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Teresa de Jesús

En el umbral del siglo XXI

Jesús Barrena Sánchez

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Versión electrónica

SAN PABLO 2012


(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
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ISBN: 9788428540575

Realizado por
Editorial San Pablo España
Departamento Página Web

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A los Antiguos Alumnos del
Centro Internacional Teresiano Sanjuanista –CITeS–,
que proclaman el espíritu de Teresa de Jesús
en los cinco continentes.

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Prólogo

Casi sin percatarnos de ello, nos vamos adentrando en el nuevo siglo y nuevo milenio.
Una época histórica que los tiempos venideros se encargarán de definir y caracterizar. Y
aunque no contamos nosotros con la ventaja de la visión retrospectiva, no obstante, a
cada paso el presente nos habla de lo que caracteriza nuestro mundo y nuestra sociedad.
Aun corriendo el riego de caer en «tópicos», lo cierto es que tenemos datos más que
suficientes para hacer un diagnóstico certero de lo que nos caracteriza.
Muy lejos de esta sencilla presentación queda el propósito de ofrecer un diagnóstico
completo de nuestro hoy. Sí me atrevería a insinuar que en la sociedad actual
descubrimos una serie de valores, retos y carencias que nos distinguen a los hombres y
mujeres del siglo XXI y que dan a este libro un valor de profunda actualidad. Me refiero,
por ejemplo, al reto de la promoción humana de la mujer, que, aun ocupando tantos
titulares mediáticos, sigue siendo una asignatura pendiente. Me refiero a los valores
humanos, tan «valorados» y, al mismo tiempo, tan pisoteados o falseados. Posiblemente,
nunca como en nuestro tiempo se ha hablado tanto del tema, y aún estamos lejos de un
verdadero respeto de los mismos. Me refiero a la ausencia, o a un tímido despertar, de la
búsqueda de la interioridad del hombre, de su trascendencia, de su capacidad de Dios.
No me refiero a la trascendencia de un ser acorralado por una «tradición», sino a la de
aquel que busca de una manera consciente y responsable un verdadero encuentro con lo
divino, una auténtica experiencia de Dios. Y me refiero al anhelo por construir una
Iglesia menos «institución» y más «madre», más «casa de puertas abiertas».
Lo cierto es que estas «referencias» son parte de la sustancia de este libro. Son un
deseo y una oración, tal como manifiesta el autor en el epílogo. Son también un objetivo
buscado a través de cada una de las páginas que lo componen. Y todo ello con el
convencimiento, nunca venido a menos, de que Teresa de Jesús es un paradigma de
primer orden en el umbral de esta nueva etapa de nuestra historia. De su experiencia
humana y divina tiene mucho que aprender el ser humano de hoy y de todas las épocas.
Las manos que han ido tecleando cada palabra, cada letra, son manos acostumbradas
a hojear los escritos teresianos. Casi se percibe esa «simbiosis espiritual» entre el autor y
la santa.
Y es que Jesús Barrena desborda experiencia vivida y reflexionada. No es la primera
vez, ni será la última, que se adentra en el personaje y la obra de Teresa de Jesús. Mujer
a la que conoce, admira, ama e interroga.
Si bien es cierto que el libro, en su conjunto, nos ofrece un claro dibujo de la biografía
de Teresa, no lo es menos que el intento va mucho más allá. Teresa sigue formando,
sigue educando, sigue traspasando las barreras del tiempo para enseñarnos a vivir en
plenitud nuestra historia con sus retos y deficiencias, con sus búsquedas y desengaños,
con sus altibajos. Teresa sigue estando ahí. Y tiene ciencia y experiencia humana y

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divina sobrada para ser ayuda y guía.
Es de agradecer que Jesús Barrena se haya aventurado una vez más a recrearnos la
figura y el mensaje teresiano con esa alta dosis de actualidad. El lector no quedará
defraudado. Es más, irá percibiendo cómo su vida puede verse realmente enriquecida y
orientada gracias a dos manos amigas: la de Teresa de Jesús y la de Jesús Barrena.

FRANCISCO JAVIER SANCHO FERMÍN, OCD


Director del CITeS,
Centro Internacional Teresiano Sanjuanista

Ávila, 28 de marzo de 2008


493 aniversario del nacimiento de Teresa de Jesús

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Introducción

A medida que el hombre, hijo de la cultura europea, se instala en la seguridad que le


promete el complejo desarrollo individual y social, se cuestiona, consciente o
inconscientemente, la utilidad de Dios y de los santos. Sin embargo, yo comparto la
opinión de Simone Weil que afirma que el mundo tiene necesidad de santos como una
ciudad apestada tiene necesidad de médicos.
Es Miguel de Unamuno uno de los que justifican esta utilidad, reconociendo como
hecho probado que «los místicos españoles del siglo XVI preludiaron una verdadera
reforma española, indígena y propia, que luego fue ahogada en germen por la
Inquisición»[1]. En verdad que es de agradecer el reconocimiento del protagonismo
histórico que tuvieron los místicos como presencias dinámicas que apoyaron las
tendencias personalizadoras del yo individual que inició el Renacimiento.
Parece lógico confirmar esta presencia renovadora de los místicos en España si
tenemos en cuenta que el proceso espiritual que sigue el santo comporta siempre un
progreso doble: el místico-humanizador personal, por una parte, y el socializador, por
otra, puesto que así se hace referencia a la doble dimensión de la persona: la individual y
la social. Es decir, que el santo, al tiempo que se desarrolla y madura como persona,
humaniza también a la sociedad de la que es miembro activo, y de este modo contribuye
a que se promocione al «hombre entero, que es cuerpo y alma, corazón y conciencia,
inteligencia y voluntad»[2].
Esto supuesto, ocurre que hemos contraído una deuda con los santos, porque,
entretenidos en admirar las cumbres de la santidad que alcanzaron, sin embargo, con
frecuencia hemos minusvalorado la aportación cultural y social que implicó su paso por
la tierra. Querámoslo o no, es obligado admitir que cualquier retablo de un templo
católico, muestrario bellísimo de arte, es, además, una de las páginas más elocuentes y
brillantes de la historia social y cultural de España y del mundo, ya que en él, como en
un libro abierto, se expone el recordatorio de hombres y mujeres que, con su vida
ejemplar, interesante para creyentes y no creyentes, colaboraron en la promoción
humana, social, ética y moral de los pueblos.
Sin lugar a dudas, me cuento entre los que echan de menos un santoral escrito en
clave prioritariamente histórica, que ofrezca la verdad plena que supuso el discurrir
diario de los santos por las calles y plazas de cualquier continente. Opino que no hemos
superado del todo el miedo a que el reconocimiento de sus debilidades merme la imagen
de su santidad, cuando, por el contrario, lo que más debe sorprendernos es el hecho de
contemplar cómo la gracia modeló su barro, que es el nuestro, hasta conseguir de él y
con él admirables conquistas para la humanidad.
Por mi parte, recordando una vez más a Teresa de Jesús, que es el personaje que
llenará las páginas siguientes, su historia real de mujer renacentista nos evidencia que no

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sólo no menospreció los valores terrenales, sino que, aunque optó por fijar su mirada
contemplativa en el cielo, su experiencia mística enriqueció sobremanera la morada
terrenal. Mujer segregada del quehacer social y eclesial, como todas las de su tiempo, sin
embargo su voz y su presencia fueron un grito cuyo eco aún resuena en los valles del
siglo XXI.
Paradigma de santa y escritora, el personaje de Teresa, audaz y realista, lúcida y
proféticamente innovadora, afirmó, sin menoscabo de su identidad espiritual, los valores
humanos fundamentales –antropológicos, familiares, psicopedagógicos y sociales–, que
merecen ser ofrecidos a un club más amplio de lectores, ávidos de verdades definitivas y
de certezas contundentes que les aporten la paz y el bienestar que añoran.
Personaje indiscutiblemente moderno, empeñado en la conquista de la interioridad,
Teresa de Jesús apoyó el renacer de aspectos individuales y sociales de la persona. Y es
este empeño teresiano el que justifica el objetivo que nos hemos propuesto conseguir en
estas páginas, que no es otro que el de situarnos con curiosidad en el punto de mira desde
donde nos sea posible detectar y admirar sus laderas humanas, que nos han pasado más
desapercibidas. En definitiva, admirar cómo se concilia la construcción paralela del
castillo interior y de la ciudad terrena.
Nuestro empeño, pues, no consiste en insistir en datos biográficos, sino en
recomponer la persona y el personaje con las piezas que nos ofrece Teresa la monja, la
educadora, la reformadora, y describir con ellos su perfil femenino, emocional,
relacional, de gestión, agresivo, y actualizar el admirable mensaje social de una mujer
que vio la primera luz en la encrucijada cultural renacentista europea. Y concluiremos el
trabajo esperando recibir de Teresa un rayo de luz que ayude a posicionarnos ante una de
las realidades sociales y religiosas más acuciantes del momento, el ateísmo moderno.
Con fervorosa ilusión, deseo y espero lograr que se considere a Teresa, la de Ávila, la
de Jesús, la de todos, como uno de los personajes que acertó a pronunciar una palabra
orientadora también para los hombres que pisamos los umbrales del siglo XXI.

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Perfil humano

«Si un día la perdiera


y por el mundo entero,
errante, la buscara,
no sé en qué lengua hubiera
palabras justas para
decir cómo es de espíritu y de cara»

(E. MARQUINA).

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Como es fácil advertir en el enunciado de los epígrafes, no es mi idea insistir en la
biografía de Teresa de Jesús. Contamos ya con los datos históricos suficientes para
conocer con detalle su vida familiar, el desarrollo de su adolescencia y juventud, el
ingreso en la vida monacal y su trayectoria como reformadora del Carmelo. Por el
contrario, he estimado interesante enmarcar el personaje en el clima familiar lejano y en
el ámbito cultural renacentista en los que creció y se desarrolló, destacando algunos de
los rasgos personales que más caracterizaron a la mujer y a la reformadora, y que
permanecen desconocidos para algunos lectores.

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Nieta del Toledano
El personaje que cada uno representa en el teatro de su círculo social está amasado, en
parte, por el código genético de los antepasados, por la acogida afectiva que le dispensó
el entorno familiar y por el útero cultural del ambiente social. Es un hecho evidente,
pues, que la personalidad que hemos alcanzado se nos regala en parte y en parte la
trabajamos día a día. De ahí la importancia que concedemos al esfuerzo de indagar en las
raíces de nuestra genealogía, conscientes de que en ella encontraremos parte del rescoldo
que explica el cómo somos y cómo nos comportamos.
En las biografías al uso de Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada encontramos la
información sobre sus padres, Alonso Sánchez y Beatriz de Ahumada, que ella misma
nos ofrece en las primeras páginas del libro de la Vida. Son admirables la espontaneidad
y la ternura con las que escribe, ya a sus cuarenta y tantos años, que «el tener padres
virtuosos y temerosos de Dios me bastara, con lo que el Señor me favorecía, para ser
buena»[3].
Esta escasez de datos genealógicos es la razón que me ha movido a ofrecer una
imagen históricamente un poco más amplia y más reveladora de la personalidad de
Teresa. De ahí que me haya parecido oportuno, supuesta la influencia de la raíz del árbol
en la calidad del fruto, retroceder hasta el personaje de Juan Sánchez de Toledo, el
Toledano, su abuelo paterno. Hábil comerciante, nos encontramos ante un judío
converso, judaizante, neoconverso, casado con doña Inés de Cepeda, de sangre noble,
oriunda de Tordesillas, en la provincia de Valladolid.
Sabemos que en mayo de 1485, el Tribunal de la Santa Inquisición, que había tenido
la sede algunos años en Ciudad Real, se trasladó a la ciudad de Toledo y que, fiel a la
voluntad de los Reyes Católicos, promulgó un edicto de gracia con la finalidad de
otorgar el perdón a cuantos se arrepintieran de los crímenes y delitos de herejía. Atento a
esta oportunidad, ante el dilema de convertirse al catolicismo o exiliarse de España,
arrepentido, don Juan optó por la conversión a la Iglesia católica con la clara conciencia
de que el abandono de su fe judía implicaba el rechazo de su sangre, de su pueblo y de su
raza.
En su condición posterior de judaizante, renovada su conversión a la Iglesia católica,
recibió el perdón y cumplió la pena que se le impuso de penitenciar públicamente a las
puertas de las iglesias de Toledo, participando en la procesión de los reconciliados
vistiendo el humillante sambenitillo.
En los archivos del Santo Oficio de Toledo, con fecha de 22 de junio de 1485,
quedaba constancia de que «Juan de Toledo, comerciante, hijo de Alonso Sánchez, en la
parroquia de Santa Leocadia, confesó delante de dos Señores Inquisidores haber
cometido numerosos y graves crímenes y delitos de herejía y apostasía contra nuestra
santa fe católica».

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Con ese antecedente, que en nada favorecería en Toledo sus intereses comerciales, y
con el fin de evitar durante el resto de su vida la presión social que suponía la posibilidad
de que lo señalaran como condenado por la Inquisición, aunque ya hubiera sido absuelto,
y que, al mismo tiempo, sus hijos se sintieran marcados por la deshonra del padre, es
comprensible que don Juan se sintiera forzado a tomar la decisión de cambiar su
residencia toledana por la de una ciudad más recatada como era Ávila, considerada tierra
de cantos, de santos y de caballeros que, aunque lo hicieran interesadamente, se
prestaban a colaborar en las filas del ejército real.
Obviamente, esta mudanza de residencia implicaría también un cambio radical no
sólo en el ámbito profesional del Toledano, sino también en las costumbres de la vida
familiar, que en adelante deberían mostrarse acordes con las impuestas por la profesión
de la fe católica, puesto que don Juan se vería obligado evitar por todos los medios la
sospecha sobre el proceso inquisitorial sufrido en Toledo. Pero era de esperar que el
Toledano, de reciedumbre granítica, hiciera frente victoriosamente a esta incómoda
situación social.
Efectivamente, con la sagacidad y la habilidad que caracterizaron al hábil
comerciante, consiguió el prestigio económico suficiente para que sus hijos, los hijos del
Toledano, como se les conocía en Ávila, fueran considerados como hidalgos, lo que les
facilitó matrimoniarse con familias nobles de Ávila, obviamente católicas y socialmente
consideradas «muy de bien». Esta brillante jugada del astuto abuelo no impidió, sin
embargo, que el fino tufillo de algunos abulenses los llevara a sospechar sobre el célebre
sambenitillo con el que había sido penalizado don Juan en la ciudad de Toledo.
Don Alonso, padre de Teresa, contaba unos cinco años cuando su padre se reconcilió
y aceptó definitivamente la fe católica. No es, pues, aventurado suponer y admitir que,
en esa edad, el subconsciente de aquel niño grabara las complejas situaciones familiares,
que, aunque desbordaban su capacidad para poderlas entender, sin embargo, marcaron de
alguna manera el desarrollo afectivo y relacional de su personalidad. Pero lo que también
hemos de admitir es que el pequeño Alonso, a pesar de aquel confuso maremagno de
abandonar una ciudad y marchar a otra sin percibir razón alguna, se sentía cómodo por el
hecho de sentirse feliz en medio de una familia muy unida y muy religiosa. Y esta
realidad familiar tan agradable pasó a caracterizar el perfil paterno de don Alonso,
preocupado como su padre por conseguir una familia unida y fiel a la práctica de la fe
cristiana.
Llegados a la pequeña Teresa, parece lógico concluir –aunque no sea posible conocer
en qué medida, sin embargo es comprensible– que la nieta del Toledano fuera la parcial
floración familiar, religiosa y cultural de la prehistoria de los toledanos. Si observamos
algunos detalles de su vida, advertiremos cómo la Reformadora se mostraba como una
persona ambivalente, hábil gestora, con rostro de mujer recia y, al mismo tiempo,
sorprendentemente empatizante, con alma de santa apasionada. Nosotros hoy, en
lenguaje coloquial, si la hubiéramos conocido, comentaríamos de ella que «de raza le
viene al galgo».
Para más abundancia, y también a sus pocos años, a los cinco, con su intuición de

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niña despejada, percibió que el padre y algunos de los tíos se traían un tejemaneje
premioso, empeñados en ganar el pleito de hidalguía que consiguieron el 26 de
noviembre de 1520, interpuesto en la Cancillería de Valladolid y que los excluía de ser
considerados como simples pecheros. De la noche a la mañana, se colgaron la medalla
de hijosdalgo. En algún sitio tuvo que nacer la «negocianta», ¿no?
Gracias a la lectura perspicaz de los escritos teresianos y al seguimiento detallado de
su hábil actividad, Américo Castro sospechó con intuición certera que por las venas de
aquella mujer varonil y por el alma de aquella monja tan rebelde como endiosada, que no
hacía asco a los cristianos nuevos, se deslizaba sangre judía, retoñada en Castilla.
Ignoramos, y por ello jugamos únicamente con las cartas de la sospecha, hasta qué
punto la pretensión de preservar la honra familiar con evidente escrúpulo influyó en la
decisión que tomó don Alonso, viudo de la segunda esposa, doña Beatriz, de internar a
su hija Teresa en la residencia para señoritas que ofrecía el monasterio de las Madres
Agustinas en Ávila. ¿Pretendía con tal decisión prevenir un posible desliz en el
comportamiento de su hija adolescente, que pudiera deteriorar la estima de los
hijosdalgos toledanos, afincados en Ávila? Era preferible prevenir antes que curar.
Mi opinión es que en Teresa Sánchez, primero, y en Teresa de Jesús después, están
presentes los genes y la compleja prehistoria de don Juan, el Toledano, y de sus hijos,
alguno de los cuales murió sin reconciliarse con la Iglesia. Ignoramos la fecha exacta del
fallecimiento del abuelo Juan, pero en su testamento vital reservó para su nieta la
entereza, la sagacidad, la dinamicidad y la capacidad de gestión.

Mujer de encrucijada cultural


Teresa, como una montaña que ofrece distintas perspectivas dependiendo del punto de
mira desde el que se la contemple, es un personaje que nos ofrece múltiples laderas que
merecen ser analizadas y valoradas con especial minuciosidad. La mujer, la monja, la
enferma, la fundadora, la mística, la escritora, la educadora, la innovadora social, son
rasgos que, bien informados, reclamarán la curiosidad y la atención de sectores muy
dispares de la sociedad actual, sean creyentes o no.
El 28 de marzo de 1515, nació Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada. Era el
miércoles de la semana de pasión, que precedía a la Semana Santa. Apenas había llegado
la primavera, alboreaba ya el verde de la pascua florida, preludio de la resurrección del
Señor. Don Alonso, su padre, dejó escrito en el libro de familia que «en miércoles,
veintiocho días del mes de marzo de mil quinientos y quince, nació Teresa, mi hija, a las
cinco horas de la mañana, media hora más o menos, casi amanecido». Fue bautizada en
la parroquia de san Juan, de Ávila, el día 4 de abril con el nombre de Teresa, el mismo
de la abuela y bisabuela paternas[4]. Fue su padrino don Francisco Núñez Vela[5].
En el planetario del horóscopo, Teresa se enmarca en el signo de Aries, que presagia
una personalidad viva, intuitiva, enérgica y de decisiones prontas. Líderes natos para la
empresa y perseguidores tenaces de todo cuanto abarque su interés. De expresión viva,
ella será el imán afectivo del entorno familiar, monacal, social y hasta clerical.

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Crece la pequeña en un clima familiar de notable calidad cultural para su tiempo, si
tomamos como referencia el alto índice de analfabetismo en España, que rondaba el
80%. Un dato exponencial que ella misma anota en el libro de la Vida es que su padre
«era aficionado a leer buenos libros, y así los tenía de romance para que leyesen sus
hijos»[6]. Ella misma se nos presenta como una lectora empedernida ya desde pequeña.
Con su hermano Rodrigo, mayor que ella, «se juntaba a leer vidas de santos» y «si no
tenía libro nuevo, no me parecía tenía contento». Pasión por la lectura que fomentó doña
Beatriz, su madre, mujer de «harto entendimiento», de la que la hija comenta que era
«muy aficionada a leer libros de caballerías»[7].
Al tiempo que adquiría los instrumentos de lectura y escritura, se familiarizaba
también con el mundo rural de los huertos, de las encinas, de los palomares, de los
rebaños de ganado ovino, inmersa en el ambiente de naturaleza abierta del que gozaba en
Gotarrendura, poblado cercano a la ciudad de Ávila, en el que su madre disponía de
abundantes tierras de cultivo y de una muy considerable cantidad de ganado lanar. En
Gotarrendura celebró la jovencísima Beatriz su enlace matrimonial con don Alonso y allí
le alcanzó la muerte a la joven madre.
Si del entorno familiar culto y del ambiente rural que conoció la pequeña Teresa
pasamos a considerar la revolución cultural que se fraguaba en Europa y penetraba en
España, es obvio admitir que creció a caballo entre dos grandes culturas, la medieval y la
renacentista. Mientras despedía el ocaso de la Edad media, saludaba la frescura del
humanismo renacentista, que alboreaba la modernidad, tiempo en el que tomarán cuajo
las autonomías de la razón y del poder, entra otras.
La encrucijada cultural, por muy halagüeña que se presentara frente al futuro, no
descartaba del todo la añoranza del pasado, del que los tradicionalistas más fieles
rememoraban con orgullo sobre todo el triunfo de la cristiandad, lazo espiritual que
había mantenido unido a occidente y que había inspirado la arquitectura medieval, cuyo
exponente más significativo de su marchamo religioso eran las iglesias catedrales.
Con lógica meridiana, sin embargo, al renacer cultural no le faltaban razones para
calificar de relativo oscurantismo el pasado, pues por simple evolución histórica, nunca
el obsoleto ayer puede competir con el esplendor del hoy, aunque se haga presente con
rupturas y dolores de parto. Se percibía necesario ampliar el horizonte medieval en el
que el hombre, la sociedad y la misma Iglesia conquistaran las metas que les permitieran
llegar a situaciones en las que fuera posible aspirar a una sociedad más humanizada y a
una Iglesia más evangélica.
Pues bien, en aquel tiempo de despedida y de saludo, de ocaso y de alborada, de
atardecer y de amanecer, hace su entrada una mujer cuya presencia histórica cuestionará,
por una parte, la permanencia de retazos históricos ya no justificables y, por otra, la
aceptación indiscriminada, sin más, de lo nuevo, puesto que no todo lo que reluce es oro.
La joven Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, hipotecada parcialmente al ocaso
cultural que se despedía, acabaría, sin embargo, dando paso a Teresa de Jesús, luz de
espléndida alborada que se esforzaría por descubrir a la sociedad renacentista algunos
valores permanentes, entrañados en la fe y proclamados por el evangelio.

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La nueva cultura provocaba un clima renovador que revalorizaba la capacidad
razonadora del hombre y un colectivo intelectual significativo consideró urgente que la
razón se liberara de la opresión a la que le habían sometido la tradición y el magisterio
dogmático de la Iglesia. El hombre renacentista tomaba conciencia de que la revelación
contenida en la sagrada Biblia no tenía por qué ser la fuente exclusiva del conocimiento,
del saber.
El personaje renacentista se mostraba deseoso de abandonar también su actitud
tradicional de mero adorador de la omnipotencia del creador y de comenzar a sentirse
dotado, por fin, de la capacidad suficiente para poder ser protagonista del quehacer
terrenal. Porque, de lo contrario, ¿de qué creatividad y de qué libertad podía presumir el
ciudadano si continuaba sometido al dominio absoluto de la voluntad omnipotente de un
Dios soberano y de una Iglesia, que se creía poseedora en exclusiva de la verdad?
El irreversible distanciamiento que comenzaba a producirse entre la fe y la razón, con
la consiguiente demanda autonómica para esta, era el paso previo para acceder,
posteriormente, a la autonomía del poder político, puesto que, como comenta Romano
Guardini, el acento religioso que se había puesto en el Estado y el carácter soberano que
tenía su origen en la consagración divina desaparecerán, ya que el Estado moderno
recibe el poder del pueblo.
Otra exigencia de la cultura renacentista era la autonomía de la ética, con la evidente
pretensión de renovar las normas referidas tanto al comportamiento individual como al
social que habían estado en vigor durante la Edad media. Parecía obvio que no debería
ser el criterio de la Iglesia el único que marcara la frontera entre lo verdadero y lo falso,
entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto.
Consciente, pues, de la autonomía que reclamaba la práctica de la razón, el hombre
renacentista también concedía campo de acción y competencia al quehacer de la
investigación y a los hallazgos de la ciencia. En realidad, ya se partía de un hecho
indiscutible que justificaba estas demandas a favor de la razón, porque las aportaciones
que hacían los astrólogos y astrónomos sobre el mecanismo de los astros eran más
precisas que las opiniones ofrecidas por la revelación bíblica.
A más abundancia, la tradicional veneración a la madre naturaleza, considerada como
el indicador que reflejaba el orden prefijado por Dios y que, además, nos servía de ayuda
para desvelar la existencia del mismo Dios creador, comenzó a perder protagonismo en
el momento en que la ciencia copernicana trasladaba la primacía de la tierra al sol,
porque era el que permanecía soberano y quieto en el espacio.
Como es fácil advertir, la tendencia generalizada del humanismo renacentista
pretendía, nada menos, que el tradicional teocentrismo medieval compartiera su
protagonismo con el incipiente antropocentrismo, que se declaraba enemigo intelectual
del oscurantismo y de la superstición de la Edad media, interpretados como un relativo
lastre que había retardado el proceso evolutivo del individuo hacia la plena madurez de
la persona. En definitiva, se apremiaba a que también el hombre, juntamente con Dios,
compartiera el podio del poder.
A este proceso de desteologización y de secularización renacentistas hemos de

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sumarle la dolorosa realidad de una cristiandad europea que se desintegraba debido a la
reforma auspiciada por Martín Lutero. Ruptura que influirá notablemente en la decisión
que tomó Teresa de reformar el Carmelo como medio de oponerse a tan lamentable
situación, «pues venida a saber los daños de Francia de estos luteranos y cuánto iba en
crecimiento esta desventurada secta, fatiguéme mucho, y como si yo pudiera algo,
lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal»[8].
Este es, pues, el marco europeo de renovación cultural, de rehumanización, de
demanda de nuevas autonomías éticas y políticas, de la iniciada secularización, de la
ruptura de la cristiandad en el que aparece la persona y el personaje de Teresa de Jesús.
No parece extraño que, asombrada, calificara aquella encrucijada como «tiempos
recios», pues «está ardiendo el mundo y quieren tornar a sentenciar a Cristo»[9]. ¿Cuál
será su reacción?

Rostro de amiga
Actualmente se escribe con laudable profusión sobre la «inteligencia emocional», que es
la que nos descubre y ofrece un paradigma de interrelación más humano, más eficaz y,
consecuentemente, menos estresante. Tan eficaz, que los pedagogos y los psicólogos
escolares han identificado el analfabetismo emocional como una de las causas del
analfabetismo académico y del fracaso escolar.
En realidad, es a la inteligencia emocional a la que se le encomienda nada menos
que la tarea de procurar la armonía entre la cabeza y el corazón, entre la razón y el
sentimiento, puesto que son la emoción y la razón las que, en verdad, configuran la
estructura psíquica de la persona y determinan el modo positivo o negativo del
comportamiento.
Pues bien, a propósito de esta toma de consideración y valoración de la inteligencia
emocional, es de justicia reconocer a Teresa de Jesús la importancia actual que merece
una de sus muchas desapercibidas intuiciones psicopedagógicas, que formula de un
modo tan magistral: «Que la voluntad entienda que no se negocia con Dios a fuerza de
brazos»[10], es decir, sólo con el poder de las ideas. Así pues, su novedosa aportación de
que la voluntad no sólo es la facultad que ama, sino que, a la vez, entiende, debe tenerse
en cuenta para seguir ahondando en el estudio y en la práctica de la inteligencia
emocional.
Fue su sabiduría, la que adquirió la madre Teresa por la experiencia que le
proporcionó el trato diario con las hermanas y con un cualificado entorno humano, la
que la llevó a concluir que nos acercamos a Dios no sólo con las frías razones que
emanan de la cabeza, sino también con las que proporciona el corazón. Curiosamente,
mucho tiempo después fue Blas Pascal el que aludió explícitamente en su obra Los
Pensamientos a «las razones del corazón»[11]. Y casi en nuestros días, uno de los grandes
pensadores españoles, Xavier Zubiri, escribió sorprendentemente sobre la inteligencia
sentiente.
Vemos, pues, obligado que la psicopedagogía moderna ponga sus ojos en el

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retrovisor de la historia y reconozca con admiración el valor actual de la intuición
teresiana de que «la voluntad entiende» y, en consecuencia, «que el corazón razona». Y
es la clarividencia de Teresa en cuanto a la armonía que debe regir las relaciones
humanas, la que explica el rostro de amiga que aparece en ella.
Con extraordinaria habilidad consiguió introducir el calor del sentimiento y de la
emoción en la zona fría de la razón y, al mismo tiempo, logró enfriar con la razón el
calor que le sobra a la emoción. Fue así como logró evitar la ruptura que introducen las
pasiones incontroladas en las relaciones interpersonales.
Es laudable observar la lucidez con la que aconseja a sus monjas que «guarden
mucho los sentimientos y pongan por obra los deseos»[12]. Y en carta dirigida al P.
Gracián, leemos la que podemos tomar como una bellísima descripción de la amistad,
donde, tiernamente admirada, escribe «qué cosa es entenderse un alma con otra, que ni
falta qué decir ni da cansancio»[13]. Que las personas amigas lleguen a entenderse con esta
ternura es la consecuencia de la armonía a la que contribuyen la cabeza que siente y el
corazón que razona.
El rostro de la niña, de la joven, de la monja y de la reformadora Teresa, es un rostro
de amiga, querida por todos y «la más querida de mi padre»[14]. El amor era recíproco en
aquella familia, pues «a todos quería yo con gran amor y ellos a mí»[15], aunque había
uno, Rodrigo, «al que yo más quería»[16]. Y refiriéndose a María, su hermana de padre, y
a su cuñado, Martín de Guzmán y Barrientos, escribe que «era extremo el amor que me
tenía y su marido también me amaba mucho»[17].
Efectivamente, el autocontrol, la empatía y el saber escuchar para resolver situaciones
complicadas son actitudes que nos confirman la inteligencia emocional de la madre
Teresa, siempre con mirada y gestos de amiga. En el libro de la Vida nos ofrece una
clave que nos ayuda a entender el porqué de aquella amplia red de amigos con los que
contaba siempre, y es que «a las que estaban conmigo y me trataban persuadía tanto a
esto, que se vino a entender que adonde yo estaba tenían seguras las espaldas»[18]. En su
presencia nunca se hablaba mal de nadie.
Comprendió la madre Teresa que dominar las emociones y las «ternuras» impropias
era una forma muy oportuna para evitar o moderar la expresión de los sentimientos
posteriores. Y bajando a detalles que parecen nimios en el terreno de la manifestación de
la ternura, pero que para ella no lo son, comenta a sus monjas que «hay ternuras que no
se usan en esta casa ni se han de usar, tal como decir a una hermana “mi vida”, “mi
alma”, ni otras cosas de éstas. Estas palabras regaladas déjenlas para con el Señor, pues
tantas veces al día han de estar con Él y tan a solas. Es una costumbre muy de mujeres, y
no quería yo que mis hermanas parecieren en nada sino varones fuertes»[19]. Las niñerías
no le iban a Teresa.
Cuidado, no desviemos el pensamiento de la madre Teresa. Teresa es mujer de alma
tierna, de manera que reconoce que «todo es bueno, y es necesario, en parte, mostrar
ternura en la voluntad, y aún tenerla, y sentir cualquier enfermedad o trabajo de la

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hermana»[20]. Acercarse con ternura a la hermana que sufre o se ve acosada por una
preocupación, no sólo es bueno, sino necesario y «en procurar quitar trabajo a las
hermanas y tomarlo cada una, también se muestra el amor»[21].
Expresiones como «créame que la quiero mucho», «yo me espanto de lo que la
quiero», sin desdibujar la recia figura de la madre, acentúan el rostro tierno de la amiga.
Con un cordial «a todos mis amigos y amigas mis recaudos», o «entienda que siempre
me serán recreación sus cartas», rebosante de cordialidad, da por finalizada más de una
misiva. Y un consejo permanente a las hermanas es «que nunca muestren desamor».
La dotación afectiva es uno de los rasgos que caracteriza a la madre Teresa, y es, en
mi opinión, el basamento de las otras Teresas, de la que opta por escaparse a la
Encarnación con el endeble aval del «amor servil», de la fundadora recia, de la
excepcional educadora y, sobre todo, de la amiga insobornable. El regalo de una sardina,
decía con su gracejo habitual, le era suficiente para restañar discordias, si las hubiera.
Una de tantas carmelitas que testificaron en el proceso de beatificación y
canonización de la Santa, la hermana María de la Madre de Dios, comentó que no
sabemos qué se tiene esta madre fundadora, que en hablándola quedamos tan mudados
en cosas, que no nos conocemos. Era el cuajo de la inteligencia emocional la que iba
labrando en Teresa el rostro de amiga, que sembraba la paz en la comunidad.
Abundando en la misma experiencia, la hermana María de san José Salazar dejó
constancia de que «la vio firme y constante en lo que le parecía servicio de Nuestro
Señor y con todo alcanzaba siempre lo que pretendía y de tal manera disponía para ello
las cosas, que quedaban en paz y concordia todas las personas que con ella trataban,
aunque pretendiesen muchas veces lo contrario de lo que la madre Teresa hacía»[22].
Desde este ángulo de la afectividad, aparece Teresa como la mujer dotada de una
excepcional capacidad para sentir, para comunicar, para perdonar y para amar, pues el
cañamazo sobre el que teje su personalidad es, evidentemente, el pasional. Se enamoró
de todo y de todos con la mirada siempre limpia y orientada hacia Dios. A golpes de
amor y ternura, troceaba el hielo de los celos, de las envidias, de la enemistad y de las
persecuciones. Quedan suficientes gestos y testimonios que confirman y avalan su rostro
de amiga, que recuerda a los frailes visitadores de los conventos que «hace gran
provecho ser amado de todas; a todas juntas mostrar el amor como padre»[23].
Su rostro de amiga contribuye con frecuencia a descubrir y valorar la riqueza interior
de la persona considerada amiga, porque la traslada desde el reino del olvido y del
anonimato en el que la retienen los demás a la geografía de la comunidad donde recobra
la alegría de la vida y del trabajo. Esa es la actitud que mantiene con la hermana María
de San José Salazar, que, humillada, cansada y retirada de su trabajo de priora en Sevilla,
rechaza retornar al priorato cuando se lo proponen de nuevo. Con qué calor de madre le
ruega que «déjese, mi hija, de perfecciones bobas en no querer tornar a ser priora.
¡Estamos todos deseándolo y ella con niñerías! Vuestra reverencia calle y obedezca; no
hable palabra; mire que me enojará mucho»[24].
No raras veces, la amistad une los corazones más que la sangre. Es lo que siente la

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madre Teresa en relación con doña Guiomar de Ulloa, de la que comenta a su hermano
Lorenzo que «ha más de cuatro años que tenemos más estrecha amistad que puedo tener
con hermana»[25]. Y en uno de sus viajes a Toledo, como no encontró a doña Luisa de la
Cerda en su palacio, le escribió que harto sentí soledad cuando me vi aquí sin mi señora
y mi amiga.
Cuando la madre fundadora se acercaba a visitar alguno de sus palomarcicos, en
realidad a la que esperaban las monjas no era a la Fundadora, sino a la hermana mayor, a
la amiga, que guardaba en la memoria los mínimos percances y avatares de las curiosas
historias de cada hermana. De algunas recordaba, incluso, hasta el modo de hilar, de
coser y de bordar, lo que le permite sugerir que vuestra reverencia no hile con esa
calentura, que nunca se quitará, según lo que ella bracea cuando hila y lo mucho que
hila.
Abundan fragmentos de cartas que son evidentes rasgos de su rostro de amiga.
Escribe, por ejemplo, a María de san José Salazar para decirle que «algunos membrillos
vinieron buenos, pocos; las toallas buenas. En Malagón se quedó el atún, y quede
enhorabuena. Dios se lo pague, mi hija; las patatas vinieron a tiempo, que tengo harta
mala gana de comer, y muy buenas llegaron; y las naranjas, que regocijaron a algunas
enfermas; todo lo demás es muy bueno, y los confites lo vinieron y son muchos. Hoy ha
estado aquí doña Luisa de la Cerda y le di de ellos»[26].
Es el momento de preguntarnos por el origen de este rostro de amiga de Teresa. Sin
lugar a dudas, una respuesta cierta, pero no suficiente, es que era así, de contextura
afectiva y tierna. Pero no debemos pasar por alto que esa afectividad y ternura se
alimentaron en el trato amistoso con Dios en la oración, puesto que, para ella, orar «no
es otra cosa que estar muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama», con el
«amigo bueno que es el Señor». Teresa fue amiga de Dios y muy amiga de los amigos de
Dios, porque «buen medio es para tener a Dios tratar con sus amigos»[27].
Del rostro de la madre Teresa se desprende siempre una mirada de amiga.

Corazón sin peaje


Todos conocemos personas a las que por el realce de su situación económica, política o
eclesial, nos resulta complicado acercarnos sin la consabida recomendación. Es preciso
buscar contactos, recurrir a terceras personas para conseguir que te reciban y te
escuchen. Y después, claro, como todo tiene un precio, quedas obligado a responder con
un obsequio que exprese el agradecimiento por el favor recibido. Es el peaje que
pagamos por haber logrado contactar con semejantes personalidades.
Recordemos a este propósito que Teresa de Jesús, la reformadora abulense del
Carmen Descalzo, llegó a ser un personaje admirado, escuchado, cuya presencia física
fue demandaba, incluso, por miembros de la nobleza española. Fue el caso de la duquesa
de Alba, de Ana de Mendoza y de la Cerda, familiarmente conocida como la bellísima e
intrigante princesa de Éboli y duquesa de Pastrana, de doña Luisa de la Cerda, de doña
María de Mendoza, de doña Leonor de Mascareñas y de distinguidos personajes de la

19
jerarquía eclesiástica.
Mujer excepcional que, si se remontó a las cumbres de la mística, fue por su recia
personalidad, por la exquisita sensibilidad femenina y por la fidelidad a la abundancia de
la gracia que le llegó del cielo. El doctor Rof Carballo, después de realizar un análisis
grafológico a su escritura, confirmó que lo que más impresiona en la letra de la Santa es
la intensidad de las fuerzas inconscientes que amanzanan desbordarse en ella, tanto en el
sentido de la efusión activa como en el de la represión enérgica. Contaba con un yo de
extraordinario poder y riqueza.
Otra cara de la personalidad de Teresa es la de una mujer encantadora, empatizante,
sencilla, afable, agradecida, disponible y humilde. Es esta la estimación más común de
cuantos la conocieron y trataron. Son abundantes los testimonios que lo confirman. Por
ejemplo, «que vio siempre en la madre Teresa de Jesús una sencillez y humildad muy
grande, y que siendo fundadora de todos estos monasterios, no quería considerarse
mayor en las casas donde estaba, sino que servía en el refectorio y en la cocina, guisaba
de comer y con ser muy enferma, comía de ayuno. El vestido traía roto y remendado. Era
muy afable y agradecida y trataba a todos con gran discreción y mostraba gracia, que la
tenía particular y gustaban algunas personas de hablar con ella y ella las hablaba:
Aunque sabía que hablaban mal de ella, nunca se quejada de nadie»[28].
La madre Teresa fue una mujer «amiga de toda verdad y llaneza y trataba con ella a
todas las personas dentro del monasterio y fuera, y aborrecía todo lo contrario»[29]. Y el
celebérrimo teólogo, P. Domingo Báñez, a quien el inquisidor don Francisco de Soto y
Salazar entregó el libro de la Vida para que lo leyera y censurara, comenta que «lo leyó y
lo entregó al Santo Oficio de la Inquisición en Madrid considerando que por el dicho
libro se veía que la dicha Teresa de Jesús, aunque fuese engañada, no era engañadora»[30].
En realidad, como le gustaba repetir a la Santa, sólo diré lo que sé por experiencia y que
concuerde con la doctrina que profesa la santa Iglesia.
Los interminables comentarios negativos que se hacían de ella, «los pasó con una
paciencia tan maravillosa, que a los que más la perseguían quería más, y rogaba a Dios
mucho por ellos y los disculpaba mucho, y no consentía que nadie dijese de ellos palabra
que supiese a murmuración»[31]. Es una actitud humana y espiritual que nos revela que la
seguridad que tenía de sí misma no dependía del parecer de nadie.
Como se desprende de estos testimonios, resultaba fácil acercarse a su persona,
convivir y tratar con ella, llegar a su corazón sin pagar peaje de ningún tipo, es decir, sin
sentirse obligados a devolver favor por favor, y siempre las puertas de su alma
permanecían abiertas a cualquiera que llamara a ellas. Nunca reclamó gracias ni
distinciones por su calidad de hija o de hermana, de reformadora, de priora, de
benefactora o de amiga. No era lo suyo exigir peaje por el tiempo que dedicaba a
escuchar, a orientar, a aconsejar.
La madre Teresa ofreció siempre su vida como servicio gratuito y amoroso,
aconsejando a las prioras de sus conventos renovados que «todas las necesidades se
procuraran siempre con amor de madre»[32], y que el verdadero amor no da derecho a

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cobrar ningún tipo de peajes.
Su papel de reformadora y de maestra, por el que tomó contacto con personas muy
dispares en cultura, en temperamento y en calidad espiritual, le suministró la experiencia
de que no sólo los que nos quieren, sino, incluso, quienes no comparten nuestros
pensamientos y sentimientos, nos ayudan a crecer, por lo que debemos ofrecerles
también a ellos el corazón abierto de par en par para escucharlos sin cobrarles el peaje de
las gracias o del obsequio.
Del modo como discurría la vida diaria en los monasterios que fundó, aprendió que
una de las virtudes más difíciles de practicar en la vida comunitaria era la obediencia,
porque aceptar el mandato, el consejo o la sugerencia de una priora, posiblemente poco
capacitada para desempeñar ese cometido, era una prueba no fácil de superar. Y dando
vueltas y revueltas a cómo conseguir de las hermanas una obediencia dócil y espontánea,
descubrió que el atajo para ganar su voluntad era el de mostrarles cercanía y amor,
fórmula que redactó sabiamente en las Constituciones aconsejando a las prioras que
«procuraran ser amadas para ser obedecidas»[33]. Parece que conocía la razón que dio
nuestro pedagogo Quintiliano, que «imitamos más a los que amamos».
Como último ejemplo del corazón teresiano que nunca cobraba peaje, traigo a la
memoria el episodio vivido en el poblado de Becedas, de la provincia de Ávila, con
Pedro Fernández, el cura de «harta buena calidad y entendimiento», que pastoreaba la
parroquia de modo tan poco ejemplar. Llegó la monja joven al pueblo buscando remedio
a su estado precario de salud y pronto advirtió el cura que se podía llegar al corazón de
aquella joven monja, tan «niña» y tan ejemplar, sin pagar ningún peaje de
agradecimiento. Apenas tratada en confesión, el sacerdote advirtió que había encontrado
un tesoro de alma generosa y «se aficionó a ella» con exquisita limpieza. Teresa, «a
quien le parecía bien ser agradecida y tener ley a quien la quería», terminó «por quererle
mucho y tener por cierto que está en carrera de salvación».
Por el modo espléndidamente gratuito con el que lo escuchó y aconsejó, sin esperar
peaje alguno, aquella joven y atrevida monja consiguió que el sacerdote «le declarara su
perdición» y se reconciliara con Dios, con su sacerdocio y con la parroquia de Becedas.

«Hombre varón»
A nosotros, ciudadanos del siglo XXI, nos resulta irrisorio que el modo más convincente
de enaltecer las capacidades, las cualidades y el coraje de la mujer del siglo XVI fuera el
de compararla con la presunta reciedumbre del varón. La verdad es que, supuesto que el
varón era el paradigma social del trabajador que cubría las necesidades de la familia y,
sobre todo, del soldado que participaba en las contiendas en defensa del rey, no se
contaba con otro referente más convincente.
Curiosamente, la reformadora rebelde, Teresa, cayó en la misma tentación y escribió
que «no querría yo que mis hermanas pareciesen en nada sino varones fuertes» y deseaba
que sus monjas fueran «tan varoniles que espanten a los hombres»[34]. Sin embargo, hace
alarde de entregarse como mujer a la única misión que puede optar, a la práctica de la

21
oración por los capitanes que rigen la nave de la Iglesia, con quienes «me parece que me
atreviera a ir a tierra de turcos»[35].
En verdad, Teresa podía presumir de que en las filas de sus carmelitas militaban
hermanas que podían ser consideradas como varones fuertes. Allí estaban María de San
José Salazar, Ana de Jesús, Isabel de Santo Domingo, su entrañable Ana de San
Bartolomé y tantísimas otras. Ellas exportaron el Carmelo de Teresa a Portugal, a
Francia y a Bélgica, y consiguieron ser fermento renovador del monacato entre las
religiosas y los religiosos europeos.
Esta mujer, que pisa con aire de varón invicto las tierras de Castilla y de Andalucía, es
la que se atreve a denunciar que «veo los tiempos de manera que no es razón desechar
ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres»[36]. Con la rotundidad de esta
expresión, Teresa denuncia el silencio y el olvido al que somete la cultura sexista de su
tiempo a mujeres que se distinguen por la virtud y la fortaleza que demuestran
diariamente en el ejercicio de la misión encomendada, rezar sin descanso y compartir la
cruz del Esposo.
Era el momento de que aquella Iglesia, jerárquica o laica, tan soporífera y mundana
de la que ella, sin embargo, se consideraba mimbro con orgullo, que carecía de fieles
altavoces de Dios y de testigos del evangelio, tomara conciencia de que era preciso ser
miembro militante en el ejército de Jesús. No era, pues, «tiempo de tratar con Dios
negocios de poca importancia»[37].
Jamás consentiría que la clausura monacal reformada que ella ofrecía a sus monjas
quedara reducida a un simple refugio de mujeres aburridas, sino que, por el contrario, se
presentara como una academia de militantes, pensada para pelear por Él con el arma de
la oración. De lo contrario, «¡válgame Dios!, ¿qué hacemos los religiosos en el
monasterio, para qué dejamos el mundo, a qué hemos venido?». Sí, sí, no cabe la menor
duda de que la que grita es una «mujer varón».
Cuando Roma concedió al Carmelo teresiano descalzo la posibilidad de establecer
una provincia autónoma, los carmelitas se decidieron a redactar las primeras
constituciones. Con esa oportunidad, Teresa se atrevió a sugerir algunas
recomendaciones que deberían tenerse en cuenta durante la celebración del capítulo en
Alcalá, porque «aunque le parezca a vuestra reverencia que alguna de las ocho cosas que
pongo al principio son de poca importancia, sepa que son de mucha, y así querría que no
quitasen ninguna, porque en esto de monjas puedo tener voto, porque he visto muchas
cosas por donde se viene a destruir, pareciendo de poco momento. Ni tampoco sé por
qué no ha de hablar vuestra reverencia en lo que nos toca a nosotras»[38]. Con la sincera
intención de no aparecer ante sus hermanas de comunidad como una mujer mesías, como
un varón elegido, salpica sus escritos con la expresión de que «como me veo mujer y
ruin e imposibilitada de aprovechar en nada en el servicio del Señor, encomienden a su
Majestad a esta pobrecita atrevida»[39].
Teresa es una mujer que se siente más segura en la medida en que se sabe buscadora
de la verdad y que los pesos pesados de la teología y de la espiritualidad ya se atreven a

22
avalar su experiencia espiritual. La seguridad que le proporciona el visto bueno de los
maestros y confesores, contribuye a que desaparezcan los temores que tanto la habían
desestabilizado.
Ejemplo de esta seguridad la encontramos en el momento en que personas muy
allegadas le ponen en guardia porque «andaban los tiempos recios y que podría ser me
levantasen algo y fuesen a los inquisidores; a mí esto me hizo reír y dije que de eso no
temiesen, que si pensase había para qué, yo misma iría a buscar la Inquisición»[40]. Y, de
hecho, agentes de la Inquisición la investigaron en Sevilla, denunciada y calumniada por
la excarmelita María del Corro.
Pues bien, fieles a la norma de proponer al varón como el paradigma renacentista de
la fortaleza, cuando un fraile dominico ensalzó, por fin, el coraje de la monja
reformadora, lo hizo aplicándole también a ella el mismo paradigma varonil. La
anécdota nos la trasmite el P. Domingo Báñez, «maestro en santa Teresa y catedrático de
prima en la Universidad de Salamanca». Este padre trató a la madre Teresa «por espacio
de veinte años muy familiarmente, muchos de ellos en presencia, confesándola y
aconsejándola y respondiendo a sus preguntas»[41]. Poseía, además, información directa
de la obra reformadora teresiana puesto que se halló presente en la inauguración de las
fundaciones de Medina del Campo, de Valladolid y de Alba de Tormes. Pues bien, es
este padre el que nos relata la siguiente anécdota:
«En cierta ocasión, el dominico P. Juan de Salinas, Maestro de la orden de Santo Domingo, me preguntó quién
era una tal Teresa de Jesús que me dicen que es mucho vuestra. Y me aconsejó que tuviera mucho cuidado,
pues no hay que confiar de virtud de mujeres. Vuestra paternidad, le respondí, va a Toledo y allí la verá y
experimentará que es razón de tenerla en mucho. Y así fue, pues estando en Toledo una cuaresma entera, la
comenzó a examinar, y con ser hombre que predicaba casi cada día, disponía de tiempo para confesarla.
Pasado un tiempo, encontré al dicho P. Salinas y le pregunté qué le pareció Teresa de Jesús. Y me respondió
con gran donaire que me habíais engañado, pues me decíais que era mujer y a fe mía no es sino “hombre varón
y de los muy barbados”»[42].

Como abulense, he querido titular el epígrafe «mujer varón» porque es una expresión
que me recuerda aquella otra de que «no parece mujer, sino fuerte caudillo», dirigida a
Jimena Blázquez, abulense también, que, seguida por un grupo de mujeres disfrazadas
de guerreros varones, defendió la ciudad de Ávila organizando desde el adarve de la
muralla un eficaz simulacro de defensa.
Curiosamente, fue en la gestión de la fundación del monasterio de Toledo cuando
Teresa se mostró también «hombre varón» al enfrentarse a Gómez Tello Girón, que
ejercía de gobernador de la diócesis en el período de sede vacante por ausencia del
arzobispo titular, fray Bartolomé de Carranza, que se hallaba en Roma procesado por la
Inquisición.
Supuesta la dificultad que encontró para conseguir del arzobispado la licencia
necesaria para fundar el monasterio, mantuvo un careo con Gómez Tello, que relata
comentando que «me determiné a hablar al gobernador y me fui a una iglesia que está
junto a su casa y le envié a suplicar que tuviese por bien de hablarme. Como me vi con
él, le dije que era recia cosa que hubiese mujeres que querían vivir en tanto rigor y

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perfección y encerramiento, y que los que no pasaban nada de esto, sino que se estaban
en regalos, quisiesen estorbar obras de tanto servicio de Nuestro Señor. Estas y otras
cosas le dije con una determinación grande que me daba el Señor; y de manera le movió
el corazón, que antes de que me quitase de con él, me dio la licencia»[43].
Queda, pues, evidenciado el feminismo varonil de Teresa, de la que el P. Silverio
escribe que «hasta el modo tan sincero con que cumplía sus deberes religiosos sin
respetos humanos ni exageraciones beateriles, le daba singular hechizo en aquella
sociedad. No era tímida, ni ñoña, ni mojigata»[44]. Efectivamente, la madre Teresa fue una
mujer varón de los muy barbados.

Gestora y empresaria
Hay expresiones que bastan para definir el carácter, el temperamento, las aptitudes y
hasta el coraje de que disponemos para afrontar la vida. Eso le ocurre también a Teresa
con sus expresiones espontáneas al comentar que «en no teniendo yo qué hacer, estoy
mala»[45].
A la madre Teresa le enfermaba más el ocio que cualquiera de los muchos males que
la aquejaban. Y si a esta confidencia añadimos que «yo la he visto salir muchas veces a
las fundaciones sin dinero ninguno, a lo menos lo que bastase para el camino, e iba con
tanta esperanza y alegría como si llevara consigo todos los tesoros del mundo»[46],
entonces nos encontramos ante un tipo de mujer y de monja que rompe los esquemas
habituales de cualquier empresario.
Este testimonio sería suficiente para que hoy se le concediera a la Reformadora la
distinción de una ejemplar gestora y empresaria del reino. Monja de una pieza,
convencida, optimista y peleona, se atrevió a calificar de empresa la prevista reforma del
Carmelo. Es así como se lo propone y se lo comunica a sus monjas, «ya habéis visto la
gran empresa que vais a ganar»[47]. Les deja claro desde el principio que la razón de
«encerrarse, es la de pelear por él»[48]. Eso sí, la empresa llegará a buen puerto siempre
que se cumpla la condición de que «fueran tales cuales ella las pintaba en sus deseos»[49].
Ya la joven Teresa se había caracterizado por ser una prudente calculadora al analizar
los pros y los contras antes de tomar la decisión que comprometería el futuro de su vida.
Lo había puesto de manifiesto en el modo de discernir su vocación, «batalla en la que
estuve tres meses» y en la que el criterio que manejaba para optar por el matrimonio o
por la vida monacal no fue precisamente, como ella misma indica, el amor que sentía por
Dios, sino el medio que consideraba más seguro para alcanzar la salvación eterna. Al
margen, claro, de los designios que Dios tiene sobre cada uno de nosotros, el
planteamiento salvífico que diseña la joven Teresa Sánchez refleja, indiscutiblemente,
una mentalidad empresarial y, consecuentemente, interesada.
Con la sinceridad y la espontaneidad admirable que la caracterizaron, y para que mi
adjetivación no se tome como un parecer subjetivo, escribe ella sin el menor reparo que,
en realidad, lo que decidió su vocación religiosa fue la conclusión de que de ese modo se

24
aseguraba la salvación del alma. Sus palabras no dejan lugar a duda:
«Ser monja era el estado mejor y más seguro, y así poco a poco me determiné a forzarme para tomarle con esta
razón: que los trabajos y pena de ser monja no podían ser mayor que la del purgatorio, y que yo había bien
merecido el infierno; que no era mucho estar lo que viviese como en purgatorio y que después me iría derecha
al cielo, que éste era mi deseo. Y en ese movimiento de tomar estado, más me parece me movía un temor servil
que amor»[50].

Hábil gestora y lúcida empresaria, se mantuvo siempre atenta a rentabilizar los


recursos humanos que estaban a su alcance, por ejemplo, el poder de las autoridades
civiles o eclesiásticas, la amistad de quienes podían sacarla de un atolladero legal en el
complicado trámite de algunas fundaciones o la situación económica de ciertos
mercaderes.
Los cuatrocientos noventa y tantos años que quedan atrás son distancia suficiente para
que podamos calibrar con objetividad la dificultad que entrañó el hecho de que una
mujer como Teresa, tan amordaza por la enfermedad y con medios materiales tan
precarios para desplazarse por una parte considerable de la geografía de España,
gestionara la empresa épica de renovar espiritual y materialmente el Carmelo. De hecho,
fueron contadas las personas que creyeron y apoyaron inicialmente su proyecto
reformador.
La madre Isabel de Santo Domingo, una de las carmelitas más valorada por la madre
Fundadora, es quien nos informa de que «sabe del P. maestro Medina, dominico,
catedrático de Teología en la Universidad de Salamanca, que no tenía por acertado que
dicha madre Teresa, siendo mujer, fuese fundadora de monasterios, pareciéndole que no
era cosa que había de durar». Aparecían, pues, dos serias dificultades para alcanzar el
objetivo pretendido con la reforma carmelitana, el volumen épico de la obra diseñada y
que fuera una mujer la protagonista.
El P. Medina fue uno de tantos frailes que más desconfió de las presuntas
iluminaciones de la monja Fundadora y que, sin embargo, cambió de opinión nada más
conocerla y tratarla. Se lo ganó, como decimos vulgarmente, a las primeras de cambio,
valiéndose de la estrategia que le inspiraba la privilegiada inteligencia emocional que
hemos comentado. A este propósito, recuerdo una anécdota que protagonizó y nos narra
ella misma. Sucedió que la duquesa de Alba, agradecida por una atención que la madre
Teresa le había dispensado, le hizo llegar al convento de Alba donde la madre pasaba
unos días una trucha pescada en el río Tormes. Y a Teresa, perspicaz como ella sola, se
le ocurrió la idea de que quien se comería la trucha con verdadero placer frailuno sería el
P. Medina. Y dicho y hecho, se acondicionó el regalo de manera que se mantuviera
fresca, y se la remitió al P. Medina que residía en Salamanca. Un detalle y una habilidad
que, en psicopedagogía, se conoce como caricia positiva, de la que la Reformadora era
una distinguida maestra.
La obra reformadora que llevó a cabo Teresa es un hecho de tal envergadura humana
que pone de manifiesto uno de los rasgos que mejor perfilan su rica personalidad, la
capacidad de emprender y gestionar con final feliz. Con ternura de hermana, comenta a
su hermano Lorenzo que residía en Quito, que «estoy tan negociadora, que ya sé de todo

25
con estas casas de Dios y de la Orden»[51].
La experiencia «hacía que entendiese yo bien de estas cosas»[52]. No es posible olvidar
que la exclusiva dedicación a construir las «casas de Dios y de la Orden», en las que se
viviría y se rezaría con un espíritu más evangélico, le despertó la imaginación y la
motivó para gastar totalmente su vida en el empeño.
Hay un momento especialmente interesante en la empresa teresiana. Me refiero a la
aparición del P. Jerónimo Gracián. Teresa no estuvo sobrada de personas que le
prestaran una colaboración eficaz. Juan de la Cruz, no obstante ser el hombre tan
celestial y tan divino como no había otro en Castilla, del que Teresa sentía sincera
admiración, no encontró lugar, sin embargo, en el mapa empresarial teresiano. Pareció
que su ternura extramundana no era suficiente para acometer la obra material que
implicaba la reforma del Carmelo. Aunque demostró claramente su capacidad y su valía
como arquitecto y albañil, sin embargo no iba por esos derroteros su prioridad.
Y fue entonces cuando apareció un joven carmelita, bien pertrechado con la ciencia
teológica que adquirió en la universidad de Alcalá. Era un hábil conversador y
predicador, muy cercano a los secretarios de la casa real de Felipe II y compenetrado con
los objetivos teresianos. Era el P. Jerónimo Gracián, al que la madre Teresa conoció en
Beas de Segura y el que la deslumbró de tal manera, que lo describió como «cabal en
mis ojos»[53].
Aunque la obra de las fundaciones se ha analizado y valorado desde distintas
perspectivas, mi propósito es admirar la capacidad de gestión y de administración que
exigió, puesto que a la Fundadora no le cayeron del cielo los monasterios, sino que era
preciso alquilar, comprar o construir una vivienda que fuera «a propósito» y «cabal»[54]
para residencia de las monjas. Y como la responsabilidad de la madre Reformadora nos
confirma, «nunca hasta dejar casa propia, recogida y acomodada dejara ningún
monasterio ni le he dejado»[55].
El concilio de Trento, clausurado en el 1563, había decretado aspectos muy concretos
sobre el particular, que Teresa conocía al pie de la letra. Se requería la licencia del P.
General de la Orden, entonces el P. J. Bautista Rubeo, que conoció a la madre Teresa en
el convento abulense de San José, y le concedió licencia «para que hiciese tantos
monasterios cuantos pelos tenía en la cabeza». Se precisaba también el visto bueno del P.
Provincial y el permiso del Obispo o arzobispo de la diócesis respectiva, que no siempre
fue fácil conseguir dado que se trataba de monasterios que se sustentarían con las
limosnas de los fieles, condición a la que algunas autoridades eclesiásticas y civiles no
accedían fácilmente[56].
Finalizada la burocracia de la legalidad, se procedía «a tomar una casa alquilada o
comprada», o se construía de nueva planta, dependiendo de las posibilidades
económicas. La Fundadora tenía las ideas muy claras sobre la amplitud y la arquitectura
de los nuevos monasterios, «pues muy mal me parece que con la hacienda de los pobres
se hagan las casas; no lo permita Dios, sino sea pobrecita en todo y chica»[57]. Quedaba
como ejemplo a seguir la reciente construcción del monasterio abulense de San José,

26
primero de la reforma, para el que «no curé de comprar más sitio, sino que procuré se
labrase en ella de manera que se pueda vivir, todo tosco y sin labrar, no más de cómo no
fuera dañoso a la salud, y así se ha de hacer siempre»[58].
Del mismo modo, era fundamental estar en todos los detalles que garantizaran un
ambiente saludable para las hermanas. Lo deja de manifiesto en las recomendaciones
que remite por escrito a la priora de Soria, que «no duerman ni estén en las celdas hasta
que estén muy secas; ni estén en los coros las hermanas hasta que se enladrillen y que no
se descuide de traer la fuente». Otras veces insiste en la importancia que debe darse a la
distancia del convento, que «se miren las leguas que hay» a los poblados más habitados,
porque es preciso prever los desplazamientos que tengan que hacer las hermanas y los
frailes visitadores y el modo más fácil de adquirir los alimentos.
Llevadas a buen término estas gestiones previas, la reformadora, acompañada por las
monjas que serían los miembros de la nueva comunidad, iniciaba el viaje hacia la nueva
fundación. Según la madre, «importaba que el viaje fuera breve y en secreto» para evitar
posibles contratiempos. Y que todo quedara acomodado y dispuesto durante la primera
noche para que «a la mañana siguiente amaneciera el monasterio terminado», según nos
relata el fiel capellán Julián de Ávila.
Posiblemente, este rostro gestor y empresarial de la madre Teresa nos revela algunos
rasgos de la rica personalidad de la Fundadora con los que bastantes de nosotros estamos
menos familiarizados. Cansada y agotada por los contratiempos materiales y humanos
del último viaje que había comenzado en Burgos, vino a morir en el monasterio de Alba
de Tormes con la mirada puesta en una ansiada fundación en Madrid. Pero su empresa se
daba por cerrada el 4 de octubre de 1582.

Amor de color rojo


Considero oportuno traer a la memoria el recuerdo de don Quijote, el divino alienado,
que, cuando dio por concluidos los preámbulos de sus andanzas épicas, como fue poner
nombre a su rocín, confirmarse a sí mismo caballero andante y abrillantar las armas, y se
encontró ya en condiciones de salir por los caminos a deshacer entuertos, cayó en la
cuenta de que «un caballero andante sin amores es un árbol sin hojas y sin fruto y un
cuerpo sin alma». Fruto de aquella intuición quijotesca fue el nacimiento de Dulcinea,
inspiración de sus desafueros y presunta depositaria de sus triunfos.
En realidad, y bien pensado, si no tenemos a quién amar y por quién ser amados,
vacíos de amores, ¿qué demonios pintamos en la vida? Sin alguien con quien convivir,
que, al alba, nos ayude a comprender para qué nos revestimos la vida, que nos remoce la
esperanza y nos alivie la pesadez del trabajo, ¿para qué despertarnos tan temprano? Sin
un ideal al que prestar la emoción de cada día, ¿para qué madrugar tanto?
También es verdad que el amor, como algunas rosas, tiene color rojo, que es el que
colorea la sangre y el fuego, posiblemente porque, a partes iguales, el amor es vida y
calor fervoroso. El amor verdadero es vehículo de vida, porque la transporta hasta el
tuétano de los propios huesos y porque la contagia a los entornos humanos. Y también es

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verdad que hay sangre que se transfunde y sangre que se derrama. Sangre de transfusión
y sangre de martirio. Sangre para donar sangre y sangre para valorar la razón por la que
se pierde, el amor a Dios.
Y, retornando a Teresa, que tanto supo de amor, reconocemos que su vida se amasó
con sangre y con fuego de amor, que es tanto como decir con amor de color rojo.
Convencida de eso, del color rojo del verdadero amor, le pareció oportuno comunicar a
las hermanas de San José sus experiencias amorosas con el fin de hacerles conscientes de
que, en nombre del amor divino, habían sido invitadas a ocultarse en un monasterio tan
estrecho y tan pobre.
Ocultas, pero no olvidas, para rezar amando y para amar rezando, porque, en verdad,
la oración es una práctica y un privilegio reservado a los enamorados. A los que
entienden de amor. Sólo a la persona enamorada de otra no le falta qué decir y sólo los
enamorados de Dios han aprendido a rezar. La oración es el diálogo silencioso con Dios.
De las tres virtudes que Teresa califica de «emperadoras del mundo», señala al amor
como una de ellas. Gracias a él, nos liberamos de todos los enredos y torpezas que nos
pone el demonio y nos pertrecha para pelear contra el infierno. Cuando en cierta ocasión,
su sobrina Teresita, nacida en Quito, hija de su hermano Lorenzo y monja en el
monasterio abulense de San José, preguntó a su tía cómo era posible que conciliara sus
muchas ocupaciones con la práctica diaria de la oración, la respuesta espontánea fue que
«no podía imaginar una persona enamoradísima de otra que pudiera olvidarse un
momento de ella».
Un buen día, la madre Teresa nos reveló un secreto muy bien guardado, que «después
de ver a Cristo, me quedó tan impresa su grandísima hermosura, que no veía a nadie que
en su comparación me pareciese bien». Desde entonces, enamorada por los cuatro puntos
cardinales, a todos los que conocía les ponía algún reparo.
El amor tiene color rojo, como la sangre de pequeños o definitivos martirios. Nos
referimos al amor sin trampa, sin careta, pues la vida diaria nos confirma la existencia de
amores y de amoríos. El amor sincero, el que nace en las aguas claras y generosas del
alma, es un amor que se desvive, que se desgasta y desangra por alguien, que se tiñe de
rojo en cualquier andadura.
Y, desde luego, no es lo mismo sentir hambre de amor que hambre de amar. El
hambriento de amor busca y se sacia de los amoríos con las personas que se encuentren
dispuestas a satisfacer sus apetitos, su egoísmo. Por el contrario, el que siente hambre de
amar está deseoso de ofrecer, de darse, de encontrar alguien que reciba gratuitamente su
mirada, su sonrisa, su esfuerzo, los retazos de su vida. En realidad, sólo el amor que se
desangra es amor bien aquilatado.
Comparto la idea de que «decir a alguien te amo, es tanto como decirle tú no
morirás», cuenta conmigo para liberarte de todo lo que no sea promesa futura de vida, de
todo lo que te impida crecer como persona y desarrollar las capacidades que enraízan en
el cuerpo y en el alma. Dispón de mí para animar lo que canta amor en tus entrañas,
aunque el precio de tu vida sea mi muerte. Lo demás, lo que no es pasión fervorosa y
dolor generoso, es vaporoso amorío romántico.

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Y volviendo a Teresa, que es lo nuestro, es muy fácil advertir en sus escritos la huella
del amor enrojecido, fogoso y martirial. Cuantas veces, embelesados y atraídos por su
rostro seráfico y extasiado, hemos olvidado las enfermedades que la crucificaron durante
la adolescencia, la juventud y la adultez, hasta conseguir que muriera cancerosa en el
monasterio de Alba de Tormes.
Es cierto que no le faltaron arrobamientos y transverberaciones, pero siempre venían
enmarcadas en la cruz de las adversidades, de calumnias y de abiertas persecuciones. Su
amor tuvo cara y cruz como las monedas de curso legal. La cara del arrullo del amor de
Dios y la cruz que le proporcionaban las personas en las que ella depositaba su confianza
y las que desconfiaban de la verdad con la que se tejía su vida. Viajera en carretas
destartaladas, recorrió media España acurrucada en las entrañas de las hermanas
compañeras y crucificada por la fiebre, por el calor y por el frío.
Una de tantas hermanas que la trataron, Isabel de la Cruz «ha oído decir que la madre
Teresa de Jesús padeció grandes trabajos y enfermedades y persecuciones,
particularmente de gente sierva de Dios, de religiosos y seglares que le aseguraban que
era el demonio el que animaba su oración Y en todas estas cosas la madre Teresa se
mostraba muy quieta y sosegada»[59].
¿Y qué decir de los confesores que exigían a sus penitentes que se alejasen de la
monja Teresa de Jesús si querían que les absolviesen de sus culpas? Fue el caso de doña
Guiomar de Ulloa, señora muy sierva de Dios y gran amiga suya, a quien ayudaba en los
primeros pasos de la reforma, que yéndose un día de Navidad a confesar, no la quería
absolver el confesor si no prometía que abandonaría el negocio que traía con la monja
Teresa de Jesús.
He sentido curiosidad por mostrar tres postales de su historia, que nos muestran el
escalofriante color rojo de su amor. Son estas.

Estancia en Becedas
Recordemos que, desahuciada por todos los médicos que la trataron, su padre aceptó
trasladarla a Becedas, poblado al que ya nos hemos referido, buscando el remedio para la
salud de su hija. Teresa era ya profesa en el monasterio de la Encarnación y nos dibuja
esta estampa que narra el estado de su precaria salud:
«La cura fue más recia que pedía mi complexión. A los dos meses, las medicinas me tenían casi acabada la
vida; el rigor del mal de corazón era tan recio, que algunas veces me parecía que dientes agudos me asían de él,
tanto que se temió que era rabia. Como consecuencia de la purga diaria que había tomado, se me comenzaron a
encoger los nervios con dolores tan insoportables, que no tenía ningún sosiego ni de día ni de noche».

Cuando retorna a su monasterio de la Encarnación, la diagnosticaron de todo, también


de «hética», de tuberculosis.
«Tenía la lengua hecha pedazos de mordida; por la garganta no podía pasar ni el agua; me parecía que estaba
descoyuntada, hecha un ovillo, sin poder mover ni pie ni mano ni cabeza, como si estuviera muerta; sólo un
dedo de la mano derecha podía mover. En una sábana, una hermana de un cabo y otra de otro, me meneaban.
Estuve tullida casi tres años y cuando comencé a andar a gatas, alababa a Dios»[60].

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El percance en San José de Ávila
El 24 de diciembre de 1577, víspera de la Navidad, la madre Teresa se cayó por la
escalera del monasterio de San José y se rompió el brazo izquierdo. Su entrañable Ana
de San Bartolomé comenta que «lo que esta declarante sabe y vio fue que, un día,
primero de Navidad en la noche, en esta casa de San José de Ávila, yendo al rezo de
Completas, sufrió una caída por la escalera, de que quedó el brazo izquierdo quebrado;
aunque en la cura padeció grandes dolores nunca la vio quejarse ni hacer sentimiento de
dolor, sino llevarlo con paciencia y sufrimiento; nunca más pudo mandarle ni hacer casi
nada con él con durarle como le duró toda la vida; al no poderse servir del dicho brazo,
esta testigo la ayudó a servir»[61].
Posiblemente, de esta caída que supuso la pérdida de movilidad del brazo izquierdo y
que la dejó incapacitada durante los últimos cinco años de su vida, el pueblo sencillo que
tanta devoción la profesa, tenga poca información. Imaginarse, sin embargo, a la Santa
manca, sometida, como tantas mujeres, a una incapacidad física que no mermó la
intensidad de su trabajo, redoblaría la admiración y devoción.

Su camino hacia la fundación de Burgos


Teresa contaba ya 67 años. Era el mes de enero de 1582 y moriría en octubre. Partiendo
de Ávila, invirtieron veinticinco días en llegar a la ciudad de Burgos. Cuando llegamos
«era un viernes, un día después de la Conversión de san Pablo, 26 de enero»[62].
El P. Francisco de Ribera, su primer biógrafo, recuerda detalladamente los avatares
que describe la misma Teresa:
«Desde el primer día comenzó el trabajo de esta fundación, porque fue la mayor parte del viaje agua y nieve;
de donde la comenzó a venir perlesía, que es un mal que algunas veces la apretaba, y llegaron a Medina del
Campo con harto trabajo. Allí estuvo tres días y pasó a Valladolid donde el mal le vino tan recio, que dijeron
los médicos que, si no salía luego de allí, la cargaría tal enfermedad, que no fuese posible salir tan presto. Los
días que estuvo en Valladolid estuvo harto mala y el tiempo hacía muy recio y llovía mucho. Caminando por la
orilla de un río, eran tan grandes los lodos, que fue necesario bajarse de los carros y pasarlos a pie porque
atollaban los carros. Cerca de Burgos, las monjas debían pasar por unos pontones y había tanta agua, que las
monjas se confesaron para pasar, pidieron a la madre su bendición y rezaron el credo. Déjenme pasar primero y
si me ahogare, las ruego mucho que no pasen, sino que se vuelvan a la venta»[63].

Estas tres postales, seleccionadas al azar entre miles, describen sin exageración los
contratiempos, las enfermedades y la dureza de los viajes que realizó con la finalidad de
fundar nuevos conventos del Carmelo renovado.
Las he elegido como pequeña muestra del color rojo del amor de la madre Teresa.
Desde que se enamoró ardientemente de la figura de Jesús, en ella todo fue amor
ininterrumpido, amor gozoso, amor de esposa. Pero, como sucede con el amor bien
aquilatado, amor de color rojo.

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Perfil creyente

No es una monja que sueña,


es una santa que vive

(E. MARQUINA).

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Romano Guardini escribía que sin la vertiente religiosa, la vida es como un motor que
se ha quedado sin aceite. Cuando se pone en marcha, se calienta y en cada momento que
pasa, algo se quema.
Pues bien, después de haber recalado en los rasgos que caracterizaron la personalidad
de Teresa Sánchez de Cepeda, me ha parecido oportuno hacer un esfuerzo para conocer
los distintos pasos del proceso espiritual que siguió la evolución de su fe. En cada uno de
estos pasos nos encontraremos una Teresa que experimenta la acción y la presencia de
Dios de un modo especial.
Trato de recorrer el camino espiritual que se inició en Teresa Sánchez y concluyó en
Teresa de Jesús.
Esta es la razón que me ha dado pie para distinguir en el proceso espiritual diferentes
«Dioses» que corresponden a diferentes «Teresas».

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Mujer para la trascendencia
En la lectura de los escritos de Rabindranath Tagore, he admirado por igual la hondura
de su experiencia religiosa como la belleza con que la expresa en doce palabras: «Yo vi
en el suelo de mi vida las pisadas de Dios»[64]. Y es que no sólo sintió el paso de Dios por
el suelo de su vida, sino que lo vivió de manera inefable. Recordemos que aunque el
poeta místico no fue miembro de la comunidad católica, sin embargo, admiró tanto a
Jesucristo, que le mostró su disconformidad por no haber nacido en su tierra, en la India.
Y si en lugar de acudir a la metáfora del suelo para recordar la presencia a Dios en el
hombre, poetizamos con la del cielo, León Felipe nos confidencia que «hay alas para
todos», y que «para cada hombre gurda un rayo nuevo de luz el sol y un camino virgen
Dios. Los pájaros me prestan sus alas, el sol me ilumina con su luz y Dios me abre un
camino para acercarme a él».
José Ortega y Gasset, de talante aconfesional, pero profundamente religioso, aunque
no se atrevió a poner rostro ni nombre a Dios, nos ha redactado uno de los panegíricos
más definitivos sobre la naturaleza religiosa del hombre, convencido de que «al
encarnarse Dios, la categoría del hombre se eleva a un precio inconmensurable y si Dios
se hizo hombre, hombre es lo más que se puede ser en la tierra»[65].
Obviamente, en la jerarquía de los seres terrenales, el que enarbola la bandera de la
dignidad es el hombre, cuyo paradigma es el mismo Jesús, al que el autor citado lo
describe como «el mayor esfuerzo que ha hecho Dios para definir al hombre».
Desconozco si Ortega y Gasset gateó por el hombre hasta llegar a Dios o descendió
desde Dios hasta llegar al hombre, no importa, el caso es que «todo hombre que piense
que la vida es una cosa seria, es un hombre profundamente religioso», nos comenta.
En la misma línea de afirmar la trascendencia y el sentimiento religioso del hombre,
con la misma perspectiva antropológica que los autores citados, pero con más
contundencia, Américo Castro reconoce, nada menos, que «la experiencia religiosa es un
aspecto, no un postizo, de la totalidad del vivir humano. Y por paradójico que a primera
vista parezca, el fenómeno místico no puede explicarse sino como un rasgo de la
inquietud individualista de la época renaciente»[66].
Le he agradecido a Américo Castro haberme encontrado en su texto con el término
«postizo», sinónimo del vulgar «pegote», porque, con sospecha bien fundada, lo tomó de
los escritos de Teresa de Jesús. Lo importante de todo ello, sin embargo, es que el
hombre es por naturaleza un ser religioso. Y que la experiencia religiosa, elevada a
vivencia mística, influyó históricamente en el proceso ascendente de personalización que
comienza en el individuo medieval y conduce hasta cuajar en el estado justo de persona.
Un hecho, pues, que nos deja claro la experiencia diaria es que, aunque podemos
integrarnos o no en una comunidad de fe y considerarnos sus miembros, lo cierto es que
en la misma entraña de la persona bulle el sentimiento común de que «una mano
poderosa» sostiene nuestra vida. Mano poderosa que a Miguel de Unamuno le hacía
exclamar en su Don Quijote y Sancho, como ya hemos anotado, «Señor, que me tiras

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con un tirón infinito».
Para los autores aludidos y para quienes creemos, además, en la autenticidad de la
palabra revelada que contiene la Sagrada Biblia, el profeta Jeremías escribió que «Dios
sembró en Israel y en Judá simiente de hombres y de animales». A este Dios, divino
agricultor que deposita la semilla humana y animal en los surcos vírgenes de la tierra,
unos lo percibimos como el Ser que nos regala el ser, como la sombra que nos alivia el
cansancio, como el pan que sacia nuestra hambre, como la pupila que llena de luz
nuestros ojos, y otros lo sienten como la mano poderosa que reclama su debilidad.
Esto supuesto, y llegados a Teresa, es evidente que por la educación religiosa familiar
recibida en la infancia, aparece en ella una mujer flechada hacia el más allá, hacia la
trascendencia. Siempre, en la niñez, en la adolescencia y en la juventud, su mirada se
orientó tan instintivamente hacia el cielo que, sin la presencia de Dios, su vida hubiera
discurrido como el hueco de una flauta, como una choza deshabitada, como una pregunta
sin respuesta, como un grito sin eco. No creáis, hijas, que estamos huecas en lo interior,
les comentaba a sus hermanas del convento de San José, el primero de su reforma.
Es indiscutible que sin la cercanía de Dios a Teresa y de Teresa a Dios, ahora no nos
sorprenderíamos escribiendo ni leyendo estas líneas sobre Teresa Sánchez de Cepeda y
sobre Teresa de Jesús. Su íntimo sentimiento de trascendencia explica que las aparentes
ausencias temporales de Dios las viviera con tan dolorosa desgarradura del alma. Le
duele no sentir la presencia de Dios porque él era el eje alrededor del cual giraba su vida,
que se tejía en el telar de Dios de la mano de María.
Como anécdota que explicita la preocupación que sentía por el tema de Dios, nos
relata que un día, durante su estancia en el internado de las madres Agustinas de Ávila,
la madre María de Briceño, que fue su santa tutora, la invitó a su celda para conversar
sobre la vida que llevaban las monjas en el convento. Y le comentó la razón por la que
ella había decido ingresar en el monasterio, que fue la de leer con temblor en el
evangelio de san Mateo que «muchos son los llamados y pocos los escogidos».
En el alma de la adolescente Teresa quedó tan grabado para el resto de sus días el
recuerdo de aquel encuentro, que, muchos años después, cuando lo relata en el libro de la
Vida, el comentario que hace de la madre Briceño es tan lapidario y tan significativo
como este: «Qué bien hablaba de Dios porque era muy discreta y santa»[67]. De ella
misma nos referirá que «de oír hablar de Dios o de hablar de él, casi nunca me
cansaba»[68].
Teresa, pues, nos deja claro que fue una mujer flechada hacia la trascendencia,
consciente de que «Dios nos acompaña dándonos vida y ser»[69], expresión que parece un
calco de la de san Agustín: «Ego non essem, nisi esses in me»[70] («yo no existiría, si tú
no estuvieras en mí»[71]).
Como una madre gestante que percibe el movimiento del hijo que inicia la vida en sus
entrañas, Teresa siente, desde pequeña, que algo se mueve dentro de ella que rebasa la
carne y la sangre. Siglos antes que R. Tagore, escribió el mismo sentimiento con otros
términos, que «yo vi en el suelo de mi vida las pisadas de Dios».

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Los dioses de Teresa
Tanto el proceso biopsicológico que sigue la madurez personal como el desarrollo de la
vida espiritual en el alma se ven sometidos a seguir un ritmo que es el que condiciona el
avance personal. Como ocurre en la sementera, el proceso espiritual evolutivo obedece
también a unos plazos temporales, aunque Dios, como afirma Teresa, puede prescindir
de ellos.
Como ya hemos indicado, en el libro de la Vida la madre Teresa adelanta y advierte
que nadie se sorprenda de que ni la presencia ni la vivencia de Dios en el alma se
negocia a fuerza de brazos. Es decir, que no es la inteligencia la que, valiéndose de sus
razones, acuerda con Dios el momento de su llegada al alma y el modo de presencia y de
permanencia. No. Al Dios Padre no le descubrimos ni nos acercamos a él a fuerza de
pensar y discurrir.
Es, pues, la curiosidad de describir el ritmo personal que sigue el desarrollo espiritual
el alma de Teresa la que me autoriza a sugerir el tema de los «Dioses». La finalidad no
es otra que la de reflexionar sobre los distintos estadios o fases por los que ascendió su
alma hasta vivenciar a Dios en las honduras del matrimonio espiritual. Del mismo modo
que el bebé descubre e identifica poco a poco los rostros y el amor materno y paterno, así
el alma, con la colaboración indispensable de la gracia, descubre y vivencia la presencia
divina en ella.
Las cinco Teresas a las que aludiré –la pequeña ermitaña, la adolescente, Teresa
Sánchez, Teresa de Jesús y la madre Teresa–, secuencian, en mi opinión, las cinco fases
o estadios por los que discurrió su acercamiento a Dios. Acudiendo a su metáfora del
gusano de seda que, aunque a primera vista, es «una cosa tan sin razón», pero que su
lenta metamorfosis le transformará en bella mariposa, así el alma, por analogía, pasará
de considerarse ruin, a convertirse en un frondoso vergel en el que el Señor gozará del
aroma de las flores, que son las virtudes.
Si el ser del gusano no permanece fijo en la misma fase, ocupado siempre en buscar
comida en las hojas del moral y en tejer la seda, sino que está genéticamente
determinado a que se transforme en mariposa, el alma saborea también la esperanza de
que la abundancia del amor de Dios la transforme en su esposa.
Igual que el gusano encuentra la muerte en el mismo capullo que labró, y esa muerte
le posibilita el estreno de las alas que le posibiliten el vuelo de mariposa, el alma de la
pequeña Teresa, a ritmo lento a veces y a veces de vértigo, desarrollará las alas que le
permitan emprender el vuelo definitivo hasta la morada de Dios.
Siempre en mi opinión, los rasgos que identifican los distintos «Dioses» que
confirman la evolución espiritual de Teresa, son el de creador, el de retribuidor de los
méritos contraídos, el de padre, el de esposo y el de habitante en el prójimo,
especialmente en los más desvalidos.

El Dios de la pequeña ermitaña


Parece evidente que la experiencia tanto emocional como espiritual que la niña Teresa

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recibió en la familia, se mostraran decisivas en su evolución religiosa, puesto que
sabemos que los niños aprenden a interpretar el entorno próximo y el mundo, en general,
según el filtro doméstico que les ofrecen los padres.
La madre Teresa de Jesús dirige la mirada al retrovisor del tiempo cuando toma la
pluma para escribir el libro de la Vida y recuerda el hogar paterno como el espacio que le
proporcionó un tiempo feliz. De su padre don Alonso nos comenta que «era hombre de
mucha caridad», y de su madre doña Beatriz que era una «mujer apacible y de harto
entendimiento, que tenía muchas virtudes y que ponía gran cuidado de poner a los hijos
en ser devotos de nuestra Señora»[72].
En aquella casa grande y llena de hijos, tres hermanas y nueve hermanos, de cuyos
«padres virtuosos y temerosos de Dios» afirma «que le hubieran bastado para ser
buena», había tiempo para jugar, aprender, rezar y leer un poco de todo, libros de
caballería y la «vida de los santos». Y como el Flos sanctorum describía los martirios
que por Dios pasaban las santas, «me parecía que compraban muy barato el ir a gozar de
Dios y deseaba yo mucho morir así, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por
gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el cielo»[73].
Esto del martirio y de la baratura del cielo, le daban mucho que pensar, pues en un
santiamén te encontrabas de patitas en él. Desde pequeña, Teresa fue consciente de las
buenas inclinaciones que el Señor le había dado y relata con admirable ternura cómo con
su hermano Rodrigo, cuatro años mayor que ella, «ordenaban ser ermitaños, y en una
huerta que había en casa procuraban, como podían, hacer ermitas poniendo unas
piedrecitas que luego se les caían»[74].
Es curioso y admirable imaginar a los dos pequeños ermitaños «estar muchos ratos
tratando de esto, de lo barato que compraban el cielo los mártires, y gustar decir muchas
veces para siempre, siempre, siempre»[75]. Es lógico, pues, sospechar que el lento goteo
de este mantra, ¡para siempre, siempre, siempre!, contribuyó a formar en los dos
hermanillos, sobre todo en la niña, las estalactitas de unas arraigadas certezas y de
profundos sentimientos que, inconscientemente, determinarían lentamente el rumbo
religioso de su vida. No era para menos. ¡El cielo y el infierno eternos!
La consecuencia de aquellos devaneos de comprar el cielo a precio de saldo, que, sin
embargo, les procuraba una felicidad eterna, fue la esperable en una imaginación
desbordada como la de la niña. Se sentía movida a tomar alguna decisión coherente con
la oferta de eternidad que se le hacía. Y después de mucho insistir, la pequeña logró
convencer a Rodrigo para que se marcharan a tierra de moros con el fin de que los
«descabezasen», porque «buen trueco sería acabar presto con todo y gozar de la hartura
perdurable»[76]. Pues dicho y hecho.
No encontraron dificultad especial, sobre todo Teresa, en los preparativos que
requería la empresa. Se alimentarían pidiendo limosna como pequeños mendigos,
caminarían bien orientados hacia ningún sitio, es decir, hacia la «tierra de moros», que
ignoramos dónde la habían ubicado, y, al llegar, les estarían esperando los cortacabezas,
que, en un abrir y cerrar de ojos, les abrirían las puertas del cielo para siempre, siempre,

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siempre. ¡Y ya está! ¡Todo era tan sencillo!
Así pues, una mañana, tempranito, los dos ermitaños, saboreando la esperanza del
martirio, salieron de casa, atravesaron la puerta de la muralla que abre al río Adaja,
cruzaron el puente, el puente viejo de hoy, y nadie sabe a ciencia cierta qué derrotero
siguieron, el de la izquierda o el de la derecha. Posiblemente hacia Salamanca. No es
fácil entrar a leer el mapa que habían dibujado en su imaginación.
Parece que la aventura finalizó cuando apenas habían recorrido dos kilómetros, pues
un tío suyo los frustró el viaje y los devolvió a la realidad, a su casa. Sin embargo, y esto
es lo que importa recalcar en la evolución de la historia espiritual de Teresa, el
sentimiento del «para siempre, siempre, siempre», quedó tan grabado en su alma, que le
sirvió para afrontar con optimismo las dificultades que entrañaría su vida, que, en
definitiva, no se prolongaría más que lo que ocurre con «una mala noche en una mala
posada».
Aunque la pequeña Teresa no pudo finalizar el camino que la conduciría al cielo
desde la «tierra de moros», sin embargo, la consecuencia palpable de aquellas lecturas y
reflexiones infantiles fue que «me quedó en esta niñez impreso el camino de la verdad»,
camino que en adelante nada ni nadie le podría impedir seguir. Y, ya mayor, la madre
Teresa se referirá a esta verdad en el libro de la Vida y la calificará como «la verdad de
cuando era niña». Más aún, nos desvelará su contenido, «que todo es nada, la vanidad
del mundo y como se acaba en breve y a temer, si me hubiera muerto, cómo me iba al
infierno»[77].
Este es, en mi opinión, el Dios de la pequeña ermitaña, el Dios generoso y pródigo
que nos ofrece una eternidad feliz a bajo precio. No buscaba a Dios «por el amor que yo
entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haber en el
cielo». Está presente ya en ella la mujer «negociadora» y la «baratona», como se
describirá ella misma.

El Dios de la adolescente y joven Teresa


Para seguir la evolución del proceso religioso que se produce en la adolescencia y en la
juventud hasta su ingreso en el convento, conviene recordar uno de los acontecimientos
familiares que más la impactaron en su adolescencia, la muerte de su ejemplar madre
Beatriz, fallecida a la edad de 33 años y que dejaba diez hijos más los dos del primer
matrimonio que había contraído don Alonso.
Escribe que «me acuerdo que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años,
poco menos». Como tantas veces, Teresa no es exacta al marcar las fechas, pues eran 14
los años que contaba entonces. Toda una adolescente capaz ya de «entender lo que había
perdido», la madre cercana y entrañable a cuya sombra también había crecido, como
había sucedido en Nazaret, en edad, en ciencia y en religiosidad.
Esta situación de orfandad la «afligió» tanto que «me fui a una imagen de nuestra
Señora y la supliqué con muchas lágrimas que fuera mi madre y aunque se hizo con
simpleza, me ha valido»[78]. Esta decisión que tomó la adolescente nos viene a confirmar

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en lo que anteriormente nos había confidenciado de su madre, que «había cuidado poner
a los hijos en ser devotos de nuestra Señora».
Es, pues, interesante acentuar que en este momento de cordial ternura, aparece el Dios
de la adolescente con rostro de madre, como era lógico, pues percibía que el despertar a
sí misma y a su entorno social demandaba con fuerza un cobijo materno, que acogiera
los secretos que comenzaban a bullir en su intimidad femenina, comunicables sólo a una
madre atenta y receptiva.
Su edad de 14 años coincide, obviamente, con el momento sorprendente de la «edad
del pavo», con la floración afectiva y emocional que el acontecimiento adolescente
comporta. Momento que vivió a fondo, descubriéndose atractiva, guapa, simpática y
comunicativa. Prueba de ello es el gracejo y la espontaneidad con la que se autobiografía
contándonos que «comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho
cuidado de manos y cabello, y olores y todas las vanidades que en esto podía tener, que
eran hartas, por ser muy curiosa»[79].
Curiosa y vanidosa, la adolescente estaba pendiente de que admiraran su manicura, su
peinado y sus perfumes. Y ya de mayor, cuando la madre Teresa redacte su mundillo
adolescente en el libro de la Vida, recordará que «la curiosidad de demasiada limpieza
me duró muchos años»[80]. En realidad, le duró siempre, pues sabemos que, ya religiosa,
aunque tenía a gala vestir un hábito «cosido y remendado», como le comenta por carta a
su hermano Lorenzo, sin embargo, la limpieza del mismo y su porte fino, bastaban para
transformar la austeridad en elegancia. Con qué ironía comentaba a las hermanas que
una monja mal tocada, descuidada, era como una mujer mal casada.
Sus hermanos y la pandilla de los primos percibieron muy pronto el encanto y la
simpatía de la adolescente. No obstante, la explicable euforia de la coquetería no le duró
mucho tiempo, pues «no me parece había tres meses que andaba en estas vanidades,
cuando me llevaron a un monasterio que había en este lugar adonde se criaban personas
semejantes, aunque no tan ruines en costumbres como yo»[81]. Y sospechó, además, la
razón de su padre para ingresarla en el internado, la del miedo que le causaba imaginar
que su hija, tan querida y tan admirada por los primos y amigos, pudiera empañar su
honra de hidalgo, aunque ella «no dejaba de tener gran temor de Dios cuando le ofendía
y procuraba confesarme con brevedad».
La Teresa adolescente, como les ocurre a todos los de su edad, había descuidado ya
un poquito las prácticas religiosas, hasta el punto de que ella misma se extrañaba de ser
capaz de leer la pasión sin derramar ni una lágrima. Era el precio que comenzó a pagar
por su situación de orfandad, desamparada como se encontraba del apoyo materno, y,
por otra parte, por el lógico deslumbramiento emocional que acompaña a la
adolescencia.
En mi opinión, el ingreso en el internado de las Madres Agustinas fue el paso
fronterizo que marcará el tránsito del Dios de la pequeña ermitaña al Dios de la
adolescente y de la joven, porque supuso un tiempo muy propicio para reflexionar sobre
el futuro de su vida.
El mundillo de alegre frescura adolescente que había comenzado a disfrutar en el

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entorno familiar de hermanos y primos, y el contraste radical que le ofrecían aquellas
monjas sacrificadas, alejadas de los placeres del mundo, contribuyeron, sin la menor
duda, a que Teresa comenzase a pensar sobre el futuro de su vida. Había que elegir entre
las dos únicas opciones: el matrimonio o la vida religiosa.
De momento, se sentía «enemiguísima de ser monja, aunque le llamaba la atención
ver tan buenas hermanas»[82]. Sin embargo, el paso de enfrentarse seriamente con el
futuro de su vida estaba dado con la responsabilidad esperada de una adolescente. Nos
confía que «comencé a rezar muchas oraciones vocales y a procurar con todas que me
encomendasen a Dios, que me diese el estado en que le había de servir, pero que no
fuese el de monja, aunque también temía el casarme»[83].
Nos encontramos asistiendo al asombroso espectáculo del nacimiento del nuevo Dios
teresiano, engendrado en el momento preciso y precioso de la adolescencia, que es el
tiempo más propicio para una adecuada sementera. Tiempo para soñar, para despertar
ideales nobles, para iniciar la elección no sólo de lo que haremos en la vida y con la vida,
sino, sobre todo, de lo que seremos en ella.
Y como vivía bajo la impresión de que «andaba Su Majestad mirando y remirando
por dónde me podía tornar a Sí, volvieron los deseos de las cosas eternas y a quitar algo
la gran enemistad que tenía con ser monja, pues los buenos pensamientos de ser monja
me venían algunas veces y al cabo del tiempo que estuve aquí, en el internado, ya tenía
más amistad de ser monja»[84]. Es el Dios que la trabajaba en silencio, pero sin descanso,
y esto lo percibe ella. Pasados algunos meses en el internado de las Madres Agustinas,
una inoportuna enfermedad, si Dios no estuviera por medio, aconsejó al padre que la
retornara a casa. Y cuando la encontraron repuesta y recuperada, «me llevaron en casa de
mi hermana, que residía en una aldea, para verla, que era extremo el amor que me
tenía»[85]. De camino hacia Castellanos, encontró a su tío Pedro, que vivía en Hortigosa,
viudo de doña Catalina del Águila. Era una persona «avisada y de grandes virtudes, a
quien también andaba el Señor disponiendo para sí»[86]. La madre Teresa interpretará
después este encuentro como «los términos por los que andaba su Majestad
disponiéndome para el estado en que se quiso servir de mí, que me forzó a que me
hiciese fuerza»[87].
Y así fue, pues durante los días que estuvo haciendo compañía a su tío, «amiga ya de
buenos libros, me dio uno que se llama Tercer Abecedario, que trata de enseñar oración
de recogimiento y me holgué mucho con él y me determiné a seguir aquel camino con
todas mis fuerzas»[88]. Acertó a leer también Las Epístolas de san Jerónimo, que «me
animaban de suerte que me determiné a decir a mi padre mi deseo de ser religiosa, que
casi era como tomar el hábito»[89].
No fue una reflexión fácil ni cómoda el discernimiento vocacional, pues «en esta
batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma con esta razón, que los trabajos y pena
de ser monja no podía ser mayor que la del purgatorio; que no era mucho estar lo que
viniere como en purgatorio y que después me iría al cielo, que esto era mi deseo. A esto
me defendía con los trabajos que Cristo pasó, pues no era mucho que yo pasare algunos

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por él»[90]. Es ya la joven Teresa, la calculadora, la empresaria de la que ya comentamos
en páginas anteriores.
Era esta una reflexión vocacional que la convencía, pero no la emocionaba, pues no
descartaba «el trato con quien por vía de casamiento me parecía podía acabar en bien, y
informada de con quien me confesaba y de otras personas, me decían que no iba contra
Dios»[91].
Como iba teniendo relativamente claro que Dios llevaba su vida en la palma de la
mano y que lo importante era asegurar la salvación eterna, «más miraba al remedio de mi
alma, que del descanso ningún caso hacía de él»[92]. Con este convencimiento y
determinación, el 2 de noviembre de 1535, «muy de mañana», acompañada de uno de
sus hermanos, Antonio o Juan, salió de casa hacia el monasterio de la Encarnación. Y
«como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes, era todo
haciéndome una fuerza tan grande, que si el Señor no me ayudara, no bastaran mis
consideraciones para ir adelante. Aquí me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse
por obra»[93].
Y la joven Teresa que, a sus veinte años, dio por finalizado el duelo que mantuvo con
Dios, se marchó movida «por una luz de parecerme todo de poca estima lo que se acaba,
y de mucho precio los bienes que se pueden ganar con ello, pues son eternos»[94].
Este es el Dios que vivencia la adolescente y la joven Teresa, el que premia y paga
con moneda eterna. El que le enseñó lo más difícil de aprender en la vida, qué puente
hay que cruzar y qué puente hay que quemar. El que, si cuida de los pájaros del cielo y
de los lirios del campo, también vigila y acompaña paternalmente el discurrir del
acontecer diario de la vida de cada uno de nosotros. El Dios «que la forzó a que se
hiciera fuerza»[95].

El Dios de Teresa Sánchez


Teresa Sánchez, que había tomado el hábito el 3 de noviembre de 1536, celebró su
profesión el 5 de noviembre de 1537, a los 22 años de edad; se acordaba «del contento
con que la hice»[96]. Como respuesta a su generosidad, el Dios que se comenzaba a
manifestar y a revelar a Teresa Sánchez era ya el Dios revelado por su hijo Jesús, el
Padre.
Con la ternura de una joven que ha descubierto el que considera el amor de su vida, la
monja Teresa de Jesús nos comunica las muestras de cariño que le dispensa el Señor, las
joyas, como ella las califica, «éstas son las joyas que comenzaba a recibir, conocimiento
de la grandeza de Dios, propio conocimiento y humildad y tener en muy poco las cosas
de la tierra»[97].
Con qué gozo nos comunicaba que se encontraba muy contenta en el monasterio
porque «en tomando el hábito, me dio el Señor a entender cómo favorece a los que se
hacen fuerza para servirle. Y mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima
ternura. Me daban deleite todas las cosas de la religión, aunque andaba algunas veces

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barriendo en horas que yo solía ocupar en mi regalo y gala»[98].
Me queda claro que este nuevo estadio espiritual de Teresa Sánchez fue para Dios un
tiempo de misericordia y de sementera esperanzada, tiempo en el que a la monja de la
Encarnación se le revelaría un nuevo rostro de Dios, el de Dios Padre. Hasta ahora,
siempre había tenido conciencia de que él era el Ser que llenaba los espacios físicos de
su cuerpo y las moradas de su alma, por ello su deseo era ponerse de parte de Dios para
que nadie le ofendiera. Ahora, sin embargo, gozaba también del sentimiento de que en el
fondo de su alma aparecían las pisadas inequívocas de Dios Padre.
Lejos quedaba ya su prisa por comprar barato el cielo y asegurar así una felicidad
eterna. Y no menos lejos veía la pérdida de tiempo que había supuesto el hecho de haber
condescendido a satisfacer los vanos caprichos de su adolescencia, ilusionada por
decorar y maquillar su cuerpo adolescente, pues todo «se había ido en cuidar la grosería
del engaste o en la cerca de este castillo, que son estos cuerpos»[99].
Aunque en la Encarnación se mostró como una joven contenta, lúcida, apasionada y
con deseos de servir y ayudar a todas las hermanas, sin embargo, «la mudanza de la vida
y de los manjares, me hizo daño a la salud, pues aunque el contento era mucho, no bastó
y pasé el primer año con harta mala salud. Y era el mal tan grave que casi me privaba el
sentido siempre, y algunas veces del todo quedaba sin él»[100]. Pero Teresa enfrentaba
aquellos sinsabores fortalecida con una desacostumbrada presencia de Dios que
fortalecía su espíritu.
Poco a poco, en un proceso lento de acercamiento a Dios Padre, la monja Teresa
advirtió que, sin dejar de mirar a lo alto, podía dirigir la mirada a su interior donde ya se
descubría y se percibía ella misma como morada de Dios. Ya no veía obligado perder la
vida corporal en el martirio y salir de sí misma para ascender al cielo y encontrarse con
Dios, puesto que lo descubría más íntimo y más cerca de lo que podía imaginar. Se le
estaba revelando como el inquilino que cohabitaba y convivía su alma, ya que esta no es
otra cosa que «el aposento donde un rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de
todos los bienes se deleita, pues el alma del justo es un paraíso adonde dice él tiene sus
deleites»[101].
Desde el principio, la figura de Jesucristo sufriente le imantó tanto el alma, que
«procuraba lo más que podía traerle dentro de mí presente, y ésta era mi oración,
representándole en mi interior»[102]. En adelante, pues, la dedicación ilusionante de Teresa
Sánchez será la de descubrir un Dios más cercano, el Dios Padre, que nos dio a su Hijo
como amor de misericordia y de perdón, que se hizo uno de los nuestros.
De ahí que se preguntase extrañada «si no será pequeña lástima y confusión que por
nuestra culpa no nos entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos. No
procuramos saber qué cosa somos y pocas veces consideramos quién está dentro en esta
alma»[103]. Estas eran sus preocupaciones espirituales prioritarias y el programa al que
pretendería responder ella misma para avanzar en el verdadero conocimiento y en la
honda vivencia de Dios, del que aún le restaba mucho por saber.
Decía que estos interrogantes son el temario del programa que irá contestando Teresa

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Sánchez según el ritmo que le marque el mismo Dios Padre, el Maestro, pues, de
entrada, le era muy consolador «saber que es posible comunicarse con un tan gran Dios
en este destierro»[104]. Pero, ¿cuál sería el modo más expeditivo para que el alma consiga
este tipo de comunicación? Y apunta un doble camino, el de que nos conozcamos más a
nosotros mismos y el de tomar contacto directo con Dios Padre en la oración.
Por experiencia propia y ajena, insiste en estos dos asertos, que «es gran cosa el
propio conocimiento» y «ver que no vamos bien para atinar a la puerta»[105]. Del interés
que pone en el propio conocimiento da fe esta expresión tan descriptiva, porque es como
el pan con el que comemos todos los manjares. El hecho de «pensar que hemos de entrar
en el cielo sin entrar en nosotros para conocernos mejor y para descubrir nuestra miseria
y lo que debemos a Dios, es un desatino». Entendida esta importancia, sugiere que «no
querría que en ello hubiere jamás relajación, por subidas que estéis en los cielos, porque
mientras estamos en la tierra no hay cosa que más nos importe que la humildad»[106].
Introducido el tema de la humildad, conviene saber que para ella es una de las
virtudes «emperadoras» a la que nos conduce el propio conocimiento, porque es el que
nos descubre la verdad que somos, la virtud que nos ayuda a andar en verdad, que no es
otra que «gusanos tan llenos de mal olor»[107]. La humildad no es sólo el camino, sino el
atajo que acorta la distancia entre el alma y Dios. Con qué belleza describe el trabajo
encomendado a esta virtud, pues, según ella, consiste en «labrar la miel como hace la
abeja en la colmena»[108]. La humildad, trabajadora y silenciosa en la colmena del alma,
labra sin prisa y sin tiempo la miel de la propia verdad.
El segundo requisito que se precisa para comunicarnos con Dios Padre, es el de
comenzar a recorrer el camino de la oración, ya que esta «es la puerta para entrar en el
castillo, no digo más oración mental que vocal, que como sea oración, ha de ser con
consideración»[109].
Ana de San Bartolomé, enfermera y compañera inseparable, en cuyos brazos falleció
su madre Teresa, confirma que «la vio mujer de gran espíritu y de mucha oración»[110].
Ahora bien, la oración cumple dos finalidades, la primera de las cuales es la de seguir
propiciando el propio conocimiento. ¿Por qué la oración colabora ampliando el horizonte
del tan imprescindible propio conocimiento? Y apunta dos razones. La primera porque
«considerando la grandeza y majestad de su Dios, hallará su bajeza mejor que en sí
misma»[111], y la segunda porque «jamás nos acabamos de conocer si no procuramos
conocer a Dios, pues mirando su grandeza, acudimos a nuestra bajeza, mirando su
limpieza, vemos nuestra suciedad y considerando su humildad veremos cuán lejos
estamos de ser humildes»[112]. Orar para conocernos mejor y conocernos mejor para orar
con más pureza de alma.
Teresa Sánchez, a la que se le ha revelado en la oración la familiaridad del Dios
Padre, no duda en afirmar que las almas que no tienen oración son como un cuerpo con
perlesía, tullido. Y sin el más mínimo rubor, sino acudiendo a la obra que el Señor lleva
a cabo en su alma, nos confía que el buen Padre Dios «me comenzó a regalar tanto por el

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camino de la oración, que me hacía merced de darme oración de quietud, y alguna vez
llegaba a unión, aunque yo no sabía qué era lo uno ni lo otro»[113]. No lo sabía porque vive
esta experiencia mística a sus 23 o 24 años y la describe en la madurez espiritual de los
50, cuando ya, maestra de oración, sí sabía discernir los grados de la oración mental.
Teresa Sánchez, que está saboreando la presencia que el Dios Padre ya mantiene en el
interior de su alma, se ha embarcado en el largo viaje que la acercará a la morada donde
le espera el encuentro con el Dios Esposo.

El Dios de Teresa de Jesús


Es ella misma la que se adelanta para confiar a las hermanas que «os parecerá tanto lo
que está dicho en este camino espiritual que no es posible quedar nada por decir. Harto
desatino sería pensar esto, pues si la grandeza de Dios no tiene término, tampoco le
tendrán sus obras»[114].
Teresa Sánchez comienza a sospechar que más allá del Dios Padre puede haber aún
otro Dios con el que se pueden establecer comunicaciones más estrechas. En ese caso,
«no hay más que rendir nuestros entendimientos y pensar que para entender las
grandezas de Dios, no valen nada»[115]. Y con su lógica ordinaria, concluye que «de las
cosas ocultas no hemos de buscar razones para entenderlas», sino que como creemos que
es poderoso, está claro que hemos de creer que «un gusano de tan limitado poder como
nosotros no ha de entender las grandezas de Dios. Alabémosle mucho, porque es servido
que entendamos algunas»[116].
Esta es la hora en que Teresa Sánchez deja paso a Teresa de Jesús. Ella es la monja
que ya sabe mucho de Dios y su deseo era la de verse como la uva madura que espera las
manos del viñador que la lleven al lagar para extraer su jugo y saborear después el vino
en la bodega del Amado.
Aquel Dios lejano de la pequeña ermitaña, buen remunerador, con el que negociaba la
recompensa del cielo a precios de saldo por el simple descabezamiento, o el Dios Padre
de Teresa Sánchez que «está siempre dándonos el ser» y nos convive el alma en su
morada centro, que salió victorioso en el duelo de contraer matrimonio o ingresar en el
convento, le mostrará a Teresa el nuevo rostro de Esposo.
La Teresa niña, adolescente y joven, ceden el paso al vértigo de las cumbres que
inicia Teresa de Jesús y que sugiere de este modo aparentemente tan simple, «vengamos
ahora a tratar del divino y espiritual matrimonio, aunque esta gran merced no debe
cumplirse con perfección mientras vivimos»[117].
Sin el ánimo y el propósito de devaluar el trabajo adecuado que le compete al
discurso de la razón, tampoco desea sobrevalorarlo, que es de lo que acusa a algunos
teólogos «que quieren llevar las cosas por tanta razón y tan medidas por sus
entendimientos, que no parece que han ellos de comprender con sus letras todas las
grandezas de Dios»[118]. Como ya había sugerido, intentar que «a fuerza de brazos», es
decir, a golpe de razones, el hombre conseguirá adentrarse en la morada centro y que allí

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escudriñará la obra que lleva a cabo el Dios Esposo en el alma, es una pretensión vetada
de raíz.
Ya como desposada, y con la intención de prepararse para celebrar el matrimonio
espiritual con el Esposo, es consciente de que deberá seguir sometida a un proceso de
despojo y de purificación no sólo de las poquísimas cosas materiales que poseía y de los
«postizos sociales», sino de cuanto en su persona podía obstaculizar el encuentro con el
Esposo. En la primera carta que escribe a su hermano Lorenzo, residente en Quito, para
agradecerle el dinero enviado con la finalidad de financiar las obras del monasterio de
San José, se presentaba con las credenciales de «un monjuela como yo, que ya tengo por
honra, gloria a Dios, andar remendada»[119].
Qué abismo separa a esta monja que se dispone a matrimoniarse con el mismo Dios,
de aquella encantadora adolescente que, por eso mismo, gastaba parte de su tiempo en
procurarse llamativa «grosería de engaste» para adornar su cuerpo. Ya prefiere la belleza
del alma, aunque la cubra con un hábito remendado.
Describiendo bellamente el afán que pone el gusano en su tarea de tejer la seda,
recuerda a las hermanas que, «crecido el gusano, comienza a labrar la seda y a edificar la
casa, el capullo, adonde ha de morir convirtiéndose en blanca mariposa. Pues del mismo
modo, el alma, quitando el amor propio y la voluntad, desasiéndose de las cosas de la
tierra, labrará la morada a la que vendrá a vivir el Señor»[120].
Acudiendo una vez más al recurso literario del gusano de seda, se advierte cómo la
joven Teresa Sánchez toma conciencia de que ha superado su fase de gusano y en su
sentir se percibe ya como una «mariposa blanca», como una persona libre, transportada
al cielo nuevo donde mora el Esposo.
La madre Teresa de Jesús ya se ve en condiciones de sugerir a sus monjas que «traten
con él como padre y como hermano y como con señor, a veces de una manera, a veces
de otra, porque él os enseñará lo que habéis de hacer para contentarle. Dejaos de ser
bobas; pedidle la palabra que es vuestro Esposo y que os trate como tales. Mirad que os
va mucho tener entendido esta verdad, que está el Señor dentro de nosotras y que allí nos
estamos con él»[121]. ¡Qué bien juega el papel de esposa aquella mujer que se motejaba de
ruin!
Si la pequeña ermitaña deseaba comprar barato el cielo para procurarse una eternidad
gozosa y Teresa Sánchez había descubierto que el Dios Creador era también un Dios
Padre, ahora Teresa de Jesús se considera esposa del Dios Esposo. Ha llegado el tiempo
de la floración y de recoger los frutos en la vendimia otoñal.
La madre Teresa de Jesús llega a ser la verdad plena de Teresa Sánchez lo mismo que
la mariposa es la verdad redonda del gusano de seda, o como la luz del mediodía es la
verdad espléndida del alba naciente. Le llega la hora de desprenderse del apellido
Sánchez de Cepeda y de tomar el sobrenombre del Esposo con el que rubricará sus cartas
y se firmará Teresa de Jesús. Así se confirma el maridaje Jesús de Teresa y Teresa de
Jesús.
Este maridaje la obliga a sacar al terruño de su vida el rendimiento del ciento por uno,

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«aunque no estuviera siempre entera en los deseos que comenzó»[122]. Ya cuenta con la
presencia fecunda del Esposo. 1554, año de su segunda conversión, como ella lo
describe, cuando contaba 39 de edad, fue para ella un año de frontera en el proceso de
madurez liberadora y nos habla de dos vidas, la vieja, «que era mía», comparable al
gusano, y la nueva, «desde aquí», identificada con la mariposa. Y apostilla que es
imposible salir en tan poco tiempo de tan malas costumbres y obras sin la ayuda del
Señor.
Como esposa, experimenta «una suavidad tan grande en lo interior del alma, que se da
bien a entender que nuestro Señor está vecino nuestro». Pero es más que vecino, pues
habita en la morada centro del alma donde ocurren los grandes secretos entre la esposa y
el Esposo, lo cual «conforta a todo el hombre interior y exterior, como si le echasen en
los tuétanos una unción suavísima»[123].
Este lenguaje nos revela que estamos asistiendo a la maduración espiritual de Teresa
de Jesús, como de la uva fresca que se transforma en pasa azucarada, porque ella no es la
teóloga que teoriza sobre Dios, sino la persona que experimenta su presencia hasta los
límites de matrimoniarse con él, y al que conocerá no desde la frialdad de la razón, sino
desde el fervor de un corazón desposado, que vivencia cuotas insospechadas de
enamoramiento espiritual.
Sobrepasado el Dios buen pagador y el Creador, y ganada después por el Dios Padre,
restaba el encuentro definitivo con el Dios Esposo, que ahora celebra extasiada, porque
«veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces; y ¡cuántos más
debe haber!»[124]. Entendamos «con verdad que hay otra cosa más preciosa dentro de
nosotras que lo que vemos por fuera. No nos imaginemos huecas en lo interior, que
importa mucho; tengo por imposible, si trajéremos cuidado de pensar que tenemos tal
huésped dentro, que nos diésemos tanto a las vanidades y cosas del mundo, porque
veríamos cuán bajas son para las que dentro poseemos»[125].
En su ejercicio de esposa, la madre Teresa aportó experiencias místicas difíciles de
diagnosticar y de aceptar por algunos directores espirituales, cortados a la antigua usanza
moral y muy pendientes de las amenazas inquisitoriales. Es el momento de que la madre
Teresa de Jesús pase de la creencia a la vivencia, pues «habiendo acabado de comulgar
el día de san Agustín, se me dio a entender, y casi a ver, cómo las tres Personas de la
Santísima Trinidad que yo traigo en mi alma esculpidas, son una cosa, y me pareció que
estaba Dios de manera en el alma, que me acordé de cuando san Pedro dijo: “Tú eres
Cristo, hijo de Dios vivo”, porque así estaba Dios vivo en mi alma»[126].
Desde la picota del matrimonio espiritual, Teresa de Jesús tomó conciencia de que era
un capricho de la misericordia de Dios y se sintió libre como lo es la mariposa, sabedora
ya de que su doctrina sobre la oración mental concordaba con el visto bueno de Juan de
Ávila, y su experiencia espiritual no era distinta de las que describían Francisco de
Osuna y Bernardino de Laredo, confirmada por el joven jesuita P. Cetina. Se reafirma
también en el evidente contraste que aparecía entre las enseñanzas de los teólogos
especulativos y los relatos que ofrecían los espirituales experimentados.

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Teresa de Jesús consigue mostrarse como el espectáculo insospechado del maridaje
contraído entre Teresa y Dios. Y de este modo, se convertía en el símbolo de una Iglesia
que recuperaba la conciencia de su misión salvadora frente a una cristiandad europea que
envejecía y se desangraba.
Teresa de Jesús es la santa. Es un símbolo de la Iglesia viva, vivificada por la
presencia fecunda del Dios Esposo y de su Hijo y, al mismo tiempo, vivificadora como
el rocío mañanero que llena de promesas la tierra.

La hermana de los desvalidos


La madre Teresa de Jesús, excepcional educadora, es una mujer realista, por lo que
insiste a las hermanas en que son las obras, y no las palabras, las que evalúan y dan
testimonio de la verdad que somos. Por ello, no es difícil imaginarla adoctrinando a las
hermanas con esta claridad, que «de esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan
siempre obras, obras. ¿Cómo queréis contentar al Señor con sólo palabras? ¿Sabéis qué
es ser espirituales de veras? Por eso, es menester que no pongáis vuestro fundamento
sólo en rezar y en contemplar; si no hay ejercicio de las virtudes, os quedaréis enanas.
Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor. A veces no hacemos lo que es
posible y nos quedamos contentos por haber deseado hacer lo imposible; procurad
ayudar a las que están en vuestra compañía»[127].
Es evidente, pues, que el nivel de maduración espiritual que alcanzó la madre Teresa
nos permite hablar de un viaje a Dios de ida y vuelta. De ida a Dios y de retorno al
hombre. Es admirable el hecho de poder constatar cómo, aunque ya se encontraba
instalada en las cumbres del matrimonio espiritual y curtida en las cosas de Dios, dio un
viraje a su vuelo místico y cayó en picado, aterrizando en la única plataforma evangélica
disponible, la de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo.
Es justo destacar el puesto preferente que la madre Teresa concede al amor al
prójimo, y, aunque caigamos en la repetición, con qué insistencia recuerda a las
hermanas que «es menester no poner vuestro fundamento sólo en rezar y en contemplar;
porque si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas; y
aun plega que sea sólo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece, decrece, porque el
amor tengo por imposible contentarse de estar en un ser, adonde la hay»[128].
Desde la cima de las séptimas moradas, y para que las hermanas no se sientan
frustradas en el proceso de su acercamiento a Dios, las invita a que no olviden lo
principal, lo que está al alcance de todas ellas aunque no gocen de la experiencia
extraordinaria del matrimonio espiritual. Y lo principal es que «pidan a nuestro Señor
que les dé con perfección este amor del prójimo, y que fuercen su voluntad para que se
haga en todo la voluntad de las hermanas, que son el prójimo más cercano, aunque
perdáis de vuestro derecho, y os olvidéis de vuestro bien por el suyo, aunque más
contradicción os haga el natural. No penséis que no ha de costar algo y que os lo habéis
de hallar hecho»[129].
No me queda la menor duda de que la adolescente Teresa, en su paso por el internado

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del monasterio de las Madres Agustinas, se familiarizó con la lectura de las Confesiones,
de san Agustín, del que tomó buena nota de que «el amor a Dios es primero en el orden
del precepto, pero el amor al hermano es primero en el orden de la acción»[130]. Es decir,
si lo primero que se nos manda es que amemos a Dios sobre todas las cosas, sin
embargo, lo primero que hemos de hacer es amar al prójimo.
Convencida de la certera observación agustiniana, informa a las hermanas de que,
efectivamente, «acá, en el convento, solas estas dos cosas nos pide el Señor, amor de su
majestad y del prójimo, que es en lo que hemos de trabajar»[131]. Y se lo justifica
explicándoles que «la más cierta señal que hay de que guardamos estas dos cosas, el
amor a Dios y al prójimo, es guardando bien la del amor del prójimo; porque si amamos
a Dios, eso no se puede saber, pero el amor del prójimo, sí se sabe»[132].
Siglos después, y aunque desde puntos de mira de una antropología diferente,
advertimos algunas coincidencias con pensadores de última hornada, por ejemplo, con
Ortega y Gasset, quien escribe que «Jesús parece amonestarnos que no te contentes con
que sea ancho, alto y profundo tu yo; busca la cuarta dimensión de tu yo, que es tu
prójimo, la comunidad»[133]. Según el autor, el «yo» individual no es una realidad
plenamente conseguida hasta que no haya desarrollado su dimensión social. Es tanto
como afirmar que si no incorporamos al prójimo a nuestra vida personal, el individuo no
alcanzará la talla de una persona completa, cabal.
Con no menos sorpresa por nuestra parte, y con perspectiva diferente de la de Ortega,
Luis Rosales confirma que «el amor al prójimo y la liberación personal se
interrelacionan como la causa y el efecto, porque quien no ama al prójimo no sabe en
qué consiste la libertad»[134]. Afirmar que solamente seremos libres en la medida en que
amemos al prójimo es una opinión muy personal, muy atractiva y de hondo calado
antropológico. En realidad, bien pensado, cuando amamos al prójimo nos estamos
liberando de los rastrojos de las pasiones que nos esclavizan y obstaculizan el proceso
personal humanizador.
La madre Teresa, desde su antropología cristiana, nos revela otro camino para llegar
al descubrimiento y estima del prójimo, que es el de la oración, momento en el que el
Señor nos confirma la enseñanza de Jesús, que lo que hagamos con otros, es como si lo
hiciéramos con él. Y apoyada, además, en su experiencia, anota que «algunas personas,
mientras más adelante están en esta oración, más acuden a las necesidades de los
prójimos»[135].
A esa observación, le adjunta una explicación muy sutil que no debe olvidarse, y es
que «nunca nuestro Señor hace una merced tan grande sin que parte de ella alcance a
más que la misma persona»[136]. Lo que en román paladino quiere decir que el Señor nos
concede su riqueza espiritual para que la compartamos con el prójimo.
De este modo, el prójimo, en versión teresiana, no es sólo un factor que enriquece
nuestra persona, pensamiento de Ortega, o que nos libera de las esclavitudes, como opina
Luis Rosales, sino que por ser presencia de Dios, lo amamos y lo ayudamos con el
mismo amor con el que lo amamos a él.

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Las hermanas que fueron testigos del amor que Teresa profesaba al prójimo, son
innumerables. Como botón de muestra, baste este, que «sabe esta testigo que la madre
Teresa tuvo siempre gran caridad del prójimo y con grande favor remedió cuanto podía
de las necesidades espirituales y corporales y encargaba a las preladas que tuviesen
mucho cuidado de curar a las enfermas y hacerles regalos»[137].
A esta llamada insistente que hace la madre Teresa para que ejercitemos el amor al
prójimo, me atrevo a calificarla, con el perdón de los teresianistas, la octava morada. Sí,
por la sencilla razón de que después de haber alcanzado el matrimonio espiritual en la
séptima morada por el camino de la oración, retorna al prójimo para matrimoniarse con
él por el atajo de la caridad, pues «entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera
es amor de Dios y del prójimo»[138]. El matrimonio espiritual de la séptima morada la
avoca al matrimonio de la caridad con el prójimo, que me permito la licencia de
calificarla como de octava morada.
Muestra un empeño superlativo en que las hermanas «estén ciertas que mientras más
en el amor del prójimo se vieren aprovechadas, más lo estarán en el amor de Dios,
porque es tan grande el que su Majestad nos tiene, que en pago del que tenemos al
prójimo hará que crezca el que tenemos a su Majestad por mil maneras, en esto yo no
puedo dudar»[139].
Por otra parte, la madurez espiritual de la madre Teresa se manifiesta de modo
especial en el despertar de su espíritu misionero, que la lleva a no ambicionar su
salvación en solitario, sino en solidaridad. Lo evidencia cuando escribe que «venida a
saber los daños de Francia de estos luteranos y cuánto iba en crecimiento esta
desventurada secta, fatígueme mucho. Paréceme que mil vidas pusiera yo para remedio
de un alma de las muchas que veía perder»[140].
Cuando los sabios de la Metrópoli, los teólogos y juristas vallisoletanos y
salmantinos, capitaneados por Francisco de Vitoria, resolvieron, por fin, que los indios
del Nuevo Mundo tenían alma, que eran hijos de Dios y que debían ser protegidos por su
Majestad el Rey de España, a la madre Teresa le preocupaba la escasa atención espiritual
que recibían aquellas almas. Y su reacción fue invitar a las hermanas a que no se echasen
a dormir.
Las hermanas notaron también que «su caridad hacia el prójimo era tan grande, que
cuando le hacían algunas limosnas copiosas, sin quedarse para sí con nada, solía
repartirlas con tanta liberalidad como si tuviera mucha hacienda de qué ayudarse»[141]. Era
notorio que «mostraba el amor de Dios en la gran caridad que tenía con los prójimos, así
en las necesidades espirituales como corporales. A las enfermas animaba y consolaba, y
si veía que andaban desconsoladas porque ocupaban a las demás y ellas no hacían nada,
las reñía amorosamente»[142].
Pronto cayó en la cuenta del mensaje de Jesús que lo que hiciereis con uno de estos
pequeños, conmigo lo hacéis, por lo que «se compadecía mucho de las enfermas y de
otras personas necesitadas y acudía a ellas con mucha caridad, y así mandó que antes
faltase lo necesario a las sanas que a las enfermas»[143]. Y con qué lucidez evangélica y

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educativa afirmaba que hacer oración, curar enfermos, servir en cosas de la casa o
trabajar en lo más bajo, ¿qué más nos da lo uno que lo otro?
Un caso paradigmático de su amor a las enfermas lo encontramos en el modo como,
alertada por la comunidad de Salamanca, se enfrentó a la triste realidad de la melancolía,
enfermedad disociadora y perturbadora de las comunidades, de la «que hay ahora tanta
en el mundo y hace el demonio tantos males por este camino, que tienen mucha razón de
temerlo y mirarlo muy bien los confesores»[144].
El psicotipo de la melancólica descrito por el doctor López Ibor es que se trata «de
una persona depresiva, quejumbrosa, inquieta, agresiva, de ideas fijas, tozuda, de razón
enflaquecida, inconsciente de su estado, crítica, mentalmente desintegrada, que hace su
voluntad, flaca de imaginación, aunque reconoce que en la melancolía del tiempo de la
madre Teresa se incluían no sólo las hoy llamadas melancolías, sino otro tipo de
alteraciones tales como la histeria, las obsesiones y ciertas personalidades psicópatas y
que la palabra no tenía entonces el sentido restringido de la psiquiatría moderna»[145].
La madre Teresa alude al «humor de melancolía», que Ortega y Gasset describe como
«flujo negro», recordando que «nuestro idioma habla aún de buen humor y de mal
humor para denominar nuestro estado emocional. Derrámasele la melancolía por el
corazón, dice Cervantes de Don Quijote en aquellos últimos capítulos tan delicadamente
tristes»[146].
La madre Teresa no escribe sobre la melancolía de oídas, sino que conoce historias
que justifican el convencimiento de que «una melancólica basta para traer inquieto un
monasterio, porque no se daña a sí sola, sino a todas. Yo la temo más que a muchos
demonios». Y si debe optarse por la vida de la enferma o por el bien espiritual de la
comunidad, concluye que «es mejor que se mueran unas hermanas que no dañen a
todas»[147]. Pero lo que más le preocupaba como madre fundadora y excelente educadora
era acertar a conjugar el amor a la enferma con la guarda de la disciplina en la
comunidad.
El trato de Teresa con las enfermas depresivas era fraternal y de una delicadeza
exquisita[148]. Estaba pendiente de que se elaborara previamente un diagnóstico sobre la
enfermedad aplicando el método de la observación y de buscar los remedios individuales
y comunitarios que favorecieran la salud física y la mental. Les procuraba la atención
médica y psiquiátrica entonces posible, pues veía «necesario adelgazar el humor con
alguna cosa de medicina para poderse sufrir y que se estuvieran en la enfermería»[149]. Se
preocupaba de procurarles la dieta alimenticia más indicada, por ejemplo, «que pese a la
prescripción de la Regla Primitiva que es la que sigue la Reforma, estas enfermas
comieran carne en lugar de sólo pescado y que los ayunos no fueran tan continuos como
los ayunos de las demás»[150].
Nunca les regateaba el apoyo educativo amoroso de una madre solícita que se veía en
la tesitura de compaginar la rigidez con la ternura para conseguir su integración personal
y comunitaria, pues «tenerse por persona de razón y tratarla como tal, no lo entiendo, es
trabajo intolerable. Y es preciso llevarlas por maña y amor todo lo que fuere menester,

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para que por amor se sujete, que sería muy mejor y suele acaecer mostrándolas que las
ama mucho y dárselo a entender por obras y palabras. He intentado otros remedios y no
hallo otros»[151].
Este es el perfil creyente de Teresa de Jesús que nos ha parecido oportuno describir
para ofrecer una información sobre la madre Teresa menos conocida y muy significativa.
Nos hemos acercado a una historia personal viva, conflictiva, repleta de luchas internas,
decida a tomar opciones personales y con frecuencia sangrantes.
Ella, como todos los santos y santas, nació con madera noble de mujer y en ella, con
la ayuda del Señor, labró, en paralelo, un personaje de admirable relevancia social y una
santa que contempló el cielo sin dejar de mirar la tierra.

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Perfil innovador

«Teresa de Jesús inicia en los conventos de la España


de la contrarreforma una fundación de modernidad,
que fecunda la cultura española y europea»

(VÍCTOR G. DE LA CONCHA).

51
Después de confirmar la calidad humana de su persona y la admirable experiencia
religiosa de Teresa de Jesús, he sentido sana curiosidad por constatar cómo contribuyó
su personalidad religiosa a ampliar la conciencia moderna de persona. Es decir, me
propongo conocer el empeño que demostró Teresa en procurar enriquecer el concepto de
hombre renacentista recuperando la auténtica naturaleza del hombre y los derechos que
implica. Constatar si es verdad que quien tiene por maestro a Dios, conoce bien el
hombre y pugna por su promoción.

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Las apuestas modernas de Teresa
Reconocer que en cualquier momento de la historia advienen tiempos de profecía es
tanto como constatar que la estructura política, social, económica y religiosa de una
sociedad necesitan, de cuando en cuando, una llamada de atención con la finalidad de
que tomemos conciencia de si es conveniente introducir un rumbo nuevo que propicie
las condiciones de vida individuales y sociales más acordes con la convivencia humana.
Si la profecía, en sentido muy amplio, no consiste tanto en preanunciar el futuro
cuanto en reorientar la realidad, en el siglo XVI la actitud profética urgía acelerar el
ritmo de los procesos que condujeran al establecimiento de una ciudadanía de más
calidad social. Y Teresa de Jesús disponía de razones suficientes para contribuir a que se
iniciara una amplia reforma de carácter humanista que tuviera como referente a Dios.
Como reformadora del Carmelo, es incuestionable su espíritu de rebeldía evangélica
al admitir en sus monasterios jóvenes a las que no se les pedía el DNI para declararlas
idóneas, pues, siguiendo la sugerencia de san Pablo, comprendió que ya no procedía la
discriminación entre «judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer, porque todos
somos uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). Quedaba manifiesto el grado de osadía y de
libertad de aquella mujer que se atrevía a priorizar los derechos humanos sobre algunos
valores al uso.
En una de las cartas que escribió a su hermano Lorenzo en 1561 cuando residía en
Quito, leemos una expresión que nos reconforta por la resolución definitiva que había
tomado sugerida por los confesores, la de que «estoy obligada a no ser cobarde».
Los criterios por los que se regiría para tomar las decisiones irrevocables que
procedieran en cada circunstancia, se cimentaban en dos de sus grandes pasiones, en la
verdad de Dios, que es el dador del ser que sustenta cualquier existencia, y en la verdad
del hombre, creado a imagen y semejanza del mismo Dios.
Esto supuesto, la curiosidad me llevó a cuestionar si las sugerencias sociales que
aparecen en sus escritos y en sus gestos más significativos como reformadora, prolongan
su eficacia hasta nuestros días. Es decir, decidí preguntarme en voz alta si algunos de los
derechos y de los valores que vienen reivindicándose con especial insistencia en la
cultura occidental de los últimos decenios, se encuentran ya sugeridos y proclamados en
Teresa de Jesús.
Por enumerar algunos de ellos, es fácil advertir que la madre Teresa puso el acento en
recomponer la dignidad del hombre, en reivindicar la autonomía de la mujer, en acentuar
el señorío que entraña la verdadera libertad, reivindicar la tarea educativa como factor de
humanización, insistir en el ejercicio de la justicia distributiva, en la urgencia de apoyar
el espíritu democrático y la conveniencia de que la Iglesia proclame su identidad
evangélica acudiendo al brazo eclesiástico más que al seglar.
Y más que calificar a Teresa de mujer moderna, prefiero hacerlo de actual. Sí, porque
acudir al apelativo de moderna parece que conlleva el hecho de reconocer que la doctrina

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teresiana coincide con las aspiraciones sociales de nuestro tiempo, con algunas de las
reivindicaciones actuales. Sin embargo, en mi opinión, ocurre lo contrario, que es la
sensibilidad social de hoy la que, en una mirada temporal retrospectiva, encuentra ya en
Teresa la previsión y la proclamación de los derechos y de los valores fundamentales en
los que hoy se pone un acento especial.
Una lectura reposada, indiscriminada, aséptica, de los escritos teresianos, sin el
condicionamiento previo que nos lleve a tener en consideración la experiencia mística
que en ellos se describe, nos sorprende con un excepcional programa de antropología
cristiana que deriva en una admirable pedagogía social, que insiste en ubicar la persona
en el centro de cualquier aspiración y preocupación cultural, social o política.
No hace falta repetir que la madre Teresa no se pierde en disquisiciones especulativas,
filosóficas, sino que es como el caminante que, al tejer su historia personal al ritmo de su
propio paso, se pasma ante el asombro que le llega al contemplar sus propias
posibilidades. Posibilidades que fundamenta en el sentimiento de percibirse una mujer
modelada y arropada por las manos de Dios.
La conciencia de ser una mujer cimentada en Dios la ayuda a que se muestre fuerte,
firme en sus convicciones, libre, capaz de formularse un compromiso por el que
mereciera apostar con toda su energía, dialogante, sin miedo a ceder lo más mínimo al
justo ejercicio de una sana conciencia crítica.
Se nos presencia Teresa de Jesús como el final feliz de un proceso educativo
liberador, que rebasó el objetivo entonces de moda que consistía en pretender alcanzar la
simple adaptación a las normas, a los hábitos, a las costumbres de la vida urbana, propia
de una hidalguía a la que ya no se le reconocía relieve social destacado.
Aparece, por el contrario, troquelada por un sistema de valores que la instaron a
adoptar una amplia perspectiva evangélica en la que se activaran derechos como el de la
dignidad de la persona, el de la no discriminación de género ni de sangre, el de la familia
tradicional, el de la libertad de religión, tendenciosamente considerados hoy como
rancios y conservadores y que, sin embargo, enraízan en la naturaleza humana.
Mostramos a continuación algunas de las apuestas teresianas más significativas, a las
que se concede un realce y una estima especial en los umbrales del siglo XXI.

Primero, el hombre
Por más que algún pensador haya pretendido convencernos de que el hombre «es una
pasión inútil», nosotros, sin embargo, nos percibimos individuos útiles, aunque no
siempre la verdad objetiva coincida con el sentimiento personal. Pero eso es otra cosa.
Durante el viaje que Juan Pablo II efectuó a Alemania en noviembre de 1980, en la
alocución que dirigió a los sacerdotes y seminaristas, les comentó que aunque «algunos
creen que la debilidad es un derecho del hombre, sin embargo, Cristo ha enseñado que el
hombre tiene derecho, sobre todo, a la propia grandeza».
Siempre nos resultará difícil encerrar y enmarcar al hombre en una fría definición
conceptual. Prueba de ello es que los antropólogos no aciertan a ofrecernos de él una

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imagen y una descripción absolutamente compartida. A falta de esa concordancia
filosófica, cambiando de perspectiva y aceptando que «el problema más humano de
todos es el hombre»[152], con curiosidad sorprendente para mí, uno de nuestros pensadores
acudió a la figura de Jesús para servirse de él y presentarlo como el modelo humano,
como el referente que nos ayuda a esclarecer su naturaleza, y escribió algo tan
significativo como que «Jesús es el ensayo más enérgico que se ha hecho para definir al
hombre y que, consecuentemente, si Dios se ha hecho hombre, hombre es lo más que se
puede ser en la tierra»[153].
En realidad, admitida la grandiosidad del cosmos, de la que el hombre es el
paradigma, necesita, sin embargo, del pensamiento y del amor de éste para que se le
reconozca su importancia y su sentido, porque es el hombre el que se encuentra
suficientemente dotado intelectualmente para que pueda decidir su propio destino, ya
que no se trata de un ser cerrado, cosificado, sino libre, «en franquía para ser, o, por lo
menos, para intentar ser, lo que quiera».
San Agustín, del que tan devoto era la Santa desde su estancia en las Madres
Agustinas de Gracia, en Ávila, como le sucede a cada hombre en un momento
significativo de su vida, se preguntó con evidente angustia sobre sí mismo, sobre el
origen y el destino que esperaba a su persona, sobre el sentido que tenía su existencia
diaria, y se contestó en estos términos que aún me conmueven: «Yo mismo había sido
para mí mi gran pregunta»[154]. Todo él, Agustín entero, en cuerpo y alma, era como una
constante interrogación: «Yo, ¿quién soy?».
A todos nos importa trabajar con una idea clara y correcta sobre la naturaleza del
hombre, sobre qué es el hombre, porque en un momento como este, en el que resulta
problemático concretar el objetivo prioritario de la educación, es urgente que los padres
y las madres se pregunten orteguianamente qué idea del hombre tendrá el hombre que va
a educar a sus hijos. Si el fin de la educación es la forja de la personalidad, los
educadores profesionales deben trabajar con una idea clara y precisa sobre el hombre.
Viniendo a la madre Teresa, si es verdad que «el único metro que es capaz de medir
exactamente la calidad de una época histórica es observar hasta qué punto hizo posible
que se consiguiera la plenitud de la existencia humana»[155], ella fue, sin duda, uno de los
personajes que más influyó para animar el proceso que conducía a que el individuo
consiguiera el nivel de personalidad que le es debido. Trabajó hasta la extenuación con
el fin de conseguir en sus monjas de San José el modelo «de hombre que tenía pintado
en sus deseos»[156], que no era otro que el hombre cabal, el «acabamiento de ome», en
fórmula sabia y lapidaria de nuestro Rey Sabio.
A Teresa de Jesús le aterrorizaba que «le pregunten a un individuo quién es y que no
se conociese»[157], aunque comprendió que la razón humana no es suficiente para desvelar
el misterio completo que rodea la naturaleza humana, ya que «nuestros entendimientos
no valen nada para ello»[158], para desvelar la intervención divina en su aparición.
No olvidemos que la madre Teresa opera con la vivencia de hombre que Dios le
reveló en los escondrijos más ocultos de la experiencia mística. Por ello, la verdad del

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hombre teresiano es una verdad notariada por la verdad de Dios, que lo creó a su imagen
y semejanza. Esa es la razón última para sospechar que «jamás nos acabamos de
conocer, si no procuramos conocer a Dios»[159]. Y es la huella de la pisada de Dios que ha
quedado señalada en el hombre, la que explica que sea él «la única criatura que Dios ha
amado por sí misma»[160].
En la madre Teresa, el hombre se hace, al mismo tiempo, paisaje y mirada, y es en la
riqueza de perspectivas que nos ofrece sobre el mismo, donde se amplían los horizontes
del humanismo renacentista. Porque el perfil del hombre que diseña la madre Teresa es
el que corresponde al hombre íntegro, compuesto de cuerpo y alma, de materia y de
espíritu, sociable, interiormente habitado por una presencia divina.
La descripción teresiana del hombre sintoniza perfectamente con la actual
antropología personalista, que considera la interioridad humana como la principal fuente
suministradora de valores. Para aproximarnos más a esta descripción teresiana y
conocerla más en detalle, expongo tres perspectivas que nos ayudarán a conseguirlo: la
biopsíquica, la teológica y la social.
La perspectiva biopsíquica, por la que nos describe admirablemente la unión
psicofísica de la persona. Teresa defiende la unidad de la persona a pesar de las alusiones
referidas al cuerpo como el elemento visible, el «engaste del alma y la cerca del
castillo», la «cárcel del espíritu», «una gran pared», aunque sin hacer concesión ninguna
al dualismo platónico y neoplatónico. Desea dejar clara la doble ladera desde la que se
puede contemplar la persona, la exterior y la interior; «el hombre exterior, digo el
cuerpo, que alguna simple vendrá que no sepa qué es exterior e interior»[161]. Las
carmelitas «no somos ángeles, sino que tenemos cuerpo»[162].
La perspectiva teológica, puesto que el hombre, que ha sido creado por Dios es un ser
abierto a la trascendencia, un castillo interiormente habitado por la Trinidad, en
referencia a las palabras de Jesús de que «vendremos a él y haremos nuestra morada en
él». En su lenguaje metafórico, el alma es la perla y el cuerpo es como el engaste o la
envoltura. El alma es el castillo y el cuerpo es la cerca que lo rodea para defenderlo.
Es fácil, pues, reconocer que toda la antropología teresiana es un lógico desarrollo de
su fe en el origen divino de la persona, que es «un paraíso adonde Dios tiene sus
deleites»[163]. Este sentimiento de mujer invadida por el Espíritu es el que explica su
empeño y su apuesta para que el hombre sea conducido «desde la tierra infructuosa que
es, hasta su transformación en vergel»[164].
La perspectiva social, porque el cuerpo social, la comunidad, entendida como
comunión de personas, no como una simple suma de individuos, es la que plenifica la
dimensión individual de la persona y la abre a la fraternidad universal. Sin esta
perspectiva social, el concepto de hombre resultaría deficitario, pues el mismo «Jesús
parece amonestarnos que no te contentes con que sea ancho, alto y profundo tu yo; busca
la cuarta dimensión de tu yo, la cual es tu prójimo, la comunidad»[165]. Esta perspectiva
social del hombre, según se expuso en el concilio Vaticano II, «es portadora de muchas
ventajas para consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para

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garantizar sus derechos».
Fue esta perspectiva social del hombre una de las utopías más significativas en la vida
y en los escritos de la madre Teresa, que venía a ampliar los límites y las fronteras
marcadas por el incipiente humanismo renacentista. Y vuelve a insistir en la necesidad
de fundamentar la dimensión social en el amor de Dios al prójimo, porque «según es
malo nuestro natural, si no es naciendo de raíz del amor de Dios, no llegaremos a tener
con perfección el amor al prójimo»[166].
Teresa, que puso el acento en la filiación divina de la persona, que la consideró como
es en realidad, un «aposento adonde un rey tan poderoso se deleita», nunca, sin embargo,
olvidó su radical perspectiva humana como hijo de la madre tierra. Creyó en su dignidad
y defendió sus derechos fundamentales sin tener que acudir a los «postizos» y máscaras
sociales.
La monja reformadora de Ávila se adelantó siglos al interés por «salvar la persona del
hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad»,
como mostraron los padres conciliares del Vaticano II.

Autonomía de la mujer
Hablando pronto y bien, como se dice en la vieja Castilla, Teresa perteneció a una
sociedad machista y racista. Con fina perspicacia, Ortega y Gasset escribía que las
épocas históricas también tienen sexo, según predomine en ellas el papel del varón o de
la mujer. Y en la época teresiana predominó el papel del varón.
Estoy de acuerdo en que «jamás se hubieran imaginado los autores de los primeros
capítulos del Génesis la importancia que sus relatos iban a tener a la hora de interpretar
la naturaleza de la mujer. Desde el momento en el que “el mito-cuento” de la creación de
la mujer pasó a ser considerado como historia auténtica, las consecuencias de una lectura
interesada de ese pasaje dio lugar a adoptar posturas históricas humillantes para la
femineidad»[167].
Citándolo sólo como dato exponencial de tantos y tantos autores anteriores y
coetáneos, en la Perfecta casada, que vio la luz en 1583, Fray Luis de León había escrito
que así como a la mujer buena y honesta la naturaleza no la hizo para el estudio de las
ciencias ni para los negocios de dificultad, sino para un solo oficio simple y doméstico,
así les limitó el entender, y por consiguiente les tasó las palabras y las razones. Por eso,
no le fue fácil a la madre Teresa pasar por alto la dificultad que suponía abandonar la
mentalidad y el orden social establecido en el siglo XVI. La prueba de esto es que, de
alguna manera, la lectura de sus textos puede conducirnos a sospechar que fue una de
tantas mujeres hipotecadas también a la cultura de su tiempo. Es la impresión que nos
queda al leer textos como estos, que «basta ser mujer para caérseme las alas, cuanto más
mujer y ruin»[168]. Si se tiene en cuenta «la cosa tan flaca como son las mujeres, todo nos
puede dañar»[169], porque «de su natural, las mujeres son de ánimo flacas»[170].
Confirmamos esta impresión de aparentemente condicionada por la cultura ambiente
si recordamos su extrañeza ante el modo como los paisanos de la Samaritana la

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recibieron cuando volvió del pozo de Jacob después de haberse encontrado con Jesús.
Refiriéndose a aquel episodio que tanto la emocionó, sorprendida de cómo la escucharon
sus paisanos cuando les narró lo ocurrido, escribe alucinada que «lo que me espanta a mí
es cómo creyeron a una mujer; y no debía ser de mucha suerte, pues iba por agua»[171].
Fray Luis de León no había apostado por la dignidad ni por la capacidad ni por la
misión social de la mujer hasta que conoció a las hijas espirituales de Teresa y leyó sus
escritos. Damos como dato curioso el hecho de que La perfecta casada dejó de editarse
en el año 1587, cuando el autor, ese mismo año, entró en contacto con las monjas del
Carmelo al conocer a Ana de Jesús Lobera, priora del convento de Madrid, que se había
erigido el 16 de septiembre de 1586. Fray Luis, editor de algunas de las obras de la Santa
madre, sorprendido por el espectáculo que suponía el personaje de la reformadora
Teresa, le dedica el prólogo a Ana de Jesús, en el que comenta que, aunque no había
conocido físicamente a la madre Teresa, la conocía ahora en sus monjas y en sus
escritos.
Conviene traer a la memoria que don Alonso Sánchez de Cepeda, padre de Teresa,
había estado casado con doña Catalina del Peso, dejando dos hijos, María y Juan, quien,
fallecida su madre, fue dado a un ama para que lo criara. Habían estado casados sólo 15
meses. Pues bien, Teresa alcanzaba los 14 años cuando falleció su madre, doña Beatriz, a
la edad de 33 años, segunda esposa de don Alonso con el que contrajo matrimonio a la
edad de 14 años. En sus 19 años de matrimonio fue madre de 10 hijos.
Teresa es consciente de la situación de riesgo para la salud de la mujer esposa,
obligada o dispuesta a ofrecer su cuerpo al esposo como fábrica de hijos. Y le parece tan
evidente la humillación de esta realidad, que llega a sugerir a sus monjas que agradezcan
a Dios «la gran merced que Dios les ha hecho en escogerlas para Sí y liberarlas de estar
sujetas a un hombre, que muchas veces les acaba la vida y plega a Dios no sea también
el alma»[172]. Este es un texto teresiano que no sólo resulta extraño y valiente para los
lectores de aquel entonces, sino que puede ser asumido y aplaudido hoy por el
feminismo más ortodoxo, más cristiano y más «progre» de nuestro pueblo.
Así pues, la conciencia de ser mujer predisponía a autoexcluirse de participar en los
acontecimientos que no fueran los domésticos. Sin embargo, a pesar de ello, Teresa
insistirá en que «no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de
mujeres»[173]. Es cierto que el antifeminismo cultural se prolongará durante siglos, pues
recordemos un texto del papa Pío X, en el que urge a los obispos de Italia «que jamás se
conceda la palabra a las mujeres, por respetables y piadosas que sean, en los congresos y
asambleas diocesanas. Si algún obispo considera oportuno permitir reuniones especiales
de señoras, en ese caso podrían hablar, pero siempre bajo la vigilancia de serios
personajes eclesiásticos»[174]. Y Pío XI negó a Teresa la concesión del doctorado
justificando el rechazo en que «obstat sexus», lo impide su sexo femenino, pues se
trataba de un «título reservado tradicionalmente al sexo masculino».
Menos mal que Pablo VI, más cercano a la sensibilidad de los nuevos tiempos, la
declaró doctora de la Iglesia en 1970. Y Juan Pablo II, en la Carta que escribió a las

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mujeres en 1995, reconoció que, por desgracia, somos herederos de una historia de
enormes condicionamientos que en todos los tiempos y en cada lugar han hecho difícil el
camino de la mujer, despreciada en su dignidad.
Como advertimos, es fácil convenir en que el siglo XVI español fue masculino
política, social, militar, cultural y religiosamente considerado. Y en ese telón de fondo,
toma relieve la figura de Teresa que enarbola la bandera de un feminismo limpio,
objetivo, reflejado no en una frágil pancarta callejera, sino en el coraje testimonial de su
propia femineidad.
Llegó el momento en que la madre Teresa se decide a reivindicar la presencia activa
de las mujeres como reacción espiritual a la situación europea que provocaban los
«luteranos», y que describió con tintes tan dramáticos como que «estaba ardiendo el
mundo». Lógicamente, ella, superada la etapa de gusano y ya mariposa, emprende el
vuelo rompiendo las amarras de la ordinariez y de los pocos lazos que aún la sujetaban a
la tierra. Es verdad que la pretensión de conseguir que la mujer levantara el vuelo hacia
la conquista de las metas sociales que le correspondieran, implicaba que no se la siguiera
contemplando «como mero vientre que ha de llenarse, desatendiendo a los grandes
bienes que pueden venir de las hijas ni los grandes males de los hijos».
Por ello, urge un cambio de mentalidad que se ajuste a objetivos que estén más en
consonancia con el comportamiento de Jesús, que «no aborreció a las mujeres cuando
andaba en el mundo, antes las favoreció con mucha piedad y halló en ellas tanto
amor»[175]. Sin embargo, este texto en el que Teresa tomaba una posición tan desenfadada
a favor de la mujer en el Camino de Perfección en su redacción de El Escorial, fue
tachado por el censor y no apareció en la redacción de Valladolid. Era consciente de que
«hay muchas más mujeres que hombres a quien el Señor hace estas mercedes, y esto oí
al santo fray Pedro de Alcántara, y también lo he visto yo, que decía aprovechaban
mucho más en este camino que los hombres, y daba de ello excelentes razones que no
hay para qué decirlas aquí, todas a favor de las mujeres»[176].
Teresa hace dos reflexiones definitivas, una sobre la igualdad de la naturaleza del
varón y de la mujer y otra sobre la igualdad de las mujeres entre sí, a pesar de su
desnivel social. A la elaboración de esta segunda reflexión contribuyó su ingreso en el
monasterio de la Encarnación donde algunas monjas eran tratadas de «doñas». Como
consecuencia, como Reformadora, instará en las Constituciones a que «nunca jamás la
priora ni ninguna de las hermanas puede llamarse “don” y que la tabla del barrer se
comience desde la madre priora para que en todo dé buen ejemplo, todas han de ser
amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar»[177]. En
adelante, Dios sería el rasero que nivelara la dignidad de las hermanas.
Es plausible la insistencia en que «nunca dejen de recibir a las jóvenes que vinieren a
querer ser monjas porque no tengan bienes de fortuna, si los tienen de virtudes»[178]. «Y
crea, padre mío –le comenta al P. Báñez–, que es un deleite para mí cada vez que todo
alguna que no trae nada, sino que se toma sólo por Dios, y ver que no tienen con qué, y
la habían de dejar por no poder más»[179]. De ahí que nos admire el hecho de que las

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primeras vocaciones que inauguraron el monasterio de San José, de Ávila, primero de la
reforma teresiana, fueron cuatro huérfanas pobres.
El primer encuentro con doña Luisa de la Cerda en su palacio de Toledo le sirvió
«para sacar una ganancia muy grande. Vi que era mujer tan sujeta a pasiones y flaquezas
como yo y en lo poco que se ha de tener el señorío. Es así, que de todo aborrecí el desear
ser señora, pues una de las mentiras que dice el mundo es llamar señoras a las personas
semejantes, que no me parece son sino esclavas de mil cosas»[180].
Consciente de que la verdad revelada sobre la mujer no coincidía con las opiniones
personales de algunos letrados, Teresa inicia lo que se ha calificado con fundamento y
con acierto la «crisis en la civilización moderna», en relación con la corriente de
progreso hacia la libertad de la mujer. Podemos, pues, presumir de una madre Teresa que
mereció alzarse con la reivindicación histórica de la autonomía de la mujer.
A ella, que se quejaba de que no servía «ni para lo uno ni para lo otro», porque no se
le permitía ni enseñar, ni predicar, ni luchar, le llenaría de gozo ver cómo en estos
momentos la mujer sirve para lo uno, para lo otro y para todo como el varón. Preparada
para presidir la política, la economía, la educación, la sanidad, integrada en las fuerzas
armadas y en los altos dicasterios de la jerarquía católica, sus reivindicaciones se
escuchan hoy en foros nacionales e internacionales.

Señorío de la libertad
Ahondar en la naturaleza de la libertad, cómo entenderla y ejercerla, observar cómo hay
liberaciones individuales que nada tienen que ver con la apropiación de la verdadera
libertad, constatar la aparición de los nuevos esclavos del siglo XXI que, sin embargo,
presumen de libertad, son temas que siempre estarán en la pluma de quienes toman en
serio al hombre.
Es evidente que la madre Teresa no se entretiene en especular sobre el concepto de
libertad porque no es mujer de escribanía. Por el contrario, lo que nos deja fuera de duda
es que, en su caso, la conquista y la apropiación de la libertad coinciden con el proceso
ascendente de su historia personal, que es una admirable historia de amor humano y
divino.
Puede confesar a sus monjas que es posible alcanzar las cumbres de la libertad, pues
ella les es el ejemplo más cercano, aunque ello no resulte tan fácil. Así se lo deja escrito
advirtiéndoles «lo mucho que he puesto en este libro para que procuréis la libertad, pues
yo sé que se puede alcanzar con el favor del Señor»[181]. Sí, porque «el Señor fue el que
me libró de mí».
La madre Teresa hubiera estado de acuerdo con don Quijote cuando sermoneaba a
Sancho con el buen propósito de convencerle de que la libertad es uno de los más
preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los
tesoros que encierra la tierra, ni el mar encubre. Por la libertad, así como por la honra, se
puede y debe aventurar la vida; y por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que
puede venir a los hombres.

60
Como testimonio digno de encomio que también certifica el valor y estima de la
libertad, me sorprendió leer el espectáculo que ofreció Miguel Servet cuando caminaba
hacia el suplicio al que le condenó el ginebrés Calvino. Portaba sobre los hombros dos
maderos, en uno de los cuales se leía: «Libertatem meam mecum porto» («llevo conmigo
mi libertad»). Es la imagen del reo que avanza hacia la muerte proclamando su señorío,
porque, aunque lo despojaron de la vida, sin embargo, no le arrebataron la libertad.
La libertad es uno de los dones más preciados que hemos recibido los humanos
porque es la que «consigue que la persona sea creadora y autora de su vida y porque con
ella cada día hacemos más auténtica nuestra vida»[182]. La libertad es el marchamo que
autentica nuestro ser de persona y la que nos permite nada menos que ser propietarios de
nosotros mismos.
Cuando Teresa se ve desposeída del don de la libertad, como le ocurría a cualquiera
de las mujeres de su tiempo, escribe al P. Jerónimo Gracián manifestándole su
frustración y su coraje porque «me estoy deshaciendo por no tener libertad para poder
hacer yo lo que digo que hagan otros»[183]. Debe limitarse a sugerir, a aconsejar, porque
«el mundo, Señor, nos tiene acorraladas y no podemos hacer cosa que valga algo por vos
en público ni podemos hablar algunas verdades que lloramos en secreto. Vos sois justo
juez y no como los jueces del mundo, que, como son hijos de Adán y todos varones, no
hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa»[184].

Liberación y libertad
Creer en la libertad no equivale a decir que ya nacemos funcionalmente libres, en
condición de dominar las esclavitudes que nos amenazan desde el interior y de evitar las
sumisiones que nos coaccionan desde el exterior. No. La libertad es, por el contrario, una
conquista a la que llegamos por el correspondiente esfuerzo personal, puesto que «cada
cual va haciendo su historia a contracorriente de lo que apetece la propia naturaleza»[185].
Cada uno sabe muy bien que una cosa es la capacidad de poder llegar a ser libre y otra
llegar a serlo en la realidad diaria de la vida.
La misma Teresa nos confiesa el permanente sacrificio que le costaba desprenderse de
las realidades temporales y de los lazos familiares, amistosos, para así responder mejor a
la llamada de Dios. Con qué realismo y humildad nos comenta «cuán atada me veía para
darme del todo a Dios»[186]. Me hacía «una fuerza tan grande que, si el Señor no me
ayudara, no bastaran consideraciones para ir adelante»[187].
Es fácil advertir que la liberación, es decir, el hecho de liberarnos de los obstáculos
que nos dificultan la apropiación de la libertad y ella misma, se dan la mano como la
causa y el efecto, pero no se identifican, pues todos podemos constatar que hay
liberaciones que no nos acaban de hacer libres. Es decir, hay liberaciones que no cuajan
ni florecen en la libertad personal real. Por ejemplo, un hambriento puede combatir el
hambre mediante la ingestión de buenos manjares y, sin embargo, el hecho de que se
haya liberado del hambre no supone que haya conseguido ser una persona más libre, más

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señor de sí mismo, más honrado, más trabajador, más justo. Es una liberación que no ha
fructificado en libertad.
Abundando en esta reflexión, es fácil constatar, por ejemplo, que en los últimos
decenios el obrero español, con su insistencia sindical reivindicativa, ha conseguido
mejores salarios, más representatividad en la empresa, incluso mayor peso político. Es
evidente sí, que ya no aparece tan sometido de por vida al acoso de un empresario, sin
embargo, es posible que, en algún caso concreto, aparezca encadenado al vicio, al hábito
de la mentira, al fraude en el trabajo, a la frivolidad del progresismo, a la corrupción de
la ética y al triunfo de la amoralidad. Sería otro ejemplo de persona más liberada pero no
más libre.
Por desgracia, en parte sigue siendo verdad que «la estructura de la vida en nuestra
época impide superlativamente que el hombre pueda vivir como persona»[188], es decir,
libre, porque, como anotaba Teresa, «aquí no se hace cuenta de las personas por mucho
que merezcan, sino de las haciendas»[189]. No es difícil constatar, por ejemplo, que la
estructura de la empresa no siempre provoca un modo de trabajo personalizador, porque
sigue importando más el trabajo que el trabajador, el rendimiento más que la inteligencia
que lo ha hecho posible. Y no digamos nada si en el discurrir de la vida diaria se piden
explicaciones a una persona de por qué adopta tal o cual comportamiento más o menos
extraño, por qué toma unas decisiones y no otras, y te responde que porque así lo hacen
los demás. Respuesta que basta para calificarlo como un don nadie.
Es claro, pues, que únicamente la liberación que sea creativa genera verdadera
libertad. Como escribe Teresa, «es muy cierto que, en vaciando nosotros todo lo que es
criatura y desasiéndonos de ello por amor de Dios, el mismo Señor la ha de henchir de
sí»[190] la hace libre.
Esa fue la historia de la conquista de la libertad que protagonizó la madre Teresa, que,
lentamente, se liberaba de los vínculos familiares, de los miedos, de las pasiones que la
impedían gozar de verdadera libertad. Se trataba de una liberación dolorosa, porque
«¿pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo
y tratar con negocios del mundo y hacerse a la conversación del mundo y ser en lo
interior y en lo exterior extraños y enemigos del mundo?»[191].
Eso significa el empeño de llegar a ser libres aun en medio de una estructura social
que lo dificulta.

Nuevo paradigma de libertad


Podríamos recordar conceptos preteresianos de libertad como fueron, por ejemplo, la
libertad política, el privilegio social, la libertad medieval y la renacentista, pero prefiero
atajar el camino para referirnos directamente al paradigma de libertad que propone
Teresa de Jesús.
Para la madre Teresa, persona libre es la que llega a ser señora de sí misma porque es
capaz de mandar en dos campos, en el mundo interior de la persona y en el exterior. La
novedad, pues, que aporta en el campo de la libertad consiste en ampliar el campo del

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dominio y del señorío también a nuestro mundo interior, en el que aparece Dios
compartiendo el protagonismo de la apropiación de la libertad. Esto supuesto, el discurso
teresiano gira en torno a dos libertades: la interior y la exterior, con sus campos
específicos.
Estimo conveniente que dediquemos dos líneas a este tema de la libertad interior. Me
parece muy respetable que quienes elaboran sus reflexiones psicopedagógicas y sociales
desde un punto de mira exclusivamente humanista acepten hablar únicamente de la
libertad que llaman funcional, entendiendo por ella la libertad que nos permite movernos
sin coacción en el mundo económico, social y político. Evitan, por el contrario, entrar en
el discurso sobre la libertad interior, considerada como un tema específico de la teología
de la mística»[192].
Ofrezco, sin embargo, estos versos de uno de nuestros reconocidos poetas nada
cercano a la teología mística, en los que reconoce que «no conozco otra libertad sino la
de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío; alguien por quien me
olvido de esta existencia mezquina con la libertad del amor, la única libertad que me
exalta, la única libertad porque muero»[193]. Nos deja evidenciado Cernuda que más allá
de la libertad funcional, práctica, también somos sujetos de otra clase de libertad
radicalizada en el interior de la persona.
Es evidente, pues, que se hablan dos lenguajes diferentes: el que asume los contenidos
de la antropología cristiana y el que lo hace de una antropología meramente humanista.
Más en el fondo, subyace la clave que ayuda a fundamentar estos dos puntos de mira
legítimos, respetables en el buen uso de la libertad que comentamos, complementarios
incluso, clave filosófica que consiste en disociar el fin del hombre del fin de la
educación.
Para la madre Teresa, sin embargo, la libertad interior transforma al hombre en sus
dimensiones individual y social, es decir, lo inmuniza contra los posibles errores que
amenazan la luz de la inteligencia, contra los desvíos de la voluntad y de la
desorientación de la sensibilidad, convirtiéndolo en hábil controlador de sus pasiones, de
los instintos que lo invitan al mal. Lógicamente, a este grado de libertad se llega
mediante el apoyo de la gracia sobrenatural.
El señorío interior es para la madre Teresa el indicador más expresivo de que se ha
conquistado la libertad. Eso nos explica por qué el verbo enseñorear es uno de los que
emplea con el regocijo que muestra cuando escribe que «es linda cosa que una pobre
monjita de San José pueda llegar a enseñorear toda la tierra y elementos»[194]. Identificar,
pues, la libertad con el señorío interior es uno de los hallazgos que ofrece Teresa de
Jesús.
Ejemplo concreto de señorío teresiano es el que ofrece una persona que «es señor de
todos los bienes del mundo a quien no se le da nada de ellos. ¿Qué se me da a mí de los
reyes ni señores, si no quiero sus rentas, ni de tenerlos contentos?»[195]. Es el señorío del
individuo que se desprende radicalmente de todo y de todos, «pues muchas veces
ofrecemos a Dios la renta o los frutos, quedándonos con la raíz y posesión»[196].

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Llega un momento en la vida de Teresa en el que ya nada le roba la paz, ni siquiera
«aquellos sentimientos tan excesivos e interiores que me solían atormentar de ver perder
las almas, tampoco los puedo sentir ahora así. Ni tampoco los temores tan grandes que
traje tantos años, que me parecía que andaba engañada. Y así ya no he menester andar
con letrados ni decir a nadie nada».
La experiencia cumbre de señorío, para cuyo comentario nos faltan palabras, la
describe lapidariamente cuando nos confía con toda sencillez que «el Señor me libró de
mí»[197]. Es el último peldaño en la escalera de la apropiación de la libertad, el
desasimiento de sí mismo. Aunque, bien matizada, es una afirmación parcialmente
verdadera, puesto que sin su voluntad y esfuerzo, no hubiera llegado a ese final. Se
desprendió del obstáculo que podría impedir la plenitud que el Señor le deseba. Siente
que «anda el alma tan olvidada de su propio provecho, que le parece que ha perdido el
ser, según está olvidada de sí»[198].
En los inicios del siglo XXI, Teresa nos invita a que «creamos que es imperfección no
andar con libertad de espíritu»[199], que es la que transforma a todo el hombre en señor de
sí mismo y de su entorno, puesto que «lo que consigue la libertad es la realización del ser
de cada hombre»[200]. En realidad, sólo cuando el hombre se siente seguro en Dios, sin
necesitar apoyarse en las instancias sociales de la posición económica, de la honra o de
la fama, es cuando es capaz de identificarse con su libertad, ya que esta es «la forma de
presencia que tiene Dios en nuestra vida»[201].
Como hemos observado, la apropiación de la libertad teresiana implica que el
individuo ha iniciado un proceso de madurez adulta, que concluirá con la llegada a la
personalidad cabal, señal de que el hombre aparece empeñado no sólo en hacer su propia
vida, sino, sobre todo, su propio ser»[202]. La Teresa libre se siente autónoma, segura,
crítica, «con un señorío que me parece podría resistir a todo el mundo que fuese contra
mí, con no me faltar Dios»[203].
Comentábamos que la historia del proceso de la apropiación teresiana de la libertad
coincide con la historia que sigue su entrega al Amor, porque «el acto de amor es la
experiencia más intensa de libertad que puede hacer la persona»[204].
La conclusión a la que nos lleva la experiencia de libertad teresiana, que se nos
presenta como desafío y reto, es que sólo se alcanza la plenitud de humanidad cuando se
llega a la plenitud de la libertad, y únicamente se puede hablar de “plena libertad, cuando
haya plenitud de amor[205].

La educación que humaniza


En Teresa bulle una mujer reformadora con clara conciencia de saberse madre y maestra.
Así lo escribe a las hermanas de San José, que «lo que quiero es aconsejaros, y aún
pudiera decir enseñaros, porque como madre, tengo ahora este cargo»[206], el de colaborar
en su crecimiento humano y en su madurez espiritual.

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Asumió el encargo de jugar con habilidad el papel de educadora para que las
hermanas «fueran tales cuales ella las pintaba en sus deseos»[207], y, de este modo, el
«muladar» que eran, se transformaría en «vergel» al que se acercaría el Señor para
recrearse en él.
No era su pretensión, evidentemente, la de ejercer de docente, de transmisora de
contenidos teológicos y espirituales, misión reservada a los letrados universitarios y
prohibida a ella por una razón social añadida, la de su condición de mujer. Esta
circunstancia la obligaba a ser muy discreta y comedida en lo que escribía y en el modo
de hacerlo, puesto que por la dificultad que encontraba en la descripción de sus
experiencias místicas, se veía obligada a «aprovecharse de alguna comparación, aunque
yo las quisiera excusar por ser mujer»[208].
Se le echaba en cara que se mostraba poco humilde porque pretendía enseñar a
aquellos de quienes había de aprender, teniendo en cuenta que se trataba de una mujer.
Es verdad que en este caso no se mordió la lengua, y no reparó en manifestar que no
pretendía enseñar a nadie, sino que «de lo que yo tengo por experiencia, puedo decir»[209].
La experiencia teresiana, igual que la estalactita toma cuerpo gracias al lento goteo
del agua, era el poso de sabiduría que le dejaba, por una parte, el asiduo trato con el
Señor en la oración y, por otra, el diálogo con las hermanas y con las personas que la
buscaban para recibir orientación y consejo. La experiencia es un contenido intelectual y
afectivo que se integra en la persona como «parte esencial de su progreso ascendente
hacia el estadio de madurez y de autogobierno»[210].
Teresa es una educadora que aprende siempre, incluso de los propios errores, pues
«ya veo que errando, se viene a tomar experiencia»[211]. La experiencia es, además, una
extraordinaria fuente de información y de sabiduría, y a la madre Teresa le hace un juego
extraordinario como metodología educativa. De hecho, el mejor aval que presenta
cuando le piden consejo o cuando ella misma se adelanta a certificar la bondad de una
práctica de oración, es corroborarlo con que «yo tengo grandísima experiencia de
ello»[212].
La experiencia, sin embargo, no es identificable con el número de años que se tienen,
con la edad. Es decir, que la sola acumulación de años dedicados a un trabajo, a una
profesión, no garantiza por sí misma la adquisición de experiencia. Teresa lo deja muy
claro matizando que el «engaño está en que nos parece que hemos de entender por los
años lo que en ninguna manera se puede alcanzar sin experiencia»[213]. Lo sabe muy bien
ella que arrastra una lección negativa que no olvida, porque no siempre encontró el
confesor que «me entendiese, aunque lo busqué; no me debían querer engañar, sino que
no sabían más. Lo digo aquí como aviso de tan gran mal para otras»[214]. Alude a
directores de almas sin preparación y sin experiencia, aunque fueran confesores entrados
ya en años.
Penosamente, una de las causas de la ignorancia de algunos confesores «no era otra
que el enfriamiento, la languidez y desvanecimiento de la piedad monástica en la que

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envejecen los monjes sin buscar el conocimiento espiritual de las Escrituras»[215]. Es
verdad que Erasmo no se distinguió precisamente por su simpatía con el monacato en
general, pero tampoco le faltaba razón en esta afirmación.
La carencia generalizada de información y de formación de la mujer del siglo XVI,
puesto que «no tenemos letras las mujeres»[216], era un hecho que Teresa calificaba como
una situación injustamente normalizada en aquella sociedad machista. Pero para que sus
monjas no se desanimaran al verse incapaces de seguir ciertas lecturas espirituales, les
consolaba diciendo que «lo que buenamente no pudiereis entender, no os canséis ni
gastéis el pensamiento en adelgazarlo, pues no es para mujeres»[217]. Con tal de que
aquellas benditas mujeres no se acomplejaran, las justificaba con esa salida de
circunstancias, pero que ella rechazaba frontalmente.
Valiéndose de su inteligencia, de su habilidad y de su astucia natural, y para evitar
probables represalias, se ponía la venda antes de la herida disimulando que «no es mi
intento pensar que atinaré a la verdad, cuando hay muchos letrados. Parece demasiada
soberbia mía querer declarar algo»[218] Sin embargo, como ya hemos apuntado, cuando la
información que poseía la había adquirido por experiencia personal, avalada por la
confirmación de un letrado competente, no tenía reparo en defenderla contra viento y
marea.
Supuesta esta precaria situación doctrinal, no era extraño que la madre Teresa se
mostrara interesada en que las hermanas recibieran la formación que estuviera a su
alcance, porque reconocía con toda razón que «la tierra que no es labrada, llevaría
abrojos y espinas, aunque sea fértil; así ocurre con el entendimiento del hombre»[219]. No
era suficiente para la Reformadora que las hermanas estuvieran dotadas de una notable
inteligencia natural, sino que era preciso facilitar el desarrollo de sus capacidades no sólo
intelectuales, sino afectivas y relacionales. Así lo aconsejaba por amor de Dios a la
madre priora, que procurase tratar con quien tuviera espíritu y letras y que trataran
también sus monjas, pues siempre habrán de tratar con letrados.
Insiste la madre Teresa en que si el confesor no tuviere espíritu y letras, procuraran
confesarse con otros, y «si por ventura las mandan que no se confiesen con otros, aunque
sea sin confesión traten su alma con personas semejantes a las que digo. Y me atrevo a
decir más, que aunque el confesor lo tenga todo, algunas veces hagan lo que digo, tratar
con otros, porque puede ser que el engañado sea él»[220]. Es lo que aconseja a María de
San José Salazar, priora de Sevilla, «que cuando hubiere de comunicar algo, se deje de
maestros espirituales y busque grandes letrados, que éstos me han sacado a mí de
muchos trabajos»[221].
Es precisamente María de San José la que nos recuerda una de las dinámicas que
aplicaban en el convento para que las hermanas adquirieran instrucción cristiana, que
consistía en «mandar que en todos sus conventos se examinase a sus religiosas en la
doctrina cristina y quería que la recreación fuese en preguntarse y responderse unas
religiosas a otras dos puntos de la doctrina cristiana, como hacen los niños, y para esto
mandaba que todas tuviesen la misma doctrina. Y que las religiosas tuviesen después de

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vísperas una hora de lección de libros devotos»[222].
Recordando la manera de rezar de las hermanas del convento de Villanueva de la
Jara, con la maternal ironía que la caracterizaba comentaba que «el más tiempo rezaban
el oficio divino con un poco que sabían leer el latín, que sola una lee bien. Como no
sabían leer, se estaban muchas horas rezando. Dios tomará su intención, que pocas
verdades debían decir»[223]. No extraña, pues, que la madre fundadora concibiera el
monasterio como una casa de oración en la que era preciso exigir también la formación
humana de las hermanas, puesto que «aprovecharán más si tienen letras», y porque su
ilusión es «criar, educar, almas donde more el Señor»[224]. En confianza, le había escrito a
doña Luisa de la Cerda que «no quiero monjas tontas».
Para ser más preciso, sin embargo, y después del estudio que he hecho sobre el
proceso educativo que siguió Teresa de Jesús[225], me queda sobradamente evidenciado
que para ella la tarea de educar no debe limitarse a informar y culturizar a las hermanas.
El objetivo de la educación que ella ofrece y exige es más amplio y más rico, puesto que
pretende humanizar, personalizar, socializar y desarrollar la semilla de gracia que Dios
ha depositado en la persona. Objetivo que logré poner de manifiesto aplicando el método
de analizar y comentar los verbos y las expresiones a los que Teresa recurre con más
frecuencia cuando alude a la necesidad de formación de las hermanas, como son dar el
ser, criar la persona, crecer, personalizar, labrar, quebrar la voluntad, mudar el
pensamiento, aprender y acompañar[226].
Por la mente de la madre Fundadora cruzó la posibilidad de crear instituciones
docentes y de que sus conventos femeninos desarrollaran un trabajo de tipo cultural-
apostólico en el entorno geográfico en el que se encontraba enclavado el monasterio,
como medio de ofrecer información religiosa a las jóvenes del lugar y de despertar su
vida espiritual. De la sugerencia tomaron buena nota las hermanas de Malagón, convento
en el que «las hermanas están contentísimas. Dejamos concertado que se traiga una
mujer muy teatina y que la casa la dé de comer y que muestre a labrar y enseñar de balde
a muchachas, y con este achaque que las muestre la doctrina y a servir al Señor»[227].
Aunque los monasterios teresianos, como es lógico, no tenían la pretensión de ser
academias, sí deberían ser talleres donde se forjase la personalidad de una mujer y de
una monja recia, de creyente aventajada y testimonial. Es obvio que la tarea educativa
teresiana no pretendía lo imposible, como sería pretender conseguir que el hombre,
varón o mujer, sea más hombre en su especie, pero sí intentaba lograr que la persona,
cualquiera, sea más humana y más religiosa, si los educadores trabajan desde la fe.
Como mujer educadora, la madre Teresa no es sólo una maestra de espirituales, como
venimos afirmando desde siempre con verdad, porque expone una doctrina y una
experiencia admirable en el campo de la oración. Además de eso, merece que se la
reconozca como una portentosa educadora del siglo XVI español.

Justicia distributiva

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Es cierto que desde niño, el hombre se muestra celoso de que se respeten sus
propiedades, entre las que aparece como prioritaria la propia dignidad. Todos exigimos
que se nos considere en igualdad o en proporción de los méritos contraídos con el resto
de los miembros de la sociedad en la que se inscribe a la hora de participar en el reparto
de los beneficios o de los deberes comunes. Por ello, nos irrita cualquier tipo de
discriminación.
La justicia distributiva, al contrario de la conmutativa, se basa en la relación que se
establece entre el todo y la parte, o lo que es lo mismo, entre la sociedad y los miembros
que la integran, con el objetivo de conseguir la armonía entre los miembros mediante el
reparto equitativo de los bienes comunes. En definitiva, se pretende que cada cual reciba
aquello a lo que tiene derecho como ciudadano.
Un punto importante que debe tenerse en consideración para que la distribución sea
justa es el criterio que se tiene en cuenta para efectuar el reparto. Para ello, se apuntan
dos criterios: uno es el de la dignidad social que ha conseguido el individuo, basada en
los méritos contraídos por su dedicación en beneficio de la sociedad, y el otro es el de la
dignidad que le corresponde a la persona por el simple hecho de serlo, y que, por ello, es
radicalmente la misma en todos los ciudadanos.
Esto supuesto, y por lo que a Teresa de Jesús importa, formulamos dos cuestiones que
me parecen de la máxima relevancia en el tema de la justicia distributiva. En primer
lugar, es preciso clarificar por cuál de los dos criterios aludidos, la dignidad social o la
igualdad radical de las personas, se inclina ella. Y, en segundo lugar, cómo interpreta el
derecho de propiedad cuando aparecen en el individuo, o en un colectivo, situaciones de
carencia perentoria y grave en el campo de las necesidades básicas, alojamiento, sanidad,
educación, etc. Sentía verdadera curiosidad por conocer su posicionamiento teórico y
práctico.
En este sentido, me pareció que el método más adecuado para evitar interpretaciones
subjetivas, que no se encontraran en su mente, era el de aproximarme a sus escritos y
hacer una lectura lo más aséptica posible, recordando que el concepto teresiano de
hombre se fundamenta en que es hijo de Dios y que, consecuentemente, la fraternidad
universal es la conclusión más obvia que se deriva de tal filiación divina.
Cuando la madre Teresa escribe los textos que iremos comentando, alcanza ya los
cincuenta y tantos años. Mujer madura que ya había iniciado la admirable empresa
reformadora del Carmelo. Pues bien, para comenzar, me sorprendieron dos
posicionamientos teresianos: por una parte, la dureza con la que criticaba la idea extraña
que algunos cristianos tenían sobre la paz y, por otra, la tranquilidad con la que, sin
embargo, vivían.
Para exponer su opinión, la madre Teresa parte de un supuesto que, a mi parecer, era
muy real. Era el siguiente. Se imagina un cristiano que «posee muchos dineros en el
arca. Vive gozándose de lo que tiene, dando limosna de cuando en cuando y no comete
pecados graves. Los cristianos se podrían engañar en la paz que da el mundo de muchas
maneras, porque no miran que esos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor
como a mayordomos para que repartan a los pobres. Darán estrecha cuenta a Dios por el

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tiempo que lo tienen demás en el arca, si los pobres están padeciendo. Como ricos
epulones que se comían los bienes de los pobres en su presencia»[228].
En este supuesto, la madre Teresa nos refresca la memoria aportando algunos datos
relevantes que debe respetar la práctica de la justicia distributiva, como son:
– que el propietario absoluto de los bienes es el Señor;
– que poseemos los bienes en condición de mayordomos;
– que como tales mayordomos, debemos hacer partícipes de los mismos a los pobres;
– que si estos bienes se encuentran depositados en el arca mientras lo pobres pasan
necesidad, los propietarios de tales bienes responderán ante Dios.
Interpretando el texto teresiano desde las formulaciones teóricas más actuales, es
evidente que Teresa se adelanta a la que será la doctrina social de la Iglesia sobre la
doctrina de la dimensión social que debe ejercer la propiedad privada. Es el Señor, dueño
absoluto de toda la riqueza, el que urge a que cada persona, en virtud del criterio aludido
de la igualdad de las personas, se solidarice con los hermanos que padecen necesidad.
Abundando en el espíritu fraternal que debe sensibilizar a los cristianos, la madre
Teresa es consciente de que hay cristianos ricos que no entienden el lenguaje religioso
que nos invita a compartir los bienes para que no falte el techo o el plato de comida en
casa de los pobres. Y para ella, lo más deplorable es que los acomodados, que carecen de
conciencia de pecado porque de cuando en cuando hacen alguna limosna, creerán
encontrar razones suficientes para mantener la situación de injusticia distributiva.
Con fuerza de palabras casi notariales, escribe Teresa que «decir a un rico que es la
voluntad de Dios que tenga cuenta con moderar su plato para que coman otros siquiera
pan, porque mueren de hambre, sacará mil razones para no entender esto sino a su
propósito. Decir a un murmurador que es la voluntad de Dios querer tanto para sí mismo
como para su prójimo, o para su prójimo como para sí mismo, no basta razón para que lo
entienda»[229].
Es obvio que, con la ironía que la caracteriza y con la pena que le proporcionan los
supuestos descritos, Teresa encuentre razones para afirmar:
– que cada cristiano entiende la voluntad de Dios como le conviene cuando se trata
de repartir la comida con los pobres;
– que somos lo suficientemente hábiles para justificar nuestro comportamiento
antisocial y antievangélico;
– que hay cristianos que no entran en razón cuando se les recuerda que tanto a él
como a su prójimo, Dios los desea cuidar y atender por igual.
Como era de esperar, la madre Teresa da el volantazo esperado, cambia de sentido y
acerca la reflexión hecha sobre la justicia distributiva a sus monjas para que cuiden la
austeridad en las construcciones que se lleven a cabo a la hora de levantar los conventos
reformados del Carmelo. Tomando como blanco de referencia las carencias
anteriormente aludidas de los menos favorecidos, les adelanta su opinión sobre el tema.
Me parece «muy mal, hermanas mías, que de la hacienda de los pobrecitos, que a
muchos les falta, se hagan grandes casas; no lo permita Dios, sino que sea una casa
pobrecita en todo y chica»[230]. «A trece pobrecitas cualquier rincón las basta. Edificios ni

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casa grande ni curioso, nada»[231].
Son textos que evidencian el nivel de sensatez y de testimonio evangélico que desea
Teresa para sus monjas, sugiriendo la necesidad de que sus religiosas eviten el escándalo
de unas edificaciones que se distingan por la suntuosidad. Y acercó también este
discurso a otros comportamientos nada deseables que podrían darse en sus conventos,
como sería que engañaran al mundo aparentando una vida de pobreza de espíritu cuando,
en realidad, no fuera esa la verdad. Por eso, advierte a las hermanas que «me da más
pena cuando nos dan mucho que cuando no hay nada. Sería engañar al mundo hacernos
pobres y no lo ser de espíritu, sino en lo exterior. Paréceme sería hurtar lo que nos daban,
a modo de decir, porque, por ventura, sería como pedir limosna los ricos a quien tiene
más necesidad»[232].
Las monjas no deben limosnear cuando, en realidad, son muchos los que padecen más
necesidad.
La apuesta por la práctica de la justicia distributiva es, como vemos, una de las
resonancias sociales teresianas que mejor nos revela la calidad del perfil humano y
solidario del rostro humano y religioso de la Reformadora. Es este un rasgo de la Santa
de Ávila nada, o menos conocido, que debe trascender a la calle para información y
admiración de los que transitan por ella, sean creyentes o no. Ciudadanos que no
sintonizan con la Mística abulense, se encontrarían cercanos a ella si conocieran esta
sensibilidad de justicia social.
Apoyados en esta sorprendente sensibilidad social teresiana, no sería extraño que nos
preguntemos, al menos por sana curiosidad, cómo se hubiera situado Teresa de Jesús en
este planeta de dos hemisferios económicos, el del norte, propiedad de los poderosos, y
el del sur, vergüenza de los débiles, en el que millones de hermanos se sienten
crucificados con los clavos de la pobreza. ¿Cuál hubiera sido su palabra para los que
habitan en el hemisferio de los saciados y cuál para el de los indigentes, para quienes
navegan en barcos de recreo y para los que realizan sus travesías, con riesgo de muerte,
en las pateras?

La democracia fraternal
Conviene no olvidar que los valores de libertad, igualdad y fraternidad adscritos
históricamente a la revolución francesa, son, inicialmente, de inspiración cristiana. En
realidad, fue desde los derechos individuales y sociales proclamados por el evangelio
desde donde se abrió paso la dignidad de la persona, la comunidad fraternal, y se dio pie
para la reivindicación de la igualdad de los derechos de la persona, de las minorías y de
los colectivos oprimidos. El espíritu reflejado en el evangelio y en los Hechos de los
Apóstoles inició la travesía hacia la democracia, entendida esta no como una forma
alternativa de gobierno, sino como el modo más humano y fraternal de convivencia.
Si hay alguna palabra que hoy esté en boca de todos, políticos, sindicalistas,
empresarios, educadores y jóvenes, es el término democracia, que se interpreta
políticamente como la reivindicación de igualdad de derechos en general, fundamentada

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en la dignidad de la personal y que toma consistencia lentamente en el alma del pueblo
soberano.
Históricamente, la palabra democracia es un término que expresa el fin de un proceso
lento que comienza en la entidad del individuo medieval, que continúa los pasos hacia la
conquista de la persona renacentista y que finaliza en la socialización democrática, que
proclama y reivindica dos aspiraciones, la igualdad entre las personas y la soberanía
colectiva.
La democracia se acepta hoy como una forma de gobernar la sociedad que se justifica
por el derecho de representatividad que un colectivo otorga a la mayoría numérica. En
todos los ámbitos de la vida –político, sindical, empresarial– es el número mayoritario de
ciudadanos el que decide libremente el rumbo que debe tomar un colectivo.
Obviamente, el pilar sobre el que se basa la verdadera democracia debe ser sólido y
desinteresado, no relativo, partidista o aleatorio, para que, de ese modo, se eviten los
riesgos que acarrearía una mayoría que actuara movida por intereses particulares, al
margen de los intereses comunes. Como todos los sistemas de gobierno, también la
democracia sufre los riesgos de la corrupción.
En mi opinión, son dos los pilares que garantizan una democracia solvente: por una
parte, los principios naturales, que son universales, y la sabiduría colectiva por otra. Los
primeros porque, teóricamente, garantizan la dignidad de la persona, la libertad, la
igualdad de los miembros de la comunidad y la tolerancia entre los mismos. Y la
sabiduría colectiva porque, en buena lógica, el pueblo que se muestra responsable –no la
masa irracional– ha venido acumulando la experiencia válida suficiente que le permitirá
señalizar los derroteros por los que un colectivo determinado puede caminar con la
certeza de que sus pasos conducirán al final deseado, que son la convivencia pacífica y la
armonía.

Teocracia y democracia teresianas


Recordemos que la cultura en la que nació Teresa de Jesús fue de corte teocrático, lo que
implicaba aceptar que el Imperio y la Iglesia eran dos expresiones del señorío divino. En
la carta que dirige a Felipe II para agradecerle, entre otras cosas, «la merced que vuestra
Majestad me hizo en la licencia para fundar en monasterio de Caravaca», le pide perdón
por lo atrevida que se manifiesta, atrevimiento que justifica porque «considerando que el
Señor oye a los pobres y que vuestra Majestad está en su lugar, pienso que no ha de
cansarse»[233].
Este convencimiento de teocracia es el que explica que el hombre medieval no
interpretara la obediencia a la autoridad como un sometimiento servil, como una
servidumbre esclavizante, sino, más bien, como una expresión de la lógica dependencia
que tenía del Señor. Obedecer la voluntad del Rey era tanto como escuchar la voz de
Dios.
La pregunta que me sugiere esta situación histórica de teocracia es cómo conjugó
Teresa la conciencia teocrática de la madre superiora, por una parte, con la práctica de la

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democracia real conventual, por otra. Porque lo cierto es que, en general, aunque siempre
hubiera excepciones, la Reformadora propició una armonía admirable en la convivencia
conventual.
Con el deseo de ofrecer una respuesta lo más objetiva posible, he recurrido, como lo
hice al tratar sobre la justicia distributiva, al principio que atraviesa y caracteriza la
antropología teresiana, que no es otro que la igualdad radical de los humanos, que es, al
mismo tiempo, el fundamento que justifica el nacimiento de la fraternidad. El amor
fraterno será el único factor que puede generar la igualdad y la horizontalidad en
cualquier comunidad o colectivo. La fraternidad horizontal, que se origina en la común
filiación divina, es la que reclama a las hermanas que cada una «procure ser la menor de
todas, mirando cómo o por dónde puedes hacer placer y servir a las demás»[234].
Porque si, por una parte, el poder viene de Dios y se deposita en la superiora para que
lo ejerza en su nombre, y, por otro lado, las hermanas se sienten gozosas al sentirse hijas
de Dios y hermanas entre sí, el comportamiento razonable de la superiora es que las trate
a todas por igual. De este modo, al aplicar el rasero de la igualdad a todos los miembros
de la comunidad, es la misma autoridad la que genera fraternidad, que es la expresión
más elocuente de la democracia real.
Llegados aquí, es justo reconocer con la mayor objetividad que la madre Teresa fue
un paradigma del espíritu democrático conventual. Son las mismas monjas las que lo
reconocen en sus testimonios, porque «era muy amiga de tomar parecer, y con la menor
de la casa lo hacía; era muy devota de tratar la verdad en todo tiempo y con todas las
personas. Pedía opinión a las monjas y con frecuencia la seguía»[235].
Esta conducta de la madre Teresa, es un gesto que rezuma democracia porque implica
que la hermana superiora reconozca que no tiene por qué estar siempre en posesión de
toda la verdad. Guiada por la experiencia, la Reformadora sabía que la posesión de la
verdad no era un privilegio anejo a la autoridad, por lo que, en lógica consecuencia,
aconsejaba que «no se diera entero crédito a la priora», puesto que ella también tiene sus
«aficiones» y «puede errar»[236].
Como Teresa conoce muy bien la debilidad y la flaqueza de los humanos, sean
quienes sean, políticos o eclesiásticos, ruega a las prioras que estén muy atentas a esas
posibles debilidades, puesto que la autoridad, por sí misma, no confirma ni asegura el
acierto en las elecciones de los cargos para desempeñar las tareas concretas de la
comunidad ni en las decisiones que tomen, y pueden ser víctimas de la acepción y de la
discriminación de las personas.
El comportamiento, pues, exigido a las prioras para que hagan posible la armonía
comunitaria sanamente democrática, implica:
– respetar la dignidad de la persona y confiar en la capacidad de reflexión de cada
conventual;
– buscar la transparencia siempre y en todo;
– admitir que la comunidad, como tal colectivo, es sujeto de una sabiduría añeja que
ha cuajado durante años y años y que merece tenerse en consideración porque está más
allá de la opinión personal del gobernante o de un miembro destacado de la comunidad.

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Parece obvio que la comunidad tenga una palabra orientadora que le permite opinar
acerca de la profesión de una novicia. Por ello, la madre Teresa insiste en que «cuando
se recibiere alguna joven, siempre sea con parecer de la mayor parte del convento, y
cuando haga profesión, lo mismo»[237].
Si insistimos en que el fundamento sobre el que se construye la democracia teresiana
es la filiación divina y la lógica fraternidad, no se justificaría la práctica de un trato
discriminatorio entre los miembros de la comunidad, por lo que Teresa urge a que «las
freilas sean tratadas con toda caridad y hermandad y provéanlas de comer y vestir como
a todas, y que la tabla del barrer se comience desde la madre priora para que en todo den
buen ejemplo. No se haga más con la priora y antiguas que con las demás, sino atentas a
las necesidades y a las edades»[238].
Estaba en boca de las hermanas de todos los conventos que cuando llegaba la madre
Fundadora a una de las casas, ella se consideraba una súbdita más de la priora respectiva
y a ella remitía cuando se le acercaba una hermana para consultarla sobre un tema cuya
solución dependía de la priora de aquella casa.
No es difícil constatar diariamente que cuando no se ha asimilado responsablemente
el espíritu democrático, se abren las puertas a cierto abuso de la libertad que calificamos
como libertinaje. Por eso mismo, la práctica de la democracia exige un tiempo largo de
aprendizaje, que discurre paralelo a la madurez psicosocial de la persona. De ahí que
sólo las personas exigentes consigo mismas pueden ser admitidas como miembros
responsables a convivir en un régimen democrático.
Y también en este supuesto, la madre Teresa se muestra como una admirable
educadora al retar a las hermanas a que se presten a trabajar responsablemente como
modo de colaborar al sostenimiento de la comunidad. Y es esta la razón por la que
aconseja que no se dé jamás tarea a las hermanas, sino que cada una se exija a sí misma
trabajar por las demás, aunque no se lo manden.
No quiero ultimar estas líneas sin traer a la memoria uno de los momentos más
reveladores del espíritu democrático que guió siempre a la madre Teresa. Me refiero a la
actitud que mantuvo en el desconcierto que se ocasionó en el monasterio de la
Encarnación cuando la nombraron priora en julio de 1571. El P. Pedro Fernández,
dominico, con su autoridad de visitador, pidió a la madre Teresa que aceptara el priorato
de la Encarnación, pero ella se resistió con razones de peso, aunque terminó por aceptar.
El rechazo que encontró la madre en la Encarnación se explica porque las monjas no
aceptaron a la priora que el P. Fray Ángel de Salazar, provincial, entrometido en el
gobierno de las comunidades femeninas, deseaba para ellas. En esta situación,
sospecharon que el nombramiento de Teresa se había negociado entre ella y el P. Ángel
de Salazar, con la finalidad de someterlas al régimen austero de la reforma teresiana que
ellas no habían profesado.
En consecuencia, las monjas, en su mayoría, se opusieron rotunda y
escandalosamente a la admisión de la madre Teresa como priora, que ella aceptó sólo
cuando sospechó que era esa la voluntad del Señor. Pasado el tiempo, el P. Ángel
reconoció el error de «haberles mandado a Teresa por priora» sin tener en cuenta el voto

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de las conventuales.
Las hermanas habían protestado con razón porque no se había cumplido la normativa
vigente que debía aplicarse en la votación y que, por el contrario, se recurriera al
nombramiento por decreto. La protesta, pues, se sustanciaba no en el rechazo a la
persona de Teresa, sino en que se les hurtó el derecho constitucional a votar. ¿Y cuál fue
la actitud de la madre Teresa? La esperada. En primer lugar, la de la obediencia.
Después, como monja demócrata, justificó el comportamiento de las hermanas por las
razones que las habían amparado. Y, pasado algún tiempo, como ocurre con los secretos,
«se supo por cosa cierta que la santa Madre lo había sentido», pues en su opinión, «es
recia cosa hacer fuerza a nadie». La democracia teresiana, pues, se apoyaba en el
diálogo, en el respeto a la dignidad y a los derechos de las hermanas.
Y como colofón a este episodio aleccionador, por el P. Jerónimo Gracián conocemos
el saludo que entonces dirigió la nueva priora, madre Teresa, a la comunidad de la
Encarnación: «Señoras, madres y hermanas, la obediencia me envía a esta casa para
servirlas y regalarlas en todo lo que yo pudiera, que en lo demás, cualquiera me puede
enseñar y reformar a mí».
Y sabemos también que nunca se sentó en la silla coral reservada a la priora para que
la ocupara la que para ella era la verdadera priora, la Virgen de la Clemencia, en cuyas
manos se depositaban cada noche las llaves del monasterio.
Sí, es verdad que las llaves del monasterio de la Encarnación se depositaban al final
del día en las manos de la Virgen, pero sin olvidar que quien las acercaba y las
depositaba en esas manos eran las manos de Teresa de Jesús, ejemplo de democracia
fraternal.

El brazo eclesiástico, no el seglar


No hace falta estar dotado de una capacidad especial de perspicacia ni disponer de un
sexto sentido, para advertir que, tanto fuera de los muros de la Iglesia católica como
dentro de su recinto, se levantan voces que la critican hoy por estimar que no llega a ser
testimonio fiel del «pueblo de Dios» ni del «sacramento de salvación» que se espera de
ella.
Se añora una Iglesia más cristiana, más evangelizada, más auténtica, más libre y más
construida sobre la Palabra, más independiente de las ataduras y de los criterios que
marcan el discurrir de la historia profana. Se admite, aunque no siempre, que la Iglesia
esté presente en el mundo, que es donde el hombre se juega la salvación y donde cuaja el
reino de Dios, pero todo ello, claro, como pidió el Maestro, sin contagiarse del mundo.
Sin la exigencia obsesiva de que saque a subasta sus posesiones artísticas y
materiales, como demandan las voces más radicalizadas, sí debe hacerse visible con más
alma de pobre, con más espíritu de misericordia, más vecina de los desheredados, más
apoyada en la figura histórica de Jesús y menos beligerante en el diálogo.
Aunque recordamos algunos Papas, cabezas visibles de la Iglesia, cabalgando y
blandiendo espadas, implicados en los conflictos bélicos como parte directa o

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indirectamente interesada, en nuestros días, sin embargo, nos gozamos contemplando
una imagen más humilde del Vicario de Cristo que, si sigue hipotecado a un boato
excesivo, propone, pero no impone, habla pero también escucha, enseña y aprende,
consciente de que su condición nunca será mejor que la del Maestro.
Teresa de Jesús también conoció las intervenciones militares y políticas de miembros
representativos de la Iglesia que pretendían resolver situaciones violentas ocasionadas en
ella por motivos doctrinales o meramente disciplinares.
Por traer a la memoria un hecho de extrema relevancia entonces, recordemos que,
siendo ella aún muy pequeña, Martín Lutero, en 1517, rechazó la disposición del papa
León X sobre la Indulgencia que concedía con la finalidad de reunir recursos para la
construcción de la iglesia de San Pedro de Roma y redactó las noventa y cinco tesis que
colgó en la puerta de la Universidad de Wittemberg, en las que exponía su opinión
negativa referente a materias jurídicas, teológicas, y a ciertos abusos que se cometían en
la Iglesia de Roma.
Para colmo, Enrique VIII, en un tiempo considerado paladín de la Iglesia católica, a
quien el papa León X le distinguió con el título de «defensor de la fe», rompió con la
Iglesia católica cuando esta no accedió a sus deseos de disolver su matrimonio con la
española Catalina de Aragón, y se proclamó cabeza de la Iglesia anglicana.
Este deterioro evangélico, moral y disciplinar de la Iglesia católica en Europa, debido
al drama teológico y al consiguiente acoso político, desencadenó una compleja represión
antiluterana encabezada por Carlos V, que decidió tomar las medidas políticas y bélicas
que consideró necesario disponer contra Lutero, después de que éste fuera condenado
por el Papa. Su hijo y sucesor Felipe II, siguió la misma política que su padre.
Cuando percibí el asombro y la impotencia que reflejaba la madre Teresa «al ver ya
tan grandes males que fuerzas humanas no bastan a atajar este fuego, aunque se ha
pretendido hacer gente para si pudieran a fuerza de armas remediar tan gran mal, que,
como tengo dicho, nos ha de valer el brazo eclesiástico y no el seglar»[239], me pareció que
podría ofrecer algún interés el intento de desvelar, o al menos de sospechar con
fundamento fehaciente, cuál sería hoy la actitud de Teresa en el tema de las relaciones de
la Iglesia católica con los poderes públicos.

Reacción de Teresa
Aunque parece que a los conventos no llegaban informaciones suficientes sobre los
planteamientos teológicos que desencadenaron aquella lamentable situación en la Iglesia,
sí se recibían noticias de las atrocidades que se cometían, como eran, por ejemplo, la
quema de iglesias, la destrucción de imágenes, la profanación de los sagrarios o la
suspensión de la celebración de la misa. Tiempos recios, que ella describía bajo la
impresión de que estaba ardiendo el mundo.
Tiempos muy dolorosos para una Teresa que visualizaba la Iglesia como si fuera la
presencia tangible del Jesús histórico, al que «quieren volver a sentenciar y le levantan
mil testimonios y parece que estos traidores le quieren tornar ahora a la cruz»[240]. Y por si

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esto fuera poco, «quieren poner su Iglesia por el suelo»[241]. Y, para remate, se preguntaba
si «siempre han de ser los cristianos los que más os fatiguen, Señor»[242].
Pues bien, en el momento en que la madre Teresa «vino a saber los daños de Francia
de estos luteranos y cuánto iba en crecimiento esta desventurada secta, se fatigó mucho,
lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal»[243]. Congoja, llanto y oración
fueron las únicas reacciones posibles entonces ante una cristiandad que se desmoronaba
y desangraba.
Interesada en buscar posibles responsables de aquel drama, la joven monja Teresa
responsabilizó, al menos parcialmente, a los «traidores» que pululaban dentro de la
Iglesia. Para ella, estos no eran otros que los que, libremente, habían optado por
consagrarse a su servicio y ahora la volvían su espalda.
¿Y qué solución ofrece después de constatar el fracaso de la intervención de las
fuerzas humanas y militares en defensa de la unidad de la cristiandad? De hecho, y no
podíamos esperar una reacción distinta, deposita su confianza de que nos ha de valer el
brazo eclesiástico y no el seglar en dos pilares, en el apoyo que esperaba conseguir de la
providencia divina y en el valor de la oración.
Como digo, lo que ahora pretendemos es llegar a conocer, o sospechar
razonablemente, el sentido y el mensaje que la madre Teresa enviaba en los términos
significativos de «brazo eclesiástico y brazo seglar», por si ello cobrara hoy algún interés
a la hora de acertar a canalizar desde la perspectiva evangélica situaciones complicadas
que se presentan a la Iglesia de nuestros días.
Y para que obtengamos una opinión lo más objetiva posible, me parece oportuno
recordar:
– que, como hemos aludido en páginas anteriores, Teresa, fiel a una tradición muy
arraigada, reconoce que tanto el político como el religioso, son poderes vicarios que se
ejercen en nombre de Dios, puesto que de él se han recibido. Vimos cómo se lo
manifestó repetidas veces al rey Felipe II;
– que distingue con claridad dos esferas de poder con competencias específicas, la
eclesiástica y la civil, «el brazo eclesiástico y el seglar»[244], y que es partidaria de que se
mantengan en sus respectivas jurisdicciones;
– que las monjas rezaban para que «su Divina Majestad guarde al rey tantos años
como la cristiandad ha menester, pues harto gran alivio es que, para los trabajos y
persecuciones que hay en la cristiandad, tenga Dios nuestro Señor un tan gran defensor y
ayuda para su Iglesia como vuestra majestad es»[245].
Tampoco conviene olvidar la diferencia de mentalidad que caracteriza los dos
tiempos: el de Teresa, de tradición teocrática, de cristiandad, de imposición doctrinal,
inquisitorial, y el nuestro, tiempo de democracia, de diálogo, de propuesta, de libertad
religiosa, en el que la Iglesia como Institución, en su condición de Estado reconocido
internacionalmente, disfruta de los pertinentes derechos y se somete a las obligaciones
comunes.
Esto supuesto, y siempre en mi opinión, son tres las claves que nos pueden facilitar la

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interpretación más objetiva de la expresión teresiana «brazo eclesial», con atención al
contexto espiritual histórico en el que se desarrolló el quehacer de la madre Teresa de
Jesús.

Primera clave: tener presente la naturaleza divina de la Iglesia


Para Teresa de Jesús, la Iglesia es, repitámoslo, la presencia tangible del Jesús
histórico, al que los traidores desean juzgar y crucificar nuevamente y ponerla por el
suelo. Y no exime de esta penosa conducta a los cristianos, pues «a veces van a la iglesia
con intención de ofenderle más que de adorarle»[246]. La Iglesia, pues, es una institución
que remite directamente a Dios y «es en Cristo como un sacramento e instrumento de la
íntima unión con Dios, y crece en el mundo por su poder»[247]. De este modo, la Iglesia
debe considerarse como hechura inmediata de su hijo Jesús.
Esta naturaleza divina de la Iglesia no impide que se la considere como una realidad
compleja, «constituida por un elemento divino y otro humano, dotado de órganos
jerárquicos»[248], y visualizada como un Estado, el Estado Vaticano, integrado en el
concierto de las naciones. Sin embargo, «la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes
celestiales, no han de considerarse como dos cosas diferentes»[249]. Tenemos, pues, una
Institución con dos vertientes, con dos laderas, la divina y la humana.
Ante la triste realidad de la Iglesia que se derrumbaba, Teresa adoptó una actitud
utópica y proféticamente evangélica, porque consideró que ese era el modo más
adecuado de recuperar la unidad de la cristiandad que ya se desmoronaba y el único
camino que conduciría felizmente a que la Iglesia consiguiera mostrar a los hombres un
rostro verdaderamente cristiano[250].
Que la Iglesia es una corazonada de Jesucristo, en la que es lógico priorizar su
elemento divino, era una certeza que obsesionaba a Teresa y a la que condicionó su
pensamiento, su imaginación creativa y la que la movió a emprender la reforma del
Carmelo. La Reformadora no se detiene mucho en la consideración del elemento
humano de la Iglesia con frecuencia tan desfigurado, pues para ella todo lo que es la
Iglesia se resume en el Jesús histórico. Aunque no lo olvide, sin embargo, tampoco se
detiene mucho en distingos ni en sutilezas, si es un Papa o un Obispo, un provincial, un
religioso, un sacerdote o un fiel cristiano los que no son fieles al cumplimiento de su
misión, porque es la Iglesia, en su condición de rostro histórico de Jesús, la que está
siendo maltrecha.
La madre Teresa, en su condición de mujer creyente, sometida a las debilidades que
amordazan a los humanos, aunque no se escandalizaba de la situación tan lamentable por
la que atravesaba la Iglesia, sin embargo, vivía el lloro inconsolable de un alma
enamorada de Jesús, perseguido nuevamente en la hechura divina de su Iglesia.

Segunda clave: pilares para recuperar la unidad de la cristiandad


La utopía teresiana de defender la Iglesia con «el brazo eclesiástico, no con el seglar», se

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levantaba, como hemos indicado, sobre dos pilares, la fe en la divina providencia, «que
nunca falta de ayudar a quien por Él se determina a dejarlo todo»[251], y la certeza en la
eficacia de la oración, pues para Dios nada es imposible.
Es lógico deducir que las armas con las que Teresa cree que hay que defender la
cristiandad sean las adecuadas a la naturaleza divina de la Iglesia, porque al no ser un
Estado beligerante cualquiera, tampoco debe dirimir sus percances con las consabidas
armas y con el poder del ejército. Muy al contrario, se muestra contundente al sugerir a
sus monjas que «estas armas han de tener nuestras banderas, la santa pobreza en casa, en
vestidos, en palabras»[252]. Y, sobre todo, la oración.
Teresa reformó el Carmelo porque lo consideraba un medio de recuperar la
unificación de la cristiandad que se desgarraba. A las monjas, que «no valen nada ni para
lo uno ni para lo otro para ayudar a nuestro Rey, a nuestro Señor», es decir, ni para
hablar, ni enseñar, ni predicar ni para guerrear como soldados, las animaba a que
«procuraran ser tales que valgan nuestras oraciones para ayudar a otros siervos de Dios
que con tanto trabajo se han fortalecido con letras y buena vida y trabajos para ayudar
ahora al Señor, y ocupadas todas en oración por los que son defensores de la Iglesia y
predicadores y letrados que la defienden, ayudemos en lo que podamos a este Señor
mío»[253]. Ha comprendido que su lugar en el campo de batalla es la retaguardia de la
oración.
Que una de las intenciones que movió a Teresa a reformar el Carmelo fuera la de
remediar la cristiandad, lo confirman testimonios como este: «Sabe esta testigo que el
motivo con el que Nuestro Señor movió a la dicha madre a fundar estos monasterios fue
para oponerse a los herejes de Francia, pues como mujer no podía oponerse a ellos con
sermones»[254].
Con esa actitud teresiana de oración generosa para «hacer eso poquito que yo puedo y
es en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo
pudiere»[255], ella y sus monjas colaborarían con el «brazo eclesiástico» en la empresa de
la reunificación de la cristiandad. Más aún, se conseguiría conectar la vida contemplativa
monacal con los esfuerzos apostólicos de los cristianos. Y considero que esta conexión
tan explícita de la vida contemplativa con la vida apostólica de los fieles, fue una de las
originalidades de la madre Teresa.
Sin embargo, es oportuno que nos preguntemos también si «el brazo eclesiástico»
debe limitarse a esperar en la providencia de Dios y a rezar, o, por el contrario, admite y
necesita alguna intervención coyuntural del «brazo civil», para que se cumpla eso de a
Dios rezando, pero con el mazo dando.
Es fácil constatar que Teresa reconoce que el Rey debe considerarse competente para
defender y ayudar «en los trabajos», en las dificultades que surjan en el «elemento
humano» de la Iglesia, referidas especialmente a situaciones disciplinares que se
presenten en circunstancias muy puntuales. De hecho, ella misma recurrió a Felipe II
para que interviniera con su autoridad real en la ubicación de la prisión donde se
encontraba Juan de la Cruz, que, presuntamente, había sido secuestrado por los

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carmelitas calzados. Lo mismo sucede cuando suplica a su Majestad que interceda en la
consecución de la licencia que necesitaban para poder fundar en Caravaca. Le muestra su
agradecimiento por su eficaz intervención y «besa a su Majestad muchas veces las
manos»[256].
En resumen, advertimos que el modo teresiano de ayudar al Señor en el remedio de la
cristiandad, es:
– «encerrarse para pelear por Él con las armas de la oración y de la pobreza para así
frenar la embestida de los herejes de Francia»[257];
– «rezar por los defensores de la Iglesia que son los predicadores y los letrados;
– que las hermanas deben orar también para que no se pierdan tantas almas;
– que se puede recurrir al poder civil para que participe en la tarea de mantener el
respeto y la disciplina en el colectivo social de la Iglesia.

Tercera clave: vitalizar los puntos neurálgicos de la Iglesia


La madre Teresa intuye que urge poner al día a los que considera cimientos doctrinales
de la Iglesia, los capitanes, los teólogos y los predicadores, porque ellos son
considerados puntos neurálgicos, «gente escogida», necesaria para lograr la restauración
de la unidad de la Iglesia.
Como es fácil advertir, la sugerencia de seleccionar y adoctrinar a los capitanes de la
Iglesia, ya que «buenos quedarían los soldados sin capitanes, puesto que son los que han
de poner ánimo a los pequeños», es de una indiscutible actualidad[258].
Como en tantas ocasiones, recurre a un ejemplo, el de una ciudad fortalecida, para
que su mensaje de contar con «gente escogida» se perciba con nitidez. Lo describe
insistiendo en que «es menester como ocurre cuando los enemigos en tiempo de guerra
han corrido toda la tierra, el señor de ella, al verse perdido, se recoge a una ciudad que
procura fortalecer, y desde allí da en los contrarios, y como los que están en el castillo es
gente escogida, pueden más ellos solos que con muchos soldados si son cobardes; y
muchas veces se gana de esta manera victoria, puesto que no hay traidores, sino gente
escogida; si no es por hambre, no los pueden ganar»[259].
No extraña que Teresa muestre un interés especial por asegurar la calidad intelectual
y espiritual de quienes se han preparado para «ayudar al Señor». Demanda una estima y
una oración especial para «los siervos de Dios que con tanto trabajo se han fortalecido
con letras y buena vida para ayudar al Señor»[260]. Por ello, se percibe en ella como cierta
urgencia de que «haga muy aventajados en el camino del Señor a los capitanes de este
castillo ciudad, que son los predicadores y teólogos; y como los más están en las
religiones, que vayan muy adelante en su perfección y llamamiento»[261].
Expuesta esta premisa, importa mucho que se esté alerta también a otro elemento
neurálgico, que es la ausencia de «traidores», que tanto preocupaba a la madre Teresa.
Por ello, «lo que hemos de pedir a Dios es que en este castillo que hay ya de buenos

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cristianos, no se levante ningún traidor, sino que los tenga Dios en sus manos»[262].
En resumen, para la Reformadora la eficacia del «brazo eclesiástico» queda
garantizada si la jerarquía tiene en consideración esta tercera clave, la de preparar
intelectual y espiritualmente a los teólogos y los predicadores,
– que deben fortalecerse con buena vida, «pues no es hora de ver imperfecciones en
quienes han de enseñar»[263];
– que deben mostrarse aventajados en el camino del Señor «y tener las partes que son
menester, que más hará uno perfecto que muchos imperfectos»[264];
– que deben animar a los sencillos y a los pequeños del pueblo de Dios.
No quiero finalizar este capítulo sin insistir en el espíritu innovador y renovador que
bullía en el alma de Teresa de Jesús, que he calificado de utopía teresiana, con la que
pretendió conseguir para su Iglesia lo que aún era posible con la ayuda del Señor, la
recuperación de la unidad de la cristiandad apoyada en el «brazo eclesial», consciente de
que no sería una empresa posible si se intentara basándose en nuestra debilidad.
Teresa, pues, fue la Reformadora utópica y profética que retó a los cristianos a que
acrecentaran su fe en la eficacia del Espíritu, que es el que configura la Iglesia y la
dinamiza. La mujer confiada de tal manera en la providencia de Dios, que sale del
monasterio abulense de san José para erigir nuevas fundaciones y lo hace llevando en su
faldriquera unas cuantas monedas que no le son suficientes ni para los gastos del viaje,
cuanto más para alquilar o comprar una casa.
La hemos visto apostar por la dignidad del hombre, por la autonomía de la mujer, por
la libertad, por la justicia, por la educación, por la democracia y lo hace sin perder la paz
porque creyó que para Dios nada es imposible. Dialoga con una habilísima dialéctica,
digna de la causa que lleva entre manos, pero nunca es violenta ni beligerante, ni tiene
conciencia de que la supervivencia de la cristiandad depende exclusivamente de ella.
Sugiere, como hemos observado, la renovación doctrinal de la cabeza y de los
miembros, pero urge a sus monjas la práctica sincera de los consejos evangélicos y a los
creyentes de a pié el testimonio de una vida espiritual ejemplar.
Es verdad que no se escandaliza del comportamiento, a veces ladino, de un Papa, de
un nuncio, de algún arzobispo, de superiores provinciales, de la ignorancia de algún
confesor, sin embargo, desea dejar claro que por el derrotero de la desidia o de la
beligerancia, la Iglesia nunca dará la talla a la que está obligada, la talla que demanda el
pueblo de Dios.

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Dios sigue esperando a la puerta

«Dios está donde el labrador cava la tierra,


donde el picapedrero pica la piedra;
está con ellos en el sol y en la lluvia,
lleno de polvo el vestido.
Quítate ese manto sagrado
y baja con tu Dios al terruño polvoriento»

(RABINDRANATH TAGORE, Ofrenda lírica).

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Teresa de Jesús hizo de Dios el centro y el núcleo de su vida. Su pensar, su sentir y su
razón de trabajar comienzan y finaliza en él.¡Cómo es posible olvidarse de Dios!
Sin embargo, hoy como nunca, la ciencia y su expresión en las nuevas tecnologías
exigen a la fe que demuestre la verdad de sus presuntas revelaciones porque el encanto
que provoca la nueva civilización consigue que sean muchos los que desvían su mirada
de Dios.
En este supuesto, ¿qué diría Teresa a tantos varones y mujeres, jóvenes y adultos, que
aún no se han encontrado con Dios ni esperan hacerlo, o que, radicados en Dios y en la
Iglesia por el bautismo, viven al margen de la realidad cristiana? ¿Qué haría para que
esas masas alejadas de Dios, que viven sin una clara referencia a él, lo integren en el
proyecto de su vida?

82
El asombro de Teresa
El nacimiento biológico, social y cristiano de la pequeña Teresa acontece en una familia
de católicos practicantes, presidida por «padres virtuosos y temerosos de Dios»[265]. Y, por
añadidura, la cuna de su nacimiento civil es, como hemos anotado, una sociedad de corte
teocrático. Es, pues, una niña y una adolescente a la que le ocurre, como escribe con su
gracejo de siempre, lo que a los pájaros, «que lo que saben es lo que oyen o les muestran
sus padres»[266].
Con el paso del tiempo, el Maestro reveló a Teresa misterios inefables, reservados a
las almas que creen y se fían abiertamente de él[267]. Y en la morada centro de su alma,
«adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y ella»[268], el Señor levantó una
tienda de campaña donde celebró el matrimonio místico. Locura y vértigo.
Supuesta su experiencia espiritual, no es posible, piensa ella, dudar, y menos negar, la
existencia de un Dios que está deseoso de manifestarnos su grandeza, ni desconocer la
existencia del alma que es «un castillo todo de un diamante o muy claro cristal y un
paraíso donde dice Él tiene sus deleites». «Cómo os desconocemos los cristianos,
Señor»[269], exclama. Y cómo será posible que alguien viva al margen de Dios, se dice,
apenada, para sus adentros la madre Teresa.
Teresa de Jesús, que no admite ni siquiera como posible la duda o la negación de la
existencia de Dios, es consciente, sin embargo, de que son muchas las personas que
ignoran y viven al margen de la paternidad divina. Ignorancia que califica nada menos
que de «brutalidad». Y es que, dada su historia personal de mujer transida de Dios, que
invade con su presencia divina la globalidad psicosomática de su persona, no extraña que
se asombre de que, siendo hijos de Dios, «no sepamos quién somos».
Se le ocurre un ejemplo de andar por casa para justificar y explicarnos su extrañeza,
comentando a las hermanas de san José que si «no sería gran ignorancia que preguntasen
a uno quién es y no se conociese, ni supiese quién fue su padre, ni su madre, ni de qué
tierra»[270]. Pues, sí, tiene toda la razón, sería una gran ignorancia, pero es una realidad
incuestionable. Como también lo es que demasiados niños y niñas adoptados
desconozcan la página de su historia primera, quiénes son sus padres y dónde nacieron,
aunque, claro, se trata de una ignorancia no culpable.
Es a la ignorancia culpable a la que califica de «brutalidad», porque si el hecho de
desconocer culpablemente la raíz de la historia personal, de quiénes son los padres, ya es
una «brutalidad» imperdonable, deduce que «sin comparación es mayor la que hay en
nosotros cuando no procuramos saber qué cosa somos, hijos de Dios, sino que nos
detenemos en estos cuerpos y así, a bulto, sólo porque lo hemos oído y porque nos lo
dice la fe, sabemos que tenemos almas»[271].
¿Es posible no advertir que hay «secretos que no entendemos», y que «en cada cosita
que Dios crió hay más de lo que se entiende, aunque sea en una hormiguita»[272]? ¿Es

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posible ignorar que es Dios el Ser que da consistencia a nuestro ser y que es, también,
nuestro horizonte, nuestro huésped y nuestra perennidad? Es como si, en un día soleado
del mes de agosto, alguien, envuelto en luz y asfixiado de calor, desconociera o negara,
sin embargo, la existencia del sol.
Considero importante dejar ya anotado aquí que la sorpresa y el espanto que
manifiesta Teresa ante las personas que desconocen algo tan fundamental como es su
origen divino y la riqueza que guarda su alma, nos adelantan la actitud reprobadora que
mantendrá ante el fenómeno actual del ateísmo.
El rechazo teresiano al ateísmo es absoluto y frontal si lo consideramos como un
fenómeno originario, es decir, como si el ser ateo fuera un hecho genético, ordinario,
naturalmente explicable. Es decir, como si una persona naciera ya determinada a ser atea
del mismo modo que genéticamente viene programada a ser alta o baja, de color blanco
o negro. Sin embargo, la madre Teresa admite la situación de ateísmo si lo consideramos
como un fenómeno derivado, es decir, como una actitud muy personal de increencia a la
que se ha llegado por múltiples causas, por ejemplo, porque se ha nacido y crecido en
una familia no creyente, por la carencia de una formación religiosa adecuada o porque,
como sugiere el evangelio aludiendo a la semilla que no fructifica, los cardos y las
espinas del abandono y del vicio han impedido que la fe inicial se haya desarrollado con
normalidad y, lógicamente, se ha laciado.
Así pues, en lógica teresiana, una de dos, o no existen los ateos o se trata de personas
que no están libres de alguna culpabilidad porque han descuidado la obligación de cuidar
y alimentar la semilla de su patrimonio espiritual original, puesto que «desde su
nacimiento, el hombre es invitado al diálogo, a la unión con Dios y a la participación de
su felicidad»[273].
El asombro de Teresa ante la increencia nos obliga, pues, a formularnos la pregunta
de que si Dios está ahí, tan visible en las obras de la naturaleza y habitando el interior de
la persona, ¿qué es lo que ocurre para que algunos no lo hayan descubierto? Esta es la
razón de su asombro.

Dios contra las cuerdas


Es fácil constatar que han llegado tiempos muy recios para poder mantenerse en la
práctica de la creencia si no se practica una fe personalizada, bien interiorizada y
alimentada con una sólida formación doctrinal. En este momento histórico ya no es
posible que los creyentes se cobijen bajo el paraguas de una fe familiarmente heredada,
rutinaria, meramente sociológica.
No es necesario ser muy avisado para advertir que, aunque a ritmo lento, pero sin
tregua, Dios viene perdiendo presencia activa en personas y en lugares donde en otros
tiempos se le había reservado un puesto relevante. Por ejemplo, en la casa, en la escuela,
en el juzgado o en el cruce de dos caminos. Las cosas se le ponen difíciles para seguir
ocupando el primero, el segundo o el tercer lugar en el podio de los campeones.
Si nos detenemos a observar de cerca el actual clima religioso ambiental, pronto

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advertimos que es asombrosa la competencia que se le ha declarado a Dios en los
sectores concretos de la ciencia física, bioquímica, y de las tecnologías punta más
desafiantes. Queda uno con la impresión de que ya en la naturaleza y en el ser humano se
puede explicar cualquier fenómeno sin la intervención de un ser superior, de Dios. ¿Y
qué decir de la espalda que dan a Dios, no siempre consciente y responsablemente, un
sector amplio de los jóvenes?
Estaba previsto, por ejemplo, que el hombre, modelado a imagen y semejanza de
Dios, que grabó en el tejido del alma una ley natural que estaría en vigencia por los
siglos de los siglos, recorriera los derroteros de la vida bajo la atenta y providente mirada
del Dios Padre. Sin embargo, la realidad es otra, porque son muchos los creyentes que
han abandonado y abandonan la casa paterna, la Iglesia católica, porque se apoyan ahora
en la seguridad que les promete su autonomía, porque se han desligado de las ataduras
morales de la Iglesia católica que, en su opinión, les mermaban la libertad, o porque no
perciben el testimonio evangélico que esperaban recibir de la jerarquía y de los fieles
laicos.
A Dios ya no se le considera hoy tan imprescindible para gestionar nuestros apaños
como se nos daba a entender en la infancia y adolescencia. Con las sólidas apoyaturas de
una economía saneada y de una medicina cada día más solvente, ya no se acude
angustiados a la divina providencia para que se preocupe de buscarnos el alimento y el
vestido como hace con los pájaros, que, aunque no siembran ni siegan, sin embargo se
mantienen bajo la mirada atenta del buen Dios.
Por otra parte, y esto es relevante, es evidente que «el hombre continúa resultando
para sí mismo un problema no resuelto, que se percibe con cierta oscuridad, porque
nadie en ciertos momentos, sobre todo en los acontecimientos más importantes de la
vida, puede huir totalmente del interrogante del máximo enigma de la vida que es la
muerte»[274]. Es la muerte la que nos obliga a preguntarnos por el sentido que tiene la vida.
Sin embargo, también la muerte ha perdido dramatismo y misterio y ha ganado en
ordinaria naturalidad.
La muerte de ahora no es la muerte oscura de entonces. Ya no se muere con la
angustia con la que se moría, ni se llora como antes se lloraba la tragedia de la
separación. Y la duda de la existencia del más allá de la muerte, nunca resuelta por la
razón ni por alguna experiencia, aunque con frecuencia nos desvele el sueño, sin
embargo, ha perdido bastante de la presión que ejercía sobre el hombre. Hechos como la
incineración y el desparramar las cenizas en el jardín de casa, en el bosque o en el fondo
del mar, aportan una dificultad para asentir en la promesa de la resurrección y de la
inmortalidad.
Poetas como Antonio Machado y León Felipe confirman, efectivamente, que el
hombre continúa siendo un problema aún no resuelto: «Tan pobre me estoy quedando/
que ya ni siquiera estoy/ conmigo y ni sé si voy/ conmigo a solas viajando», escribe el
primero. Y León Felipe nos confiesa su noche oscura: «Corazón mío,/ palacio viejo,/
palacio desmantelado,/ palacio desierto,/palacio mudo. Hacen su cobijo sólo/ en tus
huecos/ los murciélagos».

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Por otra parte, y como contrapunto al único Dios y a la presunta iglesia única, la
católica, que aceptábamos nosotros como la verdadera, se han multiplicado en España lo
dioses esculpidos en los rostros de tantos emigrantes, procedentes de naciones y de
continentes que profesan una fe distinta, que introducen la novedad de nuevas formas de
confesiones y de prácticas religiosas fielmente seguidas.
Ante este hecho evidente, no faltan creyentes católicos que se preguntan por qué
tantos millones de personas se sienten seguros en su fe distinta a la suya y confiados en
sus prácticas religiosas. Indudablemente, el fenómeno de la inmigración ha propiciado la
convivencia con el budista, con el musulmán, con el ortodoxo o con el protestante, que
apuestan, sincera o fanáticamente, ellos sabrán, por la confesión religiosa en la que han
nacido y los han educado, y proclaman también que su modo de rezar y su código moral
son los únicos verdaderos.
Esta nueva y compleja situación religiosa que se ha incardinado en España, es un
factor que contribuye poderosamente a crear entre muchos católicos de fe vacilante
cierta confusión, indiferencia y desgana por las cosas del Dios de siempre y de la Iglesia
católica.
Y una consecuencia derivada de esta pluralidad religiosa, es la de que se ha
deteriorado y cuarteado también la tradicional imagen del hombre hijo de Dios y de su
destino ultraterreno, porque es obvio que el hecho de prescindir de Dios conduce
inexorablemente a desfigurar y deteriorar la idea que nuestros padres y la doctrina
cristiana nos habían legado del hombre, hechura de las manos de un Dios Padre.
Sí, en estos momentos Dios lo va teniendo muy difícil para ser considerado como
primer espada, y un hecho que lo evidencia es que la sociedad actual, en su globalidad,
sin descender a colectividades muy concretas, ya no refleja la presencia de Dios con la
nitidez como lo hacía, y que el silencio de Dios se densifica tanto en los comienzos de
este siglo XXI, que, aunque no baste para proclamar «su muerte», sí permite advertir que
los presuntos ateos, los indiferentes, los bautizados que se consideran y se manifiestan
como nuevos apóstatas, la convivencia con miembros activos integrados en otras
confesiones religiosas y los católicos frívolos, lo acorralan y lo llevan hasta las cuerdas.
Una prueba de que nos hallamos ante un acontecimiento religioso socialmente
relevante, es que se describe el ateísmo, ampliándolo también a la indiferencia religiosa,
como «uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo, que debe ser examinado con
toda atención»[275]. Consecuentemente, la Iglesia católica, «consciente de la gravedad de
los problemas planteados por el ateísmo y movida por el amor que siente a todos los
hombres, juzga que los motivos del ateísmo deben ser objeto de serio y más profundo
examen»[276].
Es una llamada urgente a la Iglesia católica para que, con la sabiduría que la
caracteriza, acepte someter a una sincera autocrítica y autoevaluación la calidad de su
presencia institucional evangélica y el grado de responsabilidad con la que los fieles
laicos profesan y practican su fe. Porque no siempre la culpa recae sobre los otros.

Pretextos para dudar de Dios

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La duda, el hecho de dudar, no sólo es una posibilidad que prueba lo limitado de la
inteligencia humana, sino un derecho de la persona. En la duda, lo que hace la mente es
suspender el juicio ante las posibles decisiones que se le ofrecen porque se produce en
ella una situación de vacilación, de perplejidad y de indecisión que la impide resolver
una situación con plena seguridad. Podemos afirmar que la duda es uno de los
patrimonios de la humanidad.
La certeza, por el contrario, es un estado de la mente en el que esta consigue un
conocimiento claro y seguro de una realidad. Consiste, pues, en el hecho de prestar una
adhesión firme a algo que entra en el ámbito de lo que puede ser conocido, descartando
cualquier temor a errar.
Llegados al tema amplio y complejo de la existencia de Dios, de su naturaleza, de su
paternidad, de su providencia, de la supervivencia ultraterrena del hombre, sabemos y
somos conscientes de que es un terreno encomendado a la fe religiosa. La mente humana
se limita a sospechar algo sobre su posible existencia, pero encuentra un terreno vedado
cuando se trata de ahondar en el misterio de su paternidad, que nos ha sido revelado y a
la que nos acercamos única y exclusivamente por el camino de la creencia, por la
adhesión que prestamos a la Palabra expuesta en la sagrada escritura, que debe aceptarse
como palabra de Dios.
Esto supuesto, si nos detenemos a observar con detalle cómo se comportan ciertas
personas que se dicen creyentes en Dios y en la Iglesia católica, es muy fácil concluir
que creer, es decir, fiarse plenamente de Dios, ponerse en sus brazos con la confianza
con la que lo hace un niño con sus padres, y aceptar la institución eclesial tal cual se
manifiesta en su vida diaria, sin reservas, no les resulta fácil a bastantes católicos.
Esto supuesto, que encontremos pretextos sólidos para dar cabida a las dudas cuando
nos enfrentamos con el problema de Dios, es un hecho ordinario que hemos de aceptar
con normalidad ya que la capacidad de la sola razón no alcanza a conseguirnos un
conocimiento claro y seguro sobre él. No esperemos, pues, que la razón, sin apoyo
especial, nos proporcione las certezas capaces de conseguirnos el sosiego deseado sobre
Dios.
Uno de los pensadores franceses del siglo pasado, considerado serio y riguroso,
convertido del agnosticismo al catolicismo, que, por tanto, sabía bastante de dudas y de
lo que le supuso el posterior don de la fe, la describía, nada menos, que como la
capacidad de dudar que le es propia al hombre. Porque si el hecho de dudar es humano,
la fe, la creencia nos sobrepasa.
Aceptada esta realidad de la debilidad de la razón para traernos certezas absolutas
sobre el misterio de Dios, me parece muy oportuno distinguir, por una parte, las dudas
razonables que nos surgen basadas en tal debilidad, y, por otra, las dudas que nos llegan
por motivos puntuales, concretos, personales, que no acertamos a encuadrar en nuestros
esquemas humanos, racionales y afectivos.
Pues bien, a estos motivos puntuales, concretos, me quiero referir ahora cuando aludo
a los pretextos que encontramos para dudar. Y si tuviéramos que ofrecer un muestrario
de algunos de tales pretextos, acentuaríamos los siguientes:

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– Dudamos –afirman unos– porque la imagen antropológica del Dios Padre bueno
que nos han presentado, siempre atento a nuestras necesidades, que nos concede cuanto
le pedimos, nos vale para poco porque, de hecho, no se corresponde con la dura realidad.
Cuando se nos murió un hijo que estaba casado y que era una pieza muy necesaria para
la buena marcha de su familia, no hacía más que preguntarme que dónde estaba ese Dios
Padre tan atento y solícito para cubrir las necesidades, porque yo no lo vi por ninguna
parte. Y entones se me quitaron las ganas de rezar.
– Dudamos –comentan otros– porque nos preguntamos por qué un Dios que se revela
tan poderoso, no barre de un plumazo la presencia del mal, que se disfraza de hambre, de
cáncer, de sida, de ignorancia, de guerra, de infancia desamparada. ¿Por qué no evita
esos cataclismos que dejan indefensos en la calle a tantos miles de pobres o cómo se
justifica la vergüenza del infierno de las pateras? ¿Dónde está el Dios poderoso en ese
momento? Nos queda la impresión de que sólo gozan del triunfo y del bienvivir los que
menos creen en Dios.
– Dudamos porque, si nos fijamos bien en el ritmo que alcanzan las investigaciones
científicas, parece, como ya hemos sugerido, que la prolongación de la vida humana
estará en manos de los científicos, de los investigadores y de las tecnologías punta[277].
Parece que el techo de la prolongación de la vida lo marcará la ciencia.
– Dudamos porque conocemos personas, varones y mujeres, más bien ellas, que,
como decimos en lenguaje coloquial, multiplican las prácticas religiosas y se comen los
santos. Sin embargo, nos crea dudas su mal ejemplo y no siempre saben dar las razones
por las que creen, y, sobre todo, porque en la práctica de su vida moral y social no
siempre son los ciudadanos más ejemplares. Con frecuencia, lo que consiguen es
velarnos más que revelarnos el que dicen que es el verdadero y genuino rostro de
Dios»[278]. Yo rezo a mi modo –se justifican–, pero no voy a misa porque me pregunto que
para qué van los que van. Procuro trabajar con honradez y ayudar a otros que se
encuentren más necesitados.
Y no son pocos los que afirman sin rubor que creen en Dios, pero no en la Iglesia de
los curas, porque es una invención de la que viven de ella como meros profesionales.

Motivos para no creer en Dios


Advertimos que entre la duda puntual que hemos expuesto, razonable desde nuestro
modo de pensar y de sentir, y la increencia hay una distancia abismal. Una cosa es dudar
y otra no creer. Como ya hemos indicado, la capacidad de dudar es patrimonio de todos,
incluidos los creyentes, pero la increencia, por el contrario, presume de encontrar
apoyaturas definitivas para no emitir el consentimiento a un hecho propuesto como
revelado por un Dios en el que no se cree. La increencia afirma que encuentra motivos
para su justificación.
Si la duda encuentra caldo de cultivo y se puede justificar en la psicología de cada
persona, en el modo de ser de cada cual, en la sensibilidad y en los contratiempos que se
sufren, o por una información religiosa que ha sido deficiente o errónea, la increencia,

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por el contrario, se basa, según los no creyentes, en datos presuntamente objetivos que
interpretan como evidentes.
Entre los no creyentes no faltan quienes «ni siquiera se plantean la cuestión de la
existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no
perciben el motivo de preocuparse por el hecho religioso. Son muchos los que se
desentienden del todo de la íntima y vital unión del hombre con Dios»[279]. Dios es un
tema que, abiertamente, no les interesa lo más mínimo, porque se sienten extraños al
mundo religioso. Incluso, rechazan el calificativo de ateos porque, en realidad, no niegan
la existencia de Dios, simplemente les tiene sin cuidado, no les importa.
No faltan, sin embargo, no creyentes que avanzan un paso más y niegan la existencia
de Dios de forma explícita. Son los ateos que calificamos de militantes. Y los motivos
que alegan éstos, los considerados ateos sistemáticos, pueden reducirse
fundamentalmente a estos tres, que desarrollaremos a continuación:
– que Dios es un mero ansiolítico y una ficción interesada,
– que se encuentra una incompatibilidad existencial entre Dios y el hombre,
– que el hombre es libre y realiza y gestiona su propia historia.

Dios es un mero ansiolítico


Es obvio que nos preguntemos alguna vez por qué creemos, del mismo modo que nos
interrogamos por qué trabajamos, por qué comemos o por qué nos solidarizamos. Así
pues, la persona, creyente o no, está obligada también a saber justificar su fe, a dar
razones de su conducta religiosa o de su ateísmo militante. Y en este supuesto, lo que
importa, de entrada, es dónde buscar y encontrar las razones que se puedan presentar
como válidas y convincentes para creer o no creer. Porque no todas las razones exigen y
merecen la misma fiabilidad.
En este sentido, un ejemplo que evidenciaría la incoherencia científica de los no
creyentes es que pretendan buscar respuestas en campos donde no se pueden encontrar.
Por ejemplo, no es de recibo científico que se pregunte por la existencia de un Dios
Padre a los biólogos y a los químicos, puesto que, evidentemente, su parcela de
investigación no es el adecuado para responder a las cuestiones de la fe religiosa.
Considero, pues, un despropósito leer afirmaciones como estas, que «la ciencia no
deja de lado nada que pueda ser estudiado, y que, aunque parezca irreverente, también
estudia con sus métodos racionales la causa de la fe. Para la ciencia, afirman, todo es
natural, y la fe y la capacidad de creer del ser humano pueden ser explicadas por razones
naturales puramente biológicas y químicas. Y aportan un hecho que les resulta evidente,
como es el de que si los creyentes viven más es porque su fe les reduce la ansiedad ante
los problemas de la vida»[280].
Ahí queda una extraña ocurrencia para explicar la fe de los creyentes en Dios, afirmar
que es un ansiolítico que disuelve o calma la ansiedad. Con qué ingenuidad, en el mejor
de los supuestos, estos químicos y biólogos se atreven a interpretar la fe como si se

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tratase de un ansiolítico gracias al cual el creyente actúa y convive como una persona
menos impulsiva, menos agresiva, circunstancia que, obviamente, favorecerá la
prolongación de su vida.
Tomando a broma la opinión de los biólogos que hagan suya esa memez, se me
ocurre que si su «descubrimiento» tuviera visos de fiabilidad científica, convendría que
tomaran nota los psiquiatras y los psicólogos para incluir en su recetario la práctica de la
fe en Dios como un fármaco eficaz para mitigar la ansiedad. Y los creyentes deseamos,
además, que la Seguridad Social se haga eco de tal investigación para que colabore de
ese modo tan curioso a incrementar el número de ateos que tan fácilmente pueden
incorporarse a la creencia.
Es obvio, pues, advertir que nos encontramos ante una afirmación gratuita si la
analizamos desde una elemental y correcta metodología científica, pues la fe no es una
experiencia observable en un laboratorio de biología o de química. Se trata, pues, de un
caso concreto en el que se pretende buscar respuestas en un campo en el que no es
posible encontrarlas.
En esta línea de negar la existencia de Dios, no faltan personajes que avanza un poco
más e interpretan a Dios como si se tratara de una ficción, de una mano poderosa, que
inventamos en ciertas circunstancias de riesgo o de un quitamiedos muy necesario. Es
decir, somos conscientes de que en circunstancias especiales que nos acosan hasta
provocarnos situaciones de pánico y de impotencia grave, muchas personas se sienten
movidas a acudir, instintivamente, a un ser superior, a una mano poderosa, demandando
su auxilio. Recuerdo, a este propósito, cómo un experto profesional de la construcción,
que presumía de ateo teórico y práctico, contemplando una tarde a un grupo de vecinos
cuando salían de la iglesia, me preguntó señalándolos a ellos: «¿Sabe por qué van a misa
todos esos?». Y sin darme opción a responder, se contestó que por el miedo que tienen.
En consecuencia, para algunas personas Dios, su existencia, no va más allá de ser una
ficción, un ansiolítico muy eficaz, una imaginada mano poderosa, que nos pacifica y nos
tranquiliza en los momentos dramáticos que padecemos en un momento de la vida.

Incompatibilidad Dios-hombre
El segundo argumento al que se recurre para rechazar explícitamente la existencia de
Dios es la incompatibilidad que señalan entre la existencia Dios y la del hombre. Se nos
pone ante un dilema: o nos quedamos con Dios o con el hombre.
En su Autobiografía, J. P. Sartre reconoce que el ateísmo es una empresa cruel de
largo alcance. En su drama Diablo y Dios nos pone en la tesitura de acabar con uno o
con otro. En la escena que interpretan un sacerdote renegado y su compañero jugando
una partida de dados, el autor de la obra alude a la ausencia y al silencio de Dios. Se le
ha derrumbado la creencia en la salvación y en la inmortalidad. Comenta que agarró al
Espíritu Santo en la bodega y lo expulsó de allí. Lo describe en estos términos tan
dramáticos:
—Goetz: ¿Por qué este silencio? El que se hizo presente a la burra del profeta, por qué se me niega a

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mostrárseme?
—Heinrich: (Un sacerdote renegado) Porque tú no cuentas.
—Goetz: ¿Quién cuenta, entonces?
—Heinrich: Nadie. El hombre es nada. Y tú lo sabes. Lo sabías cuando los dados. Si no, ¿por qué habías hecho
trampa? Hiciste trampa. Catalina lo vio. Forzaste la voz para cubrir el silencio de Dios. Las órdenes que
pretendes recibir eres tú quien las envía.
—Goetz: Sí, yo. Sólo, yo, cura. Tienes razón. Sólo yo. El cielo ignora mi nombre. A cada momento me
pregunto qué podría ser yo a los ojos de Dios. Ahora sé la respuesta: nada. Dios no me oye. ¿Ves ese vacío por
en_cima de nuestras cabezas? Ese es Dios. La ausencia de Dios. Dios es la soledad de los hombres. Estaba
solo. Yo solo decidí el mal. Sólo yo inventé el bien. Si Dios existe, el hombre es nada. Si el hombre existe,
Dios no existe. ¡Dios no existe¡ ¡Dios ha muerto! ¡Qué verdaderos somos ahora los hombres![281].

Sin embargo, en su momento veremos cómo Teresa de Jesús vivencia la experiencia


contraria en la misma bodega interior. Agarró al Espíritu Santo y confiesa que «desde
aquel día yo quedé tan animosa para dejarlo todo por Dios, que no fue menester
mandármelo más»[282].
Como es fácil advertir, los dos, Sartre y Teresa, entraron en la bodega interior con
suerte distinta. Entró el primero y salió un cadáver. Entró ella y salió una santa. ¿Qué
ocurre allí dentro para que la bodega sea experiencia de muerte o de vida? Quizás que
«ve bien el alma que otro mayor Señor que ella gobierna aquel castillo»[283], y «siente que
están en lo interior de su alma las tres personas divinas, en lo muy interior, en una cosa
muy honda, que no sabe decir cómo es»[284].

El hombre libre crea su propia historia


La presunta incompatibilidad teórica y práctica entre el poder absoluto de Dios y la
libertad del hombre, es otro de los argumentos al que acude el ateísmo sistemático, que
«niega toda dependencia del hombre respecto de Dios». En este largo recorrido de
prescindir de Dios, ahora le toca el turno al tercer argumento que acude a la
imposibilidad de disfrutar de la libertad siendo ella uno de los elementos que dan
consistencia al hombre. Desposeer a la persona de la libertad, equivaldría a que
renunciara a su misma esencia.
Para quienes piensan así, la esencia de la libertad humana consiste en que, por ella, el
hombre se constituye en fin de sí mismo, se considera como único artífice y creador de
su propia historia. Lo cual, si fuera así, no podría compatibilizarse con el reconocimiento
de un Dios que se proclama «autor y fin de todo»[285], también del hombre.
Es preciso, pues, resolver el dilema que, presuntamente, aparece entre un Dios
poderoso y un hombre libre. A los ateos sistemáticos, militantes, les parece lógico que si
existe un Dios absoluto y omnipotente, el hombre no puede considerarse libre, pues se
vería sometido a un poder externo a él, que lo dominaría y lo despersonalizaría.
La razón por la que el hombre goza de libertad creadora –opinan– es porque ese ser
supremo que llaman Dios no existe. ¿Y por qué no puede existir? Muy sencillo: porque
un Dios poderoso, omnipotente, se considera un obstáculo imposible de remover para
que el hombre consiga el deseable desarrollo económico.

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¿Por qué aluden precisamente al desarrollo económico? Sencillamente, porque la
promoción del hombre «se apoya principalmente en su liberación económica y social», y
para conseguir tal promoción económica «la religión, Dios, por su propia naturaleza, es
un obstáculo imposible de evitar». ¿Por qué? Y su respuesta es que «si se orienta el
espíritu humano a esperar una vida futura ilusoria, entonces el hombre se desentendería
de levantar la ciudad temporal»[286].
Si el hombre –siguen razonando–, en cuanto que es un ser terrenal, está vocacionado a
transformar la tierra hasta convertirla en una mansión habitable para todos, Dios, que se
presenta en el mundo pretendiendo ser objetivo exclusivo del quehacer y del trabajo
humano, conseguiría distraer al hombre de su vocación transformadora terrenal con la
finalidad de que se entregara únicamente a su quehacer espiritual. Es tanto como afirmar
que si la persona se dedica a contemplar a Dios, se olvida de transformar la tierra, que es
su cometido prioritario. Y si esto es así, Dios no es un factor que motiva y anima la
redención humana, sino, por el contrario, un obstáculo evidente. Consecuencia, que el
hombre perdería su libertad.
Sabido es que esta es una de las tesis que defendió el materialismo marxista. Karl
Marx se resistía a admitir un Creador por esa misma razón, porque menguaría la libertad
creadora del hombre y este se convertiría en un deudor perpetuo de una fuerza exterior
represora, Dios, que desposeería hombre de su valor más específico, el de la libertad.

Dios espera a la puerta


Reflexionando sobre el retorno a Dios de los no creyentes, lo primero que procede es
determinar quién es el que, en realidad, se ha ausentado, quién se ha marchado: Dios o el
hombre. ¿Quién es el que debe volver, Dios al hombre o el hombre a Dios? ¿Se
encuentra el hombre desamparado, sin Dios, porque este se ocultó o, por el contrario,
Dios se encuentra sentado en el poyo de la puerta esperando que el hijo alejado retorne a
la casa paterna?
Jesús se interesó por perfilarnos en una bellísima parábola un tipo de Padre
bondadoso, misericordioso, que se desvivía por el bienestar material y familiar de los
dos hijos. Dos hijos que eran las dos niñas de sus ojos. Uno de ellos, el pequeño, prefirió
abandonar libre y caprichosamente la casa paterna para iniciar otro estilo de vida lejos de
allí. Y lo consiguió con el mayor respeto y ternura del padre. Incluso este accedió a
adelantarle la parte de la herencia que aún no le pertenecía.
Ninguna oposición, ningún reparo por parte del padre a la marcha del hijo.
Respetuoso con la determinación que tomó en uso de la libertad que le pertenecía, el
padre se limitó a consentir amargamente aquella decisión tomada contra su voluntad.
Sólo unas lágrimas humedecieron el rostro cuando la mirada ya no alcanzaba a ver al
hijo que se alejaba, con el sentimiento de frustración que aflora en esas circunstancias al
corazón de los padres que han desgastado la vida en aras del crecimiento de los hijos.
Desde aquel día funesto, el padre eligió como asiento preferido el poyo de la puerta
esperando el pronto retorno del hijo querido. Aquel acontecimiento familiar no deseado

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le obligó a ensayar otro modo de ser padre. Además de su trabajo en el campo y de
cuidar el ganado, se sentaba sobre el poyo de la puerta a esperar el deseado retorno del
hijo perdido. Porque ¿qué razón había para que no volviera? Ninguna. Por eso, los
padres pasan los días y las noches abrazados a la esperanza.
Desde el cielo, el Señor observa constantemente a los hombres de la tierra y está cerca
de los que tienen roto el corazón. Es este un sentimiento del salmista, que Teresa de
Jesús traduce con el entrañable «mira que Dios te mira». Y sugiere a sus hijas que «se
imaginen al Señor junto a ellas y que miren con qué amor y humildad las está
enseñando»[287]. También al padre bondadoso se le había roto el corazón, pero mantenía
los ojos esperanzados de llegar a contemplar el día menos pensado a un hijo famélico y
harapiento que buscaba el regazo paterno. ¿Por qué no?
Porque la parábola del hijo pródigo es la metáfora que se le ocurrió a Jesús para eso,
para pintarnos la silueta de un padre con rostro de viejo tierno y de entrañas siempre
abiertas como la puerta de casa. El padre tenía derecho a sospechar que su hijo había
guardado en su alforja no sólo su dinero y su libertad, sino también la imagen de un
padre que se había desvivido para que su infancia y adolescencia trascurrieran en gozo y
alegría. Como Teresa recordaría a sus monjas, «no es poco bien y regalo del discípulo
ver que el maestro las ama»[288].
Cuando, un mal día, revolviendo en la mochila, no encontró ni un coscurro de pan ni
dinero para comprarlo, lo que sí vio, junto a una libertad ajada, fue el rostro del padre
que abandonó y que, por qué no, lo esperaría sentado en el poyo de la puerta, por la que
tantas veces había entrado y salido. El constante amor del padre no olvidado por el hijo,
bastaría para que se despertara en él la necesidad del retorno.

Pedagogía teresiana de la fe
Aunque muy someramente, como procedía en este caso, he pretendido ofrecer una
panorámica de uno de los problemas que más preocupan hoy en el campo religioso, el
del ateísmo, manifestado en una doble ladera: la del ateísmo psicológico y la del ateísmo
sistemático.
Considero el ateísmo psicológico como un ateísmo práctico, no especulativo, es decir,
que aunque no se niegue la existencia de Dios, sin embargo, el creyente vive la fe de un
modo mortecino, esporádico, circunstancial, sin que influya, o influya poco, en su
comportamiento diario, debido a que no percibe la presencia de Dios en su vida. Por el
contrario, como queda anotado ya, el ateísmo sistemático, militante, niega teórica y
prácticamente la existencia de Dios.
La pregunta que alcanza a los epígrafes que siguen es cómo se puede conseguir, por
una parte, el retorno a Dios de los débiles en la fe, de los ateos psicológicos, y cómo, por
otra, se negociaría el encuentro con Dios de los alejados, de los ateos sistemáticos.
Distingo, pues, dos supuestos, el retorno a Dios de los débiles en la fe y el encuentro de
los ateos militantes o sistemáticos. Retornan a Dios quienes viven su fe tibiamente, los
psicológicamente ateos. Por el contrario, se encuentran con él quienes, después de haber

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profesado el ateísmo sistemático, alejados teórica y prácticamente de la casa paterna, un
feliz día tienen la suerte de sentirse creyentes.
Es obvio pensar que por la mente de la madre Teresa no cruzó ni la más mínima idea
de elaborar una pastoral sistemática del retorno o del encuentro para acercar a los que
hoy calificamos como alejados de Dios o de la Iglesia católica. No, evidentemente. Sin
embargo, sí hallamos en los escritos y en la práctica educativa teresiana tres datos
importantes que nos permiten calificarlos como elementos integrantes de la que se nos
puede proponerse como una admirable pedagogía de la fe. Estos datos son:
– el análisis previo que hace Teresa de los hechos y de las situaciones personales a
las que han llegado los alejados y que los impide vivir la fe con más fervor;
– las razones o los caminos que han ido recorriendo hasta llegar a esa situación;
– la metodología que la madre Teresa sugiere para alcanzar los objetivos deseados.
Vamos, pues, a profundizar en el campo concreto de la pedagogía teresiana de la fe,
en la que me ha interesado conocer cómo programa Teresa el retorno a Dios de los
débiles en la fe y el encuentro de los alejados, con qué maestría analiza las causas que
han conducido a ese estado de cosas y qué remedios propone para reanimar la fe. ¿Es
verdad que Dios funciona como un mero ansiolítico que tomamos como remedio eficaz
en los momentos de especial dificultad? ¿Es posible la compatibilidad entre el Dios
todopoderoso y el hombre libre? ¿Cómo se consigue?

Convenir el retorno del alejado


Comenzamos planteando, en primer lugar, el tema del retorno de los alejados. Nos
referiremos, pues, al modo que propone Teresa para conseguir que los débiles en la fe,
los practicantes tibios, los que apellidamos ateos psicológicos, se decidan a vivir en la
casa del Padre con una familiaridad más entrañable y afectuosa.
Teresa, en su rol de educadora admirable, comienza ofreciéndonos un ejemplo muy
cercano y muy aleccionador, que nos servirá de marco pedagógico a lo largo de la
reflexión que pretendo hilvanar. Imagina el alma como una esposa que se ha marchado
de casa hace muchos años y desea reencontrarse con el esposo, en este caso con Dios.
Pues bien, partiendo de este sencillo recurso literario, discurre y ofrece unas pistas a sus
monjas para que descubran el camino adecuado que propiciará el retorno del alma.
En primer lugar, les hace notar que «hasta que la esposa quiera tornar a su casa, es
menester mucho saberlo negociar». Se trata, pues, de diseñar un retorno que, de entrada,
exigirá aceptar un diálogo constructivo entre las dos partes contendientes con el
presumible tira y afloja. Como les había comentado reiteradamente, las hermanas deben
recordar que a Dios no se llega «a fuerza de brazos», es decir, con las solas razones que
aporta la dialéctica humana.
Aparecen dos temas sobre los que es preciso «saber negociar». En primer lugar, que
la esposa alejada «torne a tomar amor a su marido», recupere el amor deteriorado, y,
después, «que se acostumbre a estar en su casa». Como es fácil suponer, para llevar a

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buen término este complicado empeño «es menester mucho artificio», mucha habilidad.
Pero este es sólo el primer paso, muy importante, pero no suficiente. Se pretende
conseguir que, como decimos en lenguaje coloquial, se arreglen los platos rotos, de tal
manera que la esposa llegue a encontrarse cómoda en la casa que abandonó. Teresa
insiste en que para que este empeño del retorno sea eficaz, «es menester mucho
artificio».
Como es fácil advertir, en este planteamiento del retorno, aparentemente tan obvio, la
madre Teresa demuestra poseer un sentido educativo admirablemente exquisito, que
cuida la psicología de los implicados, las razones que determinaron el abandono de la
casa y las dos condiciones del retorno: recuperar el amor y la posibilidad de encontrar la
felicidad en la casa abandonada.

Recuperar el amor
¿Cómo recuperar el amor perdido o debilitado? Volviendo a la parábola del hijo pródigo,
del padre bondadoso, es consolador sospechar que aunque el hijo abandone la casa
paterna, no olvidará, sin embargo, el rostro amoroso del padre. En realidad, la
determinación de marcharse de casa no implicaba renunciar al corazón del padre. Qué
atinadamente expresa Teresa la bondad del Dios Padre recordando que «también están
junto a mí los que me ofenden, aunque no quieren»[289]. El Señor no abandona a los que se
alejan de él.
Nunca la lejanía del creyente tibio, del pródigo, será tanta que no eche de menos las
caricias del padre, del Padre, al menos en los días oscuros de soledad amarga. Y su
recuerdo, aunque no sepa cómo, «no le deja de aprovechar» porque permanece siempre
en su corazón. Y a este propósito, traigo a la memoria un ejemplo que se le ocurre a
Teresa porque ilumina la permanencia del amor paterno hacia el hijo alejado,
inadvertida, quizás, por él. Escribe que «si en una habitación de oro tenemos una piedra
preciosa de grandísimo valor y virtudes, sabemos certísimo que está allí, aunque nunca
la veamos; y las virtudes de la piedra no nos dejan de aprovechar, si la traemos con
nosotros. Aunque nunca la hayamos visto, no por eso la dejamos de apreciar, porque por
experiencia hemos visto que nos ha sanado de algunas enfermedades para las que es
apropiada»[290].
En realidad, cuando las cosas nos vienen mal rodadas porque no han sucedido como
las habíamos deseado, volvemos sobre nosotros mismos en una justificada pretensión de
encontrar explicaciones a los sucesos. De hecho, el hijo pródigo, en un momento de
especial dificultad para la supervivencia, se paró a tomar conciencia de su situación y a
imaginar posibles soluciones. Inconscientemente, el permanente amor del padre seguía
trabajando su corazón y le ayudó a caer en la cuenta de que algo no cuadraba en el
percance del abandono de la casa paterna.
El primer paso que facilitó la recuperación del amor del pequeño pródigo al padre, fue
el hecho de repasar la historia que había vivido en una familia tan gratificante como la
suya. Y es esta oportuna reflexión del pródigo la que aprovecha la madre Teresa para

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invitar a los alejados de Dios a «entrar dentro de sí», a «volver la cabeza hacia sí», a
«entender su miseria»[291], pues «es cosa tan importante este conocernos que no querría en
ello hubiese jamás relajación»[292].
Teresa de Jesús advierte que «pensar que hemos de entrar en la casa del padre sin
entrar en nosotros para conocernos y considerar nuestra miseria y lo que debemos a
Dios, al padre, es un desatino»[293]. Lo contrario, aceptar nuestra infidelidad teniendo
como fondo el amor tierno que el padre nos mantiene, es el camino adecuado para que
renazca el amor hacia él.

Añorar la casa del padre


Como la esposa que abandonó al marido le exige, para su retorno, que se procuren las
condiciones que garantizarán su bienestar en la casa que compartieron, así conviene que
el alejado de Dios, el hijo pródigo, mire por el retrovisor del tiempo para recordar lo bien
que se vivía en la casa del padre y así se despierte en él la añoranza del pronto retorno.
Distraído y tentado a correr ciertas aventuras, el hijo abandonó la casa paterna sin
saber qué perdía y sin sospechar la soledad y el hambre que lo esperaban. Parece mentira
que tenga que mordernos la enfermedad para que valoremos la salud, pero sucede así. El
hijo no acertó a descubrir, ni a sentir ni a valorar lo que significaba habitar en la casa
paterna hasta que se vio lejos de ella.
Siguiendo el paralelismo entre el hijo que abandona la casa paterna porque no
descubrió la riqueza del calor familiar y el alma que se aleja de Dios por no conocerlo
mejor, la madre Teresa confirma que, efectivamente, porque el alma no percibió la
presencia luminosa que Dios mantiene en ella, se alejó de él. Lo describe muy a
propósito con este sencillo ejemplo: «Aunque todavía esté en el centro del alma el sol
que le da tanto resplandor, de manera que podría gozar de su Majestad igual que el
cristal puede hacer que resplandezca en él la luz que recibe del sol, sin embargo, ocurre
que ninguna cosa le aprovecha al alma, porque no participa de la luz del sol»[294], porque
«el alma no se hace capaz de recibir la luz»[295].
Llegados aquí, el tema que resulta clave ahora para Teresa es el de averiguar las
causas que influyeron para que no pocos creyentes se hayan alejado de Dios y vivan en
la tibieza y abandono espiritual, situación que califico como de ateísmo psicológico.
Pues bien, la reflexión que se hace Teresa sobre el particular, y que nos ofrece nada
menos que siete pistas para descubrir, o al menos para sospechar, la respuesta, es la
siguiente:
– La desinformación que tenemos sobre la hermosura del alma, que está «criada a
imagen y semejanza de Dios y es el paraíso donde tiene sus deleites»[296]. Y la
consecuencia de este desinterés por «saber quién somos», es que «le ponemos muchos
tropiezos y no ponemos nada en quitarlos para que venga a nosotros»[297].
– La tierra que se lleva en los ojos. Con el frecuente recurso a la metáfora, comenta

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que el alma no percibe a Dios porque «tantas cosas malas de culebras y víboras que
entraron en el alma no dejan advertir la luz. Es como si uno entrase en una parte adonde
entra mucho sol y llevase tierra en los ojos que casi no los puede abrir; la habitación está
clara, pero no se goza de la luz por el impedimento que le hace la tierra en los ojos para
no ver»[298].
– El rayo de luz que cae sobre el cristal en cuya superficie hay un poco de pez. Es
lógico que «no es por falta de la luz del sol que no resplandezca esa luz cuando cae sobre
el pedazo de pez que cubre el cristal». Es imposible que, en esas condiciones adversas, el
cristal reciba la luz.
– El estado de pecado. Con qué seguridad escribe que «del alma que no está en gracia
os confieso que si no recibe la luz no es por falta del Sol de Justicia que está en ella
dándole ser, sino porque ella no es capaz de recibir la luz»[299]. Y lo confirma con otro
ejemplo, pues se me dio a entender que «estar un alma en pecado mortal es como
cubrirse un espejo de gran niebla y quedar muy negro, y así no se puede representar ni
ver este Señor, aunque esté siempre presente dándonos el ser; y que los herejes es como
si el espejo fuese quebrado, porque está muy oscurecido»[300].
– El polvo de nuestras debilidades. Me parece que «entendí que es tanto el polvo de
nuestra miseria y faltas y estorbos en que nos tornamos a enfoscar, que no sería posible
que el alma esté con la limpieza con la que debe estar el espíritu cuando se junta con el
de Dios»[301].
– La mano escondida ante el fuego. Aunque «el fuego sea muy grande, si os llegáis a
él con las manos escondidas, mal os podéis calentar; os quedaréis frío. El calor sólo
alcanza estando cerca. Otra cosa es si queréis llegar a él, porque si el alma está dispuesta,
una sola centellita que salte, la abrasará toda. Y nos va tanto, hijas, en disponernos para
esto, que no os espantéis lo diga muchas veces»[302].
– El paño negro sobre el cristal. Se ha de considerar «aquí que la fuente y aquel sol
resplandeciente que están en el centro del alma no pierde su resplandor y hermosura.
Pero si sobre un cristal que está al sol se pusiese un paño muy negro, claro está que,
aunque el sol dé en él, su claridad no hará operación en el cristal»[303].
Expuestas las razones que explican por qué tantos creyentes se alejaron prácticamente
de Dios y viven con tibieza la fe que recibieron en el bautismo, la madre Teresa se
extraña de que «no procuren quitar la pez que hace opaco el cristal»[304]. El pequeño
pródigo se esforzó por quitarla y eso le devolvió la luz que le movió a retornar a la casa
paterna. Su decisión fue firme, irrevocable: «iré a mi padre». Y es que «cuando las
manchas del corazón están lavadas, se aviva la luz de tu sol»[305].
Consciente y purificado de sus miserias, el pequeño pródigo, el creyente tibio, el ateo
psicológico, recupera la confianza de que «es llamado como hijo a la unión con Dios y a
la participación de su felicidad»[306]. De hecho, cuando el porquerillo se muere de hambre
y toma conciencia de su comportamiento egoísta, y cuando el alma del ateo psicológico
reflexiona sobre «la ceguedad y el mal gobierno en que viven los sentidos y las

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potencias»[307], vuelve a ellos la añoranza de la casa que abandonaron, lo bien que les iba
en ella, preparan la mochilla y emprenden el camino de vuelta.
Posiblemente hayamos experimentado que en las circunstancias límites «Dios llama
al hombre a pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde de la verdad»[308]. Y
la realidad es que, y esta es la oportuna moraleja, no se trata de que Dios venga a
nosotros, porque nunca nos abandonó, sino de que los pródigos, los débiles, los ateos
psicológicos, se dispongan a percibirlo presente en el alma.
El último paso que da el hijo prodigo, y que deben dar los creyentes alejados, para
comenzar el camino de retorno y volver a cruzar la puerta de la casa paterna, es rezar y
orar en lo escondido del corazón. A este propósito, la madre Teresa comenta que «a
cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en el castillo del alma es la oración con
consideración»[309]. Las puertas de la casa del pequeño porquero comienzan a abrirse al
ritmo de su oración filial: «Iré a mi padre y le diré: “Padre, pequé contra el cielo y contra
ti, yo no soy digno de que me llames hijo tuyo”».
¿Y en qué consiste esta consideración teresiana que debe practicar el alma? Pues,
sencillamente, en copiar la conducta que siguió el pequeño pródigo, es decir, en tomar
conciencia de «con quién habla y lo qué pide y quién es quien pide y a quién». El
porquerillo improvisado, el hijo caprichoso, se imaginó que hablaba con un padre de
rostro bondadoso, le pidió perdón y le rogó ser admitido, al menos, como si se tratara de
un obrero más.
Eso sí, el ensayo de oración del pequeño pródigo se escribe y se graba en su alma con
el punzón del perdón: «He pecado contra el cielo y contra ti». Y es un perdón que
rezuma ternura, verdad y humildad emocionantes. Deja claro al padre que lo ha
malgastado y perdido todo, menos la conciencia de hijo. Y sabe que ahora no vuelve a su
casa, sino a la morada de su padre. Más aún, al corazón del padre.
Así diseña Teresa de Jesús el camino del deseado retorno de los creyentes tibios que
se encuentran alejados de Dios, de la casa paterna. Les sugiere que reconozcan que se les
ha enfriado el amor porque han consentido a sus caprichos, a sus aventuras, a los
pequeños vicios que los han separado de Dios. Les recuerda, al mismo tiempo, que Dios
los ama, que su casa, la Iglesia, permanece con las puertas abiertas.
Posiblemente, cada uno sabrá, otros modos de pastoral que no tengan como nervio
este diseño teresiano, tan admirablemente secuenciado desde la psicología y la gracia,
sirvan para agradar, para entretener, para disimular, pero no para retornar con esperanza
jubilosa a la cada del Padre.

Negociar el encuentro del ateo


En unos tiempos como los nuestros en que se evidencia cierta resistencia social a valorar
en su justa medida tanto a Dios como al hombre, es de agradecer el hecho de atreverse a
afirmar «que Dios existe, que el hombre es algo más que hombre»[310]. Pues bien, es ese
plus de hombre que sugiere Kierkegaard, es el que Dios reveló a Teresa de Jesús y que
ella incorporó como nervio fundamental a su antropología.

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Para empezar a reflexionar sobre la pedagogía teresiana que orienta el modo de
procurar el encuentro con Dios de quienes se confiesan ateos sistemáticos, militantes, me
ha parecido interesante recordar la pregunta que se formula Jürgen Moltmann, teólogo y
ejemplar creyente, desde su profunda experiencia de Dios. Se cuestiona qué es lo que
ocurre primero en el no creyente, el sentimiento de que Dios existe, y después aparecen
las razones que lo confirman, o, por el contrario, se da un razonamiento previo que es el
que conduce al posterior sentimiento[311].
En general, según la opinión del teólogo citado, «parece que en las cuestiones de fe, el
amor es el que crea las razones». El amor, el corazón, es el que abre el camino a la razón,
a la cabeza. Y si recordamos bien, la opinión de Moltmann coincide con el sentir de la
madre Teresa, a quien su experiencia espiritual la ha convencido de que «a Dios Padre
no se llega a fuerza de brazos», de razones, de silogismos, porque Dios no es una simple
«x» que puede despejar la simple inteligencia. Si así fuera, todos los intelectuales
habrían despejado esa «x» y serían los creyentes más convencidos.
En realidad, no sólo en las cuestiones de fe, sino también en los flechazos amorosos,
sucede lo mismo. Un joven y una joven, por ejemplo, se cruzan, se miran, y sin saber por
qué acusan el célebre «flechazo», y después, con la serenidad y frialdad que aporta el
paso del tiempo, comienzan a sospechar las razones que justificaron aquel inolvidable
flechazo.
De hecho, cuando se lee la historia de los numerosos convertidos del siglo XX,
muchos de ellos considerados intelectuales que elaboraron pensamiento sólido, a uno le
queda la certeza de que, efectivamente, recibieron un rayo de luz que tenía más de golpe
amoroso que de fría lógica. Por eso hablan de una experiencia interior inefable, de una
descarga de luz difícil de describir.
Leyendo con reposo los escritos de la madre Teresa, se observa con qué sabiduría
sugería a sus monjas que gastaran el tiempo más en mirar al Señor, que en
conceptualizarlo. La morada más aparente para Dios es el corazón, no la cabeza. Digo la
más aparente, no la exclusiva. Y lo afirmo porque, en realidad de verdad, él se nos ha
revelado como Amor.
Las expresiones teresianas no dejan lugar a duda en este campo, puesto que no pide a
sus monjas «que piensen en Él, ni que saquen muchos conceptos, ni que hagan grandes y
delicadas consideraciones en su entendimiento; no quiero más que le miréis, pues nunca
quita vuestro Esposo los ojos de vos»[312]. Ella sabe muy bien que la oración, por la que se
siente la cercanía de Dios y a Dios, es sólo tarea de los enamorados.
Al Dios Padre no se le encuentra siguiendo la primacía del método discursivo como
quien trata de despejar una incógnita, no por el camino del razonamiento que nos
desvela, como decimos, el valor de la «x», aunque, eso sí, cuidado, la inteligencia se
reserve su trabajo específico, que consiste en hacer un poquito de luz, la que le sea
posible, en torno a la existencia del Dios creador, pero no entorno al Dios revelado, al
Dios Padre, que es el que emociona y propicia la conversión.
Continuamos, pues, investigando ahora cómo responde Teresa a las tres cuestiones en
las que los ateos militantes, sistemáticos, ponen su basamento para negar la existencia de

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Dios, que Dios es un mero ansiolítico, que su existencia es incompatible con la
existencia del hombre y que su poder absoluto impide la libertad del hombre.

Dios no es un mero ansiolítico


Es innegable que la experiencia, sea personal o ajena, nos demuestra en cada momento
que la persona es un ser débil, inseguro, miedoso, necesitado de una apoyatura y de un
respaldo muy superior a él que le haga sentirse acogido y amparado. Esto es así. Por eso,
situaciones como la muerte que arrebata la vida de un ser muy querido, o la naturaleza
enfurecida que, en un abrir y cerrar de ojos, arrasa las pocas posesiones de una familia, le
hacen sentirse impotente e incapaz, y ello le fuerza a acudir, instintivamente, a un ser
superior, a una mano poderosa que lo proteja. Y esta es una experiencia de alcance
universal.
A mi parecer, conviene, sin embargo, matizar la diferencia que se percibe entre la
actitud de una persona creyente y de otra no creyente cuando las dos acuden en demanda
de esa mano poderosa. Para el no creyente, se trata de un dios ficticio, irreal, que, en
circunstancias de acoso irresistible, lo imagina y lo personaliza como un ser superior a él
y lo reviste de los atributos que puedan redimirle de la circunstancia de grave riesgo en
la que se encuentra. Pero finalizado el dramatismo puntual, el no creyente retorna a la
rutina del olvido. Se trataba, pues, de la ficción de un ser superior, de un dios fantasma.
Para el creyente, por el contrario, esa mano poderosa es el Dios que se le ha revelado
al hombre como un Padre bondadoso, que vigila su vida con más solicitud que lo hace
con los pájaros del cielo y con los lirios del campo. Dios es, pues, una realidad viviente,
un alguien poderoso, cuya imagen la madre Teresa llevaba grabada en la piel del alma.
Había logrado convertir en certeza la sugerencia que hacía sus monjas, que «siempre
tengamos memoria de que tenemos de Dios el ser, y que nos crió de la nonada»[313], y
sentía cómo «el Sol de Justicia, el Señor, está siempre presente en el alma dándonos el
ser».
Para Teresa, Dios es el ser grande, infinito, que sustancia y configura nuestro ser
contingente y menudo. Nuestro ser de persona nos remite existencialmente a otro Ser
que es su fuente y la cantera de la que procede y en la que se sostiene. Como escribió san
Agustín, y ella pudo leerlo, «yo no existiría si tú no estuvieras en mí»[314]. La vida
inquieta y buscadora de Agustín como la de Teresa no se pudo sustentar ni permanecer
de pie a base de ansiolíticos.
¡Qué lejos queda la solidez granítica de la historia espiritual teresiana de esa
ocurrencia positivista ansiolítica! Teresa experimentó hasta en su mismo cuerpo la paz
que derramaba en el alma la presencia ardiente de Dios. Admirablemente describió cómo
se expanden por todo el cuerpo los efectos «del vino» con el que el Esposo regala a la
esposa en la morada centro del alma, en la bodega esponsal, al comentar que «bebiendo
el alma del vino de esta bodega adonde la ha traído el Esposo, redunda en el flaco
cuerpo, como sucede acá con el manjar que se pone en el estómago y da fuerza a la
cabeza y a todo él»[315]. El ejemplo es sencillo, inteligible y válido.

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Aunque Teresa de Jesús no nos hubiera comunicado sus experiencias del Dios
viviente, sin embargo, el trabajo sobrehumano que llevó a cabo, el ajetreo que supuso
para una mujer siempre enferma transitar por media España en carreta, soportar con
actitud pacífica las persecuciones, las injurias, las amenazas, las calumnias y las
adversidades de unos y otros, nos obligarían a aceptar la presencia en su vida no de una
mano poderosa, sino la fuerza de un ser real que sostenía la debilidad de su ser diminuto.

Compatibilidad Dios-hombre
Dios y el hombre son, en ellos y para ellos, dos seres vivos, animados. Y no dos
vivientes cualquiera, independientes, que si no se estorban es porque no se comunican,
sino todo lo contrario: aparecen como vivientes compatibles el uno con el otro. Más aún,
no sólo son compatibles, sino que comparten su vida, son convivientes.
Teresa de Jesús es consciente de que no puede presumir de letrada porque, además de
impedírselo su condición de mujer, no está intelectualmente preparada, porque no viene
de la Universidad, como sí sucedía con Juan de la Cruz. Por ello, no gasta el tiempo en
especulaciones abstractas, filosóficas o teológicas. Su fuente de información, de
transmisión de verdades, de certezas, es otra, la de la oración, la del trato amistoso con el
Señor.
Las afirmaciones que hace, las orientaciones que ofrece a las personas que se acercan
demandando su consejo, las avala siempre con su experiencia personal. De lo que sé por
experiencia, hablo, repetía con frecuencia. Y fue la experiencia espiritual la que la llevó
a que se autopercibiera como una persona habitada por Dios. No sólo cercana a él, sino
transida por él. No creáis, hermanas, que estamos huecas en lo interior, comentaba a sus
monjas, «porque no se puede dudar de que está la Trinidad por presencia y por potencia
y esencia en nuestras almas»[316]. Bastaría, pues, esta afirmación experiencial teresiana
para responder afirmativamente al tema de la compatibilidad o incompatibilidad del
hombre y Dios que ahora nos ocupa.
Es evidente, pues, para la madre Teresa que Dios no es una fuerza opresora, exterior
al hombre, que obstaculiza su desarrollo humano, sino una realidad interior que activa al
máximo y ennoblece las capacidades de las que está dotado. A este propósito, es
contundente el texto en el que nos afirma no sólo la compatibilidad entre hombre y Dios,
sino, más aún, que su convivencia es pacífica y enriquecedora.
Su comentario es admirable y aleccionador: «Dios no ha de forzar nuestra voluntad,
toma lo que le dan, pero nuestro entendimiento y voluntad se hacen más nobles y más
aparejados para todo bien; de lo contrario, metidos siempre en la miseria de nuestra
tierra, nunca la corriente saldrá del cieno de temores, de pusilanimidades y de
cobardías»[317].
La presencia de Dios, pues, en el hombre no sólo no frena y no obstaculiza su
crecimiento interior, sino que, incluso, lo favorece y lo dignifica. De ningún modo
comparte el comentario excéntrico de Martín Lutero de que «la voluntad humana está
puesta entre Dios y Satán como si fuera un asno. Si es Dios el que se monta en ella, la

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voluntad quiere lo que Dios quiere y a adonde Dios quiere. O lo contrario. No está al
alcance de la voluntad humana buscar a uno de los dos jinetes. Son los jinetes los que la
buscan a ella»[318]. Obviamente, la madre Teresa, apoyada como siempre en su personal
experiencia, apuesta por la realidad contraria, es decir, que es la voluntad de la persona
la que elige libremente el jinete sobre el que cabalgar.
Considera la madre Teresa, porque así lo vive, que Dios es un buen vecino, puesto
que «se siente una suavidad en lo interior del alma tan grande, que se da bien a entender
que nuestro Señor es vecino del alma. Conforta todo el hombre interior y exterior, como
si le echasen en los tuétanos una unción suavísima. El alma se ve criada y mejorada»[319].
Para ella, no sólo es compatible la convivencia entre Dios y el alma, sino que la persona
se enriquece con su presencia activa y constructiva.
A este propósito, Juan de la Cruz es un apoyo claro del convencimiento y de la
experiencia que expresa Teresa de Jesús. En su exposición sobre las nadas que purifican
el alma y que, aparentemente, mal interpretadas, anulan la personalidad, nos confirma el
Santo que las nadas que comenta son como una muerte que da vida. Se trata de un morir
vivificador, puesto que «Dios beneficia al alma limpiándola y curándola con una lejía
fuerte y una purga amarga para irla vistiendo de nuevo, desnudándola de su antiguo
pellejo. Y de este modo, se le renueva su juventud, como sucede con el águila»[320], pues
aparece Dios como un vecino del hombre cuidadoso de su salud y de su bienestar.
Continúa explicando Juan de la Cruz cómo la presencia de Dios en el hombre es una
presencia rejuvenecedora, porque en la medida en que «el alma niega sus deseos, en esa
misma medida hallará lo que desea su corazón»[321], y «sería lastimoso que por comer el
alma un bocadillo de gusto en las criaturas, se privase de que la coma Dios a ella,
sometiéndola a un proceso de humanización y de encuentro consigo misma, de modo
que el obrar humano se ha vuelto divino»[322]. Por el encuentro de Dios con el alma «se
hace cesar, desaparecer, lo que de hombre viejo había en nosotros, vistiéndonos de la
habilidad sobrenatural en todas las potencias, de manera que el obrar humano se ha
vuelto divino»[323].
Tomás de Aquino insiste en que la gracia sobrenatural, es decir, la presencia divina en
la persona, no sólo no desnaturaliza la voluntad del hombre, sino que la dignifica y la
dispone mejor.
No dudamos, pues, que la antropología teresiana mantiene activos y compatibles los
dos polos del binomio Dios-hombre. No es necesario que se proclame la muerte de Dios
ni que se secularice la cultura y la ciencia, como exigieron algunos pensadores del siglo
pasado, para que se mantenga a salvo la dignidad humana. Por el contrario, la historia es
un notario que da suficiente fe de lo contrario, de que con la presunta muerte de Dios, el
hombre no hereda legado alguno que le beneficie.
Dios es un Dios de amor que contagia el amor, y sabemos que el verdadero amor hace
semejantes a los amantes, pues de estos «se puede decir que cada uno es el otro y que
ambos son uno. La razón es porque en la unión y transformación de amor, el uno da
posesión al otro, y cada uno se deja y da y trueca por el otro; y así, cada uno vive en el

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otro, y entrambos son uno por transformación de amor»[324].
El hombre no debe temer su compatibilidad con Dios ni a que habite en él, pues
«jamás la persona se posee a sí mismo tanto como cuando se abandona al Dios vivo»[325].
Y, como apostilla Teresa, «nuestro entendimiento y voluntad se hacen más aparejados
para todo bien tratando de sí con Dios»[326], pues «hay otra cosa más preciosa dentro de
nosotras que lo que vemos por fuera. No nos imaginemos huecas en lo interior, que
importa mucho; tengo por imposible, si trajéremos cuidado de pensar que tenemos tal
huésped dentro, que nos diésemos tanto a las vanidades y cosas del mundo, porque
veríamos cuán bajas son para las que dentro poseemos»[327].
Sin reparo a repetir la idea de la madre Teresa, recordemos su convencimiento de que
el «entrar dentro de sí», el «volver la cabeza hacia sí» y «entender nuestra miseria»[328], es
uno de los secretos que puede colaborar a confirmar la buena convivencia y la ejemplar
vecindad que se advierte entre Dios y el hombre. Y para avalar su experiencia, acude a
san Agustín que escribió que «ni en las plazas, ni en los contentos, ni por ninguna parte
que le buscaba le hallaba como dentro de él»[329].

Compatibilidad de las dos libertades


Dios respeta todas nuestras posibilidades y los límites de nuestras orillas por la sencilla
razón de que respeta nuestra libertad. Se acerca a nosotros como un río caudaloso, que
está dispuesto a incrementar el cauce del nuestro, pero sin que inunde y destroce los
márgenes y las orillas, que son nuestra libertad y nuestra responsabilidad.
La libertad no es un privilegio político ni social, sino la vocación radical del hombre.
Ella es la que, como escribió Tomás de Aquino, le constituye en señor de sus actos[330]. Y
es que por el acto libre nos constituimos en personas, y eso justifica el que «estemos
llamados y condenados a ser libres», y que «no seamos libres de no ser libres», precisas
y bellas expresiones de Emmanuel Mounier y de Ortega y Gasset. Hombre y libertad se
superponen.
Si estas afirmaciones tan definitivas sobre la libertad del hombre no son puro
nominalismo, un juego de palabras, sino que definen una realidad antropológica
fundamental, entonces el tema de si son compatibles o no las dos libertades, la de Dios y
la del hombre, es una cuestión que reclama nuestra atención. Y nos importa mucho
conocer cómo lo resuelve Teresa de Jesús.
El punto de arranque de la madre Teresa es que «a mi parecer, jamás nos acabamos de
conocer si no procuramos conocer a Dios. Mirando su grandeza, acudimos a nuestra
bajeza y mirando su limpieza, vemos nuestra suciedad»[331], pues «su Majestad ha sido el
libro verdadero adonde he visto las verdades»[332]. Entre las verdades que ha descubierto
en el libro de su Majestad, ¿hay alguna que certifique la compatibilidad entre la libertad
de Dios y la del hombre?
Si Dios es el espejo que, cuando nos miramos en él, nos devuelve nuestra verdadera
imagen, en buena lógica se deduce que el hombre llegará a conocerse bien sólo cuando

103
acierte a situarse delante de ese espejo. Y en este supuesto, seguimos preguntando si la
imagen que se nos devuelve cuando nos contemplamos en Dios, es la imagen de un
hombre verdaderamente libre.
La madre Teresa es tajante en afirmarlo. Prueba de ello es que cuando se dirige a Dios
como a su Señor, lo hace reconociendo que «consigo trae la libertad, y como nos ama, se
hace a nuestra medida. Por eso digo que trae el Señor consigo la libertad, pues tiene el
poder de hacer grande este palacio»[333]. No es posible confirmar de modo más explícito y
con menos palabras la compatibilidad de las dos libertades.
Con evidente frecuencia, hace referencia al poder y a la fortaleza que deja en el alma
el señorío divino, gracias a los cuales consigue poner en práctica y hacer real el ejercicio
de la libertad, que necesitaba para llevar a buen término una decisión que había tomado,
y que no siempre le resultaba fácil. Es el mensaje que nos comunica cuando escribe que
«me dio el Señor libertad y fuerza para ponerlo por obra»[334], para hacer lo que pretendía,
o, al menos, para «que yo diga que lo hagan los que verdaderamente disfrutan de tal
libertad»[335].
Importa tener en cuenta que, aunque el Señor ha cautivado la atención de Teresa de
Jesús con el amor exquisito que le muestra, sin embargo, Dios respeta siempre su
libertad para que, si es su deseo, ame otra cosa que no sea él, pues «según somos, si no
nos dan lo que queremos, con este libre albedrío que tenemos, no admitiremos lo que el
Señor nos diere»[336]. Como advertimos, no se limita a hacer un reconocimiento explícito
del propio albedrío, sino que, precisamente por él, se reconoce libre para admitir o
rechazar la voluntad de Dios.
La liberación más radical que puede conseguir el hombre es la de las esclavitudes que
más le impiden ser libre, por ejemplo, el instinto irracional, las tendencias innatas de
poder, de dominio, de orgullo, de soberbia. Más aún, liberarse, incluso, de la libertad mal
ejercida, mal empleada, del «albedrío que es esclavo de la misma libertad»[337]. Por eso,
cuando la madre Teresa se siente libre de esos instintos profundos que la podían separar
de Dios, es decir, en el momento en que se ve libre de ella misma, es cuando se muestra
agradecida porque «el Señor me libró de mí»[338]. Este es el modo superlativo como ella
confirma la compatibilidad de las dos libertades.
Encontramos, sin embargo, algunos modos de expresarse que pueden crear cierta
perplejidad sobre el tema que nos ocupa, si no se dominan con cierta habilidad los textos
y contextos de sus escritos. Es lo que ocurre en expresiones como la siguiente, en la que
confiesa que «me vienen días en que me acuerdo infinitas veces de lo que dice san
Pablo: “Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo” (Gál 2,20), aunque a buen seguro
que no será así en mí, que ni me parece que vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que
está en mí quien me gobierna y da fuerza, y ando como casi fuera de mí»[339].
El texto nos deja la duda de si Teresa ha perdido la libertad al sentirse tan presa del
amor de Dios. ¿La «gobierna» y se adueña el Señor de su voluntad? Si fuera así,
automáticamente quedaría desposeída de la libertad. Pero no. Lo que ocurre es que ha
depositado libremente en manos del Señor su libertad, porque «su deseo es que Él reine

104
y sea yo su cautiva, que no quiere mi alma otra libertad»[340]. Ese deseo es el modo de
vivir en libertad, pues «en un punto me dio el Señor la libertad que yo no pude alcanzar
conmigo. Esto sabe él bien, que ni honra, ni vida, ni gloria, ni bien ninguno en cuerpo ni
alma hay quien me detenga, ni quiera ni desee mi provecho, sino su gloria»[341].
El modo gratificante de finalizar estos epígrafes, sería que la experiencia de Teresa
nos haya valido para confirmar no sólo que Dios no es un mero ansiolítico, sino un ser
vivo y vivificante y que la existencia de Dios y su poder absoluto son compatibles con la
existencia y la libertad humana. Que la increencia es una situación muy personal, quizá
heredada de la familia, posiblemente debida a una enseñanza religiosa mal propuesta o
mal asimilada, o una consecuencia de presenciar en instituciones eclesiales o en quienes
se dicen creyentes, comportamientos poco ejemplares, en nada fieles al evangelio de
Jesús.
Y porque todos, creyentes y no creyentes, nos enraizamos en el mismo tocón, en el
Padre Dios, me he preguntado cómo será la «oración de los que no creen». Entrecomillo
la frase por honradez, porque no es mía. Es el título de un libro escrito por uno de los
cardenales eméritos más reconocidos. No veo incoherencia alguna entre confesarse ateo
y rezar, siempre que no limitemos el rezo al recitado de una oración aprendida, sino que
lo ampliemos a una experiencia interior, religiosa, íntima, percibida en lo más profundo
del hondón humano, al que nadie puede renunciar por propia iniciativa.
Como comentaba la madre Teresa, es una gran alegría saber que «no nos hará daño
ver que es posible en este destierro comunicarse un tan gran Dios con unos gusanos tan
llenos de mal olor»[342]. Dios es un Padre y una puerta abierta para quines aún no se
confían a él simplemente porque no se le han acercado, porque no le conocen.
Esperemos que mañana sean gozosos creyentes.

Dios, cepellón de la fe trasplantada


Como ocurre con la montaña, son varias las laderas desde donde debemos enjuiciar la
realidad de la migración, que obliga a las naciones y a los continentes a imaginar y a
trabajar a favor de un nuevo equilibrio mundial que favorezca la estabilidad económica y
sociopolítica.
Con su evidente cara y cruz, lo cierto es que la migración es un fenómeno que afecta a
la densidad de población, a la distribución del trabajo, al mercado de las materias primas
y de las fuentes de energía, a la política y a las religiones. Por ello, es de desear y esperar
que, no tardando mucho, se acierte a solucionar el problema en el marco de un concierto
mundial positivo.
Limitándome aquí a observar algunos comportamientos de inmigrantes a España en
cuanto al ejercicio de sus prácticas religiosas, me parece fácil constatar que son
numerosos los que llegan de naciones tradicionalmente católicas y ellos mismos
católicos practicantes, que, al instalarse entre nosotros, desaceleran las manifestaciones
externas de su fe.
Personas adultas que en su tierra natal se consideraban fervorosas, cuando se han

105
trasplantado a tierra nueva, en nuestro caso a España, aparecen menos preocupados por
mantener alimentada y bien nutrida su vida de fe. Por supuesto que es una opinión
referida al colectivo, alabando el hecho de individualidades ejemplares, comprometidas
en la pastoral parroquial o en colaboraciones más amplias de caridad.
¿A qué puede deberse ese desacelerón religioso? ¿A que se venía practicando una fe
de tipo sociológico, heredada por tradición? ¿Será la consecuencia de padecer anemia
doctrinal? ¿Se tratará de una fe de corte emocional, tibia, lánguida, carente de una sólida
madurez espiritual que no se entrañaba en la revelación del Dios verdadero? ¿Habrá
perdido calor su fe al entrar en contacto con un contingente de creyentes españoles que
viven alejados de la Iglesia? ¿Estarán los inmigrantes tan preocupados por resolver el
problema de la economía familiar, que no encuentren un tiempo para dedicarlo a ejercer
explícitamente la fe?
Falto de las respuestas que me gustaría conocer, opino, sin embargo, que aparecen dos
hipótesis, razonablemente sospechosas, que pueden ayudar a esclarecer tal
comportamiento. Por una parte, la de suponer que, efectivamente, su fe carece de la
solidez doctrinal y de la madurez personal exigible a la hora de hacer frente a otros
climas religiosos más adversos, y, por otra, que, al haberla trasplantado a España, no ha
encontrado una acogida fraternal entre los nuevos feligreses, una pastoral de integración
comunitaria eficaz, una convivencia entre los mismos emigrantes que los ayude a
mantenerse y reafirmarse en su fe.
En definitiva, y recurriendo al lenguaje de los horticultores, posiblemente estamos
hablando de una tipo de fe que se ha vivido y se ha trasplantado a otro lugar sin el
necesario cepellón[343]. Y me pregunto con el fin de justificar esta opinión y de encontrar
una posterior ayuda, ¿cuál es el cepellón de la fe? Es decir, ¿qué envoltura es la que debe
cubrir su raíz para que se garantice así la supervivencia en el momento del trasplante?
Pues también en este tema me ha parecido encontrar la respuesta en la madre Teresa.
Para ella, como no podía ser de otro modo, el cepellón religioso, el único cepellón que
garantiza la permanencia del creyente en la fe, es que no pierda la memoria del origen de
su ser, de su vida, que es Dios, y que acepte el alimento espiritual que nos proporciona la
Iglesia. En realidad, el hombre, lo perciba o no, se encuentra esencialmente adherido a su
Creador como lo está la raíz del vegetal al cepellón de la tierra de origen, de la que
absorbe la sustancia necesaria para seguir creciendo y desarrollándose. Si el creyente no
permanece unido a Dios, su fe se debilita y se marchita.
Dios nos envuelve, nos arropa y nos abraza como tierra de cepellón divino para así
evitar que nuestra raíz de creyente quede desamparada, al aire libre, desterrada. Sólo así,
amarrados a Dios, se nos garantiza el trasplante fecundo de la fe a otro tiesto, a otro
jardín, a otro bosque diferente, a otra nación. Por ello, desterrarse de Dios, sacudirnos la
tierra que es para nosotros su presencia vivificadora, no sólo es un desprecio a la oferta
divina de la gracia que se nos hace generosamente, sino que sería firmar la propia
sentencia de muerte porque sin Él, sin la envoltura de su cepellón, no podemos hacer
nada, como nos avisó Jesús. De ahí la exclamación teresiana: «Válgame Dios, qué
engaño tan grande, que para querer ser buena me apartaba del bien»[344].

106
Conviene no olvidar que el proceso de madurez espiritual de la joven y madre Teresa
no siempre fue lineal, ascendente. Supo de otoños y de fríos invernales, de los altibajos y
de la debilidad propia de los humanos. Y no tiene rubor en manifestarnos que «la falta de
fortaleza que yo veía en mí, era la que me hacía estar tan tímida»[345]. Pero cuando
retornaba al cepellón de la misericordia del Maestro, recuperaba la seguridad, la
fortaleza y la frescura.
Curiosamente, siempre me admiró el grito que, desde el hondón de su entraña de
creyente, Miguel de Unamuno dirigió a Dios y que escribió en su Don Quijote y Sancho:
«Señor, que me tiras con un tirón infinito». Del mismo modo que el imán atrae al hierro
por una virtud natural irresistible, así Dios lo imantaba hacia él con la fuerza del Creador
y del Padre. En él permaneció siempre la memoria del origen de su ser, de Dios.
Recuerdas que titulaba este último capítulo Dios espera a la puerta porque me admira
la imagen de un Padre bondadoso sentado en el poyo de la entrada esperando el retorno
del hijo. Sin embargo, ahora lo cierro imaginándolo de pie, erguido, espiando con el
catalejo la aparición de la silueta del hijo. Ansioso de abrazarlo y rodearlo con la ternura
de sus brazos, que es el cepellón más eficaz.
Posiblemente, bastantes de nuestros inmigrantes creyentes necesiten que alguien los
ayude a recuperar la frescura de su fe fortaleciéndola doctrinalmente, alimentándola en
pequeñas comunidades que surjan entre ellos mismos, rezando y alabando a Dios con el
mismo corazón y con los mismos cánticos, con las mismas plegarias que lo hacían en su
tierra lejana.
Como sugería Teresa de Jesús, los inmigrantes, como nosotros, necesitan no perder la
memoria de su ser, de su origen divino, del abrazo de Dios que comparte sus carencias,
su soledad, la angustia por encontrar un trabajo estable con el que procuren el socorro a
las necesidades de los suyos, de los de acá y de los que se quedaron en el descampado y
desamparo de su tierra.

107
Epílogo

«No vine a poner el suelo con lo celestial en guerra,


sino a cultivar la tierra como un arrabal del cielo»

(EDUARDO MARQUINA).

108
Dotada de una admirable conciencia crítica, Teresa de Jesús tuvo el coraje de
deshipotecarse de su tiempo. Puede afirmarse que Teresa Sánchez de Cepeda nació antes
de tiempo.
Apareció en la sociedad española como una explosión de humanidad cuando se
promulgaban estatutos de sangre, que ella pasó por alto.
Aceptó el concepto renacentista de persona, pero lo amplió y lo enriqueció sumándole
la dimensión religiosa.
Parte de sus escritos se pueden leer como un inspirado manifiesto a favor de la
afirmación de la mujer. Toda su vida fue una pancarta feminista escrita con la pluma de
su testimonio personal y con la tinta que le proporcionaba el tintero de Dios.
Dada la espontaneidad con la que se desenvolvía en sus relaciones, no faltaron
personajes muy cercanos a ella que dudaron de la verdad de su vida espiritual porque su
imagen externa no se adecuaba al ideal de monja que ellos tenían.

109
Teresa, ¡ven y quédate!
Aún resuena en mis oídos aquel final solemne y escalofriante de la letra del himno que
escribió José Luis Martín Descalzo y musicalizó Cristóbal Halffter para conmemorar en
el 1982 el cuarto centenario de la muerte de Teresa de Jesús en la ciudad salmantina de
Alba de Tormes. Eran tres llamadas y un ruego: ¡Teresa, Teresa, Teresa, ven y quédate!
Sí, yo también deseo poner punto y final a estas páginas gritando en los umbrales del
siglo XXI, que se nos presenta «con sus afanes, fracasos y victorias», con el mismo
ruego, ¡Teresa, ven y quédate!
Quédate con nosotros para pisar el umbral del siglo XXI guiados por ti como la mujer
que nos remite:
– A la interioridad del hombre.
Porque a quienes hemos aprendido que ni la democracia política ni la prosperidad
económica resuelven los problemas fundamentales del hombre extrovertido del siglo
XXI, nos has revelado la existencia de un mundo interior positivo, que es la fuente y la
cantera de los valores que tienen como finalidad preservar su humanidad, que es tanto
como luchar para que el hombre no deje de serlo. Es en ese yunque interior donde fragua
el hombre psíquicamente sano, esperanzado, alegre, constructivo más que destructivo,
porque el futuro del hombre se iniciará en la densidad de su interioridad.
– A la trascendencia del hombre.
A los alejados de Dios les has despertado la sospecha de que en el hombre hay, al
menos, un plus, un algo más de lo que perciben sus sentidos, que rebasa su hombría al
tiempo que la plenifica. La trascendencia, la mirada lejana hacia un horizonte
ultraterreno y añorado, es la que garantiza la verdad completa del hombre.
– A la promoción humana de la mujer.
Teresa contribuyó a desempolvar el verdadero proyecto de Dios sobre la mujer y de
Jesús aprendió a leer la historia en clave femenina y a que la sociedad se olvidara de
considerarla exclusivamente como un ser sometido de por vida al varón, como un mero
vientre productivo, pero que, al mismo tiempo, ella tampoco se arrogue derechos sobre
la vida de la que no es propietaria.
– A la escala de valores patrimonio de la humanidad.
Al altruismo y no al egoísmo, a la libertad que resiste la indoctrinación y que se
atreve a reivindicar la palabra para exponer la parcela de verdad que el hombre descubre,
a la justicia que rellena los hoyos vacíos que provoca la desigualdad entre los iguales, a
la educación como tarea humanizadora y forja de personalidad, al amor compasivo hacia
el débil, al cultivo espiritual de la tierra para que llegue a ser lo que deseamos, un arrabal
del cielo.
– A la comunicación y experiencia de Dios.
A una cultura que no sustituya los paradigmas históricos del santo y el héroe por el
del individuo satisfecho, superficial y consumista, porque Dios no ha muerto, sino que

110
sigue ahí protegiéndonos con su mirada providente, como nos lo ha hecho creíble la
experiencia teresiana.
– A una Iglesia, casa de las puertas abiertas.
Para que entren los pródigos que se alejaron con el rostro bondadoso del Padre
grabado en su retina. Para que la Iglesia se decida a hacer una lectura menos terrenal y
más evangélica de sí misma y para que imagine una pastoral más acogedora para quienes
se alejaron decepcionados de ella y menos beligerante para quienes aún no la conocen.
Teresa, ven como viniste a aquella familia estadounidense, simpatizante contigo y
amiga mía. Lo cuento y termino. Sucedió aquí, en la ciudad de Ávila. Era la mañana
radiante, espléndida, del 15 de octubre de 1980, día en el que los abulenses celebramos
la fiesta popular y solemne en honor de Teresa de Jesús. Apenas estrenada la luz del día,
alguien pulsó repetidas veces el timbre de casa. ¿Quién llamaría tan temprano?, me
pregunté. Abrí rápidamente y un repartidor de telégrafos me saludó cortésmente con los
buenos días y me entregó un telegrama.
Es comprensible que me faltara tiempo y me sobrara sorpresa y curiosidad para leer el
mensaje que se me enviaba. Parco en palabras como corresponde al uso telegráfico, su
contenido, sin embargo, me sorprendió por inesperado y por emocionante. Era el regalo
que la madre Teresa me enviaba para celebrar su fiesta con alegría.
Telegrafiado en Estados Unidos, leí:
«En el día de santa Teresa no hay distancia. Hoy mismo, 15 de octubre de 1980,
somos miembros de la Iglesia católica. Pensamos en usted». Su amiga Jainice Roland y
mis hijos Carolina y Jean Pierre.
Por amistad, por gracia y por no sé qué más, besé el telegrama y el alma estrenó con
gozo la fiesta. Y me senté para traer a la memoria recuerdos que explicaran aquella
buena noticia.
La señora Roland, mujer muy preparada intelectualmente, madre ejemplar de los
pequeños Carolina y Jean Pierre, francesa, residente en Estados Unidos, muy religiosa y
protestante, atraída por el interés que le había despertado la lectura de los escritos de la
Santa de Ávila, había veraneado aquí varios años en compañía de sus hijos.
La común admiración del personaje de Teresa de Jesús, que la llevaba a pasar largos
ratos en oración en los monasterios abulenses de San José y de la Encarnación, animaba
el tiempo de nuestra conversación teresiana. Aún me parece escuchar el eco de la oración
entrañable que recitaba con sus dos pequeños, inspirada en la fecunda belleza del
salterio, agradecida al Señor por entrar en su casa y por la abundancia de su amor que se
le manifestaba por mediación de la madre Teresa. «Tú eres, Señor –repetía–, la sombra
para mi cansancio, el pan que sacia mi hambre, el vino de mi copa y la pupila que
necesitan mis ojos para contemplar tu rostro».
En verdad, interpreté el mensaje como el portavoz del pequeño milagro que aquella
mañana se vivía en el corazón maternal de Jainice y en el de sus dos pequeños Carolina
y Jean Pierre. Lo recibí agradecido como un regalo inmerecido, que pasó a engrosar la
agenda generosa de la madre Teresa para conmigo.
Querida Teresa, la de Ávila, la de Jesús, la de todos, ven y quédate con nosotros en el

111
umbral de este desconcertante y, a la vez, esperanzador siglo XXI.

112
Bibliografía
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Carmelo, Burgos 2008.
ÁLVAREZ T. (dir.), Diccionario de santa Teresa. Doctrina e historia, Monte Carmelo,
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Madrid 1999; Teresa de Jesús, una mujer educadora, Diputación Provincial, Ávila 2000;
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2008, 5-44.
SÁNCHEZ M. D., Bibliografía sistemática de Teresa de Jesús, Ed. de Espiritualidad,
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SICARI A. M., Teresa de Jesús, en L. BORRIELLO-E. CARUANA-M. R. DEL GENIO-N. SUFFI
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Jesús. Fundadora y doctora de la Iglesia (1515-1582), en A. M. SICARI, Grandes santos y
fundadores. Atlas histórico, San Pablo, Madrid 2006, 180-182.
SOUVIGNIER B., La dignidad del cuerpo: salvación y sanación en Teresa de Jesús, Ed.
de Espiritualidad, Madrid 2008.

113
Índice

Nieta del Toledano


Mujer de encrucijada cultural
Rostro de amiga
Corazón sin peaje
«Hombre varón»
Gestora y empresaria
Amor de color rojo

Estancia en Becedas

El percance en San José de Ávila

Su camino hacia la fundación de Burgos


Mujer para la trascendencia
Los dioses de Teresa
El Dios de la pequeña ermitaña
El Dios de la adolescente y joven Teresa
El Dios de Teresa Sánchez
El Dios de Teresa de Jesús
La hermana de los desvalidos
Las apuestas modernas de Teresa
Primero, el hombre
Autonomía de la mujer
Señorío de la libertad

Liberación y libertad
Nuevo paradigma de libertad
La educación que humaniza
Justicia distributiva
La democracia fraternal

Teocracia y democracia teresianas


El brazo eclesiástico, no el seglar

Reacción de Teresa

Primera clave: tener presente la naturaleza divina de la Iglesia

Segunda clave: pilares para recuperar la unidad de la cristiandad

114
Tercera clave: vitalizar los puntos neurálgicos de la Iglesia
El asombro de Teresa
Dios contra las cuerdas
Pretextos para dudar de Dios
Motivos para no creer en Dios

Dios es un mero ansiolítico

Incompatibilidad Dios-hombre

El hombre libre crea su propia historia


Dios espera a la puerta
Pedagogía teresiana de la fe
Convenir el retorno del alejado

Recuperar el amor

Añorar la casa del padre


Negociar el encuentro del ateo

Dios no es un mero ansiolítico

Compatibilidad Dios-hombre

Compatibilidad de las dos libertades


Dios, cepellón de la fe trasplantada
Teresa, ¡ven y quédate!
Bibliografía

115
[1]
M. DE UNAMUNO, Contra esto y aquello, en Obras completas III, Escélicer, Madrid 1968, 567.
[2]
Gaudium et spes, introducción, 3.
[3]
Vida, 1,1.
[4]
El mismo día, 4 de abril (coincidencia feliz), se inauguraba el monasterio abulense de la Encarnación en el
que, veinte años después, ingresaría la joven Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada.
[5]
Francisco Núñez Vela era familiar de don Cristóbal Vela, arzobispo de Burgos cuando Teresa fue a fundar
en la ciudad el monasterio de carmelitas descalzas y que tantos reparos y sinsabores le proporcionó hasta
conseguir la licencia para fundar.
[6]
Vida, 1,1.
[7]
Vida, 2,1.
[8]
Camino de perfección, 1,2.
[9]
Camino de perfección, 1,5.
[10]
Vida, 15,16.
[11]
B. Pascal (1623-1662). Cuando Pascal vivenció una fuerte experiencia de Dios en el 1654, varió el rumbo de
su investigación al campo de la filosofía y de la teología y tomó contacto con los místicos españoles Juan de la
Cruz y Teresa de Jesús gracias a la amistad que mantuvo con los carmelitas descalzos que tenían el convento
próximo a su residencia. Y cuál ha sido mi gratísima sorpresa cuando, al ojear Teresa de Ávila y la España de su
tiempo, de JOSEPH PÉREZ (Algaba, Madrid 2007), leo que en los Pensamientos de Blas Pascal se encuentran cuatro
referencias explícitas a Teresa de Jesús, en la traducción de sus escritos de 1601. Supongo que una de las citas, en
su letra o contenido, se refiere a la que aludimos.
[12]
Avisos, 32.
[13]
Carta al P. J. Gracián (3 de enero de 1577).
[14]
Vida, 1,4.
[15]
Vida, 1,3.
[16]
Vida, 1,4.
[17]
Vida, 3,3.
[18]
Vida, 6,3.
[19]
Camino de perfección, 11,8.
[20]
Camino de perfección, 11,6.
[21]
Camino de perfección, 11,9.
[22]
MARÍA DE SAN JOSÉ SALAZAR, en P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I,
491.
[23]
Visita de Descalzas, 45-46.
[24]
Carta a María de San José (24 de junio de 1579).
[25]
Carta a su hermano Lorenzo (22 de diciembre de 1561).
[26]
Carta a María de San José (26 de enero de 1577).
[27]
Camino de perfección, 33,4.
[28]
M. ANA DE LA ENCARNACIÓN, en P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I,
21.
[29]
M. ISABEL DE LA CRUZ, en ib, 29.
[30]
P. DOMINGO BÁÑEZ, en ib, 10.
[31]
P. FRANCISCO DE RIBERA, en ib, 13.
[32]
Constituciones, 34.
[33]
Constituciones, 34.
[34]
Camino de perfección, 7,8.
[35]
Fundaciones, 24,6.
[36]
Camino de perfección, 4,1.
[37]
Camino de perfección, 1,5.
[38]
Carta al P. Gracián (finales de febrero de 1581).
[39]
Camino de perfección, 1,2; 4,4.
[40]
Vida, 33,5.
[41]
P. D. BÁÑEZ, en P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I, 11.
[42]
Ib, 7.
[43]
Fundaciones, 15,5.
[44]
SILVERIO DE SANTA TERESA, revista Monte Carmelo (enero-diciembre de 1964) 578. Conferencia inédita hasta

116
ahora, dada en el salón Borromini (Roma) el 14 de abril de 1945.
[45]
M. ANA DE LA TRINIDAD, en P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I, 44.
[46]
ANA DE SAN BARTOLOMÉ, en ib, 169.
[47]
Camino de perfección, 5,1.
[48]
Camino de perfección, 3,5.
[49]
Camino de perfección, 1,2.
[50]
Vida, 3,5-6.
[51]
Carta a Lorenzo (17 de enero de 1570).
[52]
Fundaciones, 19,7.
[53]
Carta a Isabel de Santo Domingo (12 de mayo de 1575).
[54]
Fundaciones, 27,5.
[55]
Fundaciones, 19,6.
[56]
La fundación que resultó más complicada desde el punto de vista de la legalidad, fue la de Beas, «que como
en lugar de la Encomienda de Santiago» –escribe la Santa–, era menester la licencia del Consejo de Órdenes y no
de la jurisdicción eclesiástica. Y «fue tan dificultoso en alcanzar, que pasaron cuatro años, adonde pasaron hartos
trabajos y gastos; y hasta que se dio una petición, suplicándole al mismo rey, ninguna cosa les había aprovechado»
(Vida, 22,13-14).
[57]
Camino de perfección, 2,9.
[58]
Vida, 33,12.
[59]
M. ISABEL DE LA CRUZ, en P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I, 30.
[60]
Vida, 6,1.
[61]
ANA DE SAN BARTOLOMÉ, en P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I, 169.
[62]
Fundaciones, 31,18.
[63]
Fundaciones, 31,16.
[64]
R. TAGORE, Tránsito, 75.
[65]
J. ORTEGA Y GASSET, La pedagogía social como programa político, en Obras Completas I, Revista de
Occidente, Madrid 1958,510, 520.
[66]
A. CASTRO, Teresa la Santa y Otros ensayos, Alianza, Madrid 1982, 9.
[67]
Vida, 3,1.
[68]
Vida, 8,12.
[69]
Las Moradas II, 4.
[70]
AGUSTÍN DE HIPONA, Confesiones, p. 14 (Ed. Escurialense, 1987).
[71]
AGUSTÍN DE HIPONA, Enarratio in Psalmum XCIX.
[72]
Vida, 1,1.
[73]
Vida, 1,5.
[74]
Vida, 1,5.
[75]
Vida, 1,5.
[76]
Camino de perfección, 2,2.
[77]
Vida, 3,5.
[78]
Vida, 1,7.
[79]
Vida, 2,2.
[80]
Vida, 2,2.
[81]
Vida, 2,6.
[82]
Vida, 2,8.
[83]
Vida, 3,2.
[84]
Vida, 2,8: 3,2.
[85]
Vida, 3,3. Se trata de María, hermana de padre, que residía en Castellanos de la Cañada, una pequeña
alquería de muy pocos vecinos, no lejos de la ciudad de Ávila.
[86]
Vida, 3,3.
[87]
Vida, 3,4.
[88]
Vida, 4,7.
[89]
Vida, 3,6.
[90]
Vida, 3,6.
[91]
Vida, 1,3.
[92]
Vida, 4,1.
[93]
Vida, 4,1.

117
[94]
Vida, 5,1.
[95]
Vida, 3,4.
[96]
Vida, 4,3.
[97]
Las Moradas VI, 5,10-11.
[98]
Vida, 4,2.
[99]
Las Moradas I, 1,2.
[100]
Vida, 4,5.
[101]
Las Moradas I, 1.
[102]
Vida, 4,7.
[103]
Las Moradas I, 1,2.
[104]
Las Moradas I, 1,3.
[105]
Las Moradas I, 1,8.
[106]
Las Moradas I, 2,9.
[107]
Las Moradas I, 1,3.
[108]
Las Moradas I, 2,8.
[109]
Las Moradas I, 1,7.
[110]
P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I, 168.
[111]
Las Moradas I, 2,8.
[112]
Las Moradas I, 2,9.
[113]
Vida, 4,7.
[114]
Las Moradas VII, 1,1.
[115]
Meditaciones sobre los Cantares, 6,7.
[116]
Las Moradas VI, 4,7.
[117]
Las Moradas VII, 2,1.
[118]
Meditaciones sobre los Cantares, 6,7.
[119]
Carta a Lorenzo de Cepeda (Ávila, 23 de diciembre de 1561).
[120]
Las Moradas V, 2,4.
[121]
Camino de perfección, 46,3.
[122]
Vida, 1,7.
[123]
Meditaciones sobre los Cantares, 4,2.
[124]
Las Moradas IV, 2,2.
[125]
Camino de perfección, 48,2.
[126]
Cuentas de conciencia, 36; 41 (Sevilla, 28 de agosto de 1575).
[127]
Las Moradas VII, 4,6; 4,9; 4,10; 4,14; 4,17.
[128]
Las Moradas VII, 4,4.
[129]
Las Moradas V, 3,12.
[130]
J. I. GONZÁLEZ FAUS, en De la tristeza de ser hombre a la libertad de hijos, Cristianisme i Justicia (febrero
de 1995) 431.
[131]
Las Moradas V, 3,7.
[132]
Las Moradas V, 3,8.
[133]
J. ORTEGA Y GASSET, La pedagogía social como programa político, en Obras Completas I, Revista de
Occidente, Madrid 1958,520.
[134]
L. ROSALES, Cervantes y la libertad, SEP, Madrid 1960, 108.
[135]
Meditaciones sobre los Cantares, 7.
[136]
Fundaciones, 22,9.
[137]
MARÍA DE SAN JOSÉ SALAZAR, en P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I,
495.
[138]
Las Moradas I, 2,17.
[139]
Las Moradas V, 3,8.
[140]
Camino de perfección, 1,2.
[141]
ANA DE SAN BARTOLOMÉ, en P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I, 169.
[142]
M. ANA DE LA TRINIDAD, en ib, 44.
[143]
M. ISABEL DE LA CRUZ, en ib, 28.
[144]
Las Moradas VI, 1,8.
[145]
J. J. LÓPEZ IBOR, Ideas de santa Teresa sobre la melancolía, Revista de Espiritualidad 22 (1963) 432.
[146]
J. ORTEGA Y GASSET, Biología y Pedagogía, en Obras Completas II, Revista de Occidente, Madrid, 294.

118
[147]
Carta al P. Gracián (octubre de 1575).
[148]
Ver El trato fraternal en la terapia de las personas depresivas, en Teresa de Jesús, una mujer educadora,
tesis doctoral de Jesús Barrena sobre La libertad en la proceso educativo de Teresa de Jesús, Diputación de Ávila,
Ávila 2000.
[149]
Fundaciones, 7,8.
[150]
Fundaciones, 7,9.
[151]
Fundaciones, 7,7; 7,12; 9,1.
[152]
J. ORTEGA Y GASSET, La pedagogía social como programa político, en Obras Completas I, Revista de
Occidente, Madrid 19622, 510.
[153]
Ib, 510.
[154]
AGUSTÍN DE HIPONA, Factus eram ipse mihí magna quaestio, Confesiones, L. IV, c. 4.
[155]
R. GUARDINI, El fin de la modernidad, PPC, Madrid 19962, 50.
[156]
Camino de perfección, 1,2.
[157]
Las Moradas I, 1,2.
[158]
Meditaciones sobre los Cantares, 6,7.
[159]
Las Moradas I, 2,9.
[160]
Gaudium et spes, 24.
[161]
Camino de perfección, 53,3.
[162]
Vida, 22,10.
[163]
Las Moradas I, 1,1.
[164]
Vida, 11,6.
[165]
J. ORTEGA Y GASSET, La pedagogía social como programa político, en Obras Completas I, Revista de
Occidente, Madrid 1958, 520.
[166]
Las Moradas V, 3,9.
[167]
I. GÓMEZ-ACEBO (ed.) En clave de mujer. Relectura del Génesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997, 18.
[168]
Vida, 10,8.
[169]
Camino de perfección, Prólogo, 3.
[170]
Meditaciones, 3,5.
[171]
Meditaciones, 7,6.
[172]
Fundaciones, 31.
[173]
Camino de perfección (Códice de Valladolid), 4,1.
[174]
M. SALAS, De la promoción de la mujer a la teología feminista, Sal Terrae, Santander 1993, 16.
[175]
Camino de perfección (Códice de Valladolid), 3,7.
[176]
Vida, 40,8.
[177]
Camino de perfección, 4,7.
[178]
Fundaciones, 27,12.
[179]
Carta al P. D. Báñez (28 de febrero de 1574).
[180]
Vida, 34,4.
[181]
Camino de perfección, 3,7.
[182]
L. ROSALES, Cervantes y la libertad, SEP, Madrid 1960, 21.
[183]
Carta al P. Gracián (15 de abril de 1578).
[184]
Camino de perfección, 3, 7.
[185]
J. ORTEGA Y GASSET, Misión de la Universidad, en Obras Completas IV, Revista de Occidente, Madrid
1965, 717.
[186]
Vida, 9,7.
[187]
Vida, 4,1.
[188]
J. ORTEGA Y GASSET, La rebelión de las masas, en Obras Completas IV, Revista de Occidente, Madrid
1965, 164.
[189]
Camino de perfección, 37,4.
[190]
Las Moradas VII, 2,7.
[191]
Camino de perfección, 3,3.
[192]
Estimo interesante transcribir estas líneas que, a petición mía, me hizo llegar uno de los catedráticos
miembro del tribunal que juzgó mi tesis doctoral sobre La libertad en el proceso educativo de Teresa de Jesús.
Dice así: «Recuerdo con sumo placer el día en que defendiste tu tesis doctoral en un acto tan bello y solemne, y
celebro haberte conocido entonces, admirando tu aportación tan original al conocimiento de santa Teresa.
Conviene que dejes bien claro en su publicación que la teoría de la educación de santa Teresa no es una teoría

119
“humanista” de la educación tal como es la de los pedagogos habituales, que consideran la educación en su
empirismo cotidiano y con ideales humano-sociales. Santa Teresa nos ofrece una Teología de la Educación,
orientada sólo según el ideal cristiano y, dentro de este, sólo en el ideal de perfección ascética y mística, lo cual
determina un paradigma de educación con características especiales». Es una reflexión muy bien matizada, que
merece tenerse en cuenta en una pedagogía que ponga sus bases en una antropología de corte exclusivamente
humanista.
[193]
L. CERNUDA, Antología poética, Cátedra, Madrid.
[194]
Camino de perfección, 31,2.
[195]
Camino de perfección, 2,5.
[196]
Camino de perfección, 11,2,10.
[197]
Vida, 23,1.
[198]
Cuentas de conciencia, 1ª,20.
[199]
Vida, 4,7.
[200]
L. ROSALES, Cervantes y la libertad, SEP, Madrid 1960, 21.
[201]
ID, Obras Completas I, 53.
[202]
J. ORTEGA Y GASSET, Obras Completas VI, Revista de Occidente, Madrid, 351.
[203]
Cuentas de conciencia, 3,1.
[204]
«L´amour est l´expérience la plus intense de liberté que puisse faire la personne» (R. GUARDINI, El fin de la
modernidad, PPC, Madrid 19962, 39).
[205]
J. I. GONZÁLEZ FAUS, o.c., 507, traducción del texto de san Agustín: erit plena iustitia quando erit plena
sanitas; tunc plena sanitas quando plena charitas (De Perfectione iustitiae, 3: PL 44,295).
[206]
Camino de perfección, 39,8.
[207]
Camino de perfección, 1,2.
[208]
Vida, 11,6.
[209]
Vida, 20,25; 8,5.
[210]
A. MASLOW, El hombre autorrealizado. Hacia una psicología del ser, Kairós, Barcelona 1982, 27, nota 2.
[211]
Carta a María de San José (febrero de 1580).
[212]
Vida, 11,15.
[213]
Vida, 34,12.
[214]
Vida, 4,4; 5,3.
[215]
ERASMO, Enquiridion, 77.
[216]
Camino de perfección, 48,2.
[217]
Meditaciones sobre los Cantares, 1,1.
[218]
Meditaciones sobre los Cantares, 1,8.
[219]
Avisos, 1. Suponiendo, como afirma el P. Tomás Álvarez, que Teresa de Jesús no sea la autora de los
Avisos, sino el jesuita P. Plazo, sin embargo, los conoció a través del P. Baltasar Álvarez, novicio del P. Plaza y
confesor de Teresa. Lo importante es que los conoció y los recomendó a sus carmelitas.
[220]
Camino de perfección, 8,2; 3,6.
[221]
Carta a María de San José (26 de noviembre de 1576).
[222]
MARÍA DE SAN JOSÉ, Procesos de Beatificación y Canonización, P. Silverio de la M. de Dios I, 487.
[223]
Fundaciones, 28,4.
[224]
Constituciones, 9,7.
[225]
El 28 de junio de 1999, yo mismo defendía la tesis doctoral titulada La libertad en el proceso educativo de
Teresa de Jesús, que el tribunal aprobó con la máxima calificación. En el diálogo mantenido entre el doctorando y
los miembros del tribunal, uno de ellos, el Dr. Don José María Quintana, catedrático de la Universidad
Complutense, después de manifestar su admiración «por la aportación tan original al conocimiento de santa Tersa
y esperando que la tesis fuera una buena contribución tanto a la pedagogía española como a los estudios
teresianos», manifestó su opinión de que la teoría de la educación propia de santa Teresa no es una teoría
«humanista» de la educación tal como es la de los pedagogos habituales, que consideran la educación en su
empirismo cotidiano y con ideales humano-sociales, sino que lo que nos ofrece Teresa es una Teología de la
Educación». Mi respuesta, sintetizada ahora, fue que la investigación que se presentaba se había hecho sobre los
escritos y la práctica de una mujer: Teresa Sánchez de Cepeda, no sobre la práctica educativa de una santa: santa
Teresa de Jesús.
[226]
Ver J. BARRENA, Teresa de Jesús, una mujer educadora, Diputación de Ávila, Ávila 2000. Es la
publicación de su tesis doctoral sobre La libertad en el proceso educativo de Teresa de Jesús.
[227]
Carta a doña Luisa de la Cerda (27 de mayo de 1568).

120
[228]
Meditaciones sobre los Cantares, 2,8.
[229]
Camino de perfección, 57,1.
[230]
Camino de perfección, 2,9.
[231]
Camino de perfección, 2,8.
[232]
Camino de perfección, 2,3.
[233]
Carta a Felipe II (Sevilla, 19 de julio de 1575).
[234]
Las Moradas V, 3,9.
[235]
ANA DE LA ENCARNACIÓN, en P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I, 21.
[236]
Visita de Descalzas, 53.
[237]
Constituciones, 5,2.
[238]
Constituciones, 5, 3 y 6.
[239]
Camino de perfección, 3,1; 2,2.
[240]
Camino de perfección, 1,2.
[241]
Camino de perfección, 1,5.
[242]
Camino de perfección, 1,3.
[243]
Camino de perfección, 1,2.
[244]
Camino de perfección, 3,2-2.
[245]
Carta a Felipe II (11 de junio de 1573).
[246]
Camino de perfección, 62,3.
[247]
Lumen gentium, 1,3.
[248]
Ib, 8.
[249]
Ib.
[250]
La interpretación que hago aquí del término utopía no es identificable con idealismo, imaginativo,
inalcanzable. Observemos, más bien, que entre lo real y lo posible, se encuentra un tramo, un espacio, que se
puede alcanzar, por eso es posible, aunque ello no resulte fácil para el común de las personas. Pues bien, en el
esfuerzo que hacemos para conseguir lo que es posible, aunque costoso, es donde ubicamos la utopía. Utópica,
pues, es la persona que se determina a hacer realidad lo que es posible, aunque ello implique dolor y lágrimas. En
cuanto al término profecía, recuerdo que a Ortega y Gasset le gustaba caracterizar al profeta como el hombre que
pretende poner las cosas del revés.
[251]
Camino de perfección, 1,2.
[252]
Camino de perfección, 2,7-8.
[253]
Camino de perfección, 3,2; 1,2.
[254]
MARÍA DE SAN JOSÉ SALAZAR, en P. SILVERIO DE LA M. DE DIOS, Procesos de Beatificación y Canonización I,
489.
[255]
Camino de perfección, 1,2.
[256]
Carta a Felipe II (19 de julio de 1575).
[257]
Camino de perfección, 3,5.
[258]
Camino de perfección, 3,3.
[259]
Camino de perfección, 3,1.
[260]
Camino de perfección, 3,2.
[261]
Camino de perfección, 3,2.
[262]
Camino de perfección, 3,2.
[263]
Camino de perfección, 3,3.
[264]
Camino de perfección, 3,5.
[265]
Vida, 1,1.
[266]
Las Moradas I, Prólogo, 2.
[267]
Me adelanto a decir que, al referirme al ateísmo, distingo dos modos de practicarlo: el que denomino
«ateísmo metafísico», que el Vaticano II lo califica como sistemático, y que consiste en negar expresamente la
existencia de Dios, y el «ateísmo psicológico» que, aunque no niegue explícitamente la existencia de Dios, sin
embargo, el creyente, por los muchos obstáculos que pone para la percepción de Dios, vive la fe de un modo
mortecino, sin conciencia inmediata de que Dios mora en él.
[268]
Las Moradas I, 1,3.
[269]
Las Moradas I, 1,1; Las Moradas 6 9,5.
[270]
Las Moradas I, 1,2.
[271]
Las Moradas I, 1,2.
[272]
Las Moradas IV, 2,2; 2,5.

121
[273]
Gaudium et spes, 19, 21.
[274]
Ib, 18, 21.
[275]
Ib, 19, 21.
[276]
Ib.
[277]
Ib, 19.
[278]
Ib.
[279]
Ib.
[280]
J. LABORDA (decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Castilla-La Mancha), ¿Por qué
creemos?, Diario de Ávila (22 de agosto de 2005).
[281]
Fe y ateísmo en el teatro moderno, lección inaugural del Curso Académico 1968-1969 de la Universidad
Pontificia de Salamanca.
[282]
Vida, 24,7.
[283]
Las Moradas VI, 3,18.
[284]
Las Moradas VII, 1,7.
[285]
Gaudium et spes, 20.
[286]
Ib.
[287]
Camino de perfección, 42,1.
[288]
Camino de perfección, 43,4.
[289]
Cuentas de conciencia, 65.
[290]
Las Moradas VI, 9,2.
[291]
Las Moradas I, 1,6; 1,2.
[292]
Las Moradas I, 2,9.
[293]
Las Moradas II, 1,11.
[294]
Las Moradas I, 2,1.
[295]
Las Moradas VII, 1,3.
[296]
Las Moradas I, 1,1.
[297]
Vida, 8,9.
[298]
Las Moradas I, 2,14.
[299]
Las Moradas VII, 1,3.
[300]
Vida, 40,5.
[301]
Cuentas de conciencia, 65.
[302]
Camino de perfección, 62,1.
[303]
Las Moradas I, 2,3.
[304]
Las Moradas I, 2,4.
[305]
R. TAGORE, Tránsito, 9.
[306]
Gaudium et spes, 21.
[307]
Las Moradas I, 1,4.
[308]
Gaudium et spes, 21.
[309]
Las Moradas I, 1,7.
[310]
S. KIERKEGAARD, La enfermedad mental, Guadarrama, Madrid 1965, 155.
[311]
J. MOLTMANN, Experiencias de Dios, Sígueme, Salamanca 1983, 11.
[312]
Camino de perfección, 42,3.
[313]
Vida, 10,5; Las Moradas VII, 1,3; V, 40,5.
[314]
Ego no essen, nisi esses in me (AGUSTÍN DE HIPONA, Confesiones, Ed. Escurialenses, 1987, 14).
[315]
Las Moradas VII, 4,11.
[316]
Cuentas de conciencia, 41,2.
[317]
Las Moradas I, 2,10.
[318]
M. LUTERO, Comentario al Salmo 72, 23, De servo arbitrio, cit. por J. I. GONZÁLEZ FAUS, Proyecto de
Hermano, Sal Terrae, Santander 1991, 556.
[319]
Meditaciones sobre los Cantares, 4,2.
[320]
JUAN DE LA CRUZ, 2 Noche 13,11.
[321]
ID, Dichos de luz y amor, 15.
[322]
ID, 1 Subida, 5,7.
[323]
ID, 1 Subida, 5,7.
[324]
ID, Cántico, 38,14.
[325]
E. SCHILLEBEECKX, Dios y el hombre, Sígueme, Salamanca 1969, 103.

122
[326]
Las Moradas I, 2,19.
[327]
Camino de perfección, 48,2.
[328]
Las Moradas I, 1,5; 2,8; 1,6.
[329]
Vida, 40,6.
[330]
TOMÁS DE AQUINO , Contra Gentes, II, 48.
[331]
Las Moradas I, 2,9.
[332]
Vida, 26,6.
[333]
Camino de perfección, 48,3.
[334]
Vida, 24,7.
[335]
Carta al P. Gracián (15 de abril de 1577).
[336]
Camino de perfección, 51,2.
[337]
Exclamaciones, 17.
[338]
Vida, 23,1.
[339]
Cuentas de conciencia, 3,10.
[340]
Exclamaciones, 17.
[341]
Cuentas de conciencia, 1ª,32.
[342]
Las Moradas I, 1,3.
[343]
Es la pella de tierra que se deja adherida a la raíz de los vegetales para que, al trasplantarlos, no acusen la
presencia de tierra extraña y continúen con la posibilidad de crecer.
[344]
Vida, 23,4.
[345]
Vida, 23,4.

123
Índice
Nieta del Toledano 11
Mujer de encrucijada cultural 13
Rostro de amiga 16
Corazón sin peaje 19
«Hombre varón» 21
Gestora y empresaria 24
Amor de color rojo 27
Estancia en Becedas 29
El percance en San José de Ávila 30
Su camino hacia la fundación de Burgos 30
Mujer para la trascendencia 33
Los dioses de Teresa 35
El Dios de la pequeña ermitaña 35
El Dios de la adolescente y joven Teresa 37
El Dios de Teresa Sánchez 40
El Dios de Teresa de Jesús 43
La hermana de los desvalidos 46
Las apuestas modernas de Teresa 53
Primero, el hombre 54
Autonomía de la mujer 57
Señorío de la libertad 60
Liberación y libertad 61
Nuevo paradigma de libertad 62
La educación que humaniza 64
Justicia distributiva 67
La democracia fraternal 70
Teocracia y democracia teresianas 71
El brazo eclesiástico, no el seglar 74
Reacción de Teresa 75
Primera clave: tener presente la naturaleza divina de la Iglesia 77

124
Segunda clave: pilares para recuperar la unidad de la cristiandad 77
Tercera clave: vitalizar los puntos neurálgicos de la Iglesia 79
El asombro de Teresa 83
Dios contra las cuerdas 84
Pretextos para dudar de Dios 86
Motivos para no creer en Dios 88
Dios es un mero ansiolítico 89
Incompatibilidad Dios-hombre 90
El hombre libre crea su propia historia 91
Dios espera a la puerta 92
Pedagogía teresiana de la fe 93
Convenir el retorno del alejado 94
Recuperar el amor 95
Añorar la casa del padre 96
Negociar el encuentro del ateo 98
Dios no es un mero ansiolítico 100
Compatibilidad Dios-hombre 101
Compatibilidad de las dos libertades 103
Dios, cepellón de la fe trasplantada 105
Teresa, ¡ven y quédate! 110
Bibliografía 113

125

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