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Mensajero

COLECCIÓN JESUITAS

2
URBANO VALERO AGÚNDEZ, SJ

Pablo VI y los jesuitas


Una relación intensa y complicada
(1963-1978)

3
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Diseño de cubierta:
Vicente Aznar Mengual, SJ

ISBN: 978-84-271-4341-8

5
«Principalmente se mantenga
la benevolencia de la Sede Apostólica,
a quien especialmente ha de servir la Compañía».

(Constituciones de la Compañía de Jesús, p. X, B [824])

«Debemos estar
agradecidos a Pablo VI,
que ha amado tanto,
hecho tanto,
orado tanto,
sufrido tanto por la Compañía de Jesús».

(PAPA FRANCISCO, L. SAPIENZA, Paolo VI e i Gesuiti, 13)

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Índice

Preliminar

Agradecimientos

Abreviaturas

INTRODUCCIÓN
1. La especial relación de los jesuitas con el romano pontífice
1.1 Origen y génesis
1.2 Formulación, motivación, interpretación, valoración
1.3 En la realidad de la historia
2. Pablo VI: persona y pontífice
2.1 Giovanni Battista Montini, la persona
2.2 Pablo VI, el papa

CAPÍTULO PRIMERO
Comienzo y primer período esperanzador, … con algún sobresalto (1964-1969)

CAPÍTULO SEGUNDO
Inquietud en España: emerge la «vera Compañía» (1969-1970)
1. ¿Primera señal seria de alarma?
2. Antecedentes
2.1 Loyola 1966
2.2 Chamartín, febrero de 1969
3. La alarma se confirma
4. Estreno como provincial de España
5. Nota a la prensa de Madrid
6. Importante reunión de los provinciales
7. Llamada urgente a Roma
8. Cartas del padre general y retoques del cardenal Villot

CAPÍTULO TERCERO
Visita del padre Arrupe a España y su seguimiento posterior
1. La visita y su mensaje

7
2. Seguimiento posterior de la visita. Reunión en Roma y audiencia del papa
3. Nueva carta del padre Arrupe

CAPÍTULO CUARTO
Hacia una nueva Congregación General
1. Preparación de la Compañía misma; acciones personales del padre general
2. Preparación «técnica o remota». La comisión preparatoria
3. Arrecian los ataques de la disidencia española

CAPÍTULO QUINTO
Bajo estrecho control de la Santa Sede

CAPÍTULO SEXTO
La Congregación General 32
1. Impresión general
2. Expectativas y clima inicial
3. Las relaciones con el Vaticano, según el P. Arrupe
4. Grave desencuentro con la Santa Sede, lamentable… y evitable
4.1 Carta del cardenal Villot comunicando la voluntad del papa
4.2 Votaciones indicativas sobre los grados
4.3 Respuesta del papa
4.4 Reacción de la Congregación
4.5 Las razones de la CG
4.6 Respuesta del papa: carta autógrafa al padre Arrupe
4.7 Excursus sobre la «sustancialidad» de los grados
4.8 El decreto sobre los grados
4.9 Audiencia del papa al P. Arrupe y su comunicación a la CG
5. Aprobación de los decretos en la Congregación
6. Final de la Congregación
6.1 Audiencia papal al padre general y asistentes generales
6.2 Alocución final del padre Arrupe
6.3 La devolución de los decretos y su promulgación y distribución
6.4 Todavía, un año después

CAPÍTULO SÉPTIMO
Los últimos años de Pablo VI: repetidos gestos de benevolencia
1. Encuentro con los escritores de la revista La Civiltà Cattolica y sus colaboradores
2. Con los rectores de las universidades de la Compañía
3. Ayuda económica para las instituciones académicas romanas
4. Encuentro con profesores jesuitas de Filosofía
5. Encuentro con los participantes en el curso CIS 1978

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6. Últimos meses y deceso de Pablo VI

CAPÍTULO OCTAVO
Conclusión y colofón

COMPLEMENTO
La «crisis» de la Compañía y el gobierno del P. Arrupe
1. ¿De qué se trata realmente?
2. Mirada a la historia anterior
3. El padre Arrupe ante la crisis
4. Conclusión

APÉNDICE DOCUMENTAL

A. Documentos de Pablo VI
1. Carta autógrafa al P. Juan Bautista Janssens (20 de agosto de 1964)
2. Discurso en la apertura de la Congregación General 31 (7 de mayo de 1965)
3. Discurso en la clausura de la Congregación General 31 (16 de noviembre de 1966
4. Carta autógrafa al P. Pedro Arrupe (27 julio 1968)
5. Felicitación pascual de Pablo VI al padre Arrupe (1969)
6. Carta autógrafa al P. Pedro Arrupe (15 de septiembre de 1973)
7. Discurso en la apertura de la Congregación General 32 (3 de diciembre de 1974)

B. Documentos del P. Arrupe


1. Puntos para una renovación espiritual (24 de junio de 1971)
2. Directrices de gobierno (8 de diciembre de 1969)
3. Eslóganes que necesitan puntual interpretación (20/24 de enero de 1970)
4. ¿Qué jesuita queremos formar según la Congregación General 32? (1975)
5. Para una recta interpretación del decreto 4.º de la Congregación General. 32
6. Para la aplicación del decreto «Nuestra misión hoy» (23 de octubre de 1975)
7. Cada comunidad debe tener su superior (31 de enero de 1972)
8. ¡No lo entiendo! Enséñame (17 de junio de 1976)

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Preliminar

La reciente canonización del papa Pablo VI, acaecida el 14 de octubre de 2018, a los
cuarenta años de su muerte, puede ser ocasión apropiada para incidir sobre un tema,
diminuto en comparación con el inmenso campo de su solicitud por los problemas y
necesidades de la Iglesia y del mundo, pero no carente de relieve y significado propio,
que ocupó intensamente su atención durante su pontificado, proporcionándole
satisfacciones y también preocupaciones y sinsabores: su relación con los jesuitas.
De los 46 papas que han acompañado la historia de la Compañía de Jesús (en
adelante «la Compañía») durante cerca de cinco siglos hay algunos que han influido
decisivamente en ella con decisiones puntuales de gran trascendencia. Tales han sido,
por orden cronológico, Paulo III que la aprobó formalmente en 1540, Julio III que
ratificó su aprobación con una nueva Fórmula del Instituto en 1550, Clemente XIV que
la suprimió canónicamente en 1773, Pío VII que la restauró en todo el mundo en 1814, y
san Juan Pablo II que dejó en suspenso su gobierno constitucional a nivel general
nombrando en 1981 un delegado personal suyo con poderes de prepósito general, que
desempeñó este cargo durante casi dos años. Otros varios confirmaron globalmente su
Instituto y le concedieron numerosas gracias y favores. Clemente XIII, al borde ya de su
supresión, la defendió aguerridamente frente al acoso implacable de los monarcas
europeos ilustrados, que demandaban sin cesar su eliminación. Pío XI fue probablemente
el papa que más se benefició de su cooperación, mostrándose muy generoso con ella. De
Pablo VI creo que se puede afirmar con fundamento que, sin tomar decisiones puntuales
de la gravedad y trascendencia de las antes mencionadas sobre ella, intentó influir más
intensa y globalmente y más a fondo en su vida que ninguno de sus predecesores. De ahí
el subtítulo del estudio: «Una relación intensa y complicada».
Anticipando en algún modo lo que habrá de ser conclusión de todo él, la relación de
Pablo VI con los jesuitas fue, por un lado, de aprecio inequívoco y en alto grado,
repetidamente expresado, de la Compañía, tal como él la concebía y deseaba que fuera
para ayuda de la Iglesia, manifestado de modo directo y explícito en numerosas
ocasiones, e implícitamente en el dolor que experimentaba y expresaba por sus
deficiencias, y, por otro, de exigencia continua y apremiante, pidiéndole instantemente
fidelidad a sí misma, al espíritu del fundador, a sus gloriosas tradiciones y a las
expectativas que él mismo, la jerarquía eclesiástica y numerosos fieles tenían puestas en
ella, con un cierto deje nostálgico de un pasado mejor y más glorioso que el presente.
Todo, expresado siempre de modo vibrante y dramático, apasionado, y con acentos de

10
una cierta demasía, aderezado y realzado además con su típica retórica de palabras y
gestos, fuertemente expresivos. En los desarrollos siguientes se tratará de verificar esta
hipótesis inicial, siguiendo al detalle el curso de los acontecimientos, en la esperanza de
que estos hablen por sí mismos. Esto es tanto más necesario, cuanto que la personalidad
de Pablo VI, sumamente rica y compleja, presenta un fondo no fácilmente descifrable.
Por eso, siguiendo el sabio consejo del Maestro, «por sus frutos los conoceréis»[1],
daremos la palabra a los hechos, para que sean principalmente ellos los que hablen.
Si la iluminación de los acontecimientos que persigue este estudio contribuyera a una
serena y reconciliada «purificación de la memoria» de posibles heridas y resentimientos
que hubiera dejado el pasado, se daría por bien empleado todo el trabajo invertido en él.
Se trata de un palpitante capítulo de la larga historia de la Compañía, al que el paso del
tiempo irá dando las dimensiones apropiadas. Pero se trata también, y principalmente, de
un capítulo, más importante, de la más larga historia de la Iglesia, a la que aquella sirve,
en el que una y otra, trataron de reajustar y potenciar sus relaciones para hacer frente,
estrechamente unidas, a las necesidades materiales y espirituales de la humanidad en un
momento de búsqueda, no siempre segura, pero siempre iluminada por el resplandor del
Concilio Vaticano II, en el que el Espíritu de Dios se había hecho sentir con tanta fuerza.

Dos notas de carácter práctico. Primera: estando todavía cerrados al público los archivos
vaticanos y también los de la Compañía de ese período, es claro que cuanto se diga sobre
este tema no podrá ser considerado ni completo ni definitivo. Pero, al mismo tiempo, hay
ya actualmente suficiente información y documentación accesibles para poder anticipar
algunos resultados bien fundados, aunque tal vez sean solo parciales y provisionales[2].
A ello puedo añadir que mis posiciones personales en servicios de gobierno y consejo en
la Compañía en gran parte del tiempo en que se desarrolló aquella relación me dieron
oportunidad privilegiada de conocer algunos hechos y problemas por mi participación
directa en ellos o por referencia fidedigna de otros participantes. En estos puntos el
relato tendrá inevitablemente valor de testimonio personal. No siendo yo historiador
profesional, he tratado de combinar el afán cuidadoso del estudioso interesado por el
tema con el testimonio vivo de quien ha participado de cerca en momentos
particularmente significativos del relato.
Segunda: Pablo VI evocaba muy frecuentemente –en la práctica, casi siempre que de
un modo u otro se dirigía a los jesuitas– y con particular énfasis el «especial vínculo de
amor y servicio» que los liga con el romano pontífice y la Sede Apostólica[3]. Incluso,
como luego se verá, en el momento más álgido del desencuentro entre él y la
Congregación General 32 de la Compañía de Jesús, llegó a preguntarse y preguntar al
padre Arrupe: «Entones, ¿a qué se quiere reducir el cuarto voto?», que expresa y sella
esa relación. Ello obliga a exponer, ya en el comienzo del estudio, en qué consiste
precisamente ese vínculo y cómo afecta a la relación de la Compañía y sus miembros
con el papa y la Santa Sede. Con esa visión al fondo y la presentación de la figura de
Pablo VI, persona y pontífice, en la introducción, se pasará seguidamente al estudio de
su relación con los jesuitas durante su pontificado. Como complemento de los desarrollos

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precedentes se dedica una reflexión final al examen del gobierno del padre Arrupe, en
relación con la «crisis de la Compañía».
Finalmente, en un apéndice documental se reproducen algunos documentos ya
publicados, especialmente significativos, de Pablo VI y del padre Pedro Arrupe.

[1] Evangelio de Mateo, 7,16.


[2] Existen ya hoy algunos estudios sobre el tema. Tales son: V. CÁRCEL ORTÍ, Pablo VI y España.
Fidelidad, renovación y crisis (1963-1978), Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1997, 627-639; C. E.
O’NEILL / C. J. VISCARDI, voz «Pablo VI», en C. E. O’NEILL / J. M. DOMÍNGUEZ, Diccionario Histórico de la
Compañía de Jesús, Institutum Historicum Societatis Iesu – Universidad Pontificia Comillas, Roma – Madrid
2001, III, 3024-3026; U. VALERO, «Al frente de la Compañía: la Congregación General 31», en G. LA BELLA
(ed.), Pedro Arrupe, Prepósito General de la Compañía de Jesús. Nuevas aportaciones a su biografía, Mensajero
– Sal Terrae, Bilbao – Santander 2007, 160-162, 197-202, 224-227; A. ÁLVAREZ BOLADO, «La Congregación
General 32», ibid., 251-396; G. LA BELLA, «La crisis del cambio», ibid., 841-911; G. ADORNATO, Pablo VI. El
coraje de la modernidad, San Pablo, Madrid 2010, 192-194; L. SAPIENZA (a cura di), Paolo VI e i Gesuiti,
Edizioni Viverein, Roma 2016; J. W. O’MALLEY, Los jesuitas y los papas. Cinco siglos de historia, Mensajero,
Bilbao 2017, 151-156; J. CORKERY, voz «Papacy», en T. WORCESTER (gen. ed.), The Cambridge Encyclopedia of
the Jesuits, Cambridge University Press, Cambridge 2017, 580-586, especialmente 585-586; G. O’HANLON, voz
«Paul VI», ibid., 597s.
[3] Así lo formuló en su alocución inicial a los miembros de la CG 32, el 3 de diciembre de 1974. Texto
original latino en AAS 66 (1974), 711-727. Traducción española en Congregación General XXXII. Decretos y
documentos anejos, Razón y Fe, Madrid 1975, 239-259.

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Agradecimientos

Por más que no sea usual en textos de este género, no puedo menos de dedicar mi
primera y más sentida palabra de agradecimiento al Dios y Señor que acompaña y guía
nuestras vidas, por haberme inspirado el deseo, acariciado desde hace tiempo, de
acometer la exploración de que se ocupa este estudio y por haberme concedido, a mi
avanzada edad, la lucidez y energía necesarias para llevarla a cabo.
Descendiendo a niveles terrenos, debo un agradamiento del todo especial a los
compañeros jesuitas de esta comunidad de Salamanca, particularmente a los que vivieron
los acontecimientos referidos en el libro, por el aliento entusiasta con que han
acompañado día a día su elaboración. Igualmente, al nutrido grupo de personas, mujeres
y hombres, que, en esta comunidad, compuesta mayormente por jesuitas de edad
avanzada, cuidan con solicitud y esmero de nuestra salud y nuestro bienestar, de día y de
noche. A mi compañero diario de trabajo en la Biblioteca San Estanislao, José Luis
Martín Torres, por su ayuda siempre pronta y competente en múltiples menesteres
informáticos. A Wenceslao Soto Artuñedo, SJ, doctor en Historia y director del Archivo
de España de la Compañía de Jesús, de Alcalá de Henares (AESI-A), que me
proporcionó algunos documentos necesarios para el trabajo.
La delicadeza de la materia tratada me ha llevado a solicitar de la autoridad
pertinente de la Compañía la supervisión del texto, antes de su publicación, por parte de
algunos compañeros jesuitas, competentes y de buen criterio, designados por ella, que
pudieran dar su opinión global sobre él y la oportunidad de su publicación y ofrecer
eventualmente sus observaciones. Así lo han hecho en tiempo breve los designados,
compatibilizando sus importantes ocupaciones con el cumplimiento del encargo
recibido. Sin desvelar sus nombres, en gracia a la reserva prometida, les agradezco
vivamente el precioso tiempo que han dedicado a ello y el interés con que lo han hecho.
Aunque el texto, con las opiniones y juicios que contiene, es de mi exclusiva
responsabilidad, me conforta salir al público respaldado por tan valiosos avales.
Al Grupo de Comunicación Loyola debo agradecer la generosidad con que, una vez
más, me ha acogido y la competencia y cuidado, habituales en él, con que ha preparado
la edición que ofrecemos al público.

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Abreviaturas

AAS Acta Apostolicae Sedis.

AHSI Archivum Historicum Societatis Iesu.

AR Acta Romana Societatis Iesu, Roma.

ARSI Archivum Romanum Societatis Iesu.

CG Congregación General.

Const. Constituciones de la Compañía de Jesús.

DHCJ C.E.O’NEILL / J.M. DOMÍNGUEZ, Diccionario Histórico de la Compañía de


Jesús, Institutum Historicum Societatis Iesu – Universidad Pontificia
Comillas, Roma – Madrid 2001.

Ej. Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola.

FI Fórmula del Instituto de la Compañía de Jesús.

FN Fontes Narrativi de Sancto Ignatio de Loyola, Roma.

Inst. Institutum Societatis Iesu, Florentiae.

MHSI Monumenta Historica Societatis Iesu, Madrid – Roma.

MI Const Monumenta Ignatiana. Sancti Ignatii de Loyola Constitutiones Societatis


Iesu.

MLain Monumenta Laínez.

MNadal Monumenta Nadal.

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NC Normas Complementarias de las Constituciones de la Compañía de Jesús.

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Introducción

1. La especial relación de los jesuitas con el romano pontífice


1.1 Origen y génesis
En la mañana del 15 de agosto de 1534, fiesta de la Asunción de Nuestra Señora, subían
a la colina de Montmartre en París, Ignacio de Loyola y seis compañeros[1], todos ellos
estudiantes en La Sorbona, que habían hecho los Ejercicios y habían decidido, cada uno
por su parte y luego todos juntos, peregrinar a Jerusalén una vez terminados sus estudios,
y quedarse allí predicando en pobreza y trabajando en ayuda de las almas, a semejanza
de los apóstoles enviados por Jesús. Habían acordado también que, si el viaje a Jerusalén
no fuera posible o tampoco lo fuera su permanencia allí, se pondrían a disposición del
sumo pontífice para ser enviados por él a cualquier parte del mundo, entre fieles o
infieles, donde pudieran realizar con mayor fruto su propósito. Esto es lo que ofrecieron
a Dios aquel día, además del voto de castidad, en el marco de la Eucaristía celebrada por
el único sacerdote, recién ordenado, entre ellos, Pedro Fabro, en la cripta de la capilla de
Notre-Dame de la abadía benedictina, donde se encuentra el Sanctum Martyrium. Este
acto, del que dan testimonio algunos de sus protagonistas[2], sellaba la unión del grupo
de «amigos en el Señor»[3] que venía fraguándose desde meses antes (y, en el caso de
algunos, años) y que ya no se rompería[4]. No era propiamente el acto fundacional de la
Compañía, como a veces se ha dicho equivocadamente; pero contenía ya la semilla de
sus rasgos principales. Unía, en efecto, definitivamente a hombres que, cinco años más
tarde, en 1539, decidirán formar un solo cuerpo, bajo la obediencia a uno de ellos;
confirmaba su proyecto de predicar en pobreza, al modo de los apóstoles, para mejor
servir a Jesucristo, el Señor; y, por último, preveía ya, para el caso de que no pudieran
viajar a Tierra Santa en el plazo previsto o no pudieran quedarse allí por tiempo
indefinido, la alternativa (una especie de «plan B», diríamos hoy) de ponerse al servicio
de la Iglesia universal, bajo la autoridad de su cabeza visible, el romano pontífice,
vicario de Cristo en la tierra, en el mismo movimiento que los llevaba a ofrecer toda su
persona al Señor Jesús[5].
Pasados dos años y medio, el mismo grupo, al que se habían unido algunos nuevos
compañeros[6], se encontraba en Venecia, desde el 8 de enero de 1937[7], alojados sus
miembros en los hospitales de San Juan y Pablo y de los Incurables, dedicándose al
cuidado de los enfermos y con la intención de realizar dentro de ese año su viaje a
Jerusalén, según habían prometido. Para ello se desplazaron a Roma todos menos

16
Ignacio, a fin de recabar el necesario permiso del papa, a donde llegaron, al anochecer
del día 25 de marzo, Domingo de Ramos. Gracias a los buenos oficios del doctor Pedro
Ortiz, español, que más tarde haría el mes de ejercicios en Montecasino, guiado por san
Ignacio, fueron recibidos por el papa Paulo III, el 3 de abril, martes de Pascua, en el
Castel Sant’Angelo. Invitados a participar en la mesa papal, junto con cardenales,
obispos y teólogos de la curia, el pontífice escuchó, durante la comida, su conversación
sobre materias teológicas, quedando tan complacido que les expresó su disposición a
concederles lo que desearan. Le pidieron su bendición y el permiso para ir a Jerusalén.
Él se lo concedió inmediatamente. Les dio, además, 60 ducados para su viaje, a los que
los miembros de la curia presentes añadieron otros 200. Les extendió también las letras
dimisorias para que los no sacerdotes pudieran ser ordenados por cualquier obispo, aun
fuera de su diócesis, y en cualquier tiempo. Logrado con creces su objetivo, a principios
del mes de mayo, se volvieron a Venecia, donde retomaron sus actividades asistenciales.
Los no sacerdotes[8], a los que se unió Ignacio, fueron ordenados presbíteros el 24 de
junio siguiente, fiesta de la Natividad de San Juan Bautista, recibiendo del legado
pontificio amplias facultades ministeriales.
En espera de que pudiera zarpar alguna nave peregrina para Tierra Santa, pasaron
todavía casi todo el resto del año en la región de Venecia y algunos lugares próximos,
distribuidos en grupos de dos o tres y ocupados en diversas actividades pastorales y
asistenciales. Pero pronto circularon rumores sobre la presencia de naves de guerra
turcas en las rutas de navegación hacia Tierra Santa. Las dificultades se agravaron por la
entrada de Venecia en la liga contra los turcos, el 5 de septiembre de aquel año, por lo
que se encontró en estado de guerra contra ellos. Era claro que en tales circunstancias no
se podía pensar en la peregrinación proyectada. Con todo, decidieron esperar algún
tiempo más, distribuyéndose la mayoría de ellos por diversas ciudades universitarias del
norte de Italia (Padua, Ferrara, Bolonia y Siena), con la esperanza de que algún joven
universitario quisiera unirse al grupo[9], mientras que Ignacio, Fabro y Laínez se
dirigieron a Roma, de donde habían sido llamados (probablemente por el doctor Pedro
Ortiz) y a donde llegaron en noviembre de 1537[10]. Después de la Pascua (21 de abril)
de 1538, con la llegada a Roma de los que habían permanecido en el norte de Italia, el
grupo volvía a reunirse, ocupándose en dar los ejercicios y en otras actividades
pastorales y asistenciales que les iban siendo ya familiares[11].
Según iban siendo conocidas las actividades del grupo, empezaron a recibir
peticiones para que algunos de sus miembros se desplazaran a otros lugares de Italia y
aun de fuera de Italia. Así las cosas, y más pensando en el ofrecimiento que habrían de
hacer al papa para ser enviados en misión a donde él determinara, preveían como
cercano el momento en que tendrían que dispersarse. Cuando esto acaeciera, ¿dejarían
que se deshiciera el grupo, o deberían mantenerlo? Y, si decidieran mantenerlo,
¿seguirían sin autoridad alguna a su cabeza, o elegirían a uno de ellos, al que prestar
obediencia? La respuesta a estas cuestiones, vitales para su futuro, les ocuparía durante
toda la cuaresma de 1539 hasta el 15 de abril de ese año, sin dejar sus actividades diarias
habituales[12], empeñados en un modélico discernimiento en común, que ha pasado a

17
ser emblemático para la Compañía[13]. La primera cuestión se resolvió fácilmente:
«Finalmente determinamos la parte afirmativa, es decir, después que el clementísimo y piadosísimo Señor se
había dignado unirnos unos a otros y congregarnos, tan débiles y oriundos de tan diversas regiones y
costumbres, que no deberíamos romper la unión y congregación hecha por Dios, sino más bien confirmarla y
asegurarla cada día más, agrupándonos en un cuerpo, y teniendo cuidado y conocimiento unos de otros para
mayor fruto de las almas, ya que para buscar con ahínco cualesquiera bienes arduos, la misma fuerza unida
tiene más vigor y fortaleza que si estuviera fragmentada en muchas partes. Sin embargo, todo lo dicho y lo que
se dirá, queremos que se entienda de esta manera: absolutamente nada afirmamos por impulso y ocurrencia
nuestra, sino solo, sea lo que sea, lo que el Señor inspire y la Sede Apostólica confirme y apruebe».

La segunda cuestión era más difícil. Antes de entrar en ella, establecieron algunas
pautas de procedimiento: todos se prepararían cada día en la misa y en la oración para
encontrar más gusto espiritual en la obediencia y mayor inclinación a obedecer que a
mandar; no tratarían unos con otros sobre el tema, sino que cada uno se formaría su
opinión según lo que hubiera visto en la oración; se comportarían como personas ajenas
al grupo, a fin de dar un juicio plenamente libre.
«Por tanto, muchos días discutimos en uno y otro sentido acerca de la solución de esta duda, ponderando y
examinando las razones de más trascendencia y las más eficaces, entregados a los ejercicios acostumbrados de
oración, meditación, reflexión; después, finalmente, dándonos auxilio el Señor, concluimos, no por parecer de
la mayoría, mas sin que nadie disintiera: que nos es más conveniente y más necesario dar obediencia a alguno
de nosotros, para poder realizar mejor y más exactamente nuestros primeros deseos de cumplir en todo la
divina voluntad, y para que se conserve más seguramente la Compañía, y, finalmente, para que se pueda
proveer como conviene a los negocios particulares que se ofrezcan, tanto espirituales como temporales»[14].

Con la decisión sobre estos dos puntos, de parte de los miembros del grupo, quedaba
aprobado el proyecto de fundar la Compañía, pendiente únicamente de la aprobación del
papa. Ellos, conscientes de la importancia de sus decisiones, el 15 de abril, celebraron su
logro en una Eucaristía, oficiada por Pedro Fabro, en la cual, después de comulgar,
firmaron un documento en que cada uno declaraba su conformidad con la introducción
del voto de obediencia en la Compañía, y se ofrecía deliberadamente, pero sin voto ni
obligación, a entrar en ella, supuesto que fuera confirmada por el papa[15]. Hecho esto,
siguieron deliberando sobre algunos otros puntos de las futuras Constituciones[16], hasta
el 24 de junio.

1.2 Formulación, motivación, interpretación, valoración

La primera formulación de la especial relación de los miembros de la Compañía con el


romano pontífice fue redactada por los primeros compañeros en sus determinaciones
sobre las futuras Constituciones. Dice así:
«Cualquiera que se proponga ingresar en esta Congregación o Compañía, debe hacer voto expreso de
obediencia al sumo pontífice; con el que se ofrezca a ir a cualesquiera provincias o regiones, tanto de fieles
como de infieles, […]»[17].

En las sucesivas Fórmulas del Instituto[18] se encuentran las siguientes


formulaciones[19]:

18
FI-1539: «Todos los compañeros no solo sepan en el momento de profesar, sino se acuerden cada día durante
toda su vida, que la Compañía entera y cada uno militan para Dios, bajó la fiel obediencia de nuestro señor
Paulo III, y de sus sucesores. Y que están sometidos a la autoridad del vicario de Cristo y a su divina potestad,
de tal forma que estemos obligados a obedecerle, no solo según la obligación común de todos los clérigos,
sino a vincularnos con vínculo de un voto, que nos obligue a ejecutar, sin subterfugio ni excusa alguna,
inmediatamente, en cuanto de nosotros dependa, todo lo que su santidad nos mande, en cuanto se refiera al
provecho de las almas y a la propagación de la fe».
FI-1540: «Todos los compañeros no solo sepan en el momento de profesar, sino se acuerde cada día durante
toda su vida, de que la Compañía entera y cada uno militan para Dios, bajo la fiel obediencia de nuestro
santísimo señor el papa y de los otros romanos pontífices sus sucesores. Y aunque conozcamos por el
evangelio y sepamos por la fe ortodoxa, y firmemente confesemos que todos los fieles cristianos están
sometidos al romano pontífice como cabeza y vicario de Jesucristo, con todo, para una mayor humildad de
nuestra Compañía, y una perfecta mortificación de cada uno y abnegación de nuestras voluntades, hemos
juzgado que lo más conveniente con mucho es que cada uno de nosotros estemos ligados, además del vínculo
ordinario, con un voto especial, por el cual nos obligamos a ejecutar, sin subterfugio ni excusa alguna,
inmediatamente, en cuanto de nosotros dependa, todo lo que nos manden los romanos pontífices, el actual y
sus sucesores, en cuanto se refiere al provecho de las almas y a la propagación de la fe; y [a ir] a cualquiera
región que nos quieran enviar, aunque nos envíen a los turcos o a cualesquiera otros infieles, incluso los que
viven en las regiones que llaman Indias; o a cualesquiera hereje o cismáticos, o a los fieles cristianos que
sea».
FI-1550. «Todos los que hagan profesión en esta Compañía, no solo entiendan en el momento de profesar,
sino que se acuerden durante toda su vida, que la Compañía entera y cada uno de los que en ella hacen la
profesión, militan para Dios, bajo la fiel obediencia de nuestro santísimo señor el papa Paulo III [sic][20], y de
los otros romanos pontífices sus sucesores. Y aunque conozcamos por el evangelio y sepamos por la fe
ortodoxa, y firmemente creamos que todos los fieles cristianos están sometidos al romano pontífice como a
cabeza, y vicario de Jesucristo, con todo, por un mayor devoción de la Sede Apostólica y mayor abnegación de
nuestras voluntades, y por una más cierta dirección del Espíritu Santo, hemos juzgado que lo más conveniente
con mucho es que cada uno de nosotros y cuantos en adelante hagan la misma profesión, estén ligados,
además del vínculo ordinario de los tres votos, con un voto especial, por el cual nos obligamos a ejecutar, sin
subterfugio ni excusa alguna, inmediatamente, en cuanto de nosotros dependa, todo lo que nos manden los
romanos pontífices, el actual y sus sucesores, en cuanto se refiera al provecho de las almas, la propagación
de la fe; y [a ir] a cualquiera región a que nos quieran enviar, piensen que nos tienen que enviar a los turcos
o a cualesquiera otros infieles, incluso en las regiones que llaman Indias; o a cualesquiera herejes,
cismáticos, o a los fieles cristianos que sea».

Como se ve, según el tenor mismo de las Fórmulas, la relación especial de la


Compañía y de sus miembros con el romano pontífice se concreta en el voto especial por
el que estos se obligan a obedecerle en todo lo que les mande, en lo que se refiere al
provecho de las almas y a la propagación y defensa de la fe, y a ir a cualquier parte del
mundo, sea cual sea, a donde los envíen con el mismo fin. Coinciden igualmente la
Fórmulas en enfatizar la prontitud y perfección («inmediatamente», «sin subterfugio ni
excusa alguna») con que el voto debe ser cumplido, «siendo puesto todo el entender y
querer de la Compañía debajo de Cristo nuestro Señor y su vicario»[21].
Las motivaciones por las cuales se establece la obligación de emitir este voto
especial, recogidas en las Fórmulas, fueron decantándose en sus sucesivas redacciones
hasta quedar fijadas en: mayor devoción a la Sede Apostólica; mayor abnegación de
nuestras voluntades; una más cierta dirección del Espíritu Santo (el «más» ignaciano por
medio). Tres elementos importantísimos, que, además de fundamentar el establecimiento
del voto, constituyen lo que muy justamente se podría denominar su espiritualidad,
como hay espiritualidad de la pobreza, la castidad y la obediencia, los tres votos

19
constitutivos del estado religioso en general.
Un texto atribuido con gran verosimilitud al mismo san Ignacio[22], procedente del
primer período de la redacción de las Constituciones de la Compañía, denso y prolijo,
explica cabalmente el sentido, motivación y todo el trasfondo del establecimiento del
cuarto voto. Dice así:
«Mediante la summa y divina gracia, la promesa y voto expreso que toda la Compañía con entera voluntad y
satisfacción de sus ánimas hizo a Dios nuestro Criador y Señor, para obedecer a su universal y summo vicario
sin excusación alguna, a mayor gloria divina, para más y mejor laborar in agro dominico en el mayor provecho
espiritual de las ánimas, mediante su divino favor y ayuda, ha sido para dondequiera que su santidad sintiere y
juzgare para el tal efecto ser más conveniente o más necesario enviarnos entre fieles o entre infieles, no
entendiendo para algún obispado o ciudad particular, o para ser en casa o en compañía o en dirección de
alguna persona, o por algún otro provecho espiritual de monasterio o de alguna otra cosa alguna particular,
mas conforme a nuestras intenciones y deseos para ser esparcidos por diversas y varias regiones. Porque como
fuésemos de diversos reinos y provincias, no sabiendo en qué regiones andar o parar, entre fieles e infieles, por
no errar in via Domini, y por no ser seguros adónde a Dios nuestro Señor más podríamos servir y alabar
mediante su gracia divina, hicimos la tal promesa y voto para que su santidad hiciese nuestra división o misión
a mayor gloria de Dios nuestro Señor conforme a nuestra promesa e intención de discurrir por el mundo; y
donde no hallásemos el fruto spiritual deseado en una ciudad o en otra, para pasar en otra y en otra, y así
consequenter discurriendo por villas y por otros lugares particulares a mayor gloria de Dios nuestro Señor y a
mayor provecho espiritual de las almas».

Las Constituciones de la Compañía, plenamente influidas por las Fórmulas y por el


texto que precede, interpretan oficialmente el cuarto voto en estos términos:
«[529] C. Toda la intención de este cuarto voto de obedecer al papa era y es acerca de las misiones; y así se
deben entender las bulas[23], donde se habla de esta obediencia, en todo lo que mandare el sumo pontífice y
adondequiera que enviare, etc.
[603] La intención del voto que la Compañía hizo de le obedecer [al romano pontífice] como a sumo vicario
de Cristo sin excusación alguna, ha sido para dondequiera que él juzgase ser conveniente para mayor gloria
divina y bien de las ánimas enviarlos entre fieles o infieles, no entendiendo la Compañía para algún lugar
particular, sino para ser esparcida por el mundo por diversas regiones y lugares, deseando acertar más en esto
con hacer la división de ellos el sumo pontífice.
[605] Porque como fuesen los que primero se juntaron de la Compañía de diversas provincias y reinos, no
sabiendo entre qué regiones andar, entre fieles o infieles, por no errar in via Domini hicieron la tal promesa o
voto, para que su santidad hiciese la división de ellos a mayor gloria divina, conforme a su intención de
discurrir por el mundo, y donde no hallasen el fruto espiritual deseado en una parte, para pasar en otra y en
otra, buscando la mayor gloria de Dios nuestro Señor y ayuda de las ánimas»[24].

La sorprendente convergencia de todos estos textos no deja lugar a duda. La


motivación del voto (especial devoción a la Sede Apostólica y al romano pontífice,
vicario de Cristo en la tierra, y garantía de acierto en la concreción del proyecto de
ayudar a las almas y propagar y defender la fe católica en cualquier parte del mundo
donde se pueda hacer con más fruto), y su contenido (ofrecimiento en obediencia pronta
e incondicional al papa para que sea él quien determine esas concreciones, y no más)
quedan meridianamente claros[25]. En eso precisamente consiste la especial relación de
la Compañía y de sus miembros con el romano pontífice y su vínculo especial de amor y
servicio con él, «siendo la tal promesa nuestro principio y principal fundamento»[26].
Ahora bien, la formulación tan clara y precisa del voto, necesaria tanto para quien lo
hace como para quien puede pedir la obediencia prometida en él, no debe desembocar,

20
en modo alguno, en una concepción y vivencia de este frías y puramente jurídicas. No se
puede olvidar ni dejar de lado que el voto nace de una especial devoción a la Sede
Apostólica, de la convicción de que por su medio se tendrá mayor seguridad de la guía
del Espíritu Santo en las decisiones sobre adónde ir y en qué ocuparse con mayor fruto
en servicio de Dios y ayuda de las almas y de la conciencia de que con él se garantiza el
carácter universal, y no particular, de la misión universal del grupo de compañeros que
nació en Montmartre y que en Roma ha llegado a ser la Compañía de Jesús, aprobada
por el papa Paulo III. Por ello, la valoración dada por los primeros compañeros a este
voto especial queda lapidariamente expresada en estas palabras: «Siendo la tal promesa
nuestro principio y principal fundamento». Aunque la frase no haya pasado al texto
definitivo de las Constituciones, esa era la tesitura espiritual con que los primeros
compañeros idearon y emitieron el voto de especial obediencia al papa en lo que toca a
los envíos en misión. Y, si estas fueron las razones y sentimientos que le dieron origen,
ellas mismas deben siempre sustentar su vigencia e inspirar y sazonar su práctica. Lo que
no quiere decir que los jesuitas, en virtud de este voto especial, hayan de ser
«superpapistas»[27].

1.3 En la realidad de la historia

Lo primero que procede notar en este punto es que el mismo Paulo III concedió pronto al
prepósito general de la Compañía la facultad de enviar en misión a cualesquiera personas
de la misma, primero entre fieles[28], y, años más tarde, también entre infieles[29], «por
poder socorrer a las necesidades espirituales de las almas con más facilidad en muchas
partes, y más seguridad de los que para este efecto fueren, […] bien que donde quiera
que estuvieren, siempre estarán a disposición de su santidad»[30]. Pero esto no debe en
modo alguno llevar a pensar que con esa concesión haya desaparecido o se haya
debilitado el vínculo de la obediencia de los jesuitas con el sumo pontífice «para las
misiones», ya que, por una parte, los prepósitos tienen y ejercen esa facultad por
concesión del papa, y, por otra, los enviados por ellos, donde quiera que estuvieren, no
dejan de estar a disposición de su santidad[31].
Y lo segundo es que, a lo largo de la historia de la Compañía, no ha habido
problemas especiales con los romanos pontífices en lo que se refiere específicamente al
cumplimiento del cuarto voto, ya fuera en misiones dadas por ellos a jesuitas particulares
o a ella corporativamente[32]. Esto tampoco sucedió con Pablo VI, pues las dificultades
que con él surgieron a propósito del cuarto voto no se debieron a su incumplimiento ni a
su puesta en cuestión, sino a otros motivos, que se expondrán en su momento. No todas
sus llamadas a la fidelidad a la Santa Sede, dirigidas repetidamente a la Compañía, son
identificables con llamadas al cumplimiento del cuarto voto como tal.
Esto supuesto, las relaciones de los papas (42) que precedieron a Pablo VI con la
Compañía en otros ámbitos, fuera del cuarto voto, a lo largo de casi cinco siglos de
historia[33], han variado notablemente de unos a otros[34]: desde la gran benevolencia y
afecto de la mayoría de ellos, hasta la incomprensible hostilidad de un Clemente XIV,

21
que, arrollado por el agobiante asedio de las cortes borbónicas del tiempo, la suprimió
canónicamente y encarceló a su prepósito general en el Castel Sant’Angelo de Roma,
privándole de todo contacto con el exterior y prohibiéndole celebrar la Santa Misa y
recibir los sacramentos.
En la «antigua Compañía», la que va desde su fundación en 1540 hasta su supresión
canónica en 1773, hubo pontífices que le mostraron gran benevolencia.
Tales fueron, en primer lugar, Paulo III (1534-1549) y Julio III (1550-1555) que la
aprobaron y confirmaron, y, especialmente el primero, le concedieron amplias
facilidades y privilegios para su desarrollo y confiaron misiones de gran responsabilidad
y trascendencia a algunos de sus miembros; el segundo fundó el Colegio Germánico en
la Urbe, confiándolo a los jesuitas. Gregorio XIII (1572-1585), uno de los mayores
bienhechores que haya tenido la Compañía, dotó generosamente a este colegio e hizo
construir un grandioso edificio para el Colegio Romano, remediando también su precaria
economía anterior[35]. Gregorio XIV (1590-1591), en condiciones complicadas para la
Compañía, aprobó de nuevo su Instituto y estableció severas penas canónicas para
quienes lo impugnaran[36]. Clemente XIII (1758-1769) defendió enérgicamente a la
Compañía de los ataques y atropellos de las cortes borbónicas en vísperas de su
supresión, resistió tenaz y heroicamente a sus instancias («antes que firmarla, me dejaré
cortar la mano»), confirmó de nuevo su Instituto y todos los decretos papales anteriores
en su favor, la alabó y defendió de las calumnias sufridas[37] y escribió numerosas
cartas a obispos de España y Francia pidiendo que la defendieran o protestando por los
ataques contra ella. Cuando Carlos III había firmado ya la Pragmática Sanción con la
que expulsaba a los jesuitas de España y de sus territorios de Ultramar, le escribió una
carta conmovedora pidiéndole que revocara su decisión o la dejara en suspenso.
Durante el mismo período hubo también pontífices menos (o nada) favorables a la
Compañía. Principalmente en las primeras décadas después de la muerte del fundador,
algunos, empezando por Paulo IV[38] (1555-1559), pretendieron cambiar puntos
importantes del Instituto, tales como: el mismo nombre de Compañía de Jesús, el
carácter vitalicio del cargo del prepósito general y sus excesivos poderes, la
indeterminación de la duración del oficio de los superiores inferiores, la no celebración
de los capítulos o congregaciones generales en tiempos fijos, la ausencia de coro y de
penitencias regladas, la precedencia de la ordenación sacerdotal a la incorporación
definitiva de los miembros, el carácter de religiosos de los votos simples emitidos por
todos al final del bienio del noviciado y por los coadjutores formados (sacerdotes y
hermanos) al momento de su incorporación definitiva[39]. Hubo también dos ocasiones,
en que los respectivos papas impusieron sutil y eficazmente a la CG el nombre del
prepósito que debería elegir: Gregorio XIII a Everardo Mercuriano (para impedir la
elección de un nuevo general español, después de los tres primeros) e Inocencio XI a
Tirso González. (para tratar de introducir en la Compañía el probabiliorismo). En la
grave crisis creada por los memorialistas[40] los papas que la gestionaron, Sixto V
(1585-1590) y Clemente VIII (1592-1605), mantuvieron una actitud ambigua y
contemporizadora. Y, a lo largo de casi todo este período, diversos pontífices trataron

22
sucesiva y fatigosamente de dirimir algunas graves controversias, prolongadas por años
y décadas, en las que estaba implicada la Compañía, concluidas algunas en contra de
ella, que serían después aprovechadas por sus adversarios para reclamar su supresión: la
controversia de auxiliis[41], que empalmó con las reiteradas y acerbas acusaciones de
laxismo moral y tendencias pelagianas a los jesuitas promovidas por los jansenistas[42],
y las controversias sobre los «ritos» chinos y malabares[43]. Iba así madurando el
tiempo propicio para que sobre la Compañía, disuelta ya en Francia y expulsada de
Portugal, de España y sus dominios de ultramar, del reino de las Dos Sicilias y del
ducado de Parma, recayese, por presiones insoportables de los monarcas borbónicos, el
bochornoso breve Dominus ac redemptor[44], redactado por el embajador español ante
la Santa Sede, José Moñino, y Monseñor Francisco Javier Zelada, del mismo origen,
firmado a 21 de julio de 1773, por Clemente XIV (1769-1774), que, con las razones más
extravagantes que se pudiera imaginar, la suprimía a perpetuidad en todo el mundo «por
el bien de la Iglesia y la paz de las naciones».
Pero la Compañía no desapareció de hecho en todo el mundo. El emperador Federico
II de Prusia y la zarina Catalina II de Rusia prohibieron la promulgación del Breve de
supresión en sus respectivos dominios, con lo que aquella siguió existiendo en ellos. El
jesuita polaco Stanislaw Czerniewicz, nombrado previamente por su provincial como
viceprovincial de las casas de la provincia polaca en territorio ruso, pidió permiso al
papa Pío VI (1775-1799) para readmitir en la Compañía a exjesuitas de fuera de su
territorio. Una discreta respuesta informal, pero fidedigna, de este le permitió admitir a
algunos. Años más tarde, el 15 de marzo de 1783, obtuvo del mismo papa una
aprobación oral explícita de la presencia de la Compañía en Rusia. A partir de ahí, una
gestión entre prudente y audaz de su situación, por parte de los jesuitas polacos en
territorio ruso, tanto con la zarina y su inmediato sucesor, Pablo I, como con las
autoridades religiosas del lugar y de Roma, culminó en el breve Catholicae fidei[45], de
7 de marzo de 1801, del nuevo papa Pío VII (1800-1823), que confirmaba oficialmente
la existencia de la Compañía en territorio ruso. El breve especificaba también que
Franciszek Kareu, jesuita polaco, que hasta entonces actuaba como vicario general,
fuera, a partir de ese momento, prepósito general de pleno derecho de la Compañía, el
primero desde la muerte de Lorenzo Ricci[46]. De la curia papal se hizo comunicar al
sucesor de Kareu, Gabriel Gruber, que, si bien la Compañía no podía abrir noviciados y
casas fuera del territorio ruso, a excepción de los lugares en que iba siendo restablecida,
sí podía recibir la agregación, en el foro interno, de antiguos jesuitas de cualquier parte
del mundo.
Pío VII, desde el primer momento de su pontificado, tenía la intención definida de
restablecer la Compañía en todo el mundo, y hubiera procedido inmediatamente a ello,
de no haber sido por la inflexible oposición de Carlos IV de España y luego por su
confinamiento (prisión) por parte de Napoleón Bonaparte en Fontainebleau. Ya el 30 de
julio de 1804, mediante el breve Per alias Nostras[47], había restablecido la Compañía
en el reino de las Dos Sicilias, y también, por entonces, había acogido benévolamente en
Roma a los exjesuitas expulsados del reino de Nápoles por Napoleón, y había mantenido

23
relaciones amistosas con su provincial, José Pignatelli. Vuelto a Roma, pudo finalmente
restaurar la Compañía en todo el mundo, el 7 de agosto de 1814, mediante la bula
Sollicitudo omnium ecclesiarum[48].
En la «Compañía restaurada» (1814-1965) las relaciones entre los papas y los jesuitas
serán más estrechas y menos oscilantes que en la etapa anterior. El fundamento de esta
relación privilegiada fue la identificación cada vez más intensa de los jesuitas con el
papado y con las causas por él defendidas y viceversa[49]: en la nueva situación
sociopolítica y social europea, surgida de la revolución francesa, la Ilustración y la caída
del antiguo régimen, a los papas les venía bien la ayuda incondicional de los jesuitas y a
estos, como a otras familias religiosas, les venía bien la benevolencia y protección de
aquellos. La actitud ultramontana de jesuitas y demás religiosos respecto de los papas
fue un fruto natural de aquella situación.
León XII (1823-1829) devolvió a los jesuitas el Colegio Romano en 1824, les
encargó un Colegio de Nobles en Roma, restituyó a la Compañía (breve Pluras
inter[50]), las prerrogativas anteriores a la supresión que no habían sido citadas en la
bula de restauración, y, sobre todo, apoyó la opinión de que la Compañía restaurada por
la Santa Sede era la Compañía antigua, y no algo de nueva creación.
Gregorio XVI (1831-1846) defendió a los jesuitas ante los gobiernos de Bélgica y
Francia, cuando pretendieron, el primero restringir los derechos y prerrogativas de la
Compañía, y el segundo disolverla.
Pío IX (1846-1878) se mostró en un primer período como hombre de centro, que
rechazaba tanto el anticlericalismo de los liberales como el fanatismo de los «papalini»
(papistas), por lo que fue recibido por el mundo en general como el «papa liberal». Pero,
a partir de su huida a Gaeta (24 noviembre 1848), cambió de rumbo y, a su vuelta a
Roma, gobernó los Estados Pontificios ahogando cualquier indicio de liberalismo,
democracia, o intento de unión italiana. Por otra parte, la debilitación progresiva de las
Iglesias nacionales (el galicanismo en Francia y el josefinismo y febronianismo en
Austria) tuvo como consecuencia una centralización sin precedentes en el gobierno y en
la doctrina de la Iglesia, que se puso de manifiesto en el Concilio Vaticano I (1869-
1870), con la definición de la infalibilidad pontificia. En esta gran empresa el papa contó
con la ayuda incondicional de destacados teólogos jesuitas: Giovanni Perrone, Johann
Baptist Franzelin y Clemens Schrader, profesores del Colegio Romano, y Joseph
Kleutgen. Años antes, el mismo Perrone y su colega del Colegio Romano, Carlo
Passaglia, todavía jesuita, le habían proporcionado la fundamentación bíblica y teológica
para la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María
(1854). En 1850, estando él todavía en Gaeta, el jesuita napolitano Carlo Maria Curci le
convenció para que apoyara la fundación de una revista sobre temas de actualidad en
defensa de la Iglesia y del papado. Así nació La Civiltà Cattolica, revista quincenal en la
que solo pueden aparecer artículos firmados por jesuitas, que sería después trasladada a
Roma, donde continúa como órgano oficioso de la Santa Sede, bajo tutela de la
Secretaría de Estado. El 8 de diciembre de 1864, publicó la encíclica Quanta cura con el
«Índice de los principales errores del siglo» (Syllabus), considerado por los historiadores

24
como el documento más oscurantista de la Iglesia. Los jesuitas, en general, como buenos
ultramontanos, lo acogieron y asimilaron con fervor. El papa, a su vez, los había
protegido constantemente de la malquerencia de los liberales italianos y del perseverante
intento de Luis-Felipe de Francia de disolver la Compañía en este país.
Le sucedió León XIII (1878-1903), que se propuso considerar los errores
denunciados por su predecesor como desafíos positivos para la Iglesia. Muy pronto, el 4
de agosto de 1879, publicó la encíclica Aeterni Patris, sobre la restauración de la
filosofía cristiana conforme a la doctrina de santo Tomás de Aquino, exhortando
simultáneamente a los jesuitas, por medio de su general, Pieter Beckx, a secundar sus
orientaciones. Con su bula Dolemus inter alia[51], de 13 de julio de 1886, confirmó el
Instituto y privilegios de la Compañía con ocasión de la publicación del Institutum S.I., y
el 30 de diciembre de 1892, confirmó sus Constituciones y su especial dedicación a la
doctrina de santo Tomás de Aquino (Gravissime Nos). El 15 de mayo de 1891, publicaba
su encíclica Rerum novarum sobre la situación de los obreros en la nueva sociedad
industrial, invitando a todos los católicos no solo al ejercicio de la caridad y la justicia
con ellos, sino a «transformar la sociedad a la luz del Evangelio». Los jesuitas en
Europa, sin estar particularmente concernidos por la encíclica, entraron decididamente
por este camino. Sin abandonar las «obras de misericordia» tradicionales, emprendieron
nuevas iniciativas (creación de círculos católicos de obreros para su formación y ayuda
mutua, entidades de ahorro para evitar la explotación usurera y sindicatos por
profesiones para la defensa de sus derechos, entre otras) y fueron englobándolas todas en
lo que desde entonces se llamaría y sería considerado como apostolado social en paralelo
con la expresión catolicismo social, generalizada en la Iglesia.
Pío X (1903-1914) fue un papa muy pastoral que promovió especialmente la vida
sacramental en la Iglesia y el uso de la música sacra con participación del pueblo en el
canto litúrgico, para lo cual se valió de la colaboración del jesuita Angelo De Santi.
Mantuvo muy buenas relaciones con el general Luis Martín (su Secretario de Estado era
el cardenal Rafael Merry del Val, también español). Desde pronto en su pontificado tuvo
que hacer frente a los errores del modernismo y lo hizo con notable celo, condenándolos,
primero con el decreto Lamentabili sine exitu del Santo Oficio sobre los errores del
modernismo, aprobado por él mismo (3 de julio de 1907), y luego con su encíclica
Pascendi dominici gregis, sobre los errores de los modernistas, (8 de septiembre de
1907), y exigiendo, tres años más tarde de todos los clérigos un juramento de ortodoxia,
el denominado juramento antimodernista. En la Compañía había ardientes modernistas
como George Tyrrell en la provincia inglesa y no menos ardientes antimodernistas,
como el teólogo francés Louis Billot, profesor de la Universidad Gregoriana, que había
colaborado en la redacción de la encíclica Pascendi y más tarde sería cardenal de la
Iglesia. A raíz de la publicación de los documentos mencionados, se desató una campaña
de acoso a nivel internacional contra todos aquellos que no eran –o eso se sospechaba–
suficientemente antimodernistas. En ella se vieron envueltos el nuevo general de la
Compañía, Francisco Javier Wernz (alemán), y dos de sus asistentes, Wlodimir
Ledóchowski (polaco, futuro general de la orden) y Edouard Fine (francés). De Wernz se

25
decía que era demasiado blando con el modernismo y los modernistas, e incluso se le
acusaba, también por algunos jesuitas, de haberse opuesto al papa en su lucha contra los
errores modernistas. Las relaciones entre ellos fueron tensas. El papa, según se decía en
Roma, le reprendió alguna vez severamente –hubo quienes decían que podía incluso
haber pensado en destituirlo– y él le prometió fidelidad. En medio de la crisis, el papa
había fundado en 1909 el Pontificio Instituto Bíblico en Roma y lo había confiado a la
Compañía, poniendo como rector a Lepold Fonck, jesuita de su confianza, preocupado
por el modernismo, tal vez en un intento de contrapesar la deriva, considerada
«modernizante», de la École Biblique de Jerusalén de los dominicos[52]. El 19 de agosto
de 1914, estando el general y el papa en trance de muerte, este preguntó por Wernz y le
envió su bendición[53]. Murieron ambos con solo dos horas de diferencia, Wernz
primero[54].
Benedicto XV (1914-1922) se ocupó en impedir por todos los medios el estallido de
la Primera Guerra Mundial. En temas eclesiales mitigó la agria discusión entre
integristas y moderados que había desatado la condena del modernismo por su
predecesor. Con respecto a la Compañía, declaró solemnemente ante los miembros de la
CG 26 (1915) que, «dada la necesidad de quien ha recibido el encargo de gobernar la
Iglesia de tener colaboradores valiosos y dispuestos a todo, Nos parece que debemos
confiar plenamente en la Compañía de Jesús»[55]. Puso de nuevo la paz entre los
tomistas rigurosos y los más flexibles suarezianos y recuperó la causa de beatificación
del cardenal Roberto Bellarmino. Con ocasión de la promulgación del Código de
Derecho Canónico de 1917, concedió a la Compañía algunas dispensas de normas
opuestas a su Instituto. Cooperó con el padre general Ledóchowski en buscar un
emplazamiento adecuado para la Universidad Gregoriana, comprando, a costa de la
Santa Sede, el solar elegido por aquel en el centro de Roma (Piazza della Pilotta).
Pío XI (1922-1939) fue muy amigo de la Compañía, se sirvió de ella en muchas
ocasiones para proyectos e iniciativas importantes de su pontificado y le concedió
numerosos favores y gracias. A ella confió en 1922 el Pontificio Instituto Oriental,
fundado por su predecesor en 1917 y, posteriormente, el Colegio Ruso, en 1935.
Favoreció las instituciones académicas romanas gestionadas por la Compañía,
especialmente su alma mater, la Universidad Gregoriana. En 1928 unió a ella los
Institutos Bíblico y Oriental, dando al conjunto la denominación de «nuestra
universidad». En 1931 confió también a la Compañía la gestión de la recién inaugurada
Radio Vaticana. Y, por esas mismas fechas, había encomendado la redacción de su
encíclica social Quadragesimo anno sobre la restauración del orden social en perfecta
conformidad con la ley evangélica al celebrarse el 40.º aniversario de la encíclica Rerum
novarum de León XIII, a los jesuitas Albert Müller, belga, y Oswald von Nell-Breuning,
alemán, consultando también a su colega francés Gustave Desbuquois, director de la
Action Populaire de París. De notar con especial relieve la inestimable y eficaz
intervención del jesuita italiano Pietro Tacchi-Venturi en la elaboración de los Pactos
Lateranenses entre la Santa Sede y el Estado italiano, con los que se zanjaban los
complejos problemas existentes entre ellos desde 1870. En otro orden de cosas, Pío XI

26
confirmó de nuevo el Instituto de la Compañía, mediante la Constitución Apostólica
Paterna caritas[56] (12 de marzo de 1933), declarando todo su derecho como
privilegiado, en relación con el Código de Derecho Canónico de 1917. Sus relaciones
con el padre Ledóchowski fueron excelentes, gracias a lo cual, se pudo abrir este
dilatado panorama de colaboración de la Compañía al servicio de la Santa Sede.
Pío XII (1939-1958), desplegó una intensa labor diplomática para evitar la Segunda
Guerra Mundial y, cuando esta estalló, para evitar la entrada de Italia en ella y preservar
de sus efectos, especialmente, a la ciudad de Roma. Desarrolló también una intensa
actividad, con la colaboración de muchos religiosos y religiosas de Roma –entre ellos,
los jesuitas– para proteger a los judíos de la persecución desencadenada contra ellos. En
el tiempo en que coincidió con el P. Ledóchowski al frente de la Compañía, tuvieron
excelentes relaciones y aprobó el plan que este le propuso para su sucesión como
general, por el tiempo en que, por razón de la guerra ya en marcha, no pudiera celebrarse
la CG para elegir al sucesor. Durante la guerra, tuvo a su disposición la Radio Vaticana,
gestionada por los jesuitas, como medio excepcional de comunicación internacional para
manifestar al mundo su pensamiento sobre el conflicto, con la irritación consiguiente de
las potencias del Eje, que lo acusaban de violar la neutralidad. En el mismo tiempo
publicó dos grandes encíclicas: la Mystici corporis Christi (29 de junio de 1943), sobre
la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, para cuya redacción contó con los servicios del
profesor de la Gregoriana Sebastián Tromp, holandés, y la Divino afflante Spiritu (30 de
septiembre de 1943) sobre los estudios bíblicos, con la ayuda en la redacción del jesuita
alemán, Agustín Bea, rector del Pontificio Instituto Bíblico y confesor suyo. Igualmente,
teólogos jesuitas de diversas partes del mundo colaboraron en la preparación de la
promulgación del dogma de la Asunción de la Virgen María a los cielos, efectuada el 1
de noviembre de 1950 con la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus. Con el
final de la Guerra Mundial, empezaron a acudir a Roma numerosos grupos de peregrinos
y turistas, a los que el papa dirigía frecuentemente su palabra sobre los más variados
temas. Para preparar sus discursos tenía un equipo en la sombra, compuesto por una
decena de especialistas jesuitas de diferentes naciones. Todo se hacía con gran discreción
y reserva para no herir susceptibilidades. En otro terreno, el papa apoyó con entusiasmo
el «Movimiento por un mundo mejor» del P. Ricardo Lombardi, evocando la frase de su
predecesor Paulo III sobre el proyecto de fundación de la Compañía, «el dedo de Dios
está aquí». El 12 de agosto de 1950, publicó su encíclica Humani generis, sobre algunas
falsas opiniones contra los fundamentos de la doctrina católica, en cuya redacción, según
se decía, había tenido parte el jesuita belga Édouard Dhanis. En ella alertaba a los fieles
sobre la «nueva teología» y sus intentos de acomodar la doctrina católica al pensamiento
y sensibilidad del mundo moderno. Entre los representantes principales de esta corriente,
todos franceses[57], se encontraban los jesuitas Henri de Lubac y Henri Bouillard,
profesores del teologado de Fourvière (Lyon). El nuevo general de la Compañía desde el
8 de septiembre de 1946, el P. Juan Bautista Janssens, belga flamenco, secundando las
intenciones del papa[58] (según algunos, con excesiva sumisión), relevó a estos de la
docencia, ordenó retirar algún libro de las bibliotecas de los jesuitas y destruirlo, y, el 11

27
de febrero de 1951, escribió una carta llamativamente larga y muy elaborada a «algunos
provinciales» (texto auténtico en francés)[59] sobre la ejecución de la encíclica, en la
que analizaba detenidamente su contenido y sus consecuencias para la enseñanza. En la
CG 30 (septiembre-octubre de 1957), en su alocución a los congregados, el papa exhortó
a los jesuitas a una vida más austera, descendiendo al detalle de prohibirles el uso del
tabaco en sus diversas formas, con sorpresa de muchos. Sus relaciones con los dos
generales, Ledóchowski y Janssens, sin ser tan jugosas como las de su inmediato
predecesor, fueron correctas y cordiales. A él hay que agradecer el regalo a la Compañía,
con motivo de su cuarto centenario en 1940, de la capilla de La Storta, cerca de Roma,
donde se cree que san Ignacio tuvo la visión en que «el Padre le ponía con el Hijo»[60].
Juan XXIII (1958-1963). Es bien conocida la gran decisión de su pontificado, la
convocación del Concilio Vaticano II, y el espíritu desbordante de esperanza y apertura
al mundo con que lo hizo. Antes y después de su comienzo, sus encíclicas Mater et
Magistra, de 15 de mayo de 1961, «sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la
luz de la doctrina cristiana», y Pacem in Terris, de 11 de abril de 1963, «sobre la paz
entre todos los pueblos que se ha de fundar en la verdad, la justicia, el amor y la
libertad», produjeron un gran impacto en el mundo católico y aun fuera de él. Ya en la
primera audiencia, le explico al P. Janssens cuál sería su actitud con la Compañía: la
estimaba y seguiría haciéndolo, pero, por el bien de ella misma, no llamaría a jesuitas a
trabajar ocultamente con él, como había hecho Pío XII, suscitando la odiosidad de otros.
Nombró cardenal al P. Agustín Bea (1959) y luego (1960) presidente del Secretariado
para la Unión de los Cristianos, y designó a 58 jesuitas para las comisiones preparatorias
del Concilio. Con su aprobación, el Santo Oficio pidió a Janssens el relevo de la
docencia de dos profesores jesuitas del Instituto Bíblico (asunto que, tras algunas
complicaciones desagradables, terminó resolviéndose bien ya en tiempo de Pablo VI).

2. Pablo VI: persona y pontífice[61]


2.1 Giovanni Battista Montini: la persona
Como sucesor de Juan XXIII, fue elegido el cardenal Giovanni Battista Montini,
arzobispo de Milán, el 21 de junio de 1963, segundo día del cónclave. «Por devoción al
Apóstol –primer teólogo de Jesucristo– el enamorado de Cristo […], apóstol misionero,
que llevó el Evangelio al mundo en su tiempo»[62], eligió el nombre de Pablo VI[63].
Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini («Battista», en el círculo familiar),
nació el 26 de septiembre de 1897 en Concesio, a pocos kilómetros de Brescia (Italia).
Fueron sus padres Giorgio Montini, abogado, director del periódico local Il Sole di
Brescia y diputado en tres legislaturas por el Partido Popular Italiano, y Giuditta Alghisi,
ocupada de la casa familiar, «que tenía abierta la puerta a todos cuantos acudían a ella
con sus problemas, no solo económicos. […] Se podría decir que, si su padre le hizo ver
la fe bajo el aspecto del pensamiento, del estudio, de la profundización, su madre le abrió
el camino de una relación cuasimística con Dios»[64]. Tuvo dos hermanos: Ludovico,

28
poco mayor que él, que fue también abogado, diputado y senador de la República, y
Francesco, médico.
En 1903 fue matriculado como alumno externo, a causa de su frágil salud, en el
colegio Cesare Arici de Brescia, dirigido por los jesuitas, donde cursó los estudios de
enseñanza primaria y media –liceo clásico–, al mismo tiempo que participaba
activamente en su Congregación Mariana y en los grupos juveniles del «Oratorio de la
Paz», llevado por sacerdotes oratorianos, uno de los cuales, el padre Cesena, sería su
director espiritual por mucho tiempo. En octubre de 1916 se matriculó, también como
alumno externo, en el seminario diocesano de Brescia (viviendo durante los estudios en
su casa familiar), y en 1919, en la Federación Universitaria Católica Italiana (FUCI). El
20 de mayo de 1920, poco antes de cumplir los 23 años, recibió la ordenación sacerdotal
en la catedral de Brescia, y el día siguiente celebró su primera misa en el Santuario de las
Gracias.
En noviembre del mismo año se trasladó a Roma para ampliar estudios, primero,
durante un año, en el Pontificio Seminario Lombardo, y luego en la Facultad de Filosofía
de la Pontificia Universidad Gregoriana y en la de Filosofía y Letras de la estatal, La
Sapienza, por su deseo de abrirse a las vertientes humanistas de la cultura. Pero pronto
fue mandado por el cardenal Pietro Gasparri, Secretario de Estado, a la Pontificia
Academia de Nobles Eclesiásticos, para formarse como diplomático vaticano. Él hubiera
preferido practicar el ministerio sacerdotal directo y llevar una vida de recogimiento y
estudio; pero aceptó, confiado en la divina providencia, las disposiciones superiores
sobre su futuro. Ante esta nueva perspectiva, se matriculó en la Facultad de Derecho
Canónico de la Gregoriana, en la que obtuvo las licenciaturas en Filosofía y Derecho
Canónico y Civil. En mayo de 1923, fue enviado en prácticas a la Nunciatura Apostólica
de Varsovia, –experiencia difícil para él–, siendo llamado de vuelta a Roma seis meses
después.
En noviembre de 1923, fue nombrado asistente eclesiástico del círculo romano de la
FUCI[65], pasando, en 1925, a ser asistente nacional. En esta tarea, que duró nueve años,
entretejió relaciones de amistad y confianza espiritual con decenas de jóvenes, muchos
de los cuales ocuparían posteriormente puestos de alta responsabilidad en la vida pública
italiana y lo considerarían siempre como su guía espiritual. Presentaba a los jóvenes
estudiantes un programa de vida austera y exigente: conciencia universitaria,
responsabilidad, exigencia espiritual, apostolado de la inteligencia, eran palabras que se
convirtieron en el paradigma de la formación integral de los miembros de la Federación.
Pero la FUCI no escapó a la crisis que afectó a las organizaciones católicas con el
ascenso del fascismo, y el 29 de mayo de 1931 fue también disuelta y sus sedes
devastadas. A esta grave prueba se le añadió a Montini, un año después, otra más dura
personalmente: se le acusaba de orientaciones extrañas en la liturgia y de métodos de
sabor protestante[66]. Pío XI le hizo llegar palabras de afecto y benevolencia; pero el
clima se fue encrespando hasta el punto de verse amargamente obligado a presentar su
dimisión el 12 de mayo de 1933[67]. A pesar de todo, siguió trabajando con jóvenes
graduados del Movimiento de Licenciados Católicos.

29
En abril de 1925 había entrado a trabajar en la Secretaría de Estado del Vaticano, en
la que, pasando por todos los escalones del escalafón, desde modesto «minutante» hasta
sustituto de la Secretaría de Estado (1937) y Pro-Secretario de Estado para los asuntos
ordinarios de la Iglesia (1952), estuvo durante treinta años al servicio directo de los
papas Pío XI, lombardo como él y amigo de su familia, y Pío XII, con el que ya había
colaborado en la Secretaría de Estado. Fueron tiempos sumamente complicados, en los
que el oleaje de los acontecimientos sacudía violentamente a Europa, envolviendo
también a la Iglesia católica: revolución de octubre de 1917 e implantación del
comunismo en Rusia; implantación y ascenso progresivo de los regímenes totalitarios en
Alemania e Italia; persecución religiosa y guerra civil en España; estallido y expansión
de la Segunda Guerra Mundial, que sembró devastación y ruinas en la mayoría de las
naciones europeas y en Japón, y dejó el mundo dividido en dos bloques enfrentados, que
libraron entre sí la llamada «guerra fría», prolongada por años y ensombrecida por el
constante crecimiento armamentístico y la amenaza del holocausto nuclear por ambas
partes… Tiempos sumamente complicados, en los que se necesitaba inteligencia,
serenidad, tacto, capacidad de mediación y, lo que especialmente podía aportar la Iglesia,
amor universal y sincero a todas las partes en conflicto. Montini aportó mucho de esto en
su tarea oscura y subordinada, convencido de que así realizaba su alta misión para bien
de la Iglesia y del mundo[68]. Desde el primer momento llamó la atención por su intensa
dedicación y su disponibilidad para todo servicio[69], así como por la calidad de su
trabajo[70]. Simultáneamente, colaboró, mientras pudo, en la predicación, catequesis,
asistencia a los pobres y, por algunas semanas, a los scouts de la parroquia romana de
San Eustaquio, junto al Campo de’ Fiori.
En la Secretaría de Estado, además del trabajo propio de ella, ordinario y
extraordinario, realizó otras actividades delicadas e importantes. Una de ellas fue la
dirección de la oficina montada en el Vaticano para identificar y localizar a civiles
obligados a sumarse a uno u otro de los bandos contendientes en la guerra, y otra
proteger y buscar refugio para los judíos que vivían clandestinamente en Roma y
algunos otros lugares, como era viva intención de Pío XII. En la situación de grave falta
de medios de subsistencia en los suburbios de Roma, se ocupó de hacer llegar alimentos
a los necesitados, especialmente en Primavalla. Todo ello, con la indispensable
discreción necesaria para no suscitar entre los beligerantes sospechas de haber violado la
neutralidad de la Santa Sede. Terminada la guerra, se ocupó también, en la medida de
sus posibilidades, en impedir la difusión del ateísmo marxista en las clases populares
empobrecidas de Italia.
Sorprendentemente, el 1 de noviembre de 1954, Pío XII lo nombró arzobispo de
Milán. Por lo imprevisto de la decisión, esta pareció a muchos un alejamiento impuesto
de la curia romana; hubo incluso quien habló de un «destierro»[71]. Pero esta no era
necesariamente la única explicación, ni la más probable. Pío XII podría haber querido
proporcionarle una intensa experiencia pastoral y de gobierno eclesial en la diócesis
mayor de Italia, y, después de Roma, la más importante, pensando en un eventual futuro
que solo Dios conocía. Fue ordenado obispo en la basílica vaticana el 12 de diciembre y

30
tomó posesión de la diócesis el 6 de enero de 1955. Como arzobispo supo levantar la
precaria situación de la Iglesia lombarda en un momento histórico dificilísimo, en el que
convergían los problemas económicos de la reconstrucción de posguerra, la masiva
inmigración procedente del sur, la difusión del ateísmo y del marxismo en el mundo del
trabajo. Buscó el diálogo y la conciliación entre todas las clases sociales, y abrió el
camino a una verdadera cristianización de los trabajadores –«obispo de los obreros» le
llamaban–, por medio principalmente de las Asociaciones Cristianas de los Trabajadores
Italianos (ACLI). Todo ello le granjeó amplias simpatías y estima en el pueblo y, en
realidad, una mayor y mejor preparación para lo que le pudiera venir; aunque no le
faltaron menosprecios de la prensa mundana (L’Espresso y Oggi) ni ataques de
publicaciones manifiestamente hostiles a la Iglesia y a la religión (L’Unità y Avanti, por
la izquierda, y Il Borghese, por la extrema derecha). En la lista de cardenales creados por
Juan XXIII el 15 de diciembre de 1958 ocupó el primer lugar. Y. desde el anuncio del
Concilio Vaticano II, participó muy activamente en su preparación, en la Comisión
Preparatoria Central.
2.2 Pablo VI, el papa
Su primera gran decisión como papa, tomada al día siguiente de su elección, fue
continuar la celebración del Concilio Vaticano II, que no había hecho más que empezar,
no sin dificultades y tropiezos, el año anterior[72]. Su desarrollo, a través todavía de
otras tres sesiones, una cada año, y su puesta en práctica posterior fueron la gran obra de
su vida[73]. Hombre humilde y reservado, considerado como tímido y dubitativo[74],
estaba dotado de una vasta erudición y era, al mismo tiempo, intensamente espiritual,
con lo que supo desplegar una gran capacidad de mediación para conciliar posiciones
divergentes y garantizar la solidez doctrinal católica en un período de agitaciones
ideológicas (lo que le granjeó las críticas provenientes de un extremo y otro), abriéndose
a los problemas del mundo y de la paz entre los pueblos.
Poco después de la conclusión del Concilio, el 8 de diciembre de 1965, según iba
pasando el tiempo, se abrió un período dificilísimo para la Iglesia Católica, la «crisis del
postconcilio» y el tiempo de la «contestación» intraeclesial desde frentes opuestos, en un
entorno sociocultural de libertinaje sin límites[75] Fue entonces cuando Pablo VI llegó a
decir: «esperábamos la primavera, y ha llegado el invierno y la tempestad[76]; el humo
del infierno ha entrado por algún resquicio en el templo de Dios»[77]. A pesar de todo,
supo mantener la cabeza y el pulso firmes en la aplicación cabal y metódica del Concilio,
confiado en la potencia del Espíritu, superior a todas las tempestades.
Empezó por la renovación de la liturgia en toda su amplitud, en cumplimiento de la
constitución conciliar aprobada en la primera sesión, Sacrosanctum concilium, siguiendo
con la creación de la Pontificia Comisión para las Comunicaciones Sociales, para el
cumplimiento del decreto Inter mirifica. Dio normas apropiadas para la puesta en
práctica de los decretos sobre los obispos, la formación de los candidatos al sacerdocio y
la renovación acomodada de la vida religiosa. Confirmó el Secretariado para la unión de
los cristianos, instituido por Juan XXIII, y creó de nueva planta una serie de organismos:

31
Secretariado para los no creyentes, Secretariado para los no cristianos, Consejo para los
laicos, Comisión Iustitia et Pax, Comisión Teológica Internacional, Pontificio Consejo
Cor Unum, Sínodo de los Obispos. Reformó el tradicional Santo Oficio, dándole el
nombre, más amable, de Congregación para la Doctrina de la Fe, y abolió el secular
Índice de libros prohibidos. En 1967, instituyó la Jornada Mundial de la Paz, para ser
celebrada el día 1.º de enero de cada año. Con todas estas innovaciones equipaba a la
Iglesia para recorrer el camino de la renovación que le había programado el Concilio.
A lo largo de su pontificado, promulgó cinco cartas encíclicas: Ecclesiam suam (6 de
agosto de 1964), sobre la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo[78];
Mysterium fidei (3 de septiembre de 1965), sobre la doctrina y culto de la sagrada
Eucaristía; Populorum progressio (26 de marzo de 1967), sobre la necesidad de
promover el desarrollo de los pueblos[79]; Sacerdotalis coelibatus (24 de junio de
1967), sobre el celibato sacerdotal[80]; Humanae vitae (25 de julio de 1968), sobre la
regulación de la natalidad[81]. Entre sus exhortaciones apostólicas se encuentran:
Signum magnum, sobre el culto a la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia y
Modelo de todas las virtudes (13 de mayo de 1967); Evangelica testificatio, sobre la
renovación de la vida religiosa según las enseñanzas del Concilio (29 de junio de 1971);
Marialis cultus, sobre la recta ordenación y desarrollo del culto a la Santísima Virgen (2
de febrero de 1974); Gaudete in Domino, sobre la alegría cristiana (9 de mayo de 1975);
Evangelii nuntiandi, sobre la evangelización en el mundo contemporáneo (8 de
diciembre de 1975). Y, entre las cartas apostólicas, cabe destacar la Octogésima
adveniens (14 de mayo de 1971), al cardenal Mauricio Roy, presidente del Consejo para
los laicos y de la Comisión Justicia y Paz en ocasión del 80.º aniversario de la encíclica
Rerum novarum, sobre el pluralismo opcional de los católicos en la vida política.
Fue el primer papa viajero a gran escala por el mundo, que visitó los cinco
continentes. Del 4 al 6 de enero de 1964, peregrinó con gran devoción a Tierra Santa,
encontrándose en Jerusalén con el patriarca de la Iglesia ortodoxa, Atenágoras I, lo que
significó un acercamiento epocal entre el cristianismo ortodoxo y el catolicismo, después
de siglos de separación y mutuos reproches[82]. Del 2 al 5 de diciembre del mismo año,
viajó a la India, con ocasión del Congreso Eucarístico Internacional en Bombay. Del 4 al
5 de octubre de 1965, visitó las Naciones Unidas en Nueva York, donde pronunció el
histórico grito: «¡Nunca más la guerra! ¡Nunca más!». El 13 de mayo de 1967 peregrinó
al santuario de Nuestra Señora de Fátima. En su visita a Turquía, el 25 y 26 de julio de
1967, se encontró de nuevo con Atenágoras I en Estambul. Del 21 al 25 de agosto de
1968, viajó a Bogotá para participar en la asamblea plenaria del CELAM, en la que se
proclamó la «opción preferencial por los pobres» de la Iglesia latinoamericana. El 10 de
junio de 1969, visitó Ginebra, con ocasión del 50.º aniversario de la Organización
Internacional del Trabajo. Del 31 de julio al 2 de agosto, visitó Uganda. Y, del 26 de
noviembre al 5 de diciembre de 1970, peregrinó por Asia Oriental, Oceanía y
Australia[83].
Este fue, presentado a grandes rasgos, Pablo VI. Dotado de una preclara inteligencia
y de una aguda sensibilidad, de tenacidad admirable y, sobre todo, de fe viva y amor

32
apasionado y sufrido a Jesucristo, a la Iglesia y a la humanidad, se entregó sin reserva a
su misión, poniendo de su parte sabiduría, paciencia y su reconocida «cortesía
ilimitada», sin rehuir sacrificio alguno, superando su natural reserva y retraimiento. Fue
un gran papa, a la altura de su exigente misión en tiempos particularmente agitados y
complejos. Su pontificado estuvo presidido por tres grandes objetivos: la renovación de
la Iglesia, la promoción de la justicia y la evangelización del mundo. El papa Francisco
ha ratificado recientemente su calificación como como «papa de la modernidad»[84].
Criticado y no debidamente apreciado en su tiempo[85], ha ido ganándose después el
respeto, aprecio e incluso simpatía de los católicos y también de quienes no lo son. Sin
él, el nuevo pentecostés del Concilio Vaticano II hubiera pasado lamentablemente sin
dejar rastro en la Iglesia. Su recuerdo y ejemplo sigue retándola hoy a dejarse arrastrar
por aquel «viento huracanado» (Hch 2,2).
Este estudio versará, como anuncia el mismo título y se ha descrito más ampliamente
en el Preliminar, sobre sus relaciones con los jesuitas a lo largo de su pontificado. Como
se irá viendo en los desarrollos sucesivos, esas relaciones pasaron por tres períodos
distintos: uno primero (1963-1969), apacible, constructivo y claramente esperanzador en
que las relaciones fueron cordiales y gratificantes; uno segundo (meses finales de 1969 a
primeros de 1975), en que se complicaron hasta el límite, transidas de gran preocupación
y perplejidad para ambas partes; y uno tercero, en que las muestras de benevolencia y
afecto del papa hacia sus «hijos queridísimos» volvieron a ser la tónica dominante, con
el consiguiente consuelo para estos.

[1] Eran: Pedro Fabro, saboyano; Francisco Javier, navarro; Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Nicolás de
Bobadilla, castellanos, y Simón Rodrigues, portugués.
[2] N. DE BOBADILLA, Autobiografía, en FN III, Roma 1960, 322-332; P. FABRO, Memorial, en FN I, Roma
1943, 28-49; D. LAÍNEZ, Epistola Patris Laynez de P. Ignatio (16 de junio de 1547), en FN I, Roma 1943, 70-145;
IGNACIO DE LOYOLA, Acta Patris Ignatii, en FN I, Roma 1943, 354-507; S. RODRIGUES, De origine et progressu
Societatis Iesu, en FN III, Roma 1966, 5-135.
[3] Así los denominaba Ignacio en carta de 14 de julio de 1537, desde Venecia, a Juan de Verdolay.
[4] Sobre la formación del grupo de los primeros compañeros, cf. C. DE DALMASES, El Padre Maestro
Ignacio, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1979, 90-144; R. GARCÍA VILLOSLADA, San Ignacio de Loyola:
nueva biografía, La Editorial Católica, Madrid 1986, 343-371, 401-476; I. SALVAT, Servir en misión universal,
Mensajero – Sal Terrae, Bilbao – Santander 2002, 65-84; PH. LÉCRIVAIN, París en tiempos de Ignacio de Loyola,
Mensajero – Sal Terrae – Universidad Pontificia Comillas, Bilbao – Santander – Madrid 2018, 125-157.
[5] Cf. PH. LÉCRIVAIN, op. cit., 146s.
[6] Estos eran los franceses Pascasio Bröet, ya sacerdote, y Juan Coduri, y el saboyano Claudio Jayo, todos
los cuales habían hecho los Ejercicios en París bajo la dirección de Fabro. Poco después se les uniría en Venecia el
joven sacerdote español Diego de Hoces.
[7] A principios de 1535, Ignacio había viajado de París a Azpeitia, en busca de remedio a sus quebrantos
de salud en los aires natales, con intención también de visitar a los parientes de sus compañeros y arreglar algunos
de sus asuntos, y con el deseo de reparar con sus buenas obras los malos ejemplos que allí había dado durante su
juventud. Los demás continuaron sus estudios teológicos en París, con el compromiso de viajar a Venecia, una vez
terminados, para encontrarse allí con Ignacio y emprender juntos la peregrinación a Jerusalén.
[8] A excepción de Salmerón que no tenía aún la edad requerida para ello.
[9] «Antes de dispersarse, se preguntaron y deliberaron juntos qué responderían a los que les preguntaran
quiénes eran, por lo que comenzaron a darse a la oración y pensar qué nombre sería más conveniente. Y, visto que

33
no tenían cabeza ninguna entre sí, ni otro prepósito sino a Jesucristo, a quien solo deseaban servir, parecióles que
tomasen nombre del que tenían por cabeza, diciéndose la Compañía de Jesús» (FN I, 204).
[10] Durante el viaje, cerca ya de Roma (se cree que en el lugar denominado La Storta, a 16 kilómetros y
medio de la ciudad), tuvo Ignacio una experiencia mística de enorme trascendencia para él mismo y para el futuro
de la Compañía. Él mismo la describe así: «Estando un día, algunas millas antes de llegar a Roma, en una iglesia,
y haciendo oración, sintió tal mutación en su alma y vio tan claramente que Dios Padre le ponía con Cristo, su
Hijo, que no tendría ánimo para dudar de esto, sino que Dios Padre le ponía con su Hijo» (Autobiografía, 96). Los
contemporáneos Laínez, Nadal, Polanco, Ribadeneira y Canisio aportaron nuevos detalles concretos sobre la
visión, no mencionados por Ignacio.
[11] El invierno de 1538-1539 fue especialmente riguroso en Roma. Como consecuencia, escasearon los
víveres y una terrible carestía se abatió sobre la ciudad. Los compañeros tuvieron buena ocasión de ejercitar las
obras de misericordia, acogiendo en su casa y dando alimentos a los hambrientos. Se calcula que en toda la
temporada asistieron a unos tres mil.
[12] A fin de no interrumpir las actividades apostólicas, se impusieron el siguiente plan: cada día, por la
tarde, se propondría un punto para la discusión; durante el día siguiente, cada uno, sin dejar el trabajo ordinario,
encomendaría a Dios el asunto en la santa misa y en la oración; en la sesión de la noche cada uno expondría las
razones en pro y en contra; una vez terminada la discusión, se tomaría la decisión por unanimidad.
[13] «Deliberatio Primorum Patrum», MI Const, I, 1-7, n.8. El documento citado es una relación
pormenorizada del discernimiento hecho.
[14] Ibid.
[15] «De obedientiae voto faciendo», MI Const, I, 9. Firmaban el documento Cáceres, Juan Coduri, Laynez,
Salmerón, Bobadilla, Pascasio Bröet, Pedro Fabro, Francisco, Ignacio, Simón Rodrigues, Claudio Jayo.
[16] Estos puntos fueron los siguientes: concreciones del voto de obediencia al papa sobre las misiones;
concreciones sobre la enseñanza del catecismo a los niños; pruebas que han de pasar los candidatos a la
Compañía; concreciones sobre el prepósito general y la perpetuidad de su cargo; el derecho de propiedad sobre
casas e iglesias; concreciones sobre la admisión y dimisión de los candidatos (cf. «Determinationes Societatis»,
MI Const, I, 10-11).
[17] «Determinationes Societatis», op. cit., 10.
[18] Por «Fórmula del Instituto» se entiende la sumaria descripción del fin pretendido por los fundadores de
la Compañía y de las características fundamentales de la forma de vida que se habría de llevar en ella, con la que
solicitaron al papa su aprobación. Existen tres redacciones sucesivas de este tipo. Una primera, concluida en
agosto de 1539 y presentada al papa Paulo III, que fue aprobada por él verbalmente, pero no llegó a serlo con
todas las formalidades requeridas. Esta primera fórmula se denomina Prima Instituti Societatis Iesu Summa o
Quinque capitula, por los cinco núcleos que contenía y que permanecen en las redacciones sucesivas. Una
segunda Fórmula fue presentada al mismo papa y aprobada por él formalmente con la bula Regimini militantes
Ecclesiae, de 27 de septiembre de 1540. Finalmente, una tercera Fórmula fue aprobada por el papa Julio III, con la
Bula Exposcit debitum, de 21 de julio de 1550. Es la actualmente vigente.
[19] Traducción del latín de J. CORELLA, en S, ARZUBIALDE, J. CORELLA, J. M. GARCÍA-LOMAS (eds.),
Constituciones de la Compañía de Jesús, Mensajero – Sal Terrae, Bilbao – Santander 1993, 32-33 (cursivas del
autor).
[20] Curiosamente ha quedado en la Fórmula de 1550 un error evidente, al designar al actual pontífice como
Paulo III, cuando era, en realidad, Julio III. El error se debe a que el texto fue redactado cuando todavía vivía
Paulo III.
[21] Const. [606].
[22] «Constitutiones circa missiones», MI Const., I, 159-160. Sobre la autoría ignaciana de este texto y la
fecha de su redacción, cf. ibid., «Prolegomena», CXX-CXXV.
[23] Cursiva del autor.
[24] Const. [603, 605].
[25] Como confirmación de lo dicho, cf. J.G. GERHARTZ, «Insuper promitto»: los votos solemnes peculiares
de las ordenes católicas, Centrum Ignatianum Spiritualitatis, Roma 1975, 90-102; J. W. O’MALLEY, ¿Santos o
demonios?, Mensajero, Bilbao 2016, 110, 114; D. M. MOLINA, «La Iglesia en la dogmática ignaciana», en G.
URÍBARRI BILBAO (ed.), Dogmática ignaciana, Universidad Pontificia Comillas – Sal Terrae – Mensajero, Madrid
– Santander – Bilbao 2018, 419-422.
[26] «Declarationes circa missiones», MI Const, I, 162.
[27] Respondiendo a un comentario de Nadal sobre los jesuitas en Alemania (MNad II 263), responde
Laínez, ya general de la Compañía (ambos eran los herederos más genuinos de san Ignacio), lo siguiente: «Pero

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las obras mostrarán placiendo a Dios que, aunque los de la Compañía son papistas, lo son en lo que deben serlo y
no en lo demás y solo con intento de la divina gloria y bien común» (MLain VII 109). Cf. H. RAHNER, Ignatius
von Loyola als Mensch un Theologe, Herder, Freiburg i. Br. 1964.,385, nota 96.
[28] Concesión verbal, mediante el cardenal Guidiccioni, en 1542, cf. MI Const., I, 162, nota 6.
[29] Bula de Paulo III Licet debitum, 18 de octubre de 1549, MI Const., I, 356.
[30] Const. [618].
[31] Dijo bien Pablo VI en su alocución inaugural de la CG 31: «Es claro que este voto, por su naturaleza
sagrada, no solo debe estar latente en la conciencia, sino traducirse en obras y estar patente a todos».
[32] Cabe, con todo, notar en este contexto, la resistencia que ha tenido siempre la Compañía a aceptar para
sus miembros prelaturas o «dignidades» eclesiásticas que conlleven potestad de jurisdicción.
[33] No hay, hasta el momento actual, más estudio del conjunto de estas relaciones que el citado libro de J.
W. O’MALLEY, Los jesuitas y los papas. Son de gran ayuda las semblanzas de los papas contemporáneos de la
Compañía, firmadas por C. E. O’NEILL y C. V. VISCARDI, en el DHCJ.
[34] Son muy elocuentes y certeros los títulos de algunos capítulos del libro citado de J. W. O’MALLEY: «El
difícil pontificado de Paulo IV», «El gran protector» (Gregorio XIII), «Agitación en las filas» (Clemente VIII),
«Tranquilidad momentánea», «Los cielos se oscurecen».
[35] En su honor y memoria la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma lleva su nombre.
[36] Ecclesiae Catholicae, 20 de junio de 1591, Institutum S.I., I, 118-125.
[37] Apostolicum pascendi, 7 de enero de 1765, Institutum S.I, I, 309-312.
[38] Cuentan las fuentes que, cuando san Ignacio, que le conocía ya desde su estancia en Venecia, antes de la
fundación de la Compañía, tuvo noticia de su elección, «sintió que le crujían todos los huesos del cuerpo». Era un
napolitano de voluntad férrea y temperamento volcánico, que odiaba a los españoles. por su dominio sobre el reino
de Nápoles, y todo lo que fuera español, como eran Ignacio y su Compañía. Envió un cardenal a controlar el
escrutinio de la elección de Laínez, como segundo general de la orden, exigió que esta introdujera el coro, e
insistió en limitar la duración del cargo de general a tres años (cf, J. W. PADBERG, «Las Congregaciones Generales
de la Compañía y su entorno», en Revista de Espiritualidad Ignaciana, XXXVII/3 (2000), 26; A. ALBURQUERQUE,
Diego Laínez S.J., primer biógrafo de san Ignacio, Mensajero – Sal Terrae, Bilbao – Santander 2005, 91-94, 96-
97.
[39] La Compañía, tenazmente fiel al espíritu del fundador y a la letra de las Fórmulas del Instituto y las
Constituciones y muy celosa de su preservación, resistió de diversos modos a todos estos intentos de cambio, sin
faltar a la obediencia debida, y ninguno de ellos llegó a consolidarse definitivamente.
[40] Jesuitas españoles, que, con el apoyo del rey Felipe II, impugnaban el gobierno del general Acquaviva,
pedían su dimisión y reclamaban un régimen autónomo de gobierno para la Compañía de España, inundando la
curia papal con sus memoriales de detrimentos y agravios (cf. I. ECHARTE, voz «Memorialistas», DHCJ, III,
2615s.
[41] Entre jesuitas y dominicos, por interpretaciones opuestas de la relación entre la acción de la gracia
divina y la libertad humana en las decisiones morales, en la que ambas partes se acusaban recíprocamente de
herejía. Después de numerosos e infructuosos exámenes en diversas instancias, el papa Paulo V (1605-1621) zanjó
la cuestión, heredada de su predecesor Clemente VIII (1592-1605), poco amigo de los jesuitas, imponiendo
silencio a las dos partes, pues ni los dominicos eran calvinistas ni los jesuitas pelagianos.
[42] Expresión elocuente de estas acusaciones son las famosas Cartas Provinciales de Blaise Pascal, escritas
en medio de la controversia teológica entre los jansenistas y los jesuitas, muy difundidas, que tanto daño hicieron
a estos.
[43] La prohibición de los ritos chinos y malabares fue sancionada definitivamente, después de largos años
de informes y deliberaciones, por el papa Benedicto XIV (1740-1758) –que en otros aspectos fue benévolo y
generoso con la Compañía– con su Constitución Ex quo singulari, de 11 de julio de 1742, los primeros, y su Bula
Omnium sollicitudinum, de 12 de septiembre de 1744, los segundos. Sobre este tema, cf. E. M. ST. CLAIR
SEGUNDO, Dios y Belial en un mismo altar. Los ritos chinos y malabares en la extinción de la Compañía de Jesús,
Universidad de Alicante, Alicante 2000.
[44] Institutum S.I., I, 313-328.
[45] Ibid., 333-335.
[46] Para más detalle sobre todo este proceso, cf. J. W. O’MALLEY, Los jesuitas y los papas, 121-133.
[47] Institutum S.I., I, 335-337.
[48] Ibid., 337-341.
[49] Cf. J. W. O’MALLEY, Los jesuitas y los papas, 137ss.
[50] Institum S.I., I, 355-357.

35
[51] Institutum S.I., I, 452-453.
[52] En ella, bajo la dirección del P. Marie-Joseph Lagrange, OP, empezaban a ponerse en práctica los
métodos histórico-críticos en el estudio de la Sagrada Escritura.
[53] Carta del vicario general Edouard Fine a los provinciales, de 20 de agosto de 1914, AR, I, (1914), 43.
[54] La CG 26 de la Compañía, reunida en Roma del 2 de febrero al 15 de marzo de 1915, declaró
solemnemente que, en filial y religiosa obediencia a las disposiciones de los papas Pío X y Benedicto XV,
rechazaba «aversissimo animo» cuanto tuviera sabor de modernismo y el mismo espíritu de los modernistas. Y
declaró solemnemente que no podía dejar de tener presente con gratitud y piedad la memoria del queridísimo
padre Francisco Javier Wernz, que durante todo su generalato no tuvo mayor deseo que, con su gobierno, sus
exhortaciones, su vigilancia y absoluta obediencia al vicario de Cristo, rechazar de la Compañía con todas sus
fuerzas cualquier veneno de los más recientes errores y, dirigiéndola por el recto camino entre los escollos que la
asediaban y la furia de la tempestad, preservarla de futuros peligros, AR 2 (1915-1918), 37-38.
[55] Ibid. 26.
[56] AR 7 (1932-34), 273-275.
[57] A mencionar especialmente los dominicos Yves Congar y Marie-Dominique Chenu.
[58] Ya en su alocución a la CG 29 (1946) había hecho alusión a la «nueva teología», designándola por su
nombre y había pedido a los jesuitas cautela en su doctrina, AR 11 (1945-1950), 53-59. En la Congregación de
Procuradores de 1950, el P. Janssens se refirió detenidamente a este asunto, con gran sinceridad y respeto hacia los
afectados por las medidas tomadas, en el número 5 de su segunda alocución, AR 11 (1946-50), 869-871.
[59] AR 12 (1951-55), 47-72.
[60] Autobiografía, n. 96.
[61] Un año después de su muerte, fue erigido en Brescia el Istituto Paolo VI, Centro internazionale di studi
e di documentazione, para favorecer el estudio científico del tiempo en que vivió y actuó, de su propia
personalidad, su magisterio y su legado. El Instituto ha desarrollado y sigue desarrollando una intensa actividad de
investigación y divulgación. Ya en 1967, había aparecido el libro de J. GUITTON, Dialogues avec Paul VI, Fayard,
Paris 1967 (trad. esp. Diálogos con Pablo VI, Encuentro, Madrid 2014). Del mismo autor, Paul VI secret, Desclée
de Brouwer, Paris 1979 (trad. esp. y notas de I. MARRO, Pablo VI secreto, Encuentro, Madrid 2015). Ambos libros
proporcionan un conocimiento interior, rico y sugerente. de Pablo VI. J. L. GONZÁLEZ-BALADO, Vida de Pablo VI,
San Pablo, Madrid 1995. Más tarde, han ido apareciendo biografías y estudios que lo han calificado como «el papa
de la audacia» (A. TORNIELLI, Paolo VI, L’audacia di un Papa, Mondadori, Milano 2009) o «el santo de la
modernidad» (G. ADORNATO, Pablo VI. El coraje de la modernidad, San Pablo, Madrid 2010; D. AGASSO, JR. -
A. TORNIELLI, Paolo VI, Il santo della modernità, Edizioni San Paolo, Cisinello Balsamo, Milano 2014). Según
expresan los autores en su Introducción, p. 12, muchas páginas de su relato vieron la luz poco después de la
muerte de su biografiado en la obra de D. AGASSO, Paolo VI. Le chiavi pesanti, Libreria de Rubbettino la
Famiglia, 1979, y destacan su profundo «humanismo» (G. LA BELLA, L’umanesimo di Paolo VI, Rubbettino
Editore, Soveria Mannelli 2015). En cuanto a sus complicadas relaciones con España, nos ha sido presentado
como «un santo que atrae e interpela» y se nos ha desvelado su proyecto para ayudar a nuestra Iglesia en la tarea
de su renovación postconciliar: V. CÁRCEL ORTÍ, Pablo VI y España. Fidelidad, renovación y crisis (1963-1978),
Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1997. J. M. LABOA, Pablo VI, España y el Concilio Vaticano II, PPC,
Madrid 2017. L. SAPIENZA, La barca de Pablo, San Pablo, Madrid 2018. E. DE LA HERA BUEDO, San Pablo VI: de
la cruz a la gloria, PPC, Madrid 2018. U. VALERO, «Recordando a Pablo VI»: Razón y Fe, 278 (2018), 289-299.
[62] Cita tomada de G. ADORNATO, op. cit., 101, nota 1.
[63] El último papa que llevó el mismo nombre había sido Paulo V (Camillo Borghese), del 16 de mayo de
1605 al 28 de enero de 1621.
[64] A. MARRAZZO, en I. SCARAMUZZI, «Paolo VI, il Postulatore: “Era pronto a sostituirsi ad Aldo Morro per
salvarlo”», Vatican Insider, 2 de octubre de 2018.
[65] La FUCI (Federación Universitaria Católica Italiana) reunía, y sigue reuniendo, grupos de universitarios
católicos que en ella ahondan en su vocación cristiana y reciben formación espiritual, cívica y política. para
relacionarse con el mundo de acuerdo con ella.
[66] Las acusaciones provenían de algunos celosos jesuitas romanos ocupados en actividades parecidas y de
la hostilidad personal del recien nombrado vicario del papa para la diócesis de Roma, cardenal Marchetti
Selvaggiani, que, según Montini, no podía soportar que otros no fueran tan entusiastas admiradores de los jesuitas
como era él.
[67] Montini escribe a sus padres: «He tenido que defenderme a duras penas ante mis superiores de cosas
graves y, al mismo tiempo, ridículas. Pero me he propuesto aceptar la prueba como el Señor la manda». (Cita
tomada de G. ADORNATO, op. cit., 35).

36
[68] Se pueden ver los cálidos elogios que hacen de él el ministro plenipotenciario de Gran Bretaña ante la
Santa Sede, Godolphim Francis d’Arcy Osborne, y el embajador de Francia, Jacques Maritain, en G. ADORNATO,
op. cit., 35, 43-44.
[69] Pronto se hizo proverbial la frase de su inmediato superior entonces, Mons. Alfredo Ottaviani: «Montini
nos está fastidiando a todos; es siempre el primero en llegar y el último en salir».
[70] Al ser nombrado Montini arzobispo de Milán, comentaba su colega y amigo, Mons, Angelo Giuseppe
Roncalli, arzobispo y Patriarca de Venecia: «¿Quién nos escribirá ahora las bonitas e impecables cartas de
Montini?».
[71] Así, según G. ADORNATO, op. cit., 61, nota 56, A. MELLONI («que habla de una “conspiración
palaciega” para alejarlo de Roma»), y antes A. RICCARDI y otros muchos. ¿Tendría algún fundamento la frase
circulante por ambientes curiales romanos como dicha por Pío XII a sor Pasqualina, su fiel asistenta, con la que
tenía una gran confianza: «Dios libre a la Iglesia de un papa Montini»?
[72] Como observa agudamente J. L. GONZÁLEZ-BALADO (op. cit., 17s), citando a M. BOERGNER y J.
GUITTON, «Fue necesario Juan XXIII para dar comienzo a este Concilio; lo fue Pablo VI para proseguirlo y
aplicarlo».
[73] Sobre la historia del Concilio, G. ALBERIGO et al., Historia del Concilio Vaticano II, edición española a
cargo de E. Vilanova, Sígueme, Salamanca 1999, 4 vols. ID., Breve historia del Concilio Vaticano II, (1959-
1965), Sígueme, Salamanca ٢٠٠٥.
[74] El postulador de su causa de canonización, A. MARRAZZO, pone en su boca estas palabras: «Dicen que
parezco dubitativo, indeciso; no, yo debo examinar las cosas desde todas las perspectivas, para llegar a decir una
palabra definitiva», en «Paolo VI, il Postulatore», op. cit.
[75] Movimientos libertarios y desenfrenados, como la agitación estudiantil –y mucho más– del mayo de
1968 en Francia y la extensión de la revolución contracultural hippie en los Estados Unidos, convulsionaron
también violentamente a la Iglesia católica del momento.
[76] De ahí el título de la serie televisiva Paolo VI – Il Papa nella tempesta, producida por la RAI en 2008.
[77] Cf. Homilía del 29 de junio de 1972, en la basílica de San Pedro, (https://bit.ly/2QyLoL8), consultada el
10 de junio de 2018.
[78] Encíclica programática del pontificado, centrada en la naturaleza y misión de la Iglesia, cuyo núcleo
puede verse resumido en estas palabras: «La Iglesia debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La
Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio» (n. 27).
[79] Sobre la cualificada colaboración del jesuita francés G. JARDOT a la redacción de esta encíclica, cf. G.
LA BELLA, L’umanesimo, op. cit., 81-85.
[80] Tema sustraído por él al debate en la cuarta sesión del Concilio.
[81] Fue su última encíclica. Recientes publicaciones (G. MARENGO, La nascita di un’Enciclica. Humanae
Vitae alla luce degli archivi vatican, Librería Editrice Vaticana, 2018) han arrojado nueva luz sobre su
laboriosísima gestación, destacando, por un lado, la consulta abierta por al papa a los obispos participantes en el
Sínodo de 1967 sobre el borrador entonces existente, y, por otro, su trabajo persistente por lograr, al menos, una
minoría razonable de asenso entre los miembros de las diversas comisiones, por él instituidas, que trabajaron en su
elaboración (cf. G. GENNARI, «Humanae vitae cinquant’anni dopo. Apunti sulla storia», Vatican Insider, 14 de
agosto de 2018, [https://bit.ly/2PGuN2F]). El texto promulgado fue el quinto de los redactados sucesivamente. Su
aparición dio lugar a un debate feroz que se desató en la sociedad civil, en la misma Iglesia, incluso en el seno de
varias conferencias episcopales, por las posiciones mantenidas respecto del uso de anticonceptivos para regular la
natalidad. Eso debilitó fuertemente la autoridad del papa, que fue calificado sarcásticamente como Paolo Mesto
(Pablo Triste). Él, por su parte, no cesó de desmentir los argumentos de quienes le atribuían un tono dubitativo y
melancólico, afirmando enérgicamente que «es contrario al genio del catolicismo, al reino de Dios, instalarse en la
duda y en la incertidumbre sobre la doctrina de la fe». Los pontífices sucesivos han calificado la encíclica como
«profética». Y no deja de ser bien significativo que los dos milagros que le han abierto el paso a la beatificación y
canonización hayan sido precisamente casos de embarazos con graves malformaciones de los fetos, que, por su
intercesión, llegaron a feliz término.
[82] El 7 de diciembre de 1965 fue leída en francés la declaración conjunta de mutuo perdón y reconciliación
de su santidad Pablo VI y de su beatitud el patriarca Atenágoras I en la sesión pública del Concilio y al mismo
tiempo en el Fanar del Patriarcado de Constantinopla.
[83] En Filipinas fue objeto de un atentado, por parte de un desequilibrado, puñal en mano, que no logró su
objetivo.
[84] Ángelus del 5 de agosto de 2018 (https://bit.ly/2vDcyTW. Consultado el 5 de agosto de 2018).
[85] Desde la extrema derecha eclesial se le acusaba de haber debilitado y diluido la doctrina católica; y

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desde la extrema izquierda, de haber sacrificado el progreso de la Iglesia a su unidad ficticia y haber propiciado así
la involución que vino tras él (cf. J. MARTÍNEZ GORDO, «Pablo VI: un papa muy criticado y no debidamente
apreciado», en Religión Digital, 18 de agosto de 2018).

38
CAPÍTULO PRIMERO

Comienzo y primer período esperanzador, … con algún


sobresalto (1964-1969)

Las manifestaciones de la relación de Pablo VI con los jesuitas en este período fueron
muchas.

1. Poco más de un año después del comienzo del pontificado de Pablo VI celebraba la
Compañía el 150.º aniversario de su restauración en todo el mundo por el papa Pío VII.
Con esa ocasión, enviaba él al prepósito general, P. Juan Bautista Janssens una carta
gratulatoria, autógrafa, fechada a 20 de agosto de 1964, en la que le decía:
«En verdad, […] al contemplar la rápida marcha de nuestro tiempo hacia un nuevo desarrollo de la historia y
mientras nos vemos obligados a contemplar las necesidades de las almas, la amplia difusión de los errores y el
afán con que los hombres anhelan los bienes caducos despreciando los celestiales, hay que confesar que la
Iglesia necesita hoy no menos que en el momento de la restauración de la Compañía, soldados de fe intrépida,
dispuestos a soportar cualesquiera dificultades para llevar eficazmente el anuncio de la salvación a los
hombres de nuestros tiempos. Por ello, ponemos gran esperanza en vuestra ayuda, pues os afanáis por imitar,
más que admirar, los ejemplos que vais a conmemorar en esta ocasión; a saber, si, siguiendo las huellas de
vuestros mayores, hacéis que el Espíritu de vuestro fundador permanezca íntegro en vuestras costumbres y
vuestras obras y las inspire, y que ninguno de vuestros proyectos e iniciativas se aparte de su modo de pensar.
Con este espíritu e impulso confirmaos más y más en vuestra fidelidad a la Iglesia y al vicario de Cristo; pues,
si esto es obligado para todos los fieles cristianos, vosotros lo debéis tener, según hemos dicho, como un deber
gravísimo, obligados como estáis por vuestro Instituto a “servir especialmente a la Sede Apostólica” Const.
[824)»[1].

Párrafo densísimo que expresa perfectamente la visión de Pablo VI sobre la


Compañía y las expectativas que nutre en relación con ella. Una cosa y otra lo
acompañarán, como veremos, a lo largo de toda su vida.

2. De modo semejante, pero con mayor amplitud, se expresó en el discurso que dirigió a
los miembros de la CG 31[2], representantes de 89 provincias y viceprovincias de la
Compañía, recibiéndolos en audiencia, el 7 de mayo de 1965, al comienzo de la
Congregación. Después de las palabras introductorias, de su llamada a la responsabilidad
en la elección del nuevo general y de la promesa de sus oraciones por el buen resultado
de esta, les dijo textualmente:
«Todos conocéis bien la peculiar naturaleza e índole de vuestra Compañía y la eficacia en la acción, de que
vuestro legislador y padre Ignacio quiso que estuviese dotada. Él deseó que la Compañía de Jesús, fundada
con espíritu magnánimo y por inspiración divina, fuera sobre todo firmísimo baluarte del catolicismo y
escuadrón adicto y fiel de la Sede Apostólica, pertrechado para el ejercicio de su valentía. Vuestro nobilísimo
lema, vuestra brillante gloria, vuestra preclara consigna es “militar bajo la bandera de la Cruz y servir a solo
Dios y a la Iglesia, su esposa, bajo el romano pontífice, vicario de Cristo en la tierra”. En el cumplimiento de

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este sagrado compromiso de servicio, si otros religiosos deben ser fieles, vosotros debéis ser fidelísimos; si
otros valientes, vosotros valentísimos; si otros distinguidos, vosotros distinguidísimos. […] Vuestro tenor de
vida debe apoyarse firmemente en ese ideal de santidad propio de vuestra vocación, como corresponde a
buenos soldados de Cristo y operarios animosos e irreprensibles. Esto es, debe caracterizarse por una austera
forma de vida evangélica, y por la viril fortaleza de alma: que se ajuste a una disciplina firme, sin titubeos ni
inconsistencias provenientes de las propias inclinaciones, antes, por el contrario, animosa y resuelta, al mismo
tiempo que equilibrada y estable».

Siguen apremiantes exhortaciones a la unidad bajo el mismo mando, y a la unidad de


doctrina y de acción.
«La Iglesia os reconoce como hijos muy adictos, os ama con todo afecto, os honra y, séanos permitido usar
una palabra audaz, os reverencia. Sobre todo, ahora […] tiene necesidad de vuestra santidad, de vuestra
ciencia, de vuestros conocimientos prácticos y de vuestro empuje; y os pide que, manteniendo inconmovible la
fe inicial, saquéis del tesoro de vuestro corazón “lo nuevo y lo viejo” para aumento de la gloria de Dios y
salvación del género humano, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, […] del que por encima de todo os
gloriáis».

Finalmente, un encargo inesperado y comprometedor:


«Pedimos a la Compañía de Jesús […] que en estos tiempos difíciles aúne sus fuerzas para oponerse con toda
su valentía al ateísmo, bajo la bandera y con la ayuda de san Miguel, príncipe de la milicia celestial, cuyo
nombre irradia victoria y la asegura en el futuro. […] Lo haréis con mayor entusiasmo y prontitud pensando
que esta tarea, que ya realizáis en parte y a la que os dedicaréis más plenamente en el futuro, no os la habéis
fijado por vuestra voluntad, sino como encargo recibido de la Iglesia y del sumo pontífice».

No habrían imaginado fácilmente los padres congregados un comienzo tan


estimulante y esperanzador para su CG y para el futuro de la Compañía. Se puede
incluso pensar que quedaran sobrecogidos, al oír expresiones nunca oídas hasta entonces
(«si otros religiosos deben ser fieles, vosotros debéis ser fidelísimos; si otros valientes,
vosotros valentísimos; si otros distinguidos, vosotros distinguidísimos»; «la Iglesia […]
os reverencia»). ¿Qué podía significar todo esto? Por otra parte, las frecuentes metáforas
militaristas referidas a los jesuitas y a la Compañía, presentes en el discurso del papa
(soldados de Cristo, ejército, escuadrón, lucha, batalla, bastión, victoria) les podrían
sonar a algunos como pertenecientes al imaginario popular de aquel tiempo, un tanto
obsoleto ya, cuando todavía no había calado con suficiente fuerza y difusión la
concepción de la Compañía como un grupo de compañeros participantes de un mismo
ideal evangélico y apostólico, con Cristo como cabeza, a imagen del grupo de los
apóstoles en torno a él, como «siervos y amigos»[3] a los que envía a anunciar su Buena
Noticia. ¿Cuál sería la visión fundamental del papa sobre la Compañía? ¿Una especia de
ejército a sus órdenes para la defensa de la Iglesia? Sus palabras, que repetiría después
en otras ocasiones, a eso parecían sonar.

3. El 22 de mayo fue elegido prepósito general el padre Pedro Arrupe, y el 31 fue


recibido en audiencia privada por el papa, primer encuentro entre estos dos hombres
elegidos para acompañar y dirigir respectivamente la Iglesia y la Compañía en esta
nueva etapa de la historia[4]. Él mismo, el 7 de junio, daba a los congregados cuenta de
ella y de los sentimientos que le había suscitado. Después de referir la benevolencia

40
mostrada por el santo padre hacia la Compañía y la gran esperanza que tiene en ella, por
conocer su fidelidad, y su intención de confiarle nuevos y difíciles encargos, así como su
interés por conocer la marcha de la CG, abre su alma a los congregados con estas
palabras[5]:
«Esta audiencia ha iluminado mi espíritu con gran luz acerca de mi generalato. Siento que debo manifestaros
un sentimiento profundo que he experimentado estos días. […] Este fuerte sentimiento es que la Compañía,
para continuar siendo lo que san Ignacio desea para nuestros días, debe alimentarse del espíritu del cuarto voto
por el que prometemos especial obediencia al sumo pontífice. Esta obediencia, sumisa y fiel, debe ser la clave
de nuestra mentalidad sobrenatural y de la eficacia de nuestro trabajo por el Reino de Cristo. Entiendo que la
confianza y la convicción con que me hablaba el santo padre sobre la fidelidad de la Compañía se deben
considerar como una llamada actual al servicio de la Santa Sede, es decir, como la voz de Cristo, que quiere
que la Compañía se muestre fiel y dócil a su vicario en la tierra, en estos momentos tan difíciles para la Iglesia.
Esta docilidad es para nosotros fuente de prudencia sobrenatural, con la que desarrollaremos una estrategia lo
más eficaz posible y nos obligaremos a la movilidad ignaciana tan necesaria en nuestros tiempos. […] En
último análisis, el criterio último y definitivo para la orientación de nuestros trabajos y para la selección de
nuestros ministerios no puede ser otro sino la voz del sumo pontífice. […] He aquí nuestro programa: entrega
absoluta al romano pontífice; obediencia de juicio, que llegue hasta la obediencia ciega, cuando sea necesario;
obediencia de voluntad entregada; obediencia de ejecución pronta y eficaz, usando todos los medios de la
ciencia y de la técnica modernas […].
Al final de la audiencia, el sumo pontífice me invitó a ponerme de pie junto a él para las fotografías. La
primera nos presenta a los dos bajo la imagen de Cristo, y el pontífice indicó al fotógrafo que tomara bien esa
imagen sobre nosotros. La segunda, por deseo explícito del sumo pontífice, presenta a Pablo VI
bendiciéndome, arrodillado a sus pies. He considerado después estas fotografías como el símbolo de nuestro
trabajo futuro. Ahí está el lugar del prepósito general y de la Compañía: bajo la imagen de Cristo con su
vicario. Esta es la actitud de los hijos de Ignacio: arrodillados humildemente a los pies del pontífice, puestos en
sus manos. Porque cuanto proceda de estas será para nosotros una bendición».

Empezaba así el diálogo profundo entre estos dos hombres, que por providencia de
Dios compartirían gozos y amarguras, esperanzas y perplejidades, por el Reino de Dios
en los avatares de la Iglesia y de la Compañía, durante los 13 años siguientes.

4. El 17 de julio, día siguiente a la conclusión del primer período de sesiones de la CG


31, el papa recibía de nuevo en audiencia privada al padre Arrupe con sus asistentes
generales recién elegidos[6]. El general da cuenta de ella a toda la Compañía, en carta
del 31 de julio siguiente[7].
«[El papa] preguntó sobre algunos puntos de los trabajos de la Congregación, estando ya informado de la
seriedad y profundidad con que se había trabajado. A continuación, manifestó su gratitud a la Compañía, sobre
todo, por cuanto hace en favor de la Iglesia. Dijo que veía a la Compañía presente y operante en todas las
partes del mundo y que sus actividades son muy estimadas por católicos y no católicos. Aunque había pasado
ya bastante tiempo en esto, quiso continuar para para recomendarnos especialmente tres cosas.
La primera, que permanezcamos fieles a nosotros mismos, fieles a nuestro Instituto, fieles a las normas y
Constituciones; y, conmemorando la conocida frase sobre los jesuitas “sint ut sunt, aut non sint”, añadió que el
aggiornamento, siendo necesario, no deba dañar en nada ni el espíritu ni las normas fundamentales del
Instituto. La Iglesia misma no estaría contenta, si encontrara a los jesuitas diferentes de lo que siempre habían
sido; como no se alegra cuando oye que algún jesuita no habla o no actúa como corresponde a un jesuita. [Nos
dijo que] esa misma mañana en que nos hablaba había oído con dolor una frase que se decía pronunciada por
uno de los nuestros. Por eso nos recomendó con mucha insistencia la fidelidad a nuestro Instituto, a nuestras
tradiciones y a nuestras leyes, añadiendo que debíamos confiar plenamente en nuestra leyes y Constituciones.
Una segunda recomendación versó sobre el modo de armonizar esta fidelidad al Instituto con la necesaria
adaptación que exige el apostolado moderno, puesto que la Compañía debe vivir y actuar en el mundo. Hay
aquí un ingente problema que afecta no solo a la Compañía sino también a otros Institutos religiosos y a

41
cuantos trabajan en el apostolado. No llegó el sumo pontífice a formular consejos concretos para resolver este
problema, pero recomendó gran cautela en la búsqueda de soluciones, en la persuasión de que muchos están
mirando a la Compañía, cuyas prescripciones y decretos considerarán como propios. Si la Compañía establece
normas demasiado amplias, interpretándolas aún más ampliamente, caerán en un peligroso laxismo; y, si las
establece más estrechas, no faltarán quienes impulsen a la Iglesia misma a cerrarse cada vez más, enajenándose
así al mundo; Es, por ello, necesario que lo que la Compañía llegue a decidir sea preparado con sumo cuidado
y atención, con gran seriedad y sentido de responsabilidad.
En tercer y último lugar recomendó fidelidad respecto de la Iglesia y la Sede Apostólica. Pues la Compañía
tiene un voto peculiar que la distingue de los demás Institutos y en algún modo cualifica su servicio a la Iglesia
y en la Iglesia. Es deber de la Compañía defender, proteger y ayudar a la Iglesia. El pontífice tiene gran estima
de esta ayuda que la Compañía debe a la Iglesia, y pretende usarla; ¿cómo no iba a usar estas fuerzas que tiene
bajo sus órdenes? El sumo pontífice pedirá a la Compañía ayuda, consejo, colaboración, también sacrificios …
“Y vosotros –dijo– deberéis obedecer aun cuando no entendáis la razón de algunos mandatos, pues tal es
vuestra obediencia, como un cadáver. Sabed por lo demás que esto no muestra una menor estima o confianza
hacia vosotros; el pontífice estima vuestra Compañía y quiere defenderla y protegerla: y precisamente por eso
le impondrá estos mandatos y le pedirá estos sacrificios. Pero el pontífice no lo hará sino después de haberlo
pensado largamente y de haber visto en la oración que así debe hacerlo”».

Texto de claridad meridiana, en que el papa expresa sin ambages ni circunloquios su


visión sobre la Compañía y pide a la más alta representación de su gobierno ordinario la
máxima fidelidad al Instituto, gran cautela en las novedades que se puedan introducir en
él, y la más estricta obediencia a los mandatos que pueda él mismo imponerle o
sacrificios que pueda pedirle. Cabe, sin embargo, preguntase, si el papa no está
extendiendo más allá de lo debido el cuarto voto de especial obediencia de la Compañía
al sumo pontífice para los envíos en misión (aun cuando, como supremo Pastor de la
Iglesia universal, pueda pedirle colaboraciones que no caigan estrictamente en el
contenido de ese voto), y también si su interpretación de la obediencia ignaciana,
«perinde ac cadáver», tiene en cuenta las matizaciones formuladas por el mismo Ignacio
(posibilidad de representar al superior las mociones o pensamientos que al súbdito le
vienen en contra de su mandato, Const. [627, 292, 131]), supuesto, además, que la
obediencia en la Compañía presupone la manifestación periódica de la propia conciencia
a los superiores, «para que con ella les puedan mejor regir y gobernar y, mirando por
ellos, enderezarlos mejor in viam Domini» (Const. [91-94, 551]).

5. Justo un año más tarde, en julio de 1966, el padre Arrupe recibía de la Secretaría de
Estado un borrador de carta autógrafa, que el papa proyectaba dirigirle para que la
compartiera con los miembros de la CG y otros jesuitas, al comienzo del segundo
período de sus sesiones, el siguiente día 8 de septiembre, con la petición de que
expresara su parecer sobre la oportunidad de enviarle la carta[8]. El texto del borrador,
basado en informaciones recibidas, formulaba cuatro peligros (que, finalmente, califica
como «males»), que estaban amenazando a la Compañía: 1) la menor estima de la vida
interior y de las normas que tienen por fin protegerla y promoverla; 2) el abandono de la
disciplina religiosa y del orden de vida externo, sin que los superiores ejerzan
eficazmente la vigilancia debida, por razón de su cargo, para remediarlo; 3) la «crisis»
doctrinal y práctica en la obediencia religiosa; 4) una cierta mentalidad «secular»
dominante; a los que se añade la falta del debido conocimiento y aprecio de los valores

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específicos de la vida religiosa, con referencia especial a los jóvenes. En cada uno de
estos capítulos, además de presentar los hechos, se enumeraban sus causas y se hacía
referencia a las consecuencias perniciosas de ellos para la vida religiosa y apostólica de
la Compañía y para el bien de la Iglesia y de los fieles, y se presentaba la recta doctrina
de la Iglesia acerca de los puntos tratados, con referencias textuales de documentos
conciliares (Perfectae caritatis, Lumen gentium y Presbyterorum ordinis). Todo el
desarrollo desembocaba en una ferviente exhortación:
«Por tanto, querido hijo, cuida eficazmente junto con tus hermanos que participarán en la segunda sesión de la
Congregación General, de que vuestras deliberaciones, junto con la acomodación de vuestro Instituto a las
necesidades actuales, que se ha de realizar con sabiduría y consideración, lleve consigo una verdadera y
profunda renovación espiritual. Velad para precaver o resarcir los males expuestos; conservad la estrecha
unión con la Sede Apostólica, que constituye las gloria de vuestro Instituto: cuidad de que sus miembros sigan
siempre la “doctrina más segura y aprobada” según la prescripción de san Ignacio (Const., IV, c. 5, n. 4) y no
olvidéis el consejo que os dimos en la audiencia previa al comienzo de la Congregación: “Por tanto, todos han
de cuidar de que en el sentir, enseñar, escribir y actuar no se conformen a este mundo ni se dejen arrastrar por
cualquier viento de doctrina (Cfr. Ef 4,14) y por las últimas novedades, cediendo más de lo debido al propio
arbitrio” (Alocución del 7 de mayo de 1965)».

El P. Arrupe consultó a sus asistentes generales sobre lo que debería hacer. Estos,
después de deliberar detenidamente sobre el asunto, le formularon su parecer unánime en
tres puntos: 1.º La Compañía recibirá con reverencia y agradecimiento cuanto el santo
padre crea que debe comunicarle; 2.º Una intervención papal de este tipo y en este
momento, contando además con el peligro, muy real, de que los medios de comunicación
la aireen e interpreten a su gusto, podría entorpecer seriamente el curso normal de la CG,
que tan responsablemente había trabajado en su período anterior y a lo largo del año de
la intersesión; 3.º Por lo que habría que tratar prudentemente de lograr que la carta no
fuera enviada, ofreciéndole eventualmente al papa una vía alternativa para llevar
reservadamente su contenido a conocimiento de los padres congregados. Con la
iluminación y respaldo de este consejo, el P. Arrupe tuvo una audiencia privada con el
papa el día 12 de agosto, de la que dio cuenta a la CG el 20 de septiembre con estas
palabras:
«En el discurso de introducción a la presente sesión os comuniqué la solicitud del sumo pontífice respecto de
nuestra Compañía. Os dije también que espontáneamente y solo por amor a la Compañía y por el deseo de
ayudarla me había manifestado sus sentimientos acerca de su estado actual. Pero no os manifesté lo que me
dijo en concreto. Como el sumo pontífice estima tanto a la Compañía y percibe su influjo en otras
congregaciones religiosas y en el mismo pueblo fiel, juzgó que era su deber comunicar a la Compañía las
informaciones que había recibido de los nuncios y otros miembros de la sagrada jerarquía. Me preguntó si
sería conveniente que él mismo escribiera una carta a toda la Compañía. Pero temía que cayera en manos de
los de fuera y se divulgara en las revistas públicas no sin gran detrimento del nombre de la Compañía. Al
responderle yo que procuraría tratar de pensar con mi Consejo el modo adecuado, me entregó
espontáneamente las notas que tenía en las manos, poniendo en mí su confianza. “No pretendo otra cosa”, dijo,
“más que ayudarte a ti y a la Compañía. Espero que tú mismo y la Compañía me ayudaréis a eliminar esta
preocupación”. De este modo dejaba íntegra nuestra libertad. […] La Diputación para los detrimentos me ha
aconsejado comunicaros lo antes posible los puntos expresados por el santo padre, de modo que podáis
considerarlos antes que empiece la discusión sobre la vida religiosa en la Compañía. Lo haré ahora
gustosamente y con agradecimiento a la Diputación.
El sumo pontífice sigue manteniendo viva su atención sobre el resultado de nuestra Congregación, ante
todo, por la estima, afecto y confianza, que tiene para la Compañía, por la importancia que le atribuye, por la

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ayuda que él espera de ella para el servicio de la Iglesia. Decía que él, como cabeza de la Iglesia, siente gran
responsabilidad y que solo el amor a la Compañía y el deseo de ayudarla lo impulsaban a abrirme su corazón
cándidamente y con sinceridad. Con sinceridad digo yo también que no pude contener mi emoción.
De diversas regiones del mundo, por medio de los nuncios apostólicos y de los miembros de la
jerarquía[9], han llegado a oídos del santo padre algunos hechos y tendencias de los nuestros, que han
aumentado la preocupación de su corazón y le han provocado el temor de que su querida Compañía está
sufriendo detrimento. Me dijo también claramente que de ningún modo quiere ejercer influjo alguno en la
acción de la Congregación General para encontrar las soluciones concretas. Solamente quiso manifestarme a
mí, como general, su preocupación y solicitud, para que yo la comunique a los padres de la Congregación.
Nuestra libertad permanece íntegra, pero debemos ser conscientes de la responsabilidad de esta
Congregación no solo respecto de la Compañía sino también de toda la Iglesia. Os ruego que me perdonéis, si
de nuevo os declaro, como a mi superior colectivo, lo que siento: en esta audiencia quedó claramente patente
que el sumo pontífice está de verdad grandemente preocupado y que espontáneamente y movido solo por amor
a la Compañía (como afirmó repetidas veces) había hablado conmigo de este asunto».
[En este lugar hizo un resumen del contenido del proyecto de carta autógrafa que el pontífice había
pensado dirigirle].
«Las palabras pontificias, reverendos padres, no parecen denunciar nada nuevo. Vosotros mismos sin duda
habréis recibido también semejantes informaciones sea de los nuestros o quizá de los externos. El único
elemento nuevo en las informaciones del sumo pontífice es: su autoridad. Pero creo conveniente decir que el
sumo pontífice en ningún modo quería afirmar que estos hechos sean universales, ni que estas tendencias
peligrosas se den en la mayor parte de los hijos de la Compañía; pero que, por las informaciones recibidas, su
difusión no parece pequeña y constituye ya un verdadero peligro para todo el Instituto. Por eso quería el sumo
pontífice que se encuentre en esta nuestra Congregación General un remedio pronto y eficaz, que se aplicara
después con firmeza con la cooperación común de superiores y compañeros. Pienso que debemos recibir con
gratitud esta señal de solicitud para con la Compañía, y esforzarnos, en la medida de nuestras fuerzas, en
responderle lo más fielmente que podamos con nuestra generosa cooperación. Se os dará a todos un resumen
de este coloquio para que sirva de ayuda en nuestras futuras discusiones. Gracias».

En esta comprometida comunicación, para la que pidió a sus oyentes estricta reserva,
el padre Arrupe manejó con maestría los registros que la situación requería: el papa ama
y estima vivamente a la Compañía y solo quiere su bien; por su grave responsabilidad
con la Iglesia, la quiere incólume y ejemplar; respetando nuestra libertad de actuación,
pide nuestra colaboración; tenemos, pues, una gran responsabilidad de acoger dócil y
agradecidamente cuanto nos dice y tenerlo muy presente en los trabajos de nuestra
Congregación.
La CG continuó sus trabajos hasta el día 16 de noviembre, en que se concluyó.

6. Ese mismo día el papa invitó a los padres congregados a la celebración de la


Eucaristía, presidida por él, asistido por el padre general y cinco congregados de los
diversos continentes, en la Capilla Sixtina; gesto insólito por el lugar escogido y por ser
la primera vez que un pontífice se dirigía a la CG de la Compañía al final de sus trabajos.
Después de la misa, les dirigió una alocución[10] sumamente elaborada, que no puede
ser calificada más que de extraordinaria, por el afecto y aprecio expresado hacia la
Compañía, el aliento misionero que le daba, la confirmación de su confianza renovada
en ella, la satisfacción por el trabajo realizado en la Congregación. Lo cual no fue
obstáculo para que lanzara a sus oyentes estas dos inquietantes preguntas: «¿Queréis
vosotros, hijos de Ignacio, soldados de la Compañía de Jesús, ser todavía hoy, y mañana,
y siempre lo que desde vuestra fundación habéis sido para la Iglesia Católica y para esta
Sede Apostólica? ¿Quiere la Iglesia, quiere el sucesor de san Pedro seguir mirando

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todavía a la Compañía de Jesús como a su fidelísimo y particular ejército?». Las dos
preguntas recibieron de labios del papa respuestas rotundamente afirmativas. Ello no
impidió que, en relación con la primera, aludiera a
«extrañas y siniestras ideas [que] suscitaron en algunos sectores de vuestra numerosa Compañía la duda de que
debiera seguir existiendo tal como el santo que la ideó y fundó, la describió con normas sapientísimas y que
una tradición secular, madurada por una atentísima experiencia y refrendada por las más autorizadas
aprobaciones, modeló para gloria de Dios, para defensa de la Iglesia, con maravilla del mundo·. […] ¡Nubes
en el cielo, disipadas en gran parte por las conclusiones de vuestra Congregación! […] Alegraos, hijos
amadísimos; este es el camino, antiguo y nuevo, de la economía cristiana. Este es el troquel que modela a un
mismo tiempo al verdadero religioso, discípulo de Cristo, apóstol de la Iglesia, maestro de sus hermanos, sean
estos fieles o extraños. Alegraos; Nuestra complacencia, más aún, nuestra comunión os reconforta y os
acompaña. […] Permitid que, al término de este encuentro, os digamos que Nos esperamos mucho de
vosotros. La Iglesia tiene necesidad de vuestra ayuda. Y está contenta y orgullosa de recibirla de hijos sinceros
y devotos, como sois vosotros. La Iglesia acepta el ofrecimiento de vuestra actividad, más aún, de vuestra
vida; y, como soldados de Cristo, hoy más que nunca os llama y os asocia e incita a las arduas y santas batallas
emprendidas en su nombre».

Sobre esa base el pontífice desplegó ante los ojos de los congregados el frondoso
paisaje apostólico que los esperaba, concluyendo:
«Sí, hijos amadísimos, ha llegado la hora: marchad con ánimo confiado y ardiente: Cristo os escoge, la Iglesia
os envía, el papa os bendice».

La prensa en general y algunos vaticanistas acuñaron titulares resonantes sobre los


puntos críticos y dolorosos de la Compañía mencionados por el papa, dejando en la
sombra el resto de su alocución. El padre Arrupe, que la había escuchado con suma
atención y se había expresado sobre ella de modo radicalmente opuesto, sintió la
necesidad de dirigir una carta a toda la Compañía, el 3 de diciembre de 1966[11],
tratando de explicar a los jesuitas el verdadero significado de las palabras del papa. Dice
Arrupe:
«Los que estuvimos presentes no pudimos dejar de conmovernos íntimamente, no solo por el contenido, sino
por el modo sincero, simple y paterno con que el papa nos habló. En este tono de confianza llegó a
manifestarnos sin rodeos su solicitud por la Compañía, revelándonos cuánto le habían preocupado algunas
noticias sobre su estado y cuánto estupor y dolor le habían producido; insinuaba ideologías y defectos, que, si
fueran ampliamente difundidos, llegarían a resquebrajar el modo de ser de la Compañía: el historicismo, en el
orden de las ideas, y el secularismo, en el modo de vivir. […] La Congregación General ha sido ciertamente
consciente de este peligro y lo ha examinado atentamente, y ha tratado de adaptar sus decretos a las actuales
condiciones de la vida bajo la luz del Concilio Vaticano II. Como os es conocido, la Congregación General no
ha querido quedar condicionada por los aspectos negativos, insistiendo más de lo justo en los defectos de la
llamada generación actual, sino, por el contrario, se ha esforzado por descubrir y estimar los valores positivos,
que en el momento presente se manifiestan a los ojos de todos […]. Los decretos de la Congregación General
han hecho desvanecer las preocupaciones del papa en gran parte ciertamente, pero no del todo, porque el
mismo peligro de desviación en modo alguno ha desaparecido, y, aun contando con decretos excelentes, su
ejecución requiere tiempo y fortaleza de ánimo».

Concluye Arrupe su carta invitando a todos los jesuitas a meditar la alocución del
santo padre, que «debe ser para nosotros como la “carta magna” a la cual se ha de ajustar
todo verdadero jesuita».

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7. El 2 de enero de 1967 el padre Arrupe se dirigía por carta a todos los jesuitas sobre
«nuestra respuesta a los decretos de la CG 31»[12], para «proponer con la confianza y
sencillez acostumbradas algunos puntos que ayuden a la recepción unánime en la
Compañía del anuncio providencial y del programa de acción común, contenidos en
estos documentos». Concluye Arrupe remitiéndose a lo que el santo padre ha querido
declararnos solemnemente desde el comienzo de la Congregación, y, de modo muy
especial, en su alocución final:
«Tales como nos quiso san Ignacio nos quiere hoy el romano pontífice, fieles a la novedad del espíritu original
y perennemente válido. De este modo persiste y se robustece para la Compañía su razón de ser en la Iglesia».

Así expresaba una vez más su plena y cordial aceptación a las orientaciones recibidas
del papa y pedía a todos los jesuitas la misma actitud.

8. El 28 de agosto del mismo año recibía afectuosamente en audiencia a los asistentes a


la reunión de la Asociación Mundial de Antiguos Alumnos de la Compañía, celebrada en
Roma. Presentándose como uno de ellos en el Centro Arici de Brescia, los animó a
mantener en la vida la continuidad y la coherencia con la educación recibida en los
centros de la Compañía y a dar testimonio vivo de fe cristiana en los ambientes de cada
uno, de acuerdo con las orientaciones conciliares sobre el apostolado seglar[13].

9. Con fecha de 27 de julio de 1968, Arrupe recibió una carta autógrafa del papa Pablo
VI, muy alentadora y positiva, nuevamente sobre los decretos de la CG 31 y sobre
algunos de sus propios actos de gobierno, relacionados con su ejecución[14]. Se supo,
por haberlo escuchado directamente del padre general en su momento, el motivo de esta
carta. Había pasado año y medio desde el final de la Congregación, y él, que había
emprendido con gran entusiasmo y dedicación la aplicación de sus decretos, como medio
para renovar la Compañía, percibía en ella importantes resistencias de parte de quienes
tenían dificultad en admitir los cambios operados por la CG en sentido renovador y
también de parte de quienes estimaban que esta se había quedado corta en su proyecto de
acomodación a las exigencias del mundo moderno. Pensó detenidamente sobre el asunto,
oró al Señor pidiendo luz sobre cómo proceder, quizá lo tratara con sus consejeros, y se
decidió a poner el asunto en manos de aquél a quien consideraba como el último superior
de la Compañía en la tierra. Así, pues, contaba él, pidió audiencia al santo padre, tomó
los decretos de la CG y algunos escritos propios para su aplicación, y acudió a
someterse, con toda sinceridad y humildad, al juicio del papa, dejándolo todo en sus
manos, dispuesto a hacer lo que él le mandara o indicara. En realidad, era una petición
de ayuda.
El papa le respondió con la carta mencionada, en la que comenzaba recordando cómo
había mostrado ya su paterno interés por el desarrollo de la CG en las alocuciones de su
apertura y clausura y cómo había aprobado especialmente algunos decretos relativos a la
pobreza religiosa y a la gratuidad de los ministerios. Y continuaba:
«Ahora, considerando el conjunto de la amplia obra legislativa realizada, no se puede menos de reconocer el
enorme (en el original italiano, «poderoso») trabajo llevado a cabo en todos los campos examinados y el

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laudable esfuerzo de renovación realizado en el espíritu del Concilio Vaticano II.
Nuestra atención se ha detenido con especial complacencia en los decretos relativos a la vida religiosa:
oración, vida común y práctica de los votos, y hemos podido apreciar el cuidado con que se ha buscado dar una
nueva formulación, a fin de lograr una más ágil aplicación y una mayor eficacia espiritual y apostólica, a los
principios directivos que constituyen la preciosa herencia dejada por san Ignacio a sus hijos.
La evolución rapidísima del mundo moderno, con sus inevitables repercusiones en la mentalidad de las
nuevas generaciones, impone, en el momento presente, también en el campo religioso, un enorme esfuerzo de
reflexión y adaptación, al cual la Compañía no podía evidentemente permanecer extraña. Constituyó el honor y
la grandeza del Concilio percibir la oportunidad de tal aggiornamento para el conjunto de la Iglesia; así ha sido
sabia la obra de vuestros padres, en lo que se refiere al Instituto de los jesuitas.
Que tal orientación parezca nueva a alguno de los vuestros, algo desconcertante, incluso peligrosa, no debe
extrañar; a otros, por el contrario, podrá parecer un intento demasiado tímido y casi ya insuficiente y superado.
En un grupo tan numeroso como vuestra Compañía, que reúne hombres pertenecientes a varias generaciones y
provenientes de los más diversos orígenes y culturas, la diversidad de las reacciones es normal y de suyo
también señal de vitalidad.
Una cosa debe quedar fuera de discusión: los decretos de una Congregación General –aun aquéllos que no
fueran convalidados por la aprobación pontificia– son siempre las decisiones legítimas de la suprema autoridad
legislativa de la orden y como tales exigirán adhesión sincera de la mente y del corazón de parte de cada uno, y
también una generosa y uniforme observancia en toda la Compañía. No queremos dudar de que así será».

Continúa el papa encareciendo la necesidad absoluta de la unión entre todos, como


bien precioso y condición indispensable para que la Compañía pueda seguir sirviendo a
la Iglesia a las órdenes del papa, «de la cual tiene él necesidad de contar sin reserva, hoy
más que nunca».
«En cuanto a los actos de gobierno realizados por usted después de la CG y en relación con ella, nos han
parecido –según los documentos presentados– inspirados en la prudencia y en la caridad, especialmente en la
necesidad de deber oponerse a ciertas concepciones extrañas a las tradiciones sanas y auténticas de la
Compañía y de la experiencia multisecular de la Iglesia».

En el resto de la carta el papa se extiende en la consideración de dos posibles modos


de acercarse al mundo, por parte del religioso apóstol: uno, que se ha de fomentar, es
hacerlo en condición de tal, haciéndose, como san Pablo, «todo a todos, para poder en
todo caso salvar a algunos» (1 Cor 9,22), manteniendo fielmente la propia identidad; y,
otro, que se vacía, por transformación o deformación, en un conformismo a las ideas y a
los usos corrientes, siempre varios y fugaces, o en un relativismo que se aparta de la
verdad inmutable de los dogmas católicos, y también de la coherencia con las probadas y
siempre fecundas tradiciones. Decía el papa:
«Será, por tanto, sabiduría del jesuita de hoy, como del de ayer, atenerse siempre entre esa orientación
alternativa de su estilo religioso y apostólico a la línea de pensamiento y acción que el superior le traza […].
No sería jesuita auténtico aquel que, por hipótesis, negara al prepósito general la facultad de señalar tal línea
de conducta, como la que el buen capitán no debe dejar de indicar con firmeza caritativa, como la línea
preferible y obligatoria. […] Por otra parte, aquéllos que se resistieran a aceptar los necesarios y estudiados
cambios operados deben reflexionar que todos somos invitados por el Concilio a un esfuerzo de renovación
interior, aunque esto pueda costar algún sacrificio. A la actualización (aggiornamento) de las instituciones y
de las estructuras debe acompañar la de los ánimos, que es mucho más importante».

No es fácil pensar que Arrupe se hubiera atrevido a esperar de Pablo VI una


respuesta tan positiva y tan reconfortante. Para él era una ayuda de valor incalculable
para su gobierno. Con este documento Pablo VI da el más fuerte respaldo a la obra de la

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CG 31. A partir de aquí, las razones de las resistencias tendrían que ser vistas ya de otra
manera muy distinta, y –teóricamente, al menos– el camino para su aplicación quedaba
más expedito. Por medio de los provinciales, en carta de 31 de julio, Arrupe comunicó a
todos los jesuitas la carta del papa, «con la que este muestra una vez más su solicitud por
nuestra Compañía […] en medio de las gravísimas dificultades de su cargo pastoral en
toda la Iglesia, confirmando cuánto espera de aquella, “confiando sin merma alguna en
su ayuda”»[15].
Pocos días antes, el 25 de julio de 1968, Pablo VI había promulgado su encíclica
Humanae vitae sobre la regulación de la natalidad, que suscitó una fortísima oposición
fuera y dentro de la Iglesia, incluso con reticencias y cortapisas de algunos episcopados.
El padre Arrupe se sintió en el deber («amplius tacere non possum»[16]) de dirigirse a
toda la Compañía[17], para pedir a todos los jesuitas «una actitud de obediencia al
vicario de Cristo filial, pronta, expedita y creativa, aunque no sea siempre fácil ni
cómoda».
«Todos los hijos de la Compañía, por su propia vocación, deben poner todos los medios para aceptar, y llevar
a otros a lo mismo, una doctrina que tal vez no era la suya propia, pero cuyo sólido fundamento se encuentra o
se encontrará, si se superan los juicios propios. Prestar obediencia no significa dejar de pensar ni contentarse
con repetir al pie de la letra y servilmente el texto de la encíclica; por el contrario, significa proseguir su
estudio con tal sinceridad de corazón que se llegue a encontrar y poder manifestar a otros el sentido pleno de
esta intervención, que el sumo pontífice ha estimado necesaria. […] La misión de la Compañía es hacer que el
pensamiento de la Iglesia sea amado y estimado. De este modo ayudaremos sobremanera a los laicos, que, a su
vez, pueden ayudar mucho y esperan nuestra cooperación para comprender más a fondo el magisterio de Pablo
VI. […] Aquellos de vosotros a quienes la encíclica haya podido crear un problema personal de conciencia,
sepan que los tengo presentes espiritualmente de modo especial y por ellos ruego singularmente al Señor. Pido
a san Ignacio que nos ayude para que, imbuidos de su espíritu, nos mostremos verdaderamente ignacianos y
entendamos que nuestro legítimo afán de estar presentes en el mundo pide una fidelidad cada día mayor en el
servicio de la Iglesia, Esposa de Cristo y Madre de todos los hombres».

10. Nueva carta autógrafa, del 31 de agosto de 1968[18], de Pablo VI al padre general,
con destino a los directores y escritores de las revistas jesuitas de cultura general de la
Compañía en Europa, ante su próxima reunión en Munich. Es bien verosímil que esta
carta hubiera sido concordada entre el papa y el general (o, incluso que fuera escrita a
petición de este), dado el interés que los dos tenían en el buen funcionamiento de esas
revistas y el disgusto que les producían sus eventuales desviaciones. El papa, que seguía
con admirable clarividencia los acontecimientos de cada día y la formación de la opinión
pública por los medios de comunicación social sobre ellos, expresaba en la carta su
aprecio por este trabajo de la Compañía y alababa el trabajo sacrificado y generoso de
directores y escritores. Al mismo tiempo, apelaba a su responsabilidad para pedirles
prudencia en sus publicaciones, equilibrio en sus juicios, fidelidad a la doctrina de la
Iglesia y en concreto al magisterio pontificio auténtico, asistido por la luz del Espíritu
Santo, aun cuando no hable ex cathedra, respeto a la jerarquía y consideración al nivel
cultural y de formación religiosa de sus lectores. Para concluir:
«La Iglesia deposita también ahora, como en tiempos pasados su confianza en estos miembros de la Compañía
de Jesús. Consideren ellos, por tanto, este apostolado de un modo nuevo, asúmanlo con nuevo empeño,
ejercítenlo con nueva fidelidad. No dudamos de que recibirán y secundarán de buen ánimo las paternas
exhortaciones que hemos formulado».

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Todo ello, expresado serenamente y con la consideración correspondiente a sus
destinatarios.

11. El 21 de abril de abril de 1969, Pablo VI recibía en audiencia privada a un grupo de


provinciales y algunos otros jesuitas de lengua inglesa que habían participado en un
curso para formación de superiores, presididos por el padre Arrupe, acompañado de sus
asistentes. A ellos dirigió el papa palabras sumamente afectuosas, dejándose llevar del
corazón, en un ambiente, palpablemente confidencial y familiar, íntimo y distendido,
creado por él, el «Pablo VI amable». Dadas las fechas en que el encuentro se produce, es
particularmente significativo su tono, según se podrá ir viendo.
En primer lugar, palabras de subido agradecimiento:
«Al profesaros nuestra gratitud en esta peculiar ocasión, no podemos menos de sentirnos movidos a expresar a
vuestro Instituto un agradecimiento más efusivo y más pleno. Presentamos a la Compañía de Jesús el merecido
y debido agradecimiento por la diligente y sabia contribución que ha prestado durante más de cuatro siglos a la
defensa e iluminación de la Iglesia santa de Dios y por su fidelidad, esforzada y filial al siervo de los siervos
de Dios, es decir, al romano pontífice y a su Sede Apostólica, centro de la unidad y universalidad de la Iglesia
Católica. Igualmente expresamos nuestros sentimientos de agradecimiento por las innumerables iniciativas y
actividades que la Compañía ha emprendido y realizado para la mayor gloria de Dios en todos los campos que
afectan a la Iglesia, principalmente en la predicación de la palabra de Dios, en el cuidado espiritual de las
almas, en la cultura eclesiástica y profana, en las misiones entre gentes no iluminadas aún por la luz de Cristo,
en el testimonio de la imitación de Cristo y de su fuerza salvadora, que en vosotros llega hasta la cumbre de la
santidad y el derramamiento de la sangre,. Estas alabanzas se deben a la ínclita y esforzada Compañía de Jesús
también en nuestro tiempo; y aprovechamos con gusto esta ocasión para expresarlas desde lo más hondo de
nuestro corazón, al mismo tiempo que pedimos intensamente a Dios que recompense a vuestro Instituto con
sus inestimables premios y lo acompañe continuamente con su amor y su auxilio supremo. Hacemos votos
igualmente para que vosotros y vuestros compañeros seáis dignos herederos de tan preclara tradición y la
conservéis y prolonguéis religiosamente».

La razón por la cual el sumo pontífice quiere expresar con mayor gusto e intensidad
sus sentimientos en este tiempo es doble. Por una parte, la comunidad de destino que
existe entre la Iglesia Católica y la Compañía, que se ha ido confirmando con el tiempo,
de modo que la suerte de esta es de algún modo la suerte de toda la familia católica,
tanto en la prosperidad como en la decadencia. Si esto es motivo para gloriarse en el
Señor (cfr. 2 Cor 8,23; Flp 3,3), al mismo tiempo impone a la Compañía la carga y el
deber de esforzarse por lograr una fidelidad suma. Por otra parte, la Iglesia está pasando
por un tiempo de particular importancia, por lo que se refiere tanto al impulso recibido
del Concilio, celebrado recientemente, y a las expectativas puestas en él, como a una
cierta perturbación, que puede dañar no solo a ese impulso considerado históricamente,
sino también, y mucho más, a la gloria del nombre de Cristo y a la salvación de muchas,
muchísimas, almas. Se extiende el papa en una lúcida y clarividente descripción de las
graves necesidades por las que está pasando la Iglesia para hacer percibir a sus oyentes la
gran necesidad que tiene de su ayuda.
«Por esto, hijos elegidos, valientes y queridísimos, ayudad a la Iglesia. Prestadle auxilio en sus necesidades.
¡Mostrad de nuevo ahora a todos, en esta situación cuajada de peligros, pero aptísima para encender vuestros
ánimos, de qué egregias hazañas son todavía capaces los hijos de Ignacio! […] Todo lo que podríamos
recomendaros se compendia en una sola cosa: que cumpláis fiel y diligentemente los decretos de vuestra
reciente Congregación General 31, en cuya elaboración os empeñasteis con tanto afán. Pero nos agrada

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sobremanera, como corresponde a un padre amantísimo y solícito, poner ante vuestros ojos tres exhortaciones,
sumamente aptas para vosotros y para todos aquellos a quienes tenéis confiados en vuestra Compañía».

La primera se refiere a mantener constantemente la estima de los Ejercicios


espirituales y la confianza en ellos. La segunda, a poner empeño en penetrar en la doble
componente de la vocación jesuítica, religiosa y apostólica, meditando las
Constituciones, antiguas y más recientes.
«La tercera exhortación es –y no os admiréis de que os lo digamos; pues lo hacemos para decírnoslo a Nos
mismos y unirnos así a vosotros en una comunión más estrecha y más firme–: amad a Jesús; amadlo como a
una persona viviente (pues ¡ciertamente vive!), como al verdadero Maestro, como al Amigo único por el que
somos amados de modo inefable, como al Salvador que lo da todo y lo merece todo; amadle, decimos, como
debe ser amado por aquellos a quienes felizmente toca en la vida presente y siempre ser miembros de su
Compañía».

¿Sería posible oír del papa palabras más pertinentes, más consoladoras, cariñosas y
alentadoras? ¡Pablo VI de cuerpo entero!

12.En este tono de cordialidad y afecto se enmarcan dos gestos de Pablo VI, que, de otro
modo, podrían parecer formales, rutinarios. El primero, la felicitación pascual del año
1969 al padre Arrupe, escrita por entero a mano del papa, que dice así[19]:
«Al reverendo padre Pedro Arrupe, prepósito general de la Compañía de Jesús, un especial augurio nuestro, en
ocasión de la santa Pascua, para confortarle en sus fatigas y penas, soportadas para la mayor gloria de Dios y
para el fiel servicio a la santa Iglesia, y lo corroboramos con una cordial Bendición apostólica, que
extendemos, orando y esperando, a la familia ignaciana entera. Paulus PP. VI – Sábado Santo 1969».

De modo semejante le expresaba, pocos meses después, por medio de un telegrama,


sus augurios en la celebración de la fiesta de san Ignacio[20]:
«En la vigilia de la fiesta de san Ignacio dirigimos un saludo de particular afecto a esa Compañía de Jesús, que
ha dado a lo largo de los siglos tantas pruebas de fidelidad a la Santa Sede, expresando también Nuestro
aprecio por el esfuerzo de renovación espiritual, que, bajo su sabia guía, ella realiza según las directivas del
supremo magisterio de la Iglesia, en el genuino espíritu ignaciano, a la vez que invocamos los continuos dones
de la asistencia divina, avalando nuestros votos con la propicia Bendición Apostólica, que impartimos a usted
y a todos sus hermanos esparcidos por el mundo. – Paulus PP. VI».

Palabras escogidas en estos breves, bellos y densos mensajes, en los que, no al azar,
se deja constancia de la «sabia guía» del padre Arrupe en la conducción del proceso de
renovación espiritual de la Compañía y de su desarrollo «en el genuino espíritu
ignaciano».

13. El 5 de noviembre de 1969, acudieron a la audiencia general del papa Pablo VI,
celebrada en la Basílica de San Pedro, los participantes en el segundo encuentro para la
formación de superiores, esta vez de lengua española (provinciales, otros superiores y
jesuitas, alrededor de cuarenta en total), que escucharon de él palabras semejantes,
aunque más breves, a las escuchadas por sus colegas de lengua inglesa del anterior 21 de
abril[21]:
«Con particular benevolencia acogemos al grupo de padres provinciales y de superiores de la Compañía de

50
Jesús, procedentes de España y de América Latina, y nos gozamos de que este encuentro nos ofrezca la
oportunidad de expresar a estos denodados religiosos y a sus hermanos nuestra estima por todo su Instituto,
tan vinculado a la historia de la Iglesia católica desde hace cuatro siglos y tan benemérito por la defensa y la
difusión del nombre cristiano; con nuestra estima, también nuestra confianza de que la Compañía de Jesús no
será menos generosa ni menos fiel a la causa católica, después del Concilio Vaticano Segundo, de lo que fue
después del Concilio Tridentino. […] Mucho tendríamos que decir en virtud de lo grave y lo complejo de las
cuestiones pendientes, del mérito de vuestra secular institución y de la benevolencia que os dispensamos. Nos
limitamos a restringir nuestra exhortación en dos ideas que nos parece caracterizan la índole y la historia de la
Compañía de Jesús: sed fieles a la Iglesia, sed apóstoles en el mundo. […] Queremos recomendar
especialmente a vuestra solicitud tres categorías de personas hacia las cuales pueda dirigirse vuestra actividad,
según el genio apostólico de vuestra familia religiosa: los sacerdotes y cuantos se preparan al ministerio
sacerdotal; los estudiantes y todo el mundo de la escuela y de la cultura; las clases sociales más necesitadas de
promoción y de asistencia, los trabajadores de la industria y de la agricultura».

¿Qué más se podía pedir o esperar? Las 13 actuaciones reseñadas de Pablo VI respecto
de la Compañía en este período muestran muy claramente y de modo inequívoco y
consistente su pensamiento, sus sentimientos y sus expectativas sobre ella. Cree
firmemente en la Compañía, la estima, confía en ella, confiesa que necesita su ayuda,
especialmente en las presentes circunstancias y la reclama, le pide fidelidad a sí misma, a
sus orígenes, a su vigor espiritual y disciplinar y a su fuerte equipamiento para ayudar y
servir con competencia y eficacia a la Iglesia, la pone en guardia de los peligros que la
acechan y la advierte de que su actualización de cara a las exigencias del momento
presente y del futuro no debe en modo alguno poner en contingencia la fiel preservación
de sus esencias originales. En determinados momentos, no pocos, le ha hablado con el
corazón en la mano. Indudablemente era un comienzo altamente esperanzador, que
ofrecía una base firme para una colaboración intensa, confiada y jugosamente cordial.
Todo sincero y vibrante. Se podía presumir que, lejos de ser una feliz y efímera «luna de
miel», fuera anuncio veraz y consistente de armonía profunda y fecundidad beneficiosa
para la obra salvífica de Dios en la Iglesia y en el mundo. Se podían percibir también
signos de un «trato preferente» en correspondencia con la especial relación de la
Compañía con el papa. ¿También quizá un deseo oculto de tenerla sometida y
configurada a la idea que se había formado de ella? ¿Tan bella perspectiva no ocultaría
algún riesgo de fragilidad? ¿Estaría suficientemente resguardada de posibles amenazas?
Ya en este período las alarmas habían lanzado sus destellos iniciales en dos ocasiones.
Y, sobre todo, en el fondo, la pregunta: ¿coincidía la visión fundamental del papa sobre
la Compañía con lo que ella sentía de sí misma? Los repetidos signos esperanzadores
prevalecían, –al menos, por el momento– sobre estos posibles temores.

[1] Texto original latino en AAS 56 (1964), 803-805. Traducción del autor. Texto completo en el apéndice
documental, al final del libro.
[2] Texto original latino en AAS 57 (1965), 611-615 y AR 14 (1961-1966), 996-999. Traducción española en
Congregación General XXXI. Documentos, Hechos y Dichos, Zaragoza 1966, 11-16. Texto completo en el
apéndice documental.
[3] Ej. [146].
[4] Cf. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes (GS) del Concilio
Vaticano II n.4.

51
[5] Resumen en Acta Congregationis Generalis XXXI, p. 35 (ARSI). Existe una copia del texto completo en
latín, con una indicación en la parte superior («In Aula») y algunas anotaciones y correcciones a mano de Arrupe,
en una carpeta de papeles variados de la CG, depositados en ARSI (y aún no ordenados), que, con seguridad,
como se deduce de esas anotaciones, fueron los usados por él mismo en su comunicación.
[6] Estos eran los PP. John L. Swain (CSU), Paolo Dezza (VME), Vincent T. O’Keefe (NYK), Andras
Vargha (HUN).
[7] Texto latino en AR 14 (1961-1966), 642-648 (traducción del autor).
[8] Sobre este asunto y su trasfondo y gestión, ver U. VALERO., «El Padre Pedro Arrupe, portavoz del Papa
Pablo VI en la Congregación General 31 de la Compañía de Jesús»: Archivum historicum Societatis Iesu (AHSI),
86 (2017/II), 387-437.
[9] Sin negar la procedencia de estas fuentes de información, en mi citado artículo «El Padre Pedro Arrupe,
portavoz del Papa Pablo VI …» puse de manifiesto que el texto del proyecto de la posible carta autógrafa del papa
coincidía literalmente con el de un pro-memoria elaborado por el padre Pedro Mª Abellán, procurador general de
la Compañía y secretario de la CG 31, a petición de Mons. Angelo Dell’Acqua, sustituto de la Secretaría de
Estado, como consecuencia de una de una conversación del mismo padre con el cardenal Arcadio Larraona, CMF,
a la sazón prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos, que este había comentado con el sustituto.
[10] Texto original latino en AAS 58 (1966), 1172-1178 y AR 14 (1961-1966), 1000-1004. Traducción
española en Congregación General XXXI, op. cit., 95-402. Texto completo en el apéndice documental.
[11] Texto original latino en AR 14 (1961-1966), 757-760. Traducción del autor.
[12] Texto original latino en AR 15 (1967-1972), 23-32.
[13] Texto original francés, ibid., 11-13.
[14] Texto original italiano, ibid., 213-216. Texto completo en el apéndice documental.
[15] Ibid., 317s.
[16] Traducción del autor: «no puedo callar por más tiempo».
[17] Carta de 15 de agosto de 1968, ibid., 318-320.
[18] Texto original latino, ibid., 217-219.
[19] Texto original italiano manuscrito, ibid., 402. Texto completo en el apéndice documental.
[20] Texto original italiano, ibid., 403.
[21] Texto original español, ibid., 404s.

52
CAPÍTULO SEGUNDO

Inquietud en España: emerge la «vera Compañía» (1969-


1970)

1. ¿Primera señal seria de alarma?


Entre las personas que saludarían al papa, al final de la audiencia general del miércoles 5
de noviembre de 1969, reseñada al final del capítulo anterior, habíamos sido señalados el
P. Carlos Palmés, provincial de Bolivia, en representación de los latinoamericanos, y yo,
nombrado ya entonces provincial de España, en representación de los españoles; nos
acompañaba el P. John L. Swain, asistente general. Como las otras personas que habían
de saludar al papa, fuimos colocados detrás del altar de la confesión, y nosotros
concretamente debajo de la estatua de la Verónica. Al llegar el santo padre a nuestra
altura, el P. Swain nos presentó. Entonces el papa se detuvo y, mirándonos fijamente y
con rostro serio, nos dijo: «Curate la vostra Compagnia. La Compagnia di Gesù è la
colonna portante della Chiesa; e, se questa colonna trema, tutto l’edificio trema. Curate
la vostra Compagnia!»[1]. Quedamos obviamente estremecidos. ¿Qué quería decirnos el
papa, después del discurso tan amable y placentero que habíamos escuchado?
¿Simplemente un consejo importante y grave para que no cediéramos a la
autocomplacencia por lo que habíamos oído de sus labios, o algo más? Entonces, ¿qué?
Lo comentamos con los compañeros, con los asistentes regionales respectivos y con el
mismo padre general. Y quedamos a la espera. Pero, en todo caso, una primera señal de
alarma se nos había encendido. ¿Qué estaría pasando?

2. Antecedentes
2.1 Loyola 1966
Ya en lo dicho anteriormente se ha visto que había quienes empezaban a preocuparse
seriamente por el cariz que iban tomado las cosas de la Compañía en España.
Muestra de ello eran ciertos postulados presentados por algunos electores durante la
intersesión de la CG 31, que pedían un informe a fondo sobre el estado de la Compañía,
basado en las relaciones ordinarias de las provincias enviadas a Roma y consultando a
los padres más graves en ellas[2], y la decisión del P. Arrupe, independiente de esos
postulados, de elaborarlo como complemento del que elaboraba la Diputación para los
detrimentos[3].
Muestra también, el documento colectivo que firmaron 31 padres, mayoritariamente

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de las provincias de España, con algunos latinoamericanos, el 27 de agosto de 1966, en
el Congreso Internacional y Jornadas de Ejercicios Espirituales, celebrado en Loyola,
para enviarlo a los electores de la CG. Dice así:
Loyola, 27 de agosto de 1966.
R.P.
LOYOLA
R.P. Elector: Los abajo firmantes, pertenecientes a distintas provincias de la Compañía española e
iberoamericana, reunidos en Loyola con ocasión del Congreso y Jornadas de Ejercicios Espirituales, hemos
cambiado impresiones acerca de la situación de la Compañía en nuestras respectivas provincias y hemos
coincidido en apreciar los hechos que a continuación se detallan y que rogamos a V.R. tenga la bondad de
transmitir a los PP. de la Congregación General.

1. SALIDAS DE LA COMPAÑÍA. El número de salidos estos últimos años alcanza


proporciones alarmantes. El mal se ha extendido a numerosos sacerdotes jóvenes.
No es raro que la salida se realice en circunstancias de escándalo. Tenemos la
impresión de que hay muchas causas permanentes que han de seguir produciendo
defecciones; son las que a continuación señalamos.
2. VIDA DE COMUNIDAD. La vida de comunidad ha sufrido grave quebranto. Con
frecuencia apenas si existe. Y en la proporción en que ella disminuye, aumenta la
fuga hacia las amistades de fuera.
3. ORACIÓN Y PIEDAD. Escasean los hombres de oración. Se advierte creciente
desvalorización de la piedad, de lo sobrenatural y lo santo.
4. OBEDIENCIA. Va creciendo un ambiente de crítica desconsiderada contra todo
superior. Se multiplican los casos de abierta desobediencia a los superiores, a los
obispos y al mismo romano pontífice.
5. MUNDANIZACIÓN. Sacerdotes y escolares se van impregnando más y más del
espíritu mundano y adoptan modales y actitudes mundanas, con asombro de los
mismos seglares.
6. JUVENTUDES DESBORDADAS. Va cundiendo en nuestras juventudes un
estado de descontrol, de derramamiento al exterior, de falta de oración e
interioridad, de desestima y desconsideración hacia los mayores, de rebelión
contra los superiores.
7. CASAS DE FORMACIÓN. No son raros los casos en que la infección de los
males enumerados se produce precisamente en las casas de formación.
8. DESPRESTIGIO DE LA COMPAÑÍA. Está cayendo muy abajo entre los obispos
y sacerdotes diocesanos, y laicos el nombre de la Compañía.
9. CRISIS DE AUTORIDAD. Abundan los superiores acomplejados ante los jóvenes
y arrollados por ellos, que siguen tácticas de apaciguamiento y se echan en manos
de los jóvenes desbordados, mientras reducen a silencio y marginación a los
padres de más innegable valor y espiritualidad.
Tenemos la impresión de que los hechos enumerados se dan con carácter de universalidad en nuestro mundo
español y latinoamericano en proporción grave, y a veces muy grave, de que las raíces profundas de tales
hechos residen en la comodidad y materialismo de la vida y la hipertrofia de libertad-capricho, que llevan

54
paulatinamente a la pérdida de la piedad, del ideal, de la vocación y aun de la fe, y que la clave de todo ha
estado y está en la desacertada o deficiente actuación de no pocos superiores. El mal avanza hacia situaciones
difícilmente remediables, y urge aplicarle sin demora eficaz y oportuno remedio. Hemos comprobado en
Loyola que las apreciaciones aquí expuestas son compartidas por la casi totalidad de los padres que participan
en el Congreso y Jornadas de Ejercicios Espirituales.
Terminamos haciendo constar que sabemos de infinidad de padres y hermanos que con clara visión
sobrenatural de las cosas e inquebrantable voluntad continúan absolutamente fieles al auténtico sentido de
nuestra vocación, y están dispuestos a cualquier sacrificio en orden a que nuestra Compañía vuelva de lleno a
lo que gloriosamente ha sido y siempre debe ser. Affmos. En Cristo Jesús[4].

Solo bastantes años más tarde tuve yo conocimiento de este documento, a pesar de
ser por entonces consultor de la provincia de Castilla. Nuevamente, dejando aparte la
valoración de la veracidad y exactitud de los hechos aludidos, es patente el dramatismo
con que se exponen y la inquietud que revelan[5].
2.2 Chamartín, febrero de 1969
Pasan dos años largos, y nos encontramos a principios de 1969. Llevaba yo ya casi dos
años como provincial de Castilla. Y sucedió que, una buena tarde de febrero, en la
trasera del chalé de la Avenida de la Moncloa 4, en Madrid, residencia de una
comunidad de profesores de la Universidad Pontificia Comillas, en una conversación
absolutamente informal, quizá comentando algo sobre el momento que vivíamos, un
padre, antiguo profesor mío de Teología, con el que tenía buena relación, me preguntó a
bocajarro: «¿No cree usted que el P. Arrupe está llevando a la Compañía a su
destrucción?» (o, quizá mejor, no me acuerdo bien), «¿No cree usted que el P. Arrupe
está tratando de destruir la Compañía?». Yo le respondí tajantemente y con absoluta
convicción, sin dudar ni poder dudar: «No, padre, de ninguna manera. Los tiempos son
muy difíciles, y el P. Arrupe se ha encontrado con la Compañía en situación muy
delicada y está haciendo lo indecible por llevarla adelante por el buen camino; pero no es
fácil acertar en todo y siempre, especialmente en estos tiempos. Le digo más: si yo
percibiera en algún momento que el P. Arrupe tuviera esas intenciones, no seguiría ni un
solo momento cooperando a ello desde mi cargo de provincial». Me pareció que
respiraba aliviado. La pregunta era obviamente muy sorprendente y, como tal, me
sorprendió mucho, pero no le di más juego por el momento. No recuerdo si en aquella
misma conversación (pienso que sí, por mi memoria locativa y por la conexión intrínseca
y, tal vez, subjetiva por parte suya con lo anterior), me dijo también: «Hay por ahí
alguna cosa, de la que seguramente se irá enterando… Es totalmente normal, y además
se ha hecho con permiso del P. Luis González (provincial de Toledo)[6]; bueno, no se
preocupe, ya se enterará». A pesar de lo misterioso de estas palabras, no caí en la intriga,
puesto que me había de enterar. Sin embargo, pasaban los días y las semanas, y yo no me
enteraba de nada especial. Hasta que. por el mes de mayo siguiente, el P. Víctor Blajot,
en una reunión de la Junta de Provinciales, nos comunicó que había habido una reunión
de padres graves de diversas provincias jesuíticas de España, en Madrid –V. Cárcel
Ortí[7] da el número de 22; otras fuentes, de 18–, unos meses antes, de la que había
salido un documento que convenía que conociéramos, y nos dio copia de él. El

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documento decía así:
«Un grupo de padres de las provincias de España residentes o de paso por Madrid, reunidos en fraternal
convivencia (con permiso de los superiores mayores, padre provincial de Toledo) para intercambiar
preocupaciones y entusiasmos por el futuro de la Iglesia y de la Compañía en estos momentos de renovación,
recogemos en estas breves líneas los puntos esenciales de nuestras reflexiones, esperando contribuir con ellas,
–en la pequeñez de nuestra aportación–, al mejor logro de los designios del Señor. Fieles a una gloriosa
tradición de servicio a la Iglesia y al romano pontífice, sometemos estas conclusiones a la consideración de
nuestros superiores, colaborando en el examen de la situación actual, y ayudando juntamente a asegurar y
abreviar una etapa de transición no ciertamente fácil.
Como principio y partida de nuestras reflexiones, todos reconocimos en las Constituciones, Decretos y
Declaraciones del Concilio Vaticano II y en los Decretos de la Congregación General 31 de la Compañía,
auténticamente interpretados por el papa y el padre general, los verdaderos fundamentos sobre los que
debemos renovarnos para adaptarnos mejor a las exigencias pastorales del mundo moderno. En esto no hubo
duda; aunque alguno anotó la arbitrariedad con que se tergiversa a veces el sentido de tales documentos, con
interpretaciones caprichosas sin suficiente autoridad.
Congratulándonos por los avances hasta ahora realizados en nuestra renovación espiritual y pastoral –como
individuos y como Corporación–, enumeramos también las deficiencias principales que, como obstáculos, con
más frecuencia se oponen en España al progreso de la Compañía en el espíritu elegido por nuestro santo
fundador. Reducidos estos a grandes capítulos podrían ser los siguientes:

1.º:Creciente insumisión al magisterio ordinario del papa y a las enseñanzas y


disposiciones prácticas de la jerarquía:
– Posición reticente ante la doctrina de la Humanae vitae, demasiado frecuente
en muchas de nuestras revistas.
– Postura «antijerárquica» en algunos conflictos eclesiásticos surgidos en
España.
– Menos aprecio de las decisiones doctrinales o disciplinarias de la Santa Sede
sobre problemas existentes en otros países.
2.º:Inseguridad doctrinal y excesiva libertad de opiniones en cátedras y revistas;
agravada por ausencia o ineficacia de la censura de la orden.
– Afán de novedades en la enseñanza de la Teología y de las SS.EE.
– Verdaderas crisis de fe, manifestadas a veces en las deserciones.
– Audacias en la doctrina moral, sin aparente sanción.
– Escándalo de las religiosas y desorientación de sus alumnas por la doctrina y
de algunos de los NN.
– Pérdida del prestigio de la Compañía ante la jerarquía, otros religiosos y
seglares.
– Insistencia nimia en exponer la teología radical protestante, con simpatía e
incluso preferencia.
3.º:Desnaturalización del apostolado social por resabios marxistas y tendencia
generalizada hacia la revolución violenta con implicaciones políticas.
– Politización creciente de la acción social, con pasividad y falta de orientación
de los superiores.
– Falsa concepción del sacerdote-obrero y su misión evangélica.
– Diletantismos sobre la «teología de la violencia».
– Radicalización revolucionaria en la formación de la juventud trabajadora y

56
estudiantil.
– Exaltación de figuras revolucionarias discutibles y anticristianas.
4.º:Tendencia irresponsable a la secularización y al naturalismo en las formas internas
y externas de la vida religiosa.
– Nuevos conceptos de la obediencia, de la castidad y de la pobreza, con olvido
de la doctrina ignaciana.
– Sustitución de los principios sobrenaturales por un naturalismo psicológico.
– Abandono continuo de prácticas religiosas tradicionales, sin sustitución
conveniente.
– Graves caprichos litúrgicos sin la debida rectificación.
– Asistencia indiscriminada a espectáculos profanos.
– Acción para reducir la orden religiosa a un instituto secular.
5.º:Excesivas «experiencias» en la formación de los escolares, con demasiado olvido
de principios y métodos clásicos, y manifiesto peligro de «aventura» para el
futuro de la Compañía.
– Ruptura abrupta, ya desde el Noviciado, con la tradición ascética ignaciana
que garantizaría la continuidad de un mismo espíritu.
– Creciente falsificación de los Ejercicios espirituales en todos los niveles.
– Deficiente formación filosófico-teo1ógica de nuestros jóvenes, aislados en
pisos y sin facilidad para el estudio y la vida religiosa.
– Creciente falta de asistencia a clases.
– Politización de los escolares, inmersos en las preocupaciones propias de la
juventud seglar.
6.º:Influjo excesivo en el gobierno, de comisiones no representativas y de grupos
internos de presión.
– Peligro de parcialización en las decisiones de los superiores.
– Política de grupos para monopolizar algunos ministerios.
Buscando remedios convenientes para la remoción de estos obstáculos que tan seriamente impiden la
renovación de la Compañía, a todos pareció que nuestros superiores disponen todavía de los medios necesarios
–puestos en sus manos por el Instituto–, si con la debida caridad y autoridad, «suaviter et fortiter», deciden
emplearlos. Y, en tal supuesto. no se juzgó acertada la idea extendida en otras partes, de recurrir como medida
extrema a una completa división de la Compañía, para garantizar su continuidad en el servicio de la Iglesia,
con el genuino espíritu de su fundador. Todos creemos, sin embargo, que entre tantas «experiencias» como
ahora se realizan, tanteando la futura forma de la orden –algunas tendiendo a la transformación en instituto
secular–, sería conveniente se permitiera, a los que así lo desearan, el continuar probando en nuestra vida
religiosa y en nuestro apostolado las formas clásicas que tanto fruto dieron en un pasado no lejano, y cuya
inadaptación al presente no está demostrada.
No son, sin duda, muchas ni muy radicales, las variaciones pedidas por el Concilio y por la Congregación
General 31. Todas ellas podrían realizarse, si se reunieran en unas mismas casas –residencias, colegios y
escolasticados– los padres y hermanos que lo prefirieran, facilitándose una unión interior y apostólica, que
cada día se dificulta más en las circunstancias actuales. Estas comunidades podrían ser gobernadas por un
superior mayor directamente dependiente del padre general. La facultad de admitir novicios es estas casas de
formación y la prosecución de sus estudios religiosos y académicos hasta la definitiva incorporación en la
Compañía serviría para asegurar la continuidad de la orden en el genuino espíritu ignaciano, en el supuesto, no
del todo hipotético, de que la formación que ahora se da a los escolares no diera el fruto pretendido. La
respuesta de los jóvenes a estos dos tipos tan distintos de formación religiosa disiparía la incertidumbre sobre

57
el verdadero camino en el momento actual.
Chamartín de la Rosa, 8 de febrero de 1969».

La lectura del documento nos dejó sumamente preocupados; no solo ni


principalmente por el denso y amenazador nubarrón de los detrimentos de la Compañía
acumulados en él, sino, sobre todo, por la formulación de la propuesta de abrir el paso a
una «Compañía paralela» dentro de la única Compañía, como experimento para verificar
cuál debería ser la «Compañía del futuro». El tema era muy grave.
El escrito fue enviado al padre general, y, según refiere V. Cárcel Ortí [8], se hizo
llegar también al papa, por medio del cardenal español Arcadio Larraona, religioso
claretiano, prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos. Los provinciales españoles no
supimos más de él, por el momento, dado que habíamos sido soslayados por sus autores
y vimos que el asunto estaba en manos del general.
Pasaban los meses, y en la Compañía de España, al menos al exterior, no sucedía
nada especial. A finales de junio y principios de julio, los provinciales españoles y el de
Portugal nos reunimos en Roma con el padre general en el marco de las reuniones con
todos los grupos de provinciales programadas por él para aquel año. No recuerdo que en
la reunión comentáramos con especial detención el asunto de «los de Chamartín»,
aunque sí, por supuesto, los temas reflejados en su documento, pues de ellos se trató
largamente. De esa reunión salió la decisión del padre general de instituir el cargo de
provincial de España para atender a los asuntos de interés común y como instancia de
coordinación del gobierno de los provinciales territoriales. En septiembre recibí el
nombramiento para ese cargo. En diciembre se celebró en Manresa una numerosa
reunión, de carácter interprovincial, de clausura del Survey[9] en nuestras provincias,
con elevado número de participantes[10]. Tampoco aquí se habló nada de «los de
Chamartín», aunque la problemática de fondo estuvo muy presente, y, en cierta medida,
las dos visiones contrastantes de la marcha de la Compañía se vieron allí confrontadas.

3. La alarma se confirma
En los primeros días de enero siguiente (1970), recibí una llamada telefónica del P.
Víctor Blajot, asistente regional de España, pidiéndome que fuera a verlo urgentemente a
Barcelona, pues tenía noticias importantes que comunicarme de palabra. Viajé lo antes
que pude allá, y él me puso al corriente de lo que estaba sucediendo. Según le había
informado Mons. Narciso Jubany Arnau, obispo de Gerona, antiguo alumno de la
Universidad Pontificia de Comillas (doctorado en teología) y de la Gregoriana de Roma
(doctorado en derecho canónico), en la última Asamblea General de la Conferencia
Episcopal Española, celebrada en la primera quincena de diciembre anterior en Madrid,
se había tratado, fuera del orden del día, a propuesta de su presidente, don Casimiro
Morcillo, arzobispo de Madrid, sobre la situación de la Compañía en España. Don
Casimiro informó a la Asamblea en los momentos finales de su reunión de que en su
última y reciente audiencia con el papa Pablo VI, celebrada el 23 de octubre anterior,

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este la había manifestado una gran preocupación por ella. En la audiencia habían
comentado informes recibidos de padres jesuitas muy respetables de España, en que
describían esa situación como muy crítica y pedían a sus superiores poder constituir
comunidades especiales con jesuitas que desearan vivir y trabajar apostólicamente según
las genuinas tradiciones de la Compañía, también con noviciado y casas de formación
especiales, bajo un superior propio, dependiente directamente del padre general (lo que
realmente equivaldría a crear una especie de provincia personal propia), sin haber
obtenido respuesta alguna de aquellos después de casi un año. El 17 de noviembre la
Santa Sede había pedido el parecer del episcopado español sobre este tema. Habló
también don Casimiro, no se sabe si de propia cosecha o por indicación del papa, de que
la creación de una provincia propia podría servir de fermento para la reforma que la
Compañía necesitaba, según la descripción de su estado contenida en el documento de
«los de Chamartín». Por falta de tiempo ya en el horario de la Asamblea, no se pudo
discutir y votar sobre esta propuesta, por lo que don Casimiro les dijo que les sería
enviada por escrito, junto con copia de ese documento, pidiéndoles respuesta en un plazo
breve. Según informó poco después Mons. Narciso Jubany al padre Blajot, 48 obispos de
un total (aproximado) de 70 habían votado a favor de la provincia propia, y había
algunos muy empeñados en ella (me mencionó nominalmente a don Laureano Castán, de
Sigüenza-Guadalajara)[11]. Mi sorpresa fue enorme, pues no tenía la menor idea de que
las cosas hubieran llegado a tal punto. Comentamos a continuación la posible estrategia a
seguir y quedamos en que, por el momento, sería bueno contactar a obispos afectos, para
recabar y dar información, y luego veríamos.
Siguiendo esta pauta, el P. Luis Sanz Criado, provincial de Toledo, y yo pedimos
audiencia a don Casimiro, que nos recibió en una mañana del mes de enero, ya
avanzado, a las ocho de la mañana, en su residencia de la calle de la Pasa, en Madrid. Le
expusimos de entrada nuestra inquietud, y también de entrada nos respondió que lo que
había hecho era un encargo del papa, que la preocupación de este era muy grande y que
solo se buscaba en ello el bien de la Compañía y de la Iglesia. Que el procedimiento de
empezar creando una provincia propia que viviera conforme al espíritu original de la
Compañía para sanar su deplorable situación actual, estaba ya comprobado por la
historia, aludiendo expresamente a la reforma carmelitana lanzada por santa Teresa de
Jesús en el siglo XVI. Hablaba sereno, pero muy firme en su posición. Entonces le
hicimos algunas preguntas: por ejemplo, si se trataría solo de una provincia o si detrás de
ella podrían venir otras; si la medida sería solo para la Compañía de España o también
para el resto del mundo… «Eso ya lo decidirá el papa», nos respondió. Yo me atreví a
preguntarle: «Se ha imaginado usted, don Casimiro, qué pasaría si tuviera aquí, en
Madrid, comunidades de provincias jesuíticas dispares, enemistadas y en pugna entre sí,
con modos de vida y apostolado distintos, el impacto que esto podría producir entre los
fieles, o llegaría usted a optar por una sola de las “dos Compañías”». Nos respondió
literalmente: «Veo que ustedes han pensado mucho las cosas; yo no he llegado a tanto;
creo que hay que poner remedio a la situación de la Compañía, y este es un remedio ya
probado en la historia de la Iglesia con buenos resultados en situaciones semejantes».

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Las posiciones estaban claras, y no había mucho más que hablar. Nos despedimos
cortésmente, agradeciéndole la audiencia y diciéndole con una pizca de humor. que
confiábamos que san Ignacio no permitiría que la Compañía que él fundó fuera dividida
en dos o, incluso, más; que todo podría suceder.
Por aquellos días visité yo solo al nuncio, Mons. Luigi Dadaglio, que llevaba unos
dos años en España. Me recibió muy cordialmente. Yo le expuse mi preocupación, y él,
sin entrar en detalles, me manifestó claramente su contrariedad y disgusto por el modo
como había procedido don Casimiro, sin concretar en qué habría consistido su fallo; pero
dejándose decir que le iba conociendo y que en el futuro las cosas serían distintas. Me
dejó tranquilo; en él podíamos confiar.
Visité también al cardenal don Vicente Enrique y Tarancón, arzobispo de Toledo,
Primado de España y vicepresidente de la Conferencia Episcopal. Persona optimista y
campechana, gran conversador. Muy amigo nuestro y con una muy alta estima del P.
Arrupe; el polo opuesto de don Casimiro[12]. Me recibió también muy cordialmente.
Estaba claramente incómodo y disgustado con la actuación de don Casimiro. No se
explicaba cómo podría este decir todo lo que atribuía al papa, habiendo estado él poco
tiempo antes con el pontífice, sin que este le hubiera dicho nada sobre el particular.
Había que mantener la serenidad en tiempos difíciles; y empezar a hacer divisiones entre
buenos y malos, tradicionales y progresistas, conciliares y anticonciliares, sería muy
contraproducente: se sabe cómo se empieza, pero no se sabe hasta dónde se puede llegar;
hay que estar vigilantes, pero no crear alarmas. Todos tenemos el deber de unir y no
separar. Haremos todo lo posible por evitar estos errores. Me dio paz, sobre todo, por
verle a él tan convencido, dada la autoridad tan grande que tenía en un gran sector del
episcopado y con el papa.
Como complemento de la referencia de esta entrevista, reproduzco aquí información
tomada de Cárcel Ortí[13]. Bastantes años más tarde, el 19 de noviembre de 1994, pocos
días antes de morir, en una entrevista que hicieron a coro al cardenal los sacerdotes Julio
Manzanares, profesor de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Salamanca.
Juan Mª Laboa, profesor de Historia de la Iglesia en la Universidad Pontificia Comillas
de Madrid y Joaquín Luis Ortega, periodista, a raíz de unas Jornadas sobre «Pablo VI y
España», celebradas en Madrid, da Tarancón su versión de los hechos. Acerca de la
posible división de la Compañía en España, dice:
«Había una presión muy fuerte [sobre Pablo VI] en Roma por parte de un grupo de jesuitas –avalados por unos
cuantos obispos y algunos dirigentes de la Conferencia Episcopal Española–, para que se dividiese la
Compañía de Jesús. Una presión fuerte, por lo que se ve. Yo no sabía nada. La primera noticia me llega por
una carta de Villot, diciéndome que informara sin más sobre eso a la Santa Sede[14]. Después del informe me
llaman de Roma. Y es cuando hablo con Villot, con la Secretaría de Estado y con el papa. Pablo VI tenía cierto
recelo con la Compañía de Jesús. La apreciaba mucho, pero creía que en algunas cosas no estaba (sic). Y lo
demostró después en algunas intervenciones que tuvo. Él vio esa solución que le presentaban; y que le
presentaban algunos dirigentes de la Conferencia Episcopal Española. Con mucha fuerza. No quiero dar
nombres. Había un grupo, quizás, quizás, de casi un centenar de jesuitas españoles que estaban haciendo la
campaña. Es la primera vez que tengo yo una conversación diríamos directa con Pablo VI. […] Se veía claro
que Pablo VI no quería la división porque creía que era peor. Pero se veía muy presionado. Y como veremos
después en alguna otra cosa […] las presiones lo doblegaron. […] Y entonces es cuando yo defiendo con
mucha insistencia la no división de la Compañía de Jesús. Y, claro, la fuerza con que yo lo defendía hizo mella

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a Pablo VI. Entonces me dice […]: “Y usted cree que …?”. Digo: sí. Efectivamente, hay en España, ahora, un
grupo de jesuitas que están desbaratados. Es verdad. Como hay también otro grupo de jesuitas que no aceptan
el Concilio, por mucho que digan. También es verdad. Sin embargo, lo peor que se puede hacer es romper la
unidad de la Compañía. Yo le dije: fíjese, santidad, que los jesuitas, que son muy buenas personas, son
también listos y saben, en los momentos culminantes, dar el paso, decidir a tiempo. Yo le dije más: son pillos.
[…] Y, efectivamente, yo no sé si como consecuencia de esa conversación, lo cierto es que entonces se toma la
solución de no dividir la Compañía de Jesús»[15].

Las declaraciones del cardenal[16] aclaran mucho las cosas y dan respuesta a algunas
de las preguntas que formularé un poco más abajo.
Visité también a Mons. Ramón Echarren, obispo auxiliar de Madrid, en el Palacio de
la Santa Cruzada, Plaza del Conde de Barajas, Madrid. Hombre todavía joven, muy
efusivo y encariñado con la Compañía. Habló principalmente él, muy disconforme con la
actuación de don Casimiro y totalmente opuesto a la propuesta sometida a votación de
los obispos. Según él, había que resistir y hacer todo lo posible por neutralizarla, y él
estaba decididamente en esa línea y dispuesto a ayudar.
De las tres entrevistas creí poder deducir que, además de otros posibles, teníamos tres
buenos y fieles amigos, dos de ellos con clara posibilidad de influir a nuestro favor, si
fuera el caso, y que algo no había ido bien en la actuación de don Casimiro Morcillo.
Por mi parte, no contacté con más obispos. No recuerdo si otros provinciales lo
hicieron. Ciertamente el número de los que apoyaban la creación de la provincia propia
era considerable; más de dos tercios del episcopado español. ¿Hasta qué punto eran
conscientes de la complejidad del asunto y de sus implicaciones no solo para la
Compañía de España, sino para toda la Iglesia española, y aun para la Iglesia entera? Si
Mons. Morcillo no lo era, como habíamos comprobado, no era de esperar que otros de
los que votaron a favor de aquella lo fueran. La mayoría de ellos en aquel momento
procedían todavía de la época anterior al Concilio, y era bien conocido el papel tan pobre
que, en conjunto, habían jugado en él. Pero el número de los que habían votado a favor
de la tal provincia era muy elevado, y su parecer podía tener mucho peso en Roma.
Había, por tanto, que buscar apoyos que lo contrapesaran.
A falta de conocimiento de las actas de la Asamblea Plenaria de la Conferencia
Episcopal Española, no es posible establecer con seguridad qué encargo preciso le habría
dado el papa, si le hubiera dado alguno[17], y cómo lo había trasmitido él a dicha
Asamblea. Un hecho, sin embargo, es cierto, a saber, que el término «provincia
autónoma» o «provincia propia» aparecía por primera vez en este momento, en cuanto
conocíamos los superiores mayores de la Compañía de España, incluido el padre general
y su asistente regional. En la demanda de los jesuitas que se habían reunido en el
convento de las religiosas Reparadoras de Chamartín de la Rosa (Madrid) el 9 de febrero
del año 1969, estos habían pedido poder formar comunidades homogéneas, con superior
no dependiente del provincial respectivo, de compañeros que desearan vivir el estilo de
vida tradicional de la Compañía y desarrollar las formas de apostolado también
tradicionales, pudiendo –según explicaban– contar con noviciado propio y casas de
formación también propias, pero sin llegar a mencionar expressis verbis la categoría de
«provincia». Claro es que de una cosa a otra solo había un paso, y alguien (¿quién?)

61
podría haberlo dado.
Cuanto estaba sucediendo en la vida de la orden en España, la incomodidad y el
malhumor de tantos padres graves, no daba la impresión de estar siendo evaluado, por el
momento, con suficiente gravedad como para alarmar a su cúspide; se trataría de una
falta de unión de ánimos ya conocida. Esta desatención fue leída por los de la «vera
Compañía» como desconsideración, y, por un lado, contribuyó, a la radicalización de las
posturas, retrasando, por otro, la adopción de las medidas adecuadas.
En el Vaticano, por el contrario, la preocupación del santo padre era muy grande, y la
situación era juzgada tan grave como para proponer al padre Arrupe la institución de una
«Comisión especial que examine la situación de la Compañía en España». La propuesta
fue evaluada por el general y sus asistentes generales decididamente, tanto que el 13 de
marzo 1970 el padre Arrupe escribía al Secretario de Estado:
«No es cuestión de prestigio lo que me mueve a manifestarle mi pensamiento contrario a la Comisión, sino las
graves dificultades que habría de causar hoy su institución. Es claro, de hecho, que si la Comisión quiere hacer
un trabajo serio no lo puede realizar en pocos días, ni en pocas semanas y, por consiguiente, el gobierno de la
Compañía resultará prácticamente paralizado en un periodo particularmente difícil y delicado».

Arrupe recuerda a Villot que de allí a poco se tendrían las congregaciones


provinciales para preparar la Congregación de Procuradores, y que serían estas el lugar
adecuado para buscar solución a los problemas de la orden. La institución de una
Comisión pontificia acabaría inevitablemente interfiriendo en los trabajos de las
congregaciones «causando tensiones y oposiciones en España, que llevarían a un grave
shock en toda la Compañía, haciendo aún más difícil el gobierno de la orden en este
momento ya tan agitado»[18].

4. Estreno como provincial de España


Todo estaba ya a punto para poner en funcionamiento el cargo del provincial de España
(nombramiento, estatuto aprobado, carta del padre general a los jesuitas de España), y las
circunstancias descritas, aunque aparentemente no conocidas por el público en general,
no permitían demorarlo más: así que me fue leída la patente el día 20 de enero de 1970,
según el ritual tradicional, en la comunidad de Areneros, donde, de acuerdo con su
superior, P. José Mª Díaz Moreno y del provincial de Toledo, P. Luis Manuel Sanz
Criado, me había instalado, con el P. Manuel Suárez del Villar, como Socio.
Pasé los primeros días siguientes atento a lo que pudiera suceder, pero sin dar
especiales muestras al exterior. Convoqué a los provinciales para comunicarles todo lo
que había ido sabiendo y poner en común lo que ellos supieran, comentarlo entre
nosotros y diseñar alguna estrategia compartida. Acordamos, entre otras cosas, que yo
redactaría una relación de los hechos, tal como los conocíamos, para tener una versión
común, reservada, sobre ellos, a fin de poder responder «a una sola voz» a cualquier
emergencia posible. Por supuesto, acordamos también mantenernos mutuamente
informados de todo lo que fuéramos conociendo cada uno. En mi relación escrita,
reservada para los provinciales, sobre los acontecimientos que estábamos viviendo, yo

62
introduje deliberadamente la intervención de don Casimiro con los obispos, sin
mencionar expresamente –porque no tenía seguridad de ello y así se lo había dicho de
palabra a los provinciales– que este la había hecho por encargo del papa. A los muy
pocos días de haber enviado yo esa relación a los provinciales, recibí una carta de don
Casimiro, irritadísimo por el modo como yo había referido «a los jesuitas» su
intervención en la Plenaria de la Conferencia Episcopal y exigiéndome que cuanto antes
la rectificara públicamente de acuerdo con la versión que él daba. Yo le contesté que no
había hecho ninguna comunicación pública «a los jesuitas» sobre el asunto y que, por
tanto, nada tenía que rectificar públicamente y, por ello, no lo iba a hacer. No recuerdo
que don Casimiro volviera sobre el asunto, al menos, conmigo. Quizá por este motivo (o
con esta ocasión) escribió él una carta al padre Arrupe, cuya existencia he conocido
solamente mucho tiempo después por el artículo «La crisis del cambio» de G. La
Bella[19], ratificándose en su juicio fuertemente negativo sobre el estado de la
Compañía en España y en la necesidad de poner en práctica el remedio de la «provincia
propia», por él compartido con el papa, «por muy doloroso que ello fuera»[20].

5. Nota a la prensa de Madrid


Pasaban los días del mes de enero sin especiales novedades conocidas, pero con la
inquietud correspondiente; algún rumor leve en nuestra gente, alguna preocupada
confidencia de quien estaba más o menos enterado de las cosas…, algunos otros que
querían saber más… Hasta que, a primeros de febrero, José Luis Martín Descalzo,
sacerdote, sagaz director, siempre bien informado, del semanario de información eclesial
Vida Nueva, ya entonces muy difundido y leído, incluyó en su crónica semanal un
párrafo sibilino que prenunciaba grandes nubarrones sobre los jesuitas españoles.
Naturalmente, ello me produjo el sobresalto consiguiente (aunque, curiosamente, nadie
de los nuestros me lo mencionó: o no habían leído la revista, o no habían sospechado de
qué se trataba, o no quisieron meterse en el asunto). Reflexioné si yo debería hacer algo,
y qué. Me inclinaba a adelantarme publicando algo, y no esperar a que la noticia saliera
al público desde otra fuente. Consulté al P. José A. de Sobrino, antiguo provincial de la
Bética y experto en el campo de la comunicación, que residía en Madrid, en la Casa de
Escritores. Y, examinadas las cosas, nos pareció que podía ser conveniente sacar una
«nota de prensa» que diera la versión de los hechos que a nosotros nos interesaba dar, sin
faltar a la verdad ni concretar demasiado, y sirviera para diluir los rumores y prevenir
noticias perjudiciales. Y así, sin informar a Roma ni consultar a los otros provinciales
(cosas ambas que debía haber hecho), por medio de la oficina de relaciones públicas del
ICAI, envié a los periódicos de Madrid, el primer sábado de febrero, al atardecer, para su
publicación en la prensa del domingo, una «Nota del provincial de España de la
Compañía de Jesús», redactada, poco más o menos, en estos términos: «Circulan en
estos días por diversos ámbitos rumores sobre la posible constitución en España de una
provincia de la Compañía de Jesús, autónoma y dependiente directamente del superior
general, a través de un provincial propio, para aquellos miembros de la misma que

63
desearan continuar viviendo según la disciplina religiosa tradicional y ejercer el
apostolado en formas igualmente tradicionales. En relación con ello, el provincial de
España de la Compañía de Jesús comunica que tal iniciativa, en el caso de que exista, no
es promovida ni sustentada por las legítimas autoridades internas de aquella»[21]. No
tuve ecos especiales de los efectos de la nota (quizá por estar limitada a los periódicos de
Madrid, todos los cuales la publicaron). Pero el ambiente interno se iba cargando de
inquietud. Se hacía necesario que los provinciales tomáramos posición ante los
acontecimientos que se estaban produciendo.

6. Importante reunión de los provinciales


Con este fin convoqué una reunión de los provinciales para los días 17 y 18 de marzo en
nuestro Colegio de San Ignacio en Alcalá de Henares. Empezamos poniendo en común
pormenorizadamente la información que cada uno podíamos proporcionar. Según el
clásico método de «ver- juzgar-actuar», pasamos luego a valorarla en sus diversos
aspectos. En este punto, todos coincidimos en apreciar los gravísimos inconvenientes
que tendría la creación de la provincia autónoma, tal como se proponía. Sería una
división completa y prácticamente insanable de la Compañía, aunque solo fuera en
España, y produciría un parón, también muy difícilmente sanable, en el proceso en
marcha de su renovación acomodada, que estábamos tratando de llevar adelante «contra
viento y marea», del mejor modo posible[22]. Sería además interpretada justamente
como una descalificación palmaria de su gobierno de las provincias de España y aun de
su gobierno general. Una vez creado el modelo de «provincia autónoma», ¿hasta dónde
se podría llegar en su aplicación? ¿Se dejaría a la elección de cada miembro de la
Compañía «incardinarse» libremente en una provincia u otra? ¿Cómo se relacionarían
las provincias de un género y otro, y sus componentes? ¿En qué quedaría la unión de la
Compañía, sin la cual está «ni conservarse puede ni regirse, ni por consiguiente
conseguir el fin que pretende a mayor gloria divina, sin estar entre sí y con su cabeza
unidos los miembros de ella», según nos formuló lapidariamente san Ignacio (Const.
[655])? ¿Qué efectos podría tener este paso en otros institutos religiosos y aun en la
Iglesia entera, según reflexionaba, a nuestro juicio acertadamente, el cardenal Tarancón?
Nos parecía, en definitiva, que estábamos ante una iniciativa sumamente perjudicial,
que, a toda costa, había que tratar de impedir. Pero ¿cómo? A la hora de «actuar», ¿qué
hacer de parte nuestra? Si nos hubiéramos encontrado en el momento presente, muy
probablemente habríamos hecho un serísimo «discernimiento en común» en su debida
forma; pero en aquel momento no estaba todavía en uso en la Compañía este
procedimiento, que fue impulsado oficialmente por primera vez por el padre Arrupe en
su carta a toda la Compañía, de 25 de diciembre de 1971, «Sobre el discernimiento
espiritual comunitario»[23]. Sin embargo, creo que, aunque un poco por instinto en lo
referente a las formalidades del método, en realidad sí lo hicimos, ya que tratamos de
buscar sinceramente lo que Dios quería de nosotros en aquel momento. No estaba en
cuestión el seguir poniendo de nuestra parte lo mejor de cada uno para continuar

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llevando a la Compañía por el camino diseñado por la CG 31, refrendado más de una vez
por su santidad Pablo VI e ilustrado continuamente por nuestro padre general Pedro
Arrupe; esto se daba por supuesto, y quedaba fuera de la deliberación. Se trataba, más en
concreto, de definir qué deberíamos hacer ante la perspectiva del proyecto de posible
(¿probable?) creación de la «provincia autónoma». Deliberamos, oramos,
intercambiamos, y llegamos pacíficamente a la decisión, unánimemente compartida, de
poner nuestros cargos a disposición del padre general, por sentirnos públicamente
desautorizados para seguir gobernando nuestras provincias y para que, en cuanto
dependía de nosotros, él pudiera actuar libremente como mejor le pareciera en el Señor.
Para hacer además un gesto fuerte, capaz de paralizar el proceso en curso, decidimos
enviar al papa copia de nuestra carta al padre general. Y así lo hicimos efectivamente,
comprometiéndonos a mantener en secreto nuestras actuaciones, para no alarmar a
nuestra gente. La situación era gravísima, ya que se estaba (o se había estado) tratando
de dividir la Compañía, a petición de un cierto número de miembros en combinación con
algunos obispos españoles afines. Nunca en nuestra historia había sucedido cosa
semejante: lo más parecido había sido el movimiento, frustrado, de los memorialistas de
fines del siglo XVI y comienzos del XVII[24].

7. Llamada urgente a Roma


Al anochecer del Viernes Santo (27 de marzo), recibí una llamada telefónica del padre
Víctor Blajot, en la que me comunicó que el padre Arrupe me pedía que viajara a Roma
lo antes posible. Me describió a grandes rasgos la situación que se estaba viviendo allí y
me dijo que, ante la inminencia de la celebración de las Congregaciones Provinciales en
España (empezarían el 30 y 31 de marzo), había que actuar con gran rapidez. Viajé al día
siguiente, Sábado Santo, por la mañana. El padre Arrupe había vuelto ya de Villa
Cavalletti (Grottaferrata), donde había pasado los días anteriores en retiro. Por la tarde
me recibió, y me refirió cuanto había sucedido allí una semana antes. Ante el cariz que
iban tomando los acontecimientos en España, había pedido audiencia al santo padre para
saber directamente de él lo que podría estar proyectando para la Compañía y recibir sus
orientaciones y consejos, que acogería con la mayor veneración y obediencia para
cumplirlos fielmente. La audiencia, según me manifestó, le fue concedida «sin tardanza
alguna» para el día 21 por la mañana. Me dijo que tenía preparada una carta a los jesuitas
de España, en la que daba cuenta del intercambio que había tenido con el papa («largo y
cordial fue mi coloquio con el papa») y de cuanto este le había dicho. Había preparado
también otra carta para los provinciales españoles, en respuesta a la que le habíamos
enviado poniendo nuestros cargos a su disposición. Me pidió que leyera atentamente las
dos cartas y le dijera si consideraba que habría que cambiar, añadir o suprimir algo en
ellas. Quería que ambas llegaran a los provinciales lo antes posible, antes de que se
concluyeran las Congregaciones Provinciales de la semana siguiente, de modo que
pudieran comunicar en ellas la que daba cuenta de la audiencia con el papa. Me pareció
ver al padre Arrupe inmerso en la situación y preocupado por ella, pero manteniendo la

65
serenidad como siempre y sin muestra alguna de amargura, aunque dolido especialmente
por la deslealtad de algunos jesuitas y por los daños que pudieran producirse a la unión
de los ánimos en la Compañía. Alguien muy cercano a él[25] me confió después que
estaba muy afectado y sufriendo mucho. A pesar de ello, comunicaba como siempre una
visión esperanzada de las cosas, alimentada por su fe (la fe de Abrahán, a que se había
referido en otros momentos) y su capacidad de alentarnos a los demás en nuestras
tribulaciones. Conferí también ampliamente sobre todos estos asuntos e implicaciones
con el P. Blajot. Y quedamos en que, después del proyectado viaje del padre general a
España, en la segunda quincena del mes de junio, tendríamos una nueva reunión de los
provinciales en Roma, para sacar las consecuencias de este y programar nuestro trabajo
posterior. El lunes siguiente, día 30, por la mañana, me volví a Madrid, con una visión
más clara y completa de las cosas y con las misivas que se me habían confiado.

8. Cartas del padre general y retoques del cardenal Villot


Aunque sea un tanto larga, transcribo aquí la carta del padre general a los jesuitas de las
provincias de España[26]:
«Queridos padres y hermanos: Pax Christi,
Hace ya algún tiempo se viene manifestando una diversidad en la Compañía de España respecto al modo
como se ha de vivir el espíritu ignaciano y las Constituciones tanto en el aspecto religioso y espiritual como en
el programa de vida y de acción al servicio de la Iglesia.
Hasta se ha llegado a concebir la posibilidad de que fuera permitida la creación de algunas casas o
provincias en las que, bajo la dirección y autoridad del padre general, se pudiera realizar un género de vida
juzgado por algunos más conforme a la naturaleza y a la tradición de nuestra vocación: así se me insinuó en
escrito privado y así se ha manifestado también a la Santa Sede.
Recientemente supe que a la Conferencia Episcopal española fue pedido parecer sobre dicho plan; y al
llegar esta noticia al dominio público, no ha sido de extrañar que aun la misma prensa se hiciera eco de ella,
interpretándola, como suele suceder, en los más diversos sentidos.
Viendo todo esto y la natural preocupación no solo de los provinciales sino también de otros muchos
jesuitas de España ante tal estado de cosas, creí que era mi deber dirigirme directamente al santo padre para
conocer mejor su pensamiento y poder después actuar conforme a su deseo y voluntad.
Pedí, pues, audiencia con el santo padre que, con gran bondad de su parte, me fue concedida sin tardanza
alguna, de modo que habiéndola suplicado la víspera de mi viaje a Atenas. que duró poco más de un día, a mi
regreso a Roma en la tarde del 20 de marzo, encontré ya la entrevista señalada para la mañana siguiente.
Largo y cordial fue mi coloquio con el papa.
Le expuse mi seria preocupación por el desenvolvimiento que este problema venía teniendo en España y
las inevitables repercusiones que habrían de darse también en otros países, así como mi verdadero deseo de
conocer en esto el pensamiento concreto de su santidad y de oír directamente sus observaciones sobre el estado
actual de la Compañía.
Trataré de reflejar con la mayor exactitud posible lo que el santo padre ha querido manifestarme:
Me renovó la gran estima que tiene de nuestra Compañía, cuyos servicios a la Iglesia le son de gran ayuda
y aliento, el afecto constante que profesa a nuestra orden y las grandes esperanzas que abriga con respecto a la
Compañía, de modo especial en España, en base a la tradición, al número y a la posición que ocupa dentro de
la Iglesia española.
Insistió el papa en subrayar el considerable influjo que la Compañía ha ejercido y ejerce en el seno de la
Iglesia (clero, religiosos, fieles) y la grave responsabilidad que dicho influjo implica.
No me ocultó al mismo tiempo el santo padre la impresión y preocupación que le vienen causando las
noticias, informaciones, cartas, etc., que acerca de la Compañía le han hecho llegar diversas personas, entre
ellas algunos miembros de la misma Compañía. Por todo lo cual se quiso hacer una consulta privada, que

66
habría de ser mantenida en reserva, para conocer algunas opiniones autorizadas acerca de la posible creación
de un régimen especial de comunidad y vida religiosa en la Compañía de España.
Me dijo el santo padre que no pensaba sustituirse al gobierno de la Compañía, sino que confiaba a dicho
gobierno (padre general, curia generalicia, provinciales) el buscar los caminos y remedios más eficaces para
orientar y corregir lo que fuese necesario en los momentos presentes. Recomendaba, sí, a la Compañía el poner
especial acento en consolidar las bases fundamentales de la vida religiosa: la obediencia, la pobreza, la piedad
y prácticas ascéticas, en especial la oración y los ejercicios espirituales, así como el verdadero espíritu de la
disciplina religiosa y de la vida comunitaria ordenada. La Compañía debía además mantenerse siempre fiel al
vicario de Cristo y al magisterio de la Iglesia, procurando por todos los medios a su alcance seguir la tradición
que le ha recabado siempre la confianza de la jerarquía, del clero y del pueblo fiel.
Tocaba a los superiores lograr que esta fidelidad fuera mantenida en todas las actividades y de un modo
especial en las publicaciones de la Compañía. No dudaba el papa de que así lo harían.
El sumo pontífice deseaba, en fin, que todos, en espíritu de unidad, trataran de conformarse con las
medidas que adoptaran los superiores y, se esforzaran, aun con positivo sacrificio personal, por seguir sus
directivas, que debían estar basadas en el espíritu de san Ignacio y en su legítima interpretación, realizada por
la CG 31. Separaciones o divisiones como las propuestas, me decía el santo padre, no son una verdadera
solución; y sí en cambio lo será este trabajar unidos por ser fieles a la esencia y al espíritu de la Compañía.
Por mi parte expresé al santo padre lo obligado que me sentía a secundar sus deseos, no solamente por
conocer su voluntad concreta, sino también por descubrir a través de sus palabras y de su acento una paternal
solicitud para con la Compañía y una gran confianza en ella y en sus superiores.
Le prometí que todos, superiores, comunidades e individuos, estudiaríamos estos puntos, analizándolos
delante de Dios con todo cuidado, y nos esforzaríamos eficazmente por no defraudar sus esperanzas. Le
recordé cómo este es un momento muy propicio y oportuno, ya que están a punto de celebrarse las
Congregaciones Provinciales de España, en las cuales se ofrece ocasión para mejor conocer el estado de las
provincias, y que acaba de inaugurarse en España una nueva estructura de gobierno, que puede favorecer tanto
una acción conjunta, uniforme y eficaz.
Así terminó mi entrevista con su santidad.
Nos encontramos, por tanto, padres y hermanos de España, en un momento muy propicio para demostrar a
su santidad nuestro filial e incondicional deseo de servicio a la Iglesia. Van a comenzar las Congregaciones
Provinciales. Los que toman parte en ellas procuren, con espíritu sobrenatural, con un discernimiento ignaciano
y en la mayor unión y caridad ayudar al padre general en esta reflexión señalando también en lo posible los
mejores medios para realizar de modo eficaz esta labor de renovación espiritual y de apostólica adaptación que
tanto el Concilio como la Compañía nos piden.
Y todo el resto de la Compañía española, siguiendo ese mismo espíritu, piense seriamente cómo puede
contribuir a esta renovación y adaptación que el sumo pontífice instantemente nos pide.
Supuesto que a todos nos mueve el mismo espíritu de unidad, «ut omnes unum sint», él nos ha de conducir
a aquella mutua unión que san Ignacio considera necesaria a la Compañía y sin la cual no puede ella existir ni
ser gobernada.
El mismo sumo pontífice nos exhortaba hace poco al amor personal de Cristo. Ese amor a la persona de
Cristo será el origen de nuestra mutua caridad, el lazo de unión entre todos.
Por nuestra parte, la fidelidad de todos a una misma vocación, a unas mismas Constituciones, a una misma
renovación acomodada de ellas en la CG 31, la obediencia a unos mismos superiores, serán fundamento
indispensable y firme para lograr esa unión, como lo son también las virtudes humanas básicas, que la
Compañía ha integrado a su espíritu: la sinceridad, la claridad mutua y con los superiores, etc.
Termino con las palabras que la Iglesia ha puesto estos días en nuestros labios: «Tua nos misericordia,
Deus, et ab omni subreptione vetustatis expurget et capaces sanctae novitatis efficiat»[27].
Me encomiendo en los ss. SS. y oo. de todos.
Roma, 27 de marzo de 1970
Afectísimo de todos en Cristo
Pedro Arrupe
Praep. Gen. Soc. lesu»

Las preocupaciones que subyacen en esta carta son tres. En primer lugar, Arrupe

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refiere su intento de hacer comprender al papa que está haciendo todo lo posible para
gobernar la situación y para llegar a recomponer el conflicto, de la manera menos
dolorosa y menos perturbadora. En segundo lugar, quiere asegurar a los jesuitas
españoles que las contestaciones del grupo de la «vera Compañía» no interrumpirán ni
pondrán en discusión su renovación espiritual y su adaptación apostólica, decididas por
el Concilio y acogidas por la CG 31. En tercer lugar, hacer comprender al grupo de la
«vera» que el papa confía en el gobierno de la orden y en su capacidad parta dar una
solución a los problemas.
Pero las cosas no se veían tan inocentemente en el Vaticano. Justo la víspera de la
fecha que lleva la carta de Arrupe a los jesuitas de España, cinco días después de su
entrevista con el papa, recibía él una carta del cardenal Villot, Secretario de Estado, en la
que este le recordaba que la atención de la Santa Sede sobre la situación de la Compañía
en España había sido solicitada muchas veces por indicaciones provenientes de diversas
fuentes «independientes, desinteresadas y autorizadas, entre las cuales hay tantos
venerados padres jesuitas, reclamaciones que no se podían dejar pasar sin más. La
opinión del episcopado español, cuya manifestación debía haberse mantenido en
respetuosa reserva, había sido tenida en cuenta por la Santa Sede como un nuevo
elemento de juicio, altamente autorizado y responsable». Las acusaciones (que llegan)
son graves. Según las noticias provenientes de España, se ha difundido entre los jesuitas
«la decadencia de la disciplina […], del sentido de la obediencia religiosa, de la práctica
de la pobreza, de los ejercicios de piedad y de ascética, (apareciendo) una menor rectitud
en la doctrina, como lo manifiestan la confusión de opiniones y el apoyo otorgado a tesis
no conformes con el magisterio cualificado de la Iglesia…»[28]. Al fin de esta «sencilla
exposición de las intenciones de la Santa Sede», Villot invitaba «con cortés solicitud al
prepósito general a disponer las providencias oportunas en relación con los
inconvenientes advertidos y, sobre todo, a informar con regularidad al sumo pontífice de
cuanto vaya haciendo». Esta información es necesaria al Vaticano para poder defender a
la Compañía «de acusaciones infundadas y de exageraciones unilaterales». La carta
terminaba recordando que, de parte de la Santa Sede, no se puede negar el derecho de
dirigirse a ella a cuantos creen en conciencia deber hacerlo. «Ellos, continuaba el
cardenal, no deberán sufrir molestias, puesto que el recurso a la Santa Sede es un
derecho inalienable de todo católico».
¿Quedaba algo por decir? Si el padre Arrupe pudo sentir algún alivio gracias al
encuentro con el papa, es perfectamente comprensible que ahora se sintiera «afectado y
estuviera sufriendo mucho», como antes he referido. Personalmente puedo adelantar aquí
y explicaré más tarde en este relato, que, por lo que he ido conociendo después, la
correspondencia epistolar proveniente de la cumbre de la Santa Sede al padre Arrupe se
fue haciendo, a partir de este momento, más y más exigente, sometiéndole a un severo
marcaje, clara muestra de disminución de la confianza en él, que parecía haber existido
hasta poco tiempo antes, y del juicio fuertemente negativo sobre la situación de la
Compañía en España, que en ella se había instalado[29]. También, a partir de esta carta,
comprendimos todos mucho mejor la hondura del gesto y las palabras que Pablo VI nos

68
había dirigido al P. Carlos Palmés y a mí, al final de la audiencia general del 5 de
noviembre de 1969 en San Pedro: «Curate la vostra Compagnia». El papa podía tener
una gran estima y afecto a la Compañía, pero el terreno de esta en torno a él estaba muy
minado.
También el provincial de España recibió una carta de Villot, de la misma fecha, en
respuesta a la que los provinciales habíamos enviado al papa, comunicándole que
habíamos puesto nuestros cargos a disposición del padre general. Decía simplemente que
la Santa Sede no había madurado todavía un juicio propio definitivo sobre la petición de
formar comunidades especiales, formulada por algunos padres. Es decir, que el asunto
seguía abierto.
Además de la carta a todos los jesuitas de España, antes transcrita y comentada,
Arrupe escribió también a los provinciales españoles, respondiendo a la carta en que
ponían los cargos a su disposición. Era una carta muy cariñosa y alentadora. Les
confirmaba su plena confianza y los alentaba a seguir prestando generosamente su
servicio de gobierno a las provincias (3000 almas a las que acompañan), conforme a las
orientaciones y deseos expresados por el papa. Podía estar muy afectado y sufriendo
mucho, pero no lo dejaba traslucir y conservaba la capacidad de contagiar aliento y
entusiasmo a los demás.
A mi llegada a Madrid, envié lo más rápidamente que pude a los provinciales las
cartas del padre general, de modo que pudieran comunicarlas en las Congregaciones
Provinciales, como lo hicieron. Pero, cuál no sería mi sorpresa, cuando, al día siguiente
o, a lo más, dos días después, apareció en la prensa un despacho de la agencia Logos (del
diario YA), dando cuenta exacta, aunque resumida, de su contenido. Quedé totalmente
desconcertado. ¿Cómo era posible que en tan corto espacio de tiempo hubieran llegado a
la agencia las cartas? (o el resumen exacto de su contenido). Llamé por teléfono a su
director, Venancio Agudo, que había sido jesuita (y del que nos había comentado el P.
Sanz Criado, provincial de Toledo, que era persona de confianza). Le pregunte
ingenuamente cómo había tenido noticia de ellas. Me respondió, obviamente, que eso era
un secreto profesional del periodista. «Pero», le repliqué, «se trata de documentos
privados, que no pueden ser publicados sin el consentimiento de su autor». No obtuve
respuesta. ¿Sería temerario sospechar que la comunicación podría haberle llegado de
alguien de nuestra curia general, o, incluso, de la curia vaticana? Desgraciadamente, todo
era posible en la situación en que nos encontrábamos; y, por otro cauce, habría sido
bastante difícil. La confianza se resquebrajaba…

[1] Traducción: «Cuidad de vuestra Compañía. La Compañía de Jesús es la columna que sostiene a la
Iglesia. Si esa columna tiembla, todo el edificio tiembla. ¡Cuidad de vuestra Compañía!».
[2] Véase, por ejemplo, el postulado del P. J. A. de Aldama, enviado, por medio del P. Louis Rénard
(elector de la provincia de Bélgica Meridional, que residía en la curia) al P. Abellán, como secretario de la
Congregación, el día 26 de junio de 1966:
«Hay muchos hombres egregios en la Compañía, no solo padres que soportan el peso y el bochorno del día,
sino también óptimos hermanos coadjutores amantes de la Compañía, más aún, también algunos jóvenes nuestros,

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que están vehementemente preocupados por la actual vida espiritual y disciplina religiosa, y, a la vez, tienen gran
desconfianza de nuestra Congregación General, de la que escasamente esperan alguna solución en este punto. Por
ello, para satisfacer convenientemente de parte nuestra su legítima ansiedad, se pide a la Congregaciñon General:
1.º, que la Comisión para los detrimentos prepare una cuidadosa y sincera información sobre el verdadero
estado espiritul de la Compañía, usando también las relaciones ordinarias de las provincias y consultando a los
padres más graves en ellas;
2.º, que esta informacion se comunique de palabra o por escrito a todos los electores al comienzo de la
segunda sesión de la Congregación;
3.º, que la Congregación General, buscando la verdadera renovación de la Compañía según la voluntad del
Concilio Vaticano II, trate seria y sinceramente estos problemas de mayor importancia y se esfuerce en ponerles
remedios eficaces, de acuerdo con su gravedad» (traducción del autor del texto latino en su poder).
[3] Cf. U. VALERO, «El Padre Pedro Arrupe, portavoz», op cit.
[4] Firman el documento-carta: Sebastián Bartina, SJ (Tarraconense); Jacinto Ayerra, SJ (Loyola); Jesús
Solano, SJ (Castilla); Nicolás Puyada, SJ (Argentina); Jaime Piulachs, SJ (Tarraconense); Ortoneda, SJ
(Boliviana); Antonio Restrepo, SJ (Colombia Occidental); Martín Prieto, SJ (Bética); Manuel Marina, SJ.
(Aragón); Monteiro da Costa, SJ (Brasil Septentrional); Juan Esteban, SJ (Castilla); Álvaro Echarri, SJ
(Centroamérica); Manuel Soto, SJ (León); Luis Arizmendi, SJ (Venezuela); Fernando Novoa, SJ (Antillense);
Francisco Brandariz, SJ (Legionense); Antonio Upegui, SJ (¿Lambia?); S. Sánchez Céspedes, SJ (León);
Clemente Espinosa, SJ (Loyola); Abranches, SJ (Portugal); Alfonso Oña, SJ (Castilla); Lino Carrera, SJ (Gotano-
Minense); Marcos Pizzariello, SJ (Argentina); Ricardo Viejo, SJ (Antillense); David F. Nogueras, SJ
(Legionense); M. Martínez Bres, SJ (Aragón); Ignacio Fz. De Pinedo (Centroamérica); Francisco Javier Fesser, SJ
(Toledo); Gregorio Sánchez Céspedes, SJ (León); Santiago Serrano, SJ (Castilla); Víctor Serrano, SJ (Castilla);
Joâo Gonçalves, SJ (Portugal).
[5] Describe bien este episodio G. LA BELLA en «La crisis del cambio», op. cit., 883s.
[6] Curiosamente, pocos días antes de esta reunión, el P. Luis González dirigía una carta a la provincia,
fechada a 8 de febrero de 1969, en la que, entre otros asuntos trataba de las «Reuniones de jesuitas», que, desde
hacía algún tiempo tenían lugar en la provincia. Alabándolas, en principio advertía: «No podemos desconocer
tampoco los peligros que pueden encerrar estas reuniones si solo sirvieran para endurecer posiciones irreductibles
o si se convirtieran, de un modo más o menos consciente, en grupos de presión». Y más adelante añadía: «Una
cosa creo indispensable recomendaros: que estas reuniones nos ayuden a descubrir dócil y humildemente la
verdad; que estas reuniones nos dispongan y nos entrenen para el diálogo entre generaciones y con hombres de
mentalidades diversas; que, lejos de suplir estas reuniones el diálogo con los superiores contribuyan a hacerlo más
sincero y más leal a fin de cooperar todos juntos a la deseada renovación y adaptación de la Compañía»
(Información S.J., enero-marzo 1969, Suplemento de la Provincia de Toledo, I-III). Sabias consideraciones y
recomendaciones del P. Luis González.
[7] Pablo VI y España, op. cit., 628.
[8] Ibid.
[9] Encuesta sociológica sobre la situación y recursos de la Compañía para responder a las necesidades y
demandas del mundo y de la Iglesia, lanzada por el P. Arrupe ya a fines de 1965, que ocupó durante tres años a un
grupo de sociólogos jesuitas de nuestras provincias, generando un conjunto documental importante sobre la
materia, que tuvo después un aprovechamiento solo relativo.
[10] Sobre ella, ver «Reunión nacional sobre el Survey español», en Información S.J., n.º ٥, Año II, enero-
febrero ٢٥-١٦ ,١٩٧٠.
[11] V. CÁRCEL ORTÍ, op. cit., 630s., precisa más: 38 obispos, favorables a la separación, 9 favorables «iuxta
modum»; 7 abstenciones; y 23 fueron contrarios. Y añade: «Pero todos ellos admitieron unánimemente que la
Compañía atravesaba una crisis muy grave».
[12] Ya entonces tenía como brazo derecho suyo al P. José Mª Martín Patino, director del Secretariado
Nacional de Liturgia, del que el cardenal era presidente. Eran tiempos de la introducción de la reforma conciliar de
la liturgia en España.
[13] Op cit., 629s.
[14] Según refiere V. CÁRCEL ORTÍ (ibid.), el informe le fue pedido a Tarancón el 29 de mayo de 1969, y él
lo envió el 16 de junio siguiente. En él desarrollaba los puntos siguientes: 1.º El problema que presentaba la
Compañía de Jesús no era un problema específico de los jesuitas. Órdenes y congregaciones religiosas, así como
el clero secular, tenían fundamentalmente los mismos problemas. 2.º La Compañía de Jesús había mantenido en
España hasta entonces una unidad interna, compacta y rígida. Los extremismos comenzaron a producirse con
mayor facilidad y virulencia por contraste con aquella unidad. 3.º La Compañía gozaba de un prestigio

70
extraordinario; era como el símbolo de la unidad doctrinal y ascética. Las divergencias que empezaron a notarse
entre los grupos y las posturas exageradas de algunos jesuitas produjeron un escándalo mayor en el pueblo y
desconcertaron a no pocos sacerdotes y religiosos. […] La mayor parte de los jesuitas aceptaba de buen ánimo la
renovación conciliar. Era verdad que, al menos a juzgar por las apariencias, no se actuaba o no era eficaz la
censura de la orden. Así como era verdad que los superiores preferían el diálogo y la persuasión en lugar de las
condenas, para evitar excesos. 4.º Todo lo que, en realidad o aparentemente, podía sancionar la división debía ser
evitado atentamente. Por consiguiente, a juicio del cardenal Tarancón. no se debía autorizar la experiencia que se
pedía de una provincia personal, porque en ese caso habría dos Compañías de Jesús y, con respecto a la Iglesia en
España, surgiría un factor muy fuerte para romper la unidad.
El mismo cardenal Tarancón declaraba años más tarde (M. MÉRIDA, Entrevistas con la Iglesia, Planeta,
Barcelona 1982, 90): «Creo que la Compañía de Jesús, como la Iglesia, ha pasado por un período de prueba. Es
lógico que se hayan producido disidencias en su interior cuando se trataba de buscar una nueva faz de la
Compañía que se acomodase mejor a las exigencias actuales y se intentaba encontrar los nuevos caminos para su
actuación. No olvide que la Compañía de Jesús siempre ha ocupado posiciones de vanguardia. Estoy convencido
de que su general, el padre Arrupe, hombre profundísimamente religioso y de una personalidad extraordinaria,
habrá tenido que sufrir durante ese tiempo para mantener la fidelidad de la Compañía a su carisma fundacional,
convirtiéndola en un instrumento eficaz de evangelización de cara al mundo de hoy. Como los jesuitas habían
formado siempre un grupo muy compacto dentro de la Iglesia, sus divisiones intestinas han producido un mayor
escándalo en el pueblo fiel. Pero me atrevo a decir que la Compañía está encontrando su camino y que se van
superando las tensiones internas. Una orden con tantos miles de miembros (es la más numerosa que existe en la
Iglesia) ha de tener también ineludiblemente miembros “inadaptados”. En general, sin embargo, no dudo lo más
mínimo de que la Compañía de Jesús dará todavía muchos días de gloria a la Iglesia, como lo ha dado a través de
los varios siglos de su existencia» (nota tomada de V. CÁRCEL ORTÍ, op. cit., 629s.).
[15] Ver V. CARCEL ORTÍ, op. cit., 993s.
[16] La grabación sonora de la entrevista se encuentra en la Universidad Pontificia de Salamanca y en el
Istittuto Paolo VI de Brescia.
[17] Por aquellos días me confidenció el P. Carlos Mielgo (superior de la Residencia de la calle de Cadarso
en Madrid y asistente nacional de la Comunidades de Vida Cristiana) que Mons. José Guerra Campos, obispo
auxiliar de Madrid y secretario de la CEE, le había dicho que don Casimiro había cumplido estrictamente lo que el
papa le había encargado.
[18] Cf. G. LA BELLA, «La crisis del cambio», op. cit. 891s.
[19] Cf, G. LA BELLA, ibid., 843-911, al que me remito por entero.
[20] De Roma nada se nos dijo sobre tal (o tales) carta. Como tampoco supimos nada de que se hubiera
estado deliberando por aquel momento entre la Santa Sede y nuestra curia general sobre el envío a España de una
comisión independiente que investigara la situación de la Compañía (en realidad, una visita apostólica en toda
regla); hipótesis que pudo ser neutralizada. Para más detalle sobre ello, ver G. LA BELLA, «La crisis del cambio»,
op. cit., 883ss. Es muy verosímil que nuestras supremas autoridades de Roma hubieran querido extremar la
discreción en asunto tan complicado y sensible y también ahorrarnos a los provinciales españoles mayores
preocupaciones; pero nos hubiera sido útil conocer estos acontecimientos, para no dar de nuestra parte algún paso
en falso.
[21] No tengo a mi disposición el texto exacto de la nota mandada, que, sin duda, podrá encontrarse en el
archivo del provincial de España.
[22] Precisamente, solo unos meses después, el padre general dirigió a toda la Compañía su carta de 27 de
septiembre de 1969, impulsando a continuar decididamente ese proceso. Texto original latino en AR 15 (1967-
1972), 451-462.
[23] AR 15 (1967-72), 767-773; P. ARRUPE, SJ, La identidad del jesuita en nuestros tiempos, Sal Terrae,
Santander 1981, 247-252.
[24] En otras situaciones, distintas de la actual, algunos monarcas europeos habían intentado segregar la
Compañía de su territorio del cuerpo universal de la misma.
[25] El P. Cándido Gaviña, su secretario personal.
[26] Texto original español en AR 15 (1967-1972), 662-665.-
[27] Traducción del autor: «Que tu misericordia, oh Dios, nos limpie de toda contaminación de lo viejo y nos
haga capaces de tu santa novedad».
[28] Expresiones contenidas en el documento de «los 18» reunidos en Chamartín.
[29] La diferencia de trato dispensado a Arrupe de ahora en adelante, con respecto al que se la había
otorgado, por ejemplo, cuando en el verano de 1966 se proyectó en la Santa Sede enviarle una carta autógrafa que

71
reproducía el texto del pro-memoria de Abellán sobre los fallos de la Compañía en aquel momento (véase la nota
9 del capítulo primero, página xx de este estudio), será palmaria y notable, como se irá viendo.

72
CAPÍTULO TERCERO

Visita del padre Arrupe a España y su seguimiento posterior

1. La visita y su mensaje
Según lo previsto con anterioridad a los acontecimientos narrados en el capítulo anterior,
el padre Arrupe visitó a los jesuitas españoles del 2 al 18 de mayo de 1970. Su paso fue
una sementera copiosa y fecunda, cargada de esperanza y optimismo: homilías,
conferencias, coloquios informales, encuentros con grupos diversos; una verdadera
bendición de Dios.
Imposible resumirlo en pocas –y aun en muchas– palabras, aparte de la mayor
imposibilidad, si así se puede hablar, de reproducir aquí la vibración y el aliento
personal, con que todo ello fue pronunciado[1]. El hilo conductor o leit-motiv de todas
sus intervenciones podría formularse en los siguientes puntos: 1. El mundo se encuentra
en un proceso de cambio profundo y acelerado con respecto a épocas anteriores de la
historia. 2. La Iglesia y la Compañía dentro de ella tienen que realizar su misión en este
mundo, conociendo y sintiendo sus necesidades y demandas y respondiendo a ellas. 3.
Para ello, no pueden menos de entrar también con él en un proceso de profundo cambio
y adaptación de sí mismas, sin lo que quedarían desenganchadas de la marcha del
mundo. 4. En este proceso de cambio, ambas deben preservar con fidelidad absoluta su
propia identidad original, sin ponerla en juego. 5. Es, por tanto, nuestro deber escrutar y
discernir en el Espíritu los signos de los tiempos, para descubrir lo que es voluntad de
Dios para ellas. 6. El Concilio Vaticano II y la CG 31 (documentos y espíritu) son para
nosotros los faros que han de alumbrar nuestro camino[2].
Un denso conjunto de enseñanzas, exhortaciones y llamadas, que tuvo para nosotros
el valor de una inmersión intensiva en la esencia y misión de la Compañía hoy, como
una especie de «misión popular», capaz de alentarnos en el camino emprendido de su
«renovación acomodada», con el añadido de haber podido conocer de su viva voz el
pensamiento de nuestro padre general sobre todo ello. Una verdadera y copiosa lluvia de
gracia[3].

73
Provinciales de España y Portugal en audiencia con Pablo VI, 17 de junio de 1970. A la derecha del papa: PP.
Pedro Arrupe, Víctor Blajot, Enrique Rifá, José Oñate, Luis M. Sanz Criado, José Carvalhais; a la izquierda:
Urbano Valero, Alejandro Muñoz, Ignacio Iglesias, Jesús Moragues, Manuel Gutiérrez Semprún, Luis Suárez del
Villar.

2. Seguimiento posterior de la visita. Reunión en Roma y audiencia del papa


A su regreso a Roma, el padre Arrupe informó por carta al Secretario de Estado sobre los
éxitos de su visita y le anticipó que había convocado a Roma a todos los provinciales
españoles para evaluar conjuntamente la situación y determinar las iniciativas que
deberían tomar a fin de ayudar a la Compañía de España en el momento que estaba
viviendo. La visita, le comunicaba, había sido muy positiva y había generado una nueva
confianza en el interior de la orden y en la jerarquía eclesiástica.
Del 15 al 21 de junio nos reunimos de nuevo los provinciales españoles con el padre
general y su asistente para España, P. Blajot, en Roma. En los días de la reunión
tratamos de identificar, una vez más, de modo práctico y concreto, las medidas
apropiadas para hacer efectivas las indicaciones recibidas de la Santa Sede sobre nuestra
situación. A lo largo del encuentro, afrontamos muchos temas: las deficiencias y fallos
en la vida espiritual y comunitaria, la crisis de la obediencia y el buen ejercicio de la
autoridad, los problemas espirituales y académicos de la formación, los fallos doctrinales
de nuestras revistas, posibles formas de gobernar la misión obrera. Temas,
predominantemente, de orden interno de la vida de la Compañía. Fueron intercambios
profundos y sinceros, muy útiles tanto para el padre general como para nosotros,
dispuestos a secundarle decididamente en el gobierno de la Compañía.
Durante nuestra estancia en Roma, fuimos recibidos en audiencia privada por el papa,
junto con el padre general y el padre asistente, a continuación de la audiencia general de
un miércoles, 17 de junio, a solas con él[4]. Tuvieron la deferencia de encargarme que
dirigiera unas palabras de saludo al papa, en nombre de todos. Fueron estas:
«Beatísimo Padre:

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Los provinciales de la asistencia de España de la Compañía de Jesús queremos ante todo agradecer a vuestra
santidad la singular bondad con que ha querido recibirnos hoy, a pesar de sus compromisos y ocupaciones.
Nos ha traído a Roma el sincero deseo de hacer frente a la responsabilidad de nuestro cargo, tratando de
buscar soluciones concretas a los problemas que actualmente se nos presentan. A este trabajo estamos
dedicando nuestras jornadas de oración, reflexión y estudio en común, centradas en la Eucaristía.
Vivimos ciertamente momentos de singulares dificultades. En nuestro esfuerzo por soportarlas y superarlas
nos conforta la paternal solicitud de vuestra santidad, su interés por nuestra Compañía y particularmente por la
Compañía de España, la ayuda valiosa que nos ha prestado constantemente y la benévola comprensión y
aprecio de nuestro trabajo. Dígnese vuestra santidad acoger la expresión de nuestro agradecimiento por ello y
por el aliento y las orientaciones que nos ha dado en las difíciles circunstancias por las que estamos pasando
recientemente.
Quisiéramos también hacer partícipe a vuestra santidad de la profunda alegría que nos proporciona el ver
que, en medio de las dificultades, el Señor, por su misericordia, actúa vigorosamente entre nosotros, suscitando
realidades de una vida religiosa más pura y más evangélica, que nos estimula constantemente a todos a una
mayor fidelidad a nuestros compromisos, y que esperamos beneficien a muchas almas.
En el gozo de este encuentro, que será para nosotros de imborrable recuerdo, renovamos nuestro
compromiso de especial fidelidad a vuestra santidad, como representante de Cristo en la tierra, e imploramos
de ella una especial Bendición Apostólica para nuestro actual trabajo, para nuestros problemas y nuestras
esperanzas, para todos nuestros hermanos jesuitas de las provincias de España y Portugal y para todos
nosotros»[5].

El papa escuchó con gran atención estas palabras, que acogió benévolamente, y,
antes de leer el discurso oficial preparado para la ocasión, nos dijo en italiano:
«Primero hablaremos de corazón, después leeremos otro discurso. Nos alegra poder estar con los padres de la
Compañía, que son un tesoro para la Iglesia. Si alguna vez ha parecido que la Santa Sede ha pronunciado
palabras que han podido herir la sensibilidad de algunos, sabed que la Santa Sede exige mucho de la
Compañía, pero esta exigencia no es un signo de desconfianza o de mala voluntad, sino de amor. Se exige de
quien se ama, de los hijos, de los amigos, de los colaboradores. El influjo de la Compañía se extiende a toda la
Iglesia, irradia a América Latina, del polo sur al polo norte. Esta es para nosotros una gran responsabilidad;
tened confianza en vosotros mismos, tened confianza en la Compañía, en vuestra Compañía, sed fieles a san
Ignacio. Renovaos, sí, pero fieles al espíritu de la Compañía; un árbol que no se renueva cada año, es un árbol
muerto»[6].

Palabras cálidas y sinceras, compresivas y alentadoras, como habíamos escuchado de


él en el período anterior, como si nada hubiera pasado. Salían del corazón y llegaban al
corazón. No muy distintas de ellas fueron las del discurso oficial en español, que nos
leyó a continuación:
«Queremos expresaros, amadísimos padres provinciales españoles y portugueses de la Compañía de Jesús, el
particular afecto y gratitud con que recibimos vuestra visita y vuestro filial homenaje.
Bien conocemos la especial importancia y significación que ha tenido y tiene la Compañía en España y
Portugal, que las hace estar presente, más aún, en primera línea, en tantas y tan importantes actividades de la
Iglesia en vuestra Patria.
Es por eso que nos sentimos hoy más cerca de vosotros y de todos los jesuitas españoles y portugueses, con
nuestra plegaria, nuestra paternal comprensión y nuestra palabra de aliento y de guía, considerando los graves
problemas que enfrenta vuestro Instituto en España y Portugal. Problemas en gran parte comunes a los que
afligen a diversos sectores de la Iglesia, pero que en vosotros, dada vuestra importancia, vuestra tradición y la
amplitud de vuestro trabajo, tienen una resonancia más profunda en el conjunto de la comunidad eclesial
española y portuguesa.
Os decimos de corazón que confiamos en vuestro espíritu de responsabilidad y nos llena de sincera alegría
que os hayáis reunido en Roma para estudiar serenamente estos problemas y buscar las adecuadas soluciones.
Os invitamos paternalmente a afianzar el sentido de fraterna unidad, que busca con amor sincero y abierta
generosidad el punto de convergencia entre diversas y legítimas aspiraciones, manteniendo las líneas

75
fundamentales de la ascética ignaciana, el sentido de dedicación y obediencia y ese espíritu de fidelidad a esta
Sede Apostólica y a la Iglesia, que caracteriza a la Compañía de Jesús desde los tiempos de vuestro santo
fundador.
Nuestra palabra de hoy es, por lo tanto, especialmente de aliento y esperanza. El Concilio Vaticano II ha
señalado el camino a la Iglesia de nuestros días, y vuestra Congregación General ha armonizado vuestras
Constituciones con los decretos conciliares.
Por ese camino seguro os acompañamos siempre con nuestras plegarias y nuestra paternal Bendición
Apostólica»[7].

Al terminar su discurso, el papa se puso en pie y nos invitó a rezar con él un Ave
María, que todos rezamos en latín. Nos dio la Bendición Apostólica y, bajando de la
tarima, nos saludó uno a uno, según nos fue presentando el padre general, y nos dio
como recuerdo un ejemplar del libro de los Hechos de los Apóstoles en traducción
italiana, preparado por el P. Carlo Maria Martini, adornado con preciosas ilustraciones
tomadas del códice vaticano latino 8541. Luego posamos en grupo ante el fotógrafo
Felici, «para cumplir –dijo el papa– con esta cuasi obligación de las audiencias».
Salimos de la audiencia, como no podía ser menos, muy confortados y alentados.
Habíamos oído lo que necesitábamos oír del papa.
Nuestra reunión continuó todavía tres días más. En uno de ellos, el padre Arrupe tuvo
la audaz ocurrencia, muy típica suya, de invitar al cardenal Villot a comer con nosotros
en la curia. Terminada la comida, a la hora del café, empezó a tratar de investigar cómo
vivían nuestros jóvenes en sus comunidades en medio de la gran ciudad. La
conversación no fluía con espontaneidad. Llegado el momento, se levantó y nos
despedimos de él.

3. Nueva carta del padre Arrupe


A los pocos días de concluir nuestra reunión, el padre general mandó una nueva carta «A
los padres y hermanos de las provincias de España», fechada a 29 de junio, más de un
mes después de la conclusión de su visita, ya que «he preferido dejar sedimentar tantas y
tan variadas impresiones y conferirlas con los padres provinciales, antes de dirigirme a
vosotros». Se trata de una carta larga y sustanciosa, con «puntos más para la reflexión
que para una lectura de pasada. Más para examinarnos en el silencio del corazón, en la
presencia del Señor o en el ambiente cálido de la reunión comunitaria, que para
considerarlos como imposición externa de nuevos documentos escritos». Merecería ser
leída y considerada con suma atención en su totalidad; pero, dada su extensión, recogeré
aquí solamente algunos párrafos, que considero esenciales.
«En las diversas regiones del mundo, la Compañía vive hoy un momento de adaptación, una inquietud de
búsqueda, un deseo y una voluntad de servir mejor en la actualidad a la Iglesia; este momento origina
asimismo y trae consigo una problemática del todo peculiar, de signo frecuentemente ambivalente.
Tales elementos se repiten también en España, pero en ella revisten un relieve aún más pronunciado,
debido tal vez al propio temperamento español, a la situación actual que vive el país, a la multiplicidad y
variedad de los trabajos apostólicos de la Compañía que le imponen una especial responsabilidad ante la
Iglesia española. Lo que conduce fácilmente, si se añade la diversidad de interpretación respecto a la figura y a
la acción del jesuita de hoy, a cierto radicalismo de criterios y actitudes, y a que una natural disparidad de
pareceres adquiera un carácter muchas veces polémico y tenso.

76
A quien con buena voluntad considera las provincias y las casas de la Compañía en España, se le descubren
enseguida múltiples elementos positivos: el dinamismo apostólico que impulsa a buscar nuevos caminos y un
contacto directo con las personas y problemas que nos rodean; la sinceridad de seguir una problemática hasta el
fondo; la búsqueda de nuevas formas de vida comunitaria, de oración, de pobreza personal e institucional; el
empeño de nuestra juventud por encontrar nuevas rutas y caminos tanto para su propia formación como para su
futuro apostolado; el esfuerzo de la Compañía formada por comprender la situación actual y adaptarse en lo
posible a las circunstancias de hoy. Las mismas divisiones y tensiones, que son reales y deberán evitarse,
pueden tener un sentido muy constructivo, ya que partiendo todos de un mismo ideal y deseo del bien de la
Compañía será este el que ha de prevalecer sobre las apreciaciones y deseos más particulares de cada uno.
Pero con no menor evidencia aparecen también en España no pocas limitaciones concretas: una falta de
mutua comprensión y comunicación a diversos niveles, individual y colectivo, entre superiores y comunidades,
entre grupos y aun entre individuos de una misma comunidad, con las consecuencias de distanciamiento y
desconocimiento recíproco y de juicios desfavorables sin suficiente fundamento a veces, que ahondan la
separación; la necesidad de una mayor reflexión y una justa valoración de los diversos experimentos,
comenzados quizá en ocasiones sin la debida preparación y que deben ser revisados con criterios que permitan
evaluarlos; un sentimiento de frustración, desánimo y como cierta indiferencia o distancia afectiva de la
Compañía actual, que puede tener su origen en la falta de oración, en formas de proceder fuera del marco y
ámbito de la obediencia, en la presente diversidad de opiniones sobre la vida religiosa, el apostolado, etc., y
verse fomentada por la multiplicación de comunidades demasiado pequeñas; cierta introversión hacia los
problemas nacionales, regionales o de las propias obras, que debilitan el impulso apostólico universal; una
disminución de intensidad en el nivel y esfuerzo de los estudios; cierta tendencia hacia un profesionalismo, que
puede ser muy ambiguo tanto en su concepción como en su realización […].
Todos tenemos hoy que reflexionar y discernir.
Una orden apostólica debe mantenerse en un permanente crecimiento de su espíritu apostólico y esto
requiere una ininterrumpida renovación espiritual. Sin base espiritual sólida todo edificio apostólico está
amenazado de ruina […].
En el campo de la renovación espiritual y comunitaria dejo a los padres provinciales la comunicación de las
determinaciones concretas que se han tomado y la aplicación más práctica y más propia de una provincia,
comunidad o necesidad particular y quisiera solamente señalaros aquellas orientaciones que me parecen más
generales y necesarias a todos.
1) Todo espíritu apostólico tiene que fundarse en un contacto íntimo con Dios, en el espíritu y en la
práctica de la oración. Fomentar el espíritu de oración será dar un paso adelante definitivo en nuestra
renovación espiritual. Individuos y comunidades deben poner el máximo empeño en procurar no solo practicar
personalmente la oración, sino crear en la comunidad un ambiente que la favorezca. […] La vida de la
Compañía supone esencialmente la oración personal: un jesuita que no ora está ya viviendo prácticamente
fuera de la Compañía […].
2) Hoy más que nunca, la vida comunitaria es necesaria: para la eficacia apostólica, para el sostenimiento
psicológico de la vocación, para el testimonio de presencia evangélica en el mundo que nos rodea. La
Compañía está concebida como una comunidad apostólica cuyo centro es Cristo y en la que se convive en
profunda intimidad. El descubrimiento de las relaciones comunitarias, que el apostolado y la vida de hoy están
requiriendo, debe ser también el objeto de un esfuerzo colectivo, de una especial atención y de una cooperación
de todos, hasta desarrollar y practicar de un modo actualizado esa unión que se funda en la caridad y abre el
camino a la obediencia tan propia de la Compañía […].
3) Necesario también es el conocimiento y estima de nuestra vocación y de la Compañía, tal y como el
Señor la ha venido dirigiendo por medio de las orientaciones de la Iglesia, de los decretos de la Congregación
General y del gobierno de los superiores concretos. Contribuirán a esa estima el estudio y el conocimiento de la
esencia y significación de la vida religiosa y de lo que constituye la auténtica “identidad” de la Compañía, el
conocimiento de nuestra historia y de nuestro Instituto, así como también la debida información de la
Compañía actual, con sus éxitos y fracasos.
4) La sana preocupación por las obras confiadas a cada uno o por los problemas específicos de la España
actual, preocupación legítima y necesaria, no nos lleve hasta el punto de desinteresarnos o vivir menos los
problemas tan agudos y urgentes o más de otros países y de transcendencia más universal, o de aquellos a cuya
solución podríamos nosotros más directamente colaborar. Permitidme que os diga que me pareció no ver como
antaño aquel impulso apostólico que lleva a preocuparse por los problemas universales. ¡Ojalá fuera esta una
impresión equivocada mía! Pero si fuese una realidad, sería necesario restituir en todo su vigor los ideales

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apostólicos universales, que han sido siempre una nota característica de la Compañía, y en particular de
España.
5) Una de las notas positivas de la Compañía es hoy el deseo de una verdadera pobreza evangélica y
apostólica. Ese deseo se manifiesta también en España de un modo muy peculiar y no puedo menos de
alegrarme de ello. Es sin duda un influjo carismático del Espíritu de Dios, que nos restituye al ideal ignaciano
de la pobreza que se centra en la unión personal con Cristo pobre, con Cristo que quiso para sí la pobreza.
Superiores, comunidades e individuos deben reflexionar y buscar modos concretos de realizar y practicar la
pobreza individual y comunitaria, aunque humanamente sean dificultosos por llevarnos a una vida austera y a
una inseguridad económica, a la que se resiste nuestra naturaleza, acostumbrada tal vez a sentirse “instalada” y
a gozar de relativa comodidad y seguridad. Con la confianza puesta en la Providencia, una experimentación
bien pensada nos irá llevando a descubrir nuevas formas pastorales y estructurales que nos acerquen a la
pobreza de Cristo y de su Evangelio y a encontrar modelos de vida pobre adaptados a las circunstancias
actuales que puedan ofrecerse como un nuevo servicio a otras provincias de la Compañía.
6) Veo que a algunos el deseo de una mayor encarnación en el mundo de hoy y de una mayor eficacia
apostólica les ha impulsado hacia el así llamado “trabajo profesional”. Juzgo que en este punto debemos huir
de toda ambigüedad. Si por trabajo profesional se entiende que en nuestras actividades apostólicas,
ministeriales o de otro género, hemos de proceder con la competencia, responsabilidad, ética, de un verdadero
profesional, tal iniciativa no puede ser sino muy laudable…Pero si el profesionalismo significa que para poder
trabajar eficazmente se necesita siempre una profesión no sacerdotal o el ejercicio simultáneo de una profesión
laica, si el deseo de entrar en una profesión se basa en una devaluación sea de la naturaleza y oficio sacerdotal,
sea de los medios espirituales de apostolado, es claro que tal tendencia no puede ser admitida […].
7) En los varios contactos que tuve en España con nuestra juventud, me impresionó su sinceridad, su dosis
de impaciencia, su iniciativa, una despierta percepción hacia la realidad del mundo actual. Fue para mí
experiencia interesante palpar la fuerza psicológica del grupo y el influjo que ejerce en los individuos,
saludable unas veces y de efecto positivo, contraproducente otras veces al ejercer una presión que puede inhibir
el desarrollo de la personalidad o su manifestación espontánea y coartar la libertad de expresión: se ve en esas
circunstancias qué difícil es, al menos en público, manifestar un disenso contra una minoría, constituida de
hecho en grupo de presión, pero que no representa la opinión de la mayoría.
8) Si todos debemos evitar un “diletantismo” fácil e insistir en el estudio serio y profundo, esto se aplica en
cierto modo con mayor razón a nuestros jóvenes y a su preparación intelectual. Hoy se exige más que nunca un
nivel de conocimientos, especialmente filosóficos y teológicos, y un esfuerzo continuo de renovación científica
para poder ejercer un apostolado eficaz en la Iglesia. […] No podemos permitir el descenso del nivel de
estudios ni nos debemos dejar ilusionar con la tentación fácil de una acción inmediata, que quita tal vez
eficacia a nuestra verdadera misión; ni tampoco creer que el único estudio haya de ser la reflexión espontánea
sobre la vida. El nivel académico no es mera fórmula jurídica, sino la exigencia del servicio que la Compañía
ha de prestar siempre a la Iglesia. […] No olvidemos además que trabajar por Cristo exige un empeño y una
duración del trabajo diario que no permite el ocio, sino que obliga a muchas horas de intensa labor […].
9) No hay duda de que una serie de causas hacen hoy difícil la unión sincera y profunda que todos
deseamos y necesitamos. Modos de vida o ministerios que nos fueron queridos no se abandonan a veces sin
grande pena y sacrificios personales, y aceptar actitudes o visiones de las cosas diferentes de las propias
requiere siempre una profunda humildad y caridad […]. Nadie tiene la verdad absoluta. Todos podemos y
tenemos que aprender en un mundo que cambia y se renueva siempre. Una fidelidad profunda por parte de
todos a la única Compañía tal como Dios quiere que ella sea hoy; una actitud constructiva, franca y leal, de
unos frente a otros; un gran sentido de comprensión aun para nuestras faltas y errores ayudará más que
cualquiera otra cosa a hacer real nuestra unión.
Esto supuesto, un contacto sincero, sobre todo si se realiza en una atmósfera espiritual, y mejor aún si se
centra en la Eucaristía, es el medio más adecuado para fomentar la mutua estima y el mutuo respeto, para hacer
posible la acción de conjunto de nuestra vocación apostólica y para evitar cualquier motivo de desunión o
discordia, que ofende a la caridad.
Esto es cuanto por hoy quería manifestaros»[8].

Es, como fácilmente se puede apreciar, una carta ponderada y densa, muy rica en
criterios y orientaciones básicas para evaluar y rectificar, en lo que fuera necesario,
nuestro camino de renovación de la Compañía. Llegaba con serenidad y penetración al

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fondo de la situación, sin ocultar nada, y, a la vez, sin dramatismos paralizantes. Buen
punto final de la estupenda visita de nuestro padre general. Recomendamos entonces a
los directores de las tandas de ejercicios de aquel verano que se sirvieran de ella en sus
instrucciones. Como provinciales, la aprovecharíamos también en las visitas del curso
siguiente a las comunidades. Se recuperaba la esperanza para poder seguir trabajando y
el ánimo para perseverar, con paciencia diaria, en el empeño. Todo hacía falta.

[1] «Su familiaridad [del P. Arrupe], y su espontaneidad, sus observaciones o sus exposiciones teóricas –lo
mismo teológicas y filosóficas que sociológicas– mezcladas con explicaciones de hechos, narraciones y anécdotas,
incluso la repetición de frases similares, sus “incorrecciones” de estilo, que se entremezclaban a veces palabras de
procedencia italiana o norteamericana […] constituyen algo irreproducible» (del Prólogo del libro que se cita en la
nota siguiente).
[2] Un bello libro, publicado meses después de la conclusión de la visita, recoge el contenido de las
principales intervenciones del P. Arrupe (conferencias, charlas y coloquios informales, homilías), algunas en sus
textos literales y otras transcritas de la grabación de las mismas, bajo los siguientes epígrafes: I. La Compañía: su
«identidad» y su misión en el mundo de hoy. II. La vida interna de la Compañía (figura del superior, maestros de
novicios, formadores, hermanos, novicios, estudiantes jesuitas). III. Apostolado de la Compañía (apostolado y
compromiso social, actividades pastorales, apostolado de la educación en todas sus formas). IV. Homilías: los
retos de la Compañía hoy (Bilbao); el Sagrado Corazón de Jesús (Valladolid); recapitulación de la visita y
agradecimientos (Madrid). P. ARRUPE, Escala en España, Apostolado de la Prensa – Hechos y Dichos, Madrid –
Zaragoza 1972.
[3] Además del libro Escala en España, se pueden encontrar algunos textos de alocuciones y homilías del P.
Arrupe en este viaje en Información S.J., mayo-junio 1970, 165-193.
[4] En mi aposento tengo una bella foto del grupo con el papa. Allí estamos los PP. Pedro Arrupe, Víctor
Blajot, Ignacio Moragues, Alejandro Muñoz Priego, Manuel Gutiérrez Semprún, Ignacio Iglesias, José Oñate, José
Carvalhais, Enrique Rifá, Luis M. Sanz Criado, Manuel Suárez del Villar, Urbano Valero. Todos, excepto yo,
están ya, desde hace años, gozando de Dios. Éramos un grupo de buena gente.
[5] Información S.J., julio-agosto 1970, 158.
[6] Tomado de G. LA BELLA, op. cit., 890s.
[7] AR 15 (1967-1972), 514s.
[8] Texto completo en P. ARRUPE, SJ, La identidad, op. cit., 351-357.

79
CAPÍTULO CUARTO

Hacia una nueva Congregación General

Poco antes de cumplirse los cuatro años desde la conclusión de la CG 31, el día 4 de
octubre de 1970, en la segunda alocución a los miembros de la 65 Congregación de
Procuradores, que se celebraba en Roma, Arrupe sorprendía a la Compañía con el
anuncio –no todavía la convocación formal, que vendría más tarde, «en cuanto fuera
posible»– de la celebración de una nueva CG, a pesar de que aquella misma
Congregación de Procuradores, a la que correspondía decidir si se debería convocar CG
en el plazo máximo de año y medio, había respondido negativamente, por 9 votos a
favor y 91 en contra. En la interpretación de Arrupe de este voto, expresada allí mismo
ante los Procuradores, entendía él, a partir de las numerosas intervenciones en la
deliberación anterior[1], que la mente de estos era no obligar al general a la convocación
inmediata de una CG, al mismo tiempo que se le recomendaba continuar aplicando con
renovada intensidad los decretos de la CG 31, y se le sugería la celebración de una nueva
CG, cuando estuviera debidamente preparada. En congruencia con ello, el anuncio de
una nueva CG no habría de significar, en modo alguno, según expresó el padre Arrupe,
dar por concluidas o agotadas las ricas virtualidades de la CG 31, sino, al contrario,
reafirmar la necesidad de intensificar su vivencia y su puesta en práctica, de modo que la
futura CG fuera un momento, especialmente cualificado y expresivo, del proceso de
renovación y acomodación global emprendido por la Compañía en ella, y realizara los
mencionados «cambios estructurales» requeridos; por lo que «no habrá ninguna
preparación mejor para la CG 32 que la eficaz ejecución de los decretos de la CG 31».
Quedaba así emplazada la Compañía a la celebración de una nueva CG, que se
convocaría en el momento oportuno, y a preparase para ella, al mismo tiempo que se
preparaban los temas que previsiblemente habría de tratar.

1. Preparación de la Compañía misma; acciones personales del padre general


El padre Arrupe se implicó muy intensamente en persona en la preparación de la
Compañía misma para la CG 32.
Pocos días después de la clausura de la 65 Congregación de Procuradores, el 25 de
octubre de 1970, dirigía a toda la Compañía una carta, encendida y apremiante, en la que
le comunicaba oficialmente el resultado de aquella y su propia decisión de convocar,
cuando estuviera debidamente preparada, una nueva CG, explicando el sentido de ambas
decisiones y aclarando a todos los jesuitas cuál debía ser su ineludible aportación en este
momento: un esfuerzo de parte de todos, calificado por él como perseverante, personal y

80
colectivo, sereno y eficaz, profundo y amplio, desarrollado bajo el gobierno ordinario de
la Compañía, para lograr nuestra acomodada renovación, tal como se emprendió con la
CG 31. Para ello, proponía y pedía –«casi diría que deseo incluso mandarla, en cuanto
estas cosas se pueden mandar»–, «como primera colaboración, la conversión (metanoia)
de cada uno y de cada una de las comunidades, es decir, la renovación personal en el
verdadero espíritu de los Ejercicios, empeñándose en aplicarlo a las propias
circunstancias y en infundirlo y vivirlo juntamente con los demás miembros de la propia
comunidad»[2]. Pues, como nuestra Compañía –argumentaba– nació con tanto fruto de
la Deliberación de nuestros primeros padres[3], así nuestra Compañía de hoy, después
de la realización de la conversión personal de cada uno, se ha de congregar en espíritu de
oración y conversión o metanoia comunitaria, por medio de la deliberación espiritual en
comunidad[4]. Y concluía: «Este es el único, el mejor y el auténtico modo de proceder y
de llevar a la práctica los decretos de la CG 31, y de preparar así los elementos con los
que la futura Congregación General puede continuar y consolidar lo obtenido en la
precedente: a saber, perseverando todos, como nuestros mayores, en la deliberación
espiritual».
Esta propuesta de la deliberación espiritual en comunidad como medio privilegiado
para tomar (o, al menos, preparar) decisiones de gran importancia para la Compañía, a
semejanza de la llevada a cabo por los primeros compañeros, formulada en el marco de
la llamada a colaborar en la preparación de la CG 32, representó una aportación de valor
excepcional por parte de Arrupe no solo para esa finalidad particular, de tanta
trascendencia, como alma verdadera de todo el proceso preparatorio, sino, en general y
más ampliamente, como instrumento típico, nacido de la espiritualidad ignaciana, para
ayudar a formar y mantener viva y dispuesta siempre al mayor servicio la comunidad
apostólica, que es esencialmente la Compañía. Es, en realidad, una de las mayores y
mejores aportaciones suyas a la espiritualidad renovada de la Compañía y una de sus
mejores contribuciones a su constante renovación y adaptación apostólica. A explicarla,
justificarla, y motivarla dedicó su importante carta a toda la Compañía de 25 de
diciembre de 1971, Sobre el discernimiento espiritual comunitario[5]. Con ella, en
cuanto de él dependía, daba a los jesuitas un impulso decisivo para entrar de lleno en el
proceso de preparación de la próxima CG y ponía en sus manos un precioso instrumento
para ella y para otras muchas cosas.
Otra línea de acción emprendida personalmente por el P. Arrupe para preparar a la
Compañía para la futura CG 32 fueron los encuentros con los provinciales de todo el
mundo, realizados entre el mes de octubre de 1972 y el de enero de 1973. Él mismo los
proponía así, en carta del 1 de mayo de 1972, a los provinciales y viceprovinciales de la
Compañía:
«Se trataría de una sesión de unos diez días de duración, en que se alternarían los tiempos de oración y trabajo
en común, a la que yo invitaría a los provinciales, distribuidos en grupos de quince o veinte según criterios
lingüísticos y geográficos, para reflexionar juntos sobre el gobierno de la Compañía y algunos problemas que
deben afrontar en el momento actual los superiores mayores. El objetivo sería doble: reflexionar juntos e
intercambiar sobre los problemas generales de la Compañía: identidad, misión, selección de ministerios, y,
como consecuencia, proporcionar a los provinciales una ayuda en su gobierno ordinario […]. Estos encuentros

81
deberían permitir a cada uno un mejor conocimiento de las diversas situaciones en la Compañía universal y
posibilitar una mayor y más profunda unidad de acción a nivel de sus superiores mayores. Para asegurar a los
intercambios una verdadera calidad espiritual y hacer de ellos una experiencia de discernimiento en común, el
programa prevé, al comienzo de la sesión, tres días de oración en común, en los que se propondrán algunas de
las grandes meditaciones ignacianas»[6].

Poco tiempo después, el 21 de junio, enviaba a los provinciales y viceprovinciales


que habían comunicado su participación en los encuentros el programa y método de
estos, prometiéndoles documentación complementaria e invitándoles ya a seleccionar
cinco temas, entre los propuestos, a los que cada uno atribuía importancia prioritaria[7].
Lo temas que, de entrada, se proponían para tratar eran los siguientes: 1. Misión de la
Compañía. Planificación, prioridades apostólicas. 2. Unidad de la Compañía. 3. Modos
de gobernar en las circunstancias actuales: educación para la libertad responsable. 4. La
práctica de la pobreza personal y apostólica. 5. La vida comunitaria. La oración. 6.
Problemas de las diferentes generaciones. Vocaciones. Salidas de la Compañía. 7.
Relaciones de la Compañía con la jerarquía. 8. Preparación de la próxima CG:
intercambio de experiencias. Un tema para cada día, que sería introducido por uno de los
participantes y sería tratado en clima de discernimiento espiritual, dedicando tiempo a la
oración sobre él e intercambiando después en pequeños grupos y asamblea plenaria
experiencias y criterios, intentando lograr un consenso en orden a las decisiones. Se
reservarían los dos últimos días para insistir sobre las conclusiones más importantes.
Todo parecía indicar que en la curia de Roma el plan había sido diseñado con gran
interés, dejando, al mismo tiempo, libertad de iniciativa a los participantes.
Los encuentros se fueron celebrando en las fechas previstas, en Roma (2)[8], Niza[9],
México D.F. y Goa. Todos ellos resultaron bien y fueron, según pudimos experimentar y
luego comentar en nuestros propios ambientes, muy fructuosos. La mezcla de
participantes de diferentes procedencias resultó especialmente provechosa: en realidad,
todos o casi todos nos íbamos a encontrar de nuevo en la próxima CG, y eso añadía un
nuevo estímulo y una nueva responsabilidad y calidad a nuestros intercambios. La
presencia y actuación del padre Arrupe fueron muy apreciadas por todos, y todos nos
sentimos muy identificados con él. Cinco meses después de la conclusión de todos los
encuentros programados, el padre Arrupe comunicaba a los provinciales, en una preciosa
carta en la que nos abría su corazón, sus sentimientos y reflexiones sobre la experiencia
vivida, su impresión general sobre ella, las lecciones aprendidas, sus preocupaciones y
sus esperanzas[10]. Merece la pena volver a leer esta carta para captar en profundidad el
modo como Arrupe estaba viviendo en su interior el camino de preparación de la
Compañía para la futura CG 32.
En junio de 1974, cuando ya se conocían los nombres de los electores que habrán de
tomar parte en la inminente CG, el padre Arrupe envió a todos ellos una carta[11], en la
que les pedía «que procurara preparase del mejor modo posible y disponerse
interiormente a sentir lo que el Espíritu le inspire y a cumplir lo que entienda ser
voluntad de Dios. De este modo la Congregación General será una asamblea que escucha
al Espíritu, como un cenáculo en espera de un Pentecostés para la Compañía. Ese es mi
ideal y por eso he querido escribirle». Les pide que vengan a la CG con plena

82
indiferencia ignaciana «que nos es necesaria en una ocasión tan transcendental. Para
llegar a ella, se requerirá insistir en «mucha oración» y alargarse en «algún modo
conveniente de hacer penitencia», hasta hacer nuestro aquel grado de unión con
Jesucristo, descrito por Nadal, intérprete de san Ignacio: «que pensemos con la
inteligencia de Cristo, queramos con su voluntad, y recordemos con su memoria, de
modo de todo nuestro ser y actuar no sean en ti, sino en Cristo». Les da a continuación
diversas recomendaciones prácticas sobre lecturas apropiadas para la preparación pedida.
Y añadía: «Quiero animarle a dilatar al máximo “spatia caritatis et spei”, pues no
sabemos lo que el Señor dispondrá pedirnos y concedernos en esta Congregación
General. […] Ponga, pues, como enseña san Ignacio, “solamente en Dios su
esperanza”». Ya, al principio de la carta, había advertido: «El santo padre considera que
esta Congregación General es de una extraordinaria importancia, una como “hora
decisiva” para la Compañía, y aun para otros institutos religiosos, Ello muestra la gran
responsabilidad que pesa sobre nosotros, y nos obliga a hacer de nuestra parte todo lo
posible para responder a la esperanza de la Iglesia y de la Compañía».
Por las mismas fechas pedía oraciones por la CG a diversos institutos religiosos[12].
Y, el día 1 de noviembre del mismo año, solemnidad de Todos los Santos, lo hacía a los
padres y hermanos de la Compañía de Jesús[13].

2. Preparación «técnica o remota»[14]. La comisión preparatoria


En la carta enviada apenas un mes después de concluida la Congregación de
Procuradores de 1970, el padre Arrupe comunicaba a los superiores mayores que para
cumplir el mandato de la CG 31 (decreto 38), que encargaba al padre general con sus
asistentes generales «ocuparse de todas las cuestiones y problemas que hubiera de tratar
una futura Congregación General», sin que ello supusiera detrimento para el curso del
gobierno ordinario de la Compañía, se hacía necesario pedir la colaboración de un
pequeño grupo de hombre competentes y libres de otros trabajos, como el mismo decreto
indicaba. Sin poder precisar todavía todo lo que ese trabajo iba a implicar, pensaba que
«habría que proceder gradualmente en la constitución de ese órgano central». Por eso
pedía a los provinciales que le ofrecieran tres nombres de jesuitas, (dos de la propia
asistencia y un tercero de otra) que, reuniendo las cualidades de competencia requeridas,
pudieran quedar libres de cualquier otro trabajo, confiando que en su elección se dejaran
llevar más por el bien de la Compañía universal que por el de sus propias provincias. En
continuidad con esta comunicación, informaba tres meses y medio más tarde a toda la
Compañía[15] de haber convocado, después de haber recibido las propuestas de los
superiores mayores, a algunos peritos[16], para que con él y con todos los asistentes
examinaran el procedimiento a seguir en la preparación de la futura CG y los órganos y
servicios que se habrían de constituir para que, ya desde el principio, se implicara a toda
la Compañía en una deliberación de tanta trascendencia. Adelantaba también algunas
consideraciones a tener en cuenta en el trabajo de la comisión que se constituiría, como
anunciaba ya, bajo la presidencia del padre Calvez. Para la participación de la Compañía

83
en este trabajo, se habrían de aprovechar, de acuerdo con los superiores mayores, los
cauces ya existentes en las provincias; cada uno de los jesuitas debe considerar ya la
futura CG como uno de los momentos principales del proceso de «deliberación y
conversión» a que ya antes se había referido; la preparación que empieza de lejos no
suspende en modo alguno el curso cotidiano de las cosas ni la aplicación de las normas
que continúan vigentes, especialmente las dadas o más exactamente definidas por la CG
31. Y concluía prometiendo que, una vez que hubiera terminado las visitas previstas, se
pondría de nuevo en comunicación con la Compañía «para tratar de esta “deliberación
comunitaria”, que debemos considerar como la respuesta a los “signos” por los que se
manifiesta hoy el Espíritu y como un estudio más profundo del carisma ignaciano, que la
Compañía debe realizar»[17].
La comisión empezó inmediatamente sus trabajos. Era la primera vez en que, aparte
de las aportaciones de las Congregaciones Provinciales y de los postulados enviados por
su medio o directamente a la CG, se movilizaba a toda la Compañía a participar
activamente en la preparación para ella, «de modo que se produjera la colaboración
responsable de todos [sacerdotes, hermanos y escolares] en la vida de la Compañía y su
modo de proceder»[18]. Para ello la comisión preparó, como tarea inicial un amplísimo
listado de temas que podrían ser tratados en la futura CG[19] y pidió a las provincias que
los clasificaran por orden de la importancia que atribuían a cada uno de ellos, pudiendo
también eliminar algunos y añadir otros. De acuerdo con las palabras pronunciadas por
el P. Arrupe con ocasión del envío de algunos documentos de la comisión para la
segunda fase de la preparación de la CG 32, «muchos habrían expresado el deseo de que
la preparación se focalizara sobre los puntos fundamentales de nuestra vocación y misión
y en las formas concretas de nuestra vida religiosa y comunitaria, lo que nos hace posible
esta preparación en el movimiento más general de renovación espiritual y apostólica que
yo había propuesto antes a toda la Compañía. Esto no significa que las cuestiones de
estructuras y organización vayan a ser ignoradas completamente por la futura
Congregación; de hecho, algunas deben ser tratadas. Pero nuestros principales esfuerzos
estarán concentrados [de acuerdo con lo dicho] a lo largo del período de
preparación»[20]. No faltaban, sin embargo, entre las innumerables sugerencias, algunas
propuestas extravagantes y otras extremistas o incluso radicales, rechazables de entrada.
Entre estas: el significado, para la Compañía, de ser una orden clerical; un nuevo estatuto
de equiparación para los hermanos laicos con los demás jesuitas; el sentido del cuarto
voto, después del Vaticano II, que sea un voto de toda la Compañía; qué hacer ante la
divergencia de opiniones; dentro de qué límites se puede admitir el compromiso de los
jesuitas en las cosas temporales; cómo integrar en la orden a laicos equiparados en todo a
los jesuitas; cómo cambiar el gobierno y la administración de la orden en un sentido más
democrático; un nuevo método para el nombramiento de los superiores.
La comisión preparatoria trabajó muy concienzudamente, estableciendo no menos de
30 grupos de trabajo regionales sobre los diversos temas que necesitaban estudio, con
gran apertura, y recogiendo y sistematizando cuidadosamente y con escrupulosa
neutralidad el resultado de estos trabajos. La masa de documentación resultante fue

84
notable. Ello tenía sus ventajas y sus desventajas: mucha iluminación, procedente de
reflectores situados en puntos muy diversos; dada la libertad de opinión y expresión que
se había ofrecido y fomentado, se podía encontrar de todo en ella, sin solución de
continuidad; junto a ideas y propuestas muy aprovechables, otras bastante peregrinas y
claramente desechables. ¿Ayudaría al trabajo de la Congregación, o lo complicaría más?
Estaba por ver. Ciertamente algunas de las ideas recogidas y difundidas entre los
electores de la CG 32 fueron más tarde origen de grandes quebraderos de cabeza con la
Santa Sede (fue el caso de los modelos «A» y «B» de Compañía, el primero de corte más
tradicional y el segundo más progresista y secularizante). El tono general causaba
desazón también entre no pocos de nuestros compañeros, porque parecía que todo se
ponía en cuestión. ¿Adoleció la comisión de excesivo optimismo e ingenuidad? Es
posible[21]; predominaba en ella su carácter técnico en detrimento de una mayor
sintonía con la Compañía real en toda su amplitud y variedad.

3. Arrecian los ataques de la disidencia española


Concluida la mencionada Congregación de Procuradores de 1970, el P. Arrupe
comunicó por carta, muy breve y escueta, a uno de «los de Chamartín» que la petición de
poder formar comunidades homogéneas dependientes del general y con un superior
mayor propio, e incluso con noviciado y casas de formación propias, no podía ser
concedida, por graves razones del bien de la Compañía y de la Iglesia, sin más
explicaciones[22].
En un primer momento, las cosas parecieron estar en calma. Pero pronto se
empezaron a percibir síntomas alarmantes. Empezó a circular, sin periodicidad fija, en
ámbitos de la Compañía y seguramente también fuera de ellos, un boletín con el
chocante título de Jesuitas en fidelidad, que daba noticias muy sesgadas y muy negativas
sobre la Compañía, especialmente contra el padre Arrupe y los trabajos de preparación
de la CG 32, y hacia fervientes llamamientos a la fidelidad a las venerables e inmutables
tradiciones de aquella, sin ceder a caprichos de novedades y falsas renovaciones, que no
hacían más que destruirla. Aparecían también frecuentemente artículos denigratorios de
ella en algunos órganos de prensa de extrema derecha, como Iglesia-Mundo, Fuerza
Nueva, y ¿Qué pasa?, escritos por jesuitas o, por lo menos, con informaciones que solo
podían proceder de ellos. Todo esto inquietaba mucho a nuestras comunidades
«normales», aunque no faltaban jesuitas que, contagiados del morbo, comulgaban con lo
que en ellos se decía y otros que los leían inocentemente y se los tragaban como dogmas
de fe[23].
¿Qué estaba sucediendo? Perdida la batalla pública y no habiendo tenido la
posibilidad de ver reconocida canónicamente la erección de la provincia autónoma, el
partido de la «vera Compañía», fue sustituido por otros mentores y guías, que, desde la
clandestinidad, intentaron dar vida dentro de la orden a una verdadera facción disidente,
organizada autónomamente, autodenominada «Jesuitas en fidelidad». Este grupo tenía su
arraigo mayoritario en España, como epicentro de las turbulencias[24], con

85
ramificaciones en Argentina, y algunos simpatizantes en Francia, Estados Unidos e Italia
y, sobre todo, en Roma, en la curia general de la Compañía y en la Gregoriana. Parecía
contar con una organización capilar e incluso con oficinas de referencia, como la
Agencia CIO en Madrid, avenida del Generalísimo, 4, 4.º, difusora de noticias de la
extrema derecha política, y en Mendoza (Argentina), Editor OMBU c. c. 511, afín al
periódico Verdad y Vida. También con recursos financieros que se hacían afluir a la
cuenta corriente bancaria n.º 67.006 del Banco de Santander, a nombre de «Amigos de la
Compañía en fidelidad», que giraba bajo la firma delegada del P. Manuel Parente[25], de
la provincia de León. La ideología del movimiento se condensaba en algunos principios,
que constituían la trama y las motivaciones de su ser y de su obrar. Según ellos, desde
1965, la dirección de la Compañía, elegida en la CG 31, había tenido como único
objetivo la demolición sistemática de aquella, promoviendo su «progresistización y
marxistización» (sic), malinterpretando la consigna y la práctica de la «renovación
acomodada» de la vida religiosa impulsada por el Concilio. Este, decían, no había
cambiado absolutamente nada de sus reglas y costumbres. El aggiornamento de la
Compañía había significado solo su mundanización; su sal se había vuelto no solo
insípida sino también gravemente dañina para su misión de «ayudar a las almas».
El núcleo más activo y ruidoso de ellos optó por el encuentro frontal –«la batalla
final», decían en sus escritos– con la Compañía oficial y tenía como objetivo inmediato
impedir la celebración de CG 32, y, en última instancia, provocar la deposición del padre
Arrupe. Entre las acciones emprendidas para ello, la más grave y escandalosa fue la
publicación, a comienzos de 1974, de un siniestro panfleto de 127 páginas, impreso en
Barcelona por AGPOgraf, con el título La Verdad sobre la Compañía de Jesús. Su autor
principal, escondido bajo el pseudónimo de Ignacio Javier Pignatelli, era, según
logramos averiguar, el jesuita navarro, P. Nicolás Puyada[26], personaje muy peculiar,
que, por sucesivos y turbios quebrantos financieros con cuyas consecuencias hubo de
cargar la Compañía, tuvo que ser destinado de emergencia de Bilbao a Venezuela y
luego de allí a Argentina. En los primeros años 70, apareció, sin que nadie supiera cómo
ni por qué, en la provincia de Loyola, desde donde alimentó, probablemente no solo él,
esta infame y desenfrenada campaña contra la Compañía y el padre Arrupe. El libelo
citado es una verdadera declaración de guerra a la nueva Compañía que estaba
emergiendo y a su general, como inspirador y conductor de ese rumbo, en una especie de
linchamiento moral a muerte. El 7 de septiembre 1974, tres meses antes del comienzo de
la CG 32, en el ámbito de un congreso internacional de estudiosos de los Ejercicios
espirituales y de las Constituciones de la Compañía, celebrado en Loyola, al que asistían
el padre Arrupe[27] y su asistente para España, P. Ignacio Iglesias, –por allí andaba
Puyada repartiendo sonrisas–, se hizo circular un escrito anónimo, resumen del libelo, en
el que se invitaba al padre Arrupe, al que se le hizo llegar «ocultando la mano», a
presentar su renuncia al cargo por «mala doctrina y mal gobierno», esperando que, con
ella, pudiera evitar un «desagradable proceso canónico» para su destitución, con el que
se le amenazaba[28].
¿De qué acusaba a Arrupe el movimiento «Jesuitas en fidelidad»? De haber

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manipulado los escrutinios electorales con el fin de obtener la mayoría absoluta entre los
delegados de la próxima CG 32 (cuando la verdad era que «Jesuitas en fidelidad» habían
hecho circular listas de sus adictos, pidiendo el voto para ellos); de no informar
debidamente a toda la Compañía sobre las relaciones con la Sede Apostólica, ocultando
indicaciones y avisos del sumo pontífice; de querer secularizar de todas las maneras la
orden derribando progresivamente todo el armazón jurídico, canónico y espiritual de la
Fórmula del Instituto; de ignorar la opinión de más de mil jesuitas, que, solo en Europa,
estaban contra la celebración de una nueva CG y que no se reconocían en su gestión; de
presentarse como víctima de un injusto trato de parte de la curia general; en fin, de no
saber distinguir, dentro y fuera de la Compañía, las ovejas de los lobos, el trigo de la
cizaña. Desde comienzos de 1973, la batalla del movimiento se orientó a demostrar que
el proceso preparatorio de la CG 32, puesto en marcha por Arrupe, era inválido. El
movimiento opositor se había radicalizado y asilvestrado hasta extremos insospechados
y no era ya liderado por sus iniciadores.
Al lado de este grupo de fanáticos y celosos sustentadores de la «vera Compañía»,
cuyos componentes conocíamos suficientemente, si bien no con absoluta seguridad,
había otro círculo más amplio y difuso de simpatizantes, que, aunque en el fondo
pensaban de manera semejante, adoptaban actitudes más prudentes y moderadas e
incluso no estaban de acuerdo con los métodos, tan poco ortodoxos y honestos,
empleados por aquellos; pero sentían una angustiosa inquietud, al leer que aquellos
gozaban del beneplácito y apoyo de la Santa Sede, según afirmaban. Entre todos ellos
había hombres virtuosos, otros no tanto, y algunos manifiestamente insensatos.
No parece que se pueda dudar de que quienes acudían a los alocados procedimientos
mencionados o los secundaban estaban cometiendo, o secundando, una muy grave
deslealtad con la Compañía, de posibles consecuencias también muy graves, y de que los
legítimos superiores habrían tenido la grave obligación de frenar aquella y prevenir
estas. Pero ¿cómo actuar en concreto? Hubieran tenido que tener la certeza moral de los
autores de tales acciones y poder argumentarla; y no la tenían. Por otra parte, recordarían
la seria advertencia del cardenal Secretario de Estado al padre Arrupe en 1970, al estallar
el asunto de la «vera Compañía» en España, de no ensañarse con estos «venerables
padres». Los contendría también el pensamiento de no echar más leña al fuego, creando
más tensión y zozobra en el conjunto de los compañeros. Optaron por hacer lo menos
que se podía hacer: enviar una nota a las comunidades para informarlas del movimiento
y de sus actuaciones, y mandar también una carta al papa informándole igualmente de lo
que estaba sucediendo y manifestándole su perplejidad por el hecho de que «los de la
fidelidad» proclamaran sin empacho alguno que contaban con el amparo de la Santa
Sede; le pedían algún esclarecimiento para ajustarse en todo a su voluntad. Como
respuesta, recibieron una carta de Mons. Giovanni Benelli, sustituto de la Secretaría de
Estado, comunicándoles que su carta al santo padre había sido pasada a su
conocimiento[29]. De todo ello se informó detalladamente al P. Arrupe.
En días ya próximos al comienzo de la CG tuve, por iniciativa propia, un encuentro
con el cardenal Arturo Tabera Araoz[30], prefecto de la Congregación de Religiosos e

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Institutos Seculares, en la casa de las Operarias Diocesanas de Madrid (calle de Arturo
Soria), donde se encontraba de paso. Le comenté sencillamente lo que estaba pasando
con los «Jesuitas en fidelidad». El cardenal me escuchó con atención, aunque con una
cierta distancia, sin dejar traslucir el menor indicio de conocer la situación. Me
recomendó que no por ello nos dejáramos llevar de una reacción contraria, que
procuráramos mantener la unión entre todos los jesuitas y gobernar la Compañía en el
espíritu de su santo fundador. Sin más.
También visité, antes de viajar a Roma, a uno de los representantes más cualificados
del grupo de «los de Chamartín» y le pregunté qué era lo que más les preocupaba de la
próxima CG. Este me respondió: «Que cambie la Fórmula del Instituto». Yo le confesé,
según lo que realmente pensaba: «No creo yo que vaya a hacer eso».
El P. Nicolás Puyada, corifeo y vocero de los «Jesuitas en fidelidad», fue llamado a
Roma, estando ya en marcha la CG, donde su provincial argentino, P. Jorge Mario
Bergoglio, de acuerdo con el P. Arrupe, lo destinó a Australia a trabajar con inmigrantes
de lengua española. Tenía él entonces 58 años. Allí estuvo durante algunos años, al cabo
de los cuales volvió a la casa de Loyola, donde falleció el 11 de noviembre de 1987.

[1] En ella se había tratado ampliamente sobre el estado de la Compañía, en base a la alocución primera del
padre general, y de una serie de temas particulares (aplicación de la Instrucción Renovationis causam, de la
Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, de 6 de enero de 1969, a la Compañía; sobre los
hermanos coadjutores en la Compañía; sobre la distinción de grados; sobre las Congregaciones y el gobierno de la
Compañía en todos sus niveles; sobre las numerosas defecciones de sacerdotes en los últimos años, 1960-1970;
sobre la vida comunitaria; sobre las quiebras en la unión de ánimos y los conflictos en la Compañía).
[2] AR 15 (1967-1972), 618-623.
[3] Este es el título de un documento fundamental en la génesis de la Compañía, publicado en MI Const., I,
Roma 1934, en el que se narran las deliberaciones de los primeros compañeros, llevadas a cabo desde el mes de
marzo al 24 de junio de 1539, por las que llegaron a decidir permanecer unidos, y prestar obediencia a uno de ellos
que fuese elegido como superior, dando así lugar a la decisión de constituir la Compañía. Estas deliberaciones han
quedado con todo merecimiento como paradigmáticas para las decisiones propiamente tales que se hayan de tomar
colectivamente en la Compañía, según el Instituto, y también para los procesos grupales preparatorios de esas
decisiones y de otras, y de todo tipo de comunicación espiritual en grupo. La CG 32, en su decreto 11 sobre «La
unión de los ánimos», nn. 21-24, precisó con toda exactitud lo que es el discernimiento espiritual en común, las
condiciones requeridas para practicarlo, su naturaleza puramente consultiva en el marco del ejercicio de la
autoridad y la obediencia en la Compañía y el papel del superior en el proceso.
[4] Es esta la primera ocasión en que aparece empleada por Arrupe la expresión «deliberación espiritual
comunitaria».
[5] AR 15 (1967-1972), 767-773. La carta no llegaba por sorpresa ni por generación espontánea. El Centro
Ignaciano de Espiritualidad (CIS), dirigido por el P. Luis González (TOL), resumía como sigue las aportaciones
realizadas en la Compañía sobre el discernimiento en común, anteriores a la publicación de la carta del padre
general. En diciembre de 1970 el padre general comunicaba al CIS su interés por investigar más profundamente el
argumento, pensando que podría ofrecer una ayuda importante para la renovación de la Compañía. Hasta entonces
había sido poco estudiado. A partir del mes de enero de 1971, respondiendo a una invitación del CIS, que quería
hacerse eco del deseo del padre general, comenzó una reflexión sobre el asunto, extendida por diversos lugares de
la Compañía. Un grupo de jesuitas argentinos elaboró enseguida un amplio informe. En los Estados Unidos se
estudió el tema, en diversas sesiones, en el «Seminary on the Jesuit Spirituality». En Francia, un grupo de
expertos, bajo la dirección del P. Giuliani, redactó, en dos intensas sesiones de trabajo, un importante estudio.
Irlanda convocó unas jornadas de trabajo de 8 días de duración para disponerse al discernimiento, bajo la guía del
P. John Carroll Futrell (MIS), experto de primera línea. La provincia de Germania inferior estudió en su

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«Symposion» anual de septiembre el discernimiento en comunidad. La asistencia de Italia, además de algunas
sesiones de carácter provincial y local, convocó dos reuniones nacionales para profundizar el tema y publicó un
amplio estudio sobre él. En España algunas reuniones de superiores estudiaron detenidamente el tema, y el P. Luis
M. Sanz Criado, provincial de Toledo, publicó una amplia instrucción sobre el discernimiento en común. La
provincia de Australia, reunida en una sesión provincial estudió también el tema con la ayuda de un experto
filipino. En ese tiempo se traduce y edita en nueve lenguas la Deliberación de los primeros padres. Ya por
entonces, en mayo de 1971, en un encuentro con todos los provinciales de América Latina, el P. Arrupe describía
en estos términos el proceso del discernimiento espiritual comunitario: «El proceso total sería: arrancando de una
posición inicial de indiferencia ignaciana, pasando por el tercer binario, tercera manera de humildad, siguiendo
siempre con oración, a fin de sentir una experiencia interior personal sobre el punto de que se trate; después de
una exposición directa de lo que se ha sentido ante el Señor, y así contribuir al discernimiento comunitario, que
luego asumirá el superior para transformar [o no] a su resultado en misión» (Información, S.J., julio-agosto 1971,
p. 185). El CIS, por su parte, organizó unas «Jornadas sobre la Deliberación», que se celebraron en septiembre de
1971, en la Villa Cavalletti (Grottaferrata), cerca de Roma, con la participación de los más cualificados expertos
jesuitas sobre el tema. Para esas Jornadas se recogieron y presentaron los principales estudios de jesuitas acerca de
él, publicados hasta julio de 1971, editados en el Dossier Deliberatio A, 2.ª edición, CIS, Roma 1972 (403 pp.).
Como apéndice del Dossier, se publican en él las actas de las Jornadas, muy iluminadoras, en las que se puede
apreciar cómo fueron tratados ya entonces todos los puntos relativos al discernimiento espiritual en común. Como
indicio del interés que suscitó el tema en la Compañía en aquel momento se pueden considerar los numerosos y
valiosos estudios sobre él, publicados por jesuitas en los años sucesivos, que fueron recogidos en el Dossier
Deliberatio B (los publicados durante el curso 1971-1972, 252 pp.) y en el Dossier Deliberatio C. Essays on
Discernment, CIS, Roma 1981, 243 pp., los posteriores. El conjunto de estos estudios constituye un verdadero y
riquísimo arsenal de conocimientos sobre el tema, que muestra, a la vez, claramente la genuinidad ignaciana del
ejercicio del discernimiento espiritual en común. Es tambien muy iluminador el estudio de J. C. FUTRELL, SJ,
Making an Apostolic Community of Love. The Role of the Superior according to St. Ignatius of Loyola, The
Institute of Jesuit Sources, St. Louis 1970. Igualmente, la contribución del P. Luis GONZÁLEZ, «Cursos de
discernimiento espiritual (en común)» después de la experiencia de más de 30 en Italia, España, Portugal, México,
Brasil, Chile, Uruguay, Paraguay, Colombia y Bolivia desde 1972 a 1974 (Información S.J, marzo abril 1975,
108-117). Algo parecido, Miguel A. FIORITO (ARG), «Orientaciones prácticas para las reuniones», ibid., 118-124.
[6] AR 15 (1967-1972), 886-888.
[7] Ibid., 898-901.
[8] En estos encuentros de Roma participaron preferentemente los provinciales y viceprovinciales de
reciente nombramiento, para que pudieran tratar con sus respectivos asistentes y conocer los servicios de la curia
general.
[9] Inicialmente el lugar de la celebración de este encuentro se había fijado en Beirut, pero finalmente no se
pudo celebrar allí.
[10] Texto latino de la carta de 5 de abril de 1973, en AR 16 (1973-1976), 43-50; versión española, ibid., 66-
68.
[11] Texto completo en Información S.J., n.º 33, septiembre-octubre 1974, 211s.
[12] Información S.J., ibid., 212s.
[13] Ibid., n.º 35, enero-febrero 1975, 4s.
[14] Así calificó el P. Arrupe el trabajo que se encomendaría a esta comisión (carta a todos los superiores
mayores, 16 noviembre 1970, AR 15 [1967-1972], 631-633).
[15] Carta de 3 de abril de 1972 (AR ibid., 722-724).
[16] Fueros los PP. Jean-Yves Calvez (GAL), Horacio de la Costa (PHI), Thomas Gannon (USA) y Tomás
Zamarriego (TOL).
[17] Carta de 28 de septiembre de 1971, AR 15 (1967-1972), 755-756. Los miembros de la Comisión
Preparatoria fueron: PP. Parmananda Divarkar (BOM), Walter Farrell (DER), Johannes Gerhartz (GER), Luciano
Mendes de Almeida (BRC), Tomás Zamarriego (TOL), con el P. J.-Y. Calvez como presidente.
[18] Expresión del propio padre Arrupe, en su carta a todos los superiores mayores, de 16 de noviembre de
1970. AR 15 (1967-1972), 633. En realidad, esta «nueva apertura» a la cooperación de todos los miembros de la de
la Compañía en esa preparación no era una idea de su propia invención. Ya el Motu proprio Ecclesiae Sanctae de
Pablo VI (6 de agosto de 1966) para la ejecución del decreto conciliar Perfectae caritatis sobre la renovación de la
vida religiosa disponía que, «como preparación de este capítulo especial [que se había de celebrar en cada instituto
para plasmar su proyecto de renovación acomodada], el consejo general del Instituto organizará con cuidado una
consulta amplia y libre de los miembros y clasificará oportunamente sus resultados para ayudar y dirigir el trabajo

89
del capítulo. Esto se podrá realizar, por ejemplo, oyendo a los capítulos conventuales y provinciales,
constituyendo comisiones, proponiendo cuestionarios, etc.» (ES II 4).
[19] El listado se elaboró en base a: las cuestiones y problemas que las Congregaciones Provinciales previas
a la de Procuradores de 1970 habían propuesto para una futura CG; diversos documentos sobre problemas varios
que afectaban a la Compañía (conclusiones del Survey, propuestas de las comisiones provinciales para la selección
de ministerios); actas de diversos encuentros provinciales y regionales; trabajos de diversas comisiones
establecidas después de la CG 31 (p. ej., sobre los grados, los hermanos, la pobreza,…). Cfr. AR 15 (1967-1972),
632s.
[20] AR 15 (1967-1972), 857s. El padre general continuaba así: «La comisión me ha informado también
sobre las reservas expresadas por algunos en sus respuestas respecto de la futura Congregación. Las he examinado
como es debido con los asistentes regionales. De hecho, las prioridades que emergen de las relaciones enviadas
por las provincias confirman una vez más las razones que me llevaron, al tiempo de las últimas Congregaciones
Provinciales y de la Congregación de Procuradores de 1970, a pensar ya en otra Congregación General que se
celebraría al final de una preparación conveniente. Tendré en cuenta las preocupaciones expresadas, y deseo
subrayar lo que ya he dicho: el trabajo de preparación debe incluir un esfuerzo sereno y estable, día tras día, por
renovarnos y adaptarnos, en un proceso de purificación y conversión, en fidelidad a nuestra vocación y nuestro
Instituto». Eran ideas muy fijas en la mente del padre Arrupe en aquel momento, y él obraba con decisión en
consecuencia.
[21] El mismo P. Arrupe pudo contribuir a ello. En la mencionada reunión de los provinciales de América
Latina, celebrada en Lima (16 a 21 de mayo de 1971) se expresaba así: «La materia de esa CG [32] iría desde lo
más serio, como, por ejemplo, si la Compañía es una orden sacerdotal o no, que no hay duda que lo es, pero
algunos dudan; la cuestión de los grados, etc., hasta cosas de no tanta envergadura. Esto también es [deseo]
universal. En la Compañía se cuestionan hoy muchas cosas, sin ningún tabú. La problemática será libre. Con toda
amplitud. Este también es un deseo universal y profundo».
[22] Tuve conocimiento de ello solamente bastantes años más tarde, por medio del artículo de A. ÁLVAREZ
BOLADO, «Crisis de la Compañía de Jesús en el generalato del Padre Arrupe», en el Anuario del Instituto Ignacio
de Loyola, 2003, 201s.
[23] Es significativo, a este propósito, el curioso gesto del entonces rector del Colegio Apóstol Santiago, de
Vigo, padre Nicolás Rodríguez Verástegui, que, en cierta ocasión, acompañado de un hermano de su confianza,
compró todos los ejemplares del ¿Qué pasa? en el único quiosco de prensa en que se vendían en Vigo y los hizo
quemar en un rincón del parque del colegio, para evitar que el periódico fuera leído por miembros de su
comunidad. Gesto ingenioso, pero, a la larga, poco eficaz, ya que el periódico seguía llegando puntualmente a los
quioscos de venta cada semana.
[24] La situación político-religiosa en España por aquellos años era muy compleja. El régimen del general
Franco, aunque no fuera más que por ley de vida, se encontraba en su tramo final, pero no se resignaba a dar paso
a ninguna alternativa viable, La Iglesia, por su parte, estaba empeñada en la aplicación del Concilio Vaticano II a
España, también y muy especialmente en lo relativo a la creación de unas nuevas relaciones entre Iglesia y Estado
acordes con la doctrina y el espíritu del Concilio. La tirantez entre los representantes de ambos poderes era enorme
y los conflictos surgían a cada paso. En el interior de la Iglesia había también grandes tensiones: «conservadores»
contra «progresistas», «preconciliares» contra «conciliares», en lucha sorda o clamorosa, según las circunstancias,
principalmente entre los obispos y sacerdotes, pero también entre seglares. La interpretación y aplicación del
Concilio llevó a los católicos españoles al borde de la escisión. Vigorosa y genuina representante de la corriente
nacional-católica y preconciliar de la Iglesia española en aquellos años fue la denominada Hermandad Sacerdotal
Española (HSE), fundada por el religioso franciscano P. Miguel Oltra Hernández en 1966, que llegó a agrupar a
más de 8.000 sacerdotes seculares y regulares. También por entonces, cientos de religiosos y sacerdotes catalanes,
convocados por los padres jesuitas Jaime Piulachs Oliva y José Alba de Calcerrada, constituyeron en Barcelona la
Asociación sacerdotal San Antonio Mª Claret, y, años después, este último, la Unión de Seglares San Antonio
María Claret. Fruto de aspiraciones y actividades análogas y coincidentes, esas asociaciones de sacerdotes se
unieron en julio de 1969, sin perder cada una su autonomía, bajo el nombre de Hermandad Sacerdotal Española de
San Antonio Mª Claret y San Juan de Ávila, que fundía un exacerbado sentido de la tradición católica con un
desbordante sentimiento patriótico, expresión puntera del más acendrado nacionalcatolicismo. Este era el agitado
y tenso ambiente político, social y religioso, dominante en España en aquellos años. Con él a la vista, no es difícil
comprender que la deriva de la «vera Compañía» no era una planta del todo exótica, sino que, aunque no tuviera
conexión formal con estas asociaciones, contaba con un terreno abonado para brotar y desarrollarse.
[25] El presidente del Banco Santander, D. Emilio Botín (senior), había tenido como alumnos en el Colegio
de la Inmaculada de Gijón a dos hijos y tenía buena amistad con el padre mencionado en el texto, ferviente

90
militante de la «fidelidad». Por medio del P. Antonio Arroyo, administrador del provincial de España, que se
movía muy bien en los ambientes financieros de Madrid, llegamos a conocer los detalles relativos a la cuenta.
[26] El P. Nicolás Puyada había nacido en Yesa (Navarra), muy cerca del castillo de Javier, el 6 de diciembre
de 1914; entró en la Compañía en Loyola el 31 de agosto de 1930; ordenado de sacerdote el 17 de julio de 1944;
emitió su profesión solemne el 2 de febrero de 1948; después de haber pasado sucesivamente por Bilbao,
Venezuela, Argentina y Australia, murió en Loyola el 1 de noviembre de 1987, perteneciendo a la provincia
argentina. Cf. Catalogus defunctorum in renata Societate Iesu (III) 1982-2006, Roma, Apud Curiam Praepositi
Generalis 2001.
[27] Allá pronunció su famosa conferencia «La misión apostólica como clave del carisma ignaciano»,
acogida entusiásticamente por los jesuitas presentes y muy utilizada después.
[28] Según se afirmaba en el ámbito de los «Jesuitas en fidelidad», era, nada menos, uno de los casos en que
la Compañía debía deponer al general, llegando incluso a proponer la puesta en práctica de los números de las
Constituciones, que tratan del asunto: «[782] 4. Tercero. Cuando interviniese alguno de los pecados (lo que Dios
no permita) que bastan para deponer del oficio al Prepósito, como la cosa conste por testimonios suficientes o
dicho del mismo, sean obligados los cuatro asistentes con juramento, de avisar, y con sus firmas juntas, o de los
tres, llamar a Congregación General la Compañía, [B] es a saber, los provinciales y dos con cada uno de ellos, los
cuales serán obligados a juntarse. Y cuando fuese pública la cosa y comúnmente manifiesta, sin esperar
llamamiento de los cuatro, deberían venir los provinciales, llamando unos a otros. [783] B. Tengan la cosa con
todo ello cuan secreta pudieren para con los otros aun de la misma Compañía, hasta que se vea la verdad;
porque, si no se hallase ser cierto lo que los cuatro se persuadían, no quede infamado el Prepósito sin razón».
[29] Más adelante transcribiré estas cartas, escritas a 24 de noviembre de 1974.
[30] Nació en Barco de Ávila, España, el 29 de octubre de 1903. Se incorporó a la Congregación de los Hijos
del Inmaculado Corazón de María en mayo de 1915. Se formó en el Seminario Claretiano, y el Ateneo Pontificio
Romano «San Apollinare» en Roma, donde obtuvo un doctorado en derecho canónico. Fue obispo de Albacete y
arzobispo de Pamplona y Tudela. Fue nombrado cardenal presbítero de San Pietro in Montorio en el consistorio
del 28 de abril de 1969 por el papa Pablo VI.. Prefecto de la Congregación para el Culto Divino desde el 20 de
febrero de 1971. Prefecto de la Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares desde el 8 de
septiembre de 1973. Murió en Roma el 13 de junio de 1975.

91
CAPÍTULO QUINTO

Bajo estrecho control de la Santa Sede

La aguerrida y perversa campaña (des)informativa que los «Jesuitas en fidelidad»


estaban desarrollando fue consiguiendo algunos de los objetivos por ellos pretendidos.
Lograron, en efecto, crear en la Santa Sede un dossier informativo muy negativo para la
Compañía e infundieron en el papa y su entorno un serio temor de los destructivos «aires
de cambio», con que llegarían a Roma los electores de la CG 32. De ahí, la estrecha
vigilancia y control a que la Secretaría de Estado, por encargo del papa, y el papa en
persona en determinados momentos, empezaron a someter al padre Arrupe.
El 18 de abril 1972, el Secretario de Estado, al agradecer al prepósito general su
atenta comunicación al papa de que la futura CG se reuniría entre 1974 y 1975,
expresaba la complacencia de este por la decisión tomada, apreciando que la
convocatoria demostraba que el general, «consciente de algunas actuales expresiones de
la orientación y del estado de la Compañía, juzga oportuna tal convocatoria y desea […]
de parte de todos una generosa y fiel recuperación del ideal ignaciano». Al tanto de las
distintas tendencias existentes en el interior de la Compañía, proseguía: «El santo padre
confía que la Compañía entera quede reflejada en la composición de la Congregación, en
la cual las varias tendencias y mentalidades sean igualmente representadas y, por tanto,
también las que invocan la fidelidad al espíritu y a la misión propia de la Compañía en
una forma más tradicional»[1].
El talante preventivo-correctivo de la carta se comprende mejor con la lectura de una
nueva misiva de Villot al general, del 15 de febrero de 1973, en la que le habla de la
«creciente ansiedad de la Sede Apostólica por una crisis que implica revistas, cátedras,
personas, en sectores cada vez más extensos de esa Compañía»[2]. Los disidentes habían
logrado su objetivo de desacreditar gravemente a la Compañía ante la Santa Sede y el
mismo santo padre personalmente.
Quizás esta última carta motivó que Arrupe participara en un encuentro en el
Vaticano, el 7 de mayo de ese año, con el cardenal Villot, monseñor Benelli, sustituto de
la Secretaría de Estado y monseñor Agostino Casaroli, secretario del Consejo para los
asuntos públicos de la Iglesia. En este encuentro se le transmitieron a Arrupe diferentes y
numerosas informaciones negativas sobre el estado de la Compañía. En el curso de la
reunión él se lamentó amargamente de no sentirse, como esperaba, en una atmósfera de
diálogo constructivo, sino bajo la impresión de que las informaciones recibidas son ya de
antemano aceptadas, esto es, que se concede más autoridad y credibilidad a los
informadores que a las explicaciones. Aunque fuera todo verdad, que estaba muy lejos
de ello, ¿era solo eso lo que estaba sucediendo en la Compañía? ¿No había en ella nada

92
bueno que pudiera contrapesar de algún modo tanta negatividad? Palabras que traslucen
un sentido de profunda desilusión. En el Vaticano parecían contar más las noticias
negativas, muchas veces anónimas, que las explicaciones del legítimo gobierno de la
orden. Las informaciones que posee la Santa Sede –dice claramente en el curso del
encuentro en el Vaticano– «son unilaterales» y van desde hechos verdaderos, pasando
por deformaciones, hasta llegar a verdaderas falsedades[3]. Al término del encuentro
Arrupe pidió conocer por escrito los diversos capítulos de acusación, para defender
adecuadamente su actuación, la de su Consejo y la de toda la Compañía.
En carta de 2 de julio de 1973, Villot satisface esta demanda. Resume en ella la línea
seguida por Pablo VI y la Santa Sede en su relación con la Compañía: reconocimiento
agradecido por lo que esta ha hecho secularmente y continúa haciendo en servicio de la
Iglesia y de la Sede Apostólica; pero preocupación por múltiples signos de una vasta y
profunda crisis que se manifiesta en la orden, con serio peligro para ella misma, para
otros institutos religiosos y para la Iglesia; confianza dada a la Compañía de poder
superar positivamente semejante crisis, con el apoyo y ayuda de la Santa Sede. El sumo
pontífice, en vez de acoger numerosos requerimientos de intervenciones extraordinarias
o drásticas, ha preferido siempre hablar sinceramente con el padre Arrupe, confiando en
su solícita reacción, asegurándole el apoyo necesario, y rogándole mantener contactos
periódicos con la Santa Sede. Esto último –afirma el cardenal– no ha sucedido, al menos
en la medida deseada y útil. Su propia carta del 15 de febrero al padre general era «una
nueva llamada a una acción que se hace de año en año más urgente». Y añadía que «el
contenido de aquella carta había sido juzgado por el santo padre plenamente
correspondiente a su pensamiento y a sus intenciones».
Villot continuaba con un párrafo que implicaba claramente a Arrupe, como general:
«No pocas voces, no solo desde el interior de la orden, denuncian como uno de los motivos principales de la
agravación de la crisis, la carencia de la autoridad responsable que, o no se da suficientemente cuenta de la
realidad, de las proporciones y causas de los inconvenientes existentes, o no emprendería las provisiones
necesarias. Algunos llegan a afirmar que corrientes imprudentemente innovadoras encontrarían un apoyo,
negado a veces a aquéllos, y serían muchos, que ven en ello un peligro para la identidad y el porvenir de la
orden y a los cuales estaría rehusándose el principio del “pluralismo”, invocado para consentir innovaciones
audaces o negativas»[4].

Para la Santa Sede, pues, las responsabilidades de Arrupe son graves y su juicio
parecen tener carácter definitivo. Las observaciones formuladas por Villot, basadas
exclusivamente en las informaciones negativas llegadas al Vaticano, son precisas: no
actúa con prontitud y, sobre todo, con firmeza[5], deja correr, permite todo tipo de
experimentaciones y, sobre todo, como ya se le ha solicitado varias veces, no informa
regularmente de su actuación a la Santa Sede.
El día en que Arrupe convocó oficialmente la CG 32 (8 de septiembre de 1973[6]),
fue recibido en audiencia por Pablo VI, que le entregó una carta autógrafa, fechada el 15
de septiembre de 1973, para ser comunicada a toda la Compañía[7]. Algunas de sus
afirmaciones quedaron muy grabadas en las mentes de muchos jesuitas –de una u otra
tendencia– que aguardaban con expectación la CG.

93
«No se nos oculta –escribía el papa– la importancia de esta asamblea en un tiempo que parece ser casi una
hora crucial [el texto latino dice “decretoria”] para la misma Compañía de Jesús, para su propio porvenir, su
papel en la Iglesia y también para las demás familias religiosas. La Compañía, sin duda, se esfuerza por
acomodar, de acuerdo con el fin del Instituto, su vida y su apostolado a las exigencias del mundo actual tan
continua y rápidamente en cambio. […] Te manifestamos de nuevo nuestro deseo, más aún, nuestra voluntad
de que la Compañía acomode su vida y su apostolado a las situaciones y necesidades de este tiempo de modo
que quede claramente confirmada su índole de orden religiosa, apostólica, sacerdotal, unida por un vínculo
especial de amor y de servicio al romano pontífice, como se establece en la Fórmula del Instituto o regla
fundamental de la misma Compañía».

En términos más precisos añadía:


«La Compañía de Jesús, invitada como está, de modo particular a recorrer el camino del seguimiento de
Cristo, ha de sentirse impulsada de modo peculiar a renovar su vida, compulsándola constantemente con el
Evangelio, a lo cual exhortan las palabras y los ejemplos de san Ignacio. Se trata de llevar a cabo la renovación
comenzada por voluntad del Concilio, teniendo en cuenta los nuevos tiempos. Pero esto ha de hacerse según el
mismo espíritu de la Compañía de Jesús, es decir, siendo fieles a su propia tradición fundamentada en Cristo,
en la Iglesia, en san Ignacio. […] Los antiguos fundamentos de la formación religiosa, también hoy, aun en
circunstancias diversas, deben absolutamente seguir vigorizando a la Compañía. Tales son: un asiduo espíritu
de oración que brote de la genuina fuente de la espiritualidad cristiana (cfr. Decreto Perfectae Caritatis, 6); la
austeridad de vida, por la cual no se admita fácilmente una mentalidad desacralizada, propensa a tantas formas
modernas de pragmatismo; la fuerza sobrenatural que impulsa al celo apostólico y sin la cual toda acción,
aunque aparentemente insigne, no puede producir frutos duraderos de verdadera transformación de la
conciencia humana; la total observancia de los votos, especialmente el de obediencia, que es algo peculiar de
la Compañía y condición de aquella disciplina religiosa que ha sido siempre su fuerza; por lo cual se han de
evitar nuevos métodos para deliberar y dar normas de acción, con lo que no solo se vaciaría la noción misma
de obediencia sino que se cambiaría la misma índole de la Compañía; finalmente conviene recordar la utilidad
ascética y la oportunidad que tiene la vida común para la formación. A estos principios de tanta importancia
queremos añadir muy especialmente otro, a saber, la fidelidad hacia la Sede Apostólica ya sea en el campo de
los estudios y de la formación de los jóvenes escolares que son la esperanza de vuestra orden, como de los
alumnos de tantos colegios y universidades confiadas a vuestra Compañía; ya sea el de las publicaciones, tan
apreciadas y difundidas; ya en el ministerio apostólico. No ignoramos, sin embargo, que en algunas partes de
la Compañía de Jesús –fenómeno igual que se observa en más amplias proporciones en la vida de la Iglesia–
han aparecido estos años ciertas tendencias de tipo intelectual y disciplinar que, si se secundaran, traerían
consigo gravísimos y quizás incurables cambios en vuestra misma esencial estructura. Como ya conoces,
querido hijo, Nos, en más de una ocasión, también por medio de nuestros más cercanos colaboradores, te
hemos manifestado nuestra preocupación por esto y al mismo tiempo nuestra esperanza de que la renovación
que llegara a hacerse se realizara por camino seguro y conveniente. […] Lo que hemos escrito os manifiesta, a
ti y tus compañeros, lo que de vosotros esperamos Nos que conocemos bien la importancia de la Compañía,
las obligaciones que le incumben, la confianza que en ella se tiene; todo cual hay que ponderarlo ya sea en
relación a la misma Compañía como a la Iglesia. Deseamos que comuniques este nuestro mensaje a tus
colaboradores y a todos los miembros de la Compañía[8] para que cada uno vea en él el testimonio de Nuestra
benevolencia y de la solicitud que sentimos por el porvenir de la Compañía».

Carta sumamente seria, con la que el santo padre trataba de asegurar que la
Compañía estuviera a la altura de la hora crucial (o decisiva o determinante,
«decretoria»)[9] en que se encontraba. Hay en ella elementos, muchos, en los que la
misma Compañía, bajo la guía infatigable del padre Arrupe, estaba muy seriamente
empeñada, aunque no hubiera logrado un resultado satisfactorio y total de su empeño.
Hay otros en los que evidentemente se debía poner mayor cuidado y empeño. Hay, por
fin, algunos, en los que un franco esclarecimiento con el papa hubiera sido
conveniente[10]. Dos cosas quedaban bien claras con la carta: una era el empeño
manifiesto del papa en que la Compañía recuperara su rumbo en no pocos aspectos; otra,

94
que el proceso de su renovación acomodada respetara, como intocables, sus elementos
esenciales y la autenticidad del carisma ignaciano en toda su pureza. El papa ponía todo
su empeño en ello, y la Compañía –especialmente el padre Arrupe– quedaba bajo su
estrecha vigilancia. ¿Se habrían dado cuenta de ello él mismo y sus más próximos
colaboradores?[11]. Aparte de las medidas concretas que se hubieran de adoptar, la
situación, en relación con la Santa Sede, aconsejaba indudablemente gran cautela.
No tuve, ni he tenido después, conocimiento alguno de la reacción a esta carta en el
ámbito de nuestro gobierno general (y tampoco en el de la comisión preparatoria de la
CG 32). Como se le pedía, el padre general la transmitió a «toda la Compañía», con
fecha de 4 de octubre de 1973[12], resaltando el gran afecto y estima del papa a la
Compañía y recomendándola con estas palabras:
«Este afán paterno y apostólico por nuestras cosas que el santo padre alimenta respecto de la Compañía debe
estimularnos para que con nuestras oraciones y toda nuestra colaboración nos esforcemos a fin de que la
Congregación General 32, preparada con intensidad perseverante y la amplia colaboración de todos,
sobresalga por su valor y eficacia entre todas las Congregaciones de la Compañía».

¿Sería esto suficiente? ¿Demasiado formulario?


Por mi parte, como provincial de España, después de pensarlo detenidamente, me
decidí a enviar al santo padre la carta que transcribo a continuación:
«31 de octubre de 1973
Beatísimo padre:
En los primeros días de octubre, los jesuitas españoles hemos tenido conocimiento de la. apreciadísima carta,
que vuestra santidad dirigió al R. P. Pedro Arrupe, prepósito general de la Compañía de Jesús, con fecha de 15
de septiembre pasado, a propósito de la convocación de nuestra próxima CG 32.
Con verdadera satisfacción deseo expresar a vuestra santidad mi profundo agradecimiento por habernos
manifestado con la sinceridad con que lo ha hecho sus sentimientos y sus deseos, que son realmente los
nuestros, respecto de nuestro Compañía en este momento trascendental de su historia.
La solicitud y afecto de padre con que nos muestra el camino que hemos de seguir y nos descubre los
reales peligros que nos amenazan, constituyen para nosotros un nuevo estímulo poderoso y un aliento
inapreciable para proseguir la tarea da nuestra renovación, de acuerdo con las orientaciones conciliares y las
directrices emanadas de vuestra santidad.
Es para mí especial motivo de consuelo comprobar la coincidencia entre las líneas marcadas por vuestra
santidad en su estimada carta y las que de palabra y por escrito nos ha venido inculcando todos estos años
pasados nuestro prepósito general, R. P. Pedro Arrupe, en quien encontramos, además, una ayuda y un aliento
inestimable para el gobierno de la Compañía en estos tiempos, que el Señor ha querido sean para nosotros
especialmente difíciles y prometedores.
Esta profunda gratitud no queda aminorada por el hecho de que la carta no haya sido interpretada
adecuadamente en ocasiones por algunos órganos, bien caracterizados, de la opinión pública, ni tampoco por la
circunstancia de que algunos –incluso hermanos nuestros– hayan pretendido y aún pretendan utilizarla con
intensiones distintas de aquellas con las que ciertamente fue escrita por vuestra santidad.
Reciba, pues, vuestra santidad la expresión sincera de mi mejor agradecimiento y de mi adhesión plena,
como jesuita.
Al mismo tiempo que imploro humildemente su Bendición Apostólica, me profeso cordialmente
devotísimo en el Señor.
Urbano Valero, SJ
Provincial de España de la Compañía de Jesús».

Con ella pretendía, primeramente, expresar al santo padre con toda sinceridad nuestro

95
agradecimiento por su carta; también manifestarle nuestra adhesión al padre Arrupe y
nuestra confianza en él; y, finalmente, dejarle entrever que sus mensajes y actuaciones,
como también los de sus colaboradores, respecto de la Compañía eran interpretados por
los «Jesuitas en fidelidad» como apoyo a ellos y sus pretensiones. Obviamente, no tuve
respuesta alguna; me daría por contento con que el papa hubiera leído la carta.

[1] El intervencionismo de tal recomendación era patente. Y, ante la extrañeza mostrada por el P. Arrupe
sobre el sentido de sus palabras, Villot le escribía de nuevo el 23 de junio: «En ningún modo se ha querido sugerir
cambio alguno en las presentes normas para la elección de los delegados a la Congregación General, sino que se
ha expresado el deseo de que mediante el fiel cumplimiento de las sabias normas vigentes para tal elección la
próxima Congregación General esté compuesta por hombres, que, aun siendo de diversas procedencias,
propensiones y mentalidades, estén estrechamente unidos por la caridad de Cristo, capaces de superar, con espíritu
verdaderamente ignaciano, las diversidades, para buscar lo que sea para mayor servicio divino y bien de las almas
(cfr. Const. [273])». Texto completo en AR 15 (1967-1972), 828.
[2] Era una carta personal que Arrupe comunicaría a los miembros de la CG el 9 de diciembre de 1974. La
carta lleva membrete del Consilium pro Publicis Ecclesiae Negotiis, prot. N. 1075/73; cita esta carta B. SORGE,
«Postfazione. Il postconcilio della Compañía di Gesù», en J. Y. CALVEZ, Padre Arrupe. La Chiesa dopo il
Vaticano II, Milán 1998, 248, nota 37.
[3] Desgraciadamente las cosas parecían ser así, y ello puede haber sido la causa principal del prolongado
desencuentro entre una parte y otra.
[4] Carta del cardenal Villot al padre Arrupe, 2 de julio de 1973, Consilium pro Publicis Ecclesiae
Negotiis, prot. N. 4067/73. Aneja iba copia de las quejas contra el gobierno de la Compañía llegadas de diversas
partes a la Secretaría de Estado, y que el padre Arrupe había pedido se le entregaran por escrito. En el anexo de 13
páginas de folio extra largo, que pude ver por mí mismo en el ARSI, se detallan los problemas: se apoya solo a las
corrientes fuertemente innovadoras dentro de la Compañía en perjuicio de las otras; los superiores no ejercen, de
hecho, su autoridad; muchas casas de jesuitas se han transformado en «pensiones familiares» u «hoteles»; se ha
roto la disciplina; los estudiantes no viven ya en comunidades, sino en apartamentos alquilados; el número de los
que abandonan nunca había sido tan elevado; en muchas revistas y universidades –comenzando por la
Gregoriana– se fomenta una información-formación horizontalista y superficial; importantes revistas jesuíticas,
como America, Études, Orientierung condenan la Humanae vitae y relativizan el primado pontificio; desórdenes
doctrinales y disciplinares monopolizan muchas universidades, entre ellas la Universidad Pontificia Comillas, la
Fordham University y el Canisius College; en muchas universidades enseñan sacerdotes y religiosos reducidos al
estado laical.
[5] Durante el curso 1969-1970, Pablo VI había declarado a monseñor J. M. Cirarda, entonces obispo de
Santander y administrador apostólico de Vizcaya: «El padre Arrupe es muy inteligente, de una perceptible
santidad personal, pero débil en su gobierno» (M. ALCALÁ, «Gozo y martirio en España (1965-1970)», en AA.VV.,
Pedro Arrupe. Así lo vieron, Sal Terrae, Santander 1986, 73-74). ¿Hasta qué punto este juicio sobre la debilidad
de Arrupe como gobernante llevó a la Santa Sede a preguntarse, en la inminencia de la CG, si era el hombre capaz
de guiar a la Compañía en la realización de los objetivos que de ella esperaba? En el archivo personal del padre
Pedro Mª Abellán, a la sazón procurador general de la Compañía y teólogo de la Sagrada Penitenciaría Apostólica,
se encontró (yo mismo lo vi) un tarjetón con membrete de la Sagrada Congregación de Religiosos e Institutos
Seculares, firmado por el cardenal A. Tabera y dirigido a dicho padre en el mes de octubre de 1974. En él se le
agradece su respuesta a la información solicitada sobre las posibilidades jurídicas, según el derecho de la
Compañía, de la dimisión del padre general.
[6] AR 16 (1973-1976), 109ss.
[7] Texto original latino con versiones en español, francés e inglés, ibid., 15-26. Texto completo en el
apéndice documental.
[8] ¿Velada alusión a las anteriores cartas del Secretario de Estado al general, mencionadas, que no fueron
comunicadas a toda la Compañía?
[9] El término usado por el papa –hora «decretoria», traducido como «decisiva»– dio materia a los jesuitas
para muchas cavilaciones: ¿qué quería decir el papa exactamente? ¿Qué era un momento muy importante y de

96
gran trascendencia para la Compañía, otros institutos religiosos y la misma Iglesia? Por lo menos, ciertamente eso.
¿Qué llegaba a ser un momento del «ser o no ser» de la Compañía? La respuesta quedaba en el aire.
[10] Tal, por ejemplo, la alusión a «ciertas tendencias […] que si se secundaran, traerían consigo gravísimos
y quizás incurables cambios en vuestra esencial estructura» (¿cuáles?); como también la alusión a «los intentos de
introducir nuevos métodos para deliberar y dar normas de acción, con los que no solo se viciaría la noción misma
de obediencia sino que cambiaría la misa índole de la Compañía» (¿velada alusión al poco antes lanzado
discernimiento comunitario?); como también a «la utilidad ascética y la oportunidad que tiene la vida común para
la formación» (¿alusión a las pequeñas comunidades de los escolares?).
[11] Por entonces había habido cambios importantes en el equipo de asistentes generales: sustituyendo al P.
John L. Swain, había entrado el P. Horacio de la Costa, filipino, hombre muy inteligente, pero muy distante de los
ambientes romanos; por el P. A.Vargha, que había pedido su relevo después de diez años en el cargo, entró el P.
Jean-Yves Calvez, francés, presidente de la comisión preparatoria de la CG, con lo que esta entraba más de lleno
en el núcleo del gobierno central.
[12] AR 16 (1973-1976), 182.

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CAPíTULO SEXTO

La Congregación General 32

La CG 32[1] se desarrolló en Roma desde el 2 de diciembre de 1974 hasta el 7 de marzo


de 1975 en el edificio de la curia general[2]. Para el día 1 de diciembre, habían llegado a
Roma todos los electores, excepto uno, el de la viceprovincia rumana (P. Emil Puni). En
esta, como en otras cuatro provincias o viceprovincias (Hungría, Bohemia, Lituania,
Eslovaquia), no se habían podido celebrar las Congregaciones Provinciales. Sin
embargo, había llegado un elector de cada una de estas cuatro últimas, nombrado
debidamente por el provincial de la provincia o viceprovincia o por el padre general,
según la norma de la Fórmula de la Congregación Provincial, n. 95, párrafos 2-3. Como
procuradores para asuntos el padre general había llamado a tres padres de la provincia de
Nueva York, y uno de la región independiente cubana.

1. Impresión general
No fue una CG fácil. Tardó mucho tiempo en encontrar y emprender el camino de su
trabajo[3]. Aparte de la ingente masa documental preparatoria con que se encontró,
sufrió las limitaciones provenientes del elevado número y diversidad de sus
participantes[4], diversidad no solo geográfica y cultural, sino también en sus visiones
del mundo, de la Iglesia y de la Compañía, y de la inexperiencia de muchos de ellos en
menesteres de este tipo (puesto que la mayoría participaban por primera vez en una CG,
fruto probablemente de la renovación de la composición de la Congregación de
Provincia por la CG anterior), y se vio también gravemente perturbada por algunos
acontecimientos que la afectaron muy profundamente y, en parte al menos,
condicionaron su trabajo y sus resultados, a los que luego me referiré. Estos fueron los
principales aspectos de lo que justamente puede considerarse su dolorosa y purificadora
pasión, que se prolongó durante casi todo el tiempo de su celebración, hasta los mismos
momentos finales de su reconciliación con el pontífice y de la gozosa recogida de sus
frutos, en una real y sentida participación del misterio pascual. Pasión y muerte (en sus
concreciones de trabajo duro, incómodo y prolongado, fatiga y frustración, aflicción por
el disgusto que se hubiera podido producir al papa); pero también resurrección y gloria,
manifestadas en la vivencia de una crecida unión de ánimos entre los miembros mismos
y con su cabeza. con un claro robustecimiento de su autoridad hacia dentro de la
Compañía, el prepósito general[5], y de una sufrida pero sincera y profundizada
obediencia y lealtad acrecentada al sumo pontífice, y también en un suficiente número de
decretos clave, capaces de dar una nueva orientación y un nuevo impulso a la Compañía

98
para «continuar progresando en el camino del Señor»[6], prolongando y enriqueciendo
así el del proyecto de Compañía renovada, iniciado por la CG 31.

2. Expectativas y clima inicial


Nunca una CG de la Compañía había sido objeto de una preparación tan cuidada, amplia
y abierta[7]. Y nunca había suscitado tantas expectativas y tantos temores. Expectativas
de diverso tipo y significado, en unos, ante lo que se preveía como una profundización y
progreso de la Compañía en su renovación acomodada, iniciada en la CG 31; y temores
en otros, ante posibles cambios que pudieran desfigurar sustancial y fatalmente su índole
y carácter original. Testimonio particularmente elocuente y cualificado de estas
expectativas y también de estos temores fue la singular y memorable alocución[8], nada
convencional y sumamente elaborada, que duró 70 minutos, dirigida por Pablo VI a los
miembros de la CG el 3 de diciembre de 1974, al comienzo mismo de sus sesiones, en la
que prácticamente les presentaba todo un programa, vasto y profundo, para su trabajo[9].
Después de haber formulado y tratado de dar respuesta a tres preguntas fundamentales,
relativas al ser de la Compañía, «a las que nos creemos obligados a responder: ¿de dónde
venís?, ¿quiénes sois?, ¿a dónde vais?», el papa resumía así su propio discurso:
«Terminado ya este encuentro, creemos haberos dado alguna indicación sobre el camino que debéis recorrer
en el mundo actual; hemos querido indicaros también el mundo del futuro. Conocedlo, acercaos a él, servidlo,
amad ese mundo, y en Cristo será vuestro. Miradlo con los mismos ojos de san Ignacio, sentid las mismas
exigencias espirituales, usad las mismas armas: oración, elección de la parte de Dios, de su gloria, práctica de
la ascesis, disponibilidad absoluta. Creemos que no os pedimos demasiado, expresando el deseo de que la
Congregación General profundice y vuelva a proclamar los “elementos esenciales” (essentialia) de la vocación
jesuítica, de manera que todos vuestros hermanos puedan reconocerse, volver a templar su propio empeño,
refundir la propia unión comunitaria. El momento lo exige, la Compañía espera una voz decisiva. No la
defraudéis» [10].

Y concluía:
«Así, así sea, hermanos e hijos. Adelante, in nomine Domini. Caminemos juntos, libres, obedientes, unidos en
el amor de Cristo, para mayor gloria de Dios. Amén».

El papa no se había dejado dentro nada de lo que nos quería decir: Le oímos con toda
veneración y respeto y, quién más quién menos, todos quedamos sumamente
impresionados. No pocos también intrigados por las referencias, que había hecho, de las
cartas que su Secretario de Estado y él mismo habían dirigido al P. Arrupe en los años
anteriores sobre lo que la Santa Sede deseaba de la Compañía y le pedía, puesto que
algunas de ellas no nos eran conocidas. Recuerdo que aquel mismo día me comentó un
compañero al que yo tenía gran aprecio, por su buen juicio, moderación y equilibrio, que
el discurso del papa le había parecido muy bueno, pero que no estaba seguro de su
oportunidad en aquel momento, ya que podría condicionar mucho el desarrollo de la
Congregación. De hecho, hubo un núcleo de electores, –entre ellos y muy
marcadamente, la mayoría de los italianos y los de Europa Oriental–, que, al debatir, en
los primeros días, sobre el orden del tratamiento de los temas, insistían en que teníamos

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ante nosotros una serie de interrogantes y demandas del papa, a las que había que
responder antes de cualquier otra cosa. En realidad, el discurso del papa, aunque no nos
había dicho cosas nuevas que no supiéramos, nos proporcionaba muy abundante y densa
materia para pasarla por la oración y una reflexión muy atenta sobre ella. Era necesario
digerirla poco a poco, sin dejarla de lado ni neutralizarla. Pronunciado en «momentos de
incertidumbre», el discurso dejaba entrever muy a las claras las preocupaciones y
temores del papa sobre el estado de la Compañía y su futuro. De todos modos, por mi
parte, pienso también, que uno de los factores que, además de los mencionados, podrían
haber causado el bloqueo inicial de la Congregación, bien podría haber sido el golpe
emocional que el discurso del papa había producido en los congregados.
A acrecentar en positivo las expectativas y tensión mencionadas contribuyó también
el triduo de oración y reflexión inicial que hicieron los congregados, en el que el P.
Arrupe propuso abundante y fecunda materia de reflexión en tres alocuciones muy
densas, elaboradas y vibrantes, de altos quilates espirituales y apostólicos, cuyos títulos
eran: «El desafío del mundo y la misión de la Compañía», «Bajo la guía del Espíritu
Santo», «En él solo la esperanza»[11]. Como coronación y conclusión de ellas, el P.
Arrupe nos decía: «nada más normal que preguntarnos cuáles serán las notas más
señaladas que habrá de tener la Compañía después de nuestra Congregación
General»[12]. Él mismo se adelantó a formularlas, de forma muy alentadora, expresando
sus anhelos, que deseaba contagiar a los congregados: una Compañía, radicalmente
ignaciana, revigorizada, unida por la caridad y la obediencia, verdaderamente pobre,
austera, abierta al Espíritu, y dócil, encarnada, sirviendo a la Iglesia en los apostolados
más evangélicos y difíciles. Siempre a las órdenes del vicario de Cristo, y con espíritu
apostólico irresistible, nutrida por un espíritu de oración continua[13]. El comienzo no
podía ser más encendido y apremiante.
Ese clima y el marcaje de parte de la Santa Sede sufrido por el padre Arrupe en los
años anteriores –se le acusaba específicamente de no informar suficientemente a la Santa
Sede[14]–, le indujeron a establecer un canal de información permanente a ella de cuanto
sucediera en la Congregación: se le pasarían las actas de todas las sesiones plenarias y el
P. Carlo Maria Martini, elector de la provincia de Turín y, a la sazón, rector del
Pontificio Instituto Bíblico de Roma, persona de confianza de ambas partes, se lo
comentaría prácticamente a diario al sustituto de la Secretaría de Estado, Mons.
Giovanni Benelli. Mayor transparencia no se podía imaginar.

3. Las relaciones con el Vaticano, según el P. Arrupe


Era un tema, que, por lo que generalmente se sabía ya de antemano (según lo relatado
aquí anteriormente), recargado aún más por lo oído al papa en su discurso inicial,
especialmente por su referencia a cartas del Secretario de Estado al P. Arrupe, que no
conocíamos, preocupaba mucho a los congregados, y se deseaba que fuera iluminado
cuanto antes. Por ello, circuló un postulado dirigido al padre general, en el que se le
pedía que lo aclarara lo antes posible[15]. Retirado el postulado, el P. Arrupe hizo

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espontáneamente su exposición ante la CG en pleno el día 9 de diciembre.
En su intervención, se refirió a las relaciones con el santo padre, con la Secretaría de
Estado, con otros dicasterios de la Santa Sede, y las mantenidas con esta desde su cargo
de presidente de la Unión de Superiores Generales.
Siempre se había esforzado –afirmó– en informar a su santidad de los asuntos de la
Compañía, en seguir sus indicaciones, y en explicarle las dificultades surgidas por su
propio modo de proceder o el de otros de la Compañía. El trato personal con el santo
padre había sido para él fuente de inspiración y fortaleza, no solo como vicario de Cristo,
sino también por la personalidad misma de Pablo VI, por su estima y amor a la
Compañía, por su visión de la Iglesia, su humildad y alto sentido de responsabilidad, y
por su comprensión de las dificultades implicadas en un gobierno como es el de la
Compañía. Incluso cuando su santidad tenía que aludir a veces a defectos de la
Compañía, lo hacía con tal talante de amor y comprensión que el general se sentía
siempre ayudado. En estas relaciones los puntos más delicados habían sido los tocantes a
doctrina, tanto en la enseñanza como en los escritos públicos, y las críticas
desconsideradas a él mismo y a los obispos. En esto, decía Arrupe, «tenemos mucho que
mejorar»[16].
De lo que se refería a la relación del santo padre con él mismo, no creía ser él quien
debía juzgarla. Podía decir que siempre había sido tratado con caridad y respeto
extremos, «aunque mi debilidad en el gobierno y en la corrección de defectos hayan
sido, sin duda, causa de insatisfacción». Sin embargo –añadía–, no tenía conciencia de
que se hubiera producido diversidad de pensamiento entre él y el santo padre en ninguna
cuestión fundamental. En este punto aclaró: «En no pocos temas de gran importancia el
santo padre tiene un modo de sentir y actuar que le es propio, y lógicamente pone su
confianza en la Compañía». No estaba seguro de si, a pesar de su deseo personal, había
actuado siempre él mismo como el papa lo hubiera hecho. Le parecía, por tanto, que los
rumores esparcidos dentro y fuera de la Compañía acerca de la presunta oposición entre
el sumo pontífice y el general de la Compañía carecían de fundamento[17].
Creía también haber guardado tanta fidelidad como pudo con los que tienen
responsabilidad en las distintas secciones de la Secretaría de Estado, y aseguraba haber
sido tratado con todo respeto. Pero, tanto por las informaciones diversas que llegaban a
ella, como también quizá por la forma menos afortunada con que él mismo había tratado
algunos asuntos, pudieron originarse algunas reacciones o pudo crearse un clima que no
le favorecieron a él mismo ni tampoco a la Compañía[18].
Habló también de las relaciones con otros dicasterios. Con los que hubo una relación
mayor fue con las Congregaciones para la Doctrina de la Fe, para los Religiosos e
Institutos Seculares, la Educación Católica y la Evangelización de los Pueblos. La
variedad e importancia de los asuntos hacía difícil presentar una minuciosa relación de la
cooperación y de las relaciones de la curia de la Compañía con dichos dicasterios.
«Nuestra cooperación –afirmó– espontáneamente ofrecida o requerida por los
mencionados dicasterios, fue múltiple, estimable y no raramente dispensada de modo
anónimo». Estimaba, por tanto, que, en general, se había producido una colaboración

101
óptima y de recíproca inteligencia. Los problemas surgidos ocasionalmente se referían a
cuestiones concernientes a la doctrina (a veces verdaderas, a veces provenientes de
informaciones poco cuidadosas), a materias disciplinares (en liturgia, en centros
educativos, en las publicaciones, etc.), a cuestiones de orden político y de colaboración
con grupos contestatarios, o también a desacuerdos con algunos obispos respecto a
métodos pastorales.
Se debía reconocer –constató– que los sistemas de información respecto de la
realidad de la Compañía no habían sido los más aptos para adquirir un conocimiento
completo de ella, objetivo y probado con documentos. No era, pues, extraño que en
ciertos miembros de dichos dicasterios se formara una imagen fuertemente negativa, que
no solo dañó la reputación de la Compañía, sino que creó un clima menos propicio para
el tratamiento de algunos asuntos. Por su parte, había procurado explicar las cosas para
hacerlas más claras y defender a quienes habían sido injustamente acusados.
Concluyó diciendo:
«Nuestra fidelidad al santo padre y a la Sede Apostólica tiene que ser entera, pues es condición de nuestra
existencia y apostolado, dado que nuestra vocación es “servir solo al Señor y a la Iglesia su esposa, bajo el
romano pontífice, vicario de Cristo en la tierra”. La colaboración actual y positiva de la Compañía con la Santa
Sede es grande y no se puede medir solo por puntos negativos que realmente se dan. Mirada en panorama
mundial. sería injusto estimarla negativamente. Faltaría a mi deber, si no proclamara que la mayor parte de los
jesuitas son fieles a su vocación y que, silenciosamente y con sacrificio, a veces heroicamente, trabajan con el
deseo de presentar una Iglesia digna de Cristo. Tener defectos y procurar su enmienda no significa que la
Compañía sea infiel. Significa que, en tiempo de cambios y adaptaciones, como es el nuestro, se dan
problemas muy difíciles, en los que a veces se puede fallar».

Acabó su exposición citando algunos pasajes afectuosos de la alocución del sumo


pontífice. «Al terminar el general su exposición –relatan las Actas, de las que está
tomado el resumen precedente[19]– toda la Congregación General espontáneamente
manifestó su satisfacción con un gran aplauso».

4. Grave desencuentro con la Santa Sede, lamentable … y evitable


4.1 Carta del cardenal Villot comunicando la voluntad del papa
En la audiencia que tuvo el padre Arrupe con Pablo VI, el 21 de noviembre de 1974[20],
pocos días antes del comienzo de la CG 32, este le dijo que el tema de la eventual
extensión del cuarto voto a todos los jesuitas, también a los hermanos, a que se había
referido Arrupe, era algo que tenía que considerar más detenidamente[21]. Así lo hizo.
Y, como resultado de esa consideración, el cardenal Secretario de Estado enviaba al
padre Arrupe la siguiente carta, fechada a 3 de diciembre de 1974:
«Reverendísimo padre:
Su santidad me confía el venerable encargo de expresarle a usted y a sus hermanos su sincera complacencia
por el encuentro de esta mañana, fiesta de san Francisco Javier, con los participantes en la Congregación
General 32 de la Compañía de Jesús.
En la alocución, que el santo padre ha dirigido a los presentes, usted habrá notado ciertamente su vivo
interés –ya antes manifestado en la carta, que le dirigió el 15 de septiembre de 1973– a fin de que la Compañía

102
misma, en el laudable y obligado esfuerzo de “aggiornamento”, según las exigencias de los tiempos,
permanezca fiel a sus notas esenciales, formuladas en la regla fundamental de la orden, la Fórmula del
Instituto.
A este propósito, el sumo pontífice no ha dejado de considerar la eventual propuesta, a que usted aludió en
la reciente audiencia de 21 de noviembre último pasado, de extender a todos los religiosos de la orden, aun a
los no sacerdotes, el cuarto voto de especial obediencia al sumo pontífice “circa missiones” –reservado, según
el Instituto, a los religiosos sacerdotes que han realizado felizmente la requerida preparación espiritual y
doctrinal– y desea que le comunique que tal innovación, examinada atentamente, parece presentar graves
dificultades, que impedirían la necesaria aprobación por parte de la Santa Sede.
Me apresuro a hacerle llegar esta comunicación a fin de que pueda tenerla presente en el desarrollo de los
trabajos de la Congregación General.
Aprovecho con gusto la ocasión para confiarme, con sentimientos de religioso obsequio.
De vuestra paternidad reverendísima, devotísimo,
J. Cardenal VlLLOT».

4.2 Votaciones indicativas sobre los grados

El 20 de enero siguiente se empezó a tratar en sesión plenaria de la CG el tema de los


miembros formados, heredado de la CG 31. Bastantes de las cuestiones implicadas en él
afectaban, bien a las Constituciones, bien al derecho pontificio de la Compañía, o a unas
y otro. El relator de la comisión encargada de preparar propuestas sobre los miembros
formados a la CG planteó así los presupuestos que esa comisión había tenido en cuenta:
los deseos expresados en un gran número de postulados, provenientes la mayor parte de
58 congregaciones provinciales y el mandato recibido de la CG 31, que pidió que se
constituyera una comisión que investigara el problema de la diferencia de los grados en
la Compañía[22] antes de esta Congregación[23]. Pero, por otra parte, le era ya conocida
a la comisión la carta del cardenal Villot, enviada al padre general el 3 de diciembre. Era
claro que san Ignacio había querido constituir un cuerpo selecto de apóstoles y, sobre
todo, de sacerdotes al servicio de Cristo y su Iglesia. Pero, transcurridos cuatro siglos, la
comisión se encontraba ante la pregunta: «¿Es la diferencia de grados parte esencial de la
intuición carismática de Ignacio o solo un medio apto para la primera Compañía, que
hoy puede y debe cambiarse en bien de la Compañía y de la Iglesia?». La decisión de
abordarla, o no, correspondería a la CG en pleno, y era esta la que, caso de llegar a un
acuerdo formal, positivo y vinculante, sobre el fondo de la cuestión, tendría que decidir
si se habría de elevar una representación formal al santo padre, en relación con lo
determinado por él y transmitido por la citada carta del Secretario de Estado. De la
respuesta que diera la CG a las cuestiones planteadas por la comisión dependía el modo
de organizar todo su trabajo futuro. Por eso, el moderador de la sesión, de acuerdo con la
Fórmula de la CG, pidió a los congregados su voto sobre la siguiente pregunta previa:
«¿Desea la CG tratar de las cuestiones planteadas en la comisión que tiendan a
introducir cambios bien en las Constituciones, bien en el derecho pontificio o en
ambos?». La respuesta afirmativa de la asamblea no pudo ser más clara; de 236 votos
posibles: a favor 228, en contra 8. Era una votación decisoria: la CG, por tanto, decidía
tratar de los grados con el fin de introducir algunos cambios. Sabíamos claramente que el
cuarto voto no se podría extender a los no profesos, por voluntad del papa, y estábamos

103
decididos a respetar religiosamente ese límite; pero no nos constaba que no pudiéramos
tratar otros problemas relacionados con los grados e introducir los cambios que nos
parecieran convenientes.
Ese día y los dos siguientes se fueron exponiendo libremente en el aula opiniones
diversas y contrastantes sobre las cuestiones de fondo y sobre la oportunidad de
representar al santo padre una posible reconsideración de su decisión. Al terminar el
intercambio, el relator dijo que se propondrían a votación en el aula opciones
contrapuestas, a fin de explorar, no decidir, hacia dónde se inclinaba la CG y poder
seguir trabajando según sus deseos.
El padre Arrupe, en su intervención, se refirió a la situación en la que se encontraba
la Congregación. Era, a su juicio, compleja; primero, por la misma complejidad de los
argumentos que se aducían de una parte y otra, por la diferente valoración que se hacía
de ellos y por las consecuencias que se seguirían para la vida de la Compañía. Era,
además, una situación delicada: por una parte, nos sentimos obligados por la intención
expresada por el santo padre y debemos serle fieles; pero, por otra, a algunos les parece
que, según los principios ignacianos en materia de obediencia, se debe considerar
también la posibilidad y conveniencia, incluso obligación, de practicar la representación
ignaciana, con espíritu de plena indiferencia y como expresión de la misma fidelidad.
Por ello, propuso que se hiciera una votación indicativa, es decir, un sondeo de opinión
entre los congregados –no una declaración de voluntad– en orden a saber, ante todo, lo
que pensaba la Congregación sobre las cuestiones planteadas por el relator de la
comisión sobre los miembros formados. Conocida la opinión de la Congregación sobre
ellas, se determinaría cómo continuaría el trabajo de la comisión.
En la sesión de la tarde del 22 de enero, el moderador, reiterando la naturaleza
puramente indicativa y exploratoria de la votación, planteó a la CG una serie de
preguntas, distribuidas por escrito a los congregados, que fueron votadas en votación
secreta. Las fundamentales fueron las tres que siguen[24].
– ¿Opina la Congregación, a partir de argumentos internos, o por la misma
naturaleza de la cosa, que se debe producir la supresión de la diferencia de grados, de
manera que todos los jesuitas formados emitan los mismos cuatro votos, en la convicción
de que así se puede y se debe conservar el carácter sacerdotal de la Compañía? De 236
votos posibles, 168 a favor y 65 en contra.
– ¿Opina lo mismo teniendo también en cuenta el sentir y situación actual de la
Compañía? 160 votos a favor y 73 en contra.
– ¿Opina que conviene representar[25] al sumo pontífice la opinión de la CG sobre
este asunto? (El modo de hacerlo habría que determinarlo posteriormente). 187 votos a
favor y 43 en contra.
Como se ve, en estas tres cuestiones fundamentales las opiniones favorables de la CG
superaron por más de dos tercios de los votos a las contrarias.
A continuación, se votaron, también con carácter indicativo y exploratorio, otras
cuestiones complementarias de las tres fundamentales[26].
La sesión terminó con una breve oración, a las 19 horas de aquel 22 de enero,

104
viernes, fin de semana[27].

4.3 Respuesta del papa

Mañana del lunes, 25 de enero de 1975. Cambia el orden del día. El padre general
deseaba comunicar una carta recibida de la Santa Sede en el fin de semana, que se
repartió a los congregados. Pidió que cada uno la leyera atentamente y la meditara en
silencio. Fechada el sábado 23 de enero, con membrete de la Secretaría de Estado, y
dirigida al padre Arrupe, estaba firmada por J. Card. Villot. Era una respuesta a la
información que el general había hecho llegar al papa sobre las votaciones indicativas –
sondeos de opinión– del viernes anterior acerca de los grados y el 4.º voto. Se
transcriben literalmente a continuación los párrafos de la carta necesarios para entender
el proceso ulterior de la CG.
«V.P. no ignora que le fue ya comunicado sin reticencias el pensamiento de su santidad respecto a este punto,
del que depende la fiel interpretación del carácter propio de la Compañía de Jesús, si no su mismo futuro: en
tal sentido se le escribió el 3 de diciembre, día del comienzo de la Congregación; yo mismo, además, en
circunstancias que le son bien conocidas, hube de declararle oralmente el pensamiento de su santidad. Las
explicaciones proporcionadas eran por su naturaleza públicas, referidas no a cuestiones personales ni
confidenciales, sino a un documento de carácter público, y que de hecho ya había sido puesto en conocimiento
de la Congregación General. Por esto, cuando usted ha percibido que la Congregación General se orientaba
hacia actitudes o tomas de posición no conformes con las disposiciones pontificias, hubiera sido su
correspondiente deber –me parece– hacérselas evitar, dado que, si había podido surgir alguna duda respecto de
la interpretación de la citada carta, nadie debería albergar vacilación alguna después de las referidas
aclaraciones. En otros términos, la Congregación General debía estar claramente informada, de la manera que
usted hubiera juzgado oportuna, de la confirmación del pensamiento de su santidad comunicada por mí, por
venerado encargo, a fin de evitar que la Congregación realizara un acto que fuera contra la voluntad del sumo
pontífice y el bien de la Compañía.
De las informaciones seguras, llegadas de fuente de toda confianza a esta Secretaría de Estado[28], resulta
en cambio que V.P. no ha notificado tal confirmación a los padres congregados, los cuales, por su voluntad
declarada de no contradecir las indicaciones de la Santa Sede –a la que se sienten particularmente ligados–
tenían el derecho de conocer cuanto con este fin, se le había hecho saber. Hay por ello que pensar que la
Congregación General, invitada a pronunciarse sobre materia tan delicada y densa de consecuencias, ha estado
privada, por una desatención que sorprende amargamente, de un elemento fundamental e indispensable para la
formación de un juicio fundado y objetivo.
El santo padre, por ello, no puede por menos de manifestar su vivo disgusto, ni, bien consciente de las
directrices dadas a su tiempo, ve cómo pueda expresar su consentimiento a las propuestas votadas ayer.
También con motivo de las repercusiones negativas, que, como efecto de este infeliz episodio, es lícito prever
para la prosecución de los trabajos de la Congregación, de la cual en cambio se esperaban tantos bienes, el
sumo pontífice no puede por menos de estar vivamente preocupado y profundamente dolorido. Él sigue cada
día los trabajos de la CG con vigilante atención y especial oración, también de cara a eventuales posiciones que
la Santa Sede juzgue oportuno tomar antes de su conclusión.
Al cumplir el deber de poner en su conocimiento lo que antecede, me apresuro también a comunicarle que
su santidad se complacerá en recibir una cuidadosa relación escrita de los motivos que han inducido a los
padres congregados a orientarse del modo expresado en las votaciones indicativas. Pero entre tanto dispone
que la Congregación General se abstenga de cualquier deliberación que no esté de acuerdo con las directrices
contenidas en la carta del 15 de septiembre de 1973 y en la alocución del 3 de diciembre de 1974, y, en
particular, que la profesión de los cuatro votos permanezca reservada a los religiosos sacerdotes que hayan
cumplido con éxito la requerida preparación espiritual y doctrinal, como escribí en la carta del 3 de diciembre,
y confirmo ahora con esta.
Confío en que, teniendo en cuenta la intención sinceramente manifestada de los votantes de no querer

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contradecir las expresas indicaciones del santo padre, V.P. la dé a conocer, aunque sea con retraso, a sus
hermanos; será por tanto útil que este documento o su contenido sea dado a conocer a todos los congregados,
en la forma que le parezca oportuna, pero eficaz; se entiende que, dada la delicadeza de la cuestión, conviene
evitar toda publicación al respecto, con el fin de no suscitar interpretaciones tendenciosas o inexactas o
reacciones desagradables respecto de la misma Compañía.

Los desconcertados lectores, entre otros muchos mensajes contenidos en la carta,


explícita o veladamente formulados, percibieron dos nucleares: uno, la valoración de las
votaciones indicativas (exploratorias) de la CG, aun denominándolas así, como clara
manifestación de intención de un eventual voto final y vinculante en el mismo sentido; y,
otro, la clara inculpación a su general, que, después de la carta del 3 de diciembre, les
había ocultado nuevas y claras confirmaciones de la voluntad del papa de que se evitara
tratar de la extensión del cuarto voto, agravada por la neta distinción hecha por el
cardenal entre la desatención del general para con ellos, y la sincera intención de los
congregados de no contradecir expresas indicaciones del santo padre.

4.4 Reacción de la Congregación

Transcurrida la pausa para una lectura reflexiva y orada, Arrupe expresó la angustia que
sentía por la preocupación y aflicción del sumo pontífice. En cuanto la sesión acabara –
anunció– deseaba que todos juntos concelebraran la Eucaristía, para alcanzar la luz y la
gracia de Dios «y crecer cuanto podamos en fidelidad al sumo pontífice».
La carta, en un primer momento y a falta de más información o clarificación, parecía
ser una reacción desproporcionada de parte de la Santa Sede; primero, porque, en
realidad, la CG no había resuelto ni decidido nada, y, segundo, porque, no se tenía
conciencia de haber actuado en contra de la voluntad del santo padre, tal como se
expresaba en la carta del cardenal Villot de 3 de diciembre anterior[29].
Por ello, consciente Arrupe de las preguntas que la carta estaba suscitando entre los
congregados, y deseoso de que todo quedara aclarado, invitó a los padres Jean-Yves
Calvez, presidente que había sido de la comisión preparatoria de la CG y que ahora había
sido designado como uno de los moderadores de las sesiones, y Johannes Günter
Gerhartz, que había sido elegido secretario de la Congregación –que habían participado
con él en el encuentro con el Secretario de Estado–, a que expusieran las circunstancias
aludidas en la carta.
Los dos coincidieron en manifestar sucesivamente que el padre general y ellos habían
acudido al Palacio Vaticano, para encontrarse con el cardenal Villot, en la tarde del día
17 de enero, sin encargo ni mandato alguno de la CG, precisamente porque querían que
se dejara a la Santa Sede la libertad de responder, o no, a la pregunta que le iban a
proponer. No fueron con la intención de representar sobre el punto preciso a que se
refería la carta del 3 de diciembre, ni para obtener clarificación alguna respecto a la
opinión del papa acerca de ella (pues les resultaba patente). Lo que preguntaron fue si,
no obstante aquella clara expresión de la decisión del sumo pontífice, en el caso
hipotético de que la CG misma llegara a desear hacer saber al santo padre las razones

106
que una mayoría cualificada de la misma creyera poder aducir en favor de la petición
respecto a la cual el sumo pontífice por la carta del 3 de diciembre les había manifestado
su decisión, podría hacerlo. Como respuesta, se les confirmó la firmeza de la decisión
del sumo pontífice. Y, en cuanto a la pregunta por ellos planteada, el cardenal les
prometió que la trataría con el santo padre y les daría su respuesta. A esto el P. Calvez
añadió que, pasados unos días, en un breve encuentro con el cardenal Villot, este le
mostró una nota escrita en italiano, de mano, al parecer, del sumo pontífice, en que se
leía que confirmaba la decisión expresada en la carta del 3 de diciembre, sin más. A él
(Calvez) no le quedaban claros los efectos que hubiera tenido la petición final hecha
unos días antes, y preguntó si esto quería decir también que la CG no podría presentar al
papa aquellas razones de las que habían conversado, en el caso hipotético de alguna
votación mayoritaria sobre la materia, según lo expresado en la anterior audiencia.
Porque, sugirió el P. Calvez a su interlocutor, solo desde el manejo de la Fórmula de la
CG no resultaba fácil excluir el tratamiento de un tema propuesto con tanta fuerza por
las provincias, de no constar que así lo quería una autoridad superior a la Congregación.
Quedó claro, dijo, que no era posible añadir comentario alguno a aquella breve nota
escrita que se le había mostrado. De todo ello dio cuenta al padre general[30]. Esto
supuesto, les pareció mejor a los tres padres guardar en secreto sus actuaciones,
entendiendo que también eso le parecería mejor a la Santa Sede[31].
Después de diversas intervenciones de algunos congregados, la sesión concluyó con
la comunicación del padre general de que la relación pedida por el santo padre sería
preparada por un pequeño comité y se pasaría después a los congregados para posibles
sugerencias. En ella se hará constar «el propósito de todos de obedecer plenamente al
sumo pontífice».
La mañana terminó con la Eucaristía concelebrada por todos los congregados. En su
homilía Arrupe exhortó a todos a esforzarse por conseguir una aceptación total y
también gozosa de la voluntad claramente manifestada del sumo pontífice, que por lo
mismo se convertía en expresión de la voluntad divina. Muchos de los congregados
recordarían aquellas palabras como uno de los momentos más preciosos y constructivos
de la Congregación. Todos estaban profundamente tocados, aunque no todos por los
mismos motivos; constaba, en efecto, con seguridad que había algunos congregados muy
contrariados con el modo de proceder del padre Arrupe, principalmente, y de sus dos
acompañantes a la Secretaría de Estado[32].
Recapitulando todo lo que antecede, ¿en qué punto estaba la Congregación?
Ciertamente no había hecho nada contrario a la voluntad del papa, tal como esta se
expresaba formalmente en la tantas veces mencionada carta del 3 de diciembre anterior.
Había hecho las tres votaciones indicativas y exploratorias, antes mencionadas, y las
restantes complementarias, subrayando siempre su voluntad decidida de aceptar en total
obediencia lo que el papa decidiera, y en la creencia de que con ello no se oponía a esa
voluntad formalmente expresada. Por eso, la carta del cardenal Villot causó en los
congregados, además del dolor expresado por el padre Arrupe, un gran desconcierto. No
comprendían lo que estaba pasando. Las revelaciones de los tres padres que habían

107
acudido a la Secretaría de Estado –hecho desconocido para ellos hasta entonces– algo les
aclaraban; pero, aun así, les resultaba difícil comprender la reacción tan fuerte de la
Santa Sede. Los congregados nunca habían intentado oponerse a la voluntad manifestada
por el santo padre; pero tampoco podían abdicar de su responsabilidad de hacerse eco de
un asunto tan vivo y presente en la Compañía, que además venía siendo estudiado en
profundidad y amplitud con todo tipo de investigaciones históricas, jurídicas,
psicológicas, teológicas e incluso bíblicas, por los mejores expertos que tenía la
Compañía, a lo largo de diez años. No entraron en este tema por capricho ni a la ligera.
¿Se hubieran evitado las votaciones indicativas realizadas y la consiguiente reacción del
papa ante ellas, si los tres padres que acudieron a la Secretaría de Estado hubieran
informado puntual y exactamente a la CG de lo que allí se les dijo (y de lo que no se les
dijo) sobre el asunto? Es lo más probable y razonable; pero fatalmente esa información
no había tenido lugar. Es, por ello, más fácilmente comprensible la reacción tan dolorida,
y, a la vez, tan firme del papa ante el cuadro de votaciones que mostraban la orientación
–bien que no la formal decisión– de la CG en un punto tan sensible para él, perteneciente
a los elementos esenciales de la Compañía, cuya preservación había pedido
ardientemente en repetidas ocasiones. La CG estaba moviéndose en dirección opuesta a
la que él deseaba. Comprensible también su especial disgusto por el hecho de que el
padre general no hubiera comunicado a los congregados la confirmación recibida del
Secretario de Estado sobre su voluntad por él manifestada en la citada carta. Esta
ocultación, hecha con la intención de no complicar más las cosas, fue realmente un
desafortunado y grave desacierto, que contribuyó decisivamente a desencadenar las
tristes y perjudiciales consecuencias que la siguieron. Ya el mero hecho de que el padre
general hubiera acudido a la Secretaría de Estado en terna, acompañado precisamente
por quienes tenían cargos relevantes en la CG, sin conocimiento y encargo de esta,
resultaba bastante ambiguo, especialmente en el clima de suspicacia que se podía
presumir en aquella. Faltó perspicacia.
No obstante todo ello, el papa se mostraba dispuesto a recibir –y la pedía– una
«cuidadosa relación escrita de los motivos que han inducido a los padres congregados a
orientarse del modo expresado en las votaciones indicativas», accediendo a la petición
que se le había formulado, por medio del Secretario de Estado «con toda humildad».

4.5 Las razones de la CG

Muy pocos días después, se distribuyó, como documento estrictamente reservado a los
padres congregados, la relación de las «Razones que los indujeron a manifestar la línea
(de acción) expresada en las votaciones indicativas realzadas el día 22 de enero»[33].
En un primer apartado, titulado «Prenotandos históricos», se empieza diciendo que la diferencia de grados en
la Compañía es un tema heredado de la CG precedente, que, después de tratarlo amplísimamente en sus dos
períodos de sesiones, lo cerró sin resolverlo, mandando al M.R.P. General que constituyera un comisión que
estudiara «todo el asunto relativo a la supresión del grado de coadjutores espirituales, tanto en el derecho como
en la práctica»; y recomendó que «la misma comisión extendiera la investigación a las ventajas e
inconvenientes que habría en la concesión de la profesión solemne también a los coadjutores temporales».

108
Todo ello, para poder resolver ambos asuntos en la sucesiva Congregación General 32 (CG 31 d.5 nn.1 y 2).
La comisión, formada por cualificados conocedores del Instituto, juristas e historiadores, elaboró tres
redacciones sucesivas hasta su «Relación final», fruto de una investigación exhaustiva de los temas
encomendados, enriquecida con aportaciones de toda la Compañía, en la que también se ofrecían a
consideración diversas vías de solución de los problemas existentes. La Congregación de Procuradores
celebrada del 26 de septiembre al 6 de octubre de 1970 trató ampliamente la cuestión en su sesión 5.ª, sobre la
base de dicha «Relación». En ella se subrayó casi unánimemente que la solución del problema era urgente y
no se podía diferir; por lo que había que convocar una CG, no para celebrarla al cabo de pocos meses, pero sí
antes de tres o cuatro años. Una vez convocada la CG 32, se dedicaron a la consideración del problema mucho
estudio y reflexión tanto en los diversos grupos de trabajo formados para ello como en la preparación
inmediata de las 85 Congregaciones Provinciales previas y en su celebración. Fruto de este intenso estudio fue
la presentación de 65 postulados, que tocaban directamente la materia; 47 de los cuales, presentados por las
mismas Congregaciones Provinciales, piden explícitamente la abolición de la distinción de grados.
Ante ello ha juzgado la CG 32 que debía estudiar el problema en todos sus aspectos; tanto más que,
consciente del contenido de la carta del Emmo. Card. Villot y de la voluntad del sumo pontífice, expresada en
ella, juzgó que este problema, en su totalidad y en la pluralidad de sus posibles soluciones, sobrepasaba con
mucho los límites de aquella carta, que se refería solamente a la extensión del cuarto voto de especial
obediencia al sumo pontífice «circa missiones», reservado, según el Instituto, a los religiosos sacerdotes que
hayan realizado felizmente la requerida formación espiritual y doctrinal, a todos los religiosos de la orden, aun
a los no sacerdotes. Por ello, se formó una comisión en el seno de la CG 32 para estudiar el tema, la cual
redactó dos «Relaciones» sucesivas sobre él, sin proponer una solución definitiva. En la última de ellas pedía a
la CG orientaciones sobre el camino a seguir en su trabajo.
La discusión que siguió en el Aula, precedida del intercambio informal en 18 grupos menores, fue amplia y
prolongada. En ella intervinieron 57 congregados. Una parte de ellos estimaba que la distinción de grados se
debía mantener, por las siguientes razones: fidelidad a la Fórmula del Instituto, el nexo entre las «misiones
pontificias» y el carácter sacerdotal de la Compañía, las dificultades que podrían resultar para nuestras
Constituciones de la supresión de los grados, el riesgo de la amargura y problema de conciencia que la
supresión podía generar para muchos jesuitas; y no en último lugar, la voluntad expresa de su santidad,
manifestada en la carta del Card. Villot. Pero también se expusieron razones en sentido contrario, que, para
cumplir el deseo del santo padre, se relacionan a continuación, con el siguiente esquema:
Introducción general. Siempre estuvo presente en el ánimo de toda la CG la voluntad explícita de
someterse por entero al beneplácito de la Santa Sede, no solo por su necesidad para cambiar una ley pontificia,
sino por la intención del sumo pontífice manifestada especialmente en este caso. Si, a pesar de ello, los
congregados, por muy amplia mayoría, juzgaron deber suyo afrontar el problema de los grados en toda su
amplitud, ello se debía a dos causas: primera, dejar en claro la situación del problema en la Compañía;
segunda, la persuasión de que la CG, por su responsabilidad con ella, no solo podía, sino que también debía
exponer fielmente al sumo pontífice, como padre amantísimo, las graves dificultades existentes por causa de la
diferencia de grados. [Sigue una breve exposición y fundamentación de la posibilidad de «representación» en
el marco de la obediencia ignaciana, con alusión también a la Encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI, nn. 64-
65].
Razón fundamental: La posibilidad de distinguir en el carisma fundamental ignaciano entre la formación de
un grupo de hombres selectos que se ofrecieran generosamente al sumo pontífice para un servicio apostólico-
sacerdotal y su concreta realización histórica en la estructura jurídica de la distinción de grados.
Razones particulares.
1.ª La distinción de grados no aparece por una intuición a priori de Ignacio, sino de una evolución histórica
de los acontecimientos: la asociación progresiva de sacerdotes sin una formación académica especial y de
laicos a las actividades apostólicas de los primeros profesos de la Compañía.
2.ª La distinción de grados no parece haber sido instituida para proteger el carácter «sacerdotal» de la
Compañía, pues se excluye del 4.º voto a los coadjutores espirituales, que son sacerdotes. Y, por otra parte,
puede haber misiones pontificias, que, sin requerir el carácter presbiteral del enviado, sirvan para el bien de las
almas y ayuda de los prójimos, que es el fin propio de la Compañía.
3.ª El Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia un movimiento tendente a la plenitud de la comunión
fraterna, que ha afectado especialmente a la vida religiosa (Perfectae caritatis, n. 15, Evangelica testificatio, n.
39). Parece, por tanto, que una clara lectura de los «signos de los tiempos» llevaría a responder a este deseo de
plenitud en la comunión fraterna en la Compañía por medio de la concesión del 4.º voto a todos sus miembros.

109
4.ª Este cambio institucional sería simplemente tener en cuenta la situación que realmente existe en la
Compañía.
a) De hecho, hace ya muchos años, se asignan los mismos ministerios a profesos y coadjutores espirituales
indistintamente.
b) No pocos cargos de gobierno son desempeñados por unos u otros indistintamente.
c) El primitivo «régimen de pobreza» ignaciana, distinto para las casas de profesos y para los colegios, en
realidad, no existe como tal.
d) Con frecuencia las «misiones» se asignan a grupos de jesuitas (no solo a individuos), en los que hay
profesos y no profesos.
5.ª La selección de los candidatos para el grado de profesos, tal como se realiza, no está exenta de
inconvenientes serios, como ha demostrado la historia, ya que se hace de modo que quedan como coadjutores
formados los que tienen menor capacidad intelectual y moral o simplemente han fracasado en un examen de
asignatura principal, sin opción a repetirlo, ya desde el primer año de los estudios filosóficos.
6.ª Todos están de acuerdo en que la Compañía se mantenga como un cuerpo de selectos. Pero el criterio de
selección solo o predominantemente por la capacidad intelectual, tal como se viene históricamente practicando,
no es hoy un criterio adecuado.
7.ª Esta distinción entre los miembros formados de la Compañía por «clases» o «grados» ha pasado y sigue
pasando por nuestra historia, dejando sus huellas de amargura, que han llevado a buscar continuamente
soluciones mejores. De ahí ha surgido espontáneamente la conclusión de que la situación no se remedia
mejorando o flexibilizando las normas de selección, como se ha hecho ya en la CG 31, sino que hay que
acometer la solución radical de la abolición de la distinción de grados.
8.ª Resulta muy difícil hacer comprender y aceptar esta distinción a nuestros compañeros jóvenes,
especialmente a los hermanos coadjutores, que consideran que también por esta razón su «grado», tan
benemérito de nuestro Instituto, camina hacia su extinción.
9.ª Si todos los miembros formados de la Compañía fueran llamados a emitir el 4.º voto, se suscitaría en
ella un mayor fervor apostólico, gracias a este vínculo, que no es solo algo de orden jurídico sino también, y
muy especialmente, expresión del afecto con que toda la Compañía se liga al sumo pontífice.
10.ª Hay que advertir finalmente que, al tratar de esta novedad, no se prevé en la práctica una marcha hacia
atrás en la evolución histórica descrita. Se trata de llevar a la práctica exigencias que entre nosotros han llegado
a madurar en un espíritu evangélico y sobrenatural, como queda dicho, pero que también han sido preparadas
en sintonía con otras exigencias hoy muy difundidas y radicadas en la conciencia de la sociedad humana
actual, de las que no se puede esperar que vuelvan atrás para aceptar juicios de valor opuestos.
Todo lo dicho parece estar aconsejando que en este tema no se proceda ya por intentos experimentales,
sino que, por el contrario, toda vez que el asunto está suficientemente ponderado –¡los estudios sobre él se han
prolongado ya por un decenio entero!– parece mejor pedir a la Santa Sede cuanto antes una solución definitiva.
La mayor parte de las razones enumeradas valen por igual para coadjutores espirituales y temporales; sin
embargo, algunas de ellas tienen mayor fuerza si se refieren a los espirituales (sacerdotes). Pero el sentimiento
más común, expresado explícitamente por muchos, fue que, admitida absoluta y pacíficamente y aceptada la
esencial diferencia entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los laicos, no por ello el primero
debería ser causa de división en lo que se refiere a la participación en una misma vida religiosa ni constituir
una fuente de privilegios y discriminación institucional en relación con la misma. Lo que se ha de tener en
cuenta especialmente, al tratar de los hermanos coadjutores.

Este es el resumen de la «cuidadosa relación» pedida por el papa y que, aprobada por
la CG en votación vinculante, le fue enviada el 6 de febrero de 1975, con una carta de
acompañamiento del padre general, dirigida al cardenal Villot[34]. Era, en buena medida
un destilado del contenido de la «Relación final» de la Commissio de Gradibus, que
había trabajado sobre la materia durante cuatro años, de las reflexiones y aportaciones
sucesivas de varios grupos regionales de estudio y de las Congregaciones provinciales.
La comisión de grados no llegó a proponer, entre sus opciones, una solución tan
radical[35]; esta venía de los posteriores grupos de estudio. Aun resumidas, como están
aquí, las razones expuestas permiten ver con suficiente claridad que la grave

110
preocupación de la CG por «el tema de los grados» no estaba desprovista de serios
fundamentos. La historia viva y vivida de varios siglos de su manejo de parte de la
Compañía, si bien podía preciarse de haber logrado para esta un buen número hombres
selectos «en vida y doctrina», no podía cerrar los ojos al considerable número de
trayectorias personales lastradas por dolorosas frustraciones y agravios comparativos que
pedían ser subsanados[36]. La evolución histórica había llegado también a un punto en
que profesos y coadjutores espirituales desempeñaban los mismos ministerios, sin
especiales diferencias. La elevación del nivel de los estudios de unos y otros había dado
como fruto esta real equiparación. ¿Por qué, pues, seguir manteniendo una distinción que
no estaba presente en los orígenes de la Compañía, se iba haciendo progresivamente
odiosa y no seguía la orientación del Concilio de no establecer en los institutos religiosos
distinciones entre sus miembros que no estuvieran motivadas por la condición presbiteral
de algunos de ellos?
Las respuestas del papa a esta exposición podían ser, en principio, varias. Una:
«Discutan y discutan libremente sobre el conjunto de cuestiones suscitadas y
preséntenme el resultado de sus deliberaciones». Otra: «Discutan sobre diversos modos
de solución o alivio de los problemas referidos, pero respetando la diferencia de grados,
tal como actualmente se regula en la Fórmula del Instituto y en las Constituciones». Otra
tercera: «No toquen más el tema». ¿No habría sido este el momento más apropiado para
que el padre general hubiera pedido audiencia al papa para entregarle la relación de la
CG e intercambiar con él a fondo sobre la situación creada, pidiendo las excusas que
tuviera que pedir por no haber informado de modo completo a los congregados, y
diseñar el curso a seguir según su deseo, sin provocar más desconcierto y sufrimiento?
No fue así. Él, que estaba actuando a gran altura como líder espiritual de la CG, no
parecía mostrar semejante seguridad en la gestión práctica de la situación ante el
Vaticano. La respuesta del papa a la relación de la CG fue la última de la tres
hipotizadas. ¿Se habría hecho cargo cabal de las razones expuestas, tal como se sentían
en la Compañía?

4.6 Respuesta del papa: carta autógrafa al padre Arrupe

La mañana del 17 de febrero, el padre general comunicaba a los congregados la carta


autógrafa del sumo pontífice que había recibido el día 15[37], como respuesta a la
relación enviada.
El sumo pontífice declaraba que había considerado debidamente la relación y
reiteraba que no se podía introducir ninguna innovación respecto al 4.º voto. No podía ni
mínimamente quebrantarse este punto, que constituía uno de los puntos fundamentales
de identidad de la Compañía. La marcha de la CG suscitaba de nuevo en él preguntas ya
formuladas: «¿podrá la Iglesia poner su confianza, como siempre lo hizo, también ahora
en vosotros? ¿Cuál deberá ser la relación de la jerarquía eclesiástica respecto a la
Compañía?». Y repetía a los congregados frases que ya habían oído de él en anteriores
ocasiones: «¿Adónde vais?, pensad bien, hijos carísimos, lo que hacéis». Acababa

111
pidiendo que se le enviaran, antes de su publicación, las decisiones que la CG llegara a
tomar.

El texto completo de la carta decía así


«Hemos recibido la carta con que Nos remitiste la relación, que te habíamos pedido acerca de las razones que
indujeron a la CG a la votación sobre el problema de los grados y sobre el cuarto voto. No hemos dejado de
considerar debidamente esa relación.
Habida cuenta de los hechos recientes, confirmamos cuanto nuestro cardenal Secretario de Estado te
escribió, por encargo nuestro, el día 3 de diciembre pasado. Por tanto, repetimos nuevamente, con el debido
respeto, a ti y a los padres congregados: No se puede introducir innovación alguna, con respecto al cuarto
voto.
Como supremo garante de la Fórmula del Instituto, y como pastor universal de la Iglesia, no podemos
permitir que sufra la menor quiebra este punto, que constituye uno de los fundamentales de la Compañía de
Jesús. Al excluir esta extensión del cuarto voto no nos mueve ciertamente un sentido de menor consideración,
o un conocimiento del problema menos lleno de dolor, sino, más bien, el profundo respeto y ardiente amor que
profesamos a la misma Compañía, así como la persuasión del gran incremento que ella está llamada a prestar
en el futuro a la obra, cada día más difícil, de la Iglesia, si se conserva cual la quiso el fundador (bien que
realizadas las oportunas adaptaciones, que no sobrepasen los límites de su identidad fundamental) [38].
Precisamente en esta visión de las cosas te expresamos la duda, que para Nos brota de las orientaciones y
actitudes que emergen de los trabajos de la Congregación General: ¿podrá la Iglesia poner su confianza, como
siempre hizo, también ahora en vosotros?, ¿cuál deberá ser la relación de la jerarquía eclesiástica con respecto
a la Compañía?, ¿cómo podrá confiar esta misma jerarquía a la Compañía, sin experimentar temor alguno, la
realización de tareas tan importantes y de tal naturaleza? La Compañía goza ahora de una prosperidad y
difusión de dimensión universal, que la ponen sobre el candelero y que guardan proporción con la confianza,
que siempre le fue concedida; pues posee una espiritualidad, una doctrina, una disciplina, una obediencia, un
servicio y un ejemplo que está obligada a custodiar y a testimoniar. Por ello reiteramos confiadamente la
pregunta de nuestra alocución del día 3 de diciembre, al comienzo de la Congregación: “¿A dónde vais?”.
En estos días de trabajo común, que aún os quedan por delante, os exhortamos ardientemente, querido hijo,
a ti y a tus hermanos, a una reflexión más profunda todavía sobre vuestras responsabilidades, sobre vuestras
amplias posibilidades y también sobre los peligros que amenazan al futuro de esta tan providencial y tan
benemérita “Compañía de presbíteros”, fundada por san Ignacio.
Como ya te fue escrito el día 15 de septiembre de 1973, esta es una hora decisiva “para la Compañía de
Jesús, para su futuro destino y también para todas las familias religiosas”. Pensamos en las innumerables
repercusiones que podría tener en la misma Compañía y aun en la Iglesia un modo de actuar –Dios no lo
quiera– contrario a esta línea que acabamos de exponer. Por esta razón os invitamos con el mayor
encarecimiento a que consideréis seriamente, delante del Señor, las decisiones que corresponde hacer. Es el
mismo papa, quien, con humildad, pero con la sinceridad y la intensidad de su afecto, os repite con emoción
paterna y con extrema seriedad: pensad bien, hijos queridísimos, lo que hacéis. Por esta misma razón te
pedimos que tengas a bien enviarnos las decisiones ya tomadas o que en breve haya de tomar la CG, antes de
su publicación.
En esta hora grave oramos intensamente por la Compañía de Jesús, tan querida, mientras que a ti y a todos
sus miembros esparcidos por el mundo os impartimos de todo corazón, en el nombre del Señor, nuestra
bendición apostólica.
Del Vaticano, día 15 de febrero de 1975, duodécimo de nuestro Pontificado.
PABLO, PAPA VI».

¡Carta impresionante, si las hay! El papa invocaba sus prerrogativas de garante


supremo de la Fórmula del Instituto y pastor de la Iglesia universal, y prohibía
terminantemente tratar sobre el cuarto voto en cualquier forma que fuera. Le parecía, en
contra de lo que opinaba una gran mayoría de los congregados, que intentar extender el
cuarto voto a todos los jesuitas era vaciarlo de su sentido; cosa que en absoluto no podía

112
permitir, y daba razones muy importantes para ello. No había más que decir.
Al mismo tiempo, volvía a plantear al general interrogantes y exigencias
apremiantes. Todo ello envuelto de nuevo en una fortísima emoción, afecto paterno y
aprecio insospechado del papel que la Compañía estaba llamada a desempeñar en la
Iglesia. Aprecio, afecto y exigencia, todo hasta el extremo. Un Pablo VI de cuerpo
entero, que, no obstante el dolor y perplejidad que nos produjera, merecía en retorno
todo nuestro aprecio y veneración.
Leída la carta pausadamente por los congregados en un silencio sepulcral, el padre
general se dirigió a ellos con estas palabras:
«Habéis leído la carta que me envió ayer el santo padre en la que, de modo muy grave y serio, abre
paternamente su sentir respecto de la Congregación General y deduce consecuencias tan importantes para
nuestra Compañía y para su futura acción en la Iglesia […]. Como bien veis, es esta la hora en que nos es
necesaria fe para nuestro espíritu, para descubrir la mano de Dios que conduce nuestra Compañía mediante su
vicario. Es esta hora de fidelidad al santo padre, cuyas indicaciones hay que seguir con cuanta diligencia nos
sea posible; hora de humildad, para reconocer nuestras limitaciones y defectos; hora de fortaleza, para
proceder de modo sereno, humilde, positivo.
Porque así podremos crecer en la fidelidad al santo padre, para quien somos causa de preocupación y de
ansiedad; así también podremos encontrar el camino para servir mejor a la Iglesia y a la Compañía, siguiendo
las indicaciones tan apremiantes que nos ha dado el santo padre […].
Me ha parecido, pues, conveniente, después de oír el parecer de los asistentes generales y del consejo de
presidencia, que esta mañana se reúnan los grupos de las Asistencias, y de nuevo a las cuatro de la tarde, para
preparar una comunicación que pueda ser presentada al pleno de la Congregación, que se tendrá a las 5 de la
tarde, en la que trataremos del futuro de nuestros trabajos […]. No pensaréis que insisto en demasía, si
recomiendo nuevamente que aumentemos nuestra confianza en el Señor, para que, en estas circunstancias, más
que en otras cualesquiera, procedamos a impulsos de aquel espíritu sobrenatural, del que ya habéis dado tantas
pruebas hasta ahora, a lo largo de toda la CG […]. Desearía también que la concelebración de hoy se convierta
en fuente de luz, que nos ilumine para que podamos encontrar mejor el camino en este momento difícil».

A las cinco de la tarde de ese mismo día, los portavoces de las Asistencias
comunicaron al pleno de la CG lo tratado en sus grupos y las conclusiones a que cada
uno de ellos se inclinaba sobre el futuro plan de trabajo de la Congregación. Recordando
aquella impresionante sesión, llaman fuertemente la atención dos sentimientos
mayoritarios en los congregados: la inequívoca voluntad de fidelidad al romano pontífice
y la solicitud serena y entera por salvaguardar la autoridad y autonomía de la CG y su
responsabilidad frente a la Compañía. De las doce Asistencias, siete se expresaron a
favor de la continuación de la CG hasta la conclusión de los trabajos previstos; dos por
una próxima interrupción y continuación en una segunda sesión; una por la conclusión,
sin más; y dos no se definieron con claridad.

4.7 Excursus sobre la «sustancialidad» de los grados

Como se ha podido ver y ha quedado ya formulado en los desarrollos anteriores, el papa


se apoyaba en la Fórmula del Instituto, aprobada en 1550 por su predecesor Julio III, que
menciona los diferentes grados o categoría de personas que componen la Compañía, y en
el carácter de elemento sustancial del Instituto que se atribuye a la existencia y
diferencia de esos grados (profesos de cuatro votos solemnes y coadjutores, espirituales

113
y temporales, que emiten los tres votos simples de religión, perpetuos de su parte, pero
«con una tácita condición cuanto a la perpetuidad, y es si la Compañía los querrá tener»)
[39]. Con ese doble apoyo podía sentirse firme en su decisión y plenamente a resguardo
de cualquier objeción. En efecto, la Fórmula del Instituto es un documento pontificio, del
que solo el papa puede disponer. Pablo VI, por tanto, podía apoyarse en él legítimamente
y sin reservas. En cambio, su defensa tan acerada del carácter de elemento sustancial (o
esencial, en su lenguaje) del Instituto de la Compañía de los grados y su distinción
podría ser objeto de una mayor consideración.
La Compañía se había preocupado desde antiguo (CG 5 [1592-93] d. 58 y dd. 44, 45
como preparatorios de él)[40], por determinar, por vía de declaración, cuáles son los
elementos sustanciales de su Instituto, llegando más tarde a condensar las
determinaciones de Congregaciones Generales anteriores en la Colección de Decretos de
las CC GG de la Compañía de Jesús, aprobada por la CG 27 (1923), según se describe a
continuación. «Los llamados elementos sustanciales de nuestro Instituto son, en primer
lugar, los contenidos en la Fórmula o Regla de la Compañía propuesta a Julio III y
aprobada por él y confirmada por varios de sus sucesores (sustanciales de primer orden);
luego, aquellos otros sin los cuales los anteriores no pueden subsistir o en absoluto o solo
muy difícilmente (sustanciales de segundo orden)»[41]. Seguidamente se enumeran
detalladamente los sustanciales de primer orden (23); y luego de los de segundo orden
(11). Entre los de primer orden se encuentra la distinción de grados en la Compañía:
escolares, coadjutores espirituales y temporales y profesos solemnes (Coll. Dec. 12, §5,
1.º), Por su parte, la CG 31 (d. 4) simplificó toda esta materia, distinguiendo
simplemente entre «elementos sustanciales o fundamentales contenidos en la Fórmula de
Julio III» y «aquellas cosas sin las cuales no pueden subsistir o en absoluto o muy
difícilmente, las contenidas en la Fórmula», sin hacer lista alguna de unas y otras[42].
Sobre el origen de la pluralidad de grados en la Compañía conviene notar que, «en el
principio» (en la Fórmula de 1540, aprobada por Paulo III) no había vestigio alguno de
ella; existían solo profesos de cuatro votos solemnes, y se daba la posibilidad de tener
colegios, en los que habitaran e hicieran sus estudios jóvenes, que «una vez conocido su
aprovechamiento en espíritu y letras, y después de una suficiente probación, podrán ser
admitidos en nuestra Compañía»[43]. Nada más. Es en 1546 cuando Ignacio y sus
compañeros obtienen de Paulo III, por el Breve Exponi nobis[44] la facultad de admitir
como colaboradores, por la escasez de los miembros profesos de la Compañía para hacer
frente a todas las tareas apostólicas que se les presentaban, a personas que los ayuden en
las cosas espirituales y en las temporales, según sus necesidades, y emitan votos simples
de religión, que los obligaran mientras el prepósito general querrá mantenerlos en ellos,
pudiendo promover a las órdenes sagradas, aun al presbiterado, a los colaboradores en
cosas espirituales y hacerlos partícipes de las gracias y facultades concedidas a la
Compañía para el ejercicio de sus ministerios. Se trataba, pues, de dar solución a una
conveniencia práctica sobrevenida, no de una derivación necesaria del carisma original
De estos colaboradores –«coadjutores» será su nombre oficial– dice la Fórmula del
Instituto de 1550: «También los que se admitan para coadjutores en las cosas espirituales

114
y en las temporales […], no serán admitidos en esta milicia de Jesucristo, sino cuando
hayan sido examinados diligentemente, y hallados idóneos para el mismo fin»[45]. La
nueva Fórmula no dice, en modo alguno, que deba haber en la Compañía coadjutores,
espirituales o temporales. Por eso, la formulación citada de la CG 27 «En la Compañía
hay grados diversos» debe ser interpretada como referencia de un hecho, no como
expresión de un deber.
Por otra parte, basta una lectura no excesivamente rigurosa de la lista de los 23
elementos sustanciales de primer orden contenidos en la Fórmula del Instituto, según la
antigua Colección de decretos compilada por la CG 27, para darse cuenta de que no
todos ellos son igualmente sustanciales; unos lo son más que otros. No son igualmente
sustanciales, por ejemplo, la formulación del fin de la Compañía (13 § 2) que el
establecimiento de que el tiempo de la admisión al grado no esté previamente definido
(13 § 4, 3º). La existencia y diferencia de grados en la Compañía no parece estar en los
primeros puestos de la lista por razón de su «sustancialidad», como elemento sustancial
del Instituto de la Compañía. De hecho, la Compañía nació sin grados y sin grados se
mantuvo durante sus primeros años; estaba formada solo por profesos de cuatro votos
solemnes, ya que los coadjutores, espirituales y temporales llegaron después, como se ha
expuesto, y por razones de utilidad práctica (escasez de profesos para tanto trabajo como
se ofrecía), no porque fueran esenciales para que la Compañía pudiera existir como
tal[46].
Estas o semejantes consideraciones podrían permitir algún día[47], solucionar o, por
lo menos, aligerar el problema que desde hace muchos años y actualmente pesa sobre la
Compañía en este tema[48].

4.8 El decreto sobre los grados

Esto supuesto, la CG 32 tuvo que contentarse con un decreto «de circunstancias» sobre
los grados. Una vez comprendida la voluntad inequívoca del santo padre, la CG puso fin
a este asunto, decretando mediante votación que en el proemio histórico de sus actas se
insertasen los párrafos siguientes, con los que se declara en nombre de toda la Compañía,
su espíritu de filial aceptación:
«La Congregación General 32, teniendo presente el decreto 5 de la Congregación General 31 y las
indicaciones de la Congregación de Procuradores de 1970, ha sometido a esmerado examen los postulados
enviados por no pocas Congregaciones Provinciales sobre el tema de los grados en la Compañía, y ha
expuesto el tema y las razones a la Santa Sede. Al expresarnos luego y confirmarnos S.S. Pablo VI, después de
bien ponderado todo el asunto, su voluntad de que el cuarto voto de especial obediencia al papa acerca de las
misiones quede, conforme al Instituto, reservado a los religiosos sacerdotes que hayan completado con
buenos resultados la requerida preparación espiritual y doctrinal, la Congregación General, en nombre de
toda la Compañía, ha aceptado con fiel obediencia la decisión del sumo pontífice. Pero la misma
Congregación ha querido, por medio de su decreto dispositivo número 8, que continuemos fortaleciendo la
unidad de vocación de todos los miembros de la Compañía, cualquiera que sea su grado, y urgiendo una más
plena ejecución tanto del decreto 7 de la Congregación General 31 sobre los hermanos, como de las normas
dadas por la misma Congregación acerca de la promoción de sacerdotes a la profesión de cuatro votos»[49].

El texto del decreto aprobado es el siguiente:

115
l. La Congregación General 32 desea vivamente promover de nuevo y con mayor énfasis la unidad de
vocación de todo el cuerpo de la Compañía, tal y como aparece en nuestras Constituciones. Y pide a todos y
cada uno de sus miembros que hagan brillar esta unidad en la vida, en los trabajos y en el apostolado de todas
nuestras comunidades; que los grados no sean fuente de división, sino que, al contrario, gracias al continuo
esfuerzo de todos en el amor hacia Cristo Nuestro Señor y en el servicio de la Iglesia, se articule la plena
integración de este único cuerpo, religioso, sacerdotal y apostólico.
2. Recomienda además y urge:
a) Que se lleve más adelante la participación de los hermanos en la vida y actividad apostólica de la
Compañía, mediante la completa ejecución de las recomendaciones de la Congregación General 31.
b) Que las normas para la promoción de sacerdotes a la profesión de cuatro votos, mejor adaptadas por la
Congregación General 31 a las circunstancias del mundo de hoy, se pongan en práctica, tanto para quienes
por el momento son coadjutores espirituales, como para los escolares aprobados. La admisión de
candidatos realícese de modo que estos respondan de verdad a aquellos criterios de selección».

4.9 Audiencia del papa al P. Arrupe y su comunicación a la CG

La mañana del día 20 de febrero anunció el padre general a los congregados que a las
11.30 tendría una audiencia con el santo padre para conocer mejor qué esperaba de la
CG y, al mismo tiempo, expresarle los sentimientos de fidelidad y de afecto de todos los
congregados.
Según refiere L. SAPIENZA[50], a quien, por su actual cargo de regente de la Prefectura
de la Casa Pontificia, se le puede suponer especialmente bien informado, las cosas
habrían sucedido así:
«El padre Arrupe es llamado a audiencia por Pablo VI. En la antecámara de la Biblioteca papal se le dice que
puede entrar solo él; el vicario que lo acompañaba habitualmente se queda esperando fuera.
Pablo VI, según parece, estuvo sumamente severo, serio y seco. Con él estaba el sustituto de la Secretaría
de Estado, S.E. Mons, Giovanni Benelli. El papa se limitó a decir al padre Arrupe; “Siéntese y escriba lo que
Mons. Benelli le dicta”. Arrupe obedeció. Cuando salió, tenía los ojos llenos de lágrimas. Reunió enseguida la
Congregación y le comunicó la voluntad del papa.
El padre Arrupe refirió [posteriormente] así aquel encuentro:
“Aquel día en que fui llamado por el papa fue muy duro, créame, muy duro. ¡Terrible! Me acompañaba el
padre O’Keefe y no le dejaron entrar. El papa me ordenó escribir. Yo quería hablar, pero no me lo permitió.
Contenía las lágrimas y escribía. Cuando salí, rompí a llorar. No podía comprender aquella actitud. Yo en mi
interior veía claro. Fue muy bello asistir a la reacción de todos los padres congregados. Pocos minutos
después estaba ya muy tranquilo”».

Se había llegado al punto más álgido del desencuentro. ¿Era necesario llegar hasta
aquí? Y ¿cómo habría que interpretar estos hechos? Teóricamente cabrían dos posibles
interpretaciones. Una: el papa, cansado ya del curso de los acontecimientos en la CG de
la Compañía y sumamente preocupado por el futuro de esta, juega personalmente su
última carta y propina a Arrupe un reprimenda en toda regla, sin dejarle posibilidad de
réplica, Otra: el papa, en esa situación, preocupado y dolorido por esos acontecimientos,
comunica personalmente y sin rebozo a Arrupe, en términos escuetos, su visión de la CG
y de la Compañía en ese momento, para que sea tenida en cuenta en el resto de las
deliberaciones de aquella. De estas dos posibles interpretaciones, la segunda me parece
preferible y ciertamente la más verosímil. A confirmarlo vendría la oferta final de
diálogo de Pablo VI al padre Arrupe y su disponibilidad a recibirlo siempre que lo

116
deseara. Por un momento le habría hecho sufrir, pero allí mismo le ofrecía un futuro
abierto y esperanzador. No podía ser de otra manera, por parte de aquel.
A primera hora de la tarde de aquel mismo día, relató el padre Arrupe a los
congregados lo acontecido en esa entrevista, suavizándolo prudentemente cuanto pudo.
El santo padre le confirmó lo que le había escrito en su carta del 15 de febrero. Solo
Arrupe, sin su acompañante, fue introducido a la audiencia, a la que asistió monseñor
Benelli, que leyó algunos documentos. El santo padre apareció conmovido y dolorido de
que la Compañía no hubiera respondido a lo que él esperaba. Custodio de la Fórmula y
de las esencias del Instituto de la Compañía, no va a favorecer la extensión del cuarto
voto, aunque nada tenga que objetar a la actualización de la Compañía. En el cuarto voto
cree reconocer un punto esencial de la Fórmula del Instituto. Pide –relató Arrupe–
«fidelidad a nosotros mismos». Mientras hablaban, el padre general reconoció que la CG
se había equivocado tratando del cuarto voto, aunque no fuera para para tomar decisión
alguna acerca de él. El santo padre se extrañó de que, desde un comienzo, no
entendiéramos que quería excluir todo debate sobre este asunto. Si recurrió de nuevo a la
carta autógrafa del 15 de febrero, fue para advertirnos de errores y desviaciones en que
podríamos caer. Lo había sospechado leyendo las Actas y las informaciones
transmitidas.
Arrupe dio entonces lectura a los puntos principales indicados por el santo padre
(que, al final, le fueron entregados por escrito)[51]:
«1) No se trata de decisiones o resoluciones tomadas por la CG, sino solo de orientaciones y actitudes, que se
han manifestado en la CG (como parece por las Actas, Boletines, etc.), que preocupan, por cuanto podrían
conducir a decisiones y determinaciones peligrosas.
2) Aparte de la cuestión del cuarto voto, el santo padre no ha expresado juicio alguno acerca de los trabajos de
la CG, sino solo ha presentado dudas, que provienen de estas orientaciones y actitudes; y ha indicado los
interrogantes («peligros») que seguirían si dichas actitudes y orientaciones llegaran a concretarse en decisiones
o resoluciones.
Las orientaciones y actitudes que causan las dudas antes indicadas parecen ser principalmente las
siguientes:
a) un sentimiento de distancia, y aun de desconfianza frente al sumo pontífice y a la Santa Sede, que
aparece tanto más apreciable y manifiesto, cuanto más profundas han sido en el pasado la cercanía y la
disponibilidad de la Compañía para con la Santa Sede. ¿A qué se intenta reducir hoy el cuarto voto?
No rara vez se ha hecho recaer sobre la Santa Sede toda la odiosidad de algunos actos.
Aun dejando de lado algunas expresiones y teorías que, por lo demás, aun considerándolas aisladas,
podrían ser vistas como síntomas de una determinada atmósfera, no parece que las orientaciones de la Santa
Sede (p. ej., el discurso del santo padre del 3 de diciembre de 1974) hayan recibido hasta ahora aquella
cuidadosa atención y ejecución que se podía esperar de cualquier miembro de la comunidad eclesial, pero de
modo particular de la Compañía de Jesús.
b) Doloroso episodio de la discusión sobre el cuarto voto. Se permite que los padres congregados discutan
sobre este asunto, que voten, contra la voluntad del santo padre expresada sobre tal punto (carta del 3-12-74), y
confirmada después, a petición suya. En vez de impedir la discusión y votación, se procede como si el papa
hubiera autorizado discutir y votar. De esta manera los padres congregados se vieron privados de un elemento
para ellos indispensable (después de la mencionada petición y confirmación) para expresarse objetivamente,
conforme a los criterios de su propia conciencia.
En tal modo se fuerza a la Santa Sede a un intercambio epistolar poco agradable para subrayar cosas
clarísimas (cartas al Rev.mo Prepósito general del 23 de enero de 1975 y al Rev. P. Calvez del 7 de febrero de
1975). No se sabe si, a pesar de esas cartas, la verdad de las cosas se haya restablecido en la mente de todos los
padres congregados.
c) Algunas teorías debatidas en la CG (la sacralidad del sacerdocio ordenado como fundada en el

117
sacerdocio común, la relación entre la justicia y la evangelización, etc.) no pueden dejar de generar
preocupación.
d) Se ha condicionado a la opinión pública, con una extensa e indiscreta difusión de noticias.
e) La Congregación General ha dado menor importancia a los problemas relativos a la renovación de la
vida espiritual y religiosa, que es la condición indispensable para un apostolado eficaz, mientas que parece en
estos últimos tiempos la Compañía ha sufrido los efectos de la secularización que se ha difundido.
f) Respecto de la misión de la Compañía en el mundo contemporáneo, se nota el peligro de un
planteamiento del problema de la promoción de la justicia, bajo el aspecto económico-social-político, menos
conforme con la naturaleza propia de la Compañía, como orden sacerdotal.
g) En particular, en relación con la fidelidad a Sede Apostólica, que ha sido siempre la característica de la
Compañía, la Congregación General, en vez de preocuparse del modo de corregir dolorosas desviaciones en
los campos doctrinal y disciplinar, que en estos últimos años se han manifestado repetidamente (ciertas
revistas, cierta enseñanza, ciertas iniciativas culturales y sociales, etc.) ha parecido más preocupada por
restringir los límites de la necesaria fidelidad, y no parece dar para el futuro las garantías capaces de disipar la
duda de si la Iglesia puede fiarse plenamente de la Compañía como en el pasado».

Después de que le fue leído este escrito, el santo padre insistió en la necesidad de
continuar el diálogo, por lo que dijo que estaba dispuesto a recibir al padre general
cuantas veces lo solicitara. Este le manifestó el sentido de absoluta fidelidad y de
profunda conmoción que afecta a los padres congregados; a lo que el santo padre
respondió que las condiciones para conservar la confianza eran la fidelidad demostrada
con hechos, y pidió que la Congregación permaneciera fiel a san Ignacio en esta suprema
ocasión de ayudar a la Iglesia. El mismo sumo pontífice mira a la Congregación General
como asunto de suma importancia para toda la Iglesia y para la suerte futura de la vida
religiosa. Espera también que le llevemos el fruto de nuestros trabajos.
Terminada su comunicación sobre la entrevista, el padre general confió a los
congregados que esperaba que «esta audiencia, aunque impregnada de tristeza, fuera
fuente de conversión y renovación no solo de la CG sino de toda la Compañía, y ocasión
de hacer más firme, filial y obediente la relación con el sumo pontífice, que, en efecto,
ama ardientemente a la Compañía»[52].
Gracias, en gran parte, a su neta actitud y sus apremiantes exhortaciones a aceptar
con humildad y, a la vez, con gozo, la firme decisión del papa de que no se tocara el
cuarto voto[53], la CG obedeció con total sumisión, como no podía ser de otro modo, a
pesar de las razones que tenía para hacerlo, formuladas en la Relación que se le presentó.
Obediencia ciertamente de ejecución. ¿También de voluntad y de entendimiento?[54].
Aunque no es fácil conocer con seguridad las interioridades de un grupo tan numeroso y
variopinto como el que componía la CG, creo que se puede responder afirmativamente,
por lo menos, en cuanto a la sufrida convicción de que en aquel momento y en aquellas
circunstancias era lo que había que hacer, sin entrar en otras cuestiones[55]. ¿Respondía
a la realidad el temor del papa de que la CG no se mantuviera fiel a san Ignacio, como le
había dicho al padre general? Personalmente opino que no. Otra cosa es que coincidiera
con el papa en lo que implicaba ser fiel a san Ignacio. En este punto había una gran zona
de coincidencia y quizá alguna discrepancia; pero la obediencia a lo que el papa
dispusiera estaba absolutamente garantizada.
El resto de las indicaciones que se le hicieron al padre Arrupe en aquella audiencia,
aunque hubo en ella algunas novedades, podía serle ya conocido o, al menos,

118
sospechado, por el largo anejo a la carta del cardenal Villot de 2 de julio de 1973, a la
que me he referido ya antes. Se trataba ahora como entonces de una especie de
recapitulación de todos los fallos y deficiencias de la Compañía (muchos y muchas),
basada principalmente en las numerosas informaciones llegadas a la Santa Sede sobre
ella. En buena medida, los «Jesuitas en fidelidad» y sus adláteres habían ganado la
batalla informativa, y el dossier «Compañía de Jesús», acumulado en el Vaticano, pesaba
mucho en su contra. Lo nuevo eran la aludida falta de cercanía afectiva de la Compañía
hacia el papa y la Santa Sede y la existencia en la Compañía de «orientaciones y
actitudes, que se han manifestado en la Congregación General (como parece por las
Actas, Boletines, etc.), que preocupan, por cuanto podrían conducir a decisiones y
determinaciones peligrosas».
Había, además, otros dos puntos nuevos y actuales, que conviene, por lo menos,
matizar. Uno es que «no parece que las orientaciones de la Santa Sede (p. ej., discurso
del santo padre del 3 de diciembre de 1974) hayan recibido hasta ahora aquella
cuidadosa atención y ejecución que se podía esperar de cualquier miembro de la
comunidad eclesial, pero de modo particular de la Compañía de Jesús». Y el otro, «la
menor importancia [dada por la CG] a los problemas relativos a la renovación de la vida
espiritual y religiosa, que es la condición indispensable para un apostolado eficaz,
mientas que parece en estos últimos tiempos la Compañía ha sufrido los efectos de la
secularización que se ha difundido». Respecto del primero, conviene no pasar por
encima del inciso «por ahora», con que se formula. La CG seguía todavía trabajando, y
el general había constituido una comisión especial del más alto nivel, formada por los
asistentes generales y los PP. Carlo Maria Martini, Juan Ochagavía y Luis M. Sanz
Criado, que verificó que la CG había prestado una atención sustancial y razonable a las
orientaciones dadas por el papa. En cuanto a lo segundo, no parece fácil casarlo con la
atención por ella prestada a la redefinición de la identidad del jesuita y de la misión de la
Compañía hoy, de acuerdo con la Fórmula del Instituto y de las Constituciones (dd. 2 y
4), a la formación de los jesuitas como proceso de integración en el cuerpo apostólico de
la Compañía y sobre los estudios (d. 6), a la vida espiritual, en sus principales
manifestaciones, bajo el título de «Unión de los ánimos» (d. 11), a la nueva expresión de
la pobreza (d. 12), completado luego con los nuevos Estatutos, redactados por encargo
de la CG[56]. Estos temas, en realidad, habían sido tratados ya detenidamente y a fondo
por la CG 31. Pero, mientras esta se movía acertadamente a un nivel más teórico y de
principios, más doctrinal (aunque con evidentes proyecciones prácticas), la presente CG,
aprovechándose de la fundamentación proporcionada por su predecesora, pretendía –y
de ello hay claras muestras en la redacción de sus decretos– una mayor incidencia
práctica en la vida: se habla más desde la vida y para la vida, partiendo, sobre todo, de la
experiencia vivida en los últimos años; se podría, pues, calificar globalmente su trabajo
como «reelaboración contrastada» del proyecto de renovación de la Compañía iniciado
en la CG anterior[57]. Es un hecho significativo que los decretos más importantes de la
CG3 2 lleven consigo la presentación de los mecanismos, a veces en forma de normas
prácticas, para hacerlos efectivos. Con este explícito talante operativo abordaba esta CG

119
los grandes temas antes enunciados[58].

5. Aprobación de los decretos en la Congregación


La última fase de la CG se dedicó a votar la mayor parte de los decretos producidos.
Excepto los elaborados a última hora (d.1, Introductorio y d.3 «Fidelidad al Magisterio y
al sumo pontífice»), los demás fueron aprobados sin problemas especiales y por muy
amplios márgenes de votos favorables. La CG se sintió consolada por este hecho y muy
agradecida al Señor y a la paciente colaboración de todos, por el fruto que se recogía y
por la unión de los ánimos restaurada, después de los momentos de zozobra por los que
se había pasado.

6. Final de la Congregación
6.1 Audiencia papal al padre general y asistentes generales
El día 25 de febrero, la CG había determinado no alargar sus trabajos más allá del día 8
de marzo. El día 7 de marzo por la mañana, el padre general y los cuatro nuevos
asistentes generales abandonaron la sesión plenaria para acudir a una audiencia con el
sumo pontífice. En ella el santo padre les dirigió unas palabras de despedida, que el
padre general, vuelto en seguida al aula, leyó a la Congregación. Decían así[59].
«Amadísimos miembros de la Compañía de Jesús:
Hace casi tres meses, el 3 de diciembre pasado, tuvimos el consuelo de recibir a todos los padres participantes
en la Congregación General 32 de la Compañía de Jesús cuando comenzaban su trabajo. Nos agradó
manifestarles a ellos, que representaban a nuestros ojos a toda la familia ignaciana, nuestra estima, que se
extiende a todos los miembros “que trabajan por el Reino de Dios y ofrecen una contribución de inmenso
valor a las obras apostólicas y misioneras de la Iglesia” (AAS 66, [1974], 712). Grandísimo motivo de alegría
es la oportunidad que ahora tenemos de expresar de nuevo nuestra grande, fraterna y sincera benevolencia a
esta orden religiosa, tan estrechamente vinculada a Nos y por cierto tan querida.
Confesamos que este mismo afecto, con el que os abrazamos a todos, Nos ha impulsado, como sabéis bien,
a interponer nuestra autoridad ante los superiores de vuestra Compañía en circunstancias recientes. Así lo
juzgamos oportuno, movidos por la conciencia de nuestro cargo, ya que somos el supremo defensor y custodio
de la Fórmula del Instituto y Pastor de la Iglesia universal. Pero al mismo tiempo fue para Nos no pequeña
satisfacción ver que los miembros de la Congregación General entendieron con buen espíritu la fuerza y la
significación de nuestras indicaciones y las admitieron con voluntad obediente. Querríamos ahora repetir las
palabras del apóstol san Pablo: “Esto os he escrito… convencido respecto de todos vosotros de que mi gozo lo
es también vuestro. Os escribí con mucha aflicción y angustia de corazón… no para entristeceros, sino para
que sepáis el gran amor que os tengo” (2 Cor 2,3-4).
Quizás algunos de vosotros pudieron pensar que para infundir nueva fuerza vital a vuestra Compañía era
necesario introducir cambios sustanciales en la Fórmula del Instituto, es decir, en sus normas principales, o
también en sus relaciones con la sociedad de nuestro tiempo. Nos, sin embargo, no podemos admitir en vuestro
Instituto religioso el cambio ideado; Instituto que es por su propia naturaleza tan peculiar y está tan
comprobado, tanto por la experiencia de su historia, como por signos indudables de la protección divina.
Juzgamos que la Compañía ha de ser acomodada y adaptada a nuestro tiempo, vitalizada, aunque siempre
teniendo en cuenta los principios del Evangelio y del Instituto; pero sin transformarla ni deformarla.
De acuerdo con esta nuestra convicción y afecto benevolente, también en el futuro tendremos cuidado de
estar atentos a vuestras cosas siempre que pareciere útil al bien de esta Compañía o de la Iglesia.
Ahora, al acabar esta Congregación General, aprovechamos con gusto la ocasión para exhortar de nuevo a

120
todos y cada uno de los hijos de san Ignacio esparcidos por el orbe entero: ¡Sed fieles! Pues la fidelidad libre y
fructuosamente prestada a la Fórmula del Instituto protege la originaria y verdadera imagen de los compañeros
de Ignacio y confirma la fecundidad de su apostolado; por lo cual debe ser estimada como condición
absolutamente necesaria para toda clase de ministerios, que por vocación han de ejercer, para que el nombre de
Jesús se divulgue y glorifique en el mundo, en los diversos campos de trabajo, en los que prestan múltiple
servicio, como miembros de una orden religiosa, sacerdotal, apostólica y vinculada al romano pontífice con la
fuerza de un voto especial.
En tan gran amplitud de obras como les están confiadas, que ciertamente exigen mentes de probada
madurez de juicio, voluntades firmes, espíritus eminentes en humildad y magnanimidad, ¡ojalá todos los
miembros de la Compañía de Jesús se afiancen en los medios sobrenaturales y acudan siempre a ellos! Puesto
que ninguna salvación se puede llevar al mundo si no es por el anonadamiento de la cruz de Jesucristo (cfr. Flp
2,7-8) y “por la locura de la predicación” (1 Cor 1,21).
Exhortamos, por tanto, a todos los compañeros de Ignacio a que continúen con renovado empeño sus
obras, emprendidas con entusiasmo en servicio de la Iglesia, claramente conscientes de la gravedad de su
misión, pero confiados en el auxilio de Dios, pues solo él basta, como solo él bastó siempre a Ignacio y
Francisco Javier en la extrema carencia de medios que les abrumaba. Sepan que están fijos en ellos no
solamente los ojos de todos los hombres, sino en particular los de tantos miembros de otras familias religiosas
y aun de toda la Iglesia. ¡Que no sea vana tanta esperanza concebida! ¡Id, pues, avanzad en el nombre del
Señor! ¡Sí, hijos y hermanos, avanzad siempre y solo en el nombre del Señor!
Ratificamos estos deseos nuestros con la Bendición Apostólica».

Esta fue la última palabra personal del papa a la CG 32, en coherencia con sus cartas
autógrafas anteriores y su discurso inaugural del 3 de diciembre de 1974, que todos
recibimos con sumo respeto, veneración y agradecimiento, conscientes de que a ella
tendríamos que ajustarnos en el futuro, pues se nos había dicho con toda claridad que
«también en el futuro tendremos cuidado de estar atentos a vuestras cosas siempre que
pareciere útil al bien de esta Compañía o de la Iglesia»[60].

6.2 Alocución final del padre Arrupe

En la caída de la tarde del 7 de marzo de 1975, la CG 32, después de una navegación de


96 días, entre plácida y tormentosa, llegaba a puerto. Es imaginable la densidad de
evocaciones, vivencias y sentimientos que en ese momento se acumulaban y agitaban en
el interior de cada uno de los congregados. Al cabo de esos intensos días que habían
pasado juntos, orando, intercambiando, trabajando y sufriendo para captar lo que Dios
quería de la Compañía de su Hijo en esta «hora decisiva» (decretoria, en palabra del
papa Pablo VI), había llegado el momento de asumir e integrar («confirmar») todo lo
vivido en ello, agradecerlo «afectándose mucho»[61] al Señor de quien desciende todo
bien, y cobrar ánimos para afrontar el futuro. A ello nos ayudó el padre Arrupe con su
alocución final[62].
No habían sido tanto meses de arduo trabajo –que lo fueron– cuanto, sobre todo, de
una múltiple, rica y profunda experiencia del Señor, personal y grupal.
1. Experiencia de conversión, primero, don preciso de Dios, incomunicable quizá,
pero personal y que llega al fondo de nuestro corazón. Experiencia de encuentro entre
hermanos: Purificador desde luego, al hacernos relativizar nuestras personales visiones
abriéndonos a las de los demás; unificador de nuestros corazones en el discernimiento
orante del Espíritu, en el llevar conjuntamente la cruz ampliamente presente en nuestra

121
Congregación, aun en la forma de la más profunda humillación, al «insinuarse dudas
sobre nuestra propia fidelidad a la Madre Iglesia». Experiencia de la paternidad de Dios,
que con su amor dirige y corrige a sus hijos.
2. Se trata, sin duda, «de una experiencia inacabada, pero, tal y como se nos ha dado,
comunicable». Hemos de comunicar a nuestros hermanos, en la medida posible, la
experiencia personal con la que Dios nos ha iluminado en cosas concretas de la
Compañía en una conversión interior llena de confianza. Así daremos respuesta a las
preguntas que nos hicieron nuestros hermanos, que nosotros mismos traíamos con
nosotros, con las que el santo padre abrió los trabajos de la Congregación.
a) ¿De dónde venimos? De Ignacio, ciertamente. La primera gracia de Ignacio: su
apasionado amor por Jesucristo, fuente de su pasión por la Iglesia, de su celosa
fidelidad al vicario de Cristo, juntamente con su sensibilidad evangélica para el
hombre de su tiempo, han estado constantemente presentes en nuestros trabajos.
Sin perder de vista esa gracia y bajo su urgencia, hemos procurado aplicarla a
nuestra propia situación, ejercitando una discreción espiritual que, atrevidamente,
hemos pretendido que fuera semejante a la suya.
b) ¿Quiénes somos? «Hemos intentado decirnos de nuevo a nosotros mismos y dar
noticia a quienes nos preguntan sobre nosotros, qué significa hoy ser jesuita, y lo
hemos hecho con sencillez, tal como la Compañía –que en verdad sentimos
mínima– es vivida hoy por la mayor parte de nuestros hermanos». Hemos
verificado que nuestra identidad se capta en el encuentro mutuo, personal, al
revivir las líneas profundas de los Ejercicios espirituales, al recordar las líneas
esenciales de la Fórmula y Constituciones de nuestro Instituto. Al revivirlo y
recordarlo juntos, nos reconocemos como una única estirpe de Ignacio. La
Compañía ha empezado ya a robustecerse con esta toma de conciencia de nuestra
identidad. Hemos de hacerlo aún con más audacia, mediante una más pura
experiencia de los Ejercicios espirituales y un conocimiento más profundo de
nuestros textos originales, en los que la gracia de nuestra vocación quedó
expresada con más pureza y sublimidad.
c) ¿Adónde vamos? La respuesta es la misma de Ignacio, porque nos sentimos
identificados con ella: «alistados bajo la bandera de la Cruz, servir al Señor y a la
Iglesia su Esposa, bajo el romano pontífice, su vicario en la tierra […], para salvar
mediante todas las formas válidas de evangelización a todo el hombre y a todo
hombre». Ello requiere una renovada conciencia de misión, pues, situados en la
zona fronteriza de ambas fuerzas, nos compete hoy una más decidida
proclamación del Evangelio con el testimonio de nuestra vida, para que sea
convincente por sí misma y por la fuerza del Espíritu que la hace posible.

3. Esta triple respuesta que ha tratado de formular la CG es precisamente eso:


fórmula. La respuesta empieza ahora, al transmitir el humilde servicio que ha querido ser
la Congregación. Más que las concreciones prácticas «importa la renovación de nuestras
propias actitudes para que estén cada día más en la línea de las actitudes mismas del

122
Señor (Flp 2, 5)».
a) Actitud de mayor hondura en nuestra experiencia espiritual, personal e
insustituible.
b) Actitud de humildad, de sencillez, decididamente mayores.
c) Actitud de realismo, que nos mueva a una más puntual ejecución: medirnos por
nuestras obras, según el elemental principio de la Contemplación para alcanzar
amor.
d) Actitud de discernimiento permanente según el Espíritu.
e) Actitud de amor hacia esta concreta Iglesia de Jesucristo, cuyos miembros somos
por la misericordia de Dios, y amor sincero hacia el que es cabeza de esta Iglesia,
«vicario de Cristo en la tierra». Y amor significa fidelidad y sacrificio, o no dice
nada. A este vicario de Cristo hemos de estar especialmente agradecidos hoy por
cuanto él ha hecho, con ocasión de esta CG, por ayudarnos a profundizar en el
conocimiento de este nuestro «principio y principal fundamento» (MI, s. III, vol. I,
162). En sus manos ponemos confiados el fruto de nuestro trabajo, como lo hacía
Ignacio, «por no errar in via Domini» (Const. 605), para que él lo confirme como
juzgue ser mayor servicio de Dios y de la Sede apostólica.
f) Finalmente, actitud de entusiasmo evangélico. Tanto más, cuanto mayor
experiencia tenemos de nuestra debilidad y de la fuerza de Dios que obra en
nosotros.

Conclusión. Tocados por la acción del Espíritu Santo en nosotros, este es el fruto de
nuestra Congregación: nuestra experiencia personal y comunitaria y los documentos de
la Congregación. Ambas cosas, en cuanto fruto del Espíritu Santo, encierran un germen
dinámico, lleno de posibilidades insospechadas, del que nace nuestro deber de vivir con
ancho corazón para abrazarlas y secundarlas generosamente. Así nuestra CG será un
nuevo paso, un eslabón, un capítulo nuevo de la historia de la Compañía, ciertamente no
el último, pero el que nos tocaba dar o, al menos, tal como lo hemos podido ofrecer en
este concreto momento histórico. Y al agradecérselo al Señor, decimos con toda
confianza: «Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer».
El P. Arrupe volvía a colocarnos en nuestro sitio: «en él solo poner la
esperanza»[63].

6.3 La devolución de los decretos y su promulgación y distribución

Casi dos meses después de la conclusión de la Congregación, el cardenal Villot escribía


al P. Arrupe, devolviéndole los decretos. Un tiempo no excesivamente largo, si se tienen
en cuenta las circunstancias en las que había transcurrido la Congregación, las grandes
expectativas que sobre ella había expresado Pablo VI, primero en su alocución del 3 de
diciembre, posteriormente en su carta autógrafa del 15 de febrero y en las
puntualizaciones hechas al padre general en la audiencia del 20 del mismo mes. Un

123
tiempo, en cambio, largo para toda la escala de responsables jesuitas que tenían que dar a
conocer a toda la Compañía el resultado de la CG y procurar su aceptación e
interiorización, y defenderla frente a quienes no habían querido que se celebrara y habían
impugnado continuamente su convocación, proceso y decisiones. El santo padre había
examinado con gran atención los textos que le habían sido entregados –escribía Villot– y
le había confiado el «encargo de devolvérselos acompañados de las siguientes
reflexiones».
Al examinar los decretos, se advertía «que las conocidas vicisitudes de la
Congregación General no permitieron alcanzar el resultado global que su santidad
esperaba de tan importante acontecimiento», que había seguido con tanto interés e
indicaciones precisas y llenas de solicitud paternal. En todo caso, ha dispuesto su
santidad que le sean devueltos los decretos «para que puedan ser puestos en práctica
según las necesidades de la Compañía, augurando que sus beneméritos miembros puedan
servirse de ellos para proseguir en la genuina fidelidad al carisma ignaciano y a la
Formula Instituti». Sin embargo, como en los decretos devueltos «junto a afirmaciones
que merecen toda consideración, hay otras que producen cierta perplejidad y, en su
formulación, pueden dar ocasión a interpretaciones menos rectas», el papa había
manifestado su deseo de que se transmitieran al padre general y a sus colaboradores
«algunas recomendaciones relativas a algunos decretos, que encontrará adjuntas a esta
carta»[64].
Por lo que se refiere a los decretos 4.º y 2.º, la recomendación vaticana,
reconociendo que estaba fuera de toda duda «que la promoción de la justicia enlaza con
la evangelización», insistía en la precisión hecha por Pablo VI al clausurar el tercer
Sínodo de Obispos el 26 de octubre de 1974, un mes y pocos días antes del comienzo de
la Congregación General: «En el orden de las cosas temporales, no se debe exaltar más
de lo justo la promoción del hombre y su progreso social, con daño del significado
esencial que la Iglesia da a la evangelización o anuncio de todo el Evangelio»[65]. Esta
recomendación debía tomarla especialmente como suya la Compañía de Jesús, «que ha
sido constituida para un fin principalmente espiritual y sobrenatural, ante el que ha de
ceder cualquier otro afán, y que debe ejercerse siempre de modo conveniente a un
Instituto religioso, no secular, y sacerdotal». La sacerdotalidad propia de la Compañía
no podía hacer olvidar a todos los jesuitas «que es propio del sacerdote inspirar a los
laicos católicos, puesto que son ellos los que tienen el papel principal en la promoción de
la justicia: no deben confundirse los papeles de cada uno». Se recomendaba finalmente
que, en cada región, la actividad de promover la justicia debía ejercerse en conformidad
con las normas de la jerarquía católica del lugar.
Por lo que se refiere al decreto 3.º, «Fidelidad al Magisterio y al sumo pontífice», la
exhortación alababa la oportunidad de que el decreto confirmara la fidelidad proverbial
de la Compañía a ambas instancias. Recomendaba, sin embargo, «que las palabras
intercaladas, salva una sana y deseable libertad, no lleven a impugnar las reglas para
sentir con la Iglesia, propias de la Compañía».
Por lo que se refiere al decreto 12.º, «La pobreza», la exhortación coincidía con los

124
deseos sinceros expresados en los debates y en el decreto. Su santidad no había dejado
de advertir «el complejo trabajo realizado para actualizar la legislación de la Compañía
en lo referente al decreto acerca de la pobreza». Pero, dado lo delicado del tema, y el
carácter de las innovaciones introducidas, «el decreto podrá ponerse en vigor ad
experimentum, de manera que la próxima Congregación General pueda reexaminar la
cuestión basándose en la experiencia adquirida en los próximos años». Además, se
recomienda encarecidamente a los superiores el cuidado de vigilar por la aplicación
correcta de la distinción entre institución apostólica y comunidad religiosa, para que se
eviten modos de proceder contrarios a la genuina pobreza ignaciana, y no se abandone
ligeramente el ejercicio de ministerios que por tradición se prestan gratuitamente.
Añadía que «para cualquier problema relativo a la interpretación del conjunto de los
decretos, el punto permanente de referencia […] deberán ser los criterios y advertencias
contenidos en el mencionado discurso del 3 de diciembre y en los demás documentos de
la Santa Sede concernientes a la Congregación General»[66]. Advertía finalmente que,
para conseguir una justa interpretación y recta aplicación de los decretos, «será
conveniente que esta carta, con sus anejos, sea publicada con los decretos mismos».
Las observaciones particulares a algunos decretos son razonables, bastante obvias, y
todas ellas estaban en la mente de la mayoría, si no de todos, los congregados. Llama
más la atención la apreciación general de que la CG no había logrado obtener el
resultado global que su santidad esperaba de tan importante acontecimiento. Sin entrar
en las expectativas personales del papa, bien conocidas ya, se puede estimar que el
resultado documental de la CG fue muy apreciable, como se ha podido comprobar por
las exposiciones anteriores. Por otra parte, expresar esta valoración precisamente en este
documento podría resultar poco oportuno, por cuanto ello resta valor a los documentos y
determinaciones de la Congregación, a la hora de divulgarlos y pedir su recepción y
puesta en práctica[67].
Recibida la carta del Secretario de Estado, el P. Arrupe comunicó los decretos de la
CG a las provincias y regiones de la Compañía, promulgándolos oficialmente y fijando
como fecha de su entrada en vigor el 8 de mayo de 1975. En su carta de promulgación se
puede leer lo siguiente:
«Ya la misma Congregación General se había mostrado muy interesada por el logro de la ejecución de estos
decretos y había afirmado que no podrán ponerse en práctica “sin la colaboración de todos los miembros de la
Compañía, bajo la dirección de los superiores”. Para ello, la Congregación General ha estimado indispensable
que “estos documentos sean meditados asiduamente en la lectura personal y en el diálogo comunitario y
considerados en espíritu de oración y de discernimiento”.
Solamente de este modo podrán los decretos de la CG 32 ser instrumentos válidos de la tan deseada
renovación y adaptación de nuestra Compañía a las necesidades actuales de la Iglesia y del mundo. Quisiera
pedir también, en cuanto a mí me corresponde, que, juntamente con los decretos, consideren todos con la
mayor atención los documentos de la Santa Sede relativos a la Congregación, en particular, la alocución del
sumo pontífice del 3 de diciembre de 1974 y las recomendaciones, que, en nombre suyo, adjunta a su carta del
2 de este mes de mayo el eminentísimo señor cardenal Secretario de Estado.
En una palabra: a nosotros nos corresponde llevar a la práctica con gran fidelidad y con entusiasmo los
decretos, juntamente con las recomendaciones del santo padre; así lo establecido por la Congregación General,
bajo la inspiración del Señor y la paterna tutela del vicario de Cristo en la tierra, servirá para bien de toda
nuestra Compañía y de todos aquellos por quienes la Compañía pretende trabajar en la viña del Señor»[68].

125
Era obvio presumir, como de hecho sucedió, que la carta con que Villot devolvía los
decretos de la CG 32 produciría en la Compañía reacciones dispares, dado el ambiente
que se estaba viviendo en ella, pudiendo seguirse de ahí una devaluación de aquellos. El
padre Arrupe salió inmediatamente al paso de esa situación, mediante una carta a los
superiores mayores, fechada a 9 de julio de 1975, en la que concluye:
«Debemos evitar, por tanto, las interpretaciones que tiendan a aminorar el peso y la importancia de los
consejos del sumo pontífice, lo mismo que aquellas otras que pretendan debilitar la fuerza de los decretos. Así,
bajo la guía de aquel Espíritu “qué escribe e imprime en nuestros corazones la interior ley de la caridad”,
entraremos más a fondo en el carisma ignaciano, y nos dispondremos más generosamente a prestar a la Iglesia
el servicio que ella espera hoy de nosotros»[69].

6.4 Todavía, un año después

El Anuario de la Compañía de Jesús, que se publicaba (y se sigue publicando)


anualmente como medio de divulgación de la vida y actividades de la Compañía,
correspondiente al curso 1975-1976, estaba casi todo él dedicado a la CG 32. En un
artículo introductorio a todo el Anuario, firmado por su redactor jefe, P. Félix Sánchez
Vallejo, SJ, se hacía una referencia explícita a los problemas y tensiones vividas entre el
sumo pontífice y la Congregación, a los que me he referido anteriormente. En relación
con ello, el artículo decía literalmente[70]:
«Era más que evidente que las razones que impulsaban a la Congregación General en un sentido (las
provincias que pedían la supresión de los grados) eran de carácter totalmente diverso de las que la solicitaban a
abstenerse de tocar el tema (el papa, que quería fuese respetada la Fórmula en los términos de máxima
seguridad). Ahí estaba el problema o llamémoslo más bien diversidad de perspectiva. Problema en realidad no
lo hubo, porque nadie intentó oponerse al papa, cuya decisión se aceptaba anticipadamente. Lo que realmente
fue motivo de incertidumbre y acaso ocasión de una equivocada maniobra, fue el hecho inquietante de que, sin
una forma u otra de interrogación, no había modo siquiera de saber si en realidad la Compañía [sic: error
material; se debe leer “la Congregación”] que en el momento tenía en sus manos la autoridad legislativa de la
orden, estaba orientada sobre este problema en el mismo sentido que el papa, o en otro divergente, porque de
una formal votación podría haber salido incluso una total coincidencia. Dado nuestro concepto de obediencia,
la postura del papa era absolutamente privilegiada y vinculante. Desobedecerle era una hipótesis
absolutamente fuera de nuestro horizonte. Buscar claridad sí que pareció posible y aun necesario, dadas las
líneas de fuerza que se habían puesto en marcha en la Congregación, Se llegó así a pedir a los congregados
una mínima “indicación”: que manifestaran qué creían poder votar sobre los grados en el caso de que este
problema se presentara a votación, (obviamente, después de matizarlo y perfilarlo en las sesiones de estudio
que por el sistema de grupos y comisiones se le hubieran dedicado).
Del tablero electrónico salió con maravilla de todos, una determinante inclinación hacia la supresión
drástica de los grados, más aún, hacia la concesión del 4.º voto a los hermanos. Es decir, quedó evidenciado
que estábamos metidos en un atolladero, del que no cabía otra salida más que esa actitud sobrenatural que
llamamos obediencia ignaciana. Se le comunicó al papa lo que había salido de una mera votación indicativa, y
se le dijo que los jesuitas estábamos en todo caso dispuestos a arrinconar el problema».

El párrafo, al no describir en detalle todo lo sucedido, podría no ser fácilmente


inteligible para quien no estuviera ya al tanto del asunto. El hecho fue que, en
agradecimiento al envío del Anuario al papa, por parte del padre general, como se hacía
todos los años, este recibió una carta de Mons. Benelli, sustituto de la Secretaría de
Estado, (Prot. N. 294264), fechada a 23 de febrero de 1976[71], en la que se le decía:

126
«A tal propósito, no puedo ocultarle que la publicación ha suscitado alguna perplejidad y reserva por el modo
en que son presentados ciertos acontecimientos de la mencionada Congregación, ya sea porque tiende a
reducir a simple “mal entendimiento, o más sencillamente angulación o perspectiva diversa” (cfr. p. 8) un
grave problema, en el que el santo padre ha debido intervenir personal y repetidamente, o sea porque considera
todo lo sucedido a este respecto en la Congregación General, como expresión de perfecta obediencia
ignaciana.
Se espera que la menor objetividad en la descripción de las conocidas vicisitudes de la Congregación
General no dañe a la recta actuación de sus conclusiones y a la fiel adhesión a las directivas del sumo pontífice,
el cual continúa siguiendo con vivo y paterno interés el camino de la amada Compañía y espera ver en los
hechos, en todos los hijos de S. Ignacio, la auténtica renovación espiritual y la segura orientación doctrinal, que
son condiciones indispensables para la eficacia de su apostolado».

Parece como que en la Santa Sede se deseaba –o alguien deseaba– que así quedaran
asentadas las cosas, para memoria futura, sobre el «grave problema», surgido en la CG
32, dejando de lado las palabras tan manifiestamente reconciliadoras del santo padre en
su alocución del 7 de marzo de 1975 al padre general y sus asistentes generales, recién
elegidos[72]. Con ellas a la vista, no parece justo que la CG 32 pueda quedar ante la
historia estigmatizada como rebelde y desobediente ni como frívola. Como había
asegurado ella misma desde su comienzo, mantuvo su fiel y sumisa obediencia al papa,
aunque fuera con perplejidad y dolor.

[1] Como introducción a ella, se puede ver: Acta Congregationis Generalis XXXII, I-II, (Acta XXXII),
inédito, (ejemplar multicopiado, en posesión del autor); Proemium historicum ex Actis Congregationis Generalis
XXXII, AR 16 (1973-1976), 276-308; J. W. PADBERG, Together, op. cit., 29-103; J.-Y. CALVEZ, «XXXI e XXXII:
Due Congregazioni Generali in tempi diversi e con problematiche diverse. Aspetti storici essentiali di ambiente»,
en Diakonia fidei e promozione della giustizia, Conferenze sui Decreti della Congregazione Generale XXXII,
Quaderni C.I.S. VIII, Roma 1975, 7-19; A. ÁLVAREZ BOLADO, «La Congregsción General 32», en G. LA BELLA
(ed.)., Pedro Arrupe, op. cit., 251-355. Los decretos producidos por la CG 32 y otros documentos relativos a ella
se encuentran en latín en AR 16 (1973-1976), 9-461, y, traducidos al español, en Congregación General XXXII,
op. cit.
[2] Los miembros de la CG estuvimos alojados en dispersión por la curia, otras casas de la Compañía en
Roma y por algunas casas religiosas cercanas a la curia. A mí me tocó, juntamente con el P. Álvarez Bolado, en la
casa de los salvatorianos (via padre Pfeifer), enfrente de nuestra curia.
[3] La apertura sin límites de su preparación a todos los problemas imaginables y la misma abundancia de
los documentos preparatorios dificultaron y retrasaron mucho la selección inicial de una serie de temas prioritarios
para ser tratados y el acuerdo sobre ellos; la CG se mostraba inexplicablemente bloqueada. Produjo impresión una
intervención del P. Dezza por aquellos días iniciales de la CG, en la que manifestó que en su larga experiencia de
Congregaciones Generales (había participado ya en cuatro), nunca había visto a la CG tan desorientada e
improductiva. ¿Qué estaba pasando?
[4] Doscientos treinta y seis miembros (doscientos veintiséis en la CG precedente).
[5] Cfr. Const. [655].
[6] CG 32 d.1 n. 7. cf. Const. [134].
[7] Habría un precedente, de algún modo semejante, en la CG 27 (1923), de la que salieron la Colección de
Decretos de las Congregaciones Generales y el Epítome del Instituto de la Compañía de Jesús, que tuvo también
una preparación muy amplia y cuidada de los temas, aunque mucho más restringida, en cuanto a la participación
en ella, y de carácter más puramente técnico.
[8] L. SAPIENZA, Paolo VI e i Gesuiti, op. cit., 10, reproduce el testimonio de un «testigo de la época», sin
revelar su nombre, el cual dice: «Pablo VI daba mucha importancia a este discurso. Pero no lo escribió él. Pidió un
proyecto al padre Paolo Dezza (que era su confesor) y al cual había expresado de palabra alguna idea que deseaba
decir. Pablo VI acogió toda la sustancia del proyecto de discurso escrito por el padre Dezza: el contenido

127
correspondía perfectamente al pensamiento del papa. Pablo VI hizo solamente algunos retoques de estilo. Aun
cuando no estaba escrito de su puño y letra, es un discurso cuyas palabras compartía Pablo VI en su totalidad»
(Traducción del autor).
[9] El actual papa Francisco dijo espontáneamente, y con toda razón, el pasado 2 de agosto de 2018, a un
grupo de jóvenes jesuitas europeos reunidos en Roma, que: «En mi opinión, es el discurso más hermoso que un
papa ha hecho a la Compañía», destacando que fue formulado en un momento de incertidumbre en el que el
pontífice invitó a todos a ser valientes. El 3 de diciembre de 2018, en la audiencia concedida a la comunidad
jesuítica del Colegio Internacional del Gesù, de Roma, con ocasión de su 50.º aniversario, volvió a referirse a este
discurso como «el mensaje que yo creo ha sido, quizás, el más profundo de un papa a le Compañía» (texto en
https://bit.ly/2QGdd4a, consultado el 5 de diciembre de 2018).
[10] Texto original latino en AAS 66 (1974), 711-727. Traducción española en Congregación General XXXII,
op. cit. 239-259. Texto completo en el apéndice documental.
[11] Textos completos en Congregación General XXXII, op. cit., 285-336.
[12] Ibid., 323.
[13] Cf. ibid., 336.
[14] Según refiere L. SAPIENZA (Paolo VI e i Gesuiti, op. cit.,7), el padre Arrupe tuvo 31 audiencias
personales con Pablo VI de 1965 a 1878, es decir, una media de 2 por año.
[15] Lo firmaron bastantes congregados; yo también. Recuerdo que uno de aquellos primeros días me
encontré fortuitamente a solas con el P. Arrupe en la terraza de paso del edificio de la curia al aula de la
Congregación, y me pidió espontáneamente: «Por favor, retírenme ese postulado; yo voy a hablar sobre las
relaciones con el Vaticano, pero no querría hacerlo obligado por el postulado». Este se retiró.
[16] Considerando el panorama de toda la Compañía, sentía que muchas veces habíamos fallado en prestar
nuestra colaboración. De ahí –advertía Arrupe– la pregunta que nos hacía el 3 de diciembre: «¿Cómo se encuentra
la voluntad de cooperar confiadamente con el sumo pontífice?». Esta constatación del padre Arrupe es muy
importante para definir un aspecto de la tensión entre el sumo pontífice Pablo VI y la Santa Sede y la Compañía de
Jesús y su gobierno. ¿Realmente el vínculo especial de obediencia de la Compañía profesa hacia el sumo
pontífice, acerca de las misiones, implica identificarse con el modo que le es propio de sentir y actuar a un
determinado romano pontífice? La respuesta a esta pregunta, desde la Fórmula del Instituto y desde el texto de las
Constituciones (especialmente ilustrativos son los nn. 529 y 605, en los que se explica taxativamente el contenido
y motivación del cuarto voto) es claramente negativa. Pero las expectativas y deseos, y también probablemente la
idea del papa, basada en ese voto, iba más allá.
[17] Con fecha de 23 de enero de 1972, Arrupe había mandado una carta a toda la Compañía sobre el
aumento de la fidelidad a la persona del sumo pontífice. Partiendo de la afirmación que había hecho él mimo en el
anterior Sínodo de los Obispos sobre la justicia en el mundo, de que frecuentemente la imagen del papa era
presentada muy deformaba, expresaba su dolor por el hecho de que algunos de los nuestros parecen ser culpables
de esa deformación. Pensando lo que debía hacer él mismo y la Compañía para aquietar su conciencia afectada por
esos hechos, escribía la carta. «En primer lugar, debemos ser conscientes de nuestra responsabilidad y nuestra
misión en este punto: me refiero al espíritu de fidelidad hacia la persona del romano pontífice; pues tal espíritu,
que brota del 4.º voto, –que según san Ignacio es el principio y fundamento de la Compañía– marcado por una
tradición de cuatro siglos, debe arraigar lo más profundamente posible en nuestras mentes». Después de algunas
consideraciones sobre la crítica constructiva o destructiva de la autoridad del papa, concluye: «De ahí deriva que
nosotros, sobre todo cuando se trata del sumo pontífice, siguiendo nuestra tradición secular e impulsados por un
deseo de mayor eficacia de la acción apostólica, debamos actuar con el amor y la veneración debida al vicario de
Cristo. Por ello, es evidente que debemos tender a hacernos partícipes de sus solicitudes, a aceptar sus directrices y
a colaborar con ellas». Si alguno, añade, cree en conciencia, después haber orado sincera y humildemente ante el
Señor, que debe manifestarse contra alguna disposición del papa, sepa que la Compaña tiene cauces para hacerlo
del modo apropiado. «Por experiencia propia, adquirida en estos últimos años, no dudo en afirmar que Pablo VI
tiene una amplísima apertura de mente, una caridad y una humildad evangélica tales que el modo desvergonzado
de proceder con él (por parte de individuos, grupos, y, lo que da vergüenza decirlo, también católicos) aparezca
por sí mismo injusto e intolerable». Según observa V. CÁRCEL ORTÍ (op. cit., 638), la carta de Arrupe no fue del
agrado de Pablo VI, quien, por medio del cardenal Villot, le habría advertido de que él nunca se había quejado por
actos o palabras de jesuitas contra su persona (por lo que el llamamiento de Arrupe en su carta estaría fuera de
lugar), mientras que había que lamentar por desgracia las opiniones de ciertos jesuitas o de ciertas publicaciones,
no siempre conformes con el sentir de la Iglesia, así como algunas tendencias divergentes del espíritu y de las
normas vigentes de la Compañía y, en general, de la Iglesia tradicional y responsable.
[18] No se trasluce de esta exposición de Arrupe, que resumen las Actas de la CG, que su referencia a la

128
Secretaría de Estado tuviera por objeto velado al cardenal Villot (cf. A. WENGER, El Cardenal Jean Villot, Edicep,
Valencia 1991, 189).
[19] Acta, Actio 15, 73.
[20] L. SAPIENZA (La barca de Pablo, op. cit., 56-57) reproduce una nota manuscrita de Pablo VI al cardenal
Secretario de Estado, Jean Villot, de 21 de noviembre de 1974, en la que le dice: «Pienso que será de su agrado
que le remita los diferentes documentos que me han sido entregados esta mañana durante la audiencia por el padre
Arrupe, prepósito general S.J., a fin de que pueda vuestra eminencia examinarlos cómodamente y darme una
indicación orientativa en la audiencia de mañana, también para alguna eventual modificación del discurso
preparado para el encuentro del día 3 con todos los integrantes de la Congregación General. ¿Le causo molestia,
tal vez, al hacerlo? Pero vuestra eminencia verá cuán valiosa es para mí su sabia colaboración. Con cordial
veneración, en Cristo, Paulus PP. VI». La frase interrogativa «¿Le causo molestia …?» no concuerda exactamente
con el original italiano, donde no hay interrogación. La traducción exacta sería: «¡Tal vez le causo molestia con
ello!».
[21] Por comunicación personal de uno de los miembros de la Comisión previa de la CG 32, supe que el P.
Arrupe había vuelto muy contento y esperanzado de la audiencia con el papa, porque este se mostraba dispuesto a
considerar atentamente el tema.
[22] La expresión «diferencia de grados» en la Compañía hace referencia a las diversas categorías de los
miembros incorporados definitivamente a ella. El llamado Libro del Examen, con el que se informa a los
candidatos a la Compañía sobre la naturaleza de esta y lo que de ellos se espera al ser admitidos en ella, describe
estas categorías así:
«8. Primeramente, algunos se reciben para hacer profesión en ella con cuatro votos solemnes […] y estos
deben ser suficientes en letras, como se dice en las Constituciones adelante, y probados en la vida y costumbres a
la larga, conforme a lo que requiere tal vocación, y todos deben ser antes de la profesión sacerdotes.
9. La segunda suerte es de los que se reciben para coadjutores en el servicio divino, y ayuda de la Compañía
en las cosas espirituales o temporales; los cuales […] han de hacer tres votos simples de obediencia, pobreza y
castidad sin hacer el cuarto de la obediencia al papa, ni otro alguno solemne […]». Const. [10 y 12]. Ver P.
DEZZA, voz «Grados en la Compañía de Jesús», DHCJ, II, 1798s., con la bibliografía allí indicada; R. E. SCUTLY,
voz «Grades», en T. WORCESTER (gen. ed.), The Cambridge Enciclopedia of the Jesuits, Cambridge University
Press, 2017, 345; L. LUKÁCS, «De graduum diversitate inter sacerdotes in Societate Iesu», AHSI 37 (1968), 267-
316; G. DUMEIGE, De mente Sancti Ignatii et posteriore evolutione historica in quaestionie de gradibus in
Societate Iesu, Roma 1969; A. M. DE ALDAMA, De Coadiutoribus Societatis Jesu in mente et praxi sancti Ignatii,
Roma 1970.
[23] La CG 31, después de larguísimas y prolijas discusiones sobre la distinción de grados en la Compañía,
desarrolladas en sus dos períodos de sesiones, cerró el tema sin llegar a ninguna conclusión sustancial sobre él.
Solamente aprobó un decreto (el 11) sobre las normas de promoción a los últimos votos, facilitando algo más que
en el inmediato pasado la profesión solemne de cuatro votos, sin que por ello creyera que se hubiera de renunciar
en la Compañía al principio de selección tan deseado por san Ignacio (cf. Congregación General XXXI, op. cit.,
103-107). Por otra parte, en su decreto 5, n.1, dispuso: «La CG decreta que inmediatamente después de terminada
la CG31, el M.R.P. General instituya una Comisión cuya finalidad sea estudiar a fondo, bajo el aspecto jurídico y
práctico, todo el problema de la supresión de los coadjutores espirituales. Esta Comisión deberá dar cuenta a la
próxima Congregación de Procuradores, para que esta decida si habrá que convocar una Congregación General
para resolver esta cuestión». La Comisión fue constituida por el padre general inmediatamente después de la
terminación de la CG 31.
Poco después de la convocación de la Congregación de Procuradores para el 27 de septiembre de 1970, se
comunicaba a la Compañía una relación del presidente de la Comisión, P. Jan Beyer (BSE) sobre el «estado de los
trabajos de la Comisión de Grados». Texto latino en AR 15 (1967-1972), 472s.
[24] La fórmula latina consagrada para pedir el voto a la CG era: «Placet Congregationi …?». Dado que en
este caso particular lo que se pide a la CG no es propiamente su voto, sino su opinión, me he permitido traducir el
verbo «placet» como «opina».
[25] Los términos representar, representación remiten a un concepto clave en el proceso de la obediencia
según la espiritualidad de la Compañía. La representación por parte del súbdito a su superior, en relación con un
mandato de este, puede tener lugar. cuando aquel piensa honestamente ante Dios que tiene razones opuestas al
mandato que se le intima, para que el superior las considere o reconsidere. Debe hacerlo con total indiferencia
interior; y, en todo caso, se debe estar a lo que el superior finalmente decida, salvo el caso de «objeción de
conciencia», para cuyo tratamiento hay un procedimiento especial. Según las Constituciones de la Compañía
[610], esta figura de la representación puede tener lugar también en la obediencia al sumo pontífice para las

129
«misiones».
[26] Estas fueron las siguientes:
– ¿Opina la CG que se debe establecer por derecho que todos los sacerdotes de la Compañía emitan los
mismos cuatro votos, es decir, que sea abolido el grado de coadjutor espiritual? A favor 147, en contra 84.
– ¿Opina que se debe establecer por derecho que todos los no profesos, sacerdotes o no sacerdotes, emitan los
tres votos solemnes? (Esta pregunta se hace para el caso de que no sean abolidos los coadjutores espirituales). A
favor 143, en contra 91.
– ¿Opina que se debe establecer por derecho que todos los no sacerdotes emitan los 3 votos solemnes? (Esta
pregunta se hace para el caso de que sean abolidos los coadjutores espirituales). A favor 142, en contra 90.
– ¿Opina que, para todos los coadjutores formados, sacerdotes o no sacerdotes, se elimine la condicionalidad
de sus votos de parte de la Compañía? (Esta pregunta se hace para el caso de que no sean abolidos los coadjutores
espirituales). A favor 208; en contra 25.
– ¿Opina que se elimine la condicionalidad de los votos simples de los coadjutores temporales formados?
(Esta pregunta se hace para el caso de que sean abolidos por derecho los coadjutores espirituales). A favor 214; en
contra 18.
– ¿Opina que todos, sacerdotes o no, emitan primero los votos de coadjutores formados y después puedan ser
llamados según las circunstancias (a determinar más tarde), a la profesión de tres o de cuatro votos? A favor 64, en
contra 170.
– ¿Opina que, conservado el derecho, se proceda de hecho de modo que no sean ya admitidos al grado de
coadjutor espiritual los sacerdotes de la Compañía (con raras excepciones, a determinar más)? A favor 141, en
contra 91.
– ¿Opina que todos los actuales coadjutores espirituales sean invitados, si lo desean, a emitir los 4 votos
solemnes, supuestas las condiciones a determinar por la CG? A favor174; en contra 57.
– ¿Opina que los criterios de la admisión a la profesión de 4 votos, determinados por la CG 31, sean
elaborados de nuevo? A favor 177, en contra 48.
– ¿Opina que los decretos de la CG 31 sobre la participación de los coadjutores espirituales en la
Congregación de Provincia sean elaborados de nuevo para favorecer una mayor participación? A favor 222, en
contra10.
– ¿Opina que se considere su participación en la Congregación Provincial? A favor 222, en contra 10.
– ¿Opina que se elaboren de nuevo los decretos de la CG 31 sobre la participación de los coadjutores
temporales en la Congregación de Provincia para favorecer una mayor participación? A favor 223, en contra 7.
– ¿Opina que se considere su participación en la Congregación General? A favor 215, en contra 17.
[27] Cf. Acta CG XXXII, Actio 24.
[28] Dada la especialísima confianza puesta por el papa y su entorno en el P. Paolo Dezza, a quien se le
confió la redacción de un proyecto del discurso inaugural de la Congregación y posteriormente, como se referirá
en su lugar, la revisión de los decretos antes de su promulgación, no parece aventurado hipotizar que esa «fuente
de toda confianza» fuera el mismo P. Dezza.
[29] No deja de ser bien curioso leer en AR 16 (1973-1976), 481 una carta del mismo cardenal Villot al padre
Arrupe, de 11 de enero de 1975, en la que le agradece su felicitación navideña al papa, en la que este aprecia sus
sentimientos de benevolencia, así como los de todos los miembros de la Compañía de Jesús y especialmente de los
participantes en la Congregación General. «Por lo cual [el sumo pontífice] te expresa su máximo agradecimiento y
al mismo tiempo pide al Señor Jesús que robustezca y confirme con obras vuestros proyectos, en los que la Iglesia
pone gran esperanza».
[30] Cf. Acta CG XXXII, Actio 25.
[31] Obra en mi poder copia de un documento redactado en francés, de dos páginas, sin fecha ni firma,
guardado en el ARSI, Fondo personal Petrus Arrupe (1042/5), que con toda verosimilitud sería el texto dejado
pro-memoria por los tres interlocutores del cardenal Villot en su entrevista del 17 de enero de 1975. En él, después
manifestar repetidamente la plena aceptación de la CG de la decisión del santo padre comunicada al P. Arrupe en
la carta de 3 de diciembre anterior, se representan «muy humildemente los daños muy serios que resultarían de la
comunicación a la Compañía de una voluntad determinada del santo padre sobre la eventual petición de que se
trataba [en el gran número de los postulados provenientes de las provincias sobre los grados], desde el comienzo
de los trabajos de la Congregación General». Daño para la misma Congragación General, que tendría el
sentimiento de una mayor libertad, tan necesaria para su labor, si se le hubiera dejado el tiempo de reflexionar por
su parte sobre la cuestión propuesta, con el fin de que, en el caso de que ella hubiera querido trasmitirla al santo
padre, hubiera podido comunicarle las razones, en un diálogo muy leal y sumiso. Daño también para el santo
padre, por el peligro de que, aunque se quisiera y se declarara lo contrario, se pudiera hacer recaer sobre él la

130
responsabilidad de la decisión. Peligro, finalmente, de un daño aún más grave para la Compañía entera, en la
medida en que la autoridad moral de su Congregación General pudiera aparecer ante el conjunto de sus miembros
notablemente disminuida para cuando tenga que tomar algunas decisiones, menos populares, de su competencia,
como es probable. El texto termina así: «El padre general y los que le acompañan desean muy humilde y
respetuosamente, así como instantemente, tanto por el bien de la Compañía de Jesús como, a su juicio, por el
robustecimiento de la autoridad del santo padre respecto de ella, que se autorice a la Congregación General, en el
caso de que ella lo deseara –y con las condiciones muy severas que le impone su reglamento para la discusión de
tales materias– dar a conocer al santo padre las razones que habrían podido ser alegadas en favor de la eventual
petición, sobre la cual el santo padre se pronunció en la carta del Secretario de Estado del 3 de diciembre: dejando
bien entendido que ella [la Congregación] no quedaría menos dispuesta a abrazar con obediencia la decisión del
santo padre, particularmente en una materia que le concierne tan excepcionalmente». No era, por tanto, solo una
pregunta lo que hacían, sino una petición claramente formulada, según lo expuesto. Petición, que parecería, en sí
misma, razonable, más todavía conociendo la historia secular, no exenta de dolor y amarguras, de la asignación de
los grados en la Compañía, como se podrá percibir en la relación de las razones que movieron a la CG a
expresarse como se expresó en las votaciones indicativas y simplemente exploratorias del día 22 de enero. ¿Se
podría haber pensado en la Santa Sede que con los argumentos esgrimidos y la petición formulada se pretendía
violentar o eludir la voluntad del santo padre, claramente manifestada y confirmada? Es posible.
[32] Tengo también en mi poder copia de un documento redactado en italiano, sin fecha ni firma, encontrado
entre los papeles del P. Abellán, y que yo atribuyo con toda seguridad al P. Paolo Molinari (TOR), postulador
general de las causas de canonización de la Compañía, enemigo cordial del P. Arrupe. Dice textualmente así:
«En la Actio 21 del 21 de enero de 1975 un padre [fue el mismo Molinari] propuso, a nombre de su grupo
lingüístico, que algunos padres de la Congregación General pidieran una audiencia con su santidad para explorar
mejor su pensamiento antes de proceder a cualquier determinación definitiva (Actio 21, Orator quintus, 3/ p. 107).
La presidencia de la Congregación General dejó caer en el vacío esta razonable propuesta.
Los padres congregados no sabían absolutamente nada del hecho de que el mismo padre general, en su
cualidad de presidente de la Congregación General, acompañado por el P. Calvez, moderador del debate sobre los
grados en la Compañía, y por el P. Gerhartz, secretario de la Congregación General, habían pedido y obtenido ya
antes, el 17 de diciembre de 1974, una audiencia con su eminencia el cardenal Villot, con el fin preciso de
explorar mejor la mente de su santidad. Los padres congregados tampoco sabían que se les habían dado todos los
esclarecimientos en el modo más exhaustivo posible y que el día 20 de diciembre de 1974 el P. Calvez había sido
llamado por el mismo cardenal Secretario de Estado para recibir la confirmación formal de que lo que se le había
dicho el día precedente representaba indudablemente el auténtico pensamiento del santo padre.
Es doloroso e incluso trágico pensar que estos tres padres que tienen funciones de la más alta responsabilidad
en la Congregación General, callasen completamente sobre todo lo sucedido y que tampoco se sintieran en el
deber de hablar, cuando se propuso explícitamente que algunos padres pidieran las informaciones que ellos habían
pedido y obtenido ya antes.
No hay duda de que una comunicación, hecha a tiempo, de los que ellos habían llegado a conocer
(comunicación tanto más debida, porque se les había dicho claramente que el santo padre no quería tampoco que
se tratara del argumento del 4.º voto a los hermanos coadjutores, por ser contrario a la Fórmula de nuestro
Instituto), habría hecho una impresión decisiva sobre la Congregación General, al ofrecerle un elemento de
información determinante para muchos de un cambio de actitud y había evitado así la molesta situación actual, en
la que la odiosidad de una decisión se hace recaer por entero sobre el santo padre.
Es desconcertante y tanto más grave que haya sido el mismo padre general quien ha formulado y puesto a
votación (después de todos los hechos antes mencionados, que él conocía, pero los mantuvo ocultos a los padres
congregados) las tres opciones más radicales: abolición total de los grados, concesión del 4.º voto a los hermanos
coadjutores, representación al santo padre.
Es doloroso notar que la publicación del Boletín n. 13, del 24 de enero de 1975 (y de modo especial en el de
lengua francesa) no puede menos de agravar la situación y crear la impresión de que si hay que tomar una decisión
no gustosa e impopular para no pocos miembros de la Compañía, tenga que ser esencialmente debida a una
intervención del santo padre.
Es poco noble y digno y además sumamente opuesto al auténtico espíritu de san Ignacio, que no se haya dicho
nada para impedir que pueda surgir esta impresión.
Peor aún, objetivamente esta es una falta formal de obediencia, cosa gravísima en un general de la Compañía
que además se declara constantemente dispuesto a cumplir cualquier deseo del santo padre, pero que, de hecho, en
los últimos años ha demostrado que no actúa de acuerdo con tales afirmaciones, aunque haya hecho creer
constantemente a la Compañía que el papa conocía sus actuaciones y las aprobaba».

131
Y Molinari no era el único en pensar así. De igual modo pensaban la mayoría de los italianos, a excepción de
Martini, Tucci y quizá Sorge, y el mismo destinatario de la nota, P. Pedro Mª Abellán, no estaría muy lejos de
ellos.
[33] Copia en posesión del autor, recibida como documento de trabajo en le CG 32.
[34] A. ÁLVAREZ BOLADO formula esta nota en su estudio citado, «La Congregación General 32»: «El 27 de
enero de 1975 –escribe A. Wenger– me expresó el cardenal Villot su inquietud y la del santo padre con respecto a
la Congregación General de los jesuitas. Él no había remitido la carta de llamada al orden más que a petición del
papa. Me preguntó lo que sabíamos nosotros sobre el desarrollo de los trabajos y que le parecía muy por debajo de
las dificultades que, de todas maneras, están dando muchas preocupaciones al papa y a su secretario de Estado.
Los jesuitas, dijo el cardenal, han manifestado a través de una votación indicativa su intención de extender el
cuarto voto a todos los religiosos, lo que equivale de hecho a vaciarlo de su significación. Al papa no debe de
gustarle evidentemente esta oposición a su voluntad tan claramente expresada», A. WENGER, «La 32
Congregación General de la Compañía de Jesús», en El cardenal Jean Villot, Valencia, 1991, 187-192.
[35] Cf. Relación de la Comisión de Grados, J. Opciones, 23, ARSI.
[36] No deja de ser interesante que ya san Ignacio sintiera la necesidad de explicitar en el Primero Examen y
General [13], respecto de los que en la Compañía son admitidos por coadjutores, que han de serlo «contentándose
de su grado, con saber que aquellos merecen más delante de nuestro Criador y Señor que con mayor caridad
ayudan y sirven a todos por amor de la su divina Majestad, ahora sea en las cosas mayores, ahora sea en las otras
más bajas y humildes». En los estudios citados de L. Lukács y G. Dumeige se hace alusión repetidamente a estos
problemas. El mismo P. Dezza, en su artículo citado del DHCJ, después de hacer referencia a esos estudios, añade:
«Estas variaciones [en la proporción entre profesos y coadjutores espirituales, a lo largo de la historia] demuestran
la existencia de dificultades en la realización de la concepción ignaciana».
[37] Congregación General XXXII, op. cit., 263-265; texto original italiano y versión latina en AR 17 (1974-
1975), 448-451.
[38] Cursiva nuestra.
[39] Const. [536].
[40] Institutum S.I., II, op. cit., 282, 274s.
[41] Coll. Dec., 12, AR 4 (1923), 32-35.
[42] En este punto la CG 31 recupera más fielmente que la 26 el texto del d. 58 de la CG 5, que no califica
como de primero o segundo orden los elementos sustanciales ni hace la lista de los primeros.
[43] FI 1540, n .8.
[44] Institutum S.I., op. cit., I, 12s.
[45] FI 1550 n. 9.
[46] Algo parecido a lo que sucede actualmente con la asociación de no jesuitas (laicos, mujeres y varones)
al desarrollo de la misión de la Compañía, ante la disminución drástica de aquellos y como posibilidad de lograr
un fruto mayor.
[47] Los pontífices posteriores, cuando ante las Congregaciones Generales siguientes, 34 (1995), 35 (2008) y
36 (2016), han sido sondeados, por parte de los respectivos prepósitos generales, sobre la posibilidad de volver
sobre el tema, se han remitido automáticamente a la decisión tomada por Pablo VI.
[48] Baste pensar, dejando aparte otros aspectos, muy bien estudiados por la Comisión de Grados y los
expertos que acompañaron y complementaron sus trabajos, en el hecho de que, al tiempo de la aprobación de la
Fórmula de Julio III, la sociedad, en general, era una sociedad estamental, mientras que hoy, a casi 500 años de
distancia, vivimos en una sociedad radicalmente igualitaria, que no sufre desigualdades y discriminaciones
injustificadas. No sería buen testimonio evangélico, incluso para personas creyentes, si conocieran esta realidad
interna de la Compañía.
[49] Proemio histórico, n. 15
[50] Paolo VI e I Gesuiti, op. cit., 7.
[51] En mi poder tengo copia de él, redactado en italiano, encontrado en el ARSI, Fondo Petrus Arrupe
1042/9.
[52] Una anécdota personal, totalmente inesperada, me confirmo la «tristeza» sentida por el padre general en
aquella audiencia y me hizo participar más vivamente de ella. El día 6 de marzo siguiente, víspera de la conclusión
de la CG, me encontré fortuitamente y a solas con él –no me explico cómo, pero así fue– en el atrio de la Basílica
de San Pedro, al salir de la concelebración eucarística que habíamos tenido con motivo del Año Jubilar de la
Reconciliación, en la que escuchamos de él una homilía memorable. Simplemente para introducir conversación, le
pregunté si no sería conveniente que la CG hiciera suyo, de algún modo, un documento sobre el cuarto voto que
había sido redactado en los días anteriores (creo que por el P. Simón Decloux, BME) y expresaba muy bien su

132
sentido y finalidad. El padre Arrupe me respondió inmediatamente: «Por favor, padre, no me lo miente. No es
posible. No sabe usted la corrida en el pelo (sic) que me dieron en la última audiencia [en el Vaticano]»
[Diccionario de la Real Academia Española: dar a alguien una corrida en el pelo: 1. loc. verb. coloq. Obligarlo a
correr o a hacer un esfuerzo hasta el límite de sus fuerzas. 2. loc. verb. coloq. Abrumarlo recriminándole o
mostrando unas facultades muy superiores a las suyas]. Me quedé estupefacto. Ya sabía yo, como he referido en
algún otro momento en este relato, lo mal que él lo pasaba, cuando tenía que digerir algún mal momento en la
relación con la Santa Sede, especialmente con el santo padre. Más sin duda en este caso, cuando era el mismo
santo padre quien, aparte de todo lo demás que se le dijo en la audiencia, le reprochaba nuevamente su deslealtad
por no haber comunicado a los padres congregados la confirmación de su voluntad de que no se tratara en la CG
de la extensión del cuarto voto a los miembros de la Compañía a los que la Fórmula del Instituto y las
Constituciones cierran el acceso a él. No solo se había tratado el asunto, sino que había sido puesto a votación,
aunque hubiera sido indicativa. Era lo que más le podía doler.
[53] Sobre la actitud profunda del P. Arrupe en todas estas situaciones, véase el interesante artículo de V.
CODINA, «La noche oscura del Padre Arrupe. Una carta autógrafa inédita»: Manresa 62 (1990), 165-172.
[54] La obediencia se hace cuanto a la ejecución, cuando la cosa mandada se cumple; cuanto a la voluntad,
cuando el que obedece quiere lo mismo que el que manda; cuanto al entendimiento, cuando siente lo mismo que
él, pareciéndole bien lo que se manda. Y es imperfecta la obediencia en la cual, sin la ejecución, no hay esta
conformidad de querer y sentir entre el que manda y obedece. Const. [550].
[55] Tales podrían ser: la idea del papa sobre el objeto mismo del cuarto voto y la aparente identificación de
este con el concepto más amplio de «fidelidad» a la Santa Sede y al magisterio eclesiástico, debida en principio
también, pero no precisamente en virtud de dicho cuarto voto. (Dice expresamente san Ignacio en las
Constituciones [529]: «Toda la intención de este cuarto voto de obedecer al papa era y es acerca de las misiones;
y así se deben entender las bulas, donde se habla de esta obediencia, en todo lo que mandare el sumo pontífice y
adondequiera que enviare, etc.). Igualmente, el nexo entre cuarto voto y sacerdotalidad de la Compañía, que,
según algunos, podría haber sido elemento determinante de la decisión del papa, ante ciertas tendencias,
observadas en la Compañía y formuladas en algún documento preparatorio a concebirla (el modelo «B») según el
modelo de un instituto secular (cr. A. ÁLVAREZ BOLADO, «La Congregación General 32», op. cit., p. 288, nota 87).
[56] La CG trató también otros temas: «Fidelidad al Magisterio y al sumo pontífice» (Decreto 3);
«Inculturación de la fe y vida cristiana» (Decreto 5); «Tercera probación» (Decreto 7); «Grados» (Decreto 8);
«Tiempo de los últimos votos» (Decreto 10); «Congregaciones: General, de Procuradores, de Provinciales»
(Decretos 13 y 14); «Gobierno central» (Decreto 15); pero sus temas nucleares, los más significativos, fueron los
indicados en el texto.
[57] Es reveladora, en ese sentido, la constante referencia de arranque de los diversos documentos, que se
repite frecuentemente en su desarrollo, por una parte, a los postulados recibidos de la Compañía, a los que se trata
de dar respuesta y, por otra, a la experiencia vivida en la Compañía después de la CG precedente.
[58] Es también algo que el P. Arrupe había pedido expresa y encarecidamente a la Congregación:
«Pensando ya en el futuro y en la ejecución de los decretos que saldrán de esta Congregación General, me
atrevería a ofrecer, especialmente a las comisiones que reflexionan ahora sobre todos estos temas, las sugerencias
siguientes: 1.º Hará falta declarar, aunque muy brevemente, algunos principios “ad bonam gubernationem”, que
expresen la base y la condición “sine qua non” para decirse que uno permanece en la Compañía […]. 2.º Será
asimismo necesario elaborar algunas normas concretas, pero de carácter general, para la ejecución o práctica
postulada por aquellos principios. 3.º Será bueno urgir la necesidad de aceptar sinceramente los decretos
definitivos de la Congregación General, pues esto es esencial para la unión y la caridad en la Compañía […]. 4.º
Se habrá de excogitar también la pedagogía que facilite a todos los jesuitas esta aceptación de los decretos y de las
nuevas situaciones que pueden resultar de la aplicación de los mismos. 5.º Puesto que el padre general es el
ejecutor de cuanto determine la Congregación General, os ruego me deis normas claras y precisas para el gobierno
ordinario en orden a llevar a la práctica los decretos “con toda autoridad ad aedificationem”, como desea san
Ignacio». «Discurso sobre el estado de la Compañía», 2 de enero de 1975, en Congregación General XXXII, op.
cit. 351-352.
[59] Texto en español en Congregación General XXXII, op. cit., 267-269.
[60] Texto completo en el apéndice documental.
[61] Ej. [234].
[62] Texto completo en Congregación General XXXII, op. cit., 361-372.
[63] Const. [812].
[64] «Anejo: Exhortaciones particulares referentes a algunos decretos», Congregación General XXXII, op.
cit., 32, 274-276; AR 16 (1974-75), 460-461.

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[65] AAS 66 (1974), 637.
[66] Lo cual daba implícitamente a entender que los decretos no estarían en contradicción con tales criterios
y advertencias.
[67] En los papeles dejados por el P. Pedro Mª Abellán, al momento de su muerte, que recibí el encargo de
revisar, pude ver un escrito suyo con el título de «Notas sobre los decretos de la Congregación General 32»,
redactado en latín y fechado a 20 de marzo de 1975, que según consta en una nota del mismo padre, fue
comunicado al P. Dezza «según su deseo» y «para su uso personal». En esas notas: de algunos decretos se dice
simplemente «nihil obstare videtur» (participación en la Congregación provincial [aunque «parum placet», o sea,
«no me gusta mucho»], inculturación, conflicto de conciencia); respecto de otros se expresan algunas reservas y
cautelas, por ambigüedades de formulación y por dejar espacio a malas interpretaciones (decreto introductorio
[«textus valde imperfectus, nec nullo modo dignus qui tamquam prologus Decretis huius Congregationis
praeponatur», es decir, «texto muy imperfecto y en modo alguno digno de ser antepuesto a los decretos de esta
Congregación»], «Jesuitas hoy», «Nuestra misión hoy»); otros son acogidos más favorablemente, aunque con
algunos reparos por insuficiencias (formación, unión de los ánimos); el decreto sobre la pobreza es considerado
«in genere optime factum» [«en conjunto muy bien hecho»], aunque hay que prever una recta aplicación. No
agrada que se alaben tanto los decretos de la CG 31 y los frutos de la renovación producida después de ella, «cum
hi anni certe fuerint infelices in vita Societatis. Quaedam bona obtenta sunt, sed minime licet hoc tempus sic
laudare» [«ya que estos años han sido desgraciados en la vida de la Compañía. Se han logrado algunas cosas
buenas, pero de ningún modo se puede alabar así este tiempo»].
Si se comparan estas notas con las observaciones hechas después por la Santa Sede a los decretos de la CG, se
pueden apreciar claras coincidencias, que darían pie para conjeturar que el P. Dezza podría haber sido el
inspirador o incluso redactor del juicio y de las observaciones de la Santa Sede, expresadas en la carta del cardenal
Secretario de Estado.
Tiempo antes de este hallazgo mío, un venerable jesuita que había sido provincial mío y compañero de
estudios de filosofía del P. Dezza en Pullach bei München (Alemania), el P. Francisco Javier Baeza, me había
comentado que este le había dicho en cierta ocasión, refiriéndose a la CG 32, «menos mal que, al fin, pudimos
arreglarla un poco».
A la vista de este final y de lo referido anteriormente sobre su redacción de un proyecto para el discurso
inaugural de Pablo VI a la CG, asumido sustancialmente por este (cf. supra nota 8) y sobre las informaciones «de
toda confianza» proporcionadas muy verosímilmente por él a la Santa Sede sobre lo que sucedía en la CG (cf.
supra nota 28), se podría concluir que su influjo oculto en aquella CG habría llegado a ser bastante más profundo
de lo que se podía sospechar. ¡La «quinta columna» estaba dentro de la propia casa!
[68] Tuve la oportunidad de ver, años más tarde, la minuta de esta carta que el padre Arrupe había enviado
precavidamente a la Secretaría de Estado para su conformidad, y pude comprobar que se le habían hecho no pocas
correcciones, escritas en color rojo, algunas de ellas sin verdadera necesidad.
[69] AR 16 (1973-1976), 504s.
[70] Jesuitas. Anuario de la Compañía de Jesús 1975-1976, Ediciones de la Curia Generalicia S.J., Roma,
8s.
[71] Copia en posesión del autor.
[72] Cf. supra, «Alocución de Pablo VI al padre general y asistentes generales» (7 marzo 1975), op. cit.

134
CAPÍTULO SÉPTIMO

Los últimos años de Pablo VI: repetidos gestos de


benevolencia

Salvado, al menos relativamente, el grave desencuentro producido entre la Santa Sede y


la Compañía en la CG 32, era inevitable una cierta ansiedad en aquella, a la espera del
desarrollo ulterior de las relaciones mutuas. Y la verdad es que, de parte del papa Pablo
VI (al menos, en lo que se vio al exterior), no hubo que registrar más que gestos
positivos de simpatía, afecto y aliento. Como si los acontecimientos de los años
inmediatamente anteriores hubieran sido un paréntesis doloroso, ya cerrado, y se
volviera a la bonanza de los primeros tiempos da la relación[1]. He aquí algunas
muestras.

1. Encuentro con los escritores de la revista La Civiltà Cattolica y sus colaboradores


Tuvo lugar el 14 de junio de 1975, con motivo de la publicación del número 3000 de la
revista y el cumplimiento de sus 125 años. En un esquema obviamente dado por la
circunstancia, el papa echa una mirada sobre el pasado, el presente y el futuro de la
revista[2].
«[…] el mérito de La Civiltà Cattolica ha sido y continúa siendo, el de señalar un surco seguro, […] dar un
juicio iluminado sobre los acontecimientos que caracterizan la vida de la sociedad y de la Iglesia. En la
extrema movilidad de las condiciones históricas, doctrinales, teológicas, filosóficas, de costumbres, etc., del
excitante y a menudo inquieto camino de la sociedad moderna, La Civiltà Cattolica ha sido un punto de
referencia, con el cual siempre fue provechoso contrastarse. […] Y esto lo hacéis dentro de la plena, generosa,
adulta fidelidad al Magisterio de la Iglesia. […] El camino que os espera no será más fácil ni más cómodo. Se
trata de combatir siempre la hermosa batalla de la fe: hermosa porque se desarrolla por la verdad y por la
justicia; pero siempre batalla, esto es, dura, difícil, agotadora. Afilad con sabiduría las armas: no ciertamente
las de la polémica agria y estéril, sino las que han constituido la gloria de la revista: inteligencia, cultura,
comprensión del momento histórico y cultural, respeto y amor al hombre, aun cuando no se compartan las
ideas, y agilidad mental, fuerza de argumentación y serenidad de planteamiento y de desarrollo».

Mensaje confiado, positivo y alentador del papa que, en su primera encíclica,


Ecclesiam suam, había hecho del diálogo el lema de su pontificado.

2. Con los rectores de las universidades de la Compañía


Aprovechando la celebración de la reunión de la FIUC (Federación Internacional de
Universidades Católicas) en Nueva Delhi, del 12 al 16 de agosto de 1975, el padre
general convocó en Roma a los rectores de las universidades de la Compañía del 5 al 8

135
de agosto. Acudieron 58. El papa los recibió en audiencia especial en el Aula del Sínodo,
el día 6 por la tarde. La audiencia discurrió en un ambiento de gran cordialidad por parte
del papa, que, antes y después del discurso oficial, tuvo palabras muy afectuosas y de
gran aprecio por la labor realizada por la Compañía en este campo. En el saludo inicial,
espontáneo, se refirió al P. Arrupe como «al prepósito general aquí presente que honra y
da el tono a vuestra hermosa reunión».
En el discurso oficial tocó los siguientes puntos: I. La universidad católica y la
evolución cultural. II. Necesidad de la especificación «católica» sin equívocos. III.
Fidelidad a la tradición de la Congregación. IV. Crear en la universidad un clima de
auténtica fe cristiana[3].
En el punto III. dijo expresamente;
«Sin duda alguna, hoy son graves las dificultades con que tropieza la universidad católica. Pero ellas no deben
desanimar ni conducir a la tentación, manifiesta o engañosa, de abandonar este sector para dejarlo a los demás.
Al respecto, debemos concretar que es ciertamente laudable y necesaria la colaboración de los laicos y de otros
sacerdotes no jesuitas en la gestión de la universidad, pero es necesario procurar que esto se realice de modo
conveniente, de suerte que la Compañía conserve la autoridad necesaria para hacer frente a las
responsabilidades católicas. La Compañía, por tanto, no deberá hacer dejación de su autoridad en sus propias
universidades. Perder esta benemérita institución significaría no solo faltar a vuestra “Identidad”, sino
también, y sobre todo, perder algo que la Iglesia necesita y a lo que no puede renunciar»[4].

Concluido el discurso oficial, todavía tuvo el papa palabras muy afectuosas para los
presentes, incluyendo nominalmente al P. Arrupe. Refiriéndose al ejemplar de la
traducción neovulgata del Nuevo Testamento, que había regalado a cada uno, les dijo:
«Cuando algún día lo leáis, tened la bondad de acordaros en vuestras oraciones también
de este pobre papa». Todos salieron muy consolados del encuentro y su consolación se
difundió pronto por toda la Compañía, con efectos muy beneficiosos.

3. Ayuda económica para las instituciones académicas romanas


En carta de 19 de mayo de 1977 el padre Arrupe refería al papa Pablo VI la situación
económicamente angustiosa que venían soportando desde hacía tiempo la Universidad
Gregoriana y los Pontificios Institutos Bíblico y Oriental, y le daba cuenta de la
iniciativa que había tomado de abrir una suscripción entre potenciales bienhechores en
orden a recoger fondos con los que constituir una Fundación para el sostenimiento de
esas instituciones académicas. Con carta del 26 del mismo mes, Mons. Giovanni Benelli
le comunicaba que «el santo padre deseaba hacerle llegar una palabra de aliento y de
augurio por una iniciativa que merece todo apoyo. Su santidad, con un acto de soberana
liberalidad y paterna benevolencia, quiere abrir esta suscripción pública para la
fundación que se constituirá con la conspicua aportación de cincuenta millones de
liras[5], que usted encontrará en los talones bancarios adjuntos». Petición discreta y
confiada del general y respuesta generosa del pontífice[6], que se sumaba así a la lista de
predecesores suyos que habían apoyado económicamente actividades singulares de la
Compañía en beneficio de la Iglesia universal[7].

136
4. Encuentro con profesores jesuitas de Filosofía
Por propia iniciativa, el papa Pablo VI concedió una audiencia, el 14 de septiembre de
1977, por la mañana, a los 30 jesuitas (12 de Europa, 6 de Asia, 5 de América, 4 de
Norteamérica, 2 de África, 1 de Oceanía) del Simposio de Filosofía, organizado por la
Universidad Gregoriana del 8 al 18 de septiembre, en la Villa Cavalletti. En sus breves y
afectuosas palabras les expresó, en tono muy sencillo y cercano, su aprecio por la labor
que tenían encomendada, alentándolos a realizarla con generosa dedicación. «Este es el
ministerio especial que la Iglesia espera de vosotros con maternal y bien fundada
confianza»[8].

5. Encuentro con los participantes en el curso CIS 1978


Tuvo lugar en el Aula Nervi, en el contexto de la audiencia general del 10 de febrero de
1978. En él Pablo VI les dirigió estas palabras[9]:
«Nos sentimos muy honrados y muy contentos de poder saludaros a vosotros que estáis en un momento de
concentración espiritual, de tensión bajo aquella gran luz, aquel gran faro de vida religiosa interior que son los
Ejercicios espirituales. Os manifestamos nuestra gratitud por el deferente y obsequioso testimonio de vuestra
visita. Deseamos manifestaros nuestro sincero aprecio por el celo que ponéis en asimilar más plenamente la
profunda inspiración de los Ejercicios de san Ignacio que tanto bien han hecho siempre a las almas. […] Es
laudable el empeño que estáis poniendo por desarrollar de un modo cualificado, este nobilísimo servicio
eclesial. Os felicitamos, os auguramos éxito y también una bendición, para que vuestro esfuerzo de ascensión,
de contacto con Dios y coloquio con él, en este ejercicio –que no es otra cosa que un esfuerzo espiritual por
subir y hablar con el Señor– obtenga fruto, su bendición y un resultado duradero».

Estas habrían sido las últimas palabras dirigidas públicamente por Pablo VI a un
grupo de jesuitas. El papa transmitía, sin necesidad de verbalizarlo, un claro sentimiento
de sincera y total reconciliación con la Compañía. Para quienes habíamos sufrido las
zozobras de la CG 32, estas manifestaciones de afecto de Pablo VI fueron fuente de gran
consolación.

6. Últimos meses y deceso de Pablo VI


Para este momento se encontraba ya Pablo VI aquejado de graves problemas de salud.
Por una parte, su artrosis crónica se agudizaba progresivamente, produciéndole fuertes
dolores. A ello se añadió, en marzo de 1978, una bronco-pulmonía con múltiples focos,
que lo tuvo apartado de casi todas las ceremonias pascuales. Pero lo que seguramente
más le hizo sufrir, junto con el disgusto que le había producido la introducción del
divorcio en Italia y el anuncio de una ley liberalizadora del aborto, fueron los gravísimos
sucesos del secuestro, prolongada prisión y asesinato, por parte de las Brigadas Rojas,
del presidente de la Democracia Cristiana, diputado Aldo Moro, con la masacre de todos
sus cinco jóvenes escoltas. El papa se implicó hasta el fondo en su liberación, que
desgraciadamente no se produjo, hasta el punto de estar dispuesto a hacerse mártir,
poniéndose en su lugar, con tal de salvarlo, cosa que los políticos del momento no

137
supieron cómo lograr[10]. El sufrimiento de estos meses lo dejó muy debilitado[11].
Como hacía tradicionalmente, a mediados de julio se trasladó a la residencia
veraniega de Castel Gandolfo. «Aparece agotado e incapaz de recuperarse» (Tornielli).
El 31 de julio sale por última vez a dar un breve paseo por los jardines de la villa
pontificia. Todavía tiene la audiencia general del 2 de agosto, a pesar de la fiebre que le
acompaña. Pasa mal la noche entre el 4 y el 5. El 6, domingo y fiesta de la
Transfiguración del Señor, no se levanta de la cama. A mediodía no tiene ganas de tomar
nada. Pasa una tarde muy agitada, aunque, a pesar de ello, sigue con plena consciencia la
celebración de la misa de su secretario en la habitación contigua. A continuación de ella,
recibe la unción de los enfermos también con plena consciencia. Entre tanto van
llegando las personas más allegadas al pontífice, entre ellas, el P. Paolo Dezza, su
confesor de años, de todas las cuales fue despidiéndose, una por una, con la mirada. A
las 21.41 entregó su alma a Dios. Según refirió después su secretario personal, Mons.
Pasquale Macchi, quería morir sin causar molestias a la Iglesia con un período largo de
enfermedad que pudiera crear problemas, en silencio, en plenitud de fuerzas intelectuales
y espirituales para ofrecer conscientemente su muerte como «don de amor a la Iglesia».
Y el Señor escuchó su deseo (Tornielli). En su testamento había dispuesto que su funeral
se celebrara con el ataúd sobre el suelo, sin el monumental catafalco con que solían ser
celebradas las exequias de los papas, y ser sepultado en contacto directo con la tierra y
con una sencilla lápida de cobertura.
Al día siguiente, el 7 de agosto, el padre Arrupe dirigía una carta a todos los
superiores mayores de la Compañía, comunicando el fallecimiento de Pablo VI y las
oraciones y santos sacrificios que los de la Compañía habrían de ofrecer por él y por los
participantes en la elección de su sucesor en el próximo cónclave. Y añadía:
«Y ahora querría recordar con vosotros y cada uno de los vuestros todo el amor que este gran pontífice ha
tenido a la Compañía. Cuánto cuidó de todas sus actividades, con cuánta asiduidad participó en sus búsquedas
sobre nuevos métodos y dificultades, cuánto sufrió con sus defectos y debilidades, y, no obstante ello, cuánta
fe tuvo en su misión, siempre actual, en la Iglesia del Señor. En todas las muchas audiencias que me concedió,
concretamente en la última del pasado mes de mayo, me confirmó no solo esta actitud de benevolencia y
vigilante simpatía, sino también la intensidad y sinceridad de su afecto»[12].

Es algo que Arrupe había dicho siempre de Pablo VI, en relación con la Compañía.
En la primera alocución a la 66 Congregación de Procuradores (septiembre de
1978), bajo el título de «Relaciones personales con el santo padre» (n, 41)[13], dijo:
«Con toda verdad puedo deciros que las relaciones con S. S. Pablo VI, y concretamente desde la Congregación
General 32, han sido excelentes: en todas las audiencias se mostró cariñoso y comprensivo y reiteradamente
expresó su estima por la Compañía, acerca de la cual (incluyendo sus defectos y faltas) mostraba tener
completa información. “Fue para Nos no pequeña satisfacción ver que los miembros de la Congregación
entendieron con buen espíritu la fuerza y significación de nuestras indicaciones y las admitieron con voluntad
obediente” (7 de marzo de 1975).
Fueron constantes las muestras de gratitud del papa a la Compañía por su contribución apostólica a la
Iglesia en general, y, en particular, por la colaboración de tantos especialistas jesuitas en la curia romana y en
otros encargos pontificios. La audiencia a los presidentes de universidades de la Compañía, la audiencia a la
Gregoriana, las palabras a los redactores de La Civiltà Cattolica, son solo algunas de las públicas
manifestaciones, en estos últimos años, de su amor a la Compañía. Me cabe también el consuelo de que no
haya vuelto a haber ningún lamentable caso de desacato al santo padre».

138
Años más tarde, se supo de labios del P, Dezza, su confesor, que, muerto ya Pablo
VI, se encontró en su libro de oraciones personales una copia de la carta del P. Arrupe a
toda la Compañía sobre la integración de vida espiritual y apostolado (1976), con la que
había orado en sus últimos tiempos.

[1] Esto no obstante, la situación de los jesuitas y sus relaciones con la Santa Sede fueron tratadas
ampliamente en las Congregaciones Generales de los cardenales en los cónclaves de 1978, bajo la dirección del
cardenal Jean Villot, a la sazón, camarlengo de la Santa Sede, como un problema grave de la Iglesia ante el nuevo
pontificado, que se abría después de la muerte de Pablo VI. Para eso se distribuyó a los cardenales un «dossier»
que recogía las informaciones sobre la Compañía, acumuladas en la Secretaría de Estado en los años precedentes.
Aunque se puede presumir que el cardenal informaría también sobre las palabras conciliadoras de Pablo VI al
padre Arrupe y sus nuevos asistentes generales, pronunciadas el 7 de marzo de 1975, al final de la CG 32, en las
que reconocía con satisfacción que había sido plenamente obedecido por los congregados, de aquellos
intercambios salieron verosímilmente las palabras, tan críticas con la Compañía, del papa Luciani, muy buen
amigo suyo, en el discurso que tenía preparado para leerlo a los Procuradores de 1978, aunque no pudo hacerlo,
por su muerte repentina, sobrevenida en la noche. De allí salió también la visión tan negativa de Juan Pablo II
sobre ella, manifestada haciendo suyo el discurso de su predecesor, y luego, cuando año y medio después el P.
Arrupe le comunicó su intención de renunciar al cargo de prepósito general, y él le replicó: «Usted se va y yo me
quedo. ¿Qué hago yo con la Compañía? A usted, según me dicen, la Compañía le obedece, pero yo no estoy
seguro de que me vaya a obedecer a mí, como no obedeció a Pablo VI en la Congregación General 32». El P.
Arrupe, muy sorprendido, le respondió recordando las palabras textuales de este en la audiencia del 7 de marzo de
1975 al General con sus asistentes, y que le reprodujo en carta escrita al día siguiente (copia de esta carta en
posesión del autor). El «tema de los jesuitas» seguía, pues, presente y muy vivo en la preocupación de la Santa
Sede y daría lugar todavía a consecuencias de suma trascendencia para la Compañía.
[2] Texto completo en Información S.J., noviembre-diciembre 1975, 210s.
[3] Texto completo en Información S.J., noviembre-diciembre 1975, 212-216.
[4] Para entonces ya muchas de las universidades y colleges de la Compañía en los Estados Unidos se
habían constituido, en una operación de «hechos consumados», no del todo clara, como corporaciones públicas
autónomas, regidas por una Board of Trustees formalmente independiente de ella.
[5] Valor aproximado a cinco millones de pesetas, en moneda española de aquel momento.
[6] AR 17 (1977-1979), 15.
[7] Para apreciar mejor el donativo de Pablo VI, me permito recordar aquí el comentario que me hacía, al
referirle yo las dificultades económicas por las que pasaba la Universidad Pontificia Comillas de Madrid y
preguntarle si sería prudente pedir alguna ayuda al papa. Me decía, poco más o menos: «Los papas son muy
generosos en dar bendiciones apostólicas: pero en dar ayudas económicas no lo son tanto. Comentando yo [él] a
Pío XII las necesidades económicas de la Universidad Gregoriana, como muestra de que se hacía cargo de ellas,
me extendió un talón de un millón de liras» (véase la nota 5 anterior).
[8] Texto completo en Información S.J., n.º 53, enero-febrero 1978, 2.
[9] Texto completo, ibid., n.º 55, mayo-junio 1978, 106.
[10] Testimonio del postulador de su causa de canonización, A. MARRAZZZO, «Paolo VI, il Postulatore», op.
cit.
[11] Para esta breve reseña y los últimos meses y enfermedad final de Pablo VI, utilizo las interesantes y
dramáticas páginas del último capítulo «Comiato nel dolore» del libro de A. TORNIELLI, op. cit., 595-624.
[12] AR 17 (1977-1979), 341.
[13] Texto original español, ibid., 443.

139
CAPÍTULO OCTAVO

Conclusión y colofón

Nuestro estudio va llegando a su fin. Creo que la visión de la relación de Pablo VI con
los jesuitas como una relación, de su parte, de gran aprecio y confianza y, a la vez, de
gran exigencia –todo ello en ocasiones en demasía–, que se anticipaba como hipótesis al
comienzo del estudio, ha sido confirmada plenamente. Pablo VI, en efecto, profesó un
gran amor a la Compañía de Jesús y le dio repetidamente pruebas inequívocas de ello. La
estimó sobremanera: «Donde quiera que, en la Iglesia, incluso en los campos más
difíciles y de primera línea, en los cruces de las ideologías, en las trincheras sociales, ha
habido o hay confrontaciones entre las exigencias urgentes del hombre y el mensaje
cristiano, allí han estado y están los jesuitas»[1]. Confió mucho, incluso demasiado, en
ella[2] –«la Compañía es la columna que sostiene a la Iglesia»; «la Iglesia tiene
necesidad de vuestra ayuda»; «la Iglesia os reverencia»–, hasta que llegó a su mesa una
gran masa de información negativa sobre ella. Entonces su confianza se debilitó,
aumentando proporcionalmente su preocupación por su causa, y se vio en la necesidad
de reforzar su vigilancia sobre ella. En el lapso de dos años, mientras se preparaba la
Congregación General 32, llegaron a la mesa del prepósito general tres graves misivas
del cardenal Secretario de Estado y una carta autógrafa del papa, que llamaban
apremiantemente su atención sobre el estado de la Compañía –«crisis vasta, profunda y
prolongada»– con acentos muy graves. El amor del papa a la Compañía permanecía
intacto, pero su preocupación por ella era muy grande; estaba convencido de que para
ella había llegado su hora «decisiva» («decretoria»), en que se jugaba su futuro, y no
estaba seguro de que el prepósito general y sus compañeros estuvieran la altura de las
circunstancias. Su exigencia sobre ella –amor sufrido– se intensificó. De la total rectitud
subjetiva de sus intenciones nunca albergaron los jesuitas, con su prepósito general al
frente, la menor duda. Pablo VI se dirigió siempre a la Compañía desde su más profunda
verdad.
Durante todo el tiempo que duró la relación de Pablo VI con los jesuitas, estos
contemplaron y tuvieron que relacionarse con tres imágenes del papa, a cual más
impactante. Una, vivida especialmente en los primeros y los últimos años del período
estudiado, la obviamente preferida, era la del «papa amable», paternal, distendido,
risueño y hasta cariñoso –«hijos queridísimos», «hijos predilectos»–, en sus encuentros
«informales» con grupos diversos de jesuitas, que hemos reseñado en el texto. Se le veía
al papa gozar de esos encuentros. A esa imagen respondía efectivamente y en
correspondencia el afecto gozoso de los jesuitas. Otra era la imagen del «papa solemne»
investido de toda su autoridad (Pablo VI se había desprendido generosamente de la tiara

140
de oro que le había sido regalada por su diócesis de Milán y la había hecho vender para
dar el dinero a los pobres, pero conservó siempre la «majestad» pontificia), hierático, un
tanto misterioso y distante, el de los discursos impecablemente elaborados, que leía con
gran fuerza comunicativa, a veces incluso en son de arenga –«si otros religiosos deben
ser fieles, vosotros debéis ser fidelísimos; si otros valientes, vosotros valentísimos; si
otros distinguidos, vosotros distinguidísimos», «¿de dónde venís, ¿quiénes sois, adónde
vais?»–. A esta imagen, que acompañó siempre al papa, no podía menos de responder
una gran admiración y respeto; también un cierto repliegue reverencial, a la vez que una
incipiente inquietud por la visión de fondo que él podría tener sobre la Compañía, y que
podría estar debajo de sus expresiones y gestos. La tercera imagen era la del «papa
preocupado», perplejo, incluso atemorizado y angustiado, que se manifestó durante un
cierto período de tiempo –«en esta hora decisiva, sed fieles a vosotros mismos; hijos
queridísimos, pensad bien lo que hacéis»– y que podía llevarle en ocasiones, como en
otros asuntos, a adoptar con tenacidad diamantina posiciones personales discutibles o,
por lo menos, no compartidas universalmente. Ante esta imagen los jesuitas se sentían
contagiados de un angustioso sentimiento de incertidumbre e inseguridad, incluso de
culpa. No siempre sabían muy bien a qué atenerse: las imágenes del «papa amable» y la
del «papa solemne» y deslumbrante de otros momentos se les esfumaban. Pero ¿cuál de
las tres imágenes era la del verdadero y auténtico Pablo VI? Seguramente las tres, según
los diversos momentos, situaciones y circunstancias, que hacían emerger una u otra,
pues, según afirma el postulador de su causa de canonización, «era una figura
increíblemente poliédrica»[3]. Con algo común a las tres: la pasión con que siempre se
pronunciaba y actuaba, ya fuera en términos afectuosos, solemnes o conminatorios,
llegando a expresiones extremas, manadas de su sensibilidad muy fuera de lo común.
Pasión ardiente por Dios, por la humanidad, por la Iglesia… y por aquella Compañía que
deseaba fuera, como repetía que siempre había sido, una servidora fiel, intachable e
incondicional de la Iglesia y de la Sede Apostólica, especialmente en los momentos
difíciles para estas. Y temor, un gran temor, de que al ser «transformada» dentro de los
debidos límites en el proceso de su «renovación acomodada» pudiera ser fatalmente
«deformada». Esto puede explicarlo todo.
Bajo la imagen del «papa preocupado» se produjo el «grave desencuentro», penoso y
lacerante, entre la Congregación General 32 y Pablo VI. No debía haberse producido, en
modo alguno. Pero, como queda reflejado en el texto, en un ambiente enrarecido por
ambas partes, hubo desaciertos e incomprensiones de una y otra. La obediencia a toda
prueba de los miembros de la Congregación, bajo el liderazgo ejemplar del padre
Arrupe, que no se apartó ni un ápice de la más estricta obediencia y sumisión al papa, y
el paternal corazón de este, que recobró finalmente la imagen de «papa amable», sin
dejar de ser exigente –«también en el futuro tendremos cuidado de estar atentos a
vuestras cosas siempre que pareciere útil al bien de esta Compañía o de la Iglesia»–, y
con la gracia de Dios por medio, resolvieron el conflicto como correspondía a personas
maduras en la fe. «Fue para Nos no pequeña satisfacción ver que los miembros de la
Congregación General entendieron con buen espíritu la fuerza y la significación de

141
nuestras indicaciones y las admitieron con voluntad obediente».
Hoy, después del tiempo trascurrido, los jesuitas alimentamos, por encima de todo,
una viva gratitud hacia Pablo VI por su extraordinario amor a la Compañía, la confianza
excesiva que puso en ella y la ayuda que siempre le brindó, de la que fuimos muy
beneficiados[4], aunque fuera también a veces con dolor. Nos duele que hubiera tenido
que sufrir –Dios sabe cuánto– por causa nuestra. Nos abrimos con paz y benevolencia a
la comprensión de su peculiar modo de ver y gestionar las cosas de la Compañía y de
entender su misión original y actual, quizá no del todo coincidente con la nuestra; su
mismo lenguaje, siempre cuidado y sugerente, rara vez contenía alguna de las típicas
expresiones ignacianas que caracterizan el nuestro –«a mayor gloria de Dios», «buscar,
hallar y amar a Dios en todas las cosas y a todas en él», «en todo amar y servir», etc.
[5]–. Después de todo, no tenía por qué ser necesariamente así. Respetamos también que
en asuntos que podían parecernos discutibles –por ejemplo, la compleja tensión entre
«renovación acomodada» y «fidelidad a los orígenes»–, adoptara, por razones
superiores, posiciones firmes e inamovibles, predominantemente cautelosas.
Finalmente, en este momento, nos alegramos y gozamos vivamente con toda la
Iglesia por su canonización. Sabemos que en el cielo tenemos en él, ahora ya san Pablo
VI, un amigo sincero y un seguro intercesor en favor de «la conservación y aumento no
solamente del cuerpo, esto es, lo exterior de la Compañía, sino también de su espíritu, y
para la consecución de lo que pretende, que es ayudar a las almas para que consigan su
fin último y sobrenatural»[6], como hizo sin descanso durante su vida en la tierra.
Y guardamos muy vivas en nuestra memoria agradecida las generosas palabras, con
que dio por cerrado el lamentable desencuentro de la CG 32, que, aunque sean repetidas,
ponen el mejor punto final a nuestro estudio:
«Grandísimo motivo de alegría es la oportunidad que ahora tenemos de expresar de
nuevo nuestra grande, fraterna y sincera benevolencia a esta orden religiosa, tan
estrechamente vinculada a Nos y por cierto tan querida. […] Fue para Nos no pequeña
satisfacción ver que los miembros de la Congregación General entendieron con buen
espíritu la fuerza y la significación de nuestras indicaciones y las admitieron con
voluntad obediente».

***

En la revista de información interna de la Compañía de Jesús en España, Información


S.J., n.º 59, enero-febrero 1979, pp. 14-17, se encuentra una bella entrevista al padre
Arrupe (no consta de quién, ni en qué lugar y fecha) sobre la relación de Pablo VI con la
Compañía y con él mismo. Con mucho gusto la transcribo aquí como perfecto colofón
de mi estudio, en pleno acuerdo con su contenido.

Pablo VI y la Compañía
Entrevista al padre Arrupe

142
Padre general, ¿cuál es. a su juicio, el factor dominante del pontificado de Pablo VI, desde su elección en junio
de 1963, y de la vida de la Compañía de Jesús?

La muerte del papa Pablo VI en la tarde del 6 de agosto cerró un importante capítulo de la vida de la Iglesia y la
Compañía de Jesús. Los años de su pontificado fueron años de grandes cambios. Para la Iglesia, el gran
acontecimiento fue, por supuesto, el Concilio Vaticano II (1962-1965). Pablo VI presidió las tres últimas sesiones
del mismo, asumiendo la responsabilidad de que se llevaran a cabo las reformas del Concilio en toda la Iglesia.
Para la Compañía, las dos Congregaciones Generales que tuvieron lugar durante su pontificado (la CG 31 en
1965-1966 y la CG 32 en 1974-1975) representaron nuestro intento de renovar la vida y ministerios de la
Compañía, respondiendo a la inspiración y directrices del Concilio Vaticano II.
Pablo VI siempre estuvo profundamente interesado en la renovación de la vida de la
Compañía, y no solo por los vínculos que lo unían a ella desde su infancia, sino también
porque consideraba que la respuesta de los jesuitas al Vaticano II era una especie de
barómetro para medir la respuesta de la Iglesia toda. Por eso es bueno que ahora
examinemos de nuevo la relación entre Pablo VI y la Compañía de Jesús, fijándonos de
modo particular en las principales alocuciones que dirigió a la Compañía. Este examen
suscitará en nosotros, ciertamente, sentimientos de gratitud por el extraordinario interés
que el santo padre mostró por los jesuitas. Pero también nos debería ayudar a entender de
forma más completa el significado de la evolución que ha tenido lugar en la Iglesia y la
Compañía durante estos últimos quince años. Por eso, sin querer adelantarme al juicio
maduro de los historiadores sobre este período, creo que será útil para todos nosotros
recordar ahora los rasgos más importantes del mismo.
Ha mencionado usted el continuo interés del papa Pablo, en cuanto papa, por la vida de la Compañía. ¿Cuándo
se manifestó por primera vez ese interés?

El especial afecto y estima del papa Pablo por la Compañía se manifestó desde el
comienzo de su pontificado. Se vio ya, por ejemplo, en los primeros mensajes que
inmediatamente después de ser elegido a la Cátedra de Pedro dirigió al entonces general
padre Janssens, y en la cálida solicitud personal que demostró durante la última
enfermedad del padre Janssens, especialmente yendo a visitarlo a su propio lecho de
muerte, momentos antes de que esta se produjera.
En mayo de 1965, cuando nos disponíamos a comenzar la Congregación General 31,
la confianza del santo padre en la Compañía de Jesús se puso en evidencia cuando se
dirigió a los padres congregados, dando a la Compañía la especial «misión» de
enfrentarse con el ateísmo. Esta misión, que en los primeros años de su pontificado veía
como respuesta al reto más importante lanzado a la Iglesia, era compleja. El papa urgió a
la Compañía para que respondiera a ella con toda la gama de sus recursos disponibles,
tanto intelectuales como espirituales.
Ese interés del santo padre ¿era simplemente un reflejo de su vinculación personal con la Compañía?

En los años siguientes, Pablo VI prestó gran atención a la serie de cambios que tuvieron
lugar en la vida y ministerios de la Compañía en todo el mundo. Su interés, y a veces
ansiedad, no solo era personal –resultante de su antigua relación con los jesuitas–, sino
también eclesial: provenía de su convicción de que la experiencia de la Compañía

143
repercutía de modo importante en la experiencia, más amplia, de toda la Iglesia. Quizás
nunca expusiera esa convicción con tanta claridad como lo hizo en su alocución,
extraordinariamente larga, a los delegados de la Congregación General 32 el 3 de
diciembre de 1974.
¿Hubo otros casos en los que el papa Pablo mostrara especial interés por los apostolados de la Compañía?

A lo largo de los años de su pontificado, ese interés por la Compañía, personal a la vez
que eclesial, se manifestó de varios modos. Por ejemplo, en su alocución a un importante
grupo de rectores de universidades de la Compañía, reunidos en Roma en agosto de
1975; en sus repetidas declaraciones públicas sobre la importancia de los Ejercicios de
san Ignacio; cuando nos animaba para otros diversos tipos de ministerios en la
Compañía… En cierto sentido, podemos decir que su interés por las muchas formas
actuales del apostolado jesuítico se derivaba, básicamente, de su simpatía por el
característico espíritu apostólico de la Compañía: una particular atención al mundo y al
servicio de la Iglesia en el mundo, lo cual correspondía con la directriz de Vaticano II
(Lumen gentium y Gaudium et spes) y con la orientación que el propio Pablo VI dio a su
pontificado en la encíclica inaugural Ecclesiam suam. Además, si examinamos bien esos
documentos del magisterio de nuestro tiempo, ¿no encontramos acaso una especial
afinidad entre ellos y los temas de los Ejercicios espirituales?
Usted ha mencionado, padre general, ocasiones en las que Pablo VI sintió inquietud por los cambios que se
operaban en la vida y ministerios de la Compañía. ¿Podría ofrecernos un ejemplo concreto?

Los momentos más dramáticos y delicados en el conjunto de las relaciones entre Pablo
VI y la Compañía tuvieron lugar, sin duda alguna, durante la Congregación General 32 y
durante el período preparatorio de la misma. Mirando retrospectivamente, vemos que no
siempre acertamos a comunicar al santo padre el talante de obediencia y las verdaderas
intenciones de los padres congregados. Además, podemos tener motivos para
examinarnos sobre nuestra inadecuada comprensión de algunas cosas que el santo padre
quería decirnos. De esta compleja situación nació, como sabemos, el hiato entre aquello
que la Congregación General creyó honradamente que debía hacer y lo que el santo
padre esperaba de ella. Tal fue uno de los puntos mencionados por el cardenal Jean
Villot cuando me escribió en nombre del santo padre el 2 de mayo de 1975. Ciertamente
ayudó a la Compañía el que se le recordase repetidas veces que, fuera cual fuese su
opción apostólica, debería llevarse a la práctica de acuerdo con los principios
fundamentales de nuestra orden, tal como los concibió originalmente san Ignacio y se
especifican en nuestro Instituto.
Si seguimos mirando en retrospectiva, el resultado más importante de la
Congregación General es la definición, tan actual hoy como entonces, de nuestra
orientación apostólica al servicio de la fe y promoción de la justicia, orientación que
parece haber hecho suyas las grandes líneas del magisterio del papa Pablo VI. En efecto,
su llamada a la lucha contra el ateísmo, en 1965, se vio completada por el mensaje que
presentó al mundo entero en su encíclica Popuiorum progressio (1967) sobre la justicia

144
y el desarrollo («el nuevo nombre de la paz»), tema que los Sínodos de 1971 y 1974,
presididos por él mismo, ampliaron aún más al tratar de la justicia y la evangelización.
El santo padre, poco después, nos ofreció una magnífica síntesis de ambos temas en su
Evangelii nuntiandi de diciembre de 1975.
Para terminar, ¿cómo evaluaría usted el desarrollo de las relaciones entre Pablo VI y los jesuitas hasta la muerte
del papa en agosto de 1978? ¿Qué lecciones sacaría usted para toda la Compañía, de esta evocación?

La Compañía vivió años turbulentos, a la vez que Pablo VI, y participó en las angustias y
esperanzas del papa. Evocar hoy su pontificado equivale a trazar la ruta de las reformas
del Vaticano II en la Iglesia y la Compañía; equivale también a recordar los grandes
cambios sociopolíticos que tan difícil hicieron la misión de ambas y tan ambiguas
algunas decisiones. Pero mirando a los resultados globales, en la historia de ese
desarrollo, será bueno terminar recordando con gratitud la auténtica dimensión humana
del amor del papa Pablo hacia la Compañía. Más de una vez en estos años habló en
público, con evidente afecto, de los padres y hermanos jesuitas a quienes había conocido
de joven, en sus tiempos de colegio A menudo ha ratificado, de forma muy concreta, el
especial lazo que une a la Compañía con el vicario de Cristo, confiando a jesuitas tareas
de grave responsabilidad. E incluso cuando expresaba abiertamente sus temores de que
la Compañía fallase o vacilase en su misión, o perdiera de vista algún punto esencial de
su herencia ignaciana, nos animaba a ser valientes y aceptar, como cuerpo, nuestro
destino de hallarnos presentes en el centro mismo de esas situaciones nuevas a través de
las cuales la Iglesia tiene que trazar su derrotero, surcando aguas profundamente
agitadas. Todas estas impresiones no las evoco por pura complacencia. sino como un
estímulo para que seamos más fieles y no defraudemos las grandes esperanzas que ese
gran romano pontífice tenía siempre puestas en nosotros como hijos de san Ignacio.
Una última pregunta, padre general. ¿Querría usted decir una palabra sobre sus especiales recuerdos personales
de las conversaciones que mantuvo durante estos años en audiencia con el papa Pablo VI?

Mis recuerdos son muy profundos y afectuosos. Puedo decir que, cada vez que tuve un
encuentro personal con el santo padre en su biblioteca privada, salí muy animado y
hondamente persuadido de haber estado con el vicario de Cristo. Su delicadeza y
humildad, junto con su sentido de responsabilidad y su convicción acerca del papel
desempeñado por la Compañía en la Iglesia, me servían de gran ayuda en las situaciones
más difíciles. Recuerdo de modo especial el momento de su primera bendición, después
de mi elección como general en 1965, y la última, el 18 de mayo de 1978, cuando me
tomó la mano mientras rezábamos juntos el Ave María y me dio luego su bendición para
toda la Compañía con estas palabras: «Per intercessionem Beatae Mariae Virginis, Sancti
Ignatií et omnium sanctorum Societatis, concedat tibi Deus plenitudinem gratiae et
descendat super te et super totam Societatem Jesu benedictio Patris et Filii et Spiritus
Sancti»[7].

145
[1] Discurso a los miembros de la Congregación General 32, 3 diciembre 1974, traducción española en
Congregación General XXXII, op. cit., 248.
[2] Es posible que esta casi ilimitada confianza en la Compañía fuera una idealización de la fidelidad y
generosidad con que esta había servido a la Iglesia en los tiempos de los papas Pío XI y Pío XII, que él había
vivido muy de cerca, desde sus diferentes posiciones en la Secretaría de Estado.
[3] A. MARAZZO, «Paolo VI, il Postulatore», op. cit.
[4] L. SAPIENZA (Paolo VI e i Gesuiti, 9), reproduce, refiriéndola al papa Francisco, la frase en que este
afirma con seguridad: «Pablo VI salvó a la Compañía de Jesús». Efectivamente, la salvó de la división y otras
asechanzas con que la amenazaba la disidencia interna apoyada por algunos obispos españoles, y la ayudó en todo
momento a ser ella misma.
[5] Si mi observación ha sido fiel y mi memoria no me falla, solo he encontrado, en cita literal, una de estas
expresiones: «los que más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su rey eterno y señor universal […]
harán oblaciones de mayor estima y mayor momento» (Ej. [97]).
[6] Const. [813].
[7] Traducción del autor: «Por intercesión de la Bienaventurada Virgen María, de san Ignacio y todos los
santos de la Compañía de Jesús te conceda Dios la plenitud de la gracia y descienda sobre ti y sobre toda la
Compañía de Jesús la bendición del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

146
COMPLEMENTO

La «crisis» de la Compañía y el gobierno del P. Arrupe

«Crisis de la Compañía» y «padre Arrupe» son palabras que han aparecido tantas veces
en este estudio que tendrían que figurar necesariamente en una lista de sus «palabras
clave». Por esa razón y por mera honestidad histórica, me parece un deber ineludible no
dar por concluido el trabajo sin haber tratado, aunque sea brevemente, esta cuestión. Por
no encontrar lugar apropiado en el cuerpo del estudio, lo trato ahora en este a modo de
«Complemento».

1. ¿De qué se trata realmente?


En su carta de 2 de julio de 1973, ya citada, el cardenal Villot expresaba al padre Arrupe
la «preocupación [del papa] por los múltiples signos de una vasta y profunda crisis que
se manifiesta en la orden con serio peligro para ella misma, para otros institutos
religiosos y para la Iglesia». Y añadía: «No pocas voces, no solo desde el interior de la
orden, denuncian como uno de los motivos principales del agravamiento de la crisis, la
carencia de la autoridad responsable que o no se da suficientemente cuenta de la
realidad, de las proporciones y causas de los inconvenientes existentes, o no tomaría las
medidas necesarias». ¡Grave y profunda crisis en la Compañía, e inconsciencia o
inoperancia de la «autoridad responsable»! Esta era la visión de la Compañía contenida
en las informaciones enviadas a la Santa Sede por los «Jesuitas en fidelidad» y en otras,
con la que ella operaba. ¿Qué había de esto?
La «crisis de la Compañía», en esos términos generales, era una realidad patente[1].
También en ella, como en la Iglesia, podía haber entrado por alguna rendija «el humo del
infierno»; y también en ella, como en la Iglesia, en medio de ese humo y del estrépito de
los escándalos en torno, había un gran número de jesuitas «sobrios, sencillos y
prudentes»[2], una mayoría silenciosa y sacrificada de sus miembros, que mantenían
generosamente y sin ofrecer chocantes titulares de prensa, su fidelidad al Señor y a la
consagración prometida a la causa de su Reino en el mundo. Esa era la realidad. Pero el
padre Arrupe no la había creado; venía ya de atrás.

2. Mirada a la historia anterior


Durante el precedente generalato del P. Janssens, la vida de la Compañía y su actividad
apostólica se desarrollaban, en general, en continuidad sustancial con los períodos
anteriores de la Compañía restaurada en 1814 por Pío VII, con algunos acentos nuevos y

147
con nuevas iniciativas apostólicas, pero sin grandes cambios con respecto a aquéllos. La
Compañía continuaba siendo una orden religiosa disciplinada, ordenada, dedicada con
ahínco y obediencia fiel a sus ministerios apostólicos, cuyo desarrollo se esforzaba por
perfeccionar en todos los campos, en relación sustancialmente buena con la Santa Sede,
y regida por las Constituciones de san Ignacio, las Reglas tradicionales[3] y las
colecciones legislativas de su propio derecho, recopiladas por la CG 27 (1923)[4]. Sin
embargo, sobre todo al final del período, la percepción, confusa pero inequívoca, de la
necesidad y el deseo ampliamente extendido de un profundo cambio en múltiples
aspectos de su vida y apostolado, para adaptarlos a las exigencias de los nuevos tiempos,
había ido creciendo en ella progresivamente[5]. Una percepción, por una parte, cargada
de promesas y asumida con esperanza y optimismo, como sucedía en toda la Iglesia,
pero, por otra, no exenta de incertidumbre y ansiedad, por los síntomas difusos que se
manifestaban en sensaciones personales y colectivas de inquietud, desasosiego y
pesimismo. Más o menos, desde esa percepción, ya algunos documentos preparatorios de
la CG 31, enviados oficialmente a los electores antes de su celebración, trataban de salir
al encuentro de algunos aspectos de la vida de la Compañía, necesitados de cambio[6].
Indicio elocuente de lo mismo son también los 2021 postulados llegados a la CG 31,
principalmente de parte de las Congregaciones de las provincias, previas a su
celebración, y también de particulares, antes de ella y durante su desarrollo. Este
conjunto de postulados, que alcanzaba una cota nunca conocida antes, puede ser
considerado con toda verdad como un gran clamor de cambio, extendido por toda la
Compañía. La gran mayoría de ellos pedían adaptaciones y cambios concretos, pero muy
numerosos, relativos prácticamente a todos los aspectos de la vida y apostolado de la
Compañía, sin excepción, a fin de adaptarlos a las necesidades y características de los
nuevos tiempos (aunque no faltan algunos que pedían lo contrario, a saber, que no
hubiera cambios, si no fuera para mantener o recuperar la tradición). Pero lo más
significativo –hecho desconocido en la historia de las congregaciones generales de la
Compañía– es que un número apreciable de ellos iba más allá, pidiendo que sea ella
misma la que, siguiendo el ejemplo de la Iglesia en el Concilio, cambie globalmente, y
que el cambio, respetando su núcleo original, no se detenga ante disposiciones concretas
incluso de las Constituciones, que lo puedan impedir, y ante elementos tenidos hasta
ahora por «sustanciales», que no afecten a ese núcleo, para lo que se pide que se
obtenga, en cuanto sea necesario, la autorización de la Santa Sede.
Por su parte, la misma CG 31, por medio de una diputación o comisión (Deputatio ad
detrimenta), elegida por ella en su comienzo conforme a su reglamento o Fórmula, hizo
un examen de la situación de la Compañía en aquel momento para recoger, con la
aportación de todos los congregados, los daños o «detrimentos» que se percibían en ella,
los peligros por los que se veía amenazada y los problemas que debía afrontar, y
presentarlos a la CG. Esta comisión redactó una relación amplia para uso interno de la
CG, como ayuda en sus trabajos. El documento presentaba un cuadro seriamente
preocupante de la situación de la Compañía y de los peligros que la amenazaban o/y la
impedían ser un. instrumento eficaz al servicio de Dios y para ayuda de las almas[7].

148
Con todos estos elementos a la vista, se puede apreciar que la situación en que la
Compañía llega a la CG 31 era la de una institución que se encuentra en el cenit de su
desarrollo numérico e institucional, del que se preanuncia ya un descenso sostenido, y
que, junto con el vigor y la potencia correspondientes, siente con esperanza, pero a la vez
con inquietud y desazón, la urgente necesidad de una renovada comprensión de sí misma
y su misión y de una adaptación profunda y amplia a la sensibilidad del momento y a las
necesidades apostólicas emergentes del mundo al que está llamada a servir. Se la ve
también necesitada de hacer frente con lucidez y con urgencia a graves daños y peligros
y a una situación interna y externa confusa, de auténtica crisis, derivada del mencionado
cambio mayor e implicada en él, que la amenazan en su mismo ser y en su capacidad de
servicio a la Iglesia y al mundo.
El momento era crucial para ella; y el dilema que se le planteaba era: o renovarse,
revigorizarse y adaptarse profundamente, o verse abocada a perder progresivamente el
vigor espiritual y apostólico que necesitaba para cumplir su finalidad original en las
nuevas circunstancias del mundo y de la Iglesia. La Compañía, así lo sentían con
desazón no pocos jesuitas, a pesar de la considerable reserva de juventud entre sus filas,
estaba envejecida y anquilosada, y desfasada en relación con lo que la situación del
mundo en cambio pedía de ella.
Vistas, así las cosas, podría decirse que la Compañía llega a la CG 31, en la que el
padre Arrupe fue elegido prepósito general, en el momento justo, y quizá más tarde que
pronto; más tarde todavía podría haber sido ya demasiado tarde. Ello tenía lugar
precisamente en coincidencia con el desarrollo del Concilio Vaticano II, ya en su tramo
final, y dentro de su marco de profunda renovación y puesta al día (aggiornamento) de la
Iglesia.

3. El padre Arrupe ante la crisis


¿Se daba cuenta Arrupe de esa crítica situación de la Compañía con todas sus
implicaciones y amenazantes consecuencias, que se irían agravando en los años
sucesivos? ¿Tomó alguna medida para remediarla o, al menos orientarla, como era su
deber, para bien de la Compañía misma y su mejor servicio a la Iglesia? Veámoslo, con
la mayor objetividad posible y sin afán apologético alguno, repasando algunos actos
significativos de su gobierno que pueden iluminar esta cuestión.

— Ya en la misma CG 31 (septiembre de 1966) el padre Arrupe había diagnosticado y


denunciado una «desolación colectiva» por la que estaba pasando la Compañía. Y se
preguntaba: «¿Qué hacer? ¡Porque algo hay que hacer! En modo alguno se nos invita a
la inercia». E, inspirándose en las reglas de san Ignacio para el tiempo de desolación,
explicaba que, si bien en tal situación no se deben tomar decisiones que impliquen
cambios importantes, sin tener la claridad y la paz necesarias para hace una «buena y
sana elección», «mucho aprovecha el intenso mudarse contra la misma desolación»,
como recomienda el mismo san Ignacio (Ej. [319]), poniendo los medios adecuados para

149
salir de aquélla. En este caso concreto, dice él, esta mudanza debe hacerse
«disponiéndose para la tercera manera de humildad y poniendo las condiciones
personales y comunitarias para que la Compañía encuentre en sí misma “hombres de las
Constituciones”. Así la Compañía preparará el momento en que la solución de los
problemas que se le presentan y la traducción de las Constituciones al momento actual
del mundo moderno venga a resultar como llana y obvia»[8]. Y añadía: «Nadie puede
reprochar al piloto de la nave que entre las sombras y la oscuridad no vea el puerto, con
tal que él y la tripulación se esfuercen, con un solo corazón y una sola voluntad, por
mantener el camino recto»[9].

— Concluida la CG 31, que había realizado un primer intento de renovar la Compañía


para adaptarla a las características y exigencia de los nuevos tiempos según la voluntad
del Concilio, llegaba el momento de promulgar sus decretos. Era un momento delicado,
porque la CG había introducido cambios importantes en la vida y actividad de la
Compañía, para los que algunos o muchos de sus miembros podían no estar preparados
Había que tratar de motivar y facilitar su aceptación, preservando al mismo tiempo la
unión de los ánimos.
Eso fue lo que intentó lograr el padre Arrupe con su citada carta de 2 de enero de
1967 a toda la Compañía: «proponer con la confianza y simplicidad acostumbradas
algunos puntos que ayuden a la recepción unánime en la Compañía del anuncio
providencial y del programa de acción común, contenidos en estos documentos [los
decretos de la CG]». El resultado de la CG 31 es calificado por Arrupe como «anuncio
providencial» y «programa de acción común», y, según él, requieren en la Compañía
«recepción unánime». Su razonamiento se puede resumir, en lo sustancial, del modo
siguiente.
1.º) Es el momento de recibir los decretos de la CG 31 como la respuesta al estado
actual de la Compañía, que ha de ser asumido tal cual es, dejados a Dios y a la historia
los juicios que sobre él puedan hacerse, con el deseo de responder al plan de Dios en
unas circunstancias nada fáciles, en las que se pone a prueba nuestra esperanza, virtud
tan querida a san Ignacio, de la que nacerá una serena vivencia de nuestra vocación, y la
fidelidad a la práctica del discernimiento aprendida en los Ejercicios, como
interpretación de los indicios objetivos de divina voluntad, mediante la contemplación de
Cristo en el evangelio, bajo la dirección del verdadero sentido de la Iglesia, de la
tradición y del magisterio.
2.º) Es un nuevo comienzo, en que se nos llama a llevar a la práctica la imagen de
Compañía diseñada por la CG, a través de sus determinaciones y normas, «en las que se
contienen en germen los principios y normas que promoverán y dirigirán el desarrollo de
nuestra deseada renovación y acomodación progresiva de las estructuras y las obras».
3.º) «Nos incumbe a todos, sin excepción, una gran responsabilidad, pues nunca,
según parece, la vitalidad de la Compañía como cuerpo ha dependido tanto, para bien o
para mal, del modo como respondamos libremente a la presente interpelación divina, y
nunca la Compañía se ha confiado tanto a la bondad y generosidad de los suyos»,

150
ofreciendo a cada uno, personal y colectivamente, la oportunidad de responder a su
voluntad clara y definitivamente definida después de un tiempo de larga deliberación:
«la Compañía no es sino lo que seamos todos y cada uno de nosotros, y será lo que de
ella hagamos cada uno en sí mismo y todos juntos».
4.º) Refiriéndose a medios concretos «para favorecer este común esfuerzo y
acomodación en el modo de vida», menciona, en primer lugar, la asimilación del texto
de los decretos, tratando de penetrar en sus diversos aspectos, especialmente los relativos
a la vida religiosa, en el contexto de los documentos de la Iglesia, especialmente los del
Concilio, las Constituciones, los testimonios egregios de nuestra tradición, las gestas de
nuestros santos y toda la historia de la Compañía, descubriendo el universo profundo que
está al fondo de todo ello.
«Solamente de este modo alimentaremos en nosotros un cierto gusto vivo y un dinamismo eficaz; de este
modo se impondrá entre todos nosotros una unidad de mente en la interpretación y aplicación de los decretos.
En segundo lugar, se han de recordar aquí nuevamente los Ejercicios, que la misma CG ha recomendado tanto.
En ellos nos esforzaremos por colocarnos con plena fe, sencillez y seriedad ante la realidad que san Ignacio
nos propone para contemplar, sin temer llegar a las últimas consecuencias, con la audacia propia de la
humildad amorosa […] preguntándonos concretamente si abrazamos de todo corazón, como objeto de la
vocación divina y del tenor de nuestra respuesta personal, las normas de nuestro Instituto y las
determinaciones de la Congregación General».

Al llegar a este punto, Arrupe plantea con toda claridad una grave situación personal,
que, siempre, pero particularmente en un momento como este, de nuevo comienzo, se
puede presentar en algún caso, para confrontarla con claridad y con decisión:
«Si un jesuita siente en la oración, con sinceridad, recurriendo a la ayuda de un consejero bien informado, que
el camino de la Compañía no es para él el mejor […], la misma discreta caridad enseña que la situación se ha
de clarificar con una comunicación plenamente abierta con quienes tienen el cargo de guiarle […], de modo
que, planteado así el problema, los superiores y el mismo interesado sepan buscar la solución que mejor
corresponda especialmente en el futuro al verdadero bien de la persona y a la mente y al servicio de la Iglesia,
sin temor alguno y sin buscar los propios intereses. […] Reconocemos y reverenciamos la diversidad de los
dones divinos, y confesamos que hay dificultades y peligros en el camino de la Compañía. Ya el mismo san
Ignacio, al final de la Fórmula del Instituto[10], quería que estuvieran bien avisados de esto cuantos
pretendieran seguir nuestro camino. Pues bien, nosotros debemos continuarlo ahora: esto es lo cierto, y,
después de la CG 31, más cierto que nunca».

— En carta de 27 de septiembre de 1969 a toda la Compañía sobre la colaboración de


todos a su «renovación acomodada»[11], dice:
«En este momento el mundo y la Iglesia y la misma vida religiosa están pasando por grandes problemas y
dificultades. La Compañía, principalmente por la extensión y variedad de sus actividades apostólicas y de las
gentes a las que se dirige, no puede no estar expuesta a esos problemas y dificultades. Más aún los problemas
del mundo resuenan en ella por el hecho de que acude siempre a donde surge la mayor necesidad, aunque haya
que afrontar mayores contradicciones. Por ello surge hoy un peculiar cúmulo de problemas […] de aquellos
que tocan al individuo en la raíz de su existencia».

Enumera a continuación algunos de ellos: religiosos, también en la Compañía, que


dudan de la razón de ser y del sentido de la vida religiosa; ansiedad creada en muchos
por la disminución de entradas y el aumento de salidas en los institutos religiosos:
motivos preocupantes de las salidas (abandono de la vida de oración por el activismo

151
apostólico, falta de dirección espiritual en el tiempo de la formación, mundanización
secularizante y extinción del celo apostólico). Ante esta situación, validada por la
encuesta del estado de la Compañía (Survey), ¿qué hacer? Examinada la situación con
sus asistentes generales y regionales y recabado su consejo, juzgó que lo mejor sería
reunirse sucesivamente con los diversos grupos regionales de provinciales y
viceprovinciales para reflexionar con ellos sobre la situación y proyectar juntos las
acciones que se deberían emprender para remediarla. Trataría también con ellos, en
perspectiva de operatividad práctica, de otros temas fundamentales de nuestra
espiritualidad: la fe, la obediencia, la unión de los ánimos, la pobreza y de otros de gran
importancia que merecen atención. De provinciales y viceprovinciales el impulso
descendería a los superiores locales y de ellos a las comunidades. A ello dedico un año
entero. Y del resultado de estas reuniones daba cuenta a los provinciales en carta de 8 de
diciembre de 1969, a la que adjuntaba un Memorándum sobre los temas tratados en las
reuniones de los grupos de provinciales[12].

— Al saltar al público el movimiento de la «vera Compañía» en España con el


documento de «los de Chamartín» y la consulta al episcopado español sobre la creación
de provincias autónomas dentro de la Compañía, se puso enseguida en contacto con el
sumo pontífice para saber directamente de él cuál era su voluntad, visitó las provincias
de España y en dos cartas a los jesuitas de estas provincias les dio las instrucciones
apropiadas para encauzar y sanear la situación[13].

— En la alocución primera a la Congregación de Procuradores de 1970, sobre el estado


de la Compañía[14] subraya Arrupe de entrada la situación de cambio, y de cambió
acelerado, en que se encuentran el mundo, la Iglesia y la Compañía. Por eso, «no
podemos dar un juicio sobre el actual estado de la Compañía, sin tener en cuenta esa
situación del mundo y de la Iglesia, Pues la Iglesia está experimentando las dificultades
que nosotros experimentamos». Él cifra las dificultades más significativas del momento
en la necesidad de comprender bien y armonizar una serie de tensiones: carisma y
estructura; unidad y pluralismo; vocación personal y obediencia; conciencia y
obediencia; propia responsabilidad y disciplina religiosa; sacerdocio y profesionalismo;
principios doctrinales y realidad concreta. Estas tensiones, bien gestionadas, pueden
tener efectos positivos; pero, si no es así, también, negativos: sentido de frustración en la
vida religiosa y en la misma vocación, que puede derivar en profunda división de los
espíritus, indebida secularización, vida enteramente laical, que lleva a la frialdad en la
propia vocación, al abandono de la vida comunitaria y del conocimiento y uso de los
medios espirituales. Con esta óptica va analizando diversos detrimentos que sufre la
Compañía: disminución de la práctica de la oración personal y privada; crisis de la
autoridad, excluida por la autodeterminación individual; quiebras en la pobreza por el
alto nivel de vida y existencia de peculios, viajes y recreaciones innecesarias,
instrumentos de trabajo superfluos; peligros para la castidad por el pansexualismo
ambiente; ambigüedades en el compromiso temporal; anti-intelectualismo; fallos en la

152
fidelidad y respeto especialmente debidos por la Compaña; finalmente, falta de hombres
que, imbuidos del espíritu de la Compañía, sean capaces de ayudar a sus hermanos con
comprensión, flexibilidad y, sobre todo, con la caridad de Cristo, en el proceso de
adaptación y renovación en que está empeñada la Compañía. Pero las sombras del
cuadro presentado no le impiden ver también los nuevos aspectos positivos que hay en la
vida de la Compañía. Entre ellos enumera: el nuevo concepto de la vida comunitaria, que
lleva consigo una mayor integración entre los miembros de cada comunidad apostólica,
una sólida amistad espiritual, ayuda apostólica recíproca, una celebración más viva de la
liturgia, una más plena relajación psicológica; todo lo cual marca un verdadero progreso
con relación al pasado.
«Cuando se rehace un edificio, sin que lo impida la solidez de las paredes y lo cimientos de su estructura, todo
aparece sucio, desordenado, inhabitable; pero cuando los trabajos llegan a su fin y los diversos elementos se
ponen en su propio lugar, toda la obra brilla en su perfecto esplendor. Así podría describirse hoy la Compañía
por los no pocos elementos negativos que aparecen en ella a primera vista –la lista de detrimentos se podría
aumentar facilísimamente–; pero cuando todo se pondera con verdadera y serena discreción, brillan muchos
más elementos positivos».

Termina invitando a los miembros de la Congregación a considerar, de acuerdo con


el espíritu de su nueva Fórmula, algunos puntos relativos al estado actual de la
Compañía y sus actividades, que puedan ser útiles a todos sus superiores para hacerse
conscientes de la importancia de nuestro tiempo y de la acción invisible del Espíritu, que
debemos no impedir, sino cooperar a ella.

— En el precedente capítulo cuarto de este estudio se ha expuesto la motivación que


daba el padre Arrupe para convocar una nueva CG –la «decisión más importante de mi
generalato»– y su intensa implicación en su preparación, llamando al cuerpo entero de
la Compañía a una profunda conversión. Una muestra más, especialmente elocuente, de
su captación de las necesidades de la Compañía y de su prontitud para tratar de
remediarlas.

— En los dos años siguientes a la CG 32, 1976 y 1977, el padre Arrupe dirigió sendas
cartas destinadas a toda la Compañía, con una modalidad de envío nueva, en atención a
la gran importancia que les daba. Envió las cartas a los superiores mayores, para que
ellos hicieran llegar una copia personal a cada jesuita, y les daba instrucciones para sacar
el mayor partido posible de ellas: presentarlas, a ser posible, en las visitas o en alguna
reunión especial de comunidad, animar a orar sobre ellas, hacerlas objeto de intercambio
espiritual en las reuniones comunitarias, tenerlas en cuenta en la entrevista personal
anual con cada uno y otras iniciativas útiles que pudieran ocurrírseles.
La primera, fechada a 2 de enero de 1976, trataba sobre Integración real de vida
espiritual y apostolado[15]. Ya en su citada carta de 2 de enero 1967, a toda la
Compañía, promulgando los decretos de la CG 31, había escrito: «La Congregación
inculca con un énfasis especial la total compenetración, en la vocación de la Compañía,
de la vida religiosa con el apostolado, tal como es entendido por Concilio»[16]. Ahora se
pregunta: «¿Cómo podríamos asegurar y robustecer nuestra vida espiritual y nuestro

153
apostolado, como un todo perfectamente integrado, de forma que nuestra vida y
actividades resulten en realidad evangelizadoras y anuncien efectivamente a Jesucristo
hoy?». Pregunta fundamental, que, para su mejor comprensión, él mismo desglosa en
otras dos: «¿Nuestra espiritualidad, tal y como la vivimos en la práctica, es tal, que nos
permita vivir nuestra vida apostólica con la creatividad, disponibilidad, riesgo y
compromiso que requiere la CG? ¿Nuestra manera de concebir y ejercer de hecho
nuestra misión apostólica hoy, individual y comunitariamente, es tal, que refleje una
espiritualidad profunda y nos permita desarrollarla y sostenerla?». Toda la carta, es una
resonancia inconfundible de una lectura actual de las Constituciones desde su mismo
núcleo[17]. Por medio de ella trata de ayudar a los jesuitas, con un perceptible sentido de
apremio, a hacer ellos lo mismo, dejándose llevar por el dinamismo profundo de la
gracia de su vocación, declarada en las Constituciones. Estas son algunas de sus
expresiones:
«– Ser testigos de Jesús siempre, pero más en nuestro mundo secularizado, requiere hombres de fe, de amplia
experiencia de Dios y generosa comunicación de esa experiencia.
– Vivir los concretos objetivos del decreto 4.º de la CG. 32, su concreta promoción de la justicia solo es
posible desde una experiencia personal de fe en Jesús y como obvia expresión y realización de esta. (…).
– Tener hoy la intuición y el valor de realizar creativamente nuestras opciones apostólicas prioritarias,
rompiendo generosamente con connaturales inercias, requiere una docilidad al Espíritu que no se consigue
sino como un don, fruto de humilde escucha de ese Espíritu en el seno de una vida verdaderamente de oración.
– Mantener el sentido especificador, religioso, apostólico, sacerdotal, de todas nuestras actividades, aun de las
de cuño material más «seculares», solo será posible desde una consciente vivencia espiritual personal,
compartida comunitariamente. (…).
– Vivir hoy, en todo momento y en toda misión, el «in actione contemplativus», supone un don y una
pedagogía de oración que nos capacite para una «lectura» de la realidad (de toda la realidad) desde el
Evangelio y para una constante confrontación de esa realidad con el Evangelio».

Conclusión de todo ello es que «hemos de acometer sinceramente la tarea de revisar


y de profundizar nuestra vida de fe y de oración y de asegurar su plena integración en
nuestra vida apostólica».
La segunda carta, fechada a 19 de octubre de 1977, sobre la disponibilidad
apostólica[18] es prolongación del mismo tema y a ella otorga Arrupe, como a la del año
anterior, una gran importancia.
«Tocamos aquí –dice de nuevo– el corazón de nuestra identidad y de lo que debe especificar nuestra existencia
como seguidores de Jesús, “el disponible”. Este es precisamente el rasgo que impresionó a Ignacio como
caracterizante del HIJO y del jesuita que cree en el Hijo, destinado a reproducir hoy su imagen. […]. Con toda
razón, pues, la espiritualidad de Ignacio y de la Compañía gira en torno a este objetivo central: lograr este
hombre disponible, verdadero “hombre nuevo”. Este es el hombre que forman los Ejercicios, y el difícil ideal
de jesuita esbozado por san Ignacio en las Constituciones: hombre profundamente libre, abnegado y
mortificado “para una más cierta dirección del Espíritu Santo”, “instrumento” disponible en las manos del
Señor y tanto más eficaz cuanto más disponible».

Nuevamente, pues, el mismo registro: el hombre que forman los Ejercicios, y el ideal
de jesuita esbozado en las Constituciones[19], uno de cuyos elementos esenciales es la
disponibilidad apostólica para ser enviado a donde quiera para ocuparse de aquellas
cosas en que «se espera más servicio de Dios y ayuda de las almas» (Const. [304]).
Disponibilidad, que no afecta solo a los individuos, sino que implica también «la

154
disponibilidad de la universal Compañía como cuerpo y de todas y cada una de sus
comunidades». Desde ahí subraya la estrecha conexión entre disponibilidad y
discernimiento: «Disponibilidad y discernimiento se necesitan mutuamente. Sin
indiferencia y disponibilidad no es posible el discernimiento, y sin discernimiento no es
exigible la disponibilidad». Subraya igualmente la inseparabilidad de integración de vida
espiritual y apostolado y la disponibilidad apostólica, conectando ambas con la figura del
«instrumento», tan típicamente ignaciana y tan propia de la Constituciones.
La conclusión de todo suena así:
«Estamos, pues, entroncados en lo más puro y específico de nuestra vocación. Si profundizamos mi carta de 1
de noviembre de 1976 [sobre integración de vida espiritual y apostolado] y avanzando en el proceso allí
iniciado, nos disponemos con toda sinceridad a darnos nuestra propia medida como compañeros de Jesús,
midiendo nuestra disponibilidad».

Para ello, invita a todos, en especial a los superiores, a hacerse algunas preguntas
exigentes sobre actitudes profundas, espirituales y humanas, cuya respuesta daría la
medida de la disponibilidad de cada uno.
«Al preguntarnos sobre nuestra “disponibilidad” incondicional, como pide san Ignacio, estamos
cuestionándonos sobre
– nuestra integración personal como “contemplativos en la acción”,
– nuestra inteligencia práctica de los conceptos ignacianos de misión y obediencia y
su prioridad ante todo lo demás,
– nuestra “indiferencia” activa respecto a todo lo creado (sin excluir nuestra actual
labor apostólica y nuestras actitudes subjetivas), que nos libere para poder tender
al “magis” ignaciano,
– nuestra confianza en la Providencia, al comprobar que podemos perder toda
seguridad humana (económica, social, cuidados de salud, etc.),
– el sentido profundo de nuestra pertenencia a la Compañía y nuestra confianza en
ella. Y, finalmente,
– nuestra aceptación sincera y eficaz de las directrices pastorales de la Iglesia y de
las últimas CC. GG.»[20].

Indudablemente, nos encontramos «en el corazón de nuestra identidad y lo que debe


especificar nuestra existencia como seguidores de Jesús, “el disponible”».

— La Congregación de Procuradores de 1978 fue un momento privilegiado para


verificar el estado y la marcha de la Compañía después de la CG 32, y para afrontar su
futuro. En su relación sobre el estado de la Compañía[21], Arrupe fue exponiendo
amplia y pormenorizadamente las luces y sombras, los progresos y los estancamientos
del proceso, siguiendo el esquema del decreto 2 de dicha CG «Jesuitas hoy», sobre la
identidad renovada del jesuita después de la reformulación de su misión original como
«servicio de la fe y promoción de la justicia que de ella deriva» hecha por aquella CG.
En la conclusión expresa su convicción de que la visión de las luces y sombras expuesta
«es compatible con la afirmación de que la Compañía va superando los vaivenes que la

155
han sacudido, al igual que a la Iglesia, y va caminando con el paso cada vez más firme
por el nuevo camino». Su alocución final[22] fue una exhortación apremiante y de
fuertes acentos prácticos a cumplir decididamente y sin demora ni flaquezas el rico
legado de aquella CG: «El primer paso, condición sine qua non, es una aceptación
sincera, plena y simultánea, al menos en el plano operativo, de toda la CG 32,
especialmente de los decretos 2 (Jesuitas hoy), 4 (Nuestra misión hoy), 11 (La unión de
los ánimos: unión con Dios en Cristo, comunión fraterna, obediencia: vínculo de unión)
y 12 (Pobreza). Más en concreto, se requiere abordar con toda decisión, y de forma
corporativa, la selección de nuestras obras, su restructuración, y en el plano personal y
comunitario, la adecuación de nuestra vida a las exigencias de la opción fundamental por
la fe y la justicia». Y termina evocando la provocativa expresión de Jerónimo Nadal
«fervor es la Compañía». «Ese fervor, nacido del amor apasionado a Cristo pobre y
humillado, mantiene el “magis” ignaciano en la Compañía».

— Además hizo frente a abusos y desviaciones que no se podían tolerar[23]: se enfrentó,


y excluyó de la Compañía, a algunos jesuitas, incluso eminentes y prestigiosos, que no
se ajustaban en puntos especialmente sensibles a su «modo de proceder»; hizo lo mismo
con algunas pequeñas comunidades enteras de estudiantes descaminados e
insubordinados; expulsó a algún jesuita formado, afiliado al partido comunista, que, sin
licencia de la jerarquía, se postuló para un cargo político electivo; cortó públicamente
desviaciones y abusos en algunas prácticas falseadas de la pobreza[24] y de la
castidad[25]; y dio criterios rectos sobre eslóganes[26] y opiniones contrarias al espíritu
de la Compañía, o ambiguas, que estaban en el ambiente[27].
En todo ello le guiaba la imagen del jesuita de los tiempos actuales, que él formuló,
ya al principio de su generalato, con estas palabras.
«Hoy como siempre, el jesuita será un hombre que se propone el modelo o ideal ignaciano esbozado en los
Ejercicios y en las Constituciones, y se esfuerza por expresar ese modelo del modo que las actuales
circunstancias históricas requieren de un seguidor y testigo del Evangelio, insistiendo en las virtudes que en
este momento son más necesarias para el servicio de la Iglesia»[28].

4. Conclusión
Con todas estas muestras a la vista, es posible apreciar más o menos positivamente la
conciencia que Arrupe tenía de la «crisis» de la orden y el acierto mayor o menor en las
medidas tomadas para hacerle frente, así como sus resultados. Lo que, en cambio, no
parece razonable ni justo sería aventurar el juicio de que o no se daba cuenta de tal crisis
o no tomaba medida alguna para remediarla.
El padre Arrupe, como todo gobernante, tenía su propio modo de gobernar. Por
carácter y por convicción personal, por fe en el Espíritu que actúa sin cesar, era más
propenso a ver las cosas buenas del mundo, de la Iglesia y de la Compañía y a
fomentarlas que a extirpar las que no lo fueran, en la creencia, además, como no pocas
veces se le oyó decir, de que la mejor manera de ahogar el mal era fomentar el bien, y,
por supuesto, que el más interesado en ello era y seguía siendo el Espíritu Santo[29]. Y

156
el bien que promovió en su gobierno de la Compañía en este espacio de tiempo fue
mucho, muchísimo. Lo hizo principalmente proponiendo, iluminando, motivando,
exhortando, «con paciencia y pedagogía»[30], tanto a los superiores mayores y a los
locales, fomentando su colaboración, como a todos los súbditos, con sus comunicaciones
periódicas a toda la Compañía y sus frecuentas viajes a las diversas provincias y regiones
para encontrar a los jesuitas en sus realidades cotidianas.
Tenía, además, como presupuesto de sus valoraciones y decisiones, la convicción de
que los jesuitas, en principio y a salvo de prueba en contrario, eran personas entregadas a
su vocación y fieles a ella, y, por tanto, personas, en principio, fiables y de cuyo sentido
de responsabilidad personal se podía sacar mucho partido; y, además, sabía esperar.
¿Optimismo ingenuo? Es posible. Posible también que participara del modo de pensar y
sentir de san Juan XXIII, que en su discurso de apertura del Concilio Vaticano II había
dicho: «En nuestro tiempo, […] la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la
misericordia más que de la severidad» y que «hay que remediar a los necesitados
mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos». Y, desde luego,
no podía menos de tener muy presente que en la Fórmula del Instituto de la Compañía
(n. 6) se recomienda al general que «en su gobierno se acuerde siempre de la benignidad,
mansedumbre y caridad de Cristo». Y que en las Constituciones, entre las cualidades
requeridas en el general, se dice que «sepa mezclar de tal manera la rectitud y severidad
necesaria con la benignidad y mansedumbre, que ni se deje flectar de lo que juzgare más
agradar a Dios nuestro Señor, ni deje de tener la compasión que conviene a sus hijos»
(Const. [727]); y que, si alguna de las cualidades requeridas le faltase, «a lo menos no
falte bondad mucha y amor a la Compañía, y buen juicio acompañado de buenas letras»
(Const. [735]). Y que, como consejo general para el buen gobierno, se dice a todos los
superiores: «Ayudará también que el mandar sea bien mirado y ordenado, procurando en
tal manera mantener la obediencia en los súbditos, que de su parte use el superior todo
amor y modestia y caridad en el Señor nuestro posible; de manera que los sujetos se
puedan disponer a tener siempre mayor amor que temor a sus superiores, aunque algunas
veces aprovecha todo. Asimismo, remitiéndose a ellos en algunas cosas, cuando
pareciere probable que se ayudarán con ello, y otras veces yendo en parte y
condoliéndose con ellos, cuando pareciese que esto podría ser más conveniente»[31]. Y,
por lo que se refiere concretamente al modo de hacer las correcciones, las Constituciones
dan también sus pautas: «En las correcciones, aunque la discreción particular pueda
mudar esta orden, es de advertir que primero se amonesten con amor y con dulzura los
que faltan; segundo, con amor y cómo se confundan con vergüenza; tercero, con amor y
con temor de ellos. Pero de los defectos públicos, debe ser la penitencia pública,
declarando solamente lo que conviene para más edificación de todos»[32].
Convendría tener en cuenta todo esto, a la hora de considerar el modo de gobernar
del padre Arrupe; ya que el gobierno de la Compañía de Jesús, que para san Francisco
Javier era «Compañía de amor», no funciona a toque de corneta ni a golpe de «ordeno y
mando», sino tratando de descubrir (discernir) y realizar lo que es voluntad de Dios, lo
que es bueno y le agrada, lo perfecto (Rom 12,2), para su mayor gloria, provecho de los

157
prójimos y bien integral de los que en ella viven y sirven[33].
El hecho, en definitiva, fue que el padre Arrupe, con sus cualidades y sus
limitaciones –todo ser humano las tiene y él las reconocía con total naturalidad–, se
dedicó por entero, sin descanso y sin flaquezas ni distracciones, al gobierno de la
Compañía y la introdujo, en medio de todas las dificultades, riesgos y convulsiones que
ello implicaba, en el «nuevo período de la historia del mundo y de la Iglesia», abriéndola
a las nuevas exigencias que se le presentaban. Se dio cuenta cabalmente de la crisis y
actuó para remediarla como mejor le pareció en el Señor, gobernando «primeramente
con el crédito y ejemplo de su vida, y con la caridad y amor de la Compañía en Cristo
nuestro Señor, y con la oración asidua y deseosa y sacrificios que impetren gracia de la
conservación y aumento dicho»[34]; lo que le granjeó el aprecio y afecto de la gran
mayoría de sus súbditos[35].
Y, por si hubiera sido poco lo que contribuyó al buen ser de la Compañía mientras
gozó de buena salud y pudo ejercer su cargo en plenitud, estando ya gravemente enfermo
e incapacitado para hacerlo, le dio un altísimo ejemplo de obediencia al vicario de
Cristo, cuando este nombró un delegado personal suyo para gobernarla interinamente y
prepararla a la siguiente Congregación General, arrastrando así a sus hermanos a una
obediencia dolorosa, pero total, que causó la admiración del mismo pontífice, san Juan
Pablo II.

[1] Sobre sus manifestaciones se expresó Arrupe en repetidas ocasiones, como se expondrá en el apartado 3
de este Complemento. Para más información, remito a A. ÁLVAREZ BOLADO, «Crisis de la Compañía de Jesús en
el Generalato del Padre Arrupe», op. cit., 201-254; G. LA BELLA, «Introducción» y «La crisis del cambio», en ID.
(ed.), Pedro Arrupe, Prepósito General, op. cit., 17-51 y 843-910 (ambas contribuciones, especialmente la
Introducción, son sumamente iluminadoras); y, en relación con la Compañía de España, M. REVUELTA GONZÁLEZ,
«Renovación y crisis durante el generalato del padre Arrupe (1965-1983)», en T. EGIDO (coord.), Los jesuitas en
España y en el mundo hispánico, Fundación Carolina, Centro de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos, Marcial
Pons Historia, Madrid 2004, 399-445. Personalmente, sintonizo plenamente con estos estudios. Mayor
discernimiento de parte del lector requeriría la visión del mismo asunto ofrecida por V. CÁRCEL ORTÍ, Pablo VI y
España, op. cit., 627-639.
[2] Palabras de una oración por la Compañía universal, atribuida a san Pedro Canisio.
[3] Las comunes a todos los jesuitas, las propias de cada clase (sacerdotes, escolares, hermanos coadjutores)
y las de los diversos oficios (de gobierno, de actividades ministeriales y de servicios a la comunidad).
[4] La Colección de Decretos de las Congregaciones Generales y el Epítome del Instituto de la Compaña de
Jesús.
[5] En relación con este desarrollo, cf. U. VALERO, «Al frente de la Compañía», op. cit., 143-152.
[6] Especialmente, dos de ellos dan claro testimonio de la conciencia del gran cambio de que estaba
necesitada la Compañía para hacer frente a lo que la nueva situación del mundo y de la Iglesia pedía de ella tanto
en su vida interna como en su actividad apostólica. Uno de esos documentos, sin firma, titulado Annotationes
sociologicae de Societatis opera apostolica in Ecclesia et mundo hodierno (Notas sociológicas sobre la actividad
apostólica de la Compañía en la Iglesia y en el mundo actual), trata de los numerosos y profundos cambios
acaecidos en la sociedad global contemporánea que afectan a la Compañía, de la necesidad de su acomodación a
ellos, de las dificultades más graves que presenta esa acomodación y de algunas de las consecuencias que de ella
se derivan. Otro, también sin firma, con el título original Towards the XXXI General Congregation, al que se pone
el epígrafe latino «Quid Nostri a Congregatione Generali XXXI expectant?», trata de las expectativas de los
jesuitas con respecto a la CG. El objetivo de esta se dice en él, debe ser definir la naturaleza precisa de las
necesidades a las que debe hacer frente la Compañía hoy e iniciar un movimiento encaminado hacia ello. Ante

158
esta tarea, continúa el documento, se perciben en la Compañía una situación de «intranquilidad» y «desasosiego»,
dos actitudes opuestas. Una, calificada como orientada a mantener la tradición, ve la causa de tal intranquilidad y
desasosiego en la desviación de lo establecido por Ignacio en las Constituciones y continuado por las
congregaciones generales y cree encontrar el remedio en la vuelta a la aplicación literal de esos documentos. Otra,
que el documento considera que va ganando terreno, subraya que el espíritu y la intención original de Ignacio, que
en su momento tuvieron unas determinadas expresiones concretas para hacer frente a las necesidades del mundo
en el momento fundacional de la Compañía, necesitan encarnarse de nuevo en la historia de nuestro tiempo para
responder a sus necesidades.
[7] La redacción final de la relación (Deput. ad detrim, ARSI, sin número, aunque le correspondería el n.º
10 de la serie), fue comunicada a la CG en su segundo período de sesiones, el día 12 de octubre de 1966. Consta
de una introducción general y once capítulos de aspectos particulares. La introducción advierte que muchos
detrimentos, que detalla, se deben no tanto a mala voluntad cuanto a una exagerada e inconsiderada aplicación de
algunos principios en boga y ampliamente extendidos en el momento, que en sí mismos contienen muchos
elementos buenos, pero que, si se aplican a la vida religiosa sin la debida consideración, producen grandes daños,
a los que hacen ya referencia los postulados recibidos. Tras esta introducción general, se van puntualizando
diversos daños y peligros en los siguientes campos: el gobierno y los superiores; la obediencia, en general, y, de
modo especial, en relación con el sumo pontífice, la Santa Sede y los obispos, con una referencia particular a la
doctrina; la pobreza; la administración de los bienes temporales; la castidad; la vida espiritual; la disciplina
religiosa; los hermanos coadjutores; la unión entre los jesuitas y la vida común; los ministerios; la admisión y la
dimisión; las defecciones de la Compañía.
[8] Texto original en Congregatio Generalis XXXI, Documenta varia, ARSI, con el título De vita spirituali,
pp. 480-485.
[9] Cf. U. VALERO, «Al frente de la Compañía», op. cit., 192-197.
[10] FI, nn. 4, 9.
[11] AR 15 (1967-1972), 457-462.
[12] Ibid., 480-490. El Memorándum trata los siguientes puntos: la persona misma del provincial; renovación
espiritual de la provincia; relación con los superiores de las casas; visita de las casas; formación de nuestros
jóvenes (promoción de vocaciones, responsabilidad y colaboración de todos, formación espiritual, órdenes
sagradas, pequeñas comunidades); fomento de la unión de los nuestros; espíritu y práctica de la pobreza). Se
trataba, en realidad, de una especie de manual sobre el ejercicio del cargo de provincial, que, no mucho después,
desembocaría en las Directrices para los provinciales, aún en vigor con algunos retoques posteriores.
[13] Cf. antes, capítulos segundo y tercero.
[14] AR XV (1970), 587ss.
[15] Texto español completo en AR 16 (1973-1976), 944-953; P. ARRUPE, La identidad, op. cit., 341-48.
[16] AR 15 (1967-1972), 25.
[17] AR, ibid., 947; P. ARRUPE, La identidad, op. cit.,.343.
[18] Texto español completo en AR 17 (1977-79), 126-135; P. ARRUPE, La identidad, op. cit., 239-246.
[19] Arrupe cita los siguientes números concretos de las Constituciones como referidos a la disponibilidad:
309, 516, 606, 618, 619, 633, 819.
[20] AR, ibid., 133-134; P. ARRUPE, La identidad, op. cit., 245-246.
[21] Texto español en AR 17 (1977-1979), 422-450; P. ARRUPE, La identidad, op. cit., 22-48.
[22] Texto en AR, ibid., 518-539; P. ARRUPE, ibid., 371-390.
[23] En el apéndice documental, al final del libro, se reproducen algunos documentos ilustrativos de estos
puntos.
[24] Carta a toda la Compañía sobre la pobreza y la vida común, 14 de abril de 1968. Texto latino en AR
ibid., 273-295; trad. española, P. ARRUPE, La identidad, op. cit., 139-159.
[25] Sobre la recta comprensión de la castidad religiosa; exclusión de la llamada «tercera via», texto latino
AR ibid., 179s.
[26] «Slogans que necesitan interpretación», en P. ARRUPE, La identidad, op. cit., 601-608.
[27] «Directivas de gobierno», ibid., 599s.
[28] Así en la Instrucción sobre la formación espiritual de los nuestros, de 25 de diciembre de 1967, que
contiene los siguientes capítulos: Imagen del jesuita actual. Sobre el jesuita joven. La formación del jesuita.
Pedagogía espiritual y los pasos de la formación. Texto latino en AR 15 (1967-1972), 103-133; la cita se halla en
la página 109.
[29] «Yo tengo una gran confianza en Dios y estamos en sus manos. De modo que no pueden salir las cosas
mal nunca, si uno sigue la voluntad de Dios, aunque uno tenga que sufrir», declaraciones a Radio Nacional de

159
España, programa Fin de siglo (Cf. P. M. LAMET, Pedro Arrupe, testigo del siglo XX y profeta del XXI, 10). Y,
refiriéndose a los momentos más dolorosos sufridos por él en la CG 32, escribió: «Estoy seguro de que [de] todo
ello han de seguirse muy buenos efectos para la Compañía. Han sido, como decían los padres de la CG, una
experiencia única» (V. CODINA, «La noche oscura …», op. cit., 68).
[30] 2 Tim 4,2.
[31] Const. [667]. En la segunda sección de la parte cuarta de las Constituciones de la Compañía de Jesús,
que se ocupa de sus universidades, al tratar de las correcciones y castigos que se han de imponer a los estudiantes
que faltaran gravemente a sus deberes, se termina con estas palabras: «Si fuese caso alguno, donde no bastase
despedir de las escuelas para remediar al escándalo, mirará el rector lo que más conviene proveer. Aunque, cuanto
fuere posible, se deba proceder in spiritu lenitatis y mantener la paz y caridad con todos» (Const. [489]).
[32] Const. [270].
[33] Seguramente por todo esto, cuando tuvo que reprender o corregir e incluso sancionar, no lo hizo de
forma autoritaria o fiscalizadora ni con mucho ruido, sino siempre desde el respeto profundo que merece toda
persona, y, sobre todo, en cristiano, toda conciencia. Incluso, en ocasiones, con verdadero cariño, como, cuando,
en vez de una actuación o documento airado o humillante para sus subiditos –sus hermanos–, hacía difundir una
preciosa oración en que él, sorprendido y atónito, se queja ante su Señor de que haya compañeros de Jesús que no
tengan una devoción eucarística más rica (Cf. P. M. LAMET, Pedro Arrupe, testigo del siglo XX y profeta del XXI,
ibid. Ver la oración «¡No lo entiendo! Enséñame», en Orar con el Padre Arrupe, selección y adaptación de los
textos por J. A. GARCÍA, SJ, Mensajero, Bilbao 2007, 61-65).
[34] Const. [790].
[35] Valga como muestra de ello el precioso testimonio del P. Ignacio Ellacuría, asesinado por miembros de
las Fuerzas Armadas salvadoreñas, con otros cinco compañeros jesuitas y dos colaboradoras domésticas, madre e
hija, en la noche del 16 de noviembre de 1989: «Arrupe ejercía la autoridad de un modo evangélico. […] Podría
asegurarse que tenía del todo presente el mandato evangélico de no ejercer la autoridad en la Iglesia como se
ejerce en el mundo: […] entre los discípulos, el que vaya a estar arriba y ha de actuar como primero, ha de ser
servidor y esclavo, porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida por el
rescate de todos (cfr. Mc. 10,42-45; Mt. 20,25-28). El padre Arrupe ejercía su ministerio de superior –real,
efectiva y afectivamente– como quien sirve hasta dar su vida por los demás. Ambas notas son características de él,
y en su unidad muestran el ideal cristiano de la forma de ser superior: no solo dar la vida, sino darla como quien
sirve; no solo servir, sino servir dando la vida; jamás aprovechar su condición de superior para ser alabado, para
ser servido, para estar delante de los demás. […] Como superior general, daba directrices y buscaba que se
cumplieran; daba órdenes, a veces dolorosas, y exigía su cumplimiento. Pero, con anterioridad, no solo escuchaba
a quien quería representarle otro punto de vista, sino que llamaba paternalmente para que la orden en cuestión
surgiera como resultado de un conocimiento iluminado. No había entonces tanta dificultad en obedecer, y no
porque la orden pareciera siempre buena o la mejor, sino porque la forma de encontrar la voluntad de Dios, la
forma de mandar era buena, era conforme al espíritu del evangelio». (I. ELLACURÍA, «Pedro Arrupe. renovador de
la vida religiosa», en M. ALCALÁ et al., Pedro Arrupe. Así lo vieron, Sal Terrae, Santander 1986, 141-171). Por su
parte, V. CODINA, («La noche oscura…», op. cit., 172) afirma: «Arrupe ha gobernado ignacianamente la
Compañía con palabra y sobre todo con el ejemplo de su vida. Ha sido no solo un fiel hijo de san Ignacio, sino un
seguidor fiel de Jesús y un testigo de su resurrección».

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Apéndice documental

A. Documentos de Pablo VI

1. Carta autógrafa al P. Juan Bautista Janssens (20 agosto 1964)


Texto original latino en AAS 56 (1964), 803-805.
Traducción del autor.

Al amado hijo
Juan Bautista Janssens
Prepósito general de la Compañía de Jesús

Querido hijo: Salud y Bendición Apostólica.


Hemos sabido con gran satisfacción que la Compañía de Jesús, que presides,
recuerda este año un acontecimiento muy digno de ser conmemorado: el cumplimiento
de 150 años desde que nuestro predecesor decretó la total restauración de la Compañía
de Jesús con las Letras Apostólicas Sollicitudo omnium ecclesiarum.
Es altamente conveniente que demos gracias a Dios juntamente con vosotros y
formulemos nuestros votos paternos ante esta feliz celebración, que no solo os llena de
merecida alegría a ti y a tus hermanos, sino sobre todo os lleva a concebir saludables
propósitos.
Y, si es cierto que esta celebración suscita el recuerdo de acontecimientos dolorosos,
por cuya causa los compañeros de Ignacio tuvieron que sufrir tantas adversidades, ofrece
también ocasión propicia para iluminar la admirable fecundidad vital de vuestra
Compañía, y sobre todo, la firmísima fidelidad a la Iglesia y a los sumos pontífices, que,
si siempre brilló con luz inmaculada en los hijos de san Ignacio, lo ha hecho
especialmente en los tiempos más hostiles. Se trata de la gloria peculiarísima con que
vuestro fundador quiso que se distinguieran sus hijos, y que estos siempre se afanaron
por cultivar con todo fervor como una herencia sagrada.
Por eso no es de extrañar, que nuestro predecesor Pío VII en el año 1814, poco
después de volver a Roma del destierro, proveyendo al bien de la causa católica,
determinara restaurar de nuevo lo antes posible vuestra Compañía, desaparecida en casi
todo el mundo. De este modo, quiso satisfacer los ferventísimos deseos de hombres
sensatos y procurar expertos remeros a la navecilla de Pedro, agitada por tormentas
permanentes (Cfr. Pío VII, Let. Ap. Sollicitudo omnium ecclesiarum, 7, a. 1814).
Dios asistió benignamente a vuestra familia religiosa, que creció enseguida
felizmente, y sapientísimamente gobernada por sus primeros superiores, procuró sobre

161
todo que reviviera plenamente en sus miembros el espíritu primigenio de vuestro
Instituto. De este espíritu, como de su fuente principal, brotó aquella nueva estirpe de
san Ignacio, que, émula de las primitivas glorias, ha realizado tantas y tan preclaras
gestas, en la promoción de las obras misionales, en el progreso de la sagrada doctrina, en
la educación de la juventud, en la defensa de los derechos de la Sede Apostólica y, por
fin y sobre todo, en el cultivo de la perfección cristiana, para gran bien de la gloria
divina y de la religión católica. Con muy buen acuerdo has determinado, querido hijo,
proponer todo esto en esta feliz ocasión a la vista de tus compañeros; estimamos será
beneficioso que no solo para vuestra Compañía, sino también muy útil y saludable para
la Iglesia. En verdad, al contemplar la rápida marcha de nuestra edad hacia un nuevo
desarrollo de la historia, y mientras nos vemos obligados a ver las ingentes necesidades
de las almas, la amplia difusión de los errores y el afán con que los hombres anhelan los
bienes caducos, despreciando los celestiales, hay que confesar que la Iglesia necesita
hoy, no menos que en el momento de la restauración de la Compañía, soldados de fe
intrépida, dispuestos a soportar cualesquiera dificultades para llevar eficazmente el
anuncio de la salvación a los hombres de nuestros tiempos. Por ello, ponemos gran
esperanza en vuestra ayuda, pues os afanaréis por imitar, más que admirar, los ejemplos
que vais a conmemorar en esta ocasión; a saber, si, siguiendo las huellas de vuestros
mayores, hacéis que el espíritu de vuestro fundador permanezca íntegro en vuestras
costumbres y vuestras obras y las inspire, y que ninguno de vuestros nuevos proyectos e
iniciativas se aparten de su modo de pensar. Con este espíritu e impulso confirmaos más
y más en la fidelidad a la Iglesia y al vicario de Cristo; pues, si esto es obligado para
todos los fieles cristianos, vosotros lo debéis tener, según hemos dicho, como un deber
gravísimo, obligados como estáis por vuestro Instituto a «servir especialmente a la Sede
Apostólica» (Const. [824]). Tomando ejemplo de vuestros mayores, cuidad asiduamente
de preservar con toda diligencia la incolumidad de la doctrina católica, tal como es
propuesta por la Iglesia, y de defenderla con ánimo invicto y armas apropiadas contra los
errores, sin dejar de lado ninguna disciplina humana que, con el paso del tiempo, pueda
ilustrar con nueva luz y hacer comprender la verdad cristiana, que es siempre la misma.
Continuad finalmente, como ya hacéis, prestando vuestra infatigable dedicación
principalmente al apostolado misional, a la educación de los jóvenes y a los Ejercicios
espirituales, en todo lo cual habéis contraído ya insignes méritos.
Obrando así, responderéis del mejor modo a vuestra profesión religiosa, y
conseguiréis también que el futuro de la Compañía concuerde adecuada y decorosamente
con su pasado, y que ella sea, por vuestra virtud, digna heredera de la antigua en la
grandeza de las obras y el fulgor de la santidad.
Pedimos todo esto a Dios de corazón, mientras con mucho gusto impartimos en el
Señor a ti, querido hijo, y a tu familia religiosa la Bendición Apostólica, prenda de
celestiales dones y testimonio de nuestra paterna benevolencia.
Roma, en San Pedro, a 20 de agosto del año 1964, segundo de nuestro pontificado.

PABLO PP. VI

162
2. Discurso en la apertura de la Congregación General 31 (7 mayo 1965)
Texto original latino en AAS 57 (1965), 611-615 y AR 14 (1961-1966), 996-999.
Traducción española en Congregación General XXXI.
Documentos, Hechos y Dichos, Zaragoza 1966, 11-16.

Queridos hijos:
1. Con sincero afecto y con palabras llenas de esperanza os saludamos, amadísimos
miembros de la Compañía de Jesús, a los que hoy nos complacemos en recibir.
2. Habéis venido a Roma y os habéis congregado para celebrar la asamblea principal
de vuestro Instituto, la más importante según vuestras Constituciones, la que ha de elegir
el sucesor del prepósito general Juan Bautista Janssens, cuya muerte lloramos
juntamente con vosotros. Difícil tarea y asunto de trascendental importancia, del que
depende la prosperidad, la afirmación, la conservación y el progreso de vuestro Instituto
religioso.
3. Ponderad, pues, con sano criterio; deliberad con juicio equilibrado y con fina
prudencia todas las cosas que ayuden a ese feliz resultado. Pero, sobre todo, con
oraciones sinceras y ardientes, implorad la luz y guía del Espíritu Santo, para que vuestra
elección coincida plenamente con la voluntad de Dios: «Muéstranos, Señor, a cuál
escogiste» (Hch 1,24).
4. Nos compartimos vuestra solicitud y unimos nuestras oraciones a las vuestras,
pues deseamos ardientemente que el elegido responda a la expectación de todos y sea
plenamente idóneo para afrontar las actuales necesidades de vuestra familia religiosa.
5. Todos conocéis perfectamente la peculiar naturaleza e índole, la eficacia en la
acción, que Ignacio, vuestro legislador y padre, quiso que tuviese vuestra Compañía. El
deseó que la Compañía de Jesús, fundada con espíritu magnánimo y como con cierta
inspiración divina, fuese, sobre todo, firme baluarte del catolicismo y como un
escuadrón adicto, valiente y fiel a la Sede Apostólica.
Vuestro lema, vuestra excelsa gloria, vuestra típica consigna es «militar bajo el
estandarte de la Cruz y servir a solo Dios y a la Iglesia, su esposa, bajo el romano
pontífice, vicario de Cristo en la tierra». (Letras Apostólicas Exposcit debitum, del 21 de
julio de 1550). En el cumplimiento de este juramento como militar, si otros religiosos
deben ser fieles, vosotros debéis ser fidelísimos; si otros fuertes, vosotros fortísimos; si
otros distinguirse, vosotros aún más.
6. En las páginas gloriosas de vuestra historia se ve con luz meridiana que la
conducta y los hechos de los hijos respondieron al ideal fijado por vuestro santo padre, y
por ello merecisteis el honroso título de legión siempre fiel en la defensa de la fe católica
y de la Sede Apostólica.
Vuestros santos mártires, vuestros confesores, vuestros doctores Canisio y

163
Belarmino, el incalculable ejército de hombres piadosos, doctos y fervorosos que han
ilustrado vuestra orden, como el cielo se engalana de estrellas, al realizar ese ideal con
palabras y con obras, os han legado a las generaciones siguientes un ejemplo y un
estímulo imperecederos para que sigáis sus pasos.
7. Es necesario que vuestro modo de vivir hoy se apoye firmemente en ese ideal de
santidad propio de vuestra vocación, según conviene a buenos soldados de Cristo y a
operarios animosos e intachables. Esto es, que se caracterice por una austera forma de
vida evangélica, por la viril fortaleza de alma; se debe distinguir por la disciplina firme,
lejos de titubeos o inconstancias de espíritu; debe ser vuestro vivir generoso y resuelto,
al mismo tiempo que equilibrado y constante en su hacer y su querer.
8. Si ocurriera en un ejército que un escuadrón o destacamento no siguiera el plan
común trazado, sería como voz discordante en un concierto de instrumentos y voces. El
prepósito general que elijáis deberá vigilar atentamente que no haya discordancia en
vuestra sinfonía, sino, al contrario, resuene una alabanza armónica común, pletórica de
fe y de piedad. Y verdaderamente me complazco y me alegro en subrayar que esa
concorde armonía existe en la mayoría de vosotros.
9. Así, pues, en el pensar, en el enseñar, en el escribir y en las actitudes todos deben
evitar el seguir al «mundo», el «dejarse llevar por cualquier viento de doctrina» (Ef 4,14)
y el hacer concesiones a las novedades perniciosas por un excesivo apego al propio
juicio.
10. Cada uno de vosotros ponga su gloria en distinguirse entre todos en servir a la
Iglesia, Madre y Maestra nuestra, en seguir, no sus propias iniciativas, planes y criterios,
sino los de la jerarquía, y en llevarlos a la práctica animados de un espíritu de unión, más
que utilizando privilegios o singularidades.
La Iglesia os reconoce como hijos muy adictos, os ama extraordinariamente, os honra
y, séanos lícito usar una palabra audaz, os reverencia.
11. Sobre todo, ahora, cuando los decretos del Concilio Ecuménico Vaticano II abren
amplísimos campos y formas de apostolado, la Iglesia santa de Dios necesita de vuestra
santidad, de vuestra ciencia, de vuestros conocimientos prácticos y de vuestro empuje; y
os pide que, manteniendo inconmovible la antigua fe, saquéis del tesoro de vuestro
corazón «las cosas nuevas y antiguas» para aumento de la gloria de Dios y salvación del
género humano, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, a quien «Dios exaltó y dio un
nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9).
12. En este santísimo nombre, del que sobre todo os gloriáis, tened vuestra ayuda y
defensa, y en él concebid medios y más medios para dilatar su amor y gloría; pues de él
brota y fluye abundante el manantial de la salvación, y «no se ha dado otro nombre bajo
el cielo a los hombres, en el cual podamos salvamos» (Hch 4,12).
13. Gustosos aprovechamos esta ocasión que se nos ofrece para tratar con vosotros,
breve, pero resueltamente y con fortaleza, una cuestión de gran importancia. Nos
referimos a un terrible peligro que amenaza a la humanidad entera: el ateísmo.
Como todos saben, no se manifiesta siempre de una misma forma, sino que aparece
bajo diversas maneras y modos distintos. Pero, sin duda, la peor forma es la de la

164
impiedad militante, que no se limita a negar intelectual y prácticamente la existencia de
Dios, sino que adquiere carácter combativo y usa armas con el propósito de arrancar de
las almas todo espíritu religioso y todo sentimiento de piedad.
Existe también el ateísmo de quienes sobre bases filosóficas afirman que no existe
Dios o no puede ser conocido. Otros fundan todo en el gozo, prescindiendo de Dios.
Otros rechazan todo culto religioso, porque consideran supersticioso, inútil y costoso el
venerar a nuestro Creador y servirle sometidos a su Ley. Y así viven sin Cristo, privados
de la esperanza de la promesa y sin Dios en este mundo (cf. Ef 2,12). Este es el ateísmo
que en nuestros días serpentea, unas veces abiertamente y otras encubierto, bajo
apariencias de progreso en la cultura, en la economía y en lo social.
14. Pedimos a la Compañía de Jesús, que tiene por característica ser baluarte de la
Iglesia y de la religión, que en estos tiempos difíciles aúne sus fuerzas para oponerse
valientemente al ateísmo, bajo la bandera y protección de san Miguel, príncipe de la
milicia celestial, cuyo nombre es de victoria o la anuncia segura.
15. Así, pues, los hijos de san Ignacio emprendan esta gran batalla, despertando todas
sus fuerzas, sin desperdiciar ninguna, para que todo se organice bien y lleve al éxito.
Para ello, trabajen en la investigación; recojan toda clase de información; si es
conveniente, publíquenla; traten entre sí; formen especialistas en la materia; hagan
oración; descuellen en virtud y santidad; fórmense en la elocuencia de la palabra y de la
vida; brillen con la gracia celestial, según lo entendía san Pablo cuando decía: «Mis
palabras y mi predicación no fueron solo palabras persuasivas de sabiduría, sino
demostración de Espíritu y virtud» (1 Cor. 2,4).
16. Lo cual realizaréis con más entusiasmo y prontitud si pensáis que esta tarea, que
ya hacéis en parte, y a la que os dedicaréis más plenamente en el futuro, no os la habéis
fijado vosotros por vuestra voluntad, sino que la habéis recibido de la Iglesia y del sumo
pontífice.
17. Por esto, en las leyes y constituciones por las que se rige vuestra Compañía,
confirmadas por Paulo III y Julio III, se encuentran estas palabras: «Todos los que
hicieren profesión en esta Compañía se acordarán, no solo al tiempo que la hacen, más
todos los días de su vida, que esta Compañía y todos los que en ella profesan, son
soldados de Dios, que militan bajo la fiel obediencia de nuestro santo padre y señor el
papa Paulo III, y los otros romanos pontífices sus sucesores. Y aunque el Evangelio nos
enseña, y por la fe católica conocemos y firmemente creemos que todos los fieles de
Cristo son sujetos al romano pontífice, como a su cabeza y como a vicario de Jesucristo;
pero por nuestra mayor devoción a la obediencia de la Sede Apostólica y para mayor
abnegación de nuestras propias voluntades, y para ser más seguramente encaminados del
Espíritu Santo, hemos juzgado que en gran manera aprovechará que cualquiera de
nosotros, y los que de hoy en adelante hicieren la misma profesión, además de los tres
votos comunes, nos obliguemos con este voto particular, que obedeceremos a todo lo
que nuestro santo padre, que hoy es, y los que por tiempo fueren pontífices romanos nos
mandaren para el provecho de las almas y acrecentamiento de la fe, e iremos sin tardanza
(cuanto será de nuestra parte) a cualesquiera provincias donde nos enviaren, sin

165
repugnancia ni excusarnos». (Letras Apostólicas Exposcit debitum).
18. Es claro que este voto, por su naturaleza sagrada, no solo debe estar latente en la
conciencia, sino traducirse en obras y estar patente a todos.
Así os quiso vuestro padre y legislador; así os queremos también Nos, teniendo por
cierto que encontrará plena correspondencia en vosotros la confianza que en vosotros
depositamos y que estos nuestros deseos, cumplidos por toda la Compañía, que milita,
ora y trabaja en todas las partes del mundo, los compensará Dios dándoos abundante
mies, vida floreciente y preclaros méritos.
19. Deseándoos esto de todo corazón, a vosotros, miembros de la Compañía de Jesús,
que hoy nos rodeáis como hermosa y gozosa corona, a todas vuestras empresas y planes,
y a la gran esperanza que enciende vuestros corazones, para lograr aún más sublimes
metas, os damos la bendición apostólica.

166
3. Discurso en la clausura de la Congregación General 31 (16 noviembre 1966)
Texto original latino en AAS 58 (1966), 1172-1178 y AR 14 (1961-1966), 1000-1004.
Traducción española en Congregación General XXXI, op. cit. 95-402.

Amados hijos:
1. Hemos querido teneros como concelebrantes y partícipes en el Sacrificio
Eucarístico –antes de que, terminados los trabajos de vuestra Congregación General,
emprendáis el camino de regreso, cada uno a su propio puesto, y desde Roma, centro de
la unidad católica, os disperséis por todos los ángulos de la tierra– para saludar a todos y
cada uno de vosotros, para consolaros, para animaros, para bendeciros a cada una de
vuestras personas, a toda la Compañía, y a las múltiples obras que, para gloria de Dios y
en servicio de la Iglesia promovéis, y también para renovar en vuestras almas de modo
casi sensible y solemne el sentido del mandato apostólico que califica y fortalece vuestra
misión, como si por vuestro mismo bienaventurado padre Ignacio –soldado fidelísimo
como el que más de la Iglesia de Cristo– os fuese conferida y renovada, más aún como si
por el mismo Cristo –de quien indigna pero verdaderamente, aquí en la tierra y en esta
Santa Sede, hacemos las veces–os fuese confirmada y misteriosamente acompañada y
engrandecida.
2. Por eso hemos escogido este lugar sagrado y tremendo por la belleza y por la
potencia, pero especialmente por el significado de sus imágenes, y entre todos, lugar
venerable por la voz de nuestra humildísima, pero pontifical plegaria, que aquí se
expresa y que recoge no solo la alabanza y el gemido de nuestro espíritu, sino el clamor
inmenso de la Iglesia entera, de todos los confines de la tierra, más aún el de toda la
humanidad que en nuestro ministerio tiene su intérprete ante el Dios supremo y de parte
del Altísimo se le comunican sus oráculos. Escogimos este lugar donde –como sabéis–
los destinos de la Iglesia se buscan y se determinan en ciertas horas históricas, pues
debemos creer que estas se rigen no tanto por la voluntad de los hombres, sino por la
arcana y amorosa asistencia del Espíritu Santo. Y aquí mismo, hoy, como final de esta
devotísima ceremonia, invocaremos al mismo Espíritu Santo: por la santa Iglesia, como
compendiada y representada aquí en nuestro cargo apostólico, y por vosotros, jesuitas,
superiores y responsables de vuestra y nuestra Compañía de Jesús.
3. Y esta invocación común al Espíritu Santo, quiere en cierto modo sellar la grande
y ansiosa hora que habéis vivido sometiendo toda la estructura de vuestro Instituto y toda
su actividad, a un severo examen, como concluyendo, con ocasión del Concilio
Ecuménico Vaticano Segundo recientemente celebrado, cuatro siglos de vuestra historia,
y como inaugurado con nueva conciencia y con nuevos propósitos un nuevo período de
vuestra vida religiosa y militante.
4. Por tanto, este encuentro, hermanos e hijos amadísimos, reviste un significado

167
histórico particular, que a vosotros y a Nos es dado determinar mediante la recíproca
definición del vínculo que existe, que debe existir entre la Compañía de Jesús y la santa
Iglesia de la que, por divino mandato, tenemos el gobierno pastoral y la suprema
representación.
5. ¿Qué vínculo? A vosotros, a Nos toca la respuesta a la pregunta que se desdobla de
este modo:
6. ¿Queréis vosotros, hijos de Ignacio, soldados de la Compañía de Jesús, ser todavía
hoy, y mañana, y siempre, lo que desde vuestra fundación habéis sido para la Iglesia
Católica y para esta Sede Apostólica? No tendría razón de ser esta pregunta si no
hubiesen llegado a nuestros oídos rumores y voces referentes a vuestra Compañía –y
también a otras familias religiosas– y no podemos ocultar nuestro estupor y nuestro
dolor por algunas de ellas.
7. ¿Qué extrañas y siniestras ideas suscitaron en algunos sectores de vuestra
numerosa Compañía, la duda de que debiera seguir existiendo tal como el santo que la
ideó y fundó, la describió con normas sapientísimas y firmísimas y que una tradición
secular, madurada por una atentísima experiencia y refrendada por las más autorizadas
aprobaciones, modeló para gloría de Dios, para defensa de la Iglesia con maravilla del
mundo? ¿Acaso prevaleció en algunas mentes, aun de vuestros hermanos, el criterio de
la historicidad absoluta de las cosas humanas, que el tiempo engendra y el mismo tiempo
inexorablemente devora, como si no hubiera en el catolicismo un carisma de verdad
permanente y de inquebrantable estabilidad, de la que esta piedra de la Sede Apostólica
es símbolo y fundamento? ¿Tal vez pareció al celo apostólico, que anima a toda la
Compañía, que para dar mayor eficacia a vuestra actividad era menester renunciar a
tantas venerables costumbres espirituales, ascéticas, disciplinarias, considerándolas, no
ya como ayuda, sino como freno para una manifestación más libre y más personal de
vuestro celo? Y entonces pareció que la austera y viril obediencia que siempre ha
caracterizado a vuestra Compañía, más aún, que siempre ha hecho evangélica, ejemplar
y formidable su estructura, se debiera mitigar, como si fuera enemiga de la personalidad
y obstáculo para el brío de la acción, olvidando cuanto Cristo, la Iglesia y vuestra misma
escuela espiritual han enseñado tan magníficamente sobre esa virtud. Así también hubo
tal vez alguien que creyera que ya no era necesario a la propia alma «el ejercicio
espiritual», es decir, la práctica asidua e intensa de la oración, la humilde, ardiente
disciplina de la vida interior, del examen de conciencia, del íntimo coloquio con Cristo,
como si bastase la acción externa para mantener iluminado, fuerte y puro el espíritu, y
como si por sí misma sirviera para la unión con Dios y como si esta riqueza de artes
espirituales estuviese bien solo para el monje y no fuese más bien armadura
indispensable para el soldado de Cristo. Y tal vez alguno tuvo la ilusión de que para
difundir el Evangelio de Cristo, era necesario hacer suyas las costumbres del mundo, su
mentalidad, sus hábitos profanos y ceder a la valoración naturalista de las costumbres
modernas, olvidando también en este caso que el debido acercamiento apostólico del
heraldo de Cristo a los hombres, a quienes se quiere anunciar su mensaje, no puede ser
una asimilación tal que haga perder a la sal su ardiente sabor y al apóstol su auténtica

168
virtud.
8 ¡Nubes en el cielo, disipadas en gran parte por las conclusiones de vuestra
Congregación! ¡Con cuánto gozo nos hemos enterado de que vosotros, vosotros mismos,
firmes en la rectitud que siempre ha animado vuestras voluntades, después de un amplio
y sincero examen de vuestra historia, de vuestra vocación y de vuestra experiencia,
habéis determinado permanecer consecuentes y fíeles a vuestras Constituciones
fundamentales, sin abandonar vuestra tradición, que entre vosotros gozaba de una
continua actualidad y vitalidad; y aportando a vuestras reglas las especiales
modificaciones a las que la «renovatio vitae religiosae», propuesta por el Concilio, no
solo os autoriza sino que os invita. Ninguna herida habéis querido infligir a la ley
sagrada que os hace religiosos, más aún, jesuitas, sino que habéis procurado aportar
remedio al desgaste del tiempo pasado, y nuevo vigor para cualquier prueba que el
futuro le reserve, de tal suerte que este resultado tenga la primacía entre los muchos que
han madurado en vuestras laboriosas discusiones, que se ha asegurado una verdadera
conservación y un positivo progreso no solo al cuerpo, sino también al espíritu de
vuestra Compañía. Y en este sentido os rogamos encarecidamente que también en el
futuro conservéis en el programa de vuestra vida la primacía a la oración, sin desviaros
de los próvidos ordenamientos que se os han legado. ¿De dónde sino de la gracia divina
que corre para nosotros como agua viva a través de los humildes canales de la oración y
de la búsqueda interior del coloquio divino, y especialmente de la sagrada liturgia, de
dónde si no, habrá de encontrar el religioso inspiración y energía para su propia
santificación sobrenatural? ¿De dónde habrá de recibir el apóstol el impulso, la
dirección, la fuerza, la sabiduría, la perseverancia en su lucha con el demonio, la carne y
el mundo? ¿De dónde habría de recibir el amor con qué amar a las almas para salvarlas,
y con qué construir la Iglesia juntamente con los obreros encargados y -responsables del
místico edificio? Gozaos, hijos amadísimos; este es el camino, antiguo y nuevo, de la
economía cristiana. Este es el troquel que modela a un mismo tiempo al verdadero
religioso discípulo de Cristo, apóstol de su Iglesia, maestro de sus hermanos, sean estos
fieles o extraños. Gozaos; nuestra complacencia, más aún, nuestra comunión os
reconforta y os acompaña.
9. En esta forma debemos acoger vuestras deliberaciones en particular: sobre la
formación de vuestros escolares, sobre el acatamiento debido el magisterio y a la
autoridad de la Iglesia, sobre los criterios de perfección religiosa, sobre las normas que
han de orientar vuestra acción apostólica y vuestra cooperación pastoral, sobre la recta
interpretación y positiva aplicación de los decretos conciliares, etc., como otras tantas
respuestas a nuestra pregunta: sí, sí; ¡los hijos de Ignacio que se honran con el nombre de
jesuitas, son todavía hoy fieles a sí mismos y a la Iglesia! ¡Están listos y firmes! ¡Nuevas
armas, dejadas a un lado las ya gastadas y menos eficaces, tenéis en vuestras manos, con
el mismo espíritu de obediencia, de abnegación y de conquista espiritual!
10. Y ahora se ofrece otra pregunta para determinar las relaciones de vuestra
Compañía con la santa Iglesia, especialmente y como en compendio, con respecto a esta
Sede Apostólica. Esta segunda pregunta la tomamos en cierta manera de vuestros labios

169
¿Quiere la Iglesia, quiere el sucesor de san Pedro seguir mirando todavía a la Compañía
de Jesús como a su fidelísimo y particular escuadrón? ¿Como a la familia religiosa, que
no solamente ha hecho objeto específico suyo esta o aquella virtud evangélica, sino que
se ha constituido como escolta y refuerzo de la defensa y promoción de la santa Iglesia
misma? ¿Se le confirma todavía la benevolencia, la confianza y la protección de que
siempre ha gozado? ¿Considera la Iglesia, por boca de quien os habla en estos
momentos, que aún le es necesario y honroso el servicio militante de la Compañía?
¿Sigue siendo todavía esta capaz e idónea para la obra inmensa –acrecida en extensión y
en calidad– del apostolado moderno?
11. He aquí, hijos amadísimos, nuestra respuesta: ¡Sí, a vosotros se os mantiene
nuestra confianza! Y por esto mismo, también nuestro mandato para la obra apostólica
que se os asigna; como también nuestro afecto, nuestro agradecimiento y nuestra
Bendición.
12. En esta solemne e histórica oportunidad nos habéis reafirmado vuestra identidad,
renovada con nuevos propósitos, con la Institución que, en la coyuntura restauradora del
Concilio de Trento, se puso a servicio de la santa Iglesia Católica. ¡Pues bien, es fácil y
agradable para Nos repetiros las palabras y gestos de nuestros predecesores, en la
presente coyuntura, diversa pero no menos restauradora de la vida de la Iglesia, que
habrá de seguir al Concilio Ecuménico Vaticano II; y poder aseguraros, asimismo, que
mientras vuestra compañía permanezca dedicada a buscar la propia excelencia en la sana
doctrina y en la santidad de la vida religiosa, y se ofrezca como instrumento
poderosísimo de defensa y difusión de la fe católica, esta Sede Apostólica y juntamente
con ella, ciertamente, la Iglesia entera, la tendrán como muy querida!
13. ¡Si continuáis siendo lo que habéis sido, no os disminuirá la estima y la confianza
nuestra y del Pueblo de Dios!
14. ¡Y contaréis también con las del Pueblo de Dios! ¿Qué arcano principio llevó a
vuestra Compañía a difundirse tan amplia y prósperamente, sino vuestra peculiar
formación espiritual y vuestra estructura canónica? Pues si esta formación y esta
estructura se mantienen a la altura de sí mismas, siempre con nuevo florecimiento en
virtudes y en obras, no se verá defraudada la esperanza de vuestro aumento progresivo y
de vuestra perenne eficiencia en la evangelización y en la edificación de la sociedad
moderna. ¿No es por ventura, vuestra peculiar ejemplaridad evangélica y religiosa,
histórica y organizadora, vuestra mejor apología y la nota más persuasiva que acredita
vuestro apostolado?
¿Y no es acaso sobre esta consistencia espiritual, moral y eclesial donde se funda
nuestra confianza en vuestra obra, más aún, en vuestra colaboración?
15. Permitid que, al término de este encuentro, os digamos que Nos esperamos
mucho de vosotros. La Iglesia tiene necesidad de vuestra ayuda. Y está contenta y
orgullosa de recibirla de hijos sinceros y devotos, como sois vosotros. La Iglesia acepta
el ofrecimiento de vuestra obra, más aún, de vuestra vida; y a fuer de soldados de Cristo
hoy más que nunca os llama y compromete a las arduas y santas batallas de su nombre.
16. ¿No veis cuán necesitada está hoy la fe de que se la defienda? ¿Y cuánto

170
necesidad hay de abierta adhesión y de puntual enunciación, de predicación asidua, de
exposiciones sabias, de generoso y amoroso testimonio? En vosotros ciframos nuestra
confianza como en testigos esforzados de la única y verdadera fe.
17. Y ¿no reparáis en los felices acercamientos, en las delicadas discusiones y en las
pacientes explicaciones, en las caritativas aperturas que el ecumenismo de hoy ofrece al
servidor y al apóstol de la Iglesia Católica? ¿Quién mejor que vosotros habrá de dedicar
estudios y fatigas, para que los hermanos aún separados de nosotros nos comprendan,
nos escuchen y con nosotros compartan la gloria, el gozo y el servicio del misterio de la
unidad en Cristo Nuestro Señor?
18. ¿Y no habrá entre vosotros quizás, hábiles, prudentes y firmes especialistas para
infundir los principios cristianos en el mundo moderno, tal cual los ha trazado la ya
célebre constitución pastoral Gaudium et Spes? Y el culto que promovéis para con el
Sagrado Corazón, ¿no será todavía para vosotros un instrumento eficacísimo para
contribuir a la renovación espiritual y moral de este mundo que el Concilio Ecuménico
Vaticano II exige, y para cumplir fructuosamente la misión que se os ha encargado de
contrarrestar el ateísmo?
19. ¿No os dedicaréis con nuevo ardor a la educación de la juventud en las escuelas
secundarias y en las universidades –tanto eclesiásticas como civiles–, título este que
siempre ha sido para vosotros de suma gloria y fuente de abundantes méritos?
Tened presente cuántas almas juveniles se os han encomendado y que un día podrán
prestar a la Iglesia y a la Sociedad preciosos servicios si reciben una formación
cumplida.
20. ¡Y las Misiones! Las misiones donde ya trabajan tan maravillosamente tan
numerosos hermanos vuestros, ofreciendo sus sudores y sufrimientos y hacen que
resplandezca como el sol de salvación el nombre de Cristo, ¿no os las ha confiado acaso
esta Santa Sede como un día a Francisco Javier, con la seguridad de tener en vosotros los
mensajeros de la fe, más seguros, más audaces, más llenos de aquella caridad que
vuestra vida interior hace inagotable, alentadora e inefable?
21. ¿Y el mundo? Este mundo de doble cara que el Evangelio nos descubre, la cara
de la coalición de todas las exposiciones a la luz y a la gracia, y la cara de la inmensa
familia humana para quien el Padre ha mandado a su Hijo y por la que este Hijo se ha
inmolado a sí mismo; este mundo de hoy, tan poderoso y tan débil, tan hostil y tan
abierto; ¿este mismo mundo no constituye tanto para vosotros como para Nos un
llamamiento que implora y que entusiasma? ¿Y no está hoy aquí, bajo la mirada de
Cristo, nuestro mundo estremecido y apremiante que os dice: venid, venid; os está
esperando la carencia y el hambre de Cristo; venid, ya es hora?
22. Sí, hijos amadísimos, ha llegado la hora: marchad con ánimo confiado y ardiente:
Cristo os escoge, la Iglesia os envía, el papa os bendice.

171
4. Carta autógrafa al P. Pedro Arrupe (27 julio 1968)
Texto original italiano en AR 15 (1967-1972), 213-216, traducción del autor.

Al querido hijo
Pedro Arrupe
Prepósito general de la Compañía de Jesús

Con filial deferencia usted ha querido hacer llegar a nuestras manos el volumen que
recoge los decretos de la Congregación General 31 de la Compañía de Jesús, celebrada
en Roma en dos períodos en los años 1965 y 1966, y ha unido a este obsequio el texto de
algunos actos de su gobierno, posteriores a la Congregación General, pero con estrecha
referencia a ella.
No necesitamos asegurarle que hemos acogido esa documentación con viva
satisfacción.
De hecho, como bien se recordará, habíamos demostrado nuestro paterno interés por
el desarrollo de esa importante reunión, acogiendo en audiencia a sus componentes al
comienzo de los trabajos e invitando, a la clausura de los mismos, a usted y a algunos de
sus religiosos a participar en una concelebración presidida por Nos en la Capilla Sixtina.
Una y otra circunstancia nos depararon la ocasión de manifestar públicamente, en dos
discursos, nuestros sentimientos de afecto y confianza hacia los hijos de san Ignacio.
Posteriormente dimos nuestra confirmación y aprobación a algunos decretos de la
Congregación General relativos a la pobreza religiosa y a la gratuidad de los ministerios.
Ahora, considerando el conjunto de la amplia obra legislativa realizada, no se puede
menos de reconocer el enorme [en el original italiano, «poderoso»] trabajo llevado a
cabo en todos los campos examinados y el laudable esfuerzo de renovación realizado en
el espíritu del Concilio Vaticano II. Nuestra atención se ha detenido con especial
complacencia en los decretos relativos a la vida religiosa: oración, vida común y práctica
de los votos, y hemos podido apreciar el cuidado con que se ha buscado dar una nueva
formulación, a fin de lograr una más ágil aplicación y una mayor eficacia espiritual y
apostólica, a los principios directivos que constituyen la preciosa herencia dejada por san
Ignacio a sus hijos.
La evolución rapidísima del mundo moderno, con sus inevitables repercusiones en la
mentalidad de las nuevas generaciones, impone, en el momento presente, también en el
campo religioso, un enorme esfuerzo de reflexión y adaptación, al cual la Compañía de
Jesús no podía evidentemente permanecer extraña. Constituyó el honor y la grandeza del
Concilio percibir la oportunidad de tal aggiornamento para el conjunto de la Iglesia; así
ha sido sabia la obra de vuestros padres, en lo que se refiere al Instituto de los jesuitas.
Que tal orientación parezca nueva a alguno de los vuestros, algo desconcertante,

172
incluso peligroso, no debe extrañar; a otros, por el contrario, podrá parecer un intento
demasiado tímido y casi ya insuficiente y superado. En un grupo tan numeroso como
vuestra Compañía, que reúne hombres pertenecientes a varias generaciones y
provenientes de los más diversos orígenes y culturas, la diversidad de las reacciones es
normal y de suyo también señal de su vitalidad. Una cosa, con todo, debe quedar fuera
de toda discusión: los decretos de una Congregación General –aun aquéllos que no
fueran convalidados por la aprobación pontificia– son siempre las decisiones legítimas
de la suprema autoridad legislativa de la orden y como tales exigirán adhesión sincera de
la mente y del corazón de parte de todos, y también una generosa y uniforme
observancia en toda la Compañía. No queremos dudar de que así será.
La unidad de propósitos y de acción es realmente de suma importancia en cualquier
organismo eclesiástico, pero en vuestra orden lo es más, dado su especialísimo carácter.
La unidad es para vosotros un bien precioso entre todos; es la condición absolutamente
necesaria para que la Compañía pueda seguir siendo, en el seno de la Iglesia, y en las
manos del papa el instrumento ideal de apostolado que ha querido y sabido ser hasta
ahora, y con el que él tiene necesidad de contar sin reserva más que nunca.
En cuanto a los actos de gobierno realizados por usted después de la Congregación
General y en relación con ella, nos han parecido –según los documentos presentados–
inspirados en la prudencia y en la caridad, especialmente en la necesidad de deber
oponerse a ciertas concepciones extrañas a las tradiciones sanas y auténticas de la
Compañía y de la experiencia multisecular de la Iglesia.
Dos criterios prácticos parecen disputarse hoy la orientación de los jesuitas (como,
por lo demás, sucede también en otras familias religiosas): uno, tan sentido y operante en
nuestros días, es el de aproximarse lo más posible al hombre en su actual, múltiple y
cambiante fenomenología, con el fin de participar al máximo de su manera de pensar y
de vivir, como recordando el ejemplo de san Pablo: «me hago todo a todos, para poder
ganar a algunos» (1 Cor 9,22). Este es un criterio bien intencionado, ciertamente, y es
señal de un celo apostólico ardiente, cuando impulsa a vivir para los otros; no siempre es
criterio sabio cuando impulsa a vivir como los otros; es un criterio, por tanto, que debe
atemperarse con el otro criterio del Apóstol, que reafirma juntamente su inmutada
sujeción a la ley de Cristo (Cfr. Ibid. 21); de modo que la laudable aspiración a
comprender mejor a los demás y compartir la realidad concreta de la vida del mundo
presente a evangelizar no debe transformarse, o deformarse, en un conformismo con las
ideas y usos corrientes, siempre variantes y fugaces, ni con un relativismo que se aparta
de la verdad inmutable de los dogmas católicos, o de la coherencia con las tradiciones
probadas y siempre fecundas. Será, por tanto, sabiduría del jesuita de hoy, como del de
ayer, atenerse siempre entre esa orientación alternativa de su estilo religioso y apostólico
a la línea de pensamiento y acción que el superior le traza, haciendo así de él un soldado
que con igual prontitud combate y obedece, y que se pliega a la razonable
condescendencia hacia el mundo que debe ser conducido a la salvación, manteniéndose
libre y franco frente a él, cuando lo exigen sus compromisos con la fe católica y los
deberes de su profesión religiosa. No sería jesuita auténtico aquel que, por hipótesis,

173
negara al prepósito general la facultad de señalar tal línea de conducta, como la que el
buen capitán no debe dejar de indicar con firmeza caritativa, como la línea preferible y
obligatoria.
Los jóvenes que quieren hoy enrolarse en la milicia de san Ignacio deben comprender
bien que las profundas exigencias de la santidad, del servicio de Dios y del prójimo,
permanecen sustancialmente inmutadas en los siglos, como el mismo Evangelio. Las
grandes realidades de la vida religiosa pueden ciertamente ser renovadas en algunas de
sus manifestaciones exteriores, pero no ser cambiadas en su substancia, y mañana como
hoy se llamarán: espíritu de fe y de oración, amor profundo a Cristo y a su vicario, celo
apostólico, espíritu de pobreza evangélica desapego de los bienes de la tierra, castidad
generosa y vigilante, obediencia total e inteligente en unión con los superiores,
representantes de Dios, En esta última especialmente –la obediencia– debe ser
reconocida siempre y por todos la nota distintiva de la Compañía de Jesús, su más bello
título de gloria y el principio de su vitalidad.
Por otra parte, aquéllos que se resistieran a aceptar los necesarios y estudiados
cambios operados deben reflexionar que todos somos invitados por el Concilio a un
esfuerzo de renovación interior, aunque esto pueda costar algún sacrificio. A la
actualización de las instituciones y de las estructuras debe acompañar la de los ánimos,
que es mucho más importante.
A este respecto hemos apreciado el sincero esfuerzo realizado durante y después de
la Congregación General, por parte de los superiores de la Compañía, para entablar un
sabio y provechoso diálogo con sus hermanos, en el espíritu del Evangelio y de acuerdo
con las directivas del Concilio.
Esperamos por tanto que los egregios trabajos de la Congregación General 31, de los
que da cuenta y elocuente testimonio el volumen que se Nos ha ofrecido, produzcan los
frutos esperados para el bien espiritual de todos y cada uno de vosotros. Y en la
proximidad de la fiesta litúrgica de san Ignacio, recomendamos de corazón a la poderosa
protección de vuestro admirable fundador a la Compañía por él fundada, concediendo
con paternal afecto a cada uno de sus miembros, y de un modo del todo particular a su
benemérito y celoso prepósito general, nuestra Bendición Apostólica.
Del Vaticano, 27 de julio de 1968.

PAULUS PP. VI

174
5. Felicitación pascual de Pablo VI al padre Arrupe (1969)
AR 15 (1969-1972), 402

175
6. Carta autógrafa al P. Pedro Arrupe (15 septiembre 1973)
Texto original latino con versiones en español, inglés y francés, en AR 16 (1973-1976),
109 ss.

Al querido hijo
Pedro Arrupe
Prepósito general de la Compañía de Jesús

En la Solemnidad de Pascua del año pasado ya nos informaste diligentemente que


pretendías que se reuniera la Congregación General de esa Compañía dentro del año
1974, que tendría que encontrar los modos más idóneos de cumplir su misión en la
Iglesia y en el mundo de este tiempo.
A este anuncio respondió nuestro venerable hermano el cardenal Secretario de Estado
con los mejores votos. Ahora, que ya has convocado públicamente dicha reunión y
pronto se celebrarán las Congregaciones Provinciales para elegir a los delegados y
elaborar las propuestas que se presentarán a la Congregación General, Nos mismo, por el
amor que profesamos a la Compañía de Jesús, queremos dirigirnos a ti y a tus
compañeros por esta carta para levantar y encender vuestros ánimos y expresaros todos
nuestros mejores deseos del buen desarrollo de dicha Congregación.
No se nos oculta la importancia de esta asamblea en un tiempo que parece ser casi
una hora crucial [decretoria] para la misma Compañía de Jesús, para su propio porvenir,
su papel en la Iglesia y también para las demás familias religiosas.
Este encuentro, testimonia –lo afirmamos con gusto– que la Compañía de Jesús se
esfuerza por que, de modo conforme al fin del Instituto, su vida y su apostolado se
acomode a las exigencias actuales del mundo, que cambia de modo continuo y rápido.
Esta vuestra voluntad responde a las normas del Concilio Vaticano Segundo, a cuya
cuidadosa y diligente aplicación hemos dedicado nuestras fuerzas. Pues, en realidad, la
misma Congregación concuerda con el parecer de los padres del Concilio: La eficaz
renovación y la recta acomodación no se pueden lograr sin la colaboración de todos los
miembros del instituto (Perfectae caritatis, 4). Pero el mismo Sínodo universal no quiso
que este misma renovación que pidió, de acuerdo con las necesidades de estos tiempos,
se realizara por medio de peligrosos experimentos, opuestos al humus propio de cada
familia religiosa y menos a los bienes primarios de la vida consagrada a Dios, sino que
miró a que los elementos a ella comunes se confirmasen y se incrementasen; estos son el
seguimiento y la imitación de Cristo «propuestos en el Evangelio» (Ibid., 2), la renuncia
al mundo, de modo que el religioso viva solo para Dios y para la edificación de la
Iglesia; el ejercicio de todas las virtudes humanas y cristianas que se logra por la
animosa y constante observancia de los votos (Cfr. ibid., 5) que lleve a la cumbre de la
vida espiritual, donde se une la sublimidad de la contemplación con la magnanimidad de

176
la acción. Todo esto se explica más ampliamente en la Exhortación Apostólica
Evangelica testificatio, que publicamos después como invitación a todas las familias
religiosas a que brille su luz ante los hombres y así vean sus obras buenas y glorifiquen
al Padre que está en los cielos (Cfr. Mt 5,16).
La Compañía de Jesús, llamada singularmente al seguimiento de Cristo, debe sentirse
especialmente impulsada a contrastar continuamente su forma de vida con el Evangelio,
a lo que la exhortan las palabras y ejemplos de san Ignacio. Esto se hace de modo que la
renovación iniciada por voluntad del Concilio se lleve a efecto de modo que se atienda a
las necesidades de los nuevos tiempos. Lo que se debe hacer según el espíritu mismo de
la Compañía en fidelidad a su tradición, que se apoya en Cristo, en la Iglesia, en san
Ignacio.
Por tanto, la preparación de la Congregación General convocada no debe ser solo una
cierta disposición exterior de las cosas, sino que para que dirija rectamente los ánimos de
todos los miembros de la Compañía de Jesús y los vincule plenamente, es necesario que
estos, con profunda perspicacia, con conocimiento de la verdad de las cosas, conscientes
de la gravedad de su deber, sean llamados a aquellos principios de la vida espiritual y
apostólica, que a lo largo de los siglos constituyeren la cohesión de la misma Compañía
e hicieron de ella un utilísimo instrumento de la acción pastoral, misional, educativa,
para el cultivo preciadísimo del ingenio, lo que ella ha realizado por medio de una
multitud de varones excelentes por su santidad de vida y amor de las almas.
La Compañía de Jesús, invitada como está de modo particular a recorrer el camino
del seguimiento de Cristo, ha de sentirse impulsada de modo peculiar a renovar su vida,
compulsándola constantemente con el Evangelio, a lo cual exhortan las palabras y los
ejemplos de san Ignacio. Se trata de llevar a cabo la renovación comenzada por voluntad
del Concilio, teniendo en cuenta los nuevos tiempos. Pero esto ha de hacerse según el
mismo espíritu de la Compañía de Jesús, es decir, siendo fieles a su propia tradición
fundamentada en Cristo, en la Iglesia, en san Ignacio. Los antiguos fundamentos de la
formación religiosa, también hoy, aun en circunstancias diversas, deben absolutamente
seguir vigorizando a la Compañía. Tales son: un asiduo espíritu de oración que brote de
la genuina fuente de la espiritualidad cristiana (cfr. Perfectae caritatis, 6); la austeridad
de vida, por la cual no se admita fácilmente una mentalidad desacralizada, propensa a
tantas formas modernas de pragmatismo; la fuerza sobrenatural que impulsa al celo
apostólico y sin la cual toda acción, aunque aparentemente insigne, no puede producir
frutos duraderos de verdadera transformación de la conciencia humana; la total
observancia de los votos, especialmente el de obediencia, que es algo peculiar de la
Compañía y condición de aquella disciplina religiosa que ha sido siempre su fuerza; por
lo cual se han de evitar nuevos métodos para deliberar y dar normas de acción, con lo
que no solo se vaciaría la noción misma de obediencia sino que se cambiaría la misma
índole de la Compañía; finalmente conviene recordar la utilidad ascética y la
oportunidad que tiene la vida común para la formación. A estos principios de tanta
importancia queremos añadir muy especialmente otro, a saber, la fidelidad hacia la Sede
Apostólica ya sea en el campo de los estudios y de la formación de los jóvenes escolares

177
que son la esperanza de vuestra orden, como de los alumnos de tantos colegios y
universidades confiadas a vuestra Compañía; ya sea el de las publicaciones, tan
apreciadas y difundidas; ya en el ministerio apostólico.
No ignoramos, sin embargo, que en algunas partes de la Compañía de Jesús –
fenómeno igual que se observa en más amplias proporciones en la vida de la Iglesia– han
aparecido estos años ciertas tendencias de tipo intelectual y disciplinar que, si se
secundaran, traerían consigo gravísimos y quizás incurables cambios en vuestra misma
esencial estructura. Como ya conoces, querido hijo, Nos, en más de una ocasión, aun por
medio de nuestros más cercanos colaboradores, te hemos manifestado nuestra
preocupación por esto y al mismo tiempo nuestra esperanza de que la renovación que
llegara a hacerse se realizara por camino seguro y conveniente. Por ello, aprovechando la
ocasión de la convocación de la Congregación General, te manifestamos de nuevo
nuestro deseo, más aún, nuestra voluntad de que la Compañía acomode su vida y su
apostolado a las situaciones y necesidades de este tiempo de modo que quede claramente
confirmada su índole de orden religiosa, apostólica, sacerdotal, unida por un vínculo
especial de amor y de servicio al romano pontífice, como se establece en la Fórmula del
Instituto o regla fundamental de la misma Compañía, aprobada por nuestros
predecesores, y varias veces ratificada. En esta acomodación de que se trata, la misma
experiencia os enseñará; ella mostrará que algunos modos prácticos de vivir y actuar se
han hecho superfluos y caducos, y también os descubrirá nuevas necesidades y
posibilidades de acción según el sensus Christi y la índole del apostolado.
Esperamos también que, ya en la preparación de la Congregación General y después
en su misma celebración, todos los religiosos busquen el bien de la Compañía unidos en
aquella caridad que pidió vuestro legislador y padre, cuya voz se puede escuchar todavía
de algún modo en las Constituciones: «La cual unión de unos y otros debe muy
diligentemente procurarse, y no permitirse lo contrario, para que con el vínculo de la
fraterna caridad unidos entre sí, mejor puedan y más eficazmente emplearse en el
servicio de Dios y ayuda de los prójimos».
Sean, pues, estos nuestros deseos, y para que sean escuchados, invocamos la
intercesión de la Virgen Madre de Dios, Reina y Madre de la Compañía de Jesús: ella
haga prosperar estos consejos, robustezca las voluntades, encienda los ánimos, incite a
todos los religiosos a imitar cada día más diligentemente al Divino Salvador y se
dediquen firme y esforzadamente a establecer y propagar su reino.
Lo que hemos escrito os manifiesta, a ti y tus compañeros, lo que de vosotros
esperamos, Nos que conocemos bien la importancia de la Compañía de Jesús, las
obligaciones que le incumben, la confianza que en ella se tiene; todo cual hay que
ponderarlo ya sea en relación con la misma Compañía como a la Iglesia.
Deseamos que comuniques este nuestro mensaje a tus colaboradores y a todos los
miembros de la Compañía de Jesús (Const. [273]) para que todos y cada uno vean en él
el testimonio de nuestra benevolencia y de la solicitud que sentimos por la suerte futura
de la misma Compañía. Pues, como estamos persuadidos, los hijos de san Ignacio cuanto
más fielmente observen el carisma ignaciano, cual se expresa en los documentos

178
primarios del Instituto, tanto más eficazmente insistirán en el nobilísimo trabajo de la
evangelización del mundo de nuestro tiempo, según la vocación que Dios les ha dado,
emulando también los ejemplos de tantos compañeros que, para decirlo con las palabras
del mismo san Ignacio, «más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su rey
eterno y señor universal» (Ej. [97]).
Dicho todo esto que late en nuestro ánimo, impartimos con mucho gusto la Bendición
Apostólica, prenda del auxilio del cielo, a ti y a toda la Compañía de Jesús.
Del Vaticano, 15 de septiembre de 1973, undécimo año de nuestro pontificado.

PAULUS PP. VI

179
7. Discurso en la apertura de la Congregación General 32 (3 dic. 1974)
Texto original latino en AAS 66 (1974), 711-727.
Traducción española, realizada en el Vaticano,
en Congregación General XXXII, op. cit. 239-259

Venerados y amadísimos PP. de la Compañía de Jesús:

Al recibiros hoy, se renueva en Nos el gozo y la palpitación del día 7 de mayo de 1965,
cuando daba comienzo la 31.ª Congregación General de vuestra Compañía, y del 15 de
noviembre del año siguiente, cuando se concluía: gozo grande por la efusión de paterna
y sincera caridad, que no puede menos de suscitar todo encuentro del papa y los hijos de
san Ignacio, sobre todo porque vemos los testimonios de apostolado y fidelidad que nos
dais, de lo que nos alegramos; pero palpitación también por los motivos de que os
hablaremos más adelante. Por esto damos gran importancia a este encuentro: bien sea
por la ocasión tradicional que le da origen, la inauguración de los trabajos de la 32.ª
Congregación General; bien sea por su significado histórico, que va mucho más allá del
aspecto contingente. En efecto, es toda la Compañía la que, en su caminar por el tiempo,
después de más de cuatro siglos de marcha, se encuentra en Roma ante el papa, y piensa
posiblemente en la visión profética de La Storta: «Ego vobis Romae propitius ero» (P.
Tacchi-Venturi, SJ, Storia della Compagnia di Gesu in Italia narrata con sussidio di
fonti inedite, vol. II, parte I, Roma 19502, p. 4, n. 2; P. Ribadeneira Vita lgnatii, c. IX;
Acta Sanctorum julii, t. VII, Antverpiae 1731, p. 683).
En vosotros y en Nos existe la sensación de vivir un momento decisivo que concentra
en los ánimos los recuerdos, los sentimientos, los presagios de vuestro destino en la vida
de la Iglesia. Viéndoos aquí, en representación de todas vuestras provincias del mundo,
nuestra mirada abraza a la totalidad de los jesuitas, alrededor de 30 000 hombres, que
trabajan por el Reino de Dios y ofrecen una contribución de inmenso valor a las obras
apostólicas y misioneras de la Iglesia; hombres que se dedican a las almas con frecuencia
en la penumbra y en el secreto de una entera existencia. Cada uno de vuestros hermanos
abriga con el corazón puesto en esta Congregación, grandes deseos, muchos de los
cuales han quedado expresados en los «postulata» y que, por tanto, requieren de
vosotros, delegados, una atenta comprensión y un gran respeto. Pero más que la cantidad
creemos que debe contar la calidad de tales deseos, expresos o tácitos, que abarcan
ciertamente la conformación a la vocación y al carisma propio de los jesuitas,
transmitido por una ininterrumpida tradición; la conformación a la voluntad de Dios,
buscada con humildad en la oración, y la conformación a la voluntad de la Iglesia,
siguiendo la línea del gran movimiento espiritual que ha animado y anima todavía la
Compañía, como la seguirá animando en el futuro.
Comprendemos la peculiaridad del momento, que exige además por parte vuestra no

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la acostumbrada y ordinaria administración, sino un examen profundo y sintético, libre y
global, sobre el estado de vuestra madurez actual con respecto al problema y a la
situación de la Compañía. Es un acto que hay que llevar a cabo con extrema lucidez y
con espíritu sobrenatural –confrontar vuestra identidad con todo lo que está pasando en
el mundo y dentro de la misma Compañía–, manteniéndoos únicamente en escucha de la
voz del Espíritu Santo, bajo la guía y la iluminación del Magisterio y por lo mismo con
una disposición de humildad, de valentía, de ánimo resuelto para decidir sobre las
oportunas orientaciones para que no se prolongue un estado de vacilación que sería
peligroso. Todo esto con gran confianza. Nos os confirmamos la nuestra: os amamos
sinceramente y os consideramos capaces de llevar a cabo la renovación y reorganización
que todos esperamos.
He aquí el significado de este encuentro de reflexión. Ya os dimos a conocer al
respecto nuestro pensamiento con las cartas enviadas por el cardenal Secretario de
Estado en nombre nuestro el 26 de marzo de 1970 y el 15 de febrero de 1973; y con la
carta del 15 de septiembre de 1973, «In Paschae sollemnitate» dirigida por Nos al
prepósito general y, por medio de él, a todos los miembros de la Compañía.
Siguiendo en la línea de pensamiento de aquel documento, que Nos esperamos que
haya sido meditado y profundizado, como eran nuestros deseos, os hablamos hoy con un
afecto y una urgencia particulares en nombre de Cristo, y, como os gusta considerarnos,
en cuanto superior supremo de la misma Compañía, teniendo en cuenta el vínculo
especial que une la Compañía desde su fundación al romano pontífice. Los papas han
puesto siempre una esperanza particular en la Compañía de Jesús.
Y Nos, que en ocasión de la precedente Congregación os confiamos el particular
encargo de hacer frente al ateísmo, como expresión moderna de vuestro voto de
obediencia al papa (AAS 57 [1965], 514; 58 [1966], 1177), nos dirigimos hoy a vosotros,
al comienzo de estos trabajos hacia los cuales vuelve su mirada toda la Iglesia,
precisamente para confortar y alentar vuestras reflexiones; os consideramos en la
totalidad de vuestra gran familia religiosa que se detiene un momento para consultarse
sobre el camino a seguir.
Nos parece que, escuchando en estos momentos de palpitante vigilia y de intensa
atención «quid Spiritus dicat» a vosotros y a Nos (cf. Ap 2,7, etcétera) surgen en nuestro
ánimo tres preguntas a las que nos creemos obligados a responder: ¿de dónde venís?,
¿quién sois vosotros?, ¿a dónde vais?
Nos, estamos aquí como Piedra miliar, para medir, aunque solo sea con una simple
mirada, el camino recorrido por vosotros hasta ahora.
l. ¿De dónde venís, pues? El pensamiento se dirige a aquel complejo siglo XVI en el
que se echaban los fundamentos de la civilización y de la cultura moderna, y la Iglesia
amenazada por la escisión daba comienzo a una nueva época de renovación religiosa y
social, fundada sobre la oración y el amor a Dios y a los hermanos, es decir, sobre la
búsqueda de la más genuina santidad. Era un momento fascinado por una nueva
concepción del hombre y del mundo que en ocasiones –por más que no haya sido este el
humanismo más genuino– estaba a punto de relegar a Dios fuera de los horizontes de la

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vida y de la historia; era un mundo que adquiriría dimensiones nuevas con los recientes
descubrimientos geográficos y consiguientemente en muchos aspectos –trastornos,
reflexiones, análisis, reconstrucciones, ímpetus, aspiraciones, etcétera– no muy diverso
del nuestro.
En este marco tempestuoso y magnífico se coloca la figura de san Ignacio. Sí, ¿de
dónde venís? Nos parece oír una sola voz, tamquam vox aquarum multarum (Ap 1,15)
que sale del fondo de los siglos, de todos vuestros hermanos: venimos de Ignacio de
Loyola, nuestro fundador; venimos de aquel que ha marcado una huella imborrable no
solo en la orden, sino también en la historia de la espiritualidad y del apostolado de toda
la Iglesia.
Con él venimos de Manresa, de la mística gruta que vio las sucesivas escaladas de su
alma grande, desde la paz serena de quienes comienzan las purificaciones de la noche del
espíritu, hasta las grandes gracias místicas de las visiones trinitarias, (cfr. Hugo Rahner,
lgnatius von Loyola u. das geschichtliche Werden seiner Frommigkeit, Graz 1947, c. II).
Comenzaron entonces los primeros trazos de la obra que ha formado durante siglos las
almas orientándolas hacia Dios, los Ejercicios espirituales, que, entre otras cosas,
enseñan a usar «con gran ánimo y liberalidad hacia el Creador y Señor, ofreciéndole
todo el propio querer y libertad, a fin de que su divina Majestad, tanto en la persona
como de todo aquello que le pertenece, se sirva conforme a su santísima voluntad»
(Annotaciones, 5; Monumenta lgnatiana, series secunda, Exercitia Spiritualia S. Ignatii
de Loyola et eorum Directoria, nova editio, t. 1, Exerc. Spir.: MHSI, vol. 100, Roma
1969, p. 146).
Con san Ignacio –nos respondéis todavía– venimos de Montmartre, donde nuestro
fundador, el 15 de agosto de 1534, después de la misa celebrada por Pedro Fabro,
pronunció con él, con Francisco Javier, cuya fiesta celebramos hoy, con Salmerón,
Laínez, Rodríguez y Bobadilla, los votos que debían ser como la joya primaveral de la
que brotaría en Roma la Compañía (P. Tacchi-Venturi, op. cit., vol II, part. I, pp. 63ss.).
Y con san Ignacio –continuáis vosotros– seguimos en Roma, de donde hemos salido
con él corroborados con la bendición del sucesor de Pedro, cuando Pablo III, después de
la apasionada apología del cardenal Gaspare Contarini en septiembre de 1539, dio la
primera aprobación de palabra, preludio de la Bula Regimini militantis Ecclesiae, del 27
de septiembre de 1540, que sancionó con la suprema autoridad de la Iglesia la existencia
de la nueva sociedad de sacerdotes. Su originalidad estaba, según nos parece, en haber
intuido que los tiempos reclamaban personas completamente disponibles, capaces de
separarse de todo y de seguir cualquier clase de misión que fuese indicada por el papa, y
reclamada también a su juicio por el bien de la Iglesia, colocando siempre en primer
plano la gloria de Dios: ad maiorem Dei gloriam. Pero san Ignacio miraba también más
allá de aquellos tiempos, como escribía al final de los Quinque Capitula. «Esto es cuanto
pudimos explicar acerca del tipo de nuestra profesión; lo que hacemos para informar
sumariamente a los que nos preguntan sobre la vida de nuestro Instituto y a cuantos con
la ayuda de Dios seguirán en el futuro nuestra forma de vivir» (cfr. P. Tacchi-Venturi,
op. cit. vol. I, part. II, Roma 19312, p. 189). Así se os ha querido, así habéis nacido: estos

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hechos dan –se puede decir– la definición de la Compañía tal como se puede colegir
desde los orígenes e indican las líneas constitucionales de la misma y le imprimen el
dinamismo, que como un resorte continúa alentándola a través de los siglos.
2. Sabemos, pues, quién sois. Como hemos sintetizado en nuestra carta «In Paschae
sollemnitate», sois miembros de una orden religiosa, apostólica, sacerdotal, unida con el
romano pontífice por un vínculo especial de amor y de servicio según el modo descrito
en la Formula Instituti.
Sois religiosos, por consiguiente, hombres de oración, de imitación evangélica de
Cristo, y dotados de espíritu sobrenatural garantizado y protegido por los votos
religiosos de pobreza, castidad y obediencia, los cuales no son un obstáculo a la libertad
de la persona, como si fuesen un vestigio de épocas sociológicamente superadas, sino
que, por el contrario, son clara voluntad de liberación en el espíritu del sermón de la
Montaña; mediante estos compromisos el que ha sido llamado –como ha subrayado el
Vaticano II– «para poder extraer de la gracia bautismal fruto más copioso, pretende
liberarse de los impedimentos que podrían apartarlo del fervor de la caridad y de la
perfección del culto divino y se consagra más íntimamente al servicio de Dios» (Lumen
gentium, 44; cfr. Perfectae caritatis, 12-14). Como religiosos sois hombres entregados a
la austeridad de vida, para imitar al Hijo de Dios, el cual se despojó a sí mismo
asumiendo la condición de siervo (Flp 2,7), y «de rico que era se ha hecho pobre por
vosotros para que os hicierais ricos por medio de su pobreza» (2 Cor 8,9); como
religiosos debéis, por tanto, evitar –como escribíamos en la mencionada carta– «los
fáciles compromisos con la mentalidad desacralizada y facilona de tantas formas actuales
de la vida moral», y además reconocer y vivir valiente y ejemplarmente «el valor
ascético y formativo de la vida común», manteniéndolo intacto frente a las tentaciones
del individualismo y de la autónoma singularidad.
Sois apóstoles también: es decir, misioneros, enviados en todas direcciones siguiendo
la fisonomía más auténtica y genuina de la Compañía: hombres que Cristo mismo envía
por todo el mundo para difundir su santa doctrina entre los hombres de todo estado y
condición (cfr. Ej. [145], MHSI, vol. 100, Roma 1969, p. 246). Es esta una característica
fundamental e insustituible del verdadero jesuita, que encuentra precisamente en los
Ejercicios, así como en las Constituciones, los estímulos continuos para practicar las
virtudes que le son propias, indicadas por san Ignacio, de una manera más fuerte, en una
tensión mayor, en una búsqueda continua de lo mejor, del «magis», del más (cfr. los
criterios de las Constituciones). Y la misma diversidad de ministerios a los que la
Compañía se dedica, saca de tales fuentes la más profunda razón de ser de esta vida
apostólica, que debe ser vivida «pleno sensu».
Vosotros sois sacerdotes: este es también un carácter esencial de la Compañía, sin
olvidar por ello la antigua y legítima tradición de los beneméritos hermanos, los cuales,
aun sin estar revestidos del orden sagrado, han tenido siempre un papel honroso y
eficiente en la Compañía. La «sacerdotalidad» ha sido formalmente requerida por el
fundador para todos los religiosos profesos; y con razón, porque el sacerdocio es
necesario para la orden instituida por él con la finalidad principal de la santificación de

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los hombres mediante la Palabra y los sacramentos. Efectivamente, el carácter sacerdotal
es necesario para vuestra dedicación a la vida apostólica, lo repetimos, «pleno sensu»:
del carisma del orden sacerdotal, que configura a Cristo enviado por el Padre, nace
principalmente la apostolicidad de la misma misión a la cual, como jesuitas, estáis
llamados. Sois, pues, sacerdotes, entrenados en aquella familiaritas cum Deo, con la cual
san Ignacio quiso fundar la Compañía; sacerdotes que enseñan, provistos de la
«sermonis gratia» (cfr. Monumenta lgnatiana, lgnatii de Loyola Constitutiones
Societatis Iesu, tomus III, textus latinus, P. 1, c. 2, 9 (59-60); MHSI, vol. 65, Roma
1938, p. 49); que tienden a procurar que «la palabra del Señor se difunda y sea
glorificada» (2 Tes 3,1); sois sacerdotes que administran la gracia de Dios a través de los
sacramentos, sacerdotes que reciben potestad y tienen el deber de participar
orgánicamente en la obra apostólica de alimentar y de unir la comunidad cristiana,
especialmente con la celebración de la Eucaristía; sacerdotes por ello responsables, como
dijimos en un discurso nuestro de 1963, de la «relación antecedente y consecuente (del
sacerdocio) con la Eucaristía, en virtud de la cual el sacerdote es ministro engendrador
de tan alto sacramento y primer adorador y revelador sapiente, a la vez que distribuidor
infatigable» (A la XIII Semana Nacional de Actualización Pastoral, 6 de septiembre de
1963: AAS 55 [1963], 754).
Finalmente estáis unidos con el papa por un voto especial: porque esta unión con el
sucesor de Pedro, que es el núcleo principal de los miembros de la Compañía, ha
asegurado siempre, más aún, es el signo visible de vuestra comunicación con Cristo,
Cabeza primera y suprema de la Compañía, que es suya por antonomasia, de Jesús. Y es
la unión con el papa la que ha hecho a los miembros de la Compañía verdaderamente
libres, es decir, puestos bajo la dirección del Espíritu, capacitados para todas las
misiones, incluso las más arduas y lejanas, no sujetos a las condiciones angostas de
tiempo y lugar, provistos de un respiro verdaderamente católico, universal.
En la fusión de esta cuádruple nota vemos desplegarse toda la maravillosa riqueza y
capacidad de adaptación que ha caracterizado a la Compañía en los siglos, como
Compañía de «enviados» de la Iglesia: de aquí la investigación y la enseñanza
teológicas; de aquí el apostolado de la predicación, de la asistencia espiritual, de las
publicaciones y ediciones, de animación de grupos, de formación mediante la Palabra de
Dios y el sacramento de la reconciliación, siguiendo un preciso y genial empeño querido
por el santo; de aquí el apostolado social y la actividad intelectual y cultural que desde
las escuelas para la educación integral abarca todos los grados de la formación
universitaria y de la investigación científica; de aquí la «puerorum ac rudium in
christianismo institutio», que san Ignacio da a sus hijos ya desde la primera redacción de
sus «Quinque Capitula», como uno de sus fines principales (cfr. P. Tacchi-Venturi, op.
cit., vol I, parte II, p. 183); de aquí las misiones, testimonio concreto y conmovedor de la
«misión» de la Compañía; de aquí el cuidado de los pobres, los enfermos, los
marginados. Donde quiera que en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles y de
primera línea, en los cruces de las ideologías, en las trincheras sociales, ha habido o hay
confrontación entre las exigencias urgentes del hombre y el mensaje cristiano, allí han

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estado y están los jesuitas. Vuestra Sociedad se adhiere y se confunde con la Sociedad de
la Iglesia en las multíplices obras que sabéis animar, aun teniendo presente la necesidad
de que todas estén unificadas por un único punto de vista, el de la gloria de Dios y la
salvación de los hombres, sin dispersiones que impidan opciones prioritarias.
Y entonces, ¿por qué dudáis? Contáis con una espiritualidad de fuertes trazos, con
una identidad inequívoca; una confirmación secular que os viene de la bondad de
métodos que, pasados por el crisol de la historia siguen llevando la impronta de la fuerte
espiritualidad de san Ignacio. Por tanto, no habrá por qué poner, absolutamente, en duda
el que un profundo empeño en el camino recorrido hasta ahora, dentro del propio
carisma, ya no sea nuevamente fuente de fecundidad espiritual y apostólica. Es verdad,
está difundida hoy en la Iglesia la tentación característica de nuestro tiempo: la duda
sistemática, la crítica de la propia identidad, el deseo de cambiar, la independencia y el
individualismo. Las dificultades que vosotros halláis son las mismas que sienten los
cristianos en general, ante las profundas mutaciones culturales que afectan hasta el
mismo sentido de Dios; las vuestras son las dificultades de los apóstoles de hoy, que
sienten la preocupación de anunciar el Evangelio y la dificultad de traducirlo en lenguaje
contemporáneo; son las dificultades de otras órdenes religiosas. Comprendemos las
dudas y dificultades verdaderas, serias, que probáis algunos. Estáis en la vanguardia de
la renovación profunda que está afrontando la Iglesia, después del Vaticano II, en este
mundo secularizado. Vuestra Compañía es, decimos, el test de la vitalidad de la Iglesia
en los siglos; es quizá uno de los crisoles más significativos, en que se encuentran las
dificultades, tentaciones, esfuerzos, perennidad y éxitos de la Iglesia entera. Una crisis
de sufrimiento, quizá de crecimiento, como hemos dicho en diversas ocasiones: pero
Nos, como vicario de Cristo, que debe confirmar en la fe a sus hermanos (cfr., Lc 22,33),
y vosotros también, que tenéis la grave responsabilidad de representar conscientemente
las aspiraciones de vuestros hermanos en religión, debemos velar todos para que la
adaptación necesaria no se realice a expensas de la identidad fundamental, de lo que es
esencial en la figura del jesuita, tal cual se describe en la Formula Instituti, como la
proponen la historia y la espiritualidad propia de la orden y como parece reclamar
todavía hoy la interpretación auténtica de las necesidades mismas de los tiempos. Esta
imagen no debe ser alterada, no debe ser desfigurada.
No se deberá llamar necesidad apostólica a lo que no sería otra cosa que decadencia
espiritual, cuando san Ignacio avisa claramente a todo hermano enviado a misiones que
«respecto a sí mismo, procure no olvidarse de sí para atender a los demás, no queriendo
hacer un mínimo pecado por toda ganancia espiritual posible, ni siquiera poniéndose en
peligro» (Monumenta lgnatiana, series prima, Sancti lgnatii de Loyola Epistolae et
Instructiones, t. XII, fasc II, MSHI, annus 19, fasc. 217, enero 1912, Madrid, pp. 251-
252). Si vuestra Sociedad entra en crisis, si busca caminos aventurados que no son los
suyos, llegan a sufrir incluso todos aquellos que, en un mundo o en otro, deben tantísimo
a los jesuitas en orden a su formación cristiana. Ahora bien, vosotros lo sabéis tanto
como Nos, aparece hoy en medio de vuestras filas un fuerte estado de incertidumbre,
más aún, un cierto y fundamental replanteamiento de vuestra misma identidad.

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La figura del jesuita, tal como la hemos trazado a grandes rasgos, es sustancialmente
la de un animador espiritual, de un educador en la vida católica de sus contemporáneos
con la fisonomía propia, como hemos dicho, de sacerdote y apóstol. Pero Nos
preguntamos –y vosotros mismos os preguntáis– a guisa de concienzuda averiguación y
de serenante ratificación, en qué estado se encuentra ahora la vida de oración, la
contemplación, la simplicidad de vida, la pobreza, el uso de los medios sobrenaturales.
En qué estado se encuentra la adhesión y el testimonio leal acerca de los puntos
fundamentales de la fe y de la moral católica, tal como son propuestos por el Magisterio
eclesiástico, y la voluntad de colaborar con plena confianza en la obra del papa. Las
«nubes en el cielo», que veíamos en 1966, aunque «en gran parte disipadas» por la 31.ª
Congregación General (AAS 58 [1966], 1174), ¿no han continuado quizá,
desgraciadamente, poniendo alguna sombra sobre la Compañía? Algunos hechos
dolorosos que ponen en discusión la esencia misma de la pertenencia a la Compañía se
repiten con demasiada frecuencia y nos son señalados desde tantas partes, especialmente
por parte de los pastores de las diócesis, y ejercen un triste influjo en el clero, en los
otros religiosos y en el laicado católico. Estos hechos exigen de Nos y de vosotros una
palabra de pena: ciertamente no para insistir en ello, sino para buscar unidos los
remedios a fin de que la Compañía permanezca o vuelva a ser aquello que necesita,
aquello que debe ser para responder a la intención del fundador y a las esperanzas de la
Iglesia en el momento actual. Hace falta un estudio inteligente acerca de lo que es la
Compañía, una experiencia de las situaciones y de los hombres; pero hace falta también
–y no estará de más insistir en ello– un sentido espiritual, un juicio de fe acerca de lo que
debemos hacer, siguiendo el camino que se abre delante de nosotros, teniendo presente
la voluntad de Dios, el cual exige una disponibilidad incondicional.
3. ¿Dónde vais, pues? La pregunta no puede quedar sin respuesta. Os la estáis
poniendo desde hace tiempo, por lo demás, con lucidez, quizá incluso con riesgo. La
meta hacia la cual tendéis, y de la que esta Congregación General es el oportuno signo
de los tiempos, es y debe ser sin duda la prosecución de una sana, equilibrada, justa
actualización con fidelidad sustancial a la fisonomía específica de la Compañía, con
respeto al carisma de vuestro fundador. Tal ha sido el deseo del Concilio Vaticano II, en
el decreto Perfectae caritatis que ha auspiciado «el continuo retorno a las fuentes de toda
vida cristiana y al espíritu primitivo de los institutos, y la adaptación de los institutos
mismos a las cambiadas condiciones de los tiempos» (Ibíd. 2). Nos quisiéramos
inspiraros plena confianza y daros aliento para caminar al paso con las exigencias del
mundo espiritual de hoy, recordándoos, no obstante, como ya lo hicimos de modo
general en la Exhortación Apostólica Evangelica testificatio, que tal renovación
necesaria no sería eficaz si se apartase de la identidad propia de vuestra familia religiosa
(tan claramente descrita en vuestra Regla fundamental o Formula lnstituti): «para un ser
viviente, la adaptación a su ambiente no consiste en abandonar su verdadera identidad,
sino más bien en afirmar la vitalidad que le es propia. La profunda comprensión de las
tendencias actuales y de las aspiraciones del mundo moderno debe hacer borbotar
vuestras fuentes con renovado vigor y frescura. Tal empeño es exaltante, en proporción

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con las dificultades» (n. 51; AAS 63 [1971], 523).
Os animamos, por tanto, de todo corazón, a continuar la actualización querida tan
clara y autorizadamente por la Iglesia. Pero al mismo tiempo, no se nos oculta, como
tampoco a vosotros, todo su peso y responsabilidad. El mundo en que vivimos pone en
crisis nuestra mentalidad religiosa y a veces hasta nuestra misma fe: vivimos en una
perspectiva deslumbrante de humanismo profano, unida a una crítica racionalística y
arreligiosa con la que el hombre quiere llevar a término su perfección personal y social
únicamente con los propios esfuerzos, mientras que, por el contrario, para nosotros,
hombres de Dios, se trata de la divinización del hombre en Cristo, mediante la fe en el
Dios vivo, la imitación más perfecta de Cristo, la elección de la Cruz, de la lucha contra
el maligno y el pecado … ¿Recordáis el «sub crucis vexillo Deo militare et soli Domino
atque Romano Pontifice … servire»? (Bula Regimini militantis Ecclesiae, en P. Tacchi-
Venturi, op. cit., vol. I, parte II, Documenti, Roma 1931, pp. 182-183). El siglo de
Ignacio sufría una transformación humanística igualmente fuerte, aunque no tan
virulenta como la de los siglos sucesivos, que han visto en acción a los maestros de la
duda sistemática, de la negación radical, de la utopía idealista de un reino
exclusivamente temporal sobre la tierra, cerrado a toda posibilidad de verdadera
trascendencia. Pero ¿dónde está ya el razonador sutil de este mundo? ¿No ha demostrado
Dios que es necia la sabiduría de este mundo? Efectivamente puesto que el mundo, por
el camino de la sabiduría, no ha conocido a Dios en las manifestaciones de la sabiduría
de Dios, «plugo a Dios, por la necedad de nuestro mensaje, salvar a cuantos crean en él»
(1 Cor 1,20-21). Somos los heraldos de esta sabiduría paradójica, de este anuncio
fatigoso; pero, como hemos recordado a los hermanos en el episcopado en la conclusión
del Sínodo, así también a vosotros os repetimos que, no obstante las dificultades, «Cristo
está con nosotros, está en nosotros, habla en nosotros y por nosotros, y no nos hará faltar
la ayuda necesaria» (cfr. L’Osservatore Romano, 27 de octubre de 1974) para transmitir
el mensaje cristiano a nuestros contemporáneos.
La mirada realista sobre este mundo nos hace estar atentos a otro peligro: el
fenómeno de la novedad por sí misma, que lo pone todo en discusión. La novedad es el
impulso para el progreso humano y espiritual, es verdad. Pero solo cuando desea
permanecer anclada a la fidelidad de Aquel que hace nuevas todas las cosas (cfr., Ap
21,5), en el misterio que se renueva y siempre renovador de su muerte y resurrección, a
la que nos asimila en los sacramentos de su Iglesia, y no cuando esta novedad se
resuelve en un relativismo que destruye hoy lo que ayer se edificó. Frente a estas
tentaciones, no es, pues, difícil ver las posibilidades que se ofrecen al dinamismo de
vuestro avance: un fuerte reclamo en las dos direcciones de la fe y del amor.
Por consiguiente, en el camino que se abre ante vosotros en este trazo de siglo,
marcado por el Año Santo como signo precursor de buenos auspicios para una radical
conversión a Dios, os indicamos el doble carisma del apóstol que debe garantizar vuestra
identidad e iluminar constantemente vuestra enseñanza, los centros de estudio, vuestras
publicaciones periódicas: por una parte, la fidelidad no estéril ni estática, sino viva y
fecunda a la tradición, a la fe, a la institución del fundador, para seguir siendo sal de la

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tierra y luz del mundo (cfr., Mt 5,13-14). Guardad el buen depósito (cfr. 1 Tim 6,20; 2
Tim 1,14). «Revestíos la armadura de Dios a fin de que podáis sosteneros en las insidias
del diablo. Pues no trabamos combate contra adversarios de carne y sangre, sino contra
los principados, contra las potestades, contra los que tienen el imperio de este mundo
tenebroso … Tomad, pues, la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo,
seguir en pie después de superar todas las pruebas» (Ef 6,11-13).
Por otra parte, he ahí el carisma de la caridad, es decir, del servicio generoso a los
hombres hermanos, que caminan a nuestro lado hacia el futuro; es el ansia de Pablo, lo
que todo apóstol siente arder dentro de sí: «Me he hecho todo para todos, para de todos
modos salvar a alguno… Me esfuerzo por complacer a todos en todo, no buscando mi
utilidad, sino la de los demás para que se salven» (1 Cor 9,22;10,33).
La perfección está en la simultaneidad de ambos carismas, fidelidad y servicio, sin
que uno prevalezca sobre el otro. Cosa ciertamente difícil, pero posible. Hoy día es
fuerte la fascinación por el segundo carisma: el prevalecer de la acción sobre el ser; de la
agitación sobre la contemplación; de la existencia concreta sobre la especulación teórica,
lo cual ha hecho pasar de una teología deductiva a una inductiva; todo esto podría hacer
pensar que los dos aspectos de la fidelidad y de la caridad son opuestos. Pero no es así,
lo sabéis muy bien: ambos proceden del Espíritu que es amor. No se amarán nunca
demasiado los hombres: sino solo en el amor y con el amor de Cristo. La Iglesia se
aplica a hacer ver en toda clase de argumentos que la doctrina revelada, en cuanto
católica, asume y completa todos los justos pensamientos de los hombres, que de por sí
tienen siempre algo de fragmentario y de mezquino» (H. De Lubac, Catholicisme, París
1952, c. IX, p. 248).
Diversamente, la disponibilidad del servicio puede degenerar en relativismo, en
conversión al mundo y a su mentalidad inmanentista, en asimilación con el mundo que
se quería salvar, en secularismo, en fusión con lo profano. Os exhortamos a no dejarnos
envolver por el «spiritus vertiginis» (Is 19,14).
A este respecto, os queremos indicar todavía algunas orientaciones, que podréis
desarrollar en vuestras reflexiones:
a) El discernimiento, en el que la espiritualidad ignaciana os ha entrenado
singularmente, deberá sosteneros siempre en la difícil búsqueda de la síntesis de los dos
carismas, de los dos polos de vuestra vida. Habrá que saber leer siempre con claridad
meridiana y coherente entre las exigencias del mundo y las del Evangelio, de su paradoja
de muerte y vida, de cruz y resurrección, de locura y de sabiduría. Que os oriente en ello
el discernimiento provocador de san Pablo: «Pero cuanto tuve por ventaja lo reputo daño
por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de
Cristo Jesús, mi Señor, para conocerle a él y el poder de su resurrección y la
participación en sus padecimientos, conformándome a él en la muerte, por si logro
alcanzar la resurrección de los muertos» (Flp 3,7-8,10-11). Recordemos siempre que un
criterio sumo es el dado por el Señor: «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16) y el
esfuerzo que debe guiar vuestro discernimiento ha de ser el de hacerse dóciles a la voz
del Espíritu para producir el fruto del Espíritu, que es «caridad, gozo, paz, longanimidad,

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afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza» (Gal 5,22).
b) Será oportuno además recordar la necesidad de hacer una buena elección de fondo
entre las varias solicitaciones que os llegan del apostolado en el mundo de hoy. Hoy, es
un hecho, se nota la dificultad de realizar elecciones reflexivas y decididas; se teme,
quizá, no poder llegar a una plena autorrealización; se quiere por ello ser todo, se quiere
hacer todo, seguir indiscriminadamente todas las vocaciones humanas y cristianas, del
sacerdote y de los institutos religiosos y seculares, dedicándose a tareas ajenas a la
propia condición. De aquí la insatisfacción, la improvisación, el desaliento. Ahora bien,
vosotros tenéis una vocación precisa, la que os acabamos de recordar, un carácter
específico inconfundible en la espiritualidad y en la vocación apostólica, y es esa la que
debéis profundizar en sus líneas maestras.
c) Finalmente, volvemos a recordaros la disponibilidad a la obediencia. Este es,
diríamos, el rasgo fisonómico de la Compañía. «En otras órdenes –ha escrito san Ignacio
en su famosa carta del 26 de marzo de 1553– se pueden encontrar ventajas en los
ayunos, vigilias y otras asperezas (…); pero yo deseo mucho, hermanos carísimos, que
los que sirven a Dios Nuestro Señor en esta Compañía se distingan por la pureza y
perfección de la obediencia, con la renuncia verdadera a nuestras voluntades y la
abnegación de nuestros juicios» (Monumenta lgnatiana, series prima, Sancti lgnatii de
Loyola Societatis Jesu Fundatoris Epistolae et lnstructiones, tomus IV, fasc. V: MHSI,
annus 13, fasc. 153, sec. 1906, Madrid, p. 671). En la obediencia se encuentra la esencia
misma de la imitación de Cristo, «el cual redimió por la obediencia el mundo perdido a
causa de su pecado, factus oboediens usque ad mortem, mortem autem crucis» (ibid.).
En la obediencia está el secreto de la fecundidad apostólica. Cuanta más obra de
pioneros realizáis, mayor es la necesidad de estar íntimamente unidos a quien os manda:
«todas las audacias apostólicas están permitidas, cuando se está seguro de la obediencia
de los Apóstoles» (Loew, Journal d’une mission ouvriere, p. 452). No ignoramos
ciertamente que si la obediencia es muy exigente para cuantos obedecen, ella no lo es
menos para cuantos ejercen la autoridad; a ellos se les pide escuchar sin parcialidad las
voces de todos sus hijos; rodearse de consejeros prudentes para sopesar lealmente las
situaciones, elegir ante Dios lo que corresponde mejor con su voluntad e intervenir con
firmeza cuando haya habido desviaciones. Efectivamente, todo hijo de la Iglesia sabe
bien que el banco de prueba de su fidelidad se funda sobre la obediencia: «el católico
sabe que la Iglesia no manda sino en virtud del hecho de que ella obedece ante todo a
Dios. Él quiere ser un “hombre libre”, pero evita estar entre quienes se sirven de “la
libertad cual cobertura de la maldad” (l Pe 2,16). La obediencia es para él el precio de la
libertad, así como es condición de la unidad» (H. De Lubac, Méditation sur L’Eglise, p.
224, cfr. 222-230).
Amadísimos hijos: Terminado ya este encuentro, creemos haberos dado alguna
indicación sobre el camino que debéis recorrer en el mundo actual; hemos querido
indicaros también el del mundo futuro. Conocedlo, acercaos a él, servidlo, amad este
mundo, y en Cristo será vuestro. Miradlo con los mismos ojos de san Ignacio, sentid las
mismas exigencias espirituales, usad sus mismas armas: oración, elección de la parte de

189
Dios, de su gloria, práctica de la ascesis, disponibilidad absoluta. Creemos que no os
pedimos demasiado, expresando el deseo de que la Congregación profundice y vuelva a
proclamar los «elementos esenciales» (essentialia) de la vocación jesuítica, de manera
que todos vuestros hermanos puedan reconocerse, volver a templar su propio empeño,
refundir la propia unión comunitaria. El momento lo exige, la Compañía espera una voz
decisiva. No la defraudéis.
Nos os seguimos con vivísimo interés en vuestros trabajos, que deberán tener un gran
influjo de santidad y de ímpetu apostólico, de fidelidad a vuestro carisma y a la Iglesia,
acompañándolos especialmente con la oración, a fin de que la luz del Espíritu Santo, el
Espíritu del Padre y del Hijo os ilumine, os conforte, os guíe, os reclame, os dé impulso
para seguir cada vez más de cerca a Cristo crucificado. Suba a Jesús en este momento la
oración común, con las mismas palabras de Ignacio: «Tomad, Señor, y recibid toda mi
libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y poseer; vos
me lo disteis, a vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a vuestra voluntad; dadme
vuestro amor y gracia, que esto me basta» (Ejercicios espirituales, n. 234; op. cit.,
MHSI, vol 100, Roma 1969, pp. 308-309).
Así, así sea, hermanos e hijos. Adelante, in nomine Domini. Caminemos juntos,
libres, obedientes, unidos en el amor de Cristo, para la mayor gloria de Dios. Amén.

190
B. Documentos del P. Arrupe

1. Puntos para una renovación espiritual (24 de junio de 1971)

Texto en P. ARRUPE, La identidad del jesuita en nuestros tiempos, Sal Terrae, Santander
1981, 277-290.

No es fácil hablar de la «renovación espiritual» de la Compañía:


1) Porque esta cuestión no puede aislarse de todas las demás, que surgen a nivel de
las personas, de las comunidades, de todo el cuerpo do tu Compañía: las abarca a todas.
2) Porque los diferentes campos de acción en que se mueve la vida del jesuita están
en una correlación mutua tan grande, que sería ilusorio esperar la renovación en uno de
ellos, si otro se echa a perder; y especialmente la renovación espiritual de la Compañía
debe tener como estímulo y como fin la renovación apostólica, la cual implica una
renovación interior, a la vez personal y comunitaria. Hoy es de suma importancia
psicológica la puesta al día de la finalidad apostólica.
Podemos distinguir cuatro temas principales a los que están ligados los restantes:
– Una experiencia de Dios en Cristo (lo absoluto de Dios en nuestras vidas).
– El trabajo por la salvación del mundo (dinamismo apostólico).
– La unión ordinaria con Cristo (garantía y progreso de la vida espiritual).
– El compartir con unos «compañeros» (vida comunitaria).

Una experiencia de Dios en Cristo


Primera pregunta que debemos hacernos, una y otra vez, en todas las etapas de nuestra
vida de jesuitas: en qué punto nos hallamos respecto a nuestra experiencia de Dios («en
primer lugar atienda a Dios, y luego a la manera de ser de este Instituto que es un camino
hacia él». Fórmula).
El mundo se seculariza. La Compañía acepta este hecho. Más aún, saca las
consecuencias de él, a fin de adaptar su género de vida y sus formas de apostolado; y
está dispuesta a hacerlo mucho más todavía. Pero se impone una condición: que nuestro
encuentro personal con Dios dé a nuestra vida su sello de absoluto, de exigencia radical,
de respuesta incondicional.
Este encuentro con Dios toma, naturalmente, muchas formas según los carismas y
temperamentos. Pero siempre será una adhesión a Cristo, un descubrir por él el amor del
Padre, una disponibilidad permanente para dejarse guiar por su Espíritu.
Ahora bien, actualmente en la Compañía hay que hacer hincapié en este punto básico
–a veces no sin valentía– como una condición de vida y como un criterio para enjuiciar
nuestra actuación.
1) ¿Cuál es la experiencia personal de cada uno de nosotros en este encuentro con

191
Cristo? Nada puede desviarnos de la exigencia fundamental que es la misma para todos
los cristianos: «De gracia habéis sido salvados por la fe, y esto no os viene de vosotros,
es don de Dios… Conforme al plan eterno que él ha realizado en Cristo Jesús nuestro
Señor, en quien tenemos la franca seguridad de acercarnos a él confiadamente por la fe»
(Ef 2,8; 3,12).
2) ¿Es para nosotros el Evangelio la revelación personal del Verbo de Dios, o
simplemente un conjunto de valores religiosos o sociales que hay que defender?
3) Desde el punto de vista del ministerio sacerdotal, de la inserción profesional, de la
proclamación de la Palabra, de la ayuda al desarrollo de los pueblos, etc., ¿llevan
nuestros compromisos apostólicos el sello de esa misión, cuyo sentido consiste en
revelar a los hombres el amor que Dios les tiene?
4) Nuestro comportamiento psicológico, afectivo, intelectual, artístico, social, ¿revela
–incluso sin que sea necesario ni posible nombrarla– esa presencia interior de la cual
vivimos y que es la única garantía eficaz para el Reino de Dios?
5) Aunque las palabras renuncia o abnegación tengan para nosotros un sentido
ambiguo, ¿aceptamos realmente participar de la «kénosis» de Cristo y de su misión de
siervo?

Se nos ocurren estas preguntas y muchas más para enjuiciar la autenticidad de nuestro
comportamiento como jesuitas. Con demasiada frecuencia hablamos de vivir de Cristo,
de discernir su Espíritu, de humildad, de pobreza, e incluso de oración, sin que esto
responda a una experiencia cuyas exigencias queremos vivir hasta el fondo; en ese caso,
se convierten en palabras vacías, en teorías que, o no llegamos a experimentar
personalmente, o las desmentimos de hecho. Nuestra renovación espiritual pasa primero
por un esfuerzo de sinceridad, de autenticidad, de rechazo de la «hipocresía» farisaica, y
de unidad profunda de nuestra personalidad interiormente transformada o transfigurada
por una gracia operante que reconocemos y confesamos.

Dinamismo apostólico
Toda la vocación del jesuita está dominada por el «envío» o la «misión» apostólica. Cfr.
el Reino y las Dos Banderas. Cfr. los Decretos de la CG. XXXI: d. 1, n. 4; 13, n. 3: una
vida simultánea e individuamente apostólica y religiosa. Por lo tanto, en virtud de lo más
profundo de su vocación, a menudo, en las difíciles circunstancias de hoy, los jesuitas
sienten la necesidad de volver a hallar el dinamismo apostólico, condición indispensable
de su fidelidad espiritual. Para esto:
1) Que se les presente una meta apostólica; es decir, unos objetivos generales y
precisos a la vez (un trabajo particular relacionado con la Iglesia universal); que se les
aclare el papel de la Compañía y sus opciones; que su status se les manifieste más como
una misión.
2) Que la Compañía, en todos sus niveles, sea más capaz de percibir los signos de los
tiempos y de crear nuevas formas de apostolado sin encerrarse en esquemas antiguos o
incluso recientes, pero ya caducados.

192
3) Que su apostolado sea el centro de sus relaciones con los miembros de la
Compañía, con su comunidad y con su superior (este debe comprender que la cuenta de
conciencia ha de versar, ante todo, sobre la misión y la acción del Espíritu actuando en el
alma del apóstol).
4) La universalidad y la flexibilidad de la Compañía son dos características en las que
hay que insistir hoy día. Somos «corpus universale», compañeros de Jesús, cives mundi,
que rechazamos los provincialismos y nacionalismos estrechos. Esta visión universal y
esta convicción de pertenecer a un cuerpo universal son una gran ayuda para evitar la
introversión, que limita los horizontes y agrava y multiplica los problemas.
5) La libertad interior (indiferencia), o positiva disposición a dejarse dirigir por el
Espíritu Santo, es absolutamente necesaria para la adaptación y la renovación apostólica,
tanto más cuanto que no podemos quedarnos en veleidades del tipo de la del segundo
binario de hombres (Ej. [134]). Cuanto mayor sea la libertad interior, menos limitación
habrá en el dinamismo apostólico: el que goza de libertad interior puede hacer planes
apostólicos sin temor a nada ni a nadie.
Estas exigencias son de una importancia capital para que los jesuitas se vean libres de
la dolorosa inseguridad que sienten, respecto a su apostolado y a su confianza en la
Compañía. De esas exigencias nacen muchas consecuencias para la renovación
espiritual: porque se trata aquí de la esencia misma de la vocación, de un cierto gozo de
vivir para Dios, de confianza en la tarea que se les confía, etc. Algunos estados de
depresión, de desolación, de atonía apostólica, no se podrán vencer más que con una
esperanza profunda, animada constantemente por el dinamismo apostólico, fundada en
Cristo y estimulada por la alegría que aporta un trabajo cuyo sentido se capta mejor. En
las difíciles circunstancias que atraviesan la Iglesia y la Compañía, la esperanza del
jesuita solo puede ser fruto de una confianza total en Dios que realiza su obra; y no en
nuestras fuerzas ni en nuestra generosidad: «Llevamos este tesoro en vasos de barro para
que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra» (2 Cor 4,7). «Él hirió, él
nos vendará; apresurémonos a conocer a Yavé; como aurora está aparejada su aparición»
(Oseas 6,1-6). Los provinciales tienen un papel importantísimo en este esfuerzo por la
renovación de nuestra esperanza teologal.

La unión ordinaria con Cristo


La vida de consagración a Dios y el dinamismo apostólico no pueden producir frutos, ni
siquiera conservarse, sin que Dios mismo obre en nosotros y nosotros estemos
constantemente dispuestos a su acción. San Ignacio habla de estar con Cristo: «Mecum,
ser puesto con el Hijo, instrumentum coniunctum cum Deo». También aquí hay que
prescindir del vocabulario que dificulta tanto hoy día para volver a hallar una exigencia
imprescindible: «La sigo [la perfección] por si logro apresarla, por cuanto yo mismo fui
apresado en Cristo Jesús» (Flp 3,12). «Renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos
del hombre nuevo» (Ef 4,23-24).

«In Christo»

193
Interroguémonos acerca de la clase de encuentro, de diálogo, de unión, de docilidad al
Espíritu de Cristo, que tratamos de insertar en nuestras vidas. Las palabras tienen solo
una significación aproximada: hay que rebasarlas para encontrar una verdad escueta y
extraer todas sus consecuencias: Cristo vive, habla y actúa recibiendo de su Padre su ser,
su palabra y su acción; e in Christo, participando de sus relaciones con el Padre, se
desarrolla toda nuestra vida. De donde se desprende lo siguiente:
a) En qué situación nos encontramos respecto a nuestra oración (con lo que
necesariamente comporta de adoración, purificación, disponibilidad, llamamiento a
trabajar por el Reino universal de Cristo). Hay que repetir incansablemente a todos los
jesuitas que su vocación, más que cualquier regla o control, es la que les obliga a la
oración; y por eso mismo, su responsabilidad está gravemente comprometida. Y que la
Compañía mantiene esto como criterio para juzgar la fidelidad a la vocación.
b) Recordar a los superiores su responsabilidad en este terreno: que no teman hablar
con cada persona de su vida de oración en una verdadera cuenta de conciencia; y que
ayuden eficazmente a buscar los momentos, los medios y las condiciones para una
oración que les haga encontrar a Dios.
c) Pedir a todos los formadores que expliquen mejor que la oración es una vida con
sus ritmos y exigencias, con su desarrollo por etapas, unido a las etapas culturales y
espirituales de cada uno; y que siempre está relacionada con los restantes aspectos de la
vida de Dios en nosotros y con la vida apostólica.

«Encontrar en todo a Dios»


Para un jesuita esta fórmula expresa un ideal que debe ir alcanzando poco a poco por
medio del apostolado. El trabajo es un medio de unión con Cristo, y de hacer esta unión
más profunda por una absoluta mortificación de sí mismo; pero con tal que se realice en
caridad, es decir, por el amor que Dios nos da y recibimos sin cesar. Hay que deshacer
dos equívocos:
a) Persuadirse a la ligera de haber cumplido las condiciones de un trabajo que
santifica; cuando se ha obrado solo por actividad natural.
b) Creer que lo primero es la oración y que el trabajo va después; siendo así que este,
realizado bajo la acción del Espíritu Santo, lleva en sí el medio de progresar en la unión
con Dios.
Los padres provinciales deberían hacer estudiar estos puntos de la vida espiritual en
sus comunidades para volver a encontrar el verdadero sentido de la oración en relación
con la vida apostólica. Una seria investigación en el terreno de la historia, la psicología y
la Sagrada Escritura debe ayudarnos a adaptar a nuestro tiempo el lenguaje espiritual
tradicional que se ha hecho anticuado e incomprensible para muchos.

Ejercicios anuales, días de retiro, asambleas


Hay que promover, o hacer más eficaces, algunos períodos intensivos:

194
a) Unos ejercicios verdaderamente habituales para todos, que aseguren en cada
provincia la presencia (y, por consiguiente, la formación) de personas competentes para
ayudar en la marcha de los ejercicios y especialmente en el hábito del discernimiento
espiritual.
b) Que estos ejercicios se hagan en buenas condiciones, no solo con un director, sino
también respetando las exigencias físicas y psicológicas; que sean unos días de tregua en
las ocupaciones, sin tener que escribir cartas ni proseguir un trabajo personal; y que
terminen con una «elección», es decir, una decisión que realmente comprometa al
hombre entero y le manifieste el valor de la docilidad constante al Espíritu Santo en la
vida apostólica.
c) Que estos ejercicios puedan ser comunitarios, con tal de contar con la presencia (y,
por lo tanto, la formación) de una persona competente para dirigirlos.
d) Organizar asambleas o encuentros para actualizarnos en cuestiones doctrinales y
espirituales. Hoy, más que en otros tiempos, para alimentar la vida espiritual se necesita
atender al aspecto doctrinal: fundamento de nuestra fe, lectura de la Sagrada Escritura,
significado de la Iglesia, valor del sacerdocio. Y también, serias investigaciones acerca
de las relaciones entre la fe y las ciencias humanas (sobre todo la psicología).

La vida comunitaria
Nuestra época es sensible a los valores de fraternidad, participación, grupos de trabajo o
de investigaciones, etc. Esto favorece uno de los puntos fundamentales de la Compañía,
la cual constituye un cuerpo en el que todos los miembros deben sentirse hermanos,
solidarios tanto en las tareas apostólicas como en el ideal espiritual.
1) Favorecer los intercambios en el interior de la comunidad. ¿Qué hacemos para
mejorar las condiciones? (Cfr. el Decreto sobre la vida comunitaria, poco conocido y
poco aplicado): formación de las comunidades, número de miembros, calidad de las
reuniones, valor de los informes y comentarios de la vida ordinaria. Estilo de vida
necesario para crear un clima de acogida amistosa y cordial.
2) Establecer ciertos vínculos entre las comunidades para que la vida de la Compañía
circule entre las casas y los equipos de trabajo; y hacerlo a nivel regional, nacional e
internacional (contra el nacionalismo que hoy día nos invade a todos). Promover
sesiones, asambleas, reuniones de varias casas o de toda la provincia en un clima
espiritual y fraterno, y participando de la oración.
3) Favorecer con empeño el intercambio y la comunicación en el plano espiritual.
Nos ayudará a ello la práctica de un verdadero discernimiento comunitario; porque la
comunicación de las experiencias interiores es un medio magnífico para unificar una
comunidad.
4) Apertura de las comunidades a los demás (seglares, sacerdotes, jesuitas):
organización de los horarios, de los locales, de la oración, de modo que la comunidad
«viva» con naturalidad su vida propia, pero con solicitud acogedora para los demás.
5) Acoger a los más jóvenes en comunidades de veteranos: cómo dejarles desahogar
sus ímpetus creativos e imaginativos, cómo comprenderlos en profundidad, a pesar de

195
las diferencias de mentalidad y sensibilidad. Esto es hoy un problema grave, dada la
relación numérica que existe entre jóvenes y mayores.
6) Multiplicar para cada jesuita, incluso para los escolares, las posibilidades de
participar en las decisiones de la Compañía. Respetando la legislación actual, es posible
hallar muchas ocasiones de comunicar los problemas tratados, de exponer los puntos
principales de una situación, de introducir miembros nuevos en las comisiones,
consultas, etcétera.
7) Favorecer el clima de intercambios que permita un discernimiento comunitario
expresado en deliberaciones comunitarias acerca de las tareas apostólicas, la vida de
comunidad, las modificaciones que posibilitarían unas orientaciones nuevas al servicio
de la Iglesia.

Conclusión: la elección de las personas


1) La renovación espiritual no se hace al dictado, ni por medio de organismos
especializados; sino primero y principalmente por medio de unas personas que tienen
dones o gracias especiales de atracción (paz, equilibrio, dinamismo creador), y de
expresión (sensibilidad a los problemas actuales, vocabulario adaptado a nuestro
tiempo). Estas personas existen en todas las provincias; a veces son más numerosas de lo
que creemos; pero hay que colocarlas en puestos donde puedan ejercer una influencia
real, es decir, ante todo:
– Donde no estén confinados en tareas administrativas.
– Donde su actividad se emplee en la línea realmente suya (gobierno, dirección
espiritual), y no principalmente en empleos que les suponen una cruz.
– Donde su actividad espiritual no se halle contrarrestada por otra de tipo
autoritario que deban realizar al mismo tiempo.

Naturalmente, un hombre en quien Dios vive y actúa, siempre manifiesta esta vida de
Dios; y esté donde esté, puede ser para los demás un testimonio y una llamada; sin
embargo, debemos respetar las condiciones normales en que se da la influencia de un
hombre sobre otros. En la Compañía hay jesuitas auténticos que no se encuentran en las
condiciones que permitirían a su personalidad religiosa ayudar a otros jesuitas en su
marcha hacia Dios. Los provinciales podrían hacer mucho, si fueran más avisados en la
elección de las personas para los empleos.

2) En cambio, hay algunos colocados en puestos de influencia, debido a unas cualidades


de orden profesional o administrativo, pero que carecen de las cualidades religiosas
necesarias para despertar, mantener y desarrollar la vida espiritual de sus súbditos:
– Desconocimiento del respeto a los otros en el gobierno.
– Prioridad dada a los valores de prestigio y eficacia.
– Incapacidad de suscitar la confianza que permita el diálogo en la intimidad.
– Actitud negativa y a veces destructora, etc.

196
La elección de los responsables de la formación, de los superiores de comunidades,
de los responsables de equipos apostólicos, etc., tiene consecuencias incalculables. Las
deficiencias en el ejercicio de la autoridad son causa de muchos daños espirituales en las
comunidades. También en este segundo punto pueden tener los provinciales una
influencia decisiva. Deben, en particular, examinar de nuevo la lista de los formadores
actuales para discernir quiénes son verdaderamente aptos para promover eficazmente
una renovación espiritual.

197
2. Directrices de gobierno (8 de diciembre de 1969)
Ibid., 599s.

Se ha de fomentar hoy en la Compañía, sobre todo entre los jóvenes, la auténtica


espiritualidad ignaciana, es decir, aquella que, guiada por los Ejercicios, tiende a
conseguir una plena y sincera consagración a Dios en la actividad apostólica, aceptada
como servicio a la Iglesia.
Hágaseles ver de una manera positiva, el modo de pensar de san Ignacio, con toda su
profundidad y su exacta aplicabilidad a las necesidades de hoy, acomodada a la
mentalidad actual, de modo que se disipe toda incertidumbre y duda respecto al sentido
de nuestra vocación y sobre el lugar que la Compañía ocupa en la Iglesia y en el mundo
de hoy. No tengamos miedo en exigir a nuestros jóvenes los sacrificios y la austeridad de
vida que lleva consigo una vida auténticamente apostólica; la generosidad de su alma
desea cosas de ese género, y quien no estuviera dispuesto a hacerlo así, demostraría con
lo mismo no ser apto para la Compañía.
Fomentemos la lectura de los escritos de san Ignacio y de sus compañeros, sobre todo
el estudio de los Ejercicios en sus fuentes y a la luz de la Teología y de la Pastoral de
hoy.
Para poder alcanzar los fines de la Compañía y para hacer que se conserve su ímpetu
apostólico, convendrá en primer lugar que queden bien subrayados los elementos
esenciales de nuestra vocación y que los jóvenes sean formados en ese espíritu. Sin
pretender recoger aquí toda la materia, enumeraré al menos los puntos de mayor
importancia:
1) Cuando entramos en la Compañía dejamos espontáneamente de lado cualquier tipo
de derechos, para servir mejor a Dios por el camino que, con la obediencia, nos trazará la
Compañía: con todo, no habrá de omitir el superior el tener en cuenta el carisma
individual de cada uno.
2) La Compañía está vinculada de una manera peculiar al papa.
3) La autoridad en la Compañía procede de Dios: y nadie aprende la obediencia si no
es obedeciendo.
4) Fundamento de nuestra pobreza es el amor y la imitación de Cristo pobre. Esa
pobreza exige una vida común, en la que no hay nada propio: el peculio no se admite
entre nosotros.
5) En la observancia de la castidad no puede en modo alguno admitirse una «tercera
vía».
6) La Compañía es un cuerpo universal: hemos de estar preparados a ir a cualquier
parte del mundo. La división en provincias, introducida únicamente por motivos
administrativos, no destruye la esencial unidad del cuerpo de la Compañía: ya que esta
no es en modo alguno una simple confederación de provincias.

198
7) La cuenta de conciencia es algo esencial en la Compañía, y no va contra el
derecho personal. En su lugar no puede ponerse ningún otro tipo de práctica colectiva,
como serían la revisión de vida o una «dinámica» o cosas por el estilo, aunque todo ello
sea sumamente útil para otros fines.
8) La oración privada, personal e individual es imprescindible, y no bastan las solas
oraciones comunitarias o litúrgicas.
9) La Compañía difiere esencialmente de un instituto secular. Evidentemente se hace
necesaria hoy una adaptación apostólica al mundo actual, pero quien pretende convertir
la Compañía en un instituto secular, pretende con eso cambiarla radicalmente, es decir,
destruirla.
10) La especialización individual y una actividad particular mediante la cual algunos
se integran en obras o institutos (aun fuera de la Compañía), son a veces caminos
aceptables, pero que no habrán de disminuir en nada nuestra disponibilidad.
11) Nuestro servicio en las cosas temporales y concretamente en el campo de la
política no se ha de poner en que sustituyamos nosotros al seglar en su encargo
específico, sino en un diálogo con ese seglar, a quien ayudaremos a discernir los
principios éticos con que dirija él su propia actividad. Porque la Compañía no puede
confundirse con ningún partido político ni identificarse con algún régimen concreto.
12) Existe una sola Compañía, es decir, la que vive según las Constituciones y en
conformidad con los decretos de sus Congregaciones Generales. Sería, por consiguiente,
grave defecto tratar de romper esta unidad.

199
3. Eslóganes que necesitan puntual interpretación (20/24 de enero de 1970)
Ibid., 601-608

1. «La Compañía debe evolucionar en un instituto secular»


La Compañía es una orden clerical religiosa que se diferencia esencialmente de un
instituto secular. Por tanto, la evolución y transformación en ese sentido significa la
destrucción de la Compañía.
La necesidad de una adaptación de la Compañía al mundo secularizado de hoy,
modificando algunos de sus elementos accidentales, es evidente y la Compañía lo está
procurando, pero nuestra pobreza, nuestra obediencia, nuestra vida comunitaria, etc., son
enteramente diversas de las de un instituto secular.
Es cierto que hoy algunos jesuitas están llevando una vida que no es sino la de un
instituto secular o tal vez ni siquiera llega a eso. Por tanto, quien crea que para su vida
personal espiritual o apostólica ese modo de vida es el más apto, debe replantearse la
cuestión con sinceridad y valentía: la Compañía tiene su espíritu y sus estructuras
básicas fundadas en el carisma ignaciano de las cuales no puede ni quiere desprenderse.
Si alguien delante de Dios cree que ha descubierto en él una nueva vocación y que la
manera de vida de un instituto secular le ayuda más para hallar a Dios, replantéese la
cuestión de un modo responsable y serio, pida consejo a los que le conocen bien y
conocen la Compañía y llegue a una decisión. Pero no procure transformar la Compañía
en algo que sería destruirla.
Por otro lado, es una gran responsabilidad de todos y especialmente de los superiores
el procurar atender a quienes con buena voluntad comienzan a seguir ese camino. En
muchísimos casos es una falta de conocimiento de la Compañía real y de sus
posibilidades apostólicas para el presente y futuro, y de un idealismo y falta de realismo
grandes, que les hace creer que las cosas pueden modificarse a medida y con la presteza
de nuestros meros deseos y desconocen la eficacia apostólica que se deriva de una
institución como la Compañía.
En muchos casos son sujetos de gran sinceridad y valor que están desorientados.
2. «Mi personalidad debe ser desarrollada según, mi carisma personal: la Compañía
tiene obligación de ayudarme a ello con todos sus medios»
Ciertamente que la Compañía debe ayudar a desarrollar la personalidad de cada uno de
sus hijos y tener en cuenta su carisma personal, pero también es verdad que cuando
entramos en la Compañía fue siguiendo libremente una llamada (vocación) de Dios, pero
entramos en ella para servir a la Iglesia según el espíritu y estructuras de ella. De ahí que,
implícitamente al menos, cedimos una parte de los derechos que en una vida laica
pudiéramos santamente gozar. De ahí que la Compañía tiene que realizar un servicio

200
concreto a la Iglesia siguiendo su misión y nosotros tenemos que colaborar en ese
servicio del modo como nuestra misión recibida por medio de la obediencia nos es dada.
Naturalmente, al determinar la obediencia nuestra labor debe tener en cuenta (ratio
conscientiae) nuestro carisma personal y nuestras cualidades, etc. Pero es en último
término la Compañía la que nos determinará nuestro modo de formarnos y nuestras
actividades apostólicas una vez formados. Entramos a servir a la Iglesia en la Compañía:
por eso san Ignacio nos habla tanto de la indiferencia; esto no excluye el que en algunos
casos Nuestro Señor indique claramente su voluntad respecto a un sujeto y en ese caso
esa voluntad será respetada por la Compañía. Hoy existe la tendencia a crearse uno
mismo su destino y su trabajo en el futuro, lo cual si se hace fuera de la obediencia no es
admisible. Esto obliga por otro lado a los superiores a pensar y plantear esos destinos
dentro de un marco de planificación muy bien estudiado. Si es inadmisible que el sujeto
se «predestine», también es reprobable que se proceda con ligereza y sin profunda
consideración en la determinación del futuro de nuestros jóvenes.
3. «La Compañía debe fomentar el pluralismo y la descentralización. El papel del
gobierno central es meramente de coordinación»
La Compañía es un cuerpo unificado en una autoridad central (padre general,
Const.736ss) y su división en provincias es solamente una necesidad administrativa. El
exceso de centralización y uniformidad debe ser ciertamente evitado, pero siempre debe
permanecer la Compañía un cuerpo único con una cabeza, tal como se describe en las
Constituciones. Por tanto, el principio de subsidiariedad y el principio de adaptación y
pluralismo deben ser fomentados, pero sin romper esa unión que es a la vez la base de
una gran movilidad y eficacia estratégica apostólica. «El prepósito general tenga toda
autoridad sobre la Compañía ad aedificationem» (Const. 736). «Es necesario haya quien
tenga cargo de todo el cuerpo de la Compañía» (Const. 719).
4. «No es necesaria la institución. El carisma no debe ser ahogado por las estructuras y
las instituciones»
El carisma representa el espíritu que ha de vivificar el cuerpo y sus actividades. Pero el
carisma para poder perpetuarse y para ser eficaz exige una estructura y para su actividad
apostólica las instituciones son necesarias.
El carisma vivifica la estructura y la estructura sostiene el carisma. Es cierto que en
muchos casos se ha exagerado la institucionalización y las estructuras pesadas e
inoperantes, pero eso no quiere decir que haya que suprimir toda institución y todas sus
estructuras. Hay que estudiar, acomodar, pero la institución y las estructuras se deben
determinar de modo que ayuden al carisma a actuar y desarrollarse.
5. «La autoridad (superior) no es sino el intérprete y coordinador de la voluntad de la
comunidad»
El superior tiene una función que es la del servicio a la comunidad. Servicio que consiste
en buscar por todos los medios prudentes y necesarios la voluntad de Dios para la

201
comunidad y sus miembros. El superior debe buscar esa voluntad y uno de los medios,
en muchos casos el más eficaz, será el consultar a la comunidad y sentir sus opiniones y
su modo de pensar. Pero el superior no está obligado a seguir la opinión de una mayoría
si tiene otros motivos que, pensados delante de Dios, le obligan en conciencia a dar otra
decisión que la propuesta por la mayoría.
La Compañía no tiene sistema capitular ni es esencialmente democrática, aunque en
sus estructuras haya muchos elementos democráticos.
6. «La acción es oración: yo encuentro a Dios más fácilmente en los prójimos y en el
trabajo que en la oración retirada»
Todo eso puede ser verdad, pero no se puede concluir de ahí que la oración personal
privada no sea necesaria. En la oración, como en la caridad, hay dos dimensiones que no
pueden excluirse: la dimensión vertical hacia Dios y la horizontal hacia las criaturas. Las
dos absolutamente necesarias. En los tiempos pasados se insistió mucho, tal vez
demasiado exclusivamente, en la dimensión vertical, pero hoy se va al extremo opuesto
con un exclusivismo horizontal también equivocado. La necesidad de la oración personal
privada es evidente por la misma doctrina teológica, la tradición cristiana toda, y el
mismo ejemplo de Cristo. Que se encuentre dificultad en ella no arguye que no sea
necesaria. Es obligación de todo jesuita procurar esa oración personal y progresar en ella,
como en un elemento necesario también para poder conservar la verdadera dimensión
horizontal de la caridad y oración.
Todos debemos procurar llegar a ser hombres de oración. El descuido en este punto
es de consecuencias perniciosísimas, como va dando la experiencia de tantos como van
dejando la Compañía y cuyo principio ha sido la negligencia en esa práctica de la
oración personal privada y comunitaria.
7. «La cuenta de conciencia es contra el derecho de la persona»
De ningún modo puede aceptarse esa expresión. La cuenta de conciencia es un elemento
esencial en la Compañía para poder tener la obediencia apostólica tal como la concibió
san Ignacio. De ahí que cuando entramos en la Compañía la hemos aceptado como un
medio para nuestra vocación y para nuestra actividad apostólica. Así como la confesión
es obligatoria y no es contra el derecho de la personalidad, la cuenta de conciencia, en el
modo como la concibe la Compañía, no es en absoluto contraria a esos derechos. Así lo
ha declarado la Iglesia al confirmar nuestro proceder y es de tal naturaleza que el negarlo
sería negar uno de los principios básicos de la espiritualidad de la Compañía.
8. «La obediencia ciega es irracional e inadmisible»
Entendida la obediencia ciega a modo de caricatura, como si se tratase de un modo ciego
en que toda reflexión humana individual fuese excluida siempre o si se hace convertir al
sujeto en un instrumento o un cadáver, puede entenderse esa afirmación, pero si se
entiende como la entiende san Ignacio y la entiende hoy la Compañía no es irracional,
sino en algunos casos puede ser el modo más prudente de proceder.

202
Ciertamente, hoy, dada la psicología actual y el respeto a la persona, etc., así como el
deseo de dar mayor objetividad y eficacia a la obediencia, se insiste mucho en el diálogo
y en la preparación de las decisiones con consultas y discusiones, etc., lo cual es sin duda
un adelanto en la línea ignaciana de búsqueda de la voluntad de Dios en que todos,
superiores y súbditos, deben contribuir, pero puede haber ocasiones o un motivo decisivo
que obligue al superior a tomar una decisión en apariencia (para todos los que
desconocen ese motivo) imprudente; motivo que por ser un secreto de conciencia o
comiso, de ninguna manera se puede revelar: en ese caso no hay más remedio que
someter su juicio sin conocer los motivos (y en ese sentido ciego). Pero para esa ceguera
hay un motivo muy prudente: que sé que el superior (en quien se confía) ha de tener
motivos incomunicables y que yo debo respetar y por tanto me someto a su decisión,
aunque yo no la entienda. (¡Cuántas veces ocurre esto tratándose de personas!). Eso
exige un espíritu grande mental sobrenatural y de confianza con el superior, pero es un
modo muy racional de actuar, aunque haya procedido en este punto «ciegamente»…
pero la posición y los motivos de esa actuación son muy sabios y prudentes. Es un acto
de fe humana hacia el superior para la cual hay motivos suficientes.
9. «Cada cual debe tener la libre disposición de lo que gana (al menos de una parte)»
Lo que alguien puede ganar de cualquier manera que sea no le pertenece a él
personalmente, debe entregarlo a la comunidad. Algunos se procuran dinero con el
motivo de una seguridad para el futuro (¿qué será de ellos en su vejez?) y tienen cuentas
aparte sin conocimiento de nadie. Práctica intolerable y un «grave vulnus» [herida grave]
contra la pobreza más elemental de la Compañía.
10. «El jesuita no debe distinguirse del laico»
El jesuita internamente tiene una disposición de espíritu que es la de un religioso con la
identidad propia de la vocación de la Compañía. En el exterior, no solamente en su modo
de proceder y en su modo externo de vida (habitación, traje, etc.), siempre ha de
manifestar esa identidad interna, en la forma que sea prudente en el lugar o la ocasión en
que se encuentre. Desde luego, en muchas cosas que están relacionadas con el
apostolado, etc., dependerá de las decisiones de la jerarquía. La adaptación al mundo
siempre se ha de hacer según unos criterios que favorezcan nuestra acción apostólica. Es
difícil, a priori, prever todos los casos particulares, pero no debemos olvidar que estamos
en el mundo, pero no somos del mundo, lo cual aun externamente se ha de manifestar en
alguna forma adecuada.
11. «El amor de la mujer es necesario para el desenvolvimiento de la personalidad»
Como nos dice el decreto 16 de la CG, «como fruto apostólico precioso del amor de
amistad vivo y pujante, puede contarse ese trato maduro, sencillo, no angustioso, con las
almas –hombres o mujeres–». Es un amor verdaderamente humano hacia los hombres y
una verdadera amistad que nace del afecto viril que se consagra a Cristo por medio de la
castidad. Este amor casto «lleva consigo una renuncia definitiva y la soledad del

203
corazón. Esto forma parte de la cruz que Jesús nos ofrece en su seguimiento».
La Compañía no puede tolerar, en cambio, el amor exclusivo a una mujer que lleve a
una relación íntima que incluso se manifiesta externamente como suelen hacerlo los que
se aman en el mundo.
La Compañía prohíbe esto, y si alguno creyese que eso le es necesario para el
desarrollo de su personalidad, debe elegir entre esa renuncia o la Compañía. En este
punto la Compañía quiere permanecer enteramente firme, pues es un campo sumamente
peligroso y que normalmente llevaría a una degeneración de nuestra vida y de nuestra
vocación. (Cfr. AR XV, pp. 179-80).
12. «La dinámica de grupo puede sustituir a la dirección espiritual»
Las ventajas de esa vida comunitaria y de la confianza y mutua ayuda que la vida
comunitaria entendida de un modo actual con toda su sinceridad, mutua comprensión y
ayuda, es, sin duda, una gran ayuda y puede sustituir en algunos casos a la labor del
padre espiritual, pero no completamente. Hay puntos y cuestiones enteramente
personales que son reservadas a la intimidad de la cuenta de conciencia o de la confesión
y que, por otro lado, requieren una experiencia y prudencia que un grupo de inexpertos
no pueden proporcionar. De ahí, pues, que reconociendo las grandes ventajas y la ayuda
magnífica que esa vida de comunidad puede aducir, no se la puede considerar como un
sustitutivo de la dirección espiritual personal bajo un padre espiritual.
13. «La terapia de grupo debe ser aplicada a todos los escolares»
De ninguna manera. La terapia de grupo puede ser útil para algunos. Pero en modo
alguno debe ser universal y, menos, obligatoria.
El que necesite, a juicio del médico, de ese tratamiento, debe hacerlo fuera de la
comunidad e interrumpiendo sus estudios. Solamente con un dictamen médico puede
comenzarse.
Lo mismo diría del psicoanálisis, que nunca se debe realizar con médicos que no
tengan comprensión para la vida religiosa. Si en casos especiales deben someterse al
análisis, será con especialistas de toda confianza y que conozcan la vida religiosa.
Durante el tratamiento deben interrumpir los estudios en nuestras casas de formación y
vivir en otras comunidades.
14. «Dejemos las estructuras actuales y cada uno debe hacer por sí mismo la
experiencia ignaciana»
¿Qué significa hacer la experiencia ignaciana? Se admite si significa hacer unos
ejercicios, tal y como los pide san Ignacio, y con ese espíritu tratar de trabajar
apostólicamente con la entrega a Cristo en el tercer grado de humildad, y siguiendo en
todo el espíritu que revela en sus escritos (Constituciones, Autobiografía, Cartas, etc.),
llevando las conclusiones de esa espiritualidad hasta el grado en que san Ignacio las
llevó. Pero, si por experiencia ignaciana se entiende el comenzar una vida sin
conocimiento profundo de la espiritualidad de san Ignacio, haciendo caso omiso de sus

204
normas y modo de proceder, como además se ha ido manifestando a lo largo de los años
en la Compañía (que interpretaba el carisma ignaciano), parece una utopía peligrosa e
inútil, y en el fondo bastante altanera, por creer que él subjetivamente va a descubrir por
sí solo lo que otros no le pueden enseñar.

205
4. ¿Qué jesuita queremos formar según la CG 32? (1975)
Ibid., 607-609

Puede afirmarse que la CG 32 supo sacar de los recursos de la Compañía «nova et


vetera». Y marcó con un nuevo acento muchos de los elementos tradicionales del
apostolado y de la espiritualidad jesuítica para responder a las exigencias nuevas del
mundo de hoy. Insistiendo en la «razón de ser» fundamental de la Compañía, en el
servicio de la fe («la defensa y la propagación de la fe», según la primera Fórmula del
Instituto), la CG 32 puso de relieve uno de sus elementos integrantes, la promoción de la
justicia, precisamente en un momento en que tantos en el mundo se ven privados de los
derechos humanos básicos y son víctimas de la injusticia. Pero, al hacer esto, la
Congregación no dejó de reconocer que hoy se encuentran dificultades muy particulares
no solo para predicar la fe, sino también para vivirla y que nosotros los jesuitas no
estamos libres de tales dificultades. «En las sociedades tradicionalmente cristianas un
secularismo dominante está cerrando las mentes y los corazones de los hombres a la
dimensión divina de toda realidad» (d. 2, n. 5). Este secularismo dominante «produce en
nuestros contemporáneos un vacío interior y una sensación de ausencia de Dios» (d. 11,
n. 7), de la que nosotros podemos también sufrir.
Para preparar, por tanto, a la Compañía para su misión en el servicio de la fe y en la
promoción de la justicia, debemos formar hombres:
a) Que hayan penetrado tan hondamente en los misterios de la fe por la oración y el
estudio que lleguen a vivir de veras de ellos, de modo que se les haga connatural la
atmósfera de fe profunda. Para llegar a esto, la CG 32 exige que a lo largo de la
formación se promueva una integración nueva de oración, estudio y desarrollo personal.
Y supone que los formadores estarán «tan imbuidos de la divina sabiduría, que formen a
los NN. no menos con el cordial contacto de su experiencia y ciencia de Dios y de los
hombres que con la comunicación académica de la doctrina» (d. 6, n. 14).
b) Que, con su vida, tanto personal como comunitaria, den testimonio de las
exigencias radicales del Evangelio, sobre todo de una fe profunda y de un inequívoco
compromiso con la justicia. «Pese a lo imperfecto de toda anticipación del Reino que
está por venir, nuestros votos quieren proclamar la posibilidad evangélica de una
comunión entre los hombres basada sobre la participación y no sobre el acaparamiento,
sobre la disponibilidad y la apertura y no sobre la busca de privilegios de castas, de
clases o de razas, sobre el servicio y no sobre la dominación o la explotación. Los
hombres y las mujeres de nuestro tiempo tienen necesidad de esta esperanza
escatológica, y de signos de su realización ya anticipada» (d. 4, n. 16).
c) Que quieran vivir menos aislados de sus contemporáneos y estar prontos a
compartir su suerte. «Durante el curso de la formación no ignoren las verdaderas
condiciones de vida de los hombres de la región en que viven. Su modo de vida sea tal

206
que puedan conocer y entender las apetencias de los hombres entre los que viven, lo que
sufren, en lo que fallan» (d. 6, n. 9c).
d) Que quieran superar las limitaciones de su propio nivel social, casi siempre de
clase media, y optar por una vida de gran sencillez, que por sí misma constituya como
una réplica, tan necesaria, a la sociedad del consumo, en que vivimos y trabajamos. «Por
tanto, alguna vez será necesaria a todos alguna experiencia de vida con los pobres…
Conviene que se piense cuidadosamente en las condiciones de tal experiencia, para que
sea del todo auténtica y no resulte ilusoria y carente de conversión interior» (d. 6, n. 10).
e) Que estén dispuestos a entregarse sin reserva al estudio serio y exigente, que les
será indispensable para poder comprender los complejos problemas humanos y ser
capaces de aplicarles algún remedio. Lograrán esto «tan solo aquellos que alcancen una
profunda visión de la realidad por la reflexión personal sobre la experiencia del hombre
en el mundo y su reacción trascendental a Dios… Tal asimilación personal genuina no
puede lograrse sin una continua disciplina y sin un asiduo y paciente trabajo en los
estudios… Recuerden, pues, nuestros jóvenes que su peculiar misión y apostolado en el
tiempo de estudios son los estudios mismos» (d. 6, nn. 21-22).
f) Que estén tan compenetrados de la mentalidad y de las actitudes de sus
contemporáneos y hayan adquirido tal dominio en el arte de la comunicación en nuestra
era de la imagen que sean capaces de trasmitir la verdad del Evangelio a aquellos con
quienes trabajan. «Si el mundo nos sitúa ante nuevos desafíos, pone también a nuestra
disposición nuevos instrumentos: medios más adecuados, sea para conocer al hombre, la
naturaleza, la sociedad, sea para comunicar pensamientos, imágenes y sentimientos, y
para hacer nuestra acción más eficaz. Hemos de aprender a servirnos de ellos en favor de
la evangelización y del desarrollo del hombre» (d. 4, n. 8).
g) Que, con gran libertad interior, han puesto sus vidas totalmente al servicio de Dios
para la obra de su Reino, y viven esta entrega en la misión recibida de sus superiores.
Este sentimiento de ser enviados es central en la vida del jesuita y crucial para la
actividad apostólica en un mundo en cambio. Por tanto, durante la formación cada uno
debe aprender «a no condescender con cierto individualismo en sus aspiraciones, sino a
considerarse como miembro de todo el cuerpo de la Compañía y de su misión
apostólica» (d. 6, n. 17).
h) Que han aprendido a usar el delicado instrumento del discernimiento espiritual en
la búsqueda constante de la voluntad de Dios, tanto en la propia vida y trabajo, como en
los de la comunidad y de la Compañía universal. El discernimiento no se aparta sino más
bien se relaciona íntimamente con la vida de obediencia. El arte del discernimiento debe
ser aprendido. «Las condiciones actuales exigen que los miembros de la Compañía se
ejerciten durante todo el tiempo de su formación en la discreción espiritual sobre las
opciones concretas, gradualmente preparadas, que exigen el servicio de Cristo y de la
Iglesia. Con esta discreción se forma el sentido de la propia responsabilidad y de la
verdadera libertad» (d. 6, n. 12).
i) Que sacan fuerza para su misión y discernimiento de su comunidad, tanto de su
comunidad local como de la de toda la Compañía. Dentro de la comunidad cada uno a su

207
vez apoya a sus hermanos y busca con ellos sin cesar una más íntima relación con Dios y
un servicio apostólico más eficaz. Para la Compañía la comunidad no es solo una
«communitas ad dispersionem», sino también una «koinonía» (d.2, n. 18).
j) Que toman sobre sí mismos la responsabilidad de una formación que se continúa a
lo largo de toda su vida religiosa y apostólica. Porque, «especialmente en nuestro
tiempo, en que las condiciones de las cosas están sujetas a rápidos cambios y evolución,
y se desarrollan continuamente nuevas cuestiones y nuevos conocimientos, lo mismo en
otras ciencias que en la teología, la acomodación del apostolado exige de nosotros un
proceso de formación permanente o continuada» (d. 6, n. 18).
k) Que, por fin, y, quizá, sobre todo, son hombres de la Iglesia, entregados
profundamente a ella y que saben comprenderla en todos sus dones y en sus debilidades.
«Siguiendo a Ignacio, hemos pedido a Cristo, Nuestro Señor, que nos permita prestar
este servicio en una forma que nos confiere personalidad propia. Hemos elegido
realizarlo, en la forma de una vida consagrada, conforme a los consejos evangélicos, y
hemos puesto ese servicio no solo a disposición de las Iglesias locales, sino de la Iglesia
universal, mediante un voto especial de obediencia a aquel que preside esa Iglesia
universal: el sucesor de Pedro» (d. 2, n. 23).

208
5. Para una recta interpretación del decreto 4.º de la CG 32
Ibid., 662s.

Carta a un provincial

Para satisfacer su pregunta sobre la misión de la Compañía en el mundo quisiera ante


todo notar que la Congregación General respondió a postulados sobre el mismo tema,
con el decreto 4, «Nuestra misión hoy: servicio de la fe y promoción de la justicia». No
puedo yo, por lo tanto, aprobar para una provincia particular una orientación que no esté
totalmente de acuerdo con esta que la Congregación ha dado para toda la Compañía.
Ahora bien, si comparamos [su] documento con el decreto, encontramos que hay una
diferencia fundamental en el diagnóstico que cada uno de los dos documentos hace de
los males que sufre la sociedad de nuestros días. En efecto, mientras el primero los
reduce todos a la injusticia, el decreto presenta un panorama mucho más amplio y señala
tres causas, no una sola. Esas tres causas son el hecho de que muchos hombres no
conocen a Cristo y tenemos gran dificultad para llegar a ellos; los cambios culturales y la
secularización que presentan a la fe un nuevo desafío y, finalmente, la injusticia que
tiene especial importancia para nuestra misión evangelizadora.
Esta visión un poco reducida, aparece también en el análisis que hace el documento
de la situación de injusticia. En efecto, como única variante para explicar no solo la
injusticia socio-económica, sino también la negación del poder como servicio, presenta
la propiedad privada de los medios de producción. Ella es sin duda una de las causas
principales, pero no ciertamente la única y el no reconocerlo así, puede dar pie a
conclusiones peligrosas. La Congregación General nos invita a combatir la injusticia no
solo en las estructuras, sino también en el corazón mismo del hombre, en actitudes y
tendencias que no pueden siempre explicarse en puros términos económicos. A este
propósito habría que tener presente que hay un gran número de pequeños propietarios y
de profesionales, que no se dejan incluir en una fórmula tan general como la que expone
el documento: «conflicto radical entre los intereses de la clase propietaria de los medios
de producción y la clase proletaria». Ellos argüirían que los abusos radican en la
concentración de la propiedad y no en esta misma.
La reducción del punto de vista hace que en el documento se saquen conclusiones
discutibles por lo que toca a la acción de la Iglesia y de la Compañía en la promoción de
la justicia. Así, por ejemplo, si bien es cierto que la neutralidad política es imposible a no
ser en un sentido muy restringido, no se sigue de ahí la necesidad de que la Compañía
ponga su poder institucional en favor de una clase. Para muchos quizá, y precisamente
de los hombres más comprometidos de la Iglesia, el problema no está en poner el peso
del poder institucional de esta en servicio de nadie, sino de perderlo.
Hay otro punto que necesita aclaración y es el de la opción por los pobres. Porque es

209
importante notar que optar por los pobres no quiere decir optar por quienes dicen
representarlos. Siempre es necesario un difícil discernimiento entre los pobres como
grupos sociales no organizados y la clase proletaria organizada la cual es con frecuencia
un control tecnocrático-intelectual y de ninguna manera la organización real de los
pobres.
El documento habla también de opción por el socialismo. Pero como se hace notar
muy justamente en la fundamentación, se trata de un socialismo que no se identifica
«con los socialismos históricamente existentes del pasado o del presente». Por lo tanto,
no se trata de una opción práctica, ya que esta mal podría hacerse por un socialismo que
no existe, sino de señalar un norte de acción, una utopía social. Esta aclaración es
importante para evitar torcidas interpretaciones.
No quiero terminar sin reconocer nuevamente todo lo que en este documento hay de
positivo y especialmente el largo estudio que exigió su preparación. Mi reparo
fundamental está en que reduce notablemente la misión de la Compañía. Por eso la
norma para el apostolado de la viceprovincia ha de ser el decreto 4 de la Congregación
General 32, que todos debemos esforzarnos por asimilar en nuestra vida y por llevar a la
práctica comunitariamente.

210
6. Para la aplicación del decreto «Nuestra misión hoy» (23 de octubre de 1975)
Ibid., 659-661

Carta a un provincial

Por lo que se refiere al documento sobre el Proyecto Pastoral de su provincia, no parece


estar en conflicto con las orientaciones de los decretos de la Congregación General, ni
opuesto a mis propias directrices. Sin embargo, sí habría que clarificar algo más un
punto, a saber, que nuestra principal contribución específica como sacerdotes a la
promoción de la justicia consiste más bien en ayudar a la gente a interiorizar el espíritu
de Cristo y a reconocer los derechos y responsabilidades recíprocas que nos vinculan
mutuamente, que en idear los medios más técnicos con los que ese espíritu pueda poner
por obra las exigencias de la justicia. Nuestro principal papel consiste en dirigirnos a los
demás al nivel de la conciencia, en inducirles a que clarifiquen las exigencias de la
misma, y en servir de catalizadores con y para los demás en el interminable proceso de
realizar la justicia.
Esta actitud habrá de llevarnos a subrayar en toda ocasión la dignidad de las
personas; su capacidad –real o potencial–, otorgada por el Espíritu, para hacer lo que su
conciencia les dicta; y su responsabilidad para usar todos los medios legítimos a su
alcance en pro de las mejoras posibles en cada momento. Con esto no deseo negar la
función crítica que estamos llamados a desempeñar con respecto a las estructuras
económicas, sociales, políticas y culturales de la sociedad. Por el contrario, sabe usted
perfectamente que, hablando de nuestra misión hoy, la CG 32 insistió en la importancia
de dichas estructuras y de nuestros esfuerzos para hacerlas más humanas y más justas.
Digo que no parece haber conflicto con las orientaciones de la Congregación
General. Pero me extraña que, por omisión o por otras razones, no se aprecie en la
redacción del documento ese énfasis que pone la Congregación. Quiero decir con esto
que no se dice casi nada directamente acerca del servicio a la fe. ¿Puede explicarse
adecuadamente el actual estado de injusticia que se deplora en el documento, sin hacer
referencia a la situación propiamente religiosa de su país? Permítame ilustrar mi
observación con cuatro o cinco preguntas.
¿Ha sido transmitida la fe en su país de tal forma que se haya hecho creer a la
mayoría de los fieles, especialmente a los pobres, en su relativa incapacidad para
promover la deseable transformación? ¿De qué modos puede el carácter sacramental de
la vida religiosa del pueblo, especialmente de los pobres, llevarlos a interesarse cada vez
más profundamente por la dignidad de los demás, y a desear construir con los demás una
sociedad más justa? La fe ¿ha sido evocada o predicada?
Estas preguntas ilustrativas pueden sugerir que es preciso un estudio más profundo
de la situación actual de la fe, y una estrategia tendente a profundizarla, de una manera o

211
maneras que estén en línea con la enseñanza actual de la Iglesia y la situación concreta
de su país. Por otra parte, la misma justicia ha de ser promovida en un contexto de fe. La
motivación, subyacente a la promoción de la justicia, el modo de promoverla, los
objetivos que deseamos alcanzar…, todo ello ha de estar marcado por nuestra visión de
fe. A veces esta se da por supuesta con demasiada facilidad, y la consecuencia es que no
aportamos toda la riqueza de nuestra contribución específica a la búsqueda de la justicia
por parte del hombre.
De modo que, en resumen, el documento en cuanto tal no se halla en conflicto, en su
literalidad, con la Congregación ni con mi propia manera de pensar. Sin embargo, sí que
le falta equilibrio, en la medida en que el análisis de la situación sociopolítica no va
unido a un análisis del modo como la fe se halla presente hoy entre la gente. Creo que
dicho análisis conduciría a una estrategia más generalizada, en la que habría que insistir
mucho más en el servicio del jesuita a la fe, incluyendo, desde luego, su papel en la tarea
de llevar a los hombres a promover la justicia.
Mi «actitud» consiste en que todos los jesuitas, en cualquier apostolado, deben, por
medio de la reflexión, la oración y el discernimiento comunitario, interiorizar los
decretos de la Congregación, tratar de ver su sentido en cada apostolado, y proceder
después, en armonía con quienes estén implicados en la tarea, a realizar –y seguir
realizando– los cambios que parezcan necesarios. Esto puede significar que un
departamento de química, dirigido por un jesuita, decida insistir más que antes en las
cuestiones teóricas, porque, en un determinado contexto, este enfoque puede constituir la
mejor forma de promover la justicia y servir a la fe. Y, por el contrario, puede significar
que deba insistir más en la química aplicada, por la misma razón.
Sin embargo, también puede suceder que en una evaluación general de nuestro
apostolado, a la luz de nuestra misión hoy, ciertos ministerios o ciertas obras parezcan
hoy menos oportunos que otros, e incluso que algunos de ellos deban ser gradualmente
desechados. Dados nuestros limitados, y a veces menguantes, recursos, tenemos que
afrontar valerosamente esta posibilidad. Pero, antes de abandonar cualquiera de nuestros
principales compromisos institucionales, especialmente en el campo de la educación,
hemos de estar absolutamente seguros de las oportunidades apostólicas y el valor de
otras alternativas que se nos puedan presentar.

212
7. Cada comunidad debe tener su superior (31 de enero de 1972)
Ibid., 630s.

Carta a un provincial

Es verdad que se están permitiendo o pueden permitirse una serie de experimentos


encaminados a buscar nuevas formas para la adaptación de la vida religiosa a las
necesidades de los tiempos en que vivimos. En esto, nuestras Constituciones ofrecen un
amplio margen y desde luego una serie de cosas inspiradas en ellas y que hasta ahora no
se habían permitido por razones circunstanciales, pueden ser estudiadas en una nueva
luz, aunque siempre con la necesaria prudencia en su contraste con la realidad.
Sin embargo, estos experimentos no pueden ser de tal tipo que lleguen a desfigurar la
imagen de la Compañía aun concebida en un pluralismo y riquezas mayores que los que
hasta ahora hemos conocido. Consiguientemente, no creo justificado el permitir una
experiencia, ni aun a título de excepción rarísima, cuya generalización se prevé ya desde
el principio inaceptable.
En este encuadre es donde sinceramente juzgo que entra la proposición de una
comunidad sin superior o en la que ella misma en su conjunto actúe de superior, con
autoridad delegada.
Para concretar más el punto central, prescindo del hecho de que tal teoría pueda
llevarse a la práctica en un instituto religioso cuyas Constituciones establecen un
régimen capitular de gobierno. Tampoco trato, como es claro, de aquellas comunidades
de la Compañía que por diversas circunstancias y de manera temporal o más estable,
tienen al frente un ministro o un vicesuperior que depende directamente de otro superior
local. Finalmente, también es conocido el caso de algún particular que por razón de
trabajo u otra semejante, depende directamente del provincial, cosa que, por otra parte,
no es aconsejable se extienda fuera de circunstancias muy especiales.
Fuera de estos casos, he de manifestarle claramente que una comunidad sin
verdadero superior, que sea una persona física concreta, es absolutamente contraria a
nuestro Instituto; y que un experimento en tal sentido, nunca se ha permitido ni se debe
permitir. Recordarán los que asistieron a la última Congregación de Procuradores que la
única vez que no pude menos de interrumpir a uno que hablaba fue cuando propuso una
experiencia en este sentido.
Incluso en un plano meramente teórico, se plantea una duda muy seria, al menos en
la Compañía, sobre la obligación que puede tener un individuo en virtud del voto de
obediencia que ha emitido, ante las decisiones de un grupo, de una comunidad. En la
Compañía se hace ese voto de obediencia al superior general elegido por la misma
Compañía y a sus delegados o superiores mayores y locales: todo en nuestras
Constituciones se explica solamente si estos superiores son personas físicas, no

213
colegiadas. En la práctica, en el proyecto aducido, apenas se explica cómo se han de
tomar decisiones en el seno de la comunidad: cuando se habla de obedecer a la
comunidad, ¿se entiende solo cuando hay una previa unanimidad?, ¿bastaría una
mayoría? Además, la obediencia al superior supone, al menos para las cosas más
importantes, la cuenta de conciencia (en todo caso, siempre se supone la posibilidad de
la misma); ahora bien, me parece muy difícil que la apertura de conciencia requerida se
obtenga en relación con un grupo de personas.
Y ¿qué decir de los cambios de casa que imponen las mismas etapas de la formación
o las necesidades apostólicas o de trabajo concreto? Saltan a la vista los inconvenientes
que se seguirían contra la disponibilidad que nos pide nuestra vocación, si previamente a
cualquier cambio hubiera que conseguir el mutuo consentimiento del sujeto y de la
comunidad en que va a vivir, para asegurar ese clima de confianza y plena integración
mutuas, que exigen la autoridad compartida por todos los que la forman.
Por todo lo dicho, tampoco me parecen aplicables los casos que aducen como
realización de esta autoridad colegiada: la Congregación General es algo eminentemente
transitorio en la vida de la Compañía, cuya misión es precisamente la elección del nuevo
general o el estudio de problemas especialmente importantes, pero no ordinarios;
evidentemente se desenvuelve en un plano superior al gobierno normal de la Compañía
y, consiguientemente, presenta unas características tan específicas que no se pueden
generalizar.
Como ve, padre provincial, respecto al caso concreto que me exponen, lo que he
expresado anteriormente lleva consigo la imposibilidad de proseguir tal experiencia.
Deseo que se tomen mis palabras como una interpretación auténtica y oficial de este
punto, que considero absolutamente fundamental en nuestra vida religiosa en la
Compañía, y espero confiadamente que, como expresan en su carta, acepten «los
motivos que persuaden» esta determinación, la cual naturalmente, tiene el carácter de
decisión última en el caso propuesto.

214
8. ¡No lo entiendo! Enséñame (17 de junio de 1976)
Oración de súplica, entre el desconcierto y la confianza, el día del Corpus,

17 de junio de 1976, tomada de


J. A. GARCÍA, SJ (ed.), Orar con el Padre Arrupe, Mensajero, Bilbao 2007, 61-65

Señor, hoy es el día del Corpus Christi


y en este momento está dentro de nuestro corazón,
en cada uno de los miembros del consejo ampliado,
de mis consejeros, los que me ayudan a llevar
el peso de la gran responsabilidad
que supone la dirección de la Compañía;
después del diálogo que hemos tenido estos días,
te pido, desde el fondo del alma, que ilumines y nos ilumines
en un punto fundamental.

Para mí el diálogo y la conversación íntima contigo,


que estás realmente presente en la Eucaristía
y me esperabas en el Tabernáculo,
ha sido siempre y es todavía fuente de inspiración y fuerza;
sin ellos no podría sostenerme,
cuánto menos llevar el peso de mis responsabilidades.
La Misa, el santo Sacrificio, es el centro de mi vida
no puedo concebir un solo día de mi vida
sin la celebración eucarística
o la participación en el sacrificio-banquete del altar.
Sin la Misa mi vida quedaría como vacía
y desfallecerían mis fuerzas:
esto lo siento profundamente y lo digo…
Pero, por otro lado, oigo, veo y siento decir
que tu presencia en el Sagrario les tiene tan sin cuidado
que no te hacen una sola visita durante el día
y nuestras capillas se ven desiertas,
sin que se acerque nadie a saludarte.
Más aún, afirman que tu presencia en nuestras comunidades
no es necesaria…, que no te necesitan…

Reconocen en la Misa valor infinito,


pero dicen que no se debe celebrar todos los días,

215
pues eso es demasiado para una cosa tan grande
y sostienen que no se debe celebrar,
si no hay una comunidad que participe en el Sacrificio…
Y todo esto lo apoyan en argumentos teológicos, psicológicos, sociales, litúrgicos…
y en pareceres de personas que ocupan puestos de gran responsabilidad en la Compañía,
de formadores de nuestros jóvenes, de profesores de teología.
Hablan también de su propia experiencia personal,
que les hace prescindir de Ti en el Sacramento,
porque aseguran que te encuentran mejor y más fácilmente
en el trabajo, en los prójimos, etc.

¿Será verdad?
Yo no dudo de su buena voluntad, de su veracidad subjetiva,
pero no lo entiendo.
¿Se equivocan ellos o es que Tú has cambiado de modo
de ser y de alimentar a las almas para el difícil trabajo apostólico actual?

Señor, ¡no entiendo! ¡Enséñame!


Tengo, por una parte, la evidencia
de mi experiencia personal y de otros muchos compañeros,
que sienten como yo.
¿Es que estamos ya anticuados?
¿Esa nueva manera de pensar y de actuar en las cosas del espíritu es hoy la correcta?
Te pido luz, pues no quiero caer en lo que san Ignacio prevenía:
que el mayor error de un director espiritual
es «querer llevar a todos por su propio camino».
No, Señor, sé que hay muchos caminos
y que hay que conceder amplia libertad
para que tu Espíritu actúe «como Tú deseas».

Pero, por otra parte,


meditando la vida de Ignacio, las Constituciones, sus cartas,
viendo toda la tradición de la Compañía hasta ahora,
y sobre todo recordando a los jesuitas santos de todos los tiempos,
descubro que la Eucaristía, la Misa, el Sagrario,
han sido el alimento, la inspiración, el consuelo, la fuerza
de tantas empresas que han edificado a todo el mundo
y han hecho que la Compañía fuera como un grupo de hombres
alrededor de la Eucaristía.

Precisamente hoy, cuando el mundo ha cambiado tanto


y se ha secularizado de un modo tan impresionante,

216
cuando las necesidades de la humanidad
nos exigen un apostolado y un servicio mucho más peligroso y difícil que antes,
parece que deberíamos tener más necesidad de un contacto íntimo y continuo contigo
para poder ganar el mundo para Ti,
pero es precisamente ahora cuando se diría que hay muchos jesuitas
que, si no de palabra, al menos con los hechos
parecen mostrar que no te necesitan.
¿Es verdad? ¿Son sinceros? ¿No se engañan?

Yo estoy dispuesto, Señor, a estudiar el problema,


para ver los efectos aceptables que estos cambios culturales
y de mentalidad traen consigo.
Indícame, Señor, tus deseos, tus modos de actuar en estas nuevas circunstancias,
las formas de expresión que sean inteligibles para todos.
Pues, si es necesario que me acomode a las nuevas circunstancias,
antes de cambiar nada, deseo tener una prueba clara de tu parte,
ya que un cambio erróneo en esta materia podría ser mortal para toda la Compañía.

Señor, ilumínanos: Vias tuas, Domine, edoce me [Señor, enséñame tus caminos].

217
Índice
Portada 3
Créditos 5
Índice 7
Preliminar 10
Agradecimientos 13
Abreviaturas 14
Introducción 16
1. La especial relación de los jesuitas con el romano pontífice 16
1.1 Origen y génesis 16
1.2 Formulación, motivación, interpretación, valoración 18
1.3 En la realidad de la historia 21
2. Pablo VI: persona y pontífice 28
2.1 Giovanni Battista Montini, la persona 28
2.2 Pablo VI, el papa 31
Capítulo Primero: Comienzo y primer período esperanzador, … con
39
algún sobresalto (1964-1969)
Capítulo Segundo: Inquietud en España: emerge la «vera
53
Compañía» (1969-1970)
1. ¿Primera señal seria de alarma? 53
2. Antecedentes 53
2.1 Loyola 1966 53
2.2 Chamartín, febrero de 1969 55
3. La alarma se confirma 58
4. Estreno como provincial de España 62
5. Nota a la prensa de Madrid 63
6. Importante reunión de los provinciales 64
7. Llamada urgente a Roma 65
8. Cartas del padre general y retoques del cardenal Villot 66
Capítulo Tercero: Visita del padre Arrupe a España y su
73
seguimiento posterior
1. La visita y su mensaje 73
2. Seguimiento posterior de la visita. Reunión en Roma y audiencia del papa 74

218
3. Nueva carta del padre Arrupe 76
Capítulo Cuarto: Hacia una nueva Congregación General 80
1. Preparación de la Compañía misma; acciones personales del padre general 80
2. Preparación «técnica o remota». La comisión preparatoria 83
3. Arrecian los ataques de la disidencia española 85
Capítulo Quinto: Bajo estrecho control de la Santa Sede 92
Capítulo Sexto: La Congregación General 32 98
1. Impresión general 98
2. Expectativas y clima inicial 99
3. Las relaciones con el Vaticano, según el P. Arrupe 100
4. Grave desencuentro con la Santa Sede, lamentable… y evitable 102
4.1 Carta del cardenal Villot comunicando la voluntad del papa 102
4.2 Votaciones indicativas sobre los grados 103
4.3 Respuesta del papa 105
4.4 Reacción de la Congregación 106
4.5 Las razones de la CG 108
4.6 Respuesta del papa: carta autógrafa al padre Arrupe 111
4.7 Excursus sobre la «sustancialidad» de los grados 113
4.8 El decreto sobre los grados 115
4.9 Audiencia del papa al P. Arrupe y su comunicación a la CG 116
5. Aprobación de los decretos en la Congregación 120
6. Final de la Congregación 120
6.1 Audiencia papal al padre general y asistentes generales 120
6.2 Alocución final del padre Arrupe 121
6.3 La devolución de los decretos y su promulgación y distribución 123
6.4 Todavía, un año después 126
Capítulo Séptimo: Los últimos años de Pablo VI: repetidos gestos
135
de benevolencia
1. Encuentro con los escritores de la revista La Civiltà Cattolica y sus
135
colaboradores
2. Con los rectores de las universidades de la Compañía 135
3. Ayuda económica para las instituciones académicas romanas 136
4. Encuentro con profesores jesuitas de Filosofía 137
5. Encuentro con los participantes en el curso CIS 1978 137
6. Últimos meses y deceso de Pablo VI 137

219
Capítulo Octavo: Conclusión y colofón 140
Complemento: La «crisis» de la Compañía y el gobierno del P.
147
Arrupe
1. ¿De qué se trata realmente? 147
2. Mirada a la historia anterior 147
3. El padre Arrupe ante la crisis 149
4. Conclusión 156
Apéndice Documental 161
A. Documentos de Pablo VI 161
1. Carta autógrafa al P. Juan Bautista Janssens (20 de agosto de 1964) 161
2. Discurso en la apertura de la Congregación General 31 (7 de mayo de
163
1965)
3. Discurso en la clausura de la Congregación General 31 (16 de noviembre
167
de 1966
4. Carta autógrafa al P. Pedro Arrupe (27 julio 1968) 172
5. Felicitación pascual de Pablo VI al padre Arrupe (1969) 175
6. Carta autógrafa al P. Pedro Arrupe (15 de septiembre de 1973) 176
7. Discurso en la apertura de la Congregación General 32 (3 de diciembre
180
de 1974)
B. Documentos del P. Arrupe 191
1. Puntos para una renovación espiritual (24 de junio de 1971) 191
2. Directrices de gobierno (8 de diciembre de 1969) 198
3. Eslóganes que necesitan puntual interpretación (20/24 de enero de 1970) 200
4. ¿Qué jesuita queremos formar según la CongregaciÓn General 32?
206
(1975) 358
5. Para una recta interpretación del decreto 4.º de la Congregación General.
209
32
6. Para la aplicación del decreto «Nuestra misión hoy» (23 de octubre de
211
1975)
7. Cada comunidad debe tener su superior (31 de enero de 1972) 213
8. ¡No lo entiendo! Enséñame (17 de junio de 1976) 215

220

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