Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Parte 1
Lulú vivía en un estudio, de modo que hizo los arreglos para que yo
subarrendara un pent-house en Moratalaz, un barrio de clase trabajadora. El
espacio pertenecía a un amigo suyo que se encontraba en Marruecos ese año, y
tenía una terraza del tamaño de una cancha de tenis, con una vista magnífica
de la ciudad.
-Quince.
Me paralicé.
-No orinaste, -dije riendo, casi ahogado con su semen de sabor dulce-. Te
viniste.
Como yo recién había salido del closet, no era un experto en hacer el amor. Y
José, ni siquiera le había dado a alguien un beso intenso. Vergüenza y culpa
eran mis dos sentimientos en torno al sexo. Nos convertimos en el maestro el
uno del otro.
Un día, Lulú me llamó muy asustada porque no había escuchado noticias mías
en mucho tiempo. Le propuse que tomáramos un trago, y le conté que estaba
saliendo con alguien.
-Muchos chicos majos se ganan la vida de esa manera-, dijo, asumiendo que
tenía una andanza con un hombre mayor. Cuando la corregí, Lulú perdió la
calma. Empezó a golpear la mesa con sus manos llenas de pulseras que
sonaban mientras gesticulaba. ―Tu comportamiento es de un desquiciado.
¿Estás loco? Esto es España. ¿Sabes lo que Franco hizo a los homosexuales?
Y el padre del chico es un militar. ¿Te das cuenta lo que pasaría si te agarran?
No puedo siquiera imaginarlo‖, terminó con sus labios temblando de rabia.
―Me tienes alucinada‖.
Por primera vez, estaba feliz y enamorado. Llegó la primavera y las violeteras
cantaban couples paradas en las esquinas de Madrid ofreciendo ramilletes de
violetas. Tulipanes negros y escarlatas decoraban los parques y bulevares de la
ciudad, de los sauces llorones colgaban cintas de esmeralda y las bandadas de
golondrinas imbricaban los cielos turquesa.
Decidí empezar a escribir mi primera novela. Una mañana, vino a mi memoria
una imagen: mi viejo y enfermo padre estaba en un hospital, y yo estaba en la
habitación con él, asfixiándolo con una almohada. Yo odiaba a mi padre;
nunca pude perdonarle que abandonara a mi madre cuando yo apenas era un
niño. Influenciado por ‗Papi‘, el poema de Sylvia Plath, decidí escribir una
novela que mataría a mi papá cuando la leyera.
Esa mañana, cuando iba a dar clases, me repelía la idea de ver a mis
estudiantes. Solo quería quedarme en casa hasta completar mi novela de
venganza.
Acabábamos de repetir la frase, ―Me mudé a Texas para trabajar con Exxon y
me gusta mucho la barbacoa‖, cuando uno de mis estudiantes pidió que
pronunciara la frase con acento texano.
Hasta hoy día, no tengo la más remota idea de cómo suenan los texanos, y
nunca he tenido el don de remedar los acentos.
-Soy colombiano, no chicano-, solté, sin creer que las palabras habían salido
de mi boca. Ya no había vuelta atrás. ―Nunca he estado en Texas, me suena
como un lugar espantoso y espero nunca tener que visitarlo‖, concluí,
mirándolos con el ceño fruncido.
Los ejecutivos intercambiaron miradas desaprobatorias. La atmósfera se tornó
tensa, los minutos restantes parecían extenderse para siempre. Sin embargo,
logré terminar la clase. Cuando los estudiantes salían de la pequeña aula
oscura, bromeé con una imitación del arrastrado acento texano: ―Los veeeo
mañaaana‖.
-¿Supongo que por mi sentido del humor chicano?, -me quejé, envalentonado
por los cojones que me había dado mi incipiente novela.
Parte 2
Nos agarramos fuerte, sollozamos y nos mimamos hasta que caí dormido.
Decidí vivir. Después de todo, Plath había muerto a los treintaitrés años y
Berryman y Sexton, mucho después. Todavía tenía por delante cinco de mis
años veinte. La mañana siguiente entregué el manuscrito de El cadáver de
papá a un conocido editor en Madrid. Después empecé a recorrer la ciudad
buscando trabajo. Como no tenía documentos, nadie estaba dispuesto a
contratarme, ni siquiera para el oficio más bajo. Me orientaron al mercado de
frutas y verduras donde según ellos podría ganar algunas pesetas descargando
camiones. Trabajando toda la noche, conseguí suficiente dinero para pagar un
desayuno abundante. Comí vorazmente y fui a casa donde dormí hasta el final
de la tarde. Cuando desperté, apenas me podía mover. Me había lastimado la
espalda.
Esa noche celebramos yendo al cine y a un café. Por primera vez, hablamos de
nuestros planes futuros. En mayo, al finalizar el año escolar, José, su madre y
su hermana dejarían el apartamento en Madrid para ir a la finca familiar en las
montañas de Jaén, en Andalucía. Allí, planeaban quedarse hasta comienzos de
septiembre. Yo no podía soportar la idea de permanecer en Madrid sin él.
-No iré, si no quieres que vaya, dijo mientras sus ojos brillaban.
Se hizo evidente para mí la locura de nuestro amor. Aunque José era brillante,
me di cuenta de que razonaba como un niño.
Después de esa conversación, supe que estaban contados mis días en Madrid.
No podía imaginarme yendo con José a París, a Colombia o a Nueva York. Yo
mismo no sabía qué hacer con mi vida. Pero era joven, un poeta y me seducía
la inmensidad del mundo.
Regresé al banco de sangre para vender más. Ellos se negaron, arguyendo que
yo estaba demasiado delgado y en peligro de volverme anémico. Me consolé
pensando que por primera vez en mi vida estaba realmente flaco.
Mi suerte quedó echada la mañana siguiente cuando una carta escueta llegó de
la prestigiosa editorial de Madrid en la que rechazaban mi novela.
-Setenta y cinco, repliqué. Después de todo, ¡se suponía que yo iba a ser el
sádico!
Sentado por horas en esa banca caliente, sin dinero y sin un lugar al cual ir,
recogiéndo colillas de cigarrillos en el paseo marítimo, soñando con tomar un
largo baño y comer un buen plato acompañado por una botella de vino,
pensaba en José y me entristecía porque quizás nunca lo volvería a ver. Ni
siquiera tenía su dirección en Andalucía y él no tenía manera de contactarme
en Barcelona. Fantaseaba con él, hipnotizado por el agua estancada de la
bahía: José en las montañas de Jaén, leyendo poesía en un olivar, José
cultivando el huerto familiar, sudando, descalzo, vistiendo pantalones cortos y
un sombrero.
Junio había terminado y yo tenía verrugas en las plantas de los pies de tanto
caminar entre restaurantes, fondas y hoteles buscando trabajo como mesero o
lavaplatos. Pero sin permiso de trabajo nadie me iba a contratar. Estaba
atrasado en el arriendo. Habían pasado varias semanas desde mi última ducha,
y aunque me limpiara cada día en el lavamanos antes de salir y después de
regresar tarde en la noche y enjabonara mi cabello con frecuencia, estaba
convencido de que olía a pescado podrido. Estaba cansado de salir a
escondidas de la pensión en las mañanas, y regresar tarde en las noches,
cuando el recepcionista anciano estaba tan adormecido que automáticamente
me entregaba la llave de la habitación.
Aunque había jurado nunca hacerlo de nuevo, fui a vender mi sangre. Por
razones que solo puedo atribuir al aire marino, las muchas horas de
inactividad y el agua potable que bebía de las fuentes de piedra, había subido
de peso, y no fui rechazado. Después de haberme puesto al día con la renta,
pagado por un baño, y devorado una paella de lujo en un restaurante barato,
estaba de nuevo en la quiebra.
La mujer encogió los hombros, para hacerme ver que no podía ayudarme, y
empezó a mirar por encima de mi hombro a la siguiente persona en la fila.
-De México, le mentí, debido a que todos los suramericanos, por alguna razón,
tenían en España reputación de ladrones y estafadores.
-Ve a tu consulado, -dijo- y pide que te entreguen una carta que certifique que
la máquina te pertenece. Aceptaremos eso. Hizo una pausa y luego levantando
su voz llamó al siguiente en la fila.
Parte 3
―¡Maldita sea!‖, soltó Carlos. ―Yo recibo mi correo acá. Venía a recogerlo;
malditos burócratas. Chupasangres, por eso están acá. Cada semana cierran
más y más temprano. Me extraña cómo cumplen las funciones. Tan
Macondiano‖. Cuando terminó de criticar a los funcionarios colombianos,
preguntó: ―¿Qué estás haciendo ahora?, ¿quieres que almorcemos?‖.
Carlos Alberto era un hombre del renacimiento, sabía varios lenguajes y tenía
un conocimiento enciclopédico de la historia y la literatura de Europa y de la
arquitectura de Barcelona. Me entretuvo con muchas historias sobre sus
conquistas en Barranquilla y en España. Nunca había tenido un amigo íntimo
homosexual, y al encontrarlo de esta manera me pareció como si me hubiera
reconectado con un primo que no veía hacía muchos años. Después del
almuerzo, Carlos Alberto sugirió que fuéramos a tomar un coñac a un bar en
el Barrio Gótico. En ese momento, a causa del licor, y debido a la calidez de
las dos horas que habíamos compartido, me sentía lo suficientemente relajado
para serle franco. ―Mira‖, dije, ―me encantaría irme contigo, pero debo
regresar al consulado. Necesito empeñar mi máquina de escribir‖. Le expliqué
sobre la carta que necesitaba del cónsul.
-Santiago, no hipoteques tu máquina de mecanografiar, -explotó Carlos-. Tú
eres un escritor. ¡Vende primero a tu madre!
Bebimos coñacs sin pausa, mirando a los marineros que nos gustaban,
hablando sobre escritores, literatura, películas, política y sexo. Nunca había
conocido a alguien que me atrajera tanto intelectualmente como Carlos
Alberto. No soportaba hacerme a la idea de que pronto el día terminaría y nos
separaríamos.
Ya era de noche cuando Carlos Alberto dijo, ―Mira Santiago, ¿cuándo fue la
última vez que te diste una buena ducha? Una cosa es ser un bohemio y otra
oler como un buitre muerto. ¿Por qué no te mudas conmigo? Será mucho más
barato. Tengo un espacio grande con dos camas y una ducha, y podremos
escribir en las mañanas y luego pasar el tiempo juntos y divertirnos. ¿Qué
dices?
Sonaba como una gran idea, pero debía unos pocos días de alquiler en el
Alfonso X, por lo que no me podía mudar hasta que pagara.
- El segundo, respondí.
Nuestro almuerzo en la Reina Isabel era la única comida del día. Yo estaba
encantado de comer de nuevo con regularidad, y en especial, esta deliciosa
comida, pero me sentía culpable; sentía que estábamos explotando a Concha.
Era obvio que ella estaba enamorada de Carlos Alberto y haría lo que fuera
por hacerlo feliz. Un día lo confronté sobre eso. Carlos Alberto estalló. ―No
estamos haciendo nada antiético‖, gritó cuando bajábamos una callejuela que
apestaba a orines. ―Yo le traigo a esa chica la única felicidad de su vida.
Deberías ver los monstruos que son sus padres y cómo la maltratan. Además,
el lugar cerrará en agosto y sus padres regresarán en septiembre. Cuando ellos
vuelvan no nos fiarán más. De modo que disfrutemos de nuestra buena suerte
mientras la tenemos. Santiago, recuerda esto, las cosas buenas no duran‖.
-Pero ella está enamorada de ti, -refuté-. No sabe que eres homosexual.
-Nunca se lo he ocultado. Solo que no le cuento de los hombres con los que
me acuesto-. Se tornó pensativo por un momento hasta bajar su voz al hablar,
pero antes puso su mano en uno de mis hombros. ―Santiago esto es un consejo
que te voy a dar: a las mujeres no les importa si el hombre que las ama es o no
homosexual. Lo que las mujeres quieren es un hombre que las atienda. Las
mujeres necesitan el constante elogio, igual que una planta necesita agua.
Quizás sea el primer hombre que haya tratado bien a Concha y ¿por qué no?
Me gusta la muchacha. No estoy fingiendo nada. Pienso que es la más suave
del mundo y una gran cocinera. Si yo no fuera gay me casaría con ella.
Además, ¿no le escribo bellos versos de amor? ¿Alguna vez algún hombre te
ha escrito un hermoso poema?‖.
Recordé a José, en quien pensaba cada vez menos, porque me había empezado
a enamorar de Carlos Alberto. Por la noche, cuando yacía en su cama con sus
calzoncillos, era duro para mí no intentar conquistarlo. Un día le dije cómo me
sentía. ―Somos hermanas‖, dijo con un bufido. ―Olvídate de eso. No eres mi
tipo de todas maneras‖.
Parte 4
―¿Son ustedes sudamericanos?, nos preguntó sentado en una silla que estaba a
mí lado. ―Tomás Castillogrande‖, agregó al presentarse. Era un caballero
sesentón, rechoncho, que se estaba quedando calvo. Algo de sus maneras
contradecía el hecho de ser acomodado; además, estaba vestido con ropas
raídas, de manera que podía mezclarse con la chusma de El Peruano.
Tenía razón. Todas mis prendas necesitaban una lavada. Obedecí y me quité
todo. Discretamente miró en otra dirección cuando me quité la ropa interior y
me puse la lujosa bata de terciopelo.
―Mira si hay algún majo que te excite‖, indicó. ―Regreso en un minuto‖. Salió
de la habitación.
-Oh, uh-, mascullé, y empecé a pasar las páginas mientras veía hombres
teniendo sexo, de muchas más maneras de las que creía posible.
Lo observé.
-Mira las revistas, indicó-. ¿Hay alguien que te ponga la polla dura?
Decidí seguirle el juego. Ahora que tenía una plancha caliente en sus manos,
estaba en desventaja. Pensé que no me mataría porque Carlos Alberto sabía
dónde estaba. Sin embargo, me sentí ansioso. Desde que se sentó, lo complací
mirando las revistas, yo lo complací. Al final, después de ver cientos de
fotografías de hombres atractivos culeando, se me paró. Luego Monsieur
sonrió con alegría, se puso las gafas y empezar a planchar.
Yo creí entender lo que quería de mí. Quería que tuviera tieso el pipí, mientras
planchaba. Cuando vio que mi verga estaba dura, Monsieur empezó a decir,
―Oh, tus bolas están ahora duras, ¿lo están? Oh, oh‖, todo el tiempo
planchando minuciosamente mi camisa. Empecé a tocarme mirando una foto
de dos hombres teniendo sexo. No era fácil concentrarse y mantener una
erección con Monsieur mirándome, con una plancha en sus manos. Colgó la
camisa detrás de la puerta y continuó con mis pantalones. En tanto alisaba,
seguía hablándome obscenamente. Si todo lo que quería era verme pajear, me
había resultado fácil. Cerré los ojos y me imaginé en una cama, haciendo el
amor al mismo tiempo con José y Carlos Alberto. Cuando alcanzaba el
clímax, oí a Monsieur animándome, ―Dispara, dispara, corazón, déjame ver
que te vienes sobre tu pecho. Has feliz a tu esposa, corazón mío‖.
―No te pares‖, me pidió. ―Por favor, déjame hacerlo. Deja que tu esposa te
limpie.‖ Colgó mis pantalones y mi camisa y salió de la habitación. Regresó
con dos paños húmedos y tibios y me limpió. Cuando terminó se cubrió la
cara con los trapos y los besó.
Monsieur Sabadell me acompañó caminando hasta la estación del tren, donde
me entregó cien dólares, un montón de plata en esos días. Dijo que le haría
feliz verme de nuevo, la siguiente semana y que me estaría esperando.
Carlos Alberto estaba en nuestra habitación del hostal cuando llegué. Como no
había comido, lo llevé a una gran cena de medianoche en un restaurante en
Las Ramblas. Mientras cenamos, le conté todos los detalles de mi visita a
Sadabell. Estalló de la risa cuando me describí en la cama con las revistas y
Monsieur planchando mi ropa. Después de que pagué la cena, le entregué a
Carlos Alberto la mitad del dinero que había conseguido. Él lo rechazó, pero
yo insistí. Después de todo él había estado contribuyendo con más dinero y
había compartido todo conmigo. Esa noche celebramos con estilo. Después de
cenar fuimos a beber a El Peruano y luego a una discoteca donde bailamos sin
parar hasta el amanecer. Sin la preocupación por el hambre, al menos por un
tiempo, la euforia de la música disco hizo su efecto como un afrodisiaco. En la
pista de baile, era fácil creer que aquella noche era todo lo que había en la
vida: que si seguíamos bailando la música nos mantendría para siempre
jóvenes y nunca estaríamos solos o con hambre otra vez.
-Sí.
Era difícil creer que él amara a la gente por su tipo. De mi parte, éramos una
pareja perfecta: ambos éramos colombianos, contemporáneos, escritores, gays,
amábamos muchas de las mismas cosas. Él lucía europeo, yo moreno. Así lo
dije.
-Santiago, -susurró con rabia-. Quiero dormir, ¿está bien? No arruines esta
hermosa noche.
Parte 5
-Buenas tardes, Bella Durmiente, dijo-. Llevo horas trabajando. Es casi la hora
del almuerzo.
Los presenté. Carlos Alberto había oído todo sobre José, pero José no tenía la
menor idea sobre el muchacho que estaba a mi lado. ―Carlos Alberto es un
amigo de Barranquilla. Somos compañeros de apartamento. Íbamos a
almorzar, ¿ya almorzaste?‖, le pregunté, incómodo, pues, aunque estaba feliz
de verlo, también estaba nervioso.
-No. Santiago, no lo puedo creer. Esto es increíble, sabía que te encontraría-,
dijo José, con júbilo, sosteniendo mi mano.
-No es nada. Estaba siendo considerado. Él es muy educado. Quería que nos
quedáramos solos. Vamos a almorzar, le dije cambiando de tema.
Nos sentamos en una mesa debajo de un parasol. Durante los dos meses en los
que no lo había visto, José parecía haber crecido y lucía más guapo. Estaba
bronceado y su cabello llegaba a los hombros. Después de que el mesero tomó
nuestras órdenes, le dije: ―José ¿qué estás haciendo acá?‖
El mesero llegó con una jarra de horchata de chufa. Serví las bebidas. Tenía
temor de hacerle preguntas a José. Me gustaba como siempre, pero mi corazón
voluble estaba ahora obsesionado con Carlos Alberto. Sin embargo, me di
cuenta de que no podía decírselo a él.
-Bueno, -dijo-, huí para estar contigo. Podemos ir a Francia: tengo 200,000
pesetas.
Sonreí sin saber qué decir. Después de que ya llevábamos un rato almorzando,
dije: ―José, tienes que devolver ese dinero antes de que tus padres regresen. Si
regresas ya, nunca sabrán que lo hiciste‖.
-No, no. No es eso, José. Es solo que… cuando se enteren, enviarán la policía
a perseguirte. En tanto decía esas palabras, recordé las de Lulú Mercurio:
―¿Estás loco? ¡El padre del chico es un militar! ¿Sabes lo que Franco les hizo
a los homosexuales?‖.
-Francia está solo a dos horas en tren, insistió .Ellos nunca nos encontrarán en
París. O podemos ir a Alemania, a Suecia o a Nueva York.
Después del almuerzo fuimos al hostal donde se había alojado José. Hicimos
el amor tan apasionadamente como siempre y luego tomamos una siesta.
Oscurecía cuando nos despertamos.
Estábamos en la cama acariciándonos cuando José dijo: ―Vamos a Cadaqués,
quiero mostrártelo antes de que nos vayamos de España. Tomaremos el tren a
Figueras esta noche y mañana estaremos en Cadaqués‖.
-Tengo que ir al hostal a decirle adiós a Carlos Alberto y recoger mis cosas.
Alístate que regreso en una hora.
Carlos Alberto estaba leyendo acostado. Le conté los planes de José, pero
quería primero visitar Cadaqués. Volvería en pocos días, le aseguré, después
de convencer a José de regresar con sus padres.
- ¿Estás seguro de que no quieres ir a París con él? Ojalá no te sientas culpable
por dejarme. José es lindo. Lo seguiría hasta una estepa si me lo pidiera, dijo
Carlos Alberto.
-Sé que es adorable, pero no quiero pasar los próximos veinte años de mi vida
encarcelado, si su padre fascista no me mata primero. No, yo estoy aquí
porque quería regresar, pero no me atreví a decirle: para estar contigo.
Carlos Alberto caminó conmigo hasta el hostal donde José me esperaba.
Luego nos acompañó hasta la estación del tren y se quedó con nosotros hasta
que el tren se alejó en la oscuridad, en dirección a Francia.
Me dirigí directo al hostal. Cuando pedí la llave me dijeron que Carlos Alberto
estaba en la habitación. Toqué la puerta.
Hubo una pausa. Luego Carlos Alberto abrió la puerta. Estaba sudando y con
una toalla envuelta en la cintura. Entendí que estaba en la cama con otro
hombre.
-Perdona que aparecí de repente, -dije disculpándome-. Regreso después.
Cuando Carlos Alberto llegó, caminamos por Las Ramblas hasta la pequeña
plaza ubicada frente a la catedral de Gaudí. Sentados allí, fumando cigarrillos,
reuní el coraje suficiente para decirle que me iba tan pronto como pudiera
comprar el tiquete. Dijo que estaba lastimado, que pensaba que nos
asociaríamos en Barcelona, que su sueño era que abriríamos una agencia de
traducción para establecernos y escribir nuestros grandes libros. No pude
decirle que regresaba a casa porque se me había vuelto insoportable vivir con
el hombre que amaba sabiendo que no me deseaba. Nos quedamos ahí por
horas, hablando sobre todo lo que no habíamos tenido tiempo de discutir
durante los dos meses que habíamos compartido.
Regresamos a nuestra habitación pasada la medianoche. Después de
desvestimos y acostarnos para dormir, cuando las luces estaban apagadas,
Carlos Alberto vino a mi cama, se acostó a mi lado, se dio la vuelta sobre su
estómago y dijo, ―Cógeme, ¿no es eso lo que quieres?
Nunca hablamos de nuevo sobre aquella noche. Unos pocos años después, nos
reencontramos en Nueva York. La amistad se había reavivado, aunque
habíamos cambiado para entonces, y nunca estaríamos de nuevo juntos de la
manera como aquel verano en Barcelona. Finalmente, pudimos ser
‗hermanas‘.