chico es un militar. ¿Te das cuenta lo que pasaría si te agarran?
No puedo siquiera imaginarlo‖, terminó con sus labios temblando de rabia.
―Me tienes alucinada‖.

Mi amistad con Lulú se enfrió mucho. Sin embargo, no me importaba perderla


siempre y cuando pudiera continuar viendo a José. Estaba aprendiendo que el
amor no era lo mismo que agonía y rechazo. José y yo nos devorábamos
insaciablemente, como colibríes hambrientos chupando panales llenos de
ambrosía. Me di cuenta de que mi cuerpo era una entidad que había estado
dormida hasta que José la despertó con sus manos ardientes, sus labios
voraces y sus caricias apasionadas. Al principio, no teníamos sexo anal. Pero
un día, cuando tomábamos una ducha juntos, él dijo: ―Fóllame‖. De pie debajo
del chorro caliente, apoyó su pecho y su cabeza contra los baldosines y yo lo
penetré, sintiéndome completamente excitado por su entrega. ―Folláme,
folláme, Santiago‖, repitió en un paroxismo. Cuando me venía, José empezó a
gritar, ―Me vengo, me vengo‖. Sintiendo que me desmayaba, retrocedí, caí
sobre mis rodillas y agarré su verga: José disparó un chorro de semen que
tragué ávidamente, mientras el agua tibia de la ducha entraba por las
comisuras de mis labios. Con la espalda contra la pared, José se dejó caer al
piso con las piernas abiertas. Yo descansé mi cabeza en su hombro y me rendí.

Por primera vez, estaba feliz y enamorado. Llegó la primavera y las violeteras
cantaban couples paradas en las esquinas de Madrid ofreciendo ramilletes de
violetas. Tulipanes negros y escarlatas decoraban los parques y bulevares de la
ciudad, de los sauces llorones colgaban cintas de esmeralda y las bandadas de
golondrinas imbricaban los cielos turquesa.
Decidí empezar a escribir mi primera novela. Una mañana, vino a mi memoria
una imagen: mi viejo y enfermo padre estaba en un hospital, y yo estaba en la
habitación con él, asfixiándolo con una almohada. Yo odiaba a mi padre;
nunca pude perdonarle que abandonara a mi madre cuando yo apenas era un
niño. Influenciado por ‗Papi‘, el poema de Sylvia Plath, decidí escribir una
novela que mataría a mi papá cuando la leyera.

Esa mañana, cuando iba a dar clases, me repelía la idea de ver a mis
estudiantes. Solo quería quedarme en casa hasta completar mi novela de
venganza.

Acabábamos de repetir la frase, ―Me mudé a Texas para trabajar con Exxon y
me gusta mucho la barbacoa‖, cuando uno de mis estudiantes pidió que
pronunciara la frase con acento texano.

Hasta hoy día, no tengo la más remota idea de cómo suenan los texanos, y
nunca he tenido el don de remedar los acentos.

-Profesor Martínez, -dijo un estudiante- quisiéramos que nos enseñara inglés


de Texas porque nuestro objetivo final es mudarnos a ese estado.

-Soy colombiano, no chicano-, solté, sin creer que las palabras habían salido
de mi boca. Ya no había vuelta atrás. ―Nunca he estado en Texas, me suena
como un lugar espantoso y espero nunca tener que visitarlo‖, concluí,
mirándolos con el ceño fruncido.
Los ejecutivos intercambiaron miradas desaprobatorias. La atmósfera se tornó
tensa, los minutos restantes parecían extenderse para siempre. Sin embargo,
logré terminar la clase. Cuando los estudiantes salían de la pequeña aula
oscura, bromeé con una imitación del arrastrado acento texano: ―Los veeeo
mañaaana‖.

Esa tarde, parloteé con excitación sobre la novela a José en el apartamento.


Después de que se marchó, tecleé con frenesí hasta que terminé el borrador del
primer capítulo. Amanecía cuando me paré del escritorio. Abrí la puerta de la
terraza y salí al aire helado. Las estrellas, como minúsculos y brillantes
diamantes, ahora se empezaban a apagar, al igual que las luces de la ciudad. A
la distancia, los edificios me recordaban las vistas de Toledo, que El Greco
pintaba en su estudio. Bañada con una luz zafiro producida por el
incandescente rosa de marfil en el horizonte, Madrid resplandecía como una
visión que expresaba un gran pasado y un presente emocionante, todo mío.

Estaba tan enchufado con la escritura que sabía que no dormiría si me


acostaba. Quería a José a mi lado para hacer el amor; quería oír los latidos de
su corazón después de que se viniera; tenía ganas de acariciar su pecho, su
dermis tan suave como la piel de la uva y saborear su dulzura y calor, como
una uva que ha madurado en el sol, con la punta de mi lengua. Sintiendo una
tremenda potencia, caminé hasta el borde la terraza, saqué mi verga y me
empecé a pajear, gritando el nombre de José. Mi polvo salió por encima del
borde del muro y cayó en medio de la luminosidad que se expandía en la
ciudad.

Llegué al Instituto Inglés, todavía tambaleándome por mi orgía nocturna de


escritura. En la puerta del salón, encontré una nota en la que me indicaba pasar
por la oficina de la directora antes de empezar la clase. Ella me recibió con un
saludo frío. Debido a que la señorita Mendeiveítia siempre vestía de negro,
cuando no era amistosa podía parecer severa. Tenía una nariz picuda, labios
muy delgados y me recordaba a un avestruz con peluca. Supe que estaba en
problemas cuando me informó que mis estudiantes habían exigido que me
reemplazaran por alguien nacido en Estados Unidos. Me dijo que sería difícil
sustituirme de inmediato. Por lo tanto, la señorita Mendeiveítia me exigió, en
tono militar, que me disculpara con mis estudiantes y les explicara que había
estado bromeando.

-¿Supongo que por mi sentido del humor chicano?, -me quejé, envalentonado
por los cojones que me había dado mi incipiente novela.

Salí del Instituto Inglés siendo un novelista en ciernes y desempleado. Me


dirigí a casa, releí el capítulo que había escrito la noche anterior, y decidí que
durante las siguientes dos semanas escribiría un capítulo por día, hasta
completar 150 páginas. Para celebrar mi libertad y el comienzo de mi carrera
como novelista, bebí una botella de Marqués de Riscal. Más tarde, borracho,
caí dormido plácidamente, como un náufrago que al fin ha alcanzado una
playa acogedora.

No había ahorrado un centavo. Pero una represa se había desbordado en mí y


no pensé en las consecuencias. Estaba encendido, la historia de mi vida
saliendo sin control. Escribí por periodos largos hasta caer rendido. Sola
paraba para encontrarme con José en el cine o para hacer el amor. Muy pronto
me fui en la quiebra. Encontré que en la cocina había provisiones de
garbanzos, lentejas y arroz. Sobreviví con estos mientras escribía un capítulo
por día, siguiendo mi plan. Mi energía no languideció; estaba en trance.

Ya no podía ir al cine, entonces José venía a visitarme al final de las tardes.


Usualmente, robaba una botella de vino de la bodega de sus padres; y cuando
se dio cuenta de la monotonía de mi dieta, empezó a traerme sándwiches de
jamón y queso.
Hubiera sido fácil llamar o escribirle a mi madre pidiéndole dinero, pero tenía
la determinación de ser la versión colombiana de Sylvia Plath. En mi novela,
después de que el héroe asesina a su padre, el cuerpo es robado de la sala de
velación. Desde el Domingo de Carnaval hasta el Miércoles de Ceniza
(cuando se desarrolla la trama) hay una gran carga de libertinaje sexual.
Vestido de mujer, el personaje principal ve a una pandilla de muchachos
violar a su suegro en el Country Club, es penetrado por un hombre con el que
se cruza en la playa y, finalmente, cuando el cadáver del padre aún no ha sido
encontrado la mañana del funeral, el héroe llena el ataúd con bolsas de
cemento y lo entierra. Me esforcé en hacer el libro lo más sacrílego posible:
no solo quería matar a mi padre. La idea era, además cagarme en la iglesia
católica, la sociedad colombiana y mi familia pacata. El libro tenía la
insolencia de un suicida sin nada que perder. Estaba destinado a ser mi carta
de despedida. En tanto que lo pudiera escribir, no me importaba quemar todas
mis conexiones con el mundo. Pensé que morir en Madrid como escritor,
enamorado y joven eran los materiales para un mito.

La ira que me consumía me hacía continuar. Pero cuando mecanografié la


palabra ‗FIN‘ caí derrumbado. Estaba agotado y perdido. Era como si toda mi
vida me hubiera llevado a ese momento -- cuando finalmente pude asumir mi
homosexualidad y devolverle el golpe a todo lo que me había herido como
joven. Ahora había completado mi venganza y la vida parecía menguarse
frente a mí.

Parte 2

Abril terminaba, la gloria de la primavera en Castilla llegaba al máximo y el


verano se sentía próximo. Por días permanecí acostado en la cama,
recuperándome del agonizante esfuerzo mental que me había dado durante la
escritura de El cadáver de papá. Melodramático, escuchaba los discos de
María Callas, leía a poetas extremistas, y en una explosión de energía, revisé
el manuscrito, que ya empezaba a memorizar. Sabía que tenía una crisis
nerviosa y no hacía nada para detenerla. Aunque José trató de ocultar su
preocupación por mi bienestar, se empezó a alarmar más y más. Sin embargo,
fielmente, aparecía cada tarde con comida, vino y a veces, un poco de dinero.
Su determinación era mantenerme vivo. Había tal dulzura y desesperación en
nuestros encuentros sexuales, en la manera como nos entregábamos el uno al
otro, que luego, acostados en la cama, me sentía triste, pensando que este sería
el más puro y generoso amor que jamás experimentaría.

Una noche en mayo estábamos en la cama, acariciándonos. La habitación


estaba impregnada de la tostada brisa africana que había viajado sobre el
Mediterráneo, a través de Andalucía y recorrido las colinas áridas de Castilla.
Por la ventana, el cielo madrileño brillaba con estrellas de filigrana.
Rompiendo el silencio, José me dijo: ―Santiago, ¿tú me amas?‖.

Aunque llevábamos siendo amantes pocos meses, aquellas palabras no se


habían pronunciado. ―Sí‖, le respondí sin vacilaciones, besándolo en los
labios. ―Te amo más que a nadie en el mundo‖.

―Si tú me amas‖, dijo, ―tienes que prometerme que vivirás. Si tú mueres, yo


también moriré‖.

Nos agarramos fuerte, sollozamos y nos mimamos hasta que caí dormido.

Decidí vivir. Después de todo, Plath había muerto a los treintaitrés años y
Berryman y Sexton, mucho después. Todavía tenía por delante cinco de mis
años veinte. La mañana siguiente entregué el manuscrito de El cadáver de
papá a un conocido editor en Madrid. Después empecé a recorrer la ciudad
buscando trabajo. Como no tenía documentos, nadie estaba dispuesto a
contratarme, ni siquiera para el oficio más bajo. Me orientaron al mercado de
frutas y verduras donde según ellos podría ganar algunas pesetas descargando
camiones. Trabajando toda la noche, conseguí suficiente dinero para pagar un
desayuno abundante. Comí vorazmente y fui a casa donde dormí hasta el final
de la tarde. Cuando desperté, apenas me podía mover. Me había lastimado la
espalda.

Transcurrieron los días y mi suerte no mejoraba. Sobreviví por los sándwiches


y las frutas que José sacaba de la cocina de sus padres. Desesperado, decidí
vender medio litro de mi sangre. Después de que me pagaron en efectivo, fui
directo al mercado de Moratalaz donde gasté la mitad del dinero al comprar
comida y una botella grande de vino tinto barato. Rumbo al pent-house perdí
el conocimiento. Cuando desperté, dos amas de casa me rodeaban. La botella
de vino se había roto en la caída. Las mujeres estaban alarmadas, pero yo les
dije que estaba bien, solo un poco débil. No obstante, ellas insistieron en
acompañarme al edificio y cargaron las bolsas con provisiones. Les agradecí
mucho cuando me guiaron hasta el elevador. Me sentí terrible: estaba
convencido de que las mujeres sabían que trataba de sobrevivir al vender mi
sangre. Subí y descansé durante un rato, luego cociné un banquete. José llegó
al final de la tarde con su sándwich y bananos, y yo lo sorprendí con cocido de
cerdo, habas, zanahorias y papas. No preguntó de dónde había salido el dinero
y yo tenía vergüenza de decirle la verdad.

Esa noche celebramos yendo al cine y a un café. Por primera vez, hablamos de
nuestros planes futuros. En mayo, al finalizar el año escolar, José, su madre y
su hermana dejarían el apartamento en Madrid para ir a la finca familiar en las
montañas de Jaén, en Andalucía. Allí, planeaban quedarse hasta comienzos de
septiembre. Yo no podía soportar la idea de permanecer en Madrid sin él.

-No iré, si no quieres que vaya, dijo mientras sus ojos brillaban.

- ¿Te mudarías conmigo?


-No. No querrás estar acá durante el verano. Madrid es invivible,
insoportablemente caliente y muerto. -Hizo una pausa, antes de decirme-
Podemos huir, y terminó la frase con un brillo travieso en sus ojos.

La idea era romántica y cinematográfica. Pensé en Bonnie and Clyde y Dios


sabe en qué más. Luego, recordé que José era menor de edad y su padre un
coronel del ejército fascista español. Pude oír a Lulú gritando: ―¿Estás
demente? Esto es España. ¿Sabes lo que Franco les hizo a los
homosexuales?‖.

Obviamente, José había meditado el plan: ―Iremos a Cataluña. Podemos


encontrar trabajo en la Costa Brava, en los hoteles. Ellos están urgidos de
trabajadores en esta época del año. Iremos a Cadaqués, donde Dalí tiene una
casa. Nunca nos encontrarán allí. Es muy bello y cerca de Francia. Cuando
hayamos ahorrado suficiente dinero iremos a París o a América. Estoy harto
de España. No soporto a mis padres. Te amo Santiago. Quiero estar siempre
contigo‖.

Se hizo evidente para mí la locura de nuestro amor. Aunque José era brillante,
me di cuenta de que razonaba como un niño.

Después de esa conversación, supe que estaban contados mis días en Madrid.
No podía imaginarme yendo con José a París, a Colombia o a Nueva York. Yo
mismo no sabía qué hacer con mi vida. Pero era joven, un poeta y me seducía
la inmensidad del mundo.
Regresé al banco de sangre para vender más. Ellos se negaron, arguyendo que
yo estaba demasiado delgado y en peligro de volverme anémico. Me consolé
pensando que por primera vez en mi vida estaba realmente flaco.

Mi suerte quedó echada la mañana siguiente cuando una carta escueta llegó de
la prestigiosa editorial de Madrid en la que rechazaban mi novela.

No había tocado fondo, entonces mantuve mi terquedad. Decidí que sin


importar qué pasara, no pediría dinero a mi familia. Ahora estaba determinado
a vivir, a transformarme como George Orwell en el periodo en el que escribió
sus memorias Sin blanca en París y Londres. Estaba convencido de que si no
resultaba nada más, eso sería bueno para mi autobiografía y decidí ir a
Barcelona solo a buscar trabajo.

Viajaría haciendo auto-stop, pero necesitaba suficiente dinero para alquilar un


cuarto en una pensión cuando llegara. Exaltado, le escribí una carta a Lulú en
la que le expliqué que regresaría en el otoño por el resto de mis pertenencias, y
que tan pronto reuniera algún dinero, le pagaría el alquiler atrasado. Después,
escribí a José una carta más difícil de redactar, pidiéndole perdón por
marcharme sin despedirme y sin decir adiós en persona; insistiendo en que lo
adoraba y que me rompía el corazón separarme de él, pero que regresaría.

Aquella tarde hice el recorrido desde el centro hasta la oficina de correos y


con el resto de mi dinero envié las cartas. Luego caminé a un bar gay en
Chueca, el barrio que recibía a turistas ganosos de prostitutos. Alrededor de
las seis el bar se empezó a llenar e ingresó un hombre de aspecto extranjero.
La calentura fue instantánea: nos miramos, se acercó y me invitó a un trago.
Rasmus era belga, un conde (lo cual no significaba nada, me explicó) y estaba
en Madrid de viaje de negocios. Estaba casado y me mostró fotos de su esposa
y sus dos hijas rubias. Rasmus parecía tener entre cuarenta y cincuenta años,
con cabello entrecano, pecho y brazos velludos, muy atractivo y agradable. En
otras circunstancias ¡le habría pagado con gusto para llevarlo a mi cama!
También era práctico. No se anduvo con rodeos diciéndome que me pagaría
para culear; y que le encantaría ser azotado en sus nalgas con una correa.
¿Estaba interesado? El sexo sadomasoquista era un misterio para mí, pero un
poco de azote no parecía tan grave.

-¿Cuánto?, pregunté, al recordar mis razones para hacerlo.

-Cincuenta dólares, ofreció para mi sorpresa.

-Setenta y cinco, repliqué. Después de todo, ¡se suponía que yo iba a ser el
sádico!

Nos fuimos al pent-house. Rasmus era un amante consumado: lamió mi


cuerpo, chupó mis tetillas, saboreó mis huevos, me la mamó y finalmente se
sentó en mi verga y cabalgó hasta que me vine. Después se acostó boca abajo
en la cama y pidió que lo azotara con su correa y que lo llamara chico malo.
Al comienzo, yo lo hacía como tanteando el terreno, pero Rasmus exigía un
castigo más duro e insultos. ―Eres horrible, un chico malo‖, grité, saboreando
mi repentina naturaleza de dominador. ―Malo, malo, malo. Muy malo‖.

Entre más duro lo fustigaba, más se retorcía en la cama gimiendo de placer y


suplicando por más. Un momento después, con su trasero muy magullado,
pidió que parara y lo penetrara de nuevo. ―Quiero leche en mi culo‖, suplicó.
―Dame leche. Inyéctala toda‖.
Me sentía increíblemente excitado. Me sentía cercano a este hombre, unido
por un desconcertante vínculo íntimo. Luego, nos besamos acostados,
confundidos nuestros sudores y cuerpos magullados. ―Mi bello chico moro.
Tengo un apartamento secreto en Bruselas‖, dijo. ―¿Por qué no vienes?
Podemos ser amantes. Te gusta tu chico malo, ¿no es así, papá?‖.

La propuesta era atractiva. Le conté de mis planes de verano y que quizás


luego lo buscaría. Rasmus se fue alrededor de la medianoche. Me dio dos
billetes nuevos de $50, dijo que lo había hecho muy feliz y que tenía ganas de
verme en Bruselas. Me entregó su tarjeta de presentación. Nos besamos
apasionadamente, como si fuéramos amantes. Me hizo prometer que le
escribiría.

Estaba demasiado emocionado para acostarme a dormir. Empaqué una bolsa


de viaje con un poco de ropa, Ariel de Plath y el manuscrito de El Cadáver de
papá. Cerca de las 4 a.m. cargando mi maleta y la máquina de escribir, salí del
edificio donde había escrito mi primera novela. Caminé hacia el sur
alejándome de Moratalaz. La ciudad vacía nunca había lucido más acogedora
que a esa hora cuando era solo mía. Amaneció cuando estaba a las afueras de
Madrid y caminaba al lado de la autopista que salía de Castilla. Automóviles,
buses y camiones zumbaban más y más. Estaba aterrado por lo que me
enfrentaba, pero tenía prisa de conocerlo. Cuando me cansé de cargar mi
equipaje, levanté el brazo y el dedo. Casi de inmediato un Volkswagen
disminuyó la velocidad y se orilló en la carretera a treinta metros de donde
estaba. Levanté mis posesiones, y antes de correr hacia el vehículo, giré, besé
las puntas de mis dedos y extendí mi mano en dirección a Madrid. José estaba
probablemente soñando en su cama. Le mandé un beso con la esperanza de
que navegara por la autopista, por encima de los edificios altos, los
monumentos, los parques, y hasta su habitación; como una caricia final, para
agradecerle su amor y por ser mi primer amor.
Fue durante mi estadía en Barcelona cuando me interesé en Cristóbal Colón.
Había alquilado una habitación con un lavabo en el hostal Alfonso X, un antro
maloliente en el Barrio Gótico. Al caer las tardes, antes de empezar a recorrer
Las Ramblas y luego los bares, me sentaba en una banca ubicada en el muelle,
frente a la Santa María, una de las réplicas de las calaveras de Colón, y me
maravillaba de la audacia del almirante por viajar hacia lo desconocido en una
nave tan frágil.

Sentado por horas en esa banca caliente, sin dinero y sin un lugar al cual ir,
recogiéndo colillas de cigarrillos en el paseo marítimo, soñando con tomar un
largo baño y comer un buen plato acompañado por una botella de vino,
pensaba en José y me entristecía porque quizás nunca lo volvería a ver. Ni
siquiera tenía su dirección en Andalucía y él no tenía manera de contactarme
en Barcelona. Fantaseaba con él, hipnotizado por el agua estancada de la
bahía: José en las montañas de Jaén, leyendo poesía en un olivar, José
cultivando el huerto familiar, sudando, descalzo, vistiendo pantalones cortos y
un sombrero.

Junio había terminado y yo tenía verrugas en las plantas de los pies de tanto
caminar entre restaurantes, fondas y hoteles buscando trabajo como mesero o
lavaplatos. Pero sin permiso de trabajo nadie me iba a contratar. Estaba
atrasado en el arriendo. Habían pasado varias semanas desde mi última ducha,
y aunque me limpiara cada día en el lavamanos antes de salir y después de
regresar tarde en la noche y enjabonara mi cabello con frecuencia, estaba
convencido de que olía a pescado podrido. Estaba cansado de salir a
escondidas de la pensión en las mañanas, y regresar tarde en las noches,
cuando el recepcionista anciano estaba tan adormecido que automáticamente
me entregaba la llave de la habitación.

Aunque había jurado nunca hacerlo de nuevo, fui a vender mi sangre. Por
razones que solo puedo atribuir al aire marino, las muchas horas de
inactividad y el agua potable que bebía de las fuentes de piedra, había subido
de peso, y no fui rechazado. Después de haberme puesto al día con la renta,
pagado por un baño, y devorado una paella de lujo en un restaurante barato,
estaba de nuevo en la quiebra.

Para agravar la situación, me resultaba imposible escribir en mi cuarto.


Debido a que el hostal quedaba en la Calle del Barro, en el corazón del Barrio
Gótico, a lo largo del día repicaban las campanas de las iglesias antiguas,
desvelándome en la noche e impidiéndome escribir durante el día. Además,
estaba tan hambriento a toda hora que solo podía pensar en los suculentos
platos de comida de mar que devoraban los turistas en los restaurantes al aire
libre. Apestoso y en ese estado de inanición, se me ocurrió lo impensable:
empeñaría mi máquina de escribir que mi madre me había dado como regalo
de cumpleaños. Supuse que obtendría varios miles de pesetas. No estaba listo
para prostituirme de nuevo. Lo que había ocurrido con Rasmus, pensé, había
sido anormal, y estaba determinado a conseguir dinero de una manera más
convencional.

Cargué mi máquina de mecanografiar y me dirigí hacia El Monte de Piedad


más cercano—la prendería del estado español. Me ubiqué en la fila de los
indigentes que trataban de obtener dinero con sus porcelanas, sus cubiertos de
plata y sus manteles finos. Me consolé pensando que empeñar mi máquina de
escribir era solo una medida temporal. Tarde o temprano encontraría un
trabajo por fuera de los libros. Cuando le entregué la máquina a la persona en
la ventanilla, le puso una hoja y empezó a teclear para comprobar que
funcionara. Satisfecha, dijo que necesitaba ver ―una prueba de propiedad‖.

Toda la fuerza parecía irse de mi cuerpo.

-La factura de venta servirá, dijo la mujer.


-Por Dios, fue un regalo de mi madre, protesté.

La mujer encogió los hombros, para hacerme ver que no podía ayudarme, y
empezó a mirar por encima de mi hombro a la siguiente persona en la fila.

-Espera, -dije-. Debe haber otra manera. Necesito comer.

Esto llamó su atención.

-¿De dónde eres?, preguntó. Mi acento suramericano me descubrió.

-De México, le mentí, debido a que todos los suramericanos, por alguna razón,
tenían en España reputación de ladrones y estafadores.

-Ve a tu consulado, -dijo- y pide que te entreguen una carta que certifique que
la máquina te pertenece. Aceptaremos eso. Hizo una pausa y luego levantando
su voz llamó al siguiente en la fila.

No tenía entusiasmo de acudir a las autoridades colombianas y anunciarles mi


pobreza. Pero la verdad era que en los últimos dos días todo lo que había
comido era un sándwich que había hurtado de uno de los cafés en Las
Ramblas. En esa época, el cónsul colombiano era un intelectual conocido,
mecenas de las artes y amigo íntimo de Gabriel García Márquez. Yo había
publicado unos pocos poemas, cuentos y reseñas en Colombia, así que pensé
que el cónsul comprendería mi apuro. Pensé que de seguro estaría
familiarizado con la historia de los autores que tenían que aguantar hambre a
fin de escribir su primera gran obra. El mismo García Márquez había
aguantado hambre en París mientras redactaba El coronel no tiene quien le
escriba.

Parte 3

La mañana siguiente, llegué al Consulado Colombiano tan pronto abrió sus


puertas. Mientras esperé toda la mañana que el cónsul me atendiera, me
ofrecieron café varias veces, el cual bebí con mucha azúcar para conseguir
energía. Mi estómago vacío empezó a hacer sonidos que la gente en la sala de
espera pudo oír; el café y el azúcar me hicieron sentir exaltado, lúcido y muy
inquieto. Finalmente, alrededor de la una, la secretaria del cónsul, una mujer
amigable, de Bogotá, me dijo que el funcionario no iba a recibir a nadie más y
me recomendó regresar en la tarde. No había comido en 24 horas, pero no
había nada que pudiera hacer excepto ir a un parque y esperar hasta que el
consulado reabriera en la tarde. Si todo salía acorde con mis planes, podría
comer esa noche en uno de los restaurantes baratos en el Barrio Gótico.

Había bajado al primer piso, sintiéndome débil y desanimado, y mientras


cruzaba la entrada del edificio, choqué con un joven que entraba de prisa.
Estaba a punto de insultarlo cuando me di cuenta de que me parecía conocido.

―Martínez‖, dijo, con un acento barranquillero que reconocí de inmediato.


―Rivadeneira‖, dijo luego, tocándose el pecho con sus dedos. ―Carlos Alberto
Rivadeneira, de Barranquilla‖.

Estaba sorprendido de que me reconociera. No había visto a Carlos Alberto


desde los días de mi adolescencia en Barranquilla, cuando los dos
participamos en concursos de declamación. En ese entonces, éramos leales
competidores, aunque mantenía mi distancia porque él entonces tenía
reputación de homosexual, algo que era de verdad escandaloso e inaceptable
en la Barranquilla de esos días. Por más que quisiera ser su amigo, temía las
murmuraciones que nuestra amistad podría crear. Después de mudarme a los
Estados Unidos con mi familia, nunca lo había vuelto a ver.

-¿A dónde vas?, preguntó.

Le expliqué mi situación y que el consulado estaría cerrado durante las horas


de almuerzo y que regresaría cuando reabrieran en la tarde.

―¡Maldita sea!‖, soltó Carlos. ―Yo recibo mi correo acá. Venía a recogerlo;
malditos burócratas. Chupasangres, por eso están acá. Cada semana cierran
más y más temprano. Me extraña cómo cumplen las funciones. Tan
Macondiano‖. Cuando terminó de criticar a los funcionarios colombianos,
preguntó: ―¿Qué estás haciendo ahora?, ¿quieres que almorcemos?‖.

Oír la palabra almuerzo me recordó el hambre. Estaba a punto de excusarme,


cuando Carlos Alberto dijo: ―Yo te invito. Vamos, será chévere ponernos al
día sobre nuestras vidas, después de todo este tiempo‖.

Acepté la invitación creyendo en mi buena suerte. Nos dirigimos a Las


Ramblas y entramos en uno de esos restaurantes que tantas veces había pasado
de largo y que pensé que nunca podría costear. Frente a una inmensa paella
que acompañamos con mucho vino, charlamos animados como si fuéramos
íntimos que no se han visto en años. Carlos Alberto me dijo que había llegado
a España el año anterior a estudiar lenguas romances y árabes en una
universidad de Barcelona. Sin embargo, después de su llegada se dio cuenta de
que lo que realmente quería hacer era convertirse en dramaturgo. Para un
escritor latinoamericano no había mejor lugar que Barcelona en aquellos años.
García Márquez y Vargas Llosa habían vivido allí varios años antes de nuestra
llegada. Fue allí donde habían tenido su escandalosa pelea (se había reportado
en la prensa que el peruano le había dejado un ojo negro al colombiano). El
chileno José Donoso, al igual que otros escritores famosos del llamado Boom
latinoamericano, residían en la ciudad. Las editoriales y agentes más
importantes estaban localizados en la capital de Cataluña.

Carlos Alberto, cuyos ancestros eran catalanes, era larguirucho, de cabello


rubio, facciones finas y bien parecido. Era además bullicioso, vehemente y de
un intelecto apasionado. Comer con él no era una experiencia del todo
agradable porque escupía pedazos de comida en tanto que se entusiasmaba
expresando sus opiniones. Como estudiante, había podido conseguir un
permiso de trabajo y ganarse la vida como traductor. Me contó que durante el
verano no había trabajo, pero que tendría mucho de nuevo en septiembre.
Debido a que yo sabía inglés, me aseguró que me ocuparía como traductor en
el otoño. Ya que le esperaban pagos por trabajos que había hecho durante la
primavera, pensó que podría sobrevivir en el verano. Su plan era dedicarse los
meses de julio y agosto a su obra, una especie de Largo viaje hacia la noche de
Eugene O‗Neill, que transcurría en el jardín de la casa de sus padres en
Barranquilla.

Carlos Alberto era un hombre del renacimiento, sabía varios lenguajes y tenía
un conocimiento enciclopédico de la historia y la literatura de Europa y de la
arquitectura de Barcelona. Me entretuvo con muchas historias sobre sus
conquistas en Barranquilla y en España. Nunca había tenido un amigo íntimo
homosexual, y al encontrarlo de esta manera me pareció como si me hubiera
reconectado con un primo que no veía hacía muchos años. Después del
almuerzo, Carlos Alberto sugirió que fuéramos a tomar un coñac a un bar en
el Barrio Gótico. En ese momento, a causa del licor, y debido a la calidez de
las dos horas que habíamos compartido, me sentía lo suficientemente relajado
para serle franco. ―Mira‖, dije, ―me encantaría irme contigo, pero debo
regresar al consulado. Necesito empeñar mi máquina de escribir‖. Le expliqué
sobre la carta que necesitaba del cónsul.
-Santiago, no hipoteques tu máquina de mecanografiar, -explotó Carlos-. Tú
eres un escritor. ¡Vende primero a tu madre!

-Pero tú no entiendes-, insistí-. No tengo un centavo. Si no la empeño, mañana


no como.

-Hombre, no te preocupes tanto por dinero. El mundo está lleno de plata.


¿Cuánto crees que me sobre después de pagar esta cuenta?

-Yo no sé. ¿Cuánto?

-Suficiente para comprar un paquete de cigarrillos. Santiago, el dinero no es


una mercancía valiosa como tú lo piensas. Mientras que yo esté acá en
Barcelona, tú comerás. De modo que no te preocupes por eso. Yo pago los
tragos. Tengo crédito en este lugar al que voy a llevarte.

Fuimos al bar El Peruano en el Barrio Gótico. Carlos Alberto conocía al


dueño, que lo saludó con efusividad. El bar era un espacio cavernoso, lleno de
humo y ubicado en un edificio medieval, una catacumba con licencia para
vender licor. Las paredes lucían como si hubieran sido pintadas antes de que
Colón zarpara hacia América. Aunque era temprano en la tarde, el sórdido
lugar estaba abarrotado de prostitutas y marineros borrachos y de
sudamericanos que lucían desaliñados y amenazantes. De la vitrola se oían
boleros románticos de los años cincuenta, de Roberto Ledesma, Olga Guillot y
Lucho Gatica.

Bebimos coñacs sin pausa, mirando a los marineros que nos gustaban,
hablando sobre escritores, literatura, películas, política y sexo. Nunca había
conocido a alguien que me atrajera tanto intelectualmente como Carlos
Alberto. No soportaba hacerme a la idea de que pronto el día terminaría y nos
separaríamos.

Ya era de noche cuando Carlos Alberto dijo, ―Mira Santiago, ¿cuándo fue la
última vez que te diste una buena ducha? Una cosa es ser un bohemio y otra
oler como un buitre muerto. ¿Por qué no te mudas conmigo? Será mucho más
barato. Tengo un espacio grande con dos camas y una ducha, y podremos
escribir en las mañanas y luego pasar el tiempo juntos y divertirnos. ¿Qué
dices?

Sonaba como una gran idea, pero debía unos pocos días de alquiler en el
Alfonso X, por lo que no me podía mudar hasta que pagara.

- ¿En cuál piso estás?, preguntó Carlos Alberto.

- El segundo, respondí.

- Hombre, no hay problema. Te diré qué hacer. Manolo, -llamó al cantinero-


anota las bebidas en mi cuenta. Regresaremos mañana.

Manolo no pareció para nada preocupado; entregó un recibo que Carlos


Alberto firmó. Estaba tan extasiado por la energía de Carlos Alberto, la
libertad y la facilidad con que se movía en el mundo, que lo seguí sin
cuestionar nada.
Mientras caminamos hacia mi hostal. Carlos Alberto me describió el plan de
acción: iría a mí habitación, dejaría caer mi equipaje amarrado de una sábana
y luego descendería de la misma manera. Animado por el coñac que habíamos
tomado, no lo dudé. Logré la maniobra con una tranquilidad que me
sorprendió. Cargando mi maleta y la máquina, nos dirigimos a través de las
sombrías calles que llevaban al Hostal de la Alondra, en el corazón del Barrio
Gótico. Mi carrera como delincuente de poca monta había comenzado.

En ese entonces, Barcelona no era la ciudad parque de atracciones que es


ahora. Pocos turistas la visitaban en el verano para admirar la arquitectura de
Gaudí. La mayoría de los europeos pasaban de largo en su camino hacia Ibiza
y otras islas de moda o a las playas de la Costa Brava. Los veranos en
Barcelona eran calientes y húmedos, y muchos de sus residentes dejaban la
ciudad a principios de julio para buscar la frescura del campo, las montañas u
otras costas.

En particular, la parte antigua de la ciudad tenía un aspecto decadente que me


atraía. Barcelona era para mí, una Venecia en ruinas, sin los canales ni las
góndolas, pero más surrealista por las estructuras coloridas y desarraigadas de
Gaudí. Es más, los edificios construidos a principios del siglo 20 tenían una
capa grisácea, como si estuvieran totalmente cubiertos por el estiércol de las
palomas. Las grandes estructuras me hacían sentir como si viviera en un gran
set diseñado por De Chirico. Y el Barrio Gótico, con sus calles estrechas y
sombreadas, era un laberinto que imaginaba de todo el gusto de Borges. Un
barrio lumpen de gente decrépita, artistas hambrientos y ladrones
suramericanos, que cobijaba museos, impresionantes iglesias centenarias,
comederos baratos y los bares más sórdidos que alguien pudiera imaginar.
Una vez que me instalé en el Hostal de la Alondra, Carlos Alberto y yo nos
aventurábamos a salir del Barrio Gótico solo para recoger el correo en el
Consulado Colombiano, visitar el muelle al final de la tarde, donde nos
sentábamos a contarnos historias sobre Cristóbal Colón y para recorrer Las
Ramblas, que a cualquier hora parecía un bazar de Las mil y una noches. Otro
lugar que solíamos frecuentar, y que nunca nos cansábamos de admirar era la
Catedral de la Sagrada Familia, de Gaudí, todavía en proceso de construcción.
Durante horas y horas discutíamos sobre cómo terminaríamos nosotros esta
obra maestra de Gaudí si tuviésemos la posibilidad de hacerlo. En la noche
nos sentábamos en la plaza del frente a fumar cigarrillos y a hablar hasta que
llegaba el momento de irnos de copas a un bar gay.

Los pequeños cheques de Carlos Alberto por sus traducciones seguían


llegando, lo que nos daba dinero de bolsillo. Él insistía en compartir todo
conmigo. ―Si tuvieras dinero, harías lo mismo por mí, ¿verdad?‖. Yo asentía.
Él tenía crédito en los lugares importantes. Manolo, el dueño de El Peruano,
siempre estaba feliz de vernos llegar, y nos dejaba beber tanto como
quisiéramos, aunque transcurrieran los días y nuestra calamitosa situación
financiera siguiera igual. Más importante para nuestros apuros era que Carlos
Alberto podía fiar en la fonda Reina Isabel, un restaurante en el Barrio Gótico
que funcionaba solo durante la hora del almuerzo. El Reina Isabel ocupaba un
espacio oscuro, en ruinas, situado en un edificio medieval. Era el lugar más
barato que alguien pudiera imaginar, frecuentado por todo tipo de vagabundos
con pocas pesetas. Un restaurante familiar: el padre y la madre cocinaban, y
Concha la hija era la mesera. Concha era una robusta veinteañera, con un
hermoso cabello negro, recogido en una cola de caballo, y ojos castaños,
brillantes y amables. Una de sus piernas era más corta que la otra, por lo que
renqueaba. A ella le gustaba Carlos Alberto. En julio, cuando sus padres se
iban de vacaciones a una casa familiar en el campo, ella sola administraba el
lugar; y durante ese periodo un joven le ayudaba lavando los platos y
sirviendo. En agosto, sus planes eran unirse a sus padres por lo que el
restaurante cerraría ese mes. Concha se ponía tan ensimismada con Carlos
Alberto que siempre entraba en éxtasis cuando nos veía entrar. Ella era una
gran cocinera: su conejo al ajillo, su pollo estofado en salsa de oliva y su
jamón con garbanzos con hojas de laurel eran maravillas de la cocina catalana.
Y había, además, unas garrafas de delicioso vino rojo que provenían de un
viñedo familiar. Ya que Reina Isabel servía solo almuerzos, nosotros
aparecíamos a las tres en punto, cuando ya se había ido la mayoría de los
clientes y almorzábamos entonces, hasta quedar repletos. Luego, ella se
sentaba con nosotros a preguntarnos cómo iba la escritura diaria. Cada dos
días, Carlos Alberto le escribía de prisa un poema, que leía en voz alta a una
embelesada Concha.

Nuestro almuerzo en la Reina Isabel era la única comida del día. Yo estaba
encantado de comer de nuevo con regularidad, y en especial, esta deliciosa
comida, pero me sentía culpable; sentía que estábamos explotando a Concha.
Era obvio que ella estaba enamorada de Carlos Alberto y haría lo que fuera
por hacerlo feliz. Un día lo confronté sobre eso. Carlos Alberto estalló. ―No
estamos haciendo nada antiético‖, gritó cuando bajábamos una callejuela que
apestaba a orines. ―Yo le traigo a esa chica la única felicidad de su vida.
Deberías ver los monstruos que son sus padres y cómo la maltratan. Además,
el lugar cerrará en agosto y sus padres regresarán en septiembre. Cuando ellos
vuelvan no nos fiarán más. De modo que disfrutemos de nuestra buena suerte
mientras la tenemos. Santiago, recuerda esto, las cosas buenas no duran‖.

-Pero ella está enamorada de ti, -refuté-. No sabe que eres homosexual.

-Nunca se lo he ocultado. Solo que no le cuento de los hombres con los que
me acuesto-. Se tornó pensativo por un momento hasta bajar su voz al hablar,
pero antes puso su mano en uno de mis hombros. ―Santiago esto es un consejo
que te voy a dar: a las mujeres no les importa si el hombre que las ama es o no
homosexual. Lo que las mujeres quieren es un hombre que las atienda. Las
mujeres necesitan el constante elogio, igual que una planta necesita agua.
Quizás sea el primer hombre que haya tratado bien a Concha y ¿por qué no?
Me gusta la muchacha. No estoy fingiendo nada. Pienso que es la más suave
del mundo y una gran cocinera. Si yo no fuera gay me casaría con ella.
Además, ¿no le escribo bellos versos de amor? ¿Alguna vez algún hombre te
ha escrito un hermoso poema?‖.
Recordé a José, en quien pensaba cada vez menos, porque me había empezado
a enamorar de Carlos Alberto. Por la noche, cuando yacía en su cama con sus
calzoncillos, era duro para mí no intentar conquistarlo. Un día le dije cómo me
sentía. ―Somos hermanas‖, dijo con un bufido. ―Olvídate de eso. No eres mi
tipo de todas maneras‖.

Para mi sorpresa, Carlos Alberto era un escritor disciplinado. A las 9 a.m. se


sentaba en su cama y escribía toda la mañana con un lápiz en su cuaderno. Sus
hábitos de trabajo eran irritantes y me distraían, pues representaba a sus
diferentes personajes para probar los diálogos. El principal personaje en la
obra que estaba trabajando se basaba en su madre, a la que se refería como
Eleonor, inspirado en Leonor de Aquitania. Cuando la personificaba, se
envolvía en una sábana y caminaba con dificultad alrededor de la habitación,
recitando de manera afectada unos sombríos parlamentos. Al principio, me
resultaba difícil adelantar mi trabajo en medio de tales situaciones en un
espacio pequeño; pero después de un tiempo establecimos una buena relación
de trabajo y le leía las estrofas iniciales de lo que yo veía como un poema
épico sobre Cristóbal Colón.

Después de almorzar en la Reina Isabel, hacíamos una breve parada en El


Peruano, visitamos nuestra banca frente de la carabela de Colón. Y si teníamos
algo de dinero, íbamos al cine. Cuando llegaba uno de sus pequeños cheques
entrábamos a algún bar gay, comprábamos un trago y lo hacíamos rendir
durante largo rato.

Llegó agosto y Concha puso el temido aviso en la puerta del restaurante


―Cerrado por vacaciones‖. Carlos Alberto había recibido el último cheque por
sus traducciones dos semanas atrás y ambos estábamos en la quiebra y sin
prospectos de entradas. Llamé a mi madre, a cobro revertido y Carlos Alberto
les escribió a sus distantes padres.
Mi madre me envió un cheque de $50 dólares y me informó que ese sería el
último dinero que me enviaría a España. Me escribió que, si no podía
conseguir un permiso de trabajo, lo mejor era que regresara a los Estados
Unidos y me reincorporara a la universidad.

Todos los días íbamos al Consulado Colombiano a la espera de un cheque que


nunca llegó. Era claro que teníamos que hacer algo acerca del dinero. Desde
que había vendido mi sangre dos veces durante el verano, Carlos Alberto se
ofreció a hacerlo también. Sin embargo, estaba muy delgado y lo rechazaron.
La situación se estaba agravando cada vez más y no habíamos comido en dos
días, cuando llegó un paquete al consulado enviado por Lucía, una tía
millonaria y excéntrica de Carlos Alberto. Cuando se dio cuenta quién era el
remitente, rompió la caja de inmediato con la esperanza de que ella le hubiera
enviado dinero. Adentro solo encontramos seis sobres de sopa de pollo marca
Knorr y una nota que recomendaba la sopa por nutritiva. Estallamos de risa.

Parte 4

Estábamos hambrientos e hinchados de tomar tanta agua de las fuentes de las


calles. Carlos Alberto conocía a un escritor colombiano, unos años mayor que
nosotros, que hacía ruido recientemente, con qué más, sino con una novela de
realismo mágico. Lo habíamos llamado en unas pocas ocasiones esperanzados
en que nos recomendara con su editor y nos presentara a otros autores
latinoamericanos, pero se había negado a vernos, quizás percibiendo nuestra
desesperación. Carlos Alberto se tragó el orgullo y lo llamó de nuevo para
explicarle que todo lo que queríamos de él era su cocina para preparar una
sopa instantánea. El escritor contestó que estaba a punto de salir hacia la Costa
Brava y que estaría ausente por dos semanas. Lamentó que no nos pudiera
ayudar y colgó. ―El muy bastardo‖, gritó Carlos Alberto palideciendo antes de
tirar la bocina del teléfono público. Rabioso empezó a sacudir la cabina y a
patearla. En tanto hacía esto, cientos de pesetas empezaron a llover del
teléfono. Llenamos nuestros bolsillos, aun cuando unos sorprendidos
transeúntes nos miraban. Fuimos a la banca en el malecón y frente a la réplica
de la Santa María contamos el botín. Teníamos lo suficiente para una buena
cena y unos tragos de celebración.

Fuimos a El Peruano y le pagamos a Manolo parte de nuestra cuenta. La


estábamos pasando estupendamente, riendo y celebrando nuestra inesperada
buena suerte cuando un hombre mayor se nos acercó.

―¿Son ustedes sudamericanos?, nos preguntó sentado en una silla que estaba a
mí lado. ―Tomás Castillogrande‖, agregó al presentarse. Era un caballero
sesentón, rechoncho, que se estaba quedando calvo. Algo de sus maneras
contradecía el hecho de ser acomodado; además, estaba vestido con ropas
raídas, de manera que podía mezclarse con la chusma de El Peruano.

Con nuestro buen humor, decidimos involucrarlo en la conversación. En tanto


que la tarde se convertía en noche, Don Tomás reveló más y más sobre sí
mismo. Vivía en el poblado de Sadabell a una hora de Barcelona en tren.
Estaba casado y era abuelo. Era dueño de una factoría de tintura de lana. Don
Tomás se reía constantemente de nuestros chistes contra el establecimiento
literario, la iglesia y los diplomáticos colombianos en Barcelona. A las ocho
en punto, cuando estábamos empezando a sentir los efectos del alcohol,
preguntó si nos podía invitar a cenar. Dijo que conocía un maravilloso
restaurante en la bahía, y que se sentiría honrado si aceptábamos su invitación.
Lo hicimos. Y tuvimos la mejor comida que habíamos tenido en Barcelona.
En tanto la cena terminaba, Don Tomás dijo que tenía que regresar a Sadabell
esa noche, pero que le alegraría si uno de nosotros lo visitaba la semana
siguiente. Dijo: ―Tengo una casa para mis devaneos‖. Y de inmediato
entendimos que este era un lugar del que su familia no sabía, y en el cual tenía
sus escapadas. Dijo que nos daría lo equivalente a $100 dólares si alguno de
los dos lo visitaba durante la noche. Aunque no había especificado cuál de los
dos, resultaba evidente que me prefería. Carlos Alberto era el más apuesto,
pero claramente no su tipo. Sospeché que esto era lo que Don Tomás (O
Monsieur Sadabell, como terminamos llamándolo), tenía todo el tiempo en
mente. A pesar de su sofisticación, Carlos Alberto no tenía experiencia como
prostituto. Él de verdad se sorprendió cuando Monsieur formuló su propuesta.
Cuando nos separamos esa noche frente a nuestro hostal, Monsieur nos
entregó el adelanto, anotó la dirección y dijo que nos esperaba (todo el tiempo
mirándome) la noche del próximo viernes en su ―casa de pecadillos‖.

La idea de visitar a Monsieur Sadabell no me emocionaba, pero durante el mes


pasado Carlos Alberto me había mantenido. Y como él lo señalaba, yo era ―el
prostituto con experiencia‖.

La noche del viernes tomé el tren a Sadabell. En el trayecto hizo paradas en


pueblos que lucían tranquilos, limpios y melancólicos. Cuando el tren llegó a
Sadabell, empecé a sentirme ansioso. Monsieur me pareció muy amable
compañía para cenar y beber, pero no estaba seguro de que sería capaz de
tener sexo con él. Rasmus era un hombre muy atractivo. Mientras seguía las
indicaciones que Monsieur me había anotado, empecé a sentir nauseas. En ese
momento hubiera regresado a Barcelona, pero no tenía dinero para el boleto
de regreso. En una pequeña plaza en el camino me senté en una banca
polvorienta a serenarme. No ir a la cama con Monsieur Sadabell, considerando
que Carlos Alberto estaba hambriento en Barcelona a la espera de que
regresara con el dinero, era un acto de cobardía. Lo haré una vez, murmuré,
solo una vez.

―La casa de los pecadillos‖ estaba ubicada en un vecindario de clase obrera


donde imaginé que vivían los trabajadores en la factoría de Monsieur. Toqué
la puerta con las rodillas débiles. La puerta se abrió y Monsieur apareció
vistiendo un traje cómodo hogareño y pantuflas. Titubeé. Sentí que debería
regresar a Barcelona aunque tuviera que caminar todo el trayecto. Monsieur
sonrió con dulzura y dijo: ―Vamos majo, ¿por qué te demoraste tanto en
llegar?‖.
Recordé por qué estaba ahí, que se trataba de un trabajo, y que no podía
decepcionar a Carlos Alberto. Seguí a Monsieur hasta una sala acogedora,
donde me señaló una mecedora en la que me senté.

-Corazón, ¿te gustaría una bebida mientras termino de preparar la cena?

-El periódico también.

Cuando Monsieur Sadabell salió de la habitación no sabía si reír, llorar o salir


corriendo de esa casa. Trataba de tranquilizarme con que hasta este momento
la aventura parecía inofensiva. El anfitrión regresó con vino, queso, olivas y
calamares fritos, que organizó en una mesa pequeña, cerca de mi asiento.
Luego, tomó un cojín del sofá y lo ubicó bajo mi cabeza. Recogió un par de
pantuflas gastadas que estaban debajo del sofá, se arrodilló frente a mí,
desamarró mis zapatos, los quitó y me puso las pantuflas.

Decidí que me dejaría llevar por la situación, siempre y cuando no me forzara


a hacer nada que me resultara inaceptable. El olor que venía de la cocina era
tentador. Pensé que al menos recibiría un banquete de Monsieur Sadabell, que
era obviamente un chef cultivado. Empecé a relajarme mientras leía el
periódico. Después de un rato, Monsieur entró al cuarto para avisar que la
cena estaba servida. Cargaba una bata de baño.

-Quítate la ropa y ponte esto-, sugirió y me pasó la bata.

Me negué. -Estoy bien así; no necesito cambiarme.


-Tus ropas están sucias, corazón, dijo amorosamente. Las pondré en la
lavadora mientras cenamos, y cuando te vayas tendrás ropa limpia para
mañana. Quiero que luzcas muy bien.

Tenía razón. Todas mis prendas necesitaban una lavada. Obedecí y me quité
todo. Discretamente miró en otra dirección cuando me quité la ropa interior y
me puse la lujosa bata de terciopelo.

Velas encendidas, flores, porcelana bonita y vasos tallados decoraban la mesa.


Monsieur había preparado un banquete suntuoso: conejo estofado con
champiñones, papas al gratín, vegetales salteados con ajo, ensalada verde,
olivas, frutas, una tarta recién asada con forma de flor, pan recién horneado,
vino tinto y como postre un flan, frutos secos, peras y ciruelas escalfadas,
coñac y café. En la cena, como cualquier pareja cómoda en harmonía,
hablamos de las noticias. Los juegos olímpicos estaban en pleno desarrollo ese
verano. Nadia Comaneci había obtenido un diez perfecto en su rutina y
Monsieur Sabadell estaba fascinado por la menuda atleta. Ese verano eran,
además, las celebraciones del bicentenario de Estados Unidos. Entonces,
hablamos de la democracia estadounidense y de lo diferente que era del
régimen de Franco de los últimos treinta años. Ni una vez hizo preguntas
personales, como si ya supiera todo lo que hubiera por saber sobre mí. En un
momento, durante la cena, dejó la mesa y fue a poner la ropa en la secadora.

La comida fina, los vinos y la conversación aguda tuvieron un efecto positivo


en mí estado de ánimo. La estaba pasando muy bien. Después de comer,
regresamos a la sala para seguir bebiendo. Cerca de las nueve, Monsieur dijo
que se sentía cansado y quería retirarse. Había llegado el momento de la
verdad.
Me gustaba mucho como persona, pero me repugnaba la idea de hacer el amor
con él. Me tomó de la mano y me llevó a la habitación. Allí, había una
lámpara junto a la cama, envuelta en un chal rojo que le daba un color ámbar
al espacio. Me ayudó a quitar la bata y pidió que me acostara en la cama.
Luego me entregó un montón de revistas pornográficas alemanas.

―Mira si hay algún majo que te excite‖, indicó. ―Regreso en un minuto‖. Salió
de la habitación.

Solo, desnudo en su cama, me puse por primera vez nervioso. Me pregunté


qué estaría planeando. Pensé que sin mis ropas no podía ir a ninguna parte.
¿En qué me había metido? Mientras tales pensamientos zumbaban en mi
cabeza, Monsieur Sabadell entró a la alcoba cargando una mesita, una plancha
y mi ropa.

- ¿Te gusta alguno de ellos?, -preguntó, aludiendo a la revista de hombres


desnudos que yo tenía sobre mis piernas.

-Oh, uh-, mascullé, y empecé a pasar las páginas mientras veía hombres
teniendo sexo, de muchas más maneras de las que creía posible.

Monsieur conectó la plancha, puso mi camisa en la mesita, roció agua de una


botella y se sentó junto a la tabla a esperar que la plancha calentara.

Lo observé.

-Mira las revistas, indicó-. ¿Hay alguien que te ponga la polla dura?
Decidí seguirle el juego. Ahora que tenía una plancha caliente en sus manos,
estaba en desventaja. Pensé que no me mataría porque Carlos Alberto sabía
dónde estaba. Sin embargo, me sentí ansioso. Desde que se sentó, lo complací
mirando las revistas, yo lo complací. Al final, después de ver cientos de
fotografías de hombres atractivos culeando, se me paró. Luego Monsieur
sonrió con alegría, se puso las gafas y empezar a planchar.

Yo creí entender lo que quería de mí. Quería que tuviera tieso el pipí, mientras
planchaba. Cuando vio que mi verga estaba dura, Monsieur empezó a decir,
―Oh, tus bolas están ahora duras, ¿lo están? Oh, oh‖, todo el tiempo
planchando minuciosamente mi camisa. Empecé a tocarme mirando una foto
de dos hombres teniendo sexo. No era fácil concentrarse y mantener una
erección con Monsieur mirándome, con una plancha en sus manos. Colgó la
camisa detrás de la puerta y continuó con mis pantalones. En tanto alisaba,
seguía hablándome obscenamente. Si todo lo que quería era verme pajear, me
había resultado fácil. Cerré los ojos y me imaginé en una cama, haciendo el
amor al mismo tiempo con José y Carlos Alberto. Cuando alcanzaba el
clímax, oí a Monsieur animándome, ―Dispara, dispara, corazón, déjame ver
que te vienes sobre tu pecho. Has feliz a tu esposa, corazón mío‖.

Cuando abrí mis ojos, estaba aplanando furiosamente mis pantalones y


mirándome con lascivia. Después de un rato, cuando recuperé la respiración,
decidí ponerme de pie para limpiarme.

―No te pares‖, me pidió. ―Por favor, déjame hacerlo. Deja que tu esposa te
limpie.‖ Colgó mis pantalones y mi camisa y salió de la habitación. Regresó
con dos paños húmedos y tibios y me limpió. Cuando terminó se cubrió la
cara con los trapos y los besó.
Monsieur Sabadell me acompañó caminando hasta la estación del tren, donde
me entregó cien dólares, un montón de plata en esos días. Dijo que le haría
feliz verme de nuevo, la siguiente semana y que me estaría esperando.

Carlos Alberto estaba en nuestra habitación del hostal cuando llegué. Como no
había comido, lo llevé a una gran cena de medianoche en un restaurante en
Las Ramblas. Mientras cenamos, le conté todos los detalles de mi visita a
Sadabell. Estalló de la risa cuando me describí en la cama con las revistas y
Monsieur planchando mi ropa. Después de que pagué la cena, le entregué a
Carlos Alberto la mitad del dinero que había conseguido. Él lo rechazó, pero
yo insistí. Después de todo él había estado contribuyendo con más dinero y
había compartido todo conmigo. Esa noche celebramos con estilo. Después de
cenar fuimos a beber a El Peruano y luego a una discoteca donde bailamos sin
parar hasta el amanecer. Sin la preocupación por el hambre, al menos por un
tiempo, la euforia de la música disco hizo su efecto como un afrodisiaco. En la
pista de baile, era fácil creer que aquella noche era todo lo que había en la
vida: que si seguíamos bailando la música nos mantendría para siempre
jóvenes y nunca estaríamos solos o con hambre otra vez.

Cuando regresamos a nuestra habitación esperé hasta que apagamos la luz,


para reunir el coraje y decir lo que toda la noche me había contenido.

-Carlos Alberto, ¿estás despierto?, pregunté.

-Sí.

-Creo que me enamoré de ti- dije sin vacilaciones.


-Cállate.

-Lo presioné-. -Quiero saber qué sientes por mí.

-Santiago, carajo, te lo he dicho muchas veces que somos hermanas.

-Al carajo con lo de hermanas, -dije-. Estoy enamorado de ti.

-No eres mi tipo, Santiago. ¿Por qué no puedes entender eso?

Era difícil creer que él amara a la gente por su tipo. De mi parte, éramos una
pareja perfecta: ambos éramos colombianos, contemporáneos, escritores, gays,
amábamos muchas de las mismas cosas. Él lucía europeo, yo moreno. Así lo
dije.

-Santiago, -susurró con rabia-. Quiero dormir, ¿está bien? No arruines esta
hermosa noche.

Herido por su rechazo, no dije otra palabra, pero permanecí despierto,


tosiendo en la cama. Se estaba volviendo doloroso dormir en tal proximidad y
sin ser correspondido. Quería levantarme de la cama y abrazarlo. Me
lastimaba quererlo y no ser capaz de compenetrarme con él. Comencé a pensar
en volver a los Estados Unidos para terminar la universidad. La vida que
llevábamos empezaba a perder su atractivo. Era cierto que septiembre
empezaría en pocas semanas, y que después de eso, según Carlos Alberto,
podríamos conseguir trabajo como traductores. Pero, ¿qué tal si no? No me
atraía la idea de otra visita a Sadabell. Una vez había sido suficiente. Ya
estaba de día cuando me dormí.

Parte 5

Carlos Alberto estaba escribiendo cuando desperté.

-Buenas tardes, Bella Durmiente, dijo-. Llevo horas trabajando. Es casi la hora
del almuerzo.

-Déjame ducharme rápido y nos vamos-, le dije mientras me levantaba.

Caminábamos en silencio por Las Ramblas buscando un restaurante barato


que no hubiéramos probado cuando oí que alguien gritaba mi nombre. Levanté
la mirada y vi a José corriendo hacia mí. No tuve tiempo de reaccionar antes
de que me abrazara. Nos enlazamos y besamos.

-¿Qué haces acá?-, pregunté, sorprendido de verlo en Barcelona.

-Huí, Santiago. -dijo con excitación-. Sabía que te encontraría. Llevo en


Barcelona dos días por las calles buscandote. Dejó de hablar, al darse cuenta
de la presencia de Carlos Alberto.

Los presenté. Carlos Alberto había oído todo sobre José, pero José no tenía la
menor idea sobre el muchacho que estaba a mi lado. ―Carlos Alberto es un
amigo de Barranquilla. Somos compañeros de apartamento. Íbamos a
almorzar, ¿ya almorzaste?‖, le pregunté, incómodo, pues, aunque estaba feliz
de verlo, también estaba nervioso.
-No. Santiago, no lo puedo creer. Esto es increíble, sabía que te encontraría-,
dijo José, con júbilo, sosteniendo mi mano.

-Ustedes dos pichoncitos vayan a almorzar-, dijo Carlos Alberto-. Te


encuentro luego en el hostal. Quizás podríamos cenar juntos-. Luego
dirigiéndose a José, ―Mucho gusto en conocerte‖, dio la vuelta y desapareció
entre la multitud, antes de que yo pudiera decir algo.

-¿Qué ocurre con él?, -preguntó José,-. ¿Es tu nuevo amante?

-No-, respondí con firmeza

-Me pareció celoso.

-No es nada. Estaba siendo considerado. Él es muy educado. Quería que nos
quedáramos solos. Vamos a almorzar, le dije cambiando de tema.

Nos sentamos en una mesa debajo de un parasol. Durante los dos meses en los
que no lo había visto, José parecía haber crecido y lucía más guapo. Estaba
bronceado y su cabello llegaba a los hombros. Después de que el mesero tomó
nuestras órdenes, le dije: ―José ¿qué estás haciendo acá?‖

-Pensé que estarías feliz de verme, Santiago. ¿Estás enojado conmigo?

- No, no. Solo sorprendido. Todavía estoy sacudido.


-Dios mio. Por qué te sigo amando tanto. Yo debería ser el enojado contigo
por haberte ido de Madrid sin decir adiós.

- Te envié una carta. ¿La recibiste?-, pregunté con culpa.

-Sí, la recibí. Y no estoy enojado contigo.

El mesero llegó con una jarra de horchata de chufa. Serví las bebidas. Tenía
temor de hacerle preguntas a José. Me gustaba como siempre, pero mi corazón
voluble estaba ahora obsesionado con Carlos Alberto. Sin embargo, me di
cuenta de que no podía decírselo a él.

-Bueno, -dijo-, huí para estar contigo. Podemos ir a Francia: tengo 200,000
pesetas.

-Respiré con dificultad-. ¿Dónde conseguiste tanto dinero?

-Por un tiempo he sabido la combinación de la caja de seguridad de mis padres


en Jaén. Mi padre apareció la semana pasada para quedarse con nosotros un
mes. De inmediato, él empezó a regañarme por no hacer cosas masculinas, por
mi cabello largo, por leer poesía todo el tiempo. Amenazó con enviarme a la
escuela militar en el otoño. Entonces, hace unos días se marcharon a visitar a
unos parientes en Cádiz. Yo fingí tener un virus. Dije que llegaría después. Y
cuando se fueron, abrí la caja fuerte y saqué todo el dinero. Sabía que estabas
en Barcelona y estaba listo para recorrer minuciosamente todos los puertos de
la Costa Brava buscándote. -Una luz afiebrada brilló en sus ojos, como si
pensara que ser un ladrón en fuga era algo romántico- Santiago, lo hice para
que pudiéramos ir a París. Podemos vivir juntos y ser felices.

Sonreí sin saber qué decir. Después de que ya llevábamos un rato almorzando,
dije: ―José, tienes que devolver ese dinero antes de que tus padres regresen. Si
regresas ya, nunca sabrán que lo hiciste‖.

-Lo dices porque ya no me amas-, murmuró cabizbajo.

-No, no. No es eso, José. Es solo que… cuando se enteren, enviarán la policía
a perseguirte. En tanto decía esas palabras, recordé las de Lulú Mercurio:
―¿Estás loco? ¡El padre del chico es un militar! ¿Sabes lo que Franco les hizo
a los homosexuales?‖.

-Francia está solo a dos horas en tren, insistió .Ellos nunca nos encontrarán en
París. O podemos ir a Alemania, a Suecia o a Nueva York.

Entendí que no sería capaz de hacerlo cambiar de parecer de inmediato, pero


lo que me interesaba era convencerlo de regresar y devolver el dinero a la
caja. Si nos capturaban juntos, yo podía ir a la cárcel por un periodo largo.

Después del almuerzo fuimos al hostal donde se había alojado José. Hicimos
el amor tan apasionadamente como siempre y luego tomamos una siesta.
Oscurecía cuando nos despertamos.
Estábamos en la cama acariciándonos cuando José dijo: ―Vamos a Cadaqués,
quiero mostrártelo antes de que nos vayamos de España. Tomaremos el tren a
Figueras esta noche y mañana estaremos en Cadaqués‖.

Pensé en que quizás debería ir con él a Cadaqués. Después de un par de días


juntos, a lo mejor José se calmaría y sería razonable.

-Está bien, vamos.

José me besó, embelesado.

-Tengo que ir al hostal a decirle adiós a Carlos Alberto y recoger mis cosas.
Alístate que regreso en una hora.

Carlos Alberto estaba leyendo acostado. Le conté los planes de José, pero
quería primero visitar Cadaqués. Volvería en pocos días, le aseguré, después
de convencer a José de regresar con sus padres.

- ¿Estás seguro de que no quieres ir a París con él? Ojalá no te sientas culpable
por dejarme. José es lindo. Lo seguiría hasta una estepa si me lo pidiera, dijo
Carlos Alberto.

-Sé que es adorable, pero no quiero pasar los próximos veinte años de mi vida
encarcelado, si su padre fascista no me mata primero. No, yo estoy aquí
porque quería regresar, pero no me atreví a decirle: para estar contigo.
Carlos Alberto caminó conmigo hasta el hostal donde José me esperaba.
Luego nos acompañó hasta la estación del tren y se quedó con nosotros hasta
que el tren se alejó en la oscuridad, en dirección a Francia.

Era tarde cuando llegamos a Figueras. Después de encontrar una habitación


para pasar la noche, buscamos un lugar para cenar. José y yo pasamos nuestra
primera noche juntos. En Madrid, siempre nos habíamos encontrado en las
tardes y luego José siempre regresaba a la casa de sus padres. Este era el
periodo más largo que habíamos compartido. Era nuestra luna de miel.
Cuando desperté en la mañana, abrazado a José, era difícil aceptar que iba a
renunciar al gran placer que él representaba. Sin embargo, dentro de mí sabía
que sin importar lo feliz que me hiciera, cuánto me llenara de deseo, tenía que
alejarme de él.

Visitamos el Museo de Dalí en la mañana y al mediodía ya viajábamos en el


autobús hacia Cadaqués. Mientras cruzábamos las montañas recorriendo
algunas carreteras sin pavimentar, José parloteó sobre Lorca y Dalí juntos en
Cadaqués en los Años Veinte. Para él, este viaje era mitad peregrinaje, mitad
fantasía literaria. Me emocioné mientras comenzamos a vislumbrar el
Mediterráneo desde las montañas, pero además sentía una gran aprensión por
nuestro destino; sabía que nos separaríamos después de Cadaqués.

Llegamos a la pequeña y pintoresca villa, que parecía despoblada, excepto por


una veintena de turistas alemanes. En un pequeño hotel en las colinas,
tomamos una habitación con vista a la playa. Esa tarde salimos a navegar y
luego nadamos hasta que oscureció. La mañana siguiente, después del
desayuno, salimos a caminar por las colinas que llevan a la casa de Dalí en
Port Lligat. Llegamos a la mansión escondida detrás de un muro blanco. Tenía
una bahía privada, y al lado, en una pequeña elevación, había una estructura
dilapidada y desocupada. Nadamos y esperamos una señal de vida en la casa
de Dalí. Cuando pasaron las horas y nadie salió, caminamos alrededor de los
muros para ver si podíamos obtener una visión del pintor. Regresamos a las
puertas principales y empezamos a gritar, ―Dalí, Dalí, estamos acá. Sal que
vinimos a verte‖. Hicimos esto por mucho rato y no hubo ninguna señal de
vida en la silenciosa mansión. Finalmente, en tanto se hacía tarde y
necesitábamos descansar de tanto sol, regresamos a Cadaqués, decepcionados
por no haber visto al artista, pero felices de haber visitado su casa.

La somnolencia de Cadaqués había empezado a embrujarnos. Nos sentíamos


relajados, cansados de nadar y trepar los cerros, en un estado de intensa
sensualidad por el constante contacto. Esa noche, después de cenar nos
sentamos en la playa oscura y busqué el chance de hablar con cuidado sobre
nuestros planes futuros. José seguía diciendo que en pocos días estaríamos en
París; la ciudad de los amantes nos esperaba.

Estábamos sobre la arena y yo lo abrazaba cuando le dije: ―José, sabes que te


quiero mucho, pero no podemos seguir así‖.

Una mirada adolorida apareció en su rostro.

-¿Qué dices?, ¿qué no vamos a París?

-No, José. No es prudente seguir así. No podemos arriesgarnos a las


consecuencias. -Hice una pausa y lo besé en su frente, acaricié su cabello; su
mueca no desaparecía-. Tengo un mejor plan, -dije- Regresa a la casa de tus
padres y devuelve el resto del dinero a la caja de seguridad. Gastamos poco y
quizás no se den cuenta en mucho tiempo. Si lo hacen, niégalo o admite que
tomaste algo para visitar un amigo o algo parecido. De todas maneras, yo
regresaré pronto a los Estados Unidos. –Continué-. Consigo un apartamento
en Nueva York y luego tú puedes venir y vivir conmigo-. En tanto pronuncié
las palabras, empecé a creer en esa posibilidad.
-Pero podemos hacer eso, ahora mismo, -dijo-. Tengo mi pasaporte. Mañana
podemos estar en Nueva York. Tenemos suficiente dinero para eso.

-No es lo mismo, José. No quiero vivir contigo sintiéndome como un fugitivo.


Si tus padres nos encuentran, yo terminaría en prisión. Tienes que entender
eso.

José se separó de mí y empezó a llorar ruidosamente. Luego se paró y


desapareció en medio de la oscuridad. No corrí a perseguirlo, mi papel era
mantenerme firme.

La siguiente tarde, cuando el tren llegó a Barcelona, me bajé en la estación y


José continuó hacia Andalucía. Esperé hasta que el tren desapareció. Me
rompió el corazón verlo llorar en la ventana. Esa no era la última imagen que
quería conservar de él.

Me dirigí directo al hostal. Cuando pedí la llave me dijeron que Carlos Alberto
estaba en la habitación. Toqué la puerta.

-¿Quién es?-, preguntó Carlos Alberto.

-Soy yo, Santiago. Regresé- respondí.

Hubo una pausa. Luego Carlos Alberto abrió la puerta. Estaba sudando y con
una toalla envuelta en la cintura. Entendí que estaba en la cama con otro
hombre.
-Perdona que aparecí de repente, -dije disculpándome-. Regreso después.

-Espera, -dijo Carlos Alberto-. Entrégame tu mochila. Te encontraré en media


hora frente a la calavera.

-Está bien, -dije, tratando de no lucir perturbado, aunque me sentía


profundamente herido por su traición-. No hay prisa.

-Estaré allí en media hora-, dijo-, al tomar mi bolsa y cerrar la puerta.

Mientras me senté en la banca, abatido y confundido, dije adiós a la Santa


María. Como los viajes de Colón, el viaje a España me había causado dolor y
sufrimiento, y me había roto el corazón. No pude anticipar entonces que
pasarían años antes de que esa experiencia me mostrara sus tesoros reales. Mi
poema al gran Almirante lo terminaría tres años después en el campo, cerca de
Medellín, donde compartía con el hombre con quien viví muchos años.

Cuando Carlos Alberto llegó, caminamos por Las Ramblas hasta la pequeña
plaza ubicada frente a la catedral de Gaudí. Sentados allí, fumando cigarrillos,
reuní el coraje suficiente para decirle que me iba tan pronto como pudiera
comprar el tiquete. Dijo que estaba lastimado, que pensaba que nos
asociaríamos en Barcelona, que su sueño era que abriríamos una agencia de
traducción para establecernos y escribir nuestros grandes libros. No pude
decirle que regresaba a casa porque se me había vuelto insoportable vivir con
el hombre que amaba sabiendo que no me deseaba. Nos quedamos ahí por
horas, hablando sobre todo lo que no habíamos tenido tiempo de discutir
durante los dos meses que habíamos compartido.
Regresamos a nuestra habitación pasada la medianoche. Después de
desvestimos y acostarnos para dormir, cuando las luces estaban apagadas,
Carlos Alberto vino a mi cama, se acostó a mi lado, se dio la vuelta sobre su
estómago y dijo, ―Cógeme, ¿no es eso lo que quieres?

Me volteé hacia la pared. Eso no era lo que yo quería; yo quería su amor;


quería ser amado por él. Cuando empecé a llorar suavemente, él me abrazó y
nos quedamos en esa posición hasta dormirnos. Cuando desperté a la mañana
siguiente, todavía estaba entre sus brazos.

Nunca hablamos de nuevo sobre aquella noche. Unos pocos años después, nos
reencontramos en Nueva York. La amistad se había reavivado, aunque
habíamos cambiado para entonces, y nunca estaríamos de nuevo juntos de la
manera como aquel verano en Barcelona. Finalmente, pudimos ser
‗hermanas‘.

A José lo vi cuatro años después, cuando fue publicada mi primera novela en


Colombia y viajé a España para participar en un congreso de escritores. Para
entonces, José estaba enamorado de otro hombre. Difícilmente reconocí el
dandy sofisticado que me encontró en un café de Madrid una resplandeciente
tarde de otoño. José era el niño prodigio de la poesía española. Había
publicado su primer volumen de poemas y vivía con un marqués adinerado
que, además, era novelista. Su metamorfosis no me sorprendió. Después de
todo, hasta la aburrida Madrid era ahora una ciudad diferente, había ingresado
al siglo XX. La gente gay deambulaba por sus bulevares tomada de la mano y
besándose. ¿Y por qué no?, pensé ¿Por qué no? Para entonces ya había
aceptado que la vida es una sucesión de cambios milagrosos y
transformaciones. Y me recordé a mí mismo, que todavía éramos jóvenes, que
el futuro estaba por escribirse.

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