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que debería derivar en tres instrumentos para ello. Pero, a la larga, esto no parece ser realmente
cierto.
Tal postura la apoya González Pesantes (2017) quien recuerda que, en los anales de las
discusiones de las obligaciones en materia civil ecuatoriana, se cree que en realidad sólo hay do
fuentes posibles de estas: la contratación y la ley (p. 61). Ahora, esto no quiere decir
necesariamente que el Código Civil aísla intencionalmente a esa voluntad individual de las
obligaciones, sino que, en realidad, las engloba con las demás. Esto ocurre porque la ley, como
fuente principal, reconoce las que ella dispone por su existencia y a la voluntad unilateral, mientras
que el contrato reconoce las obligaciones que se desprenden de la voluntad concordada entre
diversas partes.
Esta forma de determinar las fuentes de las obligaciones no puede aseverarse como algo
nuevo, realmente, dado que esa dualidad en su origen ya partía de otros códigos civiles, como el
francés, donde esta forma de ver el nacimiento de las obligaciones ya estaba considerada.
Concretamente, Sánchez Hernández (2020) recuerda que este código civil europeo contemplaba a
la voluntariedad de las partes (o una de estas) como fuente, mientras que la ley sería la segunda
forma de emanar estas obligaciones (p. 498). La inherencia de esta forma de entender a las
obligaciones tiene una esencia más que clara: la voluntad.
Claro está que cimentar en la voluntad (la buena voluntad) de las personas el nacimiento
de las obligaciones requiere de ciertas regulaciones, de ahí que la ley sea partícipe en los casos
donde dicha voluntariedad no es suficiente. La perfección de la voluntariedad de obligarse nace,
en sí, con la entrega del instrumento que permite que se le exija el cumplimiento de la promesa
que ha realizado (Herrara Bravo, 2021, p. 105; Rojas Sangüesa, 2020, p. 161). Sin este
instrumento, no se puede exigir una obligación dado que la voluntariedad de la existencia de esta
quedaría entredicha. Por estos motivos es que se considera que el contrato, al menos en materia
civil, es una fuente tangible de las obligaciones.
Por todo ello, es posible destacar las vías comunes en las que nacen las obligaciones dentro
del Código Civil (2019) en base a la voluntariedad y la ley. Como explica González Pesantes
(2017), las obligaciones nacerían del contrato, del cuasicontrato, de los delitos y cuasidelitos y,
por supuesto, la ley (p. 61-63). Cada uno de ellos se analiza de forma puntual a continuación.
El contrato es una fuente de las obligaciones porque es la expresión de la voluntariedad de
dos o más personas respecto a una cuestión en particular. Estos contratos, como pueden ser el de
arrendamiento o de compraventa, persigue la perfección de una necesidad entre las partes, donde
una desea dar a otra un beneficio a cambio de otro beneficio no necesariamente de la misma
especie. Un contrato, por ello, es el instrumento básico para la generación de obligaciones dentro
de la materia civil.
Los cuasicontratos, por su parte, no comparten todas las características de los contratos por
la inexistencia de una convención. No obstante, este problema se zanja por la licitud de lo que se
ha acordado entre líneas, por lo que vale a ojos de la ley. Pero este acuerdo es, en sí, por una de
las partes. Es decir, que, si la otra no acuerda sobre la materia del contrato, pero igualmente recibe
lo que se supone recibiría con la voluntariedad expresa, es establecido ello como un cuasicontrato.
Cuando el objeto de la obligación parte desde una realidad no lícita es cuando la obligación
genera lo conocido como delitos o cuasidelitos. La esencia de esta obligación parte a raíz de la
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existencia de un daño que una de las partes ha causado a la otra, sea esta por dolo o por culpa.
Cuando el daño es doloso (es decir, la intención existía de hacer daño), la obligación es por vínculo
delictivo. Por el contrario, cuando el daño se genera por culpa o imprudencia, dicho resultado sigue
generando una obligación de reparación, pero ello ya bajo una figura de cuasidelito.
La ley, como última forma de nacimiento de las obligaciones, simplemente impone una
obligación a raíz de una convención social. Tal situación es esencial dentro de la legislación civil
ecuatoriana, dado que ella, claramente, reconoce a la ley como una declaración de voluntad del
soberano y que, por ende, genera un mandato inequívoco (Código Civil, 2019, Art. 1). En este
sentido, y como ejemplo a lo dicho, una imposición como la obligación de alimentar el padre a su
hijo nace por la ley, ley que ha sido aceptada por el soberano por considerar necesaria dicha
obligación para el correcto desarrollo social.
Con todo lo analizado sobre las fuentes de las obligaciones, cabría preguntarse: al ser los
contratos basados en la voluntad y ser el elemento por antonomasia que permite la obligación, ¿es
lógico y necesario la existencia de un derecho que abra la posibilidad de la libertad de contratación?
Evidentemente, la respuesta sería sí. Sería un sí rotundo porque si el contrato es el eje de toda
obligación en la materia civil, todos deben ser capaces de acceder a dicha posibilidad. Y esto es
algo que la carta fundamental del Estado ecuatoriano reconoce cabalmente.
En la Constitución de la República del Ecuador (2020), dentro de los derechos de libertad,
se reconoce el derecho a la libertad de contratación (Art. 66.16). El derecho a la libertad de
contratación, como suele ocurrir con la mayoría de los derechos, implica ciertos alcances y
limitantes que ayudan a establecer el goce adecuado del mismo. Pero, en términos generales, el
derecho de libertad de contratación ayuda a que las personas sean libres de decidir cómo contratar
(obligarse) según su propia voluntad. La existencia de dicho derecho es esencial para que las
fuentes de las obligaciones sean, realmente, las voluntades de los ciudadanos de un sistema
jurídico.
La libertad de contratación, como explica Núñez Alvarado (2018), está regulada por las
leyes supeditadas a la Constitución, por lo que estas permiten a las partes de una obligación, crear
detener o modificar las obligaciones voluntarias que hayan adquirido (p. 5). Dichas estipulaciones
van de la mano a la necesidad de proteger el derecho a la libertad de contratación de los demás, de
forma que no se dañen las voluntades de unos por las necesidades de otros.
Un ejemplo de ello podría ser sobre el precio en un contrato de arrendamiento. En el
acuerdo, las partes podrían establecer voluntariamente un precio de arriendo (que el arrendador
impone) y aceptar dicho valor (por parte del arrendatario). La aceptación de este valor estaría
limitada por un tiempo en donde los contratantes deciden que el mismo no varíe, salvo
circunstancias de fuerza mayor.
Así, la libertad de contratación permite que este acuerdo se lleve a cabo según los designios
de estas personas, pero a la vez las proteger. Ello sería, en un caso, evitando que el arrendador (por
voluntad propia) decida incrementar el precio de arriendo sin una causa de fuerza mayor, como se
había acordado. En dichos casos, la libertad de contratación delimita la posibilidad de una de las
partes, en términos de su voluntad, para no afectar el acuerdo previamente generado y que la
voluntad del otro no se vea afectada. Es un derecho, pues, supeditado a circunstancias normativas
y a lo que los propios contratantes establezcan en el mismo.
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conocido, sino como un discurso filosófico entre el derecho de las personas, sus necesidades y la
forma de plasmarlas en la jurisdicción vinculante. Por consiguiente, bien podrían partir nuevas
investigaciones académicas desde esta demostración, las cuales podrían profundizar sobre las
implicaciones que el sistema de obligaciones nacional tenga bases plenamente voluntarias.
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