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ESA FE

QUE MUEVE MONTAÑAS

Matilde Eugenia Pérez Tamayo

1
Yo les aseguro:
si tienen fe
como un grano de mostaza,
dirán a este monte:
“Desplázate de aquí allá”,
y se desplazará,
y nada les será imposible.

Jesús
(Mateo 17, 20)

2
CONTENIDO

PRESENTACIÓN

1. ¿Qué es la fe?
Tener fe… creer…
La duda que fortalece la fe
Páginas del Evangelio:
La tempestad calmada

2. Características de la verdadera fe
Oscuridad de la fe
Creer con alegría
Páginas del Evangelio:
La mujer cananea

3. El contenido de la fe
La superstición, una trampa para la fe
Creer siempre
Páginas del Evangelio:
El hombre que quería salvarse

4. La fe y la razón
La fe “ciega
Creer, cuestión del corazón
Páginas del Evangelio:
Jesús y los vecinos de Nazaret

3
5. La fe y las obras
María, modelo de creyente
Páginas del Evangelio:
Confesión de fe de Pedro

6. Yo creo… Nosotros creemos


Testigos de Jesús y de su Evangelio
Paginas del Evangelio:
Jesús envía a sus discípulos a dar
testimonio de él

7. La oración, alimento de la fe
La fe de Jesús
Paginas del Evangelio:
Jesús cura al hijo del funcionario real

8. Pecados contra la fe
Incompatibilidades
Páginas del Evangelio:
Jesús cura dos ciegos

9. Celebrar la fe
El Bautismo, sacramento de fe
Páginas del Evangelio:
Los discípulos de Emaús

10. Dar la vida por la fe


El regalo inmenso de la fe

4
Páginas del Evangelio:
Bienaventurados los que creen

A MODO DE CONCLUSIÓN
Creer, amar, y esperar
Oración para pedir el don de la fe

5
La fe no es
un mero asentimiento intelectual
del hombre
a las verdades particulares
sobre Dios,
es un acto con el cual
me entrego libremente a un Dios
que es Padre y que me ama.
Es adhesión a un “Tú”
que me da esperanza y confianza.

La fe es un consentimiento
con el que nuestra mente
y nuestro corazón
dicen su “sí” a Dios,
confesando que Jesús es el Señor.
Y este “sí” transforma la vida,
le abre el camino
hacia una plenitud de sentido,
que la hace nueva,
rica de alegría y esperanza fiable.

Benedicto XVI
6
PRESENTACIÓN

Nuestra vida cristiana tiene como supuesto básico,,


absolutamente insustituíble, la virtud de la fe.

Nos proclamamos cristianos, precisamente porque


tenemos fe, porque creemos en Dios, Uno y Trino,
porque creemos en Jesús de Nazaret, Hijo de
Dios, que se encarnó y se hizo hombre como
nosotros, vivió en nuestro mundo, padeció, murió
crucificado por amor, y Dios Padre lo resucitó al
tercer día. Ahora vive en el cielo, a la derecha de
Dios, por toda la eternidad; nos envía al Espíritu
Santo para que nos guíe y acompañe; y nos
espera en su gloria para que seamos eternamente
felices con él.

Creemos en Dios Padre, Creador del universo,


Dueño y Señor de todo cuanto existe. Creemos en
Jesús – Dios verdadero como su Padre y hombre
verdadero como nosotros -, en su persona, en su
vida en el mundo, en lo que hizo, en lo que nos
enseñó y en lo que nos prometió, y esa fe nos
impulsa a vivir nuestra propia vida, nuestra
cotidianidad, guiados por el amor que Dios Espíritu
Santo – enviado a nosotros por el Padre y por el
Hijo, infunde en nuestros corazones.

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Creemos en Jesús, tenemos fe en él y en todo lo
que de él proviene, y nos sentimos felices por ello,
pero sabemos que no podemos limitarnos a afirmar
esa fe con nuestras palabras, sino que debemos
manifestarla, hacerla viva, concreta y real, en
nuestras acciones de cada día.

Porque la fe cristiana, para ser verdadera tiene que


ser explícita, clara, contundente, concreta,
testimonial.

En este orden de ideas, es bueno para nosotros


creyentes, hacer cada cierto tiempo, un alto en
camino, y reflexionar sobre esa fe que decimos
profesar:

 ¿Cómo es nuestra fe?


 ¿Cómo la estamos viviendo?
 ¿Hasta dónde llega su profundidad?
 ¿Cuál es su alcance real?
 ¿A qué nos mueve?
 ¿Hasta dónde nos impulsa a llegar?
 ¿Qué tan comprometidos estamos con
ella?
 ¿Qué implica para nosotros creer?
 ¿Qué hacemos para que la fe crezca en
nuestro corazón y se plasme cada día
mejor en nuestras acciones?

8
Todo esto, para corregir lo que haya que corregir,
rechazar lo que haya que rechazar porque no es
compatible con ella, y para reforzar lo que estamos
haciendo bien.

Que el Espíritu Santo – don de Jesús resucitado a


sus discípulos -, que inspira nuestra vida cristiana,
nos comunique sus gracias y nos ayude en este
propósito.

La autora

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1. ¿QUÉ ES LA FE?

Constantemente oímos decir y tal vez también


nosotros hemos dicho, frases como las siguientes:

- Lo realmente importante es tener fe… Eso de ir a


Misa y rezar el Rosario, es otra cosa…
- Yo creo en Dios, pero ni me hablen de la Iglesia,
y mucho menos de los curas y las monjas…
- Yo tengo mucha fe en María Auxiliadora y en san
Judas…
- La fe es la que salva… eso dicen…
- Yo creo en Dios pero no voy a la iglesia ni me
confieso. No creo que esto sea tan importante…
- Póngale fe a eso y verá que lo consigue…
- Tiene mucha fe… Por eso le salen bien las
cosas…
- Yo rezo mucho y voy a Misa todos los
domingos… Es lo que me enseñaron… Lo demás
es lo de menos…

Estas expresiones – y otras semejantes -


muestran con claridad que generalmente estamos
confundidos, y no sabemos a ciencia cierta qué es
la fe, qué exige de nosotros, qué significa
realmente creer. Por esto es importante
detenernos a reflexionar sobre el tema como
vamos a hacerlo ahora mismo.
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La Sagrada Escritura nos habla de la fe
refiriéndose a ella con el término “obediencia de la
fe”, y nos muestra con ejemplos concretos que la fe
es una “adhesión total” del ser humano a Dios.

Dios se nos revela, se nos manifiesta, se nos da a


conocer de múltiples maneras, y nosotros
respondemos a esta revelación de Dios
adhiriéndonos totalmente a Él, a su persona,
acogiendo en nuestro corazón su Palabra,
entregándonos confiadamente, poniéndonos en
sus manos.

La fe no es cosa de la inteligencia, porque no se


trata simplemente de saber, de conocer una serie
de verdades sobre Dios.

La fe es sobre todo cuestión del corazón, e implica


la vida entera, lo cual significa vivir y actuar
conforme con lo que se cree.

Quien tiene fe, obra en todas las circunstancias de


su vida, con su mirada puesta en Dios, a quien le
ha entregado plenamente su ser entero.

La fe es un don de Dios, un regalo de Dios que


recibimos en el Bautismo. Pero también es una

11
acción nuestra, una respuesta a ese regalo que
Dios nos hace.

Dios nos da la fe como una pequeña semilla, y


nosotros respondemos a esta gracia de Dios, libre
y voluntariamente, haciendo crecer esa fe
mediante la oración, la recepción de los
sacramentos, la lectura y meditación de la Sagrada
Escritura, y las buenas obras de todos los días.

La fe es un don que hay que pedir, y que hay que


luchar por conservar, porque se puede perder,
como se pierde todo lo que uno descuida.

La fe es un don que hay que agradecer, ya que


millones de personas en el mundo no tienen la
dicha de creer como nosotros creemos, porque no
conocen a Jesús, y es preciso que todos los que
creermos nos comprometamos a dar testimonio de
nuestra fe en el, para que otros se unan a ella, y el
amor de Dios llene su corazón de esperanza..

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TENER FE… CREER…

Decir que tenemos fe es muy fácil. Sobre todo


entre nosotros, en donde ser cristiano católico, es
casi una cuestión social, una herencia familiar.

Recibimos el Bautismo cuando estamos muy


pequeños; luego, cuando tenemos uso de razón
hacemos la Primera Comunión, y, finalmente, ya
adultos, nos casamos “por la Iglesia”, porque es la
costumbre, el deseo de nuestros padres y demás
familiares.

Sin embargo, la verdadera fe no puede confundirse


con una que otra práctica religiosa, por importante
que ésta sea.

Ni puede considerarse como un simple modo de


pensar, o un conjunto de costumbres que nos
hacen “buenas personas”, y nos permiten vivir en
armonía con los demás.

Tener fe, creer de verdad, es, sobre todo:


 Estar seguros de Dios y de su amor por
nosotros, y confiarnos a Él, dándole el
primer lugar en nuestra vida.

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 Aceptar a Jesús como Hijo de Dios, nuestro
único Salvador y Maestro, y hacernos sus
discípulos y seguidores.
 Dejar a un lado el miedo y arriesgarnos a
decir siempre “SÍ” a Dios, como María; y
amarlo y servirlo con todo nuestro ser – lo
que somos y lo que tenemos -, en todos los
momentos y circunstancias de nuestra vida.
 Amar a nuestros hermanos con un amor
semejante al que Dios siente por ellos; un
amor claro y concreto que se hace presente
en sus vidas por nuestro servicio constante
y nuestra atención a sus necesidades.

Porque tenemos fe, porque creemos, los seres


humanos renunciamos a apoyarnos en nosotros
mismos, en nuestras propias capacidades, y nos
abandonamos a la Palabra y el Amor de Dios.

Porque tenemos fe, porque creemos, los seres


humanos nos entregamos a Dios y a su Voluntad
con una confianza absoluta, con humildad y
generosidad, totalmente abiertos y disponibles.

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LA DUDA QUE FORTALECE LA FE

Hay momentos, circunstancias, acontecimientos de


la vida, que nos llevan a plantearnos muy
seriamente el tema de la fe, y todo lo que a ella le
compete.

Frente a un accidente inesperado, una tragedia


natural que se lleva la vida de muchas personas, la
muerte repentina o especialmente dolorosa de
alguien a quien amamos, y otros acontecimientos
por el estilo, solemos hacernos muchas preguntas
que, en el fondo, son un cuestionamiento claro a
Dios y a nuestra relación con Él, que tiene como
elemento fundante la fe.

No es malo dudar. La duda es, en cierto sentido, un


elemento integrante de la fe, mientras no nos
empeñemos en ella, y en la medida en que
pongamos los medios para superarla.

Lo malo de la duda es el desaliento que puede


producir en nosotros, si no nos damos prisa en
buscar una ayuda que nos permita retomar el
camino perdido.

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 ¿Qué podemos hacer cuando la duda
llegue a nuestra mente y a nuestro corazón
de creyentes?

La respuesta es clara. Cuando la duda llegue a


nuestra mente y a nuestro corazón, lo primero que
debemos hacer es aferrarnos al poquito, a la gota
de fe que todavía subsista en nosotros, elevar
nuestro corazón a Dios, y pedirle con toda
humildad su gracia para recuperarla.

Dios que nos da la fe como un regalo, es el único


que puede llevarnos con seguridad a derrotar
nuestras vacilaciones. La oración humilde y
constante es un elemento fundamental en la lucha
contra la incredulidad.

Y en segundo lugar, busquemos la ayuda de otras


personas, que, por su vivencia cristiana y sus
conocimientos, puedan darnos las explicaciones
que buscamos. Personas que oren con nosotros y
por nosotros, y que a la vez iluminen nuestra
mente y nuestro corazón con ideas y razones
claras que nos permitan volver a creer a pesar de
las circunstancias difíciles y en ellas.

Aunque la fe es un conocimiento superior al que


nos proporciona la razón, por nuestra condición

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humana también necesitamos, muchas veces,
razones para creer.

Lo importante no es no dudar nunca, sino no


permitir que la duda o las dudas crezcan de tal
manera, que hagan que la fe se extinga, sin hacer
nada para recuperarla, para profundizarla, para
hacerla crecer, avanzar, renovarse.

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PÁGINAS DEL EVANGELIO:

LA TEMPESTAD CALMADA

Al caer la tarde, la barca estaba en medio del mar


y Jesús permanecía solo en tierra. Al ver que
remaban muy penosamente, porque tenían viento
en contra, cerca de la madrugada fue hacia ellos
caminando sobre el mar, e hizo como si pasara de
largo.

Ellos, al verlo caminar sobre el mar, pensaron que


era un fantasma y se pusieron a gritar, porque
todos lo habían visto y estaban sobresaltados.
Pero Jesús les habló en seguida y les dijo:
"Tranquilícense, soy yo; no teman". Luego subió a
la barca con ellos y el viento se calmó. (Marcos 6,
47-51)

Muchas veces sentimos que nuestra vida es como


una barca en medio de la tempestad, sometida una
y otra vez al embate del viento y de las olas, que
amenazan con destruirla, en la oscuridad de la
noche.

Nos llegan de todos lados problemas y dificultades


que ponen en grave peligro nuestra estabilidad
física y emocional, familiar y social. No sabemos
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qué debemos hacer, ni cómo hacerlo. Sentimos
miedo y perdemos la paz del alma.

A todos nos ha pasado o nos pasará. Es algo que


no podemos evitar, porque vivimos en el mundo y
estamos sometidos al vaivén de los
acontecimientos y las circunstancias, que no
podemos controlar totalmente, porque hay en ellos
muchas personas implicadas.

Cuando esto sucede, la única salida es sin duda, la


fe.

Si tenemos fe - verdadera fe - podemos escuchar


en nuestro corazón, las palabras que Jesús dijo a
sus discípulos, aquella noche en el mar de Galilea:
"Tranquilícense, soy yo; no teman".

Si Jesús está con nosotros, ¡y está!, aunque no lo


veamos con nuestros ojos, ni podamos tocarlo con
nuestras manos, nada que sea realmente malo,
podrá sucedernos.

Si Jesús está con nosotros, ¡y está!, aunque no lo


veamos con nuestros ojos, ni podamos tocarlo con
nuestras manos, toda situación, por dolorosa que
sea, contribuirá positivamente a nuestro bien.

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Parece raro, pero es verdad. Recordemos lo que
aprendimos cuando éramos pequeños: "Dios no
puede engañarse ni engañarnos", y ¡Jesús es Dios!

Además, podemos comprobarlo fácilmente. La


resurrección de Jesús de entre los muertos, es una
prueba absolutamente irrefutable: Dios puede
sacar bienes de los males. La entrega generosa de
Jesús en la cruz, es nuestra salvación. Su
resurrección de entre los muertos, confirmó de una
vez y para siempre sus palabras y sus obras de
vida y esperanza.

Siempre que estemos en una situación difícil, sea


la que sea, pensemos en estas palabras de Jesús:
"Tranquilícense, soy yo; no teman".

Repitámoslas una y otra vez, en nuestra mente y


llevémoslas al corazón. Pongamos en él toda
nuestra fe, toda nuestra confianza. ¡No nos
defraudará!

No importa que las situaciones negativas se


prolonguen en el tiempo, o que ocurran nuevos
sucesos desestabilizantes. Mientras mayor sea
nuestro sufrimiento, más cerca estará Jesús de
nosotros, más nos cuidará, porque su corazón es

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infinitamente compasivo y misiericordioso. Con él a
nuestro lado, nada ni nadie podrá dañarnos.

¡Pero hay que tener fe!... Y la fe es un don que se


puede y se debe pedir con insistencia. Dios es
infinitamente generoso con sus dones y con
aquellos que se los piden con confianza..

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Dios uno y trino
no es un Dios indefinido
disperso en el aire
como un spray…
Dios es una Persona concreta,
un Padre.
Por tanto,
la fe en Él
nace de un encuentro vivo
del que tenemos
una experiencia tangible.

Papa Francisco

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2. CARACTERÍSTICAS
DE LA VERDADERA FE

Para que nuestra fe sea verdadera debe tener una


serie de cualidades o características que hacen de
ella lo que tiene que ser. He aquí las más
sobresalientes:

1. La verdadera fe tiene que ser TOTAL.


Se cree o no se cree. En esto de la fe no
valen medias tintas.
Tampoco se puede escoger lo que se
quiere o se “puede” creer, y rechazar lo
demás.
La verdadera fe es una confianza sin
límites en Dios y en su bondad y su amor
por nosotros, y una entrega absoluta a su
Voluntad.

2. La verdadera fe tiene que ser PROFUNDA.


No puede quedarse en lo superficial.
Ni puede ser un simple asentimiento a
un conjunto de verdades o principios.
La verdadera fe siempre busca ir más allá,
saber más, comprender mejor lo que se
cree.

3. La fe tiene que ser VIVA, VITAL.


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Tiene que comprometer todo la persona,
toda la vida, la mente y el corazón, la
manera de ser y la manera de actuar.
No puede hablarse de una fe “teórica”,
que se queda en el mero conocimiento
de las verdades y principios. La
verdadera fe tiene que ser mucho más,
tiene que ir mucho más allá.
La verdadera fe debe manifestarse en
acciones concretas, en hechos
concretos, en actitudes concretas de vida.

4. La verdadera fe tiene que ser PERSEVERANTE.


La fe que es verdadera, real, no puede
depender de las circunstancias ni de los
estados de ánimo: hoy creo porque
estoy de buen humor, mañana quien
sabe.
La verdadera fe tiene que permanecer
en el tiempo y superar los simples
acontecimientos y circunstancias.

5. La verdadera fe tiene que ser ACTIVA y


CREATIVA.
La verdadera fe no puede ser nunca una
actitud pasiva. Al contrario, tiene que
llevarnos a pensar y a actuar de una
manera siempre nueva, teniendo en

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cuenta la Palabra de Dios y sus
exigencias y recomendaciones.
La verdadera fe tiene que llevarnos a
buscar y crear las condiciones para que
ella misma crezca, se desarrolle, y se haga
cada vez más profunda.

6. La verdadera fe tiene que ser COMUNICATIVA.


Un verdadero creyente no se contenta
con creer solo, sino que busca siempre
comunicar su fe a otros, con el
testimonio de su vida: las palabras que
dice y las obras que hace.
Además, colabora de diferentes
maneras para que la fe cristiana que
profesa, llegue cada vez a más
personas, en todos los rincones de la
tierra.
Somos discípulos de Jesús y también sus
misioneros. No podemos olvidarlo.

7. La verdadera fe tiene que ser MADURA.


No puede depender de milagros o de
hechos extraordinarios.
Tampoco puede quedarse en estampas,
imágenes u objetos religiosos, rezos que
se repiten una y otra vez, y pare de
contar.

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La verdadera fe tiene que conducirnos a
una relación íntima y profunda con Dios,
que transforme nuestra vida entera.

8. La verdadera fe tiene que ser ALEGRE y


GOZOSA.
Un santo triste es un triste santo – dice
el refrán popular.
Nuestro Dios es un Dios bondadoso y
amable, jubiloso y alegre, porque es el
Dios de la Vida, el Dios de hoy, de
mañana y de siempre, el Dios del amor
y de la esperanza.
Cuando creemos con una fe alegre se
nos nota en la mirada, en las palabras
que decimos, en los gestos que
realizamos.

9. La verdadera fe tiene que ser HUMILDE y


SENCILLA.
Sin vanidades de ninguna clase, porque
no se consigue por mérito propio, sino
que es básicamente y en primer lugar,
un don de Dios.

10. La verdadera fe tiene que ser CONTAGIOSA.


El verdadero creyente no se contenta con
creer personalmente, sino que busca por

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todos los medios a su alcance, trabajar
para ayudar a otros a creer, a conocer la
fe cristiana y a vivirla con intensidad.

Una pregunta suelta:


 ¿Puedes seguir afirmando que tu fe es
verdadera porque tiene todas estas notas
características?
 ¿Qué tienes que corregir, cambiar o
profundizar?

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OSCURIDAD DE LA FE

La fe es luz que ilumina el alma, la vida entera, de


quien cree. Pero también muchas veces, y por
diversas circunstancias, puede experimentarse
como oscuridad, silencio, soledad, humildad…

Así fue la fe de María, y también la fe de José.


Entrega total, absoluta, generosidad sin límites,
amor a prueba de todo, en circunstancias
complejas, por decir lo menos.

Sea lo que sea y pase lo que pase, la certeza es


una: Dios actúa a su tiempo, con su ritmo, que está
marcado por la eternidad, y llena cada momento de
nuestra vida y de nuestra historia con su amor y su
fidelidad. Dios es bueno y todo lo hace bien y para
nuestro bien.

Dios obra sin dar explicaciones. No tiene por qué


hacerlo. Él todo lo hace bien y para el bien de
aquellos a quienes ama. A nosotros solo nos toca
cerrar los ojos y creer con todo el corazón.

Creer, confiar en su amor y en su bondad, estar


seguros de su salvación. La verdadera fe es ante
todo confianza absoluta, seguridad total.

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Dios actúa misteriosamente, porque Él mismo es
misterio. Misterio que no podemos comprender.
Misterio para contemplar. Misterio para adorar…

Y frente al misterio lo único que podemos hacer es


creer y esperar siempre. Creer y esperar
creyendo. Creer y esperar amando.

La fe y la esperanza van siempre de la mano,


unidas entre sí. Donde está la una está también la
otra. Donde falta una falta también la otra. Y lo
mismo ocurre con el amor. La fe sustenta el amor a
Dios y al prójimo; y el amor para ser verdadero y
profundo exige la fe, exige creer.

Dios sabe cómo hace sus cosas, cuándo las hace,


por qué las hace, para qué las hace, y también por
qué no las hace.

Nosotros solo tenemos que estar ahí, mantenernos


atentos a su acción, dejarlo actuar, dejarnos llevar
por su amor que todo lo ordena, que todo lo
conduce para nuestro bien, para nuestra salvación.

Frente al misterio de Dios nosotros solo tenemos


que mantener la confianza y estar firmes y seguros
de que aunque no lo veamos con nuestros ojos, ni
lo podamos tocar con nuestras manos, ni lo

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“sintamos” físicamente, Él está permanentemente
obrando en nosotros y en los otros, y su acción es
siempre salvadora.

Que tu fe no dependa de señales, de sucesos


extraordinarios, de milagros.

Que tu fe se mantenga a pesar de la rutina de la


vida, a pesar de los sufrimientos, a pesar de los
problemas y las dificultades.

Que tu fe crezca y produzca frutos aunque a veces


sientas que Dios no te escucha, que no te da lo
que le pides, que no hace lo que tú crees que debe
hacer.

¡Él está ahí! A tu lado. Respondiendo a tu fe con el


amor. ¡Amándote!, aunque tú no puedas percibirlo,
porque Él no puede hacer nada distinto a amar, ¡Es
Amor!

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CREER CON ALEGRÍA

Hay una frase que se repite una y otra vez cuando


se habla de la fe y de la vida cristiana auténticas:
“Un santo triste es un triste santo”; porque es un
hecho: la fe cristiana y católica - nuestra fe - para
que sea verdadera, sana, limpia y profunda, tiene
que ser siempre una fe gozosa, una fe alegre, una
fe viva, una fe dinámica, una fe entusiasta y activa.

Parece extraño tener que decirlo, pero es


necesario porque muchas veces y por diferentes
circunstancias, tendemos a pensar que el acto de
creer y la práctica de la religión, para que tengan la
autenticidad y la profundidad que les corresponde,
deben ser algo muy formal, muy juicioso, muy
parco, muy prudente y sensato, muy sobrio, muy
circunspecto.

¡Pero no! Nuestro Dios es un Dios bondadoso y


amable; un Dios que, tiene buen humor y es
alegre; un Dios que sabe reír; un Dios que goza; un
Dios que se complace; un Dios jubiloso; un Dios
que se entusiasma y muchas veces nos sorprende,
porque es el Dios de la Vida. Y si así es Dios, así
tiene que ser también nuestra relación con Él. Lo
dice la Sagrada Escritura en diversos pasajes, y lo
proclama Jesús con su vida y su mensaje.
31
Recordemos las palabras del apóstol san Pablo en
su Carta a los fieles de la ciudad de Filipos: “Estén
siempre alegres en el Señor. Se los repito: estén
alegres” (Filipenses 4, 4)

Jesús resucitado, garante de nuestra fe, es un Dios


triunfante y gozoso, que nos invita a creer en él,
con gusto y regocijo, y a celebrar constantemente,
con entusiasmo y buena disposición, su victoria
sobre el pecado y la muerte.

Creer con una fe alegre significa:


 Saber y sentir que la fe es un don que Dios
nos regala para unirnos a Él y para darle
sentido y valor a nuestra vida humana;
 Estar plenamente convencidos, de que
Dios nos ama con un amor incondicional y
que es para nosotros una enorme alegría
poder disfrutar de este amor;
 Reconocer que con su amor Dios llena
nuestro corazón y nuestra vida de paz, de
armonía, de felicidad, de esperanza.

Creer con una fe alegre significa:


 Que aunque en muchas ocasiones y por
diversas circunstancias, no es fácil
mantener la fe, nosotros nos sentimos
32
felices y agradecidos de saber que Dios
vive en nuestro corazón, y que desde allí
nos ama, nos acompaña y nos guía;
 Tener la certeza de que desde la intimidad
de nuestro corazón Dios nos invita a
caminar por caminos nuevos, por caminos
que nos conducen más allá de nosotros
mismos, y que finalmente nos llevarán a la
plenitud de nuestro ser en Él y con Él;
 Estar absolutamente seguros de que
cuando damos a Dios el lugar que se
merece en nuestra vida, todo cambia, se
enriquece, mejora infinitamente.

Creer con una fe alegre significa:


 Que estamos plenamente convencidos de
que aunque atravesemos por momentos de
dificultad, momentos de duda y oscuridad,
Dios permanece con nosotros y nos
protege del mal;
 Permitir que Dios sea Dios en nosotros, y
entregarle confiados nuestro ser y nuestro
quehacer, nuestras penas y nuestras
alegrías, lo que somos y lo que tenemos, y
también lo que sufrimos y aquello de lo cual
carecemos;
 Dejar a un lado y para siempre, el miedo, la
tristeza, la angustia, la desesperación,

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porque sabemos que si Dios está con
nosotros, nadie podrá hacernos daño.

Creer con una fe alegre es:


 Sentirnos bendecidos por Dios, aún en
medio de nuestro dolor, y muchas veces
por este mismo dolor que nos purifica;
 Creer con esperanza y en la esperanza,
seguros de que Dios es lo mejor que nos
puede pasar, y las penas y dificultades que
ahora vivimos serán superadas algún día,
definitivamente.

Cuando creemos con una fe alegre se nos nota en


el rostro, en la mirada, en las palabras que
decimos, en las actitudes que tenemos, en la
paciencia con la que recibimos los sufrimientos y
adversidades de la vida, en la forma como
tratamos a las personas que nos rodean, en la
compasión que sentimos por quienes sufren, en las
obras de misericordia que realizamos con
frecuencia.

34
PÁGINAS DEL EVANGELIO:

LA MUJER CANANEA

Jesús se fue en dirección a las tierras de Tiro y


Sidón. Un mujer cananea que llegaba de este
territorio, empezó a gritar: "¡Señor, hijo de David,
ten compasión de mí! Mi hija está atormentada por
un demonio". Pero Jesús no le contestó ni una
palabra. Entonces sus discípulos se acercaron y le
dijeron: - Atiéndela. Mira cómo grita detrás de
nosotros. Jesús contestó: - No he sido enviado
sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.

Pero la mujer se acercó a Jesús y, puesta de


rodillas, le decía: - ¡Señor, ayúdame! Jesús le dijo:
- No se debe echar a los perros el pan de los hijos.
La mujer contestó: - Es verdad, Señor, pero
también los perritos comen las migajas que caen
de la mesa de sus amos. Entonces Jesús le dijo:
- Mujer, ¡Que se cumpla tu deseo! Y en aquel
momento quedó curada su hija. (Mateo 15, 21-28)

La fe, cuando es verdadera, es sencilla y humilde,


como la fe de esta mujer cananea, que pedía a
Jesús un milagro para su hija.

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La fe, cuando es verdadera, no tiene límites ni
fronteras, no se cansa, es capaz de afrontar todos
los riesgos, vencer todos los miedos y superar
todos los obstáculos, como vemos que hizo la
mujer de quien nos habla Mateo.

No es fácil creer, pero cuando creemos,


paradójicamente, la vida se nos hace más fácil y
todo lo que nos sucede, bueno o malo, tiene
sentido y valor.

No es fácil creer, pero cuando creemos, podemos


alcanzar lo que buscamos con afán, y muchas
veces algo mucho mejor.

Quien cree de verdad no se angustia por nada ni


por nadie, porque la fe es confianza en la verdad
de Dios, que sabe lo que hace y por qué lo hace;
confianza en el amor de Dios que todo lo puede;
confianza en la bondad de Dios que siempre quiere
nuestro bien.

Quien cree de verdad sabe que después de la


oscuridad viene la luz; después de la tempestad,
llega la calma; después de la noche, el amanecer.

Quien cree de verdad sabe que Dios cumple todas


sus promesas, al pie de la letra, porque es sabio y

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justo, y tiene un corazón de padre y madre que
ante todo ama a sus hijos.

La fe profunda y confiada es alimentada y


fortalecida por la oración fervorosa y valiente, como
la de esta mujer cananea, que – como vemos -, no
escatima esfuerzos para lograr lo que busca: que
Jesús se detenga, escuche su petición, y sane a su
hija enferma.

La fe profunda y confiada es reconocida y atendida


siempre por Dios, que penetra los corazones de
quienes se acercan a Él; unas veces, como en este
caso que nos narra el Evangelio, responde de
manera positiva; en otras ocasiones Dios se queda
en silencio, como si no oyera ni viera nada, pero el
silencio de Dios es tan fecundo, como su Palabra.

Dios nos pide creer con una fe firme y profunda,


generosa y valiente. Una fe que sea capaz de dejar
atrás todos los prejuicios y todas las dudas. Una fe
que no pare de crecer. Una fe cada vez más
madura y más honda. Una fe que conmueva su
corazón

La mujer cananea nos da una gran lección que


tenemos que aprender con prontitud:

37
 Tenemos que buscar a Jesús con
insistencia para poder llegar a él;
 Tenemos dejar a un lado nuestros temores
y nuestras dudas, para poder descubrir su
bondad y su amor por nosotros;,
 Tenemos que quitarnos la venda que cubre
nuestros ojos y abrir nuestros oídos para
mirar su rostro y escuchar su palabra de
vida y esperanza;
 Tenemos que abrir la mente y el corazón
para recibir su amor que se nos da a
manos llenas, de múltiples maneras; su
amor que purifica nuestro pasado, llena de
sentido nuestro presente, e ilumina nuestro
futuro para siempre.

38
Estamos invitados
a vivir
una fe auténtica,
capaz de iluminar
las muchas “noches”
de la vida.

Papa Francisco

39
3. EL CONTENIDO DE LA FE

Toda fe religiosa tiene como elemento básico


fundamental, una serie de verdades, principios y
mandatos que el creyente de dicha religión debe
conocer, aceptar y acoger en su mente y en su
corazón, y profesar públicamente sin restricciones.

Estas verdades religiosas que el creyente conoce,


acepta, acoge y profesa reciben el nombre de
dogmas o verdades de fe.

Un dogma es una verdad perteneciente al campo


de la fe o al campo de la moral, que ha sido
revelada por Dios a lo largo de la historia de la
salvación, y nosotros la conocemos por la Sagrada
Escritura y la Tradición apostólica; o también, una
verdad que ha sido “definida” o “proclamada” por la
Iglesia con la autoridad del Papa o de un Concilio
convocado por él para este fin, y que es
claramente compatible con la revelación.

Los dogmas son verdades absolutas definitivas,


inmutables, infalibles, irrevocables, incuestionables
y absolutamente seguras, sobre las cuales no
puede haber ninguna duda. De esta manera,
cuando un dogma ha sido proclamado

40
solemnemente no puede ser luego derogado o
negado por nadie, incluyendo el Papa.

Cuando un dogma es proclamado por el Papa, esto


no quiere decir que la verdad de fe que anuncia ha
“empezado” a ser verdadera a partir de ese
momento, sino que aunque es una verdad que
“siempre ha existido” como tal, sólo es obligatorio
creer en ella a partir del momento en el que es
definida.

El contenido de los dogmas es inmutable, es decir,


permanente en el tiempo, pero su explicación y
presentación puede sufrir cambios, para que sea
más accesible y comprensible a las personas, en
los distintos tiempos y circunstancias de la historia
humana y de la historia de la Iglesia.

Las revelaciones privadas a personas concretas


como las que tienen lugar en las “apariciones” de la
Virgen o del Señor, a personas elegidas, no son
dogmas de fe y por lo tanto no es obligatorio creer
en ellas ni en lo que dicen o anuncian.

 ¿Cuántos y cuáles son los dogmas de la


Iglesia Católica, las verdades que quienes
pertenecemos a ella debemos creer?

41
Los dogmas o verdades que los católicos debemos
creer, y que han sido proclamados por la Iglesia a
lo largo de estos 2.000 años de historia, a partir de
la resurrección de Jesús, son muchos y muy
variados, pero podemos dividirlos en 8 categorías,
a saber:

1. Dogmas sobre Dios


2. Dogmas sobre Jesucristo
3. Dogmas sobre la creación del mundo
4. Dogmas sobre el ser humano
5. Dogmas sobre la Virgen María
6. Dogmas sobre la Iglesia y el Papa
7. Dogmas sobre los sacramentos
8. Dogmas sobre las últimas cosas

Los principales son los siguientes:

1. DOGMAS SOBRE DIOS:

1. Dios existe y los seres humanos podemos llegar


a conocerlo a partir del universo creado por Él.
2. A Dios no sólo lo podemos conocer por la razón,
sino también por la fe, que es un modo de
conocimiento sobrenatural.
3. Dios es uno y único, es decir, no existe más que
un Dios.

42
4. Dios es eterno, es decir, no tiene principio ni
tendrá fin. Existe desde siempre y para siempre.
5. Dios es uno, único, en tres personas distintas,
iguales en dignidad: Dios Padre, Dios Hijo – Jesús
-, y Dios Espíritu Santo. Este es el dogma que
denominamos “de la Santísima Trinidad”.

2. DOGMAS SOBRE JESÚS, HIJO DE DIOS:

1. Jesús es verdadero Dios como su Padre.


2. Jesús tiene dos naturalezas perfectamente
unidas entre sí: la naturaleza divina y la naturaleza
humana. Es Dios verdadero y hombre verdadero.
3. Jesús murió en la cruz por nosotros, los
hombres y mujeres de todos los tiempos y todos
los lugares.
4. Por su muerte en la cruz, Jesús nos reconcilió
con Dios. Gracias a este sacrificio de Jesús,
nuestros pecados son perdonados.
5. Después de su muerte, Jesús resucitó glorioso
del sepulcro.
6. Ahora, Jesús vive resucitado – como Dios y
como hombre – a la derecha del Padre, y participa
de su gloria.

3. DOGMAS SOBRE LA CREACIÓN DEL


MUNDO:

43
1. El universo y todo cuanto en él existe fue creado
por Dios, de la nada.
2. El mundo es temporal, tuvo un principio en el
tiempo.
3. Todo cuanto existe es sostenido en su existencia
por Dios.

4. DOGMAS SOBRE EL SER HUMANO:

1. El ser humano tiene – o mejor “es” - un cuerpo


material y un alma espiritual.
2. El pecado de “Adán y Eva”, los primeros seres
humanos, se propaga a todos sus descendientes;
este es el dogma del pecado original.
3. El ser humano, herido por el pecado, no puede
redimirse a sí mismo.

5. DOGMAS SOBRE LA VIRGEN MARÍA:

1. La Santísima Virgen María fue concebida libre


del pecado original, por singular gracia de Dios, y
en previsión de los méritos de su hijo Jesús.
2. María concibió en su seno a Jesús, por obra y
gracia del Espíritu Santo, es decir, sin ninguna
intervención humana, y permaneció virgen a lo
largo de toda su vida. Este dogma es el más
antiguo de la Iglesia y es compartido también por la
Iglesia Ortodoxa.

44
3. María es Madre de Dios, porque es Madre de
Jesús y Jesús es verdadero Dios como su Padre
4. María vive en el cielo en cuerpo y alma, como
Jesús.

6. DOGMAS SOBRE LA IGLESIA Y EL PAPA:

1. La Iglesia – comunidad de salvación - fue


fundada por Jesús.
2. Jesús mismo eligió a Pedro como el primero
entre los apóstoles, y lo constituyó como “cabeza
visible” de toda la Iglesia. El Papa, obispo de
Roma, es sucesor de san Pedro y por lo tanto tiene
el primado sobre todos los miembros de la Iglesia.
3. El Papa tiene poder sobre toda la Iglesia en
cuestiones de fe y de moral, y también en la
disciplina y el gobierno.
4. El Papa es infalible siempre que se pronuncia
“ex cathedra” en cuestiones de fe y de moral. El
Espíritu Santo lo asiste de manera sobrenatural y
lo preserva de todo error en lo relativo a la fe y a
las costumbres.
5. También los Concilios – reunión de todos los
obispos del mundo convocados por el Papa – son
infalibles en temas de fe y de moral.

7. DOGMAS SOBRE LOS SACRAMENTOS:

45
1. El Bautismo es un sacramento instituido por
Jesús, y su finalidad es hacer - a quienes lo
recibimos - discípulos y seguidores de Jesús,
integrados en la Iglesia.
2. La Confirmación es un sacramento que con la
fuerza del Espíritu Santo, consolida en el bautizado
su vida sobrenatural, y le da fuerzas para confesar
y seguir con valentía a Jesús, en su vida cotidiana.
3. La Iglesia tiene el poder de perdonar los
pecados cometidos después del Bautismo.
4. El Sacramento de la Confesión, por el cual se
nos perdonan los pecados, es un verdadero
sacramento, necesario para la salvación.
5. La Eucaristía es un sacramento instituido por
Jesús.
6. Jesús está realmente presente con su cuerpo,
su alma, su sangre y su divinidad, en el pan y el
vino consagrados por el sacerdote.
7. La Unción de los enfermos es verdadero
sacramento, instituido por Jesús.
8. El Orden Sacerdotal es verdadero sacramento
instituido por Jesús.
9. El matrimonio – como unión de un hombre y una
mujer, para constituir una familia -, es verdadero
sacramento instituido por Jesús.

8. DOGMAS SOBRE LAS ÚLTIMAS COSAS:

46
1. La muerte es consecuencia del pecado.
2. Las almas de los justos que en el instante de la
muerte se encuentran libres de toda culpa, entran
en el cielo.
3. El infierno es una posibilidad contraria al cielo.
Dios nos hizo libres y nosotros con nuestras
acciones decidimos nuestro futuro glorioso y feliz o
triste y doloroso. Dios quiere siempre nuestra
salvación, pero nosotros con nuestros actos
decidimos nuestro futuro; no es Dios quien
condena, es cada uno de nosotros el que elige esta
opción.
4. Quienes al final de su vida tienen pecados o
culpas que “pagar”, necesitan ser purificados y esta
purificación se alcanza en el purgatorio.
5. Al final de los tiempos – que no sabemos cuándo
ni cómo tendrá lugar - Jesús volverá para
juzgarnos a todos.
6. La humanidad entera será juzgada por Jesús en
su Segunda Venida, y dará a cada uno lo que le
corresponda.
7. Jesús prometió a quienes creemos en él, una
resurrección como la suya.

Esto es lo que creemos. Estas son las verdades


que orientan nuestra vida en el presente y nos
invitan a mirar el futuro que vendrá, con esperanza.

47
Porque – como ya hemos dicho -, la fe y la
esperanza caminan juntas, tomadas de la mano.

Un día más o menos cercano o lejano – sólo Dios


lo sabe – todo esto que hoy miramos desde lejos y
deseamos con ansias conocer de una manera más
clara, será para nosotros comprensible, y
podremos saborearlo gustosos por toda la
eternidad.

EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE

Para que tengamos presente cada día, de una


manera directa, clara y contundente, el contenido
de nuestra fe cristiana católica, y hagamos
profesión de ella con frecuencia, desde tiempos
muy antiguos, la Iglesia elaboró unos resúmenes
orgánicos y articulados, destinados desde el
comienzo, principalmente, a ayudar a preparar a
los catecúmenos para la recepción del
Sacramento del Bautismo.

Uno de estos resúmenes es el llamado “Credo


de los apóstoles”, que rezamos cada domingo en
la Misa, y que expone fielmente la fe de los
apóstoles y de la Iglesia primitiva:

Creo en Dios Padre, Todopoderoso,


48
Creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu
Santo;
nació de Santa María Virgen;
padeció bajo el poder de Poncio Pilato;
fue crucificado, muerto y sepultado;
descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de
entre los muertos;
subió a los cielos y allí está sentado a la derecha
de Dios Padre Todopoderoso;
desde allí vendrá a juzgar a los vivos y a los
muertos.
Creo en el Espíritu Santo,
la Santa Iglesia Católica,
el perdón de los pecados,
la resurrección de la carne
y la vida eterna. Amén.

Cuando rezamos el Credo – y debemos hacerlo


con frecuencia -, entramos en comunión con Dios y
con la Iglesia de todos los tiempos y todos los
lugares, y manifestamos con claridad la belleza y
hondura de la fe, que da sentido a nuestra vida
humana.

49
LA SUPERSTICIÓN,
UNA TRAMPA PARA LA FE

La gran enemiga de la fe es la superstición, que


nace – como la cizaña en medio del trigo – a su
lado -, porque se fundamenta en el mismo acto de
creer.

Cuando la superstición toca la fe, la socaba, la


desvirtúa, y la conduce por caminos equivocados
en los que la fe deja de ser lo que tiene que ser,
para convertirse en su opuesto.

Entendemos como superstición – en términos


generales – todo aquello que significa, de alguna
manera, una desviación de la fe en el Dios único,
Dueño y Señor del mundo y de la historia, y la
pretensión de conocer y manipular las “fuerzas”
que actúan en el universo, según la propia
conveniencia, incluyendo todo aquello que implica
el conocimiento y manipulación de los poderes
demoníacos.

Son superstición, la hechicería, la brujería, la


magia, la adivinación la astrología, el espiritismo, y
todo lo que se relacione con ellos; el ocultismo, lo
esotérico, para hablar en un lenguaje más actual.

50
La Sagrada Escritura rechaza abiertamente la
superstición y todo lo que tiene que ver con ella,
como algo totalmente contrario a lo que Dios quiere
de nosotros y de nuestra relación con Él. En el
Deuteronomio, o libro de la “segunda ley”, leemos:

“No ha de haber en ti nadie que haga pasar a su


hijo o a su hija por el fuego, que practique
adivinación, astrología, hechicería o magia, ningún
encantador ni consultor de espectros o adivinos, ni
evocador de muertos.
Porque todo el que hace estas cosas es una
abominación para Yahveh tu Dios y por causa de
estas abominaciones desaloja Yahveh tu Dios a
esas naciones delante de ti.
Has de ser íntegro con Yahveh tu Dios. Porque
esas naciones que vas a desalojar escuchan a
astrólogos y adivinos, pero a ti Yahveh tu Dios no
te permite semejante cosa”. (Deuteronomio 18, 10-
14)

Y en el Levítico:

“No practiquen encantamiento ni astrología”.


(Levítico 19, 26b)

“Si alguien consulta a los nigromantes, y a los


adivinos, prostituyéndose en pos de ellos, yo

51
volveré mi rostro contra él y lo exterminaré de en
medio de su pueblo”. (Levítico 20, 6)

 ¿Qué es la fe y qué es la superstición en


comparación con ella?
 ¿Qué diferencia esencialmente la una de la
otra?
 ¿Por qué la superstición es enemiga de la
fe?

Como lo vimos en el apartado correspondiente,


podemos decir que la fe es, en definitiva, una
adhesión libre y voluntaria a Dios, y un
asentimiento a todo lo que nos ha dado a conocer
de sí mismo. Una respuesta al amor maravilloso
que Dios siente por nosotros. Un compromiso de
vida.

La fe tiene como objeto único a Dios, nuestro


Dueño y Señor, un ser personal, un Tú con quien
los seres humanos podemos establecer una
relación, un diálogo de amor.

Quien tiene fe, quien cree de verdad, pone en Dios


toda su confianza, toda su seguridad, todo su
amor, y le entrega la vida, basado en la certeza de
que Dios es bueno y sólo puede querer y hacer el

52
bien a los seres humanos a quienes ama como
hijos.

Al contrario de la fe, la superstición no tiene un


concepto claro y definido de Dios, de su poder, de
su bondad, de su amor, de su verdad, porque, en
último término no es Dios quien le interesa.

La preocupación fundamental de la superstición, su


objeto propio, son “las fuerzas invisibles y
desconocidas” que dan lugar a los acontecimientos
– buenos y malos – que suceden en el mundo y
que nos afectan a todos los seres humanos de una
u otra manera, y la búsqueda del mejor modo de
manipular dichas fuerzas para conseguir lo que se
desea.

La superstición nace del miedo a lo que se


desconoce y se percibe como superior, y
absolutamente irracional; no explica nada y
tampoco puede explicarse a sí misma.

Quien es supersticioso busca manipular, manejar,


en provecho propio, esas fuerzas poderosas y
enigmáticas, y para hacerlo emplea ciertos objetos
y ciertos ritos, a lo cuales – equivocadamente -
concede a su vez un poder y un valor especiales,

53
poder y valor que con excesivos, y que ellos no
poseen ni pueden poseer.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice sobre


la superstición:

“La superstición es la desviación del sentimiento


religioso y de las prácticas que impone. Puede
afectar también el culto que demos al verdadero
Dios, por ejemplo cuando se atribuye una
importancia, de algún modo mágica, a ciertas
prácticas, por otra parte legítimas o necesarias.
Atribuir su eficacia a la sola materialidad de las
oraciones o de los signos sacramentales,
prescindiendo de las disposiciones interiores que
exigen, es caer en la superstición” (Catecismo de
la Iglesia Católica N. 2111)

Y sobre las diversas formas específicas de la


superstición que mencionamos al comienzo,
añade:

“Todas las formas de adivinación deben


rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la
evocaión de los muertos, y otras prácticas que
equivocadamente se supone “desvelan” el porvenir.
La consulta de horóscopos, la astrología, la
quiromancia, la interpretación de presagios y de

54
suertes, los fenómenos de visión, el recurso a
“mediums”, encierran una voluntad de poder sobre
el tiempo, la historia, y, finalmente, los hombres, a
la vez que un deseo de granjearse la protección de
poderes ocultos. Están en contradicción con el
honor y el respeto, mezclados de temor amoroso,
que debemos solamente a Dios” (Idem N. 2116).

“Todas las prácticas de magia o de hechicería


mediante las que se pretende domesticar potencias
ocultas para ponerlas a su servicio y obtener un
poder sobrenatural sobre el prójimo – aunque sea
para procurar la salud - , son gravemente
contrarias a la virtud de la religión. Estas prácticas
son más condenables aún cuando van
acompañadas de una intención de dañar a otro,
recurran o no a la intervención de los demonios.
Llevar amuletos es también reprensible. El
espiritismo implica con frecuencia prácticas
adivinatorias o mágicas. Por eso la Iglesia advierte
a los fieles que se guarden de él. El recurso a las
medicinas llamadas tradicionales no legitima la
invocación de las potencias malignas, ni la
explotación de la credulidad del prójimo” (Idem N.
21.17)

 ¿Se pueden confundir de alguna manera la


fe y la supersitición?

55
 ¿Por qué?
 ¿Cómo?

Aunque la diferencia entre fe y superstición es


clara, y a primera vista no admite dudas ni
confusiones, el hecho cierto es que en la práctica,
muchas veces – seguramente más de las que
quisiéramos -, confundimos la una con la otra, y en
esta confusión es la fe la que lleva la peor parte: se
desvirtúa, pierde su sentido propio y su valor único,
se debilita y puede llegar a morir.

Contribuye a ello, sin lugar a dudas, el hecho de


que tener fe, creer, no es fácil; en primera instancia
es un don, una gracia, y necesita y exige un
cuidado especial por parte nuestra. Cuando la fe se
descuida, cuando no se alimenta mediante la
oración, cuando no se protege, cuando no se
profundiza, se pierde irremediablemente, se muere,
deja de ser fe para ser cualquier otra cosa.

¿Ejemplos de fe que se confunden con la


superstición? Muchos. Uno sencillo y muy
frecuente: el empleo que algunas personas dan a
las imágenes y medallas de la Virgen y también de
los santos, a las velas que se encienden en su
honor y a las mismas novenas que se rezan,
buscando con todo ello algún favor material o

56
espiritual. Cada uno de estos objetos o de estas
prácticas llega a ser más importante que lo que
representan, más importante que lo que significan;
les dan un valor que en sí mismas no tienen, un
poder mágico que no les pertenece. En este
sentido, deja de importar María como tal para ser
esta imagen concreta, esta advocación concreta, la
que debe ser honrada, porque es la “milagrosa”, y
debe honrarse durante estos días específicos y no
en otros, en este lugar y no en aquel, en fin. Todos
tenemos experiencias en este sentido.

Generalmente la superstición nace, crece y se


desarrolla en medio de una fe superficial, mal
informada, mal fundamentada; una fe que no tiene
raíces, una fe que no se alimenta de la Palabra de
Dios, que no se nutre de la oración y de los
sacramentos; una fe que no profundiza, que no
busca, que no se renueva, una fe que no tiene de
dónde asirse; una fe rutinaria, seca, que no da
sentido a la vida; en una palabra, una fe que no es
verdadera fe.

Cuando no tenemos ideas claras sobre Dios, su


ser, su bondad, su santidad, su poder, su amor
infinito por nosotros, la historia de nuestra
salvación. Cuando no tenemos verdades que
iluminen nuestra vida y los acontecimientos que

57
sucedeb a nuestro alrededor, es difícil creer de
verdad, y muy fácil caer en la superstición, que en
cierto sentido “nos hace más sencillas” las cosas
porque “nos permite obtener respuestas rápidas y
concretas” para nuestra ansiedad, respuestas
“efectivas” para nuestras inseguridades, a
diferencia de la verdadera fe que es luz y oscuridad
a la vez, y que la mayor parte de las veces nos
exige cerrar los ojos y confiar, bajar la cabeza y
esperar, sin poder ver, sin poder tocar, sin poder
oír.

 Cómo podemos purificar nuestra fe de toda


superstición?

Purificar nuestra fe de toda clase de superstición,


es una tarea urgente, y para lograrlo necesitamos
realizar simultáneamente tres cosas:

1. ORAR. La oración no solo alimenta la fe y la


hace crecer, fortalecerse y profundizarse, sino que
también la purifica de toda impureza, de todo lo
que no es verdadera fe. Cuando oramos con fe y
para pedir la fe, Dios escucha nuestra oración y
acude en nuestro auxilio con todas sus gracias. Lo
dijo Jesús muy claramente: “Pidan y se les dará;
busquen y hallarán; llamen y se les abrirá. Porque
todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al

58
que llama se le abre. ¿O acaso alguno de ustedes
que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le
pide un pez, le da una culebra? Si, pues, ustedes,
siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos,
¡cuánto más su Padre que está en los cielos, dará
cosas buenas a los que se las pidan” (Mateo 7, 7-
11)

2. ILUSTRAR LA FE. Enriquecer la fe mediante el


estudio de la Palabra de Dios y la Doctrina de la
Iglesia. Quien conoce a fondo su fe, quien sabe lo
que cree y en Quién cree, en Quién ha puesto su
confianza, su seguridad, su amor, no se dejará
llevar nunca por el espejismo de la superstición
que no tiene ningún fundamento real, ningún
fundamento serio, y que solo es un intento de
explicar lo que es inexplicable y una ilusión de
controlar lo incontrolable. Siempre hay algo nuevo
que aprender sobre Dios, siempre hay algo en lo
que es necesario profundizar, siempre hay un
concepto que es preciso revisar. Esto no es una
vergüenza, es una realidad.

3. VIVIR LA FE DENTRO DE LA IGLESIA.


Creemos “en” la Iglesia y “con” la Iglesia, y esto es
muy importante, porque nos da plena seguridad de
que lo que creemos es verdadero, legítimo.
Ninguna “verdad” o “práctica religiosa” que

59
provenga de alguien distinto de la Iglesia, nada que
sea distinto de lo que la Iglesia enseña y
promueve, de lo que la Iglesia practica, es
verdadero, y por tanto tenemos que rechazarlo con
decisión y claridad.

Es en la Iglesia y con la Iglesia que nuestro amor a


Dios, nuestra fe en Él, nuestra vinculación a Él,
nuestras prácticas de culto, nuestra religiosidad,
tienen su verdadero sentido. Todo lo demás es
absurdo, por decir lo menos.

Orar con insistencia pidiendo el don de la fe, de la


verdadera fe; ilustrar la fe, profundizar los
conocimientos que tenemos de la doctrina cristiana
católica, y profundizar y mantener nuestra relación
con la Iglesia, familia de Dios, comunidad de
salvación, son tres necesidades urgentes,
inaplazables, y también permanentes, constantes,
si queremos creer con una fe verdadera, legítima,
purificada. Una fe que nos conduzca a penetrar
cada vez más hondo en el Misterio inagotable de
Dios; misterio que nos atrae, que nos llama, que
nos invita a introducirnos en él, a llenarnos de él.

60
CREER SIEMPRE

Creer, tener fe, no puede ser cuestión de


momentos, de circunstancias, de oportunidades, de
estados de ánimo.

La fe, si es verdadera, tiene que ser cosa de todos


los días, de todos los momentos, de todas las
situaciones; tiene que ser cosa de siempre, de toda
la vida.

Tenemos que creer cuando reímos y el corazón


nos salta de alegría, y también cuando las lágrimas
brotan de nuestros ojos, y el alma se siente
atravesada por un dolor que la desgarra. Cuando
todo nos sale bien, y cuando perdemos, cuando
fracasamos.

Tenemos que creer cuando nos sentimos


optimistas, y también cuando estamos tristes,
angustiados; cuando estamos rodeados de amigos
que nos quieren y nos apoyan, y también cuando
nos sentimos solos, abandonados, perseguidos.

Tenemos que creer hoy, mañana y pasado


mañana, aquí y allá, ahora y siempre.

61
Creer en la rutina de la vida diaria, en medio de los
quehaceres sencillos de todos los días.

Creer donde estemos, haciendo lo que hacemos.

Creer con todo el corazón, con toda el alma, con


toda la mente, con todas las fuerzas.

Creer que, sea como sea y pase lo que pase, Dios


está ahí, a nuestro lado, acompañándonos,
guiándonos, amándonos, alegrándose con
nuestras alegrías, sufriendo con nuestro dolor.

Creer que Dios puede convertir el mal en bien, la


oscuridad en luz, la tristeza en alegría, los fracasos
en victorias, el dolor en fuente de vida y esperanza.

Creer que cuando el Espíritu de Dios habita en


nuestra alma por la gracia, todo lo que pensemos,
digamos y hagamos en su nombre y por amor, hará
que el mundo sea mejor para todos.

Integrar la fe y la vida es el único modo de creer de


verdad; un don que hay que pedir, un regalo que
hay que cuidar.

62
PÁGINAS DEL EVANGELIO:

EL HOMBRE QUE QUERÍA SALVARSE

Jesús se puso en camino.


Un hombre corrió hacia él y, arrodillándose, le
preguntó: - Maestro bueno, ¿qué debo hacer para
heredar la Vida eterna?
Jesús le dijo: - ¿Por qué me llamas bueno? Sólo
Dios es bueno. Tú conoces los mandamientos: No
matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no
darás falso testimonio, no perjudicarás a nadie,
honra a tu padre y a tu madre.
El hombre le respondió: - Maestro, todo eso lo he
cumplido desde mi juventud.
Jesús lo miró con amor y le dijo: - Sólo te falta una
cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres;
así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y
sígueme.
Él, al oír estas palabras, se entristeció y se fue
apenado, porque poseía muchos bienes.
Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus
discípulos: - ¡Qué difícil será para los ricos entrar
en el Reino de Dios!
Los discípulos se sorprendieron por estas
palabras, pero Jesús continuó diciendo:
- Hijos míos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de
Dios! Es más fácil que un camello pase por el ojo
63
de una aguja, que un rico entre en el Reino de
Dios.
Los discípulos se asombraron aún más y se
preguntaban unos a otros: - Entonces, ¿quién
podrá salvarse?
Jesús, fijando en ellos su mirada, les dijo: - Para
los hombres es imposible, pero no para Dios,
porque para Él todo es posible. (Marcos 10, 17-27)

Era un hombre bueno.


Conocía los mandamientos y los practicaba.
No robaba, no mataba, no mentía, no se
aprovechaba de nadie, no le faltaba a su esposa,
honraba a su padre y a su madre.
Pero no estaba satisfecho.
En lo profundo de su corazón sentía que le faltaba
algo, aunque no lograba identificar qué era ese
algo.

Era un hombre bueno, sí, pero seguro que podía


ser mejor...
Seguro que podía llegar más lejos, aunque no
sabia cómo.
¿Qué más podía hacer para crecer en el bien?...
Jesús se lo dijo claramente: - Sólo te falta una
cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres;
así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y
sígueme.

64
Sin embargo, él, al oír estas palabras... se
entristeció y se fue apenado, porque poseía
muchos bienes...

Era un hombre bueno y tenía buenas intenciones.


Pero no fue capaz de llegar a realizarlas, porque su
corazón estaba apegado a sus posesiones.
Sus riquezas materiales limitaban sus anhelos
espirituales.

Era un hombre bueno.


Cumplía los mandamientos con exactitud, pero no
era capaz de dar un paso más.
Cuando escuchó las palabras de Jesús, su corazón
se estremeció y volvió sobre sus pasos.
¡No podía dejar todo aquello que había conseguido
con tanto esfuerzo!
¡Era su trabajo de toda la vida, la seguridad de su
familia y la suya propia!
¡Cualquier cosa menos eso!

Era un hombre bueno, pero no era un hombre libre.


Los bienes que poseía lo tenían atado.
No era un simple tener; su corazón estaba
realmente aferrado a lo que tenía.
Por eso no tuvo la fuerza necesaria para responder
positivamente a la propuesta de Jesús.

65
Sus bienes pesaron más que sus anhelos
espirituales.
La comodidad con la que vivía se vio amenazada y
se rebeló internamente.
Había puesto su confianza en lo que poseía y le
dio miedo quedarse a la deriva.
El dinero le daba seguridad y no se atrevió a
prescindir de él y entregarse plenamente,
confiadamente, en las manos de Dios.
Sus buenas intenciones quedaron truncadas para
siempre.

Ser cristiano, creer en Jesús y en sus palabras,


seguirlo, es mucho más que saber unas verdades y
cumplir unos mandamientos.

Ser cristiano, creer en Jesús y en sus palabras,


seguirlo, es darle a él, siempre y en todo, el primer
lugar.

Y es también, ser capaces de desprendernos de


nosotros mismos, de nuestros propios deseos y
ambiciones, de nuestras posesiones, de nuestra
vida tranquila y cómoda, para compartir con los
otros lo que creemos, lo que anhelamos, lo que
somos y lo que tenemos.

66
Jesús nos invita hoy a pensar muy seriamente, en
lo que significa para nosotros tener fe en Dios,
creer en él, su Hijo encarnado, y hacernos sus
discípulos.

 ¿Hasta dónde somos capaces de llegar


movidos por el amor que sentimos por
Dios?
 ¿Qué somos capaces de dejar de lado si él
– Jesús - nos lo pide?
 ¿Qué tan fuerte, tan grande y tan profundo
es nuestro amor? ¿Qué tan fiel?
 ¿Seremos capaces de superar en nuestra
vida cotidiana el mero cumplimiento de los
mandamientos?…
 ¿Lograremos vencer nuestra inclinación a
vivir cómodamente y a acumular bienestar
y riquezas, para arriesgarnos a ir más allá
de nuestra tibieza?...

67
La fe verdadera
abre el corazón
al prójimo
e impulsa
hacia la comunión concreta
con los hermanos,
sobre todo
con los más necesitados.

Papa Francisco

68
4. LA FE vs. LA RAZÓN

Desde hace mucho tiempo – específicamente


desde el surgimiento del Racionalismo que acentuó
el poder de la razón como elemento fundamental
en el conocimiento humano, y del Empirismo que
destacó el poder de los sentidos también como
parte fundamental del mismo – se ha querido ver a
la fe como enfrentada al conocimiento racional y al
conocimiento sensorial, dándole a la razón y a los
sentidos el lugar más importante en tal
enfrentamiento, y calificando la fe como simple
cuestión de “opinión”, como un modo de mirar la
vida humana y el mundo desde una óptica un tanto
ingenua.

Muchas y muy complejas ideas se han debatido en


este empeño, pero no es este el lugar adecuado
para presentarlas ni dirimirlas. Bástenos saber que
el tema ha sido puesto sobre el tapete por muchas
personalidades, en diferentes momentos de la
historia, con diferentes matices y diferentes
explicaciones.

El Concilio Vaticano II, reunido entre 1962 y 1965,


convocado por San Juan XXIII e integrado por
obispos representantes de todas las Iglesias del
mundo, tuvo en cuenta también esta cuestión, por
69
considerarla de vital importancia para el hombre
moderno, y sin detenerse en intrincadas
discusiones que no aportan nada a la gente
común, y por el contrario, más bien la confunden,
afirmó con sencillez pero también con
determinación:

“El santo Concilio, repitiendo lo que enseñó el


Primer Concilio Vaticano, declara que “existen dos
órdenes de conocimiento” distintos, el de la fe y el
de la razón, y que la Iglesia no prohíbe que “las
artes y las disciplinas humanas gocen de sus
propios principios y su propio método, cada uno
en su propio campo; por lo cual, “reconociendo
esta justa Verdad”, la Iglesia afirma la autonomía
legítima de la cultura humana, y especialmente de
la ciencia” (Concilio Vaticano II, Constitución
dogmática sobre la Iglesia en el mundo actual,
Gaudium et Spes, N. 59).

 ¿Qué significa esta afirmación del Concilio?


 ¿Qué implica para nosotros creyentes?
 ¿A qué nos lleva?

El Concilio nos muestra con claridad, que,


definitivamente no podemos entender la fe y la
razón como dos modos o formas de conocimiento
contrarios, contrapuestos, mutuamente

70
excluyentes, sino que hemos de mirarlos como dos
modos o formas de conocimiento distintos, cada
uno con sus propias características y condiciones,
pero en cierto sentido y hasta cierto punto
complementarios entre sí.

La fe y la razón son dos modos de conocimiento,


dos maneras de llegar a la Verdad, cada una de
ellas con un objeto y un método propios. La fe nos
permite el conocimiento de Dios y de toda la
realidad sobrenatural, mientras la razón - unida con
los sentidos -, nos conduce al conocimiento del
mundo y de toda la realidad natural.

Pero hay algo más: la fe bien entendida no es ni


irracional ni antirracional; del mismo modo que la
razón, por sí misma, no niega la fe ni lo que la fe
busca conocer. Además, la fe puede ser también,
en cierta medida, explicada y comprendida.

Bien entendidas, es decir, teniendo en cuenta su


origen y el contexto en el que fueron enunciadas,
“las pruebas de la existencia de Dios” de las que
hablan la Filosofía y la Teología cristianas – para
dar un ejemplo - no sustituyen la fe en Él por un
saber semejante al saber de las ciencias, sino que,
por el contrario, nos invitan a ir más allá de los
razonamientos, más allá de las explicaciones; nos

71
invitan a creer, y por lo tanto, fortalecen nuestra fe
y nos ayudan a dar razón de ella a quienes no
creen o a quienes quieren ser más conscientes de
la fe que profesan, y buscan profundizar en su
conocimiento. De esta manera hacemos realidad lo
que el apóstol san Pedro nos dice en su Primera
Carta:

“Den culto al Señor Jesucristo en sus corazones,


siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que
les pida razón de su esperanza” (1 Pedro 3, 15).

El Catecismo de la Iglesia Católica, publicado en


1992 por San Juan Pablo II, como orientación
fundamental para la Iglesia Universal, citando a
Santo Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia y al
Concilio Vaticano I, afirma respecto a este mismo
tema:

“En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas


cooperan con la gracia divina: “Creer es un acto
del entendimiento, que asiente a la verdad divina
por imperio de la voluntad, movida por Dios
mediante la gracia” (Catecismo de la Iglesia
Católica N. 55).

Y agrega:

72
“La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento
humano, porque se funda en la Palabra misma de
Dios, que no puede mentir. Ciertamente las
verdades reveladas pueden parecer oscuras a la
razón y a la experiencia humanas, pero “la certeza
que da la luz divina es mayor que la que da la luz
natural de la razón” (Santo Tomás de Aquino).
“Diez mil dificultades no hacen una sola duda”
(John Henry Newman) (Idem N. 157).

“… Es inherente a la fe que el creyente desee


conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y
comprender mejor lo que le ha sido revelado; un
conocimiento más penetrante sucitará a su vez una
fe mayor, cada vez más encendida de amor…
Ahora bien… “para que la inteligencia de la
Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu
Santo perfecciona constantemente la fe por medio
de sus dones” (Concilio Vaticano II, Dei Verbum
N.5)...” (Ibidem N. 158)

Y concluye:

“… “A pesar de que la fe esté por encima de la


razón, jamás puede haber desacuerdo entre ellas,
puesto que el mismo Dios que revela los misterios
y comunica la fe, ha hecho descender en el espíritu
humano la luz de la razón. Dios no podría negarse

73
a sí mismo, ni lo verdadero contradecir jamás lo
verdadero” (Concilio Vaticano I). “Por eso, la
investigación metódica en todas las disciplinas, si
se procede de un modo realmente científico y
según las normas morales, nunca estará realmente
en oposición con la fe, porque las realidades
profanas y las realidades de la fe tienen su origen
en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu
humilde y ánimo constante se esfuerza por
escrutar lo escondido de las cosas, aún sin
saberlo, está como guiado por la mano de Dios,
que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean
lo que son” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes
N. 36)….” (Ibidem N. 159).

No es necesario agregar más explicaciones.


Queda perfectamente claro para nosotros que
somos creyentes:

1. Que aunque muchos pretendan seguir


considerando la fe como un modo de conocimiento
inferior, ingenuo, vago e inseguro, que busca dar
por verdaderos unos cuantos enunciados que no
se pueden demostrar, la verdad es que la fe y la
razón no son de ninguna manera incompatibles
entre sí, ni la una excluye la otra.

74
2. Que tanto la fe como la razón representan para
nosotros una forma especial de conocimiento, una
manera específica de aproximarnos a un aspecto
determinado de la realidad.

3. Que juntas - fe y razón - nos permiten abordar


con competencia los diferentes planos de la
realidad que nos circunda y en la que estamos
inmersos: la realidad material y la realidad
espiritual.

75
LA FE “CIEGA”

En muchas ocasiones, hablando de temas


religiosos con personas adultas, incluyendo
algunas de cierto nivel cultural, he escuchado
frases como estas:

 “Yo creo con una fe ciega… Creo y punto…


No me interesa nada más”
 “No me gusta pensar sobre estas cosas de
la fe, porque me enredo. Prefiero creer con
fe ciega… como la fe de las personas de
antes”
 “A mi me parece que no es necesario
ponerle tanta atención a las cosas de la
religión, ni tratar de entender nada… Hay
que creer y ya… Creer con los ojos
cerrados, como decía mi mamá”
 “Como la fe no se puede explicar ni
entender, prefiero no hablar de eso.
Después lo que pasa es que uno pierde la
fe… Le ha ocurrido a mucha gente”
 “Yo creo en Dios, voy a Misa, rezo el
Rosario… Eso es la fe… No es necesario
estudiar mucho para creer ni para ser
bueno”
 “¿Sabes que le pasó a Fulanito?…. Que se
puso a estudiar la Biblia y perdió la fe; ya
76
no cree en nada ni en nadie... Es mejor
como nosotros… creer con una fe ciega…
creer lo que nos enseñaron y nada más…
Para evitar problemas, ¡claro está!”

Todas estas afirmaciones y otras que se les


parecen, nos llevan a pensar que hay muchas
personas, tal vez más de las que imaginamos, que
le tienen a Dios una especie de miedo que los hace
alejarse de Él y de todo lo que se relaciona con Él,
en lugar de acercársele. Prefieren mirarlo de reojo
y desde lejos, en vez de mirarlo de frente y
conocerlo cada vez mejor para amarlo más. No lo
niegan, pero actúan casi como si lo negaran.

La fe “ciega”, la que permanece siempre igual, la fe


que no se pregunta, la fe que no busca, la fe que
no está interesada en crecer y profundizarse; la fe
que no tiene necesidad de informarse, de hacerse
conocimiento, de saber cada vez más y mejor, no
es verdadera fe, y corre serio peligro de
extinguirse, de perderse, de morir por “inanición”.

Creer de verdad implica, en gran medida, hacer


todo lo que está a nuestro alcance para que esta fe
que decimos tener no sea, simplemente la
afirmación de una verdad o de un conjunto de
verdades que no se “conocen” ni se “comprenden”,

77
un conjunto de verdades que no se sabe “de dónde
salen” ni qué significan, y que por lo tanto tienen
muy poco qué decir a nuestro corazón y a nuestra
vida.

Creer de verdad implica – entre otras cosas -,


hacer todo lo que está a nuestro alcance para que
la fe que decimos tener, deje de ser una actitud
pasiva y se convierta en activa, dinámica. Para que
busque ser - cada vez con más fuerza y decisión -,
un “conocimiento” profundo de Dios, de su Ser, de
su Verdad, de su Bondad, de su Belleza, de su
Amor por nosotros, de su acción en favor nuestro.
Todo esto – claro está -, en la medida en que nos
es posible a los seres humanos penetrar en el
Misterio infinito de Dios, que Él mismo nos revela
según lo juzga conveniente.

Creer de verdad implica abrir la mente y el corazón


de par en par, para acoger con decisión todo lo que
Dios tiene qué decirnos en cada momento de
nuestra vida; mantenernos atentos a su Palabra, y
atentos también a su acción, a su amor y a su
presencia que se nos manifiesta de muy diversas
maneras.

Dios no deja nunca de hablarnos, no deja nunca de


llamarnos, no deja nunca de invitarnos a creer en

78
Él, a entrar en su intimidad, a conocerlo
profundamente, y a amarlo con toda la intensidad
de nuestro amor humano.

La verdadera fe no es, no puede ser, “cerrar los


ojos” y decir “sí”, sin saber a qué y por qué. Todo lo
contrario. La verdadera fe exige mantener los ojos
muy bien abiertos para mirar, para buscar, para
descubrir, para ver, para encontrar. Exige abrir los
oídos para escuchar y tratar de “entender” con la
mente y con el corazón, en actitud de
disponibilidad y acogida, como lo hizo María,
modelo de fe.

 ¿Qué tenemos que hacer para que nuestra


fe deje de ser una fe ciega que no conoce
lo que tiene que conocer, ni entiende lo que
tiene que entender; para que no sea ya
más una fe estática, quieta, silenciosa, y se
convierta en contínua búsqueda de Dios?

La respuesta es sencilla y clara, casi evidente. Lo


primero es, sin duda, tomar conciencia de nuestras
carencias en este sentido, y también, de la
necesidad que tenemos de que las cosas no sigan
siendo así; tomar conciencia de la necesidad que
tenemos de no quedarnos más tiempo con lo que
aprendimos una vez, hace ya muchos años,

79
cuando nos preparábamos para la Primera
Comunión. Este solo hecho nos abre ya un sinfín
de posibilidades y de tareas.

Tomar conciencia y actuar en consecuencia.


Buscar los medios para superar nuestras
deficiencias y salir de la situación en la que nos
encontramos.

Hay muchas personas que pueden ayudarnos a


profundizar nuestra fe: sacerdotes, religiosas y
religiosos, laicos capacitados, comunidades
apostólicas parroquiales, grupos de oración, en fin.

Y hay también buenos libros al alcance de todos,


que podemos adquirir por precios módicos y
compartir con otras personas. Lo importante es que
nos pongamos en el empeño de buscarlos y
leerlos.

Además, está la Palabra de Dios, la Biblia, el mejor


libro de que podemos disponer cuando queremos
profundizar en nuestro conocimiento de Dios, de su
amor por nosotros, y establecer una relación íntima
con Él. Y en la Biblia, de manera muy especial, los
cuatro Evangelios que nos hablan de Jesús, y las
Cartas de los apóstoles – de san Pablo, san Pedro,
san Juan, san Judas, Santiago - que nos dan

80
directrices concretas sobre lo que tiene que ser
nuestra vida de cristianos, seguidores de Jesús,
creyentes y practicantes.

Finalmente, la participación en la celebración de


los sacramentos, particularmente en el Sacramento
de la Eucaristía, y la escucha atenta de la Homilía
del sacerdote, son también una buena oportunidad
para profundizar nuestra fe y nuestro conocimiento
de Dios.

Aunque muchos piensen y digan lo contrario, y en


cierta forma se gloríen de su forma de proceder, la
fe ciega no puede ser de ninguna manera nuestro
objetivo.

Parafraseando al Papa Francisco, es mucho mejor


equivocarnos tratando de profundizar nuestra fe,
que no cometer ningún error por el simple hecho
de no arriesgarnos a creer de una manera más
dinámica, con más inteligencia y decisión, con más
fuerza y con mayor claridad.

81
CREER, CUESTIÓN DEL CORAZÓN

Aunque en la fe está involucrado el entendimiento,


la inteligencia, porque lo que se cree, en cierto
modo se puede también comprender, tener fe no
es mera cuestión de inteligencia o de estudios, ni
depende de ellos, y creer no significa –
simplemente -, tener muchos conocimientos sobre
temas religiosos, ni saber mucha doctrina.

Hay grandes científicos, personas con enormes


capacidades intelectuales, que no tienen fe, no
creen o “no pueden” creer; y hay también personas
ignorantes, que apenas sí saben leer y conocen
sólo las verdades fundamentales de la doctrina
católica, y sin embargo, tienen una fe profunda y
firme que los hace capaces de muchas cosas que
nosotros ni siquiera imaginamos.

La fe, la verdadera fe, va mucho más allá de la


razón, mucho más allá del entendimiento, de la
inteligencia, e implica un tipo de conocimiento
superior, más sublime, más delicado, más hondo.

La fe, la verdadera fe, es eminentemente y de un


modo muy especial, “cuestión del corazón”.

82
Es desde el corazón, entendido como el centro
mismo de la persona, nuestro yo íntimo y profundo,
donde cada uno es el que es, desde donde los
seres humanos nos elevamos por encima de
nosotros mismos y establecemos nuestra relación
con Dios, y creemos, confiamos, esperamos.

Creer con el corazón es creer con el alma y con el


cuerpo, con la carne y con la sangre, creer con la
vida misma, con cada obra, con cada palabra, con
cada pensamiento; de día y de noche, en la alegría
y en el dolor, en la riqueza y en la pobreza, en la
salud y la enfermedad, pase lo que pase.

Creer con el corazón es creer con una fe firme y


esforzada, una fe capaz de soportarlo todo con tal
de mantenerse en lo que es, en lo que debe ser
siempre: una confianza absoluta, total, en Dios. Así
lo recomendaba san Pablo a sus oyentes, y esta
recomendación sigue siendo válida para nosotros
hoy:

“Velen, manténganse firmes en la fe, sean


hombres, sean fuertes. Hagan todo con amor” (1
Corintios 16, 13).

Creer con el corazón es creer con una fe capaz de


enfrentar problemas y dificultades de todo tipo; una

83
fe que es don de Dios; una fe que nos mantiene
íntimamente unidos a Él, confiando en sus
palabras, en sus promesas:

“Llevamos este tesoro (la fe en Jesús resucitado)


en recipientes de barro para que aparezca que una
fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de
nosotros. Atribulados en todo más no aplastados;
perplejos más no desesperados; perseguidos más
no abandonados; derribados, más no aniquilados.
Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas
partes el morir de Jesús, a fin de que también la
vida de Jesús se manifieste en nuestra carne
mortal…
Pero teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo
que está escrito: Creí y por eso hablé, también
nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo
que quien resucitó al Señor Jesús, también nos
resucitará con Jesús y nos presentará ante Él
juntamente con ustedes.
Y todo esto para su bien, a fin de que cuantos más
reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento,
para gloria de Dios. Por eso no desfallecemos… “
(2 Corintios 4, 7-11.13-16)

Creer con el corazón es creer con una fe que es


luz y nos ilumina y protege de la oscuridad del mal

84
y del pecado, que nos acechan continuamente;
una fe que se hace coraza y escudo:

“Nosotros, que somos del día, seamos sobrios;


revistamos la coraza de la fe y la caridad, con el
yelmo de la esperanza de salvación” (1
Tesalonicenses 5, 8)

Creer con el corazón es no tener miedo a nada ni a


nadie. Enfrentar con valor todas las dificultades,
todos los sufrimientos, todas las angustias, como lo
hizo Job, el personaje modelo de las Escrituras:

“Dijo Job: - Desnudo salí del seno de mi madre,


desnudo volveré a él; Yahvé dio, Yahvé quitó: sea
bendito el nombre de Yahvé” (Job 1, 21)

Creer con el corazón es creer con una fe que


supera la aparente frustración que proporcionan las
dificultades de la vida diaria, la rutina de cada día,
y se convierte en esperanza de un mañana feliz,
seguros y confiados en el amor y la bondad de
Dios, como lo hizo Abraham – nuestro padre en la
fe -, y como lo hicieron muchos otros personajes de
la historia de la salvación:

“Por la fe, Abraham, sometido a la prueba,


presentó a Isaac como ofrenda, y el que había

85
recibido las promesas, ofrecía a su unigénito,
respecto del cual se le había dicho: “Por Isaac
tendrás descendencia”. Pensaba que poderoso era
Dios aún para resucitar de entre los muertos. Por
eso lo recobró, para que Isaac fuera también
figura” (Hebreos 11, 17-19)

Creer con el corazón es creer con una fe que es


capaz de enfrentar trabajos, humillaciones de todo
tipo, persecuciones, sin sucumbir, sin claudicar,
como lo hizo Moisés, porque sabemos de quién
nos fiamos:

“Por la fe Moisés, ya adulto, rehusó ser llamado


hijo de una hija del faraón, prefiriendo ser
maltratado con el pueblo de Dios a disfrutar el
efímero goce del pecado, estimando como riqueza
mayor que los tesoros de Egipto, el oprobio de
Cristo, porque tenía los ojos puestos en la
recompensa. Por la fe, salió de Egipto sin temer la
ira del rey; se mantuvo firme como si viera al
invisible...” (Hebreos 111, 24-27)

Creer con el corazón es superar el sentido común y


hacer que los imposibles se hagan posibles, como
lo dijo Jesús a sus discípulos, y en ellos a nosotros:

86
“Si tuvieran fe como un granito de mostaza,
habrían dicho a este sicomoro: - Arráncate y
plántate en el mar- , y les habría obedecido” (Lucas
17, 6)

La fe, la verdadera fe, la que nace en el corazón –


en nuestro corazón, en el corazón de cada uno –
nos sacia, nos llena, nos lleva a la plenitud de la
vida; lo dijo Jesús a la samaritana, en el pozo de
Jacob, y lo repitió muchas veces para que todos lo
escuchemos:

“El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed


jamás, sino que el agua que yo le dé, se convertirá
en él en fuente de agua que brota para la vida
eterna” (Juan 4, 14)

“Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no


tendrá hambre, y el que crea en mí no tendrá
nunca sed” (Juan 6, 35)

87
PÁGINAS DEL EVANGELIO:

JESÚS Y LOS VECINOS DE NAZARET

Salió Jesús de allí y se fue a su pueblo, y sus


discípulos lo acompañaron.
Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la
sinagoga.
La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía:
- ¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es
ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros
hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero,
el hijo de María y hermano de Santiago, José,
Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí
entre nosotros?
Y se escandalizaban a causa de él.
Jesús les dijo: - Un profeta sólo en su patria, entre
sus parientes y en su casa carece de prestigio.
Y no pudo hacer allí ningún milagro, a excepción
de unos pocos enfermos a quienes curó
imponiéndoles las manos. Y estaba asombrado por
su falta de fe. (Marcos 6, 1-6)

Hay en este pasaje del Evangelio según san


Marcos, una contradicción que podemos descubrir
fácilmente: los vecinos de Nazaret, que en un
primer momento se admiraron de la profundidad y
la belleza de las palabras de Jesús, y de la
88
sabiduría con la que lo oían hablar, y también de
los milagros que realizaba, luego, casi que
inmediatamente, dudaron de él, porque – según
afirmaban -, conocían a todos sus parientes, y en
ninguno de ellos veían nada extraordinario, nada
que se saliera de lo que ellos mismos eran; nada
que realmente valiera la pena.

Veían, tocaban, escuchaban, experimentaban


personalmente, pero se negaban a creer. Porque
su vista estaba nublada, sus oídos tapados, su
corazón endurecido, y su mente cerrada. No
podían entender ni apreciar aquello que estaba
presenciando como testigos privilegiados de la
historia.

Jesús lo comprendió todo al momento. Con gran


dolor de su corazón percibió y aceptó la
incapacidad de sus paisanos y parientes para creer
con humildad y con fe, que Dios estaba con él y
obraba a través de él.

Por eso tomó rápidamente la determinación de no


obrar milagros en aquella ocasión y abandonar el
lugar donde no parecía ser bien recibido. Sabía
perfectamente que cuando el corazón y la mente
se endurecen y se cierran, no hay mucho que

89
hacer. Sólo esperar y confiar que un día las cosas
cambien.

También nosotros podemos – y debemos -


preguntarnos hoy, por la calidad de nuestra fe en
Jesús, que se nos manifiesta tantas veces y de tan
diversas maneras a lo largo de nuestra vida y de
nuestra historia.

Preguntarnos por la verdadera disposición de


nuestro corazón frente a sus enseñanzas de amor
y su ejemplo de servicio.

Preguntarnos por nuestra práctica del Evangelio


que creemos saber ya de memoria, aunque
muchas veces nuestras obras y nuestras palabras
no lo demuestran.

Aprovechemos la oportunidad que Dios nos da hoy


para tomar conciencia de la calidad de nuestra fe.

No tengamos miedo de enfrentar el tema


directamente; es la única manera de conocer
nuestra propia verdad para cambiar lo que haya
que cambiar, para profundizar lo que haya que
profundizar.

Pensemos detenidamente hoy:

90
- ¿Cómo es mi fe en Jesús?... ¿Cómo y cuánto
creo en él?...

- ¿Mi fe es acaso una fe tímida, una fe miedosa,


una fe que no es capaz de asumir ningún riesgo;
una fe cómoda, tranquila, que todo lo acepta sin
más?...
¿O es una fe inquieta, que quiere crecer;
una fe que se hace preguntas; una fe
capaz de apostarlo todo por Jesús y sus
enseñanzas?...

- ¿Mi fe es una fe alegre, dinámica, decidida,


activa; una fe que busca ir cada vez más allá?...
¿O es una fe triste, pasiva, que se
contenta con lo que “sabe”, con lo que
es, y no aspira a nada más?...

- ¿Mi fe en Jesús es una fe silenciosa, callada,


encerrada en sí misma?...
¿O es una fe que desea comunicarse,
una fe que hace todo lo posible para salir al
encuentro de los otros, para crecer con su
aporte y para aportarles también a ellos
algo de la propia experiencia de fe?...

91
- ¿Creo porque me tocó creer, porque mi familia
también cree, porque mis padres me impusieron su
fe?...
¿O creo porque he decidido creer,
porque yo mismo he sentido la
necesidad de hacerlo, porque habiendo
recibido las enseñanzas de mis padres he
visto que la fe es un aporte esencial para
mi vida?...

- ¿Oculto mi fe delante de los demás, para que no


se rían de mí?...
¿O soy capaz de dar testimonio de lo que
creo sin temores, sin respetos
humanos, sin complejos?...

- ¿Hago algo especial para que quienes viven a mi


alrededor sientan en su corazón la necesidad de
conocer a Jesús y creer en él?...
¿O acaso pienso que cada cual con lo
suyo, y los que creen que crean y los que
no creen que no crean?...

Cuando tratamos el tema de la fe en Jesús, Hijo de


Dios y Salvador nuestro, hay mucho que pensar,
muchas determinaciones que tomar, mucho que
aprender, mucho que purificar.

92
La fe nos regala
la mayor de las provocaciones.
Esa que,
lejos de encerrarte
o aislarte,
hace brotar
lo mejor de cada uno.
El Señor es el primero
en provocarnos.

Papa Francisco

93
5. LA FE Y LAS OBRAS

Aunque la fe hace referencia directa a unas


verdades que todos debemos aceptar, defender y
proclamar, no podemos pensar, que la fe sea
simplemente algo abstracto, teórico, alejado de la
realidad de nuestra vida; una mera doctrina y nada
más.

Al contrario. La fe, para que sea verdadera, tiene


que expresarse, tiene que mostrarse en la vida
concreta que vivimos, en lo que somos, en lo que
pensamos, en lo que decimos, en lo que hacemos.

Porque tener fe, creer, es, de una manera muy


especial, cuestión de vida. Nos lo dice claramente
Jesús en el Evangelio:

“No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en


el Reino de los Cielos, sino el que haga la Voluntad
de mi Padre celestial” (Mateo 7, 21)

Ser cristiano y católico, es pues, mucho más que


aceptar pasivamente, unas verdades.

Ser cristiano, católico, ceer en Dios: Padre, Hijo y


Espíritu Santo, es:

94
 Asumir un estilo de vida particular: el estilo
de vida de Jesús de Nazaret, en quien Dios
se acerca a los seres humanos, a la
humanidad de todos los tiempos y todos los
lugares, y se nos da a conocer.
 Proponerse vivir como Jesús vivió, pensar
como Jesús pensó, sentir como Jesús
sintió, mirar el mundo y a las personas
como él las miró cuando estaba en nuestra
tierra, y como las sigue mirando desde la
gloria del Padre.

Ser cristiano, católico, creer en Dios: Padre, Hijo y


Espíritu Santo, es:
 Hacerse “imagen viva de Jesús”,
“transparencia de Jesús”, “retrato de
Jesús”, en el lugar y en el tiempo en los
que nos correspondió vivir, en medio de
quienes se desenvuelve nuestra vida, en lo
que somos, en nuestra cotidianidad.
 Amar a Dios Padre como él lo amó, servir a
la gente como él la sirvió, perdonar como él
perdonó, ser humilde, sincero,
misericordioso, sencillo, honesto, justo,
generoso… como él lo fue siempre.

Ser cristiano, católico, ceer en Dios: Padre, Hijo y


Espíritu Santo, es, en una palabra, hacer del amor

95
la norma de vida, porque donde está el amor está
todo.

La fe y el amor – las obras concretas que nacen


del amor y lo manifiestan -, están íntimamente
unidos. No pueden vivir el uno sin el otro.

El apóstol Santiago nos lo dice con gran sencillez y


total claridad:

“¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga:


“tengo fe”, si no tiene obras? ¿Acaso podrá
salvarlo la fe? Si un hermano o una hermana están
desnudos y carecen del sustento diario, y alguno
de ustedes les dice: “Váyanse en paz, caliéntense
y hártense”, pero no les da lo necesario para el
cuerpo, ¿de qué sirve? Así también, la fe, si no
tiene obras, está realmente muerta” (Carta de
Santiago 2, 14-17)

96
MARÍA, MODELO DE CREYENTE

María es, eminentemente, una creyente, una mujer


de fe. Lo que conocemos de ella por los evangelios
y por la tradición, así nos lo demuestra.

María firmó a Dios un cheque en blanco, le entregó


su vida de una vez y para siempre. Se confió
totalmente a Él, se fió de su palabra y de su amor.
Puso en sus manos sus deseos y proyectos, sus
anhelos y sus esperanzas, su presente, su pasado
y su futuro, y nunca cambió de parecer. Estaba
segura de que creer era lo mejor que podía hacer.

La fe de María es una fe profunda, firme, segura,


confiada.
No vacila, no se deja llevar por el miedo,
enfrenta las dificultades, llega hasta las
raíces, empapa su vida, cada una de sus
acciones y palabras, cada una de sus
actitudes.

“He aquí la sierva del Señor; hágase en


mí según tu palabra” (Lucas 1, 38).

La fe de María es una fe humilde, sencilla,


generosa.

97
No pide explicaciones, no pone
condiciones, no levanta barreras, no
reclama privilegios para sí misma.

“¡Feliz porque has creído las cosas que


te fueron dichas de parte del Señor!”
(Lucas 1, 45).

La fe de María es una fe absoluta, total.


No busca pruebas, no solicita milagros
en su favor, no espera recompensas.

“Engrandece mi alma al Señor y mi


espíritu se alegra en Dios mi Salvador,
porque ha puesto los ojos en la
humildad de su esclava” (Lucas 1, 40- 48)

La fe de María es aceptación plena de la Voluntad


de Dios, confianza absoluta en su amor y en su
bondad; entrega total a su proyecto de salvación
de toda la humanidad.
Aunque muchas veces no entiende lo que
sucede, aunque tiene que renunciar a
deseos que son legítimos, aunque en
ocasiones le causa dolor, aunque implica
para ella múltiples sacrificios.

98
“María, por su parte, guardaba todas
estas cosas y las meditaba en su
corazón” (Lucas 2, 19).

La fe de María es una fe que no hace ruido, una fe


que no tiene manifestaciones espectaculares, una
fe sencilla y humilde. Sólo quien la observa con
cuidado puede descubrirla.
Orienta todos y cada uno de sus
pensamientos, de sus palabras y de sus
acciones. Es una fe silenciosa pero
intensa y profunda.

“¡Y a ti, una espada te atravesará el


alma!” (Lucas 2, 35).

La fe de María es una fe del corazón y de la vida,


una fe de la carne y de la sangre.
No es mera teoría, cuestión de ideas, de
verdades que se aceptan sin más. No es
una fe fría, estática, sin fondo.

“Pero ellos (María y José) no


comprendieron la respuesta que (Jesús)
les dio” (Lucas 2, 50)

99
La fe de María es una fe que se alimenta, crece y
se fortalece en el trato íntimo con Dios, en la
oración humilde y constante.

“¡No tienen vino!...


Hagan lo que Él les diga” (Juan 2, 3.5.)

La fe de María es una fe que se hace realidad


palpable en actos de amor, de servicio, de entrega
generosa a Dios y a los hombres.

“Junto a la cruz de Jesús estaba su


madre...” (Juan 19, 19).

La fe de María es modelo de fe para ti, para mí,


para todos los que decimos creer, hoy y siempre.

100
PÁGINAS DEL EVANGELIO:

CONFESIÓN DE FE DE PEDRO

Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados


de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó:
- ¿Quién dice la gente que soy Yo?
Ellos le respondieron: - Algunos dicen que eres
Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los
profetas.
- Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?
Pedro respondió: - Tú eres el Mesías. (Marcos 8,
27-29)

Estas dos preguntas de Jesús a sus discípulos,


siguen resonando hoy a lo largo y ancho del
mundo.

Él mismo continúa haciéndolas a todos los que en


los distintos lugares de la tierra nos llamamos
cristianos.

Hoy, concretamente, las repite para ti y para mí, y


espera de nosotros una respuesta clara y valiente.

La primera pregunta es general: abarca a la gran


masa de los seres humanos – la gente del común.
En nuestro caso podemos referirla a nuestros
101
familiares, amigos, conocidos, compañeros de
trabajo, parientes cercanos y lejanos, y en general
a todas las personas que en el mundo se
reconocen como cristianas, sean de la
denominación que sean:

- ¿Quién dice la gente con la que vives y


compartes, la gente con quien tienes algo en
común, que soy Yo, Jesús de Nazaret?...

Entonces la respuesta es simplemente un sondeo


de opinión, semejante a tantos que se hacen a
diario sobre diferentes personas y diversos temas:

- Unos dicen que eres el Enviado de Dios, otros


que eres un hombre santo, otros que eres un gran
revolucionario, otros que eres nuestro Salvador, en
fin.

La segunda pregunta, en cambio, va más allá; es


una pregunta personal, una pregunta dirigida
claramente a cada cristiano con nombre propio, a ti
concretamente, para que enfrentes el tema y des tu
propia respuesta:

- Y tú... ¿quién dices que soy Yo?...

102
Ya no es lo que los otros piensan y dicen de Jesús,
sino lo que cada uno de nosotros, individualmente,
piensa y siente en su corazón, sobre él; lo que
cada uno de nosotros cree respecto a él; lo que
cada uno de nosotros anuncia con sus palabras
sobre él; lo que cada uno de nosotros proclama
acerca de él, con su manera de ser y de vivir.

Lo que crees tú, lo que piensas tú, lo que sientes


tú, lo que haces tú...

De esta manera Jesús nos invita a tomar


conciencia clara de nuestra condición de
creyentes, y de lo que esta condición significa, de
lo que implica para nosotros, de lo que nos exige.

Sí, creemos en Jesús, lo conocemos, sabemos


quién es, lo que hizo y lo que dijo... ¿Y entonces?...
¿A qué nos conduce esto?...

De lo que nuestra fe personal en Jesús sea, de la


profundidad que nuestra fe personal tenga, del
lugar que le demos en nuestra vida de cada día,
depende lo que lleguemos a ser como discípulos
suyos y miembros de la Iglesia, su familia.

De lo que nuestra fe personal en Jesús sea, de la


profundidad que nuestra fe personal tenga, del
103
lugar que le demos en nuestra vida de cada día,
depende el cumplimiento de la tarea que el Padre
nos ha confiado como misioneros de su amor por
todos y cada uno de los hombres y mujeres del
mundo.

De lo que nuestra fe personal en Jesús sea, de la


profundidad que nuestra fe personal tenga, del
lugar que le demos en nuestra vida de cada día,
depende el anuncio que hagamos de su mensaje
de salvación y de vida eterna.

En aquel tiempo fue Pedro el único que se atrevió


a responder personalmente la pregunta del
Maestro, y lo hizo con vehemencia:

- Tú eres el Mesías, dijo sin vacilar.

Hoy somos nosotros, cada uno, tú y yo en


concreto, quienes debemos tomar su lugar, y
confesarlo ante el mundo, decididos a enfrentar
con valentía todo lo que de ello se derive, bueno o
malo, agradable o desagradable. Absolutamente
seguros y confiados en sus palabras:

- Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y


el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia,
la salvará.
104
Creer en Jesús, en su persona y en su mensaje, en
su condición de Hijo de Dios y en su misión
salvadora, es exigente y tiene sus riesgos, pero su
promesa es superior a cualquier peligro que
debamos enfrentar.

El amor de Dios y la Vida eterna y feliz a su lado


merecen todos los riesgos y todos los esfuerzos.

Tenemos que estar plenamente convencidos de


ello.

105
El Evangelio debe ser anunciado y
testimoniado.

Cada uno debería preguntarse:


¿Cómo doy yo testimonio de Cristo
con mi fe?...

Adorar al Señor quiere decir afirmar


creer - pero no simplemente de
palabra – que únicamente él guía en
verdad nuestra vida.

Adorar al Señor quiere decir que


estamos convencidos ante él de que
es el único Dios, el Dios de nuestra
vida, el Dios de nuestra historia

Papa Francisco

106
6. YO CREO…
NOSOTROS CREEMOS…

Aunque creer es un acto personal, un acto libre y


consciente del ser humano, porque cada cual
decide si quiere creer o no creer, nunca es un acto
aislado, independiente, un acto que tenga que ver
solo con el individuo que cree o deja de creer.
Porque nadie puede creer solo, alejado de los
demás, así como nadie puede vivir su vida a
plenitud, en absoluta soledad.

Es realmente un absurdo pensar que se puede ser


cristiano católico de verdad, sin tener nada qué ver
con los demás creyentes, con los demás cristianos
católicos; con el alma y el corazón cerrados a lo
que los demás nos dan y a lo que nosotros
podemos darles a ellos.

Todo cristiano ha recibido su fe, la fe que profesa


en Jesús y en lo que él nos enseñó, de otra o de
otras personas – sus padres y padrinos, sus
familiares, sus maestros, la comunidad eclesial -, y
debe a su vez, transmitirla, comunicarla,
proclamarla a otros en el transcurso de su vida,
haciendo lo que hace y viviendo su vida con
responsabilidad y con amor.

107
Cuando nos bautizaron, nuestros padres y
padrinos pidieron para nosotros el don de la fe, y
se comprometieron solemnemente a ayudarnos a
creer, educándonos en ella, unidos a la Iglesia, que
es la familia de Dios, la comunidad de quienes
creemos en Jesús y su mensaje de salvación.

Más adelante, cuando recibimos el Sacramento de


la Confirmación – un poco más mayores y por lo
tanto más conscientes de lo que significa creer -,
nosotros mismos, libre y voluntariamente dimos
testimonio de nuestra fe y de lo que ella significa
para nosotros, renovando las promesas
bautismales y nuestra creencia firme y decidida en
un solo Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

A lo largo de toda nuestra vida hemos vivido


creyendo, primero en el ámbito de nuestra familia -
Iglesia doméstica -, con nuestros padres y
hermanos, y unidos a ellos, y también como
miembros de la Iglesia Universal, extendida por
todo el mundo, como miembros activos de la
comunidad eclesial.

En la Iglesia, en comunión con el Papa, los


Obispos y los Sacerdotes, que nos instruyen y
orientan, los creyentes crecemos y profundizamos
nuestra fe cuando participamos en la catequesis, la
108
celebramos en los Sacramentos que nos
comunican los dones y gracias que Dios mismo
nos da, y nos sentimos impulsados y apoyados
para confesarla en nuestra vida diaria.

La fe, cuando se vive con otros, crece y se


fortalece, y se hace cada vez más viva y más
verdadera.

La fe, cuando se proclama a otros, cuando se


enseña a otros, cuando se comparte con otros, se
enriquece, se profundiza y madura.

“Nadie se salva solo. La dimensión comunitaria de


la fe es esencial en la vida cristiana”, nos dice el
Papa Francisco.

Y agrega: “El buen cristiano, sale, está siempre en


salida: está en salida de sí mismo, está en salida
hacia Dios, en la oración, en la adoración; está en
salida hacia los otros, para llevarles el mensaje de
salvación”.

109
TESTIGOS DE JESÚS
Y DE SU EVANGELIO
Los autores de los evangelios nos cuentan en
varios pasajes, que cuando Jesús hablaba a la
gente, las personas que lo escuchaban se sentían
admiradas de la sabiduría de sus palabras, y
aseguraban que Jesús hablaba “con autoridad”, o
“como quien tiene autoridad” (cf. Lucas 7,1; Marcos
1, 22; Mateo7,28; Lucas 4, 32).

Y los estudiosos de los textos sagrados nos


explican, que esta expresión se refiere a la calidad
y a la profundidad de lo que Jesús decía, y sobre
todo a la fuerza que imprimía a sus palabras, y a la
confianza que generaba en cuantos lo escuchaban,
simple y llanamente, porque todo iba respaldado
por sus actitudes frente a las personas y a las
circunstancias, y por cada una de sus acciones.

Jesús fue un Rabí, es decir, un Maestro; enseñaba.


Pero fue también y de una manera muy especial,
un Profeta; anunciaba el Reino de Dios, el reinar
de Dios, la soberanía de Dios y de su bondad y su
amor, sobre todo y sobre todos. Y más
radicalmente aún, Jesús fue un Testigo; hacía
presente para quienes se acercaban a él con

110
corazón abierto, el amor infinito de Dios, su
bondad, su misericordia, su compasión.

Como discípulos de Jesús que somos, los


cristianos estamos llamados precisamente a hacer
lo mismo que Jesús hacía, es decir, tenemos que
ser sus testigos, lo cual implica por una parte, creer
en él con una fe firme, acoger en nuestro corazón
sus enseñanzas, y empeñarnos en imitarlo en su
modo de actuar, en nuestras propias
circunstancias, claro está.

Por eso, nuestra vida tiene que implicar siempre


una total coherencia entre lo que decimos creer y
lo que hacemos, lo que proclamamos con las
palabras y lo que los demás pueden ver en
nuestras actitudes y en nuestras acciones.

De nada vale que digamos que lo más grande que


tenemos es nuestra fe en Dios, si nuestras
acciones de cada día, en todos los ámbitos de
nuestra vida, no lo demuestran de manera
concreta.

De nada vale que afirmemos una y otra vez que


conocemos y amamos a Jesús, que creemos que
él es nuestro Salvador, si nuestro corazón
permanece frío y distante frente a las necesidades
111
de los más pobres y necesitados de nuestra
sociedad.

De nada vale que sepamos mucha doctrina y que


hayamos memorizado los milagros y las
enseñanzas de Jesús, si en nuestras relaciones
con las demás personas somos egoístas, o si nos
dejamos llevar por el odio y el rencor.

De nada vale que nos preocupemos por ser muy


considerados en nuestras relaciones familiares, si
por fuera de nuestra familia hacemos distinciones y
discriminaciones. O lo contrario, que en el trabajo,
en el estudio, y en general en la vida social que
llevamos, seamos amables y respetuosos, con
todos, pero al llegar a la casa nos ganen el
egoísmo, el mal genio, los rencores, y nos
volvamos insoportables y dañinos para los demás.

De nada vale que cada domingo vayamos a la


iglesia para celebrar la Eucaristía, si luego en la
semana, nuestro trato con los compañeros de
trabajo, con las personas que están a nuestro
cargo, y con quienes nos sirven, es injusto y
dominante.

De nada vale que admiremos profundamente a


Jesús por su bondad para con los enfermos, y en
112
general para todas las personas que sufrían por
cualquier causa, si no estamos dispuestos a hacer
lo mismo, y a compadecernos de verdad de las
innumerables miserias humanas, buscando
siempre la manera de ayudar, en la medida de
nuestras posibilidades, pero con generosidad y
buen ánimo.

De nada vale que recemos muchos rosarios,


pertenezcamos a diversos grupos parroquiales, y
vayamos a muchas misas, si nuestra vida cotidiana
se desarrolla en medio de la opulencia, el
derroche, y el olvido total de los marginados,
oprimidos y rechazados de nuestra sociedad, con
la disculpa de que “yo no le he robado nada a
nadie y todo lo he conseguido con mi esfuerzo;
además, para eso trabajo, para darme gusto”.

De nada vale que digamos que nunca hemos


fallado a ninguno de los Diez Mandamientos, si
nuestro servicio a los demás es ocasional, y
depende más de las circunstancias que de nuestra
voluntad de amar como Jesús amó.

De nada vale que proclamemos a los cuatro


vientos, que somos incansables defensores de la
paz, si no hacemos continuamente acciones de
paz, si no buscamos con insistencia la justicia
113
social, si no eliminamos de nuestro vocabulario
todas las palabras agresivas, si en nuestra familia
nos comportamos como verdaderos promotores de
la guerra, si nuestros conocidos sienten miedo a
nuestras reacciones en los momentos de dificultad.

De nada vale que en la Eucaristía demos la paz a


nuestro vecino de al lado, con mucha efusión, si en
la calle nos cambiamos de acera para no
encontrarnos frente a frente con alguien contra
quien tenemos un resentimiento.

De nada vale que ayudemos con mucho dinero a


las entidades de beneficencia, si no nos
preocupamos por conocer y atender las
necesidades, tal vez más urgentes, de las
personas que nos sirven en el hogar, en la oficina,
en la finca, en fin.

De nada vale que las imágenes de Jesús y de la


Virgen estén presentes en nuestra casa o en
nuestro cuarto, si despreciamos a los indigentes
que encontramos en nuestras calles, y que son la
verdadera imagen de Jesús, rechazado y ofendido
en el momento cumbre de su pasión y de su
muerte.

114
De nada vale que hablemos muy bonito de Jesús y
de Dios, o que oremos con palabras inspiradas, si
quienes nos ven y nos escuchan no sienten que
cuando estamos a su lado, Dios está más cerca de
ellos, y experimentan su amor compasivo y
misericordioso.

Lo decía con claridad el Papa san Pablo VI: “El


mundo no necesita maestros que traigan doctrinas
nuevas. Lo que necesita son verdaderos testigos.
Testigos del amor que Dios nos da en Jesús, su
Hijo”.

Porque, “Obras son amores y no buenas razones”.

115
PÁGINAS DEL EVANGELIO:

JESÚS ENVÍA A SUS DISCÍPULOS


A DAR TESTIMONIO DE ÉL

Jesús recorría las aldeas cercanas, enseñando.


Entonces llamó a los Doce discípulos y comenzó a
enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los
espíritus inmundos.
Les ordenó que no tomaran nada para el camino,
fuera de un bastón: ni pan, ni alforja, ni calderilla
en la faja. Sino calzados con sandalias y no vistan
dos túnicas.
Y les dijo: - Cuando entren en una casa, quédense
en ella hasta que se vayan de allí. Si en algún
lugar no los reciben y no los escuchan, váyanse de
allí sacudiendo el polvo de la planta de sus pies,
en testimonio contra ellos.
Ellos hicieron lo que Jesús les decía y predicaban
a la gente para que se convirtieran; expulsaban a
muchos demonios, y ungían con aceite a muchos
enfermos y los curaban. (Marcos 6, 7-13)

No de uno en uno, sino de dos en dos.


Cada uno con otro, para que ninguno estuviera
solo.

116
Para que ninguno se sintiera desamparado o
incapaz de enfrentar la misión que le había sido
confiada.
Para que pudieran ayudarse mutuamente.
Para que pudieran apoyarse, compartir,
complementarse.
Para que sumaran las capacidades y cualidades de
cada uno.

Así lo quiso Jesús al principio para los apóstoles.


Y así lo quiere para nosotros hoy, en la Iglesia, su
familia.

La fe cristiana – nuestra fe – no se puede vivir


individualmente, en soledad, sino siempre en
comunidad, con los otros.
De esta manera podemos ayudarnos a creer y a
vivir con sinceridad y decisión lo que creemos.
De esta manera podemos apoyarnos en nuestras
debilidades y falencias.
De esta manera podemos complementamos.

Pero hay más.


La fe cristiana – nuestra fe -, se vive siempre, no
encerrándose en sí mismo, sino abriéndose a los
demás.
"En salida", como dice el Papa Francisco.

117
Saliendo de uno mismo, de su intimidad, de su
mismidad, de sus anhelos y deseos, de sus
necesidades, para comunicarse con los otros, para
compartir con los otros lo que somos y lo que
tenemos.

La fe cristiana es verdadera cuando se vive con


quienes viven a nuestro lado, compartiendo con
ellos las riquezas que poseemos, no sólo en el
aspecto material, sino también y muy
especialmente en el espiritual.
Dando y recibiendo.
Entregando cada uno lo que es, lo que tiene en su
corazón, y acogiendo lo que los demás son, lo que
los demás le pueden aportar.

La fe cristiana – nuestra fe -, tiene que ser


compartida con otros, vivida con otros, y también
anunciada a otros.

Quienes creemos en Jesús y tratamos de seguir


sus enseñanzas, nos sentimos hermanos de todos
los hombres y mujeres del mundo, porque todos
pertenecemos a la gran familia humana que tiene
un solo Padre: Dios, el Padre de nuestro Señor
Jesucristo.
Y consideramos que nuestra gran responsabilidad
es mostrar a quienes no conocen a Jesús, o lo

118
conocen superficialmente, el camino que los
conducirá a él.

Una fe egoísta, una fe que permanece encerrada


en sí misma, una fe que se oculta en la conciencia
individual de quien dice creer.
Una fe que no se manifiesta exteriormente, una fe
que no se comunica, una fe que no busca a los
demás creyentes para compartir la alegría que
significa creer.
Una fe que no hace todo lo posible por conquistar
otros corazones, no es verdadera fe.

Sólo cuando compartimos con otros lo que


creemos de Dios, lo que sabemos de Dios.
Cuando nos ayudamos unos a otros a creer.
Cuando nos apoyamos espiritualmente.
Nuestra fe madura y se perfecciona.

Sólo cuando compartimos con otros, de diversas


maneras, la riqueza enorme que significa para
nosotros las enseñanzas de Jesús, nuestra fe
crece y se desarrolla adecuadamente.

Sólo cuando vivimos nuestra fe cristiana


proclamando con nuestras palabras y con nuestras
acciones de cada día, el mensaje de amor de
Jesús, podemos llamarnos verdaderamente

119
cristianos y derrotar el mal con la fuerza del bien,
"vencer a los espíritus inmundos", "expulsar los
demonios", y "curar a los enfermos" del alma, como
Jesús quiere que hagamos todos los que
confesamos que somos sus discípulos.

120
La fe es una relación,
un encuentro;
y mediante el impulso
del amor de Dios
podemos comunicar,
acoger,
comprender
y corresponder
al don del otro.

Papa Francisco

121
7. LA ORACIÓN, ALIMENTO DE LA FE

La oración es la expresión esencial de la fe en


Dios, y también su alimento.

Los creyentes que sentimos en nuestro corazón la


realidad de Dios y su presencia amorosa que nos
llama, le respondemos con nuestra oración.

En la oración y con ella, nuestra fe y nuestra vida


espiritual crecen, maduran y se fortalecen.

Santo Tomás de Aquino define la oración como “la


expresión de los deseos del hombre delante de
Dios”.

Santa Teresa afirma que “la oración es una


conversación con Dios, un diálogo de amistad con
Él”.

Y santa Teresita del Niño Jesús dice: “Para mí la


oración es un impulso del corazón, una sencilla
mirada lanzada hacia el cielo, un grito de
reconocimiento y de amor, tanto desde dentro de la
prueba como desde dentro de la alegría”.

En la oración tomamos conciencia de nuestra


condición de criaturas delante de Dios, nuestro
122
Creador y Padre, y experimentamos la necesidad
de su ayuda, porque somos incapaces de alcanzar
por nosotros mismos la plenitud de nuestra
existencia y de nuestra esperanza.

Cuando oramos de verdad, abrimos nuestro


corazón a la acción del Espíritu Santo en nosotros,
y nos hacemos disponibles para realizar en nuestra
vida la Voluntad de Dios.

Cuando oramos nos entregamos totalmente a Dios


como María, que se proclamó a sí misma “esclava
del Señor” (cf. Lucas 1,38), porque estaba
dispuesta a realizar en su vida todo lo que Dios le
pidiera realizar.

En muchas circunstancias de nuestra vida, la


oración es lo único que puede salvarnos de la
desesperación, de la soledad, de la tristeza, del
abandono; enriquecer nuestros sufrimientos y
dolores físicos y espirituales y llevarlos a Dios;
permitirnos colaborar con el mundo y sus
necesidades de todo orden; contribuir a nuestra
salvación personal y a la salvación de nuestros
hermanos.

La realidad es que Dios siempre nos escucha, y


aunque no obtengamos exactamente lo que le

123
pedimos, podemos estar seguros de que nuestra
oración ha sido oída y nuestra petición ha sido
correspondida con infinidad de dones y de gracias
que Dios nos va dando a lo largo de nuestra vida,
aún sin que nos demos cuenta de ello.

Cuando oramos lo hacemos porque creemos que


Dios nos escucha, y esa misma oración que
realizamos confiadamente, aumenta nuestra fe,
nuestra confianza en Dios y en su amor por
nosotros.

La oración es un camino de doble vía, con un bello


paisaje de fondo: el amor de Dios por nosotros y el
futuro que nos aguarda a su lado, para ser
eternamente felices con Él.

124
LA FE DE JESÚS

Hay un tema que no solemos tocar cuando


hablamos de Jesús, tal vez porque pensamos
que siendo el Hijo de Dios, su relación con su
Padre es totalmente distinta a la nuestra, y no
involucra los elementos que en nosotros son
absolutamente necesarios. Este tema es: LA FE.

Sin embargo, la realidad es otra bien distinta.


Como Jesús fue (es), un ser humano pleno y
total, un ser humano con todo lo que ello implica
y significa, es perfectamente claro, que su
conocimiento de Dios, su relación con Dios, fue,
en este mundo, totalmente semejante a la
nuestra; y esto quiere decir, que tuvo que “creer
sin ver”, creer y esperar sin que en su vida
sucedieran acontecimientos extraordinarios que
le facilitaran el camino, tal y como sucede con
nosotros y con el común de los seres humanos.

En este sentido podemos decir, que la fe fue


para Jesús, como lo es para nosotros, un
camino, algunas veces amplio, bien trazado e
iluminado, y otras, las más, un camino tortuoso y
estrecho, sumido en la penumbra, donde no todo
es claro, ni perfectamente comprensible; un
125
camino que tenemos que recorrer confiados en
que sea como sea, Dios es quien nos guía y
acompaña y su presencia es garantía de que
dicho camino nos conduce a la verdad.

Los evangelios nos muestran con lujo de detalles


que Jesús no tuvo una vida hecha, como a veces
imaginamos; una vida decidida hasta en los más
mínimos detalles, sino que tuvo que luchar y
esforzarse como tenemos que hacer nosotros,
primero por conocer la Voluntad de Dios y luego
por realizarla como corresponde.

Jesús no vino a nuestro mundo con todo sabido.


Jesús no vino a nuestro mundo con un
conocimiento mayor del que puede tener
cualquiera de nosotros. De haber sido así, es
casi seguro que no le hubiera sucedido lo que le
sucedió, en su búsqueda y realización de la
Voluntad del Padre.

No hubiera encontrado la oposición que


encontró, ni el rechazo de que fue objeto, por
parte de los jefes religiosos de su pueblo. No
hubiera padecido lo que padeció, tan
injustamente, ni hubiera muerto como murió,
porque todo lo habría previsto y solucionado de
126
antemano, de acuerdo con el propósito de su
venida.

Sí. Aunque nos parezca extraño, Jesús tuvo que


creer; Jesús tuvo que abrir su corazón a Dios
para encontrarlo; para sentirlo como un Padre
amoroso y tierno; para escuchar su voz. Tuvo
que cerrar los ojos y los oídos a muchas cosas
que veía y oía, para confiar en Él, para ponerse
en sus manos totalmente, para dedicar su vida
entera a la búsqueda y realización de su
Voluntad salvadora.

Como hombre perfecto, como ser humano a


carta cabal, Jesús fue “artífice” de su vida y de
su historia – en la medida en que lo somos
también nosotros -, y en este sentido podemos
decir que ésta fue producto, no de la simple
conjugación de sucesos, determinados de
antemano, sino, de un modo muy especial, el
resultado de sus acciones y decisiones, libres y
voluntarias. Nos lo indica él mismo en el
Evangelio de Juan, cuando afirma:

“Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por


mí mismo. Tengo el poder de darla y de

127
recobrarla: este es el mandato que recibí de mi
Padre” (Juan 10, 18).

Jesús creyó con una fe firme y profunda, una fe


que fue creciendo y desarrollándose poco a
poco, como crece y se desarrolla nuestra fe, a
partir de las enseñanzas y el ejemplo de
nuestros padres, cuando somos niños, y más
adelante, por decisión propia, en la relación
íntima y constante con Dios, que nos da su
gracia.

Jesús creyó con una fe humilde y perseverante,


que lo hizo capaz de descubrir la Voluntad de
Dios para con él, en los acontecimientos que
iban sucediéndose alrededor suyo, y que poco a
poco iban configurando su misión, y mostrándole
el camino por el que debía transitar.

Jesús creyó con una fe profunda y valiente, que


lo capacitó para enfrentar las circunstancias más
difíciles, con la certeza de que Dios Padre
estaba con él, fortaleciéndolo y acompañándolo.

Jesús creyó con una fe sencilla y generosa, que


le permitió entregarse totalmente a Dios Padre y
a su plan de salvación de la humanidad entera, y
128
realizarlo con lujo de competencia. Sólo la
claridad de pensamiento que da la fe, puede
explicar que Jesús haya sido capaz de penetrar
en el conocimiento de Dios y de su amor por
nosotros, como lo hizo, y también que haya
podido expresarlo con tanta contundencia,
belleza, y claridad.

Sólo la luz de la fe que ilumina el alma con la


Verdad que procede de Dios, pudo haber dado a
Jesús la certeza que requería tener, para resistir
las tentaciones del demonio, que desde el
comienzo de su vida pública quiso desviarlo del
camino trazado por el Padre, según nos lo
refieren los evangelios (cf. Mateo 4, 1 ss y
paralelos).

Sólo la fortaleza de espíritu que comunica la fe,


puede explicar que Jesús haya sido capaz de
enfrentar con tanta dignidad, las falsas
acusaciones que le hicieron en los juicios del
Sanedrín y de Pilatos, y que siendo inocente
haya aceptado hacerse o parecer culpable, en
perfecta obediencia y absoluta coherencia (cf.
Relatos de la Pasión en los cuatro evangelios).

129
Sólo la seguridad que da la fe, puede explicar
que Jesús haya sido capaz de entregar su vida
en la cruz, por nosotros, con tanta serenidad,
con tanta paz, con tanta mansedumbre, y a la
vez, con tanta decisión, en medio de intensos y
profundos dolores físicos y espirituales, como se
deduce de las narraciones evangélicas.

130
PÁGINAS DEL EVANGELIO:

JESÚS CURA AL HIJO


DEL FUNCIONARIO REAL

Volvió Jesús a Caná de Galilea, donde había


convertido el agua en vino.
Había un funcionario real, cuyo hijo estaba
enfermo en Cafarnaúm. Cuando se enteró de que
Jesús había venido de Judea a Galilea, fue donde
él y le rogaba que bajase a curar a su hijo, porque
se iba a morir. Entonces Jesús le dijo: - Si no ven
señales y prodigios, no creen.
Le dice el funcionario: - Señor, baja antes que se
muera mi hijo.
Jesús le dice: - Vete, que tu hijo vive.
Creyó el hombre en la palabra que Jesús le había
dicho y se puso en camino.
Cuando bajaba, le salieron al encuentro sus
siervos, y le dijeron que su hijo vivía. Él les
preguntó entonces la hora en que se había sentido
mejor. Ellos le dijeron: - Ayer a la hora séptima le
dejó la fiebre. El padre comprobó que era la misma
hora en que le había dicho Jesús: “Tu hijo vive”, y
creyó él y toda su familia. (Juan 4, 47-53)

Era un funcionario real.

131
No pertenecía al grupo de los que seguían a Jesús,
pero había oído hablar de él muchas veces y en
muy buenos términos.
La gente lo admiraba y lo seguía por sus gestos de
bondad, por sus palabras de verdad, y también, por
supuesto, por los milagros que realizaba en favor
de muchos, con relativa frecuencia.

Era un funcionario real, un miembro activo de la


corte del rey Herodes.
Por razones obvias no pertenecía al grupo de
seguidores de Jesús.
Sin embargo, lo que había oído sobre él lo
impulsaba a buscarlo, a acercársele y a pedirle su
ayuda.
Estaba seguro de que si le decía personalmente, y
con humildad, lo que necesitaba con urgencia para
su hijo, Jesús lo curaría de la grave enfermedad
que padecía y que lo tenía ya muy cerca de la
muerte.

Era tanto su dolor de padre que sin pensarlo


mucho salió en su busca hasta que lo encontró en
Cafarnaúm, donde Jesús vivía.
Estaba rodeado de gente, como era la costumbre,
pero él no podía esperar a que estuviera solo para
hablarle.

132
Así que sin rodeos y con gran sencillez le contó lo
que le pasaba a hijo.

Era la luz de sus ojos y la fuerza de su corazón,


pero estaba en casa muy enfermo, tanto que todos
temían su muerte.
Por eso, precisamente, había venido desde tan
lejos para pedirle que lo sanara, como había
sanado ya a tantas personas que lo proclamaban
por todas partes.

Jesús lo escuchó con atención, como hacía


siempre que alguien se dirigía a él.
Pero pareció vacilar…
Estaba cansado de que muchos acudieran a él
sólo para pedirle milagros.
Por eso sus palabras fueron en un primer momento
un poco fuertes y desconsideradas: “Si no ven
señales y prodigios, no creen”.
Pero luego, casi inmediatamente, agregó: “Vete,
que tu hijo vive”,

Aquel hombre había ido a buscarlo porque en su


interior había algo que lo impulsaba a hacerlo, algo
que él – Jesús -, no podía desdeñar.
Aquel hombre tenía fe, y la fe debía ser atendida
siempre.

133
“Vete, que tu hijo vive”…
Tan pronto escuchó las palabras de Jesús, la fe del
hombre se hizo más fuerte, e inmediatamente, casi
sin dar las gracias, volvió sobre sus pasos para
regresar a su casa, lleno de alegría.
Y en el camino recibió la gran noticia: su hijo había
sido curado, precisamente a la misma hora en que
Jesús se lo había anunciado.

La fe no es cosa de milagros, de hechos


extraordinarios y sorprendentes, como muchos
piensan y dicen.
Pero los milagros requieren siempre la fe, exigen
que haya fe en nuestro corazón.

No siempre que le pedimos a Dios que intervenga


con su sabiduría y su poder Él tiene que obrar un
milagro en nuestro favor.
Pero nosotros debemos estar siempre atentos a
descubrir su presencia y su amor en todos los
acontecimientos de nuestra vida.
Sorprendentemente, hay muchos más milagros de
lo que imaginamos.
Dios está continuamente obrándolos para nosotros.
Dios hace cada día más milagos de los que
nosotros podemos ver o imaginar siquiera.

La vida es un milagro toda entera.


134
El mundo y todo cuanto en él existe es un milagro.
Nosotros mismos, nuestro ser y nuestra vida, es un
verdadero milagro del amor de Dios.
La presencia de Jesús en nuestro mundo, como el
Hijo encarnado de Dios, es un maravilloso milagro
de amor que no alcanzamos a comprender
plenamente, pero que es una realidad fehaciente.

La fe en la verdad de Dios,
en su bondad y en su amor infinito por nosotros,
no es un imposible.

La fe en que Dios quiere siempre lo mejor para


nosotros y lo busca,
no es una quimera.

Las sorpresas de Dios son muchas y constantes.


Pero tenemos que abrir los ojos para verlas, para
descubrirlas.

Tenemos que abrir el corazón para dejar que Dios


actúe con su amor que no pone condiciones,
como lo hace siempre: en nuestro favor.

135
La fe no cotiza en bolsa,
no vende,
puede parecer
que no sirve para nada.
Pero es un regalo
que mantiene viva
una certeza honda y hermosa:
nuestra pertenencia
de hijos e hijas
amados de Dios.

Papa Francisco

136
8. PECADOS CONTRA LA FE

Cuando decimos “pecado” estamos hablando de


“la transgresión voluntaria a una ley o a un
precepto religioso”.

El pecado, los pecados, no son otra cosa que el


“abandono de lo que es bueno, de lo que es
verdadero, de lo que es recto, de lo que es justo,
de lo que está mandado”.

Hay pecados contra el amor, pecados contra la


verdad, pecados contra la justicia, pecados contra
el honor y el respeto que debemos al prójimo,
pecados contra la vida… y también, por supuesto,
pecados contra la fe.

 ¿Cuáles son los pecados contra la fe?


 ¿En qué consisten estos pecados?

Aunque no es fácil hacer definiciones,


particularmente en cuestiones religiosas, pero
afrontando los peligros que ello conlleva, podemos
decir que los pecados contra la fe “son aquellos
pecados que significan una ruptura con Dios y con
la Iglesia, motivados concretamente por el rechazo,
por la negación total o parcial de la doctrina
revelada, que constituye el fundamento de la fe de
137
los creyentes, lo cual se constituye en un rechazo
a Dios mismo y a su amor por nosotros”.

Quien peca contra la fe, niega creer, es decir,


aceptar, admitir, confesar, una o varias verdades
esenciales, que fundamentan, que dan piso, al
Credo de la Iglesia, es decir, al conjunto total de
verdades que la Iglesia Católica acepta, respeta,
proclama y anuncia, y vive por lo tanto, conforme a
esta opción que ha hecho, a esta negación.

Los pecados contra la fe pueden clasificarse en


dos grupos principales:

El primer grupo comprende los pecados que en


cierto sentido podríamos llamar “teóricos”, y que
son una negación directa y clara de una verdad
revelada o del conjunto de las verdades que la
Iglesia anuncia.

El segundo grupo comprende los pecados que


implican más bien una actitud, una manera de
actuar frente a Dios, que son manifestación de una
fe vacilante, débil, mal entendida.

Los pecados contra la fe, pertenecientes al primer


grupo son:

138
1. LA INDIFERENCIA: que es el rechazo o el
menosprecio de las verdades reveladas por Dios y
que la Iglesia, con la autoridad que le dio Jesús,
proclama y anuncia.

2. LA HEREJÍA: que se entiende como la negación


pertinaz, consciente e insistente, después de haber
recibido el Bautismo, de una verdad que como
católicos debemos creer.

3. LA APOSTASÍA: que es el rechazo total y


absoluto de las verdades de la fe cristiana católica,
después de haber recibido el Bautismo y de haber
vivido como bautizado.

4. EL CISMA: que es el rechazo del respeto y la


comunión con el Papa, como cabeza visible de la
Iglesia, o de la comunión con los demás miembros
de la Iglesia, sea cual sea el objetivo que se busca
o la razón que se da de ello.

5. EL ATEÍSMO: que se entiende – en general –


como el empeño en negar la existencia de Dios y
de la realidad espiritual, y reducirlo todo a la mera
materia, a lo material. Hay muy diversas formas de
ateísmo. Al respecto, el Concilio Vaticano II nos
dice:

139
“La palabra “ateísmo” designa realidades muy
diversas. Unos niegan a Dios expresamente. Otros
afirman que nada puede decirse acerca de Dios.
Los hay que someten la cuestión teológica a un
análisis metodológico tal, que reputan como inútil
el propio planteamiento de la cuestión. Muchos,
rebasando indebidamente los límites de las
ciencias positivas, pretenden explicarlo todo sobre
esta base puramente científica, o, por el contrario,
rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay
quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que
nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros
ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia
de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud
religiosa alguna, y no perciben el motivo de
preocuparse por el hecho religioso. Además, el
ateísmo nace a veces, como violenta protesta
contra la existencia del mal en el mundo, o como
adjudicación indebida del carácter absoluto a
ciertos bienes humanos que son considerados
prácticamente como sucedáneos de Dios. La
misma civilización actual, no en sí misma, pero sí
por sobrecarga de apego a la tierra, puede
dificultar en grado notable el acceso a Dios”
(Concilio Vaticano II. Constitución Dogmática sobre
la Iglesia en el mundo actual “Gaudium et spes” N.
19)

140
6. EL AGNOSTICISMO: emparentado con el
ateísmo, tiene como éste, diversos tipos y
manifestaciones. En términos generales podemos
decir que el agnosticismo equivale a un ateísmo
práctico, porque aunque admite que Dios existe,
asegura que es imposible a los seres humanos
conocerlo y relacionarse con Él.

Los pecados contra la fe, correspondientes al


segundo grupo son:

1. LA DESESPERACIÓN: que se entiende como la


actitud de quien deja de esperar de Dios su
salvación personal, el auxilio divino para llegar a
ella, o el perdón de sus pecados.

2. LA PRESUNCIÓN: que puede ser de dos


clases:
 La primera, que se da cuando el creyente
“presume” de sus capacidades, esperando
poder salvarse sin la ayuda de Dios, por
sus propias fuerzas y su propio mérito.
 La segunda, cuando el creyente “presume”
de la omnipotencia de Dios y de su
misericordia, y espera obtener el perdón de
sus pecados sin arrepentimiento ni
conversión de su parte.

141
3. LA TIBIEZA: que implica una cierta negligencia
para recibir y acoger el amor de Dios, y
responderlo con un amor personal profundo y con
una vida conforme a su Voluntad.

4. EL ODIO A DIOS: que tiene su origen en el


orgullo, niega la bondad de Dios y lo rechaza
porque condena y castiga el pecado de los seres
humanos.

5. LA IDOLATRÍA: que es una perversión del


sentimiento religioso y consiste en divinizar – darle
culto, rendirle homenaje – a lo que no es Dios. El
Satanismo es una idolatría, lo mismo que la
divinización del poder, del placer, del dinero, de la
raza, del estado, etc., tan comunes en nuestro
tiempo.

6. LA SUPERSTICIÓN: que también constituye


una desviación del sentimiento religioso y de las
prácticas que se derivan de este sentimiento. En
general, el hombre y la mujer supersticiosos, dan
más importancia a sus prácticas, a sus acciones de
culto, a las que confieren un poder “mágico”, que a
su disposición interior, al amor que tienen a Dios, a
su confianza en Él, a su entrega a Él en la vivencia
de los mandamientos.

142
7. LA ADIVINACIÓN, LA MAGIA Y EL
ESPIRITISMO: cualquiera sea su forma de
expresión.

Nosotros que creemos, que tenemos fe, debemos


vivir muy atentos para no dejarnos llevar por
ningún acontecimiento y ninguna circunstancia, a
cometer alguno de estos pecados mencionados.
Porque aunque nos parezca extraño, puede ser
más fácil de lo que imaginamos.

Nuestra fe cristiana católica, es un don, una gracia


de Dios, y tenemos que hacer todo lo que esté en
nuestras manos para permanecer en ella sin
desviarnos ni debilitarnos; atentos a las múltiples
propuestas que en nuestro tiempo no dejan de
invitarnos a vivir lejos de Dios, deslumbrados por el
espejismo de otros dioses.

Nota: Todo este capítulo puede confrontarse con


los numerales 1846 a 1876 (El pecado) y 2110 a
2141 (Pecados contra el Primer mandamiento de la
ley de Dios), del Catecismo de la Iglesia Católica,
publicado por el Papa san Juan Pablo II en 1992.

143
INCOMPATIBILIDADES

La verdadera fe, la fe que es apertura a Dios y a su


amor maravilloso por nosotros, a su misericordia
infinita, a su perdón generoso, sin límites, es
incompatible con:

 La idea de Dios como una “energía


positiva” que lo llena todo; idea que
promueve el movimiento de la Nueva Era y
que se ha “posicionado” entre nosotros
como si fuera una verdad clara y limpia.
 La imagen de Jesús como un “Maestro de
luz”; un hombre iluminado, lleno de
sabiduría y de bondad, pero solamente
hombre. También esta idea ha sido
propagada por el movimiento de la Nueva
Era y desfigura totalmente nuestra fe
cristiana, católica.
 La costumbre que se está imponiendo con
gran fuerza, de rendir un culto especial a
infinidad de ángeles, con nombres
extraños, que se presentan como
“salvadores” de la humanidad. La Sagrada
Escritura nos habla de los ángeles como
mensajeros de Dios, que nos cuidan y
protegen, pero sólo menciona a tres de
ellos con su nombre propio: Miguel, Gabriel
144
y Rafael. La Iglesia nos enseña que cada
uno de nosotros tiene su “ángel guardián”,
pero muy claramente nos dice que su poder
no puede equipararse con el poder de Dios,
porque son – como nosotros - sus criaturas.
 La creencia en la reencarnación, cualquiera
que sea su explicación. Los cristianos sólo
podemos creer en la resurrección, al estilo
de la resurrección de Jesús.

La verdadera fe, la fe que es confianza total,


seguridad, entrega a Dios y apertura a su Voluntad
para con nosotros, es incompatible con:
 La costumbre de colocar la imagen de
María, o la de cualquier santo o santa, de
espaldas y frente a la pared, boca-abajo,
quitándole el niño Jesús que está en sus
brazos o tapándolo, con el fin de
“presionarlos” para que nos concedan un
favor especial.
 La costumbre de llevar el escapulario de la
Virgen del Carmen o cualquier otra medalla
de María, la cruz o cualquier otro objeto
religioso, como si fuera un amuleto para la
buena suerte o una “contra” para detener
los males que otros puedan hacernos. Ni el
escapulario, ni el crucifijo, ni ninguna otra
medalla tienen poder en sí mismos; son
145
sólo símbolos de nuestra fe en una realidad
superior que representan y que nos
recuerdan.
 La creencia de que las velas que
encendemos para honrar a Dios, a la
Virgen, o a los santos, “tienen más fuerza”,
“son más poderosas”, según sea su color, y
además que determinado color
corresponde a tal o cual petición, a tal o
cual ángel, a tal o cual sentimiento o
situación personal, etc.

La verdadera fe, la fe que llena nuestra vida de


entusiasmo, la fe que es esperanza de un futuro
radicalmente mejor, es incompatible con:
 La creencia de que para que Dios nos
conceda el favor que le pedimos, tenemos
que sacar un aviso en un periódico, u
organizar una “cadena de oración” que se
multiplique infinitamente por los diferentes
medios de comunicación, y que no se
puede “romper” por ningún motivo, porque
hacerlo acarrea males de todo tipo.
 La costumbre de lavar la casa con agua
bendita para alejar toda clase de “malas
energías” que, según dicen, “hacen daño a
quienes viven en ella”. El agua bendita es
un sacramental y como tal debe respetarse,
146
empleándola sólo para lo que la Iglesia
indica.

La verdadera fe, la fe profunda, la que tiene raíces,


la que va más allá de las apariencias, la fe que
mueve montañas, es incompatible con:
 La penca sábila empleada para alejar los
males y sufrimientos; los Budas para
mantener la abundancia de bienes
materiales; los elefantes, las pirámides y
los cuarzos para la prosperidad en todos
los aspectos; y cualquier otra “idea” o
“creencia” que se parezca a estas.
 Los horóscopos, las cartas astrales, la
lectura del cigarrillo, de la taza de café o de
té, el Tarot, el I Ching, y demás.
 Los baños y riegos aromáticos, los
sahumerios, las velas de colores; ellos sólo
darán a quien los usa, algún bienestar
físico, pero nunca el bienestar espiritual
que muchos pretenden.
 Toda clase de agüeros, por sencillos que
sean y por inofensivos que parezcan.

La verdadera fe, la fe que busca crecer,


profundizarse, hacerse más viva, más fuerte, es
incompatible con:

147
 La magia, la adivinación, la brujería,
aunque se diga que son cosas inofensivas.
 Los mediums y las prácticas espiritistas.
 El satanismo ¡por supuesto!
 Todo lo que se conoce como esoterismo,
ocultismo o Nueva Era (New Age).

Todas estas cosas son tergiversaciones de la fe,


cuentos que se inventan “los vivos” para envolver a
“los bobos”.

Dios no es, ni mucho menos, un personaje a quien


podemos manipular a nuestro antojo o “doblegar”
con nuestros obsequios. Su amor por nosotros no
necesita “presiones” ni “ayudas”. Su Voluntad para
con nosotros no es un mero capricho, ni depende
de las cartas, de las estrellas, de la posición de los
planetas en el universo, del color de las velas que
encendamos, o de los cuarzos que nos colguemos
al cuello.

Nuestra relación con Dios es mucho más que todo


eso. Dios es un Padre que nos ama con infinito
amor. Su poder creador supera todo. Su bondad no
tiene límites. Siempre quiere y busca lo mejor para
nosotros, aunque algunas veces no lo veamos tan
claro y tan directo como quisiéramos.

148
PÁGINAS DEL EVANGELIO:

JESÚS CURA DOS CIEGOS

Cuando Jesús se iba de allí, al pasar le siguieron


dos ciegos gritando: - ¡Ten piedad de nosotros,
Hijo de David!
Y al llegar a casa, se le acercaron los ciegos, y
Jesús les dice: - ¿Creen que puedo hacer eso?
Ellos le responden: - Sí, Señor.
Entonces les tocó los ojos diciendo: - Hágase en
ustedes según su fe.
Y se abrieron sus ojos.
Jesús les ordenó severamente: - ¡Miren que nadie
lo sepa! Pero ellos, en cuanto salieron, divulgaron
su fama por toda aquella comarca. (Mateo 9, 27-
31)

Llevaban una vida miserable a causa de su


ceguera.
Estaban condenados a caminar por la ciudad, sin
rumbo fijo, pidiendo limosna para su sustento.
Otras veces se sentaban cerca del mercado o de
otro lugar con alta concurrencia de gente,
implorando la caridad pública.
No podían hacer nada más.
Era su destino y así lo aceptaban y vivían.

149
Llevaban una vida miserable a causa de su
ceguera.
Una enfermedad que igual que otras muchas,
excluía a quienes la padecían, de la comunidad a
la que pertenecían.
En aquel tiempo se pensaba que toda enfermedad
era de alguna manera un castigo merecido por los
pecados cometidos personalmente, o “heredados”
de los padres.

Llevaban una vida miserable, pero su encuentro


con Jesús los cambió para siempre, porque cambió
su vida.
Y lo mismo le sucedió a muchas otras personas,
hombres y mujeres de todas las edades, en aquel
entonces.
Aunque no podían verlo a causa de su ceguera, la
presencia cercana del Señor llenó su vida de luz y
de esperanza, en medio de la oscuridad que los
rodeaba.

Jesús escuchó sus gritos y tuvo piedad de ellos.


Les hizo una pregunta simple: ¿Creen que puedo
hacer eso que piden? ¿Creen que puedo curarlos?
Ellos la respondieron con prontitud: Sí. Lo
creemos. Estamos seguros de ello.
Y todo sucedió como esperaban.

150
Jesús tocó sus ojos – los de ambos -, y les
devolvió la vista, y con ella, renovó su alegría de
vivir y su vida misma.

Todo sucedió por la fe que demostraron tener.


La fe es luz que ilumina nuestra vida y
todos los acontecimientos y
circunstancias de nuestra historia
personal.

Creyeron en Jesús y en lo que él podía hacer en su


favor, y su necesidad fue satisfecha.
La fe es condición clara para acoger en
nuestra vida los dones que Dios nos
regala, movido por su amor generoso,
por su amor sin condiciones.

Creyeron en Jesús y él les devolvió la vista que


habían perdido, para siempre.
La fe es luz que abre los ojos de nuestra
mente y de nuestro corazón y nos
permite ver muchas cosas que de otra
manera no podemos ver. La fe nos
permite mirar a Dios cara a cara, y
establecer con Él una relación amorosa.

Creyeron en Jesús y él respondió a su fe con el


don luminoso de la esperanza.

151
La fe, cuando es verdadera llena
nuestro corazón de esperanza, y la
esperanza proyecta nuestra vida a la
eternidad sin fin.

Cuando nuestra fe es sincera y profunda, podemos


esperar de Dios grandes y maravillosas sorpresas.

152
La fe no se transmite
sólo con palabras
sino también con gestos,
miradas, caricias
como las de nuestras madres
y abuelas;
con el sabor de las cosas
que aprendimos en el hogar,
de manera simple y auténtica.

Papa Francisco

153
9. CELEBRAR LA FE

Del mimsmo modo que en nuestra vida corriente


celebramos los acontecimientos que son
significativos, individual y colectivamente, por una u
otra razón, los cristianos católicos celebramos con
profunda alegría, en ambiente de fiesta y regocijo,
con esperanza y amor, nuestra fe en Dios – Padre,
Hijo y Espíritu Santo -, y los acontecimientos más
importantes que han tenido lugar en la historia de
nuestra salvación, desde la creación del mundo
hasta hoy.

Realizamos esta celebración alegre y festiva de la


fe, reunidos en comunidad, por medio de la
Liturgia, que es, en palabras sencillas, una fiesta
comunitaria en la que, unidos a la Iglesia Universal,
nos encontramos con Dios, que se hace presente
en medio de nosotros, y actualiza, renueva, y
prolonga los dones y las gracias de su amor
salvador.

Pero las celebraciones litúrgicas de la fe tienen una


característica que las hace absolutamente distintas
de cualquier otra celebración: no son un mero
recuerdo de acontecimientos o de acciones del
pasado, sino la actualización, la renovación en el

154
presente de dichos acontecimientos y acciones, y
de todo lo que ellos significan.

Las celebraciones litúrgicas renuevan, reviven,


hacen de nuevo presentes en medio de nosotros,
los acontecimientos que celebramos, que son los
acontecimientos y acciones salvadores, y con ellos,
recibimos de nuevo el amor que Dios nos
manifiesta en dichos acontecimientos.

En su desarrollo, la Liturgia emplea gestos y


acciones simbólicas, signos y palabras especiales,
que evocan la presencia y la acción de Dios en
nuestro favor, por la encarnación de Jesús, su vida
en el mundo, su ignominiosa muerte en la cruz, y
su gloriosa resurrección de entre los muertos. Es
como si estos acontecimientos maravillosos
“volvieran a suceder” en nuestro presente, y así,
por medio del Espíritu Santo, recibimos los dones
las gracias espirituales que ellos alcanzaron para
nosotros, en el momento en el que ocurrieron.

Esto quiere decir que en la celebración alegre y


gozosa de los tiempos litúrgicos – Adviento,
Navidad, Cuaresma, Semana Santa, Pascua,
Pentecostés y Tiempo Ordinario -, y de los distintos
sacramentos - Bautismo, Confirmación, Eucaristía,
Confesión, Unción de los enfermos, Orden

155
Sacerdotal y Matrimonio -, movidos por nuestra fe
firme y profunda, Dios nos comunica de nuevo a
quienes participamos en ellos y a la Iglesia entera,
todos los dones de su amor que Jesús trajo a
nuestro mundo.

Cada año, en los distintos tiempos litúrgicos,


hacemos el recorrido completo por la vida de
Jesús, profundizando en su misterio salvador:

 En Adviento revivimos con fe y alegría, la


preparación de Israel para la llegada del
Mesías, anunciado por los profetas durante
siglos.

 En la Navidad acogemos felices a Jesús,


Dios-con-nosotros, que viene a nuestro
mundo para realizar la promesa del Padre.

 En Cuaresma escuchamos en nuestro


corazón la llamada de Jesús a la
conversión y nos preparamos con la
oración, el ayuno y la limosna para celebrar
dignamente los acontecimientos centrales
de nuestra salvación.

 En Semana Santa revivimos con devoción


los útimos días de la vida de Jesús en el
156
mundo, y lo acompañamos en su entrega
defiinitiva, por amor, en la cruz.

 En el Tiempo Pascual revivimos con gozo y


esperanza la resurrección de Jesús de
entre los muertos, su despedida definitiva
de sus discípulos y seguidores, sus últimas
recomendaciones, y su ascensión gloriosa
a los cielos, donde vive a la derecha del
Padre.

 En Pentecostés recibimos de nuevo el gran


don del Espíritu Santo que Jesús
resucitado entregó a su Iglesia. El Espíritu
Santo fortalece nuestra fe, y es luz, guía y
fuerza que nos ayuda a poner en práctica
las enseñanzas de Jesús y su ejemplo.

 En el Tiempo Ordinario del año – que


abarca 34 semanas -, nos dejamos
conducir por el Evangelio que nos narra las
enseñanzas y los milagros de Jesús. Ellos
son para nosotros una verdadera lección de
vida y un llamado insistente a purificar
nuestras obras de tal modo que lleguemos
a ser verdaderos discípulos suyos, hijos
fieles y conscientes de Dios Padre, templos
vivos del Espíritu Santo.

157
Por otra arte, a lo largo de nuestra vida, y mediante
la recepción fervorosa y consciente de los
sacramentos, nuestra vida de fe va creciendo,
desarrollándose, y haciéndose cada vez más
profunda y más firme como corresponde.

 En el Bautismo, que nos une a la Iglesia,


comunidad de quienes creemos en Jesús,
nuestra vida se abre a Dios y a la salvación
que él nos da.

 En la Confirmación, por el don del Espíritu


Santo, Dios nos llena de su amor que nos
comunica la fuerza y el ánimo necesario
para caminar cada día por el camino que
conduce a Él, venciendo el pecado.

 En la Eucaristía, Jesús mismo viene a


nuestro corazón y a nuestra vida, y nos
alimenta con su cuerpo y su sangre.
Recibirlo con frecuencia nos permite
mantenernos firmes en la fe que
profesamos.

 En la Confesión Dios Padre acude a


nuestro encuentro, con todo su amor, para
perdonarnos nuestros pecados, y
158
comunicarnos los dones que necesitamos
para ser cada día mejores hijos suyos y
mejores seguidores de Jesús.

 En la Unción de los enfermos, Jesús – que


curó tantos enfermos mientras vivía en el
mundo -, fortalece nuestra debilidad física y
espiritual, y con su amor nos ayuda a vivir
esta circunstancia de nuestra vida con fe y
con paz interior.

 En el Orden Sacerdotal, Jesús bendice y


consagra a quienes ha escogido, para que
sean verdaderos representantes suyos en
medio de la comunidad de los creyentes, y
renueva para todos el don de su presencia
en medio de nosotros.

 En el Matrimonio, Dios bendice al hombre y


la mujer que se aman y que desean vivir
unidos para siempre, constituyendo una
familia, donde los hijos serán acogidos con
amor y educados como creyentes.

La celebración consciente, entusiasta y alegre de


nuestra fe en unión con la Iglesia, nos conduce a
creer cada día con más fuerza y profundidad,
valentía y decisión, en medio de un mundo hostil.

159
En cambio, una fe que no se celebra, una fe que
no se hace fiesta, se debilita fácilmente, y puede
llegar a hasta la extinción total.

Y perder la fe es perder el verdadero sentido de la


vida, su fuerza dinamizadora, su motor.

160
EL BAUTISMO, SACRAMENTO DE FE

El Sacramento del Bautismo es el primer


sacramento que recibimos. Por él entramos a
formar parte de la Iglesia, familia de Dios,
comunidad de salvación, en la cual vivimos nuestra
fe en Jesús, no solo individualmente sino también
en grupo, unidos a los demás creyentes.

Por el Bautismo adquirimos el derecho de recibir


los demás sacramentos, que nos animan y
fortalecen en la búsqueda constante de Dios, y nos
impulsan a hacer realidad en la cotidianidad de
nuestro ser y de nuestro quehacer, el mensaje
cristiano.

La palabra BAUTISMO viene del griego y significa


"sumergir". Bautizar es "sumergir", es decir,
"introducir dentro del agua". Antiguamente se
bautizaba sumergiendo en el agua a quien recibía
el sacramento; la Pila Bautismal que ahora es
pequeña, por motivos prácticos, era entonces
como una especie de piscina, en la que se
introducía, por su propio pie y desnudo, el
catecúmeno, y de la que salía totalmente
renovado.

161
Este “sumergir en el agua” o “derramar agua sobre
la cabeza”, como se hace entre nosotros, significa
– según nos lo enseña san Pablo -, “sepultar” a
quien recibe el Bautismo en la misma muerte de
Cristo, para que también resucite con él a una
nueva vida, y se haga así, una criatura totalmente
renovada:

"¿O es que ignoran que cuantos fuimos bautizados


en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?
Fuimos, pues, con él sepultados por el Bautismo
en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue
resucitado de entre los muertos por medio de la
gloria del Padre, así también nosotros vivamos una
vida nueva" (Romanos 6, 3-4).

El Bautismo se llama también "baño de


regeneración y de renovación en el Espíritu Santo",
porque significa y realiza el nacimiento del agua y
del Espíritu Santo, del que hablaba Jesús en su
conversación con Nicodemo:

“En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de


agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de
Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del
Espíritu es espíritu. No te asombres de que te haya
dicho: tienen que nacer de lo alto” (Juan 3, 5-7).

162
El Bautismo es un baño en el cual, el agua – que
es el signo sacramental -, unida a las palabras de
quien bautiza, pronunciadas en nombre de Dios y
en unidad con la Iglesia, produce un efecto
vivificador.

El Bautismo es un baño que comunica vida, salud,


fuerza; un baño que purifica, santifica y justifica,
por la acción del Espíritu Santo. Y es también
"iluminación", porque quienes lo recibimos somos
"iluminados" por Jesús, que es "la luz verdadera
que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo" (Juan 1, 9), y él mismo nos llama a
comunicar su luz, a “ser luz" para los demás, de un
modo especial, para cuantos viven cerca de
nosotros (cf. Mateo 5, 14-16). San Pablo nos dice:

"Porque en otro tiempo fueron tinieblas; mas ahora


son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz,
pues el fruto de la luz consiste en toda bondad,
justicia y verdad" (Efesios 5, 8-9).

La Iglesia ha celebrado el Sacramento del


Bautismo, desde el día de Pentecostés. Movido por
el Espíritu Santo que acababan de recibir mientras
estaban reunidos en oración, san Pedro dijo a la
multitud que lo escuchaba conmovida:

163
"Conviértanse, y que cada uno de ustedes se haga
bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión
de sus pecados; y recibirán el don del Espíritu
Santo" (Hechos de los Apóstoles 2, 38).

El único requisito, la única condición que se exige


para ser bautizado, es tener fe en Jesús, creer en
él como Hijo de Dios y Salvador de los hombres.
San Pablo lo declara así a su carcelero en Filipos:

"Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu


casa. Y le anunciaron la Palabra del Señor a él y a
todos los de su casa... inmediatamente recibió el
Bautismo él y todos los suyos" (Hechos de los
Apóstoles 16, 32. 33b.)

El Bautismo exige tener fe, personalmente, o ser


llevado a bautizar por alguien que la tiene – los
padres y padrinos en el caso de los niños –, y que
se compromete a educar en la fe a quien presenta
a la Iglesia para que sea bautizado.

En los orígenes de la Iglesia, al comienzo del


anuncio del Evangelio, la práctica más común era
el Bautismo de adultos, que iba acompañado por la
Confirmación y la Eucaristía. La preparación para
recibir el sacramento se llamaba catecumenado y
tenía una gran importancia.

164
El catecumenado consistía en un período
prolongado de formación en la vida cristiana. Los
catecúmenos eran instruidos en el misterio de la
salvación, en la práctica de las virtudes
evangélicas, y en los ritos sagrados que la Iglesia
celebra.

En nuestro tiempo, lo más común es el Bautismo


de niños. Esta costumbre viene ya desde el siglo II,
pero seguramente se practicaba también en los
orígenes de la Iglesia, cuando por la predicación de
los apóstoles, familias enteras se convertían y
recibían el Bautismo.

La Iglesia nos enseña que es importante no privar


a los niños de recibir el Bautismo, aunque sean
muy pequeños y “no se den cuenta”, porque la
gracia que el sacramento nos comunica, es un don
inestimable de riqueza infinita, y propiciarla es
parte de la misión que tienen los padres cristianos
de alimentar material y espiritualmente la vida que
Dios les ha confiado.

Como el Bautismo exige la fe en Jesús, cuando se


bautiza a un niño, este Bautismo se realiza en
virtud de la fe de sus padres y de sus padrinos,
encargados de dar a ese niño una buena
educación y una adecuada formación cristiana, y

165
en virtud de la fe de toda la Iglesia, que respalda y
apoya la tarea de los padres y de los padrinos.

La misión de los padrinos consiste


fundamentalmente en apoyar a los padres en la
educación cristiana del niño o de la niña, y ser para
él o para ella un modelo de fe y de seguimiento fiel
de Jesús. Por estas razones es necesario que los
padres se esmeren en la elección de los padrinos
para sus hijos, y no los escojan pensando en
cuestiones sociales o en compromisos contraídos
por alguna circunstancia particular.

En todos los sacramentos que los requieren, los


padrinos deben ser católicos coherentes, es decir,
creyentes y practicantes, que puedan mostrar que
su vida es reflejo de lo que dicen profesar, para
que en caso de faltar los padres por alguna razón,
o de que éstos incumplan su misión de primeros
educadores en la fe, ellos puedan asumir con
competencia la misión de maestros y guías de su
ahijado.

166
PÁGINAS DEL EVANGELIO:

LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS

Ese día, dos de los discípulos iban a un pequeño


pueblo llamado Emaús... Mientras conversaban y
discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió
caminando con ellos. Pero algo impedía que sus
ojos lo reconocieran.

Él les dijo: - ¿Qué comentaban por el camino?


Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno,
llamado Cleofás, le respondió: - ¡Tú eres el único
forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en
estos días!... Lo referente a Jesús, el Nazareno,
que fue un profeta poderoso en obras y en
palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y
cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes
lo entregaron para ser condenado a muerte y lo
crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él
quien librara a Israel...

Jesús les dijo: - ¡Hombres duros de entendimiento,


cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los
profetas! ¿No era necesario que el Mesías
soportara esos sufrimientos para entrar en su
gloria?. Y comenzando por Moisés y continuando

167
con todos los Profetas, les interpretó en todas las
Escrituras lo que se refería a él. (Lucas 24, 13-27)

La muerte de Jesús en la cruz fue una sorpresa


para sus discípulos. Esperaban otra cosa de él.
Deseaban que fuera el Mesías político que
necesitaban, y que cumpliera su sueño de liberar a
Israel del poder de los romanos, que los sometía y
humillaba.

Algo parecido nos ocurre hoy a nosotros, aunque


no estemos dispuestos a reconocerlo. Nos hemos
hecho un Dios a nuestra medida; un Dios conforme
a nuestros deseos y necesidades, a nuestros
anhelos y proyectos, y por esta razón no tenemos
ojos para descubrir su presencia permanente a
nuestro lado, viviendo con nosotros, compartiendo
nuestros sufrimientos y nuestras alegrías, nuestros
triunfos y nuestras derrotas, amándonos y
actuando en nuestro favor, de manera silenciosa
pero siempre eficaz.

Nuestra fe, como la fe de los discípulos de Emaús,


es demasiado pequeña y no nos atrevemos a creer
de verdad; a creer sin exigir pruebas, sin pedir
manifestaciones extraordinarias de poder y de
fuerza, sin buscar milagros que atraigan nuestra
atención y motiven nuestra admiración.

168
La resurrección de Jesús es un llamado urgente
que nos hace Dios, para que nos arriesguemos a
confiar en Él y en su amor salvador, de una vez por
todas. Un llamado, una invitación, a dejar a un lado
nuestros razonamientos y nuestros prejuicios, y a
poner nuestro ser y nuestra vida en sus manos,
seguros de su bondad y de su misericordia.

"Dios escribe derecho, en renglones torcidos", dice


un refrán popular. "Dios sabe sacar bienes de los
males", afirma otro. Por eso tenemos que estar
absolutamente convencidos de que, pase lo que
pase, Jesús nunca nos defraudará. Su amor es
más fuerte que la muerte; su gracia lo puede todo,
cuando somos sensibles a ella y nos entregamos
de corazón. Con él presente y actuante en nuestro
corazón y en nuestra vida, somos capaces de
superar todos los obstáculos, de saltar todas las
barreras, de desterrar de una vez por todas, la
duda y el miedo que nos impiden mirar adelante y
avanzar en nuestro camino, con la certeza de que
su amor providente nos acompaña y nos sostiene.

Jesús resucitado es la manifestación más clara y


contundente de que Dios puede realizar en
nosotros, con nosotros, por nosotros y para
nosotros, cosas maravillosas, inusitadas,

169
absolutamente sorprendentes. Lo único que nos
pide es que nos entreguemos a Él con verdadera
confianza, que pongamos en sus manos todo lo
que somos y lo que tenemos, que creamos de
verdad, como tiene que ser.

La muerte de Jesús no fue un fracaso, y su


resurrección lo confirma; así lo entendieron los
discípulos de Emaús cuando abrieron su corazón y
descubrieron quién era realmente el caminante que
se había unido a ellos; y así tenemos que
entenderlo nosotros, 2.000 años después, cuando
nos encontramos con él, vivo y presente en la
Eucaristía, en la que se hace Pan para ser partido
y comido en comunidad; Pan de Vida eterna y
Bebida de salvación; compañero de camino, guía y
maestro, amigo y hermano que está siempre con
nosotros para protegernos del mal y conducirnos al
Padre con infinito amor.

La resurrección de Jesús de entre los muertos es


la prueba de las pruebas, la garantía de que
nuestra fe cristiana católica no es un invento de
nadie y sus bases son absolutamente sólidas.

La resurrección de Jesús de entre los muertos es


la manifestación clara y contundente de que la
verdad de Dios que creemos y proclamamos es tan

170
segura y cierta como el aire que respiramos, la luz
que nos ilumina, la vida que palpita en el mundo.

171
Creer en Jesús
nos hace corresponsables
los unos de los otros.
No podemos ser indiferentes
ante los problemas
de los demás,
debemos orar y ayudarlos,
esto es ser cristianos.

Papa Francisco

172
10. DAR LA VIDA POR LA FE

Jesús lo previó y así lo anunció a sus discípulos,


en diversas ocasiones: creer en él y seguir sus
enseñanzas les iba a traer complicaciones, y
complicaciones graves. Serían perseguidos y
acusados por las autoridades de su pueblo, como
había sucedido a los antiguos profetas de Israel.
Sin embargo - les dijo -, cuando esto ocurriera, no
debían tener miedo, porque él estaría con ellos, a
su lado, fortaleciéndolos espiritualmente, para que
fueran capaces de soportar con entereza y
dignidad, las pruebas a las que serían sometidos:

“Si el mundo los odia, sepan que a mí me ha


odiado antes que a ustedes.
Si fueran del mundo, el mundo amaría lo suyo,
pero, como no son del mundo, porque yo al
elegirlos los he sacado del mundo, por eso el
mundo los odia” (Juan 15, 18-19)

Seguramente, los apóstoles y discípulos de Jesús


no entendieron estas palabras del Maestro, hasta
que fueron testigos de la pasión y muerte del Señor
- aunque desde lejos -, porque cuando comenzaron
los acontecimientos definitivos, ellos lo
abandonaron llenos de miedo, para salvar su
propia vida.

173
“Miren que yo los envío como ovejas en medio de
lobos. Sean, pues, prudentes como las serpientes,
y sencillos como las palomas.
Guárdense de los hombres, porque los entregarán
a los tribunales y los azotarán en sus sinagogas; y
por mi causa serán llevados ante gobernadores y
reyes, para que den testimonio ante ellos y ante los
gentiles.
Mas cuando los entreguen, no se preocupen de
cómo o qué van a hablar. Lo que tengan que
hablar se les comunicará en aquel momento.
Porque no serán ustedes los que hablen, sino el
Espíritu de su Padre el que hablará en ustedes.
Entregará a la muerte hermano a hermano y padre
a hijo; se levantarán hijos contra padres y los
matarán.
Y serán odiados de todos por causa de mi nombre;
pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará...
Y no teman a los que matan el cuerpo, pero no
pueden matar el alma; teman más bien a Aquel
que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la
gehenna. (Mateo 10, 16-22.28)

Las primeras comunidades cristianas, constituidas


alrededor de los apóstoles, después de la
resurrección de Jesús y del acontecimiento de
Pentecostés, fueron perseguidas por los judíos y

174
sus autoridades religiosas y civiles, y muy pronto
tuvieron que dispersarse, huyendo a otros países,
para no ser exterminadas.

El libro de los Hechos de los apóstoles nos refiere


algunos momentos claves de esta persecución,
cuando narra los sufrimientos de los apóstoles,
especialmente de Pedro y Juan, que fueron
azotados y encarcelados en varias ocasiones (cf.
Hechos 4 y 5), la historia de Esteban, el primer
mártir (cf. Hechos 6, 8 – 7, 60), la muerte de
Santiago, hermano de Juan, asesinado por
mandato de Herodes (cf. Hechos 12, 2), y la
historia de Pablo, que pasó de ser perseguidor de
los apóstoles y los primeros cristianos (cf. Hechos
9, 1-2), a ser el “apóstol de los gentiles”, después
de su conversión (cf. Hechos 9, 3 ss) y hasta su
muerte en Roma, decapitado, bajo el gobierno de
Vespasiano, hacia el año 67, luego de haber
sufrido grandes persecuciones, castigos y penas
de cárcel y destierro, según nos relata él mismo en
sus cartas.

“Bienaventurados serán cuando los hombres los


odien, cuando los expulsen, los injurien y
proscriban su nombre como malo, por causa del
Hijo del Hombre” (Lucas 6, 22)

175
Mas adelante, en los años siguientes, los cristianos
fueron perseguidos en todo el Imperio Romano, y
muchos creyentes sufrieron el martirio. Las
catacumbas de Roma y las cuevas de Capadocia
en Turquía, son solo dos testigos de estas
persecuciones.

Ocurrió en aquel tiempo y sigue ocurriendo hoy,


2.000 años después.

Creer en Jesús, reconocerlo como el Hijo


encarnado de Dios, nuestro Señor y Salvador,
acoger sus enseñanzas y proclamar su victoria
definitiva sobre la muerte, resulta hoy tan peligroso
como ayer, a lo largo y ancho del mundo.

En muchos países los cristianos – no sólo


católicos, sino también ortodoxos, coptos,
luteranos, anglicanos, etc -, son perseguidos de
manera directa, y a muchos les ha correspondido
enfrentar la muerte violenta por no renunciar a su
fe en Jesús y su Evangelio.

Hemos sido testigos en los últimos años, de estos


martirios de hombres y mujeres, niños, jóvenes,
adultos y ancianos, que con gran fuerza y notable
decisión, han preferido la muerte a renegar de la fe
que heredaron de sus mayores y que se ha

176
constituido para ellos en su gran riqueza, porque
da sentido a su vida.

También en diversos lugares del mundo han sido


asesinados sacerdotes, religiosas, seminaristas, y
catequistas laicos, acusándolos simplemente de
creer y seguir a Jesús con fidelidad, y ayudar a
otros a hacer lo mismo.

No ha faltado tampoco la persecución disimulada


- “con guante blanco”, como dice el Papa Francisco
-, en muchos países que se consideran grandes
defensores de los derechos humanos; una
persecución callada pero incisiva y constante,
efectiva y muy dañina, porque se trata de destruir
los principios que sostienen la fe y la moral de la
Iglesia fundada por Jesús mismo, y encargada por
él mismo de llevar su mensaje a todos los rincones
de la tierra.

“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí


mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien
quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda
su vida por mí, la encontrará” (Mateo 16, 24-25).

Sea como sea, pase lo que pase, y digan lo que


digan, estamos plenamente convencidos de que
vale la pena creer en Jesús en este siglo XXI y

177
tratar de vivir siguiendo sus enseñanzas y su
ejemplo.

Vale la pena ser cristianos católicos con todas las


consecuencias que ello implica, y aunque
signifique en determinadas circunstancias, sufrir
física y espiritualmente.

Vale la pena arriesgarlo todo por quien “nos amó


hasta el extremo” (cf. Juan 13, 1) y entregó su vida
en la cruz, para rescatarnos de la muerte eterna.

178
EL REGALO INMENSO DE LA FE

¿Haz pensado alguna vez qué sería tu vida sin la


fe?… ¿Qué sería de tu vida sin poder creer en
Alguien más allá de ti mismo y de este mundo
caduco en el que vivimos?...

Yo sí lo pienso con cierta frecuencia, y te cuento


que cuando lo hago se me arruga el corazón y una
oscuridad de muerte se cierne sobre mí, de tal
manera que todo lo que me rodea pierde su
sentido y su valor, y ya no me queda nada por qué
seguir luchando, esforzándome; entonces miro al
cielo y la luz de Dios me ilumina de nuevo,
deshace las tinieblas que me envuelven, y doy
gracias por este don maravilloso que Él me ha
regalado y que yo he recibido con gozo y
disponibilidad; un don, un regalo que llena mi
corazón con su fuerza y su ternura.

Y es que la fe, cuando es verdadera, enriquece


infinitamente nuestro ser. Da sentido a nuestras
penas y a nuestras alegrías, a nuestros anhelos y a
nuestros proyectos, a nuestros triunfos y a
nuestros fracasos, a nuestro caminar de cada día.

La fe, cuando es verdadera, es luz que ilumina


todos los acontecimientos de nuestra historia
179
personal, y fuerza que nos anima a luchar y a
seguir adelante, aunque las circunstancias que nos
rodean sean difíciles.

La vida se vive con más entusiasmo, con más


interés, con más ganas, con más decisión, cuando
se tiene fe, cuando Dios mismo es nuestro mayor
anhelo; cuando sabemos, cuando estamos
perfectamente seguros de que Él está a nuestro
lado y nos guía y acompaña siempre, porque nos
ama con un amor infinito. Mejor aún, cuando
“entendemos” que “en Él vivimos, nos movemos y
existimos”, como dice san Pablo (Hechos de los
apóstoles 17, 28).

La fe da a nuestra vida débil y limitada,


dimensiones de eternidad. Hoy, ahora, estamos
aquí en el mundo, pero un día más o menos
cercano o lejano, esta vida que tenemos se
convertirá en una vida nueva, una vida totalmente
renovada y fortalecida, una vida eterna y feliz con
Dios, y nos sumergiremos en su bondad y en su
amor.

Cuando se tiene esto presente, es mucho más fácil


afrontar las dificultades que a diario se nos
presentan, superar los obstáculos, dar sentido a lo

180
que aparentemente no lo tiene, a lo que en sí
mismo es una contradicción de la vida.

Hazte consciente de tu fe. Cree no por inercia sino


con determinación; que la fe ilumine cada acto de
tu vida, cada palabra, cada pensamiento, cada
decisión.

Siente la presencia constante y amorosa de Dios


en ti, a tu lado, en tu corazón. Verás cómo tu vida
adquiere una dimensión nueva y más profunda;
cómo todo es muchísimo mejor para ti y para
quienes viven a tu alrededor.

Dile constantemente a Jesús: ¡Creo, Señor, pero


ayuda a mi poca fe!” (Marcos 9, 24)

181
PÁGINAS DEL EVANGELIO:

BIENAVENTURADOS LOS QUE CREEN

Tomás, uno de los doce, llamado el Mellizo, no


estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros
discípulos le decían: - Hemos visto al Señor. Pero
él les contestó: - Si no veo en sus manos la señal
de los clavos, y no meto mi dedo en el agujero de
los clavos y no meto mi mano en su costado, no
creeré.

Ocho días después, estaban otra vez sus


discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó
Jesús en medio estando las puertas cerradas y
dijo: - La paz con ustedes. Luego dice a Tomás:
- Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu
mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo
sino creyente. Tomás le contestó: - Señor mío y
Dios mío. Le dice Jesús: - Porque has visto has
creído. Dichosos los que no han visto y han creído”
(Juan 20, 24-29)

Dichosos, felices, bienaventurados, los que no


necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para
saber, que Dios, nuestro Dios, es muchísimo más
grande, muchísimo más bueno, muchísimo más
poderoso, muchísimo más amoroso que lo que
182
nosotros podemos pensar, decir, sentir, entender…
y que también es un Dios humilde, sencillo y
paciente, aunque a simple vista esto parezca
contradictorio.

Dichosos, felices, bienaventurados, los que no


necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer que
Dios, nuestro Dios, el único Dios, es un Dios
amable, sonriente, alegre… un Dios tierno,
delicado, dulce, sensible…

Dichosos, felices, bienaventurados, los que no


necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer que
Dios, nuestro Dios, hace cosas maravillosas,
inimaginables, siempre para nuestro bien; una de
estas cosas: encarnarse, hacerse hombre como
nosotros, y nacer como un niño pequeño de una
madre virgen, en la pobreza de un pesebre.

Dichosos, felices, bienaventurados, los que no


necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para
saber, que Dios, nuestro Dios, los ama - nos ama a
todos - con un amor infinito y profundo, tierno y
delicado, amor de padre y madre a la vez; y tienen
la sensibilidad necesaria para percibir este amor en
su corazón y en todos los acontecimientos de su
vida.

183
Dichosos, felices, bienaventurados, los que no
necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para
saber, que Dios, nuestro Dios, el único Dios, es el
padre del hijo pródigo, que conoce todas nuestras
flaquezas y nuestras debilidades, y que perdona
todas nuestras culpas y nuestros pecados, con un
perdón sin límites ni condiciones de ninguna clase.

Dichosos, felices, bienaventurados, los que no


necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para
saber, que Dios, nuestro Dios, es un Dios que nos
ama tanto que su amor hace que a pesar de ser
Dios, “sufra” con nuestro dolor, con nuestros
sufrimientos materiales y espirituales.

Dichosos, felices, bienaventurados, los que no


necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para
saber, que Dios, nuestro Dios, sabe sacar bienes
de los males, porque todo lo transforma con su
amor y su bondad.

Dichosos, felices, bienaventurados, los que no


necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para
saber, que Dios, nuestro Dios, el único Dios, es el
Dios de los imposibles, que realiza lo irrealizable,
que hace creíble lo increíble, que da sentido a lo
que aparentemente es absurdo; un Dios que
devuelve la vista a los ciegos, que hace oír a los

184
sordos, que hace hablar a los mudos, que resucita
a los muertos…

Dichosos, felices, bienaventurados, los que no


necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para
saber, que Dios, nuestro Dios, es el Dios de los
pequeños, de los humildes, de los pobres, de los
débiles, de los pecadores…

Dichosos, felices, bienaventurados, los que no


necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para
saber, que Dios, nuestro Dios, es el Dios de la vida,
el Dios de la alegría, el Dios de la libertad, el Dios
de la esperanza.

Dichosos, felices, bienaventurados, los que no


necesitan ver, ni necesitan tocar, para creer, para
saber, que Dios, nuestro Dios, el único Dios, es un
Dios vivo y personal, con quien podemos
establecer un diálogo de amor; un Dios a quien
podemos llamar con toda confianza: “Abbá”,
“papá”, “papito”.

185
La lámpara de la fe
necesita ser alimentada
contínuamente,
con el encuentro
de corazón a corazón
con Jesús
en la oración
y en la escucha de su Palabra.

Papa Francisco

186
A MODO DE CONCLUSIÓN:

CREER, AMAR Y ESPERAR

1. CREER

La fe es el marco de referencia y también el


fundamento de nuestro ser y de nuestro obrar
como cristianos y católicos.

Nuestra fe cristiana nos enseña que somos hijos


amados de Dios Padre, discípulos y seguidores de
Jesús y de su mensaje de salvación, templos vivos
del Espíritu Santo.

Cuando somos dóciles a la acción que Dios realiza


en nuestro corazón, por el don de la fe que Él
mismo nos regala en el Bautismo, somos capaces
de encontrarlo, de verlo y de sentirlo, en todas las
situaciones de nuestra vida y de la vida del mundo,
y también, referir a Él todas nuestras acciones.

La fe, cuando es verdadera, cuando nace en lo


más profundo de nuestro corazón, nos permite
percibir y acoger el amor infinito de Dios por
nosotros, aún en las situaciones más difíciles, y
vivir esos acontecimientos, esas circunstancias
187
negativas, de una manera distinta a como las viven
las personas que no tienen fe, o que sienten a Dios
muy lejos de su corazón.

2. AMAR

El amor es, para nosotros los creyentes, el motor


que nos mueve, la fuerza que nos impulsa, la luz
que nos guía en cada actividad que emprendemos,
y también en el trato constante con Dios, a quien
reconocemos como nuestro Padre y Señor, y con
las personas que comparten su vida con nosotros.

Benedicto XVI, en su Encíclica “Dios es Amor”, nos


dice: “Lo que nos va a salvar no son las “teologías”,
sino el amor”. No se trata de saber mucho de Dios,
de tener muchas ideas en la cabeza, de conocer
muchas verdades y poder explicarlas, sino de amar
a la manera de Dios; de parecernos a Dios en su
amor.

Y... ¿cómo ama Dios?…


Como ama Jesús que es su Hijo, su imagen, su
Palabra.

¿Y cómo ama Jesús?…


El Evangelio nos lo muestra en hechos concretos,
y nos recuerda sus palabras: “Nadie tiene mayor

188
amor que aquel que da la vida por sus amigos;
ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les
mando” (Juan 15, 13-14). El amor de Jesús es un
amor sin límites; un amor hasta el extremo.

¿Amar a quién?…
A las personas con quienes convivimos, pero de
una manera especial, amar a las personas más
desprotegidas, a las más necesitadas de la
sociedad, con quienes Jesús se identifica siempre.

Amar con amor activo y efectivo. De palabras y de


obra. Con iniciativa, con creatividad. Siempre hay
alguien cerca de nosotros que necesita que lo
amemos.

“El amor es paciente y muestra comprensión. El


amor no tiene celos, no aparenta ni se infla. No
actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se
deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra
de lo injusto sino que goza en la verdad. Perdura a
pesar de todo; lo cree todo, lo espera todo, lo
soporta todo. El amor nunca pasará.” (1 Corintios
13, 4-8)

3. ESPERAR

189
La esperanza es la certeza que tenemos de que
nuestro ser y nuestra vida están proyectados a la
eternidad, donde alcanzarán su plenitud.

Todo lo que anhelamos y buscamos aquí y ahora,


lo encontraremos un día, más o menos cercano o
lejano, en la Vida eterna con Dios, nuestro principio
y también nuestro fin.

La verdadera fe nos conduce a la esperanza; o


mejor, la fe y la esperanza van unidas, se soportan
mutuamente. Porque creemos, esperamos; y
viceversa: porque esperamos podemos afirmar que
también tenemos fe. La esperanza, podríamos
decir, comunica a nuestra fe dimensión de
eternidad.

Para los seres humanos, es absolutamente


imposible vivir sin esperanza. Y también lo es,
morir sin esperanza. La esperanza da sentido a la
vida presente y también a la muerte… y más allá
de la muerte, a la vida futura..

Dejar de esperar, dejar de tener una esperanza


viva y palpitante, es señal de muerte inminente, de
batalla perdida, de fracaso total.

190
Perder la esperanza es dejarse vencer por el
pesimismo, mientras que mantenerla, aún en las
circunstancias más difíciles, es caminar hacia un
fin claro y determinado, que se puede ver desde
lejos.

Jesús resucitado es el fundamento de nuestra fe y


también de nuestra esperanza. Su resurrección
nos muestra con toda claridad, que nuestra vida
humana, no termina, sino que se transforma, y que
esa transformación de la vida nos llevará a la
plenitud de nuestro ser en Dios.

Por eso, cree, ama y espera con todas las fuerzas


de tu corazón.

191
ORACIÓN PARA PEDIR
EL DON DE LA FE

Señor Jesús,
Hijo de Dios y Salvador de los hombres,
ilumina mi vida con tu luz
y dame la gracia de creer en ti,
con una fe siempre alegre y gozosa.

Dame, Señor,
una fe tan grande y tan profunda,
que me ayude a superar hoy y siempre,
los momentos difíciles
que todos tenemos que pasar
a lo largo de nuestra vida en el mundo.

Una fe que me permita vencer los temores


que invaden mi alma.
Una fe que destruya para siempre los miedos
que me acosan.
Una fe que dé sentido y valor
a todas y cada una de las cosas que hago,
a todas mis alegrías y todos mis sufrimientos.

Dame, Señor, una fe llena de esperanza;


una fe profunda y fuerte,
una fe valiente;
una fe siempre joven,
192
una fe que me ayude a ir adelante,
a pesar de mis debilidades y mis limitaciones.

Dame, Señor, una fe que sepa reír y cantar,


en medio del dolor y a pesar de él;
una fe capaz de hacer frente
a las adversidades y los fracasos,
con tranquilidad y buen humor.

Dame, Señor, una fe que atraiga;


una fe que motive;
una fe que entusiasme a otros a creer;
una fe viva, alegre y contagiosa.

Dame, Señor, una fe activa y creativa,


que no sea sólo de palabras,
de rezos y promesas,
sino también, y muy especialmente,
una fe de obras de amor y de justicia.

Dame, Señor, una fe perseverante,


que no retroceda ante las dificultades,
sino que, por el contrario,
crezca y se desarrolle en medio de ellas.

Dame, Señor, una fe comunicativa,


que se haga testimonio claro,
de que creer en Ti y en tu Verdad,

193
en tu Amor y tu Palabra,
es lo más grande que puede pasarnos en la vida.

Señor, yo creo, pero quiero pedirte hoy,


y todos los días de mi vida,
desde lo más profundo de mi corazón,
que aumentes mi fe y me ayudes a creer
con una fe semejante a la fe de María
Madre y modelo de todos los que creen,
por haber creído siempre
con un corazón humilde y generoso.

Dame, Señor, una fe que te busque cada día,


una fe que te encuentre,
una fe que crezca en el amor
y se realice en la entrega para siempre.
Amén.

A.M.D.G

194

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