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mento superaron la certeza de la desorientación.
Entretanto, el rigor del asedio se hizo insoportable, sobre
todo cuando se acabó la provisión de agua y el charco
más infecto y hediondo originaba entre ellos continuas
peleas, de fatales consecuencias. Los nobles, entonces, se
reunieron de nuevo con el emperador y estuvieron de
acuerdo en que, a causa de la tardanza del caballero y
ante la gravedad de los acontecimientos, se hacía de todo
punto necesario, si no querían morir de hambre y de sed
o, lo que aún era peor, sucumbir a los primeros brotes de
la peste, adoptar con urgencia algunas medidas
suplementarias. Opinaron algunos que la mejor solución,
si no la única, era la rendición definitiva, pero otros,
firmes defensores de la grandeza del imperio y
conscientes de que entregarse al enemigo significaría con
toda seguridad el principio de la propia extinción,
preferían afrontar los peligros del hambre, la sed, la peste
e incluso, como resultado de todo ello, la muerte, antes
que arriesgarse a perder la dignidad del pueblo. De
pronto, sin embargo, cuando todavía estaban en tan
controvertidas deliberaciones, un centinela entró en la
sala del trono y anunció que el enemigo había levantado
el campamento. Todos corrieron hacia las murallas y
vieron con asombro cómo, efectivamente, el enemigo no
sólo daba por finalizado el asedio sino que se alejaba a
marchas forzadas. Al parecer, según nos dijeron más
tarde, comoquiera que ellos habían sufrido años atrás un
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azote mortal en el que habían perecido dos tercios de la
población (de hecho, nos habían atacado para reconstruir
su soberanía), apenas tuvieron conocimiento de los
primeros brotes de peste, decidieron, sin más
contemplaciones, poner tierra de por medio. Los
funcionarios del emperador hicieron correr enseguida el
agua por todos los acueductos de la fortaleza y los
centinelas recogieron del campamento enemigo los
abundantes alimentos y provisiones que, con la
precipitación de la huida, habían éstos abandonado. Así
pues, la primera noche tras el asedio fue una celebración
intensa y exaltada de la libertad y la alegría. Y fue
entonces, casualmente, con el pueblo embriagado y
entregado a la euforia del desenlace, cuando el último
caballero de la cruz invertida llegó a la ciudad. Ninguno
de nosotros lo vio, ciertamente, por lo que bien pudiera
haber ocurrido que en realidad no llegara nunca y se
perdiera para siempre en pos del camino de regreso, pero,
en verdad, por lo que contaron algunos, llegó aquella
noche, en compañía del mensajero. Pasó ante la multitud
sin que nadie, absolutamente nadie, lo reconociera. El
mensajero lo condujo hasta el emperador, pero un
sirviente le impidió la entrada en el palacio. Cuando
exigió que lo anunciaran, el mismo sirviente se escabulló
por una de las numerosas puertas del palacio, se demoró
por los corredores infinitos y regresó al fin con la nueva
de que el emperador, después de haber sufrido tanto, no
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deseaba ser molestado por nadie, menos aún cuando,
según parece, se resarcía del dolor contemplando una
pelea de grillos. El caballero insistió en la necesidad de
ver al emperador, subrayando incluso la singular
circunstancia de que era él, en persona, el último
caballero de la cruz invertida, quien solicitaba la
entrevista, y otro sirviente se perdió por las recónditas
dependencias palaciegas para volver mucho después, casi
al amanecer, diciendo que el emperador no deseaba ver a
nadie, ni siquiera al caballero, porque, según las propias
palabras imperiales, el pueblo estaba libre y no
necesitaba ya, por tanto, caballeros. Ante la injusta y
arbitraria negativa del emperador, el caballero,
realmente abatido, se despidió del mensajero y
desapareció. Se instaló en la orilla del mar, no muy lejos
de la fortaleza, y llevó una vida austera, dedicada
íntegramente a dos únicos pensamientos. Por una parte,
rememoraba con amargura aquella afrenta en que,
además de no haber sido personalmente reconocido, se
habían ignorado sus fatigas. Por otra parte, esperaba
que, antes o después, como ocurría cada cierto tiempo
desde el principio del mundo, otro enemigo sitiara la
ciudad y al emperador no le quedara más remedio que
admitir su equivocación y enviara nuevamente a
buscarlo. El último caballero de la cruz invertida no
dudaba que ocurriría así y alimentaba su amor propio
pensando que, cuando aquello, efectivamente, tuviera
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lugar, diría que no al emperador y nunca más regresaría
a la ciudad. Pero lo cierto es que pasaron los años y ya
nunca lo llamaron.
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