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Manuales / Historia y Geografía

El libro universitario
Luis García Moreno,
Fernando Gascó de la Calle,
Jaime Alvar Ezquerra
Francisco Javier Lomas Salmonte

Historia del mundo clásico


a través de sus textos
2. Roma

Alianza Editorial
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Edición electrónica, 2014


www.alianzaeditorial.es

© Luis García Moreno, Fernando Gascó de la Calle, Jaime Alvar Ezquerra y


Francisco Javier Lomas Salmonte, 1999
© Alianza Editorial, S. A. Madrid, 2014
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
ISBN: 978-84-206-8785-8
Edición en versión digital 2014
4. Roma republicana

5. La Constitución de la República romana según Polibio

La rápida e increíble expansión romana en poco más de medio siglo, desde


la victoria en la Segunda Guerra Púnica (201 a.C), hasta el saco de Corinto
(146 a.C.) y la destrucción de Cartago (146 a.C.), tenía a la fuerza que im-
pactar en los intelectuales helénicos. Frente a la evolución política griega,
que había evolucionado desde sistemas de tipo republicano a las monarquías
despóticas helenísticas, la República romana parecía una excepción, y ade-
más aplastantemente victoriosa. A mediados del siglo III a.C. Roma parecía
vivir una época de especial tranquilidad interna, habiendo superado los de-
sequilibrios sociopolíticos de la confrontación patricio-plebeya y no habien-
do estallado todavía la crisis social y política de la época de los Gracos. Por
todo ello era lógico que los intelectuales griegos se preguntaran por las ra-
zones del éxito de la República romana. La tradición aristotélica exigía que
esa pregunta se dirigiera al análisis de sus sistema político, y que la clave del
éxito se encontrara en la llamada «Constitución mixta». Esto es lo que hizo
Polibio (c. 200-118 a.C.), un historiador griego que, llegado a Roma como
rehén, convivió con la nobleza romana y supo admirar la grandeza de la Re-
pública.

(11) Desde el paso de Jerjes a Grecia [...] y treinta años después desde entonces, la organi-
zación de los diversos elementos del régimen se perfeccionó continuamente y alcanzó su
forma más perfecta y terminal en los tiempos de Aníbal, en los que hemos iniciado nuestra
digresión. Por eso, tras haber hablado antes de su constitución, ahora trataremos de expo-
ner cómo se encontraba en los tiempos en que, tras perder la batalla de Cannas, corrían el
riesgo de un total hundimiento.
No ignoro, sin duda, que mi relato parecerá, más bien, deficiente a los nacidos en
tiempos de esta mi constitución por dejar a un lado los detalles. Pues éstos la conocen en su
totalidad y han asumido toda su práctica, pues desde niños han tenido trato con sus cos-
tumbres y leyes; y no se maravillarán de lo escrito, sino que buscarán lo que falta; supon-
drán que el narrador no ha omitido intencionadamente pequeñas diferencias, sino que las
declara por ignorancia; desconoce los orígenes y conexiones de sus prácticas. Y si las hu-
biera contado, no se habrían admirado como si fueran detalles marginales, pero puesto que
las omito, las buscan y las declaran indispensables, porque desean aparentar que saben
más que los escritores. Sin embargo un crítico justo precisa valorar a los autores no en base
a sus omisiones, sino según sus afirmaciones; y si en ellas topan con algo falso, pueden
concluir que las omisiones se deben a ignorancia, pero si todo lo contado fuera verdadero,
necesariamente tienen que conceder que las omisiones no se deben a ignorancia, sino que
se han hecho intencionadamente [...].
Así, pues, estos tres tipos de gobierno, de los que he hablado antes, compartían el con-
trol de la República; y estaban ordenados, se administraban y repartían tan equitativa-
mente y con tanto acierto, que nunca nadie, ni tan siquiera los nativos, hubieran podido
afirmar con seguridad si el régimen era totalmente aristocrático, o democrático, o monár-
quico. Lo que era muy lógico. Pues si prestásemos atención al poder de los cónsules, nos

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Luis García Moreno
parecería cabalmente monárquica y real, pero si lo hiciéramos al Senado, aristocrática; y si
se observara el poder de la multitud, con seguridad que parecería que fuera democrático.
Los tipos de competencia que cada parte entonces obtuvo y que, con leves modificacio-
nes, posee todavía, se exponen seguidamente.
(12) Por su parte los cónsules, antes de salir en campaña y permaneciendo en Roma,
son competentes en todos los asuntos públicos. Los restantes magistrados les están subor-
dinados y los obedecen, excepto los tribunos; también ellos introducen en el Senado las
embajadas. Además de lo dicho deliberan asimismo sobre asuntos urgentes, y llevan a tér-
mino todo lo previsto en los decretos. También todo cuanto concierne a cuestiones de inte-
rés común que necesitan ser tratadas por el pueblo, corresponde a éstos atenderlo, convo-
car las asambleas, introducir en éstas las propuestas, y ejecutar lo votado por la mayoría.
También en lo concerniente a la preparación de la guerra y a la dirección de la campaña su
potestad es casi absoluta. Pueden impartir las órdenes que quieran a las tropas aliadas,
nombrar los tribunos militares, alistar soldados y escoger a los más aptos. Además de lo
dicho, tienen la potestad de infligir cualquier castigo que consideren a los que están bajo
sus órdenes. Por otro lado tienen la potestad de disponer de los fondos públicos en la medi-
da que lo estimen, acompañándoles siempre un cuestor, presto a cumplir las órdenes reci-
bidas. De modo que si se considerase sólo esta parte, sin duda que el gobierno sería total-
mente monárquico y real. Y si alguno de los puntos referidos se modificara ahora o
después de algún tiempo, en nada se podrá considerar como refutación de lo que acaba-
mos de contar.
(13) Por su parte el Senado tiene en primer lugar el control de la hacienda, pues
gobierna todos los ingresos y la mayor parte de los gastos. Tampoco los cuestores pue-
den disponer de fondos públicos sin autorización del Senado, con excepción de los que
abonan a los cónsules. Del dispendio con mucho mayor que los restantes y el más impor-
tante, el que ordenan cada cinco años los censores para restaurar y reparar los edificios pú-
blicos, de éste también tiene el control el Senado, y del mismo obtienen la autorización los
censores. De igual modo la investigación pública de cuantos delitos cometidos en Italia lo
exigen —como son traiciones, perjurios, envenenamientos, asesinatos—, es de la incum-
bencia del Senado. Además de esto, si en Italia la conducta de un ciudadano privado o de
una ciudad reclama un arbitraje, un informe pericial, una ayuda o una guarnición, de todo
esto se preocupa el Senado. También ciertamente éste se ocupa de enviar embajadas a paí-
ses de fuera de Italia, cuando se necesita ya sea para lograr una reconciliación, para hacer
alguna demanda o, ¡por Zeus!, para reforzar una orden, para recibir la rendición de alguien
o para declarar la guerra. Y de igual modo cuando llegan embajadores a Roma, el Senado
decide cómo debe tratarse a cada uno y cómo debe contestárseles. En relación con lo antes
dicho el pueblo no tiene participación en modo alguno. Por lo que si se reside estando au-
sentes los cónsules la constitución parecerá cabalmente aristocrática. Lo que precisamente
suelen pensar muchos de entre los helenos, e igualmente de los reyes, por haber tratado to-
dos sus asuntos el Senado.
(14) A partir de esto parece apropiado preguntarse qué parte de la política queda para
el pueblo, y cómo es, ya que el Senado tiene jurisdicción sobre todo lo descrito, manejan-
do sobre manera todo lo relacionado con los ingresos y los gastos; por otro lado los cónsu-
les, generales en jefe, tienen un poder autárquico para disponer los preparativos de guerra

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4. Roma republicana
y, durante las campañas, detentan la autoridad suprema. Mas, sin embargo, al pueblo no le
falta su parcela, que es precisamente la más pesada. Pues en la constitución sólo es el pue-
blo el árbitro de los honores y de los castigos, el único sobre el que se basa la cohesión de
dinastías, actividad política y, en una palabra, toda la vida humana. Entre quienes no se
conoce una tal diferenciación o, conociéndose, se aplica mal, es imposible administrar
nada razonablemente: ¿sería lógico que lo fuera, si buenos y malos gozan de la misma es-
timación? Precisamente el pueblo juzga muchas veces las multas que se deben imponer
para compensar una injusticia, especialmente cuando se han ocupado cargos importantes.
Sólo él condena a muerte. En relación a ésta rige entre ellos una costumbre digna de elo-
gio y de recuerdo. Pues a los condenados a muerte les está permitido exiliarse a la vista
de todo el mundo e irse a un destierro voluntario, a condición de que una de las tribus que
emiten el veredicto se abstenga. Los exiliados están seguros en la ciudad de los napolita-
nos, en la de los prenestinos, y en la de los tiburinos, y en las restantes con las que tienen
un juramento [de federación]. Además, el pueblo entrega los cargos a los que los mere-
cen: lo que es la más hermosa recompensa en la vida política. Y es dueño de votar las le-
yes, y muy especialmente cuando se decide sobre la paz y la guerra. También con referen-
cia a las alianzas, tratados de paz y acuerdos, es éste el que lo ratifica todo o lo rechaza. De
tal modo que no es un error afirmar que el pueblo tiene grandes atribuciones y que la polí-
tica es democrática.
(15) Así de esta manera se distribuye la actividad política entre cada parte. Ahora se
tratará de como cada una de éstas puede, a su voluntad, cooperar u oponerse a las demás.
Pues por su parte el cónsul, una vez que ha alcanzado la potestad antes descrita y sale en
campaña, parece ser un autócrata en lo referente al cumplimiento de su misión, pero en
realidad necesita del Senado y del pueblo, y sin ellos es incapaz de realizar totalmente su
cometido. Pues es evidente que los campamentos tienen que recibir suministros continua-
mente, y sin la aprobación del Senado los campamentos no pueden recibir provisiones ni
de trigo, ni de ropa ni pagas, de modo que los designios de los comandantes no podrían
cumplirse si el Senado se propusiera ser negligente o entorpecer las cosas. Depende tam-
bién, sin duda, del Senado que los planes o las decisiones de los generales en jefe se cum-
plan o no, pues transcurrido el tiempo de su mandato tiene la potestad de enviar un segun-
do general, o bien prorrogar el mando del que ya está. También la corporación tiene la
capacidad de celebrar con pompa y esplendor los éxitos de los generales, o, por el contra-
rio, quitarles importancia y atenuarlos. Los entre ellos denominados «triunfos», mediante
los cuales se pone ante los ojos de los ciudadanos una imagen clara de las hazañas realiza-
das por los generales en jefe, no se pueden organizar con toda su magnificencia y, a veces,
ni siquiera organizarse, sin el consentimiento de la corporación, que concede la asignación
correspondiente para tal celebración. Es de extremada necesidad para ellos poner de su
parte al pueblo, incluso cuando ocurre que su ausencia de la patria es ya muy prolongada.
Pues es éste, como ya dije más arriba, el que ratifica, o no, los armisticios y los acuerdos.
Mas de la máxima importancia es el que, al dejar el cargo, precisen rendir cuentas de su
actuación. De modo que los generales en jefe no pueden, en ningún caso, confiarse y des-
cuidar la adhesión del pueblo y del Senado.
(16) Por su parte el Senado, aunque dispone de un poder tan extenso, en las cuestiones
públicas primero debe tantear a la multitud y poner de su parte al pueblo. Así, no puede

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Luis García Moreno
realizar ni aún las investigaciones más graves e importantes concernientes a asuntos de
Estado, en los que el castigo es la muerte, si el pueblo no ratifica su decisión. Igualmente
ocurre también con aquello que afecta al mismo de modo directo; pues el pueblo es dueño
de proponer o no, leyes que menoscaben de alguna manera sus potestades tradicionales,
las precedencias y honores de los que disfrutan los miembros del Senado e, incluso, ¡por
Zeus!, puede cercenar sus propiedades personales. Y lo que es más importante, si uno de
los tribunos de la plebe se opone, el Senado no puede ejecutar sus propios decretos y ni tan
siquiera constituirse en sesión o reunirse de alguna otra manera. Por su parte los tribunos
de la plebe deben siempre actuar según el parecer del pueblo y especialmente acomodarse
a su deseo. Por todo lo dicho antes el Senado tiene que respetar a la multitud y tener siem-
pre en cuenta al pueblo.
(17) Y de igual manera, sin duda, el pueblo está subordinado al Senado, y debe poner
de su parte a éste tanto en lo público como en lo privado. Pues, siendo las muchas las obras
que los censores adjudican por toda Italia para construir y restaurar los edificios públicos,
que no es fácil enumerar —múltiples ríos, puertos, jardines, minas, campos, en resumen,
todo cuanto ha pasado al dominio de los romanos—, todo lo antes citado lo administra la
multitud, y casi se podría decir que todo el mundo depende del trabajo y de lo que se gana
en esto. Pues unos se hacen de hecho con las adjudicaciones, a través de los censores; mas
otros salen como avaladores, y otros aun, en nombre de éstos, depositan su hacienda en el
erario público. Todo lo antes mencionado es del dominio de la corporación, porque puede
conceder una prórroga; si ocurre algún accidente, puede aligerar al deudor, y si pasa algo
irremediable, puede rescindir el contrato. Hay también otras muchas cosas en las que el
Senado favorece, o perjudica a los que administran la Hacienda pública, pues el impuesto
que grava las cosas dichas fluye a éste. Sin embargo, lo más importante es que para la ma-
yoría de asuntos, tanto públicos como privados, cuando la acusación es de cierta impor-
tancia, se proponen jueces procedentes de éste. Por ello todos, sin excepción, al depender
de la confianza de éste, y temer encontrarse en dificultades, van con sumo cuidado en lo
relativo a resistir o entorpecer las decisiones del Senado. Y de igual manera tampoco se
oponen a las órdenes de los cónsules, puesto que en las campañas están bajo su potestad,
tanto particular como colectivamente.
(18) Y puesto que tal es el poder de cada una de las partes en lo relativo a favorecerse
o a perjudicarse mutuamente, en todo momento su cohesión necesita el equilibrio de las
mismas, de modo que resulta imposible encontrar un sistema político mejor que éste. Pues
siempre que una amenaza exterior obliga a ponerse de acuerdo a unos con otros, la fuerza
de la constitución es tan grande, surte tales efectos, que no sólo no se retrasa nada de lo
imprescindible, sino que todo el mundo delibera sobre el aprieto y lo que se decide se rea-
liza al instante, pues todos, sin excepción, en público y en privado, ayudan a la ejecución
de lo que ellos mismos han acordado. Por esto precisamente esta peculiar forma de consti-
tución posee un poder irresistible y consigue lo que se ha propuesto. Mas, sin duda, cuan-
do se ven libres de amenazas exteriores y viven en el placer de la abundancia conseguida
por sus victorias, disfrutando de gran felicidad, y, vencidos por la adulación y la molicie,
se vuelven insolentes y soberbios, cosa que suele ocurrir, es cuando se comprende mejor la
ayuda que les presta la constitución. Puesto que cuando una de las partes empieza a en-
greírse, a promover altercados y se arroga un poder superior al que le corresponde, es evi-

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4. Roma republicana
dente que, al no ser, como ya se ha explicado, ninguna independiente, ninguna llega a va-
nagloriarse demasiado y no desdeña a las restantes. De modo que todo queda en su lugar,
unas cosas refrenadas en su ímpetu, y las restantes, porque desde el comienzo temen la in-
terferencia de otras próximas.

(Polibio, VI, 11-18)

Polibio pretende en estos parágrafos hacer una descripción del sistema cons-
titucional que regía en Roma hacia mediados del siglo II a.C., cuando el resi-
dió en la Urbe y convivió en los círculos de la nobilitas senatorial. Un anda-
miaje institucional que se había terminado de perfilar en la primera mitad del
siglo III a.C. y que, por tanto, había presidido la vida política de Roma a lo lar-
go del siglo que le había llevado de dominadora de Italia a potencia hegemó-
nica de todo el Mediterráneo.
El deseo de Polibio de ver reflejado en Roma el tipo ideal de la llamada
constitución mixta, en la teoría política helénica, y de basar en él su explica-
ción última de la victoria de Roma sobre los Estados helénicos y Cartago, le
hizo caer en un cierto esquematismo y hasta distorsionar la misma realidad
institucional romana. Posiblemente su error principal resida en la separación
entre los cónsules y el Senado, que Polibio indica como estricta. A este res-
pecto convendría realizar algunas apostillas al texto del historiador griego.
Cierto es que los cónsules podían reclutar los ciudadanos romanos y alia-
dos itálicos que estimaran oportuno para formar las legiones y tropas auxilia-
res, respectivamente; pero de hecho el Senado señalaba el número de tropas a
reclutar. Y algo parecido se podría decir del derecho de los cónsules a deman-
dar medios financieros al Tesoro (Aerarium).
Polibio afirma que el Senado tenía la jurisdicción penal sobre los socii
itálicos. Y ciertamente tal poder aparece ya asumido en el famoso asunto de
las Bacanales3, y en tiempos de Polibio debía ser normal. Sin embargo no de-
bía haber sido así con anterioridad. Y de hecho la pena capital raramente se
ejecutó sobre ciudadanos romanos; lo que, entre otras cosas, sería base funda-
mental del escándalo del asesinato «legal» de Tiberio Sempronio Graco en el
año 136 a.C.
El retrato que Polibio hizo de los tribunos de la plebe y de su funciona-
miento en el engranaje constitucional romano a mediados del siglo II a.C. era
más una teoría anticuarista que una realidad, pues hoy está totalmente descar-
tado un añadido al texto primitivo de Polibio a la vista de la experiencia del
tribunado de Tiberio Graco en el 136 a.C. De hecho los tribunos, una vez que
se había terminado la querella patricio-plebeya, formaban totalmente parte de
la clase dirigente, y por lo general se esperaba de ellos su cooperación con el
Senado. Precisamente el intento de restaurar lo que se consideraba prístina
tradición del tribunado por los Gracos en la segunda mitad del siglo II a.C., al

3
Véase el documento número 4, 11 y su comentario.

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Luis García Moreno
tenerlos por representantes en exclusiva del pueblo, que podía así comandi-
tarlos y deponerlos, fue considerado por muchos un hecho revolucionario y,
por tanto, reprobable y punible.
También yerra Polibio al identificar al pueblo o a las masas con el ordo
ecuestre. Y si es cierto que en esa época en las causas de mayor importancia
los jueces siempre eran senadores, sin embargo en las de menor cuantía otros
ciudadanos ricos también podían serlo, tal como se prevé en la cláusula 29 de
la llamada «ley agraria epigráfica» del año 111 a.C.
En fin, también cabría destacar algunos silencios de Polibio a realida-
des institucionales y de la praxis política romanas de vital importancia a
mediados del siglo II a.C. Así es curioso que Polibio ni defina el concepto
fundamental de la nobilitas como clase dirigente, ni la oposición de ésta a
los homines novi, algo que habría de ser un siglo después uno de los leit mo-
tiv de la explicación de Salustio de la crisis de la República. Tampoco men-
ciona Polibio la organización de los ordines, hasta el punto de no aludir a
cómo se reclutaba el Senado; mientras que los caballeros serán sólo citados
de pasada más adelante (20, 9), al referirse al ejército. Incluso extraña más
el silencio de Polibio en relación con la organización del pueblo y sus co-
micios; y tampoco se menciona la fundamental actividad del census. Y ello
no obstante que para otros muchos tratadistas posteriores —Cicerón, Tito
Livio y Dionisio de Halicarnaso— el sistema de la organización centurial
del pueblo estaba en el centro de los debates sobre la llamada «constitución
mixta», y su defensa se hacía a partir de presupuestos filosóficos que re-
montaban a Aristóteles. También silencia Polibio las relaciones entre Roma
y sus aliados itálicos, salvo después con referencia a la milicia. En fin, nada
hay en el análisis de Polibio sobre cuestiones sociales entonces más o me-
nos candentes en Roma, y muy posiblemente en el mismo círculo de los Es-
cipiones, como eran la cuestión agraria y los problemas de la colonización
en Italia.
Pero, sin duda, este texto exige también otro comentario que no sea su
confrontación con la realidad y praxis política de la República romana de me-
diados del siglo III a.C., sino el de las razones por las que Polibio lo escribió
en sus Historias y de las ideas políticas en que se basó.
Polibio al comenzar su libro VI señala como objetivo principal del histo-
riador «el estudio de las causas y la elección de lo mejor en cada caso. Pues
ha de considerarse en todo asunto como causa suprema tanto para el éxito
como para el fracaso la estructura de la constitución política. Pues de
ella, como de una fuente, no sólo surgen todas las intenciones y proyectos de
los actos, sino también el resultado» (VI, 2, 8-10). Y a principios de sus His-
torias, en el llamado primer proemio donde el autor establece el objetivo de
sus obra, afirma:

¿Puede haber algún hombre tan necio y negligente que no se interese en conocer cómo y
por qué género de constitución política fue derrotado casi todo el universo en cincuenta

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4. Roma republicana
y tres años no cumplidos4, y cayó bajo el imperio indisputado de los romanos? Se puede
comprobar que esto antes no había ocurrido nunca. ¿Quién habrá, por otro lado, tan apa-
sionado por otros espectáculos o enseñanzas que pueda considerarlos más provechosos
que este conocimiento?

Para Polibio, por tanto, el sistema político-institucional de Roma era la clave


de su victoria. Y ese sistema se conformaba con lo que la especulación filo-
sófica helénica había designado como «constitución mixta», por que mezcla-
ba de forma equilibrada elementos de las otras tres formas puras de sistemas
políticos —la aristocracia, la monarquía y la democracia—, evitando con su
mutuo contrapeso los defectos y degeneraciones de aquéllos. Sin duda, la
idea no era original de Polibio; concretamente, el pensar que el sistema polí-
tico ideal era una igualitaria mezcla de los otros tres, dominó el discurso his-
tórico de Dicearco de Mesina —en especial en su diálogo Tripolítico y en sus
tres libros sobre la Vida de la Hélade—, que tuvo una gran influencia entre
los historiadores helenísticos de tendencia peripatética, como fue el caso del
propio Polibio. Dicha idea hundía sus raíces en la especulación política de
Platón y, sobre todo, de Aristóteles. En Polibio esa teoría asume también un
tinte socrático, al situar en un primer plano la conciencia. Lo que hizo que
Polibio diera una importancia decisiva, al valorar positivamente el sitema ro-
mano, al juego de las competencias y frenos recíprocos entre las diversas ins-
tituciones y poderes de la República. Precisamente la descripción de una
constitución política en términos de «esferas de competencias» (merídes), de
poderes y contrapoderes, no tiene antecedentes en la especulación política
griega, ni en Platón, ni en Aristóteles ni en Teofrasto. Polibio, para explicar el
funcionamiento político romano, ha concedido enorme importancia a las
costumbres sociopolíticas romanas, al equilibrio entre «recompensa» y «cas-
tigo» (timê/timoría) —que sitúa en las manos del pueblo (VI, 14, 4), sin preo-
cuparse de distinciones jurídicas entre competencias electorales y judicia-
les—, de modo que la emulación y la disciplina serían las claves de la
fortaleza del pueblo romano. Todo ello Polibio no sólo lo ha podido inferir
de su propia observación de la vida política romana, sino que también ha po-
dido recibir la influencia de las obras de Catón el Antiguo. Al igual que Ca-
tón, Polibio señalaba que la originalidad del sistema romano frente a otro
griego semejante, como podía ser el de Esparta, se basaba en que el romano
se había conseguido no en virtud de la obra legislativa de un solo hombre,
sino a través de los peligros y peripecias sufridas por muchas sucesivas ge-
neraciones5. Esa misma influencia habría llevado a Polibio a contraponer las
costumbres de los Estados griegos de su tiempos, caracterizados por una fa-
tal debilidad originada en su «oligantropía», su decadencia demográfica, a

4
Estos 53 años irían desde el comienzo de la Segunda Guerra Púnica (220 a.C.) hasta la
batalla de Pidna (168/167 a.C ).
5
Compárese Catón (en Cicerón, De republica, II, 1, 2) con Polibio, VI, 10, 13-14.

37
Luis García Moreno
las virtuosas costumbres familiares romanas, con su sobriedad y amor por los
hijos.

Bibliografía

Texto

Polibio: The Loeb Classical Library; trad. de L. García Moreno.

Bibliografía temática

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6. La proclamación de Flaminino en los Juegos Ístmicos

La Segunda Guerra de Macedonia (200-197 a.C.) constituyó la primera gran


confrontación entre Roma, indiscutible potencia hegemónica del Mediterrá-
neo occidental con una de las grandes monarquías helenísticas. El choque ter-
minó con una rápida y aplastante victoria romana, con la clara demostración
de la superioridad militar de la República itálica en la batalla de Cinoscéfalos
(197 a.C.). La elite política romana del momento en su mayoría sentía, sin

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