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LA BUENA NOTICIA DE JESÚS

EN PALABRAS
DEL PAPA FRANCISCO

EVANGELIO DE LUCAS

Introducción y selección de textos:


Matilde Eugenia Pérez Tamayo
CONTENIDO

Introducción

1. La anunciación (Lucas 1, 26-38)


2. La visita del María a Isabel (Lucas 1, 39-
45)
3. El canto de María (Lucas 1, 39-56)
4. El nacimiento de Jesús en Belén (Lucas
2,1-14)
5. La visita de los pastores a Jesús (Lucas
2,15-20)
6. María guardaba todo en su corazón
(Lucas 2, 16-21)
7. Presentación de Jesús en el Templo de
Jerusalén (Lucas 2, 22-40)
8. Jesús en el Templo de Jerusalén con los
doctores de la Ley (Lucas 2, 41-52)
9. Juan el Bautista (Lucas 3, 1-6)
10. Predicación de Juan Bautista (Lucas 3, 10-
18)
11. El Bautismo de Jesús (Lucas 3, 15-16.21-
22)
12. Las tentaciones de Jesús (Lucas 4, 1-13)
13. Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4,
16- 21)
14. Los paisanos de Jesús (Lucas 4, 21-30)
15. La pesca milagrosa y llamado de Pedro
(Lucas 5, 1-11)
16. Las Bienaventuranzas de Jesús (Lucas 6,
12-13.17.20-26)
17. Jesús nos enseña el amor a los enemigos
(Lucas 6, 27-38)
18. Otras enseñanzas de Jesús (Lucas 6, 39-
45)
19. 19. Jesús cura al criado del centurión
romano (Lucas 7, 1-10)
20. 20. Jesús revive al hijo de la viuda de
Naím (Lucas 7, 11-17)
21. Una pecadora unge los pies de Jesús
(Lucas 7, 36-8,3)
22. Jesús da de comer a la multitud (Lucas 9,
11-17)
23. Profesión de fe de Pedro y anuncio de la
pasión (Lucas 9, 18-24)
24. Jesús se transfigura en el monte Tabor
(Lucas 9, 28-36)
25. Jesús sube a Jerusalén con sus
discípulos (Lucas 9, 51-62)
26. Jesús envía a los setenta y dos discípulos
(Lucas 10, 1-12.17-20)
27. El mandamiento del amor y la parábola
del Buen samaritano (Lucas 10, 25-37)
28. Jesús en casa de Marta y María (Lucas
10, 38-42)
29. Jesús enseña a orar a sus discípulos. El
Padrenuestro (Lucas 11, 1-13)
30. Dichosos los que escuchan la Palabra de
Dios (Lucas11, 27-28)
31. Jesús nos habla sobre la codicia (Lucas
12, 13-21)
32. Jesús habla a sus discípulos sobre el
encuentro final con Dios (Lucas 12, 32-48)
33. Jesús habla a sus discípulos de la
necesidad de mantener la fe siempre
(Lucas 12, 49-53)
34. Parábola de la higuera (Lucas 13, 1-9)
35. El camino de la salvación (Lucas 13, 22-
30)
36. Jesús nos habla de la humildad y del
servicio a los pobres (Lucas 14, 1-7.14)
37. Ser discípulos de Jesús (Lucas 14, 25-33)
38. Parábolas de la misericordia (Lucas 15, 1-
32)
39. Parábola del Padre misericordioso (Lucas
1-3.11-32)
40. Parábola de la oveja perdida (Lucas 15, 3-
7)
41. Parábola del administrador infiel (Lucas
16, 1-13)
42. Parábola del rico derrochador y del pobre
Lázaro (Lucas 16, 19-31)
43. Jesús habla a los apóstoles sobre la fe
(Lucas 17, 5-10)
44. Jesús y los diez leprosos (Lucas 17, 11 -
19)
45. Jesús habla de la oración humilde y
perseverante (Lucas 18, 1-8)
46. Parábola del Fariseo y el Publicano (Lucas
18, 9-14)
47. Jesús en casa de Zaqueo (Lucas 19, 1-10)
48. Jesús entre en Jerusalén para morir
(Lucas 19, 28-40)
49. Jesús se enfrenta con los saduceos y
habla de la resurrección (Lucas 20, 27-38)
50. Jesús habla de los últimos tiempos (Lucas
21, 5-19)
51. Advertencias de Jesús a sus discípulos
( Lucas 21, 25-28.34-36)
52. Jesús ofrece su Reino al Buen ladrón
(Lucas 23, 35-43)
53. El sepulcro donde habían puesto a Jesús
estaba vacío (Lucas 24, 1-12)
54. Los discípulos de Emaús (Lucas 24, 13-
35)
55. Aparición de Jesús resucitado a los Doce
(Lucas 24, 35-48)
56. Jesús asciende al cielo (Lucas 24, 46-53)
INTRODUCCIÓN

Desde que fue elegido el 13 de marzo del


2013, el Papa Francisco nos ha dicho una y
otra vez, en diferentes circunstancias y
momentos, de manera insistente y
apremiante, la necesidad que tenemos los
cristianos de conocer el Evangelio, de leerlo
con asiduidad, de penetrar en su sentido, de
orar con él cada día, de dejarnos iluminar por
él en los distintos momentos de nuestra vida.

Su razón es una sola, pero suficientemente


importante: el Evangelio nos acerca a Jesús,
y Jesús es el centro de nuestra fe cristiana.
Encontrarnos personalmente con él es
fundamental para nosotros, y ese encuentro
se realiza cuando penetramos en el
conocimiento de su persona y de su mensaje,
de sus enseñanzas y sus acciones, de su
vida en el mundo, de su dolorosa pasión, su
injusta muerte en la cruz, y su resurrección
gloriosa de entre los muertos, mediante la
lectura atenta y meditativa del Evangelio.

Todo lo demás: la doctrina, los dogmas, las


normas, los mandamientos, aunque son muy
importantes, vienen después del Evangelio, y
se derivan de él, porque el Evangelio es
Jesús mismo que sigue hablándonos,
enseñándonos, acompañándonos en nuestras
luchas de cada día, mostrándonos el camino
que debemos tomar en cada circunstancia, en
fin.

Para ayudarnos un poco en esta tarea que el


Papa Francisco nos recomienda una y otra
vez, podemos aprovechar las mismas
reflexiones que el Papa ha hecho sobre los
textos evangélicos, en diferentes
intervenciones públicas, a lo largo de estos
años de su pontificado. Son reflexiones
sencillas y claras, pero a la vez muy
significativas. Podemos sacar de ellas
muchas enseñanzas para nuestra vida, y
también nos abren la mente y el corazón para
que con nuestros propios recursos
intelectuales y espirituales, sigamos adelante,
creciendo en la fe, la esperanza y el amor que
Jesús, Hijo y Mensajero de Dios Padre, nos
trae como un maravilloso regalo.

Como podrás ver, querido lector, el presente


librito es una recopilación – no exhaustiva –
de algunas de las mencionadas reflexiones
del Papa Francisco sobre los diferentes
pasajes del Evangelio según san Lucas que el
sacerdote lee en las Misas de los domingos y
de las Fiestas más importantes. Algunas –
más bien pocas - fueron pronunciadas como
Homilías en diversas Misas solemnes
celebradas en la Basílica de san Pedro, o en
algunos de sus viajes apostólicos a otros
países del mundo. Las demás – la mayoría –
corresponden a la catequesis que
tradicionalmente pronuncia el Papa cada
domingo, antes de rezar el Ángelus o el
Regina Coeli, desde la ventana de su estudio
en el Vaticano.

Para facilitar las cosas, cada reflexión del


Papa va precedida del texto del Evangelio
correspondiente. De este modo tenemos
acceso, en un primer paso, a las palabras de
Jesús o a la narración del acontecimiento en
el que interviene, y en un segundo paso, a la
explicación clara y concisa de lo que el texto
nos dice, en las palabras también claras y
concretas, del Papa.

El tercer paso nos corresponde darlo a


nosotros - a cada uno -, aplicando lo
aprendido a nuestra vida personal, a nuestra
oración y a nuestra conducta.

Todo ha sido recopilado muy juiciosamente,


de la fuente más fiel en este caso: la página
web de la Santa Sede, y en su traducción
propia al español:
https://vatican.va/content/vatican/es.html en el
apartado correspondiente al Papa Francisco.
Al final del texto está indicado si corresponde
al Ángelus, al Regina Coeli, o a una Homilía
concreta, con la fecha exacta en la que fue
pronunciada.

Deseo de corazón que este trabajo sea de


provecho para todos sus lectores, y también,
por supuesto, para mí.

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

Nota: El formato del documento está


especialmente diseñado para que pueda ser
leído con facilidad en el teléfono móvil.
El número de páginas que puede parecer
excesivo, se debe precisamente a esto.
1. LA ANUNCIACIÓN
(Lucas 1, 26-38)

En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado


por Dios a una ciudad de Galilea, llamada
Nazaret, a una virgen que estaba
comprometida con un hombre perteneciente a
la familia de David, llamado José. El nombre
de la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó,
diciendo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor
está contigo”.
Al oír estas palabras, ella quedó
desconcertada y se preguntaba qué podía
significar ese saludo.
Pero el Ángel le dijo: “No temas, María,
porque Dios te ha favorecido. Concebirás y
darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre
Jesús; él será grande y será llamado Hijo del
Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de
David, su padre, reinará sobre la casa de
Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”.
María dijo al Ángel: “¿Cómo puede ser eso, si
yo no tengo relaciones con ningún hombre?”
El Ángel le respondió: “El Espíritu Santo
descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te
cubrirá con su sombra. Por eso el niño será
Santo y será llamado Hijo de Dios. También
tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de
su vejez, y la que era considerada estéril, ya
se encuentra en su sexto mes, porque no hay
nada imposible para Dios”. (Lucas 1, 26-38)

Hoy celebramos la solemnidad de María


Inmaculada, que se sitúa en el contexto del
Adviento, un tiempo de espera: Dios cumplirá
lo que nos ha prometido. Pero en la fiesta de
hoy se nos anuncia algo que ya ha sucedido,
en la persona y en la vida de la Virgen María.

El día de hoy lo consideramos el comienzo de


este cumplimiento, que es incluso antes del
nacimiento de la Madre del Señor. De hecho,
su inmaculada concepción nos lleva a ese
preciso momento en el que la vida de María
comenzó a palpitar en el seno de su madre:
ya existía el amor santificante de Dios,
preservándola del contagio del mal, que es
herencia común de la familia humana.

En el Evangelio de hoy resuena el saludo del


Ángel a María: “Alégrate, llena de gracia, el
Señor está contigo” (v. 28). Dios siempre ha
pensado en ella y la ha querido, para su plan
inescrutable, como una criatura llena de
gracia, es decir, llena de su amor.

Pero para llenarse es necesario hacer


espacio, vaciarse, hacerse a un lado. Como
María, que supo escuchar la Palabra de Dios
y confiar totalmente en su voluntad,
aceptándola sin reservas en su propia vida.
Tanto es así que el Verbo se hizo carne en
ella.

Esto fue posible gracias a su “sí”. Al ángel


que le pide que se prepare para ser madre de
Jesús, María le responde: “He aquí la esclava
del Señor: hágase en mí según tu palabra” (v.
38).

María no se pierde en tantos razonamientos,


no pone obstáculos al camino del Señor, sino
que confía y deja espacio para la acción del
Espíritu Santo. Pone inmediatamente a
disposición de Dios todo su ser y su historia
personal, para que la Palabra y la voluntad de
Dios los modelen y los lleven a cabo.

Así, en perfecta sintonía con el designio de


Dios sobre ella, María se convierte en la “más
bella”, en la “más santa”, pero sin la más
mínima sombra de complacencia. Es humilde.
Ella es una obra maestra, pero sigue siendo
humilde, pequeña, pobre. En ella se refleja la
belleza de Dios que es todo amor, gracia, un
don de sí mismo.

Me gustaría destacar también la palabra con


la que María se define a sí misma en su
entrega a Dios: se profesa “esclava del
Señor”. El “sí” de María a Dios asume desde
el principio la actitud de servicio, de atención
a las necesidades de los demás. Así lo
atestigua concretamente el hecho de la visita
a Isabel, que siguió inmediatamente a la
Anunciación.

La disponibilidad a Dios se encuentra en la


voluntad de asumir las necesidades del
prójimo. Todo esto sin llamar la atención, y sin
ostentación, sin buscar un puesto de honor,
sin publicidad, porque la caridad y las obras
de misericordia no necesitan ser exhibidas
como un trofeo. Las obras de misericordia se
hacen en silencio, en secreto, sin jactarse de
hacerlas.
También en nuestras comunidades estamos
llamados a seguir el ejemplo de María,
practicando el estilo de discreción y
ocultación.

Que la fiesta de nuestra Madre nos ayude a


hacer de toda nuestra vida un “sí” a Dios, un
“sí” lleno de adoración hacia Él y de gestos
cotidianos de amor y de servicio.

Papa Francisco
(Ángelus 8 12/2019)

*****

Hoy nuestra mirada es atraída por la belleza


de la Madre de Jesús, nuestra Madre. Con
gran alegría la Iglesia la contempla “llena de
gracia” (v. 28).

Dios miró a María desde el primer instante en


su designio de amor. La miró bella, llena de
gracia. ¡Es hermosa nuestra madre!

María nos sostiene en nuestro camino hacia


la Navidad, porque nos enseña cómo vivir
este tiempo de Adviento en espera del Señor.
Porque este tiempo de Adviento es una
espera del Señor, que nos visitará a todos en
la fiesta, pero también a cada uno en nuestro
corazón. ¡El Señor viene! ¡Esperémoslo!

El Evangelio de san Lucas nos presenta a


María, una muchacha de Nazaret, pequeña
localidad de Galilea, en la periferia del Imperio
romano y también en la periferia de Israel. Un
pueblito.

Sin embargo, sobre ella, la muchacha de


aquel pueblito lejano, se posó la mirada del
Señor, que la eligió para ser la madre de su
Hijo.

En vista de esta maternidad, María fue


preservada del pecado original, o sea de la
fractura en la comunión con Dios, con los
demás y con la creación, que hiere
profundamente a todo ser humano. Pero esta
fractura fue sanada anticipadamente en la
Madre de Aquél que vino a liberarnos de la
esclavitud del pecado.

La Inmaculada está inscrita en el designio de


Dios; es fruto del amor de Dios que salva al
mundo. La Virgen no se alejó jamás de ese
amor: toda su vida, todo su ser es un “sí” a
ese amor, es un “sí” a Dios.

Ciertamente, no fue fácil para ella. Cuando el


Ángel la llamó “llena de gracia” (v. 28); ella
“se turbó grandemente”, porque en su
humildad se sintió nada ante Dios.

El Ángel la consoló: “No temas, María, porque


has encontrado gracia ante Dios. Concebirás
en tu vientre y darás a luz un hijo, y le
pondrás por nombre Jesús” (vs. 30-31).

Este anuncio la confundió aún más, también


porque todavía no se había casado con José;
pero el Ángel añadió: “El Espíritu Santo
vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te
cubrirá con su sombra. Por eso el Santo que
va a nacer será llamado Hijo de Dios” (v. 35).
María escuchó, obedeció interiormente y
respondió: “He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra” (v. 38).

El misterio de esta muchacha de Nazaret, que


está en el corazón de Dios, no nos es
extraño. No está ella allá y nosotros aquí. No;
estamos conectados. De hecho, Dios posa su
mirada de amor sobre cada hombre y cada
mujer, con nombre y apellido. Su mirada de
amor está sobre cada uno de nosotros.

El apóstol Pablo afirma que Dios “nos eligió


en Cristo antes de la fundación del mundo,
para que fuéramos santos e intachables”
(Efesios 1, 4).

También nosotros, desde siempre, hemos


sido elegidos por Dios para vivir una vida
santa, libre del pecado. Es un proyecto de
amor que Dios renueva cada vez que
nosotros nos acercamos a Él, especialmente
en los Sacramentos.

En esta fiesta, entonces, contemplando a


nuestra Madre Inmaculada, bella,
reconozcamos también nuestro destino
verdadero, nuestra vocación más profunda:
ser amados, ser transformados por el amor,
ser transformados por la belleza de Dios.

Mirémosla a ella, nuestra Madre, y dejémonos


mirar por ella, porque es nuestra Madre y nos
quiere mucho; dejémonos mirar por ella para
aprender a ser más humildes, y también más
valientes en el seguimiento de la Palabra de
Dios; para acoger el tierno abrazo de su Hijo
Jesús, un abrazo que nos da vida, esperanza
y paz.

Papa Francisco
(Ángelus 8/12/ 2013)

*****

En este cuarto y último domingo de Adviento,


el Evangelio nos propone una vez más la
historia de la Anunciación. “Alégrate - dice el
ángel a María - concebirás en tu vientre y
darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre
Jesús” (vs. 28.31).

Parece un anuncio de alegría pura, destinado


a hacer feliz a la Virgen: ¿Quién entre las
mujeres de esa época no soñaba con
convertirse en la madre del Mesías?... Pero,
junto con la alegría, esas palabras predicen a
María una gran prueba. ¿Por qué?... Porque
en aquel momento estaba “desposada” (v. 27)
con José.
En una situación como esa, la Ley de Moisés
establecía que no debía haber relación ni
cohabitación. Por lo tanto, si tenía un hijo,
María habría transgredido la Ley, y las penas
para las mujeres eran terribles: se preveía la
lapidación (cfr. Deuteronomio 22,20-21).

Ciertamente el mensaje divino habrá colmado


el corazón de María de luz y fuerza; sin
embargo, se encontró ante una decisión
crucial: decir “sí” a Dios, arriesgándolo todo,
incluso su vida, o declinar la invitación y
seguir con su camino ordinario.

¿Qué hace?... Responde así: “Hágase en mí


según tu palabra” (v. 38).

“Hágase”. En la lengua en que está escrito el


Evangelio, esta palabra no es simplemente un
“suceda”. La expresión verbal indica un fuerte
deseo, indica la voluntad de que algo se
cumpla. En otras palabras, María no dice: “Si
tiene que hacerse, que se haga.., si no puede
ser de otra manera...”.

No es resignación. No expresa una


aceptación débil y sometida, expresa un
deseo fuerte, un deseo vivo. No es pasiva,
sino activa. No sufre a Dios, se adhiere a
Dios. Es una enamorada dispuesta a servir a
su Señor en todo e inmediatamente.

María podría haber pedido más tiempo para


pensarlo, o más explicaciones sobre lo que
pasaría; quizás podría haber puesto algunas
condiciones... En cambio, no se toma tiempo,
no hace esperar a Dios, no aplaza su
decisión.

¡Cuantas veces - ahora pensemos en


nosotros -, cuántas veces nuestra vida está
hecha de aplazamientos, incluso nuestra vida
espiritual!… Por ejemplo: sé que me hace
bien rezar, pero hoy no tengo tiempo...
“mañana, mañana, mañana, mañana...”

Aplazamos las cosas: mañana lo hago; sé


que ayudar a alguien es importante - sí,
tengo que hacerlo, lo haré mañana -. Es la
cadena de los mañana... Aplazar las cosas.

Hoy, a las puertas de la Navidad, María nos


invita a no aplazar, a decir “sí”. “¿Tengo que
rezar?”... “Sí”, y rezo. “¿Tengo que ayudar a
los demás?... “Sí”. ¿Cómo hacerlo?... Lo
hago. Sin aplazar.

Cada “sí” cuesta. Cada “sí” cuesta pero


siempre es menos de lo que le costó a ella
ese “sí” valiente, ese “sí”, decidido, ese
“hágase en mí según tu palabra” que nos trajo
la salvación.

Y nosotros ¿qué “sí” podemos decir?...

En estos tiempos difíciles, en lugar de


quejarnos de lo que la pandemia nos impide
hacer, hagamos algo por los que tienen
menos: no el enésimo regalo para nosotros y
nuestros amigos, sino para una persona
necesitada en la que nadie piensa.

Y otro consejo: para que Jesús nazca en


nosotros, preparemos el corazón: vayamos a
rezar. No nos dejemos “arrastrar” por el
consumismo: “Tengo que comprar los
regalos, tengo que hacer esto y lo otro...”. Ese
frenesí por hacer tantas cosas... Lo
importante es Jesús. El consumismo,
hermanos y hermanas, nos ha secuestrado la
Navidad.
No hay consumismo en el pesebre de Belén:
allí está la realidad, la pobreza, el amor.
Preparemos el corazón como hizo María: libre
del mal, acogedor, dispuesto a acoger a Dios.

“Hágase en mí según tu palabra”... Es la


última frase de la Virgen en este último
domingo de Adviento, y es la invitación a dar
un paso concreto hacia la Navidad. Porque si
el nacimiento de Jesús no toca nuestra vida
- la mía, la tuya, la de todos -, si no toca la
vida, pasa en vano.

En el Ángelus también nosotros diremos


ahora: “Hágase en mí según tu palabra”: que
la Virgen nos ayude a decirlo con nuestra
vida, con la actitud de estos últimos días para
prepararnos bien a la Navidad.

Papa Francisco
(Ángelus 20/12/2020)
2. LA VISITA DE MARÍA A ISABEL
(Lucas 1, 39-45)

En aquellos días: María partió y fue sin


demora a un pueblo de la montaña de Judá.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a
Isabel.
Apenas esta oyó el saludo de María, el niño
saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del
Espíritu Santo, exclamó: “¡Tú eres bendita
entre todas las mujeres y bendito es el fruto
de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la
madre de mi Señor venga a visitarme?
Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría
en mi seno. Feliz de ti por haber creído que
se cumplirá lo que te fue anunciado de parte
del Señor”. (Lucas 1, 39-45)

El Evangelio de este domingo de Adviento


subraya la figura de María. La vemos cuando,
justo después de haber concebido en la fe al
Hijo de Dios, afronta el largo viaje de Nazaret
de Galilea a los montes de Judea, para ir a
visitar y ayudar a su prima Isabel.

El ángel Gabriel le había revelado que su


pariente ya anciana, que no tenía hijos,
estaba en el sexto mes de embarazo (vs.
26.36). Por eso, la Virgen, que lleva en sí un
don y un misterio aún más grande, va a ver a
Isabel y se queda tres meses con ella.

En el encuentro entre las dos mujeres


- imaginemos: una anciana y la otra joven - ,
es la joven, María, la que saluda primero: el
Evangelio dice así: “Entró en casa de
Zacarías y saludó a Isabel” (v. 40). Y,
después de ese saludo, Isabel se siente
invadida por un gran asombro - ¡no se olviden
de esta palabra: asombro. El asombro.

Isabel se siente invadida por un gran asombro


que resuena en sus palabras: “¿Quién soy yo
para que me visite la madre de mi Señor?” (v.
43). Y se abrazan, se besan, felices estas dos
mujeres: la anciana y la joven. Las dos
embarazadas.

Para celebrar bien la Navidad, estamos


llamados a detenernos en los “lugares” del
asombro. Y, ¿cuáles son los lugares del
asombro en la vida cotidiana?... Son tres.
El primer lugar es el otro, en quien
reconocemos a un hermano, porque desde
que sucedió el Nacimiento de Jesús, cada
rostro lleva marcada la semejanza del Hijo de
Dios. Sobre todo cuando es el rostro del
pobre, porque como pobre Dios entró en el
mundo y y dejó, ante todo, que los pobres se
acercaran a él.

Otro lugar del asombro - el segundo - en el


que, si miramos con fe, sentimos asombro, es
la historia. Muchas veces creemos verla por el
lado justo, y sin embargo corremos el riesgo
de leerla al revés. Sucede, por ejemplo,
cuando ésta nos parece determinada por la
economía de mercado, regulada por las
finanzas y los negocios, dominada por los
poderosos de turno. El Dios de la Navidad es,
en cambio, un Dios que “cambia las cartas”:
¡Le gusta hacerlo! Como canta María en el
Magnificat, es el Señor el que derriba a los
poderosos del trono y ensalza a los humildes,
colma de bienes a los hambrientos y a los
ricos los despide vacíos (vs. 52-53). Este es
el segundo asombro, el asombro de la
historia.
Un tercer lugar de asombro es la Iglesia:
mirarla con el asombro de la fe significa no
limitarse a considerarla solamente como
institución religiosa que es, sino a sentirla
como Madre que, aun entre manchas y
arrugas - ¡tenemos muchas! - deja ver las
características de la Esposa amada y
purificada por Jesús, el Señor.

Una Iglesia que sabe reconocer los muchos


signos de amor fiel que Dios continuamente le
envía. Una Iglesia para la cual el Señor Jesús
no será nunca una posesión que defender
con celo: quienes hacen esto, se equivocan,
sino Aquel que siempre viene a su encuentro
y que ésta sabe esperar con confianza y
alegría, dando voz a la esperanza del mundo.

La Iglesia que llama al Señor: “Ven Señor


Jesús”. La Iglesia madre que siempre tiene
las puertas abiertas, y los brazos abiertos
para acoger a todos. Es más, la Iglesia madre
que sale de las propias puertas para buscar,
con sonrisa de madre a todos los alejados y
llevarles a la misericordia de Dios. ¡Este es el
asombro de la Navidad!
En Navidad Dios se nos dona todo donando a
su Hijo, el Único, que es toda su alegría. Y
sólo con el corazón de María, la humilde y
pobre hija de Sión, convertida en Madre del
Hijo del Altísimo, es posible exultar y
alegrarse por el gran don de Dios y por su
imprevisible sorpresa.

Que ella nos ayude a percibir el asombro


- estos tres asombros: los otros, la historia y
la Iglesia - por el nacimiento de Jesús, el don
de los dones, el regalo inmerecido que nos
trae la salvación.

El encuentro con Jesús, nos hará también


sentir a nosotros este gran asombro. Pero no
podemos tener este asombro, no podemos
encontrar a Jesús, si no lo encontramos en
los demás, en la historia y en la Iglesia.

Papa Francisco
(Ángelus 20/12/2015)
3. EL CANTO DE MARÍA
(Lucas 1, 39-56)

En aquellos días, se levantó María y se fue


con prontitud a la región montañosa, a una
ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y
saludó a Isabel.
Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo
de María, saltó de gozo el niño en su seno, e
Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y
exclamando con gran voz, dijo: “Bendita tú
entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno;
y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor
venga a mí? Porque, apenas llegó a mis
oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el
niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que
se cumplirían las cosas que le fueron dichas
de parte del Señor!”
Y dijo María:
“Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se
alegra en Dios mi salvador porque ha puesto
los ojos en la humildad de su esclava, por eso
desde ahora todas las generaciones me
llamarán bienaventurada, porque ha hecho en
mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su
nombre y su misericordia alcanza de
generación en generación a los que le temen.
Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los
que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos y
exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes y despidió
a los ricos sin nada.
Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la
misericordia - como había anunciado a
nuestros padres - en favor de Abraham y de
su linaje por los siglos”.
María permaneció con ella unos tres meses, y
se volvió a su casa. (Lucas 1, 39-56)

El Evangelio que acabamos de escuchar nos


sumerge en el encuentro de dos mujeres que
se abrazan y llenan todo de alegría y
alabanza: salta de gozo el niño e Isabel
bendice a su prima por su fe; María entona
las maravillas que el Señor realizó en su
humilde esclava con el gran canto de
esperanza para aquellos que ya no pueden
cantar porque han perdido la voz. Canto de
esperanza que también nos quiere despertar
e invitarnos a entonar hoy por medio de tres
maravillosos elementos que nacen de la
contemplación de la primera discípula: María
camina, María encuentra, María se alegra.
María camina desde Nazaret a la casa de
Zacarías e Isabel, es el primer viaje de María
que nos narra la Escritura. El primero de
muchos. Irá de Galilea a Belén, donde nacerá
Jesús; huirá a Egipto para salvar al Niño de
Herodes. Irá también todos los años a
Jerusalén para la Pascua, hasta seguir a
Jesús en el Calvario. Estos viajes tienen una
característica: no fueron caminos fáciles,
exigieron valor y paciencia. Nos muestran que
la Virgen conoce las subidas, conoce
nuestras subidas: ella es para nosotros
hermana en el camino.

Experta en la fatiga, sabe cómo darnos la


mano en las asperezas, cuando nos
encontramos ante los derroteros más
abruptos de la vida.

Como buena mujer y madre, María sabe que


el amor se hace camino en las pequeñas
cuestiones cotidianas. Amor e ingenio
maternal capaz de transformar una cueva de
animales en la casa de Jesús, con unos
pobres pañales y una montaña de ternura (cf.
Exhortación apostólica Evangelii gaudium,
286).

Contemplar a María nos permite volver la


mirada sobre tantas mujeres, madres y
abuelas de estas tierras que, con sacrificio y
discreción, abnegación y compromiso, labran
el presente y tejen los sueños del mañana.
Entrega silenciosa, recia y desapercibida que
no tiene miedo a “remangarse” y cargarse las
dificultades sobre los hombros para sacar
adelante la vida de sus hijos y de toda la
familia esperando “contra toda esperanza”
(Romanos 4,18).

Es un recuerdo vivo el hecho de que en su


pueblo existe y late un fuerte sentido de
esperanza, más allá de todas las condiciones
que puedan ofuscarla o la intentan apagar.
Mirando a María y a tantos rostros maternales
se experimenta y alimenta el espacio para la
esperanza (cfr. Documento de Aparecida,
536), que engendra y abre al futuro.
Digámoslo con fuerza: En nuestro pueblo hay
espacio para la esperanza. Por eso María
camina y nos invita a caminar juntos.
María encuentra a Isabel ya entrada en años
(v. 7). Pero es ella, la anciana, la que habla
de futuro, la que profetiza: “llena de Espíritu
Santo” (v. 41); la llama “bendita” porque “ha
creído” (v. 45), anticipando la última
bienaventuranza de los Evangelios:
bienaventurado el que cree (cfr Juan 20,29).

Así, la joven va al encuentro de la anciana


buscando las raíces y la anciana profetiza y
renace en la joven regalándole futuro. Así,
jóvenes y ancianos se encuentran, se
abrazan y son capaces de despertar cada uno
lo mejor del otro. Es el milagro que surge de
la cultura del encuentro donde nadie es
descartado ni adjetivado; sino donde todos
son buscados, porque son necesarios, para
reflejar el Rostro del Señor.

No tienen miedo de caminar juntos y, cuando


esto sucede, Dios llega y realiza prodigios en
su pueblo. Porque es el Espíritu Santo quien
nos impulsa a salir de nosotros mismos, de
nuestras cerrazones y particularismos para
enseñarnos a mirar más allá de las
apariencias y regalarnos la posibilidad de
decir bien – “bendecirlos” - sobre los demás;
especialmente sobre tantos hermanos
nuestros que se quedaron a la intemperie
privados quizás no sólo de un techo o un
poco de pan, sino de la amistad y del calor de
una comunidad que los abrace, cobije y
reciba.

Cultura del encuentro que nos impulsa a los


cristianos a experimentar el milagro de la
maternidad de la Iglesia que busca, defiende
y une a sus hijos. En la Iglesia, cuando ritos
diferentes se encuentran, cuando no se
antepone la propia pertenencia, el grupo o la
etnia a la que se pertenece, sino el Pueblo
que unido sabe alabar a Dios, entonces
acontecen grandes cosas. Digámoslo con
fuerza: Bienaventurado el que cree (cfr. Juan
20,29) y tiene el valor de crear encuentro y
comunión.

María que camina y encuentra a Isabel nos


recuerda dónde Dios ha querido morar y vivir,
cuál es su santuario y en qué sitio podemos
escuchar su palpitar: en medio de su Pueblo.
Allí está, allí vive, allí nos espera.
Escuchamos como dirigida a nosotros la
invitación del Profeta a no temer, a no
desfallecer. Porque el Señor, nuestro Dios
está en medio de nosotros, es un salvador
poderoso (cfr. Sofonías 3,16-17), está en
medio de su pueblo. Este es el secreto del
cristiano: Dios está en medio de nosotros
como un salvador poderoso. Esta certeza,
como a María, nos permite cantar y exultar de
alegría.

María se alegra, se alegra porque es la


portadora del Emmanuel, del Dios con
nosotros. “Ser cristianos es gozo en el
Espíritu Santo” (Exhortación apostólica
Gaudete et exsultate, 122). Sin alegría
permanecemos paralizados, esclavos de
nuestras tristezas.

A menudo el problema de la fe no es tanto la


falta de medios y de estructuras, de cantidad,
tampoco la presencia de quien no nos acepta;
el problema de la fe es la falta de alegría.

La fe vacila cuando se cae en la tristeza y el


desánimo. Cuando vivimos en la
desconfianza, cerrados en nosotros mismos,
contradecimos la fe, porque, en vez de
sentirnos hijos por los que Dios ha hecho
cosas grandes (v. 49), empequeñecemos
todo a la medida de nuestros problemas y nos
olvidamos de que no somos huérfanos, que
tenemos un Padre en medio de nosotros,
salvador y poderoso.

María viene en ayuda nuestra, porque más


que empequeñecer, magnífica, es decir,
“engrandece” al Señor, alaba su grandeza.
Este es el secreto de la alegría. María,
pequeña y humilde, comienza desde la
grandeza de Dios y, a pesar de sus
problemas - que no eran pocos - está alegre ,
porque confía en el Señor en todo. Nos
recuerda que Dios puede realizar siempre
maravillas si permanecemos abiertos a Él y a
los hermanos.

Pensemos en los grandes testigos de estas


tierras: personas sencillas, que confiaron en
Dios en medio de las persecuciones. No
pusieron la confianza en el mundo, sino en el
Señor, y así avanzaron. Deseo dar gracias a
estos humildes vencedores, a estos santos de
la puerta de al lado que nos marcan el
camino. Sus lágrimas no fueron estériles,
fueron oración que subió al cielo y regó la
esperanza de este pueblo.

Queridos hermanos y hermanas: María


camina, encuentra y se alegra porque llevó
algo más grande que ella misma: fue
portadora de una bendición. Como ella,
tampoco nosotros tengamos miedo a ser los
portadores de la bendición que Rumania
necesita.

Sean los promotores de una cultura del


encuentro que desmienta la indiferencia, que
desmienta la división y permita a esta tierra
cantar con fuerza las misericordias del Señor.

Papa Francisco
(Homilía 31/05/2019
Catedral Católica de San José, Bucarest)

*****

En el Evangelio de hoy, solemnidad de la


Asunción de María Santísima, la Virgen Santa
reza diciendo: “Engrandece mi alma al Señor
y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador”
(vs. 39-56). Veamos los verbos de esta
oración: “engrandece” y “exulta”, que quiere
decir “alégrate”.
Exultamos cuando sucede algo tan hermoso
que no basta con regocijarse dentro, en el
alma, sino que queremos expresar la felicidad
con todo el cuerpo: entonces exultamos.
María exulta por Dios. Quién sabe si también
a nosotros nos ha pasado que exultamos por
el Señor; exultamos por un resultado
obtenido, por una noticia buena, pero hoy
María nos enseña a exultar en Dios. ¿Por
qué?... Porque Él – Dios - hace “grandes
cosas” (v. 49).
Las grandes cosas las recuerda el otro verbo:
“engrandecer”. “Engrandece mi alma”.
Engrandecer significa exaltar una realidad por
su grandeza, por su belleza... María exalta la
grandeza del Señor, lo alaba diciendo que es
verdaderamente grande.
En la vida es importante buscar cosas
grandes, de lo contrario uno se pierde detrás
de tantas cosas pequeñas. María nos
demuestra que si queremos que nuestra vida
sea feliz, Dios debe ocupar el primer lugar,
porque sólo Él es grande.
Cuántas veces, en cambio, vivimos
persiguiendo cosas de poca importancia:
prejuicios, rencores, rivalidades, envidias,
ilusiones, bienes materiales superfluos...
¡Cuántas pequeñeces en la vida!... Lo
sabemos.
Hoy María nos invita a levantar la mirada a las
“grandes cosas” que el Señor ha cumplido en
ella. También en nosotros, en cada uno de
nosotros, el Señor hace tantas cosas
grandes. Debemos reconocerlas y exultar,
engrandecer a Dios, por estas grandes cosas.
Son las “grandes cosas” que celebramos hoy:
María es asunta al cielo; pequeña y humilde,
es la primera en recibir la gloria más alta.
Ella, que es una criatura humana, una de
nosotros, llega a la eternidad en cuerpo y
alma. Y allí nos espera, como una madre
espera que sus hijos vuelvan a casa.
En efecto, el pueblo de Dios la invoca como
"puerta del cielo". Nosotros estamos en
camino, peregrinos a la casa de allá arriba.
Hoy miramos a María y vemos la meta.
Vemos que una criatura ha sido asunta a la
gloria de Jesucristo resucitado, y esa criatura
sólo podía ser ella, la Madre del Redentor.
Vemos que en el paraíso, junto con Jesús, el
nuevo Adán, está también ella, María, la
nueva Eva, y esto nos da consuelo y
esperanza en nuestra peregrinación aquí
abajo.
La fiesta de la Asunción de María es una
llamada para todos nosotros, especialmente
para los que están afligidos por las dudas y la
tristeza, y miran hacia abajo, no pueden
levantar la mirada.
Miremos hacia arriba, el cielo está abierto; no
infunde miedo, ya no está distante, porque en
el umbral del cielo hay una madre que nos
espera y es nuestra madre. Nos ama, nos
sonríe y nos socorre con delicadeza. Como
toda madre, quiere lo mejor para sus hijos y
nos dice: “Son preciosos a los ojos de Dios;
no están hechos para las pequeñas
satisfacciones del mundo, sino para las
grandes alegrías del cielo”.
Sí, porque Dios es alegría, no aburrimiento.
Dios es alegría. Dejémonos llevar por la mano
de la Virgen. Cada vez que tomamos el
Rosario en nuestras manos y le rezamos,
damos un paso adelante hacia la gran meta
de la vida.
Dejémonos atraer por la verdadera belleza, y
no absorber por las pequeñeces de la vida,
escojamos, en cambio, la grandeza del cielo.
¡Qué la Santísima Virgen, Puerta al Cielo, nos
ayude a mirar con confianza y alegría, cada
día, al lugar donde está nuestro verdadero
hogar, donde está ella, que como madre, nos
espera!
Papa Francisco
(Ángelus15/08/2019)
4. EL NACIMIENTO DE JESÚS
EN BELÉN
(Lucas 2, 1-14)

En aquella época apareció un decreto del


emperador Augusto, ordenando que se
realizara un censo en todo el mundo. Este
primer censo tuvo lugar cuando Quirino
gobernaba la Siria. Y cada uno iba a
inscribirse a su ciudad de origen.
José, que pertenecía a la familia de David,
salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se
dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David,
para inscribirse con María, su esposa, que
estaba embarazada.
Mientras se encontraban en Belén, le llegó el
tiempo de ser madre; y María dio a luz a su
Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo
acostó en un pesebre, porque no había lugar
para ellos en el albergue.
En esa región acampaban unos pastores, que
vigilaban por turno sus rebaños durante la
noche. De pronto, se les apareció el Ángel del
Señor y la gloria del Señor los envolvió con su
luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el
Ángel les dijo: “No teman, porque les traigo
una buena noticia, una gran alegría para todo
el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha
nacido un Salvador, que es el Mesías, el
Señor. Y esto les servirá de señal:
encontrarán a un niño recién nacido envuelto
en pañales y acostado en un pesebre”.
Y junto con el Ángel, apareció de pronto una
multitud del ejército celestial, que alababa a
Dios, diciendo: “¡Gloria a Dios en las alturas, y
en la tierra, paz a los hombres amados por
Él!” (Lucas 2, 1-14)

“María dio a luz a su Hijo primogénito, lo


envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre
porque no había lugar para ellos en el
albergue” (Lucas 2,7).

De esta manera, simple pero clara, Lucas nos


lleva al corazón de esta noche santa: María
dio a luz, María nos dio la Luz. Un relato
sencillo para sumergirnos en el
acontecimiento que cambia para siempre
nuestra historia. Todo, en esa noche, se
volvía fuente de esperanza.

Vayamos unos versículos atrás. Por decreto


del emperador, María y José se vieron
obligados a marchar. Tuvieron que dejar su
gente, su casa, su tierra y ponerse en camino
para ser censados. Una travesía nada
cómoda ni fácil para una joven pareja en
situación de dar a luz: estaban obligados a
dejar su tierra. En su corazón iban llenos de
esperanza y de futuro por el niño que vendría;
sus pasos en cambio iban cargados de las
incertidumbres y peligros propios de aquellos
que tienen que dejar su hogar.

Y luego se tuvieron que enfrentar quizás a lo


más difícil: llegar a Belén y experimentar que
era una tierra que no los esperaba, una tierra
en la que para ellos no había lugar.

Y precisamente allí, en esa desafiante


realidad, María nos regaló al Emmanuel. El
Hijo de Dios tuvo que nacer en un establo
porque los suyos no tenían espacio para él.
“Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”
(Juan 1,11).

Y allí…, en medio de la oscuridad de una


ciudad, que no tiene ni espacio ni lugar para
el forastero que viene de lejos; en medio de la
oscuridad de una ciudad en pleno movimiento
y que en este caso pareciera que quiere
construirse de espaldas a los otros;
precisamente allí se enciende la chispa
revolucionaria de la ternura de Dios.

En Belén se generó una pequeña apertura


para aquellos que han perdido su tierra, su
patria, sus sueños; incluso para aquellos que
han sucumbido a la asfixia que produce una
vida encerrada.

En los pasos de José y María se esconden


tantos pasos. Vemos las huellas de familias
enteras que hoy se ven obligadas a marchar.
Vemos las huellas de millones de personas
que no eligen irse sino que son obligados a
separarse de los suyos, que son expulsados
de su tierra. En muchos de los casos esa
marcha está cargada de esperanza, cargada
de futuro; en muchos otros, esa marcha tiene
solo un nombre: sobrevivencia.

Sobrevivir a los Herodes de turno que para


imponer su poder y acrecentar sus riquezas
no tienen ningún problema en cobrar sangre
inocente.
María y José, los que no tenían lugar, son los
primeros en abrazar a aquel que viene a
darnos carta de ciudadanía a todos. Aquel
que en su pobreza y pequeñez denuncia y
manifiesta que el verdadero poder y la
auténtica libertad es la que cubre y socorre la
fragilidad del más débil.

Esa noche, el que no tenía lugar para nacer


es anunciado a aquellos que no tenían lugar
en las mesas ni en las calles de la ciudad.

Los pastores son los primeros destinatarios


de esta buena noticia. Por su oficio, eran
hombres y mujeres que tenían que vivir al
margen de la sociedad. Las condiciones de
vida que llevaban, los lugares en los cuales
eran obligados a estar, les impedían practicar
todas las prescripciones rituales de
purificación religiosa y, por tanto, eran
considerados impuros. Su piel, sus
vestimentas, su olor, su manera de hablar, su
origen los delataba. Todo en ellos generaba
desconfianza. Hombres y mujeres de los
cuales había que alejarse, a los cuales temer;
se los consideraba paganos entre los
creyentes, pecadores entre los justos,
extranjeros entre los ciudadanos.

A ellos - paganos, pecadores y extranjeros -


el ángel les dice: “No teman, porque les traigo
una buena noticia, una gran alegría para todo
el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha
nacido un Salvador, que es el Mesías, el
Señor” (vs.10-11).

Esa es la alegría que esta noche estamos


invitados a compartir, a celebrar y a anunciar.
La alegría con la que a nosotros, paganos,
pecadores y extranjeros, Dios nos abrazó en
su infinita misericordia y nos impulsa a hacer
lo mismo.

La fe de esa noche nos mueve a reconocer a


Dios presente en todas las situaciones en las
que lo creíamos ausente. Él está en el
visitante indiscreto, tantas veces
irreconocible, que camina por nuestras
ciudades, en nuestros barrios, viajando en
nuestros metros, golpeando nuestras puertas.

Y esa misma fe nos impulsa a dar espacio a


una nueva imaginación social, a no tener
miedo a ensayar nuevas formas de relación
donde nadie tenga que sentir que en esta
tierra no tiene lugar.

Navidad es tiempo para transformar la fuerza


del miedo en fuerza de la caridad, en fuerza
para una nueva imaginación de la caridad. La
caridad que no se conforma ni naturaliza la
injusticia sino que se anima, en medio de
tensiones y conflictos, a ser “casa del pan”,
tierra de hospitalidad. Nos lo recordaba san
Juan Pablo II: “¡No temáis! ¡Abrid, más
todavía, abrid de par en par las puertas a
Cristo!” (Homilía en la Misa de inicio de su
Pontificado, 22/10/1978)

En el niño de Belén, Dios sale a nuestro


encuentro para hacernos protagonistas de la
vida que nos rodea. Se ofrece para que lo
tomemos en brazos, para que lo alcemos y
abracemos. Para que en él no tengamos
miedo de tomar en brazos, alzar y abrazar al
sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo,
al preso (cfr. Mateo 25,35-36). “¡No temáis!
¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las
puertas a Cristo!”.
En este niño, Dios nos invita a hacernos
cargo de la esperanza. Nos invita a hacernos
centinelas de tantos que han sucumbido bajo
el peso de esa desolación que nace al
encontrar tantas puertas cerradas. En este
Niño, Dios nos hace protagonistas de su
hospitalidad.

Conmovidos por la alegría del don, pequeño


Niño de Belén, te pedimos que tu llanto
despierte nuestra indiferencia, abra nuestros
ojos ante el que sufre. Que tu ternura
despierte nuestra sensibilidad y nos mueva a
sabernos invitados a reconocerte en todos
aquellos que llegan a nuestras ciudades, a
nuestras historias, a nuestras vidas. Que tu
ternura revolucionaria nos convenza a
sentirnos invitados, a hacernos cargo de la
esperanza y de la ternura de nuestros
pueblos.

Papa Francisco
(Homilía 24/12/2017)

*****
José, con María su esposa, subió “a la ciudad
de David, que se llama Belén” (v. 4). Esta
noche, también nosotros subimos a Belén
para descubrir el misterio de la Navidad.

Belén: el nombre significa “casa del pan”. En


esta “casa” el Señor convoca hoy a la
humanidad. Él sabe que necesitamos
alimentarnos para vivir. Pero sabe también
que los alimentos del mundo no sacian el
corazón.

En la Escritura, el pecado original de la


humanidad está asociado precisamente con
tomar alimento: “tomó de su fruto y comió”,
dice el libro del Génesis (3,6). Tomó y comió.

El hombre se convierte en ávido y voraz.


Parece que el tener, el acumular cosas es
para muchos el sentido de la vida. Una
insaciable codicia atraviesa la historia
humana, hasta las paradojas de hoy, cuando
unos pocos banquetean espléndidamente y
muchos no tienen pan para vivir.

Belén es el punto de inflexión para cambiar el


curso de la historia. Allí, Dios, en la “casa del
pan”, nace en un pesebre. Como si nos dijera:
Aquí estoy para ustedes, como su alimento.
No toma, sino que ofrece el alimento; no da
algo, sino que se da él mismo.

En Belén descubrimos que Dios no es alguien


que toma la vida, sino aquel que da la vida. Al
hombre, acostumbrado desde los orígenes a
tomar y comer, Jesús le dice: “Tomen, coman:
esto es mi cuerpo” (cfr. Mateo 26,26).

El cuerpecito del Niño de Belén propone un


modelo de vida nuevo: no devorar y acaparar,
sino compartir y dar. Dios se hace pequeño
para ser nuestro alimento. Nutriéndonos de él,
Pan de Vida, podemos renacer en el amor y
romper la espiral de la avidez y la codicia.

Desde la “casa del pan”, Jesús lleva de nuevo


al hombre a casa, para que se convierta en
un familiar de su Dios y en un hermano de su
prójimo. Ante el pesebre, comprendemos que
lo que alimenta la vida no son los bienes, sino
el amor; no es la voracidad, sino la caridad;
no es la abundancia ostentosa, sino la
sencillez que se ha de preservar.
El Señor sabe que necesitamos alimentarnos
todos los días. Por eso se ha ofrecido a
nosotros todos los días de su vida, desde el
pesebre de Belén al cenáculo de Jerusalén. Y
todavía hoy, en el altar, se hace pan partido
para nosotros: llama a nuestra puerta para
entrar y cenar con nosotros (cfr. Apocalipsis
3,20).

En Navidad recibimos en la tierra a Jesús,


Pan del cielo: es un alimento que no caduca
nunca, sino que nos permite saborear, ya
desde ahora, la vida eterna.

En Belén descubrimos que la vida de Dios


corre por las venas de la humanidad. Si la
acogemos, la historia cambia a partir de cada
uno de nosotros. Porque cuando Jesús
cambia el corazón, el centro de la vida ya no
es mi yo hambriento y egoísta, sino él, que
nace y vive por amor.

Al estar llamados esta noche a subir a Belén,


casa del pan, preguntémonos: ¿Cuál es el
alimento de mi vida, del que no puedo
prescindir?... ¿Es el Señor o es otro? ...
Después, entrando en la gruta, en la tierna
pobreza del Niño percibimos una nueva
fragancia de vida, la de la sencillez,
preguntémonos: ¿Necesito verdaderamente
tantas cosas, tantas recetas complicadas para
vivir?... ¿Soy capaz de prescindir de tantos
complementos superfluos, para elegir una
vida más sencilla?...

En Belén, junto a Jesús, vemos gente que ha


caminado, como María, José y los pastores.
Jesús es el Pan del camino. No le gustan las
digestiones pesadas, largas y sedentarias,
sino que nos pide levantarnos rápidamente de
la mesa para servir, como panes partidos por
los demás. Preguntémonos: En Navidad,
¿parto mi pan con el que no lo tiene?...

Después de Belén casa de pan,


reflexionemos sobre Belén ciudad de David.
Allí David, que era un joven pastor, fue
elegido por Dios para ser pastor y guía de su
pueblo. En Navidad, en la ciudad de David,
los que acogen a Jesús son precisamente los
pastores. En aquella noche - dice el Evangelio
- “se llenaron de gran temor” (v,9), pero el
ángel les dijo: “No teman” (v. 10).
Resuena muchas veces en el Evangelio este
“no teman”: parece el estribillo de Dios que
busca al hombre. Porque el hombre, desde
los orígenes, también a causa del pecado,
tiene miedo de Dios: “me dio miedo […] y me
escondí” (Génesis 3,10), dice Adán después
del pecado.

Belén es el remedio al miedo, porque a pesar


del “no” del hombre, allí Dios dice siempre
“sí”: será para siempre Dios con nosotros. Y
para que su presencia no inspire miedo, se
hace un niño tierno.

“No teman”: no se lo dice a los santos, sino a


los pastores, gente sencilla que en aquel
tiempo no se distinguía precisamente por la
finura y la devoción.

El Hijo de David nace entre pastores para


decirnos que nadie estará jamás solo;
tenemos un Pastor que vence nuestros
miedos y nos ama a todos, sin excepción.

Los pastores de Belén nos dicen también


cómo ir al encuentro del Señor. Ellos velan
por la noche: no duermen, sino que hacen lo
que Jesús tantas veces nos pedirá: “velar”
(cfr. Mateo 25,13; Marcos 13,35; Lucas
21,36). Permanecen vigilantes, esperan
despiertos en la oscuridad, y Dios “los
envolvió de claridad” (v. 9). Esto vale también
para nosotros.

Nuestra vida puede ser una espera, que


también en las noches de los problemas se
confía al Señor y lo desea; entonces recibirá
su luz. Pero también puede ser una
pretensión, en la que cuentan solo las propias
fuerzas y los propios medios; sin embargo, en
este caso el corazón permanece cerrado a la
luz de Dios.

Al Señor le gusta que lo esperen y no es


posible esperarlo en el sofá, durmiendo. De
hecho, los pastores se mueven: “fueron
corriendo”, dice el texto (v. 16). No se quedan
quietos como quien cree que ha llegado a la
meta y no necesita nada, sino que van, dejan
el rebaño sin custodia, se arriesgan por Dios.
Y después de haber visto a Jesús, aunque no
eran expertos en el hablar, salen a anunciarlo,
tanto que “todos los que lo oían se admiraban
de lo que les habían dicho los pastores” (v.
18).

Esperar despiertos, ir, arriesgar, comunicar la


belleza: son gestos de amor. El buen Pastor,
que en Navidad viene para dar la vida a las
ovejas, en Pascua le preguntará a Pedro, y en
él a todos nosotros, la cuestión final: “¿Me
amas?” (Juan 21,15). De la respuesta
dependerá el futuro del rebaño.

Esta noche estamos llamados a responder, a


decirle también nosotros: “Te amo”. La
respuesta de cada uno es esencial para todo
el rebaño.

“Vayamos, pues, a Belén” (v. 15): así lo


dijeron y lo hicieron los pastores. También
nosotros, Señor, queremos ir a Belén. El
camino, también hoy, es en subida: se debe
superar la cima del egoísmo, es necesario no
resbalar en los barrancos de la mundanidad y
del consumismo.

Quiero llegar a Belén, Señor, porque es allí


donde me esperas. Y darme cuenta de que
tú, recostado en un pesebre, eres el pan de
mi vida. Necesito la fragancia tierna de tu
amor para ser, yo también, pan partido para el
mundo. Tómame sobre tus hombros, buen
Pastor: si me amas, yo también podré amar y
tomar de la mano a los hermanos. Entonces
será Navidad, cuando pueda decirte: “Señor,
tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (cfr.
Juan 21,17).

Papa Francisco
(Homilía 24/12/2018)
5. LA VISITA DE LOS PASTORES
A JESÚS
(Lucas 2, 15-20)

Después que los ángeles volvieron al cielo,


los pastores se decían unos a otros:
“Vayamos a Belén, y veamos lo que ha
sucedido y que el Señor nos ha anunciado”.
Fueron rápidamente y encontraron a María, a
José, y al recién nacido acostado en el
pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído
decir sobre este niño, y todos los que los
escuchaban quedaron admirados de lo que
decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas
y las meditaba en su corazón. Y los pastores
volvieron, alabando y glorificando a Dios por
todo lo que habían visto y oído, conforme al
anuncio que habían recibido. (Lucas 2, 15-20)

“Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la


salvación para todos los hombres” (Tito 2,11).

Las palabras del apóstol Pablo manifiestan el


misterio de esta noche santa: ha aparecido la
gracia de Dios, su regalo gratuito; en el Niño
que se nos ha dado se hace concreto el amor
de Dios para con nosotros.

Es una noche de gloria, esa gloria


proclamada por los ángeles en Belén y
también por nosotros en todo el mundo. Es
una noche de alegría, porque desde hoy y
para siempre Dios, el Eterno, el Infinito, es
Dios con nosotros: no está lejos, no debemos
buscarlo en las órbitas celestes o en una idea
mística; es cercano, se ha hecho hombre y no
se cansará jamás de nuestra humanidad, que
ha hecho suya.

Es una noche de luz: esa luz que, según la


profecía de Isaías (cfr. Isaías 9,1), iluminará a
quien camina en tierras de tiniebla, ha
aparecido y ha envuelto a los pastores de
Belén (v. 9).

Los pastores descubren sencillamente que


“un niño nos ha nacido” (Isaías 9,5) y
comprenden que toda esta gloria, toda esta
alegría, toda esta luz se concentra en un
único punto, en ese signo que el ángel les ha
indicado: “Encontrarán un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre” (v. 12).
Este es el signo de siempre para encontrar a
Jesús. No sólo entonces, sino también hoy. Si
queremos celebrar la verdadera Navidad,
contemplemos este signo: la sencillez frágil
de un niño recién nacido, la dulzura al verlo
recostado, la ternura de los pañales que lo
cubren. Allí está Dios.

Y con este signo, el Evangelio nos revela una


paradoja: habla del emperador, del
gobernador, de los grandes de aquel tiempo,
pero Dios no se hace presente allí; no
aparece en la sala noble de un palacio real,
sino en la pobreza de un establo; no en los
fastos de la apariencia, sino en la sencillez de
la vida; no en el poder, sino en una pequeñez
que sorprende. Y para encontrarlo hay que ir
allí, donde él está: es necesario inclinarse,
abajarse, hacerse pequeño.

El Niño que nace nos interpela: nos llama a


dejar los engaños de lo efímero para ir a lo
esencial, a renunciar a nuestras pretensiones
insaciables, a abandonar las insatisfacciones
permanentes y la tristeza ante cualquier cosa
que siempre nos faltará.
Nos hará bien dejar estas cosas para
encontrar de nuevo en la sencillez del Niño
Dios, la paz, la alegría, el sentido luminoso de
la vida.

Dejémonos interpelar por el Niño en el


pesebre, pero dejémonos interpelar también
por los niños que, hoy, no están recostados
en una cuna ni acariciados por el afecto de
una madre ni de un padre, sino que yacen en
los escuálidos pesebres donde se devora su
dignidad: en el refugio subterráneo para
escapar de los bombardeos, sobre las aceras
de una gran ciudad, en el fondo de una
barcaza repleta de emigrantes.

Dejémonos interpelar por los niños a los que


no se les deja nacer, por los que lloran porque
nadie les sacia su hambre, por los que no
tienen en sus manos juguetes, sino armas.

El misterio de la Navidad, que es luz y alegría,


interpela y golpea, porque es al mismo tiempo
un misterio de esperanza y de tristeza.
Lleva consigo un sabor de tristeza, porque el
amor no ha sido acogido, la vida es
descartada. Así sucedió a José y a María, que
encontraron las puertas cerradas y pusieron a
Jesús en un pesebre, “porque no tenían [para
ellos] sitio en la posada” (v. 7).

Jesús nace rechazado por algunos y en la


indiferencia de la mayoría. También hoy
puede darse la misma indiferencia, cuando
Navidad es una fiesta donde los protagonistas
somos nosotros en vez de él; cuando las
luces del comercio arrinconan en la sombra la
luz de Dios; cuando nos afanamos por los
regalos y permanecemos insensibles ante
quien está marginado. ¡Esta mundanidad nos
ha secuestrado la Navidad, es necesario
liberarla!

Pero la Navidad tiene sobre todo un sabor de


esperanza porque, a pesar de nuestras
tinieblas, la luz de Dios resplandece. Su luz
suave no da miedo; Dios, enamorado de
nosotros, nos atrae con su ternura, naciendo
pobre y frágil en medio de nosotros, como
uno más.
Nace en Belén, que significa “casa del pan”.
Parece que nos quiere decir que nace como
pan para nosotros; viene a la vida para
darnos su vida; viene a nuestro mundo para
traernos su amor. No viene a devorar y a
mandar, sino a nutrir y servir. De este modo
hay una línea directa que une el pesebre y la
cruz, donde Jesús será pan partido: es la
línea directa del amor que se da y nos salva,
que da luz a nuestra vida, paz a nuestros
corazones.

Lo entendieron, en esa noche, los pastores,


que estaban entre los marginados de
entonces. Pero ninguno está marginado a los
ojos de Dios y fueron justamente ellos los
invitados a la Navidad.

Quien estaba seguro de sí mismo,


autosuficiente, se quedó en casa entre sus
cosas; los pastores en cambio “fueron
corriendo de prisa” (v. 16).

También nosotros dejémonos interpelar y


convocar en esta noche por Jesús, vayamos
a él con confianza, desde aquello en lo que
nos sentimos marginados, desde nuestros
límites, desde nuestros pecados.

Dejémonos tocar por la ternura que salva.


Acerquémonos a Dios que se hace cercano,
detengámonos a mirar el belén, imaginemos
el nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la
pobreza absoluta y el rechazo.

Entremos en la verdadera Navidad con los


pastores, llevemos a Jesús lo que somos,
nuestras marginaciones, nuestras heridas no
curadas, nuestros pecados. Así, en Jesús,
saborearemos el verdadero espíritu de
Navidad: la belleza de ser amados por Dios.

Con María y José quedémonos ante el


pesebre, ante Jesús que nace como pan para
mi vida. Contemplando su amor humilde e
infinito, digámosle sencillamente “gracias”:
gracias, porque has hecho todo esto por mí.

Papa Francisco
(Homilía 24/12/2016)
6. MARÍA GUARDABA TODO
EN SU CORAZÓN
(Lucas 2, 16-21)

Los pastores fueron rápidamente y


encontraron a María, a José, y al recién
nacido acostado en el pesebre. Al verlo,
contaron lo que habían oído decir sobre este
niño, y todos los que los escuchaban
quedaron admirados de lo que decían los
pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas
y las meditaba en su corazón. Y los pastores
volvieron, alabando y glorificando a Dios por
todo lo que habían visto y oído, conforme al
anuncio que habían recibido.
Ocho días después, llegó el tiempo de
circuncidar al niño y se le puso el nombre de
Jesús, nombre que le había sido dado por el
Ángel antes de su concepción. (Lucas 2, 16-
21)

Durante los días pasados hemos puesto


nuestra mirada adorante sobre el Hijo de
Dios, nacido en Belén; hoy, Solemnidad de
María Santísima Madre de Dios, dirigimos
nuestros ojos a la Madre, pero recibiendo a
ambos con su estrecho vínculo.

Este vínculo no se agota en el hecho de


haber generado y en haber sido generado;
Jesús ha “nacido de mujer” (Gálatas 4, 4)
para una misión de salvación y su madre no
está excluida de tal misión, es más, está
asociada íntimamente.

María es consciente de esto, por lo tanto no


se cierra a considerar sólo su relación
maternal con Jesús, sino que permanece
abierta y atenta a todos los acontecimientos
que suceden a su alrededor: conserva y
medita, observa y profundiza, como nos
recuerda el Evangelio de hoy (v. 19).

María ha dicho ya su “sí” y ha ofrecido su


disponibilidad para ser incluida en la
aplicación del plan de salvación de Dios, que
“dispersó a los que son soberbios en su
propio corazón. Derribó a los potentados de
sus tronos y exaltó a los humildes. A los
hambrientos colmó de bienes y despidió a los
ricos sin nada” (vs. 51-53). Ahora, silenciosa y
atenta, intenta comprender qué quiere Dios
de ella día a día.

La visita de los pastores le ofrece la ocasión


para percibir algún elemento de la voluntad de
Dios que se manifiesta en la presencia de
estas personas humildes y pobres.

El evangelista Lucas nos narra la visita de los


pastores a la gruta con un rápido sucederse
de verbos que expresan movimiento. Dice así:
“ellos van sin demora, encuentran al Niño con
María y José, lo ven, y cuentan lo que les ha
sido dicho por él”, y al final glorifican a Dios
(vs. 16-20).

María sigue atentamente esta escena: qué


dicen los pastores, qué les ha ocurrido,
porque en ello ya se vislumbra el movimiento
de salvación que surgirá de la obra de Jesús,
y entonces se muestra dispuesta, preparada
ante toda petición del Señor.

Dios pide a María no sólo ser la madre de su


Hijo unigénito, sino también cooperar con el
Hijo y por el Hijo en su plan de salvación, para
que en ella, humilde sierva, se cumplan las
grandes obras de la misericordia divina.

Por todo esto, mientras, así como los


pastores, contemplamos el icono del Niño en
brazos de su Madre, sentimos crecer en
nuestro corazón un sentimiento de inmenso
agradecimiento hacia quien ha dado al mundo
al Salvador.

En este primer día de un año nuevo, le


decimos a María:

Gracias, oh Santa Madre del Hijo de Dios,


Jesús, ¡Santa Madre de Dios!
Gracias por tu humildad que ha atraído la
mirada de Dios;
gracias por la fe con la cual has acogido su
Palabra;
gracias por la valentía con la cual has dicho
“aquí estoy”, olvidada de ti misma, fascinada
por el Amor Santo, convertida en una única
cosa junto con tu esperanza.
Gracias, ¡oh Santa Madre de Dios!
Reza por nosotros, peregrinos del tiempo;
ayúdanos a caminar por la vía de la paz.
Amén.
Papa Francisco
(Ángelus 1/01/2017)

*****

“Todos los que lo oían se admiraban de lo


que les habían dicho los pastores” (Lucas
2,18).

Admirarnos: a esto estamos llamados hoy, al


final de la octava de Navidad, con la mirada
puesta aún en el Niño que nos ha nacido,
pobre de todo y rico de amor.

Admiración: es la actitud que hemos de tener


al comienzo del año, porque la vida es un don
que siempre nos ofrece la posibilidad de
empezar de nuevo, incluso en las peores
situaciones.

Pero hoy es también un día para admirarse


delante de la Madre de Dios: Dios es un niño
pequeño en brazos de una mujer, que nutre a
su Creador.
La imagen que tenemos delante nos muestra
a la Madre y al Niño tan unidos que parecen
una sola cosa. Es el misterio de este día, que
produce una admiración infinita: Dios se ha
unido a la humanidad, para siempre.

Dios y el hombre siempre juntos, esta es la


buena noticia al inicio del año: Dios no es un
señor distante que vive solitario en los cielos,
sino el Amor encarnado, nacido como
nosotros de una madre para ser hermano de
cada uno, para estar cerca: el Dios de la
cercanía.

Está en el regazo de su madre, que es


también nuestra madre, y desde allí derrama
una ternura nueva sobre la humanidad. Y
nosotros entendemos mejor el amor divino,
que es paterno y materno, como el de una
madre que nunca deja de creer en los hijos y
jamás los abandona.

El Dios-con-nosotros nos ama


independientemente de nuestros errores, de
nuestros pecados, de cómo hagamos
funcionar el mundo. Dios cree en la
humanidad, donde resalta, primera e
inigualable, su Madre.

Al comienzo del año, pidámosle a ella la


gracia del asombro ante el Dios de las
sorpresas.

Renovemos el asombro de los orígenes,


cuando nació en nosotros la fe. La Madre de
Dios nos ayuda: Madre que ha engendrado al
Señor, nos engendra a nosotros para el
Señor.

Es madre y regenera en los hijos el asombro


de la fe, porque la fe es un encuentro, no es
una religión.

La vida sin asombro se vuelve gris, rutinaria;


lo mismo sucede con la fe.

Y también la Iglesia necesita renovar el


asombro de ser morada del Dios vivo, Esposa
del Señor, Madre que engendra hijos. De lo
contrario, corre el riesgo de parecerse a un
hermoso museo del pasado. La “Iglesia
museo”. La Virgen, en cambio, lleva a la
Iglesia la atmósfera de casa, de una casa
habitada por el Dios de la novedad.

Acojamos con asombro el misterio de la


Madre de Dios, como los habitantes de Éfeso
en el tiempo del Concilio. Como ellos, la
aclamamos “Santa Madre de Dios”.

Dejémonos mirar, dejémonos abrazar,


dejémonos tomar de la mano por ella.

Dejémonos mirar. Especialmente en el


momento de la necesidad, cuando nos
encontramos atrapados por los nudos más
intrincados de la vida, hacemos bien en mirar
a la Virgen, a la Madre. Pero es hermoso ante
todo dejarnos mirar por la Virgen. Cuando ella
nos mira, no ve pecadores, sino hijos.

Se dice que los ojos son el espejo del alma,


los ojos de la llena de gracia reflejan la
belleza de Dios, reflejan el cielo sobre
nosotros.

Jesús ha dicho que el ojo es “la lámpara del


cuerpo” (cfr. Mateo 6,22): los ojos de la Virgen
saben iluminar toda oscuridad, vuelven a
encender la esperanza en todas partes. Su
mirada dirigida hacia nosotros nos dice:
“Queridos hijos, ánimo; estoy yo, su madre”.

Esta mirada materna, que infunde confianza,


ayuda a crecer en la fe.

La fe es un vínculo con Dios que involucra a


toda la persona, y que para ser custodiado
necesita de la Madre de Dios. Su mirada
materna nos ayuda a sabernos hijos amados
en el pueblo creyente de Dios y a amarnos
entre nosotros, más allá de los límites y de las
orientaciones de cada uno.

La Virgen nos arraiga en la Iglesia, donde la


unidad cuenta más que la diversidad, y nos
exhorta a cuidar los unos de los otros. La
mirada de María recuerda que para la fe es
esencial la ternura, que combate la tibieza.
Ternura: la Iglesia de la ternura. Ternura,
palabra que muchos quieren hoy borrar del
diccionario.

Cuando en la fe hay espacio para la Madre de


Dios, nunca se pierde el centro: el Señor,
porque María jamás se señala a sí misma,
sino a Jesús; y a los hermanos, porque María
es Madre.

Mirada de la Madre, mirada de las madres.


Un mundo que mira al futuro sin mirada
materna es miope. Podrá aumentar los
beneficios, pero ya no sabrá ver a los
hombres como hijos. Tendrá ganancias, pero
no serán para todos. Viviremos en la misma
casa, pero no como hermanos. La familia
humana se fundamenta en las madres.

Un mundo en el que la ternura materna ha


sido relegada a un mero sentimiento podrá
ser rico de cosas, pero no rico de futuro.
Madre de Dios, enséñanos tu mirada sobre la
vida y vuelve tu mirada sobre nosotros, sobre
nuestras miserias. Vuelve a nosotros tus ojos
misericordiosos.

Dejémonos abrazar. Después de la mirada,


entra en juego el corazón, en el que, dice el
Evangelio de hoy, “María conservaba todas
estas cosas, meditándolas” (v. 19). Es decir,
la Virgen guardaba todo en el corazón,
abrazaba todo, hechos favorables y
contrarios. Y todo lo meditaba, es decir, lo
llevaba a Dios. Este es su secreto. Del mismo
modo se preocupa por la vida de cada uno de
nosotros: desea abrazar todas nuestras
situaciones y presentarlas a Dios.

En la vida fragmentada de hoy, donde


corremos el riesgo de perder el hilo, el abrazo
de la Madre es esencial.

Hay mucha dispersión y soledad a nuestro


alrededor, el mundo está totalmente
conectado, pero parece cada vez más
desunido. Necesitamos confiarnos a la Madre.
En la Escritura, ella abraza numerosas
situaciones concretas y está presente allí
donde se necesita: acude a la casa de su
prima Isabel, ayuda a los esposos de Caná,
anima a los discípulos en el Cenáculo…

María es el remedio a la soledad y a la


disgregación. Es la Madre de la consolación,
que consuela porque permanece con quien
está solo. Ella sabe que para consolar no
bastan las palabras, se necesita la presencia;
allí está presente como madre. Permitámosle
abrazar nuestra vida.
En la Salve Regina la llamamos “vida
nuestra”: parece exagerado, porque Cristo es
la vida (cfr. Juan 14,6), pero María está tan
unida a él y tan cerca de nosotros que no hay
nada mejor que poner la vida en sus manos y
reconocerla como “vida, dulzura y esperanza
nuestra”.

Entonces, en el camino de la vida, dejémonos


tomar de la mano. Las madres toman de la
mano a los hijos y los introducen en la vida
con amor. Pero cuántos hijos hoy van por su
propia cuenta, pierden el rumbo, se creen
fuertes y se extravían, se creen libres y se
vuelven esclavos.

Cuántos, olvidando el afecto materno, viven


enfadados consigo mismos e indiferentes a
todo. Cuántos, lamentablemente, reaccionan
a todo y a todos, con veneno y maldad. La
vida es así. En ocasiones, mostrarse
malvados parece incluso signo de fortaleza.
Pero es solo debilidad. Necesitamos aprender
de las madres que el heroísmo está en darse,
la fortaleza en ser misericordiosos, la
sabiduría en la mansedumbre.
Dios no prescindió de la Madre: con mayor
razón la necesitamos nosotros. Jesús mismo
nos la ha dado, no en un momento
cualquiera, sino en la cruz: “Ahí tienes a tu
madre” (cfr. Juan 19,27) dijo al discípulo, a
cada discípulo. La Virgen no es algo opcional:
debe acogerse en la vida. Es la Reina de la
paz, que vence el mal y guía por el camino
del bien, que trae la unidad entre los hijos,
que educa a la compasión.

Tómanos de la mano, María. Aferrados a ti


superaremos los recodos más estrechos de la
historia.
Llévanos de la mano para redescubrir los
lazos que nos unen.
Reúnenos juntos bajo tu manto, en la ternura
del amor verdadero, donde se reconstituye la
familia humana: “Bajo tu protección nos
acogemos, Santa Madre de Dios”.

Digámoslo todos juntos a la Virgen: “Bajo tu


protección nos acogemos, Santa Madre de
Dios”.

Papa Francisco
(Homilía 1/01/2019)
7. PRESENTACIÓN DE JESÚS
EN EL TEMPLO DE JERUSALÉN
(Lucas 2, 22-40)

Cuando llegó el día fijado por la Ley de


Moisés para la purificación, llevaron al niño a
Jerusalén para presentarlo al Señor, como
está escrito en la Ley: Todo varón primogénito
será consagrado al Señor. También debían
ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de
pichones de paloma, como ordena la Ley del
Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre
llamado Simeón, que era justo y piadoso, y
esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu
Santo estaba en él y le había revelado que no
moriría antes de ver al Mesías del Señor.
Conducido por el mismo Espíritu, fue al
Templo, y cuando los padres de Jesús
llevaron al niño para cumplir con él las
prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en
sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
“Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor
muera en paz, como lo has prometido, porque
mis ojos han visto la salvación que preparaste
delante de todos los pueblos: luz para
iluminar a las naciones paganas y gloria de tu
pueblo Israel”.
Su padre y su madre estaban admirados por
lo que oían decir de él. Simeón, después de
bendecirlos, dijo a María, la madre: “Este niño
será causa de caída y de elevación para
muchos en Israel; será signo de
contradicción, y a ti misma una espada te
atravesará el corazón. Así se manifestarán
claramente los pensamientos íntimos de
muchos”.
Había también allí una profetisa llamada Ana,
hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya
entrada en años, que, casada en su juventud,
había vivido siete años con su marido. Desde
entonces había permanecido viuda, y tenía
ochenta y cuatro años. No se apartaba del
Templo, sirviendo a Dios noche y día con
ayunos y oraciones. Se presentó en ese
mismo momento y se puso a dar gracias a
Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los
que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la
Ley del Señor, volvieron a su ciudad de
Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se
fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de
Dios estaba con él. (Lucas 2, 22-40)
En este primer domingo después de Navidad,
mientras estamos aún inmersos en el clima
gozoso de la fiesta, la Iglesia nos invita a
contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret.

El Evangelio de hoy nos presenta a la Virgen


y a san José en el momento en que, cuarenta
días después del nacimiento de Jesús, van al
Templo de Jerusalén. Lo hacen en religiosa
obediencia a la Ley de Moisés, que prescribe
ofrecer el primogénito al Señor (vs. 22-24).

Podemos imaginar a esta pequeña familia, en


medio de tanta gente, en los grandes atrios
del templo. No sobresale a la vista, no se
distingue... Sin embargo, no pasa
desapercibida para todos: dos ancianos,
Simeón y Ana, movidos por el Espíritu Santo,
se acercan a ellos y comienzan a alabar a
Dios por ese Niño, en quien reconocen al
Mesías, luz de las gentes y salvación de
Israel (vs. 22-38).

Es un momento sencillo pero rico de profecía:


el encuentro entre dos jóvenes esposos llenos
de alegría y de fe por las gracias del Señor, y
dos ancianos, también ellos llenos de alegría
y de fe por la acción del Espíritu.

¿Quién hace que se encuentren?... Jesús.


Jesús hace que se encuentren los jóvenes y
los ancianos. Jesús es quien acerca a las
generaciones. Es la fuente de ese amor que
une a las familias y a las personas, venciendo
toda desconfianza, todo aislamiento, toda
distancia.

Esto nos hace pensar también en los abuelos:


¡cuán importante es su presencia, la
presencia de los abuelos! ¡Cuán precioso es
su papel en las familias y en la sociedad! La
buena relación entre los jóvenes y los
ancianos es decisiva para el camino de la
comunidad civil y eclesial.

Y mirando a estos dos ancianos, a estos dos


abuelos - Simeón y Ana - saludamos desde
aquí, con un aplauso, a todos los abuelos del
mundo.

El mensaje que proviene de la Sagrada


Familia es ante todo un mensaje de fe. En la
vida familiar de María y José Dios está
verdaderamente en el centro, y lo está en la
persona de Jesús. Por eso la Familia de
Nazaret es santa. ¿Por qué?... Porque está
centrada en Jesús.

Cuando padres e hijos respiran juntos este


clima de fe, poseen una energía que les
permite afrontar pruebas incluso difíciles,
como muestra la experiencia de la Sagrada
Familia, por ejemplo, en el hecho dramático
de la huida a Egipto: una dura prueba.

El Niño Jesús con su Madre María y con san


José son una imagen familiar sencilla pero
muy luminosa. La luz que ella irradia es luz de
misericordia y de salvación para todo el
mundo, luz de verdad para todo hombre, para
la familia humana y para cada familia.

Esta luz que viene de la Sagrada Familia nos


alienta a ofrecer calor humano a esas
situaciones familiares en las que, por diversos
motivos, falta la paz, falta la armonía y falta el
perdón.

Que no disminuya nuestra solidaridad


concreta especialmente en relación con las
familias que están viviendo situaciones más
difíciles por las enfermedades, la falta de
trabajo, las discriminaciones, la necesidad de
emigrar...

Y aquí nos detenemos un poco y en silencio


rezamos por todas esas familias en dificultad,
tanto dificultades de enfermedad, falta de
trabajo, discriminación, necesidad de emigrar,
como dificultades para comprenderse e
incluso de desunión. En silencio rezamos por
todas esas familias... (Dios te salve María...).

Encomendamos a María, Reina y madre de la


familia, a todas las familias del mundo, a fin
de que puedan vivir en la fe, en la concordia,
en la ayuda mutua, y por esto invoco sobre
ellas la maternal protección de quien fue
madre e hija de su Hijo.

Papa Francisco
(Homilía 28/12/2014)

*****

En este primer domingo después de Navidad,


celebramos la Santa Familia de Nazaret y el
Evangelio nos invita a reflexionar sobre la
experiencia vivida por María, José y Jesús
mientras crecen juntos como familia en el
amor recíproco y en la confianza en Dios. De
esta confianza es expresión el rito cumplido
por María y José con el ofrecimiento del hijo
Jesús a Dios. El Evangelio dice: “Llevaron a
Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor”
(v. 22), como requería la ley de Moisés.

Los padres de Jesús van al Templo para


confirmar que el hijo pertenece a Dios y que
ellos son los custodios de su vida pero no son
los propietarios. Y esto nos hace reflexionar.
Todos los padres son custodios de la vida de
los hijos, pero no propietarios y deben
ayudarlos a crecer, a madurar.

Este gesto subraya que solo Dios es el Señor


de la historia individual y familiar; todo nos
viene por Él. Cada familia está llamada a
reconocer tal primado, custodiando y
educando a los hijos para abrirse a Dios que
es la fuente de la misma vida.

Pasa por aquí el secreto de la juventud


interior, testimoniado paradójicamente en el
Evangelio por una pareja de ancianos,
Simeón y Ana.

El viejo Simeón, en particular, inspirado por el


Espíritu Santo dice a propósito del niño Jesús:
“Éste está puesto para caída y elevación de
muchos en Israel y para dar señal de
contradicción […] a fin de que queden al
descubierto las intenciones de muchos
corazones” (vs. 34-35).

Estas palabras proféticas revelan que Jesús


ha venido para hacer caer las falsas
imágenes que nos hacemos de Dios y
también de nosotros mismos; para “rebatir”
las seguridades mundanas sobre las que
pretendemos apoyarnos; para hacernos
“resurgir” hacia un camino humano y cristiano
verdadero, fundado sobre los valores del
Evangelio.

No hay situación familiar que esté excluida de


este camino nuevo de renacimiento y de
resurrección. Y cada vez que las familias,
también las heridas y marcadas por la
fragilidad, fracasos y dificultades vuelven a la
fuente de la experiencia cristiana, se abren
caminos nuevos y posibilidades
inimaginables.

El relato evangélico de hoy refiere que María


y José, “cumplieron todas las cosas según la
Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su
ciudad de Nazaret. El niño crecía - dice el
Evangelio - y se fortalecía, llenándose de
sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él”
(vs. 39-40).

Una gran alegría de la familia es el


crecimiento de los hijos, todos lo sabemos.
Estos están destinados a desarrollarse y
fortalecerse, a adquirir sabiduría y a acoger la
gracia de Dios, precisamente como sucedió a
Jesús.

Él es realmente uno de nosotros: el Hijo de


Dios se hace niño, acepta crecer,
fortalecerse, está lleno de sabiduría y la
gracia de Dios está sobre él.

María y José tienen la alegría de ver todo esto


en su hijo; y esta es la misión a la que está
orientada la familia: crear las condiciones
favorables para el crecimiento armónico y
pleno de los hijos, con el fin de que puedan
vivir una vida buena, digna de Dios y
constructiva para el mundo.

Es este el deseo que dirijo a todas las familias


hoy, acompañándolo con la invocación a
María, Reina de la Familia.

Papa Francisco
(Ángelus 31/12/2017)
8. JESÚS
CON LOS DOCTORES DE LA LEY
EN EL TEMPLO DE JERUSALÉN
(Lucas 2, 41-52)

El niño crecía y se fortalecía, llenándose de


sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Sus padres iban todos los años a Jerusalén a
la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce
años, subieron ellos como de costumbre a la
fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño
Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo su
padres. Y creyendo que estaría en la
caravana, hicieron un día de camino, y le
buscaban entre los parientes y conocidos;
pero al no encontrarle, se volvieron a
Jerusalén en su busca.
Y sucedió que, al cabo de tres días, lo
encontraron en el Templo, sentado en medio
de los maestros, escuchándolos y
preguntándoles; todos los que le oían,
estaban estupefactos por su inteligencia y sus
respuestas.
Cuando lo vieron, quedaron sorprendidos, y
su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has
hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados,
te andábamos buscando”.
Él les dijo: “Y ¿por qué me buscaban? ¿No
sabían que yo debía estar en la casa de mi
Padre?”. Pero ellos no comprendieron la
respuesta que les dio.
Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto
a ellos.
Su madre conservaba cuidadosamente todas
las cosas en su corazón.
Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y
en gracia ante Dios y ante los hombres.
(Lucas 2, 40-52)

Hoy celebramos la fiesta de la Sagrada


Familia y la liturgia nos invita a reflexionar
sobre la experiencia de María, José y Jesús,
unidos por un inmenso amor y animados por
una gran confianza en Dios.

El pasaje del Evangelio de hoy narra el viaje


de la familia de Nazaret a Jerusalén, para la
fiesta de Pascua. Pero, en el viaje de regreso,
los padres se dan cuenta de que el hijo de
doce años no está en la caravana. Después
de tres días de búsqueda y temor, lo
encuentran en el Templo, sentado entre los
doctores, concentrado, discutiendo con ellos.
Al ver al Hijo, María y José “quedaron
sorprendidos” (v. 48) y la Madre expresó su
temor diciendo: “Tu padre y yo, angustiados,
te andábamos buscando”.

El asombro, ellos “quedaron sorprendidos”, y


la angustia, “tu padre y yo, angustiados”, son
los dos elementos sobre los que me gustaría
llamar su atención: asombro y angustia.

En la familia de Nazaret, el asombro nunca


cesó, ni siquiera en un momento dramático
como la pérdida de Jesús: es la capacidad de
sorprenderse por la manifestación gradual del
Hijo de Dios.

Es el mismo asombro que también afecta a


los doctores del templo, admirados “por su
inteligencia y sus respuestas” (v. 47).

Pero, ¿qué es el asombro, qué es


sorprenderse?...

Sorprenderse y maravillarse es lo contrario a


dar todo por sentado; es lo contrario a
interpretar la realidad que nos rodea y los
acontecimientos de la historia solo de acuerdo
con nuestros criterios. Y una persona que
hace esto no sabe lo que es la maravilla, lo
que es el asombro.

Sorprenderse es abrirse a los demás,


comprender las razones de los demás; esta
actitud es importante para sanar las
relaciones comprometidas entre las personas,
y también es indispensable para sanar
heridas abiertas dentro de la familia.

Cuando hay problemas en las familias,


asumimos que tenemos razón y cerramos la
puerta a los demás. En su lugar, uno debe
pensar: “¿Qué tiene de bueno esta
persona?”... Y maravillarse con eso “bueno”.
Y esto ayuda a la unidad de la familia.

Si tienen problemas en la familia, piensen en


las cosas buenas que tiene el familiar con el
que tienen problemas, y maravíllense con
eso. Y esto ayudará a sanar las heridas
familiares.

El segundo elemento es la angustia que


experimentaron María y José cuando no
encontraban a Jesús. Esta angustia
manifiesta la centralidad de Jesús en la
Sagrada Familia.

La Virgen y su esposo habían acogido a ese


Hijo, lo custodiaron y lo vieron crecer en edad,
sabiduría y gracia en medio de ellos, pero
sobre todo creció en sus corazones; y, poco a
poco, su afecto y comprensión por él
aumentaron.

He aquí por lo que la familia de Nazaret es


santa: porque estaba centrada en Jesús,
todas las atenciones y cuidados de María y
José estaban dirigidas a él.

La angustia que sintieron en los tres días de


la pérdida de Jesús también debe ser nuestra
angustia cuando estamos lejos de él, cuando
estamos lejos de Jesús.

Debemos sentir angustia cuando nos


olvidamos de Jesús durante más de tres días,
sin rezar, sin leer el Evangelio, sin sentir la
necesidad de su presencia y su amistad
consoladora. ¡Y cuántas veces pasan los
días sin que recordemos a Jesús!... Esto es
malo, esto es muy malo.
María y José lo buscaron y lo encontraron en
el Templo mientras enseñaba: nosotros
también, es sobre todo en la casa de Dios
donde podemos encontrarnos con el divino
Maestro y acoger su mensaje de salvación.

En la celebración eucarística hacemos una


experiencia viva de Cristo; él nos habla, nos
ofrece su Palabra, nos ilumina, ilumina
nuestro viaje, nos da su Cuerpo en la
Eucaristía, del cual obtenemos fuerzas para
enfrentar las dificultades de cada día.

Hoy volvemos a casa con estas dos palabras:


asombro y angustia. ¿Sé experimentar el
asombro cuando veo las cosas buenas de los
demás, y así resuelvo los problemas
familiares?... ¿Me siento angustiado cuando
me he apartado de Jesús?...

Recemos por todas las familias del mundo,


especialmente aquellas en las que, por
diversas razones, hay una falta de paz y
armonía. Y las confiamos a la protección de la
Sagrada Familia de Nazaret.
Papa Francisco
(Ángelus 30/12/2018)
9. JUAN EL BAUTISTA
(Lucas 3, 1-6)

El año decimoquinto del reinado del


emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato
gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca
de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de
Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de
Abilene, bajo el pontificado de Anás y Caifás,
Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de
Zacarías, que estaba en el desierto. Este
comenzó entonces a recorrer toda la región
del río Jordán, anunciando un bautismo de
conversión para el perdón de los pecados,
como está escrito en el libro del profeta
Isaías: “Una voz grita en desierto: Preparen el
camino del Señor, allanen sus senderos. Los
valles serán rellenados, las montañas y las
colinas serán aplanadas. Serán enderezados
los senderos sinuosos y nivelados los
caminos disparejos. Entonces, todos los
hombres verán la Salvación de Dios”. (Lucas
3, 1-6)

En este segundo domingo de Adviento, la


liturgia nos pone en la escuela de Juan el
Bautista, que predicaba “un bautismo de
conversión para perdón de los pecados” (v.
3). Y quizá nosotros nos preguntamos: “¿Por
qué nos deberíamos convertir?... La
conversión concierne a quien de ateo se
vuelve creyente, de pecador se hace justo,
pero nosotros no tenemos necesidad, ¡ya
somos cristianos! Entonces estamos bien”.

Pensando así, no nos damos cuenta de que


es precisamente de esta presunción que
debemos convertirnos - que somos cristianos,
todos buenos, que estamos bien -: de la
suposición de que, en general, todo va bien
así y no necesitamos ningún tipo de
conversión.

Pero preguntémonos: ¿Es realmente cierto


que en diversas situaciones y circunstancias
de la vida tenemos en nosotros los mismos
sentimientos de Jesús?... ¿Es verdad que
sentimos como él lo hace?... Por ejemplo,
cuando sufrimos algún mal o alguna afrenta,
¿logramos reaccionar sin animosidad y
perdonar de corazón a los que piden
disculpas?…
¡Qué difícil es perdonar! ¡Perdonar de verdad!
“Me las pagarás”, decimos o pensamos, y
esta frase viene de dentro.

Cuando estamos llamados a compartir


alegrías y tristezas, ¿lloramos sinceramente
con los que lloran y nos regocijamos con
quienes se alegran?...

Cuando expresamos nuestra fe, ¿lo hacemos


con valentía y sencillez, sin avergonzarnos
del Evangelio?...

Y así podemos hacernos muchas preguntas


más.

No estamos bien, siempre tenemos de que


convertirnos, para tener los sentimientos que
Jesús tenía.

La voz del Bautista grita también hoy en los


desiertos de la humanidad, que son - ¿cuáles
son los desiertos de hoy?... - las mentes
cerradas y los corazones duros, y nos hace
preguntarnos si en realidad estamos en el
buen camino, viviendo una vida según el
Evangelio.
Hoy, como entonces, nos advierte Juan con
las palabras del profeta Isaías: “Preparen el
camino del Señor, allanen sus senderos” (v.
4). Es una apremiante invitación a abrir el
corazón y para acoger la salvación que Dios
nos ofrece incesantemente, casi con
terquedad, porque nos quiere a todos libres
de la esclavitud del pecado.

Pero el texto del profeta expande esa voz,


preanunciando que “toda carne verá la
salvación de Dios” (v. 6). Porque la salvación
se ofrece a todo hombre, a todo pueblo, sin
excepción, a cada uno de nosotros.

Ninguno de nosotros puede decir: “Yo soy


santo, yo soy perfecto, yo ya estoy salvado”.
No. Siempre debemos acoger este
ofrecimiento de la salvación. Y por ello el Año
de la Misericordia: para avanzar más en este
camino de la salvación, ese camino que nos
ha enseñado Jesús. Dios quiere que todos los
hombres se salven por medio de Jesucristo,
el único mediador (cfr. 1 Timoteo 2, 4-6).
Por lo tanto, cada uno de nosotros está
llamado a dar a conocer a Jesús a quienes
todavía no lo conocen. Y esto no es hacer
proselitismo. No, es abrir una puerta. “¡Ay de
mí si no anuncio el Evangelio!”, declaraba san
Pablo (1 Corintios 9, 16).

Si a nosotros el Señor Jesús nos ha


cambiado la vida, y nos la cambia cada vez
que acudimos a él, ¿cómo no sentir la pasión
de darlo a conocer a todos aquellos con
quienes nos relacionamos en el trabajo, en la
escuela, en el edificio, en el hospital, en
distintos lugares de reunión?...

Si miramos a nuestro alrededor, nos


encontramos con personas que estarían
disponibles para iniciar o reiniciar un camino
de fe, si se encontraran con cristianos
enamorados de Jesús. ¿No deberíamos y no
podríamos ser nosotros esos cristianos?...

Les dejo esta pregunta: ¿De verdad estoy


enamorado de Jesús?... ¿Estoy convencido
de que Jesús me ofrece y me da la
salvación?... Si estoy enamorado, debo darlo
a conocer. Pero tenemos que ser valientes:
bajar las montañas del orgullo y la rivalidad,
llenar barrancos excavados por la indiferencia
y la apatía, enderezar los caminos de
nuestras perezas y de nuestros compromisos.

Que la Virgen María, que es Madre y sabe


cómo hacerlo, nos ayude a derrumbar las
barreras y los obstáculos que impiden nuestra
conversión, es decir, nuestro camino hacia el
Señor.

¡Sólo él, Jesús, puede realizar todas las


esperanzas del hombre!

Papa Francisco
(Ángelus 6/12/2015)

*****

El domingo pasado la liturgia nos invitaba a


vivir el tiempo de Adviento y de espera del
Señor con actitud de vigilancia y también de
oración: “velen” y “oren”. Hoy, segundo
domingo de Adviento, se nos indica cómo dar
sustancia a esta espera: emprendiendo un
camino de conversión, cómo hacer concreta
esta espera.
Como guía en este camino, el Evangelio nos
presenta la figura de Juan el Bautista, que
“recorrió toda la región del río Jordán,
predicando un bautismo de conversión para el
perdón de los pecados” (v. 3).

Para describir la misión del Bautista, el


evangelista Lucas recoge la antigua profecía
de Isaías que dice así: “Voz que clama en el
desierto: Preparen el camino del Señor,
enderecen sus sendas. Todo barranco será
rellenado, todo monte y colina será rebajado”
(vv. 4-5).

Para preparar el camino al Señor que viene,


es necesario tener en cuenta los requisitos de
conversión a la que invita el Bautista. ¿Cuáles
son estos requisitos de conversión?...

Ante todo, estamos llamados a rellenar los


barrancos causados por la frialdad y la
indiferencia, abriéndonos a los demás con los
mismos sentimientos de Jesús, es decir, con
esa cordialidad y atención fraterna que se
hace cargo de las necesidades del prójimo.
Es decir, rellenar los barrancos producidos
por la frialdad. No se puede tener una relación
de amor, de fraternidad, de caridad con el
prójimo si hay “agujeros”, así como no se
puede ir por un camino con muchos baches,
¿no? Hace falta cambiar de actitud. Y todo
esto hacerlo también con una atención
especial por los más necesitados.

Después es necesario rebajar tantas


asperezas causadas por el orgullo y la
soberbia. Cuánta gente, quizás sin darse
cuenta, es soberbia, áspera, no tiene esa
relación de cordialidad. Hay que superar esto
haciendo gestos concretos de reconciliación
con nuestros hermanos, de solicitud de
perdón por nuestras culpas.

No es fácil reconciliarse, siempre se piensa:


¿quién da el primer paso?... Pero el Señor
nos ayuda a hacerlo si tenemos buena
voluntad. La conversión, de hecho, es
completa si nos lleva a reconocer
humildemente nuestros errores, nuestras
infidelidades, nuestras faltas.

El creyente es aquel que, a través de su


hacerse cercano al hermano, como Juan el
Bautista, abre caminos en el desierto, es
decir, indica perspectivas de esperanza
incluso en aquellos contextos existenciales
tortuosos, marcados por el fracaso y la
derrota.

No podemos rendirnos ante las situaciones


negativas de cierre y de rechazo; no debemos
dejarnos subyugar por la mentalidad del
mundo, porque el centro de nuestra vida es
Jesús y su palabra de luz, de amor, de
consuelo. ¡Es él!

El Bautista invitaba a la gente de su tiempo a


la conversión con fuerza, con vigor, con
severidad. Sin embargo, sabía escuchar,
sabía hacer gestos de ternura, gestos de
perdón hacia la multitud de hombres y
mujeres que acudían a él para confesar sus
pecados y ser bautizados con el bautismo de
la penitencia.

El testimonio de Juan el Bautista, nos ayuda a


ir adelante en nuestro testimonio de vida. La
pureza de su anuncio, su valentía al
proclamar la verdad lograron despertar las
expectativas y esperanzas del Mesías que
desde hacía tiempo estaban adormecidas.

También hoy, los discípulos de Jesús están


llamados a ser sus testigos humildes pero
valientes para reencender la esperanza, para
hacer comprender que, a pesar de todo, el
reino de Dios sigue construyéndose día a día
con el poder del Espíritu Santo.

Pensemos, cada uno de nosotros: ¿cómo


puedo cambiar algo de mi actitud, para
preparar el camino al Señor?…

La Virgen María nos ayude a preparar día tras


día el camino del Señor, comenzando por
nosotros mismos; y a sembrar a nuestro
alrededor, con tenaz paciencia, semillas de
paz, de justicia y de fraternidad.

Papa Francisco
(Ángelus 9/12/2018)

*****

En este segundo domingo de Adviento la


Palabra de Dios nos presenta la figura de san
Juan Bautista.

El Evangelio subraya dos aspectos: el lugar


donde se encuentra - el desierto - y el
contenido de su mensaje - la conversión -.
Desierto y conversión: en esto insiste el
Evangelio de hoy; y tanta insistencia nos hace
pensar que estas palabras nos afectan
directamente. Contemplemos ambas.

El desierto. El evangelista Lucas introduce


este lugar de un modo particular. Habla, en
efecto, de circunstancias solemnes y de
grandes personajes del tiempo: cita el año
quince del emperador Tiberio, señala al
gobernador Poncio Pilato, al rey Herodes y a
otros “líderes políticos” de entonces. Después
menciona a los religiosos, Anás y Caifás, que
estaban en el Templo de Jerusalén (vs. 1-2).
A este respecto declara: “La Palabra de Dios
fue dirigida a Juan, el hijo de Zacarías, que
estaba en el desierto” (v. 2). Pero, ¿cómo?...

Hubiéramos esperado que la Palabra de Dios


se dirigiera a uno de los grandes
mencionados anteriormente. Y, en cambio,
no. De las líneas del Evangelio emerge una
sutil ironía: de los pisos superiores donde
residen los que detentan el poder se pasa
repentinamente al desierto, a un hombre
desconocido y solitario.

Dios sorprende, sus decisiones sorprenden;


estas no entran en las previsiones humanas,
no persiguen el poder y la grandeza con los
que el hombre habitualmente lo asocia. El
Señor prefiere la pequeñez y la humildad. La
redención no comienza en Jerusalén, en
Atenas o en Roma, sino en el desierto.

Esta estrategia paradójica nos da un mensaje


muy hermoso: tener autoridad, ser cultos y
famosos no es una garantía para agradar a
Dios; al contrario, podría conducir a
ensoberbecerse y a rechazarlo. Es necesario
en cambio ser pobres por dentro, como pobre
es el desierto.

Quedémonos en la paradoja del desierto. El


Precursor prepara la venida de Cristo en este
lugar inaccesible e inhóspito, lleno de
peligros.
Ahora bien, si uno quiere dar un anuncio
importante, normalmente va a lugares
bonitos, donde hay mucha gente, donde hay
visibilidad. Juan, en cambio, predicaba en el
desierto. Precisamente allí, en el lugar de la
aridez, en ese espacio vacío que se extiende
hasta el horizonte y donde casi no hay vida,
allí se revela la gloria del Señor, que - como
profetizan las Escrituras (cfr. Isaías 40,3-4) -
cambia el desierto en lagunas, la tierra estéril
en fuentes de agua (cfr. Isaías 41,18).

Este es otro mensaje reconfortante: Dios, hoy


como entonces, dirige la mirada hacia donde
dominan la tristeza y la soledad. Podemos
experimentarlo en la vida, Él a menudo no
logra llegar hasta nosotros mientras estamos
en medio de los aplausos y sólo pensamos en
nosotros mismos; llega hasta nosotros sobre
todo en la hora de la prueba; nos visita en las
situaciones difíciles, en nuestros vacíos que le
dejan espacio, en nuestros desiertos
existenciales. Allí nos visita el Señor.

Queridos hermanos y hermanas, en la vida de


una persona o de un pueblo no faltan
momentos en los que se tiene la impresión de
hallarse en un desierto. Y es precisamente allí
donde se hace presente el Señor, que a
menudo no es acogido por quien se siente
exitoso, sino por quien siente que ya no
puede seguir. Y llega con palabras de
cercanía, compasión y ternura: “No temas,
porque yo estoy contigo. No te angusties,
porque yo soy tu Dios. Yo te fortalezco y te
auxilio” (v. 10).

Predicando en el desierto, Juan nos asegura


que el Señor viene a liberarnos y a
devolvernos la vida justo en las situaciones
que parecen irremediables, sin vía de escape:
allí viene. No hay por tanto lugar que Dios no
quiera visitar. Y hoy no podemos más que
experimentar alegría al verlo en el desierto
para alcanzarnos en nuestra pequeñez que
ama y en nuestra sequedad que quiere
saciar.

Entonces, queridos amigos, no teman a la


pequeñez, porque la cuestión no es ser
pequeños o pocos, sino abrirse a Dios y a los
demás. Y tampoco tengan miedo de la aridez,
porque Dios no la teme, y es allí donde viene
a visitarnos.
Pasemos ahora al segundo aspecto, la
conversión. El Bautista la predicaba sin
descanso y con vehemencia (v. 7).

También este es un tema “incómodo”. Así


como el desierto no es el primer lugar al que
quisiéramos ir, la invitación a la conversión no
es ciertamente la primera propuesta que
quisiéramos oír.

Hablar de conversión puede suscitar tristeza;


nos parece difícil de conciliar con el Evangelio
de la alegría. Pero esto sucede cuando la
conversión se reduce a un esfuerzo moral,
como si fuera sólo un fruto de nuestro
esfuerzo. El problema está justamente ahí: en
basar todo en nuestras propias fuerzas; eso
no funciona. Ahí también anidan la tristeza
espiritual y la frustración.

Quisiéramos convertirnos, ser mejores,


superar nuestros defectos, cambiar, pero
sentimos que no somos plenamente capaces
y, a pesar de nuestra buena voluntad,
siempre volvemos a caer. Tenemos la misma
experiencia de san Pablo que, precisamente
desde estas tierras, escribía: “Está a mi
alcance querer el bien, pero no el realizarlo,
ya que no hago el bien que quiero y, en
cambio, practico el mal que no quiero”
(Romanos 7,18-19). Por tanto, si solos no
tenemos la capacidad de hacer el bien que
queremos, ¿qué quiere decir que nos
debemos convertir?…

Nos puede ayudar su hermosa lengua, el


griego, con la etimología del verbo evangélico
“convertirse”,” metanoéin”. Está compuesto
por la preposición “metá”, que aquí significa
más allá, y del verbo “noéin”, que quiere decir
pensar. Convertirse, entonces, es pensar más
allá, es decir, ir más allá del modo habitual de
pensar, más allá de los esquemas mentales a
los que estamos acostumbrados.

Pienso en los esquemas que reducen todo a


nuestro yo, a nuestra pretensión de
autosuficiencia. O en esos esquemas
cerrados por la rigidez y el miedo que
paralizan, por la tentación del “siempre se ha
hecho así, ¿para qué cambiar?”, por la idea
de que los desiertos de la vida son lugares de
muerte y no de la presencia de Dios.
Juan, exhortándonos a la conversión, nos
invita a ir más allá y a no detenernos aquí, a ir
más allá de lo que nos dicen nuestros
instintos y nos representan nuestros
pensamientos, porque la realidad es más
grande, más grande que nuestros instintos y
que nuestros pensamientos. La realidad es
que Dios es más grande.

Convertirse, entonces, significa no prestar


oído a aquello que corroe la esperanza, a
quien repite que en la vida nunca cambiará
nada - los pesimistas de siempre -; es
rechazar el creer que estamos destinados a
hundirnos en las arenas movedizas de la
mediocridad; es no rendirse a los fantasmas
interiores, que se presentan sobre todo en los
momentos de prueba para desalentarnos y
decirnos que no podemos, que todo está mal
y que ser santos no es para nosotros.

No es así, porqué está Dios. Es necesario


fiarse de Él, porque Él es nuestro más allá,
nuestra fuerza. Todo cambia si se le deja el
primer lugar a Él. Eso es la conversión: al
Señor le basta que dejemos nuestra puerta
abierta para entrar y hacer maravillas, como
le bastaron un desierto y las palabras de Juan
para venir al mundo. No pide más.

Pidamos la gracia de creer que con Dios las


cosas cambian, que Él cura nuestros miedos,
sana nuestras heridas, transforma los lugares
áridos en manantiales de agua.

Pidamos la gracia de la esperanza. Porque la


esperanza reanima la fe y reaviva la caridad.
Porque los desiertos del mundo hoy están
sedientos de esperanza.

Y mientras este encuentro nos renueva en la


esperanza y en la alegría de Jesús, y yo gozo
estando con ustedes, pidamos a nuestra
Madre Santísima que nos ayude a ser, como
ella, testigos de esperanza, sembradores de
alegría a nuestro alrededor - la esperanza,
hermanos y hermanas, no defrauda, nunca
defrauda -, no sólo cuando estamos contentos
y estamos juntos, sino cada día, en los
desiertos donde vivimos.

Porque es allí que, con la gracia de Dios,


nuestra vida está llamada a convertirse. Allí,
en los numerosos desiertos que tenemos
dentro o que nos rodean, allí la vida está
llamada a florecer.

Que el Señor nos conceda la gracia y la


valentía de acoger esta verdad.

Papa Francisco
(Homilía en Atenas - Grecia
5/12/2021)
10. PREDICACIÓN DE JUAN BAUTISTA
(Lucas 3, 10-18)

La gente le preguntaba: “¿Qué debemos


hacer entonces?”
Juan les respondía: “El que tenga dos túnicas,
dé una al que no tiene; y el que tenga qué
comer, haga otro tanto”.
Algunos publicanos vinieron también a
hacerse bautizar y le preguntaron: “Maestro,
¿qué debemos hacer?”
Juan les respondió: “No exijan más de lo
estipulado”
A su vez, unos soldados le preguntaron: “Y
nosotros, ¿qué debemos hacer?”
Juan les respondió: “No extorsionen a nadie,
no hagan falsas denuncias y conténtense con
su sueldo”.
Como el pueblo estaba a la expectativa y
todos se preguntaban si Juan no sería el
Mesías, él tomó la palabra y les dijo: “Yo los
bautizo con agua, pero viene uno que es más
poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno
de desatar la correa de sus sandalias; él los
bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego.
Tiene en su mano la horquilla para limpiar su
era y recoger el trigo en su granero. Pero
consumirá la paja en el fuego inextinguible”.
Y por medio de muchas otras exhortaciones,
anunciaba al pueblo la Buena Noticia. (Lucas
3, 10-18)

En el Evangelio de hoy hay una pregunta que


se repite tres veces: “¿Qué cosa tenemos que
hacer?”...

Se la dirigen a Juan el Bautista tres


categorías de personas: primero, la multitud
en general; segundo, los publicanos, es decir
los cobradores de impuestos; y tercero,
algunos soldados. Cada uno de estos grupos
pregunta al profeta qué debe hacer para
realizar la conversión que él está predicando.

A la pregunta de la multitud Juan responde


que compartan los bienes de primera
necesidad. Les dice así: “El que tenga dos
túnicas, que comparta con el que no tiene; y
el que tenga comida, haga lo mismo” (v. 11).

Después, al segundo grupo, al de los


cobradores de los impuestos les dice que no
exijan nada más que la suma debida (v. 13).
¿Qué quiere decir esto?... No pedir sobornos.
Es claro el Bautista.

Y al tercer grupo, a los soldados les pide no


extorsionar a nadie y contentarse con su
salario (v. 14).

Son las respuestas a las tres preguntas de


estos grupos. Tres respuestas para un
idéntico camino de conversión que se
manifiesta en compromisos concretos de
justicia y de solidaridad. Es el camino que
Jesús indica en toda su predicación: el
camino del amor real en favor del prójimo.

Por estas advertencias de Juan el Bautista


entendemos cuáles eran las tendencias
generales de quienes en esa época tenían el
poder, bajo las formas más diversas.

Las cosas no han cambiado tanto. Ninguna


categoría de personas está excluida de
recorrer el camino de la conversión para
obtener la salvación; ni siquiera los
publicanos considerados pecadores por
definición: tampoco ellos están excluidos de la
salvación.
Dios no excluye a nadie de la posibilidad de
salvarse. Él está - se puede decir - ansioso
por usar su misericordia, usarla con todos,
acoger a cada uno en el tierno abrazo de la
reconciliación y el perdón.

Esta pregunta - ¿qué tenemos que hacer? - la


sentimos también nuestra. La liturgia de hoy
nos repite, con las palabras de Juan, que es
preciso convertirse, es necesario cambiar la
dirección de marcha y tomar el camino de la
justicia, la solidaridad, la sobriedad: son los
valores imprescindibles de una existencia
plenamente humana y auténticamente
cristiana.

¡Conviértanse!... es la síntesis del mensaje


del Bautista. Y la liturgia de este tercer
domingo de Adviento nos ayuda a descubrir
nuevamente una dimensión particular de la
conversión: la alegría. Quien se convierte y se
acerca al Señor experimenta la alegría.

El profeta Sofonías nos dice hoy: “Alégrate


hija de Sión”, dirigiéndose a los habitantes de
Jerusalén (Sofonías3, 14); y el apóstol Pablo
exhorta así a los cristianos filipenses:
“Alégrense siempre en el Señor” (Filipenses
4, 4). Hoy se necesita valentía para hablar de
alegría, ¡se necesita sobre todo fe!

El mundo se ve acosado por muchos


problemas, el futuro gravado por incógnitas y
temores, y, sin embargo el cristiano es una
persona alegre, y su alegría no es algo
superficial y efímero, sino profunda y estable,
porque es un don del Señor quien llena la
vida.

Nuestra alegría deriva de la certeza de que “el


Señor está cerca” (Filipenses 4, 5). Está cerca
con su ternura, su misericordia, su perdón y
su amor.

Que la Virgen María nos ayude a fortalecer


nuestra fe, para que sepamos acoger al Dios
de la alegría, al Dios de la misericordia, que
siempre quiere habitar entre sus hijos. Y que
nuestra Madre nos enseñe a compartir las
lágrimas con quien llora, para poder compartir
también la sonrisa.

Papa Francisco
(Ángelus 13/12/2015)
11. EL BAUTISMO DE JESÚS
(Lucas 3, 15-16.21-22)

En aquel tiempo, el pueblo estaba en


expectación y todos se preguntaban si no
sería Juan el Mesías. Él tomó la palabra y dijo
a todos:
- Yo los bautizo con agua; pero viene el que
puede más que yo, y no merezco desatarle la
correa de sus sandalias. Él los bautizará con
Espíritu Santo y fuego.
En un bautismo general, Jesús también se
bautizó. Y, mientras oraba, se abrió el cielo,
bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de
paloma, y vino una voz del cielo:
- Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.
(Lucas 3,15-16. 21-22)

En este domingo después de la Epifanía


celebramos el Bautismo de Jesús, y hacemos
memoria grata de nuestro Bautismo. En este
contexto, esta mañana he bautizado a 26
recién nacidos: ¡recemos por ellos!
El Evangelio nos presenta a Jesús, en las
aguas del río Jordán, en el centro de una
maravillosa revelación divina. Escribe san
Lucas: “Cuando todo el pueblo era bautizado,
también Jesús fue bautizado; y mientras
oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu
Santo sobre él con apariencia corporal
semejante a una paloma y vino una voz del
cielo: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me
complazco”” (vs. 21-22).

De este modo Jesús es consagrado y


manifestado por el Padre como el Mesías
salvador y liberador. En este evento
- testificado por los cuatro Evangelios - tuvo
lugar el pasaje del bautismo de Juan Bautista,
basado en el símbolo del agua, que anuncia
el el Bautismo de Jesús “en el Espíritu Santo
y fuego”.

En el Bautismo cristiano, el Espíritu Santo es


el artífice principal: es Él quien quema y
destruye el pecado original, restituyendo al
bautizado la belleza de la gracia divina; es Él
quien nos libera del dominio de las tinieblas,
es decir, del pecado y nos traslada al reino de
la luz, es decir, del amor, de la verdad y de la
paz: este es el reino de la luz.

¡Pensemos a qué dignidad nos eleva el


Bautismo! “Miren qué amor nos ha tenido el
Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo
somos!” (cfr. 1 Juan 3, 1), exclama el apóstol
Juan.

Esta estupenda realidad de ser hijos de Dios


comporta la responsabilidad de seguir a
Jesús, el Siervo obediente, y reproducir en
nosotros mismos sus rasgos, es decir:
mansedumbre, humildad y ternura.

Sin embargo, esto no es fácil, especialmente


si entorno a nosotros hay mucha intolerancia,
soberbia, dureza. ¡Pero con la fuerza que nos
llega del Espíritu Santo es posible!

El Espíritu Santo, recibido por primera vez el


día de nuestro Bautismo, nos abre el corazón
a la Verdad, a toda la Verdad.

El Espíritu empuja nuestra vida hacia el


camino laborioso pero feliz de la caridad y de
la solidaridad hacia nuestros hermanos.

El Espíritu nos da la ternura del perdón divino


y nos impregna con la fuerza invencible de la
misericordia del Padre.
No olvidemos que el Espíritu Santo es una
presencia viva y vivificante en quien lo acoge,
reza con nosotros y nos llena de alegría
espiritual.

Hoy, fiesta del Bautismo de Jesús, pensemos


en el día de nuestro Bautismo. Todos
nosotros hemos sido bautizados,
agradezcamos este don.

Y les hago una pregunta: ¿Quién de ustedes


conoce la fecha de su Bautismo?…
Seguramente no todos. Por eso, los invito a ir
a buscar la fecha preguntando por ejemplo a
sus padres, a sus abuelos, a sus padrinos, o
yendo a la parroquia. Es muy importante
conocerla porque es una fecha para festejar:
es la fecha de nuestro renacimiento como
hijos de Dios.

Tarea para esta semana: ir a buscar la fecha


de mi Bautismo. Festejar este día significa
reafirmar nuestra adhesión a Jesús, con el
compromiso de vivir como cristianos,
miembros de la Iglesia y de una humanidad
nueva, en la cual todos somos hermanos.
Que la Virgen María, primera discípula de su
Hijo Jesús, nos ayude a vivir con alegría y
fervor apostólico nuestro Bautismo, acogiendo
cada día el don del Espíritu Santo, que nos
hace hijos de Dios.

Papa Francisco
(Ángelus 10/01/2016)

*****

Hoy, al final del tiempo litúrgico de Navidad,


celebramos la fiesta del Bautismo del Señor.
La liturgia nos llama a conocer con más
plenitud a Jesús, de quien recientemente
hemos celebrado el nacimiento. El Evangelio
nos pone de presente dos cosas importantes:
la relación de Jesús con la gente y la relación
de Jesús con el Padre.

En el relato del Bautismo, conferido por Juan


el Bautista a Jesús en las aguas del Jordán,
vemos, en primer lugar, el papel del pueblo.
Jesús está en medio del pueblo, en medio de
la gente. No es solo un fondo de la escena,
sino un componente esencial del evento.
Antes de sumergirse en el agua, Jesús “se
sumerge en la multitud”, se une a ella,
asumiendo plenamente la condición humana,
compartiendo todo, excepto el pecado.

En su santidad divina, llena de gracia y


misericordia, el Hijo de Dios se hizo carne
para tomar sobre sí y quitar el pecado del
mundo: tomar nuestras miserias, nuestra
condición humana. Por eso, hoy también es
una “epifanía”, porque yendo a bautizarse por
Juan, en medio de la gente penitente de su
pueblo, Jesús manifiesta la lógica y el
significado de su misión.

Uniéndose al pueblo que pide a Juan el


bautismo de conversión, Jesús también
comparte el profundo deseo de renovación
interior que tenían todas aquellas personas, y
el Espíritu Santo que desciende sobre él “en
forma corporal, como una paloma” (v. 22) es
la señal de que con Jesús comienza un nuevo
mundo, una “nueva creación” que incluye a
todos los que lo acogen en su vida.

También a cada uno de nosotros, que hemos


renacido con Cristo en el bautismo, están
dirigidas las palabras del Padre: “Tú eres mi
Hijo, el amado: en ti he puesto mi
complacencia” (v. 22).

Este amor del Padre, que hemos recibido


todos nosotros el día de nuestro bautismo, es
una llama que ha sido encendida en nuestros
corazones y necesita que la alimentemos con
la oración y la caridad.

El segundo elemento enfatizado por el


evangelista Lucas es que después de la
inmersión en el pueblo y en las aguas del
Jordán, Jesús se “sumergió en la oración”, es
decir, en la comunión con el Padre.

El Bautismo es el comienzo de la vida pública


de Jesús, de su misión en el mundo como
enviado del Padre para manifestar su bondad
y su amor por los hombres. Esta misión se
realiza en una unión constante y perfecta con
el Padre y con el Espíritu Santo.

También la misión de la Iglesia y la misión de


cada uno de nosotros, para ser fiel y
fructífera, está llamada a “injertarse” en la
misión de Jesús.
Se trata de regenerar continuamente en la
oración la evangelización y el apostolado,
para dar un claro testimonio cristiano, no
según los proyectos humanos, sino según el
plan y el estilo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, la fiesta del


Bautismo del Señor es una ocasión propicia
para renovar con gratitud y convicción las
promesas de nuestro Bautismo,
comprometiéndonos a vivir diariamente en
coherencia con él.

También es muy importante, como les he


dicho varias veces, saber la fecha de nuestro
Bautismo. Podría preguntar: “¿Quién de
ustedes sabe la fecha de su bautismo?”... No
todos, seguro. Si alguno de ustedes no la
conoce, al volver a casa, que se lo pregunte a
sus padres, a los abuelos, a los tíos, a los
padrinos, a los amigos de la familia...

Pregunten: “¿En qué día me bautizaron?”... Y


luego no se olviden de ello: es una fecha que
se guarda en el corazón para celebrarla cada
año.
Jesús, que nos ha salvado no por nuestros
méritos sino para hacer presente la inmensa
bondad del Padre, nos haga misericordiosos
con todos.

¡Qué la Virgen María, Madre de la


Misericordia, sea nuestra guía y nuestro
modelo!

Papa Francisco
(Ángelus 13/01/2019)
12. LAS TENTACIONES DE JESÚS
(Lucas 4, 1-13)

Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de las


orillas del Jordán y fue conducido por el
Espíritu al desierto, donde fue tentado por el
demonio durante cuarenta días. No comió
nada durante esos días, y al cabo de ellos
tuvo hambre. El demonio le dijo entonces: “Si
tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que
se convierta en pan”. Pero Jesús le
respondió: “Dice la Escritura: El hombre no
vive solamente de pan”.
Luego el demonio lo llevó a un lugar más alto,
le mostró en un instante todos los reinos de la
tierra y le dijo: “Te daré todo este poder y el
esplendor de estos reinos, porque me han
sido entregados, y yo los doy a quien quiero.
Si tú te postras delante de mí, todo eso te
pertenecerá”. Pero Jesús le respondió: “Está
escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a Él solo
rendirás culto”.
Después el demonio lo condujo a Jerusalén,
lo puso en la parte más alta del Templo y le
dijo: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate de aquí
abajo, porque está escrito: Él dará órdenes a
sus ángeles para que ellos te cuiden. Y
también: Ellos te llevarán en sus manos para
que tu pie no tropiece con ninguna piedra”.
Pero Jesús le respondió: “Está escrito: No
tentarás al Señor, tu Dios”.
Una vez agotadas todas las formas de
tentación, el demonio se alejó de él, hasta el
momento oportuno. (Lucas 4, 1-13)

El Evangelio de este primer domingo de


Cuaresma narra la experiencia de las
tentaciones de Jesús en el desierto.

Después de ayunar durante cuarenta días,


Jesús es tentado tres veces por el diablo.
Primero lo invita a que convierta una piedra
en pan (v. 3); luego le muestra desde una
altura los reinos de la tierra y le plantea
convertirse en un mesías poderoso y glorioso
(vs. 5-6); finalmente, lo lleva a la cima del
Templo en Jerusalén y lo invita a que se
arroje desde allí para manifestar su poder
divino de una manera espectacular (vs. 9-11).

Las tres tentaciones indican tres caminos que


el mundo siempre propone, prometiendo
grandes éxitos; tres caminos para
engañarnos: primero, la codicia de poseer -
tener, tener, tener -; segundo, la gloria
humana, y tercero, la instrumentalización de
Dios. Son tres caminos que nos llevarán a la
ruina.

La primera, el camino de la codicia de poseer.

Esta es siempre la lógica insidiosa del diablo.


Empieza por la necesidad natural y legítima
de comer, de vivir, de realizarse, de ser feliz,
para empujarnos a creer que todo esto es
posible sin Dios e incluso contra Él. Pero
Jesús se opone diciendo: “Está escrito: “No
solo de pan vive el hombre”” (v. 4).

Recordando el largo camino del pueblo


elegido a través del desierto, Jesús afirma
que quiere abandonarse con confianza plena
a la Providencia del Padre, que siempre cuida
de sus hijos.

La segunda tentación: el camino de la gloria


humana.

El diablo dice: “Si me adoras, todo será tuyo”


(v. 7). Uno puede perder toda su dignidad
personal, si se deja corromper por los ídolos
del dinero, del éxito y del poder, para alcanzar
la autoafirmación. Y se saborea la ebriedad
de una alegría vacía que muy pronto se
desvanece. Y esto también nos lleva a
pavonearnos: la vanidad, pero esto se
desvanece. Por eso Jesús responde:
“Adorarás al Señor tu Dios y solo a Él darás
culto” (v. 8).

Y luego la tercera tentación: instrumentalizar


a Dios en beneficio propio.

Al diablo que, citando las Escrituras, lo invita


a obtener de Dios un milagro sorprendente,
Jesús opone nuevamente la firme decisión de
permanecer humilde, de permanecer confiado
ante el Padre: “Está dicho: “No tentarás al
Señor tu Dios”” (v. 12). Y así rechaza la
tentación quizás más sutil: la de querer “poner
a Dios de nuestro lado”, pidiéndole gracias
que, en realidad, sirven y servirán para
satisfacer nuestro orgullo.

Estos son los caminos que se nos presentan,


con la ilusión de poder alcanzar el éxito y la
felicidad. Pero, en realidad, son
completamente ajenos a la manera de actuar
de Dios; de hecho, nos separan de Dios,
porque son obra de Satanás.

Jesús, enfrentando estas pruebas en primera


persona, vence la tentación tres veces para
adherirse completamente al plan del Padre. Y
nos indica los remedios: la vida interior, la fe
en Dios, la certeza de su amor, la certeza de
que Dios nos ama, de que es Padre, y con
esta certeza superaremos toda tentación.

Pero hay una cosa sobre la que me gustaría


llamar la atención, una cosa interesante.
Jesús, al responder al tentador, no entra en
diálogo con él, sino que responde a los tres
desafíos solo con la Palabra de Dios. Esto
nos enseña que con el diablo uno no dialoga,
uno no debe dialogar, se le responde
solamente con la Palabra de Dios.

Aprovechemos, pues, la Cuaresma, como un


tiempo privilegiado para purificarnos, para
experimentar la presencia consoladora de
Dios en nuestras vidas.

La intercesión materna de la Virgen María, un


ícono de la fidelidad a Dios, nos sostenga en
nuestro camino, ayudándonos siempre a
rechazar el mal y a acoger el bien.

Papa Francisco
(Ángelus 10/03/2019)

*****

El miércoles pasado comenzamos el Tiempo


litúrgico de la Cuaresma, en el que la Iglesia
nos invita a prepararnos para celebrar la gran
fiesta de la Pascua. Tiempo especial también,
para recordar el regalo de nuestro bautismo,
cuando fuimos hechos hijos de Dios.

La Iglesia nos invita a reavivar el don que se


nos ha obsequiado para no dejarlo dormido
como algo del pasado o en un “cajón de los
recuerdos”.

Este Tiempo de Cuaresma es un buen


momento para recuperar la alegría y la
esperanza que nos hace sentirnos hijos
amados del Padre. Este Padre que nos
espera para quitarnos las ropas del
cansancio, de la apatía, de la desconfianza y
así vestirnos con la dignidad que solo un
verdadero padre o madre sabe darle a sus
hijos, las vestimentas que nacen de la ternura
y del amor.

Nuestro Padre es el Padre de una gran


familia, es nuestro Padre. Sabe tener un amor
único, pero no sabe generar y criar “hijos
únicos”. Es un Dios que sabe de hogar, de
hermandad, de pan partido y compartido. Es
el Dios del Padre nuestro, no del “padre mío”
y “padrastro vuestro”.

En cada uno de nosotros anida, vive, ese


sueño de Dios que en cada Pascua, en cada
Eucaristía volvemos a celebrar: somos hijos
de Dios. Sueño con el que han vivido tantos
hermanos nuestros a lo largo y ancho de la
historia. Sueño testimoniado por la sangre de
tantos mártires de ayer y de hoy.

Cuaresma, tiempo de conversión, porque a


diario hacemos experiencia en nuestra vida
de cómo ese sueño se vuelve continuamente
amenazado por el padre de la mentira -
escuchamos en el Evangelio lo que hacía con
Jesús -, por aquel que busca separarnos,
generando una familia dividida y enfrentada.
Una sociedad dividida y enfrentada. Una
sociedad de pocos y para pocos.

Cuántas veces experimentamos en nuestra


propia carne, o en la de nuestra familia, en la
de nuestros amigos o vecinos, el dolor que
nace de no sentir reconocida esa dignidad
que todos llevamos dentro. Cuántas veces
hemos tenido que llorar y arrepentirnos por
darnos cuenta de que no hemos reconocido
esa dignidad en otros. Cuántas veces - y con
dolor lo digo -, somos ciegos e inmunes ante
la falta del reconocimiento de la dignidad
propia y ajena.

Cuaresma, tiempo para ajustar los sentidos,


abrir los ojos frente a tantas injusticias que
atentan directamente contra el sueño y el
proyecto de Dios. Tiempo para
desenmascarar esas tres grandes formas de
tentaciones que rompen, dividen la imagen
que Dios ha querido plasmar.

Las tres tentaciones de Cristo. Tres


tentaciones del cristiano que intentan arruinar
la verdad a la que hemos sido llamados. Tres
tentaciones que buscan degradar y
degradarnos.

Primera, la riqueza, adueñándonos de bienes


que han sido dados para todos y utilizándolos
tan sólo para mí o “para los míos”. Es tener el
“pan” a base del sudor del otro, o hasta de su
propia vida. Esa riqueza que es el pan con
sabor a dolor, a amargura, a sufrimiento.

En una familia o en una sociedad corrupta,


ese es el pan que se le da de comer a los
propios hijos.

Segunda tentación, la vanidad, esa búsqueda


de prestigio con base en la descalificación
continua y constante de los que “no son como
uno”.

La búsqueda exacerbada de esos cinco


minutos de fama que no perdona la “fama” de
los demás, y, “haciendo leña del árbol caído”,
va dejando paso a la tercera tentación, la
peor, la del orgullo, o sea, ponerse en un
plano de superioridad del tipo que sea,
sintiendo que no se comparte la “común vida
de los mortales”, y que reza todos los días:
“Gracias te doy, Señor, porque no me has
hecho como ellos”.

Tres tentaciones de Cristo. Tres tentaciones a


las que el cristiano se enfrenta diariamente.
Tres tentaciones que buscan degradar,
destruir y quitar la alegría y la frescura del
Evangelio.

Tres tentaciones que nos encierran en un


círculo de destrucción y de pecado.

Vale la pena que nos preguntemos:

¿Hasta dónde somos conscientes de estas


tentaciones en nuestra persona, en nosotros
mismos?...
¿Hasta dónde nos hemos habituado a un
estilo de vida que piensa que en la riqueza,
en la vanidad y en el orgullo está la fuente y la
fuerza de la vida?...
¿Hasta dónde creemos que el cuidado del
otro, nuestra preocupación y ocupación por el
pan, el nombre y la dignidad de los demás,
son fuente de alegría y esperanza?...
Hemos optado por Jesús y no por el demonio.
Si nos acordamos de lo que escuchamos en
el Evangelio, Jesús no le contesta al demonio
con ninguna palabra propia, sino que le
contesta con las Palabras de Dios, con las
Palabras de la Escritura. Porque, hermanas y
hermanos, metámoslo en la cabeza: con el
demonio no se dialoga, no se puede dialogar,
porque nos va a ganar siempre. Solamente la
fuerza de la Palabra de Dios lo puede
derrotar.

Hemos optado por Jesús y no por el demonio;


queremos seguir sus huellas pero sabemos
que no es fácil. Sabemos lo que significa ser
seducidos por el dinero, la fama y el poder.
Por eso, la Iglesia nos regala este tiempo, nos
invita a la conversión con una sola certeza: Él
nos está esperando y quiere sanar nuestros
corazones de todo lo que degrada,
degradándose o degradando a otros.

Es el Dios que tiene un nombre: misericordia.


Su nombre es nuestra riqueza, su nombre es
nuestra fama, su nombre es nuestro poder y
en su nombre una vez más volvemos a decir
con el salmo: “Tú eres mi Dios y en ti confío”.
¿Se animan a repetirlo juntos? Tres veces:
“Tú eres mi Dios y en ti confío”. “Tú eres mi
Dios y en ti confío”. “Tú eres mi Dios y en ti
confío”.

Que en esta Eucaristía el Espíritu Santo


renueve en nosotros la certeza de que el
nombre de Dios es misericordia, y nos haga
experimentar cada día que “el Evangelio llena
el corazón y la vida de los que se encuentran
con Jesús”, sabiendo que con él y en él
“siempre nace y renace la alegría”
(Exhortación Apostólica Evangelii gaudium,
1).

Papa Francisco
(Homilía 14/02/2016
Visita apostólica a México)
13. JESÚS
EN LA SINAGOGA DE NAZARET
(Lucas 4, 16-21)

Jesús volvió a Galilea con el poder del


Espíritu y su fama se extendió en toda la
región. Enseñaba en las sinagogas y todos lo
alababan.
Jesús fue a Nazaret, donde se había criado;
el sábado entró como de costumbre en la
sinagoga y se levantó para hacer la lectura.
Le presentaron el libro del profeta Isaías y,
abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba
escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha consagrado por la unción. Él
me envió a llevar la Buena Noticia los pobres,
a anunciar la liberación a los cautivos y la
vista a los ciegos, a dar la libertad a los
oprimidos y proclamar un año de gracia del
Señor”.
Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y
se sentó. Todos en la sinagoga tenían los
ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles:
“Hoy se ha cumplido este pasaje de la
Escritura que acaban de oír”. (Lucas 4, 14-21)
En el Evangelio de hoy, el evangelista Lucas,
antes de presentar el discurso programático
de Jesús de Nazaret, resume brevemente la
actividad evangelizadora. Es una actividad
que él realiza con la potencia del Espíritu
Santo: su palabra es original, porque revela el
sentido de las Escrituras; es una palabra que
tiene autoridad, porque ordena incluso a los
espíritus impuros, y estos le obedecen (cfr.
Marcos 1, 27).

Jesús es diferente de los maestros de su


tiempo: por ejemplo, Jesús no abrió una
escuela dedicada al estudio de la Ley, sino
que salió para predicar y enseñar por todas
partes: en las sinagogas, por las calles, en las
casas, siempre moviéndose. Jesús también
es distinto de Juan el Bautista, quien
proclamaba el juicio inminente de Dios,
mientras que Jesús anuncia su perdón de
Padre.

Y ahora imaginémonos que también nosotros


entramos en la sinagoga de Nazaret, el
pueblo donde Jesús creció hasta
aproximadamente sus 30 años. Lo que allí
sucede es un hecho importante que delinea la
misión de Jesús. Él se levanta para leer la
Sagrada Escritura. Abre el pergamino del
profeta Isaías, el pasaje donde está escrito:
“El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha
ungido para anunciar a los pobres la Buena
Nueva” (v. 18). Después, tras un momento de
silencio lleno de expectativa por parte de
todos, dice, para sorpresa general: “Esta
Escritura, que acaban de oír, se ha cumplido
hoy” (v. 21).

Evangelizar a los pobres: esta es la misión de


Jesús, como él dice; esta es también la
misión de la Iglesia y de cada bautizado en la
Iglesia.

Ser cristiano y ser misionero es la misma


cosa. Anunciar el Evangelio con la palabra y,
antes aún, con la vida, es la finalidad principal
de la comunidad cristiana y de cada uno de
sus miembros.

Se nota aquí que Jesús dirige la Buena


Nueva a todos, sin excluir a nadie, es más,
privilegiando a los más lejanos, a quienes
sufren, a los enfermos y a los descartados por
la sociedad.
Preguntémonos: ¿Qué significa evangelizar a
los pobres?...

Significa, antes que nada, acercarlos, tener la


alegría de servirles, liberarlos de su opresión,
y todo esto en el nombre y con el Espíritu de
Jesús, porque es él el evangelio de Dios, es
él la misericordia de Dios, es él la liberación
de Dios, es él quien se ha hecho pobre para
enriquecernos con su pobreza.

El texto de Isaías, reforzado por pequeñas


adaptaciones introducidas por Jesús, indica
que el anuncio mesiánico del Reino de Dios
que vino a nosotros, se dirige de manera
preferencial a los marginados, a los
prisioneros y a los oprimidos. Probablemente
en el tiempo de Jesús estas personas no
estaban en el centro de la comunidad de fe.

Podemos preguntarnos: hoy, en nuestras


comunidades parroquiales, en las
asociaciones, en los movimientos, ¿somos
fieles al programa de Jesús?...

La evangelización de los pobres, llevarles el


feliz anuncio, ¿es la prioridad?...
Atención: no se trata sólo de dar asistencia
social, menos aún de hacer actividad política,
Se trata de ofrecer la fuerza del Evangelio de
Dios que convierte los corazones, sana las
heridas, transforma las relaciones humanas y
sociales, de acuerdo con la lógica del amor.

Los pobres, de hecho, están en el centro del


Evangelio.

Que la Virgen María, Madre de los


evangelizadores, nos ayude a sentir
fuertemente el hambre y la sed del Evangelio
que hay en el mundo, especialmente en el
corazón y en la carne de los pobres. Y
obtenga para cada uno de nosotros y para
cada comunidad cristiana, poder dar
testimonio concreto de la misericordia, la gran
misericordia que Jesús nos ha donado.

Papa Francisco
(Ángelus 24/01/2016)
14. LOS PAISANOS DE JESÚS
(Lucas 4, 21-30)

Después de que Jesús predicó en la sinagoga


de Nazaret, todos daban testimonio a favor de
él y estaban llenos de admiración por las
palabras de gracia que salían de su boca. Y
decían: “¿No es este el hijo de José?”
Pero él les respondió: “Sin duda ustedes me
citarán el refrán: "Médico, sánate a ti mismo."
Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que
hemos oído que sucedió en Cafarnaúm”.
Después agregó: “Les aseguro que ningún
profeta es bien recibido en su tierra. Yo les
aseguro que había muchas viudas en Israel
en el tiempo de Elías, cuando durante tres
años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el
hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a
ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una
viuda de Sarepta, en el país de Sidón.
También había muchos leprosos en Israel, en
el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de
ellos fue curado, sino Naamán, el sirio”.
Al oír estas palabras, todos los que estaban
en la sinagoga se enfurecieron y,
levantándose, lo empujaron fuera de la
ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina
sobre la que se levantaba la ciudad, con
intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando
en medio de ellos, continuó su camino. (Lucas
4, 21-30)

El relato evangélico de hoy nos conduce de


nuevo, como el pasado domingo, a la
sinagoga de Nazaret, el pueblo de Galilea
donde Jesús creció en familia y lo conocían
todos. Él, que hacía poco tiempo que había
salido para comenzar su vida pública, vuelve
ahora por primera vez y se presenta a la
comunidad, reunida el sábado en la sinagoga.
Lee el pasaje del profeta Isaías que habla del
futuro Mesías y al final declara: “Hoy se ha
cumplido esta Escritura que acaban de oír” (v.
21).

Los conciudadanos de Jesús, en un primer


momento sorprendidos y admirados,
comienzan después a poner cara larga, a
murmurar entre ellos y a decir: ¿Por qué este
que pretende ser el Consagrado del Señor, no
repite aquí los prodigios y milagros que ha
realizado en Cafarnaúm y en los pueblos
cercanos?... Entonces Jesús afirma: “Ningún
profeta es aceptado en su pueblo” (v. 24) y
recuerda a los grandes profetas del pasado,
Elías y Eliseo, que realizaron milagros en
favor de los paganos, para denunciar la
incredulidad de su pueblo.

Llegados a este punto, los presentes se


sienten ofendidos, se levantan indignados,
expulsan a Jesús fuera del pueblo y quisieron
arrojarlo desde un precipicio. Pero él, con la
fuerza de su paz, “se abrió paso entre ellos y
siguió su camino” (v. 30). Su hora todavía no
había llegado.

Este relato del evangelista Lucas no es


simplemente la historia de una pelea entre
paisanos, como a veces pasa en nuestros
barrios, suscitada por envidias y celos, sino
que saca a la luz una tentación a la cual el
hombre religioso está siempre expuesto -
todos nosotros estamos expuestos - y de la
cual es necesario tomar decididamente
distancia.

¿Y cuál es esta tentación?... Es la tentación


de considerar la religión como una inversión
humana y, en consecuencia, ponerse a
“negociar” con Dios, buscando el propio
interés. En cambio en la verdadera religión se
trata de acoger la revelación de un Dios que
es Padre y que se preocupa por cada una de
sus criaturas, también de aquellas más
pequeñas e insignificantes a los ojos de los
hombres.

Precisamente en esto consiste el ministerio


profético de Jesús: en anunciar que ninguna
condición humana puede constituirse en
motivo de exclusión - ¡ninguna condición
humana puede ser motivo de exclusión! - del
corazón del Padre, y que el único privilegio a
los ojos de Dios es, precisamente, no tener
privilegios. El único privilegio a los ojos de
Dios es no tener privilegios, no tener
padrinos, abandonarse en sus manos.

“Hoy se ha cumplido esta Escritura que


acaban de oír” (v. 21). El “hoy”, proclamado
por Jesús aquel día, vale para cada tiempo;
resuena también para nosotros en esta plaza,
recordándonos la actualidad y la necesidad
de la salvación traída por Jesús a la
humanidad.
Dios viene al encuentro de los hombres y las
mujeres de todos los tiempos y lugares en las
situaciones concretas en las cuales estos
estén. También viene a nuestro encuentro.

Es siempre Él quien da el primer paso: viene


a visitarnos con su misericordia, a levantarnos
del polvo de nuestros pecados; viene a
extendernos la mano para hacernos levantar
del abismo en el que nos ha hecho caer
nuestro orgullo, y nos invita a acoger la
consoladora verdad del Evangelio, y a
caminar por los caminos del bien. Siempre
viene Él a encontrarnos, a buscarnos.

Volvamos a la sinagoga. Ciertamente aquel


día, en la sinagoga de Nazaret, también
estaba María, la Madre. Podemos imaginar
los latidos de su corazón, una pequeña
anticipación de aquello que sufrirá al pie de la
Cruz, viendo a Jesús, allí en la sinagoga,
primero admirado, luego desafiado, después
insultado, luego amenazado de muerte. En su
corazón, lleno de fe, ella guardaba cada cosa.
Que ella - María - nos ayude a convertirnos
de un dios de los milagros al milagro de Dios,
que es Jesucristo.
Papa Francisco
(Ángelus 31/01/2016)

*****

El domingo pasado, la liturgia proponía el


episodio de la sinagoga de Nazaret, donde
Jesús lee un pasaje del profeta Isaías y al
final revela que esas palabras se cumplen
“hoy” en él.

Jesús se presenta como aquel en quien se


posó el Espíritu del Señor, el Espíritu Santo
que lo consagró y lo envió a cumplir la misión
de salvación para la humanidad.

El Evangelio de hoy es la continuación de esa


historia y nos muestra el asombro de sus
paisanos al ver que uno de su pueblo, “el hijo
de José” (v. 22), pretende ser el Cristo, el
enviado del Padre.

Jesús, con su capacidad de penetrar en las


mentes y los corazones, entiende
inmediatamente lo que piensan sus paisanos.
Creen que, dado que él es uno de ellos, debe
demostrar esta extraña “pretensión” haciendo
milagros allí, en Nazaret, como había hecho
en los pueblos vecinos (v. 23). Pero Jesús no
quiere y no puede aceptar esta lógica, porque
no corresponde al plan de Dios: Dios quiere
fe, y ellos quieren milagros, señales; Dios
quiere salvar a todos, y ellos quieren un
Mesías para su beneficio.

Para explicar la lógica de Dios, Jesús pone el


ejemplo de dos grandes profetas antiguos:
Elías y Eliseo, a quienes Dios envió para
sanar y salvar a personas no judías, -
personas de otros pueblos -, pero que habían
confiado en su palabra.

Ante esta invitación a abrir sus corazones a la


gratuidad y universalidad de la salvación, los
ciudadanos de Nazaret se rebelan, e incluso
adoptan una actitud agresiva, que degenera
hasta el punto de que “levantándose, lo
arrojaron fuera de la ciudad y lo llevaron a
una altura escarpada del monte [...], para
despeñarlo” (v. 29). La admiración del primer
momento se había convertido en una
agresión, una rebelión contra él.

Este Evangelio nos muestra que el ministerio


público de Jesús comienza con un rechazo y
con una amenaza de muerte -
paradójicamente - por parte de sus paisanos.

Al vivir la misión que el Padre le confió, Jesús


sabe que debe enfrentar la fatiga, el rechazo,
la persecución y la derrota. Un precio que,
ayer como hoy, la auténtica profecía está
llamada a pagar.

El duro rechazo, sin embargo, no desanima a


Jesús, ni detiene el camino ni la fecundidad
de su acción profética. Él sigue adelante por
su camino (v. 30), confiando en el amor del
Padre.

También hoy ,el mundo necesita ver en los


discípulos del Señor, profetas, es decir,
personas valientes y perseverantes en
responder a la vocación cristiana. Gente que
sigue el “empuje” del Espíritu Santo, que los
envía a anunciar esperanza y salvación a los
pobres y excluidos; personas que siguen la
lógica de la fe y no de la milagrería; personas
dedicadas al servicio de todos, sin privilegios
ni exclusiones. En resumen: personas que
están abiertas a aceptar en sí mismas la
voluntad del Padre y se comprometen a
testimoniarla fielmente a los demás.

Recemos a María Santísima, para que


podamos crecer y caminar con el mismo celo
apostólico, por el Reino de Dios que animó la
misión de Jesús.

Papa Francisco
(Ángelus 3/02/2019)
15. LA PESCA MILAGROSA
Y LA LLAMADA DE JESÚS A PEDRO
(Lucas 5, 1-11)

En una oportunidad, la multitud se


amontonaba alrededor de Jesús para
escuchar la Palabra de Dios, y él estaba de
pie a la orilla del lago de Genesaret. Desde
allí vio dos barcas junto a la orilla del lago; los
pescadores habían bajado y estaban
limpiando las redes.
Jesús subió a una de las barcas, que era de
Simón, y le pidió que se apartara un poco de
la orilla; después se sentó, y enseñaba a la
multitud desde la barca.
Cuando terminó de hablar, dijo a Simón:
“Navega mar adentro, y echen las redes”.
Simón le respondió: “Maestro, hemos
trabajado la noche entera y no hemos sacado
nada, pero si tú lo dices, echaré las redes”.
Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de
peces, que las redes estaban a punto de
romperse. Entonces hicieron señas a los
compañeros de la otra barca para que fueran
a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto
las dos barcas, que casi se hundían.
Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies
de Jesús y le dijo: “Aléjate de mí, Señor,
porque soy un pecador”. El temor se había
apoderado de él y de los que lo
acompañaban, por la cantidad de peces que
habían recogido; y lo mismo les pasaba a
Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo,
compañeros de Simón. Pero Jesús dijo a
Simón: “No temas, de ahora en adelante
serás pescador de hombres”.
Ellos atracaron las barcas a la orilla y,
abandonándolo todo, lo siguieron. (Lucas 5,
1-11)

El Evangelio de este domingo cuenta - en la


redacción de san Lucas - la llamada de los
primeros discípulos de Jesús (Lucas 5, 1-11).

El hecho tiene lugar en un contexto de vida


cotidiana: hay algunos pescadores sobre la
orilla del mar de Galilea, los cuales, después
de una noche de trabajo sin pescar nada,
están lavando y organizando las redes.

Jesús sube a la barca de uno de ellos, la de


Simón, llamado Pedro, le pide separarse un
poco de la orilla y se pone a predicar la
Palabra de Dios a la gente que se había
reunido en gran número.

Cuando terminó de hablar, Jesús le dice a


Pedro que se adentre en el mar para echar
las redes. Simón ya había conocido a Jesús y
había experimentado el poder milagroso que
tenía su palabra, y por ello le contestó:
“Maestro, hemos estado bregando toda la
noche y no hemos recogido nada; pero, por tu
palabra, echaré las redes” (v. 5). Y la fe de
Pedro no se ve decepcionada: de hecho, las
redes se llenaron de tal cantidad de peces
que casi se rompían (v. 6).

Frente a este evento extraordinario, los


pescadores se asombraron. Simón Pedro se
arrojó a los pies de Jesús diciendo: “Señor,
apártate de mí, que soy un pecador” (v. 8).
Ese signo prodigioso lo convenció de que
Jesús no es sólo un maestro formidable, cuya
palabra es verdadera y poderosa, sino que él
es el Señor, es la manifestación de Dios. Y
esta cercana presencia despierta en Pedro un
fuerte sentido de la propia mezquindad e
indignidad.

Desde un punto de vista humano, Pedro


piensa que debe haber distancia entre el
pecador y el Santo. Pero en realidad, es
precisamente su condición de pecador la que
requiere que el Señor no se aleje de él, de la
misma forma en la que un médico no se
puede alejar de quien está enfermo.

La respuesta de Jesús a Simón Pedro es


tranquilizadora y decidida: “No temas; desde
ahora serás pescador de hombres” (v. 10). Y
de nuevo el pescador de Galilea, poniendo su
confianza en esta palabra, deja todo y sigue a
Aquel que se ha convertido en su Maestro y
Señor.

Y lo mismo hicieron también Santiago y Juan,


compañeros de trabajo de Simón.

Esta es la lógica que guía la misión de Jesús


y la misión de la Iglesia: ir a buscar, “pescar”
a los hombres y las mujeres, no para hacer
proselitismo, sino para restituir a todos la
plena dignidad y libertad, mediante el perdón
de los pecados.

Esto es lo esencial del cristianismo: difundir el


amor regenerador y gratuito de Dios, con
actitud de acogida y de misericordia hacia
todos, para que cada uno pueda encontrar la
ternura de Dios y tener plenitud de vida.

Y aquí, especialmente, pienso en los


confesores: son los primeros que tienen que
comunicar la misericordia del Padre siguiendo
el ejemplo de Jesús, como han hecho los dos
frailes santos, padre Leopoldo y padre Pío.

El Evangelio de hoy nos interpela: ¿Sabemos


fiarnos verdaderamente de la palabra del
Señor?… ¿O nos dejamos desanimar por
nuestros fracasos?...

En este Año Santo de la Misericordia estamos


llamados a confortar a cuantos se sienten
pecadores e indignos frente al Señor y
abatidos por los propios errores, diciéndoles
las mismas palabras de Jesús: “No temas”.

Es más grande la misericordia del Padre que


tus pecados. ¡Es más grande, no temas!

Que la Virgen María nos ayude a comprender


cada vez más que ser discípulos significa
poner nuestros pies en las huellas dejadas
por el Maestro: son las huellas de la gracia
divina que regenera vida para todos.

Papa Francisco
(Ángelus 7/02/2016)

*****
El Evangelio de hoy (Lucas 5, 1-11) narra, en
el relato de Lucas, la llamada de Jesús a san
Pedro.

Su nombre, lo sabemos, era Simón, y era


pescador. Jesús, en la orilla del lago de
Galilea, lo ve mientras está arreglando las
redes, junto con otros pescadores. Lo
encuentra fatigado y decepcionado, porque
esa noche no habían pescado nada. Y Jesús
lo sorprende con un gesto inesperado: se
sube a su barca y le pide que se aleje un
poco de tierra porque quiere hablar a la gente
desde allí. Había mucha gente.

Entonces Jesús se sienta en la barca de


Simón y enseña a la multitud reunida a lo
largo de la orilla. Pero sus palabras también
reabren a la confianza el corazón de Simón.
Entonces Jesús, con un “gesto” sorprendente,
le dice: “Boga mar adentro y echen sus redes
para pescar” (v. 4).

Simón responde con una objeción: “Maestro,


hemos estado bregando todo la noche y no
hemos pescado nada ...”. Y, como experto
pescador, podría haber agregado: “Si no
hemos pescado por la noche, mucho menos
vamos a pescar de día”. En cambio, inspirado
por la presencia de Jesús e iluminado por su
Palabra, dice: “...pero, en tu palabra, echaré
las redes” (v. 5).

Es la respuesta de la fe, que nosotros


también estamos llamados a dar; es la actitud
de disponibilidad que el Señor pide a todos
sus discípulos, sobre todo a aquellos que
tienen tareas de responsabilidad en la Iglesia.

Y la obediencia confiada de Pedro genera un


resultado prodigioso: “Y, haciéndolo así,
pescaron gran cantidad de peces” (v. 6).

Es una pesca milagrosa, un signo del poder


de la palabra de Jesús: cuando nos ponemos
con generosidad a su servicio, él obra
grandes cosas en nosotros.

Así actúa con cada uno de nosotros: nos pide


que lo acojamos en la barca de nuestra vida,
para recomenzar con él a surcar un nuevo
mar, que se revela cuajado de sorpresas.

Su invitación a salir al mar abierto de la


humanidad de nuestro tiempo, a ser testigos
de la bondad y la misericordia, da un nuevo
significado a nuestra existencia, que a
menudo corre el riesgo de replegarse sobre sí
misma.

A veces, podemos sentirnos sorprendidos y


titubeantes ante la llamada del Maestro
Divino, y tentados de rechazarlo porque no
nos sentimos a la altura. Incluso Pedro,
después de aquella pesca increíble, le dijo a
Jesús: “Aléjate de mí, Señor, que soy un
hombre pecador” (v. 8).

Esta humilde oración es hermosa: “Aléjate de


mí, Señor, que soy un hombre pecador”. Y
Pedro la dijo de rodillas ante Aquel que ahora
reconoce como “Señor”. Entonces Jesús lo
alienta diciendo: “No temas. Desde ahora
serás pescador de hombres” (v. 10), porque
Dios, si confiamos en Él, nos libra de nuestro
pecado y nos abre un nuevo horizonte:
colaborar en su misión.

El mayor milagro realizado por Jesús para


Simón y los demás pescadores
decepcionados y cansados, no es tanto la red
llena de peces, como haberlos ayudado a no
caer víctimas de la decepción y el desaliento
ante las derrotas.

Les abrió el horizonte de convertirse en


anunciadores y testigos de su palabra y del
reino de Dios. Y la respuesta de los discípulos
fue rápida y total: “Llevaron a tierra las barcas
y dejando todo lo siguieron” (v. 11).

¡Qué la Santísima Virgen, modelo de pronta


adhesión a la voluntad de Dios, nos ayude a
sentir la fascinación de la llamada del Señor y
nos haga disponibles a colaborar con él para
difundir su palabra de salvación en todas
partes!
Papa Francisco
(Ángelus 10/02/2019)
16. LAS BIENAVENTURANZAS DE JESÚS
(Lucas 6, 12-13.17.20-26)

Jesús se retiró a una montaña para orar, y


pasó toda la noche en oración con Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos
y eligió a doce de ellos, a los que dio el
nombre de Apóstoles.
Al bajar con ellos se detuvo en una llanura.
Estaban allí muchos de sus discípulos y una
gran muchedumbre que había llegado de toda
la Judea, de Jerusalén y de la región costera
de Tiro y Sidón.
Entonces Jesús, fijando la mirada en sus
discípulos, dijo: “¡Felices ustedes, los pobres,
porque el Reino de Dios les pertenece!
¡Felices ustedes, los que ahora tienen
hambre, porque serán saciados!
¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque
reirán!
¡Felices ustedes, cuando los hombres los
odien, los excluyan, los insulten y los
proscriban, considerándolos infames a causa
del Hijo del hombre!
¡Alégrense y llénense de gozo en ese día,
porque la recompensa de ustedes será
grande en el cielo!. ¡De la misma manera los
padres de ellos trataban a los profetas!
Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya
tienen su consuelo!
¡Ay de ustedes, los que ahora están
satisfechos, porque tendrán hambre!
¡Ay de ustedes, los que ahora ríen, porque
conocerán la aflicción y las lágrimas!
¡Ay de ustedes cuando todos los elogien! ¡De
la misma manera los padres de ellos trataban
a los falsos profetas!” (Lucas 6, 12-13. 17. 20-
26)

El Evangelio de hoy nos presenta las


Bienaventuranzas en la versión de san Lucas.

El texto está articulado en cuatro


bienaventuranzas y cuatro admoniciones
formuladas con la expresión “¡ay de ustedes!”.

Con estas palabras, fuertes e incisivas, Jesús


nos abre los ojos, nos hace ver con su
mirada, más allá de las apariencias, más allá
de la superficie, y nos enseña a discernir las
situaciones con fe.

Jesús declara bienaventurados a los pobres,


a los hambrientos, a los afligidos, a los
perseguidos; y amonesta a los ricos,
saciados, que ríen y son aclamados por la
gente.

La razón de esta bienaventuranza paradójica


radica en el hecho de que Dios está cerca de
los que sufren e interviene para liberarlos de
su esclavitud; Jesús ve la bienaventuranza
más allá de la realidad negativa.

E igualmente, el “¡ay de ustedes!”, dirigido a


quienes hoy se divierten, sirve para
“despertarlos” del peligroso engaño del
egoísmo y abrirlos a la lógica del amor,
mientras estén a tiempo de hacerlo.

Esta página del Evangelio nos invita, pues, a


reflexionar sobre el profundo significado de
tener fe, que consiste en fiarnos totalmente
del Señor.

Se trata de derribar los ídolos mundanos para


abrir el corazón al Dios vivo y verdadero; solo
Él puede dar a nuestra existencia esa plenitud
tan deseada y sin embargo tan difícil de
alcanzar.
Hermanos y hermanas, hay muchos, también
en nuestros días, que se presentan como
dispensadores de felicidad: vienen y
prometen éxito en poco tiempo, grandes
ganancias al alcance de la mano, soluciones
mágicas para cada problema, etc. Y aquí es
fácil caer sin darse cuenta, en el pecado
contra el primer mandamiento, es decir, la
idolatría, reemplazar a Dios con un ídolo.

¡La idolatría y los ídolos parecen cosas de


otros tiempos, pero en realidad son de todos
los tiempos! También de hoy. Describen
algunas actitudes contemporáneas mejor que
muchos análisis sociológicos.

Por eso Jesús abre nuestros ojos a la


realidad. Estamos llamados a la felicidad, a
ser bienaventurados, y lo somos desde el
momento en que nos ponemos de parte de
Dios, de su Reino, de parte de lo que no es
efímero, sino que perdura para la vida eterna.

Nos alegramos si nos reconocemos


necesitados ante Dios, y esto es muy
importante: “Señor, te necesito”, y si como él
y con él estamos cerca de los pobres, de los
afligidos y de los hambrientos, nosotros
también lo somos ante Dios: somos pobres,
afligidos, tenemos hambre ante Dios.

Somos capaces de alegría cada vez que,


poseyendo los bienes de este mundo, no los
convertimos en ídolos a los que vender
nuestra alma, sino que somos capaces de
compartirlos con nuestros hermanos.

Hoy, la liturgia nos invita una vez más a


cuestionarnos y a ver la verdad en nuestros
corazones.

Las Bienaventuranzas de Jesús son un


mensaje decisivo, que nos empuja a no
depositar nuestra confianza en las cosas
materiales y pasajeras, a no buscar la
felicidad siguiendo a los vendedores de humo
- que tantas veces son vendedores de muerte
-, a los profesionales de la ilusión.

No hay que seguirlos, porque son incapaces


de darnos esperanza. El Señor nos ayuda a
abrir los ojos, a adquirir una visión más
penetrante de la realidad, a curarnos de la
miopía crónica que el espíritu mundano nos
contagia.

Con su palabra paradójica nos sacude y nos


hace reconocer lo que realmente nos
enriquece, nos satisface, nos da alegría y
dignidad. En resumen, lo que realmente da
sentido y plenitud a nuestras vidas.

¡Qué la Virgen María nos ayude a escuchar


este Evangelio con una mente y un corazón
abiertos, para que dé fruto en nuestras vidas
y seamos testigos de la felicidad que no
defrauda: la de Dios que nunca defrauda!

Papa Francisco
(Ángelus 17/02/2019)
17. JESÚS NOS ENSEÑA
EL AMOR A LOS ENEMIGOS
(Lucas 6, 27-38)

Jesús dijo a sus discípulos: “Yo les digo a


ustedes que me escuchan: Amen a sus
enemigos, hagan el bien a los que los odian.
Bendigan a los que los maldicen, rueguen por
lo que los difaman.
Al que te pegue en una mejilla, preséntale
también la otra; al que te quite el manto, no le
niegues la túnica. Dale a todo el que te pida, y
al que tome lo tuyo no se lo reclames.
Hagan por lo demás lo que quieren que los
hombres hagan por ustedes. Si aman a
aquellos que los aman, ¿qué mérito tienen?
Porque hasta los pecadores aman a aquellos
que los aman. Si hacen el bien a aquellos que
se lo hacen a ustedes, ¿qué mérito tienen?
Eso lo hacen también los pecadores. Y si
prestan a aquellos de quienes esperan recibir,
¿qué mérito tienen? También los pecadores
prestan a los pecadores, para recibir de ellos
lo mismo.
Amen a sus enemigos, hagan el bien y
presten sin esperar nada a cambio. Entonces
la recompensa de ustedes será grande y
serán hijos del Altísimo, porque Él es bueno
con los desagradecidos y los malos.
Sean misericordiosos, como el Padre de
ustedes es misericordioso. No juzguen y no
serán juzgados; no condenen y no serán
condenados; perdonen y serán perdonados.
Den, y se les dará. Les volcarán sobre el
regazo una buena medida, apretada,
sacudida y desbordante. Porque la medida
con que ustedes midan también se usará para
ustedes”. (Lucas 6, 27-38)

El Evangelio de este domingo se refiere a un


punto central y característico de la vida
cristiana: el amor por los enemigos.

Las palabras de Jesús son claras: “Yo les


digo a los que me escuchan: Amen a sus
enemigos, hagan bien a los que los odian,
bendigan a los que los maldigan, rueguen por
los que los difamen” (vs 27-28) ). Y esto no es
una opción, es un mandato.

No es para todos, sino para los discípulos,


que Jesús llama: “a los que me escuchan”. Él
sabe muy bien que amar a los enemigos va
más allá de nuestras posibilidades, pero para
esto se hizo hombre: no para dejarnos así
como somos, sino para transformarnos en
hombres y mujeres capaces de un amor más
grande, el de su Padre y el nuestro.

Este es el amor que Jesús da a quienes lo


“escuchan”. ¡Y entonces se hace posible! Con
él, gracias a su amor, a su Espíritu, también
podemos amar a quienes no nos aman,
incluso a quienes nos hacen daño.

De este modo, Jesús quiere que en cada


corazón, el amor de Dios triunfe sobre el odio
y el rencor.

La lógica del amor, que culmina en la Cruz de


Cristo, es la señal distintiva del cristiano y nos
lleva a salir al encuentro de todos con un
corazón de hermanos.

Pero, ¿cómo es posible superar el instinto


humano y la ley mundana de la represalia?...
La respuesta la da Jesús en la misma página
del Evangelio: “Sean misericordiosos, como
su Padre es misericordioso” (v. 36).
Quien escucha a Jesús, quien se esfuerza por
seguirlo aunque le cueste, se convierte en hijo
de Dios y comienza a parecerse realmente al
Padre que está en el cielo. Nos volvemos
capaces de cosas que nunca hubiéramos
pensado que podríamos decir o hacer, y de
las cuales nos habríamos avergonzado, pero
que ahora nos dan alegría y paz.

Ya no necesitamos ser violentos, con


palabras y gestos; nos descubrimos capaces
de ternura y bondad; y sentimos que todo
esto no viene de nosotros sino de Él, y por lo
tanto no nos jactamos de ello, sino que
estamos agradecidos.

No hay nada más grande y más fecundo que


el amor: confiere a la persona toda su
dignidad, mientras que, por el contrario, el
odio y la venganza la disminuyen,
desfigurando la belleza de la criatura hecha a
imagen de Dios.

Este mandato, de responder al insulto y al mal


con el amor, ha generado una nueva cultura
en el mundo: la “cultura de la misericordia -
¡debemos aprenderla bien! y practicarla bien
esta cultura de la misericordia -, que da vida a
una verdadera revolución”.

Es la revolución del amor, cuyos


protagonistas son los mártires de todos los
tiempos. Y Jesús nos asegura que nuestro
comportamiento, marcado por el amor por
aquellos que nos han hecho daño, no será en
vano. Él dice: “Perdonen y serán perdonados.
Den y se les dará [...] porque con la medida
con que midan, se les medirá” (v. 37-38).

Esto es hermoso. Será algo hermoso que


Dios nos dará si somos generosos,
misericordiosos. Debemos perdonar porque
Dios nos ha perdonado y Él siempre nos
perdona.

Si no perdonamos completamente, no
podemos pretender ser completamente
perdonados. En cambio, si nuestros
corazones se abren a la misericordia, si el
perdón se sella con un abrazo fraternal y los
lazos de comunión se fortalecen,
proclamamos ante el mundo que es posible
vencer el mal con el bien.
A veces es más fácil para nosotros recordar
las injusticias que hemos sufrido y el mal que
nos han hecho y no las cosas buenas; hasta
el punto de que hay personas que tienen este
hábito que se convierte en una enfermedad.
Son “coleccionistas de injusticias”: solo
recuerdan las cosas malas que les han
hecho. Y este no es el camino.

Tenemos que hacer lo contrario, dice Jesús.


Recordar las cosas buenas, y cuando alguien
viene con una habladuría y habla mal de otro,
decir: “Sí, quizás... pero tiene esto de
bueno...”. Invertir el discurso. Esta es la
revolución de la misericordia.

Que la Virgen María nos ayude a dejarnos


tocar el corazón con esta santa palabra de
Jesús, ardiente como fuego, que nos
transforma y nos hace capaces de hacer el
bien sin querer nada a cambio; repito: hacer
el bien sin querer nada a cambio,
testimoniando en todas partes la victoria del
amor.

Papa Francisco
(Ángelus 24/02/2019)
18. OTRAS ENSEÑANZAS DE JESÚS
(Lucas 6, 39-45)

Jesús les hizo también esta comparación:


“¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No
caerán los dos en un pozo?
El discípulo no es superior al maestro; cuando
el discípulo llegue a ser perfecto, será como
su maestro.
¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu
hermano y no ves la viga que está en el tuyo?
¿Cómo puedes decir a tu hermano:
“Hermano, deja que te saque la paja de tu
ojo”, tú, que no ves la viga que tienes en el
tuyo? ¡Hipócrita, saca primero la viga de tu
ojo, y entonces verás claro para sacar la paja
del ojo de tu hermano.
No hay árbol bueno que dé frutos malos, ni
árbol malo que dé frutos buenos: cada árbol
se reconoce por su fruto. No se recogen higos
de los espinos ni se cosechan uvas de las
zarzas.
El hombre bueno saca el bien del tesoro de
bondad que tiene en su corazón. El malo saca
el mal de su maldad, porque de la abundancia
del corazón habla la boca”. (Lucas 6, 39-45)
El pasaje del Evangelio de hoy presenta
parábolas breves, con las cuales Jesús quiere
señalar a sus discípulos el camino a seguir
para vivir sabiamente.

Con la pregunta: “¿Podrá un ciego guiar a


otro ciego?” (v. 39), quiere subrayar que un
guía no puede ser ciego, sino que debe ver
bien, es decir, debe poseer la sabiduría para
guiar con sabiduría, de lo contrario corre el
peligro de perjudicar a las personas que
dependen de él.

Así, Jesús llama la atención de aquellos que


tienen responsabilidades educativas o de
mando: los pastores de almas, las
autoridades públicas, los legisladores, los
maestros, los padres, exhortándoles a que
sean conscientes de su delicado papel y a
discernir siempre el camino acertado para
conducir a las personas.

Y Jesús toma prestada una expresión


sapiencial para indicarse como modelo de
maestro y guía a seguir: “No está el discípulo
por encima del maestro. Todo el que esté
bien formado será como su maestro” (v. 40).
Es una invitación a seguir su ejemplo y su
enseñanza para ser guías seguros y sabios.

Esta enseñanza de Jesús está resumida y


concreta, sobre todo, en el Sermón de la
Montaña, que desde hace tres domingos la
liturgia nos propone en el Evangelio,
indicando la actitud de mansedumbre y de
misericordia para ser personas sinceras,
humildes y justas.

En el pasaje de hoy encontramos otra frase


significativa, que nos exhorta a no ser
presuntuosos e hipócritas. Dice así: “¿Cómo
es que miras la brizna que hay en el ojo de tu
hermano y no reparas en la viga que hay en
tu propio ojo?” (v. 41). Muchas veces, lo
sabemos, es más fácil o más cómodo percibir
y condenar los defectos y los pecados de los
demás, sin darnos cuenta de los nuestros con
la misma claridad.

Siempre escondemos nuestros defectos,


también a nosotros mismos; en cambio, es
fácil ver los defectos de los demás. La
tentación es ser indulgente con uno mismo
- manga ancha con uno mismo - y duro con
los demás.

Siempre es útil ayudar a otros con consejos


sabios, pero mientras observamos y
corregimos los defectos de nuestro prójimo,
también debemos ser conscientes de que
tenemos defectos. Si creo que no los tengo,
no puedo condenar o corregir a los demás.

Todos tenemos defectos: todos. Debemos ser


conscientes de ello y, antes de condenar a los
otros, mirar dentro de nosotros mismos. Así,
podemos actuar de manera creíble, con
humildad, dando testimonio de caridad.

¿Cómo podemos entender si nuestro ojo está


libre o si está obstaculizado por una viga?...
De nuevo es Jesús quien nos lo dice: “No hay
árbol bueno que dé fruto malo, y, a la inversa,
no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada
árbol se conoce por su fruto” (vs. 43-44).

El fruto son las acciones, pero también las


palabras. La calidad del árbol también se
conoce por las palabras. Efectivamente, quien
es bueno saca de su corazón y de su boca el
bien y quien es malo saca el mal, practicando
el ejercicio más dañino entre nosotros, que es
la murmuración, el chismorreo, hablar mal de
los demás. Esto destruye; destruye la familia,
destruye la escuela, destruye el lugar de
trabajo, destruye el vecindario.

Por la lengua empiezan las guerras.


Pensemos un poco en esta enseñanza de
Jesús y preguntémonos: ¿Hablo mal de los
demás?... ¿Trato siempre de ensuciar a los
demás?... ¿Es más fácil para mí ver los
defectos de otras personas que los míos?... Y
tratemos de corregirnos al menos un poco:
nos hará bien a todos.

Invoquemos el apoyo y la intercesión de


María para seguir al Señor en este camino.

Papa Francisco
(Ángelus 3/03/2019)
19. JESÚS CURA AL CRIADO
DEL CENTURIÓN ROMANO
(Lucas 7, 1-10)

Cuando Jesús terminó de decir todas estas


cosas al pueblo, entró en Cafarnaún. Había
allí un centurión que tenía un sirviente
enfermo, a punto de morir, al que estimaba
mucho. Como había oído hablar de Jesús,
envió a unos ancianos judíos para rogarle que
viniera a curar a su servidor.
Cuando estuvieron cerca de Jesús, le
suplicaron con insistencia, diciéndole: “Él
merece que le hagas este favor, porque ama
a nuestra nación y nos ha construido la
sinagoga”.
Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca
de la casa, el centurión le mandó decir por
unos amigos: “Señor, no te molestes, porque
no soy digno de que entres en mi casa; por
eso no me consideré digno de ir a verte
personalmente. Basta que digas una palabra
y mi sirviente se sanará. Porque yo - que no
soy más que un oficial subalterno, pero tengo
soldados a mis órdenes - cuando digo a uno:
"Ve", él va; y a otro: "Ven", él viene; y cuando
digo a mi sirviente: "¡Tienes que hacer esto!,
él lo hace"”.
Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y,
volviéndose a la multitud que lo seguía, dijo:
“Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he
encontrado tanta fe”.
Cuando los enviados regresaron a la casa,
encontraron al sirviente completamente sano.
(Lucas 7, 1-10)

“Servidor de Cristo” (Gálatas 1,10).

Hemos escuchado esta expresión, con la que


el apóstol Pablo se define cuando escribe a
los Gálatas. Al comienzo de la carta, se había
presentado como “apóstol” por voluntad del
Señor Jesús (Gálatas 1,1). Ambos términos,
apóstol y servidor, están unidos, no pueden
separarse jamás; son como dos caras de una
misma moneda: quien anuncia a Jesús está
llamado a servir y el que sirve anuncia a
Jesús.

El Señor ha sido el primero que nos lo ha


mostrado: él, la Palabra del Padre; él, que nos
ha traído la buena noticia (Isaías 61,1); él,
que es en sí mismo la buena noticia (Lucas
4,18), se ha hecho nuestro siervo (Filipenses
2,7), “no ha venido para ser servido, sino para
servir” (Marcos 10,45). “Se ha hecho diácono
de todos”, escribía un Padre de la Iglesia (San
Policarpo).

Como ha hecho él, del mismo modo están


llamados a actuar sus anunciadores, “llenos
de misericordia, celosos, caminando según la
caridad del Señor que se hizo siervo de
todos”.

El discípulo de Jesús no puede caminar por


una vía diferente a la del Maestro, sino que, si
quiere anunciarlo, debe imitarlo, como hizo
Pablo: aspirar a ser un servidor. Dicho de otro
modo, si evangelizar es la misión asignada a
cada cristiano en el bautismo, servir es el
estilo mediante el cual se vive la misión, el
único modo de ser discípulo de Jesús. Su
testigo es el que hace como él: el que sirve a
los hermanos y a las hermanas, sin cansarse
de Cristo humilde, sin cansarse de la vida
cristiana que es vida de servicio.

¿Por dónde se empieza para ser “siervos


buenos y fieles” (Mateo 25, 21)?…
Como primer paso, estamos invitados a vivir
la disponibilidad. El siervo aprende cada día a
renunciar a disponer todo para sí y a disponer
de sí como quiere. Se ejercita cada mañana
en dar la vida, en pensar que todos sus días
no serán suyos, sino que serán para vivirlos
como una entrega de sí.

En efecto, quien sirve no es un guardián


celoso de su propio tiempo, sino más bien
renuncia a ser el dueño de la propia jornada.
Sabe que el tiempo que vive no le pertenece,
sino que es un don recibido de Dios para, a
su vez, ofrecerlo: sólo así dará
verdaderamente fruto.

El que sirve no es esclavo de la agenda que


establece, sino que, dócil de corazón, está
disponible a lo no programado: solícito para el
hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca
falta y a menudo es la sorpresa cotidiana de
Dios.

El siervo está abierto a la sorpresa, a las


sorpresas cotidianas de Dios. El siervo sabe
abrir las puertas de su tiempo y de sus
espacios a los que están cerca y también a
los que llaman fuera de horario, a costo de
interrumpir algo que le gusta o el descanso
que se merece.

El siervo rebasa los horarios. A mí me parte el


corazón cuando veo un horario en las
parroquias: “de tal hora a tal otra”. Y después,
la puerta está cerrada, no está el sacerdote,
no está el diácono, no está el laico que recibe
a la gente… Esto hace mal. Ir más allá de los
horarios: hay que tener la valentía de rebasar
los horarios.

Así, queridos diáconos, viviendo en la


disponibilidad, su servicio estará exento de
cualquier tipo de provecho y será
evangélicamente fecundo.

También el Evangelio nos habla de servicio,


mostrándonos dos siervos, de los que
podemos sacar enseñanzas preciosas: el
siervo del centurión, que es curado por Jesús,
y el centurión mismo, al servicio del
emperador.

Las palabras que el centurión manda decir a


Jesús, para que no venga hasta su casa, son
sorprendentes y, a menudo, son lo contrario
de nuestras oraciones: “Señor, no te
molestes; no soy yo quién para que entres
bajo mi techo” (v.6); “por eso tampoco me creí
digno de venir personalmente” (v.7); “porque
yo también vivo en condición de subordinado”
(v. 8).

Ante estas palabras, Jesús se queda


admirado. Le asombra la gran humildad del
centurión, su mansedumbre. Y la
mansedumbre es una de las virtudes de los
diáconos. Cuando el diácono es manso, es
siervo y no juega a “imitar” al sacerdote, es
manso.

Ante el problema que lo afligía, él habría


podido agitarse y pretender ser atendido
imponiendo su autoridad; habría podido
convencer con insistencia, hasta forzar a
Jesús a ir a su casa. En cambio se hace
pequeño, discreto, manso, no alza la voz y no
quiere molestar. Se comporta, quizás sin
saberlo, según el estilo de Dios, que es
“manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 29).
En efecto, Dios, que es amor, llega incluso a
servirnos por amor: con nosotros es paciente,
comprensivo, siempre solícito y bien
dispuesto, sufre por nuestros errores y busca
el modo para ayudarnos y hacernos mejores.
Estos son también los rasgos de
mansedumbre y humildad del servicio
cristiano, que es imitar a Dios en el servicio a
los demás: acogerlos con amor paciente,
comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir
acogidos, en casa, en la comunidad eclesial,
donde no es más grande quien manda, sino el
que sirve (Lucas 22, 26). Y jamás reprender,
jamás.

Así, queridos diáconos, en la mansedumbre,


madurará su vocación de ministros de la
caridad.

Además del apóstol Pablo y el centurión, en


las lecturas de hoy hay un tercer siervo, aquel
que es curado por Jesús. En el relato se dice
que era muy querido por su dueño y que
estaba enfermo, pero no se sabe cuál era su
grave enfermedad (v.2). De alguna manera,
podemos reconocernos también nosotros en
ese siervo. Cada uno de nosotros es muy
querido por Dios, amado y elegido por Él, y
está llamado a servir, pero tiene sobre todo
necesidad de ser sanado interiormente.

Para ser capaces del servicio, se necesita la


salud del corazón: un corazón restaurado por
Dios, que se sienta perdonado y no sea ni
cerrado ni duro. Nos hará bien rezar con
confianza cada día por esto, pedir que
seamos sanados por Jesús, asemejarnos a
él, que “no nos llama más siervos, sino
amigos” (Juan 15,15).

Queridos diáconos, pueden pedir cada día


esta gracia en la oración, en una oración
donde se presenten las fatigas, los
imprevistos, los cansancios y las esperanzas:
una oración verdadera, que lleve la vida al
Señor y el Señor a la vida.

Y cuando sirvan en la celebración eucarística,


allí encontrarán la presencia de Jesús, que se
les entrega, para que ustedes se den a los
demás.

Así, disponibles en la vida, mansos de


corazón y en constante diálogo con Jesús, no
tendrán temor de ser servidores de Cristo, de
encontrar y acariciar la carne del Señor en los
pobres de hoy.

Papa Francisco
(Homilía 29/05/2016
Jubileo extraordinario de la misericordia
Jubileo de los diáconos)
20. JESÚS REVIVE
AL HIJO DE LA VIUDA DE NAÍM
(Lucas 7, 11-17)

Jesús se dirigió a una ciudad llamada Naím,


acompañado de sus discípulos y de una gran
multitud. Justamente cuando se acercaba a la
puerta de la ciudad, llevaban a enterrar al hijo
único de una mujer viuda, y mucha gente del
lugar la acompañaba. Al verla, el Señor se
conmovió y le dijo: “No llores”. Después se
acercó y tocó el féretro.
Los que lo llevaban se detuvieron y Jesús
dijo: “Joven, yo te lo ordeno, levántate”.
El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y
Jesús se lo entregó a su madre.
Todos quedaron sobrecogidos de temor y
alababan a Dios, diciendo: “Un gran profeta
ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha
visitado a su Pueblo”.
El rumor de lo que Jesús acababa de hacer
se difundió por toda la Judea y en toda la
región vecina. (Lucas 7, 11-17)

El mes de junio está tradicionalmente


dedicado al Sagrado Corazón de Jesús,
máxima expresión humana del amor divino.
Precisamente el viernes pasado, en efecto,
hemos celebrado la solemnidad del Corazón
de Cristo, y esta fiesta da el tono a todo el
mes.

La piedad popular valora mucho los símbolos,


y el Corazón de Jesús es el símbolo por
excelencia de la misericordia de Dios; pero no
es un símbolo imaginario, es un símbolo real,
que representa el centro, la fuente de la que
brotó la salvación para toda la humanidad.

En los Evangelios encontramos diversas


referencias al Corazón de Jesús, por ejemplo
en el pasaje donde Jesús mismo dice:
“Vengan a mí todos los que están cansados y
agobiados, y yo los aliviaré. Tomen mi yugo
sobre ustedes y aprendan de mí, que soy
manso y humilde de corazón” (Mateo 11, 28-
29).

Es fundamental también el relato de la muerte


de Jesús según san Juan. Este evangelista,
en efecto, testimonia lo que vio en el Calvario,
es decir, que un soldado, cuando Jesús ya
estaba muerto, le atravesó el costado con la
lanza y de la herida brotaron sangre y agua
(Juan 19, 33-34).

Juan reconoce en ese signo, aparentemente


casual, el cumplimiento de las profecías: del
corazón de Jesús, Cordero inmolado en la
cruz, brota el perdón y la vida para todos los
hombres.

Pero la misericordia de Jesús no es sólo un


sentimiento, ¡es una fuerza que da vida, que
resucita al hombre! Nos lo dice también el
Evangelio de hoy, en el episodio de la viuda
de Naín (Lucas 7, 11- 17).

Jesús, con sus discípulos, está llegando


precisamente a Naín, un poblado de Galilea,
justo en el momento que tiene lugar un
funeral: llevan a sepultar a un joven, hijo único
de una mujer viuda. La mirada de Jesús se
fija inmediatamente en la madre que llora.
Dice el evangelista Lucas: “Al verla el Señor,
se compadeció de ella” (v. 13).

Esta “compasión” es el amor de Dios por el


hombre, es la misericordia, es decir, la actitud
de Dios en contacto con la miseria humana,
con nuestra indigencia, nuestro sufrimiento,
nuestra angustia.

El término bíblico “compasión” remite a las


entrañas maternas: la madre, en efecto,
experimenta una reacción que le es propia
ante el dolor de los hijos. Así nos ama Dios,
dice la Escritura. Y ¿cuál es el fruto de este
amor, de esta misericordia? ¡Es la vida! Jesús
dijo a la viuda de Naín: “No llores”, y luego
llamó al muchacho muerto y lo despertó como
de un sueño ( vs. 13-15).

Pensemos esto, es hermoso: la misericordia


de Dios da vida al hombre, lo resucita de la
muerte.

El Señor nos mira siempre con misericordia;


no lo olvidemos, nos mira siempre con
misericordia, nos espera con misericordia. No
tengamos miedo de acercarnos a él. Tiene un
corazón misericordioso. Si le mostramos
nuestras heridas interiores, nuestros pecados,
él siempre nos perdona. ¡Es todo
misericordia! Vayamos a Jesús.

Dirijámonos a la Virgen María: su corazón


inmaculado, corazón de madre, compartió al
máximo la “compasión” de Dios,
especialmente en la hora de la pasión y de la
muerte de Jesús.

Que María nos ayude a ser mansos, humildes


y misericordiosos con nuestros hermanos.

Papa Francisco
(Ángelus 9/06/2013)
21. UNA PECADORA
UNGE LOS PIES DE JESÚS
(Lucas 7, 36-8,3)

Un fariseo invitó a Jesús a comer con él.


Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa.
Entonces una mujer pecadora que vivía en la
ciudad, al enterarse de que Jesús estaba
comiendo en casa del fariseo, se presentó
con un frasco de perfume. Y colocándose
detrás de él, se puso a llorar a sus pies y
comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los
secaba con sus cabellos, los cubría de besos
y los ungía con perfume.
Al ver esto, el fariseo que lo había invitado
pensó: “Si este hombre fuera profeta, sabría
quién es la mujer que lo toca y lo que ella es:
¡una pecadora!”
Pero Jesús le dijo: “Simón, tengo algo que
decirte” “Di, Maestro”, respondió él.
“Un prestamista tenía dos deudores: uno le
debía quinientos denarios, el otro cincuenta.
Como no tenían con qué pagar, perdonó a
ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará
más?”
Simón contestó: “Pienso que aquel a quien
perdonó más”.
Jesús le dijo: “Has juzgado bien”. Y
volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón:
“¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no
derramaste agua sobre mis pies; en cambio,
ella los bañó con sus lágrimas y los secó con
sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en
cambio, desde que entré, no cesó de besar
mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella
derramó perfume sobre mis pies. Por eso te
digo que sus pecados, sus numerosos
pecados, le han sido perdonados porque ha
demostrado mucho amor. Pero aquel a quien
se le perdona poco, demuestra poco amor”.
Después dijo a la mujer: “Tus pecados te son
perdonados”.
Los invitados pensaron: “¿Quién es este
hombre, que llega hasta perdonar los
pecados?” Pero Jesús dijo a la mujer: “Tu fe
te ha salvado, vete en paz”.
Después, Jesús recorría las ciudades y los
pueblos, predicando y anunciando la Buena
Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban
los Doce y también algunas mujeres que
habían sido curadas de malos espíritus y
enfermedades: María, llamada Magdalena, de
la que habían salido siete demonios; Juana,
esposa de Cusa, intendente de Herodes,
Susana y muchas que servían al Señor con
sus bienes. (Lucas 7, 36-8, 3)

“Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no


soy yo, es Cristo quien vive en mi” (Gálatas
2,19).

El apóstol Pablo usa palabras muy fuertes


para expresar el misterio de la vida cristiana:
todo se resume en el dinamismo pascual de
muerte y resurrección, que se nos da en el
bautismo.

En efecto, con la inmersión en el agua es


como si cada uno hubiese sido muerto y
sepultado con Cristo (Romanos 6, 3-4),
mientras que, el salir de ella manifiesta la vida
nueva en el Espíritu Santo.

Esta condición de volver a nacer implica a


toda la existencia y en todos sus aspectos:
también la enfermedad, el sufrimiento y la
muerte están contenidas en Cristo, y
encuentran en él su sentido definitivo.

Hoy, en el día jubilar dedicado a todos los que


llevan en sí las señales de la enfermedad y de
la discapacidad, esta Palabra de vida
encuentra una particular resonancia en
nuestra asamblea.

En realidad, todos, tarde o temprano, estamos


llamados a enfrentarnos, y a veces a
combatir, con la fragilidad y la enfermedad
nuestra y la de los demás. Y esta experiencia
tan típica y dramáticamente humana asume
una gran variedad de rostros.

En cualquier caso, ella nos plantea de manera


aguda y urgente la pregunta por el sentido de
la existencia.

En nuestro ánimo se puede dar incluso una


actitud cínica, como si todo se pudiera
resolver soportando o contando sólo con las
propias fuerzas.

Otras veces, por el contrario, se pone toda la


confianza en los descubrimientos de la
ciencia, pensando que ciertamente en alguna
parte del mundo existe una medicina capaz
de curar la enfermedad. Lamentablemente no
es así, e incluso aunque esta medicina se
encontrase no sería accesible a todos.
La naturaleza humana, herida por el pecado,
lleva inscrita en sí la realidad del límite.

Conocemos la objeción que, sobre todo en


estos tiempos, se plantea ante una existencia
marcada por grandes limitaciones físicas. Se
considera que una persona enferma o
discapacitada no puede ser feliz, porque es
incapaz de realizar el estilo de vida impuesto
por la cultura del placer y de la diversión.

En esta época en la que el cuidado del cuerpo


se ha convertido en un mito de masas y por
tanto en un negocio, lo que es imperfecto
debe ser ocultado, porque va en contra de la
felicidad y de la tranquilidad de los
privilegiados y pone en crisis el modelo
imperante. Es mejor tener a estas personas
separadas, en algún “recinto” - tal vez dorado
- o en las “reservas” del pietismo y del
asistencialismo, para que no obstaculicen el
ritmo de un falso bienestar.

En algunos casos, incluso, se considera que


es mejor deshacerse de ellas cuanto antes,
porque son una carga económica insostenible
en tiempos de crisis.

Pero, en realidad, con qué falsedad vive el


hombre de hoy al cerrar los ojos ante la
enfermedad y la discapacidad. No comprende
el verdadero sentido de la vida, que incluye
también la aceptación del sufrimiento y de la
limitación.

El mundo no será mejor cuando esté


compuesto solamente por personas
aparentemente “perfectas”, por no decir
“maquilladas”, sino cuando crezca la
solidaridad entre los seres humanos, la
aceptación y el respeto mutuo. Qué ciertas
son las palabras del apóstol: “Lo necio del
mundo lo ha escogido Dios para humillar a los
sabios” (1 Corintios 1,27).

También el Evangelio de este domingo nos


presenta una situación de debilidad particular.
La mujer pecadora es juzgada y marginada,
mientras Jesús la acoge y la defiende:
“Porque tiene mucho amor” (v. 47). Es esta la
conclusión de Jesús, atento al sufrimiento y al
llanto de aquella persona. Su ternura es signo
del amor que Dios reserva para los que sufren
y son excluidos.

No existe sólo el sufrimiento físico; hoy, una


de las patologías más frecuentes son las que
afectan al espíritu. Es un sufrimiento que
afecta al ánimo y hace que se esté triste
porque se está privado de amor. La patología
de la tristeza.

Cuando se experimenta la desilusión o la


traición en las relaciones importantes,
entonces descubrimos nuestra vulnerabilidad,
debilidad y desprotección. La tentación de
replegarse sobre sí mismo llega a ser muy
fuerte, y se puede hasta perder la oportunidad
de la vida: amar a pesar de todo, amar a
pesar de todo.

La felicidad que cada uno desea, por otra


parte, puede tener muchos rostros, pero sólo
puede alcanzarse si somos capaces de amar.
Este es el camino. Es siempre una cuestión
de amor, no hay otro camino.

El verdadero desafío es el de amar más.


Cuantas personas discapacitadas y que
sufren se abren de nuevo a la vida apenas
sienten que son amadas. Y cuanto amor
puede brotar de un corazón aunque sea sólo
a causa de una sonrisa. La terapia de la
sonrisa. En tal caso la fragilidad misma puede
convertirse en alivio y apoyo en nuestra
soledad.

Jesús, en su pasión, nos ha amado hasta el


final (Juan 13, 1); en la cruz ha revelado el
Amor que se da sin límites. ¿Qué podemos
reprochar a Dios por nuestras enfermedades
y sufrimiento que no esté ya impreso en el
rostro de su Hijo crucificado?… A su dolor
físico se agrega la afrenta, la marginación y la
compasión, mientras él responde con la
misericordia que a todos acoge y perdona:
“Por sus heridas fuimos sanados” (Isaías 53,
5; 1 Pedro 2, 24).

Jesús es el médico que cura con la medicina


del amor, porque toma sobre sí nuestro
sufrimiento y lo redime. Nosotros sabemos
que Dios comprende nuestra enfermedad,
porque él mismo la ha experimentado en
primera persona (Hebreos 4, 5).
El modo en que vivimos la enfermedad y la
discapacidad es signo del amor que estamos
dispuestos a ofrecer. El modo en que
afrontamos el sufrimiento y la limitación es el
criterio de nuestra libertad de dar sentido a las
experiencias de la vida, aun cuando nos
parezcan absurdas e inmerecidas.

No nos dejemos turbar, por tanto, de estas


tribulaciones (1 Timoteo 3, 3). Sepamos que
en la debilidad podemos ser fuertes (2
Corintios 12, 10), y recibiremos la gracia de
completar lo que falta en nosotros al
sufrimiento de Cristo, en favor de la Iglesia, su
cuerpo (Colosenses 1,24); un cuerpo que, a
imagen de aquel del Señor resucitado,
conserva las heridas, signo del duro combate,
pero son heridas transfiguradas para siempre
por el amor.

Papa Francisco
(Homilía 12/06/2016
Jubileo extraordinario de la misericordia
Jubileo de los enfermos y personas
discapacitadas)

*****
El pasaje evangélico de hoy nos hace dar un
paso más.

Jesús encuentra a una mujer pecadora


durante una comida en casa de un fariseo,
suscitando el escándalo de los presentes:
Jesús deja que se acerque, e incluso le
perdona los pecados, diciendo: “Sus muchos
pecados han quedado perdonados, porque ha
amado mucho, pero al que poco se le
perdona, ama poco” (v. 47).

Jesús es la encarnación del Dios vivo, el que


trae la vida, frente a tantas obras de muerte,
frente al pecado, al egoísmo, al cerrarse en sí
mismos.

Jesús acoge, ama, levanta, anima, perdona y


da nuevamente la fuerza para caminar,
devuelve la vida.

Vemos en todo el Evangelio cómo Jesús trae


con gestos y palabras, la vida de Dios que
transforma. Es la experiencia de la mujer que
unge los pies del Señor con perfume: se
siente comprendida, amada, y responde con
un gesto de amor, se deja tocar por la
misericordia de Dios y obtiene el perdón,
comienza una vida nueva.

Dios, el Viviente, es misericordioso. ¿Están


de acuerdo?... Digamos juntos: Dios es
misericordioso, de nuevo: Dios el Viviente, es
misericordioso.

Papa Francisco
(Apartes de la Homilía 16/06/2013)
22. JESÚS DA DE COMER
A LA MULTITUD
(Lucas 9, 11-17)

Jesús habló a la multitud acerca del Reino de


Dios y devolvió la salud a los que tenían
necesidad de ser curados.
Al caer la tarde, se acercaron los Doce y le
dijeron: “Despide a la multitud, para que
vayan a los pueblos y caseríos de los
alrededores en busca de albergue y alimento,
porque estamos en un lugar desierto”.
Él les respondió: “Denles de comer ustedes
mismos”.
Pero ellos dijeron: “No tenemos más que
cinco panes y dos pescados, a no ser que
vayamos nosotros a comprar alimentos para
toda esta gente”.
Porque eran alrededor de cinco mil hombres.
Entonces Jesús les dijo a sus discípulos:
“Háganlos sentar en grupos de cincuenta”. Y
ellos hicieron sentar a todos.
Jesús tomó los cinco panes y los dos
pescados y, levantando los ojos al cielo,
pronunció sobre ellos la bendición, los partió y
los fue entregando a sus discípulos para que
se los sirvieran a la multitud.
Todos comieron hasta saciarse y con lo que
sobró se llenaron doce canastas. (Lucas 9,
11-17)

El jueves pasado celebramos la fiesta del


Corpus Christi, que en Italia y en otros países
se traslada a este domingo. Es la fiesta de la
Eucaristía, Sacramento del Cuerpo y Sangre
de Cristo.

El Evangelio nos propone el relato del milagro


de los panes; quisiera detenerme en un
aspecto que siempre me conmueve y me
hace reflexionar.

Estamos a orillas del lago de Galilea, y se


acerca la noche; Jesús se preocupa por la
gente que está con él desde hace horas: son
miles, y tienen hambre. ¿Qué hacer?...

También los discípulos se plantean el


problema, y dicen a Jesús: “Despide a la
gente” para que vayan a los poblados
cercanos a buscar su comida.

Jesús, en cambio, dice: “Denles ustedes de


comer” (v. 13).
Los discípulos quedan desconcertados, y
responden: “No tenemos más que cinco
panes y dos peces”, como si dijeran: apenas
lo necesario para nosotros.

Jesús sabe bien qué hacer, pero quiere


involucrar a sus discípulos, quiere educarlos.

La actitud de los discípulos es la actitud


humana, que busca la solución más realista
sin crear demasiados problemas: Despide a la
gente - le dicen -, que cada uno se las
arregle como pueda; por lo demás, ya has
hecho demasiado por ellos: has predicado,
has curado a los enfermos... ¡Despide a la
gente!

La actitud de Jesús es totalmente distinta, y


es consecuencia de su unión con el Padre y
de la compasión por la gente, esa piedad de
Jesús hacia todos nosotros: Jesús percibe
nuestros problemas, nuestras debilidades,
nuestras necesidades.

Ante esos cinco panes, Jesús piensa: ¡he


aquí la providencia! De este poco, Dios puede
sacar lo necesario para todos.

Jesús se fía totalmente del Padre celestial,


sabe que para Él todo es posible. Por ello
dice a los discípulos que hagan sentar a la
gente en grupos de cincuenta - esto no es
casual -, porque significa que ya no son una
multitud, sino que se convierten en
comunidad, nutrida por el pan de Dios.

Luego toma los panes y los peces, eleva los


ojos al cielo, pronuncia la bendición - es clara
la referencia a la Eucaristía -, los parte y
comienza a darlos a los discípulos, y los
discípulos los distribuyen...

Los panes y los peces no se acaban, ¡no se


acaban! He aquí el milagro: más que una
multiplicación es un compartir, animado por la
fe y la oración. Comieron todos y sobró... es
el signo de Jesús, pan de Dios para la
humanidad.

Los discípulos vieron, pero no captaron bien


el mensaje. Se dejaron llevar, como la gente,
por el entusiasmo del éxito. Una vez más
siguieron la lógica humana y no la de Dios,
que es la del servicio, del amor, de la fe.

La fiesta de Corpus Christi nos pide


convertirnos a la fe en la Providencia, saber
compartir lo poco que somos y tenemos y no
cerrarnos nunca en nosotros mismos.

Pidamos a nuestra Madre María que nos


ayude en esta conversión para seguir
verdaderamente más a Jesús, a quien
adoramos en la Eucaristía. Que así sea.

Papa Francisco
(Ángelus 2/06/2013)

*****

El Evangelio nos presenta el episodio del


milagro de los panes y los peces que tiene
lugar a orillas del lago de Galilea. Jesús está
hablando a miles de personas y curando.

Al atardecer los discípulos se acercan al


Señor y le dicen: “Despide a la gente para
que vayan a los pueblos y aldeas del contorno
y busquen alojamiento y comida” (v. 12).
También los discípulos estaban cansados.
En efecto, estaban en un lugar aislado y la
gente para comprar comida tenían que
caminar e ir a las aldeas. Pero Jesús lo ve y
contesta: “Dénles ustedes de comer” (v. 13).

Estas palabras causan asombro entre los


discípulos. No entendían, quizás se enfadaron
y le responden: “No tenemos más que cinco
panes y dos peces; a no ser que vayamos
nosotros a comprar alimentos para toda esta
gente”.

En cambio Jesús invita a sus discípulos a


hacer una verdadera conversión desde la
lógica del “cada uno para sí mismo” a la del
compartir, comenzando por lo poco que la
Providencia pone a nuestra disposición. Y de
inmediato muestra que tiene muy claro lo que
quiere hacer. Les dice: “Hagan que se
acomoden por grupos de unos cincuenta”,
luego toma en sus manos los cinco panes y
los dos peces, se dirige al Padre Celestial y
pronuncia la oración de bendición. Después,
comienza a partir los panes, a dividir los
peces, y a dárselos a los discípulos, que los
distribuyen a la multitud. Y esa comida no
termina, hasta que todos se saciaron.
Este milagro - muy importante, tanto es así
que lo cuentan todos los evangelistas -
manifiesta el poder del Mesías y, al mismo
tiempo, su compasión: Jesús se compadece
de la gente. Ese gesto prodigioso no sólo
permanece como uno de los grandes signos
de la vida pública de Jesús, sino que anticipa
lo que será después, al final, el memorial de
su sacrificio, es decir, la Eucaristía,
sacramento de su Cuerpo, y de su Sangre
entregados para la salvación del mundo.

La Eucaristía es la síntesis de toda la


existencia de Jesús, que fue un solo acto de
amor al Padre y a los hermanos. Allí también,
como en el milagro de la multiplicación de los
panes, Jesús tomó el pan en sus manos,
elevó al Padre la oración de bendición, partió
el pan y se lo dio a sus discípulos; y lo mismo
hizo con el cáliz del vino. Pero en aquel
momento, en la víspera de su Pasión, quiso
dejar en ese gesto el Testamento de la nueva
y eterna Alianza, memorial perpetuo de su
Pascua de muerte y resurrección.

La fiesta del Corpus Christi nos invita cada


año a renovar nuestro asombro y la alegría
ante este maravilloso don del Señor, que es la
Eucaristía.

Recibámoslo con gratitud, no de manera


pasiva, rutinaria. No tenemos que habituarnos
a la Eucaristía e ir a comulgar como por
costumbre, ¡no! tenemos que renovar
verdaderamente nuestro “amén” al Cuerpo de
Cristo.

Cuando el sacerdote nos dice, el “Cuerpo de


Cristo”, nosotros decimos “amén”: pero que
sea un amén que venga del corazón,
convencido. Es Jesús el que nos ha salvado,
es Jesús el que viene a darme la fuerza de
vivir. Es Jesús, Jesús vivo.

Pero no tenemos que acostumbrarnos.


Hagámoslo cada vez como si fuera la Primera
Comunión.

Una expresión de la fe eucarística del pueblo


santo de Dios, son las procesiones con el
Santísimo Sacramento, que en esta
solemnidad se desarrollan en todos los
lugares de la Iglesia Católica.
Yo también, esta tarde, en el barrio romano
de Casal Bertone, celebraré la Misa, a la que
seguirá la procesión. Invito a todos a
participar, incluso espiritualmente, por radio y
televisión

¡Qué la Virgen nos ayude a seguir con fe y


amor a Jesús, a quien adoramos en la
Eucaristía!

Papa Francisco
(Ángelus 23/06/2019)
23. PROFESIÓN DE FE DE PEDRO
Y ANUNCIO DE LA PASIÓN
(Lucas 9, 18-24)

Un día en que Jesús oraba a solas y sus


discípulos estaban con él, les preguntó:
“¿Quién dice la gente que soy yo?”
Ellos le respondieron: “Unos dicen que eres
Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno
de los antiguos profetas que ha resucitado”.
“Pero ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que
soy yo?” Pedro, tomando la palabra,
respondió: “Tú eres el Mesías de Dios”.
Y él les ordenó terminantemente que no lo
dijeran a nadie.
“El Hijo del hombre, les dijo, debe sufrir
mucho, ser rechazado por los ancianos, los
sumos sacerdotes y los escribas, ser
condenado a muerte y resucitar al tercer día”.
Después dijo a todos: “El que quiera venir
detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que
cargue con su cruz cada día y me siga.
Porque el que quiera salvar su vida, la
perderá y el que pierda su vida por mí, la
salvará”. (Lucas 9, 18-24)

El pasaje evangélico de este domingo nos


llama una vez más a confrontarnos, por así
decirlo, “cara a cara” con Jesús.

En uno de los raros momentos tranquilos en


los que se encuentra solo con sus discípulos,
Jesús les pregunta: “¿Quién dice la gente que
soy yo?” (v. 18). Y ellos responden: “Unos
dicen que Juan el Bautista; otros, que Elías;
otros que un profeta de los antiguos que ha
resucitado” (v. 19).

Por lo tanto la gente apreciaba a Jesús y lo


consideraba un gran profeta, pero aún no era
consciente de su verdadera identidad, es
decir que él fuera el Mesías, el Hijo de Dios
enviado por el Padre para la salvación de
todos.

Jesús, entonces, se dirige directamente a los


apóstoles - porque es esto lo que más le
interesa - y pregunta: “Y ustedes, ¿quién
dicen que soy yo?”. E inmediatamente en
nombre de todos, Pedro responde: “El Cristo
de Dios” (v. 20), es decir: Tú eres el Mesías,
el Consagrado de Dios, mandado por Él para
salvar a su pueblo según la Alianza y la
promesa.
Así Jesús se da cuenta que los Doce, y en
particular Pedro, han recibido del Padre el
don de la fe; y por esto comienza a hablar
abiertamente - así dice el Evangelio:
“abiertamente” - de lo que le esperaba en
Jerusalén: “El Hijo del hombre – dice - debe
sufrir mucho, y ser reprochado por los
ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas, ser matado y resucitar al tercer día”
(v. 22).

Esas mismas preguntas se nos vuelven a


proponer a cada uno de nosotros: “¿Quién es
Jesús para la gente de nuestro tiempo?”...
Pero la otra es más importante: “¿Quién es
Jesús para cada uno de nosotros?”... Para mí,
para ti... ¿Quién es Jesús para cada uno de
nosotros?...

Estamos llamados a hacer de la respuesta de


Pedro nuestra respuesta, profesando con
gozo que Jesús es el Hijo de Dios, la Palabra
eterna del Padre que se ha hecho hombre
para redimir a la humanidad, derramando en
ella la abundancia de la misericordia divina.
El mundo tiene hoy más que nunca necesidad
de Cristo, de su salvación, de su amor
misericordioso.

Muchas personas perciben un vacío a su


alrededor y dentro de sí - quizá, algunas
veces, también nosotros -; otros viven en la
inquietud y la incertidumbre a causa de la
precariedad y los conflictos. Todos tenemos
necesidad de respuestas adecuadas a
nuestras preguntas, a nuestros interrogantes
concretos. En Cristo, sólo en él, es posible
encontrar la paz verdadera y el cumplimiento
de toda aspiración humana. Jesús conoce el
corazón del hombre como ninguno. Por esto
lo puede sanar, dándole vida y consuelo.

Después de haber concluido el diálogo con


los Apóstoles, Jesús se dirige a todos
diciendo: “Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada
día y sígame” (v. 23).

No se trata de una cruz ornamental, o de una


cruz ideológica, sino que es la cruz del propio
deber, la cruz del sacrificarse por los demás
con amor - por los padres, los hijos, la familia,
los amigos, también por los enemigos- , la
cruz de la disponibilidad para ser solidarios
con los pobres, para comprometernos con la
justicia y la paz.

Asumiendo esta actitud, estas cruces,


siempre se pierde algo. Pero no debemos
olvidar jamás que “quien pierde la propia vida
- por Cristo -, la salvará” (v. 24). Es un perder
para ganar.

Y recordamos a todos nuestros hermanos que


aún hoy ponen en práctica estas palabras de
Jesús, ofreciendo su tiempo, su trabajo, su
propia fatiga y hasta su vida para no renegar
de su fe en Cristo.

Jesús, mediante su Espíritu Santo, nos da la


fuerza para ir hacia adelante en el camino de
la fe y del testimonio: actuar de acuerdo con
lo que creemos; no decir una cosa y hacer
otra.

Y en este camino la Virgen siempre está


cerca nuestro y nos precede; dejémonos
tomar de la mano por ella, cuando
atravesamos los momentos más oscuros y
difíciles.

Papa Francisco
(Ángelus 19/06/2016)

*****
En el Evangelio de este domingo resuena una
de las palabras más incisivas de Jesús: “El
que quiera salvar su vida la perderá; pero el
que pierda su vida por mi causa la salvará” (v.
24).

Hay aquí una síntesis del mensaje de Cristo,


y está expresado con una paradoja muy
eficaz, que nos permite conocer su modo de
hablar, casi nos hace percibir su voz...

Pero, ¿qué significa “perder la vida a causa


de Jesús”?...

Esto puede realizarse de dos modos:


explícitamente confesando la fe o
implícitamente defendiendo la verdad.

Los mártires son el máximo ejemplo del


perder la vida por Cristo. En dos mil años son
una multitud inmensa los hombres y las
mujeres que sacrificaron la vida por
permanecer fieles a Jesucristo y a su
Evangelio. Y hoy, en muchas partes del
mundo, hay muchos, muchos, muchos
mártires - más que en los primeros siglos -,
que dan la propia vida por Cristo y son
conducidos a la muerte por no negar a
Jesucristo.

Esta es nuestra Iglesia. Hoy tenemos más


mártires que en los primeros siglos. Pero está
también el martirio cotidiano, que no comporta
la muerte pero que también es un “perder la
vida” por Cristo, realizando el propio deber
con amor, según la lógica de Jesús, la lógica
del don, del sacrificio.

Pensemos: cuántos padres y madres, cada


día, ponen en práctica su fe ofreciendo
concretamente la propia vida por el bien de la
familia. Pensemos en ellos.

Cuántos sacerdotes, religiosos, religiosas


desempeñan con generosidad su servicio por
el Reino de Dios.
Cuántos jóvenes renuncian a los propios
intereses para dedicarse a los niños, a los
discapacitados, a los ancianos... También
ellos son mártires. Mártires cotidianos,
mártires de la cotidianidad.

Y luego existen muchas personas, cristianos y


no cristianos, que “pierden la propia vida” por
la verdad. Cristo dijo “Yo soy la Verdad”, por
lo tanto quien sirve a la verdad sirve a Cristo.

Una de estas personas, que dio la vida por la


verdad, es Juan el Bautista: precisamente
mañana, 24 de junio, es su fiesta grande, la
solemnidad de su nacimiento.

Juan fue elegido por Dios para preparar el


camino a Jesús, y lo indicó al pueblo de Israel
como el Mesías, el Cordero de Dios que quita
el pecado del mundo (Juan 1, 29). Juan se
consagró totalmente a Dios y a su enviado,
Jesús. Pero, al final, ¿qué sucedió? Murió por
causa de la verdad, cuando denunció el
adulterio del rey Herodes y Herodías.

¡Cuántas personas pagan a caro precio su


compromiso con la verdad!

Cuántos hombres rectos prefieren ir a


contracorriente, con tal de no negar la voz de
la conciencia, la voz de la verdad. Personas
rectas, que no tienen miedo de ir a
contracorriente. Y nosotros, no debemos
tener miedo.

Entre ustedes hay muchos jóvenes. A ustedes


jóvenes les digo: No tengan miedo de ir a
contracorriente, cuando nos quieren robar la
esperanza, cuando nos proponen estos
valores que están pervertidos, valores como
el alimento en mal estado, y cuando el
alimento está en mal estado, nos hace mal.
Estos valores nos hacen mal. ¡Debemos ir a
contracorriente!

Y ustedes jóvenes, son los primeros: Vayan a


contracorriente y tengan este orgullo de ir
precisamente a contracorriente. ¡Adelante,
sean valientes y vayan a contracorriente! ¡Y
estén orgullosos de hacerlo!

Queridos amigos, acojamos con alegría esta


palabra de Jesús. Es una norma de vida
propuesta a todos.

Que san Juan Bautista nos ayude a ponerla


por obra.

Por este camino nos precede, como siempre,


nuestra Madre, María santísima: ella perdió
su vida por Jesús, hasta la Cruz, y la recibió
en plenitud, con toda la luz y la belleza de la
Resurrección.

Que María nos ayude a hacer cada vez más


nuestra, la lógica del Evangelio.

Papa Francisco
(Ángelus 23/06/2013)
24. JESÚS SE TRANSFIGURA
EN EL MONTE TABOR
(Lucas 9, 28-36)

Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió


a la montaña para orar.
Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y
sus vestiduras se volvieron de una blancura
deslumbrante. Y dos hombres conversaban
con él: eran Moisés y Elías, que aparecían
revestidos de gloria y hablaban de la partida
de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros tenían mucho
sueño, pero permanecieron despiertos, y
vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres
que estaban con él.
Mientras estos se alejaban, Pedro dijo a
Jesús: “Maestro, ¡qué bien estamos aquí!
Hagamos tres carpas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías”. Él no sabía lo que
decía.
Mientras hablaba, una nube los cubrió con su
sombra y al entrar en ella, los discípulos se
llenaron de temor.
Desde la nube se oyó entonces una voz que
decía: “Este es mi Hijo, el Elegido,
escúchenlo”. Y cuando se oyó la voz, Jesús
estaba solo.
Los discípulos callaron y durante todo ese
tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto.
(Lucas 9, 28-36)

En este segundo domingo de Cuaresma, la


liturgia nos hace contemplar el evento de la
Transfiguración, en el que Jesús concede a
los discípulos, Pedro, Santiago y Juan,
saborear la gloria de la Resurrección: un
resquicio del cielo en la tierra.

El evangelista Lucas nos muestra a Jesús


transfigurado en el monte, que es el lugar de
la luz, símbolo fascinante de la singular
experiencia reservada a los tres apóstoles.

Ellos suben con el Maestro a la montaña, lo


ven sumergirse en la oración, y en un
determinado momento, “su rostro cambió de
aspecto” (v. 29). Habituados a verle
cotidianamente con los simples rasgos de su
humanidad, ante aquel nuevo esplendor, que
envuelve toda su persona, se quedan
maravillados.
Y junto a Jesús aparecen Moisés y Elías, que
hablan con él de su próximo “éxodo”, es decir,
de su Pascua de muerte y resurrección. Es
una anticipación de la Pascua. Entonces
Pedro exclama: “Maestro, que bien se está
aquí” (v. 33). Quisiera que aquel momento de
gracia no acabara jamás.

La Transfiguración se cumple en un momento


bien preciso de la misión de Jesús, es decir,
después de que él ha confiado a los
discípulos que deberá “sufrir mucho, [...] ser
asesinado y resucitar al tercer día” (v. 21).

Jesús sabe que ellos no aceptan esta realidad


- la realidad de la cruz, la realidad de la
muerte de Jesús -, y entonces quiere
prepararles para soportar el escándalo de la
pasión y de la muerte de cruz, porque
sabemos que este es el camino por el que el
Padre celestial hará llegar a la gloria a su
Hijo, resucitándolo de entre los muertos.

Y este será también el camino de los


discípulos: ninguno llega a la vida eterna si no
es siguiendo a Jesús, llevando la propia cruz
en la vida terrenal.
Cada uno de nosotros, tiene su propia cruz. El
Señor nos hace ver el final de este recorrido
que es la Resurrección, la belleza, llevando la
propia cruz.

Por lo tanto, la Transfiguración de Jesús nos


muestra la prospectiva cristiana del
sufrimiento.

No es un sado-masoquismo el sufrimiento: es
un pasaje necesario pero transitorio. El punto
de llegada al que estamos llamados es
luminoso como el rostro de Jesús
transfigurado: en él está la salvación, la
beatitud, la luz, el amor de Dios sin límites.

Mostrando así su gloria, Jesús nos asegura


que la cruz, las pruebas, las dificultades con
las que nos enfrentamos tienen su solución y
quedan superadas en la Pascua.

Por ello, en esta Cuaresma, subamos también


al monte con Jesús. ¿Pero de qué modo?...
Con la oración.
Subamos al monte con la oración: la oración
silenciosa, la oración del corazón, la oración
siempre buscando al Señor.

Permanezcamos algún momento en


recogimiento; cada día un poquito; fijemos la
mirada interior en su rostro y dejemos que su
luz nos invada y se irradie en nuestra vida.

El evangelista Lucas insiste en el hecho de


que Jesús se transfiguró “mientras oraba” (v.
29). Se había sumergido en un coloquio
íntimo con el Padre, en el que resonaban
también la Ley y los profetas - Moisés y Elías
- y mientras se adhería con todo su ser a la
voluntad de salvación del Padre, incluida la
cruz, la gloria de Dios lo invadió
transparentándose también externamente.

Es así, hermanos y hermanas: Cuántas veces


hemos encontrado personas que iluminan,
que emanan luz de los ojos, que tienen una
mirada luminosa. Rezan, y la oración hace
esto: nos hace luminosos con la luz del
Espíritu Santo.
Continuemos con alegría nuestro camino
cuaresmal. Demos espacio a la oración y a la
Palabra de Dios, que abundantemente la
Liturgia nos propone en estos días.

Que la Virgen María nos enseñe a


permanecer con Jesús, incluso cuando no lo
entendemos y no lo comprendemos. Porque
solo permaneciendo con él veremos su gloria.

Papa Francisco
(Ángelus 17/03/2019)
25. JESÚS SUBE A JERUSALÉN
CON SUS DISCÍPULOS
(Lucas 9, 51-62)

Cuando estaba por cumplirse el tiempo de su


elevación al cielo, Jesús se encaminó
decididamente hacia Jerusalén y envió
mensajeros delante de él. Ellos partieron y
entraron en un pueblo de Samaría para
prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron
porque se dirigía a Jerusalén.
Cuando sus discípulos Santiago y Juan vieron
esto, le dijeron: “Señor, ¿quieres que
mandemos caer fuego del cielo para
consumirlos?” Pero él se dio vuelta y los
reprendió. Y se fueron a otro pueblo.
Mientras iban caminando, alguien le dijo a
Jesús: “¡Te seguiré adonde vayas!” Jesús le
respondió: “Los zorros tienen sus cuevas y las
aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del
hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”.
Y dijo a otro: “Sígueme”. Él respondió:
“Permíteme que vaya primero a enterrar a mi
padre”. Pero Jesús le respondió: “Deja que
los muertos entierren a sus muertos; tú ve a
anunciar el Reino de Dios”.
Otro le dijo: “Te seguiré, Señor, pero
permíteme antes despedirme de los míos”.
Jesús le respondió: “El que ha puesto la mano
en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el
Reino de Dios”. (Lucas 9, 51- 62)

El Evangelio de este domingo nos muestra un


paso muy importante en la vida de Jesús: el
momento en el que - como escribe san Lucas
- “Jesús tomó la firme decisión de caminar a
Jerusalén” (v. 51).

Jerusalén es la meta final, donde Jesús, en su


última Pascua, debe morir y resucitar, y así
llevar a cumplimiento su misión de salvación.
Desde ese momento, después de esa “firme
decisión”, Jesús se dirige a la meta, y también
a las personas que encuentra en su camino y
que le piden seguirle les dice claramente
cuáles son las condiciones: no tener una
morada estable, saberse desprender de los
afectos humanos, no ceder a la nostalgia del
pasado.

Pero Jesús dice también a sus discípulos,


encargados de precederle en el camino hacia
Jerusalén para anunciar su paso, que no
impongan nada: si no hallan disponibilidad
para acogerle, deben proseguir, ir adelante.

Jesús no se impone nunca, Jesús es humilde,


Jesús invita: “Si quieres, ven”. La humildad de
Jesús es así. Él invita siempre, no impone.

Todo esto nos hace pensar. Nos dice, por


ejemplo, la importancia que, también para
Jesús, tuvo la conciencia: escuchar en su
corazón la voz del Padre y seguirla.

Jesús, en su existencia terrena, no estaba,


por así decirlo, “teledirigido”: era el Verbo
encarnado, el Hijo de Dios hecho hombre, y
en cierto momento tomó la firme decisión de
subir a Jerusalén por última vez; una decisión
tomada en su conciencia, pero no solo: ¡junto
al Padre, en plena unión con Él!

Jesús decidió en obediencia al Padre, en


escucha profunda, íntima, de su voluntad. Y
por esto la decisión era firme, porque estaba
tomada junto al Padre. Y en el Padre Jesús
encontraba la fuerza y la luz para su camino.

Y Jesús era libre; en aquella decisión era


libre.
Jesús nos quiere a los cristianos libres como
él, con esa libertad que viene del diálogo con
el Padre, del diálogo con Dios.

Jesús no quiere ni cristianos egoístas - que


siguen el propio yo, no hablan con Dios -, ni
cristianos débiles - cristianos que no tienen
voluntad, cristianos “teledirigidos”, incapaces
de creatividad, que buscan siempre
conectarse a la voluntad de otro y no son
libres -.

Jesús nos quiere libres, ¿y esta libertad


dónde se hace, donde se consigue?... En el
diálogo con Dios en la propia conciencia. Si
un cristiano no sabe hablar con Dios, no sabe
oír a Dios en la propia conciencia, no es libre,
no es libre.

Por ello debemos aprender a oír más nuestra


conciencia. Pero ¡cuidado! Esto no significa
seguir al propio yo, hacer lo que me interesa,
lo que me conviene, lo que me apetece... ¡No
es esto!... La conciencia es el espacio interior
de la escucha de la verdad, del bien, de la
escucha de Dios; es el lugar interior de mi
relación con Él, que habla a mi corazón y me
ayuda a discernir, a comprender el camino
que debo recorrer, y una vez tomada la
decisión, debo seguir adelante y permanecer
fiel.

Hemos tenido un ejemplo maravilloso de


cómo es esta relación con Dios en la propia
conciencia; un ejemplo reciente maravilloso.
El Papa Benedicto XVI nos dio este gran
ejemplo cuando el Señor le hizo entender, en
la oración, cuál era el paso que debía dar.

Con gran sentido de discernimiento y valor,


siguió su conciencia, esto es, la voluntad de
Dios que hablaba a su corazón. Y este
ejemplo de nuestro padre nos hizo mucho
bien a todos nosotros, como un ejemplo a
seguir.

La Virgen, con gran sencillez, escuchaba y


meditaba en lo íntimo de sí misma la Palabra
de Dios y lo que sucedía a Jesús. Siguió a su
Hijo con íntima convicción, con firme
esperanza.

Que María nos ayude a ser cada vez más


hombres y mujeres de conciencia, libres en la
conciencia, porque es en la conciencia donde
se da el diálogo con Dios; hombres y mujeres
capaces de escuchar la voz de Dios y de
seguirla con decisión.

Papa Francisco
(Ángelus 30/06/2013)

*****

En el Evangelio de hoy, san Lucas comienza


el relato del último viaje de Jesús a Jerusalén,
que terminará en el capítulo 19. Es una larga
marcha no sólo geográfica sino espiritual y
teológica hacia el cumplimiento de la misión
del Mesías.

La decisión de Jesús es radical y total, y los


que le siguen están llamados a medirse con
ella.

El evangelista nos presenta hoy a tres


personajes - tres casos de vocación,
podríamos decir - que ponen de relieve lo que
se pide a quien quiere seguir a Jesús hasta el
final, totalmente.
El primer personaje le promete: “Te seguiré
adondequiera que vayas” (v. 57). ¡Generoso!
Pero Jesús responde que el Hijo del Hombre,
a diferencia de los zorros que tienen guaridas
y los pájaros que tienen nidos, “no tiene
donde reclinar la cabeza” (v. 58). La pobreza
absoluta de Jesús.

Jesús, en efecto, ha dejado la casa de su


padre y renunciado a toda seguridad para
anunciar el Reino de Dios a las ovejas
perdidas de su pueblo. Así, Jesús nos indica
a nosotros, sus discípulos, que nuestra misión
en el mundo no puede ser estática, sino que
es itinerante.

El cristiano es un itinerante. La Iglesia por su


naturaleza está en movimiento, no es
sedentaria y no se queda tranquila en su
propio recinto. Está abierta a los horizontes
más amplios, enviada - ¡la Iglesia es enviada!
- a llevar el Evangelio a los caminos y llegar a
las periferias humanas y existenciales. Este
es el primer personaje.

El segundo personaje con el que Jesús se


encuentra recibe la llamada directamente de
Jesús, pero responde: “Señor, déjame que
vaya primero a enterrar a mi padre” (v. 59). Es
una petición legítima, basada en el
mandamiento de honrar al padre y a la madre
(Éxodo 20, 12). Sin embargo, Jesús contesta:
“Deja que los muertos entierren a sus
muertos” (v. 60).

Con estas palabras, deliberadamente


provocadoras, Jesús tiene la intención de
reafirmar la primacía del seguimiento y la
proclamación del Reino de Dios, incluso por
encima de las realidades más importantes,
como la familia.

La urgencia de comunicar el Evangelio, que


rompe la cadena de la muerte e inaugura la
vida eterna, no admite retrasos, sino que
requiere inmediatez y disponibilidad. Por lo
tanto, la Iglesia es itinerante, y aquí la Iglesia
es decidida, actúa con prontitud, en el
momento, sin esperar.

El tercer personaje también quiere seguir a


Jesús pero con una condición, lo hará
después de haber ido a despedirse de sus
parientes. Y esto es lo que escucha decir al
Maestro: “Nadie que pone la mano en el
arado y mira hacia atrás, es apto para el
Reino de Dios” (v. 62). Seguir a Jesús excluye
las nostalgias y las miradas hacia atrás, y
requiere la virtud de la decisión.

La Iglesia, para seguir a Jesús, es itinerante,


actúa con prontitud, deprisa y decidida.

El valor de estas tres condiciones puestas por


Jesús - itinerancia, prontitud y decisión - no
radica en una serie de “noes” a las cosas
buenas e importantes de la vida. El acento,
más bien, hay que ponerlo, en el objetivo
principal: ¡convertirse en discípulo del Señor!

Una elección libre y consciente, hecha por


amor, para corresponder a la gracia
inestimable de Dios, y no un modo de
promoverse a sí mismo.

¡Esto es triste! ¡Ay de los que piensan seguir


a Jesús para promoverse!, es decir, para
hacer carrera, para sentirse importantes o
adquirir un puesto de prestigio. Jesús nos
quiere apasionados por él y por el Evangelio.
Una pasión del corazón que se traduce en
gestos concretos de proximidad, de cercanía
a los hermanos más necesitados, de acogida
y cuidados. Precisamente como vivió él.

¡Que la Virgen María, icono de la Iglesia en


camino, nos ayude a seguir con alegría al
Señor Jesús y a anunciar a nuestros
hermanos y hermanas, con renovado amor, la
Buena Nueva de la salvación!

Papa Francisco
(Ángelus 30/06/2019)
26. JESÚS ENVÍA
A LOS SETENTA Y DOS DISCÍPULOS
(Lucas 10, 1-12.17-20)

El Señor designó a otros setenta y dos,


además de los Doce, y los envió de dos en
dos para que lo precedieran en todas las
ciudades y sitios adonde él debía ir. Y les dijo:
“La cosecha es abundante, pero los
trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de
los sembrados que envíe trabajadores para la
cosecha.
¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio
de lobos. No lleven dinero, ni provisiones, ni
calzado, y no se detengan a saludar a nadie
por el camino.
Al entrar en una casa, digan primero: "¡Que
descienda la paz sobre esta casa!" Y si hay
allí alguien digno de recibirla, esa paz
reposará sobre él; de lo contrario, volverá a
ustedes.
Permanezcan en esa misma casa, comiendo
y bebiendo de lo que haya, porque el que
trabaja merece su salario. No vayan de casa
en casa.
En las ciudades donde entren y sean
recibidos, coman lo que les sirvan; curen a
sus enfermos y digan a la gente: "El Reino de
Dios está cerca de ustedes".
Pero en todas las ciudades donde entren y no
los reciban, salgan a las plazas y digan:
"¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha
adherido a nuestros pies, lo sacudimos sobre
ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de
Dios está cerca". Les aseguro que en aquel
Día, Sodoma será tratada menos
rigurosamente que esa ciudad”.
Los setenta y dos volvieron y le dijeron llenos
de gozo: “Señor, hasta los demonios se nos
someten en tu Nombre”.
Él les dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo
como un rayo. Les he dado poder para
caminar sobre serpientes y escorpiones y
para vencer todas las fuerzas del enemigo; y
nada podrá dañarlos. No se alegren, sin
embargo, de que los espíritus se les sometan;
alégrense más bien de que sus nombres
estén escritos en el cielo”. (Lucas 10, 1-12.17-
20)

El Evangelio de este domingo nos habla


precisamente del hecho de que Jesús no es
un misionero aislado, no quiere realizar solo
su misión, sino que implica a sus discípulos. Y
hoy vemos que, además de los Doce
apóstoles, llama a otros setenta y dos, y los
envía a las aldeas, de dos en dos, a anunciar
que el Reino de Dios está cerca. ¡Esto es muy
hermoso!

Jesús no quiere obrar solo. Vino a traer al


mundo el amor de Dios y quiere difundirlo con
el estilo de la comunión, con el estilo de la
fraternidad. Por ello forma inmediatamente
una comunidad de discípulos, que es una
comunidad misionera. Inmediatamente los
entrena para la misión, para ir, para salir.

Pero atención: el fin no es socializar, pasar el


tiempo juntos; no, la finalidad es anunciar el
Reino de Dios, ¡y esto es urgente! También
hoy es urgente. No hay tiempo que perder en
habladurías, no es necesario esperar el
consenso de todos, hay que ir y anunciar.

La paz de Jesús se lleva a todos, y si no la


acogen, se sigue igualmente adelante.

A los enfermos se lleva la curación, porque


Dios quiere curar al hombre de todo mal.
¡Cuántos misioneros hacen esto! Siembran
vida, salud, consuelo en la periferias del
mundo. ¡Qué bello es esto! No vivir para sí
mismo, no vivir para sí misma, sino vivir para
ir a hacer el bien.

Hay tantos jóvenes hoy en la Plaza: piensen


en esto, pregúntense: ¿Jesús me llama a ir, a
salir de mí para hacer el bien?... A ustedes,
jóvenes, a ustedes muchachos y muchachas
les pregunto: ustedes, ¿son valientes para
esto, tienen la valentía de escuchar la voz de
Jesús?... ¡Es hermoso ser misioneros!

Estos setenta y dos discípulos, que Jesús


envía delante de él, ¿quiénes son?... ¿A
quién representan?...

Si los Doce son los Apóstoles, y por lo tanto


representan también a los obispos, sus
sucesores, estos setenta y dos pueden
representar a los demás ministros ordenados,
presbíteros y diáconos; pero en sentido más
amplio podemos pensar en los demás
ministerios en la Iglesia, en los catequistas,
en los fieles laicos que se comprometen en
las misiones parroquiales, en quien trabaja
con los enfermos, con las diversas formas de
necesidad y de marginación; pero siempre
como misioneros del Evangelio, con la
urgencia del Reino que está cerca.

Todos deben ser misioneros, todos pueden


escuchar la llamada de Jesús y seguir
adelante y anunciar el Reino.

Dice el Evangelio que estos setenta y dos


regresaron de su misión llenos de alegría,
porque habían experimentado el poder del
Nombre de Cristo contra el mal. Jesús lo
confirma: a estos discípulos él les da la fuerza
para vencer al maligno. Pero agrega: “No
estén alegres porque se les someten los
espíritus; estén alegres porque sus nombres
están escritos en el cielo” (v. 20).

No debemos gloriarnos como si fuésemos


nosotros los protagonistas: el protagonista es
uno solo, ¡es el Señor! Protagonista es la
gracia del Señor. Él es el único protagonista.
Nuestra alegría es sólo esta: ser sus
discípulos, sus amigos.

Que la Virgen nos ayude a ser buenos


obreros del Evangelio.
Queridos amigos, ¡la alegría! No tengan
miedo de ser alegres. No tengan miedo a la
alegría. La alegría que nos da el Señor
cuando lo dejamos entrar en nuestra vida.
Dejemos que él entre en nuestra vida y nos
invite a salir de nosotros, a las periferias de la
vida, y allí anunciar el Evangelio. No tengan
miedo a la alegría. ¡Alegría y valentía!

Papa Francisco
(Ángelus 7/07/2013)

*****

La página evangélica de hoy, tomada del


décimo capítulo del Evangelio de Lucas nos
hace comprender cuán necesario es invocar a
Dios “el Señor de la mies, para que envíe
obreros para su mies”. Estos “obreros” de los
que habla Jesús son los misioneros del Reino
de Dios, a los que él mismo llamaba y
enviaba “de dos en dos para que lo
precedieran en todas las ciudades y sitios
adonde él debía ir”.

Su tarea es anunciar un mensaje de salvación


dirigido a todos. Los misioneros anuncian
siempre un mensaje de salvación para todos;
no sólo lo hacen los misioneros que van a
tierras lejanas, sino también nosotros,
misioneros cristianos que decimos una
palabra buena de salvación. Y éste es el don
que nos da Jesús con el Espíritu Santo. Este
anuncio es el de decir: “El Reino de Dios está
cerca de ustedes”.

En efecto, Jesús ha “acercado” a Dios a


nosotros; en Jesús, Dios reina en medio de
nosotros, su amor misericordioso vence el
pecado y la miseria humana. Y ésta es la
Buena Noticia que los “obreros” deben llevar
a todos: un mensaje de esperanza y de
consolación, de paz y de caridad.

Jesús, cuando envía a sus discípulos para


que lo precedan en las aldeas, les
recomienda: “Digan primero: “¡Que descienda
la paz sobre esta casa!”… “Curen a sus
enfermos”...

Todo ello quiere decir que el Reino de Dios se


construye día a día y ofrece ya en esta tierra
sus frutos de conversión, de purificación, de
amor y de consolación entre los hombres. ¡Es
una cosa linda! Construir día tras día este
Reino de Dios que se va haciendo. No
destruir, construir.

¿Con qué espíritu el discípulo de Jesús


deberá desarrollar esta misión?... Ante todo,
deberá tener conciencia de la realidad difícil y
a veces hostil que le espera. Jesús no ahorra
palabras sobre esto. Jesús dice: “Yo los envío
como a ovejas en medio de lobos”.

Clarísimo. La hostilidad que está desde


siempre, desde el comienzo de las
persecuciones de los cristianos, porque Jesús
sabe que la misión está obstaculizada por la
obra del maligno. Por ello, el obrero del
Evangelio se esforzará en estar libre de
condicionamientos humanos de todo tipo, “no
llevando ni dinero, ni alforja, ni calzado”, como
ha recomendado Jesús, para confiar sólo en
el poder de la Cruz de Cristo.

Ello significa abandonar todo motivo de


vanagloria personal, de arribismo, de fama,
de poder, y ser instrumentos humildes de la
salvación obrada por el sacrificio de Jesús.
La misión del cristiano en el mundo es una
misión estupenda, es una misión destinada a
todos, una misión de servicio sin excluir a
nadie; requiere mucha generosidad y sobre
todo elevar la mirada y el corazón, para
invocar la ayuda del Señor.

Hay tanta necesidad de cristianos que


testimonien con alegría el Evangelio en la
vida de cada día.

Los discípulos enviados por Jesús “volvieron


llenos de alegría”. Cuando hacemos esto, el
corazón se llena de alegría. Y esta expresión
me hace pensar en cómo se alegra la Iglesia,
cuando sus hijos reciben la Buena Noticia
gracias a la dedicación de tantos hombres y
mujeres que cotidianamente anuncian el
Evangelio: sacerdotes, esos buenos párrocos
que todos conocemos, religiosas,
consagradas, misioneras, misioneros... Y me
pregunto, escuchen la pregunta: ¿cuántos de
ustedes jóvenes, que ahora están presentes,
hoy, en la plaza, sienten la llamada del Señor
para seguirlo?...

¡No tengan miedo! Sean valientes y lleven a


los otros esta antorcha del celo apostólico que
nos ha sido dada por estos ejemplares
discípulos.

Roguemos al Señor, por intercesión de la


Virgen María, para que no falten nunca en la
Iglesia corazones generosos, que trabajen
para llevar a todos el amor y la ternura del
Padre celestial.

Papa Francisco
(Ángelus 3/07/2016)
27. EL MANDAMIENTO DEL AMOR
PARÁBOLA DEL BUEN SAMARITANO
(Lucas 10, 25-37)

Un doctor de la Ley se levantó y le preguntó a


Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué
tengo que hacer para heredar la Vida eterna?”
Jesús le preguntó a su vez: “¿Qué está
escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”
Él le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma, con
todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu
prójimo como a ti mismo”.
“Has respondido exactamente, - le dijo Jesús
-; obra así y alcanzarás la vida”.
Pero el doctor de la Ley, para justificar su
intervención, le hizo esta pregunta: “¿Y quién
es mi prójimo?”
Jesús volvió a tomar la palabra y le respondió:
“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y
cayó en manos de unos ladrones, que lo
despojaron de todo, lo hirieron y se fueron,
dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba
por el mismo camino un sacerdote: lo vio y
siguió de largo. También pasó por allí un
levita: lo vio y siguió su camino. Pero un
samaritano que viajaba por allí, al pasar junto
a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó
y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite
y vino; después lo puso sobre su propia
montura, lo condujo a un albergue y se
encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó
dos denarios y se los dio al dueño del
albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes
de más, te lo pagaré al volver".
¿Cuál de los tres te parece que se portó como
prójimo del hombre asaltado por los
ladrones?”
“El que tuvo compasión de él”, le respondió el
doctor.
Y Jesús le dijo: “Ve, y procede tú de la misma
manera” (Lucas 10, 25-37).

El Evangelio de hoy - estamos en el capítulo


10 de Lucas - es la famosa parábola del buen
samaritano.

¿Quién era este hombre?... Era una persona


cualquiera, que bajaba de Jerusalén hacia
Jericó por el camino que atravesaba el
desierto de Judea. Poco antes, por ese
camino, un hombre había sido asaltado por
bandidos, le robaron, lo golpearon y lo
abandonaron medio muerto.
Antes del samaritano pasaron un sacerdote y
un levita, es decir, dos personas relacionadas
con el culto del Templo del Señor. Vieron al
pobrecillo, pero siguieron su camino sin
detenerse. En cambio el samaritano, cuando
vio a ese hombre, “sintió compasión” (v. 33),
dice el Evangelio.

Se acercó, le vendó las heridas, poniendo


sobre ellas un poco de aceite y de vino; luego
lo cargó sobre su cabalgadura, lo llevó a un
albergue y pagó el hospedaje por él... En
definitiva, se hizo cargo de él: es el ejemplo
del amor al prójimo.

Pero, ¿por qué Jesús elige a un samaritano


como protagonista de la parábola?... Porque
los samaritanos eran despreciados por los
judíos, por las diversas tradiciones religiosas
que ellos seguían. Sin embargo, Jesús
muestra que el corazón de ese samaritano es
bueno y generoso y que - a diferencia del
sacerdote y del levita - él pone en práctica la
voluntad de Dios, que quiere la misericordia
más que los sacrificios (cfr. Marcos 12, 33).
Dios siempre quiere la misericordia y no la
condena hacia los demás. Quiere la
misericordia del corazón, porque Él es
misericordioso y sabe comprender bien
nuestras miserias, nuestras dificultades y
también nuestros pecados.

A todos, Dios nos da este corazón


misericordioso. El Samaritano hace
precisamente esto: imita la misericordia de
Dios, la misericordia hacia quien está
necesitado.

Un hombre que vivió plenamente este


Evangelio del buen samaritano es el santo
que recordamos hoy: san Camilo de Lellis,
fundador de los Ministros de los enfermos,
patrono de los enfermos y de los agentes
sanitarios.

San Camilo murió el 14 de julio de 1614:


precisamente hoy se abre su IV centenario,
que culminará dentro de un año.

Saludo con gran afecto a todos los hijos y las


hijas espirituales de san Camilo, que viven su
carisma de caridad en contacto cotidiano con
los enfermos. ¡Sean como él, buenos
samaritanos! Y también a los médicos,
enfermeros y a todos aquellos que trabajan
en los hospitales y en las residencias, deseo
que les anime ese mismo espíritu.

Confiamos esta intención a la intercesión de


María Santísima.

Papa Francisco
(Ángelus 14/07/2013)

*****

Hoy el Evangelio presenta la famosa parábola


del “buen samaritano”.

Cuando un doctor de la Ley le pregunta a


Jesús qué era necesario para heredar la vida
eterna, Jesús lo invita a encontrar la
respuesta en las Escrituras y le dice: “Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu
mente, y a tu prójimo como a ti mismo” (v.
27). Sin embargo, había diferentes
interpretaciones de quién debía ser entendido
como “prójimo”.
En efecto, ese hombre vuelve a preguntar:
“¿Y quién es mi prójimo?” (v. 29).

En ese momento, Jesús responde con la


parábola, esta bella parábola: invito a todos a
leer hoy el Evangelio, Evangelio de Lucas,
capítulo 10, versículo 25 hasta el 37. Es una
de las parábolas más hermosas del
Evangelio.

Y esta parábola se ha convertido en


paradigmática de la vida cristiana. Se ha
convertido en el modelo de cómo debe actuar
un cristiano. Gracias al evangelista Lucas,
tenemos este tesoro.

El protagonista de esta breve historia es un


samaritano, que encuentra en el camino a un
hombre atracado y golpeado por los
salteadores y lo toma bajo su cuidado.

Sabemos que los judíos trataban a los


samaritanos con desprecio, considerándolos
extraños al pueblo elegido. Por lo tanto, no es
una coincidencia que Jesús eligiera a un
samaritano como personaje positivo en la
parábola. De esta manera, quiere superar los
prejuicios, mostrando que incluso un
extranjero, incluso uno que no conoce al
verdadero Dios y no va a su templo, puede
comportarse según su voluntad, sintiendo
compasión por su hermano necesitado y
ayudándolo con todos los medios a su
alcance.

Por ese mismo camino, antes del samaritano,


ya habían pasado un sacerdote y un levita, es
decir, personas dedicadas al culto de Dios.
Pero, al ver al pobre hombre en el suelo,
habían proseguido su camino sin detenerse,
probablemente para no contaminarse con su
sangre. Habían antepuesto una norma
humana - no contaminarse con sangre -
vinculada con el culto, al gran mandamiento
de Dios, que ante todo quiere misericordia.

Jesús, por lo tanto, propone al samaritano


como modelo, ¡precisamente uno que no
tenía fe! También nosotros pensamos en
tantas personas que conocemos, quizás
agnósticas, que hacen el bien.

Jesús eligió como modelo a quien no era un


hombre de fe. Y este hombre, amando a su
hermano como a sí mismo, muestra que ama
a Dios con todo su corazón y con todas sus
fuerzas - ¡el Dios que no conocía! -, y al
mismo tiempo expresa verdadera religiosidad
y plena humanidad.

Después de contar esta hermosa parábola,


Jesús se vuelve hacia el doctor de la ley que
le había preguntado “¿Quién es mi
prójimo?”... Y le dice: “¿Quién de estos te
parece que fue prójimo del que cayó en
manos de los salteadores?” (v. 36). De esta
manera, invierte la pregunta de su interlocutor
y también la lógica de todos nosotros.

Nos hace entender que nosotros no somos


quienes, según nuestro criterio, definimos
quién es el prójimo y quién no, sino que es la
persona necesitada la que debe poder
reconocer quién es su prójimo, es decir, “el
que tuvo compasión de él” (v. 37).

Ser capaz de tener compasión: esta es la


clave. Esta es nuestra clave. Si no sientes
compasión ante una persona necesitada, si tu
corazón no se mueve, entonces algo está
mal. Ten cuidado, tengamos cuidado. No nos
dejemos llevar por la insensibilidad egoísta.

La capacidad de compasión se ha convertido


en la piedra de toque del cristiano, es más, de
la enseñanza de Jesús.

Jesús mismo es la compasión del Padre hacia


nosotros.

Si vas por la calle y ves a un hombre sin


domicilio fijo, tirado allí, y pasas sin mirarlo o
piensas: “Ya… ese es el efecto del vino. Es
un borracho”, no te preguntes si ese hombre
está borracho, pregúntate si tu corazón no se
ha endurecido, si tu corazón no se ha
convertido en hielo.

Esta conclusión indica que la misericordia por


una vida humana en estado de necesidad es
el verdadero rostro del amor. Así es como uno
se convierte en un verdadero discípulo de
Jesús y el rostro del Padre se manifiesta:
“Sean misericordiosos, como su Padre es
misericordioso» (cfr. Lucas 6,36).

Y Dios, nuestro Padre, es verdaderamente


misericordioso, porque tiene compasión; es
capaz de tener esta compasión, de acercarse
a nuestro dolor, a nuestro pecado, a nuestros
vicios, a nuestras miserias.

Que la Virgen María nos ayude a comprender


y, sobre todo, a vivir cada vez más el vínculo
inquebrantable que existe entre el amor a
Dios nuestro Padre y el amor concreto y
generoso a nuestros hermanos, y nos dé la
gracia de tener compasión y de crecer en
compasión

Papa Francisco
(Ángelus 14/07/2019)
28. JESÚS EN CASA
DE MARTA Y MARÍA
(Lucas 10, 38-42)

Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se


llamaba Marta lo recibió en su casa. Tenía
una hermana llamada María, que sentada a
los pies del Señor, escuchaba su Palabra.
Marta, que estaba muy ocupada con los
quehaceres de la casa, dijo a Jesús: “Señor,
¿no te importa que mi hermana me deje sola
con todo el trabajo? Dile que me ayude”.
Pero el Señor le respondió: “Marta, Marta, te
inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin
embargo, pocas cosas, o más bien, una sola
es necesaria. María eligió la mejor parte, que
no le será quitada” (Lucas 10, 38-42)

En el Evangelio de hoy, el evangelista Lucas


habla de Jesús que, mientras está de camino
hacia Jerusalén, entra en un pueblo y es
acogido en casa de las hermanas Marta y
María.

Ambas ofrecen acogida al Señor, pero lo


hacen de modo diverso. María se sienta a los
pies de Jesús y escucha su palabra ( v. 39),
en cambio Marta estaba totalmente absorbida
por las cosas que tiene que preparar; y en
esto le dice a Jesús: “Señor, ¿no te importa
que mi hermana me deje sola en el trabajo.
Dile, pues, que me ayude” (v. 40). Y Jesús le
responde “Marta, Marta, te preocupas y te
agitas por muchas cosas; y hay necesidad de
pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido
la parte buena, que no le será quitada» (vs.
41-42).

En su obrar hacendoso y de trabajo, Marta


corre el riesgo de olvidar - y este es el
problema –, lo más importante, es decir, la
presencia del huésped. Y al huésped no se le
sirve, nutre y atiende de cualquier manera. Es
necesario, sobre todo, que se le escuche.

Recuerden bien esta palabra: escuchar.


Porque al huésped se le acoge como
persona, con su historia, su corazón rico de
sentimientos y pensamientos, de modo que
pueda sentirse verdaderamente en familia.

Pero si tú acoges a un huésped en tu casa y


continúas haciendo cosas, le haces sentarse
ahí, mudo él y mudo tú, es como si fuera de
piedra: el huésped de piedra. No. Al huésped
se le escucha.

Ciertamente, la respuesta que Jesús da a


Marta - cuando le dice que una sola es la
cosa de la que tiene necesidad -, encuentra
su pleno significado en referencia a la
escucha de la palabra de Jesús mismo, esa
palabra que ilumina y sostiene todo lo que
somos y hacemos.

Si nosotros vamos a rezar - por ejemplo - ante


el Crucifijo, y hablamos, hablamos, hablamos
y después nos vamos, no escuchamos a
Jesús. No dejamos que él hable a nuestro
corazón.

Escuchar: esta es la palabra clave. No lo


olviden. Y no debemos olvidar que en la casa
de Marta y María, Jesús, antes que ser Señor
y Maestro, es peregrino y huésped.

Por lo tanto, la respuesta tiene este primer y


más importante significado: “Marta, Marta,
¿por qué te afanas tanto en hacer cosas para
el huésped hasta olvidar su presencia? - el
huésped de piedra -. Para acogerlo no son
necesarias muchas cosas; es necesaria una
sola cosa: escucharlo. Y escucharlo es
demostrarle una actitud fraterna, de modo que
se dé cuenta de que está en familia, y no en
un hotel provisional .

Así entendida, la hospitalidad, que es una de


las obras de misericordia, aparece
verdaderamente como una virtud humana y
cristiana, una virtud que en el mundo de hoy
corre el riesgo de ser descuidada. En efecto,
se multiplican los hospicios y asilos, pero no
siempre en estos ambientes se practica una
hospitalidad real. Se da vida a muchas
instituciones que atienden distintas formas de
enfermedad, de soledad, de marginación,
pero disminuye la probabilidad de que quien
es extranjero, refugiado, inmigrante, sea
escuchado y pueda contar a otros su dolorosa
historia.

Incluso en la propia casa, entre los propios


familiares puede suceder que haya fácilmente
servicios y curas de varios tipos más que de
escucha y acogida.

Hoy estamos absorbidos por el frenesí, por


tantos problemas - algunos de los cuales nos
parecen tan importantes -, que carecemos de
la capacidad de escuchar a los otros.

Y yo quisiera hacerles una pregunta, cada


uno responda en el propio corazón: tú,
marido, ¿tienes tiempo para escuchar a tu
mujer?... Y tú, mujer, ¿tienes tiempo para
escuchar a tu marido?... Ustedes padres,
¿tienen tiempo que “perder” para escuchar a
sus hijos, o a sus abuelos y a los ancianos?…

“Pero los abuelos dicen siempre las mismas


cosas, son aburridos…” - dicen algunos. Pero
tienen necesidad de ser escuchados.

Escuchar. Les pido que aprendan a escuchar


y a dedicarse más tiempo entre ustedes.

En la capacidad de escucha está la raíz de la


paz.

La Virgen María, Madre de la escucha y del


servicio atento, nos enseña a ser acogedores
y hospitalarios hacia nuestros hermanos y
hermanas.
Papa Francisco
(Ángelus 17/07/2016)
29. JESÚS ENSEÑA A ORAR
A SUS DISCÍPULOS
EL PADRENUESTRO
(Lucas 11, 1-13)

Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y


cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
“Señor, enséñanos a orar, así como Juan
enseñó a sus discípulos”.
Él les dijo entonces: “Cuando oren, digan:
Padre, santificado sea tu Nombre, que venga
tu Reino, danos cada día nuestro pan
cotidiano; perdona nuestros pecados, porque
también nosotros perdonamos a aquellos que
nos ofenden; y no nos dejes caer en la
tentación”.
Jesús agregó: “Supongamos que algunos de
ustedes tiene un amigo y recurre a él a
medianoche, para decirle: "Amigo, préstame
tres panes, porque uno de mis amigos llegó
de viaje y no tengo nada que ofrecerle," y
desde adentro él le responde: "No me
fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis
hijos y yo estamos acostados. No puedo
levantarme para dártelos". Yo les aseguro que
aunque él no se levante para dárselos por ser
su amigo, se levantará al menos a causa de
su insistencia y le dará todo lo necesario.
También les aseguro: pidan y se les dará,
busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá.
Porque el que pide, recibe; el que busca,
encuentra; y al que llama, se le abrirá.
¿Hay entre ustedes algún padre que da a su
hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le
pide un pescado, le dará en su lugar una
serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un
escorpión?
Si ustedes, que son malos, saben dar cosas
buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del
cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se
lo pidan!” (Lucas 11, 1-13)

El Evangelio de este domingo inicia con la


escena de Jesús rezando solo, apartado;
cuando termina, los discípulos le piden:
“Señor, enséñanos a orar” (v. 1); y Él
responde: “Cuando oren, digan: “Padre...”” (v.
2).

Esta palabra – “Padre” - es el “secreto” de la


oración de Jesús, es la llave que él mismo
nos da para que podamos entrar también en
esa relación de diálogo confidencial con el
Padre que le ha acompañado y sostenido
toda su vida.

Al apelativo “Padre”, Jesús asocia dos


peticiones: “sea santificado tu nombre, venga
a nosotros tu reino” (v. 2). La oración de
Jesús, y por lo tanto la oración cristiana, es
antes que nada un dejar sitio a Dios,
permitiendo que manifieste su santidad en
nosotros y dejando avanzar su reino, a partir
de la posibilidad de ejercer su señorío de
amor en nuestra vida.

Otras tres súplicas completan esta oración


que Jesús nos enseña, el “Padre Nuestro”.
Son tres peticiones que expresan nuestras
necesidades fundamentales: el pan, el perdón
y la ayuda ante las tentaciones (vs. 3-4). No
se puede vivir sin pan, no se puede vivir sin
perdón y no se puede vivir sin la ayuda de
Dios ante las tentaciones.

El pan que Jesús nos hace pedir es el


necesario, no el superfluo; es el pan de los
peregrinos, el justo, un pan que no se
acumula y no se desperdicia, que no pesa en
nuestra marcha.
El perdón es, ante todo, aquello que nosotros
mismos recibimos de Dios: sólo la conciencia
de ser pecadores perdonados por la infinita
misericordia divina, puede hacernos capaces
de cumplir gestos concretos de reconciliación
fraterna. Si una persona no se siente pecador
perdonado, nunca podrá realizar un gesto de
perdón o reconciliación. Se comienza desde
el corazón, donde uno se siente pecador
perdonado.
La última petición, “no nos dejes caer en la
tentación”, expresa la conciencia de nuestra
condición, siempre expuesta a las insidias del
mal y de la corrupción. Todos sabemos qué
es una tentación.

La enseñanza de Jesús sobre la oración


prosigue con dos parábolas, en las cuales
toma como modelo la actitud de un amigo
respecto a otro amigo y la de un padre hacia
su hijo (vs. 5-12). Ambas nos quieren enseñar
a tener plena confianza en Dios, que es
Padre. Él conoce mejor que nosotros mismos
nuestras necesidades, pero quiere que se las
presentemos con audacia y con insistencia,
porque este es nuestro modo de participar en
su obra de salvación.
¡La oración es el primer y principal
“instrumento de trabajo” que tenemos en
nuestras manos!

Insistir a Dios no sirve para convencerle, sino


para reforzar nuestra fe y nuestra paciencia,
es decir, nuestra capacidad de luchar junto a
Dios por cosas realmente importantes y
necesarias.
En la oración somos dos: Dios y yo, luchando
juntos por las cosas importantes. Entre estas,
hay una, la gran cosa importante que Jesús
dice hoy en el Evangelio, pero que casi nunca
pedimos, y es el Espíritu Santo. “¡Dame el
Espíritu Santo!”. Y Jesús lo dice: “Pues si
ustedes, siendo malos, saben dar a sus hijos
cosas buenas, ¡cuánto más el Padre del cielo
dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!”
(v. 13).

¡El Espíritu Santo! Debemos pedir que el


Espíritu Santo venga a nosotros. Pero, ¿para
qué sirve el Espíritu Santo?... Sirve para vivir
bien, para vivir con sabiduría y amor,
cumpliendo la voluntad de Dios.
¡Qué bonita oración sería, esta semana, si
cada uno de nosotros pidiese al Padre:
“Padre, dame el Espíritu Santo!”.

La Virgen nos lo demuestra con su existencia,


totalmente animada por el Espíritu de Dios.

Que ella nos ayude a rezar al Padre unidos a


Jesús, para no vivir de forma mundana, sino
según el Evangelio, guiados por el Espíritu
Santo.

Papa Francisco
(Ángelus 24/07/2016)

*****

En la página del Evangelio de hoy, san Lucas


narra las circunstancias en las que Jesús
enseña el “Padre Nuestro”.

Los discípulos ya saben rezar, recitando las


fórmulas de la tradición judía, pero desean
poder vivir también ellos la misma “calidad” de
la oración de Jesús. Porque notan que la
oración es una dimensión esencial en la vida
de su Maestro.
En efecto, cada una de las acciones
importantes de Jesús es antecedida por
prolongados ratos de oración.

Además, están fascinados porque ven que él


no reza como los otros maestros de la época,
sino que su oración es un vínculo íntimo con
el Padre, tanto, que desean participar en esos
momentos de unión con Dios, para saborear
por entero su dulzura.

Así, un día, esperan a que Jesús concluya la


oración, en un lugar apartado, y luego le
piden “Señor, enséñanos a orar” (v.1).

Respondiendo a la petición explícita de los


discípulos, Jesús no les da una definición
abstracta de la oración, ni les enseña una
técnica efectiva para orar y “obtener” algo. En
cambio, los invita a ellos y a sus seguidores a
experimentar la oración, poniéndolos
directamente en comunicación con el Padre,
despertando en ellos el anhelo de una
relación personal con Dios, con el Padre.
¡Esta es la novedad de la oración cristiana! Es
un diálogo entre personas que se aman, un
diálogo basado en la confianza, sostenido por
la escucha y abierto a la solidaridad. Es un
diálogo del Hijo con el Padre, un diálogo entre
los hijos y el Padre. Esta es la oración
cristiana.

Y Jesús les da, les entrega, la oración del


“Padre Nuestro”, que es quizás el regalo más
precioso que nos ha dejado el Maestro divino
en su misión terrenal.

Después de habernos revelado su misterio de


Hijo y de hermano, con esa oración, Jesús
nos hace penetrar en la paternidad de Dios.

Quiero subrayarlo: cuando Jesús nos enseña


el Padre Nuestro nos hace entrar en el
misterio de la paternidad de Dios y nos
muestra el camino para entrar en un diálogo
orante y directo con Él, a través del camino de
la confianza filial.

La oración es un diálogo entre el papá y su


hijo, del hijo con su papá.
Lo que pedimos en el “Padre Nuestro” ya está
realizado para nosotros en el Hijo Unigénito:
la santificación del Nombre, el advenimiento
del Reino, el don del pan, el perdón y la
liberación del mal.

Mientras pedimos, abrimos nuestra manos


para recibir. Recibir los dones que el Padre
nos mostró en el Hijo.

La oración que el Señor nos enseñó es la


síntesis de toda oración, y nosotros siempre
la dirigimos al Padre en comunión con los
hermanos.

A veces sucede que en la oración hay


distracciones pero también muchas veces
sentimos ganas de detenernos en la primera
palabra: “Padre” y sentir esa paternidad en el
corazón.

Después Jesús cuenta la parábola del amigo


importuno y dice: “Debemos insistir en la
oración”.

Me recuerda lo que hacen los niños cuando


tienen tres o tres años y medio: comienzan a
preguntar cosas que no entienden. En mi
tierra se llama “la edad de los porqués”, creo
que también aquí es lo mismo. Los niños
comienzan a mirar a su papá y dicen: “Papá,
¿por qué?... Papá, ¿por qué?”... Piden
explicaciones.

Prestemos atención: cuando el papá empieza


a explicar el porqué, llegan con otra pregunta
sin escuchar toda la explicación. ¿Qué
pasa?...

Sucede que los niños se sienten inseguros


acerca de muchas cosas que comienzan a
comprender a medias. Solo quieren atraer la
mirada de su papá hacia ellos y por eso:
“¿Por qué, por qué, por qué?“... Nosotros, en
el Padre Nuestro, si nos detenemos en la
primera palabra, haremos lo mismo que
cuando éramos niños, atraer la mirada del
padre sobre nosotros. Diciendo “Padre,
Padre”, y también diciendo: “¿Por qué?”... Y
Él nos mirará.

Pidamos a María, mujer orante, que nos


ayude a rezar el Padre Nuestro unidos a
Jesús para vivir el Evangelio, guiados por el
Espíritu Santo.

Papa Francisco
(Ángelus 28/07/2019)
30. DICHOSOS LOS QUE ESCUCHAN
LA PALABRA DE DIOS
(Lucas 11, 27-28)

Un día, mientras Jesús estaba hablando, una


mujer levantó la voz de entre la multitud y le
dijo: “¡Feliz la que te dio a luz y te crió!”.
Jesús le replicó: “¡Felices , más bien, los que
escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”
(Lucas 11, 27-28)

Abre tu corazón y escucha la Palabra de Dios.

En el Evangelio de hoy vemos que Jesús


replica a quienes le decían que sus parientes
lo estaban buscando: “Mi madre y mis
hermanos son aquellos que escuchan la
Palabra de Dios y la ponen en práctica. Y
para escucha la Palabra de Dios, la Palabra
de Jesús, basta abrir la Biblia, el Evangelio.
Pero estas palabras no deben ser leídas, sino
escuchadas.

Escuchar la Palabra de Dios es leer eso y


decir: “¿Pero qué me dice a mí esto, a mi
corazón?… ¿Qué me está diciendo Dios a mí
con esta Palabra?… Y nuestra vida cambia.
Cada vez que nosotros hacemos esto:
abrimos el Evangelio, leemos un pasaje y nos
preguntamos: “Con esto Dios me habla, ¿me
dice algo a mí?… Y si dice algo, ¿qué cosa
me dice?… Esto es escuchar la Palabra de
Dios, escucharla con los oídos y escucharla
con el corazón. Abrir el corazón a la Palabra
de Dios.

Los enemigos de Jesús escuchaban su


palabra, pero estaban cerca de él para tratar
de encontrar una equivocación, para hacerlo
patinar, y para que perdiera autoridad. Pero
jamás se preguntaban: “¿Qué cosa me dice
Dios a mí en esta palabra?”… Y Dios no
habla solo a todos…; sí habla a todos, pero
habla a cada uno de nosotros. El Evangelio
ha sido escrito para cada uno de nosotros.

A tráves de las lecturas de hoy vemos que,


ciertamente, poner después en práctica lo que
se ha escuchado, no es fácil; porque es más
fácil vivir tranquilamente, sin preocuparse de
las exigencias de la Palabra de Dios. Pistas
concretas para hacerlo son los
Mandamientos, las Bienaventuranzas.
Contando siempre con la ayuda de Jesús,
incluso cuando nuestro corazón escucha y
hace de cuenta que no comprende. Pero él es
misericordioso y perdona a todos, espera a
todos porque es paciente.

Jesús recibe a todos, incluso a aquellos que


escucha la Palabra de Dios y después lo
traicionan. Pensemos en Judas: “Amigo”, le
dice, en aquel momento en que Judas lo
traiciona. El Señor siempre siembra su
Palabra, sólo pide un corazón abierto para
escucharla y buena voluntad para ponerla en
práctica.

Que nuestra oración de hoy sea el Salmo:


“Guíame, Señor, por la senda de tus
mandamientos”, es decir, por la senda de tu
Palabra, para que yo aprenda con tu guía, a
ponerla en práctica.

Papa Francisco
(Apartes de la Homilía en Casa Santa Marta
23/09/2013)

*****
31. JESÚS NOS HABLA
SOBRE LA CODICIA
(Lucas 12, 13-21)

Uno de la multitud le dijo a Jesús: “Maestro,


dile a mi hermano que comparta conmigo la
herencia”.
Jesús le respondió: “Amigo, ¿quién me ha
constituido juez o árbitro entre ustedes?”
Después les dijo: “Cuídense de toda avaricia,
porque aun en medio de la abundancia, la
vida de un hombre no está asegurada por sus
riquezas”.
Les dijo entonces una parábola: “Había un
hombre rico, cuyas tierras habían producido
mucho, y se preguntaba a sí mismo: "¿Qué
voy a hacer? No tengo dónde guardar mi
cosecha". Después pensó: "Voy a hacer esto:
demoleré mis graneros, construiré otros más
grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis
bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes
bienes almacenados para muchos años;
descansa, come, bebe y date buena vida".
Pero Dios le dijo: "Insensato, esta misma
noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que
has amontonado?"
Esto es lo que sucede al que acumula
riquezas para sí, y no es rico a los ojos de
Dios”. (Lucas 12, 13-21)

El Evangelio de hoy se abre con la escena de


un hombre que se levanta en medio de la
multitud y pide a Jesús que resuelva una
cuestión jurídica sobre la herencia de la
familia. Pero Jesús en su respuesta no
aborda la pregunta, y nos exhorta a alejarnos
de la codicia, es decir, de la avaricia de
poseer.

Para disuadir a sus oyentes de esta frenética


búsqueda de riquezas, Jesús cuenta la
parábola del rico necio, que cree que es feliz
porque ha tenido la buena fortuna de un año
excepcional, y se siente seguro de los bienes
que ha acumulado.

Sería hermoso que lo leyeran hoy; está en el


capítulo 12 de san Lucas, versículos 13 a 21.
Es una hermosa parábola que nos enseña
mucho.

La historia cobra vida cuando surge el


contraste entre lo que el hombre rico planea
para sí mismo y lo que Dios le plantea.
El rico pone ante su alma, es decir, ante sí
mismo, tres consideraciones: los muchos
bienes acumulados, los muchos años que
estos bienes parecen asegurarle y, en tercer
lugar, la tranquilidad y el bienestar
desenfrenado (v. 19). Pero la palabra que
Dios le dirige anula estos proyectos. En lugar
de los “muchos años”, Dios indica la
inmediatez de “esta noche”; “esta noche te
reclamarán el alma”; en lugar de “disfrutar de
la vida”, le presenta la “restitución de la vida”;
“tú darás la vida a Dios”, con el consiguiente
juicio.

La realidad de los muchos bienes


acumulados, en la que el rico tenía que basar
todo, está cubierta por el sarcasmo de la
pregunta: “Las cosas que preparaste, ¿para
quién serán?” (v.20).

Pensemos en las luchas por la herencia;


muchas luchas familiares. Y mucha gente,
todos conocemos algunas historias, que en la
hora de la muerte comienzan a llegar: los
sobrinos, los nietos… Vienen a ver: “Pero,
¿qué me toca a mí?”. Y se lo llevan todo.
Es en esta contraposición donde se justifica el
apelativo de “necio” con el que Dios se dirige
a este hombre, porque piensa en cosas que
cree concretas pero que son una fantasía. Es
“necio” porque en la práctica ha negado a
Dios, no ha contado con Él.

La conclusión de la parábola, formulada por el


evangelista, es de una eficacia singular: “Así
es el que atesora riquezas para sí, y no se
enriquece en orden a Dios” (v. 21).

Es una advertencia que revela el horizonte


hacia el que todos estamos llamados a mirar.
Los bienes materiales son necesarios - ¡son
bienes! -, pero son un medio para vivir
honestamente y compartir con los más
necesitados.

Hoy, Jesús nos invita a considerar que las


riquezas pueden encadenar el corazón y
distraerlo del verdadero tesoro que está en el
cielo. San Pablo nos lo recuerda también en
la segunda lectura de hoy que dice: “Busquen
las cosas de arriba... Aspiren a las cosas de
arriba, no a las de la tierra” (Colosenses 3, 1-
2).

Esto - se entiende - , no significa alejarse de


la realidad, sino buscar las cosas que tienen
un verdadero valor: la justicia, la solidaridad,
la acogida, la fraternidad, la paz, todo lo que
constituye la verdadera dignidad del hombre.

Se trata de tender hacia una vida vivida no en


el estilo mundano, sino en el estilo
evangélico: amar a Dios con todo nuestro ser,
y amar al prójimo como Jesús lo amó, es
decir, en el servicio y en el don de sí mismo.

La codicia de bienes, el deseo de tener


bienes, no satisface al corazón, al contrario,
causa más hambre. La codicia es como esos
caramelos buenos: tomas uno y dices: “¡Ah,
qué bien!”, y luego tomas el otro; y uno tira del
otro. Así es la avaricia: nunca estás
satisfecho. ¡Tengan cuidado!

El amor así comprendido y vivido es la fuente


de la verdadera felicidad, mientras que la
búsqueda ilimitada de bienes materiales y
riquezas es a menudo fuente de inquietud, de
adversidad, de prevaricaciones, de guerra.
Tantas guerras comienzan con la codicia.

Que la Virgen María nos ayude a no dejarnos


fascinar por las seguridades que pasan, sino
a ser cada día testigos creíbles de los valores
eternos del Evangelio.

Papa Francisco
(Ángelus, 4/08/ 2019)
32. JESÚS HABLA A SUS DISCÍPULOS
SOBRE EL ENCUENTRO FINAL
CON DIOS
(Lucas 12, 3248)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:


- No temas, pequeño rebaño, porque su
Padre ha tenido a bien darles el Reino.
Vendan sus bienes y den limosna; háganse
talegas que no se echen a perder, y un tesoro
inagotable en el cielo, a donde no se acercan
los ladrones ni roe la polilla. Porque donde
está su tesoro allí estará también su corazón.
Tengan ceñida la cintura y encendidas las
lámparas. Ustedes estén como los que
aguardan a que su señor vuelva de la boda,
para abrirle apenas venga y llame. Dichosos
los criados a quienes el Señor, al llegar, los
encuentre en vela; les aseguro que se ceñirá,
los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo.
Y, si llega entrada la noche o de madrugada y
los encuentra así, dichosos ellos.
Comprendan que si supiera el dueño de casa
a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir
un boquete. Lo mismo ustedes, estén
preparados, porque a la hora que menos
piensen viene el Hijo del hombre.
Pedro le preguntó: - Señor, ¿has dicho esa
parábola por nosotros o por todos?
El Señor le respondió: -¿Quién es el
administrador fiel y solícito a quien el amo ha
puesto al frente de su servidumbre para que
les reparta la ración a sus horas? Dichoso el
criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre
portándose así. Les aseguro que lo pondrá al
frente de todos sus bienes. Pero si el
empleado piensa: "Mi amo tarda en llegar", y
empieza a pegarles a los mozos y a las
muchachas, a comer y beber y
emborracharse, llegará el amo de ese criado
el día y a la hora que menos lo espera y lo
despedirá, condenándolo a la pena de los que
no son fieles. El criado que sabe lo que su
amo quiere y no está dispuesto a ponerlo por
obra recibirá muchos azotes; el que no lo
sabe, pero hace algo digno de castigo,
recibirá pocos. Al que mucho se le dio, mucho
se le exigirá; al que mucho se le confió, más
se le exigirá. (Lucas 12, 32-48)

En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús


habla a sus discípulos del comportamiento a
seguir en vista del encuentro final con él, y
explica cómo la espera de este encuentro
debe impulsarnos a llevar una vida rica de
obras buenas. Entre otras cosas dice:
”Vendan sus bienes y den limosna. Háganse
bolsas que no se deterioran, un tesoro
inagotable en los cielos, donde no llega el
ladrón, ni destruye la polilla» (v. 33).

Es una invitación a dar valor a la limosna


como obra de misericordia, a no depositar
nuestra confianza en los bienes efímeros, a
usar las cosas sin apego, sin egoísmo, sino
según la lógica de Dios, la lógica de la
atención a los demás, la lógica del amor.

Nosotros podemos estar muy pegados al


dinero, tener muchas cosas, pero al final no
las podemos llevar con nosotros. Recordemos
que “el sudario no tiene bolsillos”.

La enseñanza de Jesús continúa con tres


breves parábolas sobre el tema de la
vigilancia. Esto es importante: la vigilancia,
estar atentos, permanecer vigilantes en la
vida.

La primera es la parábola de los siervos que


esperan por la noche el regreso de su señor.
“Dichosos los siervos que el Señor al venir
encuentre despiertos» (v. 37): es la felicidad
de esperar con fe al Señor, de estar
preparados y en actitud de servicio.

Él está presente cada día, llama a la puerta


de nuestro corazón. Y será bienaventurado
quien le abra, porque tendrá una gran
recompensa: es más, el Señor mismo se hará
siervo de sus siervos, en el gran banquete de
su Reino pasará él mismo a servirles.

Con esta parábola, ambientada en la noche,


Jesús presenta la vida como una vigilia de
espera laboriosa, preludio del día luminoso de
la eternidad.

Para poder participar se necesita estar


preparado, despierto y comprometido con el
servicio a los demás, con la tranquilizadora
perspectiva de que allí no seremos nosotros
los que sirvamos a Dios, sino que será Él
mismo quien nos acoja en su mesa.

Pensándolo bien, esto ocurre ya cada vez que


encontramos al Señor en la oración, o
también sirviendo a los pobres, y sobre todo
en la Eucaristía, donde él prepara un
banquete para nutrirnos de su Palabra y de su
Cuerpo.

La segunda parábola tiene como imagen la


llegada imprevisible del ladrón. Este hecho
exige una vigilancia; efectivamente Jesús
exhorta: “También ustedes estén preparados,
porque en el momento que no piensen,
vendrá el Hijo del hombre” (v. 40). El discípulo
es quien espera al Señor y su Reino.

El Evangelio aclara esta perspectiva con la


tercera parábola: el administrador de una
casa después de la salida del dueño.

En la primera escena, el administrador sigue


fielmente sus deberes y recibe su
recompensa. En la segunda escena, el
administrador abusa de su autoridad y golpea
a los siervos, por lo que, al regreso imprevisto
del dueño, éste será castigado.

Esta escena describe una situación frecuente


también en nuestros días: tantas injusticias,
violencias y maldades cotidianas nacen de la
idea de comportarnos como dueños de la vida
de los demás. Tenemos un solo dueño al cual
no le gusta hacerse llamar “dueño” sino
“Padre”.

Todos nosotros somos siervos, pecadores e


hijos: Él es el único Padre.

Jesús nos recuerda hoy que la espera de la


felicidad eterna no nos dispensa del
compromiso de hacer más justo y más
habitable el mundo. Es más, justamente
nuestra esperanza de poseer el Reino en la
eternidad nos impulsa a trabajar para mejorar
las condiciones de la vida terrena,
especialmente de los hermanos más débiles.

Que la Virgen María nos ayude a no ser


personas y comunidades resignadas con el
presente, o peor aún, nostálgicas del pasado,
sino orientadas hacia el futuro de Dios, hacia
el encuentro con Él, que es nuestra vida y
nuestra esperanza.

Papa Francisco
(Ángelus 7/08/2016)

*****
En la página del Evangelio de hoy, Jesús
llama a sus discípulos a una vigilancia
constante. ¿Por qué?... Para captar el paso
de Dios en su vida, porque Dios pasa
continuamente por la vida. Y Jesús les señala
las formas de vivir bien esta vigilancia: “Estén
ceñida la cintura y las lámparas encendidas”
(v. 35).

Este es el camino. En primer lugar, “ceñida la


cintura”, una imagen que recuerda la actitud
del peregrino, dispuesto a emprender el
camino. Se trata de no echar raíces en
moradas cómodas y tranquilizadoras, sino de
abandonarse, de abrirse con sencillez y
confianza al paso de Dios en nuestras vidas,
a la voluntad de Dios, que nos guía hacia la
meta final

El Señor siempre camina con nosotros y


tantas veces nos acompaña de la mano, para
guiarnos, para que no nos equivoquemos en
este camino tan difícil.

Efectivamente, el que confía en Dios sabe


bien que la vida de fe no es algo estático, ¡es
dinámica! La vida de fe es un itinerario
continuo, para dirigirse hacia etapas siempre
nuevas, que el Señor mismo indica día tras
día. Porque él es el Señor de las sorpresas, el
Señor de las novedades, pero de las
verdaderas novedades.

Después Jesús nos pide que mantengamos


“las lámparas encendidas”, para poder
iluminar la oscuridad de la noche. Es decir,
estamos invitados a vivir una fe auténtica y
madura, capaz de iluminar las muchas
“noches” de la vida. Bien sabemos que todos
hemos tenido días que han sido verdaderas
noches espirituales.

La lámpara de la fe requiere ser alimentada


continuamente, con el encuentro de corazón a
corazón con Jesús en la oración y en la
escucha de su Palabra.

Reitero algo que he dicho muchas veces:


lleven siempre un pequeño Evangelio en el
bolsillo, en el bolso, para leerlo. Es un
encuentro con Jesús, con la Palabra de
Jesús.
Esta lámpara del encuentro con Jesús en la
oración y en su Palabra nos ha sido confiada
para el bien de todos: nadie, por tanto, puede
encerrarse de forma intimista en la certeza de
su propia salvación, desinteresándose de los
demás.

Es una fantasía creer que uno puede


iluminarse por dentro solo. No; es una
fantasía. La verdadera fe abre el corazón al
prójimo y lo impulsa a una comunión concreta
con los hermanos, especialmente con los que
viven en necesidad.

Y Jesús, para hacernos comprender esta


actitud, cuenta la parábola de los siervos que
esperan el regreso del Maestro cuando vuelve
de las bodas (vs. 36-40), presentando así otro
aspecto de la vigilancia: estar preparados
para el encuentro último y definitivo con el
Señor. Cada uno de nosotros se encontrará,
nos encontraremos en ese día del encuentro.

Cada uno de nosotros tiene la propia fecha


para el encuentro definitivo. Dice el Señor:
“Dichosos los siervos que el Señor al venir
encuentre despiertos... Que venga en la
segunda vigilia o en la tercera, si los
encuentra así ¡dichosos ellos!” (vs. 37-38).
Con estas palabras, el Señor nos recuerda
que la vida es un camino hacia la eternidad;
por eso, estamos llamados a emplear todos
los talentos que tenemos, sin olvidar nunca
que “no tenemos aquí ciudad permanente,
sino que andamos buscando la del futuro”
(Hebreos 13,14).

Desde esta perspectiva, cada momento se


vuelve precioso, así que debemos vivir y
actuar en esta tierra teniendo nostalgia del
cielo: los pies en la tierra, caminar en la tierra,
trabajar en la tierra, hacer el bien en la tierra,
y el corazón nostálgico del cielo.

No podemos comprender realmente en qué


consiste esta alegría suprema, pero Jesús
nos hace darnos cuenta de ello con el
ejemplo del amo que, al volver, encuentra a
sus siervos aún despiertos: “Se ceñirá, los
hará ponerse a la mesa y yendo de uno a otro
los servirá” (v. 37).

La alegría eterna del paraíso se manifiesta


así: la situación se invertirá, y ya no serán los
siervos, es decir, nosotros, los que sirvamos a
Dios, sino que Dios mismo se pondrá a
nuestro servicio. Y esto lo hace Jesús ya
desde ahora. Jesús reza por nosotros, Jesús
nos mira y pide al Padre por nosotros, Jesús
nos sirve ahora, es nuestro siervo. Y esta
será la última alegría.

El pensamiento del encuentro final con el


Padre, rico en misericordia, nos llena de
esperanza y nos estimula a comprometernos
constantemente en nuestra santificación y en
la construcción de un mundo más justo y
fraterno.

¡Qué la Virgen María, por su intercesión


maternal, sostenga este compromiso nuestro!

Papa Francisco
(Ángelus 11/08/2019)
33. JESÚS HABLA A SUS DISCÍPULOS
DE LA NECESIDAD
DE MANTENER LA FE SIEMPRE
(Lucas 12, 49-53)

Jesús dijo a sus discípulos: - Yo he venido a


traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía
que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir
un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que
esto se cumpla plenamente!
¿Piensan ustedes que he venido a traer la
paz a la tierra? No, les digo que he venido a
traer la división. De ahora en adelante, cinco
miembros de una familia estarán divididos,
tres contra dos y dos contra tres: el padre
contra el hijo y el hijo contra el padre, la
madre contra la hija y la hija contra la madre,
la suegra contra la nuera y la nuera contra la
suegra. (Lucas 12, 49-53)

En la liturgia de hoy escuchamos estas


palabras de la Carta a los Hebreos:
“Corramos, con constancia, en la carrera que
nos toca... fijos los ojos en el que inició y
completa nuestra fe, Jesús” (Hebreos 12, 1-
2). Se trata de una expresión que debemos
subrayar de modo particular en este Año de la
fe.

También nosotros, durante todo este año,


mantenemos la mirada fija en Jesús, porque
la fe, que es nuestro “sí” a la relación filial con
Dios, viene de Él, viene de Jesús.

Es él – Jesús - el único mediador de esta


relación entre nosotros y nuestro Padre que
está en el cielo. Jesús es el Hijo, y nosotros
somos hijos en él.

Pero la Palabra de Dios de este domingo


contiene también una palabra de Jesús que
nos pone en crisis, y que se ha de explicar,
porque de otro modo puede generar
malentendidos. Jesús dice a los discípulos:
“¿Piensan que he venido a traer paz a la
tierra? No, sino división” (Lucas 12, 51). ¿Qué
significa esto? ...

Significa que la fe no es una cosa decorativa,


ornamental; vivir la fe no es decorar la vida
con un poco de religión, como si fuese un
pastel que se lo decora con nata. No, la fe no
es esto.
La fe comporta elegir a Dios como criterio-
base de la vida, y Dios no es vacío, Dios no
es neutro, Dios es siempre positivo, Dios es
amor, y el amor es positivo.

Después de que Jesús vino al mundo no se


puede actuar como si no conociéramos a
Dios. Como si fuese una cosa abstracta,
vacía, de referencia puramente nominal.

No, Dios tiene un rostro concreto, tiene un


nombre: Dios es misericordia, Dios es
fidelidad, es vida que se dona a todos
nosotros.

Por esto Jesús dice: “He venido a traer


división”; no es que Jesús quiera dividir a los
hombres entre sí, al contrario: Jesús es
nuestra paz, nuestra reconciliación. Pero esta
paz no es la paz de los sepulcros, no es
neutralidad, Jesús no trae neutralidad, esta
paz no es una componenda a cualquier
precio.

Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al


egoísmo, y elegir el bien, la verdad, la justicia,
incluso cuando esto requiere sacrificio y
renuncia a los propios intereses. Y esto sí,
divide; lo sabemos; divide incluso las
relaciones más cercanas.

Pero atención: no es Jesús quien divide. Él


pone el criterio: vivir para sí mismos, o vivir
para Dios y para los demás; hacerse servir, o
servir; obedecer al propio yo, u obedecer a
Dios. He aquí en qué sentido Jesús es “signo
de contradicción” (cfr. Lucas 2, 34).

Por lo tanto, esta palabra del Evangelio no


autoriza, de hecho, el uso de la fuerza para
difundir la fe. Es precisamente lo contrario: la
verdadera fuerza del cristiano es la fuerza de
la verdad y del amor, que comporta renunciar
a toda violencia. ¡Fe y violencia son
incompatibles! ¡Fe y violencia son
incompatibles! En cambio, fe y fortaleza van
juntas.

El cristiano no es violento, pero es fuerte.


¿Con qué fortaleza?... La de la
mansedumbre, la fuerza de la mansedumbre,
la fuerza del amor.

Queridos amigos, también entre los parientes


de Jesús hubo algunos que a un cierto punto
no compartieron su modo de vivir y de
predicar, nos lo dice el Evangelio (cfr. Marcos
3, 20-21). Pero su Madre lo siguió siempre
fielmente, manteniendo fija la mirada de su
corazón en Jesús, el Hijo del Altísimo, y en su
misterio. Y al final, gracias a la fe de María,
los familiares de Jesús entraron a formar
parte de la primera comunidad cristiana (cfr.
Hechos de los apóstoles 1, 14).

Pidamos a María que nos ayude también a


nosotros a mantener la mirada bien fija en
Jesús y a seguirle siempre, incluso cuando
cuesta.

Papa Francisco
(Ángelus 18/08/2013)

*****

En la página evangélica de hoy, Jesús


advierte a sus discípulos que ha llegado el
momento de la decisión. Su venida al mundo,
en efecto, coincide con el tiempo de las
decisiones “decisivas”: no se puede posponer
la opción por el Evangelio. Y para hacer
comprender mejor este llamado suyo, se sirve
de la imagen del fuego que él mismo vino a
traer a la tierra. Dice así: “He venido a arrojar
un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía
que ya estuviera encendido!” (v. 49).

Estas palabras tienen el objetivo de ayudar a


los discípulos a abandonar toda actitud de
pereza, de apatía, de indiferencia y de
cerrazón, para acoger el fuego de Dios; ese
amor que, como recuerda san Pablo, “ha sido
derramado en nuestros corazones por el
Espíritu Santo” (Romanos 5, 5). Porque es el
Espíritu Santo quien nos hace amar a Dios y
nos hace amar al prójimo; es el Espíritu Santo
el que todos tenemos dentro.

Jesús revela a sus amigos, y también a


nosotros, su más ardiente deseo: traer a la
tierra el fuego del amor del Padre, que
enciende la vida, y mediante el cual el hombre
es salvado.

Jesús nos llama a difundir en el mundo este


fuego, gracias al cual seremos reconocidos
como sus verdaderos discípulos.
El fuego del amor, encendido por Jesús en el
mundo, por medio del Espíritu Santo, es un
fuego sin límites, es un fuego universal. Esto
se vio desde los primeros tiempos del
cristianismo: el testimonio del Evangelio se
propagó como un incendio benéfico,
superando toda división entre individuos,
categorías sociales, pueblos y naciones.

El testimonio del Evangelio quema toda forma


de particularismo y mantiene la caridad
abierta a todos, con la preferencia hacia los
más pobres y los excluidos.

La adhesión al fuego del amor que Jesús trajo


sobre la tierra, envuelve nuestra existencia
entera, y pide la adoración a Dios y también la
disponibilidad para servir al prójimo.
Adoración a Dios y disponibilidad para servir
al prójimo.

La primera, adorar a Dios, quiere decir


también aprender la oración de la adoración,
que generalmente olvidamos. Es por ello que
invito a todos a descubrir la belleza de la
oración de la adoración y de ejercitarla a
menudo.
Y después la segunda, la disponibilidad para
servir al prójimo: pienso con admiración en
tantas comunidades y grupos de jóvenes que,
también durante el verano, se dedican a este
servicio en favor de los enfermos, pobres,
personas con discapacidad.

Para vivir según el espíritu del Evangelio es


necesario que, ante las siempre nuevas
necesidades que se perfilan en el mundo,
existan discípulos de Cristo que sepan
responder con nuevas iniciativas de caridad.

Y así, con la adoración a Dios y el servicio al


prójimo - ambas juntas, adorar a Dios y servir
al prójimo - es como se manifiesta realmente
el Evangelio como el fuego que salva, que
cambia el mundo a partir del cambio del
corazón de cada uno.

En esta perspectiva, se entiende también la


otra afirmación de Jesús que nos lleva al
pasaje de hoy, y que a primera vista puede
desconcertar: “¿Piensan que he venido para
dar paz a la tierra? No, se los aseguro, sino
división” (v. 51).
Él vino para “separar con el fuego”. ¿Separar
qué?... El bien del mal, lo justo de lo injusto.

En este sentido vino a “dividir”, a poner en


“crisis” - pero de modo saludable - la vida de
sus discípulos, destruyendo las fáciles
ilusiones de cuantos creen poder conjugar la
vida cristiana y la mundanidad, la vida
cristiana y las componendas de todo tipo, las
prácticas religiosas y las actitudes contra el
prójimo.

Conjugar... algunos piensan... la verdadera


religiosidad con las prácticas supersticiosas:
cuántos así llamados cristianos van con el
adivino o la adivina para hacerse leer la
mano. Y esta es superstición, no es de Dios.

Se trata de no vivir de manera hipócrita, sino


de estar dispuestos a pagar el precio de la
decisiones coherentes - esta es la actitud que
cada uno de nosotros debería buscar en la
vida: coherencia -, pagar el precio de ser
coherentes con el Evangelio. Coherencia con
el Evangelio.
Porque es bueno decirse cristianos, pero es
necesario, sobre todo, ser cristianos en las
situaciones concretas, testimoniando el
Evangelio que es esencialmente amor a Dios
y a los hermanos.

María Santísima nos ayude a dejarnos


purificar el corazón con el fuego traído por
Jesús, para propagarlo con nuestra vida,
mediante elecciones decididas y valientes.

Papa Francisco
(Ángelus 18/08/2019)
34. PARÁBOLA DE LA HIGUERA
(Lucas 13, 1-9)

En cierta ocasión se presentaron unas


personas que comentaron a Jesús el caso de
aquellos galileos, cuya sangre Pilato mezcló
con la de las víctimas de sus sacrificios. Él les
respondió: “¿Creen ustedes que esos galileos
sufrieron todo esto porque eran más
pecadores que los demás? Les aseguro que
no, y si ustedes no se convierten, todos
acabarán de la misma manera. ¿O creen que
las dieciocho personas que murieron cuando
se desplomó la torre de Siloé, eran más
culpables que los demás habitantes de
Jerusalén? Les aseguro que no, y si ustedes
no se convierten, todos acabarán de la misma
manera”.
Les dijo también esta parábola: “Un hombre
tenía una higuera plantada en su viña. Fue a
buscar frutos y no los encontró. Dijo entonces
al viñador: "Hace tres años que vengo a
buscar frutos en esta higuera y no los
encuentro. Córtala, ¿para qué malgastar la
tierra?" Pero él respondió: "Señor, déjala
todavía este año; yo removeré la tierra
alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que
así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás."”
(Lucas 13, 1-9)

Cada día, lamentablemente, las crónicas


presentan malas noticias: homicidios,
accidentes, catástrofes... En el pasaje
evangélico de hoy, Jesús se refiere a dos
hechos trágicos que en ese tiempo habían
suscitado gran impacto: una represión cruenta
realizada por los soldados romanos en el
templo y el derrumbe de la torre de Siloé, en
Jerusalén, que había causado dieciocho
víctimas.

Jesús conoce la mentalidad supersticiosa de


su auditorio y sabe que ellos interpretan de
modo equivocado ese tipo de hechos.

En efecto, piensan que, si esos hombres


murieron cruelmente, es signo de que Dios
los castigó por alguna culpa grave que habían
cometido; o sea: “se lo merecían”. Y, en
cambio, el hecho de salvarse de la desgracia
equivalía a sentirse “sin falta”. Ellos “se lo
merecían”; yo – en cambio - “no tengo faltas”.

Jesús rechaza completamente esta visión,


porque Dios no permite las tragedias para
castigar las culpas, y afirma que esas pobres
víctimas no eran de ninguna manera peores
que las demás. Más bien, él invita a sacar de
estos hechos dolorosos una advertencia
referida a todos, porque todos somos
pecadores. En efecto, así lo dice a quienes lo
habían interrogado: “Si no se convierten,
todos perecerán del mismo modo” (v. 3).

También hoy, ante ciertas desgracias y lutos,


podemos ser tentados de “descargar” la
responsabilidad sobre las víctimas, o, es más,
sobre Dios mismo. Pero el Evangelio nos
invita a reflexionar: ¿qué idea nos hemos
hecho de Dios?... ¿Estamos convencidos de
que Dios es así?... O, ¿no se trata de una
proyección nuestra, de un dios hecho “a
nuestra imagen y semejanza”?

Jesús, al contrario, nos llama a cambiar el


corazón, a hacer un cambio radical en el
camino de nuestra vida, abandonando las
componendas con el mal - y esto lo hacemos
todos, las componendas con el mal -, las
hipocresías - creo que casi todos tenemos al
menos un trocito de hipocresía -, para
emprender con firmeza el camino del
Evangelio.

Pero, he aquí de nuevo la tentación de


justificarnos: “¿De qué cosa deberíamos
convertirnos?… Considerándolo bien, ¿no
somos buena gente?”... Cuántas veces
hemos pensado esto: “Pero, considerándolo
bien, yo soy de los buenos, soy de las buenas
- ¿no es así? -. ¿No somos de los creyentes,
incluso bastante practicantes?”. Y así
creemos que estamos justificados.

Lamentablemente, cada uno de nosotros se


parece mucho a un árbol que, durante años,
ha dado múltiples pruebas de su esterilidad.
Pero, afortunadamente, Jesús se parece a
ese campesino que, con una paciencia sin
límites, obtiene una vez más una prórroga
para la higuera infecunda: “Déjala por este
año todavía - dijo al dueño - […] Por si da
fruto en adelante” (v. 9).

Un “año de gracia”: el tiempo del ministerio de


Jesús, el tiempo de la Iglesia antes de su
retorno glorioso, el tiempo de nuestra vida,
marcado por un cierto número de Cuaresmas,
que se nos ofrecen como ocasiones de
revisión y de salvación, el tiempo de un Año
Jubilar de la Misericordia.

La invencible paciencia de Jesús. ¿Han


pensado en la paciencia de Dios?... ¿Han
pensado también en su obstinada
preocupación por los pecadores?... ¡Cómo es
que aún vivimos con impaciencia en relación
con nosotros mismos! Nunca es demasiado
tarde para convertirse, ¡nunca!. Hasta el
último momento: la paciencia de Dios nos
espera.

Recuerden esa pequeña historia de santa


Teresa del Niño Jesús, cuando rezaba por el
hombre condenado a muerte, un criminal, que
no quería recibir el consuelo de la Iglesia,
rechazaba al sacerdote, no lo quería: quería
morir así. Y ella, en el convento, rezaba. Y
cuando ese hombre estaba allí, precisamente
en el momento de ser asesinado, se dirige al
sacerdote, toma el Crucifijo y lo besa. ¡La
paciencia de Dios!

Y hace lo mismo también con nosotros, ¡con


todos nosotros! Cuántas veces - nosotros no
lo sabemos, lo sabremos en el cielo -, cuántas
veces nosotros estamos ahí, ahí…a punto de
caer, y el Señor nos salva: nos salva porque
tiene una gran paciencia con nosotros. Y esta
es su misericordia.

Nunca es tarde para convertirnos, pero es


urgente, ¡es ahora! Comencemos hoy.

Que la Virgen María nos sostenga, para que


podamos abrir el corazón a la gracia de Dios,
a su misericordia; y nos ayude a nunca juzgar
a los demás, sino a dejarnos provocar por las
desgracias de cada día para hacer un serio
examen de conciencia y arrepentirnos.

Papa Francisco
(Ángelus 28/02/2016)

*****

El Evangelio de este tercer domingo de


Cuaresma nos habla de la misericordia de
Dios y de nuestra conversión.

Jesús narra la parábola de la higuera estéril.


Un hombre ha plantado una higuera en su
viña, y con gran confianza todos los veranos
va a buscar sus frutos, pero no encuentra
ninguno, porque el árbol es estéril.

Empujado por esa decepción que se repite


durante tres años, piensa en cortar la higuera
para plantar otra. Llama al campesino que
está en la viña y expresa su insatisfacción,
ordenándole que corte el árbol, para no
desperdiciar el suelo innecesariamente.

Pero el campesino le pide al dueño que sea


paciente y que le conceda una prórroga de un
año, durante la cual él mismo dedicará más
atención a la higuera, para estimular su
productividad.

Esta es la parábola.

¿Qué representa esta parábola?... ¿Qué


representan los personajes de esta parábola?

El dueño representa a Dios Padre y el viñador


es la imagen de Jesús, mientras que la
higuera es un símbolo de la humanidad
indiferente y árida. Jesús intercede ante el
Padre en favor de la humanidad - y lo hace
siempre - y le pide que espere y le conceda
un poco más de tiempo para que los frutos del
amor y la justicia broten en ella.

La higuera de la parábola que el dueño quiere


erradicar representa una existencia estéril,
incapaz de dar, incapaz de hacer el bien. Es
un símbolo de quien vive para sí mismo,
saciado y tranquilo, replegado en su
comodidad, incapaz de dirigir su mirada y su
corazón a aquellos que están cerca de él, en
un estado de sufrimiento, pobreza y malestar.

A esta actitud de egoísmo y esterilidad


espiritual se contrapone el gran amor del
viñador por la higuera: hace esperar al dueño,
tiene paciencia, sabe esperar, le dedica su
tiempo y su trabajo. Promete al dueño que
prestará una atención especial a ese árbol
desafortunado.

Y esta actitud del viñador manifiesta la


misericordia de Dios, que nos deja un tiempo
para la conversión.
Todos necesitamos convertirnos, dar un paso
adelante, y la paciencia de Dios, la
misericordia, nos acompaña en esto. A pesar
de la esterilidad, que a veces marca nuestra
existencia, Dios tiene paciencia y nos ofrece
la posibilidad de cambiar y avanzar por el
camino del bien.

Pero la prórroga implorada y concedida


mientras se espera que el árbol finalmente
fructifique, también indica la urgencia de la
conversión. El viñador le dice al dueño:
“Déjala por este año todavía” (v. 8). La
posibilidad de conversión no es ilimitada; por
eso hay que tomarla de inmediato. De lo
contrario se perdería para siempre.

En esta Cuaresma podemos pensar: ¿Qué


debo hacer para acercarme al Señor, para
convertirme, para “cortar” las cosas que no
van bien?... “No, no, esperaré la próxima
Cuaresma”. Pero ¿estarás vivo la próxima
Cuaresma?...

Pensemos hoy, cada uno de nosotros: ¿Qué


debo hacer ante esta misericordia de Dios
que me espera y que siempre perdona?...
¿Qué debo hacer?...

Podemos confiar mucho en la misericordia de


Dios, pero sin abusar de ella. No debemos
justificar la pereza espiritual, sino aumentar
nuestro compromiso de responder con
prontitud a esta misericordia con sinceridad
de corazón.

En el tiempo de Cuaresma, el Señor nos


invita a la conversión. Cada uno de nosotros
debe sentirse interpelado por esta llamada,
corrigiendo algo en nuestras vidas, en nuestra
manera de pensar, de actuar y vivir las
relaciones con los demás.

Al mismo tiempo, debemos imitar la paciencia


de Dios, que confía en la capacidad de todos
para poder “levantarse” y reanudar el viaje.
Dios es Padre, y no apaga la llama débil, sino
que acompaña y cuida a los débiles para que
puedan fortalecerse y aportar su contribución
de amor a la comunidad.

Que la Virgen María nos ayude a vivir estos


días de preparación para la Pascua como un
tiempo de renovación espiritual y de confianza
abierta a la gracia de Dios y a su misericordia.

Papa Francisco
(Ángelus 24/03/2019)
35. EL CAMINO DE LA SALVACIÓN
(Lucas 12, 22-30)

Jesús iba enseñando por las ciudades y


pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén.
Una persona le preguntó: “Señor, ¿es verdad
que son pocos los que se salvan?”
Él respondió: “Traten de entrar por la puerta
estrecha, porque les aseguro que muchos
querrán entrar y no lo conseguirán. En cuanto
el dueño de casa se levante y cierre la puerta,
ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear
la puerta, diciendo: "Señor, ábrenos". Y él les
responderá: "No sé de dónde son ustedes".
Entonces comenzarán a decir: "Hemos
comido y bebido contigo, y tú enseñaste en
nuestras plazas". Pero él les dirá: "No sé de
dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos
los que hacen el mal!"
Allí habrá llantos y rechinar de dientes,
cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a
todos los profetas en el Reino de Dios, y
ustedes sean arrojados afuera. Y vendrán
muchos de Oriente y de Occidente, del Norte
y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete
del Reino de Dios.
Hay algunos que son los últimos y serán los
primeros, y hay otros que son los primeros y
serán los últimos”. (Lucas 13, 22-30).

El Evangelio de hoy nos invita a reflexionar


acerca del tema de la salvación.

Jesús está subiendo desde Galilea hacia la


ciudad de Jerusalén y en el camino - relata el
evangelista Lucas - alguien se le acerca y le
pregunta: “Señor, ¿son pocos los que se
salvan?” (v. 23). Jesús no responde
directamente a la pregunta: no es importante
saber cuántos se salvan, sino que es
importante más bien saber cuál es el camino
de la salvación. Y he aquí entonces que, a la
pregunta, Jesús responde diciendo:
“Esfuércense para entrar por la puerta
estrecha, pues yo les digo que muchos
intentarán entrar y no podrán” (v. 24).

¿Qué quiere decir Jesús?... ¿Cuál es la


puerta por la que debemos entrar?... Y, ¿por
qué Jesús habla de una puerta estrecha?...

La imagen de la puerta se repite varias veces


en el Evangelio y se refiere a la de la casa,
del hogar doméstico, donde encontramos
seguridad, amor, calor. Jesús nos dice que
existe una puerta que nos hace entrar en la
familia de Dios, en el calor de la casa de Dios,
de la comunión con Él. Esta puerta es Jesús
mismo (cfr. Juan 10, 9). Él es la puerta. él es
el paso hacia la salvación. Él conduce al
Padre.

Y la puerta, que es Jesús, nunca está


cerrada, esta puerta nunca está cerrada, está
abierta siempre y a todos, sin distinción, sin
exclusiones, sin privilegios. Porque, saben...
Jesús no excluye a nadie.

Tal vez alguno de ustedes podrá decirme:


“Pero, Padre, seguramente yo estoy excluido,
porque soy un gran pecador: he hecho cosas
malas, he hecho muchas de estas cosas en la
vida”. ¡No, no estás excluido! Precisamente
por esto eres el preferido, porque Jesús
prefiere al pecador, siempre, para perdonarle,
para amarle. Jesús te está esperando para
abrazarte, para perdonarte. No tengas miedo:
él te espera. Anímate, ten valor para entrar
por su puerta.

Todos estamos invitados a cruzar esta puerta,


a atravesar la puerta de la fe en Jesús, a
entrar en su vida, y a hacerle entrar en
nuestra vida, para que él la transforme, la
renueve, le done alegría plena y duradera.

En la actualidad pasamos ante muchas


puertas que invitan a entrar prometiendo una
felicidad que luego nos damos cuenta de que
dura sólo un instante, que se agota en sí
misma y no tiene futuro. Pero yo les pregunto:
nosotros, ¿por qué puerta queremos entrar?...
Y, ¿a quién queremos hacer entrar por la
puerta de nuestra vida?...

Quisiera decir con fuerza: no tengamos miedo


de cruzar la puerta de la fe en Jesús, de
dejarle entrar cada vez más en nuestra vida,
de salir de nuestros egoísmos, de nuestras
cerrazones, de nuestras indiferencias hacia
los demás.

Porque Jesús ilumina nuestra vida con una


luz que no se apaga jamás. No es un fuego
de artificio, no es un flash. No, es una luz
serena que dura siempre y nos da paz. Así es
la luz que encontramos si entramos por la
puerta de Jesús.
Cierto, la puerta de Jesús es una puerta
estrecha, no por ser una sala de torturas. No,
no es por eso. Sino porque nos pide abrir
nuestro corazón a él, reconocernos
pecadores, necesitados de su salvación, de
su perdón, de su amor; nos pide tener la
humildad de acoger su misericordia y
dejarnos renovar por él.

Jesús en el Evangelio nos dice que ser


cristianos no es tener una “etiqueta”. Yo les
pregunto: ustedes, ¿son cristianos de etiqueta
o de verdad?... Y cada uno responda dentro
de sí.

No, nunca cristianos de etiqueta. Cristianos


de verdad, de corazón.

Ser cristianos es vivir y testimoniar la fe en la


oración, en las obras de caridad, en la
promoción de la justicia, en hacer el bien.

Por la puerta estrecha que es Jesús debe


pasar toda nuestra vida.

A la Virgen María, Puerta del Cielo, pidamos


que nos ayude a cruzar la puerta de la fe, a
dejar que su Hijo transforme nuestra
existencia como transformó la suya, para traer
a todos la alegría del Evangelio.

Papa Francisco
(Ángelus 25/08/2013)

*****

El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús,


que pasa enseñando por ciudades y pueblos,
en su camino hacia Jerusalén, donde sabe
que debe morir en la cruz por la salvación de
todos nosotros. En este contexto, se inserta la
pregunta de un hombre que se dirige a él y le
dice: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?”
(v. 23).

La cuestión se debatía en aquel momento -


cuántos se salvan, cuántos no… - y había
diferentes maneras de interpretar las
Escrituras a este respecto, dependiendo de
los textos que se tomaran.
Pero Jesús invierte la pregunta, que se centra
más en la cantidad, es decir, “¿son pocos?”, y
en su lugar coloca la respuesta en el nivel de
responsabilidad, invitándonos a usar bien el
tiempo presente. Entonces dice: “Esfuércense
por entrar por la puerta estrecha, porque, les
digo, muchos pretenderán entrar y no podrán”
(v. 24).

Con estas palabras, Jesús deja claro que no


se trata de una cuestión de número, ¡no hay
“un número cerrado” en el Paraíso! Sino que
se trata de cruzar el paso correcto desde
ahora, y este paso correcto es para todos,
pero es estrecho. Este es el problema.

Jesús no quiere engañarnos diciendo: “Sí,


tranquilos, la cosa es fácil, hay una hermosa
carretera y en el fondo una gran puerta”. No
nos dice esto: nos habla de la puerta
estrecha. Nos dice las cosas como son: el
paso es estrecho. ¿En qué sentido?... En el
sentido de que para salvarse uno debe amar
a Dios y al prójimo, ¡y esto no es cómodo! Es
una “puerta estrecha” porque es exigente, el
amor es siempre exigente, requiere
compromiso, más aún, “esfuerzo”, es decir,
voluntad firme y perseverante de vivir según
el Evangelio.

San Pablo lo llama “el buen combate de la fe”


(1 Timoteo 6, 12). Se necesita el esfuerzo de
cada día, de todo el día para amar a Dios y al
prójimo.

Y, para explicarse mejor, Jesús cuenta una


parábola. Hay un dueño de casa que
representa al Señor. Su casa simboliza la vida
eterna, es decir, la salvación. Y aquí vuelve la
imagen de la puerta. Jesús dice: “Cuando el
dueño de la casa se levante y cierre la puerta,
los que están fuera pueden llamar a la puerta
diciendo: “¡Señor, ábrenos!” Y el les
responderá: “No sé de dónde son”.

Estas personas tratarán de ser reconocidas,


recordando al dueño de la casa: “Hemos
comido y bebido contigo, y has enseñado en
nuestras plazas” (v. 26). “Yo estaba allí
cuando diste esa conferencia...”. Pero el
Señor repetirá que no los conoce y los llama
“agentes de iniquidad”.
¡Este es el problema! El Señor no nos
reconocerá por nuestros títulos - “Pero mira,
Señor, que yo pertenecía a esa asociación,
que era amigo de tal monseñor, tal cardenal,
tal sacerdote...”. No, los títulos no cuentan, no
cuentan. El Señor nos reconocerá sólo por
una vida humilde, una vida buena, una vida
de fe que se traduce en obras.

Y para nosotros, los cristianos, esto significa


que estamos llamados a establecer una
verdadera comunión con Jesús, orando,
yendo a la iglesia, acercándonos a los
Sacramentos y nutriéndonos con su Palabra.
Esto nos mantiene en la fe, alimenta nuestra
esperanza, reaviva la caridad. Y así, con la
gracia de Dios, podemos y debemos dedicar
nuestra vida para el bien de nuestros
hermanos y hermanas, luchando contra todas
las formas de maldad e injusticia.

Que nos ayude en esto la Virgen María. Ella


ha pasado por la puerta estrecha que es
Jesús. Ella lo acogió con todo su corazón y lo
siguió todos los días de su vida, incluso
cuando ella no lo entendía, aun cuando una
espada atravesaba su alma. Por eso la
invocamos como la “Puerta del Cielo”.

María, la Puerta del Cielo; una puerta que


refleja exactamente la forma de Jesús: la
puerta del corazón de Dios, un corazón
exigente, pero abierto a todos nosotros.

Papa Francisco
(Ángelus 25/08/2019)
36. JESÚS NOS HABLA
DE LA HUMILDAD
Y DEL SERVICIO A LOS POBRES
(Lucas 14, 1-7.14)

Un sábado, Jesús entró a comer en casa de


uno de los principales fariseos. Ellos lo
observaban atentamente. Y al notar cómo los
invitados buscaban los primeros puestos, les
dijo esta parábola:
“Si te invitan a un banquete de bodas, no te
coloques en el primer lugar, porque puede
suceder que haya sido invitada otra persona
más importante que tú, y cuando llegue el que
los invitó a los dos, tenga que decirte: "Déjale
el sitio", y así, lleno de vergüenza, tengas que
ponerte en el último lugar.
Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte
en el último sitio, de manera que cuando
llegue el que te invitó, te diga: "Amigo,
acércate más", y así quedarás bien delante de
todos los invitados. Porque todo el que se
eleva será humillado, y el que se humilla será
elevado”.
Después dijo al que lo había invitado:
“Cuando des un almuerzo o una cena, no
invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a
tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea
que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu
recompensa. Al contrario, cuando des un
banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a
los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti,
porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así
tendrás tu recompensa en la resurrección de
los justos!” (Lucas 14, 1-7.14)

El episodio del Evangelio de hoy nos muestra


a Jesús en la casa de uno de los jefes de los
fariseos, observando entretenido cómo los
invitados al almuerzo se afanan en ocupar los
primeros puestos. Es una escena que hemos
visto muchas veces: hacerse con el mejor
sitio incluso con los codos.

Al ver esta escena, Jesús narra dos breves


parábolas con las cuales ofrece dos
indicaciones: una se refiere al lugar, la otra se
refiere a la recompensa.

La primera parábola está ambientada en un


banquete nupcial. Jesús dice: “Cuando seas
convidado por alguien a una boda, no te
pongas en el primer puesto no sea que haya
sido convidado por él otro más distinguido
que tú, y viniendo el que los convidó a ti y a
él, te diga: “Déjale el sitio a este”.... al
contrario, cuando seas convidado, vete a
sentarte en el último puesto” (vs. 8-9). Con
esta recomendación, Jesús no pretende dar
normas de comportamiento social, sino una
lección sobre el valor de la humildad.

La historia enseña que el orgullo, el arribismo,


la vanidad y la ostentación son la causa de
muchos males. Y Jesús nos hace entender la
necesidad de elegir el último lugar, es decir,
de buscar la pequeñez y pasar
desapercibidos: la humildad.

Cuando nos ponemos ante Dios en esta


dimensión de humildad, Dios nos exalta, se
inclina hacia nosotros para elevarnos hacia
Él: “Porque todo el que se ensalce, será
humillado; y el que se humille será ensalzado”
(v. 11).

Las palabras de Jesús subrayan actitudes


completamente distintas y opuestas: la actitud
de quien se elige su propio sitio y la actitud de
quien se lo deja asignar por Dios y espera de
Él la recompensa.
No lo olvidemos: ¡Dios paga mucho más que
los hombres! ¡Él nos da un lugar mucho más
bonito que el que nos dan los hombres! El
lugar que nos da Dios está cerca de su
corazón y su recompensa es la vida eterna.
“Y serás dichoso - dice Jesús - … se te
recompensará en la resurrección de los
justos” (v. 14).

Es lo que describe la segunda parábola, en la


cual Jesús indica la actitud desinteresada que
debe caracterizar la hospitalidad, y dice así:
“Cuando des un banquete, llama a los pobres,
a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y
serás dichoso, porque ellos no te pueden
corresponder” (vs. 13-14).

Se trata de elegir la gratuidad en lugar del


cálculo oportunista que intenta obtener una
recompensa, que busca el interés y que
intenta enriquecerse cada vez más.

En efecto, los pobres, los sencillos, los que no


cuentan, jamás podrán corresponder a una
invitación para almorzar.
Jesús demuestra de esta manera, su
preferencia por los pobres y los excluidos,
que son los privilegiados del Reino de Dios, y
difunde el mensaje fundamental del Evangelio
que es servir al prójimo por amor a Dios.

Hoy, Jesús se hace portavoz de quien no


tiene voz y dirige a cada uno de nosotros un
llamamiento urgente para abrir el corazón y
hacer nuestros los sufrimientos y las
angustias de los pobres, de los hambrientos,
de los marginados, de los refugiados, de los
derrotados por la vida, de todos aquellos que
son descartados por la sociedad y por la
prepotencia de los más fuertes. Y estos
descartados representan, en realidad, la
mayor parte de la población.

En este momento, pienso con gratitud en los


comedores donde tantos voluntarios ofrecen
su servicio, dando de comer a personas
solas, necesitadas, sin trabajo o sin casa.
Estos comedores y otras obras de
misericordia - como visitar a los enfermos, a
los presos… - son gimnasios de caridad que
difunden la cultura de la gratuidad, porque
todos los que trabajan en ellas están
impulsados por el amor de Dios e iluminados
por la sabiduría del Evangelio. De esta
manera el servicio a los hermanos se
convierte en testimonio de amor, que hace
creíble y visible el amor de Cristo.

Pidamos a la Virgen María que nos guíe cada


día por la senda de la humildad; ella que fue
humilde toda su vida, nos haga capaces de
gestos gratuitos de acogida y solidaridad
hacia los marginados, para ser dignos de la
recompensa divina.

Papa Francisco
(Ángelus 28/08/2016)
37. SER DISCÍPULOS DE JESÚS
(Lucas 14, 25-33)

Junto con Jesús iba un gran gentío, y él,


dándose vuelta, les dijo:
- Cualquiera que venga a mí y no me ame
más que a su padre y a su madre, a su mujer
y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y
hasta a su propia vida, no puede ser mi
discípulo. El que no carga con su cruz y me
sigue, no puede ser mi discípulo.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una
torre, no se sienta primero a calcular los
gastos, para ver si tiene con qué terminarla?
No sea que una vez puestos los cimientos, no
pueda acabar y todos los que lo vean se rían
de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no
pudo terminar".
¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra
otro, no se sienta antes a considerar si con
diez mil hombres puede enfrentar al que viene
contra él con veinte mil? Por el contrario,
mientras el otro rey está todavía lejos, envía
una embajada para negociar la paz.
De la misma manera, cualquiera de ustedes
que no renuncie a todo lo que posee, no
puede ser mi discípulo. (Lucas 14, 25-33)
En el Evangelio de hoy Jesús insiste acerca
de las condiciones para ser sus discípulos: no
anteponer nada al amor por él, cargar la
propia cruz y seguirlo.

En efecto, mucha gente se acercaba a Jesús,


quería estar entre sus seguidores; y esto
sucedía especialmente después de algún
signo prodigioso, que le acreditaba como el
Mesías, el Rey de Israel.

Pero Jesús no quiere engañar a nadie. Él


sabe bien lo que le espera en Jerusalén, cuál
es el camino que el Padre le pide que recorra:
es el camino de la cruz, del sacrificio de sí
mismo para el perdón de nuestros pecados.

Seguir a Jesús no significa participar en un


cortejo triunfal. Significa compartir su amor
misericordioso, entrar en su gran obra de
misericordia por cada hombre y por todos los
hombres.

La obra de Jesús es precisamente una obra


de misericordia, de perdón, de amor. ¡Es tan
misericordioso Jesús! Y este perdón
universal, esta misericordia, pasa a través de
la cruz.

Pero Jesús no quiere realizar esta obra solo:


quiere implicarnos también a nosotros en la
misión que el Padre le ha confiado. Después
de la resurrección dirá a sus discípulos:
“Como el Padre me ha enviado, así también
los envío yo... A quienes perdonen los
pecados, les quedan perdonados” (Juan 20,
21.23).

El discípulo de Jesús renuncia a todos los


bienes porque ha encontrado en él el Bien
más grande, en el que cualquier bien recibe
su pleno valor y significado: los vínculos
familiares, las demás relaciones, el trabajo,
los bienes culturales y económicos, y así
sucesivamente.

El cristiano se desprende de todo y


reencuentra todo en la lógica del Evangelio, la
lógica del amor y del servicio.

Para explicar esta exigencia, Jesús usa dos


parábolas: la de la torre que se ha de
construir y la del rey que va a la guerra. Esta
segunda parábola dice así: “¿O qué rey, si va
a dar la batalla a otro rey, no se sienta
primero a deliberar si con diez mil hombres
podrá salir al paso del que lo ataca con veinte
mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos,
envía legados para pedir condiciones de paz”
(vs. 31-32).

Aquí, Jesús no quiere afrontar el tema de la


guerra, es sólo una parábola. Sin embargo,
en este momento en el que estamos rezando
fuertemente por la paz, esta palabra del
Señor nos toca en lo vivo, y en esencia nos
dice: existe una guerra más profunda que
todos debemos combatir. Es la decisión fuerte
y valiente de renunciar al mal y a sus
seducciones y elegir el bien, dispuestos a
pagar en persona: he aquí el seguimiento de
Jesús, he aquí el cargar la propia cruz.

Esta guerra profunda contra el mal. ¿De qué


sirve declarar la guerra, tantas guerras, si tú
no eres capaz de declarar esta guerra
profunda contra el mal?... No sirve para nada.
No funciona...

Esta guerra contra el mal comporta decir “no”


al odio fratricida y a los engaños de los que se
sirve; decir “no” a la violencia en todas sus
formas; decir “no” a la proliferación de las
armas y a su comercio ilegal. ¡Hay tanto de
esto! ¡Hay tanto de esto! Y siempre
permanece la duda: esta guerra de allá, esta
otra de allí - porque por todos lados hay
guerras - ¿es de verdad una guerra por
problemas o es una guerra comercial para
vender estas armas en el comercio ilegal?...

Estos son los enemigos que hay que


combatir, unidos y con coherencia, no
siguiendo otros intereses si no son los de la
paz y del bien común.

Queridos hermanos, hoy recordamos también


la Natividad de la Virgen María, fiesta
particularmente querida a las Iglesias
orientales. Y todos nosotros, ahora, podemos
enviar un gran saludo a todos los hermanos,
hermanas, obispos, monjes, monjas de las
Iglesias orientales, ortodoxas y católicas: ¡un
gran saludo! Jesús es el sol, María es la
aurora que anuncia su nacimiento.

Ayer por la noche hemos velado confiando a


su intercesión nuestra oración por la paz en el
mundo, especialmente en Siria y en todo
Oriente Medio.

La invocamos ahora como Reina de la paz.


Reina de la paz, ruega por nosotros. Reina de
la paz, ruega por nosotros.

Papa Francisco
(Ángelus 8/09/2013)

*****

El Evangelio nos dice que “mucha gente


acompañaba a Jesús” (v. 25). Como esas
multitudes que se agrupaban a lo largo del
camino de Jesús, muchos de ustedes han
venido para acoger su mensaje y para
seguirlo. Pero bien saben que el seguimiento
de Jesús no es fácil. Ustedes no han
descansado, y muchos han pasado la noche
aquí. El Evangelio de Lucas nos recuerda, en
efecto, las exigencias de este compromiso.

Es importante evidenciar cómo estas


exigencias se dan en el marco de la subida de
Jesús a Jerusalén, entre la parábola del
banquete donde la invitación está abierta a
todos - especialmente para aquellos
rechazados que viven en las calles y plazas,
en el cruce de caminos -; y las tres parábolas
llamadas de la misericordia, donde también
se organiza fiesta cuando lo perdido es
hallado, cuando quien parecía muerto es
acogido, celebrado y devuelto a la vida en la
posibilidad de un nuevo comenzar.

Toda renuncia cristiana tiene sentido a la luz


del gozo y la fiesta del encuentro con
Jesucristo.

La primera exigencia nos invita a mirar


nuestros vínculos familiares. La vida nueva
que el Señor nos propone resulta incómoda y
se transforma en sinrazón escandalosa para
aquellos que creen que el acceso al Reino de
los Cielos sólo puede limitarse o reducirse a
los vínculos de sangre, a la pertenencia a
determinado grupo, clan o cultura particular.

Cuando el “parentesco” se vuelve la clave


decisiva y determinante de todo lo que es
justo y bueno, se termina por justificar y hasta
“consagrar” ciertas prácticas que desembocan
en la cultura de los privilegios y la exclusión -
favoritismos, amiguismos y, por tanto,
corrupción -. La exigencia del Maestro nos
lleva a levantar la mirada y nos dice:
cualquiera que no sea capaz de ver al otro
como hermano, de conmoverse con su vida y
con su situación, más allá de su proveniencia
familiar, cultural, social “no puede ser mi
discípulo” (v. 26). Su amor y entrega es una
oferta gratuita por todos y para todos.

La segunda exigencia nos muestra lo difícil


que resulta el seguimiento del Señor cuando
se quiere identificar el Reino de los Cielos con
los propios intereses personales o con la
fascinación por alguna ideología que termina
por instrumentalizar el nombre de Dios o la
religión, para justificar actos de violencia,
segregación e incluso homicidio, exilio,
terrorismo y marginación.

La exigencia del Maestro nos anima a no


manipular el Evangelio con tristes
reduccionismos, sino a construir la historia en
fraternidad y solidaridad, en el respeto
gratuito de la tierra y de sus dones sobre
cualquier forma de explotación; animándonos
a vivir el “diálogo como camino; la
colaboración común como conducta; el
conocimiento recíproco como método y
criterio” (Documento sobre la fraternidad
humana, Abu Dhabi, 4 febrero 2019); no
cediendo a la tentación de ciertas doctrinas
incapaces de ver crecer juntos el trigo y la
cizaña en la espera del dueño de la mies (cfr.
Mateo 13,24-30).

Y, por último, ¡qué difícil puede resultar


compartir la vida nueva que el Señor nos
regala cuando continuamente somos
impulsados a justificarnos a nosotros mismos,
creyendo que todo proviene exclusivamente
de nuestras fuerzas y de aquello que
poseemos. Cuando la carrera por la
acumulación se vuelve agobiante y
abrumadora - como escuchamos en la
primera lectura -, exacerbando el egoísmo y
el uso de medios inmorales!

La exigencia del Maestro es una invitación a


recuperar la memoria agradecida y reconocer
que, más bien que una victoria personal,
nuestra vida y nuestras capacidades son fruto
de un regalo tejido entre Dios y tantas manos
silenciosas de personas de las cuales sólo
llegaremos a conocer sus nombres en la
manifestación del Reino de los Cielos (cfr.
Exhortación apostólica Gaudete et exsultate,
55).

Con estas exigencias, el Señor quiere


preparar a sus discípulos a la fiesta de la
irrupción del Reino de Dios, liberándolos de
ese obstáculo dañino, en definitiva, una de las
peores esclavitudes: el vivir para sí.

Es la tentación de encerrarse en pequeños


mundos que termina dejando poco espacio
para los demás: ya no entran los pobres, ya
no se escucha la voz de Dios, ya no se goza
la dulce alegría de su amor, ya no palpita el
entusiasmo por hacer el bien.

Muchos, al encerrarse, pueden sentirse


“aparentemente” seguros, pero terminan por
convertirse en personas resentidas, quejosas,
sin vida. Esa no es la opción de una vida
digna y plena, ese no es el deseo de Dios
para nosotros, esa no es la vida en el Espíritu
que brota del corazón de Cristo resucitado
(cfr. Exhortación apostólica Evangelii
gaudium, 2).

En el camino hacia Jerusalén, el Señor, con


estas exigencias, nos invita a levantar la
mirada, a ajustar las prioridades, y sobre todo,
a crear espacios para que Dios sea el centro
y eje de nuestra vida.

Miremos nuestro entorno, ¡cuántos hombres y


mujeres, jóvenes, niños, sufren y están
totalmente privados de todo! Esto no
pertenece al plan de Dios.

Cuán urgente es esta invitación de Jesús a


morir a nuestros encierros, a nuestros
individualismos orgullosos para dejar que el
espíritu de hermandad - que surge del
costado abierto de Jesucristo, de donde
nacemos como familia de Dios - triunfe, y
donde cada uno pueda sentirse amado,
porque es comprendido, aceptado y valorado
en su dignidad.

“Ante la dignidad humana pisoteada, a


menudo permanecemos con los brazos
cruzados o con los brazos caídos, impotentes
ante la fuerza oscura del mal. Pero el cristiano
no puede estar con los brazos cruzados,
indiferente, ni con los brazos caídos, fatalista:
¡no! El creyente extiende su mano, como lo
hace Jesús con él” (cfr. Homilía con motivo de
la Jornada Mundial de los Pobres, 18
noviembre 2018).

La Palabra de Dios que hemos escuchado


nos invita a reanudar el camino y a atrevernos
a dar ese salto cualitativo, y adoptar esta
sabiduría del desprendimiento personal, como
la base para la justicia y para la vida de cada
uno de nosotros: porque juntos podemos
darle batalla a todas esas idolatrías que llevan
a poner el centro de nuestra atención en las
seguridades engañosas del poder, de la
carrera y del dinero, y en la búsqueda
patológica de glorias humanas.

Las exigencias que indica Jesús dejan de ser


un peso cuando comenzamos a gustar la
alegría de la vida nueva que él mismo nos
propone: la alegría que nace de saber que él
es el primero en salir a buscarnos al cruce de
caminos, también cuando estábamos
perdidos como aquella oveja o ese hijo
pródigo.

Que este humilde realismo - es un realismo,


un realismo cristiano - nos impulse a asumir
grandes desafíos, y les dé las ganas de hacer
de su bello país un lugar donde el Evangelio
se haga vida, y la vida sea para mayor gloria
de Dios.

Decidámonos y hagamos nuestros los


proyectos del Señor.

Papa Francisco
(Homilía Antananarivo, Madagascar
8/09/2019
38. PARÁBOLAS
DE LA MISERICORDIA
(Lucas 15, 1-32)

Todos los publicanos y pecadores se


acercaban a Jesús para escucharlo. Los
fariseos y los escribas murmuraban, diciendo:
“Este hombre recibe a los pecadores y come
con ellos”.
Jesús les dijo entonces esta parábola:
“Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no
deja acaso las noventa y nueve en el campo y
va a buscar la que se había perdido, hasta
encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga
sobre sus hombros, lleno de alegría, y al
llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos,
y les dice: "Alégrense conmigo, porque
encontré la oveja que se me había perdido".
Les aseguro que, de la misma manera, habrá
más alegría en el cielo por un solo pecador
que se convierta, que por noventa y nueve
justos que no necesitan convertirse».
Y les dijo también: “Si una mujer tiene diez
dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la
lámpara, barre la casa y busca con cuidado
hasta encontrarla? Y cuando la encuentra,
llama a sus amigas y vecinas, y les dice:
"Alégrense conmigo, porque encontré la
dracma que se me había perdido".
Les aseguro que, de la misma manera, se
alegran los ángeles de Dios por un solo
pecador que se convierte”.
Jesús dijo también: “Un hombre tenía dos
hijos. El menor de ellos dijo a su padre:
"Padre, dame la parte de herencia que me
corresponde". Y el padre les repartió sus
bienes. Pocos días después, el hijo menor
recogió todo lo que tenía y se fue a un país
lejano, donde malgastó sus bienes en una
vida licenciosa. Ya había gastado todo,
cuando sobrevino mucha miseria en aquel
país, y comenzó a sufrir privaciones.
Entonces se puso al servicio de uno de los
habitantes de esa región, que lo envió a su
campo para cuidar cerdos. Él hubiera
deseado calmar su hambre con las bellotas
que comían los cerdos, pero nadie se las
daba.
Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos
jornaleros de mi padre tienen pan en
abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de
hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi
padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y
contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo,
trátame como a uno de tus jornaleros".
Entonces partió y volvió a la casa de su
padre.
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y
se conmovió profundamente; corrió a su
encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le
dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti;
no merezco ser llamado hijo tuyo".
Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan
en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle
un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo.
Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba
muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y
fue encontrado". Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver,
ya cerca de la casa, oyó la música y los coros
que acompañaban la danza. Y llamando a
uno de los sirvientes, le preguntó que
significaba eso.
Él le respondió: "Tu hermano ha regresado, y
tu padre hizo matar el ternero engordado,
porque lo ha recobrado sano y salvo".
El hermano se enojó y no quiso entrar. Su
padre salió para rogarle que entrara, pero él
le respondió: "Hace tantos años que te sirvo,
sin haber desobedecido jamás ni una sola de
tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para
hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora
que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber
gastado tus bienes con mujeres, haces matar
para él el ternero engordado!".
Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es
justo que haya fiesta y alegría, porque tu
hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y ha sido encontrado"».
(Lucas 15, 1-32)

En la liturgia de hoy se lee el capítulo 15 del


Evangelio de Lucas, que contiene las tres
parábolas de la misericordia: la de la oveja
perdida, la de la moneda extraviada y
después la más larga de las parábolas, típica
de san Lucas, la del padre y los dos hijos, el
hijo “pródigo” y el hijo que se cree “justo”, que
se cree santo.

Estas tres parábolas hablan de la alegría de


Dios. Dios es alegre.

Interesante esto: ¡Dios es alegre!... ¿Y cuál es


la alegría de Dios?... La alegría de Dios es
perdonar, ¡la alegría de Dios es perdonar!…
Es la alegría de un pastor que reencuentra su
oveja; la alegría de una mujer que halla su
moneda; es la alegría de un padre que vuelve
a acoger en casa al hijo que se había perdido,
que estaba como muerto y ha vuelto a la vida,
ha vuelto a casa.

¡Aquí está todo el Evangelio! ¡Aquí! ¡Aquí está


todo el Evangelio, está todo el cristianismo!

Pero miren que no es sentimiento, no es


“buenismo”. Al contrario, la misericordia es la
verdadera fuerza que puede salvar al hombre
y al mundo del “cáncer” que es el pecado, el
mal moral, el mal espiritual.

Sólo el amor llena los vacíos, las vorágines


negativas que el mal abre en el corazón y en
la historia. Sólo el amor puede hacer esto, y
ésta es la alegría de Dios.

Jesús es todo misericordia, Jesús es todo


amor: es Dios hecho hombre.

Cada uno de nosotros es esa oveja perdida,


esa moneda perdida; cada uno de nosotros
es ese hijo que ha derrochado la propia
libertad siguiendo ídolos falsos, espejismos
de felicidad, y ha perdido todo. Pero Dios no
nos olvida, el Padre no nos abandona nunca.
Es un Padre paciente, nos espera siempre.
Respeta nuestra libertad, pero permanece
siempre fiel. Y cuando volvemos a Él, nos
acoge como a hijos, en su casa, porque
jamás deja, ni siquiera por un momento, de
esperarnos, con amor. Y su corazón está en
fiesta por cada hijo que regresa.

Está en fiesta porque es alegría. Dios tiene


esta alegría, cuando uno de nosotros
pecadores va a Él y pide su perdón.

¿El peligro cuál es?... Es que presumamos de


ser justos, y juzguemos a los demás. Que
juzguemos incluso a Dios, porque pensamos
que debería castigar a los pecadores,
condenarlos a muerte, en lugar de perdonar.
Entonces sí que nos arriesgamos a
permanecer fuera de la casa del Padre. Como
ese hermano mayor de la parábola, que en
vez de estar contento porque su hermano ha
vuelto, se enfada con el padre que le ha
acogido y hace fiesta.
Si en nuestro corazón no hay la misericordia,
la alegría del perdón, no estamos en
comunión con Dios, aunque observemos
todos los preceptos, porque es el amor lo que
salva, no la sola práctica de los preceptos. Es
el amor a Dios y al prójimo lo que da
cumplimiento a todos los mandamientos. Y
éste es el amor de Dios, su alegría: perdonar.

¡Nos espera siempre!... Tal vez alguno en su


corazón tiene algo grave: “Pero he hecho
esto, he hecho aquello…”... ¡Él te espera! Él
es Padre: ¡siempre nos espera!...

Si nosotros vivimos según la ley “ojo por ojo,


diente por diente”, nunca salimos de la espiral
del mal.

El Maligno es listo, y nos hace creer que con


nuestra justicia humana podemos salvarnos y
salvar el mundo. En realidad sólo la justicia de
Dios nos puede salvar. Y la justicia de Dios se
ha revelado en la Cruz: la Cruz es el juicio de
Dios sobre todos nosotros y sobre este
mundo.

¿Pero cómo nos juzga Dios?... ¡Dando la vida


por nosotros! He aquí el acto supremo de
justicia que ha vencido de una vez por todas
al Príncipe de este mundo; y este acto
supremo de justicia es precisamente también
el acto supremo de misericordia.

Jesús nos llama a todos a seguir este camino:


“Sean misericordiosos, como su Padre es
misericordioso” (Lucas 6, 36).

Les pido algo, ahora. En silencio, todos,


pensemos... que cada uno piense en una
persona con la que no estamos bien, con la
que estamos enfadados, a la que no
queremos. Pensemos en esa persona y en
silencio, en este momento, oremos por ella y
seamos misericordiosos con esta persona.
[Silencio de oración]...

Papa Francisco
(Ángelus 15/09/2013)

*****

La liturgia de hoy nos propone el capítulo 15


del Evangelio de Lucas, considerado el
capítulo de la misericordia, que recoge tres
parábolas con las cuales Jesús responde a
las murmuraciones de los escribas y los
fariseos. Los cuales critican su
comportamiento y dicen: “Éste acoge a los
pecadores y come con ellos” (v. 2).

Con estas tres narraciones, Jesús quiere


hacer entender que Dios Padre es el primero
en tener una actitud acogedora y
misericordiosa hacia los pecadores. Dios
tiene esta actitud.

En la primera parábola Dios es presentado


como un pastor que deja las noventa y nueve
ovejas para ir en busca de la que se ha
perdido. En la segunda, es comparado con
una mujer que ha perdido una moneda y la
busca hasta que la encuentra. En la tercera
parábola Dios es imaginado como un padre
que acoge al hijo que se había alejado; la
figura del padre desvela el corazón de Dios,
de Dios misericordioso, manifestado en
Jesús.

Un elemento común en estas parábolas es el


expresado por los verbos que significan
alegrarse juntos, celebrar. No se habla de
estar de luto. El pastor llama a amigos y
vecinos y les dice: “Alégrense conmigo,
porque he hallado la oveja que se me había
perdido” (v. 6); la mujer llama a las amigas y a
las vecinas diciendo: “Alégrense conmigo
porque he hallado la dracma que había
perdido” (v. 9); el padre dice al otro hijo:
“Convenía celebrar una fiesta y alegrarse,
porque este hermano tuyo estaba muerto, y
ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido
hallado” (v. 32).

En las dos primeras parábolas se pone el


acento en la alegría tan incontenible como
para tener que compartirla con “amigos y
vecinos”. En la tercera parábola se pone en la
fiesta que nace del corazón del padre
misericordioso y se expande a toda su casa.
Esta fiesta de Dios para quienes vuelven a Él
arrepentidos es más que nunca entonada en
el Año jubilar que estamos viviendo, como
dice el mismo término “Jubileo”, es decir
júbilo, gozo, alegría.

Con estas tres parábolas, Jesús nos presenta


el verdadero rostro de Dios, un Padre con los
brazos abiertos, que trata a los pecadores con
ternura y compasión.

La parábola que más conmueve - conmueve


a todos -, porque manifiesta el infinito amor
de Dios, es la del padre que estrecha, que
abraza al hijo encontrado. Y lo que llama la
atención no es tanto la triste historia de un
joven que se precipita en la degradación, sino
sus palabras decisivas: “Me levantaré, iré a mi
padre” (v. 18).

El camino de vuelta a casa es el camino de la


esperanza y de la vida nueva.

Dios espera siempre nuestro reanudar el


viaje, nos espera con paciencia, nos ve
cuando todavía estamos lejos, sale a nuestro
encuentro, nos abraza, nos besa, nos
perdona. ¡Así es Dios! ¡Así es nuestro Padre!
Y su perdón borra el pasado y nos regenera
en el amor.

Dios nuestro Padre olvida el pasado: ésta es


su debilidad. Cuando nos abraza y nos
perdona, pierde la memoria, ¡no tiene
memoria!... Olvida el pasado. Cuando
nosotros pecadores nos convertimos y
dejamos que nos encuentre Dios, no nos
esperan reproches y asperezas, porque Dios
salva, nos vuelve a acoger en casa con
alegría y lo celebra.

Jesús mismo en el Evangelio de hoy dice así:


“Habrá más alegría en el cielo por un solo
pecador que se convierta que por noventa y
nueve justos que no tienen necesidad de
conversión” (v. 7). Y yo les hago una
pregunta: ¿Han pensado alguna vez que cada
vez que nos acercamos a un confesionario
hay alegría en el cielo?... ¿Han pensado en
esto?... ¡Qué bonito!

Esto nos infunde una gran esperanza, porque


no hay pecado en el cual hayamos caído y del
cual, con la gracia de Dios, no podamos
resurgir; no hay persona irrecuperable,
¡ninguno es irrecuperable! Porque Dios no
deja nunca de querer nuestro bien, ¡incluso
cuando pecamos!

Que la Virgen María, refugio de los


pecadores, haga surgir en nuestros
corazones la confianza que se encendió en el
corazón del hijo pródigo: “Me levantaré, iré a
mi padre y le diré: Padre, pequé contra el
cielo y contra ti” (v. 18).

Por este camino, nosotros podemos dar


alegría a Dios, y su alegría puede convertirse
en su fiesta y la nuestra.

Papa Francisco
(Ángelus 11/09/2016)
39. PARÁBOLA
DEL PADRE MISERICORDIOSO
(Lucas 15, 1-3.11-32)

Todos los publicanos y pecadores se


acercaban a Jesús para escucharlo. Los
fariseos y los escribas murmuraban, diciendo:
“Este hombre recibe a los pecadores y come
con ellos.” Jesús les dijo entonces esta
parábola:
“Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos
dijo a su padre: "Padre, dame la parte de
herencia que me corresponde." Y el padre les
repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió
todo lo que tenía y se fue a un país lejano,
donde malgastó sus bienes en una vida
licenciosa.
Ya había gastado todo, cuando sobrevino
mucha miseria en aquel país, y comenzó a
sufrir privaciones. Entonces se puso al
servicio de uno de los habitantes de esa
región, que lo envió a su campo para cuidar
cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre
con las bellotas que comían los cerdos, pero
nadie se las daba.
Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos
jornaleros de mi padre tienen pan en
abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de
hambre!" Ahora mismo iré a la casa de mi
padre y le diré: "Padre, pequé contra el
Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado
hijo tuyo, trátame como a uno de tus
jornaleros." Entonces partió y volvió a la casa
de su padre.
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y
se conmovió profundamente, corrió a
su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo
y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo."
Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan
enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle
un anillo en el dedo y sandalias en los pies.
Traigan el ternero engordado y mátenlo.
Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba
muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y
fue encontrado." Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver,
ya cerca de la casa, oyó la música y los coros
que acompañaban la danza. Y llamando a
uno de los sirvientes, le preguntó qué
significaba eso.
Él le respondió: "Tu hermano ha regresado, y
tu padre hizo matar el ternero engordado,
porque lo ha recobrado sano y salvo."
Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió
para rogarle que entrara, pero él le respondió:
"Hace tantos años que te sirvo sin haber
desobedecido jamás ni una sola de tus
órdenes, y nunca me diste un cabrito para
hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora
que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber
gastado tus bienes con mujeres, haces matar
para él el ternero engordado!"
Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es
justo que haya fiesta y alegría, porque tu
hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y ha sido encontrado."” (Lucas
15, 1-3.11-32)

Dentro del itinerario cuaresmal, el Evangelio


nos presenta hoy la parábola del padre
misericordioso, que tiene como protagonista a
un padre con sus dos hijos.

El relato nos hace ver algunas características


de este padre: es un hombre siempre
preparado para perdonar y que espera contra
toda esperanza. Sorprende sobre todo su
tolerancia ante la decisión del hijo más joven
de irse de casa: podría haberse opuesto,
sabiendo que todavía es inmaduro, un
muchacho joven, o buscar algún abogado
para no darle la herencia ya que todavía
estaba vivo. Sin embargo le permite
marcharsd, aún previendo los posibles
riesgos.

Así actúa Dios con nosotros: nos deja libres,


también para equivocarnos, porque al
crearnos nos ha hecho el gran regalo de la
libertad. Nos toca a nosotros hacer un buen
uso. ¡Este regalo de la libertad que nos da
Dios, me sorprende siempre!

Pero la separación de ese hijo es sólo física;


el padre lo lleva siempre en el corazón;
espera con confianza su regreso, escruta el
camino con la esperanza de verlo. Y esto
significa que este padre, cada día subía a la
terraza para ver si su hijo volvía. Y un día lo
ve aparecer a lo lejos (v. 20). Entonces se
conmueve al verlo, corre a su encuentro, lo
abraza y lo besa.

¡Cuánta ternura! ¡Y este hijo había hecho


cosas graves! Pero el padre lo acoge así.
La misma actitud reserva el padre al hijo
mayor, que siempre ha permanecido en casa,
y ahora está indignado y protesta porque no
entiende y no comparte toda la bondad hacia
el hermano que se había equivocado.

El padre también sale al encuentro de este


hijo y le recuerda que ellos han estado
siempre juntos, tienen todo en común (v. 31),
pero es necesario acoger con alegría al
hermano que finalmente ha vuelto a casa.

Y esto me hace pensar en una cosa: cuando


uno se siente pecador, se siente realmente
poca cosa, o como he escuchado decir a
muchos: “Padre, soy una porquería”,
entonces es el momento de ir al Padre.

Por el contrario, cuando uno se siente justo


“Yo siempre he hecho las cosas bien…” -,
igualmente el Padre va a buscarnos porque
esa actitud de sentirse justo es una actitud
mala: ¡es la soberbia! Viene del diablo.
El padre espera a los que se reconocen
pecadores y va a buscar a aquellos que se
sienten justos. ¡Este es nuestro Padre!

En esta parábola también se puede entrever


un tercer hijo. ¿Un tercer hijo?... ¿Y dónde...
¡Está escondido!... Es el que “siendo de
condición divina, no retuvo ávidamente el ser
igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de siervo” (Filipenses 2, 6-
7). ¡Este Hijo-Siervo es Jesús! Es la extensión
de los brazos y del corazón del Padre: él ha
acogido al pródigo y ha lavado sus pies
sucios; él ha preparado el banquete para la
fiesta del perdón. Él, Jesús, nos enseña a ser
“misericordiosos como el Padre”.

La figura del padre de la parábola desvela el


corazón de Dios. Él es el Padre
misericordioso que en Jesús nos ama más
allá de cualquier medida, espera siempre
nuestra conversión cada vez que nos
equivocamos; espera nuestro regreso cuando
nos alejamos de Él pensando que podemos
prescindir de Él; está siempre preparado a
abrirnos sus brazos pase lo que pase.
Como el padre del Evangelio, también Dios
continúa considerándonos sus hijos cuando
nos hemos perdido, y viene a nuestro
encuentro con ternura cuando volvemos a Él.
Y nos habla con tanta bondad cuando
nosotros creemos ser justos. Los errores que
cometemos, aunque sean grandes, no
rompen la fidelidad de su amor.

En el sacramento de la Reconciliación
podemos siempre comenzar de nuevo: Él nos
acoge, nos restituye la dignidad de hijos
suyos, y nos dice: “¡Ve hacia adelante!
¡Quédate en paz! ¡Levántate, ve hacia
adelante!”.

En este tramo de la Cuaresma que aún nos


separa de la Pascua, estamos llamados a
intensificar el camino interior de la conversión.
Dejémonos alcanzar por la mirada llena de
amor de nuestro Padre, y volvamos a Él con
todo el corazón, rechazando cualquier
compromiso con el pecado.

Que la Virgen María nos acompañe hasta el


abrazo regenerador con la Divina
Misericordia.
Papa Francisco
(Ángelus 6/03/2016)

*****
“Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio
y se conmovió profundamente; corrió a su
encuentro, lo abrazó y lo besó” (Lucas 15,20).

El Evangelio nos pone así en el corazón de la


parábola que transparenta la actitud del padre
al ver volver a su hijo: tocado en las entrañas
no lo deja llegar a casa cuando lo sorprende
corriendo a su encuentro. Un hijo esperado y
añorado. Un padre conmovido al verlo
regresar.

Pero no fue el único momento en que el padre


corrió. Su alegría sería incompleta sin la
presencia de su otro hijo. Por eso también
sale a su encuentro para invitarlo a participar
de la fiesta (v. 28).

Pero, parece que al hijo mayor no le gustaban


las fiestas de bienvenida, le costaba soportar
la alegría del padre, no reconoce el regreso
de su hermano: “ese hijo tuyo” afirmó (v. 30).
Para él su hermano sigue perdido, porque lo
había perdido ya en su corazón.

En su incapacidad de participar de la fiesta,


no sólo no reconoce a su hermano, sino que
tampoco reconoce a su padre. Prefiere la
orfandad a la fraternidad, el aislamiento al
encuentro, la amargura a la fiesta. No sólo le
cuesta entender y perdonar a su hermano,
tampoco puede aceptar tener un padre capaz
de perdonar, dispuesto a esperar y velar para
que ninguno quede afuera, en definitiva, un
padre capaz de sentir compasión.

En el umbral de esa casa parece


manifestarse el misterio de nuestra
humanidad: por un lado, estaba la fiesta por el
hijo encontrado y, por otro, un cierto
sentimiento de traición e indignación por
festejar su regreso. Por un lado, la
hospitalidad para aquel que había
experimentado la miseria y el dolor, que
incluso había llegado a oler y a querer
alimentarse con lo que comían los cerdos; por
otro lado, la irritación y la cólera por darle
lugar a quien no era digno ni merecedor de tal
abrazo.
Así, una vez más sale a la luz la tensión que
se vive al interior de nuestros pueblos y
comunidades, e incluso de nosotros mismos.
Una tensión que desde Caín y Abel nos
habita y que estamos invitados a mirar de
frente: ¿Quién tiene derecho a permanecer
entre nosotros, a tener un puesto en nuestras
mesas y asambleas, en nuestras
preocupaciones y ocupaciones, en nuestras
plazas y ciudades?... Parece continuar
resonando esa pregunta fratricida: acaso ¿yo
soy el guardián de mi hermano?... (cfr.
Génesis 4,9).

En el umbral de esa casa aparecen las


divisiones y enfrentamientos, la agresividad y
los conflictos que golpearán siempre las
puertas de nuestros grandes deseos, de
nuestras luchas por la fraternidad y para que
cada persona pueda experimentar desde ya
su condición y su dignidad de hijo.

Pero a su vez, en el umbral de esa casa


brillará con toda claridad, sin elucubraciones
ni excusas que le quiten fuerza, el deseo del
Padre: que todos sus hijos tomen parte de su
alegría; que nadie viva en condiciones no
humanas como su hijo menor, ni en la
orfandad, el aislamiento o en la amargura
como el hijo mayor. Su corazón quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad (1 Timoteo 2,4).

Es cierto, son tantas las circunstancias que


pueden alimentar la división y la
confrontación; son innegables las situaciones
que pueden llevarnos a enfrentarnos y a
dividirnos. No podemos negarlo. Siempre nos
amenaza la tentación de creer en el odio y la
venganza como formas legítimas de brindar
justicia de manera rápida y eficaz. Pero la
experiencia nos dice que el odio, la división y
la venganza, lo único que logran es matar el
alma de nuestros pueblos, envenenar la
esperanza de nuestros hijos, destruir y
llevarse consigo todo lo que amamos.

Por eso Jesús nos invita a mirar y contemplar


el corazón del Padre. Sólo desde ahí
podremos re-descubrirnos cada día como
hermanos. Sólo desde ese horizonte amplio,
capaz de ayudarnos a trascender nuestras
miopes lógicas divisorias, seremos capaces
de alcanzar una mirada que no pretenda
clausurar ni claudicar nuestras diferencias
buscando quizás una unidad forzada o la
marginación silenciosa. Sólo si cada día
somos capaces de levantar los ojos al cielo y
decir Padre nuestro, podremos entrar en una
dinámica que nos posibilite mirar y
arriesgarnos a vivir no como enemigos sino
como hermanos.

“Todo lo mío es tuyo” (v. 31), le dice el padre


a su hijo mayor. Y no se refiere tan sólo a los
bienes materiales sino a ser partícipe también
de su mismo amor y de su misma compasión.
Esa es la mayor herencia y riqueza del
cristiano. Porque en vez de medirnos o
clasificarnos por una condición moral, social,
étnica o religiosa podemos reconocer que
existe otra condición que nadie podrá borrar
ni aniquilar ya que es puro regalo: la
condición de hijos amados, esperados y
celebrados por el Padre.

“Todo lo mío es tuyo”, también mi capacidad


de compasión, nos dice el Padre. No
caigamos en la tentación de reducir nuestra
pertenencia de hijos a una cuestión de leyes y
prohibiciones, de deberes y cumplimientos.
Nuestra pertenencia y nuestra misión no
nacerá de voluntarismos, legalismos,
relativismos o integrismos, sino de personas
creyentes que implorarán cada día con
humildad y constancia: venga a nosotros tu
Reino.

La parábola evangélica presenta un final


abierto. Vemos al padre rogar a su hijo mayor
que entre a participar de la fiesta de la
misericordia. El evangelista no dice nada
sobre cuál fue la decisión que éste tomó. ¿Se
habrá sumado a la fiesta?... Podemos pensar
que este final abierto está dirigido para que
cada comunidad, cada uno de nosotros pueda
escribirlo con su vida, con su mirada, con su
actitud hacia los demás. El cristiano sabe que
en la casa del Padre hay muchas moradas,
sólo quedan afuera aquellos que no quieren
tomar parte de su alegría.

Queridos hermanos, queridas hermanas,


quiero darles las gracias por el modo en que
dan testimonio del evangelio de la
misericordia en estas tierras. Gracias por los
esfuerzos realizados para que sus
comunidades sean oasis de misericordia. Los
animo y los aliento a seguir haciendo crecer la
cultura de la misericordia, una cultura en la
que ninguno mire al otro con indiferencia ni
aparte la mirada cuando vea su sufrimiento
(cfr. Carta apostólica Misericordia et misera,
20).

Sigan cerca de los pequeños y de los pobres,


de los que son rechazados, abandonados e
ignorados, sigan siendo signo del abrazo y del
corazón del Padre.

Y que el Misericordioso y el Clemente - como


lo invocan tan a menudo nuestros hermanos y
hermanas musulmanes - los fortalezca y
haga fecundas las obras de su amor.

Papa Francisco
(Homilía en Rabat – Marruecos
31/03/2019)
40. PARÁBOLA
DE LA OVEJA PERDIDA
(Lucas 15, 3-7)

Jesús dijo a los fariseos y a los escribas esta


parábola:
“Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no
deja acaso las noventa y nueve en el campo y
va a buscar la que se había perdido, hasta
encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga
sobre sus hombros, lleno de alegría, y al
llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos,
y les dice: "Alégrense conmigo, porque
encontré la oveja que se me había perdido."
Les aseguro que, de la misma manera, habrá
más alegría en el cielo por un solo pecador
que se convierta, que por noventa y nueve
justos que no necesitan convertirse” (Lucas
15, 3-7).

Conocemos todos la imagen del Buen Pastor


que carga sobre sus hombros a la oveja
perdida. Desde siempre esta imagen
representa la solicitud de Jesús hacia los
pecadores y la misericordia de Dios que no se
resigna a perder a ninguno.
Jesús cuenta la parábola para hacer
comprender que su cercanía a los pecadores
no debe escandalizar, sino, al contrario,
provocar en todos una seria reflexión acerca
de cómo vivimos nuestra fe.

El relato presenta, por una parte, a los


pecadores que se acercan a Jesús para
escucharlo y, por otra, a los doctores de la
ley, los escribas sospechosos que se alejan
de él por este comportamiento suyo. Se
alejan porque Jesús se acerca a los
pecadores. Eran orgullosos, eran soberbios,
se creían justos.

Nuestra parábola se desarrolla alrededor de


tres personajes: el pastor, la oveja perdida y
el resto del rebaño. Quien actúa, sin embargo,
es sólo el pastor, no las ovejas. El pastor, por
lo tanto, es el único auténtico protagonista y
todo depende de él.

Una pregunta introduce la parábola: “¿Quién


de ustedes que tiene cien ovejas, si pierde
una de ellas, no deja las noventa y nueve en
el desierto, y va a buscar a la que se perdió
hasta que la encuentra?” (v. 4). Se trata de
algo paradójico que lleva a dudar acerca del
modo de obrar del pastor: ¿es sabio
abandonar a las noventa y nueve por una sola
oveja?... Y, por lo demás, sin la seguridad de
un redil, sino en el desierto.

Según la tradición bíblica el desierto es lugar


de muerte dónde es difícil encontrar alimento
y agua, sin amparo y bajo la amenaza de las
fieras y de los salteadores. ¿Qué pueden
hacer noventa y nueve ovejas indefensas?…

La paradoja, de todos modos, sigue diciendo


que el pastor, al encontrar a la oveja, “la pone
contento sobre sus hombros, y llegando a
casa convoca a los amigos y vecinos, y les
dice: Alégrense conmigo» (vs. 5-6). Parece,
por lo tanto, que el pastor no regresa al
desierto para recuperar a todo el rebaño.
Dedicado a esa única oveja parece olvidar a
las otras noventa y nueve. Pero en realidad
no es así.

La enseñanza que Jesús quiere darnos es


más bien que no se puede dejar que ninguna
oveja se pierda.
El Señor no puede resignarse ante el hecho
de que incluso una sola persona pueda
perderse. El modo de obrar de Dios es el de
quien va en busca de los hijos perdidos para
luego hacer fiesta y alegrarse con todos por
haberlos encontrado.

Se trata de un deseo incontenible: ni siquiera


noventa y nueve ovejas pueden detener al
pastor y tenerlo encerrado en el redil. Él
podría razonar así: “Hago un cálculo: tengo
noventa y nueve, he perdido una, pero no es
una gran pérdida”. Pero en cambio, va a
buscar a esa perdida, porque cada una es
muy importante para él y esa es la más
necesitada, la más abandonada, la más
descartada; y él va a buscarla.

Estamos todos avisados: la misericordia hacia


los pecadores es el estilo con el cual obra
Dios y a esa misericordia Él es muy fiel: nada
ni nadie podrá apartarlo de su voluntad de
salvación.

Dios no conoce nuestra cultura actual del


descarte; en Dios esto no tiene lugar. Dios no
descarta a ninguna persona; Dios ama a
todos, busca a todos: ¡uno por uno! Él no
conoce la expresión “descartar a la gente”,
porque es todo amor y misericordia.

El rebaño del Señor está siempre en camino:


no se posesiona del Señor, no puede
ilusionarse con aprisionarlo en nuestros
esquemas y en nuestras estrategias. Al pastor
se lo encontrará allí donde está la oveja
perdida.

Así, pues, al Señor hay que buscarlo allí


donde Él quiere encontrarnos, no donde
nosotros pretendemos encontrarlo. De
ninguna otra forma se podrá reconstituir el
rebaño si no es siguiendo la senda trazada
por la misericordia del pastor.

Mientras busca a la oveja perdida, el pastor


provoca a las noventa y nueve para que
participen en la reunificación del rebaño.
Entonces no sólo la oveja que lleva sobre los
hombros, sino todo el rebaño, seguirá al
pastor hasta su casa para hacer fiesta con
“amigos y vecinos”.
Deberíamos reflexionar con frecuencia sobre
esta parábola, porque en la comunidad
cristiana siempre hay alguien que falta y se ha
marchado dejando un sitio vacío. A veces
esto es desalentador y nos lleva a creer que
se trate de una pérdida inevitable, una
enfermedad sin remedio. Es entonces que
corremos el peligro de encerrarnos dentro de
un redil, donde no habrá olor de oveja, sino
olor a encierro. ¡Y los cristianos no debemos
ser cerrados, porque tendremos el olor de las
cosas cerradas! ¡Nunca!

Hay que salir y no cerrarse en sí mismo, en


las pequeñas comunidades, en la parroquia,
considerándose “los justos”. Esto sucede
cuando falta el impulso misionero que nos
lleva al encuentro de los demás.

En la visión de Jesús no hay ovejas


definitivamente perdidas, sino sólo ovejas que
hay que volver a encontrar. Esto debemos
entenderlo bien: para Dios nadie está
definitivamente perdido. ¡Nunca! Hasta el
último momento, Dios nos busca. Pesemos
en el buen ladrón.
Pero sólo en la visión de Jesús nadie está
definitivamente perdido. La perspectiva, por lo
tanto, es totalmente dinámica, abierta,
estimulante y creativa. Nos impulsa a salir en
búsqueda para emprender un camino de
fraternidad.

Ninguna distancia puede mantener alejado al


pastor; y ningún rebaño puede renunciar a un
hermano. Encontrar a quien se ha perdido es
la alegría del pastor y de Dios, pero es
también la alegría de todo el rebaño.

Todos nosotros somos ovejas encontradas y


convocadas por la misericordia del Señor,
llamados a recoger junto a Él a todo el
rebaño.

Papa Francisco
(Audiencia General 4/05/2016)
41. PARÁBOLA
DEL ADMINISTRADOR INFIEL
(Lucas 16, 1-13)

Jesús decía a los discípulos:


“Había un hombre rico que tenía un
administrador, al cual acusaron de malgastar
sus bienes. Lo llamó y le dijo: "¿Qué es lo que
me han contado de ti? Dame cuenta de tu
administración, porque ya no ocuparás más
ese puesto".
El administrador pensó entonces: "¿Qué voy
a hacer ahora que mi señor me quita el
cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir
limosna? Me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy
a hacer para que, al dejar el puesto, haya
quienes me reciban en su casa!"
Llamó uno por uno a los deudores de su
señor y preguntó al primero: "¿Cuánto debes
a mi señor?" "Veinte barriles de aceite", le
respondió. El administrador le dijo: "Toma tu
recibo, siéntate en seguida, y anota diez".
Después preguntó a otro: "Y tú, ¿cuánto
debes?" "Cuatrocientos quintales de trigo", le
respondió. El administrador le dijo: "Toma tu
recibo y anota trescientos".
Y el Señor alabó a este administrador
deshonesto, por haber obrado tan hábilmente.
Porque los hijos de este mundo son más
astutos en su trato con los demás que los
hijos de la luz.
Pero yo les digo: Gánense amigos con el
dinero de la injusticia, para que el día en que
este les falte, ellos los reciban en las moradas
eternas.
El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo
mucho, y el que es deshonesto en lo poco,
también es deshonesto en lo mucho. Si
ustedes no son fieles en el uso del dinero
injusto, ¿quién les confiará el verdadero bien?
Y si no son fieles con lo ajeno, ¿quién les
confiará lo que les pertenece a ustedes?
Ningún servidor puede servir a dos señores,
porque aborrecerá a uno y amará al otro, o
bien se interesará por el primero y
menospreciará al segundo. No se puede
servir a Dios y al Dinero”. (Lucas 16, 1-13)

Hoy Jesús nos lleva a reflexionar sobre dos


estilos de vida contrapuestos: el mundano y el
del Evangelio. El espíritu del mundo y el
espíritu de Jesús. Y lo hace mediante la
narración de la parábola del administrador
infiel y corrupto, que es alabado por Jesús, a
pesar de su deshonestidad.

Es necesario precisar inmediatamente que


este administrador no se presenta como
modelo a seguir, sino como ejemplo de
astucia.

Este hombre es acusado de mala


administración de los negocios de su señor y,
antes de ser apartado de ella, busca
astutamente ganarse la benevolencia de sus
deudores, condonando parte de la deuda para
asegurarse, así, un futuro.

Comentando este comportamiento, Jesús


observa: “los hijos de este mundo son más
astutos con los de su generación que los hijos
de la luz” (v. 8).

Ante tal astucia mundana nosotros estamos


llamados a responder con la astucia cristiana,
que es un don del Espíritu Santo.

Se trata de alejarse del espíritu de los valores


del mundo, que tanto gustan al demonio, para
vivir según el espíritu del Evangelio.
Y la mundanidad, ¿cómo se manifiesta?...

La mundanidad se manifiesta con actitudes


de corrupción, de engaño, de abuso, y
supone el camino equivocado, el camino del
pecado, ¡porque uno te lleva al otro! Es como
una cadena, aunque sí - es verdad - es el
camino más cómodo de recorrer
generalmente.

En cambio el espíritu del Evangelio requiere


un estilo de vida serio - ¡serio pero alegre,
lleno de alegría! -; un estilo de vida serio y de
duro trabajo, basado en la honestidad, en la
transparencia, en el respeto de los demás y
su dignidad, en el sentido del deber. Y ¡esta
es la astucia cristiana!

El recorrido de la vida necesariamente


conlleva una elección entre dos caminos:
entre la honestidad y la deshonestidad, entre
la fidelidad y la infidelidad, entre el egoísmo y
el altruismo, entre el bien y el mal. No se
puede oscilar entre el uno y el otro, porque se
mueven en lógicas distintas y contrastantes.
El profeta Elías decía al pueblo de Israel que
iba por estos dos caminos: “¡Ustedes cojean
con dos pies!” (cfr. 1 Reyes 18, 21). Es una
imagen bonita.

Es importante decidir qué dirección tomar y


después, una vez elegida la adecuada,
caminar con soltura y determinación,
confiando en la gracia del Señor y en el apoyo
de su Espíritu.

Fuerte y categórica es la conclusión del


pasaje evangélico: “Ningún criado puede
servir a dos señores, porque aborrecerá a uno
y amará al otro; o bien se entregará a uno y
despreciará al otro” (v. 13).

Con esta enseñanza, Jesús nos exhorta hoy a


elegir claramente entre él y el espíritu del
mundo, entre la lógica de la corrupción, del
abuso y de la avidez y la lógica de la rectitud,
de la humildad y del compartir.
42. PARÁBOLA DEL RICO
DERROCHADOR
Y EL POBRE LÁZARO
(Lucas 16, 19-31)

Jesús dijo a los fariseos:


“Había un hombre rico que se vestía de
púrpura y lino finísimo y cada día hacía
espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto
de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que
ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa
del rico; y hasta los perros iban a lamer sus
llagas.
El pobre murió y fue llevado por los ángeles al
seno de Abraham. El rico también murió y fue
sepultado. En la morada de los muertos, en
medio de los tormentos, levantó los ojos y vio
de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él.
Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten
piedad de mí y envía a Lázaro para que moje
la punta de su dedo en el agua y refresque mi
lengua, porque estas llamas me atormentan”.
“Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que
has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en
cambio, recibió males; ahora él encuentra
aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además,
entre ustedes y nosotros se abre un gran
abismo. De manera que los que quieren pasar
de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y
tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”.
El rico contestó: “Te ruego entonces, padre,
que envíes a Lázaro a la casa de mi padre,
porque tengo cinco hermanos: que él los
prevenga, no sea que ellos también caigan en
este lugar de tormento”.
Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los
Profetas; que los escuchen”.
“No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si
alguno de los muertos va a verlos, se
arrepentirán”.
Pero Abraham respondió: “Si no escuchan a
Moisés y a los Profetas, aunque resucite
alguno de entre los muertos, tampoco se
convencerán”. (Lucas 16, 19-31)

Existe una palabra más que mágica, capaz de


abrir la puerta de la esperanza que ni siquiera
vemos y de restituir el propio nombre a quien
lo perdió por haber confiado sólo en sí mismo
y en las fuerzas humanas. Esta palabra es
“Padre”, y se debe pronunciar con la certeza
de escuchar la voz de Dios que nos responde
llamándonos “hijo”.
La invitación a confiar siempre en el Señor
nos viene hoy de los textos de la liturgia.

La primera lectura tomada de Jeremías 17, 5-


10, comienza con una maldición: “Maldito
quien confía en el hombre”. Se define como
“maldita” a la persona que confía sólo en las
propias fuerzas, porque lleva dentro de sí una
maldición.

En contraposición, es “bendito” quien confía


en el Señor, porque - como se lee en el
Salmo 1 -, “será como un árbol plantado junto
al agua, que alarga a la corriente sus raíces;
no teme la llegada del estío, su follaje siempre
está verde; en año de sequía no se inquieta,
ni dejará por eso de dar fruto”.

Precisamente, esta imagen nos hace pensar


en las palabras de Jesús acerca de la casa:
bienaventurado el hombre que edifica su casa
sobre la roca, en terreno seguro; en cambio
es infeliz quien edifica sobre la arena: no tiene
consistencia.

La Palabra de Dios hoy nos enseña que sólo


en el Señor está nuestra confianza segura:
otras confianzas no sirven, no nos salvan, no
nos dan vida, no nos dan alegría. Es una
enseñanza clara en la cual todos estamos de
acuerdo.

Sin embargo, nuestro problema es que


nuestro corazón es de poco fiar, y así, incluso
sabiendo que nos equivocamos, nos gusta
más confiar en nosotros mismos, o confiar en
ese amigo, o en esa situación buena que
tengo, o en esa ideología… y favorecemos la
tendencia a decidir nosotros mismos dónde
poner nuestra confianza, con la consecuencia
clara de que el Señor queda un poco de lado.

Pero, ¿por qué es maldito el hombre que


confía en el hombre, en sí mismo?...
Simplemente porque esa confianza le hace
mirarse sólo a sí mismo, lo encierra en sí
mismo, sin horizontes, sin puertas abiertas,
sin ventanas.

Había un hombre rico – nos dice el Evangelio


- que tenía todo, llevaba vestimenta de
púrpura, comía todos los días grandes
banquetes, y se daba a la buena vida. Y se
sentía tan contento que no se daba cuenta de
que en la puerta de su casa, lleno de llagas,
estaba un tal Lázaro: un pobrecito, un
vagabundo, con sus perros.

Lázaro estaba allí, hambriento, y comía sólo


lo que caía de la mesa del rico: las migajas.

Nosotros sabemos el nombre del vagabundo:


se llamaba Lázaro; pero, ¿cómo se llamaba
el hombre rico?... ¡No tiene nombre!...

Precisamente, esta es la maldición más fuerte


para la persona que confía en sí misma y en
sus fuerzas, o en las posibilidades de los
hombres, y no en Dios: ¡perder el nombre!.

Mirando a estas dos personas propuestas en


el Evangelio - el pobre que tiene nombre y
confía en el Señor, y el rico que ha perdido el
nombre y confía en sí mismo - decimos: es
verdad, debemos confiar en el Señor.

Todos nosotros tenemos esta debilidad, esta


fragilidad de poner nuestras esperanzas en
nosotros mismos o en los amigos o en las
posibilidades humanas solamente. Y nos
olvidamos del Señor. Es una actitud que nos
lleva lejos del Señor, por el camino de la
infelicidad, como el rico del Evangelio que al
final es un infeliz, porque se condenó a sí
mismo.

Estamos en Cuaresma y hoy nos hará bien


preguntarnos: ¿Dónde está mi confianza?...
¿Está en el Señor, o soy un pagano que
confío en las cosas, en los ídolos que yo he
hecho?... ¿Tengo aún un nombre o he
comenzado a perder el nombre y me llamo
“yo”?, con todas las declinaciones: “mi,
conmigo, para mí, sólo yo: siempre en el
egoísmo, yo”.

Este es un modo de vivir que ciertamente no


nos da salvación.

Pero hay una puerta de esperanza para todos


los que se arraigaron en la confianza en el
hombre o en sí mismos, los que perdieron el
nombre; porque al final, al final, al final
siempre hay una posibilidad, lo testimonia
precisamente el rico, que cuando se da
cuenta de que ha perdido el nombre, ha
perdido todo, y eleva los ojos y dice una sola
palabra: “¡Padre!”. La respuesta de Dios es
una sola palabra: “¡Hijo!”.

Lo mismo sucede para todos los que en la


vida se inclinan por poner la confianza en el
hombre, en sí mismos, terminando por perder
el nombre, por perder esta dignidad: existe
aún la posibilidad de decir esta palabra que
es más que mágica, es más, es fuerte:
“¡Padre!”...

Y sabemos que Él – Dios, el Padre - siempre


nos espera para abrir una puerta que
nosotros no vemos. Y nos dirá: “¡Hijo!”.

Pidamos al Señor que nos dé la gracia, que


nos dé la sabiduría de tener confianza sólo en
Él y no en las cosas, en las fuerzas humanas:
sólo en Él. Y que a quien ha perdido esta
confianza, Dios le conceda al menos la luz
para reconocer y pronunciar esta palabra que
salva, que abre una puerta y que le hace
escuchar la voz del Padre que lo llama: hijo.

Papa Francisco
(Homilía en Casa Santa Marta
20/03/2014)
43. JESÚS HABLA A LOS APÓSTOLES
SOBRE LA FE
(Lucas 17, 5-10)

En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al


Señor: - Auméntanos la fe.
El Señor contestó: - Si tuvieran fe como un
granito de mostaza, dirían a esa morera:
"Arráncate de raíz y plántate en el mar". Y les
obedecería.
Supongan que un criado suyo trabaja como
labrador o como pastor; cuando vuelve del
campo, ¿quién de ustedes le dice: "En
seguida, ven y ponte a la mesa"?...
¿No le diré: "Prepárame de cenar, cíñete y
sírveme mientras como y bebo, y después
comerás y beberás tú"?...
¿Tienen que estar agradecidos al criado
porque ha hecho lo mandado?... Lo mismo
ustedes: cuando hayan hecho todo lo
mandado, digan: "Somos unos pobres
siervos, hemos hecho lo que teníamos que
hacer". (Lucas 17, 5-10)

Hoy, el pasaje del Evangelio comienza así:


“Los apóstoles le dijeron al Señor:
“Auméntanos la fe”” (v. 5).
Me parece que todos nosotros podemos
hacer nuestra esta invocación. También
nosotros, como los apóstoles, digamos al
Señor Jesús: “Auméntanos la fe”.

Sí, Señor, nuestra fe es pequeña, nuestra fe


es débil, frágil, pero te la ofrecemos así como
es, para que Tú la hagas crecer.

¿Les parece bien repetir todos juntos esto:


“¡Señor, auméntanos la fe!”?... ¿Lo
hacemos?...

Todos: Señor, auméntanos la fe. Señor,


auméntanos la fe. Señor, auméntanos la fe.
¡Que la haga crecer!...

Y, ¿qué nos responde el Señor?... Responde:


“Si tuvieran fe como un granito de mostaza,
dirían a esa morera: “Arráncate de raíz y
plántate en el mar”, y les obedecería” (v. 6).

La semilla de la mostaza es pequeñísima,


pero Jesús dice que basta tener una fe así,
pequeña, pero auténtica, sincera, para hacer
cosas humanamente imposibles,
impensables.
¡Y es verdad!... Todos conocemos a personas
sencillas, humildes, pero con una fe muy
firme, que de verdad mueven montañas.
Pensemos, por ejemplo, en algunas mamás y
papás que afrontan situaciones muy difíciles;
o en algunos enfermos, incluso gravísimos,
que transmiten serenidad a quien va a
visitarlos. Estas personas, precisamente por
su fe, no presumen de lo que hacen, es más,
como pide Jesús en el Evangelio, dicen:
“Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que
teníamos que hacer” (v. 10).

Cuánta gente entre nosotros tiene esta fe


fuerte, humilde, que hace tanto bien.

En este mes de octubre, dedicado en especial


a las misiones, pensemos en los numerosos
misioneros, hombres y mujeres, que para
llevar el Evangelio han superado todo tipo de
obstáculos, han entregado verdaderamente la
vida; como dice san Pablo a Timoteo: “No te
avergüences del testimonio de nuestro Señor
ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte
en los padecimientos por el Evangelio, según
la fuerza de Dios”” (2 Timoteo 1, 8).
Esto, sin embargo, nos atañe a todos: cada
uno de nosotros, en la propia vida de cada
día, puede dar testimonio de Jesús, con la
fuerza de Dios, la fuerza de la fe. Con la
pequeñísima fe que tenemos, pero que es
fuerte. Con esta fuerza dar testimonio de
Jesucristo, ser cristianos con la vida, con
nuestro testimonio.

¿Cómo conseguimos esta fuerza?... La


tomamos de Dios en la oración. La oración es
la respiración, el aliento de la fe: en una
relación de confianza, en una relación de
amor, no puede faltar el diálogo, y la oración
es el diálogo del alma con Dios.

Octubre es también el mes del Rosario, y en


este primer domingo es tradición recitar la
Súplica a la Virgen de Pompeya, la
Bienaventurada Virgen María del Santo
Rosario. Nos unimos espiritualmente a este
acto de confianza en nuestra Madre, y
recibamos de sus manos el Rosario: el
Rosario es una escuela de oración, el Rosario
es una escuela de fe.
Papa Francisco
(Ángelus 6/10/2013)

*****

El Evangelio de hoy presenta el tema de la


fe, introducido con la petición de los
discípulos: “Auméntanos la fe” (v. 5). Una
hermosa oración, que deberíamos rezar
muchas veces durante el día: “¡Señor,
auméntame la fe!”.

Jesús responde con dos imágenes: el grano


de mostaza y el siervo disponible. “Si tuvieran
fe como un grano de mostaza, habrían dicho
a esta morera: “Arráncate y plántate en el
mar”, y les habría obedecido” (v. 6).

La morera es un árbol fuerte, bien arraigado


en la tierra y resistente a los vientos. Jesús,
por tanto, quiere hacer comprender que la fe,
aunque sea pequeña, puede tener la fuerza
para arrancar incluso una morera, y luego
trasplantarla al mar, lo cual es algo aún más
improbable: pero nada es imposible para los
que tienen fe, porque no se apoyan en sus
propias fuerzas, sino en Dios, que lo puede
todo.

La fe comparable al grano de mostaza es una


fe que no es orgullosa ni segura de sí misma,
¡no pretende ser un gran creyente haciendo el
ridículo en algunas ocasiones! Es una fe que
en su humildad siente una gran necesidad de
Dios y, en la pequeñez, se abandona con
plena confianza a Él.

Es la fe la que nos da la capacidad de mirar


con esperanza los altibajos de la vida, la que
nos ayuda a aceptar incluso las derrotas y los
sufrimientos, sabiendo que el mal no tiene
nunca, no tendrá nunca la última palabra.

¿Cómo podemos entender si realmente


tenemos fe, es decir, si nuestra fe, aunque
minúscula, es genuina, pura y directa?…
Jesús nos lo explica indicando cuál es la
medida de la fe: el servicio. Y lo hace con una
parábola que a primera vista es un poco
desconcertante, porque presenta la figura de
un amo dominante e indiferente. Pero ese
mismo comportamiento del amo pone de
relieve el verdadero centro de la parábola, es
decir, la actitud de disponibilidad del siervo.
Jesús quiere decir que así es un hombre de fe
en su relación con Dios: se rinde
completamente a su voluntad, sin cálculos ni
pretensiones.

Esta actitud hacia Dios se refleja también en


el modo en que nos comportamos en
comunidad: se refleja en la alegría de estar al
servicio de los demás, encontrando ya en
esto nuestra propia recompensa y no en los
premios y las ganancias que de ello se
pueden derivar.

Esto es lo que Jesús enseña al final de esta


lectura: “Cuando hayan hecho todo lo que les
fue mandado, digan: “Somos siervos inútiles;
hemos hecho lo que debíamos hacer” (v. 10).

Siervos inútiles, es decir, sin reclamar


agradecimientos, sin pretensiones.

“Somos siervos inútiles” es una expresión de


humildad y disponibilidad que hace mucho
bien a la Iglesia y recuerda la actitud
adecuada para trabajar en ella: el servicio
humilde, cuyo ejemplo nos dio Jesús, lavando
los pies a los discípulos (cf. Juan 13, 3-17).
Que la Virgen María, mujer de fe, nos ayude a
andar por esta senda. Nos dirigimos a ella en
la vigilia de la fiesta de Nuestra Señora del
Rosario, en comunión con los fieles reunidos
en Pompeya para la tradicional Súplica.

Papa Francisco
(Ángelus 6/10/2019)
44. JESÚS Y LOS DIEZ LEPROSOS
(Lucas 17, 11-19)

Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba


a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un
poblado, le salieron al encuentro diez
leprosos, que se detuvieron a distancia y
empezaron a gritarle: “¡Jesús, Maestro, ten
compasión de nosotros!”
Al verlos, Jesús les dijo: “Vayan a presentarse
a los sacerdotes”. Y en el camino quedaron
purificados.
Uno de ellos, al comprobar que estaba
curado, volvió atrás alabando a Dios en voz
alta y se arrojó a los pies de Jesús con el
rostro en tierra, dándole gracias. Era un
samaritano.
Jesús le dijo entonces: “¿Cómo, no quedaron
purificados los diez?... Los otros nueve,
¿dónde están?... ¿Ninguno volvió a dar
gracias a Dios, sino este extranjero?... Y
agregó: “Levántate y vete, tu fe te ha
salvado”. (Lucas 17, 11-19)

El Evangelio de este domingo nos invita a


reconocer con admiración y gratitud los dones
de Dios.
En el camino que lo lleva a la muerte y a la
resurrección, Jesús encuentra a diez leprosos
que salen a su encuentro, se paran a lo lejos
y expresan a gritos su desgracia ante aquel
hombre, en el que su fe ha intuido un posible
salvador: “Jesús, maestro, ten compasión de
nosotros” (v. 13). Están enfermos y buscan a
alguien que los cure.

Jesús les responde y les indica que vayan a


presentarse a los sacerdotes que, según la
Ley, tenían la misión de constatar una
eventual curación. De este modo, no se limita
a hacer una promesa, sino que pone a prueba
su fe. De hecho, en ese momento ninguno de
los diez ha sido curado todavía.

Recobran la salud mientras van de camino,


después de haber obedecido a la palabra de
Jesús. Entonces, llenos de alegría, se
presentan a los sacerdotes, y luego cada uno
se irá por su propio camino, olvidándose del
Donador, es decir del Padre, que los ha
curado a través de Jesús, su Hijo hecho
hombre.
Sólo uno es la excepción: un samaritano, un
extranjero que vive en las fronteras del pueblo
elegido, casi un pagano. Este hombre no se
conforma con haber obtenido la salud a través
de propia fe, sino que hace que su curación
sea plena, regresando para manifestar su
gratitud por el don recibido, reconociendo que
Jesús es el verdadero Sacerdote que,
después de haberlo levantado y salvado,
puede ponerlo en camino y recibirlo entre sus
discípulos.

Nos podemos preguntar: ¿Somos capaces de


saber decir gracias?... ¿Cuántas veces nos
decimos gracias en familia, en la comunidad,
en la Iglesia?... ¿Cuántas veces damos
gracias a quien nos ayuda, a quien está cerca
de nosotros, a quien nos acompaña en la
vida?...

Con frecuencia damos todo por descontado.


Y lo mismo hacemos también con Dios. Es
fácil ir al Señor para pedirle algo, pero
regresar a darle las gracias… Por eso Jesús
remarca con fuerza la negligencia de los
nueve leprosos desagradecidos: “¿No han
quedado limpios los diez?... Los otros nueve,
¿dónde están?... ¿No ha vuelto más que este
extranjero para dar gloria a Dios?” (vs. 17-18).

En esta jornada jubilar se nos propone un


modelo, más aún, el modelo que debemos
contemplar: María, nuestra Madre. Ella,
después de haber recibido el anuncio del
Ángel, dejó que brotara de su corazón un
himno de alabanza y acción de gracias a
Dios: “Proclama mi alma la grandeza del
Señor…”.

Pidamos a la Virgen que nos ayude a


comprender que todo es don de Dios, y a
saber agradecer: entonces nuestra alegría
será plena.

Para saber agradecer se necesita también la


humildad. En la primera lectura hemos
escuchado el episodio singular de Naamán,
comandante del ejército del rey de Aram (cfr.
2 Reyes 5,14-17). Enfermo de lepra, acepta la
sugerencia de una pobre esclava y se
encomienda a los cuidados del profeta Eliseo
– que para él es un enemigo -, para curarse.
Naamán está dispuesto a humillarse, pero
Eliseo no pretende nada de él, sólo le ordena
que se sumerja en las aguas del río Jordán.
Esa indicación desconcierta a Naamán, más
aún, lo decepciona: ¿Puede ser realmente
Dios uno que pide cosas tan insignificantes?...
Quisiera irse, pero después acepta bañarse
en el Jordán, e inmediatamente se curó.

El corazón de María, más que ningún otro, es


un corazón humilde y capaz de acoger los
dones de Dios. Y Dios, para hacerse hombre,
la eligió precisamente a ella, a una simple
joven de Nazaret, que no vivía en los palacios
del poder y de la riqueza, que no había hecho
obras extraordinarias.

Preguntémonos si estamos dispuestos a


recibir los dones de Dios o si, por el contrario,
preferimos encerrarnos en las seguridades
materiales, en las seguridades intelectuales,
en las seguridades de nuestros proyectos.

Es significativo que Naamán y el samaritano


sean dos extranjeros. Cuántos extranjeros, e
incluso personas de otras religiones, nos dan
ejemplo de valores que nosotros a veces
olvidamos o descuidamos. El que vive a
nuestro lado, tal vez despreciado y
discriminado por ser extranjero, puede en
cambio enseñarnos cómo avanzar por el
camino que el Señor quiere.

También la Madre de Dios, con su esposo


José, experimentó el estar lejos de su tierra.
También ella fue extranjera en Egipto durante
un largo tiempo, lejos de parientes y amigos.
Su fe, sin embargo, fue capaz de superar las
dificultades.

Aferrémonos fuertemente a esta fe sencilla de


la Santa Madre de Dios; pidámosle que nos
enseñe a regresar siempre a Jesús y a darle
gracias por los innumerables beneficios de su
misericordia.

Papa Francisco
(Homilía en el Jubileo Mariano,
Año de la Misericordia 9/10/2016)
45. JESÚS HABLA DE LA ORACIÓN
INSISTENTE Y PERSEVERANTE
(Lucas 18, 1-8)

Jesús enseñó con una parábola que era


necesario orar siempre sin desanimarse:
En una ciudad había un juez que no temía a
Dios ni le importaban los hombres; y en la
misma ciudad vivía una viuda que recurría a
él, diciéndole: "Te ruego que me hagas
justicia contra mi adversario".
Durante mucho tiempo el juez se negó, pero
después dijo: "Yo no temo a Dios ni me
importan los hombres, pero como esta viuda
me molesta, le haré justicia para que no
venga continuamente a fastidiarme"».
Y el Señor dijo: “Oigan lo que dijo este juez
injusto. Y Dios, ¿no hará justicia a sus
elegidos, que claman a Él día y noche,
aunque los haga esperar? Les aseguro que
en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia.
Pero cuando venga el Hijo del hombre,
¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lucas 18, 1-
8)

En el Evangelio de hoy Jesús relata una


parábola sobre la necesidad de orar siempre,
sin cansarnos.

La protagonista es una viuda que, a fuerza de


suplicar a un juez deshonesto, logra que se
haga justicia en su favor.

Y Jesús concluye: si la viuda logró convencer


a ese juez, ¿piensan que Dios no nos
escucha a nosotros, si le pedimos con
insistencia?... La expresión de Jesús es muy
fuerte: “Pues Dios, ¿no hará justicia a sus
elegidos que claman ante Él día y noche?” (v.
7).

“Clamar día y noche” a Dios... Nos impresiona


esta imagen de la oración. Pero
preguntémonos: ¿Por qué Dios quiere esto?...
¿No conoce Él ya nuestras necesidades?...
¿Qué sentido tiene “insistir” con Dios?...

Esta es una buena pregunta, que nos hace


profundizar en un aspecto muy importante de
la fe: Dios nos invita a orar con insistencia no
porque no sabe lo que necesitamos, o porque
no nos escucha. Al contrario, Él escucha
siempre y conoce todo sobre nosotros, con
amor.
En nuestro camino cotidiano, especialmente
en las dificultades, en la lucha contra el mal
fuera y dentro de nosotros, el Señor no está
lejos, está a nuestro lado; nosotros luchamos
con Él a nuestro lado, y nuestra arma es
precisamente la oración, que nos hace sentir
su presencia junto a nosotros, su
misericordia, también su ayuda.

Pero la lucha contra el mal es dura y larga,


requiere paciencia y resistencia - como
Moisés, que debía tener los brazos
levantados para que su pueblo pudiera vencer
- (cfr. Éxodo17, 8-13).

Es así: hay una lucha que conducir cada día;


pero Dios es nuestro aliado, la fe en Él es
nuestra fuerza, y la oración es la expresión de
esta fe. Por ello Jesús nos asegura la victoria,
pero al final se pregunta: “Cuando venga el
Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la
tierra?” (v. 8).

Si se apaga la fe, se apaga la oración, y


nosotros caminamos en la oscuridad, nos
extraviamos en el camino de la vida. Por lo
tanto, aprendamos de la viuda del Evangelio a
orar siempre, sin cansarnos.

¡Era valiente esta viuda! Sabía luchar por sus


hijos. Pienso en muchas mujeres que luchan
por su familia, que rezan, que no se cansan
nunca.

Un recuerdo hoy, de todos nosotros, para


estas mujeres que, con su actitud, nos dan un
auténtico testimonio de fe, de valor, un
modelo de oración. ¡Un recuerdo para ellas!

Rezar siempre, pero no para convencer al


Señor a fuerza de palabras. Él conoce mejor
que nosotros aquello que necesitamos. La
oración perseverante es más bien expresión
de la fe en un Dios que nos llama a combatir
con Él, cada día, en cada momento, para
vencer el mal con el bien.

Papa Francisco
(Ángelus 20/10/2013)
46. PARÁBOLA DEL FARISEO
Y EL PUBLICANO
(Lucas 18, 9-14)

Refiriéndose a algunos que se tenían por


justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo
también esta parábola:
“Dos hombres subieron al Templo para orar;
uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo,
de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias
porque no soy como los demás hombres, que
son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco
como ese publicano. Ayuno dos veces por
semana y pago la décima parte de todas mis
entradas”.
En cambio el publicano, manteniéndose a
distancia, no se animaba siquiera a levantar
los ojos al cielo, sino que se golpeaba el
pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí,
que soy un pecador!”
Les aseguro que este último volvió a sus casa
justificado, pero no el primero. Porque todo el
que se eleva será humillado y el que se
humilla será elevado”. (Lucas 18, 9-14)

El texto del Evangelio pone en evidencia dos


modos de orar, uno falso - el del fariseo - y el
otro auténtico - el del publicano -.

El fariseo encarna una actitud que no


manifiesta la acción de gracias a Dios por sus
beneficios y su misericordia, sino más bien la
satisfacción de sí.

El fariseo se siente justo, se siente en orden,


se pavonea de esto y juzga a los demás
desde lo alto de su pedestal.

El publicano, por el contrario, no utiliza


muchas palabras. Su oración es humilde,
sobria, imbuida por la conciencia de su propia
indignidad, de su propia miseria: este hombre
en verdad se reconoce necesitado del perdón
de Dios, de la misericordia de Dios.

La del publicano es la oración del pobre, es la


oración que agrada a Dios que, como dice la
primera Lectura, “sube hasta las nubes”
(Eclesiástico 35,16), mientras que la del
fariseo está marcada por el peso de la
vanidad.

A la luz de esta Palabra, quisiera preguntarles


a ustedes, queridas familias: ¿Rezan alguna
vez en familia?... Algunos sí, lo sé. Pero
muchos me dicen: Pero ¿cómo se hace?...

Se hace como el publicano, es claro:


humildemente, delante de Dios. Cada uno con
humildad se deja ver del Señor y le pide su
bondad, que venga a nosotros. Pero, en
familia, ¿cómo se hace?... Porque parece que
la oración sea algo personal, y además nunca
se encuentra el momento oportuno, tranquilo,
en familia…

Sí, es verdad, pero es también cuestión de


humildad, de reconocer que tenemos
necesidad de Dios, como el publicano. Y
todas las familias tenemos necesidad de Dios:
todos, todos. Necesidad de su ayuda, de su
fuerza, de su bendición, de su misericordia,
de su perdón. Y se requiere sencillez.

Para rezar en familia se necesita sencillez.


Rezar juntos el “Padrenuestro”, alrededor de
la mesa, no es algo extraordinario: es fácil. Y
rezar juntos el Rosario, en familia, es muy
bello, da mucha fuerza. Y rezar también el
uno por el otro: el marido por la esposa, la
esposa por el marido, los dos por los hijos, los
hijos por los padres, por los abuelos…

Rezar el uno por el otro. Esto es rezar en


familia, y esto hace fuerte la familia: la
oración.

Papa Francisco
(Apartes de la Homilía
en la Misa por el Jubileo de las familias,
Año de la misericordia
27/10/2013)
47. JESÚS EN CASA DE ZAQUEO
(Lucas 19, 1-10)

Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad.


Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo,
que era jefe de los publicanos. Él quería ver
quién era Jesús, pero no podía a causa de la
multitud, porque era de baja estatura.
Entonces se adelantó y subió a un sicomoro
para poder verlo, porque iba a pasar por allí.
Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y
le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy
tengo que alojarme en tu casa”. Zaqueo bajó
rápidamente y lo recibió con alegría.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: “Se
ha ido a alojar en casa de un pecador”. Pero
Zaqueo dijo resueltamente al Señor: “Señor,
voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres,
y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro
veces más”.
Y Jesús le dijo: “Hoy ha llegado la salvación a
esta casa, ya que también este hombre es un
hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre
vino a buscar y a salvar lo que estaba
perdido”. (Lucas 19, 1-10)

La página del Evangelio de san Lucas de este


domingo nos presenta a Jesús que, en su
camino hacia Jerusalén, entra en la ciudad de
Jericó.

Es la última etapa de un viaje que resume en


sí el sentido de toda la vida de Jesús,
dedicada a buscar y salvar a las ovejas
perdidas de la casa de Israel. Pero cuanto
más se acerca el camino a la meta, tanto más
se va formando en torno a Jesús un círculo de
hostilidad.

Sin embargo, en Jericó tiene lugar uno de los


acontecimientos más gozosos narrados por
san Lucas: la conversión de Zaqueo.

Este hombre es una oveja perdida, es


despreciado y es un “excomulgado”, porque
es un publicano, es más, es el jefe de los
publicanos de la ciudad, amigo de los odiados
ocupantes romanos; es un ladrón y un
explotador.

Impedido de acercarse a Jesús,


probablemente por motivo de su mala fama, y
siendo pequeño de estatura, Zaqueo se trepa
a un árbol, para poder ver al Maestro que
pasa. Este gesto exterior, un poco ridículo,
expresa sin embargo el acto interior del
hombre que busca pasar sobre la multitud
para tener un contacto con Jesús.

Zaqueo mismo no conoce el sentido profundo


de su gesto, no sabe por qué hace esto, pero
lo hace; ni siquiera se atreve a esperar que se
supere la distancia que le separa del Señor;
se resigna a verlo sólo de paso. Pero Jesús,
cuando se acerca a ese árbol, le llama por su
nombre: “Zaqueo, date prisa y baja, porque es
necesario que hoy me quede en tu casa” (v.
5).

Ese hombre pequeño de estatura, rechazado


por todos y distante de Jesús, está como
perdido en el anonimato; pero Jesús le llama,
y ese nombre “Zaqueo”, en la lengua de ese
tiempo, tiene un hermoso significado lleno de
alusiones: “Zaqueo”, en efecto, quiere decir
“Dios recuerda”.

Y Jesús va a la casa de Zaqueo, suscitando


las críticas de toda la gente de Jericó - porque
también en ese tiempo se murmuraba mucho
-, que decía: ¿Cómo?... Con todas las buenas
personas que hay en la ciudad, ¿va a estar
precisamente con ese publicano?...

Sí, porque él estaba perdido; y Jesús dice:


“Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues
también éste es hijo de Abraham” (v. 9).

En la casa de Zaqueo, desde ese día, entró la


alegría, entró la paz, entró la salvación, entró
Jesús.

No existe profesión o condición social, no


existe pecado o crimen de algún tipo que
pueda borrar de la memoria y del corazón de
Dios a uno solo de sus hijos.

Dios recuerda, siempre, no olvida a ninguno


de aquellos que ha creado. Él es Padre,
siempre en espera vigilante y amorosa, de ver
renacer en el corazón del hijo el deseo del
regreso a casa. Y cuando reconoce ese
deseo, incluso simplemente insinuado, y
muchas veces casi inconsciente,
inmediatamente está a su lado, y con su
perdón le hace más suave el camino de la
conversión y del regreso.
Miremos hoy a Zaqueo en el árbol: su gesto
es un gesto ridículo, pero es un gesto de
salvación. Y yo te digo a ti: si tienes un peso
en tu conciencia, si tienes vergüenza por
tantas cosas que has cometido, detente un
poco, no te asustes. Piensa que alguien te
espera porque nunca dejó de recordarte; y
este alguien es tu Padre, es Dios quien te
espera. Trépate, como hizo Zaqueo, sube al
árbol del deseo de ser perdonado; yo te
aseguro que no quedarás decepcionado.

Jesús es misericordioso y jamás se cansa de


perdonar. Recuérdenlo bien, así es Jesús.

Hermanos y hermanas, dejémonos también


nosotros llamar por el nombre por Jesús. En
lo profundo del corazón, escuchemos su voz
que nos dice: “Es necesario que hoy me
quede en tu casa”, es decir, en tu corazón, en
tu vida. Y acojámoslo con alegría: él puede
cambiarnos, puede convertir nuestro corazón
de piedra en corazón de carne, puede
liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra
vida un don de amor.

Jesús puede hacerlo; ¡déjate mirar por Jesús!


Papa Francisco
(Ángelus 3/11/2013)

*****

El Evangelio de hoy nos sitúa en el camino


de Jesús que, dirigiéndose a Jerusalén, se
detuvo en Jericó.

Había una gran multitud para darle la


bienvenida, incluyendo a un hombre llamado
Zaqueo, jefe de los “publicanos”; es decir, de
los judíos que recaudaban impuestos en
nombre del Imperio Romano. Era rico no por
sus ganancias honestas, sino porque exigía
un “soborno”, lo que aumentaba el desprecio
hacia él.

Zaqueo “quería ver quién era Jesús” (v. 3); no


quería conocerlo, pero tenía curiosidad:
quería ver aquel personaje del que había oído
decir cosas extraordinarias. Tenía curiosidad.
Y, siendo de baja estatura, “para poder verlo”
(v.4) sube a un árbol.

Cuando Jesús se acerca, alza la mirada y lo


ve (v. 5). Y esto es importante: la primera
mirada no es la de Zaqueo, sino la de Jesús,
que entre los muchos rostros que lo rodeaban
- la multitud - busca precisamente el de
Zaqueo.

La mirada misericordiosa del Señor nos


alcanza antes de que nosotros mismos nos
demos cuenta de que necesitamos que él nos
salve.

Y con esta mirada del divino Maestro


comienza el milagro de la conversión del
pecador. De hecho, Jesús lo llama, y lo llama
por su nombre: “Zaqueo, baja pronto, porque
hoy tengo que alojarme en tu casa” (v. 5). No
lo reprocha, no le echa un “sermón”; le dice
que tiene que alojarse en su casa: “tiene que”,
porque es la voluntad del Padre.

A pesar de los murmullos de la gente, Jesús


eligió quedarse en la casa de ese hombre
pecador.

También nosotros nos habríamos


escandalizado por este comportamiento de
Jesús. Pero el desprecio y el rechazo hacia el
pecador sólo lo aíslan y lo endurecen en el
mal que está haciendo contra sí mismo y
contra la comunidad. En cambio, Dios
condena el pecado, pero trata de salvar al
pecador, va en busca de él para traerlo de
vuelta al camino correcto.

Aquellos que nunca se han sentido buscados


por la misericordia de Dios tienen dificultades
para comprender la extraordinaria grandeza
de los gestos y de las palabras con las que
Jesús se acerca a Zaqueo.

La acogida y la atención de Jesús hacia él, lo


condujo a un claro cambio de mentalidad: en
un momento se dio cuenta de lo mezquina
que es una vida esclava del dinero, a costa de
robar a los demás y recibir su desprecio.

Tener al Señor allí, en su casa, le hace ver


todo con otros ojos, incluso con un poco de la
ternura con la que Jesús lo miraba. Y su
manera de ver y de usar el dinero también
cambia: el gesto de arrebatar es reemplazado
por el de dar. De hecho, decide dar la mitad
de lo que posee a los pobres y devolver el
cuádruple a los que ha robado (v. 8).
Zaqueo descubre en Jesús que es posible
amar gratuitamente: hasta entonces era
tacaño, y ahora se vuelve generoso; le
gustaba acaparar, y ahora se regocija en el
compartir. Encontrándose con el Amor,
descubriendo que es amado a pesar de sus
pecados, se vuelve capaz de amar a los
demás, haciendo del dinero un signo de
solidaridad y de comunión.

Que la Virgen María nos conceda la gracia de


sentir siempre la mirada misericordiosa de
Jesús sobre nosotros, para que podamos
encontrarnos con la misericordia de los que
se han equivocado, para que ellos también
puedan acoger a Jesús, quien “vino a buscar
y a salvar lo que estaba perdido” (v. 10).

Papa Francisco
(Ángelus 3/11/2019)
48. JESÚS ENTRA EN JERUSALÉN
PARA MORIR
(Lucas 19, 28-40)

Jesús siguió adelante, subiendo a Jerusalén.


Cuando se acercó a Betfagé y Betania, al pie
del monte llamado de los Olivos, envió a dos
de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan al
pueblo que está enfrente y, al entrar,
encontrarán un asno atado, que nadie ha
montado todavía. Desátenlo y tráiganlo; y si
alguien les pregunta: "¿Por qué lo desatan?",
respondan: "El Señor lo necesita."”
Los enviados partieron y encontraron todo
como él les había dicho. Cuando desataron el
asno, sus dueños les dijeron: “¿Por qué lo
desatan?” Y ellos respondieron: “El Señor lo
necesita”.
Luego llevaron el asno adonde estaba Jesús
y, poniendo sobre él sus mantos, lo hicieron
montar. Mientras él avanzaba, la gente
extendía sus mantos sobre el camino.
Cuando Jesús se acercaba a la pendiente del
monte de los Olivos, todos los discípulos,
llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios
en alta voz, por todos los milagros que habían
visto. Y decían: “¡Bendito sea el Rey que
viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y
gloria en las alturas!”
Algunos fariseos que se encontraban entre la
multitud le dijeron: “Maestro, reprende a tus
discípulos” Pero él respondió: “Les aseguro
que si ellos callan, gritarán las piedras”.
(Lucas 19, 28-40)

“¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”


(v. 38), gritaba festiva la muchedumbre de
Jerusalén recibiendo a Jesús. Hemos hecho
nuestro aquel entusiasmo, agitando las
palmas y los ramos de olivo hemos expresado
la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a
Jesús que viene a nosotros.

Sí, del mismo modo que entró en Jerusalén,


desea también entrar en nuestras ciudades y
en nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el
Evangelio, cabalgando sobre un asno, viene a
nosotros humildemente, pero viene “en el
nombre del Señor”: con el poder de su amor
divino perdona nuestros pecados y nos
reconcilia con el Padre y con nosotros
mismos.

Jesús está contento de la manifestación


popular de afecto de la gente, y cuando los
fariseos le invitan a que haga callar a los
niños y a los otros que lo aclaman, responde:
“si estos callan, gritarán las piedras” (v.40).

Nada pudo detener el entusiasmo por la


entrada de Jesús; que nada nos impida
encontrar en él la fuente de nuestra alegría,
de la alegría auténtica, que permanece y da
paz; porque sólo Jesús nos salva de los lazos
del pecado, de la muerte, del miedo y de la
tristeza.

Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña


que el Señor no nos ha salvado con una
entrada triunfal o mediante milagros
poderosos. El apóstol Pablo, en la segunda
lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido
de la redención: “se despojó” y “se humilló” a
sí mismo (Filipenses 2,7.8). Estos dos verbos
nos dicen hasta qué extremo ha llegado el
amor de Dios por nosotros.

Jesús se despojó de sí mismo: renunció a la


gloria de Hijo de Dios y se convirtió en Hijo
del hombre, para ser en todo solidario con
nosotros pecadores, él que no conoce el
pecado. Pero no solamente esto: ha vivido
entre nosotros en una “condición de esclavo”
(v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de
esclavo. Se humilló y el abismo de su
humillación, que la Semana Santa nos
muestra, parece no tener fondo.

El primer gesto de este amor “hasta el


extremo” (cfr. Juan 13,1) es el lavatorio de los
pies. “El Maestro y el Señor” (Juan 13,14) se
abaja hasta los pies de los discípulos, como
solamente hacían lo siervos. Nos ha
enseñado con el ejemplo que nosotros
tenemos necesidad de ser alcanzados por su
amor, que se vuelca sobre nosotros; no
podemos prescindir de éste, no podemos
amar sin dejarnos amar antes por él, sin
experimentar su sorprendente ternura y sin
aceptar que el amor verdadero consiste en el
servicio concreto.

Pero esto es solamente el inicio. La


humillación de Jesús llega al extremo en la
Pasión: es vendido por treinta monedas y
traicionado por un beso de un discípulo que él
había elegido y llamado amigo. Casi todos los
otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega
tres veces en el patio del templo.

Humillado en el espíritu con burlas, insultos y


salivazos; sufre en el cuerpo violencias
atroces, los golpes, los latigazos y la corona
de espinas desfiguran su aspecto haciéndolo
irreconocible. Sufre también la infamia y la
condena inicua de las autoridades, religiosas
y políticas: es hecho pecado y reconocido
injusto.

Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y


este lo devuelve al gobernador romano;
mientras le es negada toda justicia, Jesús
experimenta en su propia piel también la
indiferencia, pues nadie quiere asumirse la
responsabilidad de su destino.

Pienso ahora en tanta gente, en tantos


inmigrantes, en tantos prófugos, en tantos
refugiados, en aquellos por los cuales muchos
no quieren asumir la responsabilidad de su
destino.

El gentío que apenas unos días antes lo


aclamaba, transforma las alabanzas en un
grito de acusación, prefiriendo incluso que en
lugar de él sea liberado un homicida.

Llega de este modo a la muerte en cruz,


dolorosa e infamante, reservada a los
traidores, a los esclavos y a los peores
criminales.

La soledad, la difamación y el dolor no son


todavía el culmen de su anonadamiento. Para
ser en todo solidario con nosotros,
experimenta también en la cruz el misterioso
abandono del Padre. Sin embargo, en el
abandono, ora y confía: “Padre, a tus manos
encomiendo mi espíritu” (Lucas 23,46).

Suspendido en el patíbulo, además del


escarnio, afronta la última tentación: la
provocación a bajar de la cruz, a vencer el
mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un
Dios potente e invencible. Jesús en cambio,
precisamente aquí, en el culmen del
anonadamiento, revela el rostro auténtico de
Dios, que es misericordia. Perdona a sus
verdugos, abre las puertas del paraíso al
ladrón arrepentido y toca el corazón del
centurión.
Si el misterio del mal es abismal, infinita es la
realidad del Amor que lo ha atravesado,
llegando hasta el sepulcro y los infiernos,
asumiendo todo nuestro dolor para redimirlo,
llevando luz donde hay tinieblas, vida donde
hay muerte, amor donde hay odio.

Nos puede parecer muy lejano a nosotros el


modo de actuar de Dios, que se ha humillado
por nosotros, mientras a nosotros nos parece
difícil incluso olvidarnos un poco de nosotros
mismos. Él viene a salvarnos; y nosotros
estamos llamados a elegir su camino: el
camino del servicio, de la donación, del olvido
de uno mismo.

Podemos encaminarnos por este camino


deteniéndonos durante estos días a mirar el
Crucifijo, es la “cátedra de Dios”. Los invito en
esta semana a mirar a menudo esta “Cátedra
de Dios”, para aprender el amor humilde, que
salva y da la vida, para renunciar al egoísmo,
a la búsqueda del poder y de la fama.

Con su humillación, Jesús nos invita a


caminar por su camino. Volvamos a él la
mirada, pidamos la gracia de entender al
menos un poco de este misterio de su
anonadamiento por nosotros; y así, en
silencio, contemplemos el misterio de esta
semana.

Papa Francisco
(Homilía Domingo de Ramos 20/03/2016
Jornada Mundial de la Juventud)

*****

Las aclamaciones de la entrada en Jerusalén


y la humillación de Jesús. Los gritos de fiesta
y el ensañamiento feroz. Este doble misterio
acompaña cada año la entrada en la Semana
Santa, en los dos momentos característicos
de esta celebración: la procesión con las
palmas y los ramos de olivo, al principio, y
luego la lectura solemne de la narración de la
Pasión.

Dejemos que esta acción animada por el


Espíritu Santo nos envuelva, para obtener lo
que hemos pedido en la oración: acompañar
con fe a nuestro Salvador en su camino y
tener siempre presente la gran enseñanza de
su Pasión como modelo de vida y de victoria
contra el espíritu del mal.

Jesús nos muestra cómo hemos de afrontar


los momentos difíciles y las tentaciones más
insidiosas, cultivando en nuestros corazones
una paz que no es distanciamiento, no es
pasividad o creerse un superhombre, sino que
es un abandono confiado en el Padre y en su
voluntad de salvación, de vida, de
misericordia.

En toda su misión, Jesús pasó por la


tentación de “hacer su trabajo” decidiendo él
el modo y desligándose de la obediencia al
Padre. Desde el comienzo, en la lucha de los
cuarenta días en el desierto, hasta el final en
la Pasión, Jesús rechaza esta tentación
mediante la confianza obediente en el Padre.

También hoy, en su entrada en Jerusalén,


nos muestra el camino. Porque en ese evento
el maligno, el Príncipe de este mundo, tenía
una carta por jugar: la carta del triunfalismo, y
el Señor respondió permaneciendo fiel a su
camino, el camino de la humildad.
El triunfalismo trata de llegar a la meta
mediante atajos, compromisos falsos. Busca
subirse al carro del ganador. El triunfalismo
vive de gestos y palabras que, sin embargo,
no han pasado por el crisol de la cruz; se
alimenta de la comparación con los demás,
juzgándolos siempre como peores, con
defectos, fracasados...

Una forma sutil de triunfalismo es la


mundanidad espiritual, que es el mayor
peligro, la tentación más pérfida que amenaza
a la Iglesia (Henri de Lubac). Jesús destruyó
el triunfalismo con su Pasión.

El Señor realmente compartió y se regocijó


con el pueblo, con los jóvenes que gritaban su
nombre aclamándolo como Rey y Mesías. Su
corazón gozaba viendo el entusiasmo y la
fiesta de los pobres de Israel. Hasta el punto
que, a los fariseos que le pedían que
reprochara a sus discípulos por sus
escandalosas aclamaciones, él les respondió:
“Les digo que, si estos callan, gritarán las
piedras” (v. 40). Humildad no significa negar
la realidad, y Jesús es realmente el Mesías, el
Rey.
Pero al mismo tiempo, el corazón de Cristo
está en otro camino, en el camino santo que
solo él y el Padre conocen: el que va de la
“condición de Dios” a la “condición de
esclavo”, el camino de la humillación en la
obediencia “hasta la muerte, y una muerte de
cruz” (Filipenses 2,6-8). Él sabe que para
lograr el verdadero triunfo debe dejar espacio
a Dios; y para dejar espacio a Dios solo hay
un modo: el despojarse, el vaciarse de sí
mismo. Callar, rezar, humillarse.

Con la cruz no se puede negociar, o se


abraza o se rechaza. Y con su humillación,
Jesús quiso abrirnos el camino de la fe e ir
adelante de nosotros en él.

Tras Jesús, la primera que lo recorrió fue su


madre, María, la primera discípula. La Virgen
y los santos han tenido que sufrir para
caminar en la fe y en la voluntad de Dios.

Ante los duros y dolorosos acontecimientos


de la vida, responder con fe cuesta “una
particular fatiga del corazón” (cfr. San Juan
Pablo II, Carta encíclica Redemptoris Mater,
17). Es la noche de la fe. Pero solo de esta
noche despunta el alba de la resurrección.

Al pie de la cruz, María volvió a pensar en las


palabras con las que el Ángel le anunció a su
Hijo: “Será grande [...]; el Señor Dios le dará
el trono de David, su padre; reinará sobre la
casa de Jacob para siempre, y su reino no
tendrá fin” (Lucas 1 ,32-33). En el Gólgota,
María se enfrenta a la negación total de esa
promesa: su Hijo agoniza sobre una cruz
como un criminal. Así, el triunfalismo,
destruido por la humillación de Jesús, fue
igualmente destruido en el corazón de la
Madre; ambos supieron callar.

Precedidos por María, innumerables santos y


santas han seguido a Jesús por el camino de
la humildad y la obediencia.

Hoy, en la Jornada Mundial de la Juventud,


quiero recordar a tantos santos y santas
jóvenes, especialmente a aquellos “de la
puerta de al lado”, que solo Dios conoce, y
que a veces a Él le gusta revelarnos por
sorpresa.
Queridos jóvenes, no se avergüencen de
mostrar su entusiasmo por Jesús, de gritar
que él vive, que es su vida. Pero al mismo
tiempo, no tengan miedo de seguirlo por el
camino de la cruz. Y cuando sientan que les
pide que renuncien a ustedes mismos, que se
despojen de sus seguridades, que se confíen
por completo al Padre que está en los cielos,
entonces alégrense y regocíjense. Están en el
camino del Reino de Dios.

Aclamaciones de fiesta y furia feroz; el


silencio de Jesús en su Pasión es
impresionante. Vence también a la tentación
de responder, de ser “mediático”. En los
momentos de oscuridad y de gran tribulación
hay que callar, tener el valor de callar,
siempre que sea un callar manso y no
rencoroso.

La mansedumbre del silencio hará que


parezcamos aún más débiles, más
humillados, y entonces el demonio,
animándose, saldrá a la luz. Será necesario
resistirlo en silencio, “manteniendo la
posición”, pero con la misma actitud que
Jesús. Él sabe que la guerra es entre Dios y
el Príncipe de este mundo, y que no se trata
de poner la mano en la espada, sino de
mantener la calma, firmes en la fe.

Es la hora de Dios. Y en la hora en que Dios


baja a la batalla, hay que dejarlo hacer.
Nuestro puesto seguro estará bajo el manto
de la Santa Madre de Dios. Y mientras
esperamos que el Señor venga y calme la
tormenta (cfr. Marcos 4,37-41), con nuestro
silencioso testimonio en oración, nos damos a
nosotros mismos y a los demás razón de
nuestra esperanza (cfr. 1 Pedro 3,15). Esto
nos ayudará a vivir en la santa tensión entre
la memoria de las promesas, la realidad del
ensañamiento presente en la cruz y la
esperanza de la resurrección.

Papa Francisco
(Homilía del Domingo de Ramos 14/04/2019
Jornada Mundial de la Juventud)
49. JESÚS SE ENFRENTA
A LOS SADUCEOS
Y HABLA DE LA RESURRECCIÓN
(Lucas 20, 27-38)

Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que


niegan la resurrección, y le dijeron: “Maestro,
Moisés nos ha ordenado: Si alguien está
casado y muere sin tener hijos, que su
hermano, para darle descendencia, se case
con la viuda. Ahora bien, había siete
hermanos. El primero se casó y murió sin
tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y
luego el tercero. Y así murieron los siete sin
dejar descendencia. Finalmente, también
murió la mujer. Cuando resuciten los muertos,
¿de quién será esposa, ya que los siete la
tuvieron por mujer?”
Jesús les respondió: “En este mundo los
hombres y las mujeres se casan, pero los que
sean juzgados dignos de participar del mundo
futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya
no pueden morir, porque son semejantes a
los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de
la resurrección.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha
dado a entender en el pasaje de la zarza,
cuando llama al Señor "el Dios de Abraham,
el Dios de Isaac y el Dios de Jacob". Porque
Él no es un Dios de muertos, sino de
vivientes; todos, en efecto, viven para Él”.
(Lucas 20, 27-38)

El Evangelio de este domingo nos presenta a


Jesús enfrentando a los saduceos, quienes
negaban la resurrección. Y es precisamente
sobre este tema que ellos hacen una
pregunta a Jesús, para ponerlo en dificultad y
ridiculizar la fe en la resurrección de los
muertos.

Parten de un caso imaginario: “Una mujer


tuvo siete maridos, que murieron uno tras
otro”, y preguntan a Jesús: “¿De cuál de ellos
será esposa esa mujer después de su
muerte?”.

Jesús siempre apacible y paciente, en primer


lugar responde que la vida después de la
muerte no tiene los mismos parámetros de la
vida terrena. La vida eterna es otra vida, en
otra dimensión donde, entre otras cosas, ya
no existirá el matrimonio, que está vinculado a
nuestra existencia en este mundo.
Los resucitados - dice Jesús - serán como los
ángeles, y vivirán en un estado diverso, que
ahora no podemos experimentar y ni siquiera
imaginar. Así lo explica Jesús.

Pero luego Jesús, por decirlo así, pasa al


contraataque. Y lo hace citando la Sagrada
Escritura, con una sencillez y una originalidad
que nos dejan llenos de admiración por
nuestro Maestro, el único Maestro.

Jesús encuentra la prueba de la resurrección


en el episodio de Moisés y de la zarza
ardiente (cfr. Éxodo 3, 1-6), allí donde Dios se
revela como el Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob.

El nombre de Dios está relacionado con los


nombres de los hombres y las mujeres con
quienes Él se vincula, y este vínculo es más
fuerte que la muerte. Y nosotros podemos
hablar también de la relación de Dios con
nosotros, con cada uno de nosotros: ¡Él es
nuestro Dios! ¡Él es el Dios de cada uno de
nosotros! Como si Él llevase nuestro nombre.
A Él le gusta decirlo, y ésta es la alianza.
Y éste es el vínculo decisivo, la alianza
fundamental, la alianza con Jesús: él mismo
es la Alianza, él mismo es la Vida y la
Resurrección, porque con su amor crucificado
venció la muerte.

En Jesús Dios nos dona la vida eterna, la


dona a todos, y gracias a él todos tienen la
esperanza de una vida aún más auténtica que
esta.

La vida que Dios nos prepara no es un


sencillo embellecimiento de esta vida actual:
ella supera nuestra imaginación, porque Dios
nos sorprende continuamente con su amor y
con su misericordia.

Por lo tanto, lo que sucederá es precisamente


lo contrario de cuanto esperaban los
saduceos. No es esta vida la que hace
referencia a la eternidad, a la otra vida, la que
nos espera, sino que es la eternidad - aquella
vida - la que ilumina y da esperanza a la vida
terrena de cada uno de nosotros.

Si miramos sólo con ojo humano, estamos


predispuestos a decir que el camino del
hombre va de la vida hacia la muerte. ¡Esto
se ve! Pero esto es sólo si lo miramos con ojo
humano. Jesús le da un giro a esta
perspectiva y afirma que nuestra
peregrinación va de la muerte a la vida: la
vida plena.

Nosotros estamos en camino, en


peregrinación hacia la vida plena, y esa vida
plena es la que ilumina nuestro camino. Por lo
tanto, la muerte está detrás, a la espalda, no
delante de nosotros. Delante de nosotros está
el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza,
el Dios que lleva mi nombre, nuestro nombre,
como Él dijo: “Yo soy el Dios de Abraham,
Isaac, Jacob”, también el Dios con mi nombre,
con tu nombre, con tu nombre..., con nuestro
nombre. ¡Dios de los vivientes! ...

Está la derrota definitiva del pecado y de la


muerte, el inicio de un nuevo tiempo de
alegría y luz sin fin. Pero ya en esta tierra, en
la oración, en los Sacramentos, en la
fraternidad, encontramos a Jesús y su amor, y
así podemos pregustar algo de la vida
resucitada.
La experiencia que hacemos de su amor y de
su fidelidad enciende como un fuego en
nuestro corazón y aumenta nuestra fe en la
resurrección.

En efecto, si Dios es fiel y ama, no puede


serlo a tiempo limitado: la fidelidad es eterna,
no puede cambiar. El amor de Dios es eterno,
no puede cambiar. No es a tiempo limitado:
es para siempre. Es para seguir adelante. Él
es fiel por siempre y para siempre y Él nos
espera a cada uno de nosotros, nos
acompaña a cada uno de nosotros con esta
fidelidad eterna.

Papa Francisco
(Ángelus 10/11/2013)
50. JESÚS HABLA
DE LOS ÚLTIMOS TIEMPOS
(Lucas 21, 5-19)

Como algunos, hablando del Templo, decían


que estaba adornado con hermosas piedras y
ofrendas votivas, Jesús dijo: “De todo lo que
ustedes contemplan, un día no quedará
piedra sobre piedra: todo será destruido”.
Ellos le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo
tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que
va a suceder?”
Jesús respondió: “Tengan cuidado, no se
dejen engañar, porque muchos se
presentarán en mi Nombre, diciendo: "Soy
yo", y también: "El tiempo está cerca". No los
sigan. Cuando oigan hablar de guerras y
revoluciones no se alarmen; es necesario que
esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto
el fin”.
Después les dijo: “Se levantará nación contra
nación y reino contra reino. Habrá grandes
terremotos; peste y hambre en muchas
partes; se verán también fenómenos
aterradores y grandes señales en el cielo.
Pero antes de todo eso, los detendrán, los
perseguirán, los entregarán a las sinagogas y
serán encarcelados; los llevarán ante reyes y
gobernadores a causa de mi Nombre, y esto
les sucederá para que puedan dar testimonio
de mí.
Tengan bien presente que no deberán
preparar su defensa, porque yo mismo les
daré una elocuencia y una sabiduría que
ninguno de sus adversarios podrá resistir ni
contradecir. Serán entregados hasta por sus
propios padres y hermanos, por sus parientes
y amigos; y a muchos de ustedes los
matarán. Serán odiados por todos a causa de
mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les
caerá de la cabeza. Gracias a la constancia
salvarán sus vidas”. (Lucas 21, 5-19)

El Evangelio de este domingo es la primera


parte de un discurso de Jesús sobre los
últimos tiempos.

Jesús lo pronuncia en Jerusalén, en las


inmediaciones del Templo; y la ocasión se la
dio precisamente la gente que hablaba del
Templo y de su belleza. Porque era hermoso
ese Templo. Entonces Jesús dijo: “Esto que
contemplan, llegarán días en que no quedará
piedra sobre piedra que no sea destruida” (v.
6).

Naturalmente le preguntan: ¿Cuándo va a ser


eso?... ¿Cuáles serán las señales?... Pero
Jesús desplaza la atención de estos aspectos
secundarios - ¿Cuándo será?... ¿Cómo será?
-, hacia las verdaderas cuestiones.

Y son dos: 1. No dejarse engañar por los


falsos mesías y no dejarse paralizar por el
miedo. 2. Vivir el tiempo de la espera como
tiempo del testimonio y de la perseverancia. Y
nosotros estamos en este tiempo de la
espera, de la espera de la venida del Señor.

Este discurso de Jesús es siempre actual,


también para nosotros que vivimos en el siglo
XXI. Él nos repite: “Miren que nadie los
engañe. Porque muchos vendrán en mi
nombre” (v. 8). Es una invitación al
discernimiento, esta virtud cristiana de
comprender dónde está el espíritu del Señor y
dónde está el espíritu maligno.

También hoy, en efecto, existen falsos


“salvadores”, que buscan sustituir a Jesús:
líderes de este mundo, santones, incluso
brujos, personalidades que quieren atraer a sí
las mentes y los corazones, especialmente de
los jóvenes. Jesús nos alerta: “¡No vayan tras
ellos!”. “¡No vayan tras ellos!”.

El Señor nos ayuda incluso a no tener miedo:


ante las guerras, las revoluciones, pero
también ante las calamidades naturales, las
epidemias; Jesús nos libera del fatalismo y de
falsas visiones apocalípticas.

El segundo aspecto nos interpela


precisamente como cristianos y como Iglesia:
Jesús anuncia pruebas dolorosas y
persecuciones que sus discípulos deberán
sufrir, por su causa. Pero asegura: “Ni un
cabello de su cabeza perecerá” (v. 18). Nos
recuerda que estamos totalmente en las
manos de Dios.

Las adversidades que encontramos por


nuestra fe y nuestra adhesión al Evangelio,
son ocasiones de testimonio; no deben
alejarnos del Señor, sino impulsarnos a
abandonarnos aún más a él, a la fuerza de su
Espíritu y de su gracia.
En este momento pienso, y pensamos todos.
Hagámoslo juntos: pensemos en los muchos
hermanos y hermanas cristianos que sufren
persecuciones a causa de su fe. Son muchos.
Tal vez muchos más que en los primeros
siglos. Jesús está con ellos. También
nosotros estamos unidos a ellos con nuestra
oración y nuestro afecto; tenemos admiración
por su valentía y su testimonio. Son nuestros
hermanos y hermanas, que en muchas partes
del mundo sufren a causa de ser fieles a
Jesucristo. Les saludamos de corazón y con
afecto.

Al final, Jesús hace una promesa que es


garantía de victoria: “Con su perseverancia
salvarán sus almas” (v. 19). ¡Cuánta
esperanza en estas palabras! Son una
llamada a la esperanza y a la paciencia, a
saber esperar los frutos seguros de la
salvación, confiando en el sentido profundo
de la vida y de la historia: las pruebas y las
dificultades forman parte de un designio más
grande; el Señor, dueño de la historia,
conduce todo a su realización.

A pesar de los desórdenes y los desastres


que agitan el mundo, el designio de bondad y
de misericordia de Dios se cumplirá. Y esta es
nuestra esperanza: andar así, por este
camino, en el designio de Dios que se
realizará, es nuestra esperanza.

Este mensaje de Jesús nos hace reflexionar


sobre nuestro presente y nos da la fuerza
para afrontarlo con valentía y esperanza, en
compañía de la Virgen, que siempre camina
con nosotros.

Papa Francisco
(Ángelus 17/11/2013)

*****

El Evangelio de este penúltimo domingo del


año litúrgico nos presenta el discurso de
Jesús sobre el fin de los tiempos. Jesús lo
pronuncia frente al Templo de Jerusalén, un
edificio admirado por la gente por su
grandeza y esplendor. Pero Jesús profetizó
que, de toda la belleza del Templo, de esa
grandeza “no quedará piedra sobre piedra
que no sea derruida” (v. 6).
La destrucción del Templo anunciada por
Jesús no es tanto un símbolo del final de la
historia sino, más bien, de la finalidad de la
historia. De hecho, ante los oyentes, que
quieren saber cómo y cuándo tendrán lugar
estas señales, Jesús responde con el típico
lenguaje apocalíptico de la Biblia.

Se sirve de dos imágenes aparentemente


opuestas: la primera es una serie de
acontecimientos aterradores: catástrofes,
guerras, hambrunas, revoluciones y
persecuciones (vs. 9-12); la segunda es
tranquilizadora: “No perecerá ni un cabello de
su cabeza” (v. 18).

En primer lugar, una mirada realista a la


historia, marcada por las calamidades y
también por la violencia, por los traumas que
hieren la creación, nuestro hogar común, y
también a la familia humana que en ella
habita, y a la propia comunidad cristiana.
Pensemos en tantas guerras a día de hoy, en
tantas calamidades.

La segunda imagen, envuelta en la seguridad


de Jesús, nos muestra la actitud que el
cristiano debe adoptar al vivir esta historia,
caracterizada por la violencia y la adversidad.

¿Y cuál es la actitud del cristiano?... Es la


actitud de esperanza en Dios, que nos
permite no dejarnos abrumar por
acontecimientos trágicos. En efecto, “esto les
sucederá para que den testimonio” (v. 13).

Los discípulos de Cristo no pueden


permanecer esclavos de los temores y de las
angustias, sino que están llamados a vivir la
historia, a detener la fuerza destructiva del
mal, con la certeza de que la ternura
providencial y tranquilizadora del Señor
acompaña siempre su acción de bien.

Esta es la señal elocuente de que el Reino de


Dios viene a nosotros, es decir, que la
realización del mundo se acerca como Dios
quiere. Es él, el Señor, quien dirige nuestras
vidas y conoce el propósito último de las
cosas y los acontecimientos.

El Señor nos llama a colaborar en la


construcción de la historia, convirtiéndonos,
junto a él, en pacificadores y testigos de
esperanza en un futuro de salvación y
resurrección. La fe nos hace caminar con
Jesús por las sendas de este mundo, muchas
veces tortuosas, con la certeza de que el
poder de su Espíritu doblegará las fuerzas del
mal, sometiéndolas al poder del amor de
Dios.

El amor es superior, el amor es más


poderoso, porque es Dios: Dios es amor. Los
mártires cristianos son un ejemplo para
nosotros: nuestros mártires, incluso de
nuestro tiempo (que son más que los del
principio), son hombres y mujeres de paz, a
pesar de que fueron perseguidos. Nos dan
una herencia que debemos conservar e
imitar: el Evangelio del amor y de la
misericordia.

Este es el tesoro más preciado que se nos ha


dado y el testimonio más eficaz que podemos
dar a nuestros contemporáneos,
respondiendo al odio con amor, a la ofensa
con el perdón. Incluso en nuestra vida diaria:
cuando recibimos una ofensa, sentimos dolor;
pero debemos perdonar de corazón. Cuando
nos sintamos odiados, recemos con amor por
la persona que nos odia.

Que la Virgen María, por su intercesión


maternal, nos sustente en nuestro camino
cotidiano de fe, siguiendo al Señor que guía la
historia.

Papa Francisco
(Ángelus 17/11/2019)
51. ADVERTENCIAS DE JESÚS
A SUS DISCÍPULOS
(Lucas 21, 25-28. 34-36)

Jesús dijo a sus discípulos:


“Habrá señales en el sol, en la luna y en las
estrellas; y en la tierra, los pueblos serán
presa de la angustia ante el rugido del mar y
la violencia de las olas. Los hombres
desfallecerán de miedo por lo que
sobrevendrá al mundo, porque los astros se
conmoverán. Entonces se verá al Hijo del
hombre venir sobre una nube, lleno de poder
y de gloria.
Cuando comience a suceder esto, tengan
ánimo y levanten la cabeza, porque está por
llegarles la liberación.
Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los
excesos, la embriaguez y las preocupaciones
de la vida, para que ese día no caiga de
improviso sobre ustedes como una trampa,
porque sobrevendrá a todos los hombres en
toda la tierra.
Estén prevenidos y oren incesantemente,
para quedar a salvo de todo lo que ha de
ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante
del Hijo del hombre”. (Lucas 21, 25-28.34-36)
El Evangelio de la Liturgia de hoy, primer
domingo de Adviento, es decir, el primer
domingo de preparación para Navidad, nos
habla de la venida del Señor al final de los
tiempos.

Jesús anuncia acontecimientos desoladores y


tribulaciones, pero precisamente en este
punto nos invita a no tener miedo. ¿Por
qué?... ¿Porque todo irá bien?... No, sino
porque él vendrá.

Jesús regresará, Jesús vendrá, lo ha


prometido. Dice así: “Tengan ánimo y
levanten la cabeza, porque está por llegarles
la liberación” (v. 28).

Es bueno escuchar esta palabra de aliento:


animarse y alzar la cabeza, porque
precisamente en los momentos en que todo
parece acabado, el Señor viene a salvarnos;
esperarlo con alegría incluso en medio de las
tribulaciones, en las crisis de la vida y en los
dramas de la historia. Esperar al Señor.

Pero, ¿cómo levantar la cabeza?... ¿Cómo no


dejarse absorber por las dificultades, los
sufrimientos y las derrotas?... Jesús nos
muestra el camino con una fuerte llamada:
"Estén atentos para que sus corazones no se
agobien [...]. Estén atentos orando en todo
momento" (vs. 34-36).

“Estén atentos”: la vigilancia. Detengámonos


en este importante aspecto de la vida
cristiana.

En las palabras de Jesús observamos que la


vigilancia está ligada a la atención: estén
atentos, vigilen, no se distraigan, es decir,
¡estén despiertos! La vigilancia significa esto:
no permitas que tu corazón se vuelva
perezoso y que tu vida espiritual se ablande
en la mediocridad.

Ten cuidado porque se puede ser "cristiano


adormecido" - y nosotros lo sabemos: hay
tantos cristianos adormecidos, cristianos
anestesiados por la mundanidad espiritual -
cristianos sin ímpetu espiritual, sin ardor en la
oración, que rezan como papagayos, sin
entusiasmo por la misión, sin pasión por el
Evangelio. Cristianos que miran siempre
hacia adentro, incapaces de mirar el
horizonte. Y esto nos lleva a "dormitar": a
seguir con las cosas por inercia, a caer en la
apatía, indiferentes a todo menos a lo que nos
resulta cómodo. Y esta es una vida triste,
andar así… no hay felicidad allí.

Necesitamos estar atentos para no arrastrar


nuestros días a la costumbre, para no ser
agobiados - dice Jesús - por las cargas de la
vida (v. 34). Los afanes de la vida nos pesan.

Hoy, pues, es una buena oportunidad para


preguntarnos: ¿Qué pesa en mi corazón?...
¿Qué es lo que pesa en mi espíritu?... ¿Qué
me hace sentarme en el sillón de la pereza?

Es triste ver cristianos “en el sillón”. ¿Cuáles


son las mediocridades que me paralizan?…
¿Cuáles son los vicios que me aplastan
contra el suelo y me impiden levantar la
cabeza?... Y con respecto a las cargas que
pesan sobre los hombros de los hermanos,
¿estoy atento o soy indiferente?...

Estas preguntas nos hacen bien, porque


ayudan a guardar el corazón de la acedia.
Pero, padre, ¿qué es la acedia?... Es un gran
enemigo de la vida espiritual, también de la
vida cristiana. La acedia es esa pereza que
nos sume, que nos hace resbalar, en la
tristeza, que nos quita la alegría de vivir y las
ganas de hacer. Es un espíritu negativo, es
un espíritu maligno que ata al alma en el
letargo, robándole la alegría.

Se comienza con aquella tristeza, se resbala,


se resbala, y nada de alegría. El Libro de los
Proverbios dice: "Guarda tu corazón, porque
de él mana la vida" (Proverbios 4,23). Guarda
tu corazón: ¡eso significa estar atento, vigilar,
estar atento! Estén atentos, guarda tu
corazón.

Y añadamos un ingrediente esencial: el


secreto para ser vigilantes es la oración.
Porque Jesús dice: "Estén atentos orando en
todo momento" (v. 36). Es la oración la que
mantiene encendida la lámpara del corazón.
Especialmente cuando sentimos que nuestro
entusiasmo se enfría, la oración lo reaviva,
porque nos devuelve a Dios, al centro de las
cosas.
La oración despierta el alma del sueño y la
centra en lo que importa, en el propósito de la
existencia.

Incluso en los días más ajetreados, no


descuidemos la oración. Ahora estaba viendo,
en el programa “A su imagen”, una bella
reflexión sobre la oración: nos ayudará verla,
nos hará bien.

La oración del corazón puede ayudarnos,


repitiendo a menudo breves invocaciones. En
Adviento, acostumbrémonos a decir, por
ejemplo: "Ven, Señor Jesús". Solo eso, pero
decirle: “Ven, Señor Jesús”.

Este tiempo de preparación para Navidad es


hermoso: pensemos en el pesebre, pensemos
en la Navidad, y digamos con el corazón:
“Ven, Señor Jesús, ven”. Repitamos esta
oración a lo largo del día y el ánimo
permanecerá vigilante. “Ven, Señor Jesús”: es
una oración que podemos repetirla tres veces,
todos juntos. “Ven, Señor Jesús”, “Ven, Señor
Jesús”, “Ven, Señor Jesús”.
Y ahora recemos a la Virgen: ella, que esperó
al Señor con un corazón vigilante, nos
acompañe en el camino del Adviento.

Papa Francisco
(Ángelus 28/11/2021)
52. JESÚS OFRECE SU REINO
AL BUEN LADRÓN
(Lucas 23, 35-43)

Después de que Jesús fue crucificado, el


pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes,
burlándose, decían: “Ha salvado a otros: ¡que
se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios,
el Elegido!”
También los soldados se burlaban de él y,
acercándose para ofrecerle vinagre, le
decían: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a
ti mismo!”
Sobre su cabeza había una inscripción: “Éste
es el rey de los judíos”.
Uno de los malhechores crucificados lo
insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías?
Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro
lo increpaba, diciéndole: “¿No tienes temor de
Dios, tú que sufres la misma pena que él?
Nosotros la sufrimos justamente, porque
pagamos nuestras culpas, pero él no ha
hecho nada malo”. Y decía: “Jesús, acuérdate
de mí cuando vengas a establecer tu Reino”.
Él le respondió: “Yo te aseguro que hoy
estarás conmigo en el Paraíso”. (Lucas 23,
35-43)
Jesús – el Cristo - es el centro de la historia
de la humanidad, y también el centro de la
historia de todo hombre. A él podemos referir
las alegrías y las esperanzas, las tristezas y
las angustias que entretejen nuestra vida.

Cuando Jesús es el centro, incluso los


momentos más oscuros de nuestra existencia
se iluminan, y nos da esperanza, como le
sucedió al buen ladrón en el Evangelio de
hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con


desprecio - “Si tú eres el Cristo, el Mesías
Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz” -
aquel hombre, que se ha equivocado en la
vida pero se arrepiente, al final se agarra a
Jesús crucificado implorando: “Acuérdate de
mí cuando llegues a tu reino” (v. 42). Y Jesús
le promete: “Hoy estarás conmigo en el
paraíso” (v. 43): su Reino.

Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón,


no la de la condena; y cuando el hombre
encuentra el valor de pedir este perdón, el
Señor no deja de atender una petición como
esa.

Hoy todos podemos pensar en nuestra


historia, nuestro camino. Cada uno de
nosotros tiene su historia; cada uno tiene
también sus equivocaciones, sus pecados,
sus momentos felices y sus momentos tristes.

En este día, nos vendrá bien pensar en


nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el
corazón repetirle a menudo, pero con el alma,
en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate
de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino.
Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser
bueno, quiero ser buena, pero me falta la
fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora.
Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes
acordarte de mí porque tú estás en el centro,
tú estás precisamente en tu Reino.”

¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno


en su corazón, muchas veces. “Acuérdate de
mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que
estas en tu Reino.”
La promesa de Jesús al buen ladrón nos da
una gran esperanza: nos dice que la gracia de
Dios es siempre más abundante que la
plegaria que la ha pedido. El Señor siempre
da más, es tan generoso, da siempre más de
lo que se le pide: le pides que se acuerde de
ti y te lleva a su Reino.

Jesús es el centro de nuestros deseos de


gozo y salvación. Vayamos todos juntos por
este camino.

Papa Francisco
(Homilía en la Solemnidad de Cristo Rey
24/11/2013)

*****

“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu


reino” (Lucas 23,42).

En este último domingo del año litúrgico


unimos nuestras voces a la del malhechor
que, crucificado junto con Jesús, lo reconoció
y lo proclamó rey. Allí, en el momento menos
triunfal y glorioso, bajo los gritos de burlas y
humillación, el bandido fue capaz de alzar la
voz y realizar su profesión de fe. Son las
últimas palabras que Jesús escucha y, a su
vez, son las últimas palabras que él dirige
antes de entregarse al Padre: “Yo te aseguro
que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (v.
43).

El pasado tortuoso del ladrón parece, por un


instante, cobrar un nuevo sentido: acompañar
de cerca el suplicio del Señor; y este instante
no hace más que corroborar la vida del Señor:
ofrecer siempre y en todas partes la
salvación.

El calvario, lugar de desconcierto e injusticia,


donde la impotencia y la incomprensión se
encuentran acompañadas por el murmullo y
cuchicheo indiferente y justificador de los
burlones de turno ante la muerte del inocente,
se transforma, gracias a la actitud del buen
ladrón, en una palabra de esperanza para
toda la humanidad.

Las burlas y los gritos de sálvate a ti mismo


frente al inocente sufriente no serán la última
palabra; es más, despertarán la voz de
aquellos que se dejen tocar el corazón y se
decidan por la compasión como auténtica
forma para construir la historia.

Hoy aquí queremos renovar nuestra fe y


nuestro compromiso; conocemos bien la
historia de nuestras fallas, pecados y
limitaciones, al igual que el buen ladrón, pero
no queremos que eso sea lo que determine o
defina nuestro presente y futuro.

Sabemos que no son pocas las veces que


podemos caer en la atmósfera comodona del
grito fácil e indiferente del “sálvate a ti
mismo”, y perder la memoria de lo que
significa cargar con el sufrimiento de tantos
inocentes.

Estas tierras experimentaron, como pocas, la


capacidad destructora a la que puede llegar el
ser humano. Por eso, como el buen ladrón,
queremos vivir ese instante donde poder
levantar nuestras voces y profesar nuestra fe
en la defensa y en el servicio del Señor, el
Inocente sufriente.

Queremos acompañar su suplicio, sostener


su soledad y abandono, y escuchar, una vez
más, que la salvación es la palabra que el
Padre nos quiere ofrecer a todos: “Hoy
estarás conmigo en el Paraíso”.

Salvación y certeza que testimoniaron


valientemente con su vida san Pablo Miki y
sus compañeros, así como los miles de
mártires que jalonan vuestro patrimonio
espiritual.

Queremos caminar sobre sus huellas,


queremos andar sobre sus pasos para
profesar con valentía que el amor dado,
entregado y celebrado por Cristo en la cruz,
es capaz de vencer sobre todo tipo de odio,
egoísmo, burla o evasión; es capaz de vencer
sobre todo pesimismo inoperante o bienestar
narcotizante, que termina por paralizar
cualquier buena acción y elección.

Nos lo recordaba el Concilio Vaticano II: lejos


están de la verdad quienes sabiendo que
nosotros no tenemos aquí una ciudad
permanente, sino que buscamos la futura,
piensan que por ello podemos descuidar
nuestros deberes terrenos, no advirtiendo
que, precisamente, por esa misma fe
profesada estamos obligados a realizarlos de
una manera tal que den cuenta y
transparenten la nobleza de la vocación con
la que hemos sido llamados (cfr. Constitución
pastoralGaudium et spes, 43).

Nuestra fe es en el Dios de los Vivientes.


Cristo está vivo y actúa en medio nuestro,
conduciéndonos a todos hacia la plenitud de
vida. Él está vivo y nos quiere vivos. Cristo es
nuestra esperanza (cfr. Exhortación
apostólica postsinodal Christus vivit 1). Lo
imploramos cada día: venga a nosotros tu
Reino, Señor. Y al hacerlo queremos también
que nuestra vida y nuestras acciones se
vuelvan una alabanza.

Si nuestra misión como discípulos misioneros


es la de ser testigos y heraldos de lo que
vendrá, no podemos resignarnos ante el mal y
los males, sino que nos impulsa a ser
levadura de su Reino dondequiera que
estemos: familia, trabajo, sociedad; nos
impulsa a ser una pequeña abertura en la que
el Espíritu siga soplando esperanza entre los
pueblos.
El Reino de los cielos es nuestra meta común,
una meta que no puede ser sólo para el
mañana, sino que la imploramos y la
comenzamos a vivir hoy, al lado de la
indiferencia que rodea y que silencia tantas
veces a nuestros enfermos y discapacitados,
a los ancianos y abandonados, a los
refugiados y trabajadores extranjeros: todos
ellos sacramento vivo de Cristo, nuestro Rey
(cfr. Mateo 25 ,31-46); porque “si
verdaderamente hemos partido de la
contemplación de Cristo, tenemos que
saberlo descubrir sobre todo en el rostro de
aquellos con los que él mismo ha querido
identificarse” (San Juan Pablo II, Carta
apostólica Novo millennio ineunte, 49).

Aquel día, en el Calvario, muchas voces


callaban, tantas otras se burlaban, tan sólo la
del ladrón fue capaz de alzarse y defender al
inocente sufriente; toda una valiente profesión
de fe. En cada uno de nosotros está la
decisión de callar, burlar o profetizar.

Queridos hermanos: Nagasaki lleva en su


alma una herida difícil de curar, signo del
sufrimiento inexplicable de tantos inocentes;
víctimas atropelladas por las guerras de ayer
pero que siguen sufriendo hoy en esta tercera
guerra mundial a pedazos. Alcemos nuestras
voces aquí en una plegaria común por todos
aquellos que hoy están sufriendo en su carne
este pecado que clama al cielo, y para que
cada vez sean más los que, como el buen
ladrón, sean capaces de no callar ni burlarse,
sino con su voz profetizar un reino de verdad
y justicia, de santidad y gracia, de amor y de
paz

Papa Francisco
(Homilía en Nagasaki – Japón
Solemnidad de Cristo Rey
24/11/2019)
53. EL SEPULCRO
DONDE HABÍAN PUESTO A JESÚS
ESTABA VACÍO
(Lucas 24, 1-12)

El primer día de la semana, al amanecer, las


mujeres fueron al sepulcro con los perfumes
que habían preparado. Ellas encontraron
removida la piedra del sepulcro y entraron,
pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.
Mientras estaban desconcertadas a causa de
esto, se les aparecieron dos hombres con
vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres,
llenas de temor, no se atrevían a levantar la
vista del suelo, ellos les preguntaron:
“¿Porqué buscan entre los muertos al que
está vivo? No está aquí, ha resucitado.
Recuerden lo que él les decía cuando aún
estaba en Galilea: "Es necesario que el Hijo
del Hombre sea entregado en manos de los
pecadores, que sea crucificado y que resucite
al tercer día": Y las mujeres recordaron sus
palabras.
Cuando regresaron del sepulcro, refirieron
esto a los Once y a todos los demás. Eran
María Magdalena, Juana y María, la madre de
Santiago, y las demás mujeres que las
acompañaban. Ellas contaron todo a los
apóstoles, pero a ellos les pareció que
deliraban y no les creyeron.
Pedro, sin embargo, se levantó y corrió hacia
el sepulcro, y al asomarse, no vio mas que las
sábanas. Entonces regresó lleno de
admiración por lo que había sucedido. (Lucas
24, 1-12)

En el Evangelio de esta noche luminosa de la


Vigilia Pascual, encontramos primero a las
mujeres que van al sepulcro de Jesús, con
aromas para ungir su cuerpo (vs. 1-3). Van
para hacer un gesto de compasión, de afecto,
de amor; un gesto tradicional hacia un ser
querido difunto, como hacemos también
nosotros.

Habían seguido a Jesús. Lo habían


escuchado, se habían sentido comprendidas
en su dignidad, y lo habían acompañado
hasta el final, en el Calvario y en el momento
en que fue bajado de la cruz. Podemos
imaginar sus sentimientos cuando van a la
tumba: una cierta tristeza, la pena porque
Jesús las había dejado, había muerto, su
historia había terminado. Ahora volvían a la
vida de antes.

En las mujeres permanecía el amor, y es el


amor a Jesús lo que las impulsa a ir al
sepulcro.

Pero, a este punto, sucede algo totalmente


inesperado, una vez más, que perturba sus
corazones, trastorna sus programas y alterará
su vida: ven corrida la piedra del sepulcro, se
acercan, y no encuentran el cuerpo del Señor.
Esto las deja perplejas, dudosas, llenas de
preguntas: “¿Qué es lo que ocurre?”, “¿Qué
sentido tiene todo esto?” (v. 4).

¿Acaso no nos pasa así también a nosotros


cuando ocurre algo verdaderamente nuevo
respecto a lo de todos los días?... Nos
quedamos parados, no lo entendemos, no
sabemos cómo afrontarlo. A menudo, la
novedad nos da miedo, también la novedad
que Dios nos trae, la novedad que Dios nos
pide.

Somos como los apóstoles del Evangelio:


muchas veces preferimos mantener nuestras
seguridades, pararnos ante una tumba,
pensando en el difunto, que en definitiva sólo
vive en el recuerdo de la historia, como los
grandes personajes del pasado. Tenemos
miedo de las sorpresas de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, en nuestra


vida, tenemos miedo de las sorpresas de
Dios. Él nos sorprende siempre. Dios es así.

Hermanos y hermanas, no nos cerremos a la


novedad que Dios quiere traer a nuestras
vidas. ¿Estamos acaso con frecuencia
cansados, decepcionados, tristes; sentimos el
peso de nuestros pecados, pensamos que no
lo podemos conseguir?... No nos encerremos
en nosotros mismos, no perdamos la
confianza, nunca nos resignemos: no hay
situaciones que Dios no pueda cambiar, no
hay pecado que no pueda perdonar si nos
abrimos a Él.

Pero volvamos al Evangelio, a las mujeres, y


demos un paso hacia adelante.

Encuentran la tumba vacía, el cuerpo de


Jesús no está allí, algo nuevo ha sucedido,
pero de todo esto todavía no queda nada
claro: suscita interrogantes, causa
perplejidad, pero sin ofrecer una respuesta. Y
he aquí dos hombres con vestidos
resplandecientes, que dicen: “¿Por qué
buscan entre los muertos al que vive? No está
aquí, ha resucitado” (v. 5-6).

Lo que era un simple gesto, algo hecho


ciertamente por amor – el ir al sepulcro –,
ahora se transforma en acontecimiento, en un
evento que cambia verdaderamente la vida.
Ya nada es como antes, no sólo en la vida de
aquellas mujeres, sino también en nuestra
vida y en la historia de la humanidad. Jesús
no está muerto, ha resucitado, es el Viviente.

No es simplemente que haya vuelto a vivir,


sino que es la vida misma, porque es el Hijo
de Dios, que es el que vive (cfr. Números
14,21-28; Deuteronomio 5,26, Josué 3,10).

Jesús ya no es del pasado, sino que vive en


el presente y está proyectado hacia el futuro;
Jesús es el “hoy” eterno de Dios.
Así, la novedad de Dios se presenta ante los
ojos de las mujeres, de los discípulos, de
todos nosotros: la victoria sobre el pecado,
sobre el mal, sobre la muerte, sobre todo lo
que oprime la vida, y le da un rostro menos
humano. Y este es un mensaje para mí, para
ti, querida hermana y querido hermano.
Cuántas veces tenemos necesidad de que el
Amor nos diga: ¿Por qué buscan entre los
muertos al que está vivo?...

Los problemas, las preocupaciones de la vida


cotidiana tienden a que nos encerremos en
nosotros mismos, en la tristeza, en la
amargura..., y es ahí donde está la muerte.
No busquemos ahí a Aquel que vive.

Acepta entonces que Jesús Resucitado entre


en tu vida, acógelo como amigo, con
confianza: ¡Él es la vida! Si hasta ahora has
estado lejos de él, da un pequeño paso: te
acogerá con los brazos abiertos. Si eres
indiferente, acepta arriesgar: no quedarás
decepcionado. Si te parece difícil seguirlo, no
tengas miedo, confía en él, ten la seguridad
de que él está cerca de ti, está contigo, y te
dará la paz que buscas y la fuerza para vivir
como él quiere.

Hay un último y simple elemento que quisiera


subrayar en el Evangelio de esta luminosa
Vigilia Pascual. Las mujeres se encuentran
con la novedad de Dios: Jesús ha resucitado,
es el Viviente. Pero ante la tumba vacía y los
dos hombres con vestidos resplandecientes,
su primera reacción es de temor: estaban
“con las caras mirando al suelo” – observa
san Lucas –, no tenían ni siquiera valor para
mirar.

Pero al escuchar el anuncio de la


Resurrección, lo reciben con fe. Y los dos
hombres con vestidos resplandecientes
introducen un verbo fundamental: Recuerden.
“Recuerden cómo les habló estando todavía
en Galilea... Y recordaron sus palabras”... (vs.
6.8).

Esta es la invitación a hacer memoria del


encuentro con Jesús, de sus palabras, sus
gestos, su vida; este recordar con amor la
experiencia con el Maestro, es lo que hace
que las mujeres superen todo temor y que
lleven la proclamación de la Resurrección a
los apóstoles y a todos los otros (v. 9).

Hacer memoria de lo que Dios ha hecho por


mí, por nosotros, hacer memoria del camino
recorrido; y esto abre el corazón de par en par
a la esperanza para el futuro. Aprendamos a
hacer memoria de lo que Dios ha hecho en
nuestras vidas.

En esta Noche de luz, invocando la


intercesión de la Virgen María, que guardaba
todos estas cosas en su corazón (cfr. Lucas
2,19.51), pidamos al Señor que nos haga
partícipes de su resurrección: nos abra a su
novedad que trasforma, a las sorpresas de
Dios, tan bellas; que nos haga hombres y
mujeres capaces de hacer memoria de lo que
Él hace en nuestra historia personal y en la
historia del mundo; que nos haga capaces de
sentirlo como el Viviente, vivo y actuando en
medio de nosotros; que nos enseñe cada día,
queridos hermanos y hermanas, a no buscar
entre los muertos a Aquel que vive. Amén.

Papa Francisco
(Homilía de la Vigilia Pascual 30/03/2013)
*****

“Pedro fue corriendo al sepulcro” (Lucas


24,12).

¿Qué pensamientos bullían en la mente y en


el corazón de Pedro mientras corría?... El
Evangelio nos dice que los Once, y Pedro
entre ellos, no creyeron el testimonio de las
mujeres, su anuncio pascual. Es más, ”lo
tomaron por un delirio” (v.11). En el corazón
de Pedro había por tanto duda, junto a
muchos sentimientos negativos: la tristeza por
la muerte del Maestro amado y la desilusión
por haberlo negado tres veces durante la
Pasión.

Hay en cambio un detalle que marca un


cambio: Pedro, después de haber escuchado
a las mujeres y de no haberlas creído, “sin
embargo, se levantó” (v.12). No se quedó
sentado a pensar, no se encerró en casa
como los demás. No se dejó atrapar por la
densa atmósfera de aquellos días, ni dominar
por sus dudas; no se dejó hundir por los
remordimientos, el miedo y las continuas
habladurías que no llevan a nada. Buscó a
Jesús, no a sí mismo. Prefirió la vía del
encuentro y de la confianza y, tal como
estaba, se levantó y corrió hacia el sepulcro,
de dónde regresó “admirándose de lo
sucedido” (v.12).

Este fue el comienzo de la “resurrección” de


Pedro, la resurrección de su corazón. Sin
ceder a la tristeza o a la oscuridad, se abrió a
la voz de la esperanza: dejó que la luz de
Dios entrara en su corazón sin apagarla.

También las mujeres, que habían salido muy


temprano por la mañana para realizar una
obra de misericordia, para llevar los aromas a
la tumba, tuvieron la misma experiencia.
Estaban “temerosas y mirando al suelo”, pero
se impresionaron cuando oyeron las palabras
del ángel: “¿Por qué buscan entre los muertos
al que vive?” (v.5).

Al igual que Pedro y las mujeres, tampoco


nosotros encontraremos la vida si
permanecemos tristes y sin esperanza y
encerrados en nosotros mismos. Abramos en
cambio al Señor nuestros sepulcros sellados -
cada uno de nosotros los conoce -, para que
Jesús entre y los llene de vida; llevémosle las
piedras del rencor y las losas del pasado, las
rocas pesadas de las debilidades y de las
caídas. Él desea venir y tomarnos de la mano,
para sacarnos de la angustia.

Pero la primera piedra que debemos remover


esta noche es ésta: la falta de esperanza que
nos encierra en nosotros mismos. Que el
Señor nos libre de esta terrible trampa de ser
cristianos sin esperanza, que viven como si el
Señor no hubiera resucitado y nuestros
problemas fueran el centro de la vida.

Continuamente vemos, y veremos, problemas


cerca de nosotros y dentro de nosotros.
Siempre los habrá, pero en esta noche hay
que iluminar esos problemas con la luz del
Resucitado, en cierto modo hay que
“evangelizarlos”.

Evangelizar los problemas. No permitamos


que la oscuridad y los miedos atraigan la
mirada del alma y se apoderen del corazón,
sino escuchemos las palabras del Ángel: el
Señor “no está aquí. Ha resucitado” (v.6); Él
es nuestra mayor alegría, siempre está a
nuestro lado y nunca nos defraudará.

Este es el fundamento de la esperanza, que


no es simple optimismo, y ni siquiera una
actitud psicológica o una hermosa invitación a
tener ánimo. La esperanza cristiana es un don
que Dios nos da si salimos de nosotros
mismos y nos abrimos a Él. Esta esperanza
no defrauda porque el Espíritu Santo ha sido
infundido en nuestros corazones (cfr.
Romanos 5,5).

El Paráclito no hace que todo parezca bonito,


no elimina el mal con una varita mágica, sino
que infunde la auténtica fuerza de la vida, que
no consiste en la ausencia de problemas, sino
en la seguridad de que Cristo, que por
nosotros ha vencido el pecado, ha vencido la
muerte, ha vencido el miedo, siempre nos
ama y nos perdona.

Hoy es la fiesta de nuestra esperanza, la


celebración de esta certeza: nada ni nadie
nos podrá apartar nunca de su amor (cfr.
Romanos  8,39).
El Señor está vivo y quiere que lo busquemos
entre los vivos. Después de haberlo
encontrado, invita a cada uno a llevar el
anuncio de Pascua, a suscitar y resucitar la
esperanza en los corazones abrumados por la
tristeza, en quienes no consiguen encontrar la
luz de la vida. Hay tanta necesidad de ella
hoy.

Olvidándonos de nosotros mismos, como


siervos alegres de la esperanza, estamos
llamados a anunciar al Resucitado con la vida
y mediante el amor; si no es así seremos un
organismo internacional con un gran número
de seguidores y buenas normas, pero incapaz
de apagar la sed de esperanza que tiene el
mundo.

¿Cómo podemos alimentar nuestra


esperanza?... La liturgia de esta noche nos
propone un buen consejo. Nos enseña a
hacer memoria de las obras de Dios.

Las lecturas, en efecto, nos han narrado su


fidelidad, la historia de su amor por nosotros.
La Palabra viva de Dios es capaz de
implicarnos en esta historia de amor,
alimentando la esperanza y reavivando la
alegría. Nos lo recuerda también el Evangelio
que hemos escuchado: los ángeles, para
infundir la esperanza en las mujeres, dicen:
“Recuerden cómo Jesús les habló” (v.6).

Hacer memoria de las palabras de Jesús,


hacer memoria de todo lo que él ha hecho en
nuestra vida. No olvidemos su Palabra y sus
obras, de lo contrario perderemos la
esperanza y nos convertiremos en cristianos
sin esperanza; hagamos en cambio memoria
del Señor, de su bondad y de sus palabras de
vida que nos han conmovido; recordémoslas
y hagámoslas nuestras, para ser centinelas
del alba que saben descubrir los signos del
Resucitado.

Queridos hermanos y hermanas, ¡Cristo ha


resucitado! Y nosotros tenemos la posibilidad
de abrirnos y de recibir su don de esperanza.

Abrámonos a la esperanza y pongámonos en


camino; que el recuerdo de sus obras y de
sus palabras sea la luz resplandeciente que
oriente nuestros pasos confiadamente hacia
esa Pascua que no conocerá ocaso.
Papa Francisco
(Homilía en la Vigilia Pascual
26/03/2016)
54. LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS
(Lucas 24, 13-35)

El primer día de la semana, dos de los


discípulos iban a un pequeño pueblo llamado
Emaús, situado a unos diez kilómetros de
Jerusalén.
En el camino hablaban sobre lo que había
ocurrido.
Mientras conversaban y discutían, el mismo
Jesús se acercó y siguió caminando con ellos.
Pero algo impedía que sus ojos lo
reconocieran. El les dijo: “¿Qué comentaban
por el camino?”.
Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y
uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió:
“¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que
ignora lo que pasó en estos días!”
“¿Qué cosa?”, les preguntó.
Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el
Nazareno, que fue un profeta poderoso en
obras y en palabras delante de Dios y de todo
el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes
y nuestros jefes lo entregaron para ser
condenado a muerte y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que fuera él quien
librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres
días que sucedieron estas cosas. Es verdad
que algunas mujeres que están con nosotros
nos han desconcertado: ellas fueron de
madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo
de Jesús, volvieron diciendo que se les
habían aparecido unos ángeles,
asegurándoles que él está vivo. Algunos de
los nuestros fueron al sepulcro y encontraron
todo como las mujeres habían dicho. Pero a
él no lo vieron”.
Jesús les dijo: “¡Hombres duros de
entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo
que anunciaron los profetas! ¿No era
necesario que el Mesías soportara esos
sufrimientos para entrar en su gloria?” Y
comenzando por Moisés y continuando con
todos los profetas, les interpretó en todas las
Escrituras lo que se refería a él.
Cuando llegaron cerca del pueblo adonde
iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante.
Pero ellos le insistieron: “Quédate con
nosotros, porque ya es tarde y el día se
acaba”.
Él entró y se quedó con ellos. Y estando a la
mesa, tomó el pan y pronunció la bendición;
luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos
de los discípulos se abrieron y lo
reconocieron, pero él había desaparecido de
su vista.
Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro
corazón, mientras nos hablaba en el camino y
nos explicaba las Escrituras?”
En ese mismo momento, se pusieron en
camino y regresaron a Jerusalén. Allí
encontraron reunidos a los Once y a los
demás que estaban con ellos, y éstos les
dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y
se apareció a Simón!”
Ellos, por su parte, contaron lo que les había
pasado en el camino y cómo lo habían
reconocido al partir el pan. (Lucas 24, 13-35)

El Evangelio de hoy, ambientado en el día de


Pascua, cuenta el episodio de los dos
discípulos de Emaús.

Es una historia que comienza y finaliza en


camino. De hecho, narra el viaje de ida de los
discípulos que, tristes por el epílogo de la
historia de Jesús, abandonan Jerusalén y
regresan a casa, a Emaús, caminando
alrededor de once kilómetros.
Es un viaje que tiene lugar durante el día, con
gran parte del trayecto cuesta abajo. Luego
tiene lugar el viaje de regreso: otros once
kilómetros, pero recorridos al caer la noche,
con parte del viaje cuesta arriba después de
la fatiga del viaje de ida y de todo el día.

Dos viajes: uno fácil durante el día y el otro


agotador por la noche. Sin embargo, el
primero tiene lugar en la tristeza, el segundo
en la alegría. En el primero está el Señor
caminando a su lado, pero no lo reconocen;
en el segundo ya no lo ven, pero lo sienten
cerca de ellos. En el primero están
desanimados y desesperanzados; en el
segundo corren para llevar a los demás la
buena noticia del encuentro con Jesús
Resucitado.

Los dos diferentes caminos de aquellos


primeros discípulos nos dicen, a los discípulos
de Jesús de hoy, que en la vida tenemos ante
nosotros dos direcciones opuestas: hay un
camino de los que, como aquellos dos del
principio, se dejan paralizar por las
desilusiones de la vida y siguen tristemente; y
hay un camino de los que no se ponen a sí
mismos y sus problemas en primer lugar, sino
a Jesús que nos visita, y a los hermanos que
esperan que nos ocupemos de ellos.

Este es el punto de inflexión: dejar de orbitar


alrededor de uno mismo, de las decepciones
del pasado, de los ideales no realizados, de
las muchas cosas malas que han sucedido en
la vida de uno. Tantas veces nos dejamos
llevar por ese dar vueltas y vueltas... Déjalo y
sigue adelante con la mirada puesta en la
realidad más grande y verdadera de la vida:
Jesús está vivo, Jesús me ama.

Esta es la mayor realidad. Y puedo hacer algo


por los demás. ¡Es una hermosa realidad,
positiva, iluminada, bella!

La inversión de la marcha es esta: pasar de


los pensamientos en torno a mí mismo a la
realidad de mi Dios; pasar - con otro juego de
palabras - del “si” (sin tilde) al “sí” (con tilde).
Del “si” al “sí”. ¿Qué significa eso?...

“Si él nos hubiera liberado, si Dios me hubiera


escuchado, si la vida hubiera sido como yo
quería, si tuviera esto y aquello...”, en tono de
queja. Este “si” (sin tilde) no ayuda, no es
fecundo, no nos ayuda ni a nosotros ni a los
demás. Aquí están nuestros “si”, similares a
los de los dos discípulos...

Pero ellos pasan al sí (con tilde): “sí, el Señor


está vivo, camina con nosotros. Sí, ahora, y
no mañana, nos ponemos en marcha de
nuevo para anunciarlo”. “Sí, puedo hacer esto
para que la gente sea más feliz, para que la
gente sea mejor, para ayudar a tanta gente.
Sí, sí, puedo”. Del si al sí, de las quejas a la
alegría y a la paz, porque cuando nos
quejamos, no estamos en la alegría; estamos
grises, grises, ese aire gris de tristeza. Y eso
ni siquiera nos ayuda a crecer bien. Del si a
sí, de la queja a la alegría del servicio.

Pero, este cambio de paso, de yo a Dios, del


si al sí, ¿cómo ocurrió en los discípulos de
Emaús?… Encontrándose con Jesús: los dos
de Emaús primero le abren su corazón; luego
le escuchan explicar las Escrituras; luego le
invitan a su casa. Son tres pasos que también
nosotros podemos dar en nuestras casas:
primero, abrir el corazón a Jesús, confiándole
las cargas, las dificultades, las desilusiones
de la vida, confiándole los “si”; y luego,
segundo paso, escuchar a Jesús, tomar el
Evangelio en la mano, leyendo hoy mismo
este pasaje, en el capítulo veinticuatro del
Evangelio de Lucas; y tercero, rezar a Jesús,
con las mismas palabras de aquellos
discípulos: “Señor, “quédate con nosotros” (v.
29). Señor, quédate conmigo. Señor, quédate
con todos nosotros, porque te necesitamos
para encontrar el camino. Y sin ti es de
noche”.

Queridos hermanos y hermanas, en la vida


siempre estamos en camino. Y nos
convertimos en aquello hacia lo que vamos.
Escojamos el camino de Dios, no el camino
del ego; el camino del sí, no el camino del si.
Descubriremos que no hay ningún imprevisto,
no hay cuesta arriba, no hay ninguna noche
que no se pueda afrontar con Jesús.

Que Nuestra Señora, Madre del Camino, que


al aceptar la Palabra hizo de toda su vida un
“sí” a Dios, nos muestre el camino.

Papa Francisco
(Regina Coeli 23/04/2020)
56. APARICIÓN DE JESÚS RESUCITADO
A LOS DOCE
(Lucas 24, 35-58)

Los discípulos, por su parte, contaron lo que


les había pasado en el camino y cómo habían
reconocido a Jesús al partir el pan.
Todavía estaban hablando de esto, cuando
Jesús se apareció en medio de ellos y les
dijo: “La paz esté con ustedes”.
Atónitos y llenos de temor, creían ver un
espíritu, pero Jesús les preguntó: “¿Por qué
están turbados y se les presentan esas
dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo
mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no
tiene carne ni huesos, como ven que yo
tengo”.
Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus
pies.
Era tal la alegría y la admiración de los
discípulos, que se resistían a creer. Pero
Jesús les preguntó: “¿Tienen aquí algo para
comer?” Ellos le presentaron un trozo de
pescado asado; él lo tomó y lo comió delante
de todos. Después les dijo: “Cuando todavía
estaba con ustedes, yo les decía: Es
necesario que se cumpla todo lo que está
escrito de mí en la Ley de Moisés, en los
Profetas y en los Salmos”.
Entonces les abrió la inteligencia para que
pudieran comprender las Escrituras, y añadió:
“Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y
resucitar de entre los muertos al tercer día, y
comenzando por Jerusalén, en su Nombre
debía predicarse a todas las naciones la
conversión para el perdón de los pecados.
Ustedes son testigos de todo esto”. (Lucas
24, 35-58)

En el centro de este tercer domingo de


Pascua está la experiencia del Resucitado
hecha por sus discípulos, todos juntos. Eso se
evidencia especialmente en el Evangelio que
nos introduce de nuevo en el Cenáculo,
donde Jesús se manifiesta a los apóstoles,
dirigiéndoles este saludo: “La paz con
ustedes” (v. 36).

Es el saludo del Cristo Resucitado, que nos


da la paz: “La paz con ustedes”. Se trata tanto
de la paz interior, como de la paz que se
establece en las relaciones entre las
personas.
El episodio contado por el evangelista Lucas
insiste mucho en el realismo de la
Resurrección. Jesús no es un fantasma. De
hecho, no se trata de una aparición del alma
de Jesús, sino de su presencia real con el
cuerpo resucitado.

Jesús se da cuenta de que los apóstoles


están desconcertados al verlo porque la
realidad de la Resurrección es inconcebible
para ellos. Creen que están viendo un espíritu
pero Jesús resucitado no es un espíritu, es un
hombre con cuerpo y alma. Por eso, para
convencerlos, les dice: “Miren mis manos y
mis pies; soy yo mismo. Pálpenme y vean que
un espíritu no tiene carne ni huesos, como
ven que yo tengo” (v. 39).

Y puesto que esto parece no servir para


vencer la incredulidad de los discípulos, el
Evangelio dice también una cosa interesante:
era tanta la alegría que tenían dentro que esta
alegría no podían creerla: “¡No puede ser! ¡No
puede ser así! ¡Tanta alegría no es posible!”.

Y Jesús, para convercerlos, les dice: “¿Tienen


aquí algo de comer?” (v. 41). Ellos le ofrecen
un pez asado; Jesús lo toma y lo come frente
a ellos, para convencerlos.

La insistencia de Jesús en la realidad de su


Resurrección ilumina la perspectiva cristiana
sobre el cuerpo: el cuerpo no es un obstáculo
o una prisión del alma. El cuerpo está creado
por Dios y el hombre no está completo sino es
una unión de cuerpo y alma.

Jesús, que venció a la muerte y resucitó en


cuerpo y alma, nos hace entender que
debemos tener una idea positiva de nuestro
cuerpo. Este puede convertirse en una
ocasión o en un instrumento de pecado, pero
el pecado no está provocado por el cuerpo,
sino por nuestra debilidad moral.

El cuerpo es un regalo maravilloso de Dios,


destinado, en unión con el alma, a expresar
plenamente la imagen y semejanza con Él.
Por lo tanto, estamos llamados a tener un
gran respeto y cuidado de nuestro cuerpo y el
de los demás. Cada ofensa o herida o
violencia al cuerpo de nuestro prójimo, es un
ultraje a Dios creador.
Mi pensamiento va, en particular para los
niños, las mujeres, los ancianos maltratados
en el cuerpo. En la carne de estas personas
encontramos el cuerpo de Cristo. Cristo
herido, burlado, calumniado, humillado,
flagelado, crucificado...

Jesús nos ha enseñado el amor. Un amor


que, en su Resurrección demostró ser más
poderoso que el pecado y que la muerte, y
quiere salvar a todos aquellos que
experimentan en su propio cuerpo las
esclavitudes de nuestros tiempos.

En un mundo donde prevalece la prepotencia


contra los más débiles y el materialismo que
sofoca el espíritu, el Evangelio de hoy nos
llama a ser personas capaces de mirar
profundamente, llenas de asombro y gran
alegría por haber encontrado al Señor
resucitado.

Nos llama a ser personas que saben recoger


y valorar la novedad de vida que él siembra
en la historia, para orientarla hacia los cielos
nuevos y la tierra nueva.
Que nos sostenga en este camino la Virgen
María, a cuya materna intercesión nos
encomendamos con confianza.

Papa Francisco
(Regina Coeli 15/04/2018)
56. JESÚS ASCIENDE AL CIELO
(Lucas 24, 46-53)

Jesús dijo a sus discípulos: “Así esta escrito:


el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los
muertos al tercer día, y comenzando por
Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a
todas las naciones la conversión para el
perdón de los pecados. Ustedes son testigos
de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre
les ha prometido. Permanezcan en la ciudad,
hasta que sean revestidos con la fuerza que
viene de lo alto”.
Después, Jesús los llevó hasta las
proximidades de Betania y, elevando sus
manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se
separó de ellos y fue llevado al cielo.
Los discípulos, que se habían postrado
delante de él, volvieron a Jerusalén con gran
alegría, y permanecían continuamente en el
Templo alabando a Dios. (Lucas 24, 46-53)

Hoy celebramos la Ascensión de Jesús al


cielo, acaecida cuarenta días después de la
Pascua. Contemplamos el misterio de Jesús
que sale de nuestro espacio terreno para
entrar en la plenitud de la gloria de Dios,
llevando consigo nuestra humanidad. Es
decir, nosotros, nuestra humanidad entra por
primera vez en el cielo.

El Evangelio de Lucas nos muestra la


reacción de los discípulos ante el Señor que
“se separó de ellos y fue llevado al cielo” (v.
51). No hubo en ellos dolor y desconsuelo,
sino que se postraron “ante él, y se volvieron
a Jerusalén con gran gozo” (v. 52).

Es el regreso de quien no teme ya a la ciudad


que había rechazado al Maestro, que había
visto la traición de Judas y la negación de
Pedro, que había visto la dispersión de los
discípulos y la violencia de un poder que se
sentía amenazado.

A partir de aquel día, para los apóstoles y


para todo discípulo de Cristo, fue posible
habitar en Jerusalén y en todas las ciudades
del mundo, también en las más atormentadas
por la injusticia y la violencia, porque sobre
todas las ciudades está el mismo cielo y
cualquier habitante puede alzar la mirada con
esperanza.
Jesús – Hijo de Dios - es un hombre
verdadero, con su cuerpo de hombre está en
el cielo. Y esta es nuestra esperanza, es
nuestra ancla, y nosotros estamos firmes en
esta esperanza si
miramos al cielo.

En este cielo habita aquel Dios que se ha


revelado tan cercano que llegó a asumir el
rostro de un hombre, Jesús de Nazaret. Él
permanece para siempre el Dios-con-nosotros
- recordemos esto: Emmanuel, Dios con
nosotros - y no nos deja solos.

Podemos mirar hacia lo alto para reconocer


delante de nosotros nuestro futuro. En la
Ascensión de Jesús, el crucificado resucitado,
está la promesa de nuestra participación en la
plenitud de vida junto a Dios.

Antes de separarse de sus amigos, Jesús,


refiriéndose al evento de su muerte y
resurrección, les había dicho: “Ustedes son
testigos de estas cosas” (v. 48). Es decir, los
discípulos son testigos de la muerte y de la
resurrección de Cristo, ese día, también de la
Ascensión de Cristo.
Y, en efecto, después de haber visto a su
Señor subir al cielo, los discípulos regresaron
a la ciudad como testigos, que con gozo
anuncian a todos la vida nueva que viene del
Crucificado resucitado, en cuyo nombre “se
predicará a todos los pueblos la conversión y
el perdón de los pecados” (v. 47).

Este es el testimonio - hecho no sólo de


palabras sino también con la vida cotidiana -,
el testimonio que cada domingo debería salir
de nuestras iglesias para entrar durante la
semana en las casas, en las oficinas, en la
escuela, en los lugares de encuentro y de
diversión, en los hospitales, en las cárceles,
en las casas para ancianos, en los lugares
llenos de inmigrantes, en las periferias de la
ciudad...

Este testimonio nosotros debemos llevarlo


cada semana: ¡Jesús está con nosotros;
Jesús subió al cielo, está con nosotros; jesús
está vivo!

Jesús nos ha asegurado que en este anuncio


y en este testimonio seremos “revestidos de
poder desde lo alto” (v. 49), es decir, con el
poder del Espíritu Santo.

Aquí está el secreto de nuestra misión: la


presencia entre nosotros del Señor
resucitado, que con el don del Espíritu
continúa abriendo nuestra mente y nuestro
corazón, para anunciar su amor y su
misericordia también en los ambientes más
refractarios de nuestras ciudades.

Es el Espíritu Santo el verdadero artífice del


multiforme testimonio que la Iglesia y cada
bautizado ofrece al mundo. Por lo tanto, no
podemos jamás descuidar el recogimiento en
la oración para alabar a Dios e invocar el don
del Espíritu.

En esta semana, que nos lleva a la fiesta de


Pentecostés, permanezcamos espiritualmente
en el Cenáculo, junto a la Virgen María, para
acoger al Espíritu Santo. Lo hacemos también
ahora, en comunión con los fieles reunidos en
el Santuario de Pompeya para la tradicional
súplica.
Papa Francisco
(Regina Coeli 8/05/2016)
A.M.D.G

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