Está en la página 1de 369

La Ciudad De Dios

San Agustín

Introducción de Francisco Montes de Oca.

INTRODUCCIÓN

Del mismo modo que un cuerpo humano minado por la vejez llama a las enfermedades, así
el Imperio Romano, a fines del siglo IV, llamaba a su seno a los Bárbaros. Y vinieron, en
efecto: y llegaron, no sólo como estaban todos habituados a verlos antaño, es decir, como
soldados más o menos encuadrados, sino por tribus enteras, con mujeres y niños, con
carromatos, carretas de bagajes, caballerías de reserva, animales y rebaños. El término
exacto para designar aquel fenómeno, mucho más que la palabra española invasión, que
hace pensar, sobre todo, en la entrada de un ejército en un país, sería el alemán
Völkerwanderung, migración de pueblos. Lo que el universo mediterráneo había conocido
más de mil años antes de nuestra Era, cuando los invasores arios, griegos y latinos, habían
asaltado los viejos imperios, volvió a reproducirse a partir de fines del siglo IV. Uno de los
episodios que mayor trascendencia tuvo y que más conmoción causó en el seno del
Imperio fue el saqueo de Roma por las tropas de Alarico en el año 410. Acontecimiento
terrible, que depositó un dejo de tristeza aun en los espíritus más firmes, aunque no fue
totalmente inesperado. El propio San Agustín se sintió profundamente conmovido.

Llevaba en el corazón el destino del Imperio, por lo ligado que lo creía al destino de la
Iglesia. Dos años antes había sabido con gran consternación, por una carta del presbítero
Victoriano, cómo los vándalos habían invadido la infortunada España y cómo habían
incendiado sistemáticamente todas las basílicas y asesinado, casi sin excepción, a cuantos
siervos de Dios pudieron capturar. Y a comienzos del 409, cuando los visigodos
amenazaron por vez primera la Ciudad eterna, reprendía Agustín a una matrona allí
residente, porque, habiéndole escrito tres veces, nada le contaba sobre la situación de
Roma: "Tu última carta no me dice nada sobre vuestras tribulaciones. Y querría saber qué
hay de cierto en un confuso rumor llegado hasta mí acerca de una amenaza a la Ciudad" El
temor del obispo de Hipona se convertiría en desoladora realidad en menos de dos años.
Roma, la inexpugnable Roma, fue conquistada por Alarico y entregada al saqueo; la
Ciudad eterna tuvo que confesarse mortal. La fecha del 24 de agosto de 410 sonó en los
oídos romanos como la campana de la agonía. Durante cuatro días consecutivos se
desencadenó allí un frenesí de crímenes y de violencias, en una atmósfera de pánico. Pocos
días después llegaba al África la terrible nueva: ¡Roma acababa de ser saqueada por los
bárbaros! La vieja capital, inviolada desde los lejanos tiempos de la invasión gala, había
sido forzada por las bandas de un godo y gemía todavía bajo el peso de sus ultrajes. Y tras
la nueva, fueron llegando algunos de los que lograron escapar a la catástrofe. Veíase
La Ciudad De Dios San Agustín

desembarcar, en atuendo mísero y con la mirada turbada, a aristócratas fugitivos portadores


de los más ilustres apellidos romanos.

Se escuchaban sus relatos acerca de los actos de terror en la ciudad, los palacios
incendiados, los jardines de Salustio en llamas, la casa de los ricos, la sangre que
manchaba los mármoles de los foros, los carros de los bárbaros atestados de objetos
preciosos robados y maltrechos. Familias enteras habían quedado aniquiladas, habían sido
asesinados senadores, violadas vírgenes consagradas a Dios, y la anciana Marcela había
sido abandonada por muerta en su palacio del Ayentino, por no haber podido mostrar a los
bárbaros asaltantes ningún escondrijo de oro y haberles rogado solamente que respetaran el
honor de su joven compañera Principia. Se los oía con horror y se repetían por doquiera
sus relatos, mientras ellos, los últimos romanos, se daban prisa en abandonar la minúscula
ciudad portuaria y marchaban a Cartago, donde inmediatamente ocupaban otra vez
localidades en el teatro, y donde, con la presencia de los fugitivos romanos, la locura y
barahúnda eran mayores que antes. Pero la impresión de la caída de Roma no podía
borrarse fácilmente. El mundo parecía decapitado. "¡Cómo han caído las torres!", leían los
ascetas en Jeremías y pensaban en la torre de la muralla aureliana. "¡Qué solitaria está la
ciudad, antes populosa!", pensaban las gentes pías, cuando oían hablar del espantoso vacío
que siguiera al saqueo, de cómo aullaban los canes en los palacios desiertos, de cómo
salían los supervivientes, agotados por el hambre, después de cinco días de forzada
abstinencia, de las basílicas, y se daban la mano para sostenerse en pie por las calles
cubiertas de cadáveres, mientras chirriaban, camino del sur, por la Vía Apia, los carros
cargados de oro y plata y de jóvenes y muchachas cautivas. Es cierto que Alarico y sus
soldados no permanecieron más que tres días en la Ciudad eterna, después de haberla
saqueado a ciencia y conciencia; es cierto que se instituyó una fiesta conmemorativa para
celebrar el aniversario de su liberación. Con todo la caída de la capital tuvo una resonancia
inmensa y durable por todo el Imperio. Puede resultarnos hoy a nosotros un tanto difícil de
comprender: contemplada de lejos, la entrada de los bárbaros en la Ciudad eterna quizá no
nos parezca más que un incidente banal. La administración del Imperio, y el emperador
Honorio mismo, hacía varios años que ya no residían ahí. Retirados a Ravena, fortalecidos
detrás de una fuerte cintura de lagunas, se hallaban a buen recaudo desde el 404, y
dispuestos a proseguir, sin sentirse inquietados seriamente, aquellas bajas intrigas que
constituían lo esencial de sus preocupaciones cotidianas. Por lo demás, al cabo de pocos
años los mismos contemporáneos se dieron cuenta de que nada había cambiado en sus
costumbres, de que el Imperio sobrevivía a todas las catástrofes y de que no había lugar
para inquietarse por un desastre tan rápidamente reparado. Pero de momento no fue así.

Tremendamente sacudidos en sus ánimos paganos y cristianos pusiéronse por una vez de
acuerdo para plañir juntos las calamidades que les afectaban igualmente. Hacía largo
tiempo que venían, atribuyendo los primeros todas las desventuras de Roma al hecho de
que los cristianos hubiesen abandonado a sus antiguos dioses. Pero también estos
empezaron a repetir con otras palabras y en diferente sentido la misma cantinela: ¿"Dónde
están ahora las memoriae de los apóstoles?", oía decir el obispo a sus gentes. "¿De qué le
ha valido a Roma poseer a Pedro y a Pablo? Antes estaba en pie la ciudad, ahora ha caído".
Los que así murmuraban eran cristianos y no podía replicarles el prelado de Hipona, como
a los no cristianos, que un pagano como Radagaiso, que ofrecía puntualmente cada día
sacrificios a los dioses, fue vencido, y Alarico, que era cristiano, fue vencedor.
Difícilmente podía alegar esto ante cristianos descontentos. ¿No era Alarico arriano? ¿Y
tenía que caer la Ciudad eterna precisamente ahora cuando estaba ceñida por una corona de
sepulcros de mártires? El viejo pecado bíblico de la murmuración volvía a levantar cabeza

Página 2 de 2
La Ciudad De Dios San Agustín

entre aquellos fieles, presa del abatimiento, y no era permitido al pastor permanecer
callado.

Cuando, súbitamente y casi sin lucha, sucumbió la Ciudad, recibió Agustín las primeras
noticias, en una casa de campo en que, por prescripción médica, tenía que descansar un
verano enteró. Inmediatamente mandó una carta a Hipona, exhortando al pueblo y clero á
cooperar en vez de lamentarse, a acoger y vestir a los fugitivos que afluían, y a hacerlo
mejor de lo que lo hicieran antes. Y a las diversas quejas de los murmuradores les va a salir
al paso con argumentos exclusivamente cristianos, que dominan diferentes sermones de los
años 410 y 411. La catástrofe de Roma es una intervención divina. Dios es un médico que
corta la carne podrida de nuestra civilización. Este mundo es un horno en que la paja arde
al fuego; el oro, en cambio, sale purificado y ennoblecido. Es una prensa que separa el
aceite del deshecho sin valor; el deshecho es negro y tiene que desaguar por el canal. El
canal se pone así más sucio, pero el aceite sale más puro. Los que murmuran son el
deshecho; el que entra en sí y se convierte, es el aceite puro. El día de San Pedro y San
Pablo del año 411, diez meses después del saqueo, Agustín se dejó caer, como sin
pretenderlo, en el tema del destino de la Ciudad y la lamentación que no enmudecía nunca.
Y es su respuesta, que arranca de un pasaje de la Carta de San Pablo a los Romanos sobre
la relatividad de todo sufrimiento terreno, un soberano ejemplo de improvisación en el
púlpito: "Está escrito que los sufrimientos de este tiempo no pueden compararse con la
gloria por venir que ha de revelarse en nosotros. Si es así, que nadie de vosotros piense hoy
carnalmente. No es este el momento. El mundo ha sido sacudido, el hombre viejo
despojado, la carne prensada: dad, por tanto, libre curso al espíritu.

El cuerpo de Pedro está en Roma, dice la gente, el cuerpo de Pablo está en Roma, el cuerpo
de Lorenzo está en Roma, los cuerpos de otros muchos mártires están en Roma, y, sin
embargo, Roma está en la miseria, Roma está devastada, Roma está en la desolación; ha
sido pisoteada e incendiada. ¿Dónde están ahora las memoriae de los apóstoles? -¿Qué
dices, hombre? -Lo que he dicho: ¡Cuánta calamidad no está pasando Roma! ¿Dónde están
ahora las memorias de los apóstoles? -Allí están, allí están ciertamente, pero no en ti.
¡Ojalá estuvieran en ti! Tu, quienquiera que. seas, que así te expresas y tan neciamente
juzgas, quienquiera que tú seas, ¡ojalá estuvieran en ti las memorias de los apóstoles!
¡Ojalá te acordaras de ellos! Entonces verías si se les ha prometido dicha temporal o eterna.
Porque si la memoria del apóstol es realmente viva en ti, oye lo que dice: La ligera carga
de la tribulación temporal nos depara un peso grande sobre toda ponderación de gloria
eterna; porque lo que vemos es temporal y lo que no vemos es eterno. En Pedro mismo fue
temporal la carne y no quieres tú que sean temporales las piedras de Roma. Pedro reina con
el Señor, el cuerpo del apóstol Pedro yace en alguna parte, y su recuerdo ha de despertar en
ti el amor a lo eterno, para que no sigas pegado a la tierra, sino que, con el apóstol, pienses
en el cielo. ¿Por qué estás, entonces, triste y lloras porque se han derrumbado piedras y
maderos, y han muerto hombres mortales?... Lo que Cristo guarda, ¿se lo lleva acaso el
godo? ¿Es que las memoriae de los apóstoles tenían que haberos preservado para siempre
vuestros teatros de locos? ¿Es que murió y fue sepultado Pedro para que jamás caiga de los
teatros una piedra?" No, Dios obra con justicia y quita a los niños malos las golosinas de
las manos. Basta ya de pecar y murmurar. ¡Qué vergüenza que anden los cristianos
lamentándose de que Roma ha ardido en época cristiana. Roma ha ardido ya tres, veces:
bajo los galos, bajo Nerón y ahora con Alarico. ¿Qué sacamos de irritarnos? ¿Para qué
rechinar de dientes contra Dios, porque arde lo que tiene costumbre de arder? Arde la
Roma de Rómulo, ¿hay algo de extraño en ello? Todo el mundo creado por Dios arderá un
día. ¡Pero es que la ciudad perece cuando en ella se ofrece el sacrificio cristiano? ¿Y por

Página 3 de 3
La Ciudad De Dios San Agustín

qué fue arrasada su madre Troya, cuando se ofrecían los sacrificios a los dioses? Lo
sucedido ha sucedido porque el mundo tiene que meditar y, además, después de la
predicación del Evangelio, es mucho más culpable que antes. Por lo demás, aun cuando
Agustín no creía en la eternidad del Imperio, le resultaba difícil imaginar un mundo sin él.
El fin del uno era para él el fin del otro. No acertaba a divisar una edad media tras los
bárbaros. En este sentido su pensamiento era doblemente escatológico. Pero, según su
creencia, el Imperio había sido probado, que no cambiado; y, como esto había sucedido ya
incontables veces, Roma tenía aún la posibilidad de levantarse de nuevo. Claro que le
preocupaban más las almas inmortales que los reveses exteriores del destino.

Sus amonestaciones, a veces conmovedoras, contra una civilización que era la suya y que
en realidad, había construido algo más que teatros, le eran inspiradas por esta superior
solicitud. No se dirigían contra la ruina mayestática de una Roma agonizante, sino contra
los enanos de poca fe y murmuradores que, en el desierto cristiano del siglo Y, echaban de
menos tristemente la opulenta casa de la servidumbre, las ollas y cebollas del paganismo.
Entre los paganos, por su parte, era corriente la versión de que la caída de Roma no era
más que un castigo infligido por los dioses a aquellos que les habían vuelto las espaldas.
Lo cual no era otra cosa que enmarcar el suceso reciente en el marco de una antigua
polémica. Por Tertuliano y otros apologistas sabemos cómo hacían responsable a la nueva
religión de todas las catástrofes: desbordamientos del Tiber, sequías, temblores de tierra,
peste o hambre. Eran desgracias que, según ellos, no acontecieron cuando se ofrecían
sacrificios a los dioses de la ciudad; solo eran imputables a esta religión, enemiga de la re-
pública. Si hemos de creer al historiador, Zosimo, buen número de paganos se habrían
dirigido al prefecto de Roma, poco antes de que se produjese su toma por Alarico, a fin de
demandarle autorización para ofrecer de nuevo sacrificios. Y el papa Inocencio I se habría
avenido a hacer la vista gorda ante esta infracción a las leyes cristianas, con tal de que esos
sacrificios fuesen celebrados en privado, sin solemnidad externa. A lo que habrían
advertido los peticionarios que las ceremonias exigidas por los dioses no podían ser
eficaces para proteger a Roma si no se efectuaban públicamente en presencia del senado.
Naturalmente habría sido imposible satisfacer esta nueva exigencia y el asunto no pasó de
ahí.

Mas la ciudad había sido ocupada y esto había proporcionado a los paganos excelentes
pretextos para renovar sus lamentaciones, con más acritud que nunca: "Ha sido en tiempos
del cristianismo cuando Roma ha sido devastada, alegaban ellos, cuando el hierro y el
fuego han devastado Roma... Mientras nosotros pudimos ofrecer sacrificios a nuestros
dioses, Roma permanecía incólume, Roma estaba floreciente. En cambio hoy, cuando han
reemplazado vuestros sacrificios a los nuestros, cuando los ofrecéis por doquier a vuestro
Dios, cuando no se nos permite sacrificar a nuestros dioses, he ahí lo que ha sucedido a
Roma". Durante los primeros meses que siguieron al memorable saqueo, creyó Agustín
que bastaría con responder a todas las objeciones, de cualquier parte que viniesen, por
medio de su predicación, tanto más cuanto que los moradores de la capital se pusieron a
reparar las ruinas y a reanudar una existencia normal, mientras que los fugitivos refugiados
en Cartago y en toda África, seguían escandalizando con su indolencia y mala conducta.
Los ejemplos que ofrecían los habitantes de Roma y los refugiados no bastaban, sin
embargo, para aplacar a los adversarios del cristianismo, que siguieron acusando a la
doctrina cristiana: "Se tenía buen cuidado de hacer notar a los fieles, escribe el Santo, que
su Cristo no les había socorrido, y este argumento había hecho mella en muchos de ellos,
ya que nada permitía, en la catástrofe, pretender que Dios había hecho una discriminación
entre los buenos y los malos. Si nosotros, que somos pecadores, hemos merecido estos

Página 4 de 4
La Ciudad De Dios San Agustín

males, ¿por qué han sido muertos por el hierro de los bárbaros los servidores de Dios y
conducidas al cautiverio sus servidoras?

Las Escrituras prometen que por diez justos no hará perecer Dios la ciudad, ¿es qué no
había en Roma cincuenta justos? Entre tantos fieles, entre tantos religiosos, entre tantos
continentes, entre tantos siervos y siervas de Dios, ¿no se han podido hallar cincuenta
justos, ni cuarenta, ni treinta, ni veinte, ni diez?... Muchos han sido llevados cautivos,
muchos han sido muertos, muchos han sufrido diversas torturas. ¡Tantos horrores se nos
han contado! Y, a la inversa, entre los que han salvado la vida gracias al asilo cristiano, no
pocos eran paganos. ¿Por qué se extiende esa divina misericordia hasta a los impíos y a los
ingratos?" En el grupo de paganos que más animosidad mostraban entonces contra el
cristianismo figuraba un rico individuo de Roma llamado Volusiano. Era hermano de
Albina y tío de Santa Melania, la joven. Esta notable familia romana ofrecía un espectáculo
un tanto extraño desde el punto de vista religioso. El padre, Probo, que vemos discurrir en
las Saturnales de Macrobio, había sido el amigo íntimo de Símaco y pontífice de la diosa
Vesta. Sus primas Marcela y Asela habían convertido en convento su palacio del Aventino,
y más tarde en escuela bíblica, bajo la dirección de San Jerónimo. Sus dos hijas, Albina y
Leta, eran cristianas fervorosas, y el antiguo pontífice pagano veía a la pequeña Paula,
consagrada a Dios desde jovencita, saltar sobre sus rodillas balbuceando el Aleluya de
Cristo. Volusiano, a ejemplo de su padre, permanecía alejado del cristianismo y
multiplicaba contra él las objeciones. En conversaciones con sus amigos pretendía que "de
ninguna manera convienen al Estado la predicación y la doctrina cristiana, porque
preceptos como no devolver a nadie mal por mal, presentar la otra mejilla a quien te
abofetea en la derecha, dejar también el manto a quien quiere litigar contigo para arrebatar
la túnica y caminar dos millas con quien te ha contratado para una, son nefastos para la
conducta del Estado, y se oponen al bien de la República.

Si el enemigo arrebata una provincia del Imperio, ¿habrá que renunciar a reconquistarla
con las armas? Si han sobrevenido tales desventuras al Estado, es evidente que la culpa la
tienen, los emperadores cristianos por observar la religión de Cristo". El tribuno Marcelino,
gran amigo y sostén de Agustín en la lucha, contra el donatismo el mismo que presidiera
en junio del 411 la magna conferencia entre obispos católicos y los de aquella secta-, está
al tanto de tales reproches y se dirige, impresionado, al Santo para ponerle al corriente de
las ideas que circulaban en los medios frecuentados por Volusiano, y para preguntarle qué
clase de respuesta habría que dar a esas interrogaciones. También Volusiano había entrado
ya en relación con Agustín y le escribía, por su parte, proponiéndole nuevas objeciones
sobre la encarnación del Hijo de Dios, en nombre propio y en el de un grupo de amigos. A
entrambos corresponsales dirige el de Hipona sendas misivas extensas y bien
documentadas. En la que envía a Marcelino hace notar que la impugnación se vuelve
contra sus autores.

Criticando la mansedumbre y generosidad de Cristo, critican igualmente los paganos a sus


más grandes escritores: "¿No escribió Salustio de los grandes hombres que gobernaron y
engrandecieron la República, que preferían perdonar las injurias a vengarlas? ¿No alabo
Cicerón a César por no saber olvidar más que una cosa: las ofensas? "Cuando leen esto en
sus autores, aclaman, aplauden... Y he aquí que oyendo la misma enseñanza, por mandato
de la autoridad divina, acusan a nuestra religión de ser enemiga del Estado". Llegado al
final de su carta, se da cuenta el autor de que se ha extendido demasiado, aunque no tanto
como lo reclamaría la importancia del asunto. Ruega a Marcelino que recoja otras
objeciones, que "yo responderé a ellas, con la ayuda de Dios, en nuevas cartas o con

Página 5 de 5
La Ciudad De Dios San Agustín

libros". Palabras éstas últimas que encierran una especie de promesa y responden fielmente
a los deseos expresados por Marcelino, cuando pedía a su amigo de Hipona que, para
responder cabalmente a Volusiano, escribiera algún libro, que, eran sus palabras, "sería de
enorme utilidad en las presentes circunstancias". Y, en efecto, iba a responder a Volusiano
y a los paganos todos, no en una carta dirigida a algún individuo en particular, sino en un
libro para el público de entonces y del porvenir: iba a componer La Ciudad de Dios. La
correspondencia entre Agustín de un lado y Volusiano y Marcelino de otro, tuvo lugar en
el curso de los primeros meses del 412. Es decir, que había transcurrido año y medio desde
la toma de Roma por Alarico y que las dificultades específicas que planteara tan sonado
acontecimiento, habían perdido ya mucha de su virulencia.

El año 411 se le había pasado al obispo de Hipona; parte en los preparativos para la
conferencia con los donatistas, parte en poder llevar a la práctica los resultados logrados en
el curso de aquella discusión. No pudo encontrar reposo para ocuparse detenidamente de
problemas apologéticos. Sólo al año siguiente pudo estar dispuesto para emprender la
redacción de la obra acariciada. Por lo que no hay que tomar en sentido demasiado estricto
lo que leemos en las Retractaciones: "En el entretanto fue destruida Roma por la invasión e
ímpetu arrollador de los godos, acaudillados por Alarico. Fue aquel un gran desastre. Los
adoradores de muchos falsos dioses, a quienes llamamos paganos de ordinario, empeñados
en hacer responsable de dicho desastre a la religión cristiana, comenzaron a blasfemar del
Dios verdadero con una acritud y un amargor desusado hasta entonces. Por lo que yo,
ardiendo en celo por la casa de Dios, decidí escribir estos libros de la Ciudad de Dios
contra sus blasfemias o errores. La obra me tuvo ocupado algunos años, porque se me
interponían otros mil asuntos que no podía diferir y cuya solución me preocupaba
primordialmente."

En conjunto, los recuerdos que evoca San Agustín en esta información son exactos, pero
incompletos. No nos dice que las primeras objeciones lanzadas después del saqueo de
Roma partieron de los cristianos mismos. No habla más que de los paganos, lo que le
permite justificar el carácter marcadamente apologético de su obra. No explica; sobre todo,
por qué se ha visto obligado a responder a dificultades especiales, surgidas a propósito de
un pasajero acontecimiento histórico, con una obra inmensa, que comporta una vista de
conjunto sobre la historia del universo desde la creación de los ángeles, o la historia de la
humanidad desde la creación de Adán, y que se desarrolla hasta los últimos días del
mundo. En realidad, es lícito pensar que San Agustín abrigaba desde hacía muchos años el
deseo de escribir esta vasta obra sobre la ciudad de Dios, o, más exactamente, sobre las dos
ciudades que se reparten hoy día el imperio del mundo. Durante largo tiempo no pudo
llevarlo a la práctica.

La caída de Roma, los deseos de Marcelino le impulsaron a poner manos a la obra. Pero en
su proyecto no se trataba únicamente de descartar algunas dificultades pasajeras; había que
mostrar la conducta de la Providencia en los asuntos de este mundo, y es preciso subrayar
el hecho de que, desde las primeras palabras de su prefacio a Marcelino, indica con toda
precisión la finalidad que se ha propuesto y hasta los grandes lineamientos del plan que
pretende seguir, al paso que no desliza la más mínima alusión en ese prefacio a la caída de
Roma: "He emprendido, a instancias tuyas, carísimo hijo Marcelino, en esta obra que te
había prometido, la defensa, contra aquellos que anteponen sus dioses a su Fundador, de la
gloriosísima Ciudad de Dios considerada, tanto en el actual curso de los tiempos, cuando,
viviendo de la fe, realiza su peregrinación en medio de los impíos, como en aquella
estabilidad del descanso eterno, que ahora espera por la paciencia, hasta que la justicia se

Página 6 de 6
La Ciudad De Dios San Agustín

convierta en juicio, y luego ha de alcanzar por una suprema victoria en una paz perfecta.
Grande y ardua empresa. Pero Dios es nuestro ayudador. Por lo cual también de la Ciudad
terrena, que en su afán de dominar, aunque le estén sujetos los pueblos, está dominada ella
por la pasión de la hegemonía, será menester hablar, sin omitir nada de lo que reclama el
plan de esta obra ni de lo que me permita mi capacidad."

Es verdad que los primeros libros de la obra y, sobre todo, los capítulos iniciales del primer
libro se destinan a refutar las objeciones particulares provocadas por la toma de Roma.
Pero enseguida se da uno cuenta de que esas objeciones apenas interesan ni al autor ni a
sus eventuales lectores. Estos casi se han olvidado ya de las catastróficas jornadas del 410.
Han transcurrido dos años desde entonces; los refugiados regresaron a la Península, la vieja
capital renació de sus cenizas. Agustín persigue un designio más vasto, precisado ya al
final del primer libro: "Recuerde la Ciudad de Dios que entre sus mismos enemigos están
ocultos algunos que han de ser conciudadanos, porque no piense que es infructuoso,
mientras aún anda entre ellos, que los soporte como enemigos hasta el día en que llegue a
acogerlos como creyentes. Del mismo modo que en el curso de su peregrinación por el
mundo, la Ciudad de Dios cuenta en su seno con hombres unidos a ella por la participación
de los sacramentos, que no compartirán con ella el destino eterno de los santos... De hecho,
las dos ciudades están mezcladas y entreveradas en este mundo hasta que el último juicio
las separe. Quiero, pues, en la medida en que me ayude la gracia divina, exponer lo que
estimo deber decir sobre su origen, su progreso y el fin que les espera." Vastísimo es el
programa así trazado: largos años necesitaría el Santo para llevarlo a cabo. * * * Obra de
circunstancias, como casi todas las suyas, La Ciudad de Dios es un gigantesco drama
teándrico en veintidós libros, síntesis de la historia universal y divina, sin duda la obra más
extraordinaria que haya podido suscitar el largo conflicto que, desde el siglo I al siglo VI,
colocó frente a frente al mundo antiguo agonizante con el cristianismo naciente.

Obra imperfecta, ciertamente, repleta de digresiones, de episodios, de demoras, de


prolongaciones, en la que no todo es del mismo trigo puro. La proyección, en el más allá
del espacio y del tiempo, de lo que el Santo sabe por haberlo experimentado él mismo, en
un presente cargado de su propio pasado y de su propio porvenir, le, llevó a
consideraciones aventuradas, discutibles o francamente erróneas. Pero la obra resulta de
una excepcional calidad por el plan que la inspira, y de un inmenso alcance por las
perspectivas que abrió a la humanidad. En las Retractaciones resume así el autor el plan
que ha seguido al escribir el De Civitate Dei: "Los cinco primeros libros refutan la tesis de
los que hacen depender la prosperidad terrestre del culto dedicado por los paganos a los
falsos dioses y pretenden que, si surgieron tantos males que nos abaten, es porque ese culto
fue proscrito. Los cinco libros siguientes se alzan contra los que aseguran que estas
desgracias no han sido ni serán perdonadas jamás a los mortales, que unas veces, terribles
y otras soportables, se diversifican según los lugares, los tiempos, las personas, pero que
sostienen por otra parte, que el culto de una multitud de dioses con los sacrificios que se les
ofrecen, son útiles para la vida futura después de la muerte.

Estos diez primeros libros son, por tanto, la refutación de las opiniones erróneas y hostiles
a la religión cristiana. Pero para no exponerme al reproche de haber refutado únicamente
las ideas ajenas sin establecer las nuestras, consagramos a esta última tarea la segunda
parte de la obra, que comprende doce libros. Por lo demás, incluso en los diez primeros, no
hemos dejado de exponer nuestros puntos de vista, allí donde era necesario, al igual que en
los doce últimos hemos tenido que refutar también las opiniones adversas. Por
consiguiente, de estos doce libros, los primeros tratan del origen de las dos Ciudades, la de

Página 7 de 7
La Ciudad De Dios San Agustín

Dios y la, del mundo; los cuatro siguientes explican su desenvolvimiento o su progreso, y
los cuatro últimos los, fines que les son asignados. El conjunto de estos veintidós libros
tiene por objeto las dos Ciudades. Sin embargo, recibieron su título de la mejor de las dos;
por eso preferí titularlos La Ciudad de Dios." En carta dirigida a los monjes Pedro y
Abraham, escrita entre 417 y 419, es decir, cuando aún faltaba mucho para dar remate a la
obra, pero cuando ya había avanzado el trabajo lo suficiente como para que fuese posible
prever la continuación, el obispo de Hipona da los siguientes informes sobre las ideas
directrices que ha seguido: "He terminado ya diez volúmenes bastante extensos. Los cinco
primeros refutan a aquellos que defienden como necesario el culto de muchos dioses y no
el de uno solo, sumo y verdadero, para alcanzar o retener esta felicidad terrena y temporal.
Los otros cinco van contra aquellos que rechazan con hinchazón y orgullo la doctrina de la
salud y creen llegar a la felicidad que se espera después de esta vida, mediante el culto de
los demonios y de muchos dioses. En los tres últimos de estos cinco libros refuto a sus
filósofos más famosos.

De los que faltan, a partir del undécimo, sea cual fuere su número, ya he terminado tres, y
traigo entre manos el cuarto. Contendrán lo que nosotros sostenemos y creemos acerca de
la Ciudad de Dios. No sea que parezca que, en esta obra, sólo he querido refutar las
opiniones ajenas y no proclamar las nuestras." La Ciudad de Dios, pues, divídese en dos
partes: la una negativa, de carácter polémico contra los paganos (libros I-X), subdividida, a
su vez, en dos secciones: los dioses no aseguran a sus adoradores los bienes materiales (I-
V); menos todavía les aseguran la prosperidad espiritual (VI-X); -la otra positiva, que
suministra la explicación cristiana de la historia (libros XI- XXII), subdividida asimismo
en tres secciones: origen de la Ciudad de Dios, de la creación del mundo al pecado original
(XI- XIV); historia de las dos ciudades; que progresan la una contra la otra y, por así
decirlo, la una en la otra (XV-XVIII); los fines últimos de las dos ciudades (XIX-XXII) Y
es obvio que San Agustín se propuso desde un principio tratar en su conjunto la historia de
las dos ciudades, desde su origen a su consumación final; la sola mención de la Ciudad de
Dios en la primera línea de la obra, bastaría para confirmarlo. Cuando comenzó su trabajo
sabía ya muy bien el Santo lo que quería hacer y que no se proponía tan solo, ni siquiera
principalmente, tomar la defensa de la religión cristiana contra: sus acusadores más o
menos malévolos, sino que quería recordar en su conjunto la maravillosa historia de la
Ciudad de Dios.

En el año 412 hacía ya mucho tiempo que el autor venia meditando acerca de la oposición
de las dos ciudades; la toma de Roma y el recrudecimiento de la oposición solamente le
empujaron a no retardar más una obra de cuyo contenido estaba bien compenetrado. No
cabe la menor duda de que fue el propio Agustín quien dividió su obra en veintidós libros.
En todo momento habla, indicando la cifra, de los libros que constituyen La Ciudad de
Dios, y sus divisiones son exactamente las que nos ha transmitido la tradición manuscrita.
Por lo demás, al obrar así no hizo más que conformarse a un uso tradicional que
correspondía a exigencias de orden material. Un libro basta para llenar un papiro de
dimensión corriente; cuando se llena el papiro se acaba el libro. Una obra poco extensa no
lleva, pues, más que un solo libro; una obra importante cuenta con varios. Así es como
Agustín declara, al fin de las Retractaciones, que ha compuesto hasta la fecha noventa y
tres obras, o sea doscientos treinta y dos libros.

El libro es así, por la fuerza de las cosas, la unidad fundamental, y debe leerse, si no de un
tirón, al menos como formando un todo cuyas partes son inseparables una de otra. Más
difícil es determinar si fue también él quien dividió los libros en capítulos. Y más todavía

Página 8 de 8
La Ciudad De Dios San Agustín

si fue el autor de los títulos que preceden a cada uno de los capítulos. Lo cierto es que están
muy lejos de ser recientes esos títulos y su uso se fue imponiendo progresivamente. Vamos
a dar a continuación el contenido sumario de la obra, tal como lo resume M. Bendiscioli.
Las devastaciones y estragos efectuados por los godos no han dañado lo que
verdaderamente vale; a lo más han constituido una prueba saludable y una advertencia
elocuente para los cristianos demasiado apegados a los bienes terrenales (libro I). Los
males morales y los males físicos afligieron también a la humanidad cuando el culto de los
dioses estaba en pleno vigor y aun no existía el cristianismo.

La prosperidad y el incremento del Imperio romano no pueden haber sido obra de los
dioses venerados por los romanos: basta examinar la mitología para comprobar su
incoherencia y puerilidad. No son los falsos dioses, sino el Dios único y verdadero quien
distribuye los reinos según sus designios, que no por estar ocultos para nosotros son menos
verdaderos. Es la Providencia divina, no el azar epicúreo, ni el hado estoico, quien ha
otorgado a Roma su imperio en premio a sus virtudes, naturales y como indemnización por
la felicidad eterna que nunca hubiera conseguido. El celebrado celo de los romanos por su
patria terrena ha de ser aviso y ejemplo para los cristianos al aspirar a la patria celestial (II-
V) Esta primera sección va enderezada contra los qué opinan que se debe adorar a los
dioses con miras a alcanzar los bienes materiales, es decir, contra el vulgo. En la segunda
sección de la primera parte -consagrada a la polémica antipagana pasa a refutar a los que
afirman que se debe practicar el culto de los dioses para obtener la felicidad ultraterrena.
Estos son filósofos y por eso la polémica va dirigida principalmente contra ellos; y, sobre
todo, contra su tentativa de justificar de algún modo el núcleo de la religión popular. El
más autorizado de estos defensores es Varrón. San Agustín piensa que basta con refutar las
justificaciones de este eminente teólogo pagano para dar por demolida la pretensión pagana
de asegurar con el politeísmo la felicidad ultraterrena (VI-VII). Pero los filósofos no se han
limitado a esto; han intentado, además, elaborar una teoría de los dioses, diversa de la de
los poetas, y de las instituciones públicas. Una "teología natural" que Agustín reconstruye
y pulveriza, siguiendo la trayectoria del pensamiento griego, desde los milesios a Platón y
195 neoplatónicos (VIII-X).

El motivo fundamental de la polémica es: para los presocráticos, la incomprensión de la


inmaterialidad de Dios y de su cualidad de Creador; para Platón, la ignorancia del hecho de
la Redención y de todo el contenido de la Revelación cristiana; para los neoplatónicos, la
imposibilidad de conciliar su demonología con la omnipotencia y la perfección divinas. En
la segunda parte, el autor pasa de tratar el problema casi exclusivamente de modo polémico
y negativo, a tratarlo; ante todo, de modo expositivo y dogmático. No basta demostrar la
incoherencia y lo infundado del culto politeísta; es menester probar que, en efecto, toda la
verdad se encuentra en el cristianismo, y cómo él satisface a un mismo tiempo al corazón y
a la inteligencia, y es verdaderamente el camino de liberación del mal y de la, infelicidad.

He aquí, pues, la descripción cristiana del mundo, no tanto del físico como del moral,
basado en la aspiración a la felicidad. Esta descripción se desarrolla en tres fases. Primero
se discute el origen de la sociedad en general, de la "ciudad", principiando por examinar el
comienzo absoluto de lo que no es Dios, es decir, la creación, y aclarando así que con ella
ha tenido origen el tiempo, que es el surco señalado por la mutabilidad de las criaturas; de
aquí viene la consideración del origen y de las características de las dos ciudades del culto;
la creación de los ángeles (Ciudad de Dios) y el origen de la de los malvados, con la
rebelión de los ángeles soberbios y sus consecuencias en la vida humana y su destino (XI),
ya que la historia de las dos ciudades entre los hombres tiene como preámbulo necesario la

Página 9 de 9
La Ciudad De Dios San Agustín

de las dos ciudades ultraterrenas: de los ángeles felices sujetos a Dios con sumisión y amor
y de los demonios desventurados y rebeldes.

En la caracterización de la ciudad terrena tienen extensa parte tres cuestiones: la del mal,
que se explica como una deficiencia de perfección y cuya causa se achaca a un desvío de la
voluntad respecto al bien supremo, que es Dios, hacia el individuo; la cuestión de la muerte
en su sentido relativo (separación del alma del cuerpo: primera muerte) y en su sentido
absoluto (muerte del alma: segunda muerte), con su separación sin remedio de Dios (XII);
y la cuestión del pecado original, de su naturaleza (desobediencia y orgullo), de sus
manifestaciones (rebelión de la carne, concupiscencia, debilitamiento de la voluntad), y de
sus efectos principales (XIII). Estos efectos pueden advertirse en toda la vida psíquica, que
se muestra trastornada y perturbada por el predominio de las pasiones; es significativo a
este respecto el sentimiento del pudor (XIV).

La segunda fase es la que considera los desarrollos de las dos ciudades: de la carnal,
fundada en el amor de sí mismo, y de la espiritual, fundada en el amor de Dios. Cada una
posee su propia manera de vivir y de gozar. La ciudad terrena finca su residencia y su
felicidad relativa aquí abajo; la ciudad de Dios está sobre la tierra meramente de paso, en
espera de la felicidad celeste. La ciudad terrena procede del fratricidio de Caín, mientras
que la de Dios remonta sus comienzos hasta Abel. Cada una continúa en la serie de las
generaciones que enumera la Biblia desde el Diluvio (XV), pasando por Abraham, Isaac,
Jacob, Moisés, los Jueces (XVI), mientras se afirman las grandes monarquías de Babilonia
y de Asiria. Y ello con un permanente significado simbólico, ya que las vicisitudes de Noé,
de los Patriarcas, de Moisés y de otros personajes bíblicos semejantes prefiguran
místicamente la ciudad de Dios en su peregrinación. Lo mismo vale para la época de los
profetas, que señala el momento culminante y la crisis irreparable de Israel, realidad y
símbolo al mismo tiempo de la ciudad de Dios.

También aquí el significado simbólico profético predomina sobre el histórico (XVII). La


ciudad terrena se desenvuelve, después de Noé y la dispersión de los pueblos, en las
grandes monarquías orientales, de las cuales el autor da noticia valiéndose de la Crónica de
Eusebio de Cesarea, en los reinados helénicos y en la Roma antigua; para esto se sirve
prudentemente de Varrón. Aquí queda subrayado el carácter mixto de la historia humana,
la imposibilidad de distinguir en ella la ciudad terrena de la ciudad celeste, que siguen
siendo dos realidades metafísicas, cuya separación empírica, sensible, queda reservada al
juicio final de Dios. Esto vale, de modo particular, para los primeros siglos de la era
cristiana, en que la Iglesia, la Ciudad de Dios, vive mezclada con la ciudad del mundo,
hasta el punto de albergar en ella también hombres carnales, aunque tal vez deseosos de
redención. De ahí las persecuciones, las herejías, los escándalos que, con todo, tienen su
función beneficiosa sobre la ciudad de Dios metafísica: sus santos (XVIII). La tercera fase
se refiere al resultado final de las dos ciudades: felicidad eterna para la una, infelicidad
también eterna para la otra. Aquí (XIX) se vuelve a tratar extensamente la cuestión de la
verdadera naturaleza de la felicidad y de su carácter necesariamente transcendental, divino.
De aquí la confutación de los estoicos, que presumían arribar a ella por sus propios medios:
la vida humana, vista con ojos realistas, es desorden, apasionamiento, violencia. La
racionalidad y la paz no son de este mundo, ni es aquí donde las cosas reciben su
valoración definitiva.

Esta depende del juicio futuro de Dios (XX). A su luz, el vicio se revelará como tal,
aunque aquí abajo se presente con el aspecto fascinador de la virtud y de la felicidad. Nada

Página 10 de 10
La Ciudad De Dios San Agustín

seguro se sabe acerca de cuándo vendrá ni cómo se desarrollará. Desde luego, el juez será
el Cristo glorioso, y la última fase de la historia humana estará muy agitada por luchas
espirituales y acontecimientos físicos gigantescos; y ciertamente el fin y el juicio
representaran una regeneración, una palingenesia del mundo. Entonces tendrá lugar
también la distinción real de las dos ciudades. A la ciudad del mundo tocará una eternidad
de dolor, a la vez moral y físico (XXI); eternidad de pena contra la cual no valen ni las
objeciones físicas derivadas de la pretendida imposibilidad de un fuego que no se consume,
ni las morales, que dependen de una presunta desproporción entre un pecado temporal y un
castigo eterno: la gravedad del cual será, no obstante, proporcionada en intensidad a la
entidad de la culpa.

En cambio, a los santos quedará reservada la bienaventuranza eterna (XXII); no sólo para
las almas en la contemplación de Dios, sino para los propios cuerpos que resucitarán a una
vida real, aunque diversa de la terrena. La forma de la resurrección no está clara; pero, el
hecho, a pesar de las objeciones de los platónicos, es cierto; como es seguro que, aun
siendo la Ciudad de Dios en primer lugar obra de la predestinación divina, no es
indiferente para ella la orientación del libre albedrío humano. La observación de la vida
psíquica podrá dar a entender cuál ha de ser la bienaventuranza eterna como satisfacción de
las exigencias positivas del hombre. Ella será, por lo tanto, el gran sábado, la paz suprema
en el reino de Dios. Tal es, en resumen, esta gran obra de la antigüedad cristiana, síntesis
amplísima que abarca la historia de toda la raza humana y sus destinos, en términos de
tiempo y eternidad, y en la que se plantea decididamente, la cuestión de las relaciones entre
el Estado y la sociedad humana en general, según los principios cristianos.

En consecuencia su influjo en el desarrollo del pensamiento europeo tiene una importancia


incalculable. Osorio y Carlomagno, Gregorio I y Gregorio VII, Santo Tomás y Bossuet,
todos sin excepción, la han conceptuado como la expresión clásica del pensamiento,
político cristiano y de la actitud cristiana frente a la historia. Y en los tiempos modernos
sigue conservando su vigencia. De todos los escritos de los Santos Padres es el único que
el historiador secular no se atreve a desdeñar de forma definitiva, y el siglo XIX opinó que
esa obra justifica que se considere a San Agustín como el fundador de la filosofía de la
historia. Ciertamente La Ciudad de Dios no es una teoría filosófica de la historia en el
sentido de inducción racional de los hechos históricos. No descubre nada nuevo sobre la
historia, considerando ésta sencillamente como el resultado de una serie de principios
universales. Lo que San Agustín nos ofrece es una síntesis de historia universal a la luz de
los principios cristianos. Su teoría de la historia procede estrictamente de la que tiene sobre
la naturaleza humana, que a la vez deriva de su teología de la creación y de la gracia.

No es teoría racional si se considera que se inicia y termina con dogmas revelados; pero sí
es racional por la lógica estricta de su procedimiento e implica una teoría definidamente
filosófica y racional sobre la naturaleza de la sociedad y de la ley, y la relación entre la
vida social y la ética. San Agustín leyó en su experiencia propia la verdad universal que en
ella estaba contenida. Leyó, en el presente que es, el misterioso presentimiento del porvenir
que no es todavía, y que, no obstante, como el pasado que no es ya, revive y se perpetúa en
la imagen presente de la memoria, existe ya, y nos es presente por sus causas y por sus
signos precursores, como dice en las Confesiones. La Ciudad de Dios extiende a la
humanidad el tiempo que él había percibido en su interior: este tiempo, ambivalente, que es
el del envejecimiento y de la espera, de la dominación del pecado y de la liberación del
alma, resuelve su dualidad por la mediación del Verbo encarnado, en el advenimiento de
esa plenitud de los tiempos que reunirá todas las cosas en Jesucristo. Inmensa esperanza

Página 11 de 11
La Ciudad De Dios San Agustín

que recorre el universo, que lo sacude, que le hace presente en cada instante el fin de su
progreso, que le salva de sus calamidades y de sus caídas, puesto que todas, y el pecado
mismo con sus consecuencias, concurren, por caminos misteriosos, sólo de Dios
conocidos, al advenimiento del Reino sustraído al envejecimiento, ya que, en lo eterno, hay
coincidencia de lo temporal y de lo intemporal, de las existencias y de las esencias, en el
seno del Ser que permanece. La distensio misma de nuestro tiempo en nosotros se
encamina a ello por la tensio o la intentio del alma, que es una extensio animi ad superiora,
que reúne en sí las cosas pasadas, presentes y futuras. Imagen lejana, porque el acto de
sobrepasar el tiempo es don de Dios, pero imagen ejemplar y real, como se ve por la
Iglesia, que está en el tiempo aun siendo eterna. Añadamos a esto que se encuentra en La
Ciudad de Dios el primer ensayo grandioso y coherente de coordinar la marcha de los
acontecimientos y el progreso de la humanidad con la lucha incesante entre los hombres
esclavos del hombre y los hombres que son los servidores de Dios. Desde este punto de
vista, la vida de la humanidad entera se ostenta como un maravilloso poema que se
desarrolla a lo largo de los siglos -saeculorum tanquam pulcherrimum cermen (XI, 18)-.
Poema del que uno mismo no puede recorrer sus páginas sin sentir un inmenso amor y una
intensa admiración por el modulador inefable que creó el mundo con el tiempo, que regula
su orden y sus armonías, poniendo de acuerdo los contrarios y adaptándolos a los tiempos.

Este Dios que ve y quiere y mueve todos los seres inmutablemente, que creó todas las
cosas por bondad, tanto las pequeñas como las grandes, señalándolas todas, y en primer
lugar al alma humana, con la impronta de la Trinidad divina. En esta historia, ni el azar o
lo que con este nombre denominamos, ni el destino o la fortuna representan papel alguno,
ni los designios o las pasiones de los hombres son los que disponen; porque todo, en último
término, está ordenado a Dios y entra en sus planes, sin que su presencia constriña la
libertad del hombre y su libre elección. Es decir, que no hay otras causas eficientes que las
causas voluntarias, dependientes todas ellas de la voluntad de Dios; pues no tienen más
eficacia que la que Dios les presta. Siempre son, al mismo, tiempo, actuantes y actuadas;
únicamente Dios hace y no es hecho. Causa itaque rerum, quae facit non fit, Deus est; aliae
vero causae et faciunt et fiunt. Después de lo cual, una vez que la causalidad haya
terminado su trabajo, Dios descansará, y estaremos nosotros mismos en la paz. Veremos y
amaremos, amaremos y alabaremos en el Reino sin fin.

Así, quiéralo o no lo quiera el hombre, tome o no conciencia de ello, se preste por su


concurso o por su resistencia, de todo lo cual Dios extrae igualmente partido, todo progreso
de la humanidad se realiza en el sentido de un aumento de la ciudad celeste a expensas de
la ciudad terrena, o, como dirá el poeta Baudelaire, de una disminución de las huellas del
pecado original. Noción singularmente más profunda y más próxima a nosotros, observa
con justicia Rudolf Eucken, que la concepción hegeliana de un devenir inmanente, y, con
mucha más razón, que su contrapartida marxista de un materialismo histórico, que no
retiene de los hechos más que su apariencia externa o una imagen parcial, con frecuencia
deformada. En la visión agustiniana, son retenidos todos los elementos, pero colocados en
su lugar debido, y reciben su sentido de la conducta invisible de Dios, cuyos eternos
designios transcurren en la duración al igual que la gracia se incorpora a la naturaleza, sin
privarle en nada de su espontaneidad, ni al hombre de su libertad, sino, por el contrario,
perfeccionándola, de tal suerte que ser plenamente libre para el hombre es obedecer a los
designios de Dios. Es La Ciudad de Dios la obra que expresa, mejor que ninguna otra, la
polifacética personalidad de San Agustín, a un mismo tiempo exegeta, metafísico,
psicólogo y teólogo. En ella confluyen, emergiendo de cuando en cuando, los motivos de
obras precedentes, que han formado tanta parte de la vida intelectual y religiosa del Padre

Página 12 de 12
La Ciudad De Dios San Agustín

africano: el antimaniqueismo y el antiplatonismo del De la verdadera religión y de las


Confesiones; el antidonatismo y el antipelagianismo que nutren las largas digresiones
acerca de los problemas internos de la Iglesia.

En ella todo es orgánico. Reanudada y abandonada mil veces, su redacción se lleva a cabo
entre el 412 y el 426, y se presenta sobrecargada por las polémicas circunstanciales. Si no
es, repetimos, una filosofía de la historia -de la historia San Agustín conocía muy poco-, sí
es una metafísica de la sociedad, es decir, una determinación de lo permanente en lo
mudable de las conductas humanas, de las fuerzas secretas que deciden el diverso
comportamiento de individuos y naciones. Lo que en las Confesiones hiciera para el
individuo, reduciendo el drama de los afectos y de las inquietudes del hombre en particular
al drama Dios-Hombre, lo hace San Agustín en el De civitate Dei acentuando los
elementos propiamente teológicos y bíblicos.

Sólo que aquí las pasiones y las ambiciones son las desencadenadas por la primera
voluntad humana, la de Adán, que se ha preferido a Dios. Aquí la gracia redentora libera
no sólo a Agustín sino a todos los hombres, llamados, a la salvación de la "masa de los
pecadores" en Adán. La lucha entre las dos ciudades, que, estriba respectivamente sobre el
amor sui y el amor Dei, es el reflejo social de la lucha entre el viejo y el nuevo Adán en
cada uno de nosotros. * * * Hemos indicado que el de Hipona empleó no menos de catorce
años en la redacción de la que no pocos consideran su obra maestra, La Ciudad de Dios.
Del 412 al 426 trabajó en este grandioso libro, sin descuidar por ello sus habituales tareas
episcopales, sin remitir en lo más mínimo en su cara ocupación de predicar la palabra
divina y sin que sufriese mengua su siempre copiosa correspondencia. Le vemos durante
esos años desplazarse, para no perder la costumbre, en largos y fatigosos viajes. Son los
años de la áspera pugna pelagiana y aún no han concluido las enojosas disputas con los
empecinados donatistas. Y todavía le queda tiempo para sostener prolongadas conferencias
con el español Paulo Orosio, que tan bien asimilara en su Historia las lecciones del
maestro, para discutir con Emérito de Cesárea y para conseguir la retractación del monje
francés Leporio. Y, lo que es más asombroso, para componer otras muchas obras de la más
varia doctrina. Porque, alternando con la composición de La Ciudad de Dios, brotaron de
su pluma más de una veintena de diversos tratados, tales como Sobre el origen del alma,
Contra los priscilianistas y los origenistas, Sobre la presencia de Dios, De la gracia de
Cristo y del pecado original, Contra un adversario de la ley y de los profetas, Contra la
mentira, De la fe, de la esperanza y de la caridad, De los matrimonios adúlteros, De las
bodas y de la concupiscencia, Contra Gaudencio, Cuestiones sobre el Heptateuco, por
enumerar algunos.

Ateniéndonos al orden seguido en La Ciudad de Dios, y tomando en cuenta algunos datos


contenidos en la misma, podríamos rastrear las etapas de su redacción sin necesidad apenas
de apoyarnos en argumentos extrínsecos. Aquel gran amigo del Santo, el tribuno
Marcelino, cuya epístola fue el motivo determinante para la composición de esta magna
obra a él dedicada, pereció ejecutado en septiembre del 413, acusado de atentar contra la
seguridad del Estado. Antes de su muerte habían sido concluidos y publicados los tres
primeros libros. El autor mismo nos informa, a punto de terminar el quinto, de que ha
editado por separado estos tres libros y la dedicatoria a Marcelino precisa la fecha de su
aparición. Nos da cuenta asimismo, del éxito alcanzado por su obra, que, asegura, circula
sin cesar de mano en mano. Que esos tres primeros libros tuvieron una entusiasta acogida
nos lo confirma un testimonio de fines del 414; una carta dirigida a San Agustín por el
vicario de África, Macedonio, dándole cuenta de los sentimientos y reflexiones que en él

Página 13 de 13
La Ciudad De Dios San Agustín

ha suscitado la lectura de las primicias de su obra: "He acabado de leer tus libros, le
escribe. Me han entusiasmado hasta el punto de alejar de mí todas mis restantes
preocupaciones.

Muchos son los aspectos que me han sorprendido, de tal suerte que no sé qué admirar más,
si la perfección del sacerdocio, o las doctrinas filosóficas o el pleno conocimiento de la
historia o lo agradable de la elocuencia.. Los espíritus más neciamente obstinados han
tenido que convencerse, a la vista de los siglos felices cuyo recuerdo evocan, de que peores
acontecimientos han tenido lugar... Tú te has servido del ejemplo más conmovedor de las
recientes calamidades; aunque has fundado sólidamente tu argumentación, yo hubiera
preferido, de haber sido posible, que no le hubieras concedido tanta importancia. Mas
cuando aquellos a quienes hay que convencer de necedad han comenzado a quejarse de
aquellos acontecimientos, no hay más remedio que extraer de los mismos las pruebas de la
verdad." Bien significativos son estos últimos párrafos, porque demuestran que, apenas al
día siguiente de la invasión, ya no era del agrado de muchos el recordar con insistencia el
saqueo de Roma, y que, a la mención de los recientes sucesos se prefería el relato de
antiguas catástrofes: la lección que proporcionaban, por ser menos hiriente, no era tan
desagradable.

En su larga respuesta a Macedonio no alude Agustín al reproche de su corresponsal. Se


limita a hablarle de la verdadera felicidad y de sus condiciones, y no hace alusión alguna a
los tres primeros libros de La Ciudad de Dios mas que para recordar que allí había tratado
largamente la cuestión del suicidio. Tal vez el propio obispo habría caído en la cuenta de
que era ya demasiado tarde para insistir en la ferocidad de las hordas de Alarico. El caso es
que los dos libros siguientes, como ya cabe observar, por lo demás, en el segundo y en el
tercero, se elevan a reflexiones más generales. Su redacción ocupa los últimos meses del
413 y el año 414. Está acabada en el 415, como lo atestigua una carta dirigida al obispo
Evodio a fines de ese mismo año. Es menester leer todo el pasaje referente a La Ciudad de
Dios, porque nos suministra preciosa información, no sólo acerca de los libros ya
terminados, sino también acerca de los que faltan por escribir: "Añadí dos nuevos libros a
los otros tres de La Ciudad de Dios contra los demonícolas, que son sus enemigos.

Creo que en estos cinco libros he, discutido bastante contra aquellos que, por razón de la
felicidad de la presente vida, creen que debemos adorar a sus dioses, y se oponen al
nombre cristiano por creer que les impedimos su felicidad. En adelante, según prometí en
el primer libro, tengo que hablar contra aquellos que, por razón de la vida que sigue a la
muerte, juzgan necesario el culto de sus dioses, sin saber que cabalmente por esa vida
somos nosotros cristianos." Con renovado ardor prosigue Agustín su tarea a partir del 415;
en el 417 ha terminado ya el libro décimo y, con él, la primera parte de la obra que había
acometido. Es lo que declara abiertamente al final de dicho libro: "Por esta razón, en estos
diez libros, aunque menos de lo que esperaba de mí la intención de algunos, con todo, he
satisfecho el deseo de otros, con la ayuda del Dios verdadero y del Señor, refutando las
contradicciones de los impíos, que prefieren sus dioses al Fundador de la Ciudad Santa,
sobre la que nos propusimos disertar.

De estos diez libros, los cinco primeros los escribí contra aquellos que juzgan que a los
dioses se les debe culto por los bienes de esta vida, y los cinco últimos, contra los que
piensan que se les debe por la vida que seguirá a la muerte. En adelante, como prometí en
el libro primero, diré, con la ayuda de Dios, lo que crea conveniente decir sobre el origen,
sobre el desarrollo y sobre los fines de las dos ciudades, que, como he dicho también,

Página 14 de 14
La Ciudad De Dios San Agustín

andan en este siglo entreveradas y mezcladas la una con la otra." La fecha está claramente
indicada por Paulo Orosio en el prefacio de su Historia contra los paganos. Esta obra,
redactada a instancias del propio Agustín, para servir de complemento a La Ciudad de
Dios, está destinada a probar que las invasiones bárbaras no han sido una calamidad
excepcional; que las guerras y matanzas son de todos los tiempos, y que los romanos
contemporáneos no tienen por qué sorprenderse de ellas si se sienten más débiles que los
bárbaros.

Nos consta que esta obra fue redactada en 417. Acababa de publicarse entonces la edición
de los diez primeros libros de San Agustín y su luz se difundía por el mundo entero.
Aunque al principio del libro undécimo se cree obligado el Santo a repetir una vez más las
ideas fundamentales que se propone desarrollar y que ya había esbozado al final del
anterior, eso no nos debe mover a pensar que hubo de transcurrir mucho tiempo entre la
composición de uno y de otro, puesto que del libro duodécimo se hace ya mención en el De
Trinitate, tratado que no parece ser muy posterior al 417. El libro XIV está citado en el
Contra un adversario de la, ley y de los profetas, que data de hacia el 420., Tratase en este
opúsculo del pecado original y de la desobediencia del primer hombre, temas éstos, dice
Agustín, que ha abordado más ampliamente en otras partes y, sobre todo, en el libro XIV
de La Ciudad de Dios. En los libros XV y XVI, se utilizan con frecuencia las Cuestiones
sobre el Heptateuco, que parecen haber sido redactadas después del 418 y antes del 420.

Comparando la lista de los lugares paralelos échase de ver bien a las claras la
imposibilidad de una relación inversa, porque un cierto número de problemas, apenas
esbozados en las Cuestiones, están resueltos en su obra maestra. Queda así fijado el
término a quo de la redacción de esos dos libros, pero no podemos decir otro tanto del
término ad quem. Como el libro, XVIII se inicia con una especie de recapitulación, en la
que el autor se cree obligado a resumir lo que ya ha expuesto con anterioridad y lo que le
queda aún por exponer, nos sentimos impulsados a preguntarnos si no habrán sido
publicados juntos los libros XIV-XVII. Como quiera que sea, el libro decimoctavo no
ofrece visos de ser anterior al 425. Figuran en él algunos datos cronológicos que serían
preciosos para fijar la fecha en que fue compuesto el libro si no fuesen tan imprecisos. El
conjunto de la obra estaba terminado antes de escribir las Retractaciones, es decir, antes del
427, puesto que en este último escrito pudo estampar San Agustín: "Esta gran obra de La
Ciudad de Dios quedó, por fin, concluida en veintidós libros." Y adivinase en ese "por fin"
como un suspiro de alivio. Después de haber trabajado durante tanto tiempo, tras
incontables trastornos y zozobras, siente el autor la alegría de haber arribado al término de
la empresa que se había señalado.

Sus últimas palabras, al concluir el libro XXII, habían sido para expresar la misma
satisfacción de la obra terminada: "Estoy en que ya he saldado, con la ayuda de Dios, la
deuda de esta inmensa obra. Que me perdonen los que la encuentren demasiado corta o de-
masiado larga. Y quienes estén satisfechos con ella, agradecidos den gracias no á mí, sino a
Dios conmigo. Así sea." No es menester insistir en que una obra tan considerable, y cuya
consumación exigiera tantos años, fue editada en varias veces. Gracias a las indicaciones
suministradas por el autor mismo podemos seguir de cerca las diversas fases de esa
publicación.

Los tres primeros libros, ya lo hemos visto, comenzaron por ser editados aparte y
dedicados a Marcelino, apenas se acabó su redacción. Una segunda edición aparecida en
415 contenía los cinco primeros. En el 417, hácese referencia, en el prefacio de Orosio a su

Página 15 de 15
La Ciudad De Dios San Agustín

Historia, a una nueva edición que no contaba con menos de diez libros mientras el once
estaba ya en preparación. En el 418 o 419, según toda probabilidad, una carta dirigida a
los monjes Pedro y Abraham proporciona nueva información. Después de haberse referido
a los diez primeros libros que son del dominio público y que ellos pueden leer, si es que no
lo, han hecho ya, dirigiéndose al presbítero Firmo, añade Agustín que ha dado cima a los
tres libros siguientes y que está en proceso de composición el decimocuarto. En éste se
responde a todas las preguntas planteadas por Pedro y Abraham. De donde verosímilmente
se puede concluir que hubo de ser publicado junto con los tres precedentes, si es que no lo
fue con los trece en un futuro muy próximo. No parece que después de esa publicación de
los catorce primeros libros haya habido ninguna otra para el conjunto de la obra antes de
acabarla toda. A lo sumo se podría preguntar si cada uno de los libros sucesivos fue
publicado aisladamente, a medida que se iba componiendo. No tenemos ningún vestigio
cierto de una tal publicación, que, por lo demás, pugna un tanto con la costumbre de San
Agustín.

Una vez que hubo puesto punto final a La Ciudad, de Dios, procedió el autor a una revisión
de conjunto de la obra para asegurar su perfecta corrección, y envió el manuscrito a Firmo,
que era una especie de agente literario suyo, su librero o su editor en Cartago. El
manuscrito dirigido a, Firmo constaba de veintidós cuadernos separados, uno por cada
libro, y aconsejaba el Santo que no se leyesen en un solo volumen que sería desmesurado,
sino en dos o en cinco. Por último, tras haber invitado a Firmo a leer atentamente todo su
tratado, prosigue Agustín: "Por lo que se refiere a los libros de mi Ciudad de Dios que
todavía no poseen nuestros hermanos de Cartago, te ruego que se los facilites a quienes te
los pidan, para que saquen copia.

No se los des a gran número de personas, sino a uno o a dos y que éstos a su vez se los den
a otros. Por lo que toca a tus amigos personales, sean miembros del pueblo cristiano
deseosos de instruirse o sean paganos que pueden, según tu opinión, ser liberados de sus
errores, con la gracia de Dios, por la lectura de mi obra, a ti te corresponde decidir como
comunicárselos." De manera que el ejemplar de La Ciudad de Dios dirigido a Firmo no
estaba destinado más que a él, que debería permitir sacar una Copia a todos Ios cristianos
que lo deseasen. Hasta los mismos paganos, podían tener acceso a ese ejemplar, bajo la
responsabilidad de Firmo. Así se cierra la larga y compleja historia de la composición de
esta magna obra.

Emprendida con ardor en defensa de la Iglesia, abandonada en varias ocasiones,


reanudada otras tantas hasta su consumación definitiva, esa obra maestra de San Agustín
no, cesó de solicitar su atención durante quince años. Fácilmente se comprende, pues, si se
tiene presente el gran lapso de tiempo que necesitó el autor para llevarla a cabo, que ha de
haber, en ella algunos desórdenes en su composición, algunas repeticiones en la
distribución de los materiales. Defectos que podemos ir descubriendo con solo seguir el
plan establecido por el obispo de Hipona. Pero defectos que en ningún momento
alcanzaron a impedir la extraña fascinación que ejerciera sobre sus contemporáneos tan
colosal obra, como no impiden que todavía en nuestros días suscite la admiración de
cuantos reflexivamente la leyeren. CRONOLOGIA 350. Magencio se hace proclamar
emperador. Muerte de Constante.

Los hunos en Europa Oriental. Mefila traduce la Biblia al gótico. Edad de oro de la cultura
hindú y del sánscrito. 351. Lucha de Constancio contra los usurpadores. 352. Constancio,
último superviviente entre los hijos de Constantino, reconquista Italia y la Galia al

Página 16 de 16
La Ciudad De Dios San Agustín

usurpador Magencio. 353. Muerte de Magencio. Constancio emperador único. Constancio


favorece al arrianismo. 354. Nace Agustín en Tagaste el 13 de noviembre. 355. Los
francos, alamanes y sajones invaden la Galia. Juliano es designado césar y enviado a la
Galia contra los alamanes. 356. Victoria de Juliano en Estrasburgo (Argentoratum), y
liberación de las Galias. 358. El patriarca Hillel II fija el calendario hebreo. 360.Juliano el
apóstata se proclama emperador en París, rebelándose contra Constancio. 361.

Agustín estudiante en Tagaste. 362, Juliano resucita el antiguo paganismo. Lucha religiosa
con el cristianismo. 363. En guerra con los persas sasánidas, Juliano el apóstata, que había
llegado victorioso hasta Ctesifonte, es derrotado y muerto. Joviano emperador. Paz
desastrosa con los persas. 364. Valentiniano es nombrado emperador, asociándose, para
Oriente, con su hermano Valente. Nueva invasión de los. alamanes en la Galia, rechazada
por Valentiniano. 365. Usurpación de Procopio, que es derrotado por Valente. 367.

Marcha Agustín a Madaura a estudiar gramática. Guerra de Valente contra los godos y de
Valentiniano contra los alamanes. 368. Teodosio el Viejo pacifica la Bretaña romana. 370.
Interrumpe Agustín los estudios durante un año y permanece en Tagaste. Fallece su padre
Patricio. Los persas conquistan Armenia. 371. Agustín estudiante, en Cartago. Comienza
sus relaciones con la madre de Adeodato. 372. Rebelión en África del jefe bereber Firmus.
Introducción del budismo en Corea. Nacimiento de Adeodato. 373.

Florece en China Hui Youan, fundador de una secta budista. Lee Agustín el Hortensius de
Cicerón y se convierte a la filosofía. Se adhiere al maniqueísmo. 374. Los hunos atraviesan
el Volga, siguiendo su avance hacia el Oeste. San Ambrosio, obispo de Milán. Agustín
profesor en Tagaste. 375. Graciano emperador en Oriente y Valentiniano II coemperador
en Occidente. Los hunos aniquilan el reino ostrogodo y empujan a los visigodos hacia el
Sur. Son aceptados los visigodos en el imperio de Oriente. Chaudragupta II, rey en la
India. 376. Agustín profesor en Cartago. 377. Graciano derrota a los alamanes. 378.
Sublevación de los visigodos. Valente es derrotado y muerto por los godos en la batalla de
Andrinópolis. 379. Teodosio es asociado al imperio por Graciano. 380. Teodosio
abandona a los visigodos la Panonia, y establece a los ostrogodos en el sur del Danubio.
Restablece el cristianismo como religión del Estado. Historia de Roma de Amiano
Marcelino. 381. Concilio ecuménico de Constantinopla; derrota definitiva del
arrianismo.

Escribe Agustín el De pulchro et apto. 382. Establecimiento de los visigodos en Mesia.


Comienzan las dudas de Agustín contra el maniqueísmo. 383. En Occidente, usurpación de
Máximo, asesino de Graciano. Conversaciones de Agustín con Fausto. 384. Comienza San
Jerónimo la traducción de la Biblia. Relación sobre el ara de la Victoria de Símaco.
Agustín se aparta del maniqueísmo. Profesorado en Roma. Es nombrado profesor en
Milán, donde comienza a oír a San Ambrosio. Decide ser catecúmeno. 385.

Agustín orador oficial. Panegírico de Bauton y de Valentiniano II. Llegada, de Mónica.


386. Dinastía de los Wei, en el norte de China. Lucha de San Ambrosio con la emperatriz
Justina. Descubre Agustín la filosofía neoplatónica. Lee las Epístolas de San Pablo. Se
convierte y parte a Casiciaco. Escribe los primeros Diálogos. 387.Máximo arrebata Italia a
Valentiniano II. Regresa Agustín a Milán, donde recibe el bautismo con Alipio y
Adeodato. Muerte de Mónica en Ostia. Estancia de Agustín en Roma.. 388. Teodosio
derrota a Máximo. Valentiniano II bajo la tutela del franco Arbogasto. Parte Agustín a
África. 389. Agustín comienza su vida monástica en Tagaste. Muerte de Adeodato. 391.

Página 17 de 17
La Ciudad De Dios San Agustín

Valerio, obispo de Hipona, ordena sacerdote a Agustín. Funda un segundo monasterio.


392. Arbogasto asesina a Valentiniano II y proclama emperador a Eugenio. Conmoción
ante el empuje de los hunos.

Los vándalos son rechazados hacia el Oeste, por los alanos que los siguen. Estilicón
derrota a los bárbaros en el Danubio. Disputa de Agustín con el maniqueo Fortunato. 393.
Últimos juegos olímpicos en Grecia. Sínodo de Hipona donde Agustín predica sobre la fe y
el símbolo. 394. Teodosio, vencedor de Eugenio, en Aquileya, se proclama único
emperador. 395. Muerte de Teodosio el Grande. División del Imperio: Arcadio en Oriente
y Honorio en Occidente, bajo la regencia de Estilicón. Alarico rey de los visigodos. 396.
Los visigodos en Iliria. Fin de los misterios de Eleusis. Es nombrado Agustín obispo
auxiliar de Valerio y lo consagra Megalio, el primado de Numidia. 397. Intrigas en la corte
de Arcadio, dominado por su mujer Eudoxia; triunfo del partido antigermano; renacimiento
nacional bizantino. Vida de San Martín de Tours de Sulpicio Severo. Asiste Agustín a un
concilio de Cartago. Muere Valerio y la sucede Agustín como obispo de Hipona. 398. San
Juan Crisóstomo, patriarca de Constantinopla. San Agustín escribe las CONFESIONES.
Controversia con Fortunio. 399. Los vándalos entran en la Galia. Los hunos llegan al
Elba. Yezdegerd I, rey de Persia. Tolerancia del cristianismo. Entrevista de Agustín con
Crispín, obispo donatista de Calama. 400. Llega Pelagio a Roma. Florecen Macrobio y
Kalidasa. 401.

Primera tentativa de los visigodos en Italia. Asiste Agustín a un concilio de Cartago. Lucha
con los donatistas. 402. El emperador Honorio se refugia en Ravena, futura residencia
imperial. 404. Acude Agustín al concilio de Cartago. 405. El ostrogodo Radagaiso en
Italia. 406. Estilicón derrota a Radagaiso en Fiésole. Vándalos, alanos, suevos y
burgundios se establecen en Galia. 407. Usurpación de Constantino III en Bretaña,
prontamente evacuada. 408. Teodosio II sucede a Arcadio como emperador de Oriente.
Marcha de Alarico sobre Roma. 409. Vándalos, suevos y alanos, entran en España. 410.
Conquista y saqueo de Roma por los visigodos de Alarico. Muerte de Alarico. 411.
Constantino III restablece la autoridad romana en la Galia. Conferencia en Cartago entre
católicos y donatistas. Comienza la polémica pelagiana. 412. Los visigodos en la Galia
meridional. Comienza Agustín LA CIUDAD DE DÍOS. 413. Rebelión de Heraclio en
África, pronta y salvajemente reprimida. Los burgundios se establecen en el Rin. Nuevo
amurallamiento de Constantinopla por Teodosio II. 414. Ataúlfo, caudillo de los visigodos
casa con Gala Placidia, hermanastra del emperador Honorio. Orosio se entrevista con
Agustín. 415.

En las luchas contra los paganos en Alejandría muere Hipátia. 416. Se establecen los
visigodos en España. Fundación del reino visigodo de Toulouse. Asiste Agustín al concilio
de Milevi contra los pelagianos. 417. Historia contra los paganos de Paulo Orosio. 418.
Teodorico I sucede a Walia como rey de los visigodos. Taulouse se anexa a Aquitania.
Disputa de Agustín con Emérito de Cesarea donatista. 419. Reino de los suevos en el
noroeste de España. Nuevamente Agustín en Cartago. 420. Anglosajones y jutos se
instalan en Bretaña. Comienza la dinastía de los Sung en China. Varanes V, rey de Persia;
persecución al cristianismo. Consigue Agustín la retractación de Leporio. 422. Paz entre
Bizancio y los persas. 425. Valentiniano III, emperador de Occidente. Regencia de Gala
Placidia y más tarde de Aecio. Ataque de los hunos a Persia. 426. Termina San Agustín La
Ciudad de Dios y nombra a Heraclio obispo auxiliar. 427. Rebelión, en África, del conde
Bonifacio. 428. Los persas en Armenia. Controversia nestoriana. Conferencia de Agustín
con el obispo arriano Maximino. 429. Los vándalos pasan al África durante el reinado de

Página 18 de 18
La Ciudad De Dios San Agustín

Genserico. Código teodosiano. 430. Muere San Agustín el 28 de agosto mientras


Genserico sitia Hipona. 431. Concilio ecuménico de Efeso, que condena las doctrinas de
Nestorio y Pelapio. 432.

Rivalidad entre Aecio y Bonifacio. Evangelización de Irlanda por San Patricio. 437. Atila,
rey de los hunos. 439. Conquista de Cartago por los vándalos. 440. León I papa. Guerras
entre Atila y Teodosio II. PROEMIO En esta obra, que va dirigida a ti, y te es debida
mediante mi palabra, Marcelino, hijo carísimo, pretendo defender la gloriosa Ciudad de
Dios, así la que vive y se sustenta con la fe en el discurso y mundanza de los tiempos,
mientras es peregrina entre los pecadores, como la que reside en la estabilidad del eterno
descanso, el cual espera con tolerancia hasta que la Divina Justicia tenga a juicio, y ha de
conseguirle después completamente en la victoria final y perpetua paz que ha de
sobrevenir; pretendo, digo, defenderla contra los que prefieren y dan antelación a sus falsos
dioses, respecto del verdadero Dios, Señor y Autor de ella. Encargo es verdaderamente
grande, arduo y dificultoso; pero el Omnipotente nos auxiliará. Por cuanto estoy
suficientemente persuadido del gran esfuerzo que es necesario para dar a entender a los
soberbios cuán estimable y magnífica es la virtud de la humildad, con la cual todas las
cosas terrenas, no precisamente las que usurpamos con la arrogancia y presunción humana,
sino las que nos dispensa la divina gracia, trascienden y sobrepujan las más altas cumbres y
eminencias de la tierra, que con el transcurso y vicisitud de los tiempos están ya como
presagiando su ruina y total destrucción.

El Rey, Fundador y Legislador de la Ciudad de que pretendemos hablar es, pues, Aquel
mismo que en la Escritura indicó con las señales más evidentes a, su amado pueblo el
genuino sentido de aquel celebrado y divino oráculo, cuyas enérgicas expresiones
claramente expresan “que Dios se opone a los soberbios, pero que al mismo tiempo
concede su gracia a los humildes”. Pero este particular don, que es propio y peculiar de
Dios, también le pretende el inflado espíritu del hombre soberbio y envanecido, queriendo
que entre sus alabanzas y encomios se celebre como un hecho digno del recuerdo de toda
la posteridad “que perdona a los humildes y rendidos y sujeta a los soberbios”. Y así',
tampoco pasaremos en silencio acerca de la Ciudad terrena (que mientras más
ambiciosamente pretende reinar con despotismo, por más que las naciones oprimidas con
su insoportable yugo la rindan obediencia y vasallaje, el mismo apetito de dominar viene a
reinar sobre ella) nada, de cuanto pide la naturaleza de esta obra, y lo que yo penetro con
mis luces intelectuales.

Página 19 de 19
La Ciudad De Dios San Agustín

LIBRO PRIMERO LA DEVASTACIÓN DE ROMA NO FUE CASTIGO DE LOS


DIOSES DEBIDO AL CRISTIANISMO

CAPITULO PRIMERO

De los enemigos del nombre cristiano, y de cómo éstos fueron perdonados por los
bárbaros, por reverencia de Cristo, después de haber sido vencidos en el saqueo y
destrucción de la ciudad Hijos de esta misma ciudad son los enemigos contra quienes
hemos de defender la Ciudad de Dios, no obstante que muchos, abjurando sus errores,
vienen a ser buenos ciudadanos; pero la mayor parte la manifiestan un odio inexorable y
eficaz, mostrándose tan ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del Redentor,
que en la actualidad no podrían mover contra ella sus maldicientes lenguas si cuando huían
el cuello de la segur vengadora de su contrario no hallaran la vida, con que tanto se
ensoberbecen, en sus sagrados templos. Por ventura, ¿no persiguen el nombre de Cristo los
mismos romanos a quienes por respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida
los bárbaros?.

Testigos son de esta verdad las capillas de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que
en la devastación de Roma acogieron dentro de sí a los que precipitadamente, y temerosos
de perder sus vidas, en la fuga ponían sus esperanzas, en cuyo número se comprendieron
no sólo los gentiles, sino también los cristianos. Hasta estos lugares sagrados venía
ejecutando su furor el enemigo, pero allí mismo se amortiguaba o apagaba el furor del
encarnizado asesino, y, al fin, a estos sagrados lugares conducían los piadosos enemigos a
los que, hallados fuera de los santos asilos, hablan perdonado las vidas, para que no
cayesen en las manos de los que no usaban ejercitar semejante piedad, por lo que es muy
digno de notar que una nación tan feroz, que en todas partes se manifestaba cruel y
sanguinaria, haciendo crueles estragos, luego que se aproximó a los templos y capillas,
donde la estaba prohibida su profanación, así como el ejercer las violencias que en otras
partes la fuera permitido por derecho de la guerra, refrenaba del todo el ímpetu furioso de
su espada desprendiéndose igualmente del afecto de codicia que la poseía de hacer una
gran presa en ciudad tan rica y abastecida.

De esta manera libertaron su, vidas muchos que al presente infaman y murmuran de los
tiempos cristianos, imputando a Cristo los trabajos y penalidades que Roma padeció, v, no
atribuyendo a este gran Dios el beneficio incomparable que consiguieron por respeto a su
santo nombre de conservarles las vidas; antes por el contrario, cada uno, respectivamente,
hacía depender este feliz suceso de la influencia benéfica del hado, o de su buena suerte,
cuando, si lo reflexionasen con madurez, deberían atribuir Ias molestias y penalidades que
sufrieron por la mano vengadora de sus enemigos a los inescrutables arcanos y sabias
disposiciones de la Providencia divina, que acostumbra a corregir y aniquilar con los
funestos efectos que presagia una guerra cruel los vicios y las corrompidas costumbres de
los hombres, y siempre que los buenos hacen una vida loable e incorregible suele, a veces,
ejercitar su paciencia con semejantes tribulaciones, para proporcionarles la aureola de su
mérito; y cuando ya tiene probada su conformidad, dispone transferir los trabajos a otro
lugar, o detenerlos todavía en esta vida para otros designios que nuestra limitada
trascendencia no puede penetrar. Deberían, por la misma causa, estos vanos impugnadores
atribuir a los tiempos en que florecía el dogma católico la particular gracia de haberles
hecho merced de sus vidas los bárbaros, contra el estilo observado en la guerra, sin otro
respeto que por indicar su sumisión y reverencia a Jesucristo, concediéndoles este singular
favor en cualquier lugar que los hallaban, y con especialidad a los que se acogían al

Página 20 de 20
La Ciudad De Dios San Agustín

sagrado de los templos dedicados al augusto nombre de nuestro Dios (los que eran
sumamente espaciosos y capaces de una multitud numerosa), para que de este modo se
manifestasen superabundantemente los rasgos de su misericordia y piedad.

De esta constante doctrina podrían aprovecharse para tributar las más reverentes gracias a
Dios, acudiendo verdaderamente y sin ficción al seguro de su santo nombre, con el fin de
librarse por este medio de las perpetuas penas y tormentos del fuego eterno, así como de su
presente destrucción; porque muchos de estos que veis que con tanta libertad y desacato
hacen escarnio de los siervos de Jesucristo no hubieran huido de su ruina y muerte si no
fingiesen que eran católicos; y ahora su desagradecimiento, soberbia y sacrílega demencia,
con dañado corazón se opone a aquel santo nombre, que en el tiempo de sus infortunios le
sirvió de antemural, irritando de este modo la divina, justicia y, dando motivo a que su
ingratitud sea castigada con aquel abismo de males y dolores que están preparados
perpetuamente a los malos, pues su con- fesión, creencia y gratitud fue no de corazón, sino
con la boca, por poder disfrutar más tiempo de las felicidades momentáneas y caducas de
esta vida.

CAPITULO II

Que jamás ha habido guerra en que los vencedores perdonasen a los vencidos por respeto y
amor a los dioses de éstos Y supuesto que están escritas en los anales del mundo y en los
fastos de los antiguos tantas guerras acaecidas antes y después de la fundación y
restablecimiento de Roma y su Imperio, lean y manifiesten estos insensatos un solo pasaje,
una sola línea, donde se diga que los gentiles hayan tomado alguna ciudad en que los
vencedores perdonasen a los que se habían acogido (como lugar de refugio) a los templos
de sus dioses. Pongan patente un solo lugar donde se refiera que en alguna ocasión mandó
un capitán bárbaro, entrando por asalto y a fuerza de armas en una plaza, que no
molestasen ni hiciesen mal a todos aquellos que se hallasen en tal o tal templo. ¿Por
ventura, no vio Eneas a Príamo violando con su sangre las aras que él mismo había
consagrado? Diómedes y Ulises, degollando las guardias del alcázar y torre del homenaje,
¿no arrebataron el sagrado Paladión, atreviéndose a profanar con sus sangrientas manos las
virginales vendas, de la diosa?.

Aunque no es positivo que de resultas de tan trágico suceso comenzaron a amainar y


desfallecer las esperanzas de los griegos; pues en seguida vencieron y destruyeron a Troya
a sangre y fuego, degollando a Príamo que se había guarecido bajo la religiosidad de los
altares. Sería a vista de este acaecimiento una proposición quimérica el sostener que Troya
se perdió porque perdió a Minerva; porque ¿qué diremos que perdió primero la misma
Minerva para que ella se perdiese? ¿Fueron por ventura sus guardas? Y esto seguramente
es lo más cierto, pues, degollados, luego la pudieron robar, ya que la defensa de los
hombres no dependía de la imagen, antes más bien, la de ésta dependía de la de aquellos. Y
estas naciones ilusas, ¿cómo adoraban y daban culto (precisamente para que los defendiese
a ellos y a su patria) a aquella deidad que no pudo guardar a sus mismos centinelas?

CAPITULO III

Cuán imprudentes fueron los romanos en creer que los dioses Penates, que no pudieron
guardar a Troya, les habían de aprovechar a ellos Y ved aquí demostrado a qué especie de
dioses encomendaron los romanos la conservación de su ciudad: ¡oh error sobremanera

Página 21 de 21
La Ciudad De Dios San Agustín

lastimoso! Enójanse con nosotros porque referimos la inútil protección que les prestan sus
dioses, y no se irritan de sus escritores (autores de tantas patrañas), que, para entenderlos y
comprenderlos, aprontaron su dinero, teniendo a aquellos que se los leían por muy dignos
de ser honrados con salario público y otros honores. Digo, pues, que en Virgilio, donde
estudian los niños, se hallan todas estas ficciones, y leyendo un poeta tan famoso como
sabio, en los primeros años de la pubertad, no se les puede olvidar tan fácilmente, según la
sentencia de Horacio, “que el olor que una vez se pega a una vasija nueva le dura después
para siempre”. Introduce pues, Virgilio a Juno, enojada y contraria de los troyanos, que
dice a Eolo, rey de los vientos, procurando irritarle contra ellos: “Una gente enemiga mía
va navegando por el mar Tirreno, y lleva consigo a Italia Troya y sus dioses vencidos”; ¿y
es posible que unos hombres prudentes y circunspectos encomendasen la guarda de su
ciudad de Roma a estos dioses vencidos, sólo con el objeto de que ella jamás fuese entrada
de sus enemigos? Pero a esta objeción terminante contestarán alegando que expresiones tan
enérgicas y coléricas las dijo Juno como mujer airada y resen- tida, no sabiendo lo que
raciocinaba.

Sin embargo, oigamos al mismo Eneas,, a quien frecuentemente llama piadoso, y


atendamos con reflexión a su sentimiento: “Ved aquí a Panto, sacerdote del Alcázar, y de
Febo, abrazado él mismo con los vencidos dioses, y con un pequeño nieto suyo de la mano
que, corriendo despavorido, se acerca hacia mi puerta.” No dice que los mismos dioses (a
quienes no duda llamar vencidos) se los encomendaron a su defensa, sino que no encargó
la suya a estas deidades, pues le dice Héctor “en tus manos encomienda Troya su religión y
sus domésticos dioses.” Si Virgilio, pues, a estos falsos dioses los confiesa vencidos y
ultrajados, y asegura que su conservación fue encargada a un hombre para que lo librase de
la muerte huyendo con ellos, ¿no es locura imaginar que se obró prudentemente cuando a
Roma se dieron semejantes patronos, y que, si no los perdiera esta ínclita ciudad, no podría
ser tomada ni destruida?.

Mas claro: reverenciar y dar culto a unos dioses humillados, abatidos y vencidos, a quienes
tienen por sus tutelares, ¿qué otra cosa es que tener, no buenos dioses, sino malos
demonios? Acaso no será más cordura creer, no que Roma jamás experimentaría este
estrago, si ellos no se perdieran primero, sino que mucho antes se hubieran perdido, si
Roma, con todo su poder, no los hubiera guardado? Porque, ¿quién habrá que, si quiere
reflexionar un instante, no advierta que fue presunción ilusoria el persuadirse que no pudo
ser tomada Roma bajo el amparo de unos defensores vencidos, y que al fin sufrió su ruina
porque perdió los dioses que la custodiaban, pudiendo ser mejor la causa de este desastre el
haber querido tener patronos que se habían de perder, y podían ser humillados fácilmente,
sin que fuesen capaces de evitarlo? Y cuando los poetas escribían tales patrañas de sus
dioses, no fue antojo que les vino de mentir, sino que a hombres sensatos, estando en su
cabal juicio, les hizo fuerza la verdad para decirla y confesarla sinceramente. Pero de esta
materia trataremos copiosamente y con más oportunidad en otro lugar. Ahora únicamente
declararé, del mejor modo que me sea posible, cuanto habla empezado a decir sobre los
ingratos moradores de la saqueada Roma.

Estos, blasfemando y profiriendo execrables expresiones, imputan a Jesucristo las


calamidades que ellos justamente padecen por la perversidad de su vida y sus detestables
crímenes, y al mismo tiempo no advierten que se les perdona la vida por reverencia a
nuestro Redentor, llegando su desvergüenza a impugnar el santo nombre de este gran Dios
con las mismas palabras con que falsa y cautelosamente usurparon tan glorioso dictado
para librar su vida, o, por mejor decir, aquellas lenguas que de miedo refrenaron en los

Página 22 de 22
La Ciudad De Dios San Agustín

lugares consagrados a su divinidad, para poder estar allí seguros, y adonde por respeto a él
lo estuvieron de sus enemigos; desde allí, libres de la persecución, las sacaron alevemente,
para disparar contra él malignas imprecaciones y maldiciones escandalosas.

CAPITULO IV

Cómo el asilo de Juno, lugar privilegiado que había en Troya para los delincuentes, no
libró a ninguno de la furia de los griegos, y cómo los templos de los Apóstoles ampararon
del furor de los bárbaros todos los que se acogieron a ellos La misma Troya, como dije,
madre del pueblo romano, en los lugares consagrados a sus dioses no pudo amparar a los
suyos ni librarlos del fuego y cuchillo de los griegos, siendo así que era nación que adoraba
unos mismos dioses; por el contrario, “pusieron en el asilo y templo de Juno a Phenix, y al
bravo Ulises para guarda del botín; Aquí depositaban las preciosas alhajas de Troya, que
conducían de todas partes, las que extraían de los templos que incendiaron, las mesas de
los dioses, los tazones de oro macizo y las ropas que robaban; alrededor estaban los niños y
sus medrosas madres, en una prolongada fila, obser- vando el rigor del saqueo.

En efecto: eligieron un templo consagrado a la deidad de Juno, no con el ánimo de que de


él no se pudiesen extraer los cautivos, sino para que dentro de él fuesen encerrados con
mayor seguridad. Compara, pues, ahora aquel asilo y lugar privilegiado, no ya dedicado a
un dios ordinario o de la turba común, sino consagrado a la hermana y mujer del mismo
Júpiter y reina de todas las deidades, con las iglesias de nuestros Santos Apóstoles, y
observa si puede formarse paralelo entre unos y otros asilos. En Troya los vencedores
conducían como en triunfo los despojos y presas que habían robado de los templos:
abrasados y de las estatuas y tesoros de los dioses, con ánimo de distribuir el botín entre
todos y no de comunicarlo o restituirlo a los miserables vencidos; pero en Roma volvían
con reverencia y decoro las alhajas, que, hurtadas en diversos lugares, averiguaban
pertenecer a los templos y santas capillas. En Troya los vencidos: perdían la libertad, y en
Roma la conservaban ilesa con todas sus pertenencias. Allá prendían, encerraban y
cautivaban a los vencidos, y acá se prohibía rigurosamente el cautiverio. En Troya
encerraban y aprisionaban los vencedores a lo: que estaban señalados para esclavos, y en
Roma conducían piadosamente a los godos a sus respectivos hogares a los que habían de
ser rescatados y puestos en libertad. Finalmente, allá la arrogancia y ambición de los
inconstantes griegos escogió para sus usos y quiméricas supersticiones el templo de Juno;
acá la misericordia y respeto de los godos (a pesar de ser nación bárbara e indisciplinada)
escogió las iglesias de Cristo para asilo y amparo de sus fieles. Si no es que quieran decir
que los griegos, en su victoria, respetaron los templos de los dioses comunes, no
atreviéndose a matar ni cautivar en ellos a los miserables y vencidos troyanos que a ellos se
acogían. Y concebido esto, diremos que Virgilio fingió aquellos sucesos conforme al estilo
de los poetas; pero lo cierto es que él nos pintó con los más bellos coloridos la práctica que
suelen observar los enemigos cuando saquean y destruyen las ciudades.

CAPITULO V

Lo que sintió Julio César sobre lo que comúnmente suelen hacer los enemigos cuando
entran por fuerza en las ciudades Julio César, en el dictamen que dio en el Senado sobre los
conjurados, insertó elegantemente aquella norma que regularmente siguen los vencedores
en las ciudades conquistadas, según lo refiere Salustio, historiador tan verídico como sabio.

Página 23 de 23
La Ciudad De Dios San Agustín

“Es ordinario, dice, en la guerra, el forzar las doncellas, robar los muchachos, arrancar los
tiernos hijos de los pechos de sus madres, ser violentadas las casadas y madres de familia,
y practicar todo cuanto se le antoja a la insolencia de los vencedores; saquear los templos y
casas, llevándolo todo a sangre y fuego, y, finalmente, ver las calles, las plazas... todo lleno
de armas, cuerpos muertos, sangre vertida, confusión y lamentos.” Si César no mencionara
en este lugar los templos, acaso pensaríamos que los enemigos solían respetar los lugares
sagrados. Esta profanación temían los templos romanos les había de sobrevenir, causada,
no por mano de enemigos, sino por la de Catilina y sus aliados, nobilísimos senadores y
ciudadanos romanos; pero, ¿qué podía esperarse de una gente infiel y parricida?

CAPITULO VI

Que ni los mismos romanos jamás entraron por fuerza en alguna ciudad de modo que
perdonasen a los vencidos, que se guarecían en los templos Pero ¿qué necesidad hay de
discurrir por tantas naciones que han sostenido crueles guerras entre sí, las que no
perdonaron a los vencidos que se acogieron al sagrado de sus templos?. Observemos a los
mismos romanos, recorramos el dilatado campo de su conducta, y examinemos a fondo sus
prendas, en cuya especial alabanza se dijo: “que tenían por blasón perdonar a los rendidos
y abatir a los soberbios; y que siendo ofendidos quisieron más perdonar a sus enemigos
que ejecutar en sus cervices la venganza.

Pero, supuesto que esta nación avasalladora conquistó y saqueó un crecido número de
ciudades que abrazan casi el ámbito de la tierra, con sólo el designio de extender y dilatar
su dominación e imperio, dígannos si en alguna historia se lee que hayan exceptuado de
sus rigores los templos donde librasen sus cuellos los que se acogían a su sagrado.
¿Diremos, acaso, que así lo practicaron, y que sus historiadores pasaron en silencio una
particularidad tan esencial? ¿Cómo es posible que los que andaban cazando acciones
gloriosas para atribuírselas a esta nación belicosa, buscándolas curiosamente en todos los
lugares y tiempos, hubieran omitido un hecho tan señalado, que, según su sentir, es el
rasgo característico de la piedad, el más notable y digno de encomios? De Marco Marcelo,
famoso capitán romano que ganó la insigne ciudad de Siracusa, se refiere que la lloró
viéndose precisado a arruinarla, y que antes de derramar la sangre de sus moradores vertió
él sobre ella sus lágrimas, cuidó también de la honestidad, queriendo se observase
rigurosamente este precepto, a pesar de ser los siracusanos sus enemigos.

Y para que todo esto se ejecutase como apetecía, antes que como vencedor mandase
acometer y dar el asalto a la ciudad, hizo publicar un bando por el que se prescribía que
nadie hiciese fuerza a todo el que fuese libre; con todo, asolaron la ciudad, conforme al
estilo de la guerra, y no se halla monumento que nos manifieste que un general tan casto y
clemente como Marcelo mandase no se molestase a los que se refugiasen en tal o cual
templo. Lo cual, sin duda, no se hubiera pasado por alto, así como tampoco se pasaron en
silencio las lágrimas de Marcelo y el bando que mandó publicar en los reales a favor de la
honestidad. Quinto Fabio Máximo, que destruyó la ciudad de Tarento, es celebrado porque
no permitió se saquea- sen ni maltratasen las estatuas de los dioses. Esta orden procedió de
que, consultándole su secretario qué disponía se hiciese de las imágenes y estatuas de los
dioses, de las que muchas habían sido ya cogidas, aun en términos graciosos y burlescos,
manifestó su templanza, pues deseando saber de qué calidad eran las estatuas, y
respondiéndole que no sólo eran muchas en número y grandeza, sino también que estaban
armadas, dijo con donaire: “Dejémosles a los tarentinos sus dioses airados.” Pero, supuesto

Página 24 de 24
La Ciudad De Dios San Agustín

que los historiadores romanos no pudieron dejar de contar las lágrimas de Marcelo, ni el
donaire de Fabio, ni la honesta clemencia de aquél y la graciosa moderación de éste,
¿cómo lo omitieran si ambos hubiesen perdonado alguna persona por reverencia a alguno
de sus dioses, mandando que no se diese muerte ni cautivase a los que se refugiasen en el
templo?

CAPITULO VII

Que lo que hubo de rigor en la destrucción de Roma sucedió según el estilo de la guerra, y
lo que de clemencia provino del poder del nombre de Cristo Todo cuanto acaeció en este
último saco de Roma: efusión de sangre, ruina de edificios, robos, incendios, lamentos y
aflicción, procedía del estilo ordinario de la guerra; pero lo que se experimentó y debió
tenerse por un caso extraordinario, fue que la crueldad bárbara del vencedor se mostrase
tan mansa y benigna, que eligiese y señalase unas iglesias sumamente capaces para que se
acogiese y salvase en ellas el pueblo, donde a nadie se quitase la vida ni fuese extraído;
adonde los enemigos que fuesen piadosos pudiesen conducir a muchos para librarlos de la
muerte, y de donde los que fuesen crueles no pudiesen sacar a ninguno para reducirle a
esclavitud; éstos son, ciertamente, efectos de la misericordia divina. Pero si hay alguno tan
procaz de no advertir que esta particular gracia debe atribuirse a nombre de Cristo y a los
tiempos cristianos, sin duda está ciego; o no lo ve y no lo celebra es ingrato, y de que se
opone a los que celebran con júbilo y gratitud este sin beneficio es un insensato. No
permita Dios que ningún cuerdo quiera imputar esta maravilla a la fuerza de los bárbaros.
El que puso terror en los ánimos fieros, el que los refrenó, el que milagrosamente los
templó, fue Aquel mismo que mucho antes habla dicho por su Profeta: “Tomaré enmienda
de ellos castigando sus culpas y pecados, enviándoles el azote de las guerras, hambre y
peste; pero no despediré de ellos mi misericordia ni alzaré la mano del cumplimiento de la
palabra que les tengo dada”.

CAPITULO VIII

De los bienes y males, que por la mayor parte, son comunes a los buenos y malos No
obstante, dirá alguno: ¿por qué se comunica esta misericordia del Altísimo a los impíos e
ingratos?, y respondemos, no por otro motivo, sino porque usa de ella con nosotros. ¿Y
quién es tan benigno para con todos? “El mismo que hace que cada día salga el sol para los
buenos y para los malos, y que llueva sobre los justos y los pecadores”. Porque aunque es
cierto que algunos, meditando atentamente sobre este punto, se arrepentirán y enmendarán
de su pecado, otros, como dice el Apóstol, “no haciendo caso del inmenso tesoro de la
divina bondad y paciencia con que los espera, se acumulan, con la dureza y obstinación
incorregible de su corazón, el tesoro de la divina ira, la cual se les manifestará en aquel
tremendo día, cuando vendrá airado a juzgar el justo Juez, el cual compensará a cada uno,
según las obras que hubiere hecho”. Con todo, hemos de entender que la paciencia de Dios
respecto de los malos es para convidarlos a la penitencia, dándoles tiempo para su
conversión; y el azote y penalidades con que aflige a los justos es para enseñarles a tener
sufrimiento, y que su recompensa sea digna de mayor premio.

Además de esto, la misericordia de Dios usa de benignidad con los buenos para regalarlos
después y conducirlos a la posesión de los bienes celestiales; y su severidad y justicia usa
de rigor con los malos para castigarlos como merecen, pues es innegable que el

Página 25 de 25
La Ciudad De Dios San Agustín

Omnipotente tiene aparejados en la otra vida a los justos unos bienes de los que no gozarán
los pecadores, y a éstos unos tormentos tan crueles, con los que no serán molestados los
buenos; pero al mismo tiempo quiso que estos bienes y males temporales de la vida mortal
fuesen comunes a los unos y a los otros, para que ni apeteciésemos con demasiada codicia
los bienes de que vemos gozan también los malos, ni huyésemos torpemente de los males e
infortunios que observamos envía también Dios de ordinario a los buenos; aunque hay una
diferencia notable en el modo con que usamos de estas cosas, así de las que llaman
prósperas como de las que señalan como adversas; porque el bueno, ni se ensoberbece con
los bienes temporales, ni con los males se quebranta; mas al pecador le envía Dios
adversidades, ya que en el tiempo de la prosperidad se estraga con las pasiones,
separándose de las verdaderas sendas de la virtud. Sin embargo, en muchas ocasiones
muestra Dios también en la distribución de prosperidad y calamidades con más evidencia
su alto poder; porque, si de presente castigase severamente todos los pecados, podría
creerse que nada reservaba para el juicio final; y, por otra parte, si en la vida mortal no
diese claramente algún castigo a la variedad de delitos, creerían los mortales que no había
Providencia Divina. Del mismo modo debe entenderse en cuanto a las felicidades terrenas,
las cuales, si el Omnipotente no las concediese con mano liberal a algunos que se las piden
con humillación, diríamos que esta particular prerrogativa no pertenecía a la omnipotencia
de un Dios tan grande, tan justo y compasivo, y, por consiguiente, si fuese tan franco que
las concediese a cuantos las exigen de su bondad, entenderla nuestra fragilidad y limitado
entendimiento que no debíamos servirle por otro motivo que por la esperanza de iguales
premios, y semejantes gracias no nos harían piadosos y religiosos, sino codiciosos y
avarientos.

Siendo tan cierta esta doctrina, aunque los buenos y malos juntamente hayan sido afligidos
con tribulaciones y. gravísimos males, no por eso dejan de distinguirse entre sí porque no
sean distintos los males que unos y otros han padecido; pues se compadece muy bien la
diferencia de los atribulados con la semejanza de las tribulaciones, y, a pesar de que sufran
un mismo tormento, con todo, no es una misma cosa la virtud y el vicio; porque así como
con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus quilates, y la paja humea, y con
un mismo trillo se quebranta la arista, y el grano se limpia; y asimismo, aunque se
expriman con un mismo peso y husillo el aceite y el alpechín, no por eso se confunden
entre sí; así también una misma adversidad prueba, purifica y afina a los buenos, y a los
malos los reprueba, destruye y aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los
pecadores abominan y blasfeman de Dios, y los justos le glorifican y piden misericordia;
consistiendo la diferencia de tan varios sentimientos, no en la calidad del mal que se
padece, sino en la de las personas que lo sufren; porque, movidos de un mismo modo,
exhala el cieno un hedor insufrible y el ungüento precioso una fragancia suavísima.

CAPITULO IV

De las causas por qué castiga Dios juntamente a los buenos y a los malos ¿Qué han
padecido los cristianos en aquella común calamidad, que, considerado con imparcialidad,
no les haya valido para mayor aprovechamiento suyo? Lo primero, porque reflexionando
con humildad los pecados por los cuales indignado Dios ha enviado al mundo tantas
calamidades, aunque ellos estén distantes de ser pecaminosos, viciosos e impíos, con todo,
no se tienen por tan exentos de toda culpa que puedan persuadirse no merecen la pena de
las calamidades temporales. Además de esto, cada uno, por más ajustado que viva, a veces
se deja arrastrar de la carnal concupiscencia, y aunque no se dilate hasta llegar a lo sumo

Página 26 de 26
La Ciudad De Dios San Agustín

del pecado, al golfo de los vicios y a la impiedad más abominable, sin embargo, degeneran
en pecados, o raros, o tanto más ordinarios cuanto son más ligeros.

Exceptuados éstos, ¿dónde hallaremos fácilmente quien a estos mismos (por cuya horrenda
soberbia, lujuria y avaricia, y por cuyos abominables pecados e impiedades, Dios, según
que nos lo tiene amenazado repetidas veces por los Profetas, envía tribulaciones a la tierra)
les trate del modo que merecen y viva con ellos de la manera que con semejantes debe
vivirse? Pues de ordinario se les disimula, sin enseñarlos ni advertirlos de su fatal estado, y
a veces ni se les increpa ni corrige, ya sea porque nos molesta esa fatiga tan interesante al
bien de las almas, ya porque nos causa pudor ofenderles, cara a cara, reprendiéndoles sus
demasías, ya porque deseamos excusar enemistades que acaso nos impidan y perjudiquen
en nuestros intereses temporales o en, los que pretende nuestra ambición o en, los que teme
perder nuestra flaqueza; de modo que, aunque a los justos ofenda y desagrade la vida de
los pecadores, y por este motivo no incurran al fin en el terrible anatema que a los malos
les está prevenido en el estado futuro, con todo, porque perdonan y no reprenden los
pecados graves de los impíos, temerosos de los suyos, aunque ligeros y veniales, con justa
razón les alcanza juntamente con ellos el azote temporal de las desdichas, aunque no el
castigo eterno y las horribles penas del infierno.

Así pues, con justa causa gustan de las amarguras de esta vida, cuando Dios los aflige
juntamente con los malos, porque, deleitándose en las dulzuras del estado presente, no
quisieron mostrarles la errada senda que seguían cuando pecaban, y siempre que cualquiera
deja de reprender y corregir a los que obran mal, porque espera ocasión más' oportuna, o
porque recela que los pecadores pueden empeorarse con el rigor de sus correcciones, o
porque no impidan a los débiles, necesitados de una doctrina sana, que vivan
ajustadamente, o los persigan y separen de la verdadera creencia, no parece que es ocasión
de codicia, sino consejo de caridad. La culpa está en que los que viven bien y aborrecen los
vicios de los malos, disimulan los pecados de aquellos a quienes debieran reprender,
procurando no ofenderlos porque no les acusen de las acciones que, los inocentes usan
lícitamente; aunque este saludable ejercicio deberían practicarlo con aquel anhelo y santo
celo del que deben estar internamente inspirados los que se contemplan como peregrinos
en este mundo y únicamente aspiran a obtener la dicha de gozar la celestial patria.

En esta suposición, no sólo los flacos, los que viven en el estado conyugal y tienen
sucesión o procuran tenerla y poseen casa y familias (con quienes habla el Apóstol,
enseñándoles y amonestándolos cómo deben vivir las mujeres con sus maridos y éstos con
aquéllas, los hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los criados con sus señores y
los señores con sus criados) procuran adquirir las cosas temporales y terrenas, perdiendo su
dominio contra su voluntad, por cuyo respeto no se atreven a corregir a aquellos cuya vida
escandalosa y abominable les da en rostro, sino también los que están ya en estado de
mayor perfección, libres del vinculo y obligaciones del matrimonio, pasando su vida con
una humilde mesa y traje; éstos, digo, por la mayor parte, consultando a su fama y
bienestar, y temiendo las asechanzas y violencias de los impíos, dejan de reprenderlos; y
aunque no los teman en tanto grado que para hacer lo mismo que ellos se rindan a sus
amenazas y maldades, con todo, aquellos pecados en que no tienen comunicación unos con
otros, por lo común no los quieren reprender, pudiendo, quizá, con su corrección lograr la
enmienda de algunos, y, cuando ésta les parece imposible, recelan que por esta acción,
llena de caridad, corra peligro su crédito y Vida; no porque consideren que su fama y vida
es necesaria para la utilidad y enseñanza del prójimo, sino porque se apodera de su corazón
flaco la falsa idea de que son dignas, de aprecio las lisonjeras razones con que los tratan los

Página 27 de 27
La Ciudad De Dios San Agustín

pecadores, y que, por otra parte, apetecen vivir en concordia entre los hombres durante la
breve época de su existencia; y, si alguna vez temen la critica del vulgo y el tormento de la
carne o de la muerte, esto es por algunos efectos que produce la codicia en los corazones, y
no por lo que se debe a la caridad.

Esta, en mi sentir, es una grave causa, porque juntamente con los malos atribula Dios a los
buenos cuando quiere castigar las corrompidas costumbres con la aflicción de las penas
temporales. A un mismo tiempo derrama sobre unos y otros las calamidades y los
infortunios, no porque juntamente viven mal, sino porque aman la vida temporal como
ellos, y estas molestias que sufren son comunes a los justos y a los pecadores, aunque no
las padecen de un mismo modo; por esta causa los buenos deben despreciar esta vida
caduca y de tan corta duración, para que los pecadores, reprendidos con sus saludables
consejos, consigan la eterna y siempre feliz; y cuando no quieren asentir a tan santas
máximas ni asociarse con los buenos para obtener el último galardón, los 'debemos sufrir y
amar de corazón, porque mientras existen en esta vida mortal, es siempre problemático y
dudoso si mudarán la voluntad volviéndose a su Dios y Criador.

En lo cual no sólo son muy desiguales, sino que están más expuestos a su condenación
aquellos de quienes dice Dios por su Profeta: “El otro morirá, sin duda, justamente por su
pecado, pero a los centinelas yo los castigaré como a sus homicidas”, porque para este fin
están puestas las atalayas o centinelas, esto es, los Propósitos y Prelados eclesiásticos, para
que no dejen de reprender los pecados y procurar la salvación de las almas; mas no por eso
estará totalmente exento de esta culpa aquel que, aunque no sea Prelado, con todo, en las
personas con quienes vive y conversa ve muchas acciones que reprender, y no lo hace por
no chocar con sus índoles y genios fuertes, o por respeto a los bienes que posee
lícitamente, en cuya posesión se deleita más de lo que exige la razón.

En cuanto a lo segundo, los buenos tienen que examinar otra causa, y es el por qué Dios los
aflige con calamidades temporales, como lo hizo Job, y, considerada atentamente,
conocerá que el Altísimo opera con admirable, probidad y por un medio tan esencial a
nuestra salud, para que de este modo se conozca el hombre a sí mismo y aprenda a amar a
Dios con virtud y sin interés. Examinadas atentamente estas razones, veamos si acaso ha
sucedido algún trabajo a los fieles y temerosos de Dios que no se les haya convertido en
bien, a no ser que pretendamos decir es vana aquella sentencia del apóstol, donde dice.
“Que es infalible que a los que aman a Dios, todas las cosas, así prósperas como adversas,
les son ayudas de costa para su mayor bien.”

CAPITULO X

Que los Santos no pierden nada con la pérdida de las cosas temporales Si dicen que
perdieron cuanto poseían, pregunto: ¿Perdieron la fe? ¿Perdieron la religión? ¿Perdieron
los bienes del hombre interior, que es el rico en los ojos de Dios? Estas son las riquezas y
el caudal de los cristianos, a quienes el esclarecido Apóstol de las gentes decía: “Grande
riqueza es vivir en el servicio de Dios, y contentarse con lo suficiente y necesario, porque
así como al nacer no metimos con nosotros cosa alguna en este mundo, así tampoco, al
morir, la podremos llevar. Teniendo, pues, que comer y vestir, contentémonos con eso;

Página 28 de 28
La Ciudad De Dios San Agustín

porque los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones y lazos, en muchos
deseos, no sólo necios, sino perniciosos, que anegan a los hombres en la muerte y
condenación eterna; porque la avaricia es la raíz de todos los males, y cebados en ella
algunos, y siguiéndola perdieron la fe y se enredaron en muchos do- lores. Aquellos que en
el saqueo de Roma perdieron los bienes de la tierra, si los poseían del modo que lo habían
oído a este pobre en lo exterior, y rico en lo interior, esto es, si usaban del mundo como si
no usaran de él, pudieron decir lo que Job, gravemente tentado y nunca vencido: “Desnudo
salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a la tierra.

El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como al Señor le agradó, así se ha hecho; sea el
nombre del Señor bendito”, para que, en efecto, como buen siervo estimase por rica y
crecida hacienda la voluntad y gracia de su Señor; enriqueciese, sirviéndole con el espíritu,
y no se entristeciese ni le causase pena el dejar en vida lo que había de dejar bien presto
muriendo. Pero los más débiles y flacos, que estaban adheridos con todo su corazón a estos
bienes temporales, aunque no lo antepusiesen al amor de Jesucristo, vieron con dolor,
perdiéndolos, cuánto pecaron estimándolos con demasiado afecto; pues tan grande fue su
sentimiento en este infortunio como los dolores que padecieron, según afirma el Apóstol, y
dejo referido, y así convenía que se les enseñase también con la doctrina la experiencia a
los que por tanto tanto tiempo no hicieron caso de la disciplina de la palabra, pues cuando
dijo el Apóstol Pablo “que los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones”, sin
duda que en las riquezas no reprende la hacienda, sino la codicia.

El mismo Santo Apóstol ordena en otro lugar a su discípulo Timoteo el siguiente


reglamento para que anuncie entre las gentes, y le dice: “Que mande a los que son ricos en
este mundo que no se ensoberbezcan ni confíen y pongan su esperanza en la instabilidad e
incertidumbre de sus riquezas, sino en Dios vivo, que es el que nos ha dado todo lo
necesario para nuestro sustento y consuelo con grande abundancia; que hagan bien, y sean
ricos de buenas obras y fáciles en repartir con los necesitados, y humanos en el
comunicarse, atesorando para lo sucesivo un fundamento sólido para alcanzar la vida
eterna. Los que así dispusieron de sus haberes recibieron un extraordinario consuelo,
reparando sus pequeñas quiebras con un excesivo interés y ganancia, pues dando con
espontánea voluntad lo pusieron en mejor cobro, formándose un tesoro inagotable en el
cielo, sin entristecerse por la privación de la posesión de unos bienes que, retenidos, más
fácilmente se hubieran menoscabado y consumido.

Estos bienes pudieron muy bien haber perecido en esta vida mortal por los fatales
accidentes que ordinariamente acaecen, los cuales, en vida, pudieron poner en las manos
del Señor. Los que no se separaron de los divinos consejos de Jesucristo, que por boca de
San Mateo nos dice: “No queráis congregar tesoros en la tierra, adonde la polilla y el moho
los corrompen, y adonde los ladrones los desentierran y hurtan, sino atesoraos los tesoros
en el cielo, adonde no llega el ladrón ni la polilla lo corrompe, porque adonde estuviere
vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.” En el tiempo de la tribulación y de las
calamidades experimentaron con cuánta discreción obraron en no haber desechado el
consejo del Divino Maestro, fidelísimo y segurísimo custodio.

Pero si algunos se lisonjearon de haber tenido guardadas sus riquezas adonde por acaso
sucedió que no llegase el enemigo, ¿con cuánta más certidumbre y seguridad pudieron
alegrarse los que, por consejo de su Dios, transfirieron sus haberes al lugar donde de
ningún modo podía penetrar todo el poder del vencedor? Y así nuestro Paulino, Obispo de
Nola, que, de hombre poderoso se hizo voluntariamente pobre cuando los godos

Página 29 de 29
La Ciudad De Dios San Agustín

destruyeron la ciudad de Nola, una vez ya en su poder (según que luego lo supimos por él
mismo) hacía oración a Dios con el mayor fervor, implorando su piedad por estas
enérgicas expresiones: “Señor, no padezca yo vejaciones por el oro ni por la plata, porque
Vos sabéis dónde está toda mi hacienda.” Y estas palabras manifestaban evidentemente
que todos sus haberes los había depositado en donde le había aconsejado aquel gran Dios;
el cual había dicho, previendo los males futuro:, que estas calamidades habían de venir al
mundo, y por eso los que obedecieron a las persuasiones del Redentor, formando su tesoro
principal donde y como debían, cuando los bárbaros saquearon las casas y talaron los
campos no perdieron ni aun las mismas riquezas terrenas; mas aquellos a quienes pesó por
no haber asentido al consejo divino dudoso del fin que tendrían sus haberes, echaron de ver
ciertamente, si no ya con la ciencia del vaticinio, a lo menos con la experiencia, lo que
debían haber dispuesto para asegurar perpetuamente sus bienes.

Dirán que hubo también algunos cristianos buenos que fueron atormentados por los godos
sólo porque les pusiesen de manifiesto sus riquezas; con todo, éstos no pudieron entregar
ni perder aquel mismo bien con que ellos eran buenos, y si tuvieron por más útil padecer
ultrajes y tormentos que manifestar y dar sus fortunas; haberes, seguramente, que no eran
buenos; pero a éstos, que tanta pena sufrían por la pérdida del oro; era necesario advertirles
cuánto se debía tolerar por Cristo para que aprendiesen a amar, especialmente al que se
enriquece y padece por Dios, esperando la bienaventuranza, y no a la plata ni al oro, pues
en apesadumbrarse por la pérdida de estos metales fuera una acción pecaminosa, ya los
ocultasen mintiendo, ya los manifestasen y entregasen diciendo la verdad; porque en la
fuerza de los mayores tormentos nadie perdió a Cristo ni su protección, confesando, y
ninguno conservó el oro sino negando, y por eso las mismas afrentas que les daban
instrucciones seguras para creer debían amar el bien incorruptible y eterno eran, quizá, de
más provecho que los bienes por cuya adhesión y sin ningún fruto eran atormentados sus
dueños; y si hubo algunos que, aunque nada tenían que poseer patente, cómo no los daban
crédito, los molestaron con injurias y malos tratamientos, también éstos, acaso, desearían
gozar grandes haberes, por cuyo afecto no eran pobres con una voluntad santa y sincera, y
éste es el motivo porque - era necesario persuadirles que no era la hacienda, sino la codicia
de ella la que merecia semejantes aflicciones; pero si por profesar una vida perfecta e
intachable no tenían atesorado oro ni plata, no sé ciertamente si aconteció acaso a alguno
de éstos que le atormentasen creyendo que tenía bienes; y, dado el caso de que así
sucediese, sin duda, el que en los tormentos confesaba su pobreza, a Cristo confesaba; pero
aun cuando no mereciese ser creído de los enemigos, con todo, el confesor de tan loable
pobreza no pudo ser afligido sin la esperanza del premio y remuneración que le estaba
preparada en el Cielo.

CAPITULO XI

Del fin de la vida temporal ya sea breve ya sea larga Mas se dirá perecieron muchos
cristianos al fuerte azote del hambre, que duró por mucho tiempo, y respondo que este
infortunio pudieron convertirle en utilidad propia los buenos, sufriéndole piadosa y
religiosamente, porque aquellos a quienes consumió el hambre se libraron de las
calamidades de esta vida, como sucede en una enfermedad corporal; y los que aún
quedaron vivos, este mismo azote les suministró los documentos más eficaces no sólo para
vivir con parsimonia y frugalidad, sino para ayunar por más tiempo del ordinario. Si
añaden que muchos cristianos murieron también a los filos de la espada, y que otros
perecieron con crueles y espantosas muertes, digo que si estas penalidades no deben

Página 30 de 30
La Ciudad De Dios San Agustín

apesadumbrar, es una ridiculez pensarlo así, pues ciertamente es una aflicción común a
todos los que han nacido en esta vida; sin embargo, es innegable que ninguno murió que
alguna vez no hubiese de morir; y el fin de la vida, así a la que es larga como a la que es
corta, las iguala y hace que sean una misma cosa, ya que lo que dejó una vez de ser no es
mejor ni peor, ni más largo ni más corto.

Y ¿qué importa se acabe la vida con cualquier género de muerte, si al que muere no puede
obligársele a que muera segunda vez, y, siendo manifiesto que a cada uno de los mortales
le están amenazando innumerables muertes en las repetidas ocasiones que cada día se
ofrecen en esta vida, mientras está incierto cuál de ella le ha de sobrevenir? Pregunto si es
mejor sufrir una, muriendo, o temerlas todas, viviendo. No ignoro con cuánto temor
elegimos antes el vivir largos años debajo del imperio de un continuado sobresalto y
amenazas de tantas muertes, que muriendo de una, no temer en adelante ninguna; pero una
cosa es lo que el sentido de la carne, como débil, rehúsa con temor, y otra lo que la razón
bien ponderada y examinada convence. No debe tenerse por mala muerte aquella a que
precedió buena vida, porque no hace mala a la muerte sino lo que a ésta sigue
indefectiblemente; por esto los que necesariamente han de morir, no deben hacer caso de lo
que les sucede en su muerte, sino del destino adonde se les fuerza marchar en muriendo.
Sabiendo, pues, los cristianos, que fue mucho mejor la muerte del pobre siervo de Dios
“que murió entre las lenguas de los perros que lamían sus heridas, que la del impío rico que
murió entre la púrpura y la holanda”, ¿de qué inconveniente pudieron ser a los muertos que
vivieron bien aquellos horrendos género de muertes con que fueron despedazados?

CAPITULO XII

De la sepultura de los cuerpos humanos, la cual, aunque se les deniegue, a los cristianos no
les quita nada Pero dirán que, siendo tan crecido el número de los muertos, tampoco hubo
lugar espacioso para sepultarlos. Respondo que la fe de los buenos no teme sufrir este
infortunio, acordándose que tiene Dios prometido que ni las bestias que los comen y
consumen han de ser parte para ofender a los cuerpos que han de resucitar, “pues ni un
cabello de su cabeza se les ha de perder”. Tampoco dijera la misma verdad por San Mateo
“No temáis a los que matan al cuerpo y no pueden mataros el alma”, si fuese inconveniente
para la vida futura todo cuanto los enemigos quisieran hacer de los cuerpos de los difuntos;
a no ser que haya alguno tan necio que pretenda defender, no debemos temer antes de la
muerte a los que matan el cuerpo, precisamente por el hecho de darle muerte, sino después
de la muerte, porque no impidan la sepultura del cuerpo; luego es tanto lo que dice el
mismo Cristo, que pueden matar el cuerpo y no más, si tienen facultad, para poder disponer
tan absolutamente de los cuerpos muertos; pero Dios nos libre de imaginar ser incierto lo
que dice la misma Verdad.

Bien confesamos que estos homicidas obran seguramente por sí cuando quitan la vida,
pues cuando ejecutan la misma acción en el cuerpo hay sentido; pero muerto ya el cuerpo,
nada les queda que hacer, pues ya no hay sentido alguno que pueda padecer; no obstante,
es cierto que a muchos cuerpos de los cristianos no les cubrió la tierra, así como lo es que
no hubo persona alguna que pudiese apartarlos del, cielo y de la tierra, la cual llena con su
divina presencia. Aquel mismo que sabe cómo ha de resucitar lo que crió. Y aunque por
boca de su real profeta dice: “Arrojaron los cadáveres de sus siervos para que se los
comiesen las aves, y las carnes de tus Santos, las bestias de la tierra. Derramaron su sangre

Página 31 de 31
La Ciudad De Dios San Agustín

alrededor de Jerusalén como agua, y no había quien les diese sepultura”; mas lo dijo por
exagerar la impiedad de los que lo hicieron, que no la infelicidad de los que la padecieron;
porque, aunque estas acciones, a los ojos de los hombres, parezcan duras y terribles; pero a
los del Señor “siempre fue preciosa la muerte de sus Santos”; y así, el disponer todas las
cosas que se refieren al honor y utilidad del difunto, como son: cuidar del entierro, elegir la
sepultura, preparar las exequias, funeral y pompa de ellas, más podemos caracterizarlas por
consuelo de los vivos que por socorro de los muertos. Y si no, díganme qué provecho se
sigue al impío de ser sepultado en un rico túmulo y que se le erija un precioso mausoleo, y
les confesaré que al justo no perjudica ser sepultado en una pobre hoya o en ninguna.

Famosas exequias fueron aquellas que la turba de sus siervos consagró a la memoria de su
Señor, tan impío como poderoso, adornando su yerto cuerpo con holandas y púrpura; pero
más magnificas fueron a los ojos de aquel gran Dios las que se hicieron al pobre Lázaro,
llagado, por ministerio de los ángeles, quienes no le enterraron en un suntuoso sepulcro de
mármol, sino que depositaron su cuerpo en el seno de Abraham. Los enemigos de nuestra
santa religión se burlan de esta santa doctrina, contra quienes nos hemos encargado de la
defensa de la Ciudad de Dios, y, con todo observamos que tampoco sus filósofos cuidaron
de la sepultura de sus difuntos; antes, por el contrario, observamos que, en repetidas
ocasiones, ejércitos enteros muertos por la patria no cuidaron de elegir lugar donde,
después de muertos, fuesen sepultados, y menos, de que las bestias podrían devorarlos
dejándolos desamparados en los campos; por esta razón pudieron felizmente decir los
poetas: “Que el cielo cubre al que no tiene losa”. Por esta misma razón no debieran
baldonar a los cristianos sobre los cuerpos que quedaron sin sepultura, a quienes promete
Dios la reformación de sus cuerpos, como de todos lo: miembros, renovándoselos en un
momento con increíbles mejoras.

CAPITULO XIII

De la forma que tienen los Santos en sepultar los cuerpos No obstante lo que llevamos
expuesto, decimos que no se deben menospreciar, ni arrojarse los cadáveres de los
difuntos, especialmente los de los justos y fieles, de quienes se ha servido el, Espíritu Santo
“como de unos vasos de elección e instrumentos para todas las obras buenas”; porque si los
vestidos, anillos y otras alhajas de los padres, las estiman sobremanera sus hijos cuanto es
mayor el respeto y afecto que les tuvieron, así también deben ser apreciados los propios
cuerpos que les son aún más familiares y aún más inmediatos que ningún género de
vestidura; pues éstas no son cosas que nos sirven para el adorno o defensa que
exteriormente nos ponemos, sino que son parte de la misma naturaleza. Y así, vemos que
los entierros de los antiguos justos se hicieron en su tiempo con mucha piedad, y que se
celebraron sus exequias, y se proveyeron de sepultura, encargando en vida a sus hijos el
modo con que debían sepultar o trasladar sus cuerpos. Tobías es celebrado por testimonio
de un ángel de haber alcanzado la gracia y amistad de Dios ejercitando su piedad de
enterrar los muertos. El mismo Señor, habiendo de resucitar al tercero día, celebró la buena
obra de María Magdalena, y encargó se celebrase el haber derramado el ungüento precioso
sobre Su Majestad, porque lo hizo para sepultarle; y en el Evangelio, hace honorífica
mención San Juan de José de Arimatea y Nicodemus, que, bajaron de la cruz el santo
cuerpo de Jesucristo, y procuraron con diligencia y reverencia amortajarle y enterrarle; sin
embargo, no hemos de entender que las autoridades alegadas pretenden enseñar que hay
algún sentido en los cuerpos muertos; por el contrario, nos significan que los, cuerpos de

Página 32 de 32
La Ciudad De Dios San Agustín

los muertos están, como todas las cosas, bajo la providencia de Dios, a quien agradan
semejantes oficios de piedad, para confirmar la fe de la resurrección.

Donde también aprendemos para nuestra salud cuán grande puede ser el premio y
remuneración de las limosnas que distribuimos entre los vivos indigentes, pues a Dios no
se le pasa por alto ni aun el pequeño oficio de sepultar los difuntos, que ejercemos con
caridad y rectitud de ánimo, nos ha de proporcionar una recompensa muy superior a
nuestro mérito. También debemos observar que cuanto ordenaron los santos Patriarcas
sobre los enterramientos o traslaciones de los cuerpos quisieron lo tuviésemos presente
como enunciado con espíritu profético; mas no hay causa para que nos detengamos en este
punto; basta, pues, lo que va insinuado, y si las cosas que en este mundo son
indispensables para sustentarse los vivos, como son comer y vestir, aunque nos falten con
grave dolor nuestro, con todo, no disminuyen en los buenos la virtud de la paciencia ni
destierran del corazón la piedad y religión, antes si, ejercitándola, la alientan y fecundizan
en tanto grado; por lo mismo, las cosas precisas para los entierros y sepulturas de los
difuntos, aun cuando faltasen, no harán míseros ni indigentes a los que están ya
descansando en las moradas de los justos; y así cuando en el saco de Roma echaron de
menos este beneficio los cuerpos cristianos, no fue culpa de los vivos, pues no pudieron
ejecutar libremente esta obra piadosa, ni pena de los muertos, porque ya no podían sentirla.

CAPITULO XIV

Del cautiverio de los Santos, y cómo jamás les faltó el divino consuelo Sí dijesen que
muchos cristianos fueron llevados en cautiverio, confieso que fue infortunio grande si, por
acaso, los condujeron donde no hallasen a su Dios; mas, para templar esta calamidad,
tenemos también en las sagradas letras grandes consuelos. Cautivos estuvieron los tres
jóvenes, cautivo estuvo Daniel y otros profetas, y no les faltó Dios para su consuelo. Del
mismo modo, tampoco desamparó a sus fieles en el tiempo de la tiranía y de la opresión de
gente, aunque bárbara, humana, el mismo que no desamparó a su profeta ni aun en el
vientre de la ballena. A pesar de la certeza de estos hechos, los incrédulos a quienes
instruimos en estas saludables máximas intentan desacreditarlas, negándolas la fe que
merecen, y, con todo, en sus falsos escritos creen que Arión Metimneo, famoso músico de
cítara, habiéndose arrojado al mar, le recibió en sus espaldas un delfín y le sacó a tierra;
pero replicarán que el suceso de Jonás es más increíble, y, sin duda, puede decirse que es
más increíble, porque es más admirable, y más admirable, porque es más poderoso.

CAPITULO XV

De Régulo, en quien hay un ejemplo de que se debe sufrir el cautiverio aun


voluntariamente por la religión, lo que no pudo aprovecharle por adorar a los dioses Los
contrarios de nuestra religión tienen entre sus varones insignes un noble ejemplo de cómo
debe sufrirse voluntariamente el cautiverio por causa de la religión. Marco Atilio Régulo,
general del ejército romano, fue prisionero de los cartagineses, quienes teniendo por más
interesante que los romanos les restituyesen los prisioneros, que ellos tenían que conservar
los suyos, para tratar de este asunto enviaron a Roma a Régulo en compañía de sus
embajadores, tomándole ante todas cosas juramento de qué si no se concluía
favorablemente lo que pretendía la República, se volvería a Cartago. Vino a Roma Régulo,
y en el Senado persuadió lo contrario, pareciéndole no convenía a los intereses de la
República romana el trocar los prisioneros.

Página 33 de 33
La Ciudad De Dios San Agustín

Concluido este negocio, ninguno de los suyos le forzó a que volviese a poder de sus
enemigos; pero no por eso dejó Régulo de cumplir su juramento. Llegado que fue a
Cartago, y dada puntual razón de la resolución del Senado, resentidos los cartagineses, con
exquisitos y horribles tormentos le quitaron la vida, porque metiéndole en un estrecho
madero, donde por fuerza estuviese en pie, habiendo clavado en él por todas partes
agudísimos puntas, de modo que no pudiese inclinarse a ningún lado sin que gravemente se
lastimase, le mataron entre los demás tormentos con no dejarle morir naturalmente. Con ra-
zón, pues, celebran la virtud, que fue mayor que la desventura, con ser tan grande; pero, sin
embargo estos males le vaticinaban ya el juramento que había hecho por los dioses,
quienes absolutamente prohibían ejecutar tales atrocidades en el género humano, como
sostienen sus adoradores. Mas ahora pregunto: si esas falsas deidades, que eran
reverenciadas de los hombres para que los hiciesen prósperos en la vida presente, quisieron
o permitieron que al mismo que juró la verdad se le diesen tormentos tan acerbos, ¿qué
providencia más dura pudieran tomar cuando estuvieran enojados con un perjuro? ,Pero,
por cuanto creo que con este solo argumento no concluiré ni dejaré convencido lo uno ni lo
otro, continúo así.

Es cierto que Régulo adoró y dio culto a los dioses, de modo que por la fe del juramento ni
se quedó en su patria ni se retiró a otra parte, sino que quiso volverse a la prisión, donde
había de ser maltratado de sus crueles enemigos; si pensó que esta acción tan heroica le
importaba para esta vida, cuyo horrendo fin experimentó en sí mismo, sin duda, se
engañaba; porque con su ejemplo nos dio un prudente documento de que los dioses nada
contribuían para su felicidad temporal, pues adorándolos Régulo fue, sin embargo, vencido
y preso, y porque no quiso hacer otra cosa, sino que cumplir exactamente lo que había
jurado por los, falsos dioses, murió atormentado con un nuevo nunca visto y horrible
género de muerte; pero si la religión de los dioses da después de esta vida la felicidad,
como por premio, ¿por qué calumnian a los tiempos cristianos, diciendo que le vino a
Roma aquella calamidad por haber dejado la religión de sus dioses? ¿Pues, acaso,
reverenciándoles con tanto respeto, pudo ser tan infeliz como lo fue Régulo? Puede que
acaso haya alguno que contra una verdad tan palpable se oponga todavía con tanto furor y
extraordinaria ceguedad, que se atreva a defender que, generalmente, toda una ciudad que
tributa culto a los dioses no puede serlo, porque de estos dioses es más a propósito el poder
para conservar a muchos que a cada uno en particular, ya que la multitud consta de los
particulares.

Si confiesan que Régulo, en su cautiverio y corporales tormentos, pudo ser dichoso por la
virtud del alma, búsquese antes la verdadera virtud con que pueda ser también feliz la
ciudad, ya que la ciudad no es dichosa por una cosa y el hombre por otra, pues la ciudad no
es otra cosa que muchos hombres unidos en sociedad para defender mutuamente sus
derechos. No disputo aquí cuál fue la virtud de Régulo; basta por ahora decir que este
famoso ejemplo les hace confesar, aunque no quieran, que no deben adorarse los dioses por
los bienes corporales o por los acaecimientos que exteriormente sucedan al hombre, puesto
que el mismo Régulo quiso más carecer de tantas dichas que ofender a los dioses por
quienes había jurado. ¿Pero, qué haremos con unos hombres que se glorían de que tuvieron
tal ciudadano cual temen que no sea su ciudad, y si no temen, confiesan de buena fe que
casi lo mismo que sucedió a Régulo pudo suceder a la ciudad, observando su culto y
religión con tanta exactitud como él, y dejen de calumniar los tiempos cristianos?

Página 34 de 34
La Ciudad De Dios San Agustín

Mas por cuanto la disputa empezó sobre los cristianos, que igualmente fueron conducidos a
la prisión y al cautiverio, dense cuenta de este suceso y enmudezcan los que por esta
ocasión, con desenvoltura e imprudencia, se burlan de la verdadera religión; porque si fue
ignominia de sus dioses que el que más se esmeraba en su servicio por guardarles la fe del
juramento creciese de su patria, no teniendo otra; y que, cautivo en poder de sus enemigos,
muriese con una prolija muerte y nuevo género de crueldad, mucho menos debe ser
reprendido el nombre cristiano por la cautividad de los suyos, pues viviendo con la
verdadera esperanza de conseguir la perpetua posesión de la patria celestial, aun en sus
propias tierras saben que son peregrinos.

CAPITULO XVI

SI las violencias que quizá padecieron las santas doncellas en su cautiverio pudieron
contaminar la virtud del ánimo sin el consentimiento de la voluntad Piensan seguramente
que ponen un crimen enorme a los cristianos cuando, exagerando su cautiverio, añaden
también que se cometieron impurezas, no sólo en las casadas y doncellas, sino también en
las monjas, aunque en este punto ni la fe, ni la piedad, ni la misma virtud que se apellida
castidad, sino nuestro frágil discurso es el que, entre el pudor y la razón, se, halla como en
caos de confusiones o en un aprieto, del que no puede evadirse sin peligro; mas en esta
materia no cuidamos tanto de contestar a los extraños como de consolar a los nuestros. En
cuanto a lo primero, sea, pues, fundamento fijo, sólido e incontestable, que la virtud con
que vivimos rectamente desde el alcázar del alma ejerce su imperio sobre los miembros del
cuerpo, y que éste se hace santo con el uso y medio de una voluntad santa, y estando ella
incorrupta y firme, cualquiera cosa que otro hiciere del cuerpo o en el cuerpo que sin
pecado propio no se pueda evitar, es sin culpa del que padece, y por cuanto no sólo se
pueden cometer en un cuerpo ajeno acciones que causen dolor, sino también gusto sensual,
lo que así se cometió, aunque no quita la honestidad, que con ánimo constante se conservé,
con todo causa pudor para que así no se crea que se perpetró con anuencia de la voluntad lo
que acaso no pudo ejecutarse sin algún deleite carnal; y por este motivo, ¿qué humano
afecto habrá que no excuse o perdone a las que se dieron muerte por no sufrir esta
calamidad? Pero respecto de las otras que no se mataron por librarse con su muerte de un
pecado ajeno, cualesquiera que les acuse de este defecto, si le padecieron, no se excusa de
ser reputado por necio.

CAPITULO XVII

De la muerte voluntaria por miedo de la pena o deshonra Si a ninguno de los hombres es


lícito matar a otro de propia autoridad, aunque verdaderamente sea culpado, porque ni la
ley divina ni la humana nos da facultad para quitarle la vida; sin duda que el que se mata a
sí mismo también es homicida, haciéndose tanto más culpado cuando se dio muerte, cuanta
menos razón tuvo para matarse; porque si justamente abominamos de la acción de Judas y
la misma verdad condena su deliberación, pues con ahorcarse más acrecentó que satisfizo
el crimen de su traición (ya que, desesperado ya de la divina misericordia y pesaroso de su
pecado, no dio lugar a arrepentirse y hacer una saludable penitencia”, ¿cuánto más debe
abstenerse de quitarse la vida el que con muerte tan infeliz nada tiene en sí que castigar? Y
en esto hay notable diferencia, porque Judas, cuando se dio muerte, la dio a un hombre
malvado, y, con todo, acabó esta vida no sólo culpado en la muerte del Redentor, sino en la
suya propia, pues aunque se mató por un pecado suyo, en su muerte hizo otro pecado.

Página 35 de 35
La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XVIII

De la torpeza ajena y violenta que padece en su forzado cuerpo una persona contra su
voluntad Pregunto, pues, ¿por qué el hombre, que a nadie ofende ni hace mal, ha de
hacerse mal a sí propio y quitándose la vida ha de matar a un hombre sin culpa, por no
sufrir la culpa de otro, cometiendo contra sí un pecado propio, porque no. se cometa en él
el ajeno? Dirán: porque teme ser manchado con ajena torpeza; pero siendo, como es, la
honestidad una virtud del alma, y teniendo, como tiene, por compañera la fortaleza, con la
cual puede resolver el padecer ante cualesquiera aflicciones que consentir en un solo
pecado, y no estando, como no está, en la mano y facultad del hombre más magnánimo y
honesto lo que puede suceder de su cuerpo, sino sólo el consentir con la voluntad o
disentir, ¿quién habrá que tenga entendimiento sano que juzgue que pierde su honestidad,
si acaso en su cautivo y violentado cuerpo se saciase la sensualidad ajena?

Porque si de este modo se pierde la honestidad, no será virtud del alma ni será de los
bienes con que se vive virtuosamente, sino será de lo: bienes del cuerpo, como son las
fuerzas, la hermosura, la complexión sana y otras cualidades semejantes, las cuales dotes,
aunque decaigan en nosotros, de ninguna manera nos acortan la vida buena y virtuosa; y si
la honestidad corresponde a al- guna de estas prendas tan estimadas, ¿por qué procuramos,
aun con riesgo del cuerpo, que no se nos pierda? Pero si toca a los bienes del alma, aunque
sea forzado y padezca el cuerpo, no por eso se pierde; antes bien, siempre que la santa
continencia no se rinda a las impurezas de la carnal concupiscencia, santifica también el
mismo cuerpo. Por tanto, cuando con invencible propósito persevera en no rendirse,
tampoco se pierde la castidad del mismo cuerpo, porque está constante la voluntad en usar
bien y santamente de él, y cuanto consiste en él, también la facultad.

El cuerpo no es santo porque sus miembros estén íntegros o exentos de tocamientos torpes,
pues pueden, por diversos accidentes, siendo heridos, padecer fuerza, y a veces
observamos que los médicos, haciendo sus curaciones, ejecutan en los remedios que
causan horror. Una partera examinando con la mano la virginidad de una doncella, lo fuese
por odio o por ignorancia en su profesión, o por acaso, andándola registrando, la echó a
perder y dejó inútil; no creo por eso que haya alguno tan necio que presuma que perdió la
doncella por esta acción la santidad de su cuerpo, aunque perdiese la integridad de la parte
lacerada; y así cuando permanece firme el propósito de la voluntad por el cual merece ser
santificado el cuerpo, tampoco la violencia de ajena sensualidad le quita al mismo cuerpo
la santidad que conserva in violable la perseverancia en su continencia. Pregunto: si una
mujer fuese con voluntad depravada, y trocado el propósito que había hecho a Dios a que
la deshonrase uno que la había seducido y engañado, antes que llegue al paraje designado,
mientras va aún caminando, ¿diremos que es ésta santa en el cuerpo, habiendo ya perdido
la santidad del alma con que se santificaba el cuerpo? Dios nos libre de semejante error. De
esta doctrina debemos deducir que, así como se pierde la santidad del cuerpo, perdida ya la
del alma, aunque el cuerpo quede íntegro e intacto, así tampoco se pierde la santidad del
cuerpo quedando entera la santidad del alma, no obstante de que el cuerpo padezca
violencia; por lo cual, si una mujer que fuese forzada violentamente sin consentimiento
suyo, y padeció menoscabo en su cuerpo con pecado ajeno, no tiene que castigar en sí,

Página 36 de 36
La Ciudad De Dios San Agustín

matándose voluntariamente, ¿cuánto más antes que nada suceda, porque no venga a
cometer un homicidio cierto, estando el mismo pecado, aunque ajeno, todavía incierto?

Por ventura, ¿se atreverán a contradecir a esta razón tan evidente con que probamos que
cuando se violenta un cuerpo, sin haber habido mutación en el propósito de la castidad,
consintiendo en el pecado, es sólo culpa de aquel que conoce por fuerza a la mujer, y no de
la que es forzada y de ningún modo consiente con quien la conoce? ¿Tendrán atrevimiento,
digo, a contradecir estas reflexiones aquellos contra quienes defendemos que no sólo las
conciencias, sino también los cuerpos de las mujeres cristianas que padecieron fuerza en el
cautiverio fueron inculpables y santos?

CAPITULO XIX

De Lucrecia, que se mató por haber sido forzada Celebran y ensalzan los antiguos con
repetidas alabanzas a Lucrecia, ilustre romana, por su honestidad y haber padecido la
afrenta de ser forzada por el hijo del rey Tarquino el Soberbio. Luego que salió de tan
apretado lance, descubrió la insolencia de Sexto a su marido Colatino y a su deudo Junio
Bruto, varones esclarecidos por su linaje y valor, empeñándolos en la venganza; pero,
impaciente y dolorosa de la torpeza cometida en su persona, se quitó al punto la vida. A
vista de este lamentable suceso, ¿qué diremos? ¿En qué concepto hemos de tener a
Lucrecia, en el de casta o en el de adúltera? Pero quién hay que repare en esta
controversia? A este propósito, con verdad y elegancia, dijo un célebre político en una
declaración: “Maravillosa cosa; dos fueron, y uno sólo cometió el adulterio; caso
estupendo, pero cierto.” Porque, dando a entender que en esta acción en el uno había
habido un apetito torpe y en la otra una voluntad casta, y atendiendo a lo que resultó, no de
la unión de los miembros, sino de la diversidad de los ánimos; dos, dice, fueron, y uno sólo
cometió el adulterio. Pero ¿qué novedad es ésta que veo castigada con mayor rigor a la que
no cometió el adulterio?.

A Sexto, que es el causante, le destierran de su patria juntamente con su padre, y a


Lucrecia la veo acabar su inocente vida con la pena más acerba que prescribe la ley: si no
es deshonesta la que padece forzada, tampoco es justa la que castiga a la honesta. A
vosotros apelo, leyes y magistrados romanos, pues aun después, de cometidos los delitos
jamás permitisteis matar libremente a un facineroso sin formarle primero proceso, ventilar
su causa por los trámites del Derecho y condenarle luego; si alguno presentase esta causa
en vuestro tribunal y os constase por legítimas pruebas que habían muerto a una señora, no
sólo sin oírla ni condenarla, sino también siendo casta e inocente, pregunto: ¿no
castigaríais semejante delito con el rigor y severidad que merece?.

Esto hizo aquella celebrada Lucrecia: a la inocente, casta y forzada Lucrecia la mató la
misma Lucrecia; sentenciadlo vosotros, y si os excusáis diciendo no podéis ejecutarlo
porque no está presente para poderla castigar, ¿por qué razón a la misma que mató a una
mujer casta e inocente la celebráis con tantas alabanzas? Aunque a presencia de los jueces
infernales, cuales comúnmente nos los fingen vuestros poetas, de ningún modo podéis
defenderla estando ya condenada entre aquellos que con su propia mano, sin culpa, se
dieron muerte, y, aburridos de su vida, fueron pródigos de sus almas a quien. deseando
volver acá no la dejan ya las irrevocables leyes y la odiosa laguna con sus tristes ondas la
detiene; por ventura, ¿no está allí porque se mató, no inocentemente, sino porque la
remordió la conciencia? ¿Qué sabemos lo que ella solamente pudo saber, si llevada de su

Página 37 de 37
La Ciudad De Dios San Agustín

deleite consintió con Sexto que la violentaba, y, arrepentida de la fealdad de esta acción,
tuvo tanto sentimiento que creyese no podía satisfacer tan horrendo crimen sino con su
muerte? Pero ni aun así debía matarse, si podía acaso hacer alguna penitencia que la
aprovechase delante de sus dioses.

Con todo, si por fortuna es así, y fue falsa la conjetura de que dos fueron en el acto y uno
sólo el que cometió el adulterio, cuando, por el contrario, se presumía que ambos lo
perpetraron, el uno con evidente fuerza y la otra con interior consentimiento, en este caso
Lucrecia no se mató inocente ni exenta de culpa, y por este motivo los que defienden su
causa podrán decir que no está en los infiernos entre aquellos que sin culpa se dieron la
muerte con sus propias manos; pero de tal modo se estrecha por ambos extremos el
argumento, que si se excusa el homicidio se confirma el adulterio, y si se purga éste se le
acumula aquél; por fin, no es dable dar fácil solución a este dilema: si es adúltera, ¿por qué
la alaban?, y si es honesta, ¿por qué la matan? Mas respecto de nosotros, éste es un ilustre
ejemplo para convencer a los que, ajenos de imaginar con rectitud, se burlan de las
cristianas que fueron violadas en su cautiverio, y para nuestro consuelo bastan los dignos
loores con que otros han ensalzado a Lucrecia, repitiendo que dos fueron y uno cometió el
adulterio, porque todo el pueblo romano quiso mejor creer que en Lucrecia no hubo
consentimiento que denigrase su honor, que persuadirse que accedió sin constancia a un
crimen tan grave. Así es que el haberse quitado la vida por sus propias manos no fue
porque fuese adúltera, aunque lo padeció inculpablemente; ni por amor a la castidad, sino
por flaqueza y temor de la vergüenza.

Tuvo, pues, vergüenza de la torpeza ajena que se había cometido en ella, aunque no con
ella, y siendo como era mujer romana, ilustre por sangre y ambiciosa de honores, temió
creyese él vulgo que la violencia que había sufrido en vida había sido con voluntad suya;
por esto quiso poner a los ojos de los hombres aquella pena con que se castigó, para que
fuese testigo de su voluntad ante aquellos a quienes no podía manifestar su conciencia.
Tuvo, pues, un pudor inimitable y un justo recelo de que alguno presumiese había sido
cómplice en el delito, si la injuria que Sexto había cometido torpemente en su persona la
sufriese con paciencia. Mas no lo practicaron así las mujeres cristianas, que habiendo
tolerado igual desventura aun viven; pero tampoco vengaron en si el pecado ajeno, por no
añadir a las culpas ajenas las propias, como lo hicieran, si porque el enemigo con brutal
apetito sació en ellas sus torpes deseos, ellas precisamente por el pudor público fueran
homicidas de sí mismas.

Es que tenían dentro de sí mismas la gloria de su honestidad, el testimonio de su


conciencia, que ponen delante de los ojos de su Dios, y no desean más cuando obran con
rectitud ni pretenden otra cosa por no apartarse de la autoridad de la ley divina, aunque a
veces se expongan a las sospechas humanas.

CAPITULO XX

Que no hay autoridad que permita en ningún caso a los cristianos el quitarse a sí propios la
vida Por eso, no sin motivo, vemos que en ninguno de los libros santos y canónicos se dice
que Dios nos mande o permita que nos demos la muerte a nosotros propios, ni aun por
conseguir la inmortalidad, ni por excusarnos o libertarnos de cualquiera calamidad o
desventura.

Página 38 de 38
La Ciudad De Dios San Agustín

Debemos asimismo entender que nos comprende a nosotros la ley, cuando dice Dios, por
boca de Moisés: “no matarás”, porque no añadió a tu prójimo, así como cuando nos vedó
decir falso testimonio, añadió: “no dirás falso testimonio contra tu prójimo”; mas no por
eso, si alguno dijere falso testimonio contra sí mismo, ha de pensar que se excusa de este
pecado, porque la regla de amar al prójimo la tomó el mismo autor del amor de si mismo,
pues dice la Escritura: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y si no menos incurre en la
culpa de un falso testimonio el que contra sí propio le dice que si le dijera contra su
prójimo, aunque en el precepto donde se prohíbe el falso testimonio se prohíbe
específicamente contra el prójimo, y acaso puede figurárseles a los que no lo entienden
bien que no está vedado que uno le diga contra sí mismo; cuánto más se debe entender que
no es licito al hombre el matarse a sí mismo, pues donde dice la Escritura “no matarás”,
aunque después no añada otra particularidad, se entiende que a ninguno exceptúa, ni aun al
mismo a quien se lo manda. Por este motivo hay algunos que quieren extender este
precepto a las bestias, de modo que no podemos matar ninguna de ellas; pero si esto es
cierto en su hipótesis, ¿por qué no incluyen las hierbas y todo que por la raíz se sustenta y
planta en la tierra?.

Pues todos estos vegetales, aunque no sientan, con todo se dice que viven y, por
consiguiente, pueden morir; así pues, siempre que las hicieren fuerza las podrán matar, en
comprobación de esta doctrina, el apóstol de las gentes, hablando de semejantes semillas
dice: “Lo que tú siembras no se vivifica si no muere primero”; y el salmista dijo: “matóles
sus vidas con granizo”. Y acaso cuando nos mandan no matarás”, ¿diremos que es pecado
arrancar una planta? Y si así lo concediésemos, ¿no caeríamos en el error de los
maniqueos? Dejando, pues, a un lado estos dislates, cuando dice “no matarás”, debemos
comprender que esto no pudo decirse de las plantas, porque en ellas no hay sentido; ni de
los irracionales, como son: aves, peces, brutos y reptiles, porque carecen de entendimiento
para comunicarse con nosotros; y así, por justa disposición del Criador, su vida y muerte
está sujeta a nuestras necesidades y voluntad. Resta, Pues, que entendamos lo que Dios
prescribe respecto al hombre: dice “no matarás”, es decir, a otro hombre; luego ni a ti
propio, porque el que se mata a sí no mata a otro que a un hombre.

CAPITULO XXI

De las muertes de hombres en que no hay homicidio A pesar de lo arriba dicho, el mismo
legislador que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como son, siempre
que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por
medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta
su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento del que la usa;
por consiguiente, no violan este precepto, “no matarás”, los que por orden de Dios
declararon guerras o representando la potestad pública y obrando según el imperio de la
justicia castigaron a los facinerosos y perversos quitándoles la vida. Por esta causa,
Abraham, estando resuelto a sacrificar al hijo único que tenía, no solamente no fue notado
de crueldad, sino que fue ensalzado y alabado por su piedad para con Dios, pues aunque,
cumpliendo el mandato divino, determinó quitar la vida a Isaac, no efectuó esta acción por
ejecutar un hecho pecaminoso, sino por obedecer a los preceptos de Dios, y éste es el
motivo porque se duda, con razón, si se debe tener por mandamiento expreso de Dios lo
que ejecutó Jepté matando a su hija cuando salió al encuentro para darle el parabién de su
victoria, en conformidad con el voto solemne que había hecho de sacrificar a Dios el
primero que saliese a recibirle cuando volviese victorioso.

Página 39 de 39
La Ciudad De Dios San Agustín

Y la muerte de Sansón no por otra causa se justifica cuando justamente con los enemigos
quiso perecer bajo las ruinas del templo, sino porque secretamente se lo había inspirado el
espíritu de Dios, por cuyo medio hizo acciones milagrosas que causan admiración.
Exceptuados, pues, estos casos y personas a quienes el Omnipotente manda matar
expresamente o la ley que justifica este hecho y presta su autoridad, cualquiera otro que
quitase la vida a un hombre, ya sea a sí mismo, ya a otro, incurre en el crimen de
homicidio.

CAPITULO XXII

Que en, ningún caso puede llamarse a la muerte voluntaria grandeza de ánimo Todos los
que han ejecutado en sus personas muerte voluntaria podrán ser, acaso, dignos de
admiración por su grandeza de ánimo, mas no alabados por cuerdos y sabios; aunque si con
exactitud consultásemos a la razón (móvil de nuestras acciones), advertiríamos no debe
llamarse grandeza de ánimo cuando uno, no pudiendo sufrir algunas adversidades o
pecados de otros, se mata a sí mismo porque en este caso muestra más claramente su
flaqueza, no pudiendo tolerar la dura servidumbre de su cuerpo o la necia opinión del
vulgo; pero si deberá tenerse por grandeza de ánimo la de aquel que sabe soportar las
penalidades de la vida y no huye de ellas, como la del que sabe despreciar las ilusiones del
juicio humano, particularmente las del vulgo, cuya mayor parte está generalmente
impregnada de errores, si atendemos a las máximas que dicta la luz y la pureza de una
conciencia sana.

Y si se cree que es una acción capaz de realizar la grandeza de ánimo de un corazón


constante el matarse a sí mismo, sin duda que Cleombroto es singular en esta constancia,
pues de él refieren que, habiendo leído el libro de Platón donde trata de la inmortalidad del
alma, se arrojó de un muro, y de este modo pasó de la vida presente a la futura, teniéndola
por la más dichosa, ya que no le había obligado ninguna calamidad ni culpa verdadera o
falsa a matarse por no po- derla sufrir y sólo su grandeza de ánimo fue la que excitó su
constancia a romper los suaves lazos de la vida con que se hallaba aprisionado; pero de que
cita acción fue temeraria y no efecto de admirable fortaleza, pudo desengañarle el mismo
Platón, quien seguramente se hubiera muerto a sí mismo y mandado a los hombres lo
ejecutasen así, si reflexionando sobre la inmortalidad del alma, no creyera que semejante
despecho no solamente no debía practicarse, sino que debía prohibirse.

CAPITULO XXIII

Sobre el concepto que debe formarse del ejemplo de Catón, que, no pudiendo sufrir la
victoria de César, se mató Dirán que muchos se mataron por no venir en poder de sus
enemigos; pero, por ahora, no disputamos si se hizo, sino si se debió hacer, en atención a
que, en iguales circunstancias, a los ejemplos debemos anteponer la razón con quien
concuerdan éstos, y no cualesquiera de ellos, sino los que son tanto más dignos de imitar
cuanto son más excelentes en piedad. No lo hicieron ni los patriarcas, ni los profetas, ni los
apóstoles hicieron esto.

Página 40 de 40
La Ciudad De Dios San Agustín

El mismo Cristo Señor Nuestro, cuando aconsejó a sus discípulos que siempre que
padeciesen persecución huyesen de una ciudad a otra, les pudo decir que se quitasen la
vida para no venir a manos de sus perseguidores; y si el Redentor no mandó ni aconsejó
que de este modo saliesen los apóstoles de esta vida miserable (a quienes en muriendo,
prometió tenerles preparadas las moradas eternas), aunque nos opongan los gentiles
cuantos ejemplares quieran, es manifiesto que semejante atentado no es lícito a los que
adoran a un Dios verdadero; no obstante que las naciones que no conocieron a Dios, a
excepción de Lucrecia, no hallan otros personajes con cuyo ejemplo puedan eludir nuestra
doctrina sólo Catón, precisamente porque fuese quien ejecutó en sí este crimen, fue
reputado entre los hombres por bien y docto.

Y éste es el motivo que puede hacer creer a algunos que cuando Catón tomó esta
deliberación, podía hacerse, o que él tenía facultad para ejecutarlo cuando lo puso en
práctica: Pero de un hecho tan temerario, ¿qué podré yo decir sino que algunas personas
doctas, amigos suyos, que con más cordura le disuadían de su determinación,
consideración esta acción como hija de un espíritu débil y no de un corazón fuerte? Pues
por ella venía a manifestar, no la virtud que huye de las acciones torpes, sino la flaqueza
que no puede sufrir las adversidades, lo cual dio a entender el mismo Catón en la persona
de su hijo; porque si era cosa vergonzosa vivir bajo los triunfos y protección de César,
como lo aconsejaba a su hijo, a quien persuadió tuviese confianza, que alcanzaría de la
benignidad de César cuanto le pidiese, ¿por qué no le excitó a que, imitando su ejemplo, se
matase con él?.

Si Torcuato, loablemente, quita la vida a su hijo, que contra su orden presentó la batalla al
enemigo, no obstante de quedar vencedor, ¿por qué Catón vencido perdona a su hijo
vencido, no habiéndose perdonado a sí propio? ¿Por ventura era acaso acción más
humillante ser vencedor contra el mandato que contra el decoro de sufrir al vencedor?
Luego Catón no tuvo por ignominioso vivir bajo la tutela de César vencedor; pues si
hubiera sentido lo contrario, con su propia espada libertaría a su hijo de esta deshonra. ¿Y
cuál pudo ser el motivo de esta persuasión paterna? Sin duda no fue otro tan singular como
fue el amor que tuvo a su hijo, a quien quiso que César perdonase; tanta fue la envidia que
tuvo de la gloria del mismo César, porque no llegase el caso de ser perdonado de éste,
como refieren que lo dijo César, o para expresarlo con más suavidad, tanta fue la
vergüenza de hacerse prisionero de su enemigo.

CAPITULO XXIV

Que 'en la virtud en que Régulo superó a ,Catón se aventajan, mucho más los cristianos
Los incrédulos, contra cuyas opiniones disputamos, no quieren que antepongamos a Catón,
un varón tan santo como fue Job, que quiso más padecer en su cuerpo horribles y pestíferos
males, que, con darse muerte, carecer de todos aquellos tormentos, o a otros santos que,
por el irrefragable testimonio de nuestros libros, tan autorizados como dignos de fe, consta
quisieron más sufrir el cautiverio de sus enemigos que darse a sí propios la muerte.

Con todo, por lo que resulta de los libros de estos fanáticos, a M. Catón podemos preferir
Marco Régulo, en atención a que Catón jamás venció en campal batalla a César, siendo así
que César había vencido a Catón, el cual, viéndose vencido, no quiso postrar su orgullosa
cerviz sujetándose a su albedrío, y por no rendirse quiso más matarse a si propio; pero

Página 41 de 41
La Ciudad De Dios San Agustín

Régulo había ya batido y vencido varias veces a los cartagineses, y siendo aún general,
había alcanzado para el Imperio romano una señalada victoria, no lastimosa para sus
mismos ciudadanos, sino célebre por ser de sus enemigos; y, con todo, vencido al fin por
los africanos, quiso más sufrir sus injurias sirviendo como esclavo que huir de la esclavitud
dándose la muerte; y así, bajo el yugo de los cartagineses, mostró paciencia, y en el amor a
su patria constancia, no privando a los enemigos de un cuerpo ya vencido, ni a sus
ciudadanos de un ánimo invencible.
Jamás tuvo la idea de quitarse la vida por insufribles que fuesen sus calamidades, y esto lo
hizo por el deseo de conservar la vida; cuya presunción ratificó cuando, en virtud del
juramento referido, volvió sin recelo al poder de sus contrarios, a quienes había causado en
el Senado mayor perjuicio con sus raciocinios y dictamen que en campaña con su
acreditado valor y temibles ejércitos. Así, pues, un tan gran menospreciador de la vida
presente, que quiso más terminar su carrera entre enemigos crueles, padeciendo toda suerte
de desdichas, que darse por sí mismo la muerte, sin duda que tuvo por horrendo crimen que
el hombre a sí mismo se quite la vida.

Entre todos sus varones insignes en virtud, armas y letras, no hacen alarde los romanos de
otro mejor que de Régulo, a quien ni la felicidad le perdió; pues con tantas victorias murió
pobre, ni la infelicidad quebrantó su constante ánimo, puesto que volvió sin temor a una
servidumbre tan fiera, sólo por atender la felicidad de su patria; y si tales hombres,
acérrimos defensores de Roma y de sus dioses (a quienes adoraban con el mayor respeto,
observando religiosamente los juramentos que por ellos hacían), pudieron quitar la vida a
sus enemigos, atendiendo el derecho de la guerra, éstos, ya que la veían conservada por la
piedad del vencedor, no quisieron matarse a sí propios; pues no temiendo los horrores de la
muerte, tuvieron por más acertado sufrir el yugo de sus señores que tomársela por sus
propias manos.

A vista de tales ejemplos, ¿con cuánta mayor razón los cristianos, que adoran a un Dios
verdadero y aspiran a la patria celestial, deben guardarse de cometer este pecado, siempre
que la Divina Providencia los sujete al imperio de sus enemigos, ya para probar la rectitud
de su corazón, ya para su corrección? Pues es indudable que en tal calamidad no los
desampara aquel gran Dios, que, siendo el Señor de los señores, vino en traje tan humilde a
este mundo, para enseñarnos con su ejemplo a practicar la humildad, por lo cual, aquellos
mismos a quienes ninguna ley, derecho militar ni práctica autoriza para atar al enemigo
vencido, deben ser más cuidadosos en conservar vidas y no quebrantar las divinas
sanciones.

CAPITULO XXV

Que no se debe evitar un pecado con otro pecado ¿Qué error tan craso es el que se apodera
de nuestra imaginación cuando llega a persuadir al hombre se mate a sí mismo, ya sea
porque su enemigo pecó contra él, o por que no peque cuando no se atreve a matar al
mismo enemigo que peca o ha de pecar? Dirán que se debe temer que el cuerpo, sujeto al
apetito sensual del enemigo, convide y atraiga con él demasiado regaló al alma a consentir
en el pecado; y por eso añaden que debe matarse uno a sí mismo, no ya por el pecado
ajeno, sino por el suyo propio antes que le cometa; pero de ningún modo consentirá en tal
flaqueza un alma que acceda al apetito carnal, irritada con el torpe deseo de otro; un alma,
digo, que está más sujeta a Dios y a su admirable sabiduría que el apetito corporal; y si es
una acción detestable y una maldad abominable el matarse el hombre a sí mismo, como la

Página 42 de 42
La Ciudad De Dios San Agustín

misma verdad nos lo predica, ¿quién será tan necio que diga: pequemos ahora para que no
pequemos después; cometamos ahora el homicidio, no sea que después caigamos en
adulterio? Pregunto: si dado caso que domine en nuestros corazones con tanto despotismo
la maldad, que no escojamos ni echemos mano de la inocencia, sino de los pecados, ¿no
será mejor el adulterio incierto futuro que el homicidio cierto de presente? ¿No sería menos
culpable cometer un pecado que se pueda restaurar con la penitencia que cometer otro en
que no se deja tiempo para hacerla?.

Esto he dicho por aquellos que por evitar el pecado, no ajeno, sino propio (no sea que a
causa del ajeno apetito vengan a consentir también con el propio irritado), piensan que
deben hacerse fuerza a sí y matarse. Pero líbrenos Dios que el alma cristiana que confía en
su Dios, teniendo puesta en él su esperanza y estribando en su favor y ayuda, caiga, se
rinda y ceda a un deleite carnal para consentir en una torpeza, aumentando un delito con
otro delito. Y si la resistencia carnal, que había aun en los miembros moribundos, se mueve
como por un privilegio suyo contra el de nuestra voluntad, cuánto más será (sin mediar
culpa) en el cuerpo del que no consiente, si se halla (sin culpa) en el cuerpo del que
duerme.

CAPITULO XXVI

Cuando vemos que los Santos hicieron cosas que, no son lícitas, ¿cómo debemos creer que
las hicieron? Pero instarán diciendo que algunas santas mujeres, en tiempo de la
persecución, por librarse de los bárbaros que perseguían su honestidad, se arrojaron en los
ríos, cuyas arrebatadas aguas habían de ahogarlas, precisamente, y que de esto murieron, a
las que, sin embargo, la Iglesia celebra con particular veneración en sus martirologios. De
éstas no me atreveré a afirmar cosa alguna sin preceder un juicio muy circunstanciado,
porque ignoro si el Espíritu Santo persuadió a la Iglesia con testimonios fidedignos a que
celebrase su memoria; y puede ser que sea así. ¿Y quién podrá averiguar si estas heroínas
lo hicieron no seducidas de la humana ignorancia, sino inspiradas por alguna revelación
divina, y no errando, sino obedeciendo a los altos e inescrutables decretos del Criador? Así
como de Sansón no es justo que creamos otra cosa, sino lo que nos dice la Escritura y
exponen los Santos Padres; y cuando Dios así lo prescribe, ¿quién osará poner tacha en tal
obediencia? ¿Quién criticará una obra piadosa?.

Pero no por eso obrará bien quien se determinare a sacrificar su hijo a Dios, movido de que
Abraham lo hizo, y que de esta acción le resultó una gloria incomparable y su justificación;
porque también el soldado, cuando, obedeciendo a su capitán, a quien inmediatamente está
sujeto, mata a un hombre, por ninguna ley civil incurre en la culpa de homicida; antes, por
el contrario, si no obedece a la voz de su jefe, incurre en la pena de los transgresores de las
leyes militares, y si lo ejecutase por su propia autoridad y sin mandato, incurrirá en la culpa
de haber derramado sangre humana; así pues, por la misma razón que le castigarán si lo
ejecuta sin ser mandado, por la misma le castigarán si no lo hiciera mandándoselo; y si esto
sucede cuando lo manda un general, ¿con cuánta más razón si así lo prescribiese el
Criador? El que oye que no es lícito matarse, hágalo si así se lo previene Aquel cuyo
mandamiento no se puede traspasar, pero atienda con el mayor cuidado si el divino
mandato vacila en alguna incertidumbre.

Nosotros, por lo que oímos, examinamos la conciencia, mas no nos usurpamos e¡ juzgar de
lo que nos es oculto, pues nadie sabe lo que pasa en el hombre, sino su espíritu, que está

Página 43 de 43
La Ciudad De Dios San Agustín

con él. Lo que decimos, lo que afirmamos, lo que en todas maneras aprobamos, es que
ninguno debe darse la muerte de su propia voluntad, como con achaque de excusar las
molestias temporales, porque puede caer en las eternas; ninguno debe hacerlo por pecados
ajenos, porque por el mismo hecho no se haga reo de un pecado propio gravísimo y mayor
que aquel a quien no tocaba el ajeno; ninguno por pecados pasados, porque para éstos
tenemos más necesidad de la vida, para enmendarlos con la penitencia, y ninguno por
deseo de mejor vida que espera en muriendo, porque a los culpados en su muerte, después
de muertos, no les aguarda mejor vida.

CAPITULO XXVII

Si por evitar el pecado se debe tomar muerte voluntaria Réstanos una causa que exponer,
de la que ya habíamos empezado a tratar, y es que es muy importante darse la muerte por
no caer en el pecado, ya sea convidado por la blandura del deleite o forzado por la crudeza
del dolor; pero; si admitiésemos esta causa, pasaría tan adelante, que nos obligase a
exhortar a los hombres a que se matasen, especialmente cuando, habiéndose purificado con
el agua del bautismo, acaban de recibir el perdón de todos sus pecados, porque entonces es
tiempo a propósito para guardarse de todos los pecados que pueden sobrevenir cuando ya
están perdonados; lo cual, si se hace bien en la muerte voluntaria, ¿por qué no se hará
entonces más que nunca? ¿Por qué todos los que se bautizan no se matan? ¿Por qué,
habiéndose una vez librado, vuelven nuevamente a meterse en tantos peligros como hay en
esta vida, siendo fácil medio para huir de todos el darse muerte?.

Y diciendo la Escritura “que quien ama el peligro cae en él”, ¿por qué motivos se aman
tantos y tan graves peligros? O, si no se aman verdaderamente, ¿por qué se meten los
hombres en ellos? ¿Para qué se queda en esta vida aquel a quien es lícito irse de ella? Por
ventura, ¿puede haber error tan disparatado, que trastorne el juicio de un hombre y no le
deje reflexionar en aquella verdad que, si no se debe matar por no caer en pecado, viviendo
en poder del que la cautivó; piense que le está bien el vivir para sufrir al mismo mundo,
lleno a todas horas de tentaciones, y tales cuales se podían, viviendo, temer debajo la
sujeción de un señor, y otras innumerables, sin las cuales no se vive en este mundo? ¿Para
qué, pues, consumimos el tiempo en las acostumbradas exhortaciones, siempre que
procuramos persuadir a los bautizados, o la integridad virginal, o la continencia vidual, o la
fe del casto matrimonio, teniendo un atajo libre de todos los peligros de pecar, para que
todos los que pudiésemos persuadir que se den muerte en acabando de recibir la remisión
de sus pecados, los enviemos al Señor con las conciencias más sanas y más puras?.

Si alguno cree que puede ejecutar o persuadir esta doctrina, no sólo es ignorante, sino loco.
¿Con qué valor dirá a un hombre: Mátate, porque a tus pecados veniales acaso no añadas
alguno grave viviendo, tal vez, en poder de un bárbaro o sensual, quien no puede decir sino
con impiedad: Mátate, en estando absuelto de tus pecados, porque no vuelvas a caer en
otro acaso más graves viviendo en un mundo tan engañoso, cercado de lazos y deleites, tan
furioso, con tanto número de nefandas crueldades, y tan enemigo, con tantos errores y
sobresaltos? Y si se dice que esto es maldad, sin duda lo es matarse, pues si pudiera haber
alguna justa causa para hacerlo voluntariamente, ciertamente no habría otra más arreglada
que ésta, y supuesto que ésta no lo es, luego ninguna hay para cometer un delito tan
execrable Y esto, ¡oh fieles de Jesucristo!, no amargue vuestra vida; si de vuestra
honestidad acaso se burló el enemigo, grande y verdadero consuelo os queda si tenéis la

Página 44 de 44
La Ciudad De Dios San Agustín

segura conciencia de no haber consentido a los pecados de los que Dios permitió pecasen
en vosotros.

CAPITULO XXVIII

Por qué permitió Dios que la pasión del enemigo se cebase en los cuerpos de los
continentes Y si acaso preguntáis por qué permitió Dios tan horribles crímenes, diré con el
Apóstol: “Alta es, sin duda, y que se pierde de vista la providencia del Autor y Gobernador
del mundo, incomprensibles sus juicios e investigables sus ideas y caminos”. Con todo,
preguntádselo fielmente y examinad vuestras conciencias, no sea que os hayáis engreído
demasiado por la gracia de la virginidad y continencia, o por el privilegio de la castidad, y
llevadas de la complacencia de las humanas alabanzas, envidiéis también esta prerrogativa
a otras.
No acuso lo que ignoro, ni oigo lo que a la pregunta os responden vuestros corazones. No
obstante, si respondieren que es así, no debéis maravillaros que hayáis perdido la fama con
que pretendíais conquistar los corazones de los hombres, si os ha quedado lo que no se
pueden manifestar a los hombres, que es el pudor. Si no consentisteis con los que pecaron
con vosotras, a la gracia divina, para que no se, pierda, se le añade el divino favor, y a la
humana gloria para que no se la estime ni aprecie sucede el humano baldón.

En lo uno y lo otro os podéis consolar las pusilánimes, pues por un lado fuisteis probadas y
por otro castigadas, por uno justificadas y por otro enmendadas; pero a las que su corazón,
preguntado, les responde que jamás se ensoberbecieron por el bien de la virginidad, o de la
viudez o del casto matrimonio, y que no despreciaron, sino que se acomodaron con las
humildes, alegrándose con temor y respeto por la merced que Dios les había concedido, y
no envidiando a ninguno la excelencia de otra santidad y castidad igual o más excelente,
antes bien, sin hacer caso de la humana gloria, que suele ser tanto mayor cuanto el bien que
pide la alabanza es más raro y singular, habían deseado que fuese mayor el número de
éstas que no el que entre pocas fuesen ellas las más ilustres.

Tampoco las que fueron tales, si acaso a algunas de ellas lastimó su honra la bárbara
licencia, deben irritarse contra la divina permisión, ni crean que por esto no cuida Dios de
estas cosas, porque permite lo que ninguno comete impunemente. De estos pecados, los
unos, como contrapeso de nuestros torpes apetitos, se nos perdonan en la vida presente por
oculto juicio de Dios, pero otros se reservan para el último y tremendo juicio, que será
patente a todos los mortales; y acaso también estas señoras, a quienes asegura el testimonio
de su conciencia de no haberse envanecido ni engreído por el bien de la castidad,
padeciendo, no obstante, violencia en sus cuerpos, tenían oculta alguna flaqueza que
pudiera degenerar en soberbia, si en aquella miserable forma escaparán de la humillación
con que las sujetó la barbarie del vencedor. Así como la muerte arrebató a algunos porque
la malicia no les trastornase el juicio, así a éstas se les arrebató violentamente una cierta
interior prerrogativa, para que la prosperidad no desvir- tuase su modestia.

A las unas y a las otras, que con respecto a su cuerpo les habían padecido afrenta alguna
contra su honestidad, o eran ya soberbias, o acaso podrían ensoberbecerse si la violencia
del enemigo no las hubiera tocado; pero esta acción no fue causa de perder la castidad, sino
de recomendarles la humildad, proveyó Dios en lance tan crítico; de pronto remedió a la
soberbia presente de las unas, y a la que amenazaba en lo sucesivo a las otras. Sin
embargo, no se debe omitir que algunas que padecieron violencia pudo ser creyesen que el

Página 45 de 45
La Ciudad De Dios San Agustín

bien de la continencia era bien exterior del cuerpo, y que se poseía incorrupto mientras no
sufriese torpeza de alguno, y que no consistía únicamente en la constancia de la voluntad,
que estriba en el favor divino para que sea santo el cuerpo y el espíritu, y, finalmente, que
este bien no es de calidad que no se pueda perder, aunque le pe se a la voluntad.

Del, cual error quizá salieron con la experiencia, porque, cuando consideran con qué
conciencia sirvieron a Dios y con fe cierta, creen que a los que así sirven invocan de
ningún modo puede desampararlos, y, por último, no dudan lo agradable que es a sus
divinos ojos la castidad, observan al mismo tiempo es infalible consecuencia que en
ninguna manera permitiría sucediesen semejantes infortunios a sus santos si por ellos
pudieran perder la santidad e incorruptibilidad de costumbres que el mismo autor de la
Naturaleza les concedió y aprecia en ellos.

CAPITULO XXIX

Qué deben responder los cristianos a los infieles cuando los baldonan de que no los libró
Cristo de la furia de los enemigos Tienen, pues, todos los hijos del verdadero Dios su
consuelo, no falaz ni fundado en la vana confianza de las cosas mudables, caducas y
terrenas, antes más bien, pasan la vida temporal sin tener que arrepentirse de ella, porque
en un breve transcurso se ensayan para la eterna, usando de los bienes terrenos como
peregrinos, sin dejarse arrebatar de sus ligeras representaciones y sufriendo con notable
conformidad los males que prueban su constancia o corrigen su vida; pero los que se
burlan de los suaves medios de que Dios se sirve para acrisolar nuestra justificación,
diciendo al hombre perseguido cuando le ven rodeado de calamidades temporales:
“¿Adónde está tu Dios?”, digan ellos, ¿adónde están sus dioses cuando padecen iguales
infortunios, pues para eximirse de tales vejaciones, o acuden a su adoración, o pretenden
que se deben adorar?.

Pero los atribulados por la mano poderosa constantemente responden: “Nuestro Dios, en
todas partes y en todo lugar está presente, sin estar limitadamente encerrado en un solo
lugar, pues es tan visible su omnipotencia, que puede hallarse presente estando oculto y
ausente sin moverse. Este gran Señor, siempre que nos lastima con calamidades y
adversidades, lo hace, o por examinar el grado en que se hallan nuestros méritos, o para
castigar nuestras culpas, teniéndonos preparado el premio eterno por haber sufrido con
constancia estos temporales Infortunios; pero, ¿quién sois vosotros para que yo me
entregue a raciocinar con vosotros ni de vuestros dioses, cuanto más de mi Dios, que es
terrible sobre todos los dioses, porque todos los dioses de los gentiles son demonios, y sólo
el Señor crió los Cielos?”

CAPITULO XXX

Que desean abundar en abominables prosperidades los que se quejan de los tiempos
cristianos Si viviera aquel insigne Escipión Nasica, que fue ya vuestro pontífice (a quien, al
mismo tiempo que estaba más encendida la segunda guerra Púnica, burlando la República
una persona de la más excelente bondad para recibir la madre de los dioses que
transportaban de Frigia, le escogió unánimemente todo el Senado para desempeñar este
honorífico encargó), este ínclito héroe, el grande Escipión, digo, cuyo mismo rostro no os
atreveríais a mirar, él reprimiría vuestra altanería.

Página 46 de 46
La Ciudad De Dios San Agustín

Porque, pregunto, si queréis que os diga mi sentir: cuando os veis afligidos con las
adversidades, ¿acaso os quejáis por otro motivo de los tiempos cristianos, sino porque
apetecéis tener seguros y libres de temores vuestros deleites, vuestros apetitos, y entregaros
a una vida viciosa, sin que en ella se experimente molestia ni pena alguna? Y la razón es
obvia y convincente, porque vosotros no deseáis la paz y abundancia de bienes para usar de
ellos honestamente, es decir, con sobriedad, frugalidad y templanza, sino para buscar con
inmensa prodigalidad infinita variedad de deleites, y lo que sucede entonces es que, con las
prosperidades, renacen en la vida y las costumbres unos males e infortunios tan
intolerables, que hacen más estragos en los corazones humanos que la furia irritada de los
enemigos más crueles.

Aquel Escipión, vuestro pontífice máximo, aquel grande hombre; superior en bondad a
todos los patricios romanos, según el juicio del Senado, temiendo en vosotros esta
calamidad, resistía a la destrucción de Cartago, émula y competidora en, aquella época del
pueblo romano, contradiciendo a Catón, cuyo dictamen era se destruyese temeroso del ocio
y de la seguridad, que es enemiga de los ánimos flacos, y viendo que era importante y
necesario el miedo, como tutor idóneo de la flaqueza infantil de sus ciudadanos; mas no se
engañó en este modo de pensar, porque la experiencia acreditó cuán cierto era lo que
exponía, pues, destruida Cartago, esto es, habiendo ya sacudido y desterrado de sus ánimos
el terror que tenía amedrentados a los romanos, inmediatamente se sucedieron tan crecidos
males, nacidos de las prosperidades, que; rota la concordia primeramente con las
sediciones populares, crueles y sangrientas, después, enlazándose unas revolu- ciones con
otras, con las guerras civiles, se hizo tanto estrago, se derramó tanta sangre, creció tan
insensiblemente la bárbara crueldad de las prescripciones y robos, que aquellos mismos
ínclitos romanos que, viviendo moderadamente, temían recibir algún daño de sus
enemigos, perdida la moderación y la inocencia de costumbres, vinieron a padecer terribles
infortunios, ejecutados por la fiera mano de sus propios ciudadanos; finalmente, el
insaciable apetito de reinar, que entre los otros vicios comunes a todos los hombres
ocupaba el primer lugar, especialmente en los corazones de los romanos, después que salió
con victoria respecto de muy pocos, y ésos no muy poderosos, al fin, habiendo
quebrantado las fuerzas de los demás, los vino a oprimir también con duro yugo de la
servidumbre.

CAPITULO XXXI

Con, qué vicios y por qué grados fue creciendo en los romanos el deseo de reinar Y ¿cómo
había de aquietarse este deseo en aquellos ánimos soberbios, sino hasta el instante mismo
en que con la continuación de los honores acabase de llegar la potestad real que a todos
sujetase? Lo cierto es que no hubiera habido posibilidad para continuar tales dignidades,
sino prevaleciera la ambición.

Tampoco hubiera dominado la ambición si no fuera porque ya Roma estaba estragada con
la abundancia de riquezas, deleites y festines; es innegable que el pueblo llegó a ser
codicioso y vicioso en su trato y regalo por las propiedades pasadas, como sentía
prudentemente el insigne Nasica, cuando era de dictamen que no se destruyese la ciudad
más populosa, más fuerte y más poderosa de los enemigos, a fin de que el terror refrenase
el apetito, y, moderado éste, no excediese en sus regalos y deleites; templados éstos no
creciese la codicia, y, atajados estos vicios, floreciese y se fomentase la virtud, importante

Página 47 de 47
La Ciudad De Dios San Agustín

para la existencia del poder romano, permaneciendo y conservándose consiguientemente la


libertad que, naturalmente, había de seguir a esta virtud.

De estos principios y del aplaudido amor a la patria procedió lo que el mismo pontífice
máximo (escogido por el Senado unánimemente como el varón más insigne en bondad)
impidió para evitar graves inconvenientes, y fue que, teniendo resuelto el Senado fabricar
un amplio teatro, puso en juego toda su elocuencia para persuadir que no debía ejecutarse,
haciendo ver a aquel respetable Congreso en un enérgico discurso no era conveniente
permitiesen el que se introdujesen paulatinamente en las varoniles costumbres de su patria
los deleites, sensualidades y regalos de Grecia, y menos, consintiesen en que una peregrina
superfluidad y fausto se estableciese, pues no serviría más que para destruir y corromper el
valor y virtud romana.

Fue tan eficaz el raciocinio de Nasica y tanta impresión hizo en los ánimos de los
magistrados, que, movidos de sus poderosas razones, ordenaron los senadores que de allí
adelante no se pusiesen los bancos o escaños que entonces solían poner en lugar de teatro y
acostumbraban a usar para ver los juegos. ¿Con cuánta diligencia hubiera desterrado,
Nasica de Roma los juegos escénicos si se hubiera atrevido a oponerse a la autoridad de los
que él tenía por dioses y no sabía que eran demonios? Y, en caso que lo supiese, creía que
primero debía aplacarles con las funciones que menospreciarles, pues en estos tiempos aún
no se había declarado ni predicado a las gentes la doctrina del Cielo, la cual, purificando el
corazón con la fe, pudiera enderezar el afecto humano para procurar con humildad las
cosas celestiales librándole al mismo tiempo de la sujeción de los demonios.

CAPITULO XXXII

Del origen de los juegos escénicos Con todo, sabed los que ignoráis, y advertid los que
disimuláis no saberlo y murmuráis contra el que os vino a librar de vuestra esclavitud, que
los juegos escénicos, espectáculos de torpezas y vivo retrato de la humana vanidad, se
instituyeron primeramente en Roma, no por los vicios de los hombres, sino por mandato de
vuestros dioses. Ciertamente fuera más tolerable que dieseis honor y culto divino a aquel
esclarecido Escipión, que no el que adoraseis semejantes dioses, cuando éstos no eran
mejores que su pontífice.

Advertid y escuchad, si el juicio, trastornado tiempo ha con los errores que ha bebido en el
maternal pecho, os deja considerar algún punto que sea conforme a razón. Los dioses, para
aplacar la pestilencia de los cuerpos, mandaron que se les hiciesen los juegos escénicos; y
vuestro pontífice, porque se preservasen de la infección de los ánimos, estorbó el que se
edificase el teatro. Si os quedó en el entendimiento alguna luz con que conozcáis, podéis
preferir el ánimo al cuerpo; elegid a quien habéis de adorar. Aquella decantada pestilencia
de los cadáveres no cesó tampoco entonces, a pesar de observar fielmente las fiestas
prescritas; por cuanto en un pueblo belicoso y acostumbrado de antemano a solos los
juegos circenses, no sólo se introdujeron la delicadeza y la lascivia de los juegos escénicos,
sino que, observando la perspicaz astucia de los malignos espíritus que aquel contagio,
había de cesar, llegado su total complemento, procuró con esta ocasión enviarles otro
mucho más grave (que es la, que principalmente les agrada), no en los cuerpos, sino en las
costumbres, el cual cegó con tan oscuras tinieblas los ánimos de los miserables y los
estragó con tan reiteradas torpezas, que, aún al presente (que será quizá increíble si viniere
a noticia de nuestros descendientes), después de destruida Roma, los que estaban atacados

Página 48 de 48
La Ciudad De Dios San Agustín

de aquella enfermedad contagiosa, y huyendo de ella pudieron llegar a Cartago, cada día
concurren a porfía a los teatros, por el ansia y desatino de ver estos juegos.

CAPITULO XXXIII

De los vicios de los romanos, los cuales no pudo enmendar la destrucción de su patria ¡Oh
juicios sin juicio! ¡Qué error!, o, por mejor decir, ¡qué furor es éste tan grande, que
llorando vuestra ruina -según he oído- las naciones orientales y haciendo públicas
demostraciones de sentimiento y tristeza las mayores ciudades que hay en las partes más
remotas de la tierra, vosotros busquéis aún los teatros, entréis en ellos hasta llenarlos del
todo, y ejecutéis mayores desvaríos que antes! Esta ruina e infección de los ánimos, este
estrago de la bondad y de la virtud, es lo que temía en vosotros el ínclito Escipión cuando
prohibía severamente que se edifiquen teatros; cuando examinaba en su interior que las
prosperidades fácilmente estragarían vuestros corazones, y cuando quería que no vivieseis
seguros del terror de vuestros enemigos, porque no tenía aquel celebrado héroe por feliz la
República que tenía los muros de pie y las costumbres por el suelo.

Pero en vosotros pudo más la ingeniosa astucia y seducción de los impíos demonios que
las providencias justas de hom- bres sensatos, de donde se infiere necesariamente que los
males que hacéis no queréis imputároslos a vosotros; pero los que padecéis los imputáis a
los tiempos cristianos, ya que en la época de la seguridad no pretendéis la paz de la
República, sino la libertad de vuestros vicios, los que no pudisteis enmendar con las
adversidades, porque ya vuestro corazón estaba pervertido con las prosperidades. Quería
Escipión que os pusiera miedo el enemigo para que no cayeseis en el vicio, y vosotros, aún
hollados y abatidos por el enemigo, no quisisteis desistir del vicio, perdisteis el fruto de la
tribulación, habéis venido a ser miserables y quedado contagiados con vuestros pasados
excesos; y, con todo, si lográis el vivir, debéis creer es por singular merced de Dios, que,
con perdonaros, os advierte que os enmendéis haciendo penitencia.

Por último, hombres ingratos, debéis estar persuadidos íntimamente que este gran Dios usó
con vosotros la grande misericordia de libraros de la furia, del enemigo amparándoos bajo
el nombre de sus siervos o en lugares y oratorios de sus mártires, adonde os acogíais y
salvabais vuestras vidas.

CAPITULO XXXIV

De la clemencia de Dios con que mitigó la destrucción de Roma Refieren que Rómulo y
Remo hicieron un asilo o lugar privilegiado adonde cualquiera que se acogiese fuese libre
de cualquier daño o pena merecida, procurando con este ardid acrecentar la población de la
ciudad que fundaban; maravilloso ejemplo precedió a la presente ruina para que sobre él se
aumentase la gloria de Jesucristo, y los que arruinaron a Roma hicieron lo mismo que
habían antes establecido sus fundadores, pero con esta diferencia: que éstos lo ejecutaron
para suplir el número de sus ciudadanos, que era muy escaso, si había de formarse una
población tan numerosa como apetecían, y aquellos igualmente lo practicaron por
conservar el considerable número de hombres que había en ella. Responda a sus contrarios
la familla redimida con la sangre de Jesucristo, y su peregrina ciudad, si más copiosa y
cómodamente pudiere, estas y otras cosas semejantes.

Página 49 de 49
La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XXXV

De los hijos de la iglesia que hay encubiertos entre los impíos, y de los falsos cristianos
que hay dentro de la iglesia Pero acuérdese que entre estos sus amigos hay algunos ocultos
que han de ser ciudadanos suyos; porque no juzgue es sin fruto, aun mientras conversa con
ellos, que sufra a los que la aborrecen y persiguen hasta que finalmente se declaren y
manifiesten; así como en la Ciudad de Dios, mientras es peregrina en el mundo, hay
algunos que gozan al presente en ella de la comunión de los sacramentos, los cuales, sin
embargo, no se han de hallar con ella en la patria eterna de los Santos, y de éstos unos hay
ocultos y otros descubiertos, quienes con los enemigos de la religión no dudan en
murmurar contra Dios, cuyo sacramento traen, acudiendo unas veces en su compañía a los
teatros, y otras con nosotros a las iglesias.

Pero de la enmienda aún de algunos de éstos con más razón no debemos perder la
esperanza, pues entre los mismos enemigos declarados vemos que hay encubiertos algunos
amigos predestinados sin que ellos mismos lo conozcan; porque estas' dos ciudades en este
siglo andan confusas y entre sf mezcladas, hasta que se distinga en el juicio final, de cuyo
nacimiento, progresos y fin, con el favor de Dios, diré lo que me pareciere a propósito para
mayor gloria de la Ciudad de Dios, la cual campeará mucho más cotejada con sus
contrarios.

CAPITULO XXXVI

De lo que se ha de tratar en el siguiente discurso Pero todavía me quedan que decir algunas
razones contra los que atribuyen las pérdidas de la República romana a nuestra religión,
porque les prohíbe ésta que sacrifiquen a sus dioses; referiré también cuántas calamidades
me pudieren ocurrir, o cuántas me parecieren dignas de referirse, que padeció aquella
ciudad, o las provincias que estaban debajo de su Imperio, antes que se prohibiesen sus
sacrificios.

Todas las cuales, sin duda, nos las atribuyeran si tuvieran entonces, o noticia de nuestra
religión, o les prohibiera así sus sacrílegos sacrificios. Después manifestaré cuáles fueron
sus costumbres y por qué causa quiso, el verdadero Dios -en cuya mano están todos los
imperios- ayudarles para acrecentar el suyo, y cómo en nada favorecieron los que ellos
tenían por sus dioses, antes por el contrario, cuánto daño les causaron con sus engaños.
Últimamente, hablaré contra los que, refutados y convencidos con argumentos insolubles,
procuran defender la adoración de los dioses, no por la utilidad que se saca de ellos en
vida, sino por la que se espera después de la muerte.

En la cuestión si no me engaño, habrá mucho más en que entender, y será digna de que se
trate con mayor esmero, de modo que en ella vengamos a disputar contra los filósofos, y no
cualesquiera, sino contra los que entre ellos son de mejor fama y nombre, y concuerdan en
muchas cosas con nosotros; es a saber, en la inmortalidad del alma, en que el verdadero
Dios creó al mundo y en la admirable Providencia con que gobierna todo lo que creó; mas
porque es justo que los refutemos también en los puntos que opinan contra nosotros, no
dejaré tampoco de dar satisfacción a esta parte, para que, refutadas las impías
contradicciones conforme a las fuerzas que Dios me diere, presentemos la Ciudad de Dios
y la verdadera religión, mediante la cual se nos promete con verdad la eterna

Página 50 de 50
La Ciudad De Dios San Agustín

bienaventuranza. Así con esto concluyo este libro, para que lo que tenemos dispuesto lo
comencemos en un nuevo libro.

LIBRO SEGUNDO DEGRADACIÓN DE ROMA ANTES DE CRISTO

CAPITULO PRIMERO

Del método que se ha de observar al exponer este tratado Si el pervertido y estragado


corazón del hombre no se atreviera comúnmente a oponerse a la razón y a la verdad sólida
y evidente, sino que sujetara su enferma ignorancia a la doctrina sana, como a medicina,
hasta que con los auxilios de Dios, y mediante la fe de la religión y de una piedad
edificante recobrara la salud, no tendrían necesidad de emplear muchas razones los que
sienten bien y declaran lo que entienden con palabras convenientes vara convencer y
destruir cualquier error de los que opinan vanamente lo contrario. Mas porque en la
presente época la dolencia más incurable y más contagiosa de las almas necias es aquella
con que sus discursos e imaginaciones sin razón ni fundamento, aun después de haberle
dado una instrucción tal cual está obligado a suministrar un hombre a otro, o de pura
ceguedad, que les impide ver aun los objetos más perceptibles, o por tenaz obstinación, que
le impele a no admitir aun aquello mismo que registran sus ojos, defienden sus temerarios
caprichos como si fueran la misma razón y verdad, es fuerza que en la mayor parte de las
materias que hayan de proponerse seamos algo extensos, aun en los asuntos por su esencia
evidentes, como si las propusiéramos, no a los que tienen ojos para verlas, sino a los que
andan a tientas y a ojos cerrados, para que las toquen y palpen. Pero ¿qué fin tendría la
disputa d a qué límites habrían de ceñirse las expresiones si hubiéramos de contestar
siempre a los que nos responden? Porque aquellos que no pueden entender lo que decimos,
o son tan inflexibles por la repugnancia de sus juicios, que, aun dado el caso que lo
perciban, no quieren desistir de su tenacidad, responden como dice la Escritura: “Profieren
expresiones impías, no cansándose jamás de ser vanos.”

Cuyas contradicciones, si tantas veces las hubiéramos de refutar cuantas ellos se han
empeñado con obstinación en sostener sus errores, ya ves ¡cuán prolija, molesta e
infructífera seria esta fatiga!, por lo cual ni tú propio -¡carísimo hijo mío Marcelino!- ni los
demás a quienes nuestras penosas tareas serán útiles para conservaros en el amor y caridad
de Jesucristo, gustaría fueseis jueces de mis obras, pues los incrédulos echan siempre de
menos las respuestas, aunque oigan contradecir algún punto que hayan leído, y son como
aquellas mujercillas de quienes dice él Apóstol “que aprenden siempre y nunca acaban de
conseguir la ciencia de la verdad”.

CAPITULO II

De las materias que se han resuelto en el primer libro Habiendo comenzado a hablar en el
libro anterior de la Ciudad de Dios, en cuya defensa (con el divino auxilio) he emprendido
toda esta obra, decimos que, en primer lugar, se me ofreció responder con exactitud y
extensión a los que imputan a la religión cristiana las crueles guerras con que es agitado el
universo, y, principalmente, el último saqueo y destrucción que hicieron los bárbaros en
Roma; no por otro motivo, sino porque prohíbe el culto de los demonios y sus nefarios
sacrificios, debiendo antes atribuir a Jesucristo el que por reverencia a su santo nombre y
contra el instituto de la guerra, les concedieron los godos lugares religiosos y capaces
donde se pudiesen acoger libremente; quienes en muchas acciones que ejecutaron

Página 51 de 51
La Ciudad De Dios San Agustín

demostraron que no solamente habían honrado y respetado el culto debido al Salvador,


sino también que, ocupados del temor, presumieron no era lícito ejecutar lo que permitía el
derecho de la guerra.

Con este motivo se ofreció la cuestión de por qué causa fueron comunes estos divinos
beneficios a los impíos e ingratos y, asimismo, por qué los sucesos ásperos y lastimosos
que acaecieron en la toma de la ciudad afligieron juntamente a los buenos y a los malos.
Para dar cumplida solución a esta cuestión, que encierra otras varias (pues todo lo que
ordinariamente observamos, así beneficios divinos como desgracias humanas, que los unos
y los otros acontecen indiferentemente muchas veces a los que viven bien y mal, convenía,
me he detenido algún le excitar los corazones de algunos incrédulos); para resolver, digo,
especialmente para consolar a las mujeres santas y castas en quienes ejecutó con violencia
el enemigo, y que no perdieron la prenda de la honestidad, aunque las lastimasen el pudor
y empacho de presentarse después en público, pues así podía reducir seguramente a que no
les pesase de vivir a las que no tenían culpa de qué arrepentirse.

Después dije algunas cosas contra aquellos que se rebelan contra los cristianos incluidos en
las expresadas calamidades, como también contra las mujeres virtuosas y honestas que
padecieron fuerza, siendo así que ellos son torpes e infames por sus costumbres y
conducta, en lo que degeneran de aquella decantada virtud romana, de donde se precian
descender; y mucho más desdicen con sus obras de ser dignos sucesores de aquellos
ínclitos romanos, de quienes refieren las historias acciones famosas, propias solamente de
una virtud sólida y elevada; y lo que es más, han reducido a la antigua Roma (fundada
gracias a la diligencia de los antiguos, fomentada y acrecentada con su industria y valor) a
un estado más deplorable y abominable que cuando el enemigo la arruinó, porque en su
ruinas cayeron solamente las piedras y los maderos, en la que éstos la han preparado han
caído por tierra los más vistosos edificios y ornamentos, no de los muros, sino de las
costumbres, haciendo más daño en sus corazones el ardor de sus sensuales apetitos que el
fuego en los edificios de aquella ciudad; y con esto concluí el primer libro.

Ahora expondré todas las calamidades que ha padecido Roma desde su fundación, así
dentro, como en las provincias sujetas a su Imperio; todas las cuales, ciertamente, las
atribuyeran a la religión cristiana si entonces la doctrina evangélica predicara libremente
contra sus falsos y seductores dioses.

CAPITULO III

De cómo se ha de aprovechar la historia que expone los trabajos acaecidos a los romanos
cuando adoraban los dioses y antes que se propagase la religión cristiana Pero advierte que
cuando refiero estas particularidades hablo todavía con los ignorantes, de quienes dimanó
aquel refrán común: “No llueve, la culpa es de los cristianos”; porque entre ellos hay
algunos instruidos en su literatura y aficionados a la Historia, por la cual saben todo esto.
Pero estos engreídos y preocupados literatos, para malquistarnos con la turba de los
ignorantes, fingen o disimulan que no tienen tal noticia, queriendo dar a entender al mismo
tiempo al vulgo que las calamidades y aflicciones con que en ciertos tiempos conviene
castigar a los hombres, suceden por culpa del nombre cristiano, el cual se extiende y

Página 52 de 52
La Ciudad De Dios San Agustín

propaga con aplauso y fama por todo el ámbito de la tierra, mientras que se desmembra la
reputación de sus dioses.

Recorran, pues, con nosotros los tiempos anteriores a la venida del Salvador, y a la deseada
época en que su augusto nombre se manifestó a las gentes con aquella gloria y majestad
que en vano envidian, y advertirán con cuántas calamidades ha sido afligido
incesantemente al Imperio romano, y en ellas excusan y defiendan a sus dioses si pueden; y
si es que los adoran por no padecer estas desgracias, de las cuales, si ahora sufren alguna,
procuran echarnos la culpa, pregunto: ¿Por qué permitieron los dioses que a sus adoradores
les sucediesen las calamidades que he de referir, antes que les molestase el nom- bre de
Cristo y prohibiese sus sacrificios?

CAPITULO IV

Que los que adoraban a los dioses jamás recibieron de ellos precepto alguno de virtud, y
que en sus fiestas celebraron muchas torpezas y deshonestidades Y en cuanto a lo primero,
por lo que se refiere a las costumbres, ¿por qué causa no procuraron sus dioses que no las
tuviesen tan abominables? El Dios verdadero no hizo caso de aquellos que no le adoraban;
pero los dioses, cuya veneración se quejan estos hombres ingratos que se les prohíbe, ¿por
qué no auxiliaron con saludables leyes a sus adoradores para que pudiesen vivir bien y
santamente? ciertamente, era justo que así como éstos cuidaban de sus sacrificios, así
atendieran aquellos a su vida; pero a esta objeción responden que cada uno es malo porque
quiere. ¿Y quién lo negará? Con todo eso, era cargo indispensable de los dioses a quienes
consultaban no ocultar al pueblo que les rendía adoración los preceptos y mandamientos
necesarios para vivir ajustadamente, antes manifestárselos con toda claridad, hablarles por
medio de sus adivinos, reprenderles sus pecados, amenazar con los castigos más severos a
los que viviesen mal, y prometer premios proporcionados a los que viviesen bien. ¿Cuándo
se oyó en los templos de estas falsas deidades clamar contra los vicios y engrandecer las
virtudes? Íbamos nosotros, siendo jóvenes, a los espectáculos y juegos sagrados,
observábamos los linfáticos o furiosos, oíamos los músicos y gustábamos de los torpes
juegos que se celebraban en honra de los dioses y las diosas.

A la Celeste virgen, y a Berecynthia, madre de todos los dioses, en el día solemne que la
sacaban procesionalmente, delante de sus andas la cantaban los corrompidos actores
cánticos tan obscenos, que no sería justo lo oyera, no digo la madre de los dioses, pero ni la
de cualquier senador o persona honesta; y, lo que es más, ni aun las madres de estos
mismos actores, porque guarda para con los padres el respeto y pudor humano cierta
reverencia que no puede quitársela aun la misma torpeza; y así las mismas expresiones feas
y abominables que decían ejecutaban (y que se avergonzaran los mismos actores de
hacerlas por vía de ensayo en sus casas y en presencia de sus madres) las hacían por las
calles públicas delante de la madre de los dioses, observándolo y oyéndolo el concurso
innumerable de gentes que se congregaba a estas fiestas.

Pero si aquella muchedumbre pudo hallarse presente a estas funciones, permitiéndoselo la


curiosidad, por lo menos por el escándalo público y ofensa a la castidad debieron
confundirse. Y ¿a qué llamaremos sacrilegios, si éstas eran ceremonias sagradas? ¿qué
profanación, si aquélla era purificación? A estas indecentes operaciones llamaban férculos,
o, como si dijéramos, platos en que los demonios celebraran una especie de convite, y
usando de estos manjares, se apacentaban y complacían. Y ¿quién hay tan inconsiderado

Página 53 de 53
La Ciudad De Dios San Agustín

que no advirtiera qué clase de espíritus son los que gustan de semejantes torpezas? Esto es,
aquellos que ignoran que hay espíritus inmundos que engañan a las gentes con el dictado
de dioses; o los que hacen tal vida, que en ella desean tener antes a éstos propicios, o temen
tenerlos enojados más que al verdadero Dios.

CAPITULO V

De las torpes deshonestidades con que honraban a la madre de los dioses sus devotos Bien
desearía en el presente asunto no tener por jueces a los que procuran, primero que
oponerse, entretenerse con los vicios de su mala vida y costumbres; y únicamente
apetecería tener por mi censor al mismo Escipión Nasica, a quien el Senado eligió, como
hombre de suma bondad, para recibir la estatua de la madre de los dioses, que introdujeron
con pompa y aparato en la ciudad. Este nos diría si deseaba que su madre hubiera hecho
tantos beneficios a la República, que por ellos se la decretaran las honras divinas, así como
consta que los griegos, los, romanos y otras naciones las decretaron a ciertos hombres, por
la gran, estimación que hicieron de las gracias que de ellos recibieron, creyendo que,
colocados en el número de los inmortales, estaban ya admitidos en el catálogo de los
dioses.

Ciertamente que una felicidad tan grande, si fuera posible, la apetecería Escipión para su
madre. Pero si le preguntáramos enseguida si le gustaría que entre sus divinos honores se
celebraran las torpezas y deshonestidades, seguramente clamaría que quería más que su
madre permaneciese muerta, sin sentido alguno, que, constituida diosa, viviese para oír
semejantes obscenidades. No es posible que un senador romano, perseverando en el sano
juicio con que prohibió se edificase un teatro en una ciudad poblada de gente valerosa,
gustara que se diese culto a su madre en tales términos, que, contada entre las diosas, la
aplacaron con ceremonias tales, que estando solamente en la clase de las matronas le
ofenderían.

Tampoco podría persuadirse que el pudor natural de una mujer honrada se transformaba
con la divinidad en el extremo contrario, de modo que los que la adoraban la invocasen con
tales honras, que cuando se dijesen semejantes denuestos contra alguno y oyéndolo en vida
no se tapara los oídos y huyera de tales insolencias, se corrieran y avergonzaran de ella sus
deudos, marido e hijos. Y si esta madre de los dioses, que tuviera vergüenza aun el hombre
más abandonado y miserable de tenerla como madre propia, para apoderarse de los ánimos
de los romanos buscó un hombre extremadamente bueno, no para hacerle tal con sus
consejos y auxilio, sino para pervertirle con sus engaños; en todo semejante, pues, a
aquélla mujer de quien dice la Escritura “que va pescando las preciosas almas de los
hombres” para que aquel ánimo dotado de un excelente natural, engreído con este divino
testimonio y teniéndose por extremadamente bueno, no buscase la verdadera piedad y
religión, sin la cual cualquier índole, aunque buena, se desvanece y precipita con la
soberbia. ¿Y cómo había de buscar aquella diosa, si no es cautelosamente, a. un hombre
tan justificado cuando para sus ceremonias, aun las más sagradas, hace elección de
aquellas que no gustan los hombres honrados se representen en sus banquetes?

CAPITULO VI

Página 54 de 54
La Ciudad De Dios San Agustín

Que los dioses de los paganos nunca establecieron doctrina para bien vivir De aquí se sigue
necesariamente no vigilaban aquellos dioses en la vida y costumbres de las ciudades y
naciones que les rendían culto; y esto, sin duda, lo ejecutaban con el fin de dejarlas que se
saciasen de tan horrendos y abominables males, no precisamente en sus campos y viñas, no
en sus casas y riquezas, finalmente, no en su cuerpo, que está sujeto al alma, sino en la
propia alma, en el mismo espíritu que gobierna al cuerpo, entregándose así a todos los
vicios, sin temor de algún precepto o mandamiento suyo que se lo prohibiese. Y en caso
que vedasen semejantes torpezas, es importantísimo nos lo averigüen y prueben; si bien es
cierto que permitían ciertos susurros inspirados en los oídos de algunos, bien pocos y tal
cual instruidos, como una secreta y misteriosa religión, con que dicen se aprende la bondad
y santidad de vida. Y si no, muestren los lugares que se hayan alguna vez consagrado para
semejantes reuniones, no donde se representen los juegos con torpes expresiones y
acciones de los farsantes, ni donde se solemnizan las fiestas fugales, en cuyas funciones
dan rienda suelta a todas las deshonestidades, porque huyen de todo género de pudor y
virtud, sino adonde el pueblo pudiese oír lo que mandaban los dioses acerca de refrenar la
avaricia, moderar la ambición, cercenar el fausto y deleites, y adonde pudiesen estos
miserables aprender lo que, reprendiendo a los hombres, enseña Persio: “Aprended, dice,
oh miserables mortales, y procurad con el auxilio de la Filosofía conocer las causas y
principios de las cosas natu- rales; quién y qué sois con un conocimiento propio y exacto, y
para qué fin nacisteis en esta vida; aprended un modo de vivir que sea honesto,
comprended cuán breve y frágil es la vida y por qué lo sea la humana inconstancia;
entended cuál es lo más sustancial de las riquezas, qué es lo que se debe desear, y pedid a
Dios el provecho y utilidad del dinero con su verdadero uso; y para no ser pródigos ni
escasos, aprended lo que se debe de dar y emplear en los enemigos y deudos, en los padres
y en la patria, y considerad la vocación y estado que Dios os dio, para que viváis con-
tentos con vuestra suerte.” Dígannos: ¿en qué lugares o templos se acostumbran dictar
semejantes preceptos y documentos que enseñasen los dioses y adonde acudiesen a oírlas
las naciones que los adoran, como nosotros podemos señalar iglesias fundadas con este
laudable objeto en todas partes que ha sido admitida la religión cristiana?

CAPITULO VII

Que poco aprovecha lo que ha inventado la Filosofía sin la autoridad divina, pues a uno
que es inclinado a los vicios, más le mueve lo que hicieron los dioses que lo que los
hombres averiguaron Si acaso alegaren en contraposición de lo que llevamos expuesto las
famosas escuelas y disputas de los filósofos, digo, lo primero: que estos insignes liceos no
tuvieron su origen en Roma, sino en Grecia, y si ya pueden llamarse en la actualidad
romanos, porque. Grecia ha venido a ser provincia romana y estar sujeta a su imperio, no
son preceptos y documentos de los dioses, sino invenciones de los hombres, quienes,
poseyendo naturalmente sutilísimos ingenios, procuraron con la fecundidad de su discurso
descubrir lo que estaba encubierto en los arcanos de la Naturaleza, buscando con la mayor
exactitud aquello que se debía desear o huir en la vida y costumbres; y, por último, que
aquel arcano, observando escrupulosamente las reglas del discurso y argumentación,
concluía con cierto y necesario enlace de términos, o no concluía, o repugnaba.

Algunos de estos celebres filósofos hallaron y conocieron, con el auxilio divino, cosas
grandes, así como erraron en otras que no podían alcanzar por la debilidad de
conocimientos que por sí posee la humana naturaleza, especialmente cuando a su altanería
y caprichos se oponía la Divina Providencia; con lo cual se nos hace ver claramente cómo

Página 55 de 55
La Ciudad De Dios San Agustín

el campo de la piedad y de la religión comienza en la humildad hasta elevarse al Cielo, de


todo lo cual tendremos después tiempo para discurrir y disputar, si fuese la voluntad de
nuestro gran Dios. Con todo, si los filósofos encontraron algunos medios que puedan servir
para vivir bien y conseguir la bienaventuranza, ¿con cuánta más razón se les debería haber
decretado las honras divinas? ¿Cuánto más decente y plausible fuera se leyeran en el
templo sus libros de Platón, que no que en los templos de los demonios se castraran los
galos, se consagraran los hombres más impúdicos, se dieran de cuchilladas los furiosos y
se ejercieran todos los demás actos de crueldad y torpeza, o torpemente crueles, o
torpemente torpes, que suelen celebrarse en las fiestas y entre las ceremonias sagradas de
los dioses? ¿Cuánto más importante sería para instruir y enseñar a la juventud la justicia y
buenas costumbres, leer públicamente las leyes de los dioses, que alabar vanamente las
leyes e instituciones de los antepasados? Porque todos los que adoran a semejantes dioses,
luego que les tienta el apetito, como dice Persio, abrasados de un vivo fuego sensual, más
ponen la mira en lo que Júpiter hizo que en lo que Platón enseñó, o en lo que a Catón le
pareció.

Por eso leemos en Terencio de un mozo vicioso y distraído que, mirando un cuadro
colocado en la pared, donde estaba primorosamente pintado el suceso de que en cierto
tiempo Júpiter hizo llover en el regazo de Danae el rocío de oro, fundó en esta alusión la
causa y defensa de su torpeza y mala conducta, jactándose que en ella imitaba a un dios ¿Y
a qué dios dice? A aquel que hace temblar los más altos templos y edificios, tronando
desde el cielo; ¿y yo, siendo un puro hombre, no lo había de hacer? En verdad que así lo he
ejecutado y de muy buena gana.

CAPITULO VIII

De los juegos escénicos donde, aunque se referían las torpezas de los dioses, ellos no se
ofenden, antes se aplacan Dirán acaso los defensores de estos falsos dioses que no se
enseñan estas obscenidades en las ceremonias sagradas de los dioses, como se ven escritas
en las fábulas de los poetas. No pretendo decir que aquellas misteriosas ceremonias son
aún más obscenas que las del teatro: sólo digo lo mismo que persuade la historia a los que
lo niegan, y lo es, que los juegos escénicos donde reinan las ficciones de los poetas, no los
inventaron e introdujeron los romanos en las ceremonias sagradas de sus dioses por motivo
de ignorancia, sino que los mismos dioses establecieron que les celebrasen solemnemente
estos juegos y los consagrasen en honor suyo, mandándoselo rigurosamente; y, si así puede
decirse, obligándolos por fuerza a practicarlo; todo lo cual toqué breve y concisamente en
el libro primero: así es que, por autoridad de los Pontífices, y con motivo de acrecentarse el
cruel azote de la peste, se instituyeron los juegos escénicos en Roma. ¿Quién habrá, pues,
que en el orden y método de su vida no juzgue que debe seguir mejor lo que se hace en los
juegos escénicos, instituidos por autoridad divina; que lo que se halla escrito en las leyes
promulgadas por los hombres?.

Si los poetas falsamente delinearon y pintaron a Júpiter como adúltero, sin duda que estos
dioses, si fuesen cautos, se debían enojar y tomar completa satisfacción de la injuria, pues
por medio de estos humanos juegos se les motejaba de una maldad tan execrable, aunque
no por eso dejaban de celebrarla. Y aun esto es lo más tolerable que se halla en los juegos
escénicos, digo las comedias y las tragedias, es a saber, las fábulas de los poetas

Página 56 de 56
La Ciudad De Dios San Agustín

compuestas para representarlas en los espectáculos que contienen en realidad muchas


acciones torpes, aunque a lo menos en las palabras no se hallan obscenidades y
deshonestidades, y éstas procuran los ancianos que las lean y aprendan los jóvenes entre
los estudios que llaman honestos y liberales.

CAPITULO IX

De lo que sintieron lo antiguos romanos sobre el reprimir la licencia de los poetas, la cual
los griegos siguiendo el parecer de los dioses, quisieron que fuese libre Y lo, que acerca de
estas funciones sintieron los antiguos romanos nos lo dice Cicerón en su libro cuarto de
República, donde discutiendo Escipión varias materias, dice: “Jamás las comedias, si no lo
exigiera así el actual método de vivir, pudieran conseguir que se admitiesen con aplauso en
el teatro sus torpezas”. Algunos griegos antiguos guardaron cierta analogía en su errada
opinión, entre quienes permitía la ley que en la comedia dijesen lo que quisiesen; y de
quien les pareciera. Por esta razón, en los mismos libros dice Escipión el Africano:
“¿Quién ha habido en la comedia que no haya sido zaherido, o, por mejor decir, quién ha
escapado de su crítica, o quién se ha visto perdonado?” Y bien que haya ofendido
solamente a Cleón, Cleofonte e Hipérbolo, hombres plebeyos de mala vida, y sediciosos
contra la República. “Pasemos, dice, por esto, aunque a semejantes personas fuera mejor
que las notara o reprendiera el censor que no el poeta. Pero que a Pericles, después de
haber gobernado con suma autoridad y prudencia su República por tantos años, ya
habiendo paz, ya guerras continuadas, le ultrajen con sus versos y los reciten en el teatro,
es tan impropio como si nuestro Plauto o Nevio quisieran decir mal de Publio y Neyo
Escipión, o Cecilio de Marco Catón”.

Poco más adelante dice: “Al contrario, nuestras Doce Tablas, aunque a pocos crímenes
impusieron la pena capital, les pareció conveniente establecer esta pena, siempre que
alguno representase o compusiese versos que causasen nota o infamia a alguno. Sabia
constitución es ésta seguramente, ya que debemos tener nuestra vida sujeta a la decisión
jurídica y sus legitimas determinaciones, y no a los gracejos y ficciones de los poetas;
además de esto, tampoco debemos oír ignominia, alguna de boca de otro, sino de modo que
podamos contestar y defendernos en juicio.” Estas expresiones me pareció conveniente
sacarlas de Cicerón en dicho libro cuarto, dejando algunas expresiones como están, o
mudándolas algún tanto para que se entiendan mejor, porque importan mucho, para lo que
voy a explicar, si tuviese capacidad para ello. Añade Cicerón después otras
particularidades, y concluye el asunto propuesto, manifestando que los antiguos romanos
aborrecieron el que a ninguno en vida le alabasen o vituperasen en el teatro.

Pero esta libertad, como ya dije, los griegos (aunque con menos pudor y más acierto)
quisieron permitirla, advirtiendo que sus dioses gustaban se representasen en las fábulas
escénicas las ignominias y abominaciones, no sólo de los hombres, sino también de los
dioses, ya fuesen ficciones de poetas, ya fuesen verdaderas, maldades de los dioses las que
recitaban en los teatros, y ¡ojalá que a sus adoradores les pareciesen sólo dignas de ser
reídas y no imitadas! Fue, sin duda, demasiada soberbia y atrevimiento respetar la fama de
los principales ciudadanos, cuando sus dioses quisieron no se respetase su propio honor;
porque las razones que alegan en su defensa sólo significan no ser cierto lo que dicen
contra sus dioses, sino falso y fingido; y por el mismo hecho es mayor, maldad, si atendéis
al respeto que se debe a la religión. Y si consideráis la malicia de los demonios, ¿qué
espíritus puede haber más astutos y sagaces para engañar? Pues cuando se propala una

Página 57 de 57
La Ciudad De Dios San Agustín

expresión injuriosa contra un príncipe que es bueno y útil a su patria, pregunto: ¿esta
acción no es más indigna, cuanto más remota de la verdad y más ajena de su conducta? ¿Y
qué castigo, por terrible que sea, será bastante cuando se hace a Dios esta injuria tan atroz?

CAPITULO X

De la astucia de los demonios para engañarnos, queriendo que se cuenten sus culpas, falsas
o verdaderas Pero los malignos espíritus, a quienes tienen por dioses, se complacen en que
se cuenten de ellos aun las obscenidades que nunca cometieron, a trueque de empeñar y
trabar las almas de los hombres con semejantes opiniones como con redes, y llevarlos
consigo a los tormentos que les están aparejados; ya las hayan cometido hombres a quienes
desean los tengan por dioses los que se lisonjean en la ceguedad e ignorancia humana, y
con el fin de que los adoren también por tales, se entremeten con infinitas cautelas y
artificios perjudiciales y engañosos; ya no hayan sido realmente cometidas por hombre
alguno, las cuales gustan los espíritus falaces que se finjan de los dioses, a fin de que
parezca hay autoridad bastante para cometer torpezas y obscenidades, viendo que, al
parecer, traen su derivación y ejemplo del mismo Cielo a la tierra.

Viendo, pues, los griegos que servían a tales dioses, que en los teatros se representaban
semejantes ignominias contra la santidad de sus dioses, no les pareció era razón les
perdonasen de modo alguno los poetas, ya fuese por querer aun en esto asemejarse a sus
dioses, o por temer que, pretendiendo mejor fama y prefiriéndose por este motivo a ellos,
los enojasen y provocasen su ira. Y ésta es la razón de la razón por qué a los autores y
representantes escénicos de estas fábulas los tenían por merecedores de las honras y cargos
más importantes de la ciudad; pues como se refiere en el citado libro República, el
elocuentísimo ateniense Esquines, después de haber representado tragedias en su juventud,
entró en el gobierno de la República; y Aristodemo, autor también trágico, fue enviado en
varias ocasiones por los atenienses en calidad de embajador al rey Filipo de Macedonia,
sobre negocios gravísimos de paz y guerra. Porque estaban persuadidos de que no era
razón tener por infames a los mismos que representaban los juegos escénicos, de los cuales
veían que gustaban sus dioses.

CAPITULO XI

Cómo entre los griegos admitieron a los autores escénicos al gobierno de la República,
porque les pareció no era razón menospreciar a aquellos por cuyo medio aplacaban a los
dioses Esta política, aunque torpe, la seguían los griegos por ser muy conforme al placer de
sus dioses, sin atreverse a eximir la vida y, costumbres de sus ciudadanos de las mordaces
lenguas de los poetas y farsantes, observando estaba sujeta a sus dicterios y reprensión la
de los dioses.

Fundados en estos principios, creyeron que no solamente no debían despreciar a los


hombres que representaban en el teatro estas impiedades, de que se agradaban sus dioses, a
quienes adoraban; antes, por el contrario, debían honrarlos con más distinción; ¿pues qué
causa podían hallar para tener por honrados a los sacerdotes por cuyo ministerio ofrecían
sacrificios agradables a los dioses, y al mismo tiempo tener por viles a los autores
escénicos, por cuyo medio sabían tributaban a los dioses aquel honor que ellos habían
establecido? Y más cuando así lo pedían los dioses, y aun se enojaban cuando suspendían

Página 58 de 58
La Ciudad De Dios San Agustín

tales funciones; y, lo que es más, advirtiendo que el erudito Labeón hace también
distinción de cultos entre los dioses buenos y los malos, diciendo que los malos se aplacan
con sangre y con sacrificios tristes y los buenos con, servicios alegres y placenteros, como
son, según afirma, los juegos, banquetes y mesas que preparaban a los dioses en los
templos, de todo lo cual hablaremos después particularmente, si Dios nos lo permite.
Ahora, lo que se refiere al asunto de que vamos tratan, do es que, ya atribuyan a los dioses
indiferentemente y sin distinción de buenos y de malos todas las operaciones como si
fuesen todos buenos (porque no es razón que sean los dioses malos, aunque por ser todos
espíritus inmundos todos son malos), ya les sirvan, como le pareció a Labeón, con cierta
distinción, señalando para, los unos ciertos ritos y ceremonias y para los otros otras
diferentes, diremos que con justa causa los griegos tienen por honrados así a los sacerdotes
por cuyo ministerio se les ofrece el sacrificio como a los autores escénicos, por cuyo medio
se les celebran los juegos; pues así no pueden acusarles de que agravian, o, generalmente a
todos los dioses, si es que todos gustan de los juegos, o, lo que sería más indigno, a los que
tienen por buenos, si únicamente éstos son aficionados a tales diversiones.

CAPITULO XII

Que los romanos, con quitar a los poetas contra los hombres la libertad que les concedieron
contra los dioses, sintieron mejor de si que de sus dioses Pero los romanos, como se gloría
Escipión en la mencionada obra República, no quisieron tener expuesta su vida y fama a
los dicterios e injurias de los poetas, antes por el contrario, impusieron la pena capital
contra cualquiera que se atreviese a hacer semejantes poemas, la cual ley sin duda
promulgaron en favor suyo y con sobrado fundamento; mas respecto de sus dioses, esta
constitución era irreligiosa y contraria a su decoro, y el motivo de esta indolencia pudo
consistir en que, como observasen que sus dioses sufrían, no sólo con paciencia, sino con
placer, ser tratados de los poetas con denuestos e injurias, presumieron asimismo eran
indignos de los dicterios con que se profanaba la autoridad de los dioses, y para esto se
abroquelaron con una sanción tan rigurosa, permitiendo, sin embargo, el que se mezclasen
en las solemnidades y fiestas las afrentas con que injuriaban a los dioses. ¡Que sea posible,
Escipión, que alabes y encarezcas el haber prohibido a los poetas romanos la licencia de
que no puedan notar con ignominia a ningún ciudadano romano, viendo que ellos no han
perdonado a ninguno de vuestros dioses! ¿Es posible que os haya parecido más estimable
la reputación de vuestro Senado que la del Capitolio, o, por mejor decir, la de toda Roma,
más que la de todo el Cielo, que prohibieseis severamente por medio de una autorizada
sanción a los poetas vomitasen la ponzoña de sus lenguas contra el honor de vuestros
ciudadanos, y el que sin temor del castigo y contra la majestad de sus mismos dioses
pudiesen zaherirles con sus frecuentes dicterios y afrentas ningún senador, ningún censor,
ningún príncipe, ningún pontífice lo prohíba? Fue, por cierto, reprensible que Plauto y
Nevio hablasen mal de Publio y Neyo Escipión y Cecilio de Marco Catón; pero ¿por qué
reputáis por una acción justa y calificada el que vuestro Terencio, refiriendo el delito de
Júpiter Optimo Máximo, excitase el apetito sensual de la juventud?

CAPITULO XIII

Que debían echar de ver los romanos que sus dioses, que gustaban los honrasen con tan
torpes juegos y solemnidades, eran indignos del culto divino Parece que, si viviera
Escipión, acaso me respondería: “¿Cómo hemos de querer nosotros se castiguen aquellos

Página 59 de 59
La Ciudad De Dios San Agustín

crímenes que los mismos dioses constituyeron por ritos sagrados, cuando no sólo
introdujeron en Roma los juegos escénicos, en los cuales se celebran, dicen, y representan
semejantes indecencias, sino que mandaron también que se les dedicasen e hiciesen en
honra suya?” Pero ¿y cómo instruidos en estos principios no llegaron a comprender que no
eran verdaderos dioses, ni de modo alguno dignos de que la República les diese el honor y
culto que se debe a Dios? Porque aquellos mismos que debían, por justas causas, no
reverenciarlos, si hubieran deseado que se representaran los juegos escénicos con afrenta
de los romanos, pregunto: ¿cómo los tuvieron por dioses y creyeron dignos de adorarlos?
¿Cómo no echaron de ver que eran espíritus abominables, que, con ansia de engañarlos, les
pidieron que en honra suya les celebrasen sus torpezas y crímenes abominables?.

Además de esto, los romanos, aunque estaban ya bajo el yugo de una religión tan perversa
que les inclinaba a dar culto a unos dioses que veían habían querido les consagrasen las
representaciones obscenas de los juegos escénicos; con todo, mirando a su autoridad y
decoro, no quisieron honrar a los ministros y representantes de semejantes fábulas, como lo
ejecutaron los griegos, sino que, como dice Escipión y refiere Cicerón, considerando el arte
de los cómicos y el teatro como ejercicio ignominioso, no solamente no quisieron que sus
actores gozasen de los privilegios y honores comunes a los demás ciudadanos romanos,
sino que hasta los privaron de su tribu, conforme a lo resuelto en la visita que practicaron
los censores.

Determinación verdaderamente prudente y digna de que se refiera entre las alabanzas de


los romanos, pero yo quisiera que se siguiera a sí misma y se imitara a sí propia en tan
acertadas decisiones: porque, reflexionad un poco ¿está muy bien ordenado que a
cualquiera ciudadano romano que eligiese el oficio de los farsantes, no sólo le admitiesen a
la obtención de honor alguno, sino que por orden del censor no le dejasen siquiera
permanecer en su propia tribu? ¡Oh, glorioso decreto de una ciudad esclarecida, tan
deseosa de alabanza como en el fondo verdaderamente romana! Pero, respóndanme: ¿qué
motivo tuvieron para privar a los escénicos de todos los cargos de la ciudad, y, sin
embargo, los mismos juegos los dedicaron al honor de sus dioses? Pasaron ciertamente
muchos años en que la virtud romana no conoció los ejercicios del teatro, los cuales, silos
hubieran buscado por humana diversión, su introducción, sin duda, hubiera procedido del
vicio y relajación de las costumbres humanas; pero no nacieron de este principio: los
dioses mismos fueron los que pidieron se les sirviese con ellos; y a vista de este particular
precepto, ¿cómo menosprecian al actor por cuyo ministerio se sirve a Dios? ¿Y con qué
valor se tacha y castiga al que representa la fábula en el teatro, al mismo tiempo que se
adora al que lo pide? En esta controversia se hallan desavenidos en sus dictámenes los
griegos y los romanos. Los griegos opinan que hacen bien en honrar a los actores, supuesto
que adoran a los dioses que les piden tales juegos, y los romanos no consienten que se
deslustre y desacredite con los actores una tribu de gente plebeya, cuanto más el orden de
los senadores.

Mas en ésta disputa se resuelve el punto de la cuestión con este argu- mento: proponen los
griegos: si han de adorarse los tales dioses, por la misma razón debe honrarse a los que
ejecuten sus juegos; resumen los romanos: Ahora bien; de ningún modo" se debe dar honor
a tales hombres. Concluyen los cristianos: luego por ninguna razón se deben adorar tales
dioses.

Página 60 de 60
La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XIV

Que Platón, que no admitió a los poetas en una ciudad de buenas costumbres, es mejor que
los dioses que quisieron los honrasen con juegos escénicos Pregunto aún más: ¿por qué
razón no hemos de tener por infames, como a los actores, a los mismos poetas que
componen estas fábulas, a quienes por la ley de las Doce Tablas se les prohíbe el ofender la
fama de los ciudadanos y se les permite lanzar tantas ignominias contra los dioses? ¿Cómo
puede caber en una razón rectamente dirigida, y menos en la justicia, que se tengan por
infames los actores y los dioses, y al mismo tiempo se honre a los autores? ¿Acaso en este
particular hemos de dar la gloria al griego Platón, quien, fundando una ciudad tal cual era
conforme a razón, fue de parecer se desterrasen de ella los poetas como enemigos de la
tranquilidad pública? Platón no pudo sufrir las injurias que se hacían a los dioses; pero
tampoco quiso que se estragasen los ánimos de los ciudadanos con ficciones y mentiras.

Cotejemos ahora la condición humana de Platón, que destierra a los poetas de la ciudad
porque no seduzcan a los ciudadanos con falsas imágenes, con la divinidad de los dioses,
que desean y piden que los honren con los juegos escénicos. Platón, aunque no lo
persuadió, con todo, disertando sobre estos puntos y atendiendo a la disolución y lascivia
de los griegos, aconsejó que no se escribiesen semejantes obscenidades. Pero los dioses,
mandándolo expresamente, obligaron con toda su autoridad y aun hicieron que la
gravedad, y modestia de los romanos les representase tales funciones; y no se contentaron
precisamente con que se les recitasen semejantes torpezas, sino que quisieron se las
dedicasen y solemnemente se las celebrasen. ¿Y a quién con más justa causa debía mandar
la ciudad romana Se tributasen honores como a Dios, a Platón, que prohibía estas maldades
y abominaciones, o a los demonios, que gustaban de estos delirios de los hombres, a
quienes Platón no pudo desengañar, ni persuadir la verdad? Fundado en estas razones,
Labeón opinó que debíamos colocar y contar a Platón entre los semidioses, como a
Hércules y Rómulo; y respecto de los semidioses, les pospone o coloca en el orden
siguiente a los héroes, aunque a unos y otros coloca entre los dioses; pero Platón, a quien
llama semidiós, no dudo debe ser preferido y antepuesto, no sólo a los héroes, sino a los
mismos dioses.

Las leyes de los romanos corresponden de algún modo con la doctrina de Platón, en cuanto
éste condena absolutamente todas las ficciones poéticas; y ciertamente quitan a los poetas
la licencia de infamar directamente a los hombres. Platón extermina y prohíbe a los poetas
el habitar en la ciudad, y los romanos destierran a los actores y les cierran el paso para
poder subir a los honores y prerrogativas correspondientes a los demás ciudadanos; y si del
mismo modo se atrevieran con los dioses que deseen y resuelven los juegos escénicos,
acaso lograran exterminarlos del todo: luego de ninguna manera pudieran esperar los
romanos de sus dioses leyes bien combinadas para establecer las buenas costumbres o para
corregir las malas; antes los vencen y convencen con sus desatinadas constituciones;
porque ellos les piden los juegos escénicos en honra suya, y éstos privan de todos los
honores correspondientes a su estado a los actores escénicos. Ordenan los romanos
igualmente que se celebren por medio de las ficciones poéticas las acciones abominables
de los dioses, y al mismo tiempo refrenan la libertad de los Poetas, prohibiéndoles injuriar
a los hombres. Pero el semidiós Platón, no sólo se opuso al apetito descabellado de los
dioses, sino que enseñó cuál era lo más conforme a la índole natural de los romanos, pues
no quiso habitasen en una ciudad tan bien formada los mismos poetas, o los que, por mejor
decir, mentían a su albedrío o proponían a los hombres acciones injustas que imitasen o
representasen los crímenes de sus dioses Nosotros no defendemos que Platón es dios, ni

Página 61 de 61
La Ciudad De Dios San Agustín

semidiós, ni le comparamos a los ángeles buenos del verdadero Dios, ni a los profetas, ni a
los apóstoles, ni a los mártires de Jesucristo, ni a algún hombre cristiano, y la razón de este
dictamen la daremos en su lugar, pero, con todo, supuesto que quieren sostener fue
semidiós, me parece debemos anteponerle, si no a Rómulo y a Hércules (aunque de Platón
no ha habido historiador alguno o poeta que diga o finja que dio muerte a su hermano, ni
haya cometido otra maldad), por lo menos debe ser preferido a Príapo o a un cinocéfalo, o,
finalmente, a la fiebre, que son dioses que los temían los romanos, parte de otras naciones
y parte los consagraban ellos propios.

¿Y de qué modo habían de prohibir el culto de semejantes dioses, y menos oponerse con
sabios preceptos y leyes a tantos vicios como los que amenazan al corazón humano y a las
costumbres del hombre? ¿O cómo habían de extirpar aquellos que naturalmente nacen y
están arraigados en él? Mas, por el contrario, todos éstos procuraron fomentar y aun
acrecentar, queriendo que tales torpezas suyas, o como si lo fuesen, se divulgasen por el
pueblo por medio de las fiestas y juegos del teatro, para que, como con autoridad divina, se
encendiese naturalmente el apetito humano, no obstante estar clamando contra este
desenfreno en vano Cicerón, quien, tratando de los poetas, “a los cuales, como les
divierten, dice, la voz y el aplauso del pueblo, como si fuese un perfecto y eminente
maestro, ¡ qué de tinieblas introducen.!, ¡cuántos miedos infunden!, ¡qué de pasiones y
apetitos inflaman!”

CAPITULO XV

Que los romanos hicieron para sí algunos dioses, movidos, no por razón, sino por lisonja Y
¿qué razón tuvo esta nación belicosa para adoptarse estos dioses, que no fuese más una
pura lisonja en la elección que hicieron de ellos, aun de los mismos que eran falsos? Pues a
Platón, a quien respetan por semidiós (que tanto estudió y escribió sobre estas materias,
procurando que las costumbres humanas no adoleciesen ni se corrompiesen con los males
y vicios del alma, que son los que principalmente se deben huir), no le tuvieron por digno
de un pequeño templo, y a Rómulo le antepusieron a muchos dioses, no obstante que la
doctrina que ellos consideran como misteriosa y oculta le celebre más por semidiós que por
dios, y en esta conformidad le crearon también un sacerdote que llamaban Flamen, cuya
especie de sacerdocio fue tan excelente y autorizado en las funciones y ceremonias
sagradas de los romanos, que usaban la insignia de un birreta de mitra, la que usaban los
tres flamines que servían a los tres dioses, como eran un flamen dial para Júpiter, otro
marcial para Marte y otro quirinal para Rómulo; pero habiendo canonizado a éste, y
habiéndole colocado en el Cielo como por dios en atención a lo mucho que le estimaban
sus ciudadanos, se llamó después Quirino, y así con esta honra quedó Rómulo preferido a
Neptuno y a Plutón, hermanos de Júpiter, y al mismo Saturno, padre de éstos, confiriéndole
como a dios grande el sumo sacerdocio que habían dado a Júpiter y Marte, como a su
padre, y quizá por su respeto.

CAPITULO XVI

Que si los dioses tuvieran algún cuidado de la justicia, de su mano debieran recibir los
romanos leyes para vivir, antes que pedirlas prestadas a otras naciones Si pudieran los
romanos haber obtenido de sus dioses leyes para vivir y gobernarse, no hubieran ido
algunos años después de la fundación de Roma a pedir a los atenienses que les prestasen

Página 62 de 62
La Ciudad De Dios San Agustín

las leyes de Solón, aunque de éstas tampoco usaron del modo que las hallaron escritas, sino
que procuraron corregirlas y mejorarlas conforme a sus usos; no obstante que Licurgo
fingió había dispuesto que las leyes que dio a los lacedemonios con autoridad del oráculo
de Apolo, lo cual, con justa razón, no quisieron creer los romanos, y por eso no las
admitieron en todas sus partes, Numa Pompilio, que sucedió a Rómulo en el reino, dicen
que promulgó algunas leyes, las cuales no eran suficientes para el gobierno de su Estado, y
al mismo tiempo estableció ceremonias del culto religioso; pero no aseguran que estos,
estatutos los recibiesen de mano de sus dioses; así éstos no cuidaron de que sus adoradores
no poseyesen los vicios del alma, de la vida y de las costumbres, que son tan grandes, que
algunos doctos romanos afirman que con estos males perecen las Repúblicas, estando aún
las ciudades en pie; antes procuraron, como dejamos probado, el que se acrecentasen.

CAPITULO XVII

Del robo de las sabinas y de otras maldades que reinaron en Roma, aun en los tiempos que
tenían por buenos Pero diremos acaso que el motivo que tuvieron los dioses para no dar
leyes al pueblo romano fue porque, como dice Salustio, la justicia y equidad reinaban entre
ellos no tanto por las leyes cuanto por su buen natural; y yo creo que de esta justicia y
equidad provino el robo de las sabinas; porque, ¿qué cosa más justa y más santa hay que
engañar a las hijas de sus vecinos, bajo el pretexto de fiestas y espectáculos, y no recibirlas
por mujeres con voluntad de sus padres, sino robarlas por fuerza, según cada uno podía?.
Porque si fuera mal hecho el negarlas los sabinos cuando se las pidieron, ¿cuánto peor fue
el robarlas, no dándoselas? Más justa fuera la guerra con una nación que hubiera negado
sus hijas a sus vecinos por mujeres después de habérselas pedido que con las que
pretendían, después se las volviesen por habérselas robado.

Esto hubiera sido entonces más conforme a razón, pues, en tales circunstancias, Marte
pudiera favorecer a su hijo en la guerra, en venganza de la injuria que se les hacia en
negarles sus hijas por mujeres, consiguiendo de este modo las que pretendían; porque con
el derecho de la guerra, siendo vencedor, acaso tomaría justamente las que sin razón le
habían negado; lo que sucedió muy al contrario -ya que sin motivo ni derecho robó las que
no le habían sido concedida-, sosteniendo injusta guerra con sus padres, que justamente se
agraviaron de un crimen tan atroz. Sólo hubo en este hecho un lance que verdaderamente
pudo tenerse por suceso de suma importancia y de mayor ventura, que, aunque en memoria
de este engaño permanecieron las fiestas del circo, con todo, este ejemplo no se aprobó en
aquella magnífica ciudad; y fue que los romanos cometieron un error muy craso, más en
haber canonizado por su dios a Rómulo, después de ejecutado el rapto, que en prohibir que
ninguna ley o costumbre autorizase el hecho de imitar semejante robo.

De esta justicia y bondad resultó que, después de desterrados el rey Tarquino y sus hijos,
de los cuales Sexto había forzado a Lucrecia, el cónsul Junio Bruto hizo por la fuerza que
Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, y su compañero en el consulado, hombre
inocente y virtuoso, que sólo el nombre y parentesco que tenía con los Tarquinos
renunciase el oficio, no permitiéndole vivir en la ciudad, cuya acción fea efectuó con
auxilio o permisión del pueblo, de quien el mismo Colatino habla recibido el consulado, así
como Bruto.

De esta justicia y bondad dimanó que Marco Camilo, varón singular de aquel tiempo, que
al cabo de diez años de guerra, en que el ejército romano tantas veces había tenido tan

Página 63 de 63
La Ciudad De Dios San Agustín

funestos sucesos que estuvo en términos de ser combatida la misma Roma, venció con
extraordinaria felicidad a los de Veyos, acérrimos enemigos del pueblo romano,
ganándoles su capital; pero siendo examinado Camilo en el Senado sobre su conducta en la
guerra, la cual determinación extraña motivó el odio implacable de sus antagonistas y la
insolencia de los tribunos del pueblo, halló tan ingrata la ciudad que le debía su libertad,
que, estando seguro de su condenación, se salió de ella, desterrándose voluntariamente; y a
pesar de estar ausente multaron en 10,000 dineros a aquel héroe, que nuevamente había de
volver a librar a su patria de las incursiones y armas de los galos. Estoy ya fastidiado de
referir relaciones tan abominables e injustas con que fue afligida Roma, cuando los
poderosos procuraban subyugar al pueblo y éste rehusaba sujetarse; procediendo las ca-
bezas de ambos partidos más con pasión y deseo de vencer, que con intención de atender a
lo que era razón y justicia.

CAPITULO XVIII

Lo que escribe Salustio de las costumbres de los romanos, así de las que estaban
reprimidas con el miedo, como de las que estaban sueltas y libres con la seguridad Seré,
pues, breve, y me aprovecharé del incontestable testimonio de Salustio, quien habiendo
dicho en honor de los romanos (que es de donde empezamos nuestra exposición) que la
justicia y bondad entre ellos florecía no tanto por las leyes cuanto por su buen natural,
celebrando la gloriosa época en que, desterrados los reyes, insensiblemente y en breve
tiempo aquella admirable ciudad; sin embargo, el mismo Salustio, en el libro primero de su
historia y en las primeras páginas, confiesa que, casi en el mismo instante en que,
extinguido el poder real se estableció el consular, padeció la República considerables
vejaciones y agravios de los poderosos; por lo que resultaron divisiones entre el pueblo y
los senadores, sin referir las discordias y daños que en seguida acaecieron; pues habiendo
dicho cómo el pueblo romano había vivido con laudables costumbres y mucha concordia,
aun en aquellos tiempos calamitosos en que la segunda y última guerra de Cartago atrajo
considerables males, y habiendo asimismo expuesto que la causa de esta felicidad fue, no
el amor de la justicia, sino el miedo de la poca seguridad de la paz que había mientras vivía
Cartago en su grandeza, que era la razón porque también Nasica no quería que se
destruyera a Cartago, para de este modo reprimir la disolución, conservar las buenas
costumbres y refrenar con el miedo los vicios, añade:

“Pero la discordia, la avaricia, la ambición y los demás vicios y desgracias que suelen
resultar de las prosperidades, crecieron extraordinariamente después de la destrucción de
Cartago, para que lo entendiésemos que antes no sólo solían nacer, sino igualmente crecer,
los vicios”; y dando la razón por qué se explica en estos términos, prosigue diciendo:
“Porque hubo vejaciones y agravios que cometían los poderosos, de donde procedía la
división entre los senadores y el pueblo, y otras discordias domésticas en el principio,
cuando apenas había cesado la autoridad de los reyes, viviendo los hombres con equidad y
modestia mientras duró el miedo de Tarquino y la peligrosa guerra con los etruscos.” ¿Veis
cómo también el miedo fue la causa de haber vivido un espacio de tiempo tan corto,
después de desterrados los reyes, con alguna equidad y honestidad; pues se temía la guerra
que el rey Tarquino, despojado del reino, excitaba, y hacía contra los romanos, aliados de
los etruscos? Advierte, pues, ahora lo que añade en seguida:

“Comenzaron los padres a tratar al pueblo como a esclavo, disponiendo de su vida y de sus
espaldas, al modo que acostumbran los reyes, defraudándolos del repartimiento de los

Página 64 de 64
La Ciudad De Dios San Agustín

campos, quedándose ellos solos con el gobierno y autoridad, sin conferir con los demás
parte alguna. Oprimido el pueblo con un gobierno tan tiránico, y principalmente con el
peso de las deudas y usuras, sufriendo igualmente con la continuación de las guerras, el
tributo y la milicia, se amotinó y acudió armado al monte Sacro y al Aventino, donde eligió
para su gobierno tribunos de la plebe y estableció varias leyes; no teniendo otro fin más
feliz las discordias de uno y otro bando que la segunda guerra Púnica. ¿Veis desde qué
tiempo, esto es, poco después de ser desterrados los reyes, cómo se portaron entre silos
romanos, de quienes se dice que la justicia y bondad valía entre ellos no tanto por las leyes
como por su buen natural? Pues si vemos que fueron tales aquellos tiempos en que dicen
fue virtuosa, inocente y hermosa la República romana, qué nos parece podemos ya decir o
pensar de aquellos célebres romanos que les sucedieron, en cuya época, habiéndose
transformado paulatinamente para usar de los términos del mismo historiador), de hermosa
y buena se hizo muy mala y disoluta, es a saber: después de la destrucción de Cartago,
como lo insinuó el mismo Salustio; y del modo que este historiador recopila y describe
estos tiempos que pueden examinarse en su historia, es fácil observar con cuánta malicia y
corrupción de costumbres, nacida de las prosperidades, se fueron corrompiendo hasta el
desdichado tiempo de las guerras civiles.

Desde esta época, dice, las costumbres de los antepasados, no poco a poco como antes,
sino como un arroyo que se precipita, se relajaron en tanto grado y la juventud se estragó
tanto con las galas, deleites y avaricia, que con razón se dijo de ella que había nacido una
gente que no podía tener haciendo ni sufrir que otros la tuviesen. Dice Salustio muchas
cosas acerca de los vicios de Sila y de los demás desórdenes de la República, en lo que
convienen todos los escritores, aunque se diferencian mucho en la elocuencia. Ya veis, a lo
que entiendo, y cualquiera persona que quiera advertirlo fácilmente podrá notar, la
relajación y corrupción de costumbres en que estaba sumergida Roma antes de la venida de
nuestro Señor Jesucristo.

Acaeció, pues, esta desenfrenada disolución no sólo antes que Cristo encarnase y predicase
personalmente su divina doctrina, sino también aun antes que naciese de la Virgen
Santísima; y supuesto no se atrevieron a imputar los graves males acaecidos por aquellos
tiempos, ya fuesen los tolerables al principio o los intolerables y horribles sucedidos
después de la destrucción de Cartago; no atreviéndose, digo, a imputarlos a sus dioses, que
con maligna astucia sembraban en los humanos corazones unas opiniones y principios
prevaricadores de donde naciesen semejantes vicios, ¿por qué tienen la osadía de atribuir
los males presentes a Cristo, quien por medio de una doctrina sana nos libra, por una parte,
de la adoración de los falsos y seductores dioses, y por otra, abominando y anatematizando
con autoridad divina esta perjudicial y contagiosa codicia de los hombres, poco a poco va
entresacando de todas las partes del mundo corrompidas, y aun destruidas, con estos males,
su dichosa familia, para ir estableciendo y fundando con ella la ciudad que es eterna y
verdaderamente gloriosa, no por voto y como un aplauso de la humana vanidad, sino a
juicio de la misma verdad, que es Dios?

CAPITULO XIX

De la corrupción que hubo en la República romana antes que Cristo prohibiese el culto de
los dioses Y ved aquí cómo la República romana (lo cual no soy yo el primero que lo digo,
sino que sus cronistas, de quienes a costa de muchas tareas y molestias lo aprendimos, lo
dijeron muchos años antes de la venida de Cristo) poco a poco se fue mudando, y de

Página 65 de 65
La Ciudad De Dios San Agustín

hermosa y virtuosa se convirtió en mala y disoluta. Ved aquí cómo antes de la gloriosa
venida del Salvador, y después de la destrucción de Cartago, las costumbres de sus
antepasados no paulatinamente como antes, sino como una rápida avenida de un arroyo, se
entregaron y relajaron en tanto grado, que la juventud se corrompió con la superfluidad de
las galas, deleites y codicia. Léannos algunos preceptos que hayan promulgado sus dioses
contra el lujo, regalo y ambición del pueblo romano, a quien ojalá hubieran callado las
cosas santas y modestas y no le hubieran pedido también las torpes y abominables, para
acreditarlas mediante el oráculo de su falsa divinidad con más daño de sus adoradores.

Lean los nuestros, así los Profetas como el santo Evangelio, los hechos apostólicos y las
epístolas canónicas, y observarán en todos estos admirables escritos gran abundancia y
copia de máximas saludables y de persuasiones convincentes, predicadas al pueblo
mediante el influjo del espíritu divino, contra la avaricia y lujuria, no excitando el ruidoso
estrépito y vocería que se oye a los filósofos desde su cátedras, sino tronando como desde
unos oráculos y nubes de Dios, y, sin embargo, no imputan a sus dioses el haberse
convertido la República antes de la venida de Cristo en disoluta y perversa, con los fuertes
incentivos del deleite, del lujo, del regalo y con costumbres tan torpes como sanguinarias;
antes bien, cualquiera aflicción que sufre en la presente situación su soberbia y molicie la
atribuyen al influjo de la religión cristiana, cuyos preceptos sobre las costumbres sanas y
virtuosas, si los oyesen y juntamente se aprovechasen de ellos los reyes de la tierra, los
jóvenes y las doncellas y todas las naciones juntas, los príncipes y los jueces de la tierra,
los ancianos y los mozos, todos los de edad capaz de juicios, hombres y mujeres, y
aquellos a quienes habla San Juan Bautista, los mismos publicanos y soldados, no sólo
ilustraría y adornaría la República con su felicidad las tierras de esta vida presente, sino
que subiría a la cumbre de la vida eterna para reinar eternamente y con perpetua dicha;
pero por cuanto uno lo oye y otro lo desprecia, y los más son aficionados más a la
perniciosa condescendencia y atractivo de los vicios que al importante rigor y aspereza de
las virtudes, se les notifica y manda a los siervos de Jesucristo que tengan paciencia y
sufran, ya sean reyes, príncipes, ya jueces, soldados, de provincias, ricos, pobres, libres,
esclavos, de cualquier condición que sean, hombres y mujeres, que toleren, digo (si así
conviene), aun a la República más disoluta y perversa, y que con este sufrimiento
granjearán y conseguirán un elevado y distinguido lugar en aquella santa y augusta Corte
de los Ángeles y República celestial, cuyas leyes y ordenanzas son la misma voluntad de
Dios.

CAPITULO XX

Cuál es la felicidad de que quieren y las costumbres con que quieren vivir los que culpan
los tiempos de la religión cristiana Aunque los que aprecian y adoran a los dioses, cuyos
crímenes y maldades se lisonjean de imitar, de ningún modo procuran atender a la
conservación de una República mala y disoluta, con tal que ésta exista o que florezca en
abundancia de bienes y gloriosas victorias; o lo que es mayor felicidad, con tal que goce de
una paz segura y estable, ¿qué nos importa a nosotros? Antes bien, lo que a cada uno
interesa más es que cualquiera aumente continuamente sus riquezas, con las cuales haya
para sostener los diarios gastos, y, del mismo modo, es que fuere más poderoso pueda
sujetar igualmente a los más necesitados, o que obedezcan a los ricos los más pobres, sólo
para conseguir la comida y aliviar su necesidad, y para que a la sombra de su amparo
gocen del ocio y de la quietud, y se sirvan los ricos de los indigentes para sus ministerios
respectivos, y para la, ostentación de su pompa y fausto; que el pueblo aplauda, no a los

Página 66 de 66
La Ciudad De Dios San Agustín

que le persuaden lo que le importa, sino a los que le proporcionan gustos y deleites; que no
se les mande cosa dura, ni se les prohíba cosa torpe; que los reyes no atiendan a si son
buenos y virtuosos sus vasallos, sino a si obedecen sus órdenes; que las provincias sirvan a
los reyes, no como gobernadores o primeros directores de sus costumbres, sino como a
señores o dueños absolutos de sus haciendas y como a proveedores o dispensadores de sus
deleites y regalos, y al mismo tiempo que los honren y reverencien, no sinceramente o de
corazón, sino que los teman servilmente; que castiguen severamente las leyes primero lo
que ofende a la vida ajena que lo que daña a la vida propia; que ninguno lleve a la
presencia del juez, sino al que fuere perjudicial a los bienes, casa o salud ajena, o fuere
importuno o nocivo por sus costumbres relajadas; que en lo demás, con sus afectos o
deudos, o de los haberes de éstos, o de cuales quiera que condescendiere haga cada uno lo
que más le agradare; que asimismo haya abundancia de mujeres públicas, para todos los
que quisiesen participar de ellas, o particularmente para los que no pueden tenerlas en su
casa; que se edifiquen grandes, magníficas y suntuosas casas donde se frecuenten los
saraos y convites, y donde, según le pareciere a cada uno, de día y de noche, juegue, beba,
se divierta, gaste y triunfe; que continúen sin interrupción los bailes, hiervan los teatros con
el aplauso y voces de alegría; que se conmuevan con la representación de actos
deshonestos y todo género de deleites tan abominables y torpes, y que sea tenido por
enemigo público el que no gustare de esta felicidad; que a cualquiera que intentase alterarla
o quitarla puedan todos, libremente, echarle adonde no le oigan, le destierren donde no sea
visto y le saquen de entre los vivientes; que sean tenidos por verdaderos dioses los que
procuraron que el pueblo consiguiese esta felicidad y, conseguida, supieron inventar
medios para conservársela; que los reverencien y tributen del modo que les fuera más
agradable; que pidan los juegos y fiestas que fuesen de su voluntad y pudiesen alcanzar de
sus adoradores, con tal que procuren con todo su esfuerzo que esta felicidad momentánea
esté segura de las invasiones del enemigo, de los funestos efectos del contagio y de
cualquiera .otra calamidad; ¿y quién de sano juicio habrá que quiera comparar esta
República, no digo yo con el Imperio romano, sino con la casa de Sardanápalo, quien,
siendo por algún tiempo rey de los asirios, se entregó con tanta demasía a los deleites que
mando se escribiese en su sepulcro que después de muerto sólo conservaba lo que había
devorado y consumido en vida su torpe apetito? Si la suerte hubiera dado a los romanos
por rey a Sardanápalo, y contemporizara y disimulara estas torpezas sin contradecirles de
modo alguno, sin duda de mejor gana le consagraran templo y flamen que los antiguos
romanos a Rómulo.

CAPITULO XXI

Lo que sintió Cicerón de la República romana Pero si no hicieron caso del erudito escritor
que llamó a la República romana mala y disoluta, ni cuidan de que esté poseída de
cualesquiera torpezas y costumbres abominables y corrompidas, con tal que exista y
persevere; digan cómo no solo se hizo procaz y disoluta, como dice Salustio, sino que,
según enseña Cicerón, en aquella época había ya perecido del todo la República, sin quedar
rastro ni memoria de ella Introduce, pues, en el raciocinio este sabio orador al valeroso
Escipión, aquel mismo que destruyó Cartago, disertando sobre la República en un tiempo
en que ya se sospechaba y advertía que estaba vacilante y expuesta a ser destruida con los
vicios y corrupción de costumbres, sobre lo que elegantemente habla Salustio.

Suscitose, pues, esta controversia en el tiempo en que ya uno de los Gracos había muerto,
en cuyo gobierno -como escribe Salustio- tuvieron principio graves discordias, y de cuya

Página 67 de 67
La Ciudad De Dios San Agustín

muerte se hace mención en los mismos libros; y habiendo dicho Escipión al fin del libro
segundo, que “así como se debe guardar en la citara, en la flauta y en la canción una cierta
consonancia de distintas y diferentes voces, la cual, si se muda, disuena, ofende y no la
puede sufrir un oído delicado, y esta misma consonancia, aunque de diferentes voces, con
sólo contemplarlas y arreglarías a una perfecta modulación, se hace grata y suave al oído;
así también una ciudad compuesta de diferentes órdenes y estados, altos, medios y bajos,
como voces bien templadas, con la conformidad y concordia de partes de entre sí tan
diferentes, vive concorde y tranquila; lo que llaman los músicos en el cántico armonía, esto
era en la ciudad la concordia, que es un estrecho e importante vínculo para la conservación
de toda la República, la cual de ningún modo podía existir sin la justicia”; pero disertando
después dilatada y copiosamente sobre lo que interesaba el que hubiese justicia en la
ciudad, como de los graves daños que se seguían en todo Estado que no se observaba;
tomó la mano Filón, uno de los que disputaban, y pidió que se averiguase más
circunstancialmente esta opinión, tratándose con más extensión de la justicia, porque
comúnmente se decía que era imposible regir y gobernar una República sin injusticia, y por
esto fue Escipión de parecer convenía aclarar y ventilar esta duda, diciendo “le parecía que
era nada cuanto hasta entonces habían hablado acerca del gobierno de la República, y que
aún podría decir más, a no estar confirmado y fuera de toda ambigüedad que era falso el
principio de que sin justicia podía regirse un pueblo, así como era cierto el otro, de que es
imposible gobernar una República sin una recta justicia”.

Y habiendo diferido la resolución de esta cuestión para el día siguiente, en el tercer libro se
trató de esta materia copiosamente, refiriendo las disputas que ocurrieron para su decisión.
El mismo Filón siguió el partido de los que opinaban era imposible regir la República sin
injusticia, justificándose en primer lugar para que no se creyese que él realmente era de
este parecer, y disertó con mucha energía en favor de la injusticia, y contra la justicia,
dando a entender quería manifestar con ejemplos y razones verosímiles que aquélla
interesaba a la República y ésta era inútil. Entonces Lelio, a ruegos de los senadores,
empezando a defender con nervio y eficacia la justicia, ratificó, y aun aseguró cuanto pudo
la opinión contraria, hasta demostrar que no había cosa más contraria al régimen y
conservación de una ciudad que la injusticia, y que era absolutamente imposible gobernar
un Estado y hacer que perseverase en su grandeza, sino obrando con rectitud y justicia.

Examinada y ventilada esta cuestión por el tiempo que se creyó suficiente, volvió Escipión
al mismo asunto que había dejado, tornando a repetir y elogiar su concisa definición de la
Republica, en la que había asentado que era algo del pueblo; y resuelve que pueblo no es
cualquiera congreso que compone la multitud, sino una junta asociada unánimemente y
sujeta a unas mismas leyes y bien común. Después demuestra cuánto importa la definición
para las disputas, y de sus definiciones colige que entonces es República, esto es, bien útil
al pueblo, cuando, se gobierna bien y de acuerdo, ya sea por un rey, ya por algunos
patricios, ya por todo el pueblo; pero siempre que el rey fuese injusto, a quien llamó tirano,
como acostumbraban los griegos, injustos serían los principales encargados del gobierno,
cuya concordia y unión dijo era parcialidad; o injusto sería el mismo pueblo, para quien no
halló nombre usado, y por eso le llamó también tirano; no era ya República viciosa, como
el día anterior habían dicho, sino que, como manifestaba el argumento y razones deducidas
de las establecidas definiciones, de ningún modo era República, porque no era bien útil al
pueblo, apoderándose de ella el tirano con parcialidad; ni el mismo pueblo era ya pueblo si
era justo, porque no representaba ya la multitud unida y ligada por unas mismas leyes y
bien común, como se ha definido al pueblo.

Página 68 de 68
La Ciudad De Dios San Agustín

Cuando la República romana era de tal condición cual la pintó Salustio, no era ya mala y
disoluta, como él dice, sino que totalmente no era ya República, como se confirmó en la
disputa que se suscitó sobre ella entre sus principales patricios que la gober- naban, así
como el mismo Tulio, hablando no ya en nombre de Escipión ni de otro alguno, sino por si
mismo, lo mostró al principio del libro quinto, alegando en su favor el verso del poeta
Ennio, que dice: “Que conservan la República romana en su primitivo esplendor las
antiguas buenas costumbres y los muchos hombres excelentes que había producido.”

El cual verso, dice él, “me parece que, o por su concisión o sencillez, le pronunció como si
fuese tomado de algún oráculo, porque ni los varones excelentes, si, no estuviera tan bien
formada y acostumbrada la ciudad, ni las cos- tumbres, si no presidieran y gobernaran
estos insignes varones, hubieran podido establecer ni conservar una República tan dilatada
con un dominio en su gobierno tan justo y tan extendido; así pues, en los tiempos pasados,
las mismas costumbres o la buena conducta de nuestra patria elegía varones insignes,
quienes conservaban en su primer esplendor las costumbres e instituciones de sus mayores;
pero nuestro siglo, habiendo recibido el gobierno del Estado como una pintura hermosa
que se deteriora y desmejora con la antigüedad, no solamente no cuidó de renovar los
mismos colores que solía tener, pero ni procuró que por lo menos conservase la forma y
sus últimos perfiles; porque ¿que retenemos ya de las antiguas costumbres con que dice
estaba en pie la República romana, las cuales vemos tan desacreditadas y olvidadas, que no
sólo se estiman, pero ni aun las conocen? Y de los varones puede decir que las mismas
costumbres perecieron por falta de hombres que las practicasen, de cuya desventura no
solamente hemos, de dar la razón, sino que también, como reos de un crimen capital,
hemos de dar cuenta ante el juez de esta causa, en atención a que por nuestros propios
vicios, no por accidente alguno, conservamos de la República sólo el nombre; pero la
sustancia de ella realmente hace ya tiempo que la perdimos”.

Esto confesaba Cicerón, aunque mucho después de la muerte de Africano, a quien hizo
disertar en sus libros sobre la República, pero todavía, antes de la venida de Jesucristo, y si
esto se hubiera pensado y divulgado cuando ya florecía la religión cristiana, ¿quién hubiera
entre éstos que no le pareciera que se debía imputar esta relajación a los cristianos? ¿Por
qué no procuraron sus dioses que no pereciera ni se perdiera entonces aquella República, la
cual Cicerón, muchos años antes que Cristo naciese de la Santísima Virgen, tan
lastimosamente llora por perdida? Examine atentamente los que tanto ensalzan, qué tal fue
aun en la época en que florecieron aquellos antiguos varones y celebradas costumbres; si
acaso floreció en ella la verdadera justicia, o si quizá entonces tampoco vivía por el rigor
de las costumbres, sino que estaba pintada con bellos colores, la cual aun el mismo
Cicerón, ignorándolo cuando la celebraba y prefería, lo expresó; pero en otro lugar
hablaremos de esto, si Dios lo quiere, procurando manifestar a su tiempo, conforme a las
definiciones del mismo Cicerón, cuán brevemente explicó lo que era República y lo que
era pueblo en persona de Escipión, conformándose con él otros muchos pareceres, ya
fuesen suyos o de los que introduce en la misma disputa, donde sostiene que aquélla nunca
fue República, porque jamás hubo en ella verdadera justicia; pero, según las definiciones
más probables en su clase, fue antiguamente República, y mejor la gobernaron y
administraron los antiguos romanos que los que se siguieron después; en atención a que no
hay verdadera justicia, sino en aquella República cuyo Fundador, Legislador y Gobernador
es Cristo, si acaso nos agrada el llamarla República, pues no podemos negar que ella es un
bien útil al pueblo; pero si este nombre, que en otros lugares se toma en diferente acepción,
estuviese acaso algo distante del uso de nuestro modo de hablar, por lo menos la verdadera

Página 69 de 69
La Ciudad De Dios San Agustín

justicia se halló, en aquella ciudad de quien dice la Sagrada Escritura: “¡Cuán gloriosas
cosas están dichas de la, Ciudad de Dios!”

CAPITULO XXII

Que jamás cuidaron los dioses de los romanos de que no se estragase y perdiese la
República por las malas costumbres Por lo que se refiere a la presente cuestión, por más
famosa que digan fue, o es, la República, según el sentir de sus más clásicos autores, ya
mucho antes de la venida de Cristo se había hecho mala y disoluta, o por mejor decir, no
era ya tal República, y había perecido del todo con sus perversas costumbres; luego para
que no se extinguiese, los dioses, sus protectores, debieran dar particulares preceptos al
pueblo que los adoraba para uniformar su vida y costumbres, siendo así que los
reverenciaba y daba culto en tantos templos, con tantos sacerdotes, con tanta diferencia de
sacrificios; con tantas y tan diversas ceremonias, fiestas y solemnidades, con tantos y tan
costosos regocijos y representaciones teatrales; en todo lo cual no hicieron los demonios
otra cosa que fomentar su culto, no cuidando de inquirir cómo vivían antes, y procurando
que viviesen mal; pero si todo esto lo hicieron por puro miedo en honra y honor de los
dioses, o si éstos les dieron algunos saludables preceptos, tráiganlos, manifiéstenlos y
léannos qué leyes fueron aquellas que dieron los dioses a Roma y violaron los Gracos
cuando la turbaron con funestas sediciones, cual fueron Mario, Cinna y Carbón, que
fomentaron las guerras civiles, cuyas causas fueron muy injustas, y las prosiguieron con
grande odio y crueldad y con mucha mayor las acabaron, las cuales, finalmente, el mismo
Sila, cuya vida y costumbres, con las impiedades que cometió, según las pinta Salustio, y
otros historiadores, ¿a quién no causan horror? ¿Quién no confesará que entonces pereció
aquella República? ¿Acaso por semejantes costumbres experimentadas reiteradamente en
Roma se atreverán, como suelen, a alegar en defensa de sus dioses aquella expresión de
Virgilio en el libro 2 de la Eneida, donde dice “que todos los dioses que sustentaba en pie
aquel Imperio se marcharon, desamparando sus templos y aras?”

Si lo primero es así, no tienen que quejarse de la religión cristiana, pretendiendo que,


ofendidos de ella sus dioses, los desampararon; pues sus antepasados muchos años antes,
con sus costumbres, los espantaron como a moscas de los altares de Roma; pero, con todo,
¿adónde estaba esta numerosa turba de dioses cuando, mucho antes que se estragasen y
corrompiesen las antiguas costumbres, los galos tomaron y quemaron a Roma? ¿Acaso
estando presentes dormían? Entonces, habiéndose apoderado el enemigo de toda la ciudad,
sólo quedó ileso el monte Capitolino, el cual también le hubieran tomado si, durmiendo los
dioses, por lo menos no estuvieran de vela los gansos; de cuyo suceso resultó que vino a
caer Roma casi en la misma superstición de los egipcios, que adoran a las bestias y a las
aves, dedicando sus solemnidades al ganso; mas no disputo, por ahora, en estos males
casuales que conciernen más al cuerpo que al alma, y suceden por mano del enemigo o por
otra desgracia o casualidad. Ahora únicamente trato de la relajación de las costumbres, las
cuales, perdiendo al principio poco a poco sus bellos colores y despeñándose después al
modo de la avenida de un arroyo arrebatado, causaron, aunque subsistían las casas y los
muros, tanta ruina en la República, que autores gravísimos de los suyos no dudan en
afirmar que se perdió entonces; y para que así fuese hicieron muy bien en marcharse todos
los dioses, desamparando sus templos y aras, si la ciudad menospreció los preceptos que
les habían dado sobre vivir bien, con rectitud y justicia; pero, pregunto ahora: ¿quiénes
eran estos dioses que no quisieron vivir ni conversar con un pueblo que los adoraba, al que
viviendo escandalosamente no enseñaron a vivir bien?

Página 70 de 70
La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XXIII

Que las mudanzas de las cosas temporales no dependen del favor o contrariedad. de los
demonios, sino de la voluntad del verdadero Dios ¿Acaso no se puede demostrar que,
aunque estos falsos dioses o deidades alentaron y ayudaron a los romanos a satisfacer sus
torpes apetitos, sin embargo, no les asistieron para refrenarlos? ¿Por qué los que
favorecieron a Mario, hombre nuevo y de baja condición, cruel autor y ejecutor de las
guerras civiles, para que fuese siete veces cónsul, y que en su séptimo consulado viniera a
morir viejo y lleno de años, no le patrocinaron asimismo a fin de que no cayera en manos
de Sila, que había de entrar luego vencedor? ¿Por qué no le ayudaron también para que se
amansara y evitara tantas y tan inmensas crueldades como hizo? Pues si para esta empresa
no le ayudaron sus dioses, ya expresamente confiesa que, sin tener uno a sus dioses
propicios y favorables, es factible que consiga la temporal felicidad que tan sin término
codician, y que pueden algunos hombres, como fue Mario, a despecho y contra las
disposiciones y 'voluntad de los dioses, adquirir y gozar de salud, fuerzas y riquezas de
honras y dignidades y larga vida; y que pueden igualmente algunos hombres, como fue
Régulo, padecer y morir muerte afrentosa en cautiverio, servidumbre, pobreza y
desconsuelo, estando en gracia de los dioses, y si conceden que esto es así, confiesan en
breves palabras que de nada sirven, y que en vano los reverencian; porque si procuraron
que el pueblo se instruyese en los principios más opuestos a las virtudes del alma y a la
honestidad de la vida, cuyo premio debe esperar después de la muerte, y si en estos bienes
transitorios y temporales ni pueden dañar a los que aborrecen ni favorecer a los que aman,
¿para qué los adoran y para qué con tanto anhelo? ¿Por qué murmuran en los tiempos
adversos y desgraciados, como si ofendidos se hubieran ido, y al mismo tiempo con impías
imprecaciones injurian la religión cristiana? Y si en estas cosas tienen poder para hacer
bien o mal, ¿por qué en ellas favorecieron a Mario siendo un hombre tan malo, y fueron
infieles a Régulo siendo tan bueno? Y acaso con este procedimiento, ¿no hacen ver
claramente que son sumamente injustos y malos?.

Pero si por estos motivos creyeron que deben ser aún más temidos y reverenciados,
tampoco esto debe creerse, porque es sabido que del mismo modo los adoró Régulo que
Mario, y no por eso nos parezca se debe escoger la mala vida, porque se presume que los
dioses favorecieron más a Mario que a Régulo, ya que Metelo, uno de los mejores y más
famosos romanos, que tuvo hijos dignos del consulado, fue también dichoso en las cosas
temporales, y Catilina, uno de los peores, fue desdichado, perseguido de la pobreza y
murió vencido en la guerra que tan injustamente había promovido. Verdadera y cierta es
solamente la felicidad que consiguen los buenos que adoran a Dios, y es de quien
solamente la pueden alcanzar, pues cuando se iba corrompiendo y perdiendo Roma con las
malas costumbres, no tomaron providencia alguna sus dioses para corregirlas o
enmendarlas y para que no se aniquilase, antes cooperaron a su depravación, corrupción y
completa destrucción. Ni por eso se finjan bue- nos como aparentando en cierto modo que,
ofendidos de las culpas y crímenes de los ciudadanos, se ausentaron, pues seguramente
estaban allí; con lo cual ellos mismos se descubren y conocen, puesto que al fin no
pudieron ayudarlos con sus consejos, ni pudieron encubrirse callando.

Paso por alto el que los minturnenses, excitados de Ia compasión, encomendaron los
sucesos de Mario a la diosa Marica, a, quien rendían adoración en un bosque contiguo al
lugar y consagrado a su hombre, para que le favoreciese y diese prósperos sucesos en todas

Página 71 de 71
La Ciudad De Dios San Agustín

sus empresas; y sólo advierto que, vuelto a su primera prosperidad desde la suma
desesperación, caminó fiero y cruel contra Roma, llevando consigo un poderoso y
formidable ejército, adonde cuán sangrienta fue su victoria, cuán cruel y cuánto más fiera
que la de cualquier enemigo, léanlo los que quisieren en los autores que la escribieron.
Pero esto, como digo, lo omito, ni quiero atribuir a no sé qué Marica la sangrienta felicidad
de Mario, sino a la oculta providencia de Dios, para tapar la boca a los, incrédulos y para
librar de su ceguedad y error a los que tratan este punto, no con compasión, sino que lo
advierten con prudencia, porque aunque en estos acontecimientos pueden algo los
demonios, es tanto su poder cuantas son las facultades que les concede el oculto juicio del
que es Todopoderoso, para que, en vista de tales desengaños, no apreciemos demasiado las
felicidades terrenas, las cuales como a Mario, se dispensan también por la mayor parte a
los malos, ni tampoco mirándola bajo otro aspecto la tengamos por mala, viendo que, a
despecho de los demonios, la han tenido también por lo mismo muchos santos y
verdaderos siervos del que es un solo Dios verdadero; ni, finalmente, entendamos que
debemos acatar o temer a estos impuros espíritus por los bienes o males de la tierra; porque
así como los hombres malos no pueden hacer en la tierra todo lo que quieren, así tampoco
ellos, sino en cuanto se les permite por orden de aquel gran Dios, cuyos juicios nadie los
puede comprender plenamente y nadie justamente reprender.

CAPITULO XXIV

De las proezas que hizo Sila, a quien mostraron favorecer Ios dioses El mismo Sila, cuyos
tiempos fueron tales que se hacían desear los pasados (a pesar de que a los ojos humanos
parecía el reformador de las costumbres), luego que movió su ejército para marchar a
Roma contra Mario, escribe Tito Livio que, al ofrecer sacrificios a los dioses, tuvo tan
prósperas señales, que Postumio -sacrificador y adivino en este holocausto- se obligó a
pagar con su cabeza si no cumplía Sila todo cuanto tenía proyectado en su corazón con el
favor de los dioses. Y ved aquí cómo no se habían ausentado los dioses desamparando los
sagrarios y las aras, supuesto que presagiaban los sucesos de la guerra y no cuidaban de la
corrección del mismo Sila. Prometíanle, adivinando los futuros contingentes, grande
felicidad, y no refrenaban su codicia amenazándole con los más severos castigos; después,
manteniendo la guerra de Asia contra Mitrídates, le envió a decir Júpiter con Lucio Ticio
que había de vencer a Mitrídates, y así sucedió; pero en adelante, tratando de volver a
Roma y vengar con guerra civil las injurias que le habían hecho a él y a sus amigos, el
mismo Júpiter volvió a enviar a decirle con un soldado de la legión sexta, que
anteriormente le había anunciado la victoria contra Mitrídates, y que entonces le prometía
darle fuerzas y valor para recobrar y restaurar, no sin mucha sangre de los enemigos, la
República.

Entonces preguntó qué forma o figura tenía el que se le había aparecido al soldado, y
respondiendo éste cumplidamente, se acordó Sila de lo que primero le había referido Ticio
cuando de su parte le trajo el aviso de que había de Vencer a Mitrídates. ¿Qué podrán
responder a esta objeción si les preguntamos por qué razón los dioses cuidaron de anunciar
estos sucesos como felices, y ninguno de ellos atendió a corregirlos con sus
amonestaciones, o recordar al mismo Sila las futuras desgracias públicas, si sabían que
había de causar tantos males con sus horribles guerras civiles, las cuales no sólo habían de
estragar, sino arruinar totalmente la República? En efecto, se demuestra bien claro quiénes
son los demonios, como muchas veces lo he insinuado. Sabemos nosotros por el
incontrastable testimonio de la Sagrada Escritura, y su calidad y circunstancias nos

Página 72 de 72
La Ciudad De Dios San Agustín

muestran, que hacen su negocio porque les tengan por dioses, adoren y ofrezcan votos,
que, uniéndose con éstos los que se les ofrecen, tengan juntamente con ellos delante del
juicio de Dios una causa de muy mala condición.

Después de llegado Sila a Tarento y sacrificado allí, vio en lo más elevado del hígado del
becerro como una imagen o representación de una corona de oro. Entonces Postumio -el
adivino de quien se ha hecho mención- le dijo que aquella señal quería dar a entender una
famosa victoria que había de conseguir de sus enemigos; por lo que le mandó que sólo él
comiese de aquel sacrificio. Pasado un breve rato un esclavo de Lucio Poncio, adivinando,
dio voces, diciendo: “Sila, mensajero soy de Belona; la victoria es tuya”; añadiendo a estas
palabras las siguientes: “Que se había de quemar el Capitolio.” Dicho esto, se apartó del
campo, donde estaba alojado el ejército, y al día siguiente vol- vió aún más conmovido, y
dando terribles voces, dijo que el Capitolio se había quemado, lo que era cierto, aunque era
muy fácil que el demonio lo hubiese previsto y manifestado luego. Pero es digno de
advertir lo que hace principalmente á nuestro propósito, y es, bajo qué dioses gustan estar
los que blasfeman del Salvador, que es quien pone en libertad las voluntades de los fieles,
sacándolas del dominio de los demonios.

Dio voces del hombre, vaticinando: “Tuya es la victoria, Sila”; y para que se creyese que lo
decía con espíritu divino, anunció también lo que era posible sucediese y después acaeció,
estando, sin embargo, muy distante aquel por quien el espíritu hablaba; pero no dio voces,
diciendo: “Guárdate de cometer maldades, Sila”, las cuales, siendo vencedor cometió en
Roma el mismo que en el hígado del becerro, por singular señal de su victoria, tuvo la
visión de la corona de oro. Y si semejantes señales acostumbraban a dar los dioses buenos
y no los impíos demonios, sin duda que en las entrañas de la víctima prometerían primero
abominables males y muy perniciosos al mismo Sila: en atención a que la victoria no fue
de tanto inte- rés y honor a su dignidad cuanto fue perjudicial a su codicia, con la cual
sucedió que, anhelando ensoberbecido y ufano las prosperidades, fue mayor la ruina y
muerte que se hizo a si mismo en sus costumbres que el estrago que hizo a sus enemigos en
sus personas y bienes.

Estos fatales acaecimientos, que verdaderamente son tristes y dignos de lágrimas, no los
anunciaban los dioses ni en las entrañas de las víctimas sacrificadas, ni con agüeros, sueños
o adivinaciones de alguno, porque más temían que se corrigiese, que no que fuese vencido;
antes procuraban lo posible que el vencedor de sus mismos ciudadanos se rindiese vencido
y cautivo a los vicios nefandos, y por ellos más estrechamente a los mismos demonios.

CAPITULO XXV

Cuánto incitan al hombre a los vicios los espíritus malignos, cuando para hacer las
maldades interponen su ejemplo como una autoridad divina Y de cuanto va referido,
¿quién no entiende, quién no advierte, sino es el que gusta más de seguir e imitar
semejantes dioses que apartarse con la divina gracia de su infame compañía, cuánto
procuran los malignos espíritus acreditar los vicios y maldades con su ejemplo como con
autoridad divina? En cuya comprobación decimos, que en una espaciosa llanura de tierra
de campaña, adonde poco después los ejércitos civiles se dieron una reñida batalla, los

Página 73 de 73
La Ciudad De Dios San Agustín

vieron a ellos mismos pelear entre sí; allí se oyeron primero grandes rumores y estruendos,
y luego refirieron muchos que habían visto por algunos días pelear mutuamente dos
ejércitos; y, concluida la batalla, hallaron como huellas de hombres y caballos, cuantas
pudieran imaginarse en un encuentro igual.

Ahora, pues, si de veras pelearon los dioses entre sí, no se culpen ya las guerras civiles
entre los hombres, sino considérese la malicia o miseria de estos dioses; y si fingieron que
pelearon, ¿qué otra cosa hicieron sino trayendo entre sí los romanos guerras civiles, darles
a entender no cometían maldad alguna teniendo aquel ejemplo de los dioses? A la sazón ya
habían comenzado las guerras civiles y precedido algunos casos horrorosos y abominables
de tan fieras batallas; y asimismo había ya conmovido los corazones de muchos el fatal
suceso acaecido a un soldado que, despojando a otro que había muerto; descubriendo su
cuerpo, conoció que era su hermano, y abominando de las guerras civiles, se mató a sí
mismo en el mismo lugar, haciendo así compañía al difunto cuerpo de su hermano, lo cual
sin duda les movía, persuadía, no precisamente a que se avergonzasen y arrepintiesen de
una maldad tan execrable, sino a que creciese más y más el furor de tan perjudiciales
guerras; luego estos demonios a quienes los tenían por dioses y les parecía debían
adorarlos y reverenciarlos, quisieron aparecerse a los hombres peleando entre sí, para que,
a vista de este espectáculo, no revelase el afecto y amor de una misma patria semejantes
encuentros y combates; antes el pecado y error humano se excusase con el ejemplo divino.

Con este ardid prescribieron también los malignos espíritus que se les consagrasen los
juegos escénicos, de los que he referido ya circunstancialmente algunas particularidades, y
en los que han celebrado tantas abominaciones de los dioses, así en los cánticos y músicas
del teatro como en las representaciones de las fábulas, para que todo el que creyese que
ellos hicieron tales acciones, lo mismo que el que no lo creyese, a pesar de ver que ellos
querían gustosamente que se les ofreciesen semejantes fiestas, seguramente los imitase; y
para que ninguno imagine cuando los poetas cuentan que pelearon entre sí, que habían
escrito contra los dioses injurias y oprobios, y no acciones propias de su divinidad, ellos
mismos, para engañar a los hombres, confirmaron los dichos de los poetas, mostrando a los
ojos humanos sus batallas, no sólo por medio de los actores en el teatro, sino también por
sí mismos en el campo. Nos ha movido a referir esto el observar que sus propios autores no
dudaron en decir y escribir, que muchos años antes de las guerras civiles se había perdido
la República romana con las perversas costumbres de sus ciudadanos, y que no había
quedado sombra de República antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo; cuya
perdición no imputan a sus dioses los que atribuyen a Cristo, los males transitorios y
temporales con que los buenos, ya vivan, o ya mueran, no pueden perecer.

Habiendo nuestro, gran Dios dado tantos preceptos contra las malas costumbres y en favor
de las buenas, y no habiendo tratado sus dioses negocio alguno por medio de semejantes
preceptos con el pueblo que los adoraba, para que aquella República no se perdiese, antes
corrompiendo las mismas costumbres con su ejemplo y detestable autoridad, hicieron que
totalmente se perdiese, de la cual - a lo que entiendo- ninguno se atreviera ya a decir que se
perdió entonces, porque se marcharon todos los dioses; desamparando los sagrarios y las
aras como afectos a las virtudes y ofendidos de los vicios de los hombres; pues por tantas
señales de sacrificios, agüeros y adivinaciones con que deseaban recomendar su divinidad
y presciencia y dar a entender conocían lo futuro y favorecían en las guerras, quedan
convencidos de que estaban presentes; y si de veras se hubieran ido, sin duda con más
piedad y clemencia se hubieran portado los romanos en las guerras civiles, aunque no se lo
inspiran las instigaciones de los dioses, sino sólo sus pasiones y deseos ambiciosos.

Página 74 de 74
La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XXVI

De los avisos y consejos secretos que dieron los demonios tocante a las buenas costumbres,
aprendiéndose por otra parte públicamente todo género de maldades en sus fiestas Siendo
esto así, y habiéndose manifestado públicamente las torpezas, junto con las crueldades y
afrentas de los dioses, y sus crímenes, verdaderos o fingidos, pidiéndolo ellos mismos y
enojándose si no se ejecutaban, teniéndolos consagrados en ciertas solemnidades y
habiendo pasado tan adelante que los han propuesto en los teatros a vista de todo el
concurso como dignos de ser imitados, ¿qué significa el que estos mismos demonios, que
en semejantes deleites se entremeten y confiesan que son espíritus inmundos y que sus
crímenes y maldades, sean verdaderas o fingidas, y con apetecer que se las celebren,
rogándoselo a los disolutos, y consiguiéndolo por fuerza de los modestos, se declaren ser
autores de la vida disoluta y torpe?.

Con todo, se asegura que allá en sus sagrarios y en lo más secreto de sus templos, dan
algunos preceptos para practicar las buenas costumbres a algunas personas como
escogidas, predestinadas o consagradas a su deidad; y si esto fuese cierto, por el mismo
hecho se convence de más engañosa la malicia de los malignos espíritus; porque es tan
poderosa la fuerza de la bondad y de la honestidad, que toda o casi toda la naturaleza
humana se conmueve con su alabanza, y jamás llega a tan torpe y viciosa que del todo se
estrague y pierda el sentido de la honestidad; en esta inteligencia, si la malicia de los
espíritus infernales no se transfigura a veces -como nos lo advierte la Sagrada Escritura- en
ángel de luz, no puede salir con su pretensión, reducida únicamente a engañarnos; así que
en público la impura y detestable torpeza por todas partes se vende a todo el pueblo, con
notable estruendo y rumor, pero en secreto la honestidad fingida apenas la oyen algunos
pocos; la publicidad es para las cosas abominables y vergonzosas, y el secreto para las
honestas y loables; la virtud está oculta y la maldad descubierta; el mal que se hace y
practica convida a todos los que le ven, y el bien que se predica apenas halla alguno que le
oiga, como si lo honesto fuera vergonzoso y lo torpe, digno de gloria.

Pero ¿dónde se obra tan impíamente sino en los templos de los demonios? ¿En los
tabernáculos de los embustes y engaños? Pues lo primero lo ejecutaron para coger y
prender a los virtuosos y honestos, que son pocos en número, y lo segundo porque no se
corrijan y enmienden los muchos que son torpes y viciosos dónde y cuándo aprendiesen
sus escogidos los preceptos de la celestial honestidad, lo ignoramos. Con todo, en el
frontispicio del mismo templo adonde veíamos colocado aquel otro simulacro todos los
que de todas partes concurríamos acomodándonos donde cada uno podía estar mejor, con
gran atención veíamos los juegos que se hacían; pero volviendo los ojos a un lado,
observábamos la pompa, fausto y aparato de las rameras, y volviéndonos a otros, veíamos
la virgen diosa, y cómo adoraban humildemente a ésta, y celebraban delante de la otra
tantas torpezas. No vimos allí ningún mimo recatado y honesto, en actora que manifestase
alguna modestia o pudor; antes todos cumplían exactamente todos los oficios de
deshonestidad e impureza. Sabían lo que agradaba al ídolo virginal, y representaban lo que
la matrona más prudente podía llevar del templo a su casa.

Algunas que eran más pundonorosas volvían los rostros por no mirar los torpes meneos de
los actores, y, teniendo pudor de ver el arte y dechado de las impurezas, le aprendían
reparándolo con disimulo; pues por estar los hombres presentes tenían vergüenza, y no se

Página 75 de 75
La Ciudad De Dios San Agustín

atrevían a mirar con Iibertad los ademanes y posturas deshonestas; pero al mismo tiempo
no osaban condenar con ánimo casto las ceremonias sagradas de la deidad que
reverenciaban. En fin, presentaban públicamente estas obscenidades para que se aprendiese
en el templo aquello que para ejecutarlo, por lo menos en casa, se busca el aposento más
oculto; sería sin duda cosa extraña el que hubiera allí algún pudor en los mortales, para no
cometer libremente las torpezas humanas que religiosamente aprendían delante de los
dioses, habiendo de tenerlos airados si no procuraban representarlas en honra suya. Porque,
¿qué otro espíritu con secreto instinto mueve las almas perversas y depravadas, las insta
para que se cometan adulterios y se apacienta y complace en los cometidos, sino el que se
deleita con semejantes juegos escénicos, poniendo en los templos los simulacros de los
demonios ya gustando en los juegos de las imágenes y retratos de los vicios, murmurando
en lo secreto lo que toca a la justicia, para seducir aun a los pocos buenos, y frecuentando
en lo público lo que nos excita a la torpeza, para apoderarse de infinitos malos?

CAPITULO XXVII

Con cuánta pérdida de la moralidad pública hayan consagrado los romanos, para aplacar a
sus dioses, las torpezas de los juegos Tulio, aquel tan grave y tan excelso filósofo, cuando
comenzó a ejercer el oficio de edil, clamaba delante del pueblo que entre las demás cosas
que pertenecían a su oficio era una aplacar a la diosa Flora con la solemnidad de los
juegos, los cuales suelen celebrarse con tanta más religión cuanta es mayor la torpeza. Dice
en otro lugar, siendo ya cónsul, que en un grave peligro en que se vio la ciudad se habían
continuado los juegos por diez días, y que no se había omitido circunstancia alguna para
aplacar a los dioses; como si no fuera más conveniente enojar a semejantes dioses con la
modestia que aplacarlos con la torpeza, y hacerlos con la honestidad enemigos antes que
ablandarlos con tanta disolución; porque no pudieran causar tan graves daños por más
fiereza y crueldad que usaran los enemigos por cuyo respeto los aplacaban, como causaban
ellos con hacer aplacar con tan abominables impurezas; pues para excusar el daño que se
temía causaría el enemigo en los cuerpos, se aplacaban los dioses de tal manera, que se
extinguía la fuerza y el valor en los ánimos, supuesto que aquellos dioses no se habían de
poner a la defensa contra los que combatían los muros, si primero no daban en tierra y
arruinaban las buenas costumbres.

Esta satisfacción ofrecida a semejantes dioses, deshonesta, impura, disoluta, desenfrenada


y torpe en extremo, condenó a sus ministros en el honor el honrado pundonor y buen
natural de los primeros romanos, los privó de su tribu, los reconoció por torpes y
deshonestos, y los dio por infames. Esta satisfacción, digo, digna de vergüenza y de que la
abomine la verdadera religión; estas fábulas torpes y llenas de calumnias contra los dioses,
y estas ignominiosas acciones de los dioses, maligna y torpemente fingidas, o más maligna
y torpemente cometidas, dándoles públicamente ojos para ver y orejas para oír tales
impurezas, las aprendía generalmente toda la ciudad. Estas representaciones veía que
agradaban a los dioses, y por tanto, creía que no sólo las debía recitar públicamente, sino
que era razón imitarlas también, y no aquel no sé qué de bueno o de honesto que se
manifestaba a tan po- cos y tan en secreto; mas de tal modo se decía, que más temían que
no se supiese y divulgase que el que no se ejecutase.

Página 76 de 76
La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XXVIII

De la saludable doctrina de la religión cristiana Quéjanse, pues, y murmuran los hombres


perversos e ingratos y los que están más profunda y estrechamente oprimidos del maligno
espíritu de que los sacan mediante el nombre de Jesucristo del infernal yugo y penosa
compañía de estas impuras potestades, y de que los transfieren de la tenebrosa noche de la
abominable impiedad a la luz de la saludable piedad v religión; danse por sentidos de que
el pueblo acuda a las iglesias con una modesta concurrencia y con una distinción honesta
de hombres y mujeres, adonde se les enseña cuánta razón es que vivan bien en la vida
presente, para que después de ella merezcan vivir eternamente en la bienaventuranza;
donde oyendo predicar y explicar desde la cátedra del Espíritu Santo en presencia de todos
la Sagrada Escritura y la doctrina evangélica, a fin de que los que obran con rectitud la
oigan para obtener el eterno premio, y los que así no lo hacen, lo oigan para su juicio y
eterna condenación; y donde cuando acuden algunos que se burlan de esta santa doctrina,
toda su insolencia e inmodestia, o la dejan con una repentina mudanza o se ataja y refrena
en parte con el temor o el pudor; porque allí no se les propone cosa torpe o mal hecha para
verla o imitarla, ya que, o se les enseñan los preceptos y mandamientos del verdadero Dios,
o se refieren sus maravillas y estupendos milagros, o se alaban y engrandecen sus dones y
misericordias, o se piden sus beneficios y, mercedes.

CAPITULO XXIX

Exhortación a los romanos para que dejen el culto de los dioses Esto es lo que
principalmente debes desear, ¡oh generosa estirpe de la antigua Roma! ¡Oh descendencia
ilustre de los Régulos, Escévolas, Escipiones y Fabricios! Esto es lo que principalmente
debes apetecer; en esto principalmente es en lo que te debes apartar de aquella torpe
vanidad y engañosa malignidad de los demonios.

Si florece en ti naturalmente alguna obra buena, no se purifica y perfecciona sino con la


verdadera piedad, y con la impiedad se estraga y viene a sentir el rigor de la justicia. Acaba
ahora de escoger el medio que has de seguir para que seas sin error alguno alabada, no en
ti, sino en el Dios verdadero; porque aunque entonces alcanzaste la gloria y alabanza
popular, sin embargo, por oculto juicio de la divina Providencia te faltó la verdadera
religión que poder elegir. Despierta ya este día como has despertado ya en algunos, de
cuya virtud perfecta y de las calamidades que han padecido por la verdadera fe nos
gloriamos; pues, peleando por todas partes con las contrarias potestades y venciéndolas
muriendo valerosamente, con su sangre nos han ganado esta patria. A ella te convidamos y
exhortamos para que acrecientes el número de sus ciudadanos, cuyo asilo en alguna
manera podemos decir que es la remisión verdadera de los pecados.

No des oídos a los que desdicen y degeneran de ti; a los que murmuran de Cristo o de los
cristianos y se quejan como de los tiempos malos buscando épocas en que se pase, no una
vida quieta, sino una en que se goce cumplidamente de la malicia humana. Esto nunca te
agradó a ti, ni aun por la eterna patria. Ahora, echa mano y abraza la celestial, por la cual
será muy poco lo que trabajarás, y en ella verdaderamente y para siempre reinarás, porque
allí, ni el fuego vestal, ni la piedra o ídolo del Capitolio, sino el que es uno y verdadero
Dios, que sin poner límites en las grandezas que ha de tener, ni a los años que ha de durar,

Página 77 de 77
La Ciudad De Dios San Agustín

te dará un imperio que no tenga fin. No quieras andar tras los dioses falsos y engañosos;
antes deséchalos y desprécialos, abrazando la verdadera libertad.

No son dioses, son espíritus malignos a quienes causa envidia y da pena tu eterna felicidad.
No parece que envidió tanto Juno a los troyanos, de quienes desciendes según la carne, los
romanos alcázares, cuanto estos demonios, que todavía piensas que son dioses, envidian a
todo género de hombres las sillas eternas y celestiales. Y tú misma en muchos condenaste a
estos espíritus cuando los aplacaste con juegos, y a los hombres, por cuyo ministerio
celebraste los mismos juegos, los diste por infames. Déjate poner en libertad del poder de
los inmundos espíritus, los cuales colocaron sobre tus cervices el yugo de su ignominia
para consagraría a sí propios y celebrarla en su nombre.

A los que representaban las culpas y crímenes de los dioses los excluiste de tus honores y
privilegios; ruega, pues, al verdadero Dios que excluya de ti aquellos dioses que se deleitan
con sus culpas, verdaderas, que es mayor ignominia, o falsas, que es cosa maliciosa. Si
bien, por lo que a ti se refería, no quisiste que tuviesen parte en la ciudad los representantes
y los escénicos. Despierta y abre aún más los ojos; de ningún modo se aplaca la Divina
Majestad con los medios con que se desacredita y profana la dignidad humana. ¿Cómo,
pues piensan tener a los dioses que gustan de semejantes honras en el número de las santas
potestades del cielo, pues a los hombres por cuyo medio se les tributan estos honores,
imaginaste que no merecían que los tuviesen en el número del más ínfimo ciudadano
romano? Sin comparación, es más ilustre la ciudad soberana donde la victoria es la verdad,
donde la dignidad es la santidad, donde la paz es la felicidad, donde la vida es la eternidad,
mucho menos que no admite en su compañía semejantes dioses, pues tú en la tuya tuviste
vergüenza de admitir a tales hombres. Por tanto, si deseas alcanzar la ciudad
bienaventurada, huye del trato con los demonios.

Sin razón e indignamente adoran personas honestas a los que se aplacan por medió de
ministros torpes. Destierra a éstos y exclúyelos de tu compañía por la purificación
cristiana, como excluiste a aquellos de tus honras y privilegios, por la reforma del censor, y
lo que toca a los bienes carnales, de los cuales solamente quieren gozar los malos, y lo que
pertenece a los trabajos y males carnales, los cuales no quieren padecer solos. Y como ni
aun en éstos tienen estos demonios el poder que se imagina (y aunque le tuvieran, con
todo, deberíamos antes despreciar estos bienes y males, que por ellos adorar a los
demonios, y adorándolos, privarnos de poder llegar a aquella gloria que ellos nos envidian;
pero ni aun en esto pueden lo que creen aquellos que por esto nos procuran persuadir que
se deben adorar); esto después lo veremos, para que aquí demos fin a este libro.

LIBRO TERCERO CALAMIDADES DE ROMA ANTES DE CRISTO

CAPITULO PRIMERO

De las adversidades que sólo temen los malos, y que siempre ha padecido el mundo
mientras adoraba a los dioses Ya me parece que hemos dicho lo bastante de los males de
las costumbres y de los del alma, que son de los que principalmente nos debemos guardar y
cómo los falsos dioses no procuraron favorecer al pueblo que los adoraba, a fin de que no
fuese oprimido con tanta multitud de males; antes, por el contrario, pusieron todo su

Página 78 de 78
La Ciudad De Dios San Agustín

esfuerzo en que gravemente fuese afligido. Ahora me resta decir de los males que éstos no
quieren padecer, como son el hambre, las enfermedades, la guerra, el despojo de sus
bienes, ser cautivos y muertos, y otras calamidades semejantes a éstas que apuntamos ya en
el libro primero, porque éstas sólo los malos tienen por calamidades, no siendo ellas las
que, los hacen malos; ni tienen pudor (entre las Cosas buenas que alaban) en ser malos los
mismos que las engrandecen, y más les pesa una mala silla donde descansar que mala vida,
como si fuera el sumo bien del hombre tener todas las cosas buenas fuera de sí mismo.

Pero ni aun de estos males que solamente temen los excusaron o libraron sus dioses cuando
libremente los adoraban, porque, cuando en diferentes tiempos y lugares padecía el linaje
humano innumerables e increíbles calamidades antes de la venida de nuestro redentor
Jesucristo, ¿qué otros dioses que éstos adoraba todo el Universo, a excepción del pueblo
hebreo y algunas personas de fuera de este mismo pueblo, dondequiera que por ocultó y
justo juicio de Dios merecieron los tuviese de su mano la divina gracia? Mas por no ser
demasiado largo omitiré los gravísimos males de todas las demás naciones, y sólo referiré
lo que pertenece a Roma y al romano Imperio, esto es, propiamente a la misma ciudad, y
todo lo que las demás, que por todo el mundo estaban confederadas con ella o sujetas a su
dominio, padecieron antes de la venida de Jesucristo, cuando ya pertenecían, por decirlo
así, al cuerpo de su República.

CAPITULO II

Si los dioses a quienes los romanos y griegos adoraban de un mismo modo tuvieron causas
para permitir la destrucción de Troya Primeramente la misma Troya o Ilion, de donde trae
su origen el pueblo romano (porque no es razón que lo omitamos o disimulemos, como lo
insinué en el libro primero, capítulo IV), teniendo y adorando unos mismos dioses, ¿por
qué fue vencida, tomada y asolada por los griegos? Príamo, dice Virgilio, pagó el
juramento que quebrantó su padre Laomedonte; luego es cierto que Apolo y Neptuno
sirvieron a Laomedonte por jornal, pues aseguran les prometió pagarles su trabajo y que se
lo juró falsamente.

Me causa admiración que Apolo, famoso adivino, trabajase en una obra tan grande, y no
previese que Laomedonte no había de cumplirle lo pactado; aunque no era justo que
tampoco Neptuno, su tío, hermano y rey del, mar, ignorase las cosas futuras, pues a éste le
introduce Homero presagiando gloriosos sucesos de la descendencia de Eneas, cuyos
sucesores vinieron a ser los que fundaron a Roma, habiendo vivido, según dice el mismo
poeta, antes de la fundación de aquella ciudad, a quien también arrebató en una nube, como
dice, porque no le matase Aquiles; deseando, por otra parte, trastornar desde los
fundamentos los muros de la fementida Troya que había fabricado con sus manos, como
confiesa Virgilio. No sabiendo, pues, dioses tan grandes, Neptuno y Apolo, que
Laomedonte les había de negar el premio de sus tareas, edificaron graciosamente a unos
ingratos los muros de Troya. Adviertan no sea peor creer en tales dioses que el no haberles
guardado el juramento hecho por ellos, porque eso, ni aun el mismo Homero lo creyó
fácilmente, pues pinta a Neptuno peleando contra los troyanos y a Apolo en favor de éstos,
diciendo la fábula que el uno y el otro quedaron ofendidos por la infracción del juramento.

Luego si creen en tales fábulas, avergüéncense de adorar a semejantes dioses, y si no las


creen, no nos aleguen los perjurios troyanos, o admírense de que los dioses castigasen a los
perjuros troyanos y de que amasen a los romanos. Porque, ¿de dónde diremos provino que

Página 79 de 79
La Ciudad De Dios San Agustín

la conjuración de Catilina, formada en una ciudad tan populosa como relajada, tuviese
asimismo tan grande número de personas que la siguiesen, si no de la mano y la lengua que
sustentaba la fuerza de la conspiración, con el perjurio o con la sangre civil? ¿Y qué otra
cosa hacían los senadores tantas veces sobornados en los juicios, tantas el pueblo en los
sufragios o en las causas que ante él pasaban, por medio de las arengas que les hacían, sino
perjurar también? Porque en la época en que florecían costumbres tan detestables se
observaba el antiguo rito de jurar, no para guardarse de pecar con el miedo o freno de la
religión, sino para añadirles perjurios al crecido número de los demás crímenes.

CAPITULO III

Que no fue posible que se ofendiesen los dioses con el adulterio de Paris, siendo cosa muy
usada entre ellos, como dicen Así que no hay causa legítima por la cual los dioses que
sostuvieron, como dicen, aquel Imperio, probándose que fueron vencidos por los griegos,
nación más poderosa que ellos, se finjan enojados contra los troyanos porque no les
guardaron el juramento: ni tampoco (como algunos los defienden) se irritaron por el
adulterio de Paris para dejar a Troya, en atención a que ellos suelen ser autores y maestros
(no vengadores) de los más horrendos crímenes. “La ciudad de Roma (dice Salustio),
según yo lo he entendido, la fundaron y poseyeron al principio los troyanos, que, fugitivos
de su patria con el caudillo Eneas, andaban vagando por la tierra sin tener aún asiento fijo”;
luego si los dioses creyeron conveniente vengar el adulterio de Paris fuera razón que le
castigaran antes los troyanos o también en los romanos, supuesto que la madre de Eneas
fue la que cometió este crimen: ¿y por qué motivo condenaban en Paris aquel pecado los
que disimulaban en Venus su crimen con Anquises, que produjo el nacimiento de Eneas?
¿Fue acaso porque aquél se hizo contra la voluntad de Menelao, y éste con el beneplácito
de Vulcano? Pero yo creo que los dioses no son tan celosos de sus mujeres, que no gusten
de comunicarlas a los hombres. Acaso parecerá que voy satirizando las fábulas y que no
trato con gravedad causa de tanto momento; luego no creamos, si os parece, que Eneas fue
hijo de Venus, y esto es lo que os concedo, con tal que tampoco se diga que Rómulo fue
hijo de Marte; y si éste lo es, ¿por qué no lo ha de ser el otro? ¿Por ventura es ilícito que
los dioses se mezclen con las, mujeres de los hombres, y es lícito que los hombres se
mezclen con las diosas? Dura e increíble condición que lo que por derecho de Venus le fue
lícito a Marte, esto, en su propio derecho, no lo sea lícito a la misma Venus. Con todo, lo
uno y lo otro está admitido y confirmado por autoridad romana, porque no menos creyó el
moderno César era Venus su abuela, que el antiguo Rómulo ser Marte su padre.

CAPITULO IV

Del parecer de Varrón, que dijo era útil se finjan los hombres nacidos de los dioses Dirá
alguno: ¿y crees tú esto?, y yo respondo que de ninguna manera lo creo. Pues aun su docto
Varrón, aunque no lo afirma con certeza, con todo, casi confiesa que es falso. Dice que
interesa a las ciudades que las personas de valor, a pesar de ser falso, se tengan por hijos de
los dioses, para que de este modo el corazón humano, como alentado con la confianza de la
divina estirpe, emprenda con mayor ánimo y denuedo las acciones grandes, las examine

Página 80 de 80
La Ciudad De Dios San Agustín

con más madurez y eficacia y con la misma seguridad las acabe más felizmente. Este
dictamen de Varrón, referido como pude con mis palabras, ya veis cuán grande portillo
abre a la falsedad, cuando entendamos que se pudieron ya inventar y fingir muchas
ceremonias sagradas, y como religiosas, cuando pensemos que aprovechan e importan a los
ciudadanos romanos las mentiras aun sobre los mismos dioses.

CAPITULO V

Que no se prueba que los dioses castigaron el adulterio de Paris, pues en la madre de
Rómulo le dejaron sin castigo Pero si pudo Venus con Anquises parir a Eneas, o Marte de
la unión con la hija de Numitor engendrar a Rómulo, dejémoslo por ahora, porque casi otra
semejante cuestión se origina igualmente de nuestras Escrituras, cuando se pregunta si los
ángeles prevaricadores se juntaron con las hijas de los hombres, de donde nacieron unos
gigantes, esto es, unos hombres de estatura elevada y fuertes, con que se pobló entonces la
tierra.

Pero, entre tanto, nuestro discurso abrazará lo uno y lo otro; porque si es cierto lo que entre
ellos se lee de la madre de Eneas y del padre de Rómulo, ¿cómo pueden los dioses
enfadarse de los adulterios de los hombres, sufriéndolos ellos entre sí con tanta
conformidad? Y si es falso, tampoco pueden enojarse de los verdaderos adulterios
humanos los que se deleitan aun de los suyos fingidos, y más que si el crimen de Marte no
se cree, tampoco puede creerse el de Venus. Así que con ningún ejemplo divino, se puede
defender la causa de la madre de Rómulo, en atención a que Silvia fue sacerdotisa vestal, y
por eso debieran los dioses vengar antes este crimen sacrílego contra los romanos que el
adulterio de Paris contra los troyanos. Era, pues, un delito tan execrable entre los antiguos
romanos éste, que enterraban vivas a las sacerdotisas vestales, convencidas de
deshonestidad; y a las mujeres adúlteras, aunque las afligían lo bastante, con todo, no era
con ningún género de muerte cruel, pero acostumbraban a castigar con más rigor a los que
pecaban contra los sagrarios divinos, que no a los que manchaban los lechos humanos.

CAPITULO VI

Del parricidio de Rómulo, no vengado por los dioses Y añado otra circunstancia, y es que,
si tanto se irritaron los dioses de los pecados de los hombres, que ofendidos del rapto de
Paris asolaron a Troya a sangre y fuego, pudiera moverles. Más contra los romanos la
muerte impía del hermano de Rómulo, que contra los troyanos la burla hecha al esposo
griego: sin duda más debía irritarles el parricidio cometido en una ciudad recién fundada,
que el adulterio de la que ya reinaba, cuya investigación nada importa para el asunto que
ahora tratamos; esto es, si el asesinato le mandó hacer Rómulo, o si le ejecutó él mismo, lo
cual muchos lo niegan sin reflexión, otros por vergüenza lo ponen en duda, y algunos de
pena disimulan.

Y para que no nos detengamos en averiguar con demasiada diligencia esta circunstancia,
atendiendo a los testimonios de tantos escritores, consta claramente que mataron al
hermano de Rómulo, no los enemigos, ni los extraños, sino el mismo Rómulo, que ejecutó
por sí mismo el fratricidio, o mandó se hiciese; y aun cuando así fuese, parece tuvo mejor
derecho para decretarlo, pues Rómulo era el primer jefe y legislador de los romanos, y
Paris no lo era de los troyanos. ¿Por qué razón provocó la ira de los dioses contra los

Página 81 de 81
La Ciudad De Dios San Agustín

troyanos aquel que robó la mujer ajena y Rómulo, que mató a su hermano, excitó y
convidó a los mismos dioses a que tomasen sobre sí la tutela y amparo de los romanos? Y
si este delito ni le cometió ni le mandó ejecutar Rómulo, no obstante que la trasgresión era
digna de castigo, toda la ciudad fue la que le hizo, porque toda pasó por él y no hizo caso
de él; y no mató precisamente a su hermano, sino lo que es más notable, a su mismo padre;
en atención a que el uno y el otro fue su fundador, y quitando al uno alevosamente la vida
no le dejaron reinar, creo que no hay para qué insinuar el castigo que mereció Troya para
que la desamparasen los dioses, y así pudiese perecer, y el bien que mereció Roma para
que hiciesen en ella asiento los dioses y pudiese creer, a no ser que digamos que, vencidos,
huyeron de Troya y se vinieron a Roma para engañar también a estos nuevos fundadores
de la República romana; sin embargo, de que es más cierto el que se quedaron en Troya
para engañar, como suelen, a los que habían de ir a vivir en aquellas tierras, y ejercitando
en Roma los mismos artificios de sus retiradas seducciones, fueron ensalzadas con
mayores glorias, siendo adorados con extraordinarios honores.

CAPITULO VII

De la destrucción de Ilion, asolada por Fimbria, capitán de Mario Y para explicarnos con
más sencillez, decimos que, cuando ya pululaban las guerras civiles, ¿en qué había pecado
la miserable ciudad de Ilion para que Fimbria, hombre facineroso del bando y parcialidad
de Mario, la asolase con mayor fiereza e inhumanidad que antiguamente lo hicieron los
griegos? Entonces al menos escaparon muchos huyendo, y muchos hechos cautivos a lo
menos vivieron, aunque en servidumbre; pero Fimbria mandó, ante todo promulgar un
bando por el cual ordenaba que a ninguno se perdonase, y así quemó y abrasó toda la
ciudad y sus moradores.

Este impío decreto se mereció la ciudad de Ilion, no por mano de los griegos, a quienes
había irritado con sus maldades, sino por la de los romanos, a quienes había propagado con
sus calamidades, no favoreciendo para estorbar tantas desgracias los dioses que los unos y
los otros comúnmente adoraban, o lo que es más cierto, no pudiendo ayudarles en
infortunio tan grave. ¿Acaso entonces, desamparando sus sagrarios y aras se habían
ausentado todos los dioses que sostenían en pie aquel lugar después que los griegos le
quemaron y asolaron? Y si se habían ido, deseo saber la causa; y cuanto más la examino,
hallo que tanto mejor es la de los ciudadanos cuanto es peor la de los dioses; porque los
habitantes cerraron las puertas a Fimbria sólo por conservar la ciudad a Sila, y él, enojado,
les puso fuego, los abrasó y destruyó del todo; hasta entonces Sila era capitán de la mejor
parte civil, y hasta entonces procuraba con las armas recobrar la República; pero de estos
buenos principios aún no hablan llegado a experimentarse los malos fines. ¿Qué
deliberación más justa y concertada pudieron tomar en tal apuro los vecinos de aquella
ciudad? ¿Cuál más honesta? ¿Cuál más fiel? ¿Qué acción más digna de la amistad y
parentesco que tenían con Roma que conservar la ciudad en defensa de la mejor causa de
los romanos y cerrar las puertas a un parricida de la República romana? Pero en cuán
grande ruina y destrucción suya se les convirtió esta generosa acción, véanlos los
defensores de los dioses que desamparasen éstos a los adúlteros y que dejasen Ilion en
poder de las llamas griegas, para que de sus cenizas naciese Roma más casta, sea
enhorabuena; pero, ¿por qué causa desampararon después la ciudad cuna, de los roma- nos,
no rebelándose contra Roma su noble hijo, sino guardando la fe más constante y piadosa al
que en ella tenía mejor causa? Y, sin embargo, la dejaron para que la asolase, no a los más
valientes griegos, sino al hombre más torpe de los romanos. Y si no agradaba a los dioses

Página 82 de 82
La Ciudad De Dios San Agustín

la parcialidad de Sila, que es para quien los infelices moradores guardaban su ciudad
cuando cerraron las puertas, ¿por qué prometían tantas felicidades al mismo Sila?

Con esta demostración se conoce igualmente que son más lisonjeros de los felices que
protectores de los desdichados: luego no fue asolado entonces ya Ilion porque ellos le
desampararon; ya que los demonios, que están siempre vigilantes para engañar, hicieron lo
que pudieron; pues habiendo arruinado y quemado con el lugar todos los ídolos, sólo el de
Minerva, dicen, como escribe Livio, que en una ruina tan grande de sus templos quedó
entero, no porque se dijese en su alabanza: “¡Oh dioses patrios, bajo cuyo amparo está
siempre Troya!” Sino porque no se dijese para su defensa que se habían ido todos los
dioses, desamparando sus sagrarios y aras, en atención a que se les permitió pudiesen
conservar aquel ídolo, no para que por este hecho se probase que eran poderosos, sino para
que se viese que les eran favorables.

CAPITULO VIII

Si fue prudente encomendarse Roma a los dioses de Troya ¡Qué prudente deliberación fue
encomendar la, conservación de Roma a los dioses troyanos, después de haber visto por
experiencia lo que pasó en Troya! Dirá alguno que ya estaban acostumbrados a vivir en
Roma cuan do Fimbria asoló Ilion; pero, ¿dónde estaba el simulacro de Minerva? Y si
estaban en Roma cuando Fimbria destruyó Ilion, ¿acaso cuando los galos tomaron y
abrasaron a Roma estaba en Ilion? Pero como tienen perspicaz el oído y veloz el
movimiento, al graznido de los gansos volvieron en seguida para defender siquiera la roca
del Capitolio, que solamente había quedado; mas para poder venir a defender el resto de la
ciudad llegó el aviso tarde.

CAPITULO IX

Si la paz que hubo en tiempo de Numa se debe creer que fue obra de los dioses Créese
también que éstos ayudaron a Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, para que gozase la paz
que disfrutó en todo su reinado, y a que cerrase las puertas de Jano, que suelen estar
abiertas en tiempo de guerra; es, a saber, porque enseñó a los romanos muchos ritos y
ceremonias sagradas. A éste se le pudiera dar el parabién del ocio y quietud que gozó en el
tiempo de su reinado, si pudiera emplearla en proyectos saludables, y, dejándose de una
curiosidad perniciosa, se aplicara con verdadera piedad a buscar al Dios verdadero. Mas no
fueron los dioses los que le concedieron el reposo, y es creíble que menos le engañaran si
no le hallaran tan ocioso, porque cuanto menos ocupado le hallaron, tanto más le
empeñaron en sus detestables designios y cuáles fueron sus pretensiones y los artículos con
que pudo introducir para sí o para la ciudad semejantes dioses, lo refiere Varrón, de lo
cual, si fuere la voluntad de Dios, hablaremos más largamente en su lugar; pero ahora,
porque tratamos de sus beneficios, decimos que grande. y singular merced es la paz, mas
las incomparables gracias del verdadero Dios son comunes por la mayor parte, como el sol,
el agua y otros medios importantes para la vida, para los ingratos y gente perdida; y si este
tan particular bien le hicieron los dioses a Roma o a Pompilio, ¿por qué después jamás se
le hicieron al Imperio romano en tiempos mejores y más loables? ¿Eran, acaso, más
interesantes los ritos y ceremonias sagradas cuando se instituían que cuando, después de
instituidas, se celebraban?.

Página 83 de 83
La Ciudad De Dios San Agustín

Ahora bien; entonces no existían, sino que se estaban instituyendo, y después ya existían y
para que aprovechasen se guardaban. ¿Cuál fue la causa de que los cincuenta y tres años, o
como otros quieren, treinta y nueve, se pasaron con tanta paz reinando Numa, y después,
establecidas ya, las ceremonias sagradas y teniendo ya por protectores a los mismos dioses
que habían sido honrados con las mismas ceremonias, apenas después de tantos años,
desde la fundación de Roma hasta Augusto César, se refiera uno por gran milagro,
concluida la primera guerra pánica, en que pudieron los romanos cerrar las puertas de la
guerra?

CAPITULO X

Si se debió desear que el imperio romano creciese con tan rabiosas guerras, pudiendo estar
seguro, con lo que creció en tiempo de Numa Responderán acaso que el Imperio romano
no podía extender tanto por todo el mundo su dominio y ganar tan grande gloria y fama, si
no es con las guerras continuas, sucediéndose sin interrupción las unas a las otras. Graciosa
razón por cierto; para que fuera dilatado el Imperio, ¿qué necesidad tenía de estar en
guerra? Pregunto: en los cuerpos humanos, ¿no es más conveniente tener una pequeña
estatura con salud, que llegar a una grandeza gigantesca con perpetuas aflicciones, y
cuando hayáis llegado, no descansar, sino vivir con mayores males cuando son mayores los
miembros? ¿Y qué mal hubiera sido, o qué bien no hubiera sucedido, si duraran aquellos
tiempos que notó Salustiano, cuando dice: “Al principio los reyes (porque en el mundo éste
fue el primer nombre que tuvo el mando y el imperio) fueron diferentes: unos ejercitaban
el ingenio, otros el cuerpo, los hombres pasaban su vida sin codicia, y cada uno estaba
sobradamente con lo suyo?”. ¿Acaso, para que creciera tanto el Imperio, fue necesario lo
que aborrece Virgilio, diciendo “que a poco vino la edad peor y achacosa, y sucesivamente
la rabia de la guerra y la ansia de poseer?” Mas seguramente se excusan con justa causa los
romanos de tantas guerras como emprendieron e hicieron, con decir estaban obligados a
resistir a los enemigos que imprudentemente les perseguían, y que no era la codicia de
alcanzar gloria y alabanza humana, sino la necesidad de defender su vida y libertad la que
les incitaba a tomar las armas.

Sea así enhorabuena: “porque después que su República (como escribe el mismo Salustio)
se engrandeció con las leyes, costumbres y posesiones, y parecía que estaba harto próspera
y poderosa, como sucede las más veces en las cosas humanas, de la opulencia y riqueza
nació la envidia y la emulación: así que los reyes y pueblos comarcanos los comenzaron a
tentar con la guerra, y pocos de sus amigos acudieron en su favor, pues los demás,
aterrados con el miedo, hurtaron el cuerpo a los peligros; pero los romanos, diligentes en la
paz y en la guerra, comenzaron a darse prisa, disponíanse con denuedo, animábanse los
unos a los otros, salían al encuentro a sus enemigos, defendían con las armas su libertad,
padres y patria; mas después habiéndose librado con su valor de los peligros inminentes
que les rodeaban, se aplicaron a socorrer a sus amigos, aliados y confederados, empezando
con esta política a granjear amistades más con hacer que con recibir beneficios”.

Con estos medios suaves se acrecentó honestamente Roma; pero reinando Numa, para que
hubiese una paz tan estable y prolongada, pregunto: si les acometían los enemigos e
incitaban con la guerra, o si acaso no había recelos de ésta, para que así pudiese perseverar
aquella paz; pues si entonces era provocada Roma con la guerra y no resistía a las armas
con las armas, con la traza que se apaciguaban los enemigos sin ser vencidos en campal
batalla y sin causarles temor con ningún ímpetu de guerra, con la misma traza podía Roma

Página 84 de 84
La Ciudad De Dios San Agustín

reinar siempre en paz, teniendo cerradas las puertas de Jano, y si esto no estuvo en su
mano, luego no tuvo Roma paz todo el tiempo que quisieron sus dioses, sino el que
quisieron los hombres, sus comarcanos, que no se la turbaron con hostilidad alguna; si no
es que semejantes dioses se atrevan también a vender al hombre lo que otro hombre quiso
o no quiso. Es verdad que esta alternativa de acontecimientos coincide con el vicio propio
y culpa de los malos, que opinan que se les permite a estos demonios el atemorizarles, o
animarles sus corazones; pero si siempre dependiesen de su arbitrio tales sucesos, y por
otra oculta y superior potestad no se hiciese muchas veces lo contrario de lo que ellos
pretenden, siempre tendrían en su mano la paz y las victorias en la guerra, las cuales, las
más de las veces, acontecen según disponen y mueven los ánimos de los hombres.

CAPITULO XI

De la estatua de Apolo Cumano, cuyas lágrimas se creyó que pronosticaron la destrucción


de los griegos por no poderles ayudar Y con todo, por la mayor parte suceden semejantes
acontecimientos contra su voluntad, según lo confiesan las fábulas, que mienten mucho y
apenas tienen indicio de cosa que sea verosímil, y también las mismas historias romanas,
en cuya comprobación decimos que no por otro motivo se tuvo aviso que Apolo Cumano
lloró cuatro días continuos, al tiempo que sostenían guerra los romanos contra los aqueos y
contra el rey Aristónico; pero atemorizados los arúspices con este prodigio, y siendo de
parecer que se debía echar en el mar aquel ídolo, intercedieron los ancianos de Cumas,
diciendo que otro semejante milagro se había visto en la misma estatua en tiempo de la
guerra de Antioco y en la de Jerjes, afirmando que en ellas les había sido próspera la
fortuna a los romanos, pues por decreto del Senado le habían enviado sus dones a Apolo.
En virtud de esta contestación congregaron entonces otros arúspices más prácticos, y
examinando el caso con la debida circunspección, respondieron unánimemente que las
lágrimas de la estatua de Apolo eran favorables a los romanos, porque Cumas era colonia
griega, y que llorando Apolo había significado llanto y desgracias a las tierras de donde le
habían traído, esto es, a la misma Grecia. Después de breve tiempo vino la nueva fatal de
haber sido vencido y preso el rey Aristónico, quien seguramente no quisiera Apolo que
fuera vencido, y de ello le pesaba, significándolo con lágrimas de su piedra, por lo que no
tan fuera de propósito nos pintan como veraz la condición de los demonios los poetas con
sus versos verosímiles, aunque fabulosos; porque en Virgilio leemos que Diana se duele y
aflige por Camila, y que Hércules llora por Palante, advirtiendo que le habían de matar; por
esta causa quizá también Numa Pompilio, gozando de una suave y larga paz, pero
ignorando por beneficio de quién le provenía aquella felicidad, sin procurar indagarlo,
estando Ocioso imaginando a qué dioses encomendaría la salud de los romanos y la
conservación de su reino, y opinando que el verdadero y poderoso Dios no cuidaba de las
cosas terrenas, y acordándose al mismo tiempo que los dioses troyanos, que Eneas había
traído, no habían podido conservar por mucho tiempo ni el reino de Troya ni el de Lavinio,
que el mismo Eneas había fundado, le pareció seria bueno proveerse de otros para
añadirlos a los primeros que con Rómulo habían pasado a Roma, o a los que habían de
pasar después de la destrucción de Alba, poniéndoselos, o por guardas como a fugitivos, o
por ayuda y socorro como a poco poderosos.

CAPITULO XII

Página 85 de 85
La Ciudad De Dios San Agustín

Cuántos dioses añadieron los romanos, fuera de los que hizo Numa, cuya multitud no les
ayudó ni sirvió de nada Con todo, no quiso contentarse con tributar culto a todos los
dioses, como estableció en ella Numa Pompilio, sino que trató de añadir otros infinitos.
Entonces aún no se había fundado el suntuoso templo de Júpiter, pues el rey Tarquino fue
el que fabricó el Capitolio. Esculapio de Epidauro vino a Roma para poder, pues era sabio
médico, ejercer en aquella noble ciudad su arte con más gloria y fama; y la madre de los
dioses fue conducida no sé de qué ciudad del Pesinunte, por parecer impropio que,
presidiendo ya y reinando el hijo en el monte Capitolino, estuviese ella escondida en un
lugar de tan poco nombre; la cual, si es cierto que es madre de todos los dioses, no sólo
vino a Roma después de algunos de sus hijos, sino que también precedió o otros que
habían de venir después de ella.

Me causa extraordinaria admiración que esta diosa pariese al Cinocéfalo, que transcurridos
muchos años vino de Egipto, y si procreó igualmente a la diosa Calentura, averígüelo
Esculapio, su biznieto; con todo, cualquiera que fuese su madre, me parece que no se
atreverán los dioses peregrinos o forasteros a decir que es mal nacida y de baja condición
una diosa que es ciudadana romana, estando bajo la protección de tantos dioses. ¿Y quién
habrá que pueda contar los naturales y advenedizos, los celestes, terrestres, infernales, los
del mar, fuentes y ríos, y, como dice Varrón, los ciertos e inciertos, y los de todo género,
como se contienen en los animales, machos y hembras? Estando, pues, bajo la tutela de
tantos dioses romanos, no sería razón que fuera perseguida y afligida con tan grandes y
horribles calamidades, como de muchas referiré algunas pocas, pues con una tan grande
humareda, como si fuese señal de atalaya, vino a juntar para su defensa una infinidad de
dioses a quienes poder erigir y dedicar templos, altares, sacerdotes y sacrificios,
ofendiendo con tan horrendos holocaustos al verdadero Dios, a quien sólo se deben estos
cultos, practicados con la mayor veneración; y aunque vivió más dichosa con menos
número, con todo, cuanto mayor se hizo, le pareció era menester proveerse de más, como
una nave de marineros desahuciada, a lo que presumo, y sinceramente persuadida de que
aquellos pocos -bajo cuya tutela había vivido más arregladamente en comparación de sus
ordinarios excesos- no bastaban a socorrer a su grandeza, puesto que en el principio, y en
tiempo de los mismos reyes, a excepción de Numa Pompilio, de quien he hablado ya, es
notorio cuántos males causaron aquellas discordias y contiendas, que llegaron a quitar la
vida al hermano de Rómulo.

CAPITULO XIII

Con que derecho y capitulaciones alcanzaron los romanos las primeras mujeres en
casamiento Del mismo modo, ni Juno, que con su Júpiter fomentaba ya y favorecía a los
romanos y a la gente togada, ni la misma Venus pudo ayudar a los descendientes de su
Eneas para que pudiesen haber mujeres conforme a razón; llegando a tanto extremo la falta
de ellas, que se vieron precisados a robarías por engaño, y después del rapto tuvieron
necesidad de tomar las armas contra los suegros, y dotar a las tristes mujeres que por el
agravio recibido en la sangre de sus padres no estaban aún reconciliadas con sus maridos;
¿y dirán todavía que en esta guerra salieron los romanos vencedores de sus vecinos? Y
estas victorias, pregunto, ¿cuántas heridas y muertes costaron, así de parientes como de los
comarcanos? Por amor a un César y a un Pompeyo, suegro y yerno, ha- biendo ya muerto
la hija de César, mujer de Pompeyo, exclama Lucano, excitado de un justo dolor, resultó la
más que civil batalla de los campos de Emacia, y del derecho adquirido con una acción
abominable dimanó el ser necesario que venciesen los romanos para conseguir por fuerza,

Página 86 de 86
La Ciudad De Dios San Agustín

con las manos bañadas en sangre de sus suegros, los miserables brazos de sus hijas, y
también para que ellas no se atreviesen a llorar la muerte de sus padres, por no ofender la
gloria de sus maridos, las cuales, mientras ellos peleaban, estaban suspensas e indecisas,
sin saber para quiénes habían de pedir a Dios la victoria Tales bodas ofreció al pueblo
romano Venus, sino Belona, o acaso Alecto, aquella infernal furia que, cuando los
favorecía ya Juno, tuvo contra ellos más licencia que cuando con sus ruegos la estimulaba
contra Eneas; más venturoso fue el cautiverio de Andrómaca que los matrimonios de los
romanos; porque Pirro, aun después que gozó de sus brazos, ya cautiva, a ninguno de los
troyanos quitó la vida; pero los romanos mataban en los reencuentros a los suegros cuyas
hijas abrazaban ya en sus tálamos.

Andrómaca, sujeta ya a la voluntad del vencedor, sólo pudo sentir la muerte de los suyos,
mas no temerla; las otras, casadas con los que andaban actualmente en la guerra, temían
cuando iban sus maridos a ellas, las muertes de sus padres, y cuando volvían se lamentaban
sin poder temer ni sentir libremente, porque por las muertes de sus ciudadanos, padres,
deudos y hermanos, piadosamente se entristecían, o por las victorias de sus maridos
cruelmente se alegraban. A estas tristes circunstancias se añadía que, como son varios los
sucesos de la guerra, algunas, al filo de la espada de sus padres, perdían a sus maridos, y
otras, con las espadas de los unos y de los otros, los padres y los maridos.

No fueron tampoco de poco momento los terribles aprietos y peligros que sufrieron los
romanos, pues llegaron sus enemigos a poner cerco a la ciudad, defendiéndose los sitiados
a puertas cerradas; pero habiéndolas abiertas por traición y entrado el enemigo dentro de
los muros, se dio aquella tan abominable y cruel batalla en la misma plaza entre los
suegros y los yernos, en la que iban también de vencida los raptores, y, a veces, huyendo a
sus casas, deslustraban más gravemente sus pasadas victorias, aunque de la misma manera
fueron éstas vergonzosas y lastimosas. Aquí fue donde Rómulo, desahuciado ya del valor
de los suyos, hizo oración a Júpiter, pidiéndole hiciese que se detuviesen y parasen los
suyos; de donde le vino a Júpiter el nombre de Estator. Ni con esta providencia se hubieran
acabado tantos daños, si las mismas hijas, desgreñadas, desmelenadas, no se pusieran de
repente por medio, y postradas a los pies de sus padres no aplacaran su justo enojo, no con
las armas victoriosas, sino con piadosas y humildes lágrimas. Tranquilizados los ánimos y
acordados por ambas partes los conciertos, Rómulo fue obligado a admitir por socio en el
reino a Tito Tacio, rey de los sabinos, siendo así que antes no había podido sufrir la
compañía de su hermano Remo en el gobierno. Y ¿cómo había de tolerar a Tacio el que no
sufrió a un hermano gemelo? Así pues, le quitó también la vida, y quedó solo con el reino.
¿Qué condiciones de matrimonios son éstas? ¿Qué motivos de guerras? ¿Qué modo de
conservar la fraternidad, afinidad, sociedad y divinidad? Finalmente, ¿qué vida y
costumbres éstas de una ciudad que está bajo la tutela de tantos dioses? ¿Notáis cuán
grandes cosas pudiera decir sobre esto si no cuidara de lo que resta y me apresurara a tratar
otras materias?

CAPITULO XIV

De la injusta guerra que los romanos hicieron a los albanos y de la victoria que alcanzaron
por codicia de reinar Y ¿qué fue lo que sucedió en Roma después de la muerte de Numa
cuando la gobernaban los reyes sus sucesores? ¿Con cuánto perjuicio, no sólo suyo, sino
también de los romanos, fueron provocados los albanos a tomar las armas? En efecto, la
paz de Numa fue tanto más vergonzosa cuanto fueron más frecuentes las derrotas que

Página 87 de 87
La Ciudad De Dios San Agustín

padecieron alternativamente los ejércitos romano y albano, de que se siguió el menoscabo


y quebranto de ambas ciudades, porque la ínclita ciudad de Alba, fundada por Ascanio,
hijo de Eneas (la cual era madre más próxima de Roma que Troya), siendo provocada por
el rey Tulo Hostilio, tomó las armas y peleó, y peleando quedaron ambas igualmente
destrozadas; y así determinaron fiar los sucesos de la guerra, por una y otra parte, a los tres
hermanos mellizos. Salieron al campo, de la parte de los romanos, tres Horacios, y de los
albanos, tres Curiacios; éstos mataron a dos Horacios, un Horacio maté a los tres
Curiacios, y así quedo Roma con la victoria, habiendo padecido también en esta última
batalla la desgracia de que de tres, uno solo volvió vivo a casa. Y ¿para quién fue el daño
de los unos de Venus, para los nietos de Júpiter los otros? ¿Para quién el llanto, sino para el
linaje de Eneas, para la descendencia de Ascanio, para los nietos de Júpiter? Esta guerra
fue más que civil, pues peleó la ciudad hija con la ciudad madre. Causó asimismo este
combate postrero de los mellizos otro fiero y horrible mal, porque como eran ambos
pueblos antes amigos, por ser vecinos y deudos, pues la hermana de los Horacios estaba
desposada con uno de los Curiacios, ésta, luego que vio los tristes despojos de su esposo en
poder de su hermano victorioso, no pudo disimular ni contener las lágrimas, y por una
acción tan natural la asesinó su propio hermano.

Estoy firmemente persuadido que el afecto de esta sola mujer fue más humano que el de
todo el pueblo romano; porque imagino que la que poseía ya a su marido por medio de la
fe dada en los esponsales, y acaso también doliéndose de su hermano, viendo que había
muerto a Curiacio, a quien había prometido a su hermana en matrimonio, creo, digo, que
sus lágrimas no fueron culpables, y así, en Virgilio, el piadoso Eneas, con justa causa, se
duele y lastima de la muerte del enemigo, aun del que él mató por su propia mano;
asimismo Marcelo, considerando la ciudad de Siracusa y que había caído en un momento
entre sus manos toda la grandeza y gloria que poco antes tenía, pensando en la suerte
común, con lágrimas, se compadeció de su fatal suerte.

Por el amor natural que mutuamente nos debemos, suplico nos dé licencia el ser humano
para que, sin llorar una mujer a su difunto esposo, muerto por mano de su hermano,
supuesto que los hombres pudieron llorar, aun con gloria y aplauso, a los enemigos que
habían vencido; así que, al mismo tiempo que aquella mujer lloraba la muerte que su
hermano había dado a su esposo, Roma se alegraba de haber peleado con tanta fiereza
contra la ciudad, su madre, y de haber vencido con tanta efusión de sangre de parientes de
una y otra parte. ¿Para qué alegan en mi favor el nombre de alabanzas o el nombre de
victoria? Quítense las sombras de la vana opinión, examínense las obras imparcialmente,
pondérense y júzguense desnudas de todo afecto. Dígase el crimen de Alba, como se decía
el adulterio de Troya, y seguramente que no se hallará ninguna de su clase, ninguna que se
le parezca cualquier flojedad o descuido me preinstigar a los hombres al manejo de las
armas y aficionarlos a desacostumbradas victorias y a los triunfos. Por aquel pecado se
vino a cometer una maldad tan execrable como fue la guerra entre amigos y parientes, y
este crimen tan grave bien de paso le toca Salustio, porque, habiendo referido en
compendio (alabando los tiempos antiguos, cuando pasaban su vida los hombres sin
codicia y vivía cada uno contento con lo suyo), dice “que después que comenzaron Ciro en
Asia, y los lacedemonios y atenienses en Grecia, a subyugar las ciudades y naciones y a
tener por motivo justo para declarar la guerra el insaciable apetito de reinar, y a juzgar que
la mayor gloria consistía en poseer un dilatado Imperio”, con lo demás que empezó allí a
relacionar, me basta por ahora el haber referido hasta aquí sus palabras; este deseo de
reinar mete a, los hombres en grandes trabajos y quebrantos.

Página 88 de 88
La Ciudad De Dios San Agustín

Vencida entonces de este epíteto, Roma triunfaba de haber vencido a Alba, y doraba su
crimen con el pomposo nombre de gloria, porque, según dice la Sagrada Escritura, “el
pecador se jacta en los perversos deseos de su alma, y el inicuo se ve celebrado”. Quítense,
pues, las engañosas celadas y las máscaras con que se disfrazan todas las cosas, para que
sinceramente se examinen y consideren. Nadie me diga: aquel y el otro es grande porque
combatió con éste y aquél y venció; pues también combaten los gladiadores y vencen del
mismo modo, y esta crueldad tiene igualmente por premio la, alabanza; pero en mi
concepto, tengo por más laudable pagar la pena de cualquier flojedad o descuido que
pretender la gloria de aquellas armas; y con todo, si saliesen al teatro y a la arena a
combatir entre sí un par de gladiadores que el uno fuese padre y el otro hijo, ¿quién pudiera
sufrir semejante espectáculo? ¿Quién no lo estorbara? ¿Cómo, pues, pudo ser gloriosa la
guerra que se hizo entre dos ciudades madre e hija? ¿Hubo, por ventura, aquí alguna
diferencia porque no hubo arena, o porque se llenaron los campos más extendidos y
espaciosos con los cadáveres no de los gladiadores, sino de infinitos de uno y otro pueblo?
¿Acaso porque estos combates y batallas no las cercaba algún anfiteatro, sino todo el orbe?
¿O porque se mostraba aquel impío espectáculo a los entonces presentes y a los venideros
hasta donde se extiende esta fama?.

Con todo, aquellos dioses patronos del Imperio romano, y que, como en un teatro, estaban
mirando estos debates padecían entre sí los impulsos de la pasión que tenía cada uno a la
parte que favorecía, hasta que la hermana de los Horacios, como habían sido muertos los
tres Curiacios, también ella, muriendo a manos de su hermano, entró con sus dos hermanos
a ocupar el número de los otros tres de la otra parte, para que así no tuviera menos muertos
la vencedora Roma. Después, para conseguir el fruto de la victoria, asolaron a Alba, donde
después de Ilion, destruido por los grie- gos, y después de Lavinio, donde el rey Latino
puso por rey al fugitivo Eneas, habitaron finalmente aquellos dioses troyanos. Pero, según
lo tenían ya de costumbre, quizá también se habían ausentado ya de allí, y por eso fue
destruida. Fuéronse, en efecto, y desampararon sus sagrarios y aras todos los dioses que
mantuvieron en pie aquel Imperio. Y ved aquí cómo se fueron ya la tercera vez, para que a
la cuarta, por justa providencia, se les encomendase Roma; porque igualmente les
descontentó” Alba, donde echando del reino a su hermano, reinó Amulio, y al mismo
tiempo les había agradado Roma, donde, habiendo muerto a su hermano, había reinado
Rómulo; pero antes que fuese asolada Alba, dicen, toda la gente del pueblo se mandó pasar
a Roma, para que de ambas se hiciese una ciudad sola; y dado que fue así, con todo,
aquella ciudad, que fue donde reinó Ascanio y tercer domicilio de los dioses troyanos,
siendo ciudad madre, fue destruida por su hija, y para que de las reliquias que habían
quedado de la guerra, de los dos pueblos se hiciera una miserable unión y sociedad,
primeramente se hubo de derramar tanta sangre de una y otra parte. ¿Qué diré ya en
particular cómo en tiempo de los demás reyes estas mismas guerras se renovaron tantas
veces, cuando parecía que se habían ya acabado con tantas victorias y que, al parecer,
aparentaban habían haber desaparecido finalmente con tantos estragos? ¿Cómo en una y
otra ocasión, después de ajustadas alianzas y paces, tornaron a renovarse entre los, yernos
y suegros, y entre sus descendientes y posteridad? No pequeño indicio de esta calamidad
fue que ninguno de ellos cerrase las puertas de la guerra; luego ninguno de ellos reinó en
paz bajo la tutela y amparo de tantos dioses.

CAPITULO XV

Página 89 de 89
La Ciudad De Dios San Agustín

Cuál fue la vida y el fin que tuvieron los reyes de los romanos Y ¿cuál fue el fin que
tuvieron estos reyes? De Rómulo, vean lo que dice la lisonjera fábula, que fue recibido y
canonizado por Dios en el Cielo, y asimismo, observen lo que algunos escritores romanos
dijeron, que por su ferocidad le hicieron pedazos en el Senado, sobornando con crecidos
dones a Julio Próculo para que dijese se le había aparecido y mandado que dijese al pueblo
romano le admitiese en el número de los dioses, con lo que el pueblo, que había empezado
a desabrirse con el Senado, se había reprimido y aplacado, y por qué sucedió también
eclipsarse el sol, lo cual, ignorando el vulgo que acaece en ciertos tiempos por su natural
curso y movimiento, lo atribuyeron a los méritos de Rómulo, como en realidad de verdad
si llorara el sol por el mismo caso se debía creer que le habían muerto y que esta maldad la
manifestaba con eclipsarse aun la misma luz del día, como realmente sucedió cuando fue
crucificado nuestro Señor Jesucristo por la crueldad e impiedad de los judíos. Es prueba
convincente de que aquel eclipse no sucedió por el curso regular de los astros el ver que
entonces cayó la Pascua de los judíos -que se celebraba solemnemente- estando la luna
llena, y el eclipse regular del sol no sucede sino al fin de la luna.

Cicerón bien claro da a entender que la admisión de Rómulo entre los dioses fue más
opinión vulgar que una realidad, pues alabándole en los libros de República, en persona de
Escipión dice: “Tanto alcanzó, que como no se le viese, habiéndose de pronto oscurecido
el sol, se creyó que le habían recibido en el número de los dioses, cosa que jamás ningún
hombre pudo alcanzar sin estar dotado de singular valor”; y en lo que dice que de repente
dejó de ser visto, sin duda se entiende así, o la violencia de la tempestad o el secreto con
que le dieron muerte; pues otros escritores suyos, al eclipse de sol añaden también una
imprevista tempestad, la cual, sin duda, o dio ocasión y tiempo a aquella muerte, o ella
misma fue la que acabó con Rómulo; porque de Tulo Hostilio, que fue su tercer rey
(constando de Rómulo que murió igualmente herido de un rayo), dice en los mismos libros
Cicerón que no se creyó del mismo modo que le recibieron a éste entre los dioses muriendo
de la manera insinuada, en atención a que lo que probaban por acaso, esto es, creían de
Rómulo los romanos, no quisieron divulgarlo, es decir, disminuirlo y desacreditarlo, si
concedían fácilmente esta prerrogativa a otro. Dice asimismo, expresamente, en aquellas
invectivas: “A Rómulo, que fundó esta ciudad, le hemos colocado entre los dioses
inmortales con el amor y con la fama”; para demostrar que no sucedió realmente, sino que
por los méritos de su valor, junto con el afecto que le profesaban se echó esta voz y corrió
esta fama. Y en el diálogo de Hortensio, hablando de los ordinarios eclipses del sol, dice
así: “De modo que se noten las mismas tinieblas que hubo en la muerte de Rómulo, que
sucedió en el eclipse del sol.”

Es cierto que aquí no dudó llamarIa muerte de hombre, porque desempeñaba más el cargo
de averiguar la verdad que el de hacer un panegírico; pero los demás reyes del pueblo
romano, a excepción de Numa Pompilio y Anco Marcio, que murieron de enfermedad
natural, ¿acaso no expiraron con horribles muertes? A Tulo Hostilio, como dije (el que
venció y asoló la ciudad de Alba), un rayo le abrasó con todo su palacio. Tarquino Prisco
murió por traición de los hijos de su antecesor. Servio Tulo falleció por el enorme crimen
de su yerno Tarquino el Soberbio, que le sucedió en el reino, y, con todo, no se fueron los
dioses, desamparando sus sagrarios y aras, no obstante haberse cometido tan gran
parricidio en el rey más justo y virtuoso de aquel pueblo. Sin embargo, estos espíritus
preocupados dicen que al proceder así con la miserable Troya y dejarla para que la
asolasen y abrasasen los griegos, les movió el adulterio de Paris, contra lo cual, justamente,
se opone que el mismo Tarquino sucedió en el reino al suegro, a quien había matado.

Página 90 de 90
La Ciudad De Dios San Agustín

A este infame parricida, con la muerte de su suegro le vieron aquellos dioses reinar,
triunfar en muchas batallas y edificar con los despojos de ellas el Capitolio, sin desamparar
ellos el lugar; antes hallándose presentes y de asiento a todos estos lances sufriendo que su
rey Júpiter los presidiese y reinase sobre ellos en aquel elevado templo, esto es, construido
por mano de un parricida, pues entonces aún no era inocente cuando edificó el Capitolio, y
después, por su mala conducta y crueldad, fue echado de la ciudad entrando a poseer el
mismo reino (o donde había de edificar el Capitolio) por medio de una abominable maldad
y execrable crimen; pues cuando después le echaron los romanos del reino y le desterraron
de los muros de la ciudad no fue porque él tuviese culpa en la violación de Lucrecia,
porque éste fue pecado de su hijo, que le cometió no sólo sin saberlo, sino estando ausente,
pues estaba a la sazón combatiendo la ciudad de Ardea y dirigiendo la guerra del pueblo
romano.

Ignoramos qué hubiera hecho si a su noticia llegara el delito que había cometido su hijo; y,
con todo, sin saber su dictamen y voluntad, y sin hacer la prueba de ella, el pueblo le privó
del reino, y habiendo recogido el ejército (a quien ordenaron que, dejase de seguir al rey y
a sus banderas), le cerraron después las puertas de la ciudad y no le permitie- ron entrar
dentro de ella; pero después de frecuentes y penosas guerras con que afligió a los romanos,
procurando se conjurasen contra ellos sus comarcanos, viéndose absolutamente desam-
parado de sus antiguos aliados, en cuyo favor confiaba, y que no le era posible recobrar la
corona, vivió en paz, según dicen, catorce años como persona particular en el Túsculo,
cerca de Roma, y envejeció con su mujer, muriendo con muerte quizás más digna de
envidia que la de su suegro, que murió por alevosía de su yerno y no ignorándolo su hija,
según dicen.

Y con todo, a este Tarquino no le llamaron los romanos el cruel o el malvado, sino el
soberbio, no pudiendo acaso sufrir ellos su real fausto y soberbia, por otra semejante
soberbia de que estaban dominados sus corazones. ¿Y por qué razón del crimen que
cometió en matar a su suegro y a su buen rey hicieron tan poco caso, que en seguida le
colocaron en el trono? Como si en este acto no cometieran ellos mayor culpa y maldad
recompensando tan extraordinariamente un crimen tan alevoso; y con todo, no se fueron
los dioses desamparando sus sagrarios y aras, si no es, que acaso haya alguno que intente
defenderlos diciendo que por eso se quedaron en Roma, más para poder castigar a los
romanos afligiéndolos que para ayudarlos con beneficios contentándolos con victorias
vanas y destruyéndolos con crueles guerras. Esta fue la vida por casi doscientos cuarenta y
tres años que se pasó en Roma bajo el gobierno de los reyes, en el tiempo tan alabado por
sus escritores, hasta que echaron a Tarquino el Soberbio, por casi doscientos cuarenta y
tres años, habiendo dilatado el Imperio con todas aquellas victorias compradas y habidas a
costa de tanta sangre y de tantas desgracias, apenas veinte millas alrededor de Roma,
espacio tan corto, que al presente no se puede comparar con ninguna de las ciudades de
Getulia.

CAPITULO XVI

De los primeros cónsules que tuvieron los romanos; cómo el uno de ellos echó al otro de su
patria, y después de haber cometido en Roma enormes, parricidios, murió dando la muerte
a su enemigo A esta época debemos añadir también la otra hasta la cual dice Salustio que
se vivió justa y moderadamente, mientras duró el miedo que tenían a las armas de Tarquino
y se terminó la peligrosa guerra que sostuvieron con los etruscos; porque todo, el tiempo

Página 91 de 91
La Ciudad De Dios San Agustín

que éstos favorecieron a Tarquino en la pretensión de recobrar el reino padeció Roma una
guerra cruel; y por eso dice que se gobernó la República justa y moderadamente, forzados
del terror y no por amor a la justicia. En, este tiempo, que fue sumamente breve, cuán
funesto fue el daño en que se incluyeron los cónsules, extinguida ya la potestad real,
porque no llegaron a cumplir el año; pues Junio Bruto, despojando de su oficio a su
compañero Lucio Tarquino Colatino, le desterró de la ciudad, y, a poco, viniendo a las
manos en una batalla con su Contrario, cayeron ambos muertos, habiendo el primero
quitado antes la vida a sus propios hijos y a los hermanos de su mujer, porque tuvo noticia
de que se habían conjurado para restituir a Tarquino.

Esta hazaña, después de haberla contado Virgilio como famosamente luego, piadosamente,
tuvo horror de ella, porque habiendo dicho “que por conservar la dulce libertad el mismo
padre hará dar la muerte a sus, hijos por haber maquinado contra ellos nuevas guerras”;
luego exclama y dice: “Desgraciado, en fin, como quiera que entendieren este hecho los
venideros.” Como quiera, dice, que los sucesos tomaren este hecho; esto es, como quiera
que le engrandecieren y alabaren. En efecto, el que mata a sus hijos es desgraciado y
desdichado, y como para consuelo de este infeliz, añadió: “Vencióle el amor de la patria y
la inmensa ambición de gloria.” ¿Por ventura en Bruto, que mató a sus hijos (y que
habiendo dado muerte a su enemigo, hijo de Tarquino, quedando él muerto de mano del
mismo, no pudo vivir más, antes el mismo Tarquino vivió después de él), no parece que
quedó vengada la inocencia de Colatino, su colega, que, siendo buen ciudadano, después
de desterrado Tarquino, padeció inculpablemente lo que el mismo tirano merecía? Y aun el
mismo Bruto, dicen, era pariente de Tarquino. Pero, en efecto, a Colatino le perjudicó la
semejanza en el nombre, porque también se llamaba Tarquino; forzáranle, pues, a que
muere el nombre y no la patria, y, al fin, a que en su nombre faltara esta voz y se llamara
solamente Lucio Colatino; mas por esto nada perdió en su reputación, ni lo que sin desdoro
alguno pudiera perder, y menos fue motivo para que al primer cónsul le depusieran de su
cargo, y para que a un buen ciudadano le desterraran de su patria. ¿Es posible que sea
gloria y grandeza un crimen tan execrable de Junio Bruto, tan abominable y tan sin utilidad
dc la República? ¿Acaso para cometer este crimen le venció el amor de la patria y la
inmensa ambición de gloria?

En efecto; después de desterrado Tarquino el Tirano, el pueblo eligió por cónsul,


juntamente con Bruto, a Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia; pero con cuánta
justicia atendió el pueblo a la vida y costumbres y no al nombre de su ciudadano, y con
cuánta impiedad Bruto, al tomar posesión de aquella primera y nueva dignidad, privó a su
colega de la patria, y del oficio, a quien pudiera fácilmente privar del nombre, si éste le
ofendía, es cosa fácil de ver. Estas maldades se cometieron y estos desastres sucedieron
cuando en aquella República los romanos se gobernaban y vivían justa y moderadamente.
Asimismo, Lucrecio (a quien habían puesto en lugar de Bruto), antes de concluirse aquel
mismo año, murió de una enfermedad, y así Publio Valerio, que sucedió a Colatino, y
Marco Horacio, que entró en lugar del difunto Lucrecio, terminaron aquel año funesto y
desgraciado en que hubo cinco cónsules; en este mismo, la República romana instituyó el
oficio y potestad del consulado.

CAPITULO XVII

De las calamidades que padeció la República romana después que comenzó el imperio de
los cónsules, sin que la favoreciesen los dioses que adoraba Entonces, habiendo respirado

Página 92 de 92
La Ciudad De Dios San Agustín

un poco del miedo que reinaba en sus corazones, no porque habían cesado las guerras, sino
porque no les estrechaban con tanto rigor, es a saber, acabado el tiempo en que se rigieron
justa y moderadamente de esta manera: “Después comenzaron los senadores a tratar al
pueblo como esclavos, disponiendo de su vida y de sus espaldas al modo que
acostumbraban los reyes defraudándolos del repartimiento de los campos, cargándose ellos
con todas las propiedades y excluyendo a los demás del gobierno. Irritado el pueblo con
estas crueldades, y, principalmente viéndose oprimido con los gravámenes de las deudas
públicas y de las usura sufriendo y soportando a un tiempo con la ocasión de las continuas
guerras la malicia y el tributo, acudió, armado al monte Sagrado y al Aventino, y entonces
estableció para la defensa de sus derechos tribunos de la plebe y otras leyes, poniendo fin a
las discordias y debates que reinaron entre ambos partidos la segunda guerra púnica.”
¿Para qué me detengo, pues, en escribir tantos sucesos, o para qué molesto a los que los
hubieren de leer?

Cuán miserable haya sido aquella República en tan largo tiempo, y por tantos años como
mediaron hasta la segunda guerra púnica, con la inquietud continua de las guerras de
afuera y con las discordias y sediciones de dentro, Salustio nos lo ha referido
sumariamente; y así, aquellas victorias no fueron alegrías y contentos sólidos de
bienaventurados, sino consuelos vanos de miserables, y unos motivos extraños y celos de
personas inquietas que los convidaban a emprender y sufrir más y más terribles trabajos; y
no se enojen con nosotros los virtuosos y juiciosos romanos, aun que no hay causa para
pedírselo ni advertírselo, pues es evidente que no se han de irritar con nosotros en modo
alguno, porque ni referimos cosas más pesadas ni las decimos más gravemente que sus
propios autores; sin embargo, de que en el estilo y en el tiempo que, nos queda libre somos
muy inferiores, y, con todo, para estudiar y aprender estos autores no sólo trabajaron ellos
mismos, sino que hacen también trabajar en ellos a sus hijos; y los que se enojan ¿cómo me
sufrieran si yo insinuase lo que dice Salustio? “Nacieron muchas revoluciones y discordias,
y, al fin, las guerras civiles, pretendiendo ambiciosamente ser los señores absolutos bajo el
honesto y disfrazado título de favorecer la causa de los padres o del pueblo, algunos pocos
de los más poderosos, cuya gracia y fortuna seguían la mayor parte, concedían el honor de
ciudadanos a los buenos y a los malos, no por los méritos o servicios que hubiesen hecho a
la República, estando todos igualmente corrompidos, sino según que cada uno era más rico
y más poderoso, para agraviar a otros; porque defendían la causa presente, y lo que se
antojaba se tenía por bueno”. Y si a aquellos historiadores les pareció que tocaba a la
honesta libertad no pasar en silencio las calamidades de su propia ciudad, a quien en otros
muchos lugares les ha sido forzoso alabarla con grande gloria y exageración, ya que,
efectivamente, no disfrutaban de la otra más verdadera, adonde se han de admitir y recibir
los ciudadanos eternos, ¿qué obligación nos liga a nosotros (cuya esperanza en Dios,
cuanto es mejor y más cierta, tanto debe ser mayor nuestra libertad), viendo que imputan y
atribuyen a nuestro Señor Jesucristo los infortunios y calamidades presentes, Para desviar a
los débiles y menos entendidos y enajenarlos de aquella ciudad, la única en que se ha de
vivir eterna y bienaventuradamente?

Ni tampoco contra sus dioses decimos cosas más abominables que sus mismos autores, que
ellos leen y alaban, pues de ellos hemos tomado nuestros discursos, y en ningún modo
somos aptos para referir tales y tantas particularidades como ellos dicen. ¿Dónde, pues,
estaban aquellos dioses que por la pequeña y engañosa felicidad de este mundo creen ellos
que deben ser adorados, cuando los romanos, a quienes con falsa y diabólica astucia se
vendían para que les rindiesen culto andaban afligidos con tantas calamidades? ¿Dónde
estaban cuando los forajidos y esclavos mataron al cónsul Valerio, procurando ganar el

Página 93 de 93
La Ciudad De Dios San Agustín

Capitolio que ellos habían ocupado, en el cual aprieto, con más facilidad pudo él socorrer
el templo de Júpiter que a él la turba de tantos dioses con su rey Optimo Máximo, cuyo
templo había librado del furor de sus enemigos? ¿Dónde estaban cuando fatigada la ciudad
con infinitas desgracias, causadas por las sediciones y discordias civiles, y permaneciendo
en parte sosegada, mientras esperaban el regreso de los embajadores que habían enviado a
Atenas para que les comunicasen sus leyes, fue asolada con una insufrible hambre y cruel
pestilencia? ¿Dónde estaban cuando, en otra ocasión, padeciendo hambre el pueblo, creó
por primera vez un prefecto que cuidase de la provisión del pan, y creciendo el hambre
sobremanera, Espurio Melio, por haber proveído libremente de trigo al hambriento pueblo,
incurrió en el crimen de haber intentado alzarse con el señorío de la República, siendo a
instancia del mismo prefecto, por orden expresa del dictador Lucio Quincio, viejo ya
decrépito, asesinado por Quinto Servilio, general de la caballería, ni sin una terrible y
peligrosa revolución de la ciudad? ¿Dónde estaban cuando, en una cruel peste, viéndose el
pueblo fatigado por mucho tiempo y sin remedio con sus dioses inútiles, determinó
hacerles nuevos lectisternios, lo que jamás antes había hecho, para lo cual solían colocar
unos lechos o mesas ricamente aderezadas en honra de los dioses, de donde esta ceremonia
sagrada, o, por mejor decir, sacrílega, tomó el nombre? ¿Dónde estaban cuando por diez
años continuos, peleando con mal suceso contra los veyos, el ejército romano padeció
muchos y muy terribles estragos y calamidades, los que se hubieran acrecentado si al cabo
no le socorriera Furio Camilo, a quien después condenó la ingrata ciudad? ¿Dónde estaban
cuando los galos ocuparon a Roma y la saquearon, quemaron e hicieron infinitas muertes?
¿Dónde cuando aquella funesta peste causó tan terribles daños, en la cual murió también
Furio Camilo, que defendió a aquella República ingrata primeramente de las armas de los
veyos y después la libertó de la irrupción de los galos, y con ocasión de este contagio
mortífero se introdujeron los juegos escénicos, que fue otra nueva infección en las
costumbres y vida humana, que es lo más doloroso, aunque quedaron ilesos los cuerpos de
los romanos? ¿Dónde estaban cuando se fomentó otra pestilencia más grave, nacida, a lo
que se sospecha, de los mortales venenos de las matronas, cuya vida y costumbres
causaron más funestas desgracias que la mayor peste? ¿O cuando en las Horcas Caudinas,
estando cercados por los samnitas ambos cónsules, con su ejército, fueron forzados a
concluir con ellos unas paces tan vergonzosas, quedando en rehenes 600 caballeros
romanos, y los demás, perdidas las armas y despojados de sus insignias y vestidos, pasaron
humildemente debajo del yugo de los enemigos? ¿O cuando estando todos gravemente
enfermos de la peste muchos perecieron en el ejército, a causa de los rayos que cayeron del
cielo? ¿O cuando asimismo, por otro intolerable y funesto contagio, fue obligada Roma a
traer de Epidauro a Esculapio, como a dios médico, porque a Júpiter, rey universal de
todos, que ya había mucho tiempo que presidía en el Capitolio, las muchas liviandades a
que se entregó siendo joven no le dieron, quizá, lugar para estudiar la Medicina? ¿O
cuando, conjurándose a un mismo tiempo sus enemigos los lucanos, brucios, samnitas,
etruscos y galos senones, primeramente les mataron sus embajadores y después rompieron
y derrotaron el ejército con su pretor, muriendo con él siete tribunos y 13,000 soldados? ¿O
cuando en Roma, después de graves y largas discordias, en las cuales, al fin, el pueblo se
amotinó y retiró al Janicolo? Siendo tan terrible este infortunio y calamidad, que por su
causa hicieron dictador a Hortensio, nombramiento que sólo se ejecutaba en los mayores
apuros, quien habiendo sosegado al pueblo murió en el mismo cargo, suceso que antes no
había acaecido a ningún dictador, el cual, para aquellos dioses, teniendo ya presente a
Esculapio, fue culpa más grave. Después de esto surgieron por todas partes tantas y tan
crueles guerras, que, por falta de soldados, recibían en la milicia a los proletarios, los
cuales se llamaron así porque su único y principal encargo era multiplicar la prole y
generación, no pudiendo por su pobreza servir en la guerra. Entonces los tarentinos

Página 94 de 94
La Ciudad De Dios San Agustín

trajeron en su favor a Pirro, rey de Grecia (cuyo nombre, en aquel tiempo, era muy
famoso), quien se declaró enemigo acérrimo de los romanos; y consultando éste al dios
Apolo sobre el suceso que había .de tener la guerra, le respondió con un oráculo tan
ambiguo, que cualquiera de las dos cosas que sucediese podía quedar con la reputación y
crédito de adivino, porque dijo así: Dico te, Pyrrhe vincere posse romanos, y de esta
manera, ya los romanos venciesen a Pirro, o Pirro a los romanos, el agorero seguramente
podía esperar el éxito, cualquiera de las dos cosas que sucediesen Y ¿qué estrago y
matanza padeció uno y otro ejército? No obstante, Pirro fue más venturoso en el combate,
de modo que ya pudiera, interpretando en su favor a Apolo, publicarle y celebrarle por
adivino si luego en esta batalla no llevaran lo mejor los romanos.

En medio de la tribulación y despecho que causaban las guerras, sobrevino igualmente una
peligrosa peste en las mujeres, porque antes de que al tiempo natural pudiesen parir las
criaturas, morían con ellas, estando aún embarazadas, en lo cual, a lo que entiendo, se
excusaba Esculapio, diciendo que él profesaba la facultad de médico mayor y no la de
partera; del mismo modo perecía el ganado, siendo ya tan terrible la mortandad, que
llegaron a persuadirse las gentes que se había de extinguir la generación de los animales. Y
¿qué diré de aquel invierno tan memorable en la Historia, que fue sobremanera cruel y
riguroso, durando en la plaza por espacio de cuarenta días la nieve tan elevada, que ponía
horror, helando también el Tiber? Si esto sucediera en nuestros tiempos, ¡qué de cosas y
cuán grandes nos dijeran éstos! Y asimismo, ¿cuánto duró el rigor de aquella funesta
peste? ¿Cuán excesivo fue el número de los que mató? La cual, como empezase a
continuar aún más gravemente por otro año, teniendo en vano presente a Esculapio,
acudieron a los libros Sibilinos, que son un género de oráculos; según refiere Cicerón en
los libros de Divinatione, en que más se suele creer a los intérpretes que conjeturan como
pueden o como quieren sobre las cosas dudosas.

Entonces, pues, dijeron que la causa del contagio era porque muchas personas particulares
tenían ocupadas varias de las casas consagradas a los dioses; y así libraron en esta ocasión
a Esculapio de la indisculpable calumnia de ignorancia o desidia; ¿y por qué motivo,
pregunto, se habían ido muchos a vivir en aquellas casas sin prohibírselo ninguno, sino
porque inútilmente y por mucho tiempo habían acudido a pedir remedio a tanta multitud de
dioses? Así, poco a poco, los que los reverenciaban desamparaban las casas para que,
como baldías; por lo menos sin ofensa de nadie, pudiesen volver a servir a las necesidades
de los hombres, y las que entonces, con toda diligencia, se renovaron y taparon con ocasión
de aplacar la peste, si no volvieron a estar otra vez de la misma manera encubiertas y por
haberlas desamparado, sin duda que no se tuviera por tan grande la noticia y erudición de
Varrón, pues escribiendo de las casas consagradas a los dioses, refiere tantas de que no se
tenía noticia y estaban olvidadas; pero entonces, más procurando inventar una aparente
disculpa para con los dioses que el remedio necesario para atajar la peste.

CAPITULO XVIII

Cuán graves calamidades afligieron a los romanos en tiempo de las guerras púnicas,
habiendo deseado y pedido en balde el auxilio y favor de sus dioses En el tiempo en que se
sostenían las guerras púnicas o cartaginesas, vacilando entre uno y otro Imperio, como in
cierta y dudosa, la victoria, y haciendo estos dos poderosos pueblos fuertes y costosas
jornadas, ¿qué reinos de menos reputación fueron destruidos? ¿Qué de ciudades populosas
e ilustres asoladas? ¿Cuántas afligidas? ¿Cuántas perdidas? ¿Qué de provincias y tierras

Página 95 de 95
La Ciudad De Dios San Agustín

taladas de extremo a extremo? ¿Cuántas veces fueron vencidos los de acá, y vencedores los
de allá? ¿Cuántos perecieron, ya de soldados peleando, ya de los pueblos que no peleaban
y estaban en paz? Y si intentáramos referir la infinidad de naves que quedaron sumergidas
también en los combates navales y anegadas con diversas tempestades, borrascas y
temporales contrarios, ¿qué otra cosa vendríamos a ser nosotros que historiadores?
Entonces, despavorida y turbada con un extraordinario miedo la ciudad de Roma, acudió
presurosa a buscar remedios vanos e irresistibles. Renovaron por autoridad de los libros
Sibilinos los juegos seculares, cuya solemnidad, habiéndose establecido de cien en cien
años, y en los tiempos mejores habiéndose olvidado su memoria, se habían dejado ya de
celebrar.

Renovaron también los pontífices los juegos consagrados a los dioses infernales, estando
también éstos ya olvidados con los muchos años que habían pasado sin solemnizarse;
porque, en efecto, cuando los renovaron, como se habían enriquecido los dioses infernales
con tanta copia y multitud de los que se morían, gustaban por lo mismo ya de jugar, en
atención a que, seguramente, los tristes y miserables hombres, haciéndose rabiosa guerra,
mostrando su valor y corazón sanguinario, alcanzando el uno y otro hemisferio funestas
victorias, celebraban solemnes juegos a los demonios y banquetes abundantes y suntuosos
a los dioses del infierno. No sucedió ciertamente tragedia más lamentable en la primera
guerra púnica que el haber sido vencidos en ella los romanos; siendo hecho prisionero de
guerra Régulo, de quien hicimos mención en el primero y segundo libros, persona sin duda
de gran valor, que, primero había venido y dominado a los cartagineses, el cual hubiera
podido terminar la primera guerra púnica, si por una extraordinaria ansia de gloria y
alabanza no hubiera pedido a los rendidos cartagineses con- diciones más duras de las que
ellos podían sufrir.

Si la prisión impensada de aquel célebre general, si la esclavitud y servidumbre indigna, si


la fidelidad del juramento y la bárbara crueldad de su muerte no avergüenza a los dioses,
sin duda es cierto que son de bronce y que no tienen gota de sangre que les pueda salir al
rostro; al mismo tiempo no faltaron dentro de sus propios hogares gravísimos males y
desgracias; porque, saliendo de madre el río Tiber fuera de lo acostumbrado, arruinó casi
toda la parte baja de la ciudad, llevándose parte con el furioso ímpetu y avenida, y
derribando parte con la humedad reconcentrada en tanto tiempo como estuvieron detenidas
las aguas en las calles. Siguió a esta desgracia la del fuego, más perjudicial que la anterior,
pues prendiendo por la plaza en los mas altos y encumbrados techos, no quisieron perdonar
ni aun el templo de Vesta, su mayor amigo y familiar, adonde acostumbraban las que no
eran tan honradas vírgenes conservar el fuego y darle, añadiéndole con diligencia leña,
como una perpetua vida en donde el fuego entonces no sólo vivía, sino que se fomentaba
más y más, de cuyo ímpetu y vigor, aturdidas las vírgenes, no pudiendo salvar de tan voraz
incendio aquellos fatales dioses que habían ya oprimido tres ciudades donde habían tenido
su residencia, el pontífice Metelo, olvidado en cierto modo de su vida y atravesando
valerosamente por medio de las llamas, los sacó ilesos, saliendo él bastante chamuscado,
porque ni aun a él le tocó el fuego, ni tampoco había allí dios, que aun cuando le hubiera
no huyera más bien, podemos decir que el hombre pudo ser de más importancia a los
dioses del templo de Vesta que ellos al hombre.

Y si a sí propios no se podían defender del fuego, ¿a aquella ciudad, cuyo principio,


esplendor y conservación se creía que amparaban, en qué la pudieran ayudar contra las
aguas y las llamas, como, en efecto, la misma experiencia manifestó que nada pudieron?
No les hiciéramos estas objeciones si dijeran que aquellos dioses los habían instituido no

Página 96 de 96
La Ciudad De Dios San Agustín

para custodia de los bienes temporales, sino para significar los eternos; y así, aunque
sucediese perderse por ser cosas corporales y visibles, nada se perdía de aquellos objetos
en, cuya significación fueron instituidos, y que se podían renovar y reparar de nuevo para
el mismo defecto; pero es cierto que con extraña ceguedad creen que fue posible alcanzar
con aquellos dioses, que no podían perecer, que no, pudiese acabar la salud corporal y la
felicidad temporal de la ciudad; y así, cuando los manifestamos que, permaneciendo aún
salvos sus dioses, les sucedió o el estrago en la salud, o la infelicidad, aún tienen valor para
no mudar o abandonar la opinión que no pueden defender.

CAPITULO XIX

De los trabajos de la segunda guerra púnica, en que gastaron las fuerzas de una y otra parte
Y viniendo a tratar de la segunda guerra púnica, sería largo de contar el estrago que estos
dos pueblos se hicieron mutuamente con tantas guerras como en tantas partes entre sí
sostuvieron, de modo que, en sentir aún de los que tomaron de propósito a su cargo no
tanto de referir las guerras romanas como el elogiar al Imperio romano, más representación
tuvo de vencido el que venció, porque levantando Aníbal formidables ejércitos en España y
pasando los montes Pirineos, atravesando y corriendo Francia, rompiendo los Alpes,
acrecentando sus fuerzas con tanto rodeo, talando y sujetando cuanto se le ponía por
delante y dando consigo, como una impetuosa e imprevista avenida, en el centro de Italia,
¡cuán sangrienta se hizo la guerra, qué de reencuentros y choques hubo, qué de veces
fueron vencidos los romanos, qué de pueblos se humillaron y rindieron al enemigo,
cuántos de éstos fueron entrados a fuerza de armas y saqueados, cuán crueles y horribles
batallas se dieron, y muchas veces con gloria de Aníbal y ruina y desdoro de los romanos!
¿Qué diré, pues, de aquella derrota horrible digna de admiración, padecida en Cannas,
donde Aníbal, no obstante ser cruel, con todo, saciado ya de la sangre de sus enemigos,
dice que mandó a sus soldados que los perdonasen las vidas, enviando allí a Cartago tres
celemines de anillos de oro, para dar a entender que en el combate había dado muerte a
tantos individuos de la nobleza romana, que más fácilmente se pudieron medir que contar;
y asimismo para que se conjeturase el estrago del ejército que murió sin anillos, que sería,
sin duda, tanto más numeroso cuanto más débil? Finalmente, después de esta batalla
sobrevino tan notable falta de gente para la guerra, que los romanos se reemplazaban y
echaban mano de hombres facinerosos, ofreciéndoles el perdón de sus crímenes, dando
también libertad a los esclavos, y, con todos no tanto suplieron cuanto formaron un
vergonzoso ejército. Estos esclavos (pero no agravemos a los ya libertos) que habían de
pelear por la República, faltándoles las armas ofensivas y defensivas, se vieron precisados
a tomar las de los templos, como si dijeran los romanos a su dioses: “Dejad lo que tanto
tiempo habéis tenido en vano, por si acaso nuestros esclavos pueden hacer algo de
provecho con lo que vosotros, siendo nuestros dioses, no habéis podido emprender acción
alguna heroica.

Entonces, estando exhaustos igualmente el erario público para pagar el sueldo del ejército,
vinieron las haciendas de los particulares a servir al beneficio común en tanto grado, que
dando todos los ciudadanos cuanto poseían, el mismo Senado no se reservó, alhaja alguna
de oro, a excepción de varios anillos y joyeles, insignias miserables de su dignidad, y así
toda la gente. de las demás clases y tribus. ¿Quién pudiera tolerar a éstos si en nuestros
tiempos vinieran a esta necesidad, apenas pudiéndoles sufrir ahora, cuando por un
superfluo deleite dan más a los cómicos que entonces dieron a las legiones por el servicio
de salvar la República de un peligro extremo?

Página 97 de 97
La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XX

De la destrucción de los saguntinos, a los cuales, muriendo por conservar la amistad de los
romanos, no les socorrían los dioses de los romanos Pero entre todas las calamidades que
sucedieron en la segunda guerra púnica, ninguna hubo más lastimosa ni más digna de
compasión y justa queja. Porque esta ciudad de España, por ser amiga y confederada del
pueblo romano, y por observar constantemente su asustad, fue destruida, y de esta
conquista quebrantando la paz con los romanos, tomó ocasión Aníbal para irritarlos y
obligarlos a la guerra.

Cercó, pues, bárbaramente a Sagunto, lo cual, sabido en Roma, enviaron sus embajadores a
Aníbal para que levantase el sitio, y, no haciendo caso de sus ruegos, marcharon a Cartago,
donde, querellándose de la infracción de la paz y sin concluir cosa alguna, volvieron a
Roma. Mientras andábase en estas dilaciones, la infeliz Sagunto, ciudad opulentísima y
aliada de la República romana, fue destruida por los cartagineses al cabo de ocho o nueve
meses de cerco, cuya ruina causa horror al leerlo, cuanto más al escribir cómo aconteció;
sin embargo, la referiré brevemente, porque interesa al asunto que tratamos. Primeramente
se fue consumiendo por el hambre, pues aseguran que al nos comieron los cuerpos muertos
e sus mismos compatriotas; después, reducida al mayor extremo con la penuria y escasez
de todas las cosas necesarias a la vida y a su propia defensa, por no verse m aun cautiva en
manos de Aníbal, formó en la plaza pública una grande hoguera, y, degollando a todos sus
amados hijos y parientes y demás ciudadanos, se arrojaron todos en ella. Hicieran aquí
alguna admirable acción los dioses glotones y seductores, hambrientos de buenos bocados
y manjares de los sacrificios, y empeñados solamente en alucinar a los idiotas con la
oscuridad y la ambigüedad de sus engañosos presagios. Obraran aquí algún prodigio
estupendo y socorrieran a una nación amiga del pueblo romano, y no dejaran perecer a la
que se sepultaba voluntariamente en sus ruinas por conservar su amistad en atención a que
ellos fueron los que presidieron en la unión y confederación que ella estipuló con la
República romana.

Así que, por observar escrupulosamente los sagrados tratados y conciertos que, presidiendo
o autorizando estas falsas deidades, había concluido con verdadera voluntad, ligado con la
amistad y estrechado con juramento inviolable, fue cercada, ocupada y asolada por un
hombre pérfido y fementido. Si estos dioses fueron los que después espantaron y
ahuyentaron a Aníbal de los muros de Roma con crueles tempestades y encendidos rayos,
entonces, con tiempo, debieran obrar alguno de estos particulares prodigios, pues se atrevió
a decir que con más justa razón pudieron enviar la tempestad en favor de los amigos de los
romanos, expuestos al inminente riesgo de perderse puesto que, por no faltar a la fe dada a
los romanos, estaban en peligro de perecer, y entonces, totalmente faltos de ayuda, que en
favor de los mismos romanos, que peleaban y corrían riesgo por sí, y contra Aníbal teman
en sí mismos bastante auxilio; luego si fueran tutores y defensores de la felicidad y gloria
de Roma, debieran haberla librado de una culpa tan grave como fue la ruina de Sagunto.
Pero ahora consideremos cuán neciamente creen que no se perdió Roma por la defensa de
estos dioses cuando andaba victorioso Aníbal si vemos que no pudieron socorrer a la
ciudad de Sagunto para que no se perdiese por guardar a Roma su amistad.

Si el pueblo de Sagunto fuera cristiano y padeciera algún infortunio como éste por la fe
evangélica (aunque no se hubiera él profanado a sí mismo, matándose a fuego y sangre), y

Página 98 de 98
La Ciudad De Dios San Agustín

si padeciera su destrucción por la fe evangélica, la sufriría con aquella esperanza que creyó
en Jesucristo, y gozaría del premio y galardón, no de un brevísimo tiempo, sino de una
eternidad sin fin. Pero en favor de estos dioses, los cuales dicen que por eso deben ser
adorados y por eso se buscan para adorarlos, para asegurar la felicidad de estos bienes
temporales y transitorios, ¿qué nos han de responder sus defensores sobre la pérdida de los
saguntinos, sino lo mismo que sobre la muerte de Régulo? Porque la diferencia que hay es
que aquél fue una persona particular, y ésta una ciudad entera; pero la causa de la ruina de
ambos fue el querer guardar puntualmente la lealtad, pues por ésta quiso el otro volverse a
poder de sus enemigos, y ésta no quiso entregarse; ¿luego la lealtad observada
inviolablemente, provoca la ira de los dioses? ¿O es, acaso, cierto que pueden también,
teniendo propicios a los dioses, perderse no sólo cualesquiera hombres, sino también las
ciudades enteras? Elijan, pues, lo que más les agradare, porque si ofenden a estos dioses
con una fidelidad bien guardada, busquen a los pérfidos y fementidos que los adoren; pero
si teniéndolos aún propicios pueden perderse y acabar los hombres, y las ciudades ser
afligidas con muchos y graves tormentos, sin provecho ni fruto alguno de esta felicidad los
adoran. Dejen, pues, de enojarse los que entienden y creen que ha causado su desgracia el
haber perdido los templos y sacrificios de estos dioses, porque pudieran, no sólo sin
haberlos perdido, sino teniéndolos aún de su parte propicios y favorables, no como ahora,
quejarse de su infortunio y miseria, sino, como entonces Régulo y los saguntinos, perderse
y perecer también del todo con horribles calamidades y tormentos.

CAPITULO XXI

De la ingratitud que usó Roma con Escipión, su libertador, y las costumbres que hubo en
ella, cuando cuenta Salustio que era muy buena Además de esto, en el tiempo que
medió entre la segunda y última guerra púnica, cuando dice Salustio que vivieron
los romanos con costumbres muy buenas y mucha concordia (porque varias acciones omito
atendiendo a ser breve en esta obra); en este tiempo, pues, de tan buenas costumbres y
tanta concordia, aquel Escipión que libró a Roma y a Italia, que acabó tan honrosamente la
segunda guerra púnica, tan horrible, tan sangrienta y tan peligrosa; aquel vencedor de
Aníbal, domador de Cartago, aquel cuya vida se refiere que desde su juventud fue
encomendada a los dioses y criada en los templos, cedió a las acusaciones de sus
enemigos, y desterrado de su patria (a quien había dado la vida y libertad con su valor),
pasó y acabó el resto de su vida en Linterno, después de su famoso triunfo, con tan poca
afición a Roma, que dicen mandó que ni aun le enterrasen en ingrata patria. Después de
estos su sucesos, habiendo triunfado el procónsul Gn. Manlio de los gálatas, comenzó a
cundir por Roma la molicie de Asia, aún más perjudicial que el mayor enemigo: porque
entonces dicen fue la primera vez que se vieron lechos labrados de metal y preciosos
tapetes.

Entonces se comenzaron a usar en los banquetes mozas que cantaban y otras licenciosas
desenvolturas; mas ahora no es mi intención otra que la de tratar de los males que
impacientemente padecen los hombres, y no de los que ellos causan voluntariamente: y así
aquellas gloriosas acciones que referí de Escipión, de cómo cediendo a sus enemigos murió
fuera de su patria, a la cual había libertado, hacen más el propósito de lo que vamos,
anunciando; pues los dioses de Roma, cuyos templos había defendido Escipión de los
rigores de Aníbal, no le correspondieron a sus continuas fatigas, adorándolos ellos
solamente por esta felicidad; pero como Salustio dijo que entonces florecieron allí las
buenas costumbres, por esto me pareció referir lo de la molicie del Asia, para que se

Página 99 de 99
La Ciudad De Dios San Agustín

entienda también que Salustio dijo aquellas expresiones, hablando en comparación de los
demás tiempos, en los cuales, sin duda, con las gravísimas discordias, fueron las
costumbres mucho peores, porque entonces también, esto es, entre la segunda y última
guerra cartaginesa, se publicó la ley Voconia, por la cual se mandaba “que ninguno dejase
por su heredero a mujer alguna, aunque fuese hija única suya.” No sé que se pueda decir o
imaginar orden más injusta que esta ley.

Con todo, en aquel espacio de tiempo que duraron las dos guerras púnicas, fue mal
tolerable la desventura, pues solamente con las guerras padecía el ejército de afuera, pero
con las victorias se consolaba y en la ciudad no habla discordia alguna, como en otros
tiempos; mas en la última guerra púnica, de un golpe fue asolada y totalmente destruida la
émula y competidora del Imperio romano por el otro segundo Escipión, que por esto se
llamó por sobrenombre el Africano; y desde este tiempo en adelante fue combatida la
República romana con tantos infortunios que hace demostrarle que con la prosperidad y
seguridad (de donde corrompiéndose en extremo las costumbres, nacieron
acumuladamente aquellos males” hizo más estrago y daño Cartago con su rápida ruina que
lo había hecho en tanto tiempo manteniéndose en pie contra su enemigo. En todo este
tiempo, hasta Augusto César, quien parece no quitó del todo a los romanos, según la
opinión de éstos, la libertad gloriosa, sino la perniciosa que totalmente estaba ya
descaecida y muerta, y que, revocándolo todo y reduciéndolo al real albedrío, renovó en
cierto modo la República arruinada ya y perdida casi con los males y achaques de la vejez;
en todo este tiempo, pues, omito unas y otras derrotas de ejércitos nacidas de varias causas,
y la paz numantina violada con tan horrible ignominia, porque volaron, en efecto, las aves
de la jaula y dieron, como dicen, mal agüero al cónsul Mancino, como si por tantos años en
que aquella pequeña ciudad, estando cercada, había afligido al ejército romano, empezando
ya a poner terror a la misma República romana, los demás capitanes también hubieran ido
contra ella con mal agüero.

CAPITULO XXII

Del edicto del rey Mitrídates, en que mandó matar a todos los ciudadanos romanos que se
hallasen en Asia Pero como dejo insinuado, omito estos sucesos, aunque no puedo pasar en
silencio cómo Mitrídates, rey de Asía, mandó matar en un día todos los ciudadanos
romanos, dondequiera que se hallasen en Asia, así los peregrinos y transeúntes como otra
innumerable multitud de mercaderes y negociantes ocupados en sus tratos, y así se ejecutó.
¡Cuán lastimosa tragedia fue ver en un momento matar de repente e impíamente a todos
éstos dondequiera que los hallaban, en el campo, en el camino, en las villas, en casa, en la
calle, en la plaza, en el templo, en la cama, en la mesa! ¡Qué de gemidos habría de los que
morían, qué de lágrimas de los que veían esta catástrofe, y acaso también de los mismos
que los mataban! ¡Cuán; dura fuerza se hacía a los huéspedes, no sólo en haber de
examinar con sus propios ojos, y en sus casas, aquellas desgraciadas muertes, sino también
en haber de ejecutarlas por sí mismos, trocando repentinamente el semblante apacible y
humano para ejecutar en tiempo de tranquila paz un crimen tan horrendo, matándose de un
golpe, por decirlo así, lo mismo los matadores como los muertos, pues si el uno recibía la
muerte en el cuerpo, el otro la recibía en el alma! ¿Acaso todos éstos no habían apreciado
asimismo los agüeros? ¿No tenían dioses domésticos y públicos a quienes pudieran
consultar cuando partieron de sus tierras a aquella infeliz peregrinación? Y, si' esto es
cierto, no tienen los incrédulos en este punto de qué quejarse de nuestros tiempos, pues
hace tiempo que los romanos no se ocupan de estas vanidades; mas si acaso los

Página 100 de 100


La Ciudad De Dios San Agustín

consultaron, digamos: ¿de qué les aprovecharon semejantes cosas, cuando por solas las
leyes humanas, sin que nadie lo prohibiese, fueron. licitas semejantes cosas?

CAPITULO XXIII

De ¡os males interiores que padeció la República romana con un prodigio que precedió,
que fue rabiar todos los animales de que se sirve ordinariamente el hombre Pero
empecemos ya a referir brevemente, como pudiéremos, aquellas calamidades que, cuanto
más interiores, fueron tanto más funestas, las discordias civiles; o, por mejor decir,
inciviles e inhumanas, no ya sediciones, sino guerras urbanas dentro de Roma, donde se
derramó tanta sangre, donde los que favorecían las diversas parcialidades usaban de mayor
rigor contra los otros, no ya con porfiadas demandas, contestaciones y destempladas voces,
sino con las espadas y las armas; pues las guerras sociales, serviles y civiles, ¿cuánta
sangre romana hicieron derramar, cuántas tierras talaron y asolaron en Italia? Y antes que
se moviesen contra Roma los aliados del Lacio, todos los animales que están
ordinariamente sujetos al servicio del hombre, como son perros, caballos, jumentos, bueyes
y las demás bestias y ganados que están bajo su dominio, se embravecieron
repentinamente, y, olvidados de su doméstica mansedumbre, se salieron de las casas y
andaban sueltos, huyendo por varias partes, no sólo de los no conocidos, sino de sus
propios dueños, con daño mortal o peligro del que se atrevía a acosarlos de cerca. Y si esto
fue solamente un presagio que de suyo fue un mal tan enorme, ¿cuán grande fatalidad fue
aquella que vaticinó? Si igual desgracia sucediera en nuestros tiempos, sin duda que
sentiríamos a los incrédulos aún más rabiosos que los otros a sus animales.

CAPITULO XXIV

De la discordia civil causada por las sediciones de los gracos La causa que motivó las
guerras civiles fueron las sediciones de los Gracos, nacidas de la promulgación de las leyes
agrarias sobre el repartimiento de los campos, por las que se mandaba distribuir entre el
pueblo las heredades que los nobles poseían con injusto título; pero el querer remediar una
injusticia tan inveterada fue proyecto muy arriesgado, o, por mejor decir, como enseñó la
experiencia, muy pernicioso. ¡Qué de muertes sucedieron cuando asesinaron al primer
Graco, y cuántas hubo, pasado algún tiempo, cuando quitaron la vida al otro hermano! A
los nobles y plebeyos los mataban los ministros de Justicia, no conforme a lo que dictaban
las leyes y procediendo contra ellos jurídicamente, sino en movimientos sediciosos y
pendencias, combatiéndose mutuamente con las armas. Después muerto el segundo Graco,
el cónsul Lucio Opimio quien dentro de Roma movió contra él las armas y habiéndole
vencido y muerto, hizo un considerable estrago en los ciudadanos, procediendo ya
entonces por vía judicial persiguiendo a los demás conjurados, dicen que mató a tres mil
hombres, de donde puede colegirse la infinidad de muertos que pudo haber en las
frecuentes revoluciones y choques, cuando hubo tanta en los tribunales, después de
examinadas escrupulosamente las causas. El homicida de Graco vendió al cónsul su cabeza
por tanta cantidad de oro como pesaba; pues ésta había sido la recompensa ofrecida por
Opimio, y en seguida quitaron la vida al consular Marco Fulvio, con sus hijos.

CAPITULO XXV

Página 101 de 101


La Ciudad De Dios San Agustín

Del templo que edificaron por decreto del Senado a la Concordia en el lugar donde las
sediciones y muertes tuvieron lugar Y mediante un elegante decreto del Senado, edificaron
un templo a la Concordia en el mismo lugar donde se dio aquel funesto y sangriento
tumulto, en el que murieron tantos ciudadanos de todas clases y condiciones, para que,
como testigo ocular del merecido castigo de los Gracos, diese en los ojos de los que oraban
y hacían sus arengas al pueblo y les escarmentase la memoria de tan lamentable catástrofe.
Y esto, ¿qué otra cosa fue que hacer mofa de los dioses, erigiendo un templo a una diosa
que si estuviera en la ciudad no se sepultara en sus ruinas ,con tantas disensiones, a no ser
que, culpada la Concordia porque desamparó los corazones de los ciudadanos, mereciese
que la encerrasen en aquel templo como en una cárcel? Y pregunto: si quisieron
acomodarse a los acontecimientos que pasaron, ¿por qué no fabricaron más bien un templo
a la Discordia? ¿Acaso traen alguna razón poderosa para que la Concordia sea diosa y la
Discordia no lo sea; y según la distinción de Labeón, ésta sea buena y aquélla mala? Esto
supuesto, no parece le movió otra razón para deliberar de este modo, sino el haber visto en
Roma un templo dedicado, no sólo a la Fiebre, sino a la Salud; luego de la misma manera,
no solamente debieron erigir templo a la Concordia, sino también a la Discordia.

Así que en gran peligro quisieron vivir los romanos teniendo enojada a una diosa tan mala,
sin acordarse de la destrucción de Troya, que tuvo su principio en haberla ofendido; porque
ella fue la que, por no haber sido convidada entre los dioses, trazó la competencia de las
tres diosas con la manzana de oro, de donde nació la lid y pendencia de éstas, la victoria de
Venus, el robo de Elena y la destrucción de Troya; por lo cual, si acaso irritada porque no
mereció te- ner en Roma templo alguno entre los dioses, turbada hasta entonces con tan
grandes alborotos la ciudad, ¿cuánto más furiosamente se pudo enojar viendo en el lugar
de aquella horrible matanza; esto es, en el lugar de sus hazañas, edificado un templo a su
enemiga? Cuando nos reímos de estas vanidades se indignan y enojan estos doctos sabios,
y con todo, ellos, que adoran a los dioses buenos y malos, no pueden soltar esta dificultad
de la Concordia y Discordia, ya se olvidasen de estas diosas y antepusiesen a ellas las
diosas Fiebre y Belona, a quienes construyeron templos en lo antiguo, ya también las
adorasen a ellas; pues desamparándolos así, la Concordia, la feroz Discordia los condujo
hasta meterlos en las guerras civiles.

CAPITULO XXVI

De las diversas suertes de guerras que se siguieron después que edificaron el templo de la
Concordia Curioso baluarte contra las sediciones fue poner a los ojos de los que hablaban
al pueblo el templo de la Concordia por testigo, memoria de la muerte y castigo de los
Gracos La utilidad que de esto sacaron lo manifiesta el fatal suceso de las calamidades que
se siguieron; pues desde entonces procuraron los que hablaban no separarse del ejemplo de
los Gracos; antes salir con lo que ellos pretendieron, como fueron Lucio Saturnino, tribuno
del pueblo y Gayo Servilio, pretor, y mucho después Marco Druso. De cuyas sediciones y
alborotos resultaron primeramente infinitas muertes, encendiéndose después el fuego de las
guerras sociales, con las cuales padeció mucho Italia, llegando a sufrir una infeliz
desolación y destrucción. En seguida acaeció la guerra de los esclavos y las guerras civiles,
en las cuales hubo reñidos encuentros y batallas, derramándose mucha sangre, de manera
que casi todas las gentes de Italia, en que principalmente consistía la fuerza del Imperio
romano, fueron domadas con una fiera barbarie; tuvo principio la guerra de los esclavos de
un corto número; esto es, de menos que de setenta gladiadores; pero ¿a cuán crecido
número, fuerte, feroz y bravo llegó? ¿Qué de generales romanos venció aquel limitado

Página 102 de 102


La Ciudad De Dios San Agustín

ejército? ¿Qué de provincias y ciudades destruyó? En fin, fueron tantas, que apenas lo
pudieron declarar circunstanciadamente los que escribieron la historia. Y no sólo hubo esta
guerra de los esclavos, sino que también antes de ella, gentes viles y de baja condición
talaron la provincia de Macedonia, y después Sicilia y toda la costa del mar; y ¿quién
podrá referir conforme a su grandeza cuán grandes y horrendos fueron al principio los
latrocinios y cuán poderosa fue la guerra de los corsarios que vino después?

CAPITULO XXVII

De las guerras civiles entre Mario y Sila Y cuando Mario, ensangrentado ya con la sangre
de sus ciudadanos, habiendo muerto y degollado a infinitos del partido contrario, vencido,
se fue huyendo de Roma, respirando apenas por un breve rato la ciudad -por usar las
palabras de Tulio-, “venció de nuevo Cinna a Mario. Entonces, con la muerte de hombres
tan esclarecidos, murió la refulgente antorcha, honor y gloría de esta ínclita ciudad. Vengó
después Sila la crueldad de esta victoria, y no es menester referir con cuánta pérdida de
ciudadanos y con cuánto daño de la República fue”, porque de esta venganza, que fue más
perniciosa que si los delitos que se castigaban quedaran sin castigo, dice también Lucano:
“Fue peor el remedio que la enfermedad y profundizó demasiado la mano por donde
cundía el mal.” Perecieron los culpados, más en un tiempo en que solamente quedaban los
culpables; y en esta lastimosa situación se dio libertad a los odios, corrió presurosamente la
ira y el rencor, sin miedo al freno de las leyes.

En esta guerra de Mario y Sila, además de los que murieron fuera, en los combates,
también dentro de Roma se llenaron de muertos las calles, plazas, teatros y templos, de
modo que apenas se pudiera imaginar cuándo los vencedores hicieron mayor matanza, si
cuando vencían, o después de haber vencido; pues en la victoria de Mario, cuando volvió
del destierro, además de las muertes que se hicieron a cada paso por todas partes, la cabeza
del cónsul Octavio se puso en la tribuna; degollaron en sus mismas casas a César y a
Fimbria; hicieron pedazos a los Crasos, padre e hijo, al uno en presencia del otro; Bebio y
Numitor perecieron arrastrados con unos garfios, derramando por el suelo sus entrañas.
Catulo, tomando veneno, se libró de las manos de sus enemigos. Merula, que era sacerdote
de Júpiter, abriéndose las venas, sacrificó su vida a Júpiter; y delante del mismo Mario
daban luego la muerte a quienes al saludarle no alargaban la mano.

CAPITULO XXVIII

Cuál fue la victoria de Sila, que fue la que vengó la crueldad de Mario La victoria de Sila,
que siguió luego (la que, en efecto, vengó la crueldad pasada a fuerza de mucha sangre de
los ciudadanos, con cuyo derramamiento y a cuya costa se había conseguido terminada ya
la guerra, permaneciendo todavía las enemistades), ejecutó aún más fieramente su rigor en
la paz. Después de las primeras y recientes muertes que ejecutó Mario el mayor, habían ya
he- cho otras aún más horribles Mario el joven y Carbón, que eran del mismo partido de
Mario, sobre quienes, viniendo enseguida Sila, desesperados, no sólo de la victoria, sino
también de la misma vida, llenaron toda la ciudad de cadáveres, así con sus propias
muertes como con las ajenas; porque, además del daño que por diversas partes hicieron,
cercaron también el Senado, y de la misma curia, como de una cárcel, los iban sacando al
matadero.

Página 103 de 103


La Ciudad De Dios San Agustín

El pontífice Mucio Escévola (cuya dignidad entre los romanos era la más sagrada, como el
templo de Vesta, donde servía”, se abrazó con la misma ara, y allí le degollaron; y aquel
fuego, que con perpetuo cuidado y vigilancia de las vírgenes siempre ardía, casi pudo
apagarse con la sangre del sumo sacerdote. Enseguida entró Sila victorioso en la ciudad,
habiendo primeramente, en el camino, en un lugar público (encarnizándose no ya la guerra,
sino la paz), degollado, no peleando, sino por expreso mandato, siete mil hombres que se le
habían rendido desarmados del todo. Y como por toda la ciudad cualquiera partidario de
Sila mataba al que quería, era imposible contar los muertos; hasta que advirtieron a Sila
que era conveniente dejar a algunos con la vida, para que hubiese a quien pudiesen mandar
los vencedores. Entonces, habiéndose ya aplacado la desenfrenada licencia de matar que
por todas partes se observaba incesantemente, se propuso con grandes parabienes y aplauso
una tabla que contenía dos mil personas que se habían de matar y proscribir del estado
noble, contándose así de los caballeros como de los senadores un número sumamente
crecido; pero daba consuelo solamente el ver que tenía fin, y no por ver morir a tantos era
tanta la aflicción como era la alegría de ver a los demás libres del temor. Sin embargo, de
la misma seguridad de los demás (aunque cruel e inhumana) hubo motivos suficientes para
compadecer y llorar los exquisitos géneros de muertes que padecieron algunos de los que
fueron condenados a muerte; porque hubo hombre a quien, sin instrumento alguno, le
hicieron pedazos entre las manos, despedazando los verdugos a un hombre vivo con más
fiereza que acostumbran las mismas fieras despedazar un cuerpo muerto. A otro,
habiéndole sacado los ojos y cortándole parte por parte sus miembros, le hicieron vivir
penando entre horribles tormentos, o, por mejor decir, le hicieron morir muchas veces.
Vendiéronse en almoneda, como si fueran granjas, algunas nobles ciudades, y entre ellas
una, como si mandaran matar a un particular delincuente, decretaron toda ella pasada a
cuchillo. Todo esto se hizo en paz, después de concluida guerra, no por abreviar en
conseguir la victoria, sino por no despreciar la ya alcanzada. Compitió la paz sobre cuál era
más cruel con la guerra, y venció; porque la guerra mató a los armados, y la paz, a los
desnudos. La guerra se fundaba en que el herido, si podía, hiriese; mas la paz estribaba no
en que el que escapase viviese, sino' que muriese sin hacer resistencia.

CAPITULO XXIX

Compara la entrada de los godos con las calamidades que padecieron los romanos, así de
los galos como de los autores y caudillos de las guerras civiles ¿Qué furor de gentes
extrañas, qué crueldad de bárbaros se puede comparar a esta victoria de ciudadanos
conseguida contra sus mismos ciudadanos? ¿Qué espectáculo vio Roma más funesto, más
horrible y feroz? ¿Fue, por ventura, más inhumana la entrada que en tiempos antiguos
hicieron los galos, y poco hace los godos, que la fiereza que usaron Mario y Sila y otros
insignes varones de su partido, que eran como lumbreras de esta ciudad, con sus propios
miembros? Es verdad que los galos pasaron a cuchillo a los senadores y a todos cuantos
pudieron hallar en la ciudad, a excepción de los que habitaban en la roca del Capitolio, los
cuales se defendieron por todos los medios.

Con todo, a los que se habían guarecido en aquel lugar les vendieron a lo menos las vidas a
trueque de oro, las cuales, aunque no pudieron quitárselas con las armas, sin embargo
pudieron consumírselas con el cerco. Y por lo que se refiere a los godos, fueron tantos los
senadores a quienes perdonaron la vida, que causa admiración que se la quitasen a algunos;
pero, al contrario, Sila, viviendo todavía Mario, entró victorioso en el mismo Capitolio (el
cual estuvo seguro del furor de los galos), para ponerse a decretar allí las muertes de sus

Página 104 de 104


La Ciudad De Dios San Agustín

compatriotas; y habiendo huido Mario, escapando para volver más fiero y más cruel, éste,
en el Capitolio, por consultas y decreto del Senado, privó a infinitos de la vida y de la
hacienda; y los del partido de Mario, estando ausente Sila, ¿qué cosa hubo de las que se
tienen por sagradas a quien ellos perdonasen, cuando ni per- donaron a Mucio, que era su
ciudadano, senador y pontífice, teniendo asida con infelices brazos la misma ara, adonde
estaba -como dicen-el hado y la fortuna de los romanos? Y aquella última tabla o lista de
Sila, dejando aparte otras innumerables muertes, 'no degolló ella sola más senadores que
los que fueron maltratados por los godos?

CAPITULO XXX

De la conexión de muchas guerras que precedieron antes de la venida de Jesucristo ¿Con


qué ánimo, pues, con qué valor, desvergüenza, ignorancia o, mejor decir, locura, no se
atreven a imputar aquellos desastres a sus dioses, y estos los atribuyen a nuestro Señor
Jesucristo? Las crueles guerras civiles; más funestas aún, por confesión de sus propios
autores, que todas las demás guerras tenidas con sus enemigos (pues con ellas se tuvo a
aquella República no tanto por perseguida, sino por totalmente destruida), nacieron mucho
antes de la venida de Jesucristo, y por una serie de malvadas causas, después de la guerra
de Mario y Sila, llegaron las de Sertorio y Catilina, uno de los cuales había sido proscrito y
vendido por Sila, y el otro se había criado con él; en seguida vino la guerra entre Lépido y
Catulo, y de estos uno quería abrogar lo que había hecho Sila, y el otro lo quería sostener;
siguióse la de Pompeyo y César, de los cuales, Pompeyo había sido del partido de Sila, a
cuyo poder y dignidad había ya llegado, y aun pasado, lo cual no podía tolerar César, por
no ser tanto como él; pero al fin logró conseguirla y aún mayor, habiendo vencido y
muerto a Pompeyo. Finalmente, continuaron las guerras hasta el otro César, que después se
llamó Augusto -en cuyo tiempo nació Jesucristo- y porque también este Augusto sostuvo
muchas guerras civiles, y en ellas murieron innumerables hombres ilustres, entre los cuales
uno fue Cicerón, aquel elocuente maestro en el arte de gobernar la República.

Asimismo Cayo César (el que venció a Pompeyo y usó con tanta clemencia la victoria),
haciendo merced a sus enemigos de las vidas y dignidades, como si fuera tirano y se
conjugaron contra él algunos nobles senadores, bajo pretexto de la libertad republicana, y
le dieron de puñaladas en el mismo Senado, a cuyo poder absoluto y gobierno déspota
parece aspiraba después Antonio, bien diferente de él en su condición, contaminado y
corrompido con todos los vicios, a quien se opuso animosamente Cicerón, bajo el pretexto
de la misma libertad patria. Entonces comenzó a descubrirse el otro César, joven de
esperanzas y bella índole, hijo adoptivo de Cayo julio César, quien como llevo dicho, se
llamó después Augusto. A este mancebo ilustre, para que su poder creciese contra el de
Antonio, favorecía Cicerón, prometiéndose que Octavio, aniquilado y oprimido el orgullo
de Antonio, restituiría a la República su primitiva libertad; pero estaba tan obcecado y era
poco previsor de las consecuencias futuras, que el mismo Octavio, cuya dignidad y poder
fomentaba, permitió después, y concedió, como por una capitulación de concordia, a
Antonio, que pudiese matar a Cicerón, y aquella misma libertad republicana, en cuyo favor
había perorado tantas veces Cicerón, la puso bajo su dominio.

CAPITULO XXXI

Página 105 de 105


La Ciudad De Dios San Agustín

Con qué poco pudor imputan a Cristo los presentes desastres aquellos a quienes no se les
permite que adores a sus dioses, habiendo habido tantas calamidades en el tiempo que los
adoraban Acusen a sus dioses por tan reiteradas desgracias los que se muestran
desagradecidos a nuestro Salvador por tantos beneficios. Por lo menos cuando sucedían
aquellos males hervían de gente las aras de los dioses y exhalaban de sí el olor del incienso
Sabeo y de las frescas y olorosas guirnaldas. Los sacerdocios eran ilustres, los lugares
sagrados, lugar de placer; se frecuentaban los sacrificios, los juegos y diversiones en los
templos, al mismo tiempo que por todas partes se derramaba tanta sangre de los
ciudadanos por los mismos ciudadanos, no solo en cualquiera lugar, sino entre los mismos
altares de los dioses. No escogió Cicerón templo donde acogerse, porque consideró que en
vano le había escogido Mucio; pero estos ingratos que con menos motivo se quejan de los
tiempos cristianos, o se acogieron de los lugares dedicados a Cristo, o los mismos bárbaros
los condujeron a ellos para que librasen sus vidas.

Esto tengo por cierto, y cualquiera que lo mirase sin pasión, fácilmente advertirá (por
omitir muchas particularidades que ya he referido y otras que me pareció largo contarlas)
que si los hombres recibieran la fe cristiana antes de las guerras púnicas y sucedieran tantas
desgracias y estragos como en aquellas guerras padeció África y Europa, ninguno de éstos
que ahora nos persiguen lo atribuyera sino a la religión cristiana; y mucho más insufribles
fueran sus voces y lamentos por lo que se refiere a los romanos, si después de haber
recibido y promulgado la religión cristiana, hubiera sucedido la entrada de los galos o la
ruina y destrucción que causó la impetuosa avenida del río Tiber y el fuego, o lo que
sobrepuja a todas las calamidades, aquellas guerras civiles y demás infortunios que
sucedieron, tan contrarios al humano crédito, que se tuvieron por prodigios, los que
sucedieran en los tiempos cristianos, ¿a quiénes se lo habían de atribuir como culpas sino a
los cristianos? Paso en silencio, pues, los sucesos que fueron más admirables que
perjudiciales, de cómo hablaron los bueyes: cómo las criaturas que aún no habían nacido
pronunciaron algunas palabras dentro del vientre de sus madres; cómo volaron las
serpientes; cómo las gallinas se convirtieron en gallos y las mujeres en hombres, y otros
portentos de esta jaez, que se hallaban estampados en sus libros, no en los fabulosos, sino
en los históricos, ya sean verdaderos, ya sean falsos, que causan a los hombres no daño,
sino espanto y admiración; asimismo aquel raro suceso de cuando llovió tierra, greda y
piedras, en cuya expresión no se entiende que apedreó, como cuando se entiende el granizo
por este nombre, sino que realmente cayeron piedras, cantos y guijarros; esto, sin duda, que
pudo hacer también mucho daño. Leemos en sus autores que, derramándose y bajando
llamas de fuego desde la cumbre del monte Etna a la costa vecina, hirvió tanto el mar, que
se abrasaron los peñascos y se derritió la pez y resina de las naves; este suceso causó
terribles daños.

Aunque fue una maravilla increíble. En otra ocasión, con el mismo fuego, escriben que se
cubrió Sicilia de tanta cantidad de ceniza, que las casas de la ciudad de Catania, oprimidas
por el peso, dieron en tierra; y, compadecidos de esta calamidad, los romanos les
perdonaron benignamente el tributo de aquel año; también refieren en sus historias que en
África, siendo ya provincia sujeta a la República romana, hubo tanta multitud de langosta
que anublaban el sol, las cuales, después de consumir los frutos de la tierra, hasta las hojas
de los árboles, dicen que formaron una inmensa e impenetrable nube y dio consigo en el
mar, y que muriendo allí, y volviendo el agua a arrojarlas a la costa, inficionándose con
ellas la atmósfera, aseguran que causó tan terrible peste, que, según su testimonio, solo en
el reino de Masinisa perecieron 80,000 personas, y muchas más en las tierras próximas a la
costa. Entonces afirman que en Utica, de 30,000 soldados que había de guarnición

Página 106 de 106


La Ciudad De Dios San Agustín

quedaron vivos sólo diez. No puede darse semejante fanatismo como el que nos persigue y
obliga a que respondamos que el suceso más mínimo de éstos que hubiese acontecido en la
actual época le atribuirían el influjo y profesión de la religión cristiana, si le vieran en los
tiempos cristianos. Y, con todo, no imputan estas desgracias a sus dioses, cuya religión
procuran establecer por no padecer iguales calamidades o menores habiéndolas padecido
mayores los que antes los adoraban.

LIBRO CUARTO LA GRANDEZA DE ROMA ES DON DE DIOS

CAPITULO PRIMERO

De lo que se ha dicho en el libro primero Debiendo empezar ya a tratar de la ciudad de


Dios, fui de parecer que debía responder, en primer lugar, a los enemigos, quienes, como
viven arrastrados de los gustos y deleites terrenos, apeteciendo con ansia los bienes
caducos y perecederos, cualquiera adversidad que padecen, cuando Dios, usando de su
misericordia, los avisa, suspendiendo el castigarlos con todo rigor y justicia, lo atribuyen a
religión cristiana, la cual es solamente la verdadera y saludable, religión, y porque entre
ellos hay también vulgo estúpido e ignorante, se arrebatan con mayor ardor e irritan contra
nosotros, como excitados y sostenidos de la autoridad respetable de los doctos;
persuadiéndose los necios que los sucesos extraordinarios que acaecen con la vicisitud de
los tiempos no solían acontecer en las épocas pasadas.

Confirman su falsa opinión con disimular que lo ignoran, no obstante que saben que es
falso, para que de este modo se puedan persuadir los entendimientos humanos ser justa la
queja que manifiestan tener contra nosotros, porque lo que fue necesario demostrar por los
mismos libros que escribieron sus historiadores dándonos una noticia extensa y
circunstanciada de la historia y sucesos ocurridos en los tiempos pasados, que es muy al
contrario de, lo que opinan; y asimismo enseñar que los dioses falsos que entonces
adoraban públicamente y ahora todavía adoran en secreto, son unos espíritus inmundos,
perversos y engañosos demonios, tan procaces, que tienen su mayor deleite y complacencia
en oír y examinar las culpas y maldades más execrables, sean ciertas o fingidas, aunque
seguramente suyas, las cuales quisieron se celebrasen y anunciasen solemnemente en sus
fiestas, a fin de que la humana imbecilidad no se ruborizase en perpetrar acciones feas y
reprensibles, teniendo por imitadores de las más impías a las mismas deidades, lo cual no
he probado yo precisamente por meras conjeturas falibles, sino ya por lo sucedido en
nuestros tiempos, en los que yo mismo vi hacer y celebrar semejantes torpezas en honor de
los dioses, ya por lo que está escrito en autores que dejaron a la posteridad el recuerdo de
estas torpezas, considerándolas no como infames, sino como honoríficas y apreciables a
sus dioses.

De modo que el docto Varrón, de grande autoridad entre los gentiles, escribiendo unos
libros que trataban de las cosas divinas y humanas, y distribuyendo, conforme a la calidad
de cada uno, en unos las materias divinas y en otros las humanas a lo menos no colocó los
juegos escénicos entre las cosas humanas, sino entre las divinas, siendo seguramente cierto
que si en Roma hubiera solamente personas honestas y virtuosas, ni aun en las cosas
humanas fuera justas que hubiera juegos escénicos; lo cual, ciertamente, no estableció

Página 107 de 107


La Ciudad De Dios San Agustín

Varrón por su propia autoridad, sino como nacido y criado en Roma, los halló
considerados entre las cosas divinas. Y porque al fin del libro primero expusimos en
compendio lo que en adelante habíamos de referir, y parte de ello dijimos en los dos libros
siguientes, reconozco la obligación en que estoy empeñado de cumplir en lo restante con la
esperanza de los lectores.

CAPITULO II

De lo que se contiene en el libro segundo y tercero Prometimos, pues, hablar contra los que
atribuyeron las calamidades padecidas en la República romana a nuestra religión, y referir
extensamente todos los males y penalidades grandes y pequeños que nos ocurriesen, o los
suficientes para demostrar claramente los que padeció Roma y las provincias que estaban
bajo su Imperio antes de que se prohibieran absolutamente los sacrificios. Todos los cuales
infortunios, sin duda, nos los atribuyeran si entonces tuvieran ellos noticia de nuestra
religión, o les vedase sus sacrílegas oblaciones: este punto, a lo que creo, le hemos
explicado bastantemente en el libro segundo y tercero. En el segundo, cuando tratamos de
los males de las costumbres, que se deben estimar por los únicos y por los más grandes, y
en el tercero, cuando tratamos de las calamidades que temen los necios y huyen de
padecer; es, a saber: de los males corporales y de las cosas exteriores, las cuales por mayor
parte sufren también los buenos; pero, al contrario, las desgracias con que empeoran sus
costumbres las toleran, no digo con paciencia, sino con mucho gusto. Ha sido sumamente
limitada la relación que he dado de las desgracias de Roma y de su Imperio, y de éstas no
he referido todas las ocurridas hasta Augusto César; pues si me hubiera propuesto contar y
exagerarlas todas, no las que se causan los hombres mutuamente unos a otros, como son
los estragos y ruinas que motivan las guerras, sino las que atraen a la tierra los elementos
celestes, las que resumió Apuleyo. en el libro que escribió del mundo, diciendo que todas
las cosas de la tierra sufren cambios y destrucciones, porque asegura, para decirlo con. sus
palabras, que se abrió la tierra con terribles temblores, se tragó ciudades enteras y mucha
gente; que rompiéndose las cataratas del cielo se anegaron provincias enteras; que las que
anteriormente había sido continente y tierra firme quedaron aisladas por el mar; que otras,
por el descenso del mar, se hicieron accesibles a pie enjuto; que fueron asoladas y
destruidas hermosas ciudades con furiosos vientos y tempestades; que de las nubes
descendió fuego, con que perecieron y fueron abrasadas algunas regiones en el Oriente;
que en el Occidente, las frecuentes avenidas de los ríos causaron igual estrago, y que en
tiempos antiguos, abriéndose y despeñándose de las cumbres, del monte Etna hacia abajo
aquellas encendidas bocas con divino incendio, corrieron ríos de llamas y fuego, como si
fuesen una impetuosa avenida de agua.

Si estas particularidades y otras semejantes intentara yo recopilar (las que se hallan en


varias historias de donde podría trasladarlas), ¿cuándo acabaría de referir las que
acontecieron en aquellos lastimosos tiempos, antes que el nombre de Cristo reprimiese a
los incrédulos sus vanidades y contradicciones a la verdadera fe? Prometí asimismo
patentizar cuáles fueron las costumbres que quiso favorecer para acrecentar con ellas el
imperio el verdadero Dios, en cuya potestad están todos los reinos, y por qué causa y cuán
poco les auxiliaron estos que tienen por dioses, o, por mejor decir, cuántos daños les
causaron con sus seducciones y falacias; sobre lo cual advierto ahora que me conviene
hablar, y aún más del acrecentamiento del Imperio romano, porque del pernicioso engaño
de los demonios, a quienes adoraban como a dioses, y de los grandes daños que ha causado
en sus costumbres su culto, queda ya dicho lo suficiente, especialmente en el libro

Página 108 de 108


La Ciudad De Dios San Agustín

segundo. En el discurso de los tres libros, donde lo juzgué a propósito, referí igualmente
los imponderables consuelos que en medio de los trabajos de la guerra envía Dios a los
buenos y a los malos por amor a su santo nombre, a quien, al contrario de lo que se
acostumbra en campaña, tuvieron los bárbaros tanto respeto, tributando obediencia y
reconocimiento al augusto nombre de Aquel que hace salga el sol sobre los buenos y los
malos, y que llueva sobre los justos y los injustos.

CAPITULO III

Si la grandeza del Imperio que no se alcanza sino con la guerra, se debe contar entre los
bienes que llaman, así de los felices como de los sabios Veamos ya y examinemos las
causas que puedan alegar para demostrar la grandeza y duración tan dilatada del Imperio
romano, no sea que se atrevan a atribuirla a estos dioses, a quienes pretenden haber
reverenciado y servido honestamente con juegos torpes y por ministerio de hombres
impúdicos; aunque primero quisiera indagar en qué razón o prudencia humana se funda,
que no pudiendo probar sean felices los hombres que andan siempre poseídos de un
tenebroso temor y una sangrienta codicia en los estragos de la guerra y en derramar la
sangre de sus ciudadanos o de otros enemigos, aunque siempre humana (tanto que solemos
comparar al vidrio el contento y alegría de estos tales que frágilmente resplandece, de
quien con más horror tememos no se nos quiebre de improviso), con todo, quieran
gloriarse de la opulencia y extensión de su Imperio. Y para que esto se entienda más
fácilmente y no nos desvanezcamos llevados del viento de la vanidad, y no escandalicemos
la vista de nuestro entendimiento con voces de grande bulto, oyendo pueblos, reinos,
provincias, pongamos dos hombres, porque así como las letras en un escrito, cada hombre
se considera como principio y elemento de una ciudad y de un reino, por más grande y
extenso que sea. Supongamos que el uno de éstos es pobre y el otro muy rico; pero este
contristado con temores, consumido de melancolía, abrazado de codicia, nunca seguro,
siempre inquieto, batallando con perpetuas contiendas y enemistades, que con estas
miserias va acrecentando sobremanera su patrimonio, y con tales incrementos va
acumulando también grandísimos cuidados; y el de mediana hacienda, contento con su
corto caudal,, acomodado a sus facultades, muy querido de sus deudos, vecinos confidentes
y amigos, gozando de una paz dulce, piadoso en la religión, de corazón benigno, de cuerpo
sano, ordenado en la vida, honesto en las costumbres y seguro en conciencia, No sé si
pueda haber alguno tan necio que se atreva a poner en duda sobre a cuál de éstos, haya de
preferir. Así, pues, como en estos dos hombres, así en dos familias, así en dos pueblos, así
en dos reinos se sigue la misma razón de semejanza e igualdad, la cual, aplicada con
acuerdo, si corrigiésemos los ojos de nuestro entendimiento, fácilmente advertiríamos
dónde se halla la vanidad y dónde la felicidad; por lo cual, si se adora al verdadero Dios y
le sirven con verdaderos sacrificios con buena vida y costumbres, es útil e importante que
los buenos reinen mucho tiempo con crecidos honores; cuya felicidad no es precisamente
útil a ellos solos, sino a aquellos sobre quienes reinan; pues por lo que se refiere a éstos, su
religión y santidad (que son grandes dones de Dios) les basta para conseguir la verdadera
felicidad, con la que pueden pasar dichosamente esta vida y después alcanzar la eterna.

En la tierra se concede el reino a los buenos, no tanto por utilidad suya como de las cosas
humanas; pero el reino que se da a los malos, antes es en daño de los que reinan, pues
estragan y destruyen sus almas con la mayor libertad de pecar, aunque a los súbditos y a
los que los sirven no les puede perjudicar sino su propio pecado; pues todos cuantos
perjuicios causan los malos señores a los justos no es pena del pecado, sino prueba de la

Página 109 de 109


La Ciudad De Dios San Agustín

virtud, por tanto, el bueno, aunque sirva, es libre, y el malo, aunque reine, es esclavo, y no
de sólo un hombre, sino, lo que es más pesado, de tantos señores como vicios le dominan,
de los cuales, tratando la Escritura, dice: “que por el mismo hecho de dejarse uno vencer o
rendir a otro, viene a ser su esclavo”.

CAPITULO IV

Cuán semejante a los latrocinios son los reinos sin justicia Sin la virtud de la justicia, ¿qué
son los reinos sino unos execrables latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos
reinos? Estos son ciertamente una junta de hombres gobernada por su príncipe la que está
unida entre si con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las
leyes y condiciones que mutuamente establecieron. Esta sociedad, digo, cuando llega a
crecer con el concurso de gentes abandonadas, de modo que tenga ya lugares, funde
poblaciones fuertes, y magnificas, ocupe ciudades y sojuzgue pueblos, toma otro nombre
más ilustre llamándose reino, al cual se le concede ya al descubierto, no la ambición que ha
dejado, sino la libertad, sin miedo de las vigorosas leyes que se le han añadido; y por eso
con mucha gracia y verdad respondió un corsario, siendo preso, a Alejandro Magno,
preguntándole este rey qué le parecía cómo tenía inquieto y turbado el mar, con arrogante
libertad le dijo: y ¿qué te parece a ti cómo tienes conmovido y turbado todo el mundo?
Mas porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti, porque
las haces con formidables ejércitos, te llaman rey.

CAPITULO V

De los gladiadores fugitivos, cuyo poder vino a ser semejante a la dignidad real Por lo cual
dejo de examinar qué clase de hombres fueron los que juntó Rómulo para la fundación de
su nuevo Estado, resultando en beneficio suyo la nueva creación del Imperio; pues que se
valió de este medio para que con aquella nueva forma de vida, en la que tomaban parte y
participaban de los intereses comunes de la nueva ciudad, dejasen el temor de las personas
que merecían por sus demasías, y este temor los impelía a cometer crímenes más
detestables, y desde entonces viviesen con más sosiego entre los hombres.

Digo que el Imperio romano, siendo ya grande y poderoso con las muchas naciones que
había sujetado, terrible su nombre a las demás, experimentó terribles vaivenes de la
fortuna, y temió con justa razón, viéndose con gran dificultad para poder escapar de una
terrible calamidad, cuando ciertos gladiadores, bien pocos en número, huyéndose a
Campania de la escuela donde se ejercitaban, juntaron un formidable ejército que,
acaudillado por tres famosos jefes, destruyeron cruelmente gran parte de Italia Dígannos:
¿qué dios ayudó a los rebeldes para que, de un pequeño latrocinio, llegasen a poseer un
reino, que puso terror a tantas y tan exorbitantes fuerzas de los romanos? ¿Acaso porque
duraron poco tiempo se ha de negar que no les ayudó Dios, como si la vida de cualquier
hombre fuese muy prolongada? Luego, bajo este supuesto, a nadie favorecen los dioses
para que reine, pues todos se mueren presto, ni se debe tener por beneficio lo que dura
poco tiempo en cada hombre, y lo que en todos se desvanece como humo. ¿Qué les
importa a los que en tiempo de Rómulo adoraron los dioses, y hace, tantos años que
murieron, que después de su fallecimiento haya crecido tanto el Imperio romano, mientras
ellos están en los infiernos? Si buenas o malas, sus causas no interesan al asunto que
tratamos, y esto se debe entender de todos los que por el mismo Imperio (aunque muriendo

Página 110 de 110


La Ciudad De Dios San Agustín

unos, y sucediendo en su lugar otros, se extienda y dilate por largos años), en pocos días y
con otra vida lo pasaron presurosa y arrebatadamente, cargados y oprimidos con el
insoportable peso de sus acciones cri- minales. Y si, con todo, los beneficios de un breve
tiempo se deben atribuir al favor y ayuda de los dioses, no poco ayudaron a los
gladiadores, que rompieron las cadenas de su servidumbre y cautiverio, huyeron y se
pusieron en salvo, juntaron un ejército numeroso y poderoso, y obedeciendo a los consejos
y preceptos de sus caudillos y reyes, causando terror a la formidable Roma, resistiendo con
valor y denuedo a algunos generales romanos, tomaron y saquearon muchas poblaciones,
gozaron de muchas victorias y de los deleites que quisieron, hicieron todo cuanto les
proponía su apetito, eso mismo hicieron, hasta que finalmente fueron vencidos (cuya gloria
costó bastante sangre a los romanos), y vivieron reinando con poder y majestad. Pero
descendamos a asuntos de mayor momento.

CAPITULO VI

De la codicia del rey Nino, que por extender su dominio fue el primero que movió guerra a
sus vecinos Justino, que, siguiendo a Trogo Pompeyo, escribió un compendio, de la
Historia griega, o, por mejor decir, universal, comienza su obra de esta manera: “Al
principio del mundo el imperio de las naciones le tuvieron los reyes, quienes eran elevados
al alto grado de la majestad, no por ambición popular, sino por la buena opinión que los
hombres tenían de su conducta. Los pueblos se gobernaban sin leyes, sirviendo de tales los
arbitrios y dictámenes de los reyes, los cuales estaban acostumbrados más a defender que a
dilatar ambiciosamente los términos de su imperio. El reino que cada uno poseía se incluía
dentro de los límites de su patria. Nino, rey de los asirios, fue el primero que con nueva
codicia y deseo de dominar, mudó esta antigua costumbre conservada de unos a otros
desde sus antepasados.

Este monarca fue el primero que movió guerra a sus vecinos, y sujetó, como no sabían aún
hacer resistencia, todas las naciones situadas hasta los confines de Libra”; y más adelante
añade: “Nino robusteció el poder de su codiciado dominio con un largo reinado. Habiendo,
pues, sujetado a sus comarcanos, como con el acrecentamiento de las fuerzas militares
pasase con más pujanza contra otras naciones, y siendo la victoria que acababa de
conseguir instrumento para la siguiente, sojuzgó las provincias y naciones de todo el
Oriente.” Sea lo que fuere el crédito que se debe dar a Justino o a Trogo (porque otras
historias más verdaderas manifiestan que mintieron en algunos particulares); con todo,
consta también entre los otros escritores que el rey Nino fue el que extendió fuera de los
límites regulares el reino de los asirios, durando por tan largos años, que el Imperio
romano no ha podido igualársele en el tiempo; pues según escriben los cronologistas, el
reino de los asirios, contando desde el primer año en que Nino empezó a reinar hasta que
pasó a los medos, duró mil doscientos cuarenta años El mover guerra a sus vecinos, pasar
después a invadir a otros, afligir y sujetar los pueblos sin tener para ello causa justa, sólo
por ambición de dominar, ¿cómo debe llamarse sino un grande latrocinio?

CAPITULO VII

Si los dioses han dado o dejado de dar su ayuda a los reinos de la tierra para su esplendor y
decadencia Si el reino de los asirios fue tan opulento y permaneció por tantos siglos sin el
favor de los dioses, ¿por qué el de los romanos, que se ha extendido por tan dilatadas

Página 111 de 111


La Ciudad De Dios San Agustín

regiones y ha durado tantos años, se ha de atribuir su permanencia a la protección de los


dioses de los romanos, cuando lo mismo pasa en el uno y en el otro? Y si dijesen que la
conservación de aquél debe atribuirse también al auxilio y favor de los dioses, pregunto:
De qué dioses? Si las otras naciones que domó y sujetó Nino no adoraban entonces otros
dioses, o si tenían los asirios dioses propios que fuesen como artífices más diestros para
fundar y conservar Imperios, pregunto: ¿Se murieron, acaso, cuando ellos perdieron
igualmente el Imperio? ¿O por qué no les recompensaron sus penosos cuidados, o por qué
ofreciéndoles mayor recompensa, quisieron más pasarse a los medos, y de aquí otra vez,
convidándolos Ciro y proponiéndolos tal vez partidos más ventajosos, a los persas? Los
cuales, en muchas y dilatadas tierras de Oriente, después del reino de Alejandro de
Macedonia, que fue grande en las posesiones y brevísimo en su duración, todavía
perseveran hasta ahora en su reino. Y si esto es cierto, o son infieles los dioses que,
desamparando a los suyos, se pasan a los enemigos (cuya traición no ejecutó Camilo,
siendo hombre, cuando habiendo vencido y conquistado para Roma una ciudad, su mayor
émula y enemiga, ella le correspondió ingrata, a la cual, a pesar de este desagradecimiento,
olvidado después de sus agravios y acordándose del amor de su patria, la volvió a librar
segunda vez de la invasión de los galos) o no son tan fuertes y valerosos cómo es natural
sean los dioses, pues pueden ser vencidos por industria o por humanas fuerzas; o cuando
traen en sí guerra no son los hombres quienes vencen a los dioses, sino que acaso los
dioses propios de una ciudad vencen a los otros. Luego también estos falsos númenes se
enemistan mutuamente, defendiendo cada uno a los de su partido. Luego no debió Roma
adorar más a sus dioses que a los extraños, por quienes eran favorecidos sus adoradores.
Finalmente, como quiera que sea este paso, huida o abandono de los dioses en las batallas,
con todo, aún no se había predicado en aquellos tiempos y en aquellas tierras el nombre de
Jesucristo cuando se perdieron tan poderosos reinos o pasaron a otras manos su poder y
majestad con crueles estragos y guerras; porque si al cabo de mil doscientos años y los que
van hasta que se arruinó el Imperio de los asirios, predicara ya allí la religión cristiana otro
reino eterno, y prohibiera la sacrílega adoración, de los falsos dioses, ¿qué otra cosa dijeran
los hombres ilusos de aquella nación, sino que el reino que había existido por tantos años
no se pudo perder por otra causa sino por haber desamparado su religión y abrazado la
cristiana? En esta alucinación, que pudo suceder, mírense éstos como en un espejo y
tengan pudor, si acaso conservan alguno, de quejarse de semejante acaecimientos; aunque
la ruina del Imperio romano más ha sido aflicción que mudanza, la que le acaeció
igualmente en otros tiempos muy anteriores a la promulgación del nombre de Jesucristo y
de su ley evangélica, reponiéndose al fin de aquella aflicción; y por eso no debemos
desconfiar en esta época, porque en esto, ¿quién sabe la voluntad de Dios?

CAPITULO VIII

Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y conservado su imperio,
habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a estos dioses, y cada uno de por si,
el amparo de una sola cosa Parece muy a propósito veamos ahora entre la turba de dioses
que adoraban los romanos cuáles creen ellos fueron los que acrecentaron o conservaron
aquel Imperio. ¿Por qué en empresa tan famosa y de tan alta dignidad no se atreven a
conceder alguna parte de gloria a la diosa Cloacina, o la Volupia, llamada así de coluptale,
que es el deleite, o la Libentina, denominada así de libidini, que es el apetito torpe, o al
Vaticano, que preside a los llantos de las criaturas, o la Cunina, que cuida sus cunas? ¿Y
cómo pudiéramos acabar de referir en un solo lugar de este libro todos los nombres de los
dioses o diosas, que apenas caben en abultados volúmenes, dando a cada dios un oficio

Página 112 de 112


La Ciudad De Dios San Agustín

propio y peculiar para cada ministerio? No se contentaron, pues, con encomendar el


cuidado del campo a un dios particular, sino que encargaron la labranza rural a Rusina, las
cumbres de los montes al dios Jugatino, los collados a la diosa Colatina, los valles a
Valona. Ni tampoco pudieron hallar una Segecia, tal que de una vez se encargase y cuidase
de las mieses, sino que las mieses sembradas, en tanto que estaban debajo de la tierra,
quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y cuando habían ya salido de la tierra y
criado caña y espiga, la diosa Segecia; y el grano ya cogido y encerrado en las trojes para
que se guardase seguramente, la diosa Tutilina; para lo cual no parecía bastante la Segecia,
mientras la mies llegaba desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas. Y, con
todo eso, no bastó a los hombres amantes de los dioses este desengaño para evitar que la
miserable alma no se sujetase torpemente a la turba de los demonios, huyendo los castos
abrazos de un solo Dios verdadero.

Encomendaron, pues, a Proserpina los granos que brotan y nacen; al dios Noduto los nudos
y articulaciones de las cañas; a la diosa Volutina los capullos y envoltorios de las espigas,
y a la diosa Patelena, cuando se abren estos capullos para que salga la espiga; a la diosa
Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los antiguos, al igualar,
dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses florecen; a Lacturcia, cuando están en
leche; a la diosa Matura, cuando maduran; a la diosa Runcina, cuándo los arrancan de la
tierra; y no lo refiero todo, porque me ruborizo de lo que ellos no se avergüenzan. Esto he
dicho precisamente para que se entienda que de ningún modo se atreverán a decir que,
estos dioses fundaron, acrecentaron y conservaron el Imperio romano; pues en tal
conformidad daban a cada uno su oficio, pues a ninguno encargaban todos en general.
¿Cuándo Segecia había de cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un mismo tiempo de
las mieses y de los árboles? ¿Cuándo había de cuidar de las armas Cunina, si su poder no
se extendía más que a velar sobre las cunas de los niños? ¿Cuándo Noduto les había de
ayudar en la guerra, si su poder ni siquiera se extendía al cuidado del capullo de la espiga,
sino tan sólo a los nudos de la caña? Cada uno pone en su casa un portero, y porque es
hombre, es, sin duda, bastante. Estos pusieron tres dioses: Fórculo, para las puertas;
Cardea, para los quicios; Limentino, para los umbrales. ¿Acaso era imposible que Fórculo
pudiese cuidar juntamente de las puertas, quicios y umbrales?

CAPITULO IX

Si la grandeza del imperio romano y el haber durado tanto se debe atribuir a Júpiter, a
quien sus adoradores tienen por el supremo de los dioses Dejada, pues, a un lado por
tiempo breve la turba de estos dioses particulares, es necesario pasemos a indagar el oficio
y cargo de los dioses mayores, con que Roma ha llegado a creer en tanto grado que ha
tenido el dominio sobre tantas naciones crecido número de siglos. Luego, en efecto, esta
gloria se debe a Júpiter Optimo Máximo, ya que quieren que éste sea el rey de todos los
dioses y diosas; lo cual manifiesta su cetro y la elevada roca Tarpeya en el Capitolio. De
este dios refieren, aunque por un poeta, que se dijo muy bien Jovis omnia plena, que todo
estaba lleno de Júpiter. Este -cree Varrón- es el que adoraban también los que veneran a un
solo dios sin necesidad de imágenes, aunque le llaman con otro nombre; y si esto es así
¿por qué le trataron tan mal en Roma, así como algunos, igualmente, entre las de-más
naciones, erigiéndole estatuas, lo cual al mismo Varrón le desconcertó tanto, que con ser

Página 113 de 113


La Ciudad De Dios San Agustín

contra el uso y depravada costumbre de una ciudad tan populosa, no dudó en escribir que
los que en los pueblos instituyeron estatuas les quitaron el temor y les añadieron error?

CAPITULO X

Las opiniones que siguieron los que pusieron diferentes dioses en diversas partes del
mundo Y ¿por qué ponen a su lado también a su esposa, Juno, y permiten que ésta se llame
hermana y esposa? Por qué motivo por Júpiter entendemos el cielo, y por Juno el aire,
siendo así que estos dos elementos están juntos, el uno más alto y el otro más bajo? Luego
no es aquel dé quien se dijo que todo estaba lleno de Júpiter, si alguna parte la llena
también Juno. ¿Por ventura cada uno de ellos hinche el cielo y el aire, y ambos están
juntamente en estos dos elementos y en cada uno de ellos? ¿Por qué causa atribuyen el
cielo a Júpiter y el aire a Juno? Finalmente, si estos dos solos fuesen bastantes, ¿para qué el
mar le atribuyen a Neptuno, y la tierra a Plutón? Y porque éstos no estuvieran tampoco sin
sus mujeres, les añadieron, a Neptuno, Salacia, y a Plutón, Proserpina; pues así como Juno,
dicen, ocupa la parte inferior del cielo, esto es, el aire, así Salacia ocupa la parte inferior
del mar, y Proserpina la de la tierra. Buscan solícitos estratagemas para sostener sus
fábulas, y no las hallan; pues si esto fuese así, sus mayores mejor dijeran que los elementos
del mundo eran tres, que no cuatro, para que a cada elemento le cupiera su casamiento con
los dioses; no obstante, es cierto que afirman ser una cosa el cielo y otra el aire; y el agua,
ya sea la de arriba o la de abajo, seguramente sea agua. Pero supongo que sea diferente;
¿acaso es tanta la diferencia que la inferior no sea agua? Y la tierra, ¿qué puede ser otra
cosa que tierra, por más diferente que sea, y más cuando con estos tres o cuatro elementos
estará ya perfeccionado todo el mundo corpóreo? Minerva, ¿dónde estará? ¿Qué lugar
ocupará? ¿Cuál llenará? Ya, juntamente con los otros, la tienen puesta en el Capitolio,
aunque no es hija de ambos; y si dicen que Minerva ocupa la parte superior del cielo, y por
esta causa fingen los Poetas que nació de la cabeza de Júpiter, ¿por qué motivo no tienen a
ésta por reina de los dioses, que es superior a Júpiter? ¿Es por ventura porque es impropio
preferir una hija a su padre'? Y si ésta es la causa, ¿por qué no se hizo esta justicia a
Saturno con el mismo Júpiter? ¿Es por ventura porque fue vencido? ¿Luego pelearon? De
ninguna manera, dicen, sino que esto es cosa de fábulas.

Sea así enhorabuena; no creamos a las fábulas y tengamos mejor concepto de los dioses;
mas ¿por que no le han dado al padre de Júpiter, ya que no lugar más alto, por lo menos
uno igual en honra? Porque Saturno, dicen, es la longitud del tiempo. Luego adoran al
tiempo los que adoran a Saturno, y suficientemente se nos insinúa que el rey de los dioses,
Júpiter, es hijo del tiempo. ¿Qué expresión indigna se profiere cuando se dice que Júpiter y
Juno son hijos del tiempo, si él es el Cielo y ella la Tierra, supuesto que el Cielo y la Tierra
son cosas criadas? Esto también lo confiesan sus doctos y sabios en sus libros, y no lo
tomo de ficciones poéticas, sino de los libros de los filósofos, donde dijo Virgilio:
“Entonces el Cielo, padre todopoderoso, con fecundas lluvias desciende en el regazo de su
festiva esposa”; esto es, en el regazo de la Tellus o Tierra, porque también quieren que
haya algunas diferencias, y en la misma tierra una cosa piensan que es la Tierra, otra
Tellus, otra Tellumón, y tienen a todos éstos como dioses, llamándolos con sus propios
nombres y con sus oficios distintos, y reverenciando a cada uno en particular con sus aras y
sacrificios. A la misma Tierra denominan también madre de los dioses; de modo que viene
ya a ser más tolerable lo que fingen los poetas, si, según los libros de éstos, no los poéticos,
sino los que tratan de su religión, Juno no sólo es hermana y mujer, sino también madre de
Júpiter. Esta misma Tierra quieren que sea Ceres, la misma también, Vesta, aunque, por la

Página 114 de 114


La Ciudad De Dios San Agustín

mayor parte afirmen que Vesta no es sino el fuego que pertenece a los hogares, sin los
cuales no puede pasar la ciudad, y que por esto le suelen servir las vírgenes, porque así
como de la virgen no nace cosa alguna, tampoco del fuego, Toda esta vanidad fue preciso
que la desterrase y deshiciese el que nació de la Virgen; porque ¿quién podría sufrir que
tributando tanto honor al fuego y atribuyéndole tanta castidad, algunas veces no tenga
pudor de decir que Vesta es también Venus, para que en sus siervas sea vana la virginidad
tan estimada y honrada? Por que si Vesta fue Venus, ¿cómo la podría servir legítimamente
las vírgenes no imitando a Venus? ¿Por ventura hay dos Venus, una virgen y otra casada?
O, por mejor decir, hay tres: una, de las vírgenes, la cual se llama también Vesta; otra, de
las casadas, y otra, de las camareras. A ésta también los fenicios ofrecían sus oblaciones,
resultantes de la torpe ganancia que hacían sus hijas con sus cuerpos antes que las diesen
en matrimonio a sus maridos. ¿Cuál de estas matronas es la de Vulcano? Sin duda que no,
es la virgen, porque tiene mando, y por ningún caso será tampoco la ramera, porque no
parece que hacemos agravio al hijo de Juno, auxiliar de Minerva; luego se infiere que ésta
es la que pertenece a las casadas; pero no queremos que la imiten en lo que ella hizo con
Marte. Otra vez, dicen, volvéis a las fábulas; mas ¿qué razón o qué justicia es ésta,
agraviarse de ,nosotros porque hablamos de sus dioses y no agraviarse de sus propios
cuando tan de buena gana se ponen a mirar en los teatros como se representan semejantes
delitos de sus dioses, y, lo que es más increíble, si constantemente no se probase con la
experiencia que estos mismos crímenes teatrales de sus dioses se instituyeron en honor de
su divinidad?

CAPITULO XI

De muchos dioses que los maestros y doctores de los paganos defienden que son un mismo
Júpiter Por más razones y argumentos filosóficos que quieran alegar, jamás podrán
sostener que Júpiter es ya el alma de este mundo corpóreo que llena y mueve toda esta
máquina, fabricada y compuesta de los cuatro elementos o de cuantos quisieren añadir; con
tal que ceda su parte a su hermana y hermanos, ya sea el Cielo, de modo que tenga
abrazada por encima a Juno, que es el aire y tiene debajo de sí; ya sea todo el Cielo,
juntamente con el aire, y fertilice con fecundas lluvias y semillas la tierra, como a su
mujer, y a la misma como a su madre; supuesto que tan extraña mezcla de parentescos en
los dioses no se tiene por acción criminal; ya porque no sea necesario discurrir
particularmente por todas sus cualidades si es un solo dios, de quien creen algunos habló el
poeta cuando dijo “que Dios se difunde por todas las tierras, por todos los golfos y senos
del mar, y por toda la profunda máquina del Cielo”. Pues bien; el que en el Cielo es
Júpiter; en el aire, Juno; en el mar, Neptuno; en las partes inferiores del mar, Salacia; en la
tierra, Plutón; en la parte inferior de la tierra, Proserpina; en los domésticos hogares, Vesta
en las fraguas de los herreros, Vulcano; en los astros, el Sol, Luna y Estrellas; en los
adivinos, Apolo; en las mercaderías, Mercurio; en Jano, el que comienza; en Término, el
que acaba; en el tiempo, Saturno; Marte y Belona, en las guerras; Uber, en las viñas; Ceres,
en las mieses; Diana, en las selvas; Minerva, en los ingenios; finalmente, sea Júpiter
también la turba de dioses plebeyos; él sea el que preside, con el nombre de Libero, a la
semilla o virtud generativa de los varones, y con nombre dc Ubera, a la de las mujeres; él
sea Diespiter, el que lleva a feliz término los nacimientos; él sea la diosa Mena, a quien
encargaron los menstruos de las mujeres; él sea Lucina, a quien invocan las que paren; él
sea el que ayuda a los que nacen, recibiéndolos en el regazo de la tierra, y llámese Opis, el
que en los llantos de las criaturas les abra la boca, y Ilámese dios Vaticano el que las
levante de la tierra, y llámese la diosa Levana; el que tenga cuenta de las cunas, llámese

Página 115 de 115


La Ciudad De Dios San Agustín

diosa Cunina; no sea otro sino sea el mismo en aquellas diosas que dicen su suerte a, los
que nacen, y se llaman Carmentes; tenga cargo de los sucesos fortuitos, y llámese Fortuna;
ya representando a la diosa Ruma, dé leche a las criaturas, porque los antiguos al pecho
llamaban ruma; en la diosa Potina, dé de beber bebida; en la diosa Educa, la comida; del
pavor de los niños llámese Pavencia; de la esperanza que viene, Venilla; del deleite,
Volupia; del acto generativo, Agenoria; de los estímulos con que se mueve el hombre con
exceso al acto sexual llámese la diosa Estímula; sea la diosa Estrenua haciéndole estrenuo
y diligente; Numeria, que le enseñe a numerar y contar; Camena, a cantar; él sea el dios
Conso dándole consejos, los que particularmente no son adorados, ¿cómo no temen,
habiendo aplacado a tan pocos, vivir teniendo airado contra si a todo el Cielo? Y si adoran
y tributan culto a todas las estrellas, porque están contenidas en Júpiter, a quien
reverencian, con este atajo pudieran en él solo venerar a todos, pues así ninguna se enojara,
pues que, en sólo Júpiter se rogaba a todas, y ninguna era despreciada; mas adorando a
unas se daría justa causa a otras de enojarse por ser adoradas las cuales son muchas más,
sin comparación, mayormente cuando estando ellas resplandecientes desde su elevado
asiento, se les prefiera hasta el mismo Príapo desnudo y torpemente armado.

CAPITULO XII

De la opinión de los que pensaron que Dios era el alma del mundo y que el mundo era el
cuerpo de Dios Y ¿qué diremos del otro absurdo? ¿Acaso no es asunto que debe excitar los
ingenios expertos, y aun a los que no sean muy agudos? En este punto no hay necesidad de
poseer elevada exce- lencia de ingenio para que, dejada la manía de porfiar, pueda
cualquiera advertir que, si Dios es el alma del mundo, y que respecto de esta alma el
mundo se considera como cuerpo, de suerte que sea un animal que conste de alma y
cuerpo; Y si este dios es un seno de la Naturaleza que en sí mismo contiene todas las cosas,
de modo que de su alma, que vivifica toda esta máquina, se extraigan y tomen las vidas y
almas de todos los vivientes, conforme a la suerte de cada uno que nace, no puede quedar
de modo alguno cosa que no sea parte de Dios; y si esto es verdad, ¿quién no echa de ver la
gran irreverencia e inconciencia que se sigue de que pisando uno cualquier cosa haya de
pisar y hollar parte de Dios, y que matando cualquier animal haya de matar parte de Dios?
No quiero referir todas las reflexiones que pueden ocurrir a los que lo consideraren
maduramente, y no se pueden indicar sin pudor.

CAPITULO XlII

De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del que es un solo Dios Y si se
obstinan en sostener la errada máxima de que solamente los animales racionales, como son
los hombres, son partes de Dios, no puedo comprender cómo, si todo el mundo es Dios,
separan de sus partes a las bestias. Pero ¿a qué es necesario porfiar? Del mismo animal,
esto es, del hombre, ¿qué mayor extravagancia pudiera creerse si se intentara defender que
azotan parte de Dios cuando azotan a un muchacho? Pues querer hacer a las partes de Dios
lascivas, perversas, impías y totalmente culpables, ¿quién lo podrá sufrir, sino el que del
todo estuviere loco? Finalmente, ¿para qué se ha de enojar con los que no le adoran, si sus
partes son las que no le veneran? Resta, pues, que digan que todos los dioses tienen sus
peculiares vidas, que cada uno vive de por sí y que, ninguno de ellos es parte de otro, sino

Página 116 de 116


La Ciudad De Dios San Agustín

que se deben adorar todos los que pueden ser conocidos y adorados, porque son tantos, que
no todos lo pueden ser, y entre ellos, como Júpiter preside como rey, entiendo se persuaden
que él les fundó y acrecentó el Imperio romano.

Y si este prodigio no le obró esta deidad suprema, ¿cuál será el que creerán pudo
emprender obra tan majestuosa estando ocupados todos los, demás en sus oficios y cargos
propios, sin que nadie se entremeta en el cargo del otro? ¿Luego puede ser que el rey de los
dioses propagase y amplificase el reino de los hombres?

CAPITULO XIV

Que sin razón atribuyen a Júpiter el aumento de los reinos, pues si, como dicen, la victoria
es odiosa, ella sola bastará para este negocio Pregunto ahora lo primero: ¿por qué también
el mismo reino no es algún dios? ¿Y por qué no lo será así, si la victoria es dios? ¿O qué,
necesidad hay de Júpiter en este asunto si nos favorece la Victoria, la tenemos propicia y
siempre acude en favor de los que quiere que sean vencedores? Con el socorro y favor de
esta diosa, aunque esté quedo e inmóvil Júpiter, y ocupado en otros negocios, ¿qué
naciones no se sujetaran? ¿Qué reinos no se rindieran? ¿Es acaso porque aborrecen los
buenos el pelear con injusta causa, y provocar con voluntaria guerra por el ansia de dilatar
los términos de su Imperio a los vecinos que están pacíficos y no agravian ni causan
perjuicios a sus comarcanos? Verdaderamente que si así lo sienten, lo apruebo y alabo.

CAPITULO XV

Si conviene a los buenos querer extender su reino Consideren, pues, con atención, no sea
ajeno del proceder de un hombre de bien el gustar de la grandeza de! reino, porque el ser
malos aquellos a quienes se declaró justamente la guerra sirvió para que creciese el reino,
el cual sin duda fuera pequeño y limitado si la quietud y bondad de los vecinos
comarcanos, con alguna injuria, no provocara contra sí la guerra; pero si permaneciesen
con tanta felicidad las cosas humanas, gozando los hombres con quietud de sus haberes,
todos los reinos fueran pequeños en sus limites, viviendo alegres con la paz y concordia de
sus vecinos, y así hubiera en el mundo muchos reinos de diferentes naciones, así como hay
en Roma infinitas casas compuestas de un número considerable de ciudadanos; y por eso el
suscitar guerras y continuarías, como el dilatar del reino, sojuzgando gentes y pueblos, a
los malos les parece felicidad y a los buenos necesidad; mas porque sería peor que los
malos, procaces e injuriosos, se enseñoreasen de los buenos y pacíficos, no fuera de
propósito, sino muy al caso, se llama también este trastorno felicidad.

Con todo, seguramente, es dicha más apreciable tener amigo a un buen vecino que sujetar
por fuerza al malo belicoso. Perversos deseos son desear tener odios y temores, para poder
tener triunfos. Luego si sosteniendo juntos guerras, no impías ni injustas, pudieron los
romanos conquistar un Imperio tan dilatado, ¿acaso deben o están obligados a adorar
igualmente como a diosa a la injusticia ajena? Pues observamos que ésta cooperó mucho
para conseguir esta grandeza y posesión vasta del Imperio, en atención a que ella misma
formaba malévolos, para que hubiese con quien sostener justa guerra, y así acrecentar el
Imperio; ¿y por qué motivo no será diosa del mismo modo la maldad, a lo menos de las
otras naciones, si el Pavor, la Palidez y la Fiebre merecieron ser diosas de los romanos?
Así que con estas dos, esto es, con la maldad ajena y con la diosa Victoria, levantando las

Página 117 de 117


La Ciudad De Dios San Agustín

causas y ocasiones de la guerra la maldad, y acabándola con dicho fin la Victoria, creció el
Imperio sin hacer nada Júpiter; porque ¿qué parte pudiera tener aquí Júpiter, supuesto que
los sucesos que pudieran considerarse como beneficios suyos los tienen por dioses, los
llaman dioses y los adoran como dioses, y a éstos llaman e invocan en vez de sus partes?
Aunque pudieran tener aquí alguna parte si él se llamara también reino, como se llama la
otra victoria; y si el reino es don y merced de Júpiter, ¿por qué no ha de tenerse la victoria
por beneficio suyo? Y, sin duda, se tuviera por tal, si conocieran y adoraran, no a la
pedirían en el Capitolio, sino al verdadero Rey de Reyes y Señor de Señores.

CAPITULO XVI

Cuál fue la causa por que, atribuyendo los romanos a cada cosa y a cada movimiento su
dios, pusieron el templo de la Quietud fuera de las puertas de Roma Pero me causa grande
admiración el observar que, atribuyendo los romanos su dios respectivo a cada objeto, y a
casi todos los movimientos naturales en particular, llamando diosa Agenoria a la que los
excita a obrar; diosa Estímula a la que los estimulaba con exceso a obrar
desordenadamente; diosa Murcia, a la que con demasía los dejaba mover y hacía al
hombre, como dice Pomponio, murcidum; esto es, demasiado flojo e inactivo; diosa
Estrenía, a la que los hacía diligentes.

A todos estos dioses y diosas les señalaron públicas fiestas; pero a la que llamaban
Quietud, porque concedía quietud y descanso, teniendo su templo fuera de la puerta
Colina, no quisieron recibirla públicamente. Ignoro si fue esta deliberación indicio seguro
de su ánimo inquieto, o si acaso nos quisieron dar a entender que él que adoraba aquella
turba, no de dioses verdaderos, sino de demonios, no podía gozar de quietud y reposo, a
que nos llama y con vida el verdadero médico, diciendo: “Aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas”.

CAPITULO XVII

Pregúntase si, teniendo Júpiter el poder supremo, se debió tener por diosa a la Victoria
¿Dirán seguramente que Júpiter es quien envía con los mensajes felices a la diosa Victoria,
y que ella, como, obediente al rey de los dioses, va adonde él se lo manda y allí hace su
residencia? Esta particular prerrogativa se dice con verdad no de aquel Júpiter, a quien
según su opinión suponen rey de los dioses, sino de aquel verdadero rey de los siglos, que
envía no la victoria, que no es sustancia, sino a su ángel, haciendo que venza el que le ama
de corazón, cuyo consejo y altas disposiciones pueden ser ocultas, pero no injustas;, que si
la Victoria es diosa, ¿por qué no es dios también el Triunfo y se une con la Victoria, como
marido, o como hermano, o como hijo? Tales absurdos idearon los antiguos gentiles,
respecto de sus dioses, los cuales si los poetas lo fingieran y nosotros los reprendiéramos,
respondieran que eran ridículas patrañas de los poetas, y no cualidades que se debían
atribuir a los verdaderos dioses. Con todo, no se reían de sí mismos no digo cuando leían
semejantes desatinos en los poetas, pero ni cuando los adoraban en sus templos; y en tales
circunstancias debieran, pues, suplicar y dirigir sus oraciones a Júpiter en todas sus
necesidades, acudieron a él solo con sus votos y ruegos; porque si la Victoria es diosa y
está subordinada a este rey, no pudiera o no se atreviera a contradecirle, antes más bien
cumplirla exactamente su voluntad.

Página 118 de 118


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XVIII

Por qué tuvieron por dioses distintos a la Felicidad y a la Fortuna Supuesto que la Felicidad
es también diosa, le fue erigido templo, mereció ara, le dedicaron ceremonias propias;
luego debieran adorar a ésta sola, porque donde ésta se halle, ¿qué bien no habrá? Pero
¿qué significa que del mismo modo tienen y adoran por diosa la Fortuna? ¿Es, por ventura,
una cosa la felicidad y otra la fortuna? Sin duda, la fortuna puede ser también mala; pero la
felicidad, si fuera mala, no será felicidad; pues ciertamente todos los dioses varones y
hembras (si es que en ellos hay diferencia de sexos) no los debemos tener sino por buenos.
Esto lo enseña Platón y lo enseñan otros filósofos y los más insignes príncipes de los
pueblos. Y como la diosa Fortuna a veces es buena y a veces es mala, ¿acaso cuando es
mala no es diosa, sino que de repente se convierte en espíritu maligno? ¿Cuántas son estas
diosas?.

Sin duda, cuantos son los hombres afortunados; esto es, de buena fortuna; porque habiendo
otros muchos juntamente, esto es, en una misma época, de mala fortuna, pregunto: si ella
fuera tal, ¿sería juntamente buena y mala; para esto, una, y para los otros, otra? O la que es
diosa, ¿es acaso siempre buena? Luego de esta manera ella es la felicidad, y si lo es, ¿para
qué las ponen diversos nombres? Pero esto, dicen, se puede sufrir, porque también
acostumbramos llamar a una misma cosa con diferentes nombres. ¿A qué vienen entonces
diversos templos, diversas aras y sacrificios? Dicen que la causa es porque felicidad es la
que tienen los buenos por sus merecimientos; pero la fortuna que se dice buena viene
fortuitamente a los buenos y a los malos, sin tener en cuenta sus méritos, y por eso se,
llama también fortuna. ¿Cómo es buena la que sin juicio ni discreción viene a los buenos y
a los malos? ¿Y para qué la adoran siendo tan ciega y ofreciéndose a cada paso a cualquier
persona, de modo que por la mayor parte desampara a los que la adoran y se hace de la
parte de los que la desprecian? Y si es que aprovechan o sacan alguna utilidad los que la
tributan culto de manera que ella los atienda y los ame, y tiene en cuenta los méritos y no
viene por acaso. ¿Dónde está, pues, aquella definición de la Fortuna? ¿Y por qué se llamó
Fortuna del caso fortuito? Porque es cierto que no aprovecha el rendirla adoración si es
fortuna; pero si acude a sus devotos, y a los que la reverencian, de modo que utilizase su
influjo, no es fortuna. ¿O es que Júpiter la puede enviar donde quiera? Entonces adórenle
sólo a él; porque no puede resistir a sus mandatos ni dejar de ir adonde Júpiter quisiere.
Pero, en fin, adórenla si quieren los malos, que no se preocupan de adquirir méritos con
que granjear el afecto de la diosa Felicidad.

CAPITULO XIX

De la Fortuna femenil Tanto poder atribuyen a esta diosa que llaman Fortuna, que la
estatua que la dedicaron las matronas y se llamó Fortuna femenil refieren que habló y dijo,
no una vez, sino dos, que legítimamente la habían dedicado las matronas, de lo cual, dado
que sea verdad, no hay por qué maravillarnos: porque el engañarnos de este modo no es
difícil a los malignos espíritus, cuyas cautelas debieran éstos advertir mucho mejor por este
ejemplar, viendo que, habló una diosa que socorre por acaso y no por méritos, supuesto
que vino a ser la fortuna parlera y la felicidad muda, ¿y con qué objeto, sino para que los
hombres no cuidasen de vivir bien, habiendo ganado para sí la Fortuna que los puede hace?
dichosos sin ningún merecimiento suyo? Si la Fortuna había de hablar, por lo menos
hablara no la mujeril, sino la varonil, a fin de que no pareciese que las mismas que habían

Página 119 de 119


La Ciudad De Dios San Agustín

dedicado la estatua habían también fingido tan gran portento por la locuacidad de las
mujeres.

CAPITULO XX

De la virtud y fe, a quienes los paganos honraron con templos y sacrificios, dejándose otras
cosas buenas que asimismo debían adorar, si se concedía rectamente a las otras la
divinidad Hicieron asimismo diosa a la Verdad, y si en realidad lo fuera, debiera ser
preferida a muchas; pero supuesto que no es diosa, sino un don particular de Dios,
pidámosla a Aquel que solamente la puede dar, y desaparecerá como humo toda la canalla
de los dioses falsos. Mas ¿por qué motivo tuvieron por diosa a la Fe y la dedicaron templo
y altar, a quien el que prudentemente lo reconoce, se convierte a sí mismo en templo y
morada para ella? ¿Y de dónde saben ellos qué cosa sea fe, cuyo primero y principal deber
es que se crea en el verdadero Dios? ¿Y por qué no se contentaron con sola la Virtud? ¿Por
ventura no está allí también la fe, pues observaron que la virtud se divide en cuatro
especies: prudencia, justicia, fortaleza y templanza? Y cómo cada una de éstas tienen sus
especies subalternas, debajo de la justicia está comprendida la fe, y tiene el primer lugar
entre cualquiera de nosotros que sabe lo que es: Justos ex fide vivit, “que el justo vive por
la fe”; pero me admiro de estos que tienen ansia por aglomerar dioses. ¿Cómo o por qué
causa, si la Fe es diosa, agraviaron a otras diosas sin hacer caso de ellas a quienes
asimismo pudieran dedicar templos y aras? ¿Por qué no mereció ser diosa la templanza,
habiendo alcanzado con su nombre no pequeña gloria algunos príncipes romanos? ¿Por
qué razón, finalmente, no es diosa la fortaleza, la que favoreció a Murcio cuando extendió
su diestra sobre las llamas; la que favoreció a Murcio cuando se arrojó por la defensa de su
patria en un boquerón abierto en la tierra; la que motivó pudieran venerar a un solo Dios,
cuyas partes entienden que favoreció a Decio padre y a Decio hijo cuando ofrecieron sus
vidas a los dioses por salvar el ejército? Si es que había en todos estos campeones
verdadera fortaleza, de lo cual ahora no tratamos, ¿por qué la prudencia y sabiduría del
nombre genérico de la misma virtud se reverencian y sobreentienden todas? Luego por el
mismo motivo pudieran venerar a un solo Dios, cuyas partes entienden que son todos los
demás, y así es, que en la virtud sola se contienen igualmente la Fe y la Pureza, las cuales,
sin embargo, merecieron se las erigiese altares en sus propios templos.

CAPITULO XXI

Que los que no conocían un solo Dios, por lo menos se debieran contentar con la virtud y
con la felicidad A estas virtudes de que acabamos de hablar las hizo diosas no la verdad,
sino el capricho humano; pues de hecho son dones del verdadero Dios, no diosas. Con
todo, donde está la virtud y la felicidad, ¿para qué buscan otra causa? ¿Qué le ha de bastar
a quien no le es suficiente la virtud y la felicidad? La virtud comprende en sí todas las
acciones loables que se deben practicar, y la felicidad todas las que se pueden desear; si
porque les concediera éstas adoraban a Júpiter (que, en efecto, si la grandeza y duración
larga del Imperio es algún bien, pertenece en cierto modo a la felicidad), ¿por qué,
pregunto, no entendieron que eran dones de Dios y no diosas? Y si pensaron que eran
divinidades, a lo menos no debieron buscar la demás turba numerosa de dioses, pues,
considerados atentamente los oficios respectivos de todos ellos, los cuales fingieron como
quisieron, según que a cada uno le pareció, busque si quieren alguna prerrogativa que
pueda conceder algún dios al hombre, mediante la cual se haya virtuoso y consiga la

Página 120 de 120


La Ciudad De Dios San Agustín

felicidad. ¿Qué razón había para pedir doctrina a Mercurio o a Minerva, comprendiéndola
toda en sí la virtud? Los antiguos nos definieron la virtud, diciendo “que era arte de vivir
bien y rectamente”, de la cual (como en griego se dice apern la Virtud) se entiende, que
tomaron los latinos su derivación y tradujeron el nombre de arte, y si la virtud no podía
recaer sino en el ingenios, ¿qué necesidad había del dios padre Cacio para que los hiciera
cautos, esto es, agudos, pudiendo desempeñar este ministerio la felicidad? Porque el nacer
uno ingenioso, a la felicidad pertenece; y así, aunque no pudo ser reverenciada la diosa
Felicidad por el que aún no había nacido para que lisonjeándola en su favor le concediera
este don gratuito, con todo, pudo hacer gracia a sus padres, sus devotos, para que les
naciesen los hijos ingeniosos. ¿Qué necesidad había de que las que estaban de parto
invocasen a Lucina, pues si tenían propicia a la felicidad, no sólo habían de tener feliz
parto, sino también buenos hijos? ¿Qué necesidad había de encomendar a la diosa Opis las
criaturas que nacían; al dios Vaticano las que lloraban; a la diosa Cunina las que estaban en
las cunas; a la diosa Rumina las que mamaban; al dios Estalino las que se tenían ya en pie;
a la diosa Adeona las que llegaban; a la Abeona las que partían; a la diosa Mente, para que
las diera buena muerte y entendimiento; al dios Volumno y a la diosa Volumna, para que
quisiesen cosas buenas; a los dioses Nupciales, para que las casaran bien; a los dioses
Agrestes, para que los proporcionaran abundantes, Y copiosos frutos, y principalmente a la
misma diosa Fructesea; a Marte y Belona, para que guerreasen con éxito; a la diosa
Victoria, para que venciesen; al dios Honor, para que fuesen honrados; al dios Esculano y a
su hijo Argentino, para que tuviesen dinero de vellón y plata? Y por eso tuvieron a
Esculano por parte de Argentino, porque primero se principió a usar la moneda de vellón y
después la de plata; pero me admiro que el Argentino no engendrase a Aurino, pues que a
poco tiempo empezó a usarse la de oro; pues si éstos tuvieran por dios a éste, así como
antepusieron a Júpiter Saturno, así también prefieran el Aurino a su padre Argentino y a su
abuelo Esculano. ¿Qué necesidad había por el interés de estos bienes del cuerpo, o de los
del alma, o de los exteriores, de adorar e invocar tanta multitud de dioses, que ni yo Ios he
podido contar todos, ni ellos han podido proveer ni destinar a todos los bienes humanos,
distribuidos menudamente y a cada uno de por sí, sus imbéciles y particulares dioses,
pudiendo con un atajo importante y fácil conceder todos estos bienes la diosa Felicidad por
sí sola; en cuyo caso, no sólo no buscaran otro alguno para alcanzar los bienes, pero ni aun
para excusar los males? ¿Para qué habían de llamar para aliviar a los cansados a la diosa
Fessonia; para rebatir los enemigos, a la diosa Pelonia; para cuidar a los enfermos, al
médico Apolo o Esculapio, o a ambos juntos, cuando hubiese mucho peligro? ¿Qué falta
les haría implorar el favor del dios Epinense para que les arrancase las espinas o abrojos
del campo, ni a la diosa Rubigo para que no se les aneblasen las mieses, estando la
Felicidad sola presente, con cuyo auxilio no se ofrecerían males algunos, o fácilmente se
evitarían? Finalmente, puesto que hablamos de estas dos diosas, Virtud y Felicidad, si ésta
es premio de la virtud, no es diosa, sino don de Dios, y si es diosa, ¿por qué no diremos
que también ella da virtud, ya que el con-seguirla es una inestimable felicidad?

CAPITULO XXII

De la ciencia del culto de los dioses, la cual se gloria Varrón haberla el enseñado a los
romanos ¿Cómo se atreve a vender Varrón por un beneficio muy apreciable a sus
ciudadanos no sólo el darles cuenta de los dioses a quienes deben venerar los romanos,
sino el enseñarlos también lo que pertenece a cada uno? Así como, dice, no aprovecha que
sepan los hombres el nombre y circunstancias de un médico si no saben que es médico, así,

Página 121 de 121


La Ciudad De Dios San Agustín

dice, no aprovecha saber que es dios Esculapio, sin saber asimismo que ayuda a recobrar la
salud, y por esto ignoras lo que debes pedir.

Esta misma doctrina enseña con otra semejante muy a propósito, diciendo que no sólo
ninguno puede vivir acomodadamente, pero que ni absolutamente puede vivir si no sabe
quién es el carpintero, quién el pintor, quién el albañil a quien pueda pedir lo que necesita
de su oficio, de quien pueda ayudarse para que le encamine y le enseñe lo que hubiere de
hacer, y de este mismo modo nadie duda que es útil el conocimiento de los dioses, si
supiere la facultad o poder que cada dios tiene sobre cada cosa; “porque de esta
investigación resultarán el que podamos, dice, saber a qué dios debemos llamar e invocar
para cada cosa, y no ejecutaremos lo que acostumbraban los bufones de las comedias
pidiendo el agua a Baco y a las ninfas el vino”. Grande utilidad, por cierto, ¿y quién no se
lo agradecería a este sabio escritor si enseñara la verdad y manifestara con expresiones
sencillas y concluyentes el modo como debían los hombres reverenciar a un solo Dios
verdadero, de quien proceden todos los bienes?

CAPITULO XXIII

De la Felicidad, a quien los romanos, con tener a muchos dioses, en mucho tiempo no
adoraron con culto divino, siendo ella sola bastante en lugar de todos Pero, volviendo a lo
que íbamos hablando, si sus libros y los puntos tocantes a su religión son verdaderos, y la
Felicidad es diosa, ¿por qué no crearon a ésta sola por divinidad, supuesto que todo podría
concederlo, y sin dificultad hacer a cualquiera dichoso? ¿Quién hay, por acaso, que desee
alcanzar alguna cosa por otro fin que por ser feliz y dichoso? ¿Por qué, finalmente, después
de tantos príncipes romanos, vino Lúculo a dedicar templo, tan tarde, a una diosa tan
célebre y poderosa? ¿Por qué razón el mismo Rómulo, ya que deseaba fundar una ciudad
feliz, no edificó, antes que a otro, a ésta un templo? ¿Y para qué suplicó gracia alguna a los
demás dioses, pues nada le faltaría si tuviese sólo a ésta propicia? Porque ni él fuera en sus
principios rey ni, según ellos lo predican, después dios, si no hubiera tenido a está diosa
por su favorita. ¿Para qué dio Rómulo por dioses a Jano, Júpiter, Marte, Pico, Fauno,
Tiberino, Hércules, si hay otros? ¿Para qué Tito Tacio les añadió a Saturno, Opis, el Sol, la
Luna, Vulcano, la Luz y los demás que aumentó, entre los cuales puso a la diosa Cloacina,
si para nada valen dejándose a la Felicidad? ¿Para qué añadió Numa tantos dioses y tantas
diosas si no hizo caso de ésta? ¿Es, por ventura, porque entre tanta turba no la vio?.

El rey Hostilio tampoco hubiera introducido nuevamente por dioses para tenerlos propicios
al pavor y a la palidez si se conociera y adorara a esta diosa, porque en presencia de la
Felicidad todo pavor y palidez se ausentaron, no por, haberlos aplacado, sino que, contra su
voluntad, se marcharan. Y asimismo, ¿qué diremos fue el motivo de que, no obstante
haberse extendido por diferentes provincias la dominación romana, sin embargo, todavía
ninguno adoraba a la Felicidad? ¿Diremos, acaso, que por esto fue el Imperio más grande y
feliz? Mas ¿cómo podría haber verdadera felicidad donde no había verdadera piedad y
religión?, puesto que la piedad es el culto del verdadero Dios, y no el culto de los dioses
falsos, que son tan dioses como demonios; con todo, aun después de haber recibido ya en
el número sus falsos dioses a la Felicidad, sobrevino poco después aquella terrible
infelicidad causada de las guerras civiles. ¿Diremos, acaso, que el motivo de esta catástrofe
dimanó de haberse enojado con justa causa la Felicidad por haberla convidado tan tarde y
por no honrarla, sino para afrentarla, con especialidad viendo que juntamente con ella

Página 122 de 122


La Ciudad De Dios San Agustín

tributaban rendidos cultos a Príapo y a Cloacina, al Pavor y a la Palidez, a la Fiebre y a los


demás, no dioses que se debían adorar, sino vicios de los que adoraban? Finalmente, si les
pareció conveniente venerar a una tan célebre diosa en compañía de una turba tan infame,
¿por qué siquiera no la adoraban y reverenciaban con más solemnidad que a los otros?
¿Quién ha de sufrir que no colocasen a la Felicidad ni aun entre los dioses Cosentes, que
dicen asisten al consejo de Júpiter, ni entre los dioses que llaman Sabetos, dedicándola
algún templo que, por la excelencia del lugar y la majestad del edificio, fuera preeminente?
¿Y por qué no debía ser más suntuoso que el del mismo Júpiter? ¿Pues quién dio el reino a
Júpiter, sino la Felicidad? Si, pero fue feliz cuando reinó, y mejor es, sin duda, la felicidad
que el reino, porque es infalible que fácilmente hallaréis quien rehúse ser rey, pero no
hallaréis ninguno que no quiera ser feliz; luego si consultaran a los mismos dioses, por vía
de prestigio o agüeros, o de cualquier otro modo que éstos entienden que pueden ser
consultados, si, por ventura, querían ceder su lugar a la Felicidad, aun en el caso que el
paraje donde hubiese de erigirse a la Felicidad su mayor y más suntuoso templo estuviese
ocupado con algunos templos y altares de otros dioses, hasta el mismo Júpiter cediera el
suyo a la Felicidad y señalara la misma cumbre del monte Capitolino, lo que ninguno
contradijera si no opusiera a la Felicidad, sino lo que es imposible, el que, quisiese ser
infeliz.

Es evidente que si se lo preguntaran a Júpiter, no practicara, lo que hicieron con él los


dioses Marte, Término y Juventas, que no quisieron de modo alguno cederle su lugar, no
obstante ser el mayor y su rey; pues, según refieren sus historias, queriendo el rey Tarquino
fabricar el Capitolio y observando que el paraje que le parecía más digno y acomodado, le
tenían ya ocupado algunos dioses extraños, no atreviéndose a deliberar cosa alguna contra
la voluntad de éstos, y creyendo que de su voluntad, gustosamente, cederían el lugar a un
dios tan grande y que era su príncipe (por haber copiosa abundancia de ellos en el
Capitolio), tomando su agüero procuró saber por el oráculo si querían conceder el lugar a
Júpiter, y todos convinieron en desocuparle a excepción de los referidos Marte, Término y
Juventas; por esta causa se dispuso la fábrica del Capitolio de tal modo, que quedaron
igualmente dentro de él estos tres tan desconocidos y con señales tan oscuras, que apenas
lo sabían hombres doctísimos; así que en ninguna manera despreciara Júpiter a la
Felicidad, como a él le despreciaron Marte, Término y Juventas; y aun estos mismos que
no cedieron a Júpiter, sin duda que cedieran su lugar a la Felicidad que les dio por rey a
Júpiter, o si no se le dejaran no lo hicieran por menosprecio, sino porque quisieran más ser
desconocidos en casa de la Felicidad que ser sin ella ilustres en sus propios lugares.

Y así, colocada la Felicidad en un lugar tan alto y eminente, supieran todos los ciudadanos
adónde habían de acudir en busca de ayuda y favor para el cumplimiento de todos sus
buenos deseos. Conducidos de la misma Naturaleza, sin hacer caso de la muchedumbre
superflua de los demás dioses, adoraran a sola la Felicidad; a ella sólo fueran las rogativas,
sólo su templo frecuentaran los ciudadanos que quisiesen ser felices, y no habría uno solo
que no lo quisiera hacer. Ella misma fuera a la que los hombres dirigieran sus plegarias,
ella sola a la que implorasen y rogasen entre todos los dioses, y aun estos mismos; porque
¿quién hay que quiera alcanzar alguna gracia de un dios, sino la felicidad, o lo que piensa
que importa para la felicidad? Por tanto, si la Felicidad tiene en su mano el comunicarse a
la persona que quisiere (y tiénelo, sin duda, si es diosa”, ¿qué ignorancia tan crasa es
pedirla a otro dios, pudiéndola alcanzar de ella propia? Luego debieran estimar a esta diosa
sobre todos los dioses, honrándola también con darla el mejor lugar; porque, según se lee
en sus historias, los antiguos romanos tributaron adoraciones a no sé qué Sunmiano, a
quien atribuían el descenso de los rayos que calan de noche, aunque con más reli- giosidad

Página 123 de 123


La Ciudad De Dios San Agustín

que a Júpiter, a quien pertenecía la dirección de los rayos que caían de día; pero después
que edificaron a Júpiter aquel templo más magnífico y suntuoso por su excelencia y
majestad, acudió a él tal multitud de gentes, que apenas se halla ya quien se acuerde
siquiera de haber leído el nombre de Sunmiano, el cual no se oye ya en boca de alguno. Y
si la Felicidad no es diosa, como es cierto, porque es don de Dios, búsquese a aquel Dios
que nos la pueda dar, y dejen la multitud prejuiciosa de los falsos dioses, la cual sigue la
ilusa turba de los hombres ignorantes, haciendo sus dioses a los dones de Dios, ofendiendo
con la obstinación de su arrogante y pervertida voluntad al mismo de quien es peculiar la
distribución de estos dones; porque no le puede faltar infelicidad al que reverencia a la
felicidad como diosa y deja a Dios, dador y dispensador de la verdadera felicidad; así como
no puede carecer de hambre el que lame pan pintado y no lo pide al que lo tiene verdadero
y puede darlo.

CAPITULO XXIV

Cómo defienden los paganos el adorar por dioses a los mismos dones de Dios Pero quiero
que veamos y consideremos sus razones: ¿Tan necios, dicen, hemos de creer que fueron
nuestros antepasados, que no entendieron que estas cosas eran dones y beneficios di-vinos
y no dioses? Sino que, como sabían que semejantes gracias nadie las conseguía si no es
concediéndolas algún dios a los dioses, cuyos nombres ignoraban, les ponían el nombre de
los objetos y cosas que veían que ellos daban, sacando de allí algunos nombres.

Como de bello dijeron Belona, y no bellum; de las cunas, Cunina, y no cuna; de las segetes
o mieses, Segecia, y no seges; de las pomas o manzanas Pomona, y no pomo; de los bueyes
Bubona, y no buey, o también, sin alterar ni la palabra, sino denominándolas con sus
propios nombres, como Pecunia se dijo de la diosa que da el dinero, sin tener de ningún
modo por dios a la misma pecunia; así se llamó Virtud la que concede la virtud; Honor, el
que da la honra; Concordia, la que da concordia; Victoria, la que da victoria; y por eso
dicen que cuando llaman diosa a la Felicidad no se atiende a la que se da, sino al dios que
la da. Con esta razón que nos han suministrado, con mayor facilidad persuadiremos a los
que no fueren de ánimos demasiado obstinados.

CAPITULO XXV

Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa, con todo, se ve que es
dador de la felicidad Pero si ya echó de ver la humana flaqueza que la felicidad no la
podía conceder sino algún dios, sintiendo esto mismo los hombres que adoraban tanta
multitud de dioses, y entre ellos al mismo Júpiter, rey de los dioses, porque ignoraban el
nombre del que concedía la felicidad, por eso quisieron llamarle con el nombre peculiar de
la gracia que entendían que daba; luego suficientemente nos dan a entender que ni aun el
mismo Júpiter, a quien ya adoraban, les podía dar la felicidad, sino aquel a quien con el
nombre de la misma felicidad les parecía que se debía adorar; y apruebo, ciertamente, lo
que ellos creyeron, que daba la felicidad un dios a quien no conocían; luego busquen a
éste, adórenle; éste basta. Repudien el orgullo y tráfico de innumerables demonios; no
baste este dios a quien no le basta su don; a aquél, digo, no le baste, para que adore y
reverencie al Dios dador de felicidad, a quien no le basta ni satisface la misma felicidad;

Página 124 de 124


La Ciudad De Dios San Agustín

pero al que le es suficiente (pues que no tiene el hombre objeto que deba desear más) sirva
a un solo Dios dador de la felicidad. No es éste el que ellos llaman Júpiter, porque si le
reconocieran a éste por dispensador de la felicidad, sin duda que no buscaran otro u otra
del nombre de la misma felicidad que les concediera esta particular gracia, ni fueran de
parecer que debían adorar al mismo Júpiter por sus muchas maldades.

CAPITULO XXVI

De los fuegos escénicos que pidieron los dioses a los que los adoraban Pero “crímenes tan
obscenos los finge Homero -dice Tulio-, así como las acciones humanas que transfirió, a
los dioses, y yo quisiera más que trasladara las divinas a nosotros”. Con razón desagradó a
tan eximio orador y filósofo la relación del poeta, porque en ella no hizo más que suponer,
falsamente, culpas y crímenes de los dioses; mas ¿por qué causa celebra los juegos
escénicos, donde estos delitos se cantan y representan en honor de los dioses, y los más
doctos entre ellos los colocan entre los ritos tocantes al culto divino? Aquí pudiera clamar
Cicerón no contra las ficciones de los poetas, sino contra las costumbres de sus mayores.
¿Pero, acaso, no debían exclamar también ellos en su defensa, diciendo en qué hemos
pecado nosotros? Los mismos dioses nos pidieron que hiciéramos estos juegos en honra
suya; rigurosamente nos lo mandaron, y nos amenazaron con terribles calamidades si no
los ejecutábamos, y porque por accidentes extraordinarios omitimos alguna particularidad
de ellos, o los suspendimos algún tiempo, nos castigaron severamente, y porque
practicamos lo que dejamos de hacer por breves instantes, se mostraron contentos y
apiadados.

Entre sus virtudes y hechos maravillosos se refiere el siguiente: Dijéronle en sueños a Tiro
Latino, labrador romano, padre de familia, fuese y avisase al Senado que volviesen a
celebrar de nuevo los juegos romanos. El primer día en que debían hacerlos sacaron al
suplicio a un malhechor en presencia del pueblo romano, y como pretendían realmente los
dioses lograr un completo júbilo y regocijo en los juegos, les ofendió la triste y rigurosa
justicia pública; y como el que había sido advertido en sueños no se atrevió al día siguiente
a ejecutar lo que le mandaron, la segunda noche le volvieron a prevenir lo mismo con más
rigor, y perdió la vida su hijo mayor, porque no lo practicó; la tercera noche le dijeron que
le amenazaba aún mayor castigo si no ejecutaba la orden; y no atreviéndose, a pesar de la
cruel amenaza, cayó enfermo con un mal terrible y maligno; entonces, por consejo de sus
amigos, dio, al fin, cuenta a los senadores, haciéndose conducir en una litera al Senado; y
luego que declaró su misterioso sueño, recobró inmediatamente la salud, volviéndose a pie,
sano y bueno, a su casa.

Atónito el Senado con tan estupendo portento, mandó, que se volviesen a celebrar los
juegos, gastando en ellos cuatro veces mayor cantidad de la acostumbrada. ¿Qué hombre
juicioso y sensato habrá que no advierta cómo los hombres sujetos a los infernales espíritus
(de cuyo poderío no los puede librar otro que la gracia de Dios por Jesucristo Señor
nuestro) fueron forzados a hacer en honor de estos dioses acciones que con justa razón se
podían tener por torpes? Porque en los juegos escénicos es notorio se celebran las culpas y
ficciones poéticas de los dioses, los cuales se renovaron por orden del Senado, habiéndole
apremiado a ello los dioses.

En tales fiestas, los obscenos y deshonestos farsantes cantaban, representaban y aplacaban


a Júpiter de un modo extraordinario, manifestando claramente cómo era un profanador y

Página 125 de 125


La Ciudad De Dios San Agustín

corruptor de la honestidad. Si los sucesos reiterados en el teatro eran fingidos, enojárase en


hora buena; pero si se holgaba y lisonjeaba de sus crímenes supuestos, ¿cómo había de ser
reverenciado si no sirviendo al demonio? ¿Es posible que había de fundar, dilatar y
conservar el Imperio romano este hombre, el más abatido e infame, que cualquier romano a
quien no agradaran ciertamente semejantes torpezas? ¿Y había de dar la felicidad el que
tan infelizmente se hacía venerar y si así no le reverenciaban, se enojaba en extremo?

CAPITULO XXVII

De tres géneros de dioses de que habló el pontífice Escévola Refieren las historias que el
doctísimo pontífice Escévola trató de tres géneros de dioses, de los cuales, el uno
introdujeron los poetas, otro los filósofos y el tercero algunos príncipes de la ciudad. El
primero dice que es una patraña, porque suponen muchas operaciones indignas del carácter
de los dioses. El segundo, que no conviene a las ciudades, porque tiene algunas cosas
superfluas, y otras también que nos conviene las sepa el pueblo: lo superfluo no es ahora
tan digno de tenerse en cuenta, pues aun entre los doctos se suele decir que lo superfluo no
daña; pero ¿cuáles son aquellas particularidades que, publicadas, dañan al vulgo? El saber
que Hércules, Esculapio, Cástor y Pólux no son dioses, pues escriben los doctos que fueron
hombres, y que murieron como hombres; y ¿qué más?, que de los que son realmente dioses
no tienen las ciudades verdaderas imágenes, porque el que es verdadero Dios no tiene sexo,
ni edad, ni ciertos y determinados miembros del cuerpo. Esto no quiere el pontífice que lo
sepa el pueblo, porque no las tiene por falsas; luego opinó es bueno que sean engañadas las
ciudades en materia de religión. Lo cual no duda afirmar el mismo Varrón en los libros de
las cosas divinas. ¡Graciosa religión para que acuda a ella el enfermo en busca de su
remedio, e indagando él la verdad para librarse, creamos que le está bien el engañarse en
las mismas historias! No se omite tampoco la razón por qué Escévola no admite el género
poético de los dioses, y es porque de tal manera afean y desfiguran a los dioses, que ni
siquiera se pueden comparar a los hombres de bien, haciendo al uno ladrón y al otro
adúltero.

Y del mismo modo hacen que digan o hagan algunas cosas fuera de su orden natural, torpe
y neciamente, publicando que tres diosas compitieron entre sí sobre quién llevaría el
premio de la hermosura, y que las dos, por haber sido vencidas por Venus, destruyeron a
Troya; que las diosas se casan con los hombres; que Saturno se comía a sus hijos; en fin,
que no se puede fingir engaño alguno sobre horrendos monstruos o vicios que no se halle
allí; todo lo cual es muy ajeno a la naturaleza de los dioses. ¡Oh Escévola, pontífice
máximo! Destierra los juegos, si puedes; manda al pueblo que no haga tales honores a los
dioses inmortales, con los que se deleite en admirarse de las culpas y delitos de los dioses,
y se le antoja de imitar lo que es posible y fácil, y si te respondiere el pueblo: “Vosotros,
pontífices, nos enseñasteis esta doctrina”, acude y ruega a los mismos dioses, por cuya
sugestión lo mandaste, que ordene no se ejecuten semejantes fiestas por ellos; las cuales, si
son malas, por la misma razón en ninguna conformidad es justo que se crean de la
majestad de los dioses; pues mayor injuria es la que se hace a éstos suponiendo libremente
y sin temor semejantes abominaciones de ellos, pero no te oirán, son demonios, enseñan
máximas perversas, gustan de torpezas, no sólo no las tienen por injuria cuando fingen de
ellos estas liviandades, sino que no pueden sufrir de modo alguno la contumelia que
reciben cuando estas torpezas no se representan en sus solemnidades. Ya, pues, si de estos
juegos os quejaseis a Júpiter, especialmente por razón de que en ellos se representa la
mayor parte de sus culpas y horrendos crímenes, acaso, aunque tengáis y confeséis a

Página 126 de 126


La Ciudad De Dios San Agustín

Júpiter por persona que rige y gobierna todo este mundo, por el mismo hecho de meterle
vosotros entre la turba de los otros y adorarle juntamente con ellos y decir que es su reino,
le hacéis una notable injuria.

CAPITULO XXVIII

Si para alcanzar y dilatar el Imperio les aprovechó a los romanos el culto de sus dioses
Luego de ningún modo semejantes dioses como éstos que se aplacan; o, por mejor decir, se
infaman con tales honores, que es mayor culpa el gastar de ellos siendo falsos que si se
dijeran de ellos con verdad; de ningún modo, digo, estos dioses pudieron acrecentar y
conservar el Imperio romano; porque si pudieran hacerlo, dispensaran antes esta gracia tan
particular a los griegos, quienes en iguales solemnidades divinas, esto es, en los juegos
escénicos, los honraron con mucho más respeto y más dignamente, supuesto que ni aun a si
propios se eximieron de la mordaz crítica de los poetas con que veían afrentar a los dioses,
concediéndoles permiso para que trataren mal a quien se les antojase, y a los mismos
actores no los tuvieron por personas abominables ni infames, antes los estimaron por
beneméritos dignos de grandes honras y dignidades.

Con todo, así como los romanos, pudieron tener la moneda de oro, aunque no veneraran al
dios Aurino, y así como pudieron tener la de plata y la de bronce, aunque no tuvieran a
Argentino ni a su padre, Esculano, y de este modo todo lo demás cuya narración fastidia,
así también, aunque por ningún titulo pudieran tener el Imperio contra la voluntad del
verdadero Dios, sin embargo, aun cuando ignoraran o vilipendiaran a estos dioses falsos,
conocieran o veneraran a Aquel uno y solo con fe sincera y buenas cos- tumbres, y no sólo
gozaran en la tierra de un reino mucho más apreciable, cualquiera que fuese, grande o
pequeño, sino que después de éste alcanzaran el eterno, ya le tuvieran aquí o no le tuvieran.

CAPITULO XXIX

De la falsedad del agüero que pareció haber pronosticado la fortaleza y estabilidad del
imperio romano ¿Y qué fue lo que dicen haber sido un maravilloso agüero? Digo lo que
referí poco antes: que Marte, Término y Juventas no quisieron ceder su lugar a Júpiter, rey
de los dioses, porque con esto, dicen, pronosticaron que la nación Marcial, esto es, los
romanos, a nadie habían de ceder el lugar que ocupasen; que ninguno había de mudar los
términos y límites romanos por respeto al dios Término, y que la juventud romana, por la
diosa Juventas, a nadie había de ceder en valor y constancia.

Advertían, pues, el aprecio en que tenían al rey de sus dioses y dador de su reino, supuesto
que le oponían tales agüeros, teniendo por presagio muy favorable el que no se le hubiera
cedido el lugar preeminente; aunque si esto es cierto, nada tienen que temer, ya que no han
de confesar ingenuamente que sus dioses, que no quisieron ceder a Júpiter, cedieron por
necesidad a Cristo, puesto que sin detrimento ni menoscabo de los límites del Imperio
pudieron ceder al Salvador los lugares en donde residían, y, principalmente, los corazones
de los fieles. No obstante, antes que Cristo viniese, al mundo en carne mortal; antes, en fin,
que se escribiesen estos sucesos que referimos y citamos de sus libros, y después que en
tiempo de Tarquino tuvieron aquel agüero, fue derrotado en distintas ocasiones el ejército
romano; esto es, le hicieron huir, y demostró ser falso el agüero que aquella juventud no
había cedido a Júpiter; la gente marcial, vencida por los galos, fue atropellada y degollada

Página 127 de 127


La Ciudad De Dios San Agustín

dentro de la misma Roma y los límites del Imperio, pasándose muchas ciudades al partido
de Aníbal, se encogieron y estrecharon grandemente.

Así salieron vanos sus admirables agüeros, y quedó contra Júpiter la contumacia, no de los
dioses, sino de los demonios, porque una cosa es no haber cedido, y otra el haber vuelto al
lugar desde donde habían cedido, aunque también después. en las provincias del Oriente se
mudaron los límites del Imperio romano, queriéndolo así el emperador Adriano. Este
concedió graciosamente al Imperio de los persas tres hermosas provincias: Armenia,
Mesopotamia. y Asiria, de suerte que el dios Término, que, según éstos, defendía los
límites romanos, y que por aquel admirable agüero no cedió su lugar a Júpiter, parece que
temió más a Adriano, rey de los hombres, que al rey de los dioses; y habiéndose recobrado
en esta época estas provincias, casi en nuestros tiempos retrocedieron nuevamente los
límites, cuando el emperador Juliano, dado a los oráculos de aquellos dioses, con
demasiado atrevimiento mandó quemar las naves en que se llevaban los bastimentos, con
cuya falta el ejército, habiendo muerto luego el emperador de una herida que le dieron los
enemigos, vino a padecer tanta necesidad, que fuera imposible escapar nadie, viéndose
acometidos por todas partes, y los soldados, turbados con la muerte de su general, si por
medio de la paz no se pusieran los límites del Imperio donde hoy perseveran, aunque no
con tanto menoscabo como los concedió Adriano; pero fijos, en efecto, por medio de un
tratado amistoso. Luego, con vano agüero, el dios Término no cedió a Júpiter, pues cedió a
la voluntad de Adriano; cedió a la temeridad de Juliano y a la necesidad de Joviano. Bien
advirtieron estos lances los romanos más inteligentes y graves; pero eran poco poderosos
para rebatir las inveteradas y corrompidas costumbres de una ciudad que estaba ligada con
los ritos y ceremonias de los demonios, y ellos, aunque entendían que todo aquello era
vanidad, eran de opinión que se debía tributar el culto divino que se debe a Dios, a la
Naturaleza criada, que está sujeta a la, providencia e imperio de un solo Dios verdadero;
sirviendo, como dice el Apóstol, “antes a la criatura que, al Criador, que es bendito para
siempre”. El auxilio de este Dios verdadero era necesario para que nos enviara varones
santos y verdaderamente píos que murieran por la verdadera religión, a fin de que se
desterrara de entre los que viven y siguen la falsa.

CAPITULO XXX

Qué opinan los gentiles de los dioses que adoran Cicerón, siendo miembro del Colegio de
Augures o Adivinos, se burla de los agüeros y reprende a los que disponen el método y
régimen de su vida por las voces del cuervo y de la corneja. Pero éste académico, que
sostiene que todas las cosas son inciertas, no merece crédito ni autoridad alguna en está
materia. En sus libros, y en el segundo, De la naturaleza de los dioses, disputa en persona
de Quinto Lucio Balbo, y aunque admite tas supersticiones que se derivan de la naturaleza
de las cosas, como las físicas y filosóficas, con todo, reprueba la institución de los
simulacros o ídolos y las opiniones falsas, diciendo de este modo: “¿Veis cómo de las
cosas físicas que descubrieron y hallaron los hombres con utilidad y provecho de la
humana sociedad tomaron ocasión para fingir e inventar dioses fabulosos? Lo cual fue
motivo de formarse muchas opiniones falsas, de errores turbulentos y de supersticiones
casi propias de viejas; porque conocemos la fisonomía de los dioses, su edad, vestido y
ornato, y asimismo el sexo, los casamientos, parentescos y todo ello reducido al modo y
talle de nuestra humana flaqueza, pues nos lo introducen con ánimos perturbados;
conocemos, asimismo, los apetitos de los dioses, sus melancolías. y enojos, ni estuvieron
exentos (según refieren las fábulas) de disensiones y guerras, no sólo, como vemos en

Página 128 de 128


La Ciudad De Dios San Agustín

Homero, cuando los dioses, unos favoreciendo una facción y otros la otra, ayudaban a dos
ejércitos contrarios, sino también cuando sostuvieron sus propias guerras, como las que
tuvieron con los titanes o gigantes.

Estas particularidades no sólo se dicen, sino que se creen muy neciamente, y en realidad no
son más que sofismas llenos de vanidad y de suma liviandad.” Y ved aquí, entretanto,
palpable lo que confiesan los que defienden a los dioses de los gentiles; pues cuando añade
después que esta doctrina pertenece a la superstición, y aun a la religión que él parece
enseña, según los estoicos, “porque no sólo los filósofos, dicen, sino también nuestros
antepasados, distinguieron la superstición de la religión, en atención a que todo el día
rezaban y sacrificaban para que les sobreviviesen sus hijos supérstites, por lo cual los
llamamos supersticiosos”. ¿Quién no advierte que Cicerón procura aquí, por temor de no
contravenir al uso y costumbre de su ciudad, alabar la religión de sus ma- yores, y
queriéndola distinguir de la superstición no halla medio para poderlo hacer? Porque silos
progenitores llamaron supersticiosos a los que todo el día rezaban y sacrificaban, ¿acaso no
los denominaron así los que idearon, no sin reprenderlo aquél, las estatuas de los dioses, de
diferente edad, vestido, sexo, sus casamientos y parentescos? Estas preocupaciones, sin
duda, cuando se reprenden como supersticiosas, la misma culpa comprende a los
antepasados, que establecieron y adoraron semejantes estatuas, que a él mismo, que por
más que procurar con el sacrificio de su elocuencia desenvolverse y librarse de ella, con
todo, le era necesario tributarles culto, por no exponerse a los rigores de un pueblo iluso; ni
tampoco lo que dice aquí Cicerón y defiende con tanta energía se atreviera a mentarlo,
perorando delante del pueblo. Demos, pues, los cristianos gracias a Dios nuestro Señor, no
al cielo ni a la tierra, como éste enseña, sino al que hizo el cielo y la tierra, de que estas
supersticiones, que este Balbo como balbuciente apenas reprende, las derribó por la
elevada humildad de Cristo, por la predicación de los Apóstoles, por la fe de los mártires,
que mueren por la verdad y viven con ella, las derribó, digo, y desterró no sólo de los
corazones religiosos, sino de los templos supersticiosos, con libre servidumbre de los
suyos.

CAPITULO XXXI

De las opiniones de Varrón, que, aunque reprueba la persuasión que tenía el pueblo, y no
llega a alcanzar la noticia del verdadero Dios, con todo, es de parecer que se debía adorar
un solo Dios Pues qué, el mismo Varrón (de quien nos pesa que haya colocado entre los
asuntos de la religión los juegos escénicos, aunque esto no fuese de su dictamen, pues en
muchos lugares, como religioso, exhorta al culto de los dioses), ¿acaso no confiesa que no
sigue por parecer propio las cosas que refiere instituyó la ciudad de Roma acerca de este
punto, de modo que no duda decir que, si él fundara de nuevo aquella ciudad, dedicara los
dioses y los nombres de éstos según la fábula de su naturaleza? Pero dice que le precisa
seguir como estaba recibida por los antiguos en el pueblo viejo, la historia de sus nombres
y sobrenombres, así como elles nos la dejaron, y escribir y examinarlos atentamente,
llevando la mira y procurando que el vulgo se incline antes a reverenciarlos que a
menospreciarlos; con las cuales palabras este hombre indiscreto, bastantemente nos da a
entender que no declara todo lo que él solo despreciaba, sino lo que parecía que había de
vilipendiar el mismo vulgo, si no lo pasase en silencio. Pareciera esto, hablando de las

Página 129 de 129


La Ciudad De Dios San Agustín

religiones, no dijera claramente que muchas cosas hay verdaderas que no sólo no es útil
que las sepa el vulgo, sino también, dado que sean falsas, es conveniente que el pueblo lo
entienda de otra manera; y por esto los griegos ocultaron con silencio y entre paredes sus
mayores secretos y misterios.

Aquí realmente nos descubrió toda la traza de los presumidos de sabios, por quienes se
gobiernan las ciudades y los pueblos, aunque de estas seducciones y estos maravillosos
gustan los malignos demonios pues igualmente están en posesión de los seductores y de los
seducidos, y de su posesión y dominio no hay quien los pueda librar, sino, es la gracia de
Dios por Jesucristo Señor nuestro. Dice también el mismo sabio y discreto autor que es
Dios los que creyeron era un espíritu, que con movimiento y discurso gobierna: el mundo;
con cuyo sentir, aunque no alcanzó un conocimiento exacto y genuino de la verdad (porque
el Dios verdadero no es precisamente el alma del mundo, sino más bien el Criador y
Hacedor de este espíritu), con todo, si pudiera eximirse de las opiniones que estaban ya tan
recibidas por la costumbre, confesara y persuadiera eficazmente que se debía adorar a un
solo Dios, que con movimiento y razón el Universo; de modo que sobre este punto sólo
quedara con la indecisa la cuestión y duda en cuanto que es espíritu, y no como debiera
decir, Criador del alma.

Dice asimismo que los antiguos romanos, por más de ciento setenta años, adoraron y
veneraron a los dioses sin estatuas; y “si esto, añade, perseverara todavía, con más castidad
y santidad se reverenciaran los dioses”, Y en apoyo de su parecer cita, entre otros, por
testigo la nación de los judíos, no dudando de concluir su discurso diciendo: “Que los
primeros que introdujeron en el pueblo las estatuas de los dioses quitaron el miedo a los
ciudadanos y los indujeron a nuevos errores”; advirtiendo, como prudente, que fácilmente
podía despreciar a los dioses por la imperfección de sus imágenes; al decir no sólo que
enseñaron errores, sino que les indujeron, quiere dar a entender ciertamente que también
sin las estatuas, había ya errores.

Por eso, cuando dice que sólo acertaron a indicar lo que era Dios los que se persuadieron
era el alma que gobernaba el mundo, y es de parecer que más casta y santamente se guarda
la religión sin estatuas, ¿quién no advierte cuánto se aproximó al conocimiento de la
verdad? Porque si se atreviera a oponerse a un error tan antiguo, sin duda que diría: lo uno
que había un solo Dios, por cuya providencia creía que se gobernaba el mundo! y lo otro
que éste debía adorarse sin representación sensible Y así, hallándose tan cercano a las
primeras nociones de la verdadera religión, acaso cayera fácilmente en la cuenta, opinando
que el alma era mudable, para de este modo poder entender que Dios verdadero era una
naturaleza inmutable que había criado asimismo a la misma alma.

Y siendo esto cierto, todas las vanidades ilusorias de muchos dioses, de que semejantes
autores han hecho mención en sus libros, más han sido obligados por ocultos juicios de
Dios a confesarías como son que procurando persuadirlas. Cuando citamos algunos
testimonios de éstos, los alegamos para convencer a esos que no quieren advertir de cuán
terrible y maligna potestad de los espíritus infernales nos libra el incruento sacrificio de la
sangre santísima que por nosotros se derramó y el don y gracia del espíritu que por él se
nos comunica.

CAPITULO XXXII

Página 130 de 130


La Ciudad De Dios San Agustín

Con qué pretexto quisieron los príncipes gentiles que perseverasen entre sus vasallos las
falsas religiones Dice también que por lo que se refiere a las generaciones de los dioses, el
pueblo se inclinó más a la autoridad de los poetas que a la de los físicos, y que por lo
mismo sus antepasados, esto es, los antiguos romanos, creyeron como indudable el sexo y
generaciones de los dioses, y creyeron que entre ellos habla también casamientos; lo cual,
ciertamente, parece que no lo hicieran si no fuera porque el empeño y principal pretensión
de los prudentes y sabios del siglo fue engañar al pueblo su color de religión, y en esto
mismo no sólo adorar, sino imitar también a los demonios, que principalmente intentan
seducirnos; porque así como los demonios no pueden poseer sino a los que han engañado,
así también los príncipes, no digo los justos, sino los que son semejantes a los demonios, lo
mismo que sabían era mentira y vanidad con nombre de religión, como si fuera verdad lo
persuadieron al pueblo, pareciéndoles que de este modo estrechaban más en él el vínculo
de la unión civil, para tenerle así obediente y sujeto; y con tal traza, ¿cómo el flaco e
ignorante podría evadirse a un tiempo de los engaños de los príncipes y de los espíritus
infernales?

CAPITULO XXXIII

Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto y potestad del
verdadero Dios Aquel gran Dios, autor y único dispensador de la felicidad, esto es, el Dios
verdadero, es el único que da los reinos de la tierra a los buenos y a los malos, no
temerariamente y como por acaso, pues es Dios y no fortuna, sino según el orden natural
de las cosas y de los tiempos, que es oculto a nosotros y muy conocido a El, al cual orden
de los tiempos no sirve y se acomoda como súbdito, sitio que El, como Señor absoluto, le
gobierna con admirable sabiduría, y como gobernador le dispone; mas la felicidad no la
concede sino a los buenos, por cuanto ésta la pueden tener y no tener los que sirven;
pueden también no tenerla y tenerla los que reinan, la cual, sin embargo, será perfecta y
cumplida en la vida eterna, donde ya ninguno servirá a otro; y por eso concede los reinos
de la tierra a los buenos y a los malos, para que los que le sirven y adoran y son aún
pequeñuelos en el aprovechamiento del espíritu no deseen ni le pidan estas gracias y
mercedes como un don grande y estimable. Y éste es el misterio del Viejo Testamento, en
donde estaba oculto y encubierto el Nuevo, porque allí todas las promesas y dones eran
terrenos y temporales, predicando al mismo tiempo, aunque no claramente, los que
entonces eran inteligentes y espirituales, la eternidad que significaban aquellas cosas
temporales, y en qué dones de Dios consistía la verdadera felicidad.

CAPITULO XXXIV

Del reino de los judíos, el cual instituyó y conservó¿ el que es sólo y verdadero Dios,
mientras que ellos perseveraron en la verdadera religión Para que se conociese también que
los bienes terrenos, a que sólo aspiran los que no saben imaginar con más utilidad
espiritual, estaban en manos dcl mismo Dios, y no en la multitud de dioses falsos (los
cuales creían los romanos antes de ahora se debían adorar), multiplicó en Egipto su pueblo,
que era en número muy corto, de donde le sacó libre de la servidumbre con maravillosos
prodigios y señales; y, con todo, no invocaron a Lucina aquellas mujeres, cuando para que,
de un modo admirable, se multiplicasen e increíblemente creciese aquella nación, las
fecundó; él fue quien libró sus hijos varones; él fue quien los guardó de las manos y furia
de los egipcios, que los perseguían y deseaban matarles; todas sus criaturas, sin la diosa

Página 131 de 131


La Ciudad De Dios San Agustín

Rumina, mamaron; sin la Cunina estuvieron en las cunas; sin la Educa y Potina
comenzaron a comer y a beber, y sin tantos dioses de niños se criaron; sin los dioses
conyugales se casaron, sin invocar a Neptuno se les dividió el mar y concedió paso franco,
y anegó, tornando a juntar sus ondas, a los enemigos que iban en su seguimiento; ni
consagraron alguna diosa Manina cuando les llovió maná del Cielo, ni cuando, estando
muertos de sed, la piedra herida con la misteriosa vara, les brotó abundancia de agua,
adoraron a las ninfas y linfas; sin los desaforados misterios de Marte y de Belona
emprendieron sus guerras; y aunque es verdad que sin la victoria no vencieron, mas no la
tuvieron por diosa, sino por un beneficio singular de Dios.

Tuvieron mieses sin Segecia; sin Bobona bueyes; miel sin Melona; pomos y frutas sin
Pomona; y, en efecto, todo aquello por lo que los romanos creyeron debían acudir a
suplicar a tanta turba de falsos dioses, lo tuvieron con mucha más bendición y abundancia
de la mano de un solo Dios verdadero; y si no pelearan contra El con curiosidad impía,
acudiendo como hechizados con arte mágica a los dioses de los gentiles y a sus ídolos, y,
últimamente, dando la muerte a Cristo, perseveraran en la posesión del mismo reino,
aunque no tan espacioso, pero sí más dichoso. Y si ahora andan tan derramados por casi
todas las tierras y naciones, es providencia inescrutable de aquel único y solo Dios
verdadero, para que, viendo cómo se destruyen por todas partes las estatuas, aras, bosques
y templos de los falsos dioses, y se prohíben sus sacrificios, se prueba y verifique por sus
libros mismos lo propio que muchos tiempos antes estaba profetizado, porque leyendo en
los nuestros no piensen acaso que es invención y ficción nuestra; pero lo que se sigue es
necesario que lo veamos en el libro siguiente.

LIBRO QUINTO EL HADO Y LA PROVIDENCIA DIVINA PROEMIO

Puesto que consta que el colmo, de todo cuanto debe desearse es la felicidad, la cual no es
diosa, sino don particular de Dios, y que por eso los hombres no deben adorar otro dios,
sino sólo al que puede hacerles felices, por cuyo motivo, si ésta fuera diosa, con razón se
diría que a ella sola se debía tributar culto; veamos ya, según estos principios, por qué
razón Dios, que puede dar los bienes que pueden gozar también los que no son buenos, y
por el mismo caso los que no son felices, quiso que el Imperio romano fuese tan dilatado y
que durase por tanto tiempo. Supuesto, pues, que esta tan admirable resolución no la causó
la muchedumbre de dioses falsos que ellos adoraban, y basta por ahora lo que hemos ya
referido acerca de ella; después diremos más donde nos pareciere a propósito.

CAPITULO PRIMERO

Que la felicidad del imperio romano y de todos los reinos no es casual ni debida a la
posición de las estrellas La causa, pues, de la grandeza y amplificación del Imperio romano
no es fortuita ni fatal, según el sentir de los que afirman que las cosas fortuitas son las que,
o no reconocen causa alguna, o suceden sin algún orden razonable, y las fatales, las que
acontecen por la necesidad de cierto orden y contra la voluntad de Dios y de los hombres.

Sin duda alguna, que la Divina providencia es la que funda los reinos de la tierra; y si
ningún entusiasta atribuye su erección al hado, fundado en que por el nombre de hado se
entiende la misma voluntad o poder de Dios, siga su opinión y refrene la lengua; y este tal
¿por qué no dirá al principio lo que ha de decir al fin cuando le preguntaren que- entiende

Página 132 de 132


La Ciudad De Dios San Agustín

por hado? Porque cuando lo oyen los hombres, según el común modo de hablar, no
entienden por esta voz sino la fuerza de la constitución de las estrellas, calculada según el
estado en que se hallan cuando uno nace o es concebido; cuya operación intentan varios
eximir de la voluntad de Dios, aunque otros quieren que este efecto dependa asimismo de
ella; pero a los que son de opinión que sin la voluntad de Dios las estrellas decretan lo que
hemos de practicar o lo que tenemos de bueno o padecemos de malo, no hay motivo para
que les den oídos ni crédito, no sólo los que profesan la verdadera religión, sino los que
siguen el culto de cualesquiera dioses, aunque falsos; porque esta opinión errónea ¿qué otra
cosa hace que persuadir que de ningún modo se adore a dios alguno, ni se le haga oración?
Contra éstos, al presente, no disputamos, sino contra los que contradicen a la religión
cristiana en defensa de los que ellos tienen por dioses; pero los que se persuaden estar
dependiente de la voluntad de Dios la constitución de las estrellas, que en alguna manera
decretan o fallan cuál es cada uno y lo que le sucede de bueno y de malo, si juzgan que las
estrellas tienen este poder recibido del supremo poder de Dios, de modo que determinen
voluntariamente estos efectos, hacen grande injuria al Cielo, en cuyo clarísimo consejo
(digámoslo así) e ilustrísima corte, piensan que se decretan las maldades que se han de
perpetrar por los malvados: que si tales las acordara alguna ciudad de la tierra por decreto
de los hombres, debiera ser destruida y asolada. ¿Y qué imperio y jurisdicción le queda
después a Dios sobre las acciones de los hombres si las atribuyen a la necesidad del Cielo,
o, por mejor decir, a la fatal constelación de los astros, siendo este gran Dios el Señor
absoluto y Criador de los hombres y de las estrellas?.

Si dicen que las estrellas no decretan estos sucesos a su albedrío, aunque hayan obtenido
facultad del sumo Dios, sino que en causar tales necesidades cumplen puntualmente sus
mandatos, ¿es posible que hemos de sentir de Dios lo que nos pareció impropio sentir de la
voluntad de las estrellas? Si instan, diciendo que las estrellas significan los futuros
contingentes, pero que no los ejecutan, de modo que aquella constitución sea como una voz
que anuncia lo que está por venir, mas que no sea causa de ello (porque esta opinión fue de
algunos filósofos bastante ignorantes), no suelen explicarse así los matemáticos, de forma
que digan de esta manera: “Marte, puesto en tal disposición, anuncia un homicidio”, sino
que dicen: “Hace un homicida”; pero aun cuando concedamos que no se expresan como
deben, y que es necesario tomen de los filósofos la regla de cómo han de hablar para
pronosticar lo que piensan que alcanzan para la constitución dc las estrellas, ¿qué arcano
tan profundo o dificultad tan intrincada es ésta, que jamás pudieron dar la razón por qué en
la vida de los mellizos nacidos de un parto, en sus acciones, sucesos, profesiones, artes,
oficios, en todo lo demás que toca a la vida humana y en la misma muerte, hay por la
mayor parte tanta diferencia, que les son más parecidos y semejantes en cuanto a es-tas
cualidades muchos extraños que los mismos mellizos entre sí, a quienes, al nacer, los
dividió un corto espacio de tiempo, y al ser concebidos con un mismo acto, y aun en un
mismo movimiento, los engendraron sus, padres?

CAPITULO II

De la disposición semejante y desemejante de dos mellizos Refiere Cicerón que


Hipócrates, insigne médico, escribe que, habiendo caído enfermos dos hermanos a un
mismo tiempo, viendo que su enfermedad en un mismo instante crecía y en el mismo
declinaba, sospechó que eran gemelos, de quienes el estoico Posidonio, aficionado en
extremo a la Astrología, solía decir que habían nacido bajo una misma constelación, que en
la misma fueron concebidos, de modo que lo que el médico decía pertenecía a la

Página 133 de 133


La Ciudad De Dios San Agustín

correspondencia o semejanza que tenían entre si por su disposición física, el filósofo


astrólogo lo atribuía a la influencia y constitución de las estrellas que se reconoció al
tiempo que nacieron y fueron concebidos.

En este punto es mucho más creíble y común la conjetura de los médicos, pues conforme a
la disposición corporal que tenían los padres, pudieron disponerse los primeros materiales
de la generación, de modo que, recibiendo el cuerpo de la madre los mismos principios
nutritivos, naciesen los hijos de igual disposición, fuera buena o mala; después, criándose
en una misma casa, con unos propios alimentos, sobre cuyas circunstancias dicen los
médicos que el aire, el sitio del lugar y la naturaleza de las aguas pueden mucho para
preparar bien o mal el cuerpo y acostumbrándose también a unos mismos ejercicios, es
natural tuviesen los cuerpos tan semejantes, que de un mismo modo se dispusieran para
estar enfermos a un tiempo, y por unas mismas causas; pero querer atribuir la igualdad y
semejanza de esta enfermedad a la disposición del cielo y de las estrellas que se observó
cuando los engendraron o cuando nacieron, siendo muy posible que se concibiesen y
naciesen tantos de diverso género y de diferentes afectos y sucesos en un mismo tiempo, en
una misma región y tierra colocada bajo un mismo cielo y clima, no sé si puede darse
mayor temeridad; aunque en este país hemos conocido mellizos que han tenido no sólo
diferentes acciones y peregrinaciones, sino que han padecido diferentes enfermedades; de
lo cual, en mi sentir, pudiera dar fácilmente la causa Hipócrates, diciendo que con el uso de
diferentes alimentos y ejercicios que proceden, no de la templanza del cuerpo, sino de la
voluntad del ánimo, les pudo suceder tener diferentes disposiciones; y seria harto
maravilloso que en este caso Posidonio o cualquier otro defensor del hado o influencia de
las estrellas pudiera hallar qué replicar, a no ser queriendo trastornar los juicios de los
ignorantes con fenómenos raros que no saben ni entienden; pues los que intentan persuadir,
computando el pequeño espacio que tuvieron entre si los mellizos mientras nacieron con
respecto a la partícula del cielo, donde se coloca la nota de la hora que llaman horóscopo, o
no puede el signo tanto cuanta es la diversidad que hay en las voluntades, acciones,
costumbres y sucesos de los gemelos, o pueden aún más estas cualidades que la misma
bajeza o nobleza del linaje de los mellizos, cuya mayor diversidad no la calculan, sino la
hora en que cada uno nace; y por consiguiente, si tan presto viene a nacer uno como otro
permaneciendo en igual grado la misma parte o punto del horóscopo, luego deberán ser del
todo semejantes o iguales en sus propiedades, lo cual es imposible hallarse en ningunos
mellizos. Y si la dilación del segundo en el nacimiento muda el horóscopo, luego los
padres serán diferentes, cuya circunstancia no puede verificarse en los mellizos.

CAPITULO III

Del argumento que Nigidio, astrólogo, tomó de la rueda del ollero en la cuestión de los
gemelos. Así que en vano se alega en comprobación de esta doctrina aquella famosa
invención de la rueda del ollero, de la cual refieren se valió Nigidio para responder
hallándose atajado en esta cuestión, por lo cual le vinieron a llamar Fígulo, pues habiendo
impelido y sacudido con toda su fuerza a la rueda, corriendo ésta la señaló con suma
presteza, como si fuera en un determinado paraje de ella, con tinta dos veces; después,
parando la rueda, hallaron los dos puntos que había señalado en las extremidades de ella no
poco distantes entre sí; “del mismo modo, dice, siendo tan imperceptible la velocidad con
que se mueve el cielo, aunque uno tras otro nazca con tanta presteza con cuanta yo herí dos
veces la rueda, es mucho mayor la ligereza del cielo en su curso; de este principio,
prosigue, dimanan todas las diferencias tan singulares que refieren hay en las costumbres y

Página 134 de 134


La Ciudad De Dios San Agustín

sucesos de los mellizos”. Esta ficción es más frágil que las mismas ollas que se forjan con
las vueltas de aquella rueda, porque si tanto importa en el cielo (lo que no puede
comprenderse en las constelaciones) que a uno de los gemelos le venga la herencia y al
otro no, ¿cómo se atreven a los que no son mellizos (examinando sus constelaciones) a
pronosticarles sucesos que pertenecen a aquel secreto que nadie puede comprender,
notándolos y atribuyéndolos a los puntos y momentos en que nacen las cria- turas? Y si
estos acaecimientos los pronostican en los nacimientos de los otros porque conciernen a
espacios y tiempos más largos, aquellos puntos y momentos de partes tan menudas que
pueden tener entre sí los gemelos cuando nacen, atribuyéndose a cosas mínimas, sobre que
no se suele consultar a los astrólogos (porque quién ha de preguntar cuándo se sienta uno,
cuándo se posea o cuándo come), ¿por ventura diremos esto cuando en las, costumbres,
acciones y sucesos de los mellizos hallamos tantas y tan diferentes propiedades?

CAPITULO IV

De tos hermanos gemelos Esaú y Jacob, y de la diferencia tan grande que hubo, entre ellos
en sus costumbres y acciones Nacieron dos gemelos en tiempo de los antiguos padres (por
hablar de los más insignes), de tal suerte en uno tras el otro, que el segundo tuvo asida la
planta del pie del primero. Hubo tanta diversidad en su vida y costumbres, tanta
desigualdad en sus acciones y tanta diferencia en el amor de sus padres, que esta distancia
les hizo entre sí enemigos. ¿Acaso refieren las historias esta particularidad de que andando
el uno el otro estaba sentado, durmiendo el uno el otro velaba, y hablando el uno el otro
callaba, todo lo cual pertenece a aquellas menudencias que no pueden comprender los que
describen la constitución de las estrellas, bajo cuyos auspicios nace cada uno, para que en
su vista puedan consultar a los matemáticos? El uno pasó su vida sirviendo a sueldo, el
otro no sirvió; el uno era amado de su madre, el otro no lo era; el uno perdió la dignidad
que entre ellos era tenida en mucho aprecio, y el otro la alcanzó; ¿pues qué diré de la
diversidad que hubo en sus mujeres, hijos y hacienda? Y si estas cosas se dicen porque se
atiende no a las diferencias pequeñísimas de tiempo que hay entre los mellizos; sino a es-
pacios de tiempo más considerables, ¿a qué viene la rueda del ollero, sino para que a los
hombres que tienen el corazón de barro los tenga al retortero, para que no queden en mal
lugar las vanidades de los matemáticos?

CAPITULO V

Cómo se, convence a los astrólogos de la vanidad de su ciencia ¿Y qué practican,


finalmente, aquellos mismos cuya enfermedad, porque a un mismo tiempo crecía y
declinaba, Hipócrates, mirándolo como médico, sospechó que eran gemelos? ¿Por ventura
no es argumento suficiente contra los que quieren atribuir a las estrellas lo que procedía de
una misma templanza y disposición física de los cuerpos? Pregunto: ¿por qué de una
misma manera y a un mismo tiempo no enfermaban el uno tras el otro, como habían
nacido, pues seguramente no pudieron nacer ambos juntamente? Y si no fue de momento
para que cayeran enfermos en diferentes tiempos el haber nacido en distintas estaciones,
¿por qué pretenden que vale para la diferencia de las otras propiedades la diferencia del
tiempo en que nacen? Pregunto asimismo: ¿por qué pudieron peregrinar en diferentes
tiempos, y en diferentes tiempos casarse, engendrar hijos y no pudieron por la misma causa
enfermar también en diferentes tiempos? Porque si la desigualdad y dilación en el nacer
mudó el horóscopo y causó desproporción y diferencia en las demás cualidades, ¿por qué

Página 135 de 135


La Ciudad De Dios San Agustín

razón perseveró en las enfermedades lo que tenían los que fueron concebidos con igualdad
a un mismo tiempo? Y si la suerte o hado de la buena o mala disposición consiste en la
concepción, y la de los demás sucesos en el nacimiento, no debieran vaticinar nada acerca
de la salud, mirando las constelaciones del nacimiento, supuesto que no pueden observar la
hora de la concepción.

Y si vaticinan las enfermedades sin examinar el horóscopo de la concepción, ¿por qué las
significan los puntos y momentos en que nacen? Pregunto: ¿cómo po- drían pronosticar a
cualquiera de aquellos mellizos, observando la hora de su nacimiento, cuándo habla de
estar enfermo, si el otro que no nació en la misma hora necesariamente había de enfermar a
un mismo tiempo? Pregunto más: si hay tanta distancia de tiempo en el nacimiento de los
mellizos, que por ello sea preciso sucederles diferentes constelaciones por el horóscopo
diferente, y por esto resultan distintos todos los ángulos cárdines, a los cuales atribuyen un
influjo tan particular, que de ellos quieren procedan diferentes hados y suertes, ¿por dónde
pudo suceder esto, pues la concepción de ellos no pudo ser en diferente tiempo? Y si dos
concebidos en un mismo momento pudieran tener diferentes hados para nacer, ¿por qué
otros dos que nacieron en un mismo instante de tiempo no pueden tener diferentes hados
para vivir y morir? Pues si un mismo momento en que ambos fueron concebidos no
impidió que naciese el uno primero y el otro después, ¿por qué causa, si nacen dos en un
momento, ha de haber algún motivo que impida que muera el uno primero y el otro
después? Si un momento en la concepción causa el que los gemelos tengan diferentes
suertes hasta en el vientre de su madre, ¿por qué un instante en el nacimiento no motivará
que otros dos cualesquiera tengan diferentes suertes en la tierra, y así se quiten todas las
ficciones de esta arte, o, mejor decir, vanidad? ¿Qué misterio se encierra en que los
concebidos eh un mismo tiempo, en un mismo momento, debajo, de una misma porción
del cielo, tengan diferentes suertes, que los impelan a nacer en diferente hora, y que dos
nacidos igualmente de dos madres en un momento de tiempo, debajo de una misma
constelación del cielo, no pueden tener diferentes suertes que los traigan a diferente
necesidad de vivir o de morir? ¿Acaso los concebidos no participan de la influencia de los
hados sino cuando llega el momento de nacer? ¿Cómo, pues, aseguran que si se halla la
hora de la concepción pueden adivinar muchas maravillas? ¿Y cómo defienden también
algunos que un sabio escogió la hora en que se había de juntar con su esposa, y mediante
una lección tan prudente logró engendrar un hermoso y perfecto hijo? ¿Cómo, finalmente,
decía Posidonio, aquel grande astrólogo y filósofo, de los dos gemelos, que la causa de
haber enfermado en un mismo tiempo consistió en que nacieron en un mismo momento, y
en uno mismo fueron concebidos? Sin duda, parece, añadió la concepción, porque no le
dijesen que no pudieron nacer precisamente en un mismo tiempo lo que era notorio fueron
concebidos en un mismo momento, y por no atribuir la particularidad de haber enfermado
de un mismo mal y a un mismo tiempo a la igual templanza o disposición del cuerpo; antes
más bien, por imputar y hacer dependiente de las estrellas aquella misma igualdad y
semejanza de enfermedad. Y si tanto puede para la igualdad de los hados la concepción, no
se habían de mudar estos mismos hados con el nacimiento, o si se in- mutan los hados de
los gemelos porque nacen en diferentes tiempos, ¿por qué no hemos de imaginar con más
justa causa que ya se habían mudado para que naciesen en diferentes tiempos? ¡Que no
pueda la voluntad de los vivos mudar los hados del nacimiento, pudiendo el orden de hacer
mudar los hados de la concepción, es admirable, sin duda!

CAPITULO VI

Página 136 de 136


La Ciudad De Dios San Agustín

Los mellizos de distinto sexo Además, en las concepciones de los mielgos que han tenido
lugar en el mismo momento, ¿de dónde procede que bajo una misma constelación fatal se
conciba uno varón, y otra, hembra? Conocemos gemelos de distinto sexo. Ambos viven
aún, ambos están aún en la flor de la edad. Aunque ellos tienen rasgos corporales
semejantes entre sí, cuanto es posible entre seres de diferente sexo, con todo, en el
comportamiento y tren de vida son tan dispares, que, fuera de las acciones femeninas, que
necesariamente se han de diferenciar de las viriles, él milita en el oficio de conde y casi
siempre está de viaje fuera de casa, y ella no se separa del suelo patrio y del propio campo.
Más aún (cosa más increíble si se da fe a los hados de los astros, y no extraña si se
consideran las voluntades de los hombres y los dones de Dios), él es casado y ella virgen
consagrada a Dios; él, padre de muchos hijos; ella ni se casó siquiera. ¿Todavía es grande
el poder del horóscopo? Sobre cuánta sea su vacuidad, ya diserté bastante. Pero, cualquiera
que sea, dicen que influye en el nacimiento. ¿Acaso también en la concepción, donde es
manifiesto que hay un solo ayuntamiento carnal? Y es tal el orden de la naturaleza; que, en
concibiendo una vez la mujer, no puede concebir después otro.

De donde resulta necesariamente que los mellizos son concebidos en el mismo momento.
¿Acaso, porque nacieron bajo diverso horóscopo, se cambió, al nacer, a aquél en varón y a
ésta en hembra? Puede, pues sostenerse no de todo punto absurdamente que ciertos influjos
sidéreos valen para solas las diferencias corporales, como vemos también variar los
tiempos del año en las salidas y puestas del sol y aumentarse y disminuirse algunas cosas
con los crecientes y menguantes de la luna, como los erizos, las conchas y los admirables
oleajes del océano, y que las voluntades de los hombres no se subordinan a las posiciones
de los astros.

El que éstos ahora se esfuercen por hacer depender de ellas nuestros actos, nos previene
para que investiguemos cómo esta su razón no puede probarse ni aun en los cuerpos. ¿Qué
hay tan concerniente al cuerpo como el sexo? Y, sin embargo, bajo la misma posición de
los astros pudieron concebirse mellizos de distinto sexo. Por tanto, ¿qué mayor disparate
puede decirse o imaginarse que pensar que la posición sideral, que fue una misma para la
concepción de ambos, no pudo hacer que, con quien tenía una misma constelación, no
tuviera sexo distinto, y pensar que la posición sideral que presidía la hora del nacimiento
pudo hacer que discrepara tanto de él por la santidad virginal?

CAPITULO VII

De la elección del día para tomar mujer o para plantar o sembrar alguna semilla en el
campo ¿Quién ha de poder sufrir el oír que con hacer elección de ciertos días procuran
formar con sus acciones unos nuevos hados? En efecto; no tuvo otro tal felicidad que
lograse tener un hijo admirable; antes, por el contrario, supo le había de engendrar soez y
despreciable, y por eso el hombre docto escogió hora determinada; luego hizo el hado que
no tenía, por el mismo hecho comenzó a ser fatal, lo que no fue en su nacimiento. ¡Oh
estupidez singular! Hacerse elección del día para tomar mujer, porque de no hacerlo así
hubiera podido suceder en fecha no propicia ¿Dónde está, pues, lo que decretaron las
estrellas cuando nació? Puede, acaso, el hombre mudar con la elección del día lo que le
estaba ya decretado, y aquello que él determinó con la elección del día ¿no lo podrá mudar
otra potestad? Mas si los hombres solos, y no todos los entes que están colocados debajo
del cielo, están sujetos a las constelaciones, ¿por qué escogen días acomodados para
plantar viñas, árboles o mieses, y otros para domar el ganado o para echar los machos a las
hembras, para que se multipliquen las yeguas o los bueyes, y todo lo que es de esta clase?

Página 137 de 137


La Ciudad De Dios San Agustín

Y si las elecciones de los días valen para estos ejercicios por causa de que la posición de
las estrellas domina sobre todos los cuerpos terrenos animados o inanimados, según la
diversidad de los momentos de los tiempos, consideren cuán innumerables son las
producciones que debajo de un mismo punto de tiempo nacen o salen de la tierra o
empiezan a crecer, y, con todo, tienen tan diferentes fines, que a cualquier niño le obligan a
que se ría y mofe de estas observaciones; porque ¿quién hay tan falto de juicio que se
atreva a decir que todos los árboles, todas las plantas y hierbas, todas las bestias, reptiles,
aves, peces, gusanillos e insectos participan, cada uno respectivamente, de diferentes
momentos en su nacimiento?

Con todo, suelen algunos, para experimentar la pericia de los astrólogos, representarles las
constelaciones de algunos animales brutos, cuyos nacimientos han observado
diligentemente en su casa para este efecto, y reputan por excelentes astrólogos a los que,
habiendo visto las constelaciones, responden que no nació hombre, sino alguna bestia,
atreviéndose a decir igualmente la calidad de la bestia, si es a propósito y acomodada para
la lana, para carga, para el arado o para la custodia de la casa; y porque tienen su sabiduría
hasta en los hados de los perros, responden a todo con grande aclamación de los que se
admiran de su vana ciencia; tan necios proceden los hombres, que imaginan que cuando
nace el hombre se impiden los demás nacimientos de las cosas naturales, de manera que
debajo de una misma región del cielo, no nazca con él ni una mosca; pero si admiten el
argumento, éste, paso a paso y poco a poco, los hace ir de las moscas a los camellos y
elefantes.

Tampoco quieren advertir que haciendo elección del día para sembrar el campo, la grande
muchedumbre de granos que cae juntamente en el suelo, juntamente nace, y, nacida,
espiga, grana y blanquea; y con todo, entre ellas, a unas mismas espigas, que son de un
mismo tiempo que las otras, sembradas, nacidas y criadas juntas, las destruye la niebla, a
otras las consumen las aves y a otras las arrancan los hombres. ¿Cómo han de decir que
tuvieron diferentes constelaciones estas semillas, que ven tienen tan diferentes fines? Por
ventura, ¿se avergonzarán y dejarán de elegir días para estas investigaciones, y negarán
que no pertenecen a los decretos del cielo, y sólo sujetarán al imperio de las estrellas al
hombre, a quien sólo en la tierra dio Dios voluntad libre? Considerando todas estas justas
reflexiones con la meditación debida, no sin razón se cree que cuando los astrólogos
,admirablemente pronostican muchos sucesos que salen verdaderos, esto sucede por oculto
instinto de los espíritus no buenos, a cuyo cargo está el plantar y establecer en los hombres
estas falsas y dañosas opiniones de los hados o influjos de las estrellas, y no por algún arte
que observa y nota el horóscopo, porque no le hay.

CAPITULO VIII

De los que entienden por hado, no la posición de los astros, sino la trabazón de las causas
que penden de la voluntad divina Pero los que entienden por nombre de hado, no la
constitución de los astros tomo se halla cuando se engendra, o nace, o crece alguna especie,
sino la trabazón y orden de todas las causas con que se hace todo lo que se hace, no hay
razón para que nosotros nos cansemos ni porfiemos obstinadamente con ellos sobre la
cuestión del nombre, supuesto que el mismo orden y trabazón de las causas la atribuyen a
la voluntad y potestad del Dios sumo, de quien se cree con realidad y verdad que sabe
todas las cosas antes que se hagan, y que no deja alguna sin orden: de quien dependen
todas las potestades, aunque no dependen de él todas las voluntades; que llamen estos

Página 138 de 138


La Ciudad De Dios San Agustín

hados con especialidad a la misma voluntad del sumo Dios, cuyo poder sin resistencia se
difunde por todo lo criado, se prueba con estos versos, que son, si no me engaño, de
Séneca “Llévame, Sumo Padre y Señor del alto Cielo, adonde quiera que quisieres;
obedeceré sin dilación alguna. Ved aquí, en resumen, que, supuesto el caso que no quiera,
he de seguirte, aunque no quiera, y haré, por fuerza, siendo malo, lo que pude hacer de
grado siendo bueno. Al que quiere llévanle suavemente los hados, y al que no quiere, por
fuerza.”

Así que con este último verso, evidentemente llamó hados a la que había llamado voluntad
del Sumo Padre, a quien dice que está dispuesto a obedecer, para que queriéndolo le lleven
de grado y suavemente, y no queriendo no le llevan por fuerza; porque, en efecto, al que
quiere le llevan suavemente los hados, y al que se resiste, por fuerza. Apoyan también esta
sentencia aquellos versos de Homero que Cicerón puso en el idioma latino, y dicen: “Tales
son las voluntades de los hombres, cuales son las influencias que al mismo padre Júpiter le
parece enviar sobre la tierra.” Y aunque fuera de poca autoridad en esta cuestión el parecer
del poeta, mas porque dice que los estoicos (que son los que defienden la fuerza del hado)
suelen citar estos versos de Homero, no se trata ya de la opinión del Poeta, sino de la de
estos filósofos, ya que con estos versos que citan en la materia, que tratan del hado
manifiestamente, declaran qué es lo que sienten que es hado, supuesto que le llaman
Júpiter, el cual piensan y entienden que es el sumo Dios, de quien dicen que depende la
trabazón de los hados.

CAPITULO IX

De ¡a presciencia de Dios y de ¡a libre voluntad del hombre contra la definición de Cicerón


A estos filósofos de tal modo procura refutar Cicerón, que le parece no ser bastante
poderoso contra ellos si no es quitando la adivinación, la cual procura destruir, diciendo
que no hay ciencia de las cosas futuras, y ésta pretende probar con todas sus fuerzas
intelectuales que es del todo ninguna, así en Dios como en los hombres; que no hay
predicción o profecía de ningún futuro; niega, por consiguiente, la presciencia de Dios,
procura enervar, desautorizar y dar por el suelo con vanos y lisonjeros argumentos todas
las profecías más claras que la luz; y opóniéndose a sí mismo algunos oráculos, a que
fácilmente se puede a satisfacción; no obstante, cuando refuta estas conjeturas de los
matemáticos de contestar, con todo, tampoco triunfa su elocuencia, porque realmente ellas
son tales, que mutuamente se destruyen y confunden.

Con todo eso, son mucho más tolerables aún los que opinan ser infalibles los hados de las
estrellas que Cicerón, que quita la presciencia de las cosas futuras; porque confesar que
hay Dios y negar que sepa lo venidero es caer en un claro desvarío, lo cual, advertido por
este elocuente orador, procuró asimismo establecer como inconcuso aquel verdadero
axioma que se halla en la Escritura: “Dijo el necio en su corazón: no hay Dios”; aunque no
en su nombre. Porque echó de ver cuan odioso y grave problema era éste; y por lo mismo,
aunque procuró disputase Cota, apoyando la hipótesis contra los estoicos en los libros de la
naturaleza de los dioses; con todo, quiso más declararse en favor de Lucio Balbo, a quien
persuadió defendiese el sistema de los estoicos, que por Cota, que pretende establecer
como principio innegable que no hay naturaleza alguna divina;. pero en los libros de
Divinationes, hablando él mismo, refute claramente la presciencia de los futuros, todo lo
cual parece lo hace por no conceder que hay hado, y echar por tierra la libertad de la
voluntad o libre albedrío; pues estaba imbuido en el error de que concediendo la ciencia de

Página 139 de 139


La Ciudad De Dios San Agustín

lo venidero se seguía necesariamente conceder la influencia del hado, de forma que en


ningún modo se pudiera negar; mas como quiera que sean las prolijas y perplejas disputas
y conferencias de los filósofos, nosotros, así como confesamos que hay un sumo y
verdadero Dios, así también confesamos su voluntad divina, sumo poder y presciencia; y
no por eso tememos que hacemos involuntariamente lo que practicamos con libre voluntad,
porque sabía ya que lo habíamos de ejecutar Aquel cuya presciencia es infalible.

Esta justa repulsa temió Cicerón por el mismo hecho de combatir la presciencia, y los
estoicos igualmente, por no verse precisados a confesar sinceramente ni decir que todas las
cosas se hacían necesariamente, no obstante que al mismo tiempo sostenían que todas se
hacían por el hado. Pero con especialidad, ¿qué fue lo que temió Cicerón en la presciencia
de los futuros para que así procurase derribarla y destruirla con un raciocinio tan impío?
Es, a saber, porque si se saben todas las cosas venideras, con el mismo orden que se sabe
sucederán han de acontecer; y si han de acontecer con este orden, Dios, que lo sabe, ab
aeterno, observa cierto y determinado orden; y si hay cierto orden en las cosas,
necesariamente le hay también en las causas, ya que no puede ejecutarse operación alguna
a que no preceda la causa eficiente, y si hay cierto orden de causas con que se efectúa todo
cuanto se hace, “con el hado, dice, se hacen todas las cosas que se hacen, lo cual, si fuese
cierto, nada está en nuestra potestad, y no hay libre albedrío en la voluntad; y si esto lo
concedemos, prosigue, todas las acciones de la vida humana van por el suelo. En vano se
promulgan leyes, en vano se aplican reprensiones, elogios, ignominias y exhortaciones, y
sin justicia se prometen premios a los buenos y penas a los malos. Por este motivo, para
que no se sigan estas consecuencias tan temerarias, funestas y perniciosas a las cosas
humanas, no consiente que haya presciencia de los futuros, reduciendo Cicerón, y
poniendo a un hombre Pío y temeroso de Dios en la estrechez de elegir una de dos vías: o
que hay alguna acción dependiente de nuestra voluntad, o que hay presciencia de lo
venidero; pues le parece que ambas po- siciones no pueden ser ciertas, sino que si se
concede la una se debe negar la otra; que si escogemos la presciencia de los futuros,
quitamos el libre albedrío de la voluntad, y si elegimos éste, quitamos la presciencia del
porvenir.

El, pues, como varón tan docto y científico, atendiendo mucho y con mucha discreción y
pericia a todo lo que toca a la vida humana, entre estos dos extremos escogió por más
adecuado el libre albedrío de la voluntad, y para confirmarle y establecerle con solidez
niega la presciencia de los futuros; y' así, queriendo hacer a los hombres Iibres, los hace
sacrílegos; pero un corazón piadoso y temeroso de Dios hace elección de lo uno y de lo
otro. “Y ¿cómo es posible esto?, dice; porque si hay presciencia de lo venidero, síganse
todas aquellas consecuencias que están entre sí trabadas, hasta que lleguemos al extremo
de confesar que no hay acción alguna dependiente de nuestra voluntad, y si alguna depende
de nuestra voluntad, por lo mismos grados llegamos a conocer que no hay presciencia de
los futuros, porque por todas ellas volveremos a raciocinar así, si hay libre albedrío, no
todas las cosas se hacen fatalmente; y s¡ no se hacen todas fatalmente, no de todas hay
cierto y determinado orden de causas.

Si no hay cierto orden de causas, tampoco hay cierto orden de cosas para la presciencia de
Dios, las cuales no se pueden hacer sin causas, antecedentes y eficientes; si no hay cierto
orden de las cosas para la presciencia de Dios, no todas las cosas suceden así como El las
sabía que habían de suceder. Y si no suceden así todas las cosas, como El sabía que habían
de acontecer, no hay, dice, en Dios presciencia de los futuros”. Nosotros confesamos
sinceramente contra esta sacrílega e impía presunción, que Dios sabe todas las cosas antes

Página 140 de 140


La Ciudad De Dios San Agustín

que se hagan, y que nosotros ejecutamos voluntariamente todo lo que sentimos, y


conocemos que lo hacemos queriéndolo así; pero no decimos que todas las cosas se hacen
fatalmente, antes afirmamos que nada se hace fatalmente, porque el nombre de hado,
donde le ponen los que comúnmente hablan, eso es, en la constitución de las estrellas, bajo
cuyos auspicios fue concebido o nació cada uno (porque esto vanamente se asegura),
probamos y demostramos que nada vale; y el orden de las causas, en cuya influencia puede
mucho la voluntad divina, ni le negamos ni le llamamos con nombre de hado, sino que es,
acaso, entendamos que fatum se dijo de fando, esto es, de hablar; porque no podemos
negar que dice la Sagrada Escritura: “Una vez habló Dios y oí estas dos, cosas: que hay en
ti, mi Dios, potestad y misericordia, y que recompensarás a cada uno según sus obras”.

En las palabras primeras, donde dice “una vez habló”, se entiende infaliblemente, esto es,
inconmutablemente habló así, como conocer inconmutablemente todas las cosas que han
de suceder, y las que El ha de hacer; así que en esta conformidad pudiéramos llamar y
derivar el hado de fando, si no estuviera admitido comúnmente el entenderse otra cosa
distinta por este nombre, a cuya excepción no queremos que se inclinen los corazones de
los hombres. Y no se sigue que si para Dios hay cierto orden de todas las causas, luego por
lo mismo nada ha de depender del albedrío de nuestra voluntad; porque aun nuestras
mismas voluntades están en el orden de las causas, el que es cierto y determinado respecto
de Dios, y se comprende en su presciencia, pues las voluntades humanas son también
causas de las acciones humanas; y así el que sabía todas las causas eficientes de las cosas,
sin duda que en ellas no pudo ignorar nuestras voluntades, de las cuales tenía ciencia cierta
eran causas de nuestras obras; porque aun lo que el mismo Cicerón concede, que no se
ejecuta acción alguna sin que preceda causa eficiente, basta para convencerle en esta
cuestión; y ¿qué le aprovecha lo que dice, que, aunque liada se hace sin causa, toda causa
es fatal, porque hay causa fortuita, natural y voluntaria? Basta su confesión cuando dice
que todo cuanto se hace no se hace sino precediendo causa; pues nosotros no decimos que
las causas que se llaman fortuitas, de donde vino el nombre de la fortuna, son ningunas,
sino ocultas y secretas, y éstas las atribuimos, o a la voluntad del verdadero Dios, o á la de
cualesquiera espíritus, y las que son naturales no las separamos de la suprema voluntad de
aquel que es Autor y Criador de todas las naturalezas. Las causas voluntarias, o son de
Dios, o de los ángeles, o de los hombres, o de cualesquiera animales; pero al mismo tiempo
deben llamarse voluntades los movimientos de los animales irracionales, con los que
practican ciertas acciones, según su naturaleza, cuando apetecen alguna cosa buena o mala,
o la evitan; y también se dicen voluntades las de los ángeles, ya sean de los buenos, que
llamamos ángeles de Dios, ya de los malos, a quienes denominamos ángeles del diablo, y
también demonios; asimismo las de los hombres, es a saber, de los buenos y de los malos;
de lo cual se deduce que no son causas eficientes de todo lo que se hace, sino las
voluntarias de aquella naturaleza que es espíritu de vida; porque el aire se llama igualmente
espíritu, mas porque es cuerpo no es espíritu de vida.

El espíritu de vida que vivifica todas las cosas y es el Criador de todos los cuerpos y
espíritus criados, es el mismo Dios, que es Espíritu no criado. En su voluntad se reconoce
un poder absoluto, que dirige, ayuda y fomenta las voluntades buenas de los espíritus
criados; las malas juzga y condena, todas las ordena, y a algunas da potestad, y a otras no.
Porque así como es Cria- dor de todas las naturalezas, así es dador y liberal dispensador de
todas las potestades; no de las voluntades, porque las malas voluntades no proceden de
Dios en atención a que son contra el orden de la naturaleza que procede de él. Así que los
cuerpos son los que están más sujetos a las voluntades, algunos a las nuestras, esto es, a las
de todos los animales mortales, y más a las de los hombres que a las de las bestias; y

Página 141 de 141


La Ciudad De Dios San Agustín

algunos a las de los ángeles, aunque todos, principalmente, están subordinados a la


voluntad de Dios, de quien también dependen todas sus voluntades, porque ellas no tienen
otra potestad que las que El les concede.

Por eso decimos que la causa que hace y no es hecha, o más claro, es activa y no pasiva, es
Dios; pero las otras causas hacen y son hechas, como son espíritus creados, y
especialmente los racionales. Las causas corporales, que son más pasivas que activas, no se
deben contar entre las causas eficientes; porque sólo pueden lo que hacen de ellas las
voluntades de los espíritus. Y ¿cómo el orden de las causas (el cual es conocido a la
presencia de Dios) hace que no dependa cosa alguna de nuestra voluntad supuesto que
nuestras voluntades tienen lugar privilegiado en el mismo orden de las causas?
Compóngase como pueda Cicerón, y arguya nerviosa y eficazmente con los estoicos, que
sostienen que este orden de las causas es fatal, o, por mejor decir, le llaman con el nombre
de hado (lo que nosotros abominamos) principalmente por el nombre, que suele tomarse en
mal sentido.

Y en cuanto niega que la serie de todas las causas no es certísima y notoria a la paciencia
de Dios, abominamos más de él nosotros que los estoicos, porque o niega que hay Dios
(como bajo el nombre de otra persona lo procuro persuadir en los libros de la naturaleza de
los dioses), o si confiesa que hay Dios, negando que Dios sepa lo venidero, dice lo mismo
que el otro necio en su corazón: Non est Deus, no hay Dios; pues el que no sabe lo futuro,
sin duda, no es Dios, y así también nuestras voluntades tanto pueden cuanto supo ya y
quiso Dios que pudiesen, y por lo mismo, todo lo que pueden ciertamente lo pueden, y lo
que ellas han de venir a hacer en todo acontecimiento lo han de hacer, porque sabía que
habían de poder y lo había de hacer Aquel cuya presciencia es infalible y no se puede
engañar. Por tanto, si yo hubiera de dar el nombre de hado a alguna cosa, diría antes que el
hado era de la naturaleza inferior, y que puede menos; y que la voluntad es de la superior y
más poderosa, que tiene a la otra en su potestad; que decir que se quita el albedrío de
nuestra voluntad con aquel orden de las causas, a quien los estoicos a su modo, aunque no
comúnmente recibido, llaman hado.

CAPITULO X

Si domina alguna necesidad en las voluntades de los hombres Así que tampoco se debe
temer aquella necesidad por cuyo recelo procuraron los estoicos distinguir las causas,
eximiendo a algunas de las necesidades y a otras sujetándolas a ella; y entre las que no
quisieron que dependiesen de la necesidad pusieron también a nuestras voluntades, para
que, en efecto, no dejasen de ser libres si se sujetaban a la necesidad. Porque si hemos de
llamar necesidad propia a la que no está en nuestra facultad, sino qué, aunque nos
resistamos hace lo que ella puede, como es la necesidad de morir, es claro que nuestras
voluntades, con que vivimos bien o mal, no están subordinadas a esta necesidad, supuesto
que ejecutamos muchas acciones que, si no quisiésemos, las omitiríamos; a lo cual,
primeramente, pertenece el mismo querer; porque si queremos es, si no queremos no es;
porque no quisiéramos si no quisiéramos. Y si se llama y define por necesidad aquella por
la cual decimos es necesario que, alguna cosa sea así o no se haga a no sé por qué hemos
de temer que ésta nos quite la libertad de la voluntad, pues no ponemos la vida de Dios y
su presencia debajo de esta necesidad; porque digamos es necesario que Dios siempre viva
y que lo sepa todo, así como no se disminuye su poder cuando decimos que no puede morir
ni engañarse; porque de tal manera no puedo esto, que si lo pudiese, sin duda, sería menos

Página 142 de 142


La Ciudad De Dios San Agustín

facultad. Por esto se dice con justa causa todopoderoso, el que con todo no puede morir ni
engañarse; pues se dice todopoderoso haciendo lo que quiere y no padeciendo lo que no
quiere; lo cual, si le sucediese, no sería todopoderoso, y por lo mismo no puede algunas
cosas, porque es todopoderoso. Así también, cuando decimos es necesario que cuando
queremos sea con libre albedrío sin duda, decimos verdad, y no por eso sujetamos el libre
albedrío a la necesidad que quita la libertad. Así que las voluntades son nuestras, y ellas
hacen todo lo que queriendo hacemos, lo que no se haría si no quisiésemos; y en todo
aquello que cada uno padece, no queriendo, por voluntad de otros hombres, también vale la
voluntad, aunque no es voluntad de aquel hombre, sino potestad dé Dios; porque si fuera
sólo voluntad, y no pudiese lo que quisiese, quedaría impedida con otra voluntad más
poderosa.

Con todo, aun entonces, habiendo querer habría voluntad, y no sería de otro, sino de aquel
que quisiese, aunque no lo pudiese lograr; y así todo lo que padece el hombre fuera de su
voluntad no lo debe atribuir a las voluntades humanas o angélicas o de algún otro espíritu
cria- dor, sino a la de Aquel que da potestad a los que quiere. Luego, no porque Dios
quisiese lo que había de depender de nuestra voluntad deja de haber algo a nuestra libre
determinación. Por otra parte, si que previó lo que había de suceder en nuestra voluntad vio
verdaderamente algo, se sigue que aun conociéndolo él, hay cosas de que puede disponer
nuestra voluntad, por lo cual de ningún modo somos forzados, aunque admitimos la
presciencia de Dios, a quitar el albedrío de la voluntad, ni aún cuando admitamos el libre
albedrío, a negar que Dios (impiedad sería imaginarIo) sabe los futuros, sino que lo uno y
lo otro tenemos, y lo uno y lo otro fiel y verdaderamente confesamos: lo primero, para que
creamos con firmeza esto otro, y lo segundo, para que vivamos bien; y mal se vive si no se
cree bien de Dios; por lo cual, este gran Dios nos libre de negar su presciencia intentando
ser libres, con cuyo soberano auxilio somos libres o lo seremos.

Y así no son en vano las leyes, las reprensiones, exhortaciones, alabanzas y vituperios;
porque también sabía que habían de ser útiles, y valen tanto cuanto sabía ya que habían de
valer; las oraciones sirven para alcanzar las gracias que sabía ya había de conceder a los
que acudiesen a él con sus ruegos: y por eso, justamente, están establecidos premios a las
obras buenas, y castigos a los pecados. Ni tampoco paca el hombre, porque sabía ya Dios
que había de pecar, antes por lo mismo, no se duda de que peca cuando peca, pues Aquel a
cuya presciencia es infalible y no se puede engañar, sabía ya que no el hado, ni la fortuna,
ni otra causa, sino él, había de pecar. El cual, si no quiere, sin duda, no peca; pero si no
quisiese pecar, también sabía ya Dios este su buen pensamiento.

CAPITULO XI

De la providencia universal de Dios, debajo de cuyas leyes está todo El sumo y verdadero
Dios Padre, con su unigénito Hijo y el Espíritu Santo, cuyas tres divinas personas son una
esencia, un solo Dios todopoderoso, Criador y Hacedor de todas las almas y de todos los
cuerpos, por cuya participación son felices todos los que son verdadera y no vanamente
dichosos; el que hizo al hombre animal racional, alma y cuerpo; el que en pecando el
hombre no le dejó sin castigo ni sin misericordia; el que a los buenos y a los malos les dio
también ser con las piedras, vida vegetativa con las plantas, vida sensitiva con las bestias,
vida intelectiva sólo con los ángeles de quien procede todo género, toda especie y todo
orden; de quien dimana la medida, número y peso; de quien pro viene todo lo que
naturalmente tiene ser de cualquier género, de cualquiera estimación que sea. de quien

Página 143 de 143


La Ciudad De Dios San Agustín

resultan las semillas de las formas y las formas de las semillas, y sus movimientos el que
dio igualmente a la carne su origen, hermosura. salud. fecundidad para propagarse,
disposición de miembros equilibrio en la salud; y el que así mismo concedió a¡ alma
irracional me moría, sentido y apetito, y a la racional, además de estas cualidades, espíritu.
inteligencia y voluntad; y el que no sólo al cielo y a la tierra, no sólo al ángel y al hombre,
pero ni aun a las delicadas telas de las entrañas de un pequeñito y humilde animal, ni a la
plumita de un pájaro, ni a la florecita de una hierba, ni a la hoja del árbol dejó sin su
conveniencia, y con una quieta posesión de sus partes, de ningún modo debe creerse que
quiera estén fuera de las leyes de su providencia los reinos de los hombres, sus señoríos y
servidumbres.

CAPITULO XII

Cuáles fueron las costumbres de los antiguos romanos con que merecieron que el
verdadero Dios, aunque no le adorasen, les acrecentase su imperio Por lo cual,
examinemos ahora cuáles fueron las costumbres de los romanos, a quienes quiso favorecer
el verdadero Dios, y los motivos por que tuvo a bien dilatar y acrecentar su Imperio aquel
Señor en cuya potestad están también los reinos de la tierra. Y con el fin de averiguar este
punto más completamente, escribí en el libro pasado a este propósito, manifestando cómo
en este importante asunto no han tenido ni tienen potestad alguna los dioses a quienes ellos
adoraron con varios ritos, y para el mismo intento sirve lo que hasta aquí hemos tratado en
este libro sobre la cuestión del hado; y no sé que nadie que estuviese ya persuadido de que
el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión que tributaba a los
falsos númenes, a qué hado pueda atribuir su silencio, sino a la poderosa voluntad del
sumo y verdadero Dios.

Así que los antiguos y primeros romanos, según lo indica y celebra su historia, aunque
como las demás naciones (a excepción del pueblo hebreo) adorasen a los falsos dioses y
sacrificasen en holocausto sus víctimas, no a Dios, sino a los demonios; “con todo, eran
aficionados a elogios, eran liberales en el dinero y tenían por riquezas bastantes una gloria
inmortal”; a ésta amaron ardientemente, por ésta quisieron vivir, y por ésta no dudaron
morir. Todos los demás deseos los refrenaron, contentándose con sólo el extraordinario
apetito de gloria; finalmente, porque el servir parecía ejercicio infame, y el ser señores y
dominar, glorioso, quisieron que su patria primeramente fuese libre, y después procuraron
que fuese señora absoluta. De aquí nació que, no pudiendo sufrir el dominio de los reyes,
“establecieron su gobierno anual nombrando dos gobernadores, a quienes llamaron
cónsules de consulendo, no reyes o señores de reinar o dominar” con despotismo.

Aunque, en efecto, los reyes parece que se dijeron así de regir y gobernar; pues el reino se
deriva de los reyes, y la etimología de éstos, como queda dicho, de regir, paro el fausto y
pompa real no se tuvo por oficio y cargo de persona que rige y gobierna; no se estimó por
benevolencia y amor de persona que aconseja y mira por el bien y utilidad pública, sino
por soberbia y altivez de persona que manda. Desterrado, pues, el rey Tarquino, y
establecidos los cónsules, siguiéronse los sucesos que el mismo autor refirió entre las
alabanzas de los romanos: “Que la ciudad -cosa increible-, habiendo conseguido la
libertad, cuanto mayor fue su incremento, tanto creció en ella el deseo de honra y gloria”.
Esta ambición del honor y deseo de gloria proporcionó todas aquellas maravillosas
heroicidades, tan gloriosas a los ojos y estimación de los hombres. Elogia el mismo
Salustio por ínclitos hombres de su tiempo a Marco Catón y a Cayo César, diciendo hacía

Página 144 de 144


La Ciudad De Dios San Agustín

muchos años que no había tenido la República persona que fuese heroica por su valor; pero
que en su tiempo hablan florecido aquellos dos excelentes y valerosos campeones, aunque,
diferentes en la condición, ideas y proyectos, y entre las alabanzas con que elogia el mérito
de César, pone que deseaba para si el generalato (mejor dijera toda la autoridad
republicana reunida en su persona), un ejército numeroso y una nueva y continuada guerra,
donde poder demostrar su valor y heroísmo. Y por eso confiaba en los ardientes deseos de
los hombres famosos por su heroicidad y fortaleza, para que provocasen las miserables
gentes a la guerra y las hostigase Belona con su sangriento látigo, a fin de que de este
modo hubiese ocasión para poder ellos manifestar su valor La causa de estos deseos, sin
duda, era aquella insaciable ansia de honra y de gloria a que aspiraban.

Por esto, primeramente por amor a la libertad, y después por afición al señorío y por
codicia de la honra y de la gloria, hicieron muchas acciones admirables. Confirma lo uno y
lo otro el insigne poeta, diciendo: “A Tarquino echado de Roma, pretendía Porsena
restablecer en su reino, y con grueso ejército la sitió; mas los ínclitos romanos por su
libertad se arrojaban a las armas con extraordinario denuedo y fiereza.” Así que entonces
tuvieron ellos por acción heroica o morir como fuertes y valerosos soldados, o vivir con
libertad; pero luego que consiguieron la libertad, se encendieron tanto en el deseo de
gloria, que les pareció poco sola la libertad, si no alcanzaban igualmente el dominio y
señorío, teniendo por grande suceso lo que el mismo poeta en persona de Júpiter dice:
“También Juno la áspera, la que ahora altera amedrentando los elementos mar, tierra y aire,
mudará sus consejos para mejor parte, favorecerá conmigo a los romanos, señores de todo
el mundo, y a la gente togada. Así lo he tenido a bien de acordarlo. Vendrá tiempo, pa-
sando años, en que el linaje de Asaraco apremiará con cautiverio a Ftía, y a la noble
Micenas, y se enseñoreará, vencidos los griegos”. Todo lo cual Virgilio refiere altamente,
aunque introduce a Júpiter como que profetiza lo venidero; pero él lo dice como ya pasado,
y lo observa como presente. He querido alegar este testimonio para demostrar que los
romanos, después de obtenida la libertad, estimaron tanto el mando y señorío, que le
colocaban entre uno de sus mayores elogios. De aquí procede la expresión del mismo
poeta, quien prefiriendo a las profesiones y artes de las demás naciones la pretensión de los
romanos, reducida al punto primordial de reinar, mandar, sojuzgar y conquistar otras
naciones, dice: “Otros harán tan al vivo las imágenes que parezca que respiran; no lo
pongo en duda. Otros en el mármol esculpirán al vivo los rostros. Otros abogarán mejor,
escribirán altamente de la astronomía de los mo- vimientos de los cielos y de los aspectos
de los signos. Tú, oh romano, no te olvides de regir a los pueblos con Imperio; guarda
solos estos preceptos; procura siempre conservar la paz, favoreciendo a los desvalidos y no
perdonando a ningún poderoso”. Estas artes y profesiones las ejercitaban con tanta más
destreza, cuanto menos se entregaban a los deleites y a todos los ejercicios que embotan y
enflaquecen el vigor del ánimo y del cuerpo, deseando y acumulando riquezas, y con ellas
estragando las costumbres, robando a sus infelices ciudadanos y gastando pródigamente
con los torpes actores; y las los que habían pasado y sobrepujado ya semejantes deslices y
defectos en las costumbres, y eran ricos y poderosos cuando esto escribía Salustio y
cantaba Virgilio, no aspiraban al honor y a la gloria por medio de aquellas artes, sino con
cautelas y engaños; y así dice él mismo: “Pero al principio más ocupados tuvo los ánimos y
corazones de los hombres la ambición que la avaricia, aunque este vicio frisa más y es más
llegado a la virtud; pues la gloria, la honra y el mando igualmente los desean el bueno y el
malo; mas el uno, dice, aspira a la obtención por el camino verdadero, y el otro (porque le
faltan medios limpios) procura alcanzarlo con cautelas y engaños.” Los medios limpios
son: llegar por la virtud, y no por una ambición engañosa, a la honra, a la gloria y al
mando, todas las cuales felicidades desean igualmente el bueno y el malo; aunque el bueno

Página 145 de 145


La Ciudad De Dios San Agustín

las procura por el verdadero camino, y este camino es la virtud, por la cual procura
ascender como al fin apetecido a la cumbre de la gloría, del honor y del mando; y que estas
particularidades las tuviesen naturalmente fijas en sus corazones los romanos, nos lo
manifiestan asimismo los templos de los dioses que tenían, el de la Virtud y el del Honor,
los cuales los edificaron contiguos y pegados el uno al otro, teniendo por dioses los dones
peculiares que con acede Dios gratuitamente a los mortales.

De donde puede colegirse el fin que se hablan propuesto, que era el de la virtud, y adónde
la referían los que eran buenos, es a saber, a la honra; porque los malos tampoco poseían la
virtud, aunque aspiraban al honor, el cual procuraban conseguir por medios detestables,
esto es, con cautelas y engaños. Con más justa razón elogió a Catón, de quien dice que
cuanto menos pretendía la gloria tanto más ella le seguía; porque la gloria de que ellos
andaban tan codiciosos es el juicio y opinión de los hombres que juzgan y sienten bien de
los hombres. Y así es mejor la virtud, que no se contenta con el testimonio de los hombres,
sino con el de su propia conciencia, por lo que dice el apóstol: “Nuestra gloria es ésta: el
testimonio de nuestra conciencia. Y en otro lugar: “Examine cada uno sus obras, y cuando
su conciencia no le remordiere, entonces se podrá gloriar por lo que ve en sí solo, y no por
lo que ve en otro”.

Así que la virtud no debe caminar detrás del honor, de la gloria y del mando, que los
buenos apetecían y adonde pretendían llegar por buenos medios, sino que estas cualidades
deben seguir a la virtud; porque no es verdadera virtud, sino la que camina a aquel fin
donde está el sumo bien del hombre, y así los honores que pidió Catón no los debió pedir,
sino que la ciudad estaba obligada a dárselos por su virtud, sin pedirlo; pero habiendo en
aquel tiempo dos personas grandes y excelentes en virtud, César y Catón, parece que la
virtud de Catón se aproximó más a la verdad que la de César; por lo cual, en sentir del
mismo Catón, veamos qué tal fue la ciudad en su tiempo, y qué tal lo fue antes. “No
penséis, dice, que nuestros antepasados acrecentaron la República con las armas. si así
fuera, tuviéramosla mucho más hermosa, porque tenemos mayor abundancia de aliados y
de ciudadanos, amén de más armas y caballos que ellos. Pero hubo otras cosas que los
hicieron grandes, y de que carecemos nosotros: en casa, la industria; fuera, el justo imperio
y el ánimo libre en el dictaminar y exento de culpa y de pasión. En lugar de esto, nosotros
gozamos del lujo y la avaricia, en público de pobreza y en privado de opulencia. Alabamos
las riquezas, seguimos la inactividad.

No hacemos diferencia alguna entre los buenos y los malos. Todos los premios de la
virtud están en manos de la ambición. Y no es maravilla, donde cada uno de vosotros se
interesa en privado por la persona, donde, en casa se da a los placeres, y aquí se hace
esclavo del dinero y del favor. De todo lo cual se sigue que se acomete a la república como
a una víctima sin defensa”. Quien oye estas palabras de Catón o de Salustio, se imagina
que todos o la mayor parte de los viejos romanos de aquel tiempo conformaban sus vidas
con las alabanzas que se les prodigan. Y no es así. De lo contrario, no fuera verdadero lo
que el mismo escribe, que ya cité en el libro II de esta obra, donde dice que las vejaciones
de los poderosos, y por ellas la escisión entre el pueblo y el senado y otras discordias
domésticas, existieron ya desde el principio. Y no más que después de la expulsión de los
reyes, en tanto que duró el miedo de Tarquino y la difícil guerra mantenida contra Etruria,
se vivió con equidad y moderación.

Después los patricios se empeñaron en tratar al pueblo como a esclavo, en maltratarle a


usanza de los reyes, en removerlos del campo y en gobernar ellos sin contar para nada con

Página 146 de 146


La Ciudad De Dios San Agustín

los demás. El fin de tales disensiones fue la segunda guerra púnica, al paso que unos
querían ser señores y otros se negaban a ser siervos. Una vez más, comenzó a cundir un
grave miedo, y a cohibir los ánimos, inquietos y preocupados por aquellos disturbios, y a
revocar a la concordia civil. Pero unos pocos, buenos según su módulo, administraban
grandes haciendas y, tolerados y atemperados aquellos males, crecía aquella república por
la providencia de esos pocos buenos, como atestigua el mismo historiador que, leyendo y
oyendo el las muchas y preclaras hazañas realizadas en paz y en guerra, por tierra y por
mar, por el pueblo romano, se interesó por averiguar qué cosa sostuvo principalmente tan
grandes hazañas. Sabía él que muchas veces los romanos habían peleado con un puñado de
soldados contra grandes legiones de enemigos; conocía las guerras libradas con escasas
riquezas contra opulentos reyes. Y dijo que, después de mucho pensar, le constaba que la
egregia virtud de unos pocos ciudadanos había realizado todo aquello, y que el mismo
hecho era la causa de que la pobreza venciera a las riquezas, y la poquedad a la multitud.
“Mas luego que el lujo y la desidia, dice, corrompió la ciudad, tomó la república con su
grandeza a dar pábulo a los vicios de los emperadores y de los magistrados”, Catón elogió
también la virtud de unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al mando por el
verdadero camino, esto es, por la virtud misma. De aquí se originaba la industria doméstica
mencionada por Catón, para que el erario fuera caudaloso, y las haciendas privadas fueran
de poca monta. Corrompidas las costumbres, el vicio hizo todo lo contrario: públicamente,
la pobreza, y en privado, la opulencia.

CAPITULO XIII

Del amor de la alabanza que, aunque es vicio se le tiene por virtud, porque por el
cohíbense mayores vicios Por eso, habiendo brillado ya por largo tiempo los reinos de
Oriente. quiso Dios se constituyera también el occidental, que fuera posterior en el tiempo,
pero más floreciente en la extensión y grandeza de imperio. Y lo concedió para amansar las
graves males de muchas naciones a tales hombres, que mediante el honor, la alabanza y la
gloria velaban por la patria, en la que buscaban la propia gloria. No dudaron en anteponer a
su propia vida la salud de la patria, aplastando por este único vicio, o sea, por el amor de la
alabanza, la codicia del dinero y muchos otros vicios.

Con más, cuerda visión apunta él que conoce que el amor de la alabanza es un vicio, cosa
que, no se oculta ni al poeta Horacio, que dice: “¿Te engalla el amor de la alabanza? Hay
remedios certeros en este librito que, leído tres veces y con sencillez, te podrán aliviar
grandemente.” Y el mismo, en verso lírico, canta así para refrenar la libido de dominio:
“Reinarás, domando tu insaciable espíritu, más anchurosamente que si juntaras Libia con la
lejana Cádiz y te sirvieran las dos Cartagos.” Sin embargo, los que no refrenan sus libidos
más torpes, rogando con piadosa fe al Espíritu Santo y amando la belleza inteligible, sino
más bien por la codicia de la alabanza humana y de la gloria, no son santos ciertamente,
pero sí menos torpes. Tulio mismo no pudo disimular esto en los libros que escribió Sobre
la República, donde habla. de la constitución del príncipe en una ciudad, y dice que hay
que alimentarlo con la gloria. A renglón seguido refiere que el amor de la gloria, inspiró a
sus mayores muchas maravillas. No sólo no oponían resistencia a este vicio, sino que
juzgaban que debía ser alentado y encendido, en la convicción de que era útil para la
república. Ni en los mismos libros de filosofía, donde lo afirma con mayor claridad, oculta
Tulio, esta peste. Hablando de los estudios, que cumple seguir por el verdadero bien, no
por la vanidad de la alabanza humana, inserta esta sentencia universal y general: “El honor

Página 147 de 147


La Ciudad De Dios San Agustín

es el alimento de las artes, y todos se apasionan por los estudios por la gloria, y siempre
yacen olvidadas las ciencias desacreditadas entre algunos.”

CAPITULO XIV

De cómo se debe cercenar el deseo de la humana alabanza, porque toda la honra y gloria de
los justos está puesta en Dios Es más conveniente resistir con firmeza este apetito que
dejarse vencer de él; porque tanto más es uno parecido a. Dios, cuanto está más limpio y
puro de semejante inmundicia. La cual, aunque en la vida presente no se desarraigue
totalmente del corazón humano, por cuanto no deja de tentar aun a los espíritus bien
aprovechados, a lo menos vénzase el deseo de gloria con el amor de la justicia, para que si
en alguno hay ciertos sentimientos nobles que entre los mundanos suelen ser despreciados,
el mismo amor de la alabanza humana se avergüence y se retire ante el amor de la verdad,
porque este vicio es tan enemigo de la fe (que se debe a Dios cuando hay en el corazón
mayor deseo de gloria que temor o amor de Dios), que dijo el Señor: “¿Cómo podéis
vosotros creer, pretendiendo ser honrados y estimados los unos de los otros, andando a
caza de la gloria vana del mundo, olvidados de aquella que sólo Dios os puede dar?” Y
asimismo dice el evangelista San Juan de algunos que habían creído en él y temían
confesarle públicamente: “estimaron más la gloria y alabanza de los hombres que la de
Dios”. Lo que no hicieron los Santos Apóstoles, quienes predicando el nombre de
Jesucristo en parajes y provincias dónde no sólo no le estimaban (porque, como dijo un
sabio, están abatidas y olvidadas siempre las cosas de las que todos generalmente no hacen
caso ni aprecian), sino que también le aborrecían en extremo, conservando en la memoria
lo que habían oído a su divino Maestro y verdadero médico de sus almas: “Si alguno no me
estimare y me negare delante de los hombres, también lo negaré yo delante de mi Padre,
que está en los Cielos, y delante de los ángeles de Dios”.

Entre las maldiciones y oprobios, entre las gravísimas persecuciones y crueles tormentos,
no dejaron de proseguir en la predicación de la salud de los hombres. aun cuando resultaba
en notable ofensa de los hombres. Y aun cuando haciendo y diciendo cosas divinas, y
viviendo divinamente después de haber conquistado en algún modo la dureza de los
corazones, e introducido la paz de la justicia y santidad, alcanzaron en la iglesia de Cristo
una suma gloria, sin embargo, no descansaron en ella como fin y blanco de su virtud, sino
que atribuyendo esto mismo a gloria de Dios por cuya singular gracia y beneficio eran
tales, con este divino fuego encendían asimismo a los que persuadían que le amasen que
también a éstos les hiciese tales; porque les había enseñado su divino Maestro que no
fuesen buenos por sólo la honra y gloria de los hombres, diciendo: “Guardaos, no hagáis
vuestras buenas obras delante de los hombres porque ellos las vean, porque de esta manera,
perderéis el premio de vuestro Padre, que está en los Cielos”. Pero, por otra parte, porque
entendiendo estas expresiones en sentido contrario, no temiesen y dejasen de agradar a los
hombres, y fuesen de menos fruto estando encubiertos, y siendo buenos, mostrándoles con
qué fin se habían de manifestar: “resplandezcan, dice, vuestras obras delante de los
hombres, de suerte que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está
en los Cielos”.

Así que no lo practiquéis porque os vean, esto es, n con intención de que pongan los ojos
en vosotros, pues por vosotros sois nada, sino porque glorifiquen a vuestro Padre que está
en los Cielos, porque, vueltos a El, sean como vosotros. Esta máxima siguieron los
mártires, quienes se aventajaron y excedieron a los Escévolas, a los Curcios y Decios, no

Página 148 de 148


La Ciudad De Dios San Agustín

sólo en, la verdadera virtud (por lo que en efecto les hicieron ventaja en la verdadera
religión), sino también en la innumerable multitud, no tomando por si mismos las penas y
tormentos, sino sufriendo con paciencia los que otros les daban. Pero, como aquéllos
vivían en la ciudad terrena, y se habían propuesto por ella, como fin principal de todas sus
obligaciones, su salvación y que reinase, no en el Cielo, sino en la tierra, no en la vida
eterna, no en el tránsito de los que mueren y en la sucesión de los que habían de morir,
¿qué habían de amar y estimar sino la honra Y gloria con que querían también después de
muertos vivir en las lenguas de los pregoneros de sus alabanzas?

CAPITULO XV

Del premio temporal con que pagó Dios las costumbres de los romanos Aquellos a quienes
no habla de dar Dios vida eterna en compañía de sus santos ángeles en su celestial ciudad,
a la que llegamos por el camino de la verdadera piedad, la cual no rinde el culto que los
griegos llaman la patria si no es a un solo Dios verdadero si a éstos no les concediera ni
aun esta gloria terrena, dándoles un excelente Imperio, no les premiara y pagara sus buenas
artes, esto es, sus virtudes, con que procuraban llegar a tanta gloria. Porque de aquellos que
parece practican alguna acción buena para que los alaben y honren los hombres, dice
también el Señor: “De verdad os dije que y a recibieron su recompensa. Pues bien, éstos
despreciaron sus intereses particulares por el interés común, esto es, por la República, y
por su tesoro resistieron a la avaricia, dieron libremente su parecer en el Senado por el bien
de su patria, viviendo inculpablemente conforme a sus leyes y refrenando sus apetitos. Y
con todas estas operaciones, como por un verdadero camino aspiraron al honor, al Imperio
y a la gloria, y así fueron honrados en casi todas las naciones, fueron señores y dieron leyes
a muchas gentes, y en la actualidad tienen mucha gloria y fama en los libros e historias por
así toda la redondez del Universo, y, por consiguiente, no se pueden quejar de la justicia
del sumo y verdadero Dios, supuesto que en esta parte recibieron su premio.

CAPITULO XVI

Del premio de los ciudadanos santos de la Ciudad Eterna, a quienes pueden aprovechar los
ejemplos de Las virtudes de los romanos Pero muy distante de éste es el premio y galardón
de los santos que sufren también en esta vida con paciencia los oprobios por la verdad de
Dios, con la cual tienen ojeriza los amigos de este mundo. Aquélla es la Ciudad
sempiterna, allí ninguno nace, porque ninguno muere, donde la felicidad es verdadera y
cumplida, no diosa, sino don de Dios. De allí procede la prenda que tenemos de nuestra fe,
en tanto que, peregrinando por acá, suspiramos por su hermosura. Allí no nace el sol sobre
los buenos y sobre los malos, sino que el sol de justicia sólo abriga a los buenos; allí no
habrá necesidad de mucha industria y trabajo para enriquecer el erario y tesoro público con
los pobres y escasos bienes de los particulares, donde el tesoro de la verdad es común.

Por tanto, debemos creer que no se dilató el romano Imperio sólo por la gloria y honor de
los hombres, a fin de que aquel galardón se diera a aquellos hombres, sino también para
que los ciudadanos de la Ciudad Eterna, en tanto que acá son peregrinos, pongan los ojos
con diligencia y cordura en semejantes ejemplos, y vean el amor tan grande que deben
ellos tener a la patria celestial por la vida eterna, cuando tanto amor tuvieron sus
ciudadanos a la terrena por la gloria y alabanza humana CAPlTULO XVII Qué fruto
sacaron los romanos con La guerra y cuánto hicieron a los que vencieron Por lo respectivo

Página 149 de 149


La Ciudad De Dios San Agustín

a esta vida mortal, que en pocos días se goza y se acaba, ¿qué importa que viva el hombre
que ha de morir bajo cualquiera imperio o señorío, si los que gobiernan y mandan no nos
compelen a ejecutar operaciones impías e injustas? ¿Acaso fueron de algún daño o
inconveniente los romanos a las naciones, a quienes después de reducidas a su dominación
impusieron sus leyes, sino sólo en cuanto esto se hizo por medio de crueles guerras? Lo
cual, si se hiciera con piedad, lo mismo se lograra con mejor suceso, aunque fuera ninguna
la gloria de los que triunfaban.

Porque tampoco los romanos dejaban de vivir debajo de sus propias leyes que imponían a
los otros; lo que si se hiciera sin intervención de Marte y Belona, de modo que no tuviera
lugar la victoria no venciendo nadie, donde nadie había peleado, ¿no fuera una misma
suerte y condición de los romanos y la de las demás gentes? Mayormente si luego se
determinara lo que después se deliberó grata y humanamente, ordenando que todos los
vasallos que pertenecían al Imperio romano gozasen de la naturaleza y privilegio de la
ciudad, disfrutando el honor de los ciudadanos romanos, siendo así común a todos la
prerrogativa que antes era peculiar de muy pocos, a excepción de aquel pueblo que no
tuviese campos propios y se sustentase y viviese de los públicos, cuyo sustento con más
dulzura y beneficencia lo sacaran de los que se conformaban voluntariamente con esta
sanción por mano de los prudentes gobernadores de la República que consiguiéndolo por
fuerza de los vencidos.

Porque no veo que importe para la salud y buenas costumbres y para las mismas
dignidades de los hombres que unos sean vencedores y otros vencidos, salvo aquel vano
fausto de la honra humana, con el cual recibieron su galardón los que tanta ansia tuvieron
de él, y tantas guerras sostuvieron por su logro. ¿Por ventura los campos y haciendas de los
vencidos no pagan su tributo? ¿Acaso pueden ellos aprender y saber lo que los otros no
pueden? ¿Por ventura no hay muchos senadores en otras provincias que ni aun de vista
conocen a Roma? Echemos a un lado la vanagloria. Y ¿qué son todos los hombres sino
hombres? Que si la perversidad del siglo permitiera que los virtuosos fueran los más
honrados, aun de este modo no habría motivo para estimar en mucho la honra humana,
porque es humo de ningún peso y de ningún momento; pero aprovechémonos también en
estos sucesos de los beneficios de Dios nuestro Señor.

Consideremos cuántas bellas ocasiones despreciaron, cuántas desgracias sufrieron, qué de


apetitos propios vencieron por la gloria humana los que la merecieron alcanzar como
galardón y premio de sus virtudes, y válganos también esta consideración para reprimir la
soberbia; pues habiendo tanta diferencia entre la ciudad donde nos han prometido que
hemos de reinar y entre esta terrena, cuanta hay del cielo a la tierra, del gozo temporal a la
vida eterna, de los vanos elogios a la gloria sólida, de la compañía de los mortales a la
sociedad de los ángeles, de la luz del sol y de la luna a la luz del que hizo el sol y a la luna,
no les parezca que han hecho una acción heroica los ciudadanos de tan excelente patria, si
por conseguirla practicaren alguna obra buena o su fueren con paciencia algunas malas
cuando los otros, por alcanzar esta terrena, hicieron tantas proezas y sufrieron tantos
infortunos, mayormente cuando el perdón de los pecados, que va recogiendo los
ciudadanos dispersos a aquella eterna patria, tiene alguna semejanza con el asilo de
Rómulo, donde la remisión de cualesquiera delitos fue el mejor aliciente para congregar los
hombres y fundar aquella célebre ciudad.

Página 150 de 150


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XVIII

Cuán ajenos de vanagloria deban estar los cristianos, si hicieren alguna loable acción por el
amor de la eterna patria, habiendo hecho tanto Ios romanos por La gloria humana y por la
ciudad eterna ¡Qué acción tan heroica será despreciar todos los deleites y regalos de este
mundo, por más apreciables que sean, por aquella eterna y celestial patria, si por esta
temporal y terrena se animó Bruto a degollar a sus propios hijos, temeraria resolución a la
que nunca se obliga en aquélla! Pero, realmente, más dificultoso es el matar a los hijos que
lo que debemos nosotros hacer por ésta, y se reduce a que los tesoros que hablamos de
congregar y guardar para los hijos, o los repartamos con los pobres o los abandonemos si
hubiere alguna tentación que nos fuerce a hacerlo por la fe y la justicia. Pues ni a nosotros
ni a nuestros hijos nos hacen felices las riquezas de la tierra, pues que lo hemos de perder
en vida, o muriendo nosotros, han de venir a poder de quien no sabemos o de quien no
quisiéramos, sino Dios es el que nos hace felices, que es la verdadera riqueza y tesoro de
nuestras almas; además que Bruto, por haber muerto a sus hijos, aun el mismo poeta que le
elogia le tiene por infeliz y despreciado, porque dice: “Y siendo padre poco dichoso,
castigará a sus hijos que mueven guerras, deseando la libertad amable de la patria, lleven
como llevaren esto sus descendientes”. Pero en el verso que se sigue consuela al miserable
héroe, diciendo: “A esto le obligó el amor de la patria y el deseo desordenado de ser
celebrado en el mundo”; estas dos cualidades, la libertad y el deseo de elogios, son las que
movieron a los romanos a hacer empresas heroicas y maravillosas.

Luego, si por obtener la libertad de los que eran mortales y habían de morir, y por el deseo
de la lisonja humana, que son cualidades que apetecen los hombres, pudo un padre matar a
sus hijos, ¿que acción heroica será, por la verdadera libertad que nos exime de la esclavitud
del demonio, del pecado y de la muerte y no por la codicia de las humanas alabanzas, sino
por el amor y caridad de libertar los hombres, no de la tiranía del rey Tarquino, sino de la
de los demonios y de Luzbel, su príncipe, no digo ya matamos a los hijos, sino que a los
pobres de Jesucristo los tenemos en lugar de hijos? Asimismo, si otro príncipe romano
llamado Torcuato, quitó la vida a su hijo porque, siendo provocado del enemigo, con
ánimo y brío juvenil peleó, no contra su patria, sino en favor de ella; mas saliendo
victorioso porque dio la batalla contra su orden y mandato, esto es, contra lo que el
general, su padre, le había mandado, porque no fuese mayor inconveniente el ejemplo de
no haber obedecido la orden de su general: qué gloria hubo en matar al enemigo, ¿para qué
se han de jactar los que por las órdenes y mandamientos de la patria celestial desprecian
todos los bienes de la tierra que se estiman y aman menos que los hi- jos?

Si Furio Camilo, después de haber apartado de las cervices de su ingrata patria el yugo de
los veyos, sus inexorables enemigos, y no obstante de haberle condenado y desterrado de
ella por envidia sus émulos, con todo, la libertó segunda vez del poder de los galos, porque
no tenía otra mejor patria adonde pudiese vivir con más gloria, ¿por qué se ha de
ensoberbecer como si ejecutara alguna acción plausible el que, habiendo acaso padecido en
la Iglesia alguna gravísima injuria en su honra por los enemigos carnales, no se pasó a sus
enemigos, los herejes, o porque él mismo no levantó contra ella herejía alguna, sino que
antes la defendió cuanto pudo de los perniciosos errores de los herejes, no habiendo otra
ciudad, no donde se pase la vida con honor y aplauso de los hombres, sino donde se pueda
conseguir la vida eterna'? Mucio, para que se efectuara la paz con el rey Porsena, que tenía
muy apretados a los romanos con su ejercito, porque no pudo matar al mismo Porsena, y
por yerro mató a otro por él, puso la mano en presencia del rey sobre unas brasas que en
una ara estaban ardiendo, asegurándole que otros tan valerosos como él se habían

Página 151 de 151


La Ciudad De Dios San Agustín

conjurado en su muerte, y teniendo el rey su fortaleza y asechanzas, sin dilación ajustó la


paz y alzó la mano de aquella guerra; pues, si esto sucedió así, ¿quién ha de zaherir o dar
en cara al rey sus méritos, no al de los Cielos, aun cuando hubiere aventurado por él, no
digo yo una mano, no haciéndolo de su voluntad, sino aun cuando padeciendo por alguna
persecución, dejare abrasar todo su cuerpo?

Si Curcio, ar- mado, arremetiendo el caballo, se arrojó con él en un boquerón por donde se
había abierto la tierra, porque en esta acción heroica obedecía a los oráculos de sus dioses,
que ordenaron que echasen allí la mejor prenda que tuviesen los romanos, y no pudiendo
entender otra cosa, advirtiendo que florecían en hombres y armas, sino que era necesario
por mandado de los dioses que se arrojase en aquella horrible abertura algún hombre
armado, ¿cómo se atreve a decir que ha hecho algo grande por la eterna patria el que
cayendo en poder de algún enemigo de su fe, muriese no arrojándose voluntariamente al
riesgo de semejante muerte, sino lanzado por su enemigo; ya que tiene otro oráculo más
cierto de su Señor, y del rey de su patria, donde le dice: “¿No queráis temer a los que
matan el cuerpo y no pueden matar el alma?” Si los Decios, consagrando su vida en cierto
modo, se ofrecieron solemnemente a la muerte para que con ella y con su sangre, aplacada
la ira de los dioses, se librase el ejército romano, en ninguna manera se ensoberbezcan los
santos mártires, como si hicieran alguna acción digna de alcanzar parte en aquella patria,
donde hay eterna y verdadera felicidad, si amando hasta derramar su sangre, no sólo a sus
hermanos, por quienes era derramada, sino, como Dios se lo manda, a los mismos
enemigos que se la hacían derramar, pelearon con fe llena de caridad y con caridad llena de
fe. Marco Pulvilo en el acto de dedicar el templo de Júpiter, Juno y Minerva, advirtiéndole
cautelosamente sus émulos y envidiosos que su hijo era muerto, para que turbado con tan
triste nueva dejase la dedicación y la honra y gloria de ella la llevase su compañero, hizo
tan poco caso de la noticia, que mandó cuidasen de su sepultura, triunfando de esta manera
en su corazón la codicia de gloria del sentimiento de la pérdida de su hijo: ¿pues qué
heroicidad dirá que ha hecho por la predicación del Santo Evangelio con que se libran de
multitud de errores los ciudadanos de la soberana patria, aquel a quien estando solícito de
la sepultura de su padre, le dice el Señor: “Sígueme y deja a los muertos enterrar sus
muertos”?

Si Marco Régulo, por no quebrantar juramento prestado en manos de sus crueles enemigos
quiso volver a su poder desde la misma Roma, porque, según dicen, respondió a los
romanos que le querían detener, que después que había sido esclavo de los africanos no
podía tener allí el estado y dignidad de un noble y honrado ciudadano, y los cartagineses,
porque peroró contra ellos en el Senado romano, le mataron con graves tormentos, ¿qué
tormentos no se deben despreciar por la fe de aquella patria, a cuya bienaventuranza nos
conduce la misma fe? ¿O qué es lo que se le da a Dios en retorno por todas las mercedes
que nos hace, aun cuando por la fe que se le debe padeciere el hombre otro tanto cuanto
padeció Régulo por la fe que debía a sus perniciosos enemigos? ¿Y cómo se atreverá el
cristiano a alabarse de la pobreza que voluntariamente ha abrazado para caminar en la
peregrinación de esta vida más desembarazada por el camino que lleva a la patria, adonde
las verdaderas riquezas es el mismo Dios, oyendo y leyendo que Lucio Valerio, cogiéndole
la muerte siendo cónsul, murió tan pobre, que le enterraron ¿ hicieron sus exequias con la
suma que el pueblo contribuyó de limosna?

¿Qué dirá oyendo o leyendo que a Quinto Cincinato, que poseía entre su hacienda tanto
cuanto podían arar en un día cuatro yugadas de bueyes, labrándolo y cultivándolo todo con
sus propias manos, le sacaron del arado para crearle dictador, cuya dignidad era aún más

Página 152 de 152


La Ciudad De Dios San Agustín

honrada y apreciada que la de cónsul, y que después de haber vencido a los enemigos y
adquirido una suma gloria, perseveró viviendo en el mismo estado? ¿O qué estupenda
acción se alabará que hizo el que por ningún premio de este mundo se dejó apartar de la
compañía de la eterna patria, viendo que no pudieron tantas dádivas y dones de Pirro, rey
de los epirotas, prometiéndole aun la cuarta parte de su reino, mudar a Fabricio de
dictamen, ni precisarle por este arbitrio a que dejase la ciudad de Roma, queriendo más
vivir en ella como particular en su pobreza, sin oficio público alguno? Porque teniendo
ellos su República, esto es, la hacienda del pueblo, la hacienda de la patria, la hacienda
Común, opulenta y próspera, experimentaron en sus casas tanta pobreza que echaron del
Senado, compuesto de hombres indigentes, y privaron de los honores de la magistratura
por nota y visita del censor, a uno de ellos que había sido cónsul dos veces, porque se
averiguó que poseía una vajilla cuyo valor ascendía como hasta diez libras de plata.

Si estos mismos eran tan pobres, éstos, con cuyos triunfos crecía el tesoro público, ¿acaso
todos los cristianos que con otro fin más laudable hacen comunes sus riquezas, conforme a
lo que se escribe en los hechos apostólicos, “que la distribuían entre todos, conforme a la
necesidad de cada uno, y ninguno decía que tenía cosa alguna propia, sino que todo era de
todos en común” no advierten que no les debe mover la lisonjera aura de la vanagloria
cuando ejecuten acción semejante por alcanzar la compañía de los ángeles; habiendo los
otros hecho casi otro tanto por conservar la gloria de los romanos? Estas y otras
operaciones semejantes, si alguna de ellas se halla en sus historias, ¿cuándo fueran tan
públicas y notorias, cuándo la fama las celebrara tanto, si el Imperio romano, tan extendido
por todo el mundo, no se hubiere amplificado con magníficos sucesos? Así que, con este
Imperio tan vasto y dilatado, de tanta duración, tan célebre y glorioso por virtudes de
tantos y tan famosos hombres, recompensó Dios, no sólo a la intención de estos insignes
romanos con el premio que pretendían, sino que también nos propuso ejemplos necesarios
para nuestra advertencia y utilidad espiritual, a fin de que, si no poseyésemos las virtudes a
que comoquiera son tan parecidas éstas que los romanos ejercitaron por la gloria de la
ciudad terrena, sino las tuviésemos por la ciudad de Dios, nos avergoncemos y
confundamos; y si las tuviésemos, no nos, ensoberbezcamos. Porque, como dice el
Apóstol. “no son dignas las pasiones de éste tiempo de la gloria que se ha de manifestar en
nosotros”; pero para la gloria humana y la de este siglo, por bastante loable, y digna de
imitación se tuvo la ejemplar vida que éstos hacían.

Y por lo mismo también concedió Dios a los judíos que crucificaron a Jesucristo,
revelándonos en el Nuevo Testamento lo que había estado encubierto en el Viejo, y
manifestándonos que debemos adorar un solo D¡os, no por los beneficios terrenos y
temporales que la Providencia divina, sin diferencia, distribuye entre los buenos y los
malos, sino por la vida eterna, por los dones y premios perpetuos y por la compañía de la
misma ciudad soberana, con muy justa razón, digo, concedió y entregó a los judíos a la
gloria de los gentiles, para que éstos, que buscaron y consiguieron con la sombra de
algunas virtudes de gloria terrena, venciesen a los que con sus grandes vicios quitaron
afrentosamente la vida y despreciaron al dador y dispensador de la verdadera gloria y
ciudad eterna.

CAPITULO XIX

De La diferencia que hay entre el deseo de gloria y el deseo de dominar Pero hay notable
diferencia entre el deseo de la gloria humana y el deseo del dominio y señorío; pues

Página 153 de 153


La Ciudad De Dios San Agustín

aunque sea fácil que el que gusta con exceso de la gloria humana apetezca también con
gran vehemencia el dominio, con todo los que codician la verdadera gloria, aunque sea de
las humanas alabanzas, procuran no disgustar a los que hacen recta estimación y discreción
de las cosas; porque hay muchas circunstancias buenas en las costumbres, de las cuales
muchos opinan bien y las estiman, no obstante que algunos no las posean, y procuran por
ellas aspirar a la gloria, al imperio y al dominio, de quien dice Salustio que lo solicitan por
el verdadero camino.

Pero cualquiera que sin deseo de la gloria con que teme el hombre disgustar a los que
hacen justa estimación de las cosas, desea el imperio y dominio, aun públicamente por
manifiestas maldades, por lo general procura alcanzar lo que apetece; y así el que anhela la
adquisición de la gloria, una de dos: o la procura por el verdadero camino, o, a lo menos,
por vía de cautelas y engaños, queriendo parecer bueno no siéndolo. Por eso es gran virtud
del que posee las virtudes menospreciar la gloria, porque el desprecio de ella está presente
a los ojos de Dios, sin cuidar de descubrirse al juicio y aprecio de los hombres. Pues
cualquiera acción que ejecutare a los ojos de los mortales, a fin de dar a entender que
desprecia la gloria si creen que lo hace para mayor alabanza, esto es, para mayor gloria, no
hay cómo pueda mostrar al juicio de los sospechosos que es su intención muy distinta de la
que ellos imaginan.

Mas el que vilipendia los juicios de los que le elogian, menosprecia también la temeridad
de los maliciosos, cuya salvación, si él es verdaderamente bueno, no desprecia; porque es
tan justo el que tiene las virtudes que dimanan del espíritu de Dios, que ama aun a sus
mismos enemigos y de tal modo los estima, que a los maldicientes y que murmuran de él,
corregidos y enmendados los desea tener por com- pañeros, no en la patria terrena, sino en
la del Cielo, y por lo que se refiere a los que le alaban, aunque no, haya asunto de que
ponderen sus virtudes; pero no deja de hacer caudal de que le amen, ni quiere engañar a
éstos. cuando le elogian por no engañarlos cuando le aman. Y por eso procura en cuanto
puede que antes sea glorificado aquel señor de quien tiene el hombre todo lo que en él con
razón puede engrandecer. Mas el que menosprecia la gloria y apetece el mando y señorío,
excede al de las bestias en crueldades y torpezas. Y tales fueron algunos romanos, que
después de haber dado a través con el anhelo de su reputación, no por eso se desprendieron
del deseo insaciable del dominio.

De muchos de éstos nos da noticia exacta la Historia; pero el que primero subió a la
cumbre, y como a la torre de homenaje de este vicio, fue el emperador Nerón, tan disoluto
y afeminado, que pareciera que no se podía temer de él operación propia de hombre, sino
tan cruel que debería decirse con razón no podía haber en él sentimientos mujeriles si no se
supiera. Ni tampoco estos tales llegan a ser príncipes y señores sino por la disposición de la
divina Providencia, cuando a ella le parece que los defectos humanos merecen tales
señores.

Claramente lo dice Dios, hablando en los Proverbios, su infinita sabiduría: “Por mí reinan
los reyes, y los tiranos por mí son señores de la tierra”. Mas por cuanto por los tiranos no
se dejarán de entender los reyes perversos y malos, y no según el antiguo modo de hablar,
los poderosos, como dijo Virgilio: “Gran parte y segura prenda de la paz y amistad que
deseo será para mi el haber tocado la diestra de vuestro tirano”; muy claramente se dice de
Dios en otro lugar: “Que hace reine un príncipe malo por los pecados del pueblo”; por lo
cual, aunque según mi posibilidad he declarado bastantemente la causa por qué Dios
verdadero uno y justo, ayudó a los romanos que fueron buenos, según cierta forma de

Página 154 de 154


La Ciudad De Dios San Agustín

ciudad terrena, para que alcanzasen la gloria y extensión de tan grande Imperio; sin
embargo, pudo haber también otra causa más secreta, y debió ser los diversos méritos del
género hu- mano, los cuales conoce Dios mejor que nosotros; y sea lo que fuere, con tal
que conste entre todos los que son verdaderamente piadosos que ninguno, sin la verdadera
piedad, esto es, sin el verdadero culto del verdadero Dios, puede tener verdadera virtud, y
que ésta no es verdadera cuando sirve a la gloria humana; con todo, los ciudadanos que no
lo son de la Ciudad Eterna, que en las divinas letras se llama la Ciudad de Dios, son más
importantes y útiles a la ciudad terrena cuando tienen también esta virtud, que no cuando
se hallan sin ella. Y cuando los que profesan verdadera religión viven bien y han cultivado
esta ciencia de gobernar cl pueblo, por la misericordia de Dios alcanzan esta alta potestad,
no hay felicidad mayor para las cosas humanas. Y estos tales, todas cuantas virtudes
pueden adquirir en esta vida no las atribuyen sino a la divina gracia, que fue servida
dárselas a los que las quisieron, creyeron y pidieron, y juntamente con esto saben lo mucho
que les falta para llegar a la perfección de la justicia, cual la hay en la compañía de
aquellos santos ángeles, para la cual se procuran disponer y acomodar. Y por más que se
alabe y celebre, la virtud, que sin la verdadera religión sirve a la gloria de los hombres, en
ninguna manera se debe comparar con los pequeños principios de los santos, cuya
esperanza se funda y estriba en la divina misericordia.

CAPITULO XX

Que tan torpemente sirven las virtudes a la gloria humana como al deleite del cuerpo
Acostumbran los filósofos, que Ponen fin de la bienaventuranza humana en la misma
virtud, para avergonzar a algunos otros de su misma profesión, que, aunque aprueban las
virtudes, con todo, las miden con el fin del deleite corporal, pareciéndoles que éste se debe
desear por sí mismo, y las virtudes por él; suelen, digo, pintar de palabra una tabla, donde
esté sentado el deleite en un trono real como una reina delicada y regalada, a quien estén
sujetas como criadas las virtudes, pendientes o colgadas de su boca, para hacer lo que les
ordenare, mandando a la prudencia que busque con vigilancia arbitrio para que reine el
deleite y se conserve; previniendo a la justicia que acuda con los beneficios que pueda para
granjear las amistades que fueren necesarias para conseguir las comodidades corporales;
que a nadie haga injuria, para que estando en su vigor las leyes, pueda el deleite vivir
seguro; ordenando a la fortaleza que si al cuerpo le sobreviniere algún dolor, por el cual no
le sea forzoso el morir, tenga a su señora, esto es, al deleite, fuertemente impreso en su
imaginación, para que con la memoria de los pasados contentos y gustos alivie el rigor de
la presente aflicción; prescribiendo a la templanza que se sirva moderadamente de los
alimentos y de los objetos que le causaren gusto, de modo que por la demasía no turbe a la
salud algún manjar dañoso, y padezca notable menoscabo el deleite.

El mayor que hay le hacen igualmente consistir los epicúreos en la salud de cuerpo; y así
las virtudes, con toda la autoridad de su gloria, servirán al deleite como a una mujercilla
imperiosa y deshonesta. Dicen que no puede idearse representación más ignominiosa y fea
que esta pintura, ni que más ofenda a los ojos de los buenos, y dicen la verdad. Con todo,
soy de dictamen no llegará la pintura bastantemente al decoro que se le debe, si también
fijamos otro tal, adonde las virtudes sirvan a la gloria humana; porque, aunque esta gloria
no sea una regalada mujer, con todo, es muy arrogante y tiene mucho de vanidad. Y así no
será razón que la sirva lo sólido y macizo que tienen las virtudes, de manera que nada
provea la prudencia, nada distribuya la justicia, nada sufra la fortaleza, nada modere la

Página 155 de 155


La Ciudad De Dios San Agustín

templanza, sino con el fin de complacer a los hombres y de que sirva al viento instable de
la vanagloria.

Tampoco se separarán de esta fealdad los que como vilipendiadores de la gloria no hacen
caso de los juicios ajenos, se tienen por sabios y están muy pegados y complacidos de su
ciencia Porque la virtud de éstos, si alguna tienen, en cierto modo se viene a sujetar a la
alabanza humana, puesto que el que está agradado de sí mismo no deja de ser hombre; pero
el que con verdadera religión cree y espera en Dios, a quien ama, más mira y atiende a las
cualidades en que está desagradado de sí, que a aquéllas, si hay algunas en él, que no tanto
le agraden a él cuanto a la misma verdad, y esto con que puede ya agradar, no lo atribuye
sino a la misericordia de Aquel a quien teme desagradar, dándole gracias por los males de
que le ha sanado, y suplicándole por la curación de los otros que tiene todavía por sanar.

CAPITULO XXI

Que la disposición del Imperio romano fue por mano del verdadero Dios, de quien dimana
toda potestad, y con cuya providencia se gobierna todo Siendo cierta, como lo es, esta
doctrina, no atribuyamos la facultad de dar el reino y señorío sino al verdadero Dios, que
concede la eterna felicidad en el reino de los Cielos a sólo los piadosos; y el reino de la
tierra a los píos y a los impíos, como le agrada a aquel a quien si no es, con muy justa
razón nada place. Pues, aunque hemos ya hablado de lo que quiso des- cubrirnos para que
lo supiésemos, con todo, es demasiado empeño para nosotros, y sobrepuja sin comparación
nuestras fuerzas querer juzgar de los secretos humanos y examinar con toda claridad los
méritos de los reinos. Así que aquel Dios verdadero que no deja de juzgar ni de favorecer
al linaje humano, fue el mismo que dio el reino a los romanos cuando quiso y en cuanto
quiso, y el que le dio a los asirios, y también a los persas, de quienes dicen sus historias
adoraban solamente a dos dioses, uno bueno y otro malo; por no hacer referencia ahora del
pueblo hebreo, de quien ya dije lo que juzgué suficiente, y cómo no adoró sino a un solo
Dios, y en qué tiempo reinó.

El que dio a los persas mieses sin el culto de la diosa Segecia, el que les concedió tantos
beneficios y frutos de la tierra sin intervenir el culto prestado a tantos dioses como éstos
multiplican, dando a cada producción el suyo, y aun a cada una muchos, el mismo también
les dio el reino sin la adoración de aquéllos, por cuyo culto creyeron éstos que vinieron a
reinar. Y del mismo modo les dispensó también a los hombres, siendo el que dio el reino a
Mario el mismo que le dio a Cayo César; el que a Augusto, el mismo también a Nerón; el
que a los Vespasianos, padre e hijo, benignos y piadosos emperadores, el mismo le dio
igualmente al cruel Domiciano; y ¿por qué no vamos discurriendo por todos en particular?
El que le dio al católico Constantino, el mismo le dio al, apóstata Juliano, cuyo buen
natural le estragó por el anheló y codicia de reinar una sacrílega y abominable curiosidad.

En estos vanos pronósticos y oráculos esta enfrascado este impío monarca cuando,
asegurado en la certeza de la victoria, mandó poner fuego a los bajeles en que conducía el
bastimento necesario para sus soldados; después, empeñándose con mucho ardimiento en
empresas temerarias e imposibles, y muriendo a manos de sus enemigos en pago de su
veleidad, dejó su ejército en tierra enemiga tan escaso de vituallas y víveres, que no
pudieron salvarse ni escapar de riesgo tan inminente si, contra el buen agüero del dios
Término, de quien tratamos en el libro pasado, no demudaran los términos y mojones del
Imperio romano; porque el dios Término, que no quiso ceder a Júpiter, cedió a la

Página 156 de 156


La Ciudad De Dios San Agustín

necesidad. Estos sucesos, ciertamente, sólo el Dios verdadero los rige y gobierna como le
agrada. Y aunque sea con secretas y ocultas causas, ¿hemos, por ventura, de imaginar por
eso que son injustas?

CAPITULO XXII

Que los tiempos y sucesos de las guerras penden de la voluntad de Dios Y así como está en
su albedrío, justos juicios y misericordia el atribular o consolar a los hombres, así también
está en su mano el tiempo y duración de las guerras, pudiendo disponer libremente que
unas se acaben presto y otras más tarde. Con invencible presteza y brevedad concluyó
Pompeyo la guerra contra los piratas, y Escipión la tercera guerra púnica, y también la que
sustentó contra los fugitivos gladiadores, aunque con pérdida de muchos generales y dos
cónsules romanos, y con el quebranto y destrucción miserable de Italia; no obstante que al
tercer año, después de haber concluido y acabado muchas conquistas, se finalizó. Los
Picenos, Marios y Pelignos, no ya naciones extranjeras, sino italianas, después de haber
servido largo tiempo y con mucha afición bajo el yugo romano, sojuzgando muchas
naciones a este Imperio, hasta destruir a Cartago, procuraron recobrar su primitiva libertad.

Y esta guerra de Italia, en la que muchas veces fueron vencidos los romanos, muriendo
dos cónsules y otros nobles senadores, con todo, no duró mucho, porque se acabó al quinto
año; pero la segunda guerra púnica, durando dieciocho años, con terribles daños y
calamidades de la República, quebrantó y casi consumió las fuerzas de Roma; porque en
solas dos batallas murieron casi 70,000 de los romanos. La primera guerra púnica duró
veintitrés años, y la mitri- dática, cuarenta. Y porque nadie juzgue que los primeros
ensayos de los romanos fueron más felices y poderosos para concluir más presto las
guerras en aquellos tiempos pasados, tan celebrados en todo género de virtud, la guerra
samnítica duró casi cincuenta años, en la que los romanos salieron derrotados, que los
obligaron a pasar debajo del yugo. Mas por cuanto no amaban la gloria por la justicia, sino
que parece amaban la justicia por la gloria, rompieron dolorosamente la paz y concordia
que ajustaron con sus enemigos.

Refiero esta particularidad, porque muchos que no tienen noticia exacta de los sucesos
pasados, y aun algunos que disimulan lo que saben, si advierten que en los tiempos
cristianos dura un poco más tiempo alguna guerra, luego con extraordinaria arrogancia se
conmueven contra nuestra religión, exclamando que si no estuviera ella en el mundo y se
adoraran los dioses con la religión antigua, que ya la virtud y el valor de los romanos, que
con ayuda de Marte y Belona acabó con tanta rapidez tantas guerras, también hubiera
concluido ligeramente con aquélla. Acuérdense, pues, los que lo han leído cuán largas y
prolijas guerras sostuvieron los antiguos romanos, y cuán varios sucesos y lastimosas
pérdidas. según acostumbra a turbarse el mundo, como un mar borrascoso con varias
tempestades, que motivan semejantes trabajos confiesen al fin lo que no quieren, y dejen
de mover sus blasfemas lenguas contra Dios, de perderse a sí mismo y de engañar a los
ignorantes.

CAPITULO XXIII

De la guerra en que Radagaiso, rey de los godos, que adoraba a los demonios, en un día fue
vencido con su poderoso ejército Pero lo que en nuestros tiempos, y hace pocos años, obró

Página 157 de 157


La Ciudad De Dios San Agustín

Dios con admiración universal y ostentando su infinita misericordia, no sólo no lo refieren


con acción de gracias, sino que cuanto es en sí procuran sepultarlo en el olvido, si fuese
posible, para que ninguno tenga noticia de ello.

Este prodigio, si nosotros le pasásemos también en silencio, seríamos tan ingratos como
ellos. Estando Radagaiso, señor de los godos, con un grueso y formidable ejército cerca de
Roma, amenazando a las cervices de los romanos su airada segur, fue roto y vencido en un
día con tanta presteza, que sin haber ni un solo muerto, pero ni aun un herido entre los
romanos, murieron más de 100,000 de los godos; y siendo Radagaiso hecho prisionero,
pagó con la vida la pena merecida por su atentado.

Y si aquel que era tan impío entrara en Roma con tan numeroso y feroz ejército, ¿a quién
perdonara? ¿A qué lugares de mártires respetara? ¿En qué persona temiera a Dios, cuya
sangre no derramara, cuya castidad no violara? ¿Y qué de bondades publicaran éstos en
favor de sus dioses? ¿Con cuánta arrogancia nos dieran en rostro que por eso había
vencido, por eso había sido tan poderoso, porque cada día aplacaba y granjeaba la voluntad
de los dioses con sus sacrificios, que no permitía a los romanos ofrecer la religión cristiana:
pues aproximándose ya al lugar donde por permisión divina fue vencido, corriendo
entonces su fama por todas partes, oí decir en Cartago que los paganos creían, esparcían y
divulgaban que él, por tener a sus dioses por amigos y protectores, a quienes era notorio
que sacrificaba diariamente, no podía, de ningún modo ser vencido por los que no hacían
semejantes sacrificios a los dioses romanos ni permitían que nadie los hiciera? Y dejan los
miserables de ser agradecidos a una tan singular misericordia de Dios como ésta; pues
habiendo determinado castigar con la invasión de los bárbaros la mala vida y costumbres
de los hombres dignos de otro mayor castigo, templó su indignación con tanta
mansedumbre, que permitió ante todas cosas que milagrosamente Radagaiso fuese
vencido, para que no se diese la gloria, para derribar los ánimos de los débiles a los
demonios, a quienes constaba que él rendía culto y adoración.

Y, además de esto, siendo después entrada Roma por aquellos bárbaros, hizo que, contra
el uso y costumbre de todas las guerras pasadas, los mismos amparasen, por reverencia a la
religión cristiana, a los que se acogían a los lugares santos, los cuales eran tan contrarios
por respeto del nombre cristiano a los mismos demonios y a los ritos de los impíos
sacrificios en que el otro confiaba, que parecía que sustentaban más cruel y sangrienta la
guerra con ellos que con los hombres; con cuyos prodigiosos triunfos, el verdadero Señor y
Gobernador del mundo, primeramente, castigó a los romanos con misericordia, y después,
venciendo maravillosamente a los que sacrificaban a los demonios, demostró que aquellos
sacrificios no eran necesarios para conseguir el remedio en las presentes calamidades, sólo
con el loable objeto de que los que no fuesen muy obstinados y pertinaces, sino que con
prudencia considerasen el milagro, no abdicasen la verdadera religión por los infortunios y
necesidades presentes; antes la tuviesen más asidua con la fidelísima esperanza de alcanzar
la vida eterna.

CAPITULO XXIV

Cuán verdadera y grande sea la felicidad de los emperadores cristianos Tampoco decimos
que fueron dichosos y felices algunos emperadores cristianos porque reinaron largos años,
porque muriendo con muerte apacible dejaron a sus hijos en el Imperio, porque sujetaron a
los enemigos de la República, o porque pudieron no sólo guardarse de sus ciudadanos

Página 158 de 158


La Ciudad De Dios San Agustín

rebeldes, que se habían levantado contra ellos, sino también oprimirlos. Porque estos y
otros semejantes bienes o consuelos de esta trabajosa vida también los merecieron y
recibieron algunos idólatras de los demonios que no pertenecen al reino de Dios, al que
pertenecen éstos. Y esto lo permitió por su misericordia, para que los que creyeren en él no
deseasen ni le pidiesen estas felicidades como sumamente buenas. Sin embargo, los
llamamos felices y dichosos; cuando reinan justamente, cuando entre las lenguas de los que
los engrandecen y entre las sumisiones de los que humildemente los saludan no se
ensoberbecen, sino que se acuerdan y conocen que son hombres; cuando hacen que su
dignidad y potestad sirva a la Divina Majestad para dilatar cuanto pudiesen su culto y
religión; cuando temen, aman y reverencian a Dios; cuando aprecian sobremanera aquel
reino donde no hay temor de tener consorte que se le quite; cuando son tardos y remisos en
vengarse y fáciles en perdonar; cuando esta venganza la hacen forzados de la necesidad del
gobierno y defensa de la República, no por Satisfacer su rencor, y cuando le conceden este
perdón, no porque el delito quede sin castigo, sino por la esperanza que hay de corrección;
cuando lo que a veces, obligados, ordenan ,con aspereza y rigor lo recompensan con la
blandura y suavidad de la misericordia, y con la liberalidad y largueza de las mercedes y
beneficios que hacen; cuando los gustos están en ellos tanto más a raya cuanto pudieran ser
más libres; cuando gustan más de ser señores de sus apetitos que de cualesquiera naciones,
y cuando ejercen todas estas virtudes no por el ansia y deseo de la vanagloria, o por el
amor de la felicidad eterna; cuando, en fin, por sus pecados no dejan de ofrecer sacrificios
de humildad, compasión y oración a su verdadero Dios. Tales emperadores cristianos como
éstos decimos que son felices, ahora en esperanza, y después realmente cuando viniere el
cumplimiento de lo que esperamos.

CAPITULO XXV

De las prosperidades que Dios dio al cristiano emperador Constantino La bondad de Dios,
a fin de que los hombres que tenían creído debían adorarle por la vida eterna no pensasen
que ninguno podía conseguir las dignidades y reinos de la tierra, sino los que adorasen a
los demonios, porque estos espíritus en semejantes asuntos pueden mucho, enriqueció al
emperador Constantino, que no tributaba adoración a los demonios, sino al mismo Dios
verdadero, de tantos bienes terrenos cuantos nadie se atreviera a desear. Concedióle
asimismo que fundase una ciudad, compañera del Imperio romano, como hija de la misma
Roma; pero sin levantar en ella templo ni estatua alguna consagrados a los demonios, reinó
muchos años, poseyó y conservó siendo él solo emperador augusto de todo el orbe romano;
en la administración y dirección de la guerra fue feliz y victorioso; en oprimir los tiranos
tuvo grande prosperidad.

Cargado de años, murió de los achaques de la vejez, dejando a sus hijos por sucesores en
el Imperio. Además, para que ningún emperador apeteciese profesar el cristianismo por el
interés de alcanzar la felicidad de Constantino, debiendo ser cada uno cristiano sólo por
hacerse digno de conseguir la vida eterna, se llevó mucho antes, a Joviano que a Juliano,
permitiendo que Graciano muriese a manos del hierro cruel, aunque con más humanidad
que el gran Pompeyo, que adoraba a los dioses romanos; porque a aquél no le pudo vengar
a Catón, a quien dejó en cierto modo por sucesor en la guerra civil; pero a éste, aunque las
almas piadosas no tengan necesidad de semejantes consuelos, le vengó Teodosio, a quien
había tomado por compañero en el Imperio, no obstante tener un hermano pequeño,
deseando más amistad sincera que mando despótico.

Página 159 de 159


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XXVI

De la fe y, religión del emperador Teodosio Y así Teodosio, en vida, no sólo le guardó la


fe que le debía, sino también después de muerto; porque habiendo Máximo, que fue el que
le dio a él la muerte, echado del Imperio a Valentiniano, su hermano, que era aún muy
pequeño, Teodosio, como cristiano, acogió al huérfano y pupilo, asociándole en la parte de
su Imperio; amparó con afecto de padre al que desamparado de todos los auxilios
humanos, sin dificultad alguna, podía quitarle de delante, si reinara en su corazón más la
codicia de extender su Imperio y señorío que el deseo de hacer bien. Y así, acogiéndole y
conservándole la dignidad imperial, le alentó más y consoló con toda clase de delicadezas
y atenciones.

Después, notando que con aquella deliberación se había hecho Máximo muy terrible,
áspero y cruel, en el mayor aprieto y angustias que le causaban sus cuidados, no acudió a
las curiosidades sacrílegas e ilícitas; antes, por el contrario, envió su embajada a un santo
varón que habitaba en el yermo de Egipto, llamado Juan, el cual, por la fama que corría de
él, entendía que era siervo muy estimado de Dios, y que tenía espíritu de profecía, de quien
tuvo aviso cierto de que vencería a su enemigo; luego, habiendo muerto al tirano Máximo,
restituyó al joven Valentiniano, con una reverencia llena de misericordia, en la parte de su
Imperio de que le habían despojado. Y muerto éste dentro de breve tiempo, ya fuese por
asechanzas o por cualquier otro motivo, o bien por casualidad, lleno de confianza por la
respuesta profética que había recibido, venció y oprimió a otro tirano, llamado Eugenio,
que en lugar de Valentiniano había sido elegido ilegítimamente en el Imperio, peleando
contra su formidable ejército más con la oración que con la espada.
A soldados que se hallaban presentes al referir que les sucedió arrancarles de las manos las
armas arrojadizas, corriendo un viento furiosísimo de la parte de Teodosio contra los
enemigos, el cual no sólo les arrebataba violentamente todo lo que arrojaban, sino que los
mismos dardos que les tiraban se volvían contra los que los esgrimían; por los cual,
también el poeta Claudiano, aunque enemigo del nombre de Cristo, con todo, en honra y
alabanza suya, dijo: “¡Oh, sobremanera regalado y querido de Dios, por quien el cielo y los
vientos conjurados al son de las trompetas acuden en su favor!” Habiendo conseguido la
victoria, como lo había creído y dicho, hizo derribar una estatua de Júpiter, que contra él,
no sé con qué ritos, se había consagrado y colocado en los Alpes; y como los rayos que
tenían estas imágenes eran de oro, y diciendo sus adalides entre las burlas que permitía
aquella alegría, que quisieran ser heridos de aquellos rayos, se les concedió la petición con
júbilo y benignidad.

A los hijos de sus enemigos que habían muerto, no ya por orden suya, sino arrebatados del
ímpetu y furia de la guerra, acogiéndose, aun no siendo cristianos, a la Iglesia, con esta
ocasión quiso que fuesen cristianos, y como tales los amó con caridad cristiana, y no sólo
no les quitó la hacienda, sino que los acrecentó y honró con oficios y dignidades. No
permitió después de la victoria que ninguno con este motivo se pudiese vengar de sus
particulares enemistades. En las guerras civiles no se portó como Cinna, Mario, Sila y
otros semejantes, que después de acabadas no quisieron que se terminasen, antes tuvo más
pena de verlas comenzadas que ánimo de que, concluidas, fuesen en daño de ninguno.

Entre todas estas revoluciones, desde su ingreso en el Imperio, no deja de ayudar y


socorrer a las necesidades de la Iglesia promulgando leyes justas y benignas, la cual el
hereje emperador Valente, favoreciendo a los arrianos, había afligido en extremo, y se

Página 160 de 160


La Ciudad De Dios San Agustín

preciaba más de ser miembro de esta Iglesia que de reinar en la tierra. Mandó que se
derribasen los ídolos de los gentiles, sabiendo bien que ni aun los bienes de la tierra están
en mano de los demonios, sino en la del verdadero Dios. ¿Y qué acción hubo más
admirable que su religiosa humildad? Fue el caso que se vio obligado por el pueblo, a
instancias de algunos. que andaban a su lado, a. castigar un grave crimen que cometieron
los tesalónicos, a quienes ya por intercesión de algunos obispos había prometido el perdón.
Por esto fue corregido conforme al estilo de la disciplina eclesiástica, y fue tal su
compunción que, rogando a Dios el pueblo por él, más lágrimas derramó viendo postrada
en la tierra la majestad del emperador que temor había manifestado cuando le vio cegado
por la ira.

Estas admirables acciones y otras buenas obras hizo que sería largo referirlas, llevando
siempre consigo el desprendimiento del humo temporal de cualquier gloria y lisonja
humana, de cuyas buenas operaciones el premio es la eterna felicidad, la cual sólo da Dios
a los verdaderamente piadosos Pero todas las demás cualidades, ya, sean las más
celebradas fortunas o los subsidios necesarios de ésta vida, como son el mismo mundo, la
luz, el aire, la tierra, el agua, los frutos, el alma del mismo hombre, el cuerpo, los sentidos,
el espíritu y la vida lo da Dios a los buenos y a los malos, en lo cual se incluye también
cualquiera grandeza o exaltación al trono, lo cual dispensa igualmente este gran Dios según
lo piden los tiempos.

Según esto, advierto que únicamente me resta responder a aquellos que, refutados y
convencidos con manifiestas razones y documentos, con que se demuestra evidentemente
que para la obtención de estas felicidades temporales, que solos los necios desean tener, no
aprovecha el número crecido de los dioses falsos, procuran, no obstante, defender que se
deben adorar esos númenes, no por el provecho y comodidad de la vida presente, sino por
la futura que se espera después de la muerte. Pues a los que por las amistades mundanas
quieren adorar vanidades, y se quejan que no los permiten entregarse a los gustos y
bagatelas de los sentidos, me parece que en estos cinco libros les hemos respondido lo
necesario. De los cuales, habiendo sacado a luz los tres primeros, y empezando a andar ya
en manos de muchos, oí decir que algunos habían tomado la pluma y disponían no sé qué
respuesta contra ellos. Después me informaron asimismo que habían escrito, pero que
aguardaban tiempo para darlo al público a su salvo; a los cuales advierto que no deseen lo
que no les está. bien, porque es muy fácil parecer que ha respondido uno con no haber
querido callar. Y ¿qué cosa hay más locuaz y sobrada de palabras que la vanidad? La cual
no por eso puede lo que la verdad; pues si quisiera, puede también dar muchas más voces
que la verdad; si no, considérenlo todo muy bien, y si acaso, mirándolo sin pasión de las
partes, les pareciere que es de tal calidad que más pueden echarlo a barato que desbaratarlo
con su procaz locuacidad y con su satírica y ridícula liviandad, repórtense y den de mano a
sus vaciedades, y quieran más ser antes corre- gidos por los prudentes que alabados por los
imprudentes.

Porque si aguardan tiempo, no para decir libremente la verdad, sino para tener licencia de
decir mal, Dios los libre de que les suceda lo que dice Tulio de uno, que por la licencia que
tenía de pecar se llamaba feliz. ¡Oh miserable del que tuvo semejante licencia para pecar!
Y así cualquiera que imaginare que es feliz por la licencia que tiene de maldecir, será
mucho más dichoso si de ningún modo usare de tal permiso pudiendo aún ahora, dejando
aparte la vanidad de la arrogancia, como con pretexto de querer saber la verdad,
contradecir cuanto quisiere y cuanto fuere posible oír y saber honesta, grave y libremente

Página 161 de 161


La Ciudad De Dios San Agustín

lo que hace al caso de boca de aquellos con quienes, confiriéndolo en sana paz, lo
preguntaren.

LIBRO SEXTO TEOLOGÍA MÍTICA Y CIVIL DE VARRÓN PROEMIO

Me parece que he disputado bastante en estos cinco libros pasados contra los que
temerariamente sostienen que por la importancia y comodidad de la vida mortal, y por el
goce de los bienes terrenos, deben adorarse con el rito y adoración que los griegos llaman
latría, y se debe únicamente al solo Dios verdadero, a muchos y falsos dioses, de los cuales
la verdad católica evidencia que son simulacros inútiles, o espíritus inmundos y
perniciosos demonios, o por lo menos criaturas, y no el mismo Criador. Y ¿quién no
advierte que para una necedad y pertinacia tan grandes no bastan estos cinco libros ni otros
infinitos por más que sean muchos en el número? En atención a que se reputa por gloria y
honra de la humana lisonja no rendirse a todos los contrastes de una verdad acrisolada,
cuando resulta en perjuicio sin duda de aquel en quien reina tan monstruoso vicio.

Porque también una enfermedad peligrosa contra toda la industria del ?que la cura es
invencible, no precisamente porque cause daño alguno al médico, sino por el que resulta al
enfermo considerado como incurable. Pero las personas que lo que leen lo examinan con
madurez y circunspección habiéndolo entendido y considerado sin ninguna, o a lo menos
no con demasiada obstinación en el error en que se veían sumergidos, echarán de ver
fácilmente que con estos cinco libros que hemos concluido hemos satisfecho
bastantemente a más de lo que exigía la necesidad de la cuestión, antes que haber quedado
cortos, y no podrán poner en duda que toda esa odiosidad que los necios se esfuerzan en
arrojar contra la religión cristiana, tomando pie de las calamidades de este mundo y de la
fragilidad y vicisitudes de las cosas terrenas, con disimulo, más aún, con la aprobación de
los doctos que obrando contra su conciencia se hacen necios por su loca impiedad, no
dudarán, digo, que es un juicio vacío completamente de todo sentido y razón y llenó de
vana temeridad y odio malvado.

CAPITULO PRIMERO

De los que dicen que adoran a los dioses, no por esta vida presente, sino por la eterna
Ahora, pues, porque según lo pide nuestra promesa habremos también de refutar y
desengañar a los que intentan defender que debe tributarse adoración a los dioses de los
gentiles, que destruyen la religión cristiana, no por los intereses y felicidades de esta vida,
sino por la que después de la muerte se espera, quiero dar principio a mi discurso por el
verdadero oráculo del salmista rey, donde se lee: “Bienaventurado el hombre que pone
toda su confianza en Dios, y el que no se aparta de El, ni fingió las vanidades y los falsos
desvaríos.” Con todo, entre todas las ilusorias doctrinas y falsos despropósitos, los que más
tolerablemente se pueden oír son los de los filósofos a quienes no satisfizo la opinión y
error universal de las gentes, que de- dicaron simulacros a los dioses, suponiendo muchas
falsedades de los que llaman dioses inmortales, las cuales, siendo falsas e impías, las
fingieron o, una vez fingidas, las creyeron, y, creídas, las introdujeron en el culto y
ceremonias de su religión. Con estos tales, que aunque no diciéndolo libremente, pero si al
menos en sus obras, como entre dientes aseguraban que no aprovechan semejantes
desatinos, no del todo fuera de propósito se tratará esta cuestión: si conviene adorar por la

Página 162 de 162


La Ciudad De Dios San Agustín

vida que se espera después de la muerte, no a un solo Dios, que hizo todo lo criado
espiritual y corporal, sino a muchos dioses, de quienes algunos de los mismos filósofos,
entre ellos los más acreditados y sabios, sintieron que fueron criados por aquél solo y
colocados en un lugar sublime.

Porque ¿quién sufrirá se diga y defienda que los dioses de que hicimos mención en el libro
IV, a quienes se atribuye a cada uno, respectivamente, su oficio y cargo de negocios de
poco momento, conceden a los mortales la vida eterna? ¿Por ventura aquellos sabios y
científicos varones que se glorían por un beneficio digno del mayor aprecio el haber escrito
y enseñado, para que se supiese, el método y motivo con que se había de suplicar a cada
uno de los dioses, y qué era lo que se les debía pedir, a fin de que, inconsiderada y
neciamente, como suele hacerse por risa y mofa en el teatro, no pidiesen agua a Baco y
vino a las ninfas, aconsejaran a ninguno rogase a los dioses inmortales que cuando hubiese
pedido a las ninfas vino y le respondiesen: “Nosotras sólo tenemos agua, eso pedidlo a
Baco”, dijese entonces prudentemente: “Si no tenéis vino, a lo menos dadme la vida
eterna”? ¿Qué idea puede haber más monstruosa que este disparate? ¿Acaso excitadas a
risa, porque suelen ser fáciles en reír, a no ser que afecten engañar, como que son
demonios, no responderán al que así les rogare: “Hombre de bien, ¿pensáis que tenemos en
nuestra mano la vida, siendo así que habéis oído repetidas veces que ni aun disponemos de
vida?” Así que es Una necedad y desvarío insufrible pedir o esperar la vida eterna de
semejantes dioses, de quienes se dice que cada partecilla de esta trabajosa y breve vida, y si
hay alguna que pertenezca a su fomento, incremento y sustento, la tiene debajo de su
amparo; pero es con tal restricción, que lo que está bajó la tutela y disposición de uno lo
deben pedir a otro, de que resulta se tenga por tan absurda, imposible y temeraria tal
potestad, como lo son los donaires y disparates del bobo de la farsa, y cuando esto lo hacen
actores ingeniosos ante el público, con razón se ríen de ellos en el teatro y cuando lo hacen
los necios ignorándolo, con más justa causa se burlan y mofan de ellos en el mundo.

Con mucho ingenio descubrieron los doctos y dejaron escrito en sus obras a qué dios o
diosa de los que fundaron las ciudades se debería acudir en busca de diversos remedios; es
a saber, qué es lo que se debía pedir a Baco, a las ninfas, a Vulcano, y así a los demás; de
lo que parte referí en el libro IV y parte me pareció conveniente pasarlo en silencio, y si es
un error notable pedir vino a Ceres, pan a Baco, agua a Vulcano y fuego a las ninfas,
¿cuánto mayor disparate será pedir a alguno de éstos la vida eterna? Por lo mismo, si
cuando preguntábamos acerca del reino de la tierra qué dioses o diosas debía creerse que le
podían dar, habiendo examinado este punto, averiguamos era muy ajeno de la verdad el
pensar que los reinos, a lo menos de la tierra, los daba ninguno de los que componen tanta
multitud de falsos dioses.

Por ventura, ¿no será una disparatada impiedad el creer que la vida eterna, que sin duda
alguna y sin comparación se debe preferir a todos los reinos de la tierra, la pueda dar a
nadie ninguno de ellos? Porque está fuera de toda controversia que semejantes dioses no
podían dar ni aun el reino de la tierra, por sólo el especioso título de ser ellos dioses
grandes y soberanos; siendo estos dones tan viles y despreciables, que no se dignarían
cuidar de ellos, viéndose en tan encumbrada fortuna, a no ser que digamos que por más que
uno, con justa razón vilipendie, consideran- do la fragilidad humana, los caducos títulos del
reino de la tierra, estos dioses fueron de tal calidad. que parecieron indignos de que se les
confiase la distribución y conservación de ellas, no obstante de ser correspondiente a su
alta dignidad encomendárselas y ponerlas bajo su custodia Y, por consiguiente, si
conforme a lo que manifestamos en los dos libros anteriores, ninguno de los que componen

Página 163 de 163


La Ciudad De Dios San Agustín

la turba de los dioses, ya sea de los plebeyos o de los patricios, es idóneo para dar los
reinos mortales a los mortales, ¿cuánto menos podrá de mortales hacer inmortales? Y más
que si lo tratamos con los que defienden deben ser adorados los dioses, no por las
facilidades de la vida presente, sino por la futura, acaso nos dirán que de ninguna manera
se les debe tributar veneración, a lo menos por aquellas cosas que se les atribuyen como
repartidas entre ellos y propias de la potestad peculiar de cada uno, porque así lo persuada
la luz de la verdad, sino porque así lo introdujo la opinión común, fundada en la vanidad
humana y en el fanatismo, como se persuaden los que sostienen que su culto es necesario
para sufragar a las necesidades de la vida mortal, contra quienes en los cinco libros
precedentes he disputado lo preciso cuanto me ha sido posible.

Pero siendo, como es, innegable nuestra doctrina; si la edad de los que adoran a la diosa
Juventas fuera más feliz y florida, y la de los que la desprecian se acabara en el verdor de
su juventud, o en ella, como en un cuerpo cargado de años, quedarán yertos y fríos; si la
fortuna Barbada con más gracia y donaire vistiera las quijadas de sus devotos, y a los que
no lo fuesen los viéramos lampiños y mal barbados, dijéramos muy bien que hasta aquí
cada una de estas diosas podía en alguna manera limitarse a sus peculiares oficios, y, por
consiguiente, que no se debía pedir ni a la Juventas la vida eterna, pues no podía dar ni aun
la barba; ni de la fortuna Barbada se debía esperar cosa buena después de esta vida, porque
durante ella no tenía autoridad alguna para conceder siquiera aquella misma edad en que
suele nacer la barba.

Mas ahora, no siendo necesario su culto ni aun para las cosas que ellos entienden que les
están sujetas, ya que muchos que fueron devotos dé la diosa Juventas no florecieron en
aquella edad, y muchos que no lo fueron gozaron del vigor de la juventud; y asimismo
algunos que se encomendaron a la fortuna Barbada, o no tuvieron barbas o las tuvieron
muy escasas; y si hay algunos que por conseguir de ella las barbas la reverencian, los
barbados que la desprecian se mofan y burlan de ellos. ¿Es posible que esté tan obcecado
el corazón humano que viendo está lleno de embelecos y es inútil el culto de los dioses
para obtener estos bienes temporales y momentáneos, sobre los que dicen que cada uno
preside particularmente a su objeto, crea que sea importante para conseguir vida eterna?
Esta, ni aun aquellos, han osado afirmar que la pueden dar; ni aun aquellos, digo, que para
que el vulgo necio los adorase, porque pensaban que eran muchos en demasía, y que
ninguno debía estar ocioso, les repartieron con tanta prolijidad y menudencia todos estos
oficios temporales.

CAPITULO II

Qué es lo que se debe creer que sintió Varrón de los dioses de los gentiles, cuyos linajes y
sacrificios, de que él dio noticia fueron tales, que hubiera usado con ellos de más
reverencia si del todo los hubiera pasado en silencio ¿Quién anduvo buscando todas estas
particularidades con más curiosidad que Marco Varrón? ¿Quién las descubrió más
doctamente? ¿Quién las consideró con más atención? ¿Quién las distinguió con más
exactitud y las escribió con más profusión y diligencia? Este escritor, aunque no es en el
estilo y lenguaje muy suave, con todo, inserta tanta doctrina y tan buenas sen- tencias, que
en todo género de erudición y letras que nosotros llamamos humanas y ellos liberales,
enseña tanto al que busca la ciencia cuanto Cicerón deleita al que se complace en la
hermosura de la frase.

Página 164 de 164


La Ciudad De Dios San Agustín

Finalmente, el mismo Tulio habla de éste con tanta aprobación, que dice en los libros
académicos que la disputa la tuvo con Marco Varrón, sujeto, dice, entre todos sin
controversia agudísimo y sin ninguna duda doctísimo; no le llama elocuentísimo o
fecundísimo, porque en realidad de verdad en la retórica y elocuencia con mucho no llega a
igualarse con los muy elocuentes y fecundos, sino entre todos, sin disputa, agu- dísimo. En
aquellos libros, digo, en los académicos, donde pretende probar que todas las cosas son
dudosas, le distinguió con el apreciable título de doctísimo. Verdaderamente que de esta
prenda estaba tan cierto, que quitó la duda que suele poner en todo, como si habiendo de
tratar de este célebre escritor, conforme a la costumbre que tienen los académicos de dudar
de todo, se hubiera olvidado de que era académico.

Y en el libro I, celebrando las obras que escribió el mismo Varrón: “Andando, dice,
nosotros peregrinando y errantes por nuestra ciudad como si fuéramos forasteros, tus libros
puedo asegurar nos encaminaron y tornaron a casa, para que, al fin, pudiéramos advertir
quiénes éramos y adónde estábamos; tú nos declaraste la edad de nuestra patria, tú las
descripciones de los tiempos, tú la razón de la religión, el oficio de los sacerdotes, la
disciplina doméstica y pública de los sitios, regiones, pueblos y de todas las cosas divinas y
humanas nos declaraste los nombres, géneros, oficios y causas”. Este Varrón, pues, es de
tan excelente e insigne doctrina, que brevemente recopila su elogio Terenciano, en este
elegante y conciso verso “Varrón por todas partes doctísimo.” Leyó tanto, que causa
admiración tuviese tiempo para escribir sobre ninguna materia; y, sin embargo, escribió
tantos volúmenes cuantos apenas es fácil persuadirse que ninguno pudo jamás leer.

Este Varrón, digo, tan perspicaz e instruido, si escribiera contra las cosas divinas, de que
escribió también y dijera que no eran cosas religiosas, sino supersticiosas, no sé si
escribiera en ellas cosas tan dignas de risa, tan impertinentes y tan abominables. Con todo,
adoró a estos mismos dioses y fue de dictamen que se debían reverenciar, tanto, que en los
mismos libros dice teme no se pierdan, no por violencia causada por los enemigos, sino por
negligencia de los ciudadanos. De esta inminente ruina dice que los libra depositándolos y
guardándolos en la memoria de los buenos, por medio de aquellos sus libros, con una
diligencia harto más provechosa que la que es fama usó Metelo cuando libró su estatua de
Vesta, y Eneas sus Penates del voraz incendio de Troya. Y con todo, deja allí escritas a la
posteridad sentencias dignas que los sabios y los ignorantes las desechen y algunas
sumamente contrarias a las verdades de la religión. En virtud de este proceder, ¿qué
debemos pensar sino que este hombre, siendo muy ingenioso y docto, aunque no libre por
la gracia del Espíritu Santo, se halló oprimido de la detestable costumbre y leyes de su
patria, y, con todo, no quiso pasar en silencio las causas que le movían, so color de
encomendar la religión?

CAPITULO III

La división que hace Varrón de los libros que compuso acerca de las antigüedades de las
cosas humanas y divinas Habiendo escrito cuarenta y un libros sobre las antigüedades, los
dividió según materias divinas y humanas. En estas últimas consume veinticinco, en las
divinas dieciséis, siguiendo en la división de materias esta distribución; de forma que
reparte en cuatro partes veinticuatro libros concernientes a las cosas humanas, designando
seis a cada parte. Allí trata por extenso quiénes, dónde, cuándo y qué llevan a cabo. Así
que en los seis primeros habla de los hombres, en los seis segundos de los lugares, en los

Página 165 de 165


La Ciudad De Dios San Agustín

seis terceros de los tiempos, y en los seis últimos de las cosas; y así cuatro veces seis hacen
veinticuatro.

Pero, además, colocó uno por sí solo, al principio, que en común habla de todos los asuntos
propuestos. El que trata asimismo de las cosas divinas guardó el mismo método en la
división, por lo respectivo a los ritos y víctimas que se deben ofrecer a los dioses, ya que
los hombres, en determinados lugares y tiempos les ofrecen el culto divino. Las cuatro
materias que, he dicho las comprendió en cada tres libros: en los tres primeros trata de los
hombres; en los tres siguientes, de los lugares; en el tercer grupo, de los tiempos; en los
tres últimos, del culto divino; designando en ese lugar, por medio de una sencilla
distinción, quiénes, dónde, cuándo y qué ofrecen. Mas porque convenía decir -que era lo
que principalmente se esperaba de él- quiénes eran aquellos a quienes se ofrece, trató
también de los mismos dioses en los tres postreros, para que cinco veces tres fuesen
quince, y son entre todos, como he dicho, dieciséis; porque al principio puso uno de por sí,
que primero habla en común de todos.

Y acabado éste, luego, conforme a la división hecha en las cinco partes, los primeros que
pertenecen a los hombres los reparte de este modo: en el primero trata de los pontífices; en
el segundo, de los augures o adivinos; en el tercero, de los quince varones que atendían a
las funciones sagradas. Los tres segundos, que miran a los lugares, de esta manera: en el
primero trata de los oratorios; en el segundo, de los templos sagrados; en el tercero, de los
lugares religiosos; y los tres que siguen luego, que conciernen a los tiempos, esto es, a los
días festivos, que en el primero habla de las ferias, en el segundo de los juegos circenses,
en el tercero de los escénicos. Los del cuarto ternario, que pertenecen a las cosas sagradas;
los divide así: en el primero diserta sobre las consagraciones; en el segundo, de la
reverencia y culto particular, y en el tercero, del público. A éste, como aparato de los
asuntos que ha de exponer en los tres que restan, siguen, en último lugar, los mismos
dioses, en cuyo honor ha empleado todas sus tareas literarias, por este orden: en el primero
trata de los dioses ciertos; en el segundo, de los inciertos; en el tercero y último, de los
dioses escogidos.

CAPITULO IV

Que, conforme a la disputa de Varrón, entre los que adoran a los dioses, las cosas humanas
son más antiguas que las divinas De lo que hemos ya insinuado y dios adelante puede
fácilmente advertir el que obstinadamente no fuere enemigo de sí propio, que en toda esta
traza, en esta hermosa y sutil distribución y distinción, en vano se busca y espera la vida
eterna, que imprudentemente la quieren y desean. Porque toda esta doctrina, o es invención
de los hombres o de los demonios, y no de los demonios que ellos llaman buenos, sino, por
hablar más claro, de los espíritus inmundos o, más ciertamente, malignos, los cuales con
admirable odio y envidia ocultamente plantan en los juicios de los impíos unas opiniones
erróneas y perniciosas con que el alma más y más se vaya desvaneciendo y no pueda
acomodarse ni adaptarse con la inmutable y eterna verdad; y en oca- siones,
evidentemente, las infunden en los sentidos y las confirman con los embelecos y engaños
que les es posible imaginar.

Página 166 de 166


La Ciudad De Dios San Agustín

Este mismo Varrón confiesa que por eso no escribió en primer lugar de las cosas humanas
y después de las divinas, porque antes hubo ciudades, y después éstas ordenaron e
instituyeron las ceremonias de la religión. Pero, al mismo tiempo, es indudable que a la
verdadera religión no la fundó ninguna ciudad de la tierra, antes sí, ella es la que establece
una ciudad verdaderamente celestial. Y ésta nos la inspira y enseña el verdadero Dios, que
da la vida eterna a los que de corazón le sirven. La razón en que se funda Varrón cuando
confiesa que por eso escribió primeramente de las cosas humanas y después de las divinas,
porque éstas, fueron instituidas y ordenadas por los hombres, es ésta: “Así como es
primero el pintor que la tabla pintada, primero el arquitecto que el edificio, así son primero
las ciudades que las instituciones que ordenaron estas mismas.” Aunque dice que escribiera
antes de los dioses y después de los hombres, si escribiera sobre toda la naturaleza de los
dioses, como si escribiera aquí de alguna y no de toda, o como si alguna naturaleza de los
dioses, aunque no sea toda, no debe ser primero que la de los hombres. Cuanto más que en
los tres últimos libros, tratando cuidadosamente de los dioses ciertos, de los inciertos y de
los escogidos, parece que no omite ninguna naturaleza de los dioses. ¿Qué significa, pues,
lo que dice? “¿Si escribiéramos de toda la naturaleza de los dioses y de los hombres,
primero concluyéramos con la divina que tocáramos a la humana?” Porque, o escribe de
toda la naturaleza de los dioses, o de alguna o de ninguna; si de toda, debe ser preferida,
sin duda, a las cosas humanas; si de alguna, ¿por qué también ésta no ha de preceder a las
cosas humanas? ¿Acaso no merece alguna parte de los dioses ser antepuesta aun a toda la
naturaleza de los hombres? Y si es demasiado que alguna parte divina logre preferencia
generalmente sobre todas las cosas humanas, por lo menos será razón que se anteponga
siquiera a las romanas, puesto que escribió los libros relativos a las cosas humanas, no
precisamente por lo que respecta a todo el orbe de la tierra, sino en cuanto conciernen a
sola Roma.

A los cuales, sin embargo, en los libros de las cosas divinas, dijo que, según el orden
analítico que habla observado en escribir, con razón los, había antepuesto, así como debe
ser preferido el pintor a la tabla pintada, el arquitecto al edificio, confesando con toda
claridad que estas cosas divinas, igualmente que la pintura y el edificio, son instituciones
que deben su erección a los hombres. Resta, por último, sepamos que no escribió sobre
naturaleza alguna de los dioses, lo cual no lo quiso hacer claramente y al descubierto; antes
lo dejó a la consideración de los que lo entienden, Pues cuando se dice “no toda”,
comúnmente se entiende “,alguna”; pero puede entenderse asimismo “ninguna”, porque la
que es ninguna, ni es todo ni es alguna; en atención a que, como él dice: “Sí escribiera de
toda la naturaleza de los dioses, en el orden de la escritura debiera preferiría a las cosas
humanas”; y conforme lo dice a voces, la verdad, aunque él lo calla, debiera anteponerla
por lo menos, a las glorias romanas, cuando no fuera toda, a lo menos alguna; es así que
con razón se pospone, luego no quiere hacer alusión a los dioses, donde se infiere que no
quiso preferir las cosas humanas a las divinas; antes, por el contrario, a las verdaderas no
quiso anteponer las falsas; pues en cuanto escribió acerca de las cosas humanas siguió la
historia según el orden de los sucesos y acaecimientos; mas en lo que llama cosas divinas,
¿qué autoridad siguió sino meras conjeturas y sueños fantásticos? Esto es, en efecto, lo que
quiso con tanta sutileza dar a entender, no sólo escribiendo últimamente de éstas y no de
aquéllas sino también dando la razón por qué lo hizo así. La cual, si omitiera, acaso esto
mismo que hizo lo defendieran otros de diversa manera; pero en la misma causa que dio no
dejó lugar a los otros para sospechar lo que quisiesen a su albedrío.

Con pruebas bien concluyentes y con razones harto claras dio a entender que prefirió los
hombres a las instituciones humanas, y no la naturaleza humana a la naturaleza de los

Página 167 de 167


La Ciudad De Dios San Agustín

dioses. Y por esto confieso ingenuamente que Varrón escribió los libros pertenecientes a
las cosas divinas, no según el idioma de la verdad que concierne a la naturaleza, sino según
la falsedad que toca al error. Lo cual reprodujo más extensamente en otro lugar, como lo
insinúe en el Libro IV, diciendo que él seguirá gustosamente el estilo y traza de la
naturaleza si él fundara una nueva ciudad; pero, como había hallado una ya fundada, no
pudo sino acomodarse y seguir las prácticas de ella.

CAPITULO V

De los tres géneros de Teología, según Varrón fabulosa, natural y civil ¿Y de qué aprecio
es la proposición por la que sostiene que hay tres géneros de Teología, esto es, ciencia de
los dioses, de los cuales el uno se llama mítico, el otro físico y el tercero civil? Al primer
género le denominaremos con propiedad fabuloso, que es lo mismo que m¡thicon, pues
mithos, en griego, quiere decir fábula: que al segundo llamemos natural, ya la costumbre
de hablar así lo exige; al tercero, que se llama civil, él mismo le nombró en lengua latina.
Después dice llaman mítico aquel del que usan los poetas, físico del que los filósofos, civil
del que usa el pueblo. “En el primero, dice, se hallan infinitas ficciones indignas de la
naturaleza de los inmortales; por cuanto en él se advierte cómo un dios nació de la cabeza,
otro procedió de un muslo, otro de unas gotas de sangre.

En él se lee cómo los dioses fueron ladrones, adúlteros y cómo sirvieron a los hombres;
finalmente, en él atribuyen a los dioses todas las criminalidades que no sólo puede cometer
un hombre, sino también aquellas que apenas se pueden acumular al más vil y
despreciable. Aquí, a lo menos, donde pudo, donde se atrevió y donde le pareció que pudo
hacerlo sin costarle molestia alguna, declaró con razones patéticas y demostrativas y sin
obscuridad o ambigüedad, cuán grande agravio e injuria se hacía a la naturaleza de los
dioses fingiendo de ellos mentirosas fábulas; explicóse en términos tan insinuantes y
propios, porque hablaba no de la Teología natural, no de la civil, sino de la fabulosa, a la
cual le pareció debía culpar y reprender libremente. Veamos lo que dice de lo segundo: “El
segundo género es, dice, el que he enseñado, del cual nos dejaron escritos los filósofos
muchos libros, donde se expone qué sean los dioses, de qué género y calidad, desde qué
tiempo proceden, si son ab aeterno, si constan de fuego, como creyó Heráclito, si de
números; como Pitágoras; si de átomos, como Epicuro, y otros desvaríos seme- jantes más
acomodados para oídos entre paredes, en las escuelas, que afuera en el trato humano y
conversación social.” No culpó o reprendió proposición alguna relativa al género que llama
físico y pertenece a los filósofos; sólo refirió las controversias que existen entre ellos, de
las que han nacido tanta multitud de sectas, como se advierte, todas tan discordantes entre
sí. Con todo, separó de este género, sacándole del trato común, esto es, de las
investigaciones del vulgo y encerrándole dentro de las escuelas y sus paredes.

Mas al otro, esto es, al primero, mentiroso y obsceno, no le apartó ni exterminó de las
ciudades. ¡Oh, verdaderamente religiosos oídos los del vulgo, y sobre todo los de un
romano! Lo que los filósofos disputan acerca de los dioses inmortales no lo pueden oír y lo
que cantan los poetas y representan los farsantes, porque todo es indigno de la naturaleza
de los inmortales, y porque son crímenes que pueden recaer no sólo en cualquier hombre,
sino en el más bajo, humilde y despreciable; no sólo lo toleran, sino que oyen con gusto; y
no contentos con esto, resuelven autorizadamente que esto es lo que agrada a los mismos
dioses, y que por medio de semejantes representaciones teatrales debe aplacarse su ira.
Diré alguno: estos dos géneros, mítico y físico, esto es, el fabuloso y el natural, debemos

Página 168 de 168


La Ciudad De Dios San Agustín

distinguirlos del civil, de que ahora tratamos, así como él los distinguió, y veamos ya cómo
declara el civil. Bien considero las razones que militan para que se deba distinguir del
fabuloso, supuesto que es falso, torpe e indigno; mas el querer distinguir el natural del
civil, ¿qué otra cosa es, sino confesar que el mismo civil es asimismo mentiroso? Porque si
aquél es natural, ¿qué tiene de reprensible para que se deba excluir? Y si éste que se llama
civil no es natural, ¿qué mérito tiene para que se deba admitir? Esta es, en efecto, la causa
porque primero escribió de las cosas humanas y últimamente de las divinas; pues en éstas
no siguió la naturaleza de los dioses, sino las intrucciones de los hombres.

Examinemos, pues, al mismo tiempo la Teología civil: “El tercer género es, dice, el que en
las ciudades los ciudadanos, con especialidad los sacerdotes, deben saber y administrar, en
el cual se incluye qué dioses deben adorarse y reverenciar públicamente, qué ritos y
sacrificios es razón que cada uno les ofrezca.” Veamos ahora también lo que se sigue: “La
primera Teología, dice, principalmente es acomodada para el teatro; la segunda, para el
mundo; la tercera, para la ciudad.” ¿Quién no echa de ver a cuál dio la primacía? Sin duda
que a la segunda, de la que dijo arriba cómo era peculiar a los filósofos, porque ésta, añade,
que pertenece al mundo, es la que éstos reputan por la más excelente de todas. Pero las
otras dos Teologías, la primera y la tercera, es a saber, la del teatro y la de la ciudad, ¿las
distinguió o las separó? Porque advertimos que no porque una cosa sea propia de la ciudad
puede consiguientemente pertenecer al mundo, aunque vemos que las ciudades están en el
mundo; pues es posible acontezca que la ciudad instruida y fundada en opiniones falsas
adore y crea tales cosas, cuya naturaleza no se halla en parte alguna del mundo o fuera de
su ámbito. Y el teatro, ¿dónde está sino en la ciudad? ¿Y quién instituyó el teatro sino la
ciudad? ¿Y por qué le instituyó sino por afición a los juegos escénicos? ¿Y dónde se hallan
colocados los juegos escénicos sino entre las cosas divinas, de las cuales se escriben estos
libros con tanto ingenio y agudeza?

CAPITULO VI

De ¡a Teología mítica, esto es, fabulosa, y de la civil, contra Varrón ¡Oh Marco Varrón!
Eres ciertamente el más ingenioso entre todos los hombres, y, sin duda, el más sabio; pero
hombre, en fin, y no Dios; y, por lo mismo, aunque no ha sido elevado a la cumbre de la
verdad y de la libertad por el espíritu de Dios para ver y publicar las maravillas divinas,
bien echas de ver cuánta diferencia se debe hacer entre las cosas divinas y entre las
fruslerías y mentiras humanas; pero temes ofender las erróneas opiniones y las pervertidas
costumbres del pueblo, que las ha recibido entre las supersticiones públicas; asimismo,
notas que estas ficciones repugnan a la naturaleza de los dioses, aun de aquellos que la
flaqueza del espíritu humano imagina destruidos en los elementos de este mundo; tú lo
echas de ver cuando por todas partes las consideras, y todo cuanto tenéis escrito en
vuestros libros lo dice a voces: ¿qué hace aquí, aunque sea excelentísimo, el humano
ingenio? ¿De qué te sirve en tal conflicto la sabiduría humana, aunque tan vasta y tan
inmensa? ¿Deseas adorar los dioses naturales y eres forzado a venerar los civiles? Hallaste
que los unos eran fabulosos, contra quienes pudiste libremente decir tu sentir, y, sin
embargo, aun contra tu misma voluntad, viniste a salpicar en los civiles. ¿Por qué confiesas
que los fabulosos son acomodados para el teatro, los naturales para el mundo, los civiles
para la ciudad, siendo, como es, el mundo obra de todo un Dios, y las ciudades y los teatros
invenciones humanas, y no siendo los dioses, de quienes se burlan y ríen en los teatros,
otros que los que se adoran en los templos, y no dedicando los juegos a otros que a los que
ofrecéis las víctimas y sacrificios? Con cuánta más libertad y con cuánta más sutileza

Página 169 de 169


La Ciudad De Dios San Agustín

hicieras esta división, diciendo que unos eran dioses naturales y otros instituidos por los
hombres. Pero que de los establecidos por los hombres, una cosa enseña la doctrina de los
poetas, otra la de los sacerdotes, aunque una y otra profesan entre sí una amistad mutua,
por lo que ambas tienen de falsas; y de una y otra gustan los demonios, a quienes ofende la
doctrina de la verdad.

Dejando a un lado por un breve rato la Teología que llaman natural, de la cual hablaremos
después, ¿os parece, acaso, que debemos perder o esperar la vida eterna de los dioses
poéticos, teátricos, juglares y escénicos? Ni por pensamiento; antes nos libre Dios de
cometer tan execrable y sacrílego desatino. ¿Acaso interpondremos nuestros ruegos para
suplicar nos concedan la vida eterna unos dioses que gustan oír unos desvaríos, y se
aplacan cuando se refieren y frecuentan en semejantes lugares sus culpas? Ninguno, a lo
que pienso, ha llegado con su desvarío a un tan grande despeñadero de tan loca impiedad.

De donde se infiere que nadie alcanza la vida eterna con la Teología fabulosa, ni con la
civil; porque una va, sembrando doctrinas detestables, fingiendo de los dioses acciones
torpes, y la otra, con el aplauso que las presta, las va segando y cogiendo; la una esparce
mentiras, la otra las coge; la una recrimina a las deidades con supuestas culpas, la otra
recibe y abraza entre las cosas divinas los juegos donde se celebran tales crímenes; la una,
adornada con la poesía humana, pregona abominables ficciones de los dioses; la otra
consagra esta misma poesía a las solemnidades de los mismos dioses; la una canta las
impurezas y bellaquerías de los dioses, la otra las estima sobremanera; la una las publica y
finge, y la otra o las confirma por verdaderas o se deleita aun con las falsas; ambas son
seguramente torpes, ambas odiosas; pero la una -que es la teátrica-, profesa públicamente
la torpeza, y la otra -que es la civil-, se adorna con la obscenidad de aquella. ¿Es posible
que hemos, de esperar alcanzar la vida eterna con lo que ésta, caduca y temporal, se
profana? Y si adultera la vida el comercio y trato con los hombres facinerosos cuando se
entrometen a hacer consentir nuestros afectos y voluntades en sus maldades, ¿cómo no ha
de profanarla y pervertir la sociedad con los demonios, que se adoran y veneran con sus
culpas? Si éstas son verdaderas, ¿qué malos los que son adorados?; si falsas, ¿cuán mal son
adorados? Cuando esto decimos, quizá parecerá al que fuere demasiado ignorante en esta
materia que sólo las impurezas que se celebran de semejantes dioses son indignas de la,
Majestad Divina; ridículas y abominables las que cantan los poetas y se representan en los
juegos escénicos; pero los sacramentos que celebran, no los histriones, sino los sacerdotes,
son limpios, puros y ajenos de toda esta impiedad e indecencia.

Si esto fuese así, jamás nadie fuera de parecer que se celebrasen en honra y reverencia de
los dioses las torpezas que pasan en el teatro, nunca ordenaran los mismos dioses que
públicamente se representaran; mas no se ruborizan de hacer semejantes abominaciones en
obsequio de los dioses, en los teatros, porque lo mismo se practica en los templos;
finalmente, el mismo autor referido, procurando distinguir la Teología civil de la fabulosa,
y formar una tercera Teología en su género, más quiso que la entendiésemos compuesta de
la una y de la otra que distinta y separada de ambas. Y así dice que lo que escriben los
poetas es menos de lo que debe seguir el pueblo, y lo que los filósofos es más de lo que
conviene escu- driñar al vulgo.

Asegurando asimismo que, “no obstante de estar tan encontradas entre sí una y otra
doctrinas, sin embargo, están recibidas no pocas opiniones de tantos géneros en el gobierno
de los pueblos; con lo cual, lo que fuere común con los poetas, lo escribiremos juntamente
con lo civil, aunque entre éstos debemos más arrimarnos y comunicar con los filósofos que

Página 170 de 170


La Ciudad De Dios San Agustín

con los poetas” Luego no del todo habla con los poetas, aunque en otro lugar dice que, por,
lo respectivo a las generaciones de los dioses, el pueblo se inclinó más a la autoridad de los
poetas que a la de los físicos, por cuanto aquí designa lo que debía hacer, y allí lo que se
hacía. Los físicos, añade, escribieron para la utilidad común, y los poetas para deleitar. Y
así, según este sentir, lo que han escrito estos poetas y lo que no debe seguir el pueblo son
las culpas de los dioses, los cuales con todo deleitan, igualmente así al pueblo como a los
dioses. Porque a fin de deleitar, escriben, como dicen los poetas, y no para aprovechar; y
con todo, escriben lo que los dioses pueden apetecer y el pueblo se lo pueda representar.

CAPITULO VII

De la semejanza y conveniencia que hay entre la Teología civil y fabulosa Así que la
Teología civil se reduce a la Teología fabulosa, teatral, escénica, llena de preceptos
indignos y torpes, y toda esta que justamente parece se debe reprender o condenar es parte
de la otra, que, según su dictamen, se, debe reverenciar y adorar, y parte no por cierto
despreciable (como lo pienso demostrar); la cual no sólo no es distinta ni ajena en todas sus
partes de todo lo que es cuerpo, sino que del todo es muy conforme con ella, y
convenientemente, como miembro de un mismo cuerpo, se la han acomodado. y juntado
con ella. Y si no, digan, ¿qué nos manifiestan aquellas estatuas, las formas, las edades, los
sexos y hábitos de los dioses? ¿Por ventura consideran los poetas a Júpiter barbado y a
Mercurio desbarbado, y los pontífices no? Pregunto: ¿fueron los cómicos solos los que
atribuyeron enormes crímenes a Priapo, y no los sacerdotes? ¿O le presentan en los lugares
sagrados a la pública adoración bajo otro aspecto, o con distintos adornos cuando le sacan
para que se rían de él en los teatros? ¿Acaso los come- diantes representan a Saturno viejo
y a Apolo joven, o de una manera diferente como están sus estatuas en los templos? ¿Por
qué, preguntó, Fórculo, que preside las puertas y Lementino el umbral, son dioses varones,
y Cardea, que custodia los quicios, es hembra? ¿Acaso no se hallan estas simplezas en los
libros relativos, a las cosas divinas, las cuales, poetas graves las tuvieron por indignas de
incluirlas en sus obras?

¿Por qué causa Diana, la del teatro, trae armas, y la de la ciudad no es más que una simple
doncella? ¿Por qué motivo Apolo, el de la escena es citarista, y el de Delfos no ejercita tal
arte? Pero todos estos despropósitos son tolerables respecto de otros más torpes. ¿Qué
sintieron del mismo Júpiter los que colocaron al ama que le crió en el Capitolio? ¿Por
ventura por este hecho no confirmaron la opinión del Evemero, quien, no con fabulosa
locuacidad, sino con exactitud histórica, escribió que todos estos dioses fueron hombres, y
hombres mortales? Igualmente, los que fingieron a los dioses Epulones parásitos
convidados a la mesa de Júpiter, ¿qué otra cosa quisieron que fuesen sino unas ceremonias
de pura farsa? Porque si en el teatro dijera el bobo o el gracioso que en el convite de
Júpiter hubo también sus parásitos, sin duda que parecería que había intentado con este
donaire hacer reír a la gente; pero lo dijo Varrón, y no en ocasión que escarnecía a los
dioses, sino cuando los recomendaba y celebraba. Testigos fidedignos de que lo escribió
así con los libros, no los pertenecientes a las cosas humanas, sino los que tratan de las
divinas, y no en parte donde explicaba los juegos escénicos, sino donde enseñaba al mundo
los ritos del Capitolio; finalmente, de estas ficciones se deja vilmente vencer, confesando
que así como supieron de los dioses que tuvieron forma humana, así también creyeron que
gustaban de los humanos deleites.

Página 171 de 171


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO VIII

De las interpretaciones de las razones naturales que procuran aducir los doctores paganos
en favor de sus dioses Sin embargo, dicen que todo esto tiene ciertas interpretaciones
fisiológicas, esto es, razones naturales, como si nosotros en la presente controversia
buscásemos la Fisiología y no la Teología; es decir, no la razón de la naturaleza, sino la de
Dios, porque, aunque el verdadero Dios es Dios, no por opinión, sino por naturaleza, con
todo, no toda naturaleza es Dios, pues, en efecto, la del hombre, la de la bestia, la del árbol,
la de la piedra, es naturaleza, y nada de esto es Dios; y si, cuando tratamos de los misterios
de la madre de los dioses, lo principal de esta interpretación consiste en que la madre de los
dioses es la tierra, ¿para qué pasamos adelante en la imaginación? ¿Para qué escudriñamos
lo demás? ¿Qué argumento hay que concluya con más evidencia en favor de los que
sostienen que todos estos dioses fueron 'hombres? Y en esta conformidad son terrígenas e
hijos de la tierra, así como la tierra es su madre; pero en la verdadera Teología, la tierra es
obra de Dios y no madre; con todo, como quiera que interpreten sus misterios y los refieran
a la naturaleza de las cosas, el ser hombres afeminados no es según el orden de lo natural,
sino contra toda la naturaleza.

Esta dolencia, este crimen, esta ignominia es la que se practica entre aquellas ceremonias,
lo que en las corrompidas costumbres de los hombres apenas se confiesa en los tormentos;
y si estas ceremonias, que, según se demuestra, son más abominables que las torpezas
escénicas, se excusan y purgan porque tienen sus interpretaciones, con las que se
manifiesta que significan la naturaleza de las cosas, ¿por qué no se excusará y purificará
asimismo lo que dicen los poetas? Pues que ellos han interpretado muchas cosas de la
misma manera, y esto de forma que lo más horrible y abominable que cuentan como de
que Saturno se comió a sus hijos, lo exponen así algunos; que todo cuanto el dilatado
transcurso del tiempo, significado por el nombre de Saturno, engendra, él mismo lo
consume. O, como piensa el mismo Varrón, porque Saturno pertenece a las semillas, las
cuales vuelven a caer en la misma tierra de donde traen su origen, y otros de otra manera, y
así lo demás concerniente al asunto Y con todo ello, se llama Teología fabulosa, la cual,
con todas estas sus interpretaciones, reprenden, desechan y condenan; y porque ha fingido
acciones impropias del carácter de los dioses, no sólo con razón la diferencia de la natural,
que es propia de las filósofos, sino también de la civil, de que, tratamos, de la que dicen
que pertenece a las ciudades y al pueblo, lo cual ha sido con este fin, porque como los
hombres ingeniosos y doctos que escriben de estas materias observaron que ambas
Teologías eran dignas de condenación, así la fabulosa como la civil, y se atrevieron a
condenar aquélla y no ésta, propusieron aquélla para condenarla, y a ésta, que era su
semejante, la pusieron en público para que se comparase con la otra no para que la
escogiesen, sino para que se entendiese que era digna de desechar juntamente con la otra, y
de esta manera, sin riesgo alguno de los que temían reprender la Teología civil, dando de
mano a la una y a la otra, que llaman natural, hállase lugar en los corazones de los que
mejor sienten.

Porque la civil y la fabulosa, ambas son fabulosas y ambas civiles, ambas las hallará
fabulosas el que prudentemente considerare las vanidades y las torpezas de ambas, y ambas
civiles, el que advierte incluidos los juegos escénicos, que pertenecen a la fabulosa, entre
las fiestas de los dioses civiles y entre las cosas divinas de las ciudades Esto supuesto,
¿cómo se puede atribuir el poder de dar la vida eterna a ninguno de estos dioses, a quienes
sus propias estatuas, sus ritos y religión convencen que son semejantes a los dioses
fabulosos que claramente reprueban, y muy parecidos a ellos en las formas, edades, sexo,

Página 172 de 172


La Ciudad De Dios San Agustín

hábito, matrimonios, generaciones, ritos? En todo lo cual se conoce que, o fueron hombres,
y que conforme a la vida y muerte de cada uno les ordenaron sus peculiares ritos y
solemnidades, insinuándoles y aun asegurándoles este error y ceguera los demonios, o que
realmente fueron unos espíritus inmundos, que se entrometieron en su voluntad,
favorecidos de cualquier ocasión ventajosa para engañar los juicios humanos.

CAPITULO IX

De los oficios que cada uno de los dioses tiene ¿Y qué diremos de los oficios peculiares de
los dioses, repartidos tan vilmente y tan por menudo, por los cuales, dicen, es menester
suplicarles conforme al destino y oficio que cada uno tiene? Sobre cuyo punto hemos ya
dicho bastante, aunque no todo lo que había que decir; pues, ¿por ventura no se conforma
más esta doctrina con los chistes y donaires de la farsa que con la autoridad y dignidad de
los dioses? Si proveyese uno de dos amas a un hijo suyo para que la una no le diese más
que la comida, y la otra la bebida, así como los romanos designaron para este encargo dos
diosas: Educa y Potina, sin duda parecería que perdía el juicio, y que hacía en su casa una
acción semejante a las que practica el cómico en el teatro con una desvergüenza
extraordinaria. El mismo Varrón confiesa que semejantes obscenidades era imposible las
hiciesen aquellas mujeres ministras de Baco, sino enajenadas de juicio, aunque después
estas abominables fiestas llegaron a ofender tanto los ojos del Senado, más cuerdo y
modesto, que las extinguió y abolió por un solemne decreto; y a lo menos, al fin quizá,
echaron de ver lo que influyen los espíritus inmundos sobre los corazones humanos cuando
los tienen por dioses.

Estas impurezas, a buen seguro que no se ejecutaran en los teatros, porque allí se burlan,
juegan y no andan furiosos; no obstante, el adorar dioses que gusten también de semejantes
fiestas es una especie de furor. ¿Y de qué valor es aquella proposición, donde haciendo
distinción del religioso y supersticioso, dice que el supersticioso teme a los dioses, y que el
religioso sólo los respeta como a padres, y no los teme como a enemigos; añadiendo que
todos son tan buenos, que les es más fácil el perdonar; a los culpados que el ofender al
inocente? Con todo, refiere que a la mujer, después del parto, la ponen tres dioses de
centinela, para que de noche no entre el dios Silvano y la cause alguna molestia; que para
significar estos guardas, tres hombres, por la noche, visitan y rondan los umbrales de la
casa, y que primeramente hieren el umbral con un hacha, después le golpean con mazo y
mano de mortero, y, por último, le barren con unas escobas, a fin de que con estos
símbolos de la labranza y cultivo se prohiba la entrada al dios Silvano, ya que no se cortan
ni se podan los árboles sin hierro, ni el farro se hace sin el mazo con que le deshacen, ni el
grano de las mieses se junta sin las escobas, y que de estas tres cosas tomaron sus nombres
tres dioses: Intercidona, de la intercisión o del partir de la hacha; Pilumno, del pilón o
mazo; Daverra, de las escobas, para que con el amparo de estos dioses la mujer estuviese
segura e indemne contra las furiosas invasiones del dios Silvano; y así contra la fuerza y
rigor de un dios injurioso y malo, no aprovechara la guarda de los buenos, si no fueran
muchos contra uno, y contrastaran al áspero, horrendo, inculto y en realidad silvestre,
como con sus contrarios, con los símbolos de la labranza y cultivo. ¿Es ésta, pregunto, la
inocencia de los dioses, ésta la concordia? ¿Son éstos los dioses saludables de las ciudades,
más dignos ciertamente de befa y risa que los escarnios de poetas y teatros? Váyanse, pues,
y procuren distinguir con la sutileza que pudieren la teología civil de la fabulosa, las
ciudades de los teatros, los templos de las escenas, los ritos de los pontífices, de los versos
de los poetas, como las cosas honestas, de las torpes; las verdaderas, de las falsas; las

Página 173 de 173


La Ciudad De Dios San Agustín

graves, de las livianas; las veras, de las burlas, y las que se deben desear de las que se
deben huir. Bien entendemos lo que pretende; conocen que la teología teatral y fabulosa
depende de la civil, y que de los versos de los poetas, como de un espejo cristalino, resulta
su retrato; y por eso, cuando hablan de ésta que no se atreven a condenar, con más libertad
arguyen y reprenden aquélla, que es su imagen, para que los que advierten sus deseos
abominen también el mismo original de ésta, cuyo dechado e imagen es aquélla, la cual,
con todo, los mismos dioses, viéndose en ella como en un espejo, la aman; de modo que se
descubre y echa de ver mejor en ambos lo que ellos son, y que tales son; y así también, con
terribles amenazas, forzaron a los que los adoraban a que les dedicasen las impurezas. de la
teología fabulosa, la pusiesen en sus solemnidades y la tuviesen entre sus cosas sagradas,
en lo que, por una parte, nos enseñaron con la mayor evidencia que ellos eran unos
espíritus torpes, y por otra, a la teología teatral, tan abatida y reprobada, la hicieron
miembro y parte de la civil, que es en cierto modo escogida y aprobada, para siendo toda
ella generalmente obscena y engañosa, Y estando llena en sí misma de dioses fingidos, una
parte estuviese en la liturgia de los sacerdotes y otra en los versos de los poetas.

Y si contiene igualmente otras partes, más, es otra cuestión; por ahora, por lo que se
refiere a la división de Varrón, me parece que bastantemente he demostrado cómo la
teología urbana y teatral pertenece a una misma civil; y así, participando ambas de unas
mismas torpezas absurdas, impropiedades y falsedades, no hay motivo para que personas
religiosas y piadosas imaginen esperar de la una y de la otra la vida eterna.

Finalmente, hasta el mismo Varrón refiere y enumera los dioses, comenzando desde la
concepción del hombre. Empieza por Jano y va siguiendo la serie de los dioses hasta la
muerte del hombre decrépito, y concluye con los dioses, que pertenecen al mismo hombre,
hasta llegar a la diosa Nenia, que es la que se invoca en los entierros de los ancianos;
después sigue declarando otros dioses, que pertenecen, no al mismo hombre, sino a las
cosas que son propias del hombre, como es el sustento, el vestido y todo lo demás que es
necesario para la vida, manifestando en todos estos ramos cuál es el oficio de cada uno, y
por qué se debe acudir y suplicar a cada uno de ellos; pero con toda esta su exactitud y
curiosidad, no se hallará que demostró o nombró un solo Dios a quien se daba pedir la vida
eterna, y solamente por ella sola somos en realidad cristianos.

En vista de esto, ¿quién será tan estúpido que no advierta que este hombre, declarando con
tanta prolijidad la teología civil, manifestando que es tan semejante a la fabulosa, impía,
detestable e ignominiosa, e indicando con sobrada evidencia que la fabulosa es parte de
ésta, no hace sino preparar el camino en los corazones de los hombres a la natural, la cual,
dice, perte- nece a los filósofos, lo que desempeña con tanta sutileza, que reprende
abiertamente la fabulosa, y aunque no se atreve a motejar la civil, no obstante, al tiempo de
declararla y examinarla, muestra cómo es reprensible; y así, reprobadas la una y la otra, a
juicio de los que lo entienden bien, quede sola la natural, para que usen de ella; de lo cual,
con el auxilio del verdadero Dios. trataremos con más extensión en su lugar.

CAPITULO X

De la libertad con que Séneca reprendió la teología civil, con más vigor que Varrón la
fabulosa. Pero la libertad que faltó, a Varrón para reprender a cara descubierta y con
desahogo, como la otra, esta teología urbana tan parecida la teatral, no faltó, aunque
no del todo, pero sí en alguna parte, a Anneo Séneca, que por varios indicios sabemos
floreció en tiempo de nuestros santos apóstoles, porque la tuvo en la pluma, aunque le faltó

Página 174 de 174


La Ciudad De Dios San Agustín

en la vida. Y así, en el libro que escribió contra las supersticiones, más abundantemente y
con mayor vehemencia reprende esta teología civil y urbana que Varrón la teatral y
fabulosa; pues tratando de las estatuas: “dedican -dice- a los dioses sagrados, inmortales e
inviolables en materia vilísima e inmóvil, vistiéndolos de formas propias de hombres,
fieras y peces, y a algunos los hacen de ambos sexos y de diferentes cuerpos, llamándolos
dioses, los cuales, si tomaran espíritu y vida y de improviso los encontraran, los tuvieran
por monstruos”.

Después, un poco más abajo, habiendo referido los dictámenes de algunos filósofos, y
celebrando la teología na- tural se opuso a sí mismo una duda, y dice: “Aquí dirá alguno:
¿He de sufrir yo a Platón y al peripatético Estratón, que el uno hizo a Dios sin cuerpo y el
otro sin alma?” Y respondiendo a este argumento, dice: “¿Te parecen más verdaderos los
sueños de Tito Tacio, o los de Rómulo, o los de Tulio Hostilio? Tito Tacio dedicó a la
diosa Cloacina, Rómulo a Pico Tiberino, Hostilio al Pavor y a la Palidez, afectos
pestilenciales del hombre, de los cuales el uno es un movimiento o alteración del ánimo
espantado y despavorido, y el otro del cuerpo, y no es enfermedad, sino color; ¿y has de
creer que éstos son dioses, canonizándolos y colocándolos en el cielo?” De los mismos
ritos, atroces y torpes, ¿acaso no escribió también con la mayor libertad? “El uno - dice- se
corta las partes que tiene de hombre, y el otro los músculos de los brazos: ¿cómo o cuándo
temen a los dioses airados los que, así granjean y lisonjean los propicios? Parece que por
ningún motivo se deben reverenciar los dioses, si es que igualmente quieren se les tribute
este honor.

Tan grande es el furor y desvarío de un juicio perturbado y sacado de sus quicios, que
piensan aplacar a los dioses con sacrificios tales que ni aun los hombres más bárbaros,
traídos por argumento de fábulas y tragedias crueles, se muestran más inhumanos y atroces
que ellos. Los tiranos, aunque hicieron pedazos los miembros de al- gunos, sin embargo, a
nadie mandaron que se los despedazase a sí propio. A algunos han castrado por contemplar
o contemporizarse con el apetito sensual de algunos príncipes; mas ninguno puso en sí
mismo las manos por mandato de algún señor para dejar de ser hombres. A sí propios se
despedazaron en los templos, y bañados en su propia sangre y mortales heridas, imploraron
el favor de sus mentidas deidades; si alguno tiene lugar de ver lo que hacen y lo que
padecen, advertirá acciones tan indecentes e impropias de los honestos, tan indignas de los
libertinos, tan desemejantes y contrarias a las de los cuerdos y sensatos, que no dudaría
decir que están dementes y furiosos si fueran menos en número; pero ahora la numerosa
multitud de fanáticos sirve para que los tengan por juiciosos.” Pues lo que insinúa que pasa
en el mismo Capitolio, y lo que, sin miedo alguno, reprende severamente, ¿quién creerá
que lo ejecutan, sino personas que escarnecen de ello o que están furiosas? Y así,
habiéndose reído porque en las funciones sagradas de los egipcios lloraban el haber
perdido a Osiris, y luego inmediatamente manifestaban particular alegría de haberle
hallado, viendo que el perderle y el hallarle era fingido; aunque el dolor y alegría de los
que nada perdieron y nada hallaron, realmente le representaban: “con todo dice- ésta locura
y furor tiene su tiempo limitado; es tolerable volverse locos una vez en el año.

Vine al Capitolio; vergüenza causará el descubrir la demencia que un furor ridículo ha


tomado por oficio: uno hace como que presenta los nombres al dios, otro se ocupa en
avisar a Júpiter las horas, otro se muestra que es lector, otro untador, que con un irrisible
menear de brazos contrahace al que unta. Hay algunas mujeres que fingen están
aderezando los cabellos a Juno y a Minerva, y estando no sólo lejos de la estatua, sino del
templo, mueven sus dedos como quien está componiendo y tocando a otra. Hay otras que

Página 175 de 175


La Ciudad De Dios San Agustín

tienen el espejo, otras que llaman a los dioses para que les favorezcan en sus pleitos. Hay
quien les ofrece memoriales y les informa de su causa: un excelente archimimo, o director
de escena, anciano ya decrépito, cada día iba a recitar en el Capitolio, como si los dioses
oyeran de buena gana al que los hombres habían ya dejado. Allí veréis ociosos todo género
de oficiales, asistiendo al servicio de los dioses inmortales.” Y poco después dice: “éstos,
aunque ofrecen al dios un ministerio superfluo y excusado, sin embargo, no es torpe ni
infame: hay algunas mujeres que están sentadas en el Capitolio, persuadidas de que Júpiter
está enamorado de ellas, sin tener respeto ni miedo a Juno, no obstante de ser (si quisierais
creer a los poetas) una diosa colérica e iracunda”.

Esta libertad no la tuvo Varrón; solo se atrevió a reprender la teología poética, sin meterse
con la civil, a la que éste fustigó. Con todo, si atendiéramos a la verdad. peores son los
templos donde se ejecutan estas abominaciones que los teatros en donde se fingen. Y así,
en orden a los ritos de la teología civil, aconseja Séneca al sabio “que no los conserve
religiosamente en el corazón, sino que los finja en las obras, porque dice: todo lo cual
guardará el sabio como las sanciones establecidas por la ley, pero no como agradables a los
dioses. Y poco después añade: “Pues que hacemos también casamientos con los dioses, y
aun esto no es piadosa y legítimamente, por cuanto casamos a hermanos con hermanas. A
Belona casamos con Marte, a Venus con Vulcano, a Salacia con Neptuno; aunque a
algunos los dejamos solteros, como si les hubiera faltado con quién, principalmente
habiendo algunas viudas como Populonia o Fulgora, y la diosa Rumina, a quienes no me
espanto no hubiese quien las pidiese. Toda esta turba plebeya de dioses, la cual por largo
tiempo la amontonó una dilatada y sucesiva superstición, la adoramos - dice- en tales
términos, que parece que su culto y veneración pertenece más al uso ya adaptado.” Por lo
tanto, ni aquellas sus leyes civiles, ni el uso y la costumbre instituyeron en la teología civil
cosa que fuese agradable a los dioses, o fuese de importancia; pero éste, a quien los
filósofos, sus maestros, hicieron así libre, como que era ilustre senador del pueblo romano,
reverenciaba lo que reprendía, practicaba lo que condenaba, lo que culpaba adoraba; y, en
efecto, la Filosofía le había enseñado adecuadas máximas para que no fuese supersticioso
en el mundo; mas él, por amor y respeto a las leyes civiles y a las costumbres establecidas,
aunque no ejecutase lo que el escénico finge en el teatro, sin embargo, le imitaba en el
templo, que es tanto peor y más reprensible; pues lo que hacía por ficción lo hacía de modo
que el pueblo pensaba lo hacía de veras, y el actor de burlas; y fingiendo, antes deleitaba
que engañaba.

CAPITULO XI

Lo que sintió Séneca de los judíos Séneca, entre otras supersticiones relativas a la teología
civil, reprende igualmente los ritos de los judíos, con especialidad la solemnidad del
sábado, diciendo que la celebran inútilmente; porque en los días que interponen cada siete
días, estando ociosos, pierden casi la séptima parte de su vida, y se, malbaratan muchas
cosas dejándolas de hacer al tiempo que debieran; pero no se atrevió a hacer mención de
los cristianos, que ya entonces eran aborrecidos de los judíos, ni en bien ni en mal, o por no
alabarlos quebrantando la antigua costumbre de su patria, o por no reprenderlos quizá
contra su voluntad; pero hablando de los judíos, dice: “Y con todo eso, han cundido y
prevalecido tanto las costumbres y método de vivir de esta malvada nación, que están ya
recibidas por todas las provincias de la tierra, y los vencidos han dado leyes a los
vencedores.”

Página 176 de 176


La Ciudad De Dios San Agustín

Admirábase diciendo esto, y no sabía lo que Dios obraba; al fin puso su parecer,
significando lo que sentía acerca de aquellos ritos, y dice así: “Con todo, ellos saben y
entienden las causas en que se fundan sus ritos y ceremonias, y la mayor parte del pueblo
hace lo que ignora por qué lo hace”; pero sobre los ritos de los judíos, las causas porque
fueron instituidos por la autoridad divina, la ma- nera que se observó en su
establecimiento, y cómo después por la misma autoridad en el tiempo en que convino se
los quitaron al pueblo de Dios, a quien fue servido revelar el misterio de la vida eterna, ya
en otra parte lo hemos expuesto, principalmente cuando disputamos contra los maniqueos,
y en estos libros lo manifestaremos también en lugar más oportuno.

CAPITULO XII

Que descubierta la vanidad de los dioses de los gentiles, es, sin duda, que no pueden ellos
dar a ninguno la vida eterna, pues que no ayudan tampoco para esta vida temporal Mas
ahora acerca de estas tres teologías que los griegos llaman mítica, física y política, y en
idioma latino pueden llamarse fabulosa, natural y civil, de ésta hemos demostrado que no
se debe esperar la vida eterna; tampoco de la fabulosa, a la cual, aún los mismos que
adoran muchos y falsos dioses, con bastante libertad reprenden; y menos de la civil, cuya
parte principal se convence ser la fabulosa, descubriéndose que es muy semejante a ella y
aun peor; pero si no pareciese suficiente a los incrédulos lo que hemos referido en este
libro, añada también lo que hemos dicho copiosamente en los precedentes, y especialmente
en el IV, hablando de Dios, dador y dispensador de la felicidad.

Porque ¿a quién debieran consagrarse los hombres por amor de la vida eterna, sino sólo a
la felicidad, si ésta fuera diosa? Y, supuesto que no lo es, sino un don de Dios, ¿a qué dios
sino al dador de la felicidad nos hemos de consagrar los que con piadosa caridad amamos y
deseamos la vida eterna, donde se halla la verdadera y completa felicidad? Que ninguno de
los dioses que con tanta torpeza se reverencian, y que si no los adoran más torpemente se
enojan, aunque se confiesan ellos mismos por espíritus inmundos; que ninguno de és- tos,
digo, sea dador de la felicidad, creo que por lo que llevamos referido ninguno tiene que
dudar; y el que no da la felicidad, ¿cómo podrá dar la vida eterna? ¿Cuál es la causa porque
llamamos vida eterna aquella donde hay felicidad sin fin? Pues si el alma vive en las penas
eternas, donde también los espíritus malignos han de ser atormentados, mejor debe ser
llamada aquélla muerte eterna que, vida; porque no hay muerte mayor ni más temible que
aquella donde no muere la muerte; pero como la naturaleza del alma, que fue criada
inmortal, no puede existir sin alguna vida, cualquiera que sea, su muerte más infausta es
hallarse ajena y privada de la vida de Dios en la eternidad del tormento. De donde se
infiere que la vida eterna, esto es, la feliz y bienaventurada sin fin, sólo la da el que da la
verdadera felicidad; la cual, por cuanto está demostrado que no la pueden dar los dioses
que reverencian esta teología civil, por lo mismo, no sólo no se les debe venerar por interés
de las cosas temporales y terrenas, según lo manifestamos en los cinco libros anteriores,
pero mucho menos por la vida eterna que esperamos después de la muerte; lo cual hemos
probado en este solo libro, aprovechándonos también de las máximas establecidas en los
precedentes, y por cuanto suele estar demasiado arraigada la malicia de una envejecida
costumbre, si a alguno le pareciere que hemos dicho poco en razón de condenar y
desterrar, esta teología civil, atienda con diligencia a lo que con el favor de Dios
estudiaremos en el libro siguiente.

Página 177 de 177


La Ciudad De Dios San Agustín

LIBRO SEPTIMO LOS DIOSES SELECTOS DE LA TEOLOGÍA CIVIL


PROEMIO

Si pareciere que soy algo más exacto y prolijo en procurar arrancar y extirpar las perversas
y envejecidas opiniones contrarias a la verdadera religión, las cuales tenía arraigadas
profunda y obstinadamente en los corazones meticulosos el error en que tanto tiempo había
estado el género humano; y si vieren dedicar mis tareas literarias, y según lo que alcanzan
mil facultades intelectuales cooperar, con la gracia de aquel que como verdadero Dios es
poderoso, para extirparlas (aunque los ingenios que son más vivos y superiores en la
comprensión quedan y suficientemente satisfechos con los libros que dejamos explicados),
lo habrán de sufrir con paciencia; y por amor a la salud eterna de sus prójimos, entender no
es superfluo lo que ya respecto de ellos echan de ver que no es necesario. Grande negocio,
y muy interesante es el que se hace cuando se predica y enseña que se debe buscar y adorar
la verdadera y realmente santa esencia divina, y aun cuando ella no nos deje suministrar los
medios necesarios para sustentar la humana fragilidad de que al presente estamos vestidos;
sin embargo, la causa final por que se debe buscar y adorar, no es el humo transitorio de
esta vida mortal, sino la vida dichosa y bien aventurada, que no es otra sino la eterna.

CAPITULO PRIMERO

Si habiéndonos constado que no hay divinidad en la teología civil, debemos creer que la
debemos hallar en los dioses que llaman selectos o escogidos. Que esta divinidad, o, por
decirlo así, deidad (porque ya tampoco los nuestros se recelan de usar de esta palabra, por
traducir del idioma griego lo que ellos llaman Ceoteta), que esta divinidad o deidad, digo,
no se halla en la teología denominada civil (de la cual disputó Marco Varrón en 16 libros),
es decir, que la felicidad de la vida eterna no se alcanza con el culto de semejantes dioses,
cuales instituyeron las ciudades, y del modo que ellas establecieron fuesen adorados; a
quien esta verdad no hubiera aún convencido con la doctrina propuesta en el libro VI que
acabamos de concluir, en leyendo acaso éste, no tendrá que desear más para la
averiguación de esta cuestión; porque es factible piense alguno que por la vida
bienaventurada, que no es otra sino la eterna, se debe tributar adoración a los dioses
selectos y principales que Varrón comprendió en el último libro, de los cuales tratamos ya:
sobre este punto no digo lo que indica Tertuliano, quizá con más donaire que verdad: “Que
si los dioses se escogen como las cebollas, sin duda que los demás se juzgan por
impertinentes”; no digo esto porque observo que de los escogidos se eligen igualmente
algunos para algún otro objeto mayor y más excelente; así como en la milicia luego que se
ha levantado y escogido la gente bisoña, de ésta también se eligen para algún lance mayor
y más importante de la guerra los más útiles, y cuando en la Iglesia se escogen y eligen los
propósitos y cabezas, no por eso reprueban a las demás, llamándose con razón todos los
buenos fieles escogidos.

Elígense para un edificio las piedras angulares, sin reprobar las demás, que sirven para
otros destinos y partes del edificio. Escógense las uvas para comer, sin reprobar las demás
que dejamos para beber, y no hay necesidad de discurrir por otros ramos, siendo este
asunto sumamente claro; por lo cual, no porque algunos dioses sean escogidos entre
muchos, se debe menospreciar, o, al que escribió sobre ellos, o a los que los adoran, o a los
mismos dioses, antes se debe advertir quiénes sean éstos y para que efecto los escogieron.

Página 178 de 178


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO II

Cuáles son los dioses elegidos y si se les excluye de los oficios de los dioses plebeyos
Varrón enumera y encarece en uno de sus libros estos dioses elegidos: Jano, Júpiter,
Saturno, Genio, Mercurio, Apolo, Marte, Vulcano, Neptuno, Sol, Orco, el padre Libero, la
Tierra, Ceres; Juno, la Luna, Diana, Minerva, Venus y Vesta. Poco más o menos, entre
todos son veinte, doce machos y ocho hembras. Se pregunta si estos dioses llámanse
elegidos por sus mayores administraciones en el mundo o porque son más conocidos por
los pueblos y se les rinde mayor culto. Si es precisamente porque son de orden superior las
obras que administran, no debíamos haberlos encontrado entre aquella turba de dioses casi
plebeyos, destinados a trabajillos casi insignificantes. Comencemos por Jano. Este, cuando
se concibe la prole, de donde toman principio todas las obras, distribuidas al por menor a
los dioses pequeños, abre la puerta para recibir el semen. Allí se halla también Saturno por
el semen mismo. Allí alienta también Libero, que, haciendo derramar el semen, libra al
varón. Allí también L¡bera, que otros quieren que sea Venus a la vez, que presta a la
hembra el mismo servicio, con el fin de que también ella, emi- tido el semen, quede libre.

Todos éstos son de los llamados selectos. Pero también se halla allí la diosa Mena, que
preside los menstruos al correr. Esta, aunque es hija de Júpiter, es plebeya. La provincia de
los menstruos corrientes asígnala el mismo autor en el libro de los dioses selectos a Juno,
que es la reina de los elegidos. Lucina, como Juno, con la susodicha Mena, su hijastra,
preside la menstruación. Allí hacen acto de presencia también dos obscurísimas
divinidades, Vitunno y Sentino, de los cuales uno da la vida a la criatura; y otro, los
sentidos. En realidad, dan mucho más, siendo tan vulgares, que los otros próceres y
selectos. Porque ¿qué es, sin vida y sin sentido, lo que la mujer lleva en su seno sino un no
sé qué abyectisimo y comparable al cieno y al polvo?

CAPITULO III

Nulidad de la razón aducida para mostrar la elección de algunos dioses, siendo más
excelente el cometido asignado a muchos inferiores 1. ¿Cuál fue la causa que compelió a
tantos dioses elegidos a entregarse a las obras más insignificantes, cuando en la partición
de esta munificencia son superados por Vitunno y por Sentino, que duermen en las
sombras de una obscura fama? Da Jano, dios selecto, entrada al semen y le abre la puerta,
por así decirlo. Confiere Saturno, también selecto, el semen mismo, y Libero, selecto, a su
vez confiere la emisión del semen a los varones. Esto mismo confiere Libera, que es Ceres
o Venus, a las hembras.

Da Juno, la elegida, pero no sola, sino con Mena, hija de Júpiter, los menstruos corrientes
para el crecimiento de lo concebido. Confiere el obscuro y plebeyo Vitunno la vida, y el
obscuro y plebeyo Sentino el sentido, funciones ambas que sobrepujan las de los otros
dioses en la misma proporción que la vida y, el sentido son superados por el entendimiento
y la razón. Como los seres racionales y dotados de entendimiento son más poderosos, sin
duda, que los que viven y sienten sin entendimiento y sin razón, como las bestias, así los
seres dotados de vida y de sentido merecidamente llevan la preferencia a los que ni viven
ni sienten. Se debió, pues, colocar entre los dioses selectos a Vitunno, vivificador, y a
Sentino, sensificador, antes que a Jano, admisor del semen, y que a Saturno, dador o
creador del mismo, y que a Libero y a Libera, movedores o emisores de él. Es monstruosa
la sola imaginación de los sémenes sin vida y sin sentido. Estos dones escogidos no los dan

Página 179 de 179


La Ciudad De Dios San Agustín

los dioses selectos, sino ciertos dioses desconocidos y que están al margen de la dignidad
de éstos.

Si encuentran respuesta adecuada para atribuir, y no sin razón, a Jano el poder de todos los
principios, precisamente en que abre la puerta a la concepción, y para asignar, el de todos
los sémenes a Saturno, en que no puede separarse la seminación del hombre de su propia
operación; y asimismo, para imputar a Libero y a Libera el poder de emitir los sémenes
todos, en que presiden también lo tocante a la sustitución de los hombres, y para decir que
la facultad de purgar y dar a luz es privativa de Juno, precisamente en que no falta a las
purgaciones de las mujeres y a los partos de los hombres, busquen respuesta para Vitunno
y Sentino, si quieren que estos dioses presidan a todo lo que vive y siente. Si conceden
esto, consideren la sublimidad del lugar en que han de colocarlos, porque nacen de semen
se da en la tierra y sobre la tierra; en cambio, vivir y sentir, según opinan ellos, se da
también en los dioses del cielo. Si dicen que éstas solas son las atribuciones de Vitunno y
Sentino, vivir en la carne y adminicular a los sentidos, ¿por qué aquel Dios que hace vivir
y sentir a todas las cosas no dará también vida y sentido a la carne, extendiendo con su
operación universal este don a los partos? ¿Qué necesidad hay de Vitunno y de Sentino?

Si Aquel que con su regencia universal preside la vida y los sentidos confió estas cosas
carnales, como bajas y humildes, a éstos como a siervos suyos, ¿están los dioses selectos
tan faltos de domésticos, que no encuentren a quienes confiar estas cosas, sino que con
toda su nobleza, causa aparente de su altivez, se ven obligados a desempeñar las mismas
funciones que los plebeyos? Juno, elegida y reina, esposa y hermana de Júpiter, es Iterduca
de los niños y ejerce su oficio con dos diosas de las más vulgares, con Abeona y con
Adeona. Allí colocaron también a la diosa Mente encargada de dar buena mente a los
niños, y no se la elevó al rango de los dioses selectos, como si pudiera proporcionarse algo
mayor al hombre. En cambio, se elevó a ese rango a Juno, por ser Iterduca y Domiduca,
como si fuera de algún provecho tomar el camino y ser conducido a casa si la mente no es
buena. Los electores no tuvieron a bien enumerar la diosa que da este bien entre los dioses
selectos. Sin duda que ésta debe ser antepuesta aun a Minerva, a la cual atribuyeron, entre
tantas obras pequeñas, la memoria de los niños. ¿Quién pondrá en tela de juicio que es
mucho mejor tener una buena mente que una memoria de las más prodigiosas? Nadie que
tenga buena mente es malo, mientras que algunos pésimos tienen una memoria asombrosa.
Estos son tanto peores cuanto menos pueden olvidar lo mal que imaginan.

Con todo, Minerva está entre los dioses selectos, y la diosa Mente se halla arrinconada
entre la canalla. ¿Qué diré de la Virtud? ¿Qué de la Felicidad? Ya he dicho mucho sobre
ellas en el libro IV. Teniéndolas entre las diosas, no quisieron honrarlas con un puesto
entre los dioses selectos, y honraron a Marte y a Orco, uno hacedor de muertes, y otro,
receptor de las mismas 2. Viendo, como vemos, a los dioses de la elite confundidos en sus
mezquinas funciones con los dioses inferiores, como miembros del senado con el
populacho, y hallando, como hallamos, que algunos de los dioses que no han creído dignos
de ser elegidos tienen oficios mucho más importantes y nobles que los llamados selectos,
no podemos menos de pensar que se les llama selectos y primates no por su más prestante
gobierno del mundo, sino porque han tenido la fortuna de ser más conocidos por los
pueblos. Por eso dice Varrón que a algunos dioses padres y a algunas diosas madres les
sobrevino la plebeyez, igual que a los hombres.

Si, pues, la Felicidad no cumplió que estuviera entre los dioses selectos justamente quizá
porque alcanzaron tal nobleza no por sus méritos, sino fortuitamente, siquiera, colóquese

Página 180 de 180


La Ciudad De Dios San Agustín

entre ellos, o mejor, antes que ellos, a la Fortuna. Esta diosa, creen, confiere a cada uno sus
bienes no por disposición racional, sino a la buena de Dios, a tontas y a locas. Esta debió
ocupar el primer puesto entre los dioses selectos, ya que entre ellos hizo la principal
ostentación de su poder. La razón es que los vemos escogidos, no por su destacada virtud,
no por una felicidad racional, sino por el temerario poder de la Fortuna, según el sentir de
sus adoradores.

Tal vez el mismo disertísimo Salustio tiene la atención fija en aquellos dioses, cuando
escribe: “En realidad de verdad, la Fortuna señorea todas las cosas. Ella lo enaltece y lo
encubre todo, más por capricho que por verdad.” No puede hallarse el porqué de que se
encomie a Venus y se encubra a la Virtud, siendo así que a una y a otra consagraron ellos
por diosas y no hay cotejo posible en sus méritos. Y si mereció ser ennoblecida cabalmente
por ser más apetecida, pues es indudable que aman muchos más a Venus que a la Virtud,
¿por qué se elogió a la diosa Minerva y se dejó en la penumbra a la diosa Pecunia, siendo
así que entre los mortales halaga mucho más la avaricia que la pericia? Aun entre los
mismos que cultivan el arte te verás negro para encontrar un hombre cuyo arte no sea venal
a costa de dinero. Siempre se estima más el fin que mueve a la obra que la obra hecha. Si
esta selección ha sido obra del juicio de la insensata chusma, ¿por qué no se ha preferido la
diosa Pecunia a Minerva, pues que hay muchos artífices por el dinero?

Y si esta distinción es obra de unos cuantos sabios, ¿por qué no han preferido la Virtud a
Venus, cuando la razón la prefiere con mucho? Siquiera, como he dicho, la Fortuna, que,
según el parecer de los que creen en sus muchas atribuciones, señorea todas las cosas y las
enaltece y encubre más por capricho que por verdad, debiera ocupar el primer puesto entre
los dioses elegidos, ya que goza de vara tan alta con los dioses, es verdad y que es tanto su
valimiento, que, por su temerario juicio, ensalza a los que quiere y encubre a los que le
place. ¿O es que no le fue posible colocarse allí, quizá no por otra razón que porque la
Fortuna misma creyó tener fortuna ad- versa? Luego, se opuso a sí misma, puesto que,
haciendo nobles a los otros, no se ennobleció a sí misma.

CAPITULO IV

Que mejor se portaron con los dioses inferiores, quienes no son infamados con oprobio
alguno, que con los selectos, cuyas increíbles torpezas se celebran en sus funciones Todo
el que fuese deseoso de la humana gloria y alabanza celebraría a estos dioses selectos, y los
llamaría afortunados si no los viese escogidos más para sufrir injurias que para obtener
honores; porque su misma vileza tejió y formó aquella ínfima turba para no cubrirse de
oprobios. Nosotros nos mofamos seguramente cuando los vemos distribuidos (repartidos
entre sí sus respectivos encargos, con las ficciones de las opiniones humanas) como
arrendadores de alcabalas, o como artífices de las obras de plata, donde para que salga
perfecto un pequeño vaso pasa por las manos de muchos artífices, cuando podría
perfeccionarse por un oficial instruido en su arte. Aunque no se opinó lo contrario,
resolviendo que debía consultarse a la multitud de los artífices, pues se deliberó así para
que cada uno de ellos aprendiese breve, y fácilmente cada una de las .partes de su oficio, y
todos ellos. no fuesen obligados a perfeccionarse tardíamente y con dificultad en un arte
sola. Con todo eso, apenas se halla uno de los dioses no selectos, que por algún crimen
abominable no haya incurrido en mala fama; y apenas nin- guno de los elegidos que no
tuviese sobre su honor una singular nota de alguna insigne afrenta: éstos descendieron a los

Página 181 de 181


La Ciudad De Dios San Agustín

humildes ministerios de éstos, y aquéllos no llegaron a perpetrar los detestables y públicos


crímenes de aquéllos.

De Jano no me ocurre fácilmente acción alguna que pertenezca a su deshonor e infamia; y


acaso fue tal, que observó una vida inocente, absteniéndose de los delitos y pecados
obscenos que a los demás se acumulan; recibió, pues, con benignidad y cariño a Saturno
cuando andaba huido vagando por todas partes: partió con su huésped el reino, fundando
cada uno de éstos una ciudad, Jano a Janículo, y Saturno a Saturnia; pero los que en el
culto de los dioses apetecen todo desdoro a aquel cuya vida hallaron menos torpe,
deshonraron su estatua con una monstruosa deformidad, pintándole ya con dos caras, ya
con cuatro, como gemelo; ¿por ventura, quisieron que porque muchos dioses escogidos,
perpetrando los más horrendos crímenes, habían perdido la frente, siendo éste el más
inocente, apareciese con mayor número de frentes?

CAPITULO V

De la doctrina secreta de los paganos, y de sus razones físicas Pero mejor será oír sus
propias interpretaciones físicas con que procuran, bajo el pretexto de exponer una doctrina
más profunda, disimular la abominación y torpezas de sus miserables errores:
primeramente Varrón exagera sobremanera estas interpretaciones, diciendo que los
antiguos fingieron las estatuas, las insignias y ornamentos de los dioses, para que,
viéndolos con los ojos corporales los que hubiesen penetrado y aprendido la misteriosa
doctrina, pudiesen examinar con los del entendimiento el alma del mundo y sus partes, esto
es, los verdaderos dioses; y que los que fabricaron sus estatuas en figura humana, parece lo
hicieron así por cuanto el espíritu de los mortales, que reside en el cuerpo humano, es muy
semejante al alma inmortal, como si para designar los dioses se pusiesen algunos vasos; y
en el templo de Libero se colocase una vasija que sirva de traer vino, para significar el
vino, tomando por lo que contiene lo contenido Esto supuesto, decimos que por la estatua
que tiene forma humana se significa el alma racional, porque en ella, como en un vaso,
suele existir esta naturaleza, la cual creen que es dios o los dioses.

Esta es misteriosa doctrina que había penetrado el doctísimo Varrón, de donde pudo
deducir y enseñar estas máximas. Pero ¡oh hombre ingeniosísimo!, por ventura, alucinado
con los misterios de esta doctrina, ¿te has olvidado de aquella tu innata prudencia, con que
con mucho juicio sentiste que las primeras estatuas que notaste en el pueblo no sólo
quitaron el temor a sus ciudadanos, sino acrecentaron y añadieron errores condenables, y
que más santamente reverenciaron a los dioses sin estatuas los antiguos romanos? Porque
éstos te dieron autoridad para que te atrevieras a propalar tal injuria contra los romanos que
después se siguieron. Pues aun concedido que los antiguos hubieran venerado las estatuas,
no hubiera sido mejor entregarle al silencio por el temor popular de que te hallas poseído,
que con la ocasión de exponer estas perniciosas y vanas ficciones. publicar y pregonar con
una vanidad y arrogancia extraordinaria los misterios de tan detestable doctrina? Sin
embargo, está tu alma, tan docta e ingeniosa (por lo que te tenemos mucha lástima) no
obstante de hallarse ilustrada con los misterios de esta doctrina, de ningún modo pudo
llegar a conocer al sumo Dios, esto es, a Aquel por quien fue hecha, no con quien fue
formada el alma; no a aquel cuya porción es, sino cuya hechura y criatura es; no al que es
el alma de todos, sino al que es el criador de todas las almas, por cuya ilustración llega a
ser el alma bienaventurada, si no corresponde ingrata a sus beneficios: pero qué tales sean
y en cuánto se deben estimar los misterios de esta doctrina, lo que se sigue lo manifestará.

Página 182 de 182


La Ciudad De Dios San Agustín

Confiesa, con todo, el doctísimo Varrón que el alma del mundo y sus partes son
verdaderos dioses; de este principio se deduce que toda su teología, que es, en efecto, la
natural, a quien atribuye una singular autoridad, cuanto se pudo extender fue hasta la
naturaleza del alma racional; porque de la natural muy poco dice en el prólogo de este
libro, donde veremos si por las interpretaciones fisiológicas puede referir a esta teología
natural la civil, que fue la última donde escribió de los dioses escogidos, que, si puede
hacerlo, toda será natural. ¿Y qué necesidad había de distinguir con tanto cuidado la civil
de ella? Y si la distinción fue buena, supuesto que ni la natural, que tanto le contenta, es
verdadera, porque se extiende únicamente hasta el alma, y no hasta el verdadero Dios, que
crió la misma alma, cuánto más despreciable será y falsa la civil, pues se ocupa
principalmente en disertar acerca de la naturaleza de los cuerpos, como lo mostrarán sus
mismas interpretaciones que con tanta exactitud y escrupulosidad han examinado y
referido estos espíritus fanáticos, de los cuales necesariamente habré de referir alguna
particularidad.

CAPITULO VI

De la opinión de Varrón, que pensó que Dios era el alma del mundo, y que, con todo, en
sus partes tenía muchas almas, y que la naturaleza de éstas es divina Dice, pues, el mismo
Varrón, hablando en el prólogo todavía de la teología natural, que él es de opinión que
Dios es el alma del mundo a quien los griegos llaman Kosmos, y que este mismo mundo,
es dios; pero que así como el hombre sabio, constando de cuerpo y alma, se dice sabio por
aquella parte del alma que le ennoblece, así el mundo se dice dios por la misma parte del
alma, por cuanto consta de alma y cuerpo. Aquí parece confiesa, como quiera, un dios; mas
por introducir también otros muchos, añade que el mundo se divide en dos partes: en cielo
y tierra; y el cielo en otras dos: éter y aire; y la tierra en agua y tierra, de cuyos elementos
asegura ser el supremo el éter; el segundo el aire; el tercero el agua, y el ínfimo la tierra; y
que todas estas cuatro partes están pobladas de almas, esto es, que en la parte etérea y en el
aire se hallan las dos de los mortales; en el agua y en la tierra las de los inmortales; que
desde la suprema esfera del cielo hasta el círculo de la luna, las almas etéreas son los astros
y las estrellas; que éstos, que son dioses celestiales, no sólo se ven con el entendimiento,
sino que también se observan con los ojos, que entre el círculo de la luna y la última región
de las nubes y vientos están las almas etéreas; pero que éstas se alcanzan a ver sólo con el
entendimiento, y no con los ojos; y que se llaman Heroas, Lares y Genios. Esta es, en
efecto, la teología natural que brevemente propone en este su preámbulo, la cual le
contentó no sólo a él, sino también a muchos filósofos; de la cual trataremos más
particularmente cuando, auxiliados del verdadero Dios, hubiéremos concluido con lo que
resta de la civil, por lo que se refiere a los dioses escogidos.

CAPITULO VII

Si fue conforme a razón hacer dos dioses distintos a Jano y Término Pregunto, pues, de
Jano, por quien comenzó Varrón la genealogía de los dioses, ¿quién es? Responden que es
el mundo. Breve sin duda y clara la respuesta. Mas ¿por qué dicen pertenecen a éste los
principios de las cosas naturales, y los fines a otro, que llaman Término? Porque con
respecto a los principios y fines, cuentan que dedicaron a estos dioses dos meses (además
de los diez que empiezan desde marzo hasta diciembre), januario o enero a Jano, y febrero

Página 183 de 183


La Ciudad De Dios San Agustín

a Término; y por lo mismo, dicen que en el mismo mes de febrero se celebran las fiestas
terminales, en las que practican la ceremonia de la purificación que llaman Februo, de que
la misma deidad tomó su apellido; pero pregunto, ¿cómo los principios de las cosas
naturales pertenecen acaso al mundo, que es Jano, y no le pertenecen los fines, de suerte
que sea necesario acomodar y proveer a los fines de otro dios? ¿Acaso todas las cosas que
insinúan se hacen en este mundo, no confiesan también que se terminan en este mismo
mundo? ¿Qué impertinencia es ésta; darle la mitad del poder en cuanto al ejercicio, y dos
caras en las estatuas?

¿Por ventura no interpretaran con más propiedad a este dios de dos caras, si dijeran que
Jano y Término eran una misma deidad y acomodaran, la una cara a los principios, y a los
fines la otra, pues el que hace alguna cosa debe atender a lo uno y a lo otro; porque siempre
que uno se mueve a producir cualquier acción que sea, si no mira al principio tampoco
mira al fin? Y así es necesario que la memoria, cuando se pone a recordar alguna especie,
tenga juntamente consigo la intención de mirar al fin; porque al que se le olvidare lo que
comenzó, ¿cómo ha de poder concluirlo? Y si entendieran que la vida bienaventurada
principiaba en este mundo y que acababa fuera de él, y por lo mismo atribuyeran a Jano,
esto es, al mundo, la potestad sola de los principios, sin duda que prefirieran y pusieran
antes de él a Término, y a éste no le excluyeran del número de los dioses escogidos,
aunque ahora, cuándo consideran igualmente en estos dioses los principios y fines de las
cosas temporales, con todo, debía ser preferido y más honrado Término; porque es
indecible el contento que experimenta cuando se pone fin a una obra, ,ya que los principios
siempre están llenos de dificultades hasta que se conducen a buen fin, el cual,
principalmente, atiende, procura, espera y sumamente desea el que empieza alguna cosa, y
no se ve contento y satisfecho con lo comenzado si no lo acaba.

CAPITULO VIII

Por qué razón los que adoran a Jano fingieron su imagen de dos caras, la cual, con todo,
quieren también que la veamos de cuatro Pero salga ya al público la interpretación de la
estatua de Jano Bifronte, o de dos caras: dicen que tiene dos, una delante y otra a las
espaldas, porque el hueco de nuestra boca, cuando la abrimos, parece semejante al mundo,
y así al paladar los griegos le llamaron Uranon, y algunos poetas latinos le llamaron cielo.
Desde este hueco de la boca se ve una puerta o entrada, de la parte de afuera, hacia los
dientes, y otra de la parte de adentro, hacia la garganta. Ved aquí en lo que ha parado el
mundo, por adaptar el nombre griego o poético que significa nuestro paladar; pero esto
¿qué tiene que ver con el alma? ¿Qué con la vida eterna? Adórese a este dios por solas las
salivas, supuesto que ambas puertas del paladar se abren delante del cielo, ya para tragarlas
o ya para expelerlas. ¿Y qué mayor absurdo que no hallar en el mismo mundo dos puertas
contrapuestas, una enfrente de otra, por las cuales pueda recibir algún alimento dentro o
expelerlo afuera?

Tampoco nuestra boca y garganta tienen semejante con el mundo, y menos el querer
fingir, en Jano la imagen del mundo por solo el paladar, cuya semejanza no tiene Jano; y
cuando le hacen de cuatro caras y le llaman Jano Gémino, lo interpretan por las cuatro
partes del mundo, como si el mundo tendiese la vista y mirase algún objeto de afuera,
como Jano le observa por todas sus caras; además, si Jano es el mundo, y éste consta de
cuatro partes, falsa es la estatua de Jano que tiene dos caras; o, si es verdadero, por que
también en el nombre de Oriente y Occidente sabemos entender todo el mundo, pregunto:

Página 184 de 184


La Ciudad De Dios San Agustín

cuando nombramos las otras dos partes, del Septentrión y del Mediodía, ¿por qué llaman a
aquel Jano de cuatro caras Gémino? ¿Hemos de llamar igualmente al mundo Gémino?
Ciertamente, no tienen expresiones adecuadas para poder interpretar y acomodar las cuatro
puertas que están abiertas para los que entran y salen, a semejanza del mundo, así como las
tuvieron, por lo menos, para poderlo decir de Jano Brifonte, en boca del hombre si no es
que los socorra Neptuno dándoles partes de un pez, que además de la abertura de la boca y
de la garganta tengan también otras dos a la diestra y a la siniestra, y, sin embargo de
tantas, puertas, no hay alma que se pueda escapar de tal ilusión, si no es la que oye a la
misma verdad, que le dice: Ego sum Janus. Yo, soy la puerta.

CAPITULO IX

De la potestad de Júpiter y de la comparación de ésta con Jano Declaramos, pues, quién es


el que quieren entendamos por Jove, a quien llaman también Júpiter; es un dios, responden,
que tiene dominio y potestad absoluta sobre las causas que obran en el mundo; y cuán
grande sea esta excelencia o prerrogativa, lo declara el celebrado verso de Virgilio,
“dichoso el que consigue saber las causas de las cosas”; pero la razón por que se prefiere
Jano, nos la insinúa el ingenioso y docto Varrón, cuando dice: “Jano ejerce potestad sobre
las cosas primeras, y Júpiter sobre las principales”; así que con razón Júpiter es tenido por
rey o monarca de todos; porque lo sumo vence a lo primero, pues aunque lo primero
preceda en tiempo, sin embargo, lo sumo se le aventaja en dignidad; pero esto estuviera
bien dicho cuando en las cosas que se hacen se distinguieran las primeras y las sumas, así
como el principio de una acción es el partir y lo sumo el llegar; el principio de ella es
empezar a aprender, y lo sumo, alcanzar la ciencia; y así en todas las cosas lo primero es el
principio, y lo sumo el fin; mas este punto ya le tenemos averiguado entre Jano y Término;
con todo, las causas que se atribuyen a Júpiter son las eficientes, y no los efectos a las
cosas hechas, no siendo posible de modo alguno que ni aun en tiempo sean primero que
ellas los efectos o cosas hechas, o los principios de las hechas, porque siempre es primero
la causa eficiente y activa que la que es hecho o pasiva; por lo cual, si tocan y pertenecen a
Jano los principios de las cosas que se hacen o están hechas, no por eso son primero que
las causas eficientes que atribuyen a Júpiter, 'pues así como no se hace cosa alguna, así
tampoco se empieza a hacer alguna a que no haya precedido su causa eficiente, y realmente
si a este dios, en cuya suprema potestad, están todas las causas de todas las naturalezas
hechas, y de las cosas naturales llaman los gentiles Júpiter, y le reverencian con tantas
ignominias y tan abominables culpas, más sacrílegos son que si no le tuviesen por dios.

Y así, más acertadamente obrarían poniendo a otro que mereciera y le cuadrara aquella
torpe y obscena veneración el nombre de Júpiter, colocando en su lugar algún objeto vano
de que blasfemaran, como dicen que a Saturno le pusieron una piedra para que la comiese
en lugar de su hijo, que no decir que este dios truena y adultera, gobierna todo el mundo y
comete tantas maldades, y que tiene en su mano las causas sumas de todas las naturalezas y
cosas naturales, y que las suyas no son buenas. Asimismo pregunto: ¿qué lugar dan entre
los dioses a Júpiter, si Jano es el mundo? Porque, según la doctrina de este autor, el alma
del mundo y sus partes son los verdaderos dioses, y así, todo lo que esto no fuere, según
éstos, sin duda no será el verdadero dios. ¿Dirán, por Ventura, que Júpiter es el alma del
mundo y Jano su cuerpo; esto es, este mundo visible? Si así lo persuaden, no habrá motivo
para poder decir que Jano es dios, porque el cuerpo del mundo no es dios, aun según su
mismo sentir, sino el alma del mundo y sus partes.

Página 185 de 185


La Ciudad De Dios San Agustín

Por, lo que el mismo Varrón dice claramente que su opinión es que Dios es el alma del
mundo, y que este mismo mundo es Dios, pero que así como el hombre sabio, constando
de alma y cuerpo, sin embargo, se dice sabio por el alma que le ennoblece, el mundo se
dice dios por la misma alma, constando, como consta también, de alma y de cuerpo; de
donde se infiere que el cuerpo solo del mundo no es dios, sino, o sola su alma, o
juntamente el cuerpo y el alma; por la misma razón, si Jano es el mundo y dios es Jano,
¿querrán acaso decir que Júpiter, para que pueda ser dios, es necesario sea alguna parte de
Jano? Antes, por el contrario, suelen atribuir el poder absoluto sobre todo el universo a
Júpiter, y por eso dijo Virgilio “que todo el mundo estaba lleno de Júpiter” Así que Júpiter,
para que sea dios, y especialmente rey y monarca de los dioses, no puede ima- ginar sea
otro que el mundo, para que así reine sobre los demás dioses, que según éstos son sus
partes. Conforme a esta opinión, el mismo Varrón, en el libro que compuso distinto de
éstos, acerca del culto y reverencia de los dioses, declara unos versos de Valerio Sorano,
que dicen así: “Júpiter todopoderoso es el progenitor de los reyes, de las cosas naturales y
de todos los dioses, y el progenitor de los dioses es un dios y todos los dioses.”

CAPITULO X

Si es buena la distinción de Jano y de Júpiter Siendo, pues, Jano y Júpiter el mundo, y


siendo uno solo el mundo. ¿por qué son dos dioses Jano y Júpiter? ¿Por qué de por sí
tienen sus templos, sus aras, diversos ritos y diferentes estatuas? Si es porque una es la
virtud y naturaleza de los principios y otra la de las causas, y la primera tomó el nombre de
Jano y la segunda de Júpiter, pregunto: si porque un juez tenga en diferentes negocios dos
jurisdicciones o dos ciencias, ¿hemos de decir que por cuanto es distinta la, virtud y la,
naturaleza de cada una de ésta, por eso son dos jueces o dos artífices? Y en iguales
circunstancias, porque un mismo dios tenga potestad sobre los principios y él mismo la
tenga sobre las causas, ¿acaso por eso es forzoso imaginemos dos dioses, porque los princi-
pios y las causas son dos cosas? Y si esto les parece que es conforme a razón, también
dirán que el mismo Júpiter será tantos dioses cuantos son los sobrenombres que le han
puesto con relación a tantas facultades como tiene y ejerce, ya que son muchas y diversas
las causas por las cuales le pusieron tantos sobrenombres, de los cuales referiré algunos.

CAPITULO XI

De los sobrenombres de Júpiter que se refieren no a muchos dioses, sino a uno mismo
Llámanle vencedor, invicto, auxiliador, impulsador, estator, cien pies, Supinal, Tigilio,
Almo, Rumino y de otras maneras que sería largo el referirlas. Todos estos sobrenombres
pusieron a un solo dios con respecto a diferentes causas y potestades, y, con todo, no en
atención a tantos objetos, le obligaron a que fuese otros tantos dioses, porque todo lo
vencía y de nadie era vencido, pues socorría a los que lo habían menester, tenía poder para
impeler, estar permanente, establecer, trastornar, sos- tenía y sustentaba el mundo con una
viga o puntal, todo lo mantiene y sustenta, y, finalmente, con la ruma, esto es, los pechos,
cría los animales. Entre estas prerrogativas como hemos visto, algunas son grandes y otras
pequeñas, y con todo, dicen que uno es el que lo hace todo.

Página 186 de 186


La Ciudad De Dios San Agustín

Pienso que las causas y principios, de las cosas, que es el motivo por que quisieron que un
mundo fuese dos dioses, Júpiter y Jano, están entre sí más conexas que su opinión,
mediante la cual aseguran que contiene en si al mundo, y que da la leche a los animales; y,
no obstante, para desempeñar estos dos ministerios, tan distintos entre sí en virtud y en
dignidad, no fue preciso que fuesen dos dioses, sino un Júpiter, que por el primero se llamó
Tigilo, viga o puntal, que tiene y sustenta, y por el segundo, Rumino, que da el pecho; no
quiero decir que por dar el pecho a los animales que maman, mejor se le pudo llamar Juno
que Júpiter, mayormente habiendo también otra diosa Rumina, que en este cargo le podía
ayudar a servir, porque imagino responderán que Juno no es otra que Júpiter, conforme a
los versos de Valerio Sorano, donde dice: “Júpiter todopoderoso es el progenitor de los
reyes, de las cosas naturales y de los dioses y progenitora de los dioses.” Pero pregunto
¿por qué se llamó también Rumino, pues es el mismo en el concepto de los que quizá con
alguna más exactitud y curiosidad lo consideran, aquella diosa Rumina? Porque si con
razón parecía impropio de la majestad de las diosas que en una sola espiga uno cuidase del
nudo de la caña y otro del hollejo, ¿cuánto más indecoroso es que de un oficio tan ínfimo y
bajo como es dar de mamar a los animales, cuide la autoridad de los dioses, que el uno de
ellos sea Júpiter, que es el rey monarca de todos, y que esto no lo haga siquiera con su
esposa, sino con una deidad humilde y desconocida, como es Rumina, y el propio Rumino;
Rumino, acaso, por los machos que maman, y Rumina por las hembras? Cómo diría yo que
no quisieron poner nombre de mujer a Júpiter, si en aquellos versos no le llamaran
asimismo progenitor y progenitora, y entre otros nombres suyos no leyera que también se
llama Pecunia, a cuya diosa hallamos entre aquellos oficiales munuscularios, como lo
dijimos en, el libro IV; pero ya que la Pecunia la tienen los varones y las hembras, véanlo
ellos por qué no se llamó igualmente Pecunia y Pecunio, como Rumina y Rumino.

CAPITULO XII

Que también Júpiter se llama Pecunia ¡Y con cuánto donaire y gracejo dieron razón de este
nombre! “Llamábase también, dicen, Pecunia, porque todas las cosas son o dependen de la
Pecunia.” ¡Oh, qué plausible razón de nombre del dios! Antes aquel cuyas son todas las
cosas es envilecido e injuriado siempre que se le llama pecunia o dinero; porque, respecto
de todo cuanto hay en el Cielo y en la tierra, ¿qué es el dinero, en general, con respecto a
cuanto posee el hombre con nombre de dinero? Pero, en efecto, la codicia puso a Júpiter
este nombre, para que el que ama el dinero le parezca que ama no a cualquiera dios, sino al
mismo rey y monarca de todos; mas fuera otra cosa muy diferente si se llamara riquezas,
porque una cosa es riqueza y otra el dinero; porque llamamos ricos a los sabios, virtuosos y
buenos, quienes, o no tienen dinero, o muy poco, y, con todo, son, en realidad, más ricos
en virtudes, cuyo ornamento les basta aun en las necesidades corporales, contentándose
con lo que poseen; y llamamos pobres a los codiciosos que están siempre suspirando,
deseando y anhelando por las riquezas del mundo, sin embargo en su mayor abundancia no
es posible dejen de tener necesidad, y al mismo Dios verdadero, con razón, le llamamos
rico no por el dinero, sino por su omnipotencia. Llámense también ricos los adinerados,
mas en el interior son pobres si son ambiciosos; asimismo se llaman pobres los que no
tienen dinero; pero interiormente son ricos si son sabios.

¿En qué estimación debe tener, pues, el sabio la Teología en la cual el rey y monarca de los
dioses toma el nombre de aquel objeto: “que ningún verdadero sabio, deseó”, y cuanto más
con- gruamente, si se aprendiera con esta, doctrina alguna máxima saludable que fuese útil

Página 187 de 187


La Ciudad De Dios San Agustín

para la vida eterna, llamaran a Dios, que es gobernador del mundo, no dinero, sino
sabiduría, cuyo amor nos purifica de la inmundicia de la codicia, esto es, del afecto y deseo
desordenado del dinero?

CAPITULO XIII

Que declarando qué cosa es Saturno y qué es Genio, enseñan que el uno y el otro es un
solo Júpiter Pero ¿qué necesidad hay de que hablemos más de este Júpiter a quien acaso se
deben referir todas las otras deidades. sólo con el objeto de refutar la opinión que establece
muchos dioses, supuesto que éste es el mismo que todos, ya sea teniéndolos por sus portes
o potestades, ya sea que la virtud del alma, la cual imaginan difundida por todos los seres
creados, haya tomado de Ias partes de esta máquina, de las cuales se compone este mundo
visible, y de los diversos oficios y cargos de la naturaleza sus nombres, como si fuera de
muchos dioses? Porque ¿qué es Saturno? “Es uno de los principales dioses, dice, en cuya
potestad y dominio están todas las sementeras.” Por ventura, la exposición de los versos de
Valerio Sorano ¿no nos persuade, claramente que Júpiter es el mundo, y que expele de sí
todas las semillas, y que asimismo las recibe en si? Luego él es en cuya mano está el
dominio de todas las sementeras ¿Qué cosa es Genio? Es un dios, dice, que preside y tiene
potestad sobre todo cuanto se engendra.” ¿Y quién otro imaginan ellos tiene esta facultad,
sino el mundo, de quien dice que Júpiter todopoderoso es progenitor y progenitora? Y
cuando, en otro lugar, añade que el genio es el alma racional de cada uno, y que por eso
cada uno tiene su genio particular, y que la tal alma del mundo es diosa, a esto mismo, sin
duda, lo reduce, para que se crea que la misma alma del mundo es como un genio
universal; luego éste es el mismo a quien llaman Júpiter; porque si todo genio es dios, y
toda alma del hombre es genio, se sigue que toda alma del hombre sea dios; y si el mismo
absurdo y desvarío nos compele a abominarlos, resta que llamen singularmente y como por
excelencia dios a aquel genio de quien aseguran que es el alma del mundo, y, por
consiguiente; Júpiter.

CAPITULO XIV

De los oficios de Mercurio y de Marte Pero a Mercurio y a Marte, ya que no hallaron


medio para referirlos y acomodarlos entre algunas partes del mundo y entre las obras de
Dios que se observan en los elementos, pudieran acomodarlos siquiera entre las
operaciones de los hombres, designándolos por presidentes y ministros del habla y de la
guerra; y el uno de éstos, que es Mercurio, si tiene la potestad de infundir el habla
igualmente a los dioses, tendrá dominio también sobre el mismo rey de los dioses, si es que
Júpiter habla conforme a su voluntad y albedrío, o toma de él la virtud y facultad de hablar,
lo cual ciertamente es un disparate.

Si dijeren que sólo se le atribuye la facultad de conceder el habla a los hombres, no es


creíble quisiese Júpiter humillarse al oficio vil de dar de mamar no sólo a los niños, sino
también a las bestias, por lo que se llamó Rumino, y se resistiese a que le tocase el cuidado
y cargo de nuestra lengua, con que nos aventajamos a los irracionales. Conforme a esta
doctrina, se deduce que uno mismo es Júpiter y Mercurio; y si la misma habla se llama
Mercurio, como lo demuestran las interpretaciones que han escrito sobre la etimología y
derivación de su nombre, por eso dicen se llamó Mercurio, como que corre por medio, por

Página 188 de 188


La Ciudad De Dios San Agustín

cuanto el habla, corre por medio entre los hombres; y por lo mismo se llamó Hermes en
griego, porque el habla o la interpretación, que sin duda pertenece al habla, se llama
Hermenia, por cuyo motivo preside sobre las mercaderías; porque entre los que venden y
compran andan de por medio las palabras. Y ésta es la causa porque le ponen alas sobre la
cabeza y en los pies, queriendo significar que vuela por los aires muy ligera la palabra, y
que por eso se llamó mensajero, porque por medio de la palabra damos aviso y noticia de
nuestros pensamientos y conceptos.

Si Mercurio, pues, es la misma palabra, aun por confesión de ellos, no es dios. Pero como
hacen dioses a los que son demonios, suplicando y adorando a los espíritus inmundos,
vienen a caer en poder de los que no son dioses, sino demonios De la misma manera, como
no pudieron hallar para Marte algún elemento o parte del mundo adonde como quiera
ejercitara alguna obra natural, dijeron que era dios de la guerra, que es obra de los hombres
y no de la codicia; luego si la felicidad nos diera una paz sólida y perpetua, Marte no
tuviera en qué entender; y si Marte es la misma guerra, así como Mercurio la palabra, ojalá
que cuán claro está que no es dios, así no haya tampoco guerra que ni aun fingidamente se
llame dios.

CAPITULO XV

De algunas estrellas a las que los gentiles pusieron los nombres de sus dioses Sino es que
acaso estas estrellas sean los dioses cuyos nombres les pusieron, porque a una estrella
llaman Mercurio, y asimismo a otra Marte; sin embargo, allí, esto es, en el globo celeste,
está también la que llaman Júpiter, y, con todo, según éstos, el mundo es Júpiter; del
mismo modo la que llaman Saturno, y, no obstante, además de ella le atribuyen otra no
pequeña sustancia, es a saber: la de todas las simientes; allí también aquélla, que es la más
clara y resplandeciente de todas, que llaman Venus, y, sin embargo, esta misma Venus
quieren que sea también la Luna, aunque entre sí mismos sobre esta radiante y refulgente
estrella sostienen una reñida controversia, así como sobre la manzana de oro la sustentaron
Juno y Venus, porque el lucero unos dicen que es de Venus, y otros de Juno; pero, como
acostumbra, vence Venus, pues son muchos mas los que atribuyen esta estrella a Venus, no
hallándose apenas uno que sienta lo contrario.

¿Y quién podía dejar, de reírse al ver que dicen que Júpiter es rey y monarca de todos,
observando, al mismo tiempo, que su estrella queda muy atrás en resplandor y claridad
respecto de la mucha que tiene la estrella de Venus; pues tanto más refulgente y
resplandeciente debía ser aquélla que las demás, cuanto es Júpiter más poderoso que todos?
Responden que así parece, porque ésta que notamos menos resplandeciente está más
elevada y mucho más distante de la tierra; luego si la dignidad mayor mereció lugar más
alto, ¿por qué allí Saturno está más elevado que Júpiter? ¿Cómo no pudo la vanidad de la
fábula que hizo rey a Júpiter llegar hasta las estrellas, antes, por el contrario, permitió
consiguiese Saturno en el cielo la gloria y preeminencia que no pudo adquirir en su reino ni
en el Capitolio? ¿Por qué razón a Jano no le cupo alguna estrella?

Si es porque el mundo y todos están contenidos en él, también Júpiter es el mundo, y con
todo eso la tiene. ¿O acaso éste negoció como pudo sus intereses, y en lugar de una estrella
que no le cupo entre los astros se proveyó de tantas caras en la tierra? Asimismo, si por
sólo las estrellas tienen a Mercurio y a Marte por partes del mundo para poderlos

Página 189 de 189


La Ciudad De Dios San Agustín

considerar como dioses supuestos, que, en realidad, la palabra y la guerra no son partes del
mundo, sino actos y operaciones de los hombres, ¿por qué causa a Aries, a Tauro, Cáncer,
a Es- corpión y los demás semejantes a éstos, que reputan por signos celestes, y constan
cada uno no de una sola estrella, sino de muchas, y dicen que están colocados más arriba
en el supremo cielo, donde un movimiento más constante da a las estrellas un curso
inalterable, por qué razón, digo, a éstos no les dedicaron aras, ni sacrificios, ni templos, ni
los tuvieron por dioses, ni co- locaron no digo en el número de los escogidos, mas ni entre
los humildes y casi plebeyos?

CAPITULO XVI

De Apolo y Diana y de los demás dioses escogidos, que quisieron fueran partes del mundo
A Apolo, aunque le tienen por adivino y médico, con todo, para poderle colocar en alguna
parte del mundo, dicen que él es también el Sol, y asimismo su hermana Diana la Luna,
que obtiene la intendencia de los caminos, queriendo sea doncella, porque no pare o
produce cosa alguna, y asegurando que ambos tienen saetas, porque estas dos estrellas
llegan con sus rayos desde el cielo hasta la tierra. Vulcano quieren que sea el fuego del
mundo; Neptuno, las aguas; el padre Plutón, esto es, el orco o infierno, la parte terrena e
ínfima del mundo. Libero y Ceres hacen presidentes de las semillas, o al uno, de las
masculinas, y a la otra, de las femeninas, o a él que presida a la humedad, y a ella la
sequedad de las semillas; todas las cuales virtudes se refieren, en efecto, al mundo, esto es,
a Júpiter; pues por lo mismo se dijo progenitor y progenitora, porque echa y produce de si
todas las semillas y las recibe en sí.

Igualmente quieren que la gran madre sea la misma, Ceres, de la cual dicen no ser otra que
la tierra, a la cual llaman también Juno, y por eso la atribuyen las causas segundas de las
cosas, con haber dicho de Júpiter que es progenitor y progenitora de los dioses, porque,
según ellos, todo el mundo es el mismo Júpiter; a Minerva también, porque la designaron
para que presidiese las artes humanas, y no hallaron estrella donde colocarla, dijeron que
era, o la suprema parte etérea o la Luna; y de la misma Vesta creyeron era la mayor o más
principal de todas las diosas, porque es la tierra; aunque al mismo tiempo imaginaron que
se debía atribuir a ésta el fuego del mundo, más ligero, que pertenece y sirve para los usos
ordinarios de los hombres, y no el violento, cual es el de Vulcano; y por eso quieren que
todos estos dioses escogidos sean este mundo; algunos todo él generalmente, otros sus
partes; todo generalmente, como Júpiter; sus partes, como el Genio, la gran Madre, el Sol,
la Luna, o, por mejor decir, Apolo y Diana; y, a veces, a un dios hacen muchas cosas, y
otras a una cosa designan muchos dioses, fundados en que un dios abraza muchas, con el
mismo Júpiter, pues éste es todo el mundo, éste sólo el cielo, y éste es y se llama estrella.
Asimismo, Juno, la señora dispensadora de las causas segundas, es también el aire, la tierra
y, si venciera a Venus, del mismo modo la estrella. De la misma manera, Minerva es la
suprema parte etérea y la misma Luna, la cual imaginan que está en el lugar más ínfimo de
la región etérea; y una misma cosa la hacen muchos dioses en esta conformidad, pues el
mundo es Jano y es Júpiter; asimismo, la tierra es Juno, es la gran Madre y, es Ceres.

CAPITULO XVII

Que el mismo Varrón tuvo por dudosas sus opiniones acerca de los dioses Y así como todo
lo que he puesto por ejemplo no explica, antes oscurece, este punto, así es en todo lo

Página 190 de 190


La Ciudad De Dios San Agustín

demás, pues conforme los lleva y arroja el ímpetu de su opinión errónea, así se abalanzan a
esto y dejan aquello, tanto, que el mismo Varrón, primero, quiso dudar de todo que afirmar
cosa alguna. Porque habiendo concluido el primer libro de los tres últimos que hablan de
los dioses ciertos, empezando a tratar de los dioses inciertos, dice: “No porque en este libro
tenga por dudosas las opiniones que hay acerca de los dioses debo ser reprendido, porque
al que le pareciere que conviene y puede resolverse, lo podrá hacer cuando las hubiere
leído; yo, respecto de mí, más fácilmente me persuadiré a que lo que dije en el primer libro
lo tenga por dudoso, que no lo que hubiere de escribir en éste lo, resuelva todo como cierto
e indudable.” Y así hizo incierto no sólo este libro de los dioses inciertos, sino también
aquel de los ciertos; y en este tercero, relativo a los dioses escogidos, después que hizo su
preámbulo, tomando para ello lo que le pareció de la teología natural, habiendo de
comenzar a tratar de las vanidades y desarregladas ficciones de la teología civil, a cuyo
examen imparcial no sólo no le dirigía ni encaminaba la verdad sencilla, sino que también
le hacía grande fuerza y violencia la autoridad de sus antepasados:

“De los dioses públicos, dice, del pueblo romano escribiré en este libro, a quienes
dedicaron templos y los celebraron adornándolos con muchas estatuas; mas como escribe
Xenófanes Colonio, pondré lo que imagino y no lo que como cierto defiendo; porque de
hombres es el dudar sobre estas cosas, y de Dios el saberlas.” Así que, habiendo de tratar
de las instituciones hechas por los hombres con temor y recelo, promete exponer, no
sucesos ignorados y que no les da crédito, sino máximas sobre las que hay opinión y razón
para dudar; porque no del mismo modo que sabía que había mundo, que había, cielo y
tierra, y veía al cielo resplandeciente y adornado de estrellas, y a la tierra fértil y poblada
de semillas, y todo lo demás en esta conformidad, ni de la misma manera que creía cierta y
firmemente que toda esta máquina y naturaleza se regía y gobernaba por una cierta virtud
invisible y muy poderosa, así en los propios términos podía afirmar de Jano que era el
mundo, o averiguar de Saturno cómo era padre de Júpiter, cómo vino a ser su súbdito y
vasallo reinando Júpiter, y todo lo demás correspondiente al asunto.

CAPITULO XVIII

Cual sea la causa más creíble de donde nació el error del paganismo De todo lo cual la
razón más verosímil y más creíble que se alega es cuando dicen que fueron hombres y que
a cada uno de ellos le instituyeron su culto divino y peculiares solemnidades los mismos
que por adulación y lisonja quisieron formar los dioses; conformándose en este punto con
la condición de los dioses, con sus costumbres, con sus acciones y sucesos acaecidos, y
cundiendo este culto paulatinamente por los ánimos de los hombres, semejantes a los
demonios y amigos de estas sutilezas, se divulgó por todo el mundo su santificación,
adornándola por su parte las ficciones y mentiras de los poetas, y encaminándolos e
induciéndolos a su adoración los cautelosos espíritus; pero más fácilmente pudo suceder
que el impío joven, temeroso de que su cruel padre le matase, y codicioso del reino, echase
y despojase de él a su mismo padre, que es lo que Varrón interpreta cuando dice que
Saturno, su padre, fue vencido por Júpiter, su hijo; porque primero es la causa que
pertenece a Júpiter que la simiente que toca a Saturno, pues si esto fuera cierto, nunca
Saturno fuera primero, ni sería padre de Júpiter, pues siempre la causa precede a la
simiente y jamás precede o se engendra de la simiente; pero mientras procura adornar,
como con interpretaciones naturales, fábulas vanas y algunos hechos particulares de los
hombres, aun los hombres más ingeniosos se meten en un caos tan lleno de confusiones,
que nos es forzoso dolernos y compadecemos de su vanidad.

Página 191 de 191


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XIX

De las interpretaciones de los que sacan razón para adorar a Saturno “Refiere -dice- que
Saturno acostumbraba a comer y devorar lo mismo que de él nacía (esto es, sus hijos),
volviendo las semillas al mismo lugar donde eran procreadas, y el haberle puesto en lugar
de Júpiter un terrón para se le tragase, significa - dice- que los hombres, en sus sementeras,
comenzaron con sus manos a enterrar debajo de la tierra las mieses, antes que se inventase
el arado.” Luego la tierra debió llamarse Saturno, y no las semillas, porque ella en algún
modo es la que se traga lo que había engendrado, cuando las semillas, que habían nacido
de ella, vuelven otra vez a su seno. Sobre lo que añaden que porque Júpiter tomó y se
comió un terrón, ¿qué importa esta necedad para lo que insinúan que los hombres con sus
manos cubrieron la semilla en el terrón de la tierra? ¿Acaso no se lo tragó, como lo demás,
porque se cubrió con un terrón de tierra? Esto se dice y suena del mismo modo, que si el
que opuso el terrón quitara y escondiera la semilla, así como refieren que ofreciendo a
Saturno el terrón, le quitaron de delante a Júpiter, y no como si cubriendo la semilla con el
terrón, no hiciera que se le tragase mucho mejor. Y más que, entendido así, la semilla es
Júpiter, y no causa de la semilla, como poco antes indicamos, ¿pero qué han de hacer unos
hombres que, como interpretan necedades, no hallan qué poder decir con discreción?
«Tiene una hoz, dicen, que alude a la agricultura.” Y a la verdad, cuando él reinaba aún no
se conocía la agricultura; y por eso añaden que fueron sus tiempos los primeros según que
el mismo interpreta las fábulas y patrañas, porque los primeros hombres se sustentaban y
vivían de las semillas que voluntariamente producía la tierra. ¿Por ventura, tomó la hoz
luego que perdió el cetro, para que después de haber reinado en los primeros tiempos con
descanso, reinando su hilo se diese a la labranza y al trabajo? “Después -dice- que por esta
causa algunos le solían ofrecer en holocausto niños, como los cartagineses; y otras
personas mayores, como los galos, porque la mejor de las semillas es el género humano.”

De esta cruel superstición, ¿para qué hemos de hablar más? Antes debemos advertir y tener
por indudable que todas estas interpretaciones no se refieren al verdadero Dios (que es una
naturaleza viva, incorpórea e inmutable, a quien debe pedirse sinceramente la vida
bienaventurada, que ha de durar siempre), sino que todos sus fines vienen a parar en cosas
corporales, temporales, mudables y mortales. “Lo que refieren las fábulas -dice- que
Saturno castró al cielo su padre, significa que la semilla divina está en la potestad de
Saturno y no del cielo.” Esta proposición, la misma razón la convence de fabulosa, porque
en el cielo no nace cosa alguna de la semilla; pero adviertan que si Saturno es hijo del
cielo, es también hijo de Júpiter. Porque muchos afirman con toda aseveración que el cielo
es el mismo Júpiter. Por eso estas reflexiones que no caminan por la senda de la verdad por
la mayor parte, aunque ninguno las violente, ellas mismas se destruyen. Dice “que se llamó
Cronón, que en griego significa el espacio de tiempo, sin el cual -añade- la semilla no
puede fecundizar”. Estas particularidades y otras infinitas se dicen de Saturno, y todas se
refieren a la semilla; pero si Saturno es bastante por sí solo, ejerciendo un poder, absoluto,
como figuran tiene sobre las semillas, ¿a qué para ellas buscan otros dioses, principalmente
a Libero y Libera, que es Ceres, de quienes (por lo que se refiere a las semillas) vuelve a
referir tantas virtudes especiales como si nada hubiera dicho de Saturno?

CAPITULO XX

Página 192 de 192


La Ciudad De Dios San Agustín

De los sacramentos de Ceres Eleusina Entre los ritos de Ceres, los más celebrados son los
eleusinos, los cuales fueron muy famosos en Atenas. Acerca de los cuales, este autor nada
interpreta, sino lo que toca al trigo descubierto por Ceres, y lo perteniente a Proserpina, a
quien perdió llevándosela robada al Orco. “Esta -dice- significa la fecundidad de las
semillas, la cual, habiendo faltado por una temporada, y estando triste la tierra con su
ausencia, de esta esterilidad nació una nueva opinión y fama, de que el Orco se había
llevado a la hija de Ceres; esto es, a la fecundidad, que de Proserpendo se llamó Proserpina
y que la detuvo por algún tiempo en los infiernos; lo cual, como lo celebrasen con tristeza
y llanto público, y volviese nuevamente la misma fecundidad, restituida Proserpina,
renació la alegría, por cuyo motivo se le instituyeron sus peculiares solemnidades.” Dice
después “que se practican muchas ceremonias en sus sacrificios y festividades que no
pertenecen sino precisamente a la invención de las mieses”.

CAPITULO XXI

Torpeza de los sacrificios celebrados en honor de Libero Los misterios de Libero, a quien
hicieron presidir las semillas líquidas y, por tanto, no sólo los licores de los frutos, de entre
los cuales ocupa el primer lugar, en cierto modo, el vino, sino también los sémenes de los
animales; ruborízame decir a cuánta tor- peza llegaron, y ruborízame por la prolijidad del
discurso, pero no por su arrogante enervamiento. Entre las cosas que me veo precisado a
silenciar, porque son muchas, una es ésta: En las encrucijadas de Italia se celebraban los
misterios de Libero -dice Varrón-, y con tal libertinaje y torpeza, que en su honor se
reverenciaban las vergüenzas de los hombres. Y esto se hacía no en privado, donde fuera
más verecundo, sino en público, triunfando así la carnal torpeza.

Este impúdico miembro, durante las festividades de Libero, era colocado con grande
honor en carrozas y paseado primeramente del campo a las encrucijadas y luego hasta la
ciudad. En la villa llamada Lavinio se dedicaba todo un mes a festejar a Libero. En estos
días usaban todos las palabras más indecorosas, hasta que aquel miembro, en procesión por
las calles, reposaba por fin en su lugar. A este miembro deshonesto era preciso que una
honestísima madre de familia le impusiera públicamente la corona. De esta suerte debía
amansarse al dios Libero para el mayor rendimiento de las cosechas. Así debía repelerse el
hechizo de los campos, a fin de que la matrona se viera obligada a hacer en público lo que
ni la meretriz, si fueran espectadoras las matronas, debió permitirse en las tablas. Sólo una
razón fundó la creencia de que Saturno no era suficiente para las semillas. Esta era el que
el alma inmunda hallara ocasión para multiplicar sus dioses, y privada, en premio de su
inmundicia, del único y verdadero Dios y prostituida por muchos y falsos dioses, ávida de
una mayor inmundicia, llamara a estos sacrilegios sacramentos y a sí misma se entregara a
la canalla de sucios demonios para ser violada y mancillada.

CAPITULO XXII

De Neptuno, Salacia y Venilia Supuesto que, en efecto, tenía ya Neptuno por socia en el
poder a su mujer, Salacia, la cual dijeron era el agua de la parte más ínfima y profunda del
mar, ¿por qué motivo juntaron también con ella a Venilia, sino para que sin justa causa que
persuadiese el culto divino y una religión necesaria, sólo por la voluntariedad de un alma
contaminada con los vicios más detestables, se multiplicara la invocación de los demonios?
Pero salga a la luz la exposición de la famosa teología, que reprima con sus razones esta

Página 193 de 193


La Ciudad De Dios San Agustín

reprensión. “Venilia –dice- es la onda que viene a la orilla, y Salacia la que vuelve al mar”,
¿por qué razón, pues, forman dos diosas siendo una la onda que va y viene? En efecto, esto
es liviandad extremada que hierve por haber muchos dioses, pues aunque el agua que va, y
viene no sean dos, con todo, con ocasión de esta ilusión, convidando a los demonios se
profana más el alma que va a los infiernos y no vuelve.

Por vida vuestra, Varrón, o vosotros, que habéis leído los libros de estos hombres tan
doctos presumís que habéis aprendido una doctrina admirable, interpretadme esto: no
quiero decir conforme a aquella eterna e inmutable naturaleza, la cual es solamente Dios,
sino siquiera según el alma del mundo y sus partes, que tenéis vosotros por verdaderos
dioses. Como quiera que sea, es error más tolerable hicieseis que fuera vuestro dios
Neptuno, aquella parte del alma del mundo que discurre por el mar; pero que sea posible
que la onda que se dirige a la costa y la que vuelve al mar sean dos partes del mundo,
¿quién de vosotros está fuera de sí que se pueda persuadir de tan extraña ilusión? ¿Por qué
os las designaron como diosas, sino porque proveyó la providencia de aquellos sabios,
vuestros predecesores, no que os gobernasen más demonios, que son los que número de
dioses, sino que os poseyeran y gustan de estas ficciones y vanidades lisonjeras? ¿Y por
qué, pregunto, Salacia, según esta exposición, perdió la parte inferior del mar, donde estaba
sujeta a su marido? ¿Por qué, diciendo ahora que es la onda que va y viene, me la venís a
colocar en la superficie? ¿Es por ventura porque su esposo se enamoró de Venilia, y,
enojada, ella le arrojó y desposeyó de la parte superior del mar?

CAPITULO XXIII

De la tierra, la cual confirma Varrón que es diosa, porque el alma del mundo, que él
sostiene que es Dios, discurre también por esta ínfima parte de su cuerpo, y le comunica su
virtud divina Una es, sin duda, la tierra, la cual vemos poblada de animales distintos entre
sí; pero ésta, que es un cuerpo grandioso entre los elementos y la ínfima parte del mundo,
pregunto: ¿por qué motivo quieren que sea diosa? ¿Es acaso porque es fecunda? Y
conforme a esta razón, ¿por qué causa no serán con mejor título dioses los hombres, que
labrándola y cultivándola la hacen más frugal y fecunda, digo cuando la aran y no cuando
la adoran? “La parte del alma del mundo -dicen- que discurre por ella, la hace diosa”;
como, si no estuviera más ciertamente el alma en los hombres, la cual, si reside en éstos no
hay cuestión; y, con todo, a los hombres no los tienen por dioses, antes, por el contrario (lo
que es más lamentable), los sujetan con admirable y miserable error a éstos que no son
dioses y son menos que ellos, reverenciándolos y tributándoles culto. Por lo menos, el
mismo Varrón, en el citado libro de los dioses escogidos, dice: “que hay tres grados o
clases de alma en cualquiera naturaleza, y generalmente en toda ella. El uno que pasa y
discurre por todas las partes corporales que viven y no tienen sentido, sino solamente vigor
para vivir, y supone que esta virtud en nuestro cuerpo se comunica y esparce por los
huesos, uñas y cabellos, de la misma manera que en el mundo los árboles se sustentan y
crecen, y en cierto modo viven.

Llama segundo grado del alma aquel en que hay sentido, asegurando que esta virtud se
comunica a los ojos, orejas, narices, boca y tacto. El tercer grado del alma dice que es el
sumo y supremo, que se llama ánimo, en el cual preside la inteligencia, de la cual, a
excepción del hombre, carecen todos los mortales; y esta parte del alma en el mundo dice
que se llama dios, y en nosotros genio. Y añade que hay también piedras y esta tierra que
vemos, a las cuales no se les comunica el sentido, que son como los huesos y uñas del dios;

Página 194 de 194


La Ciudad De Dios San Agustín

que el sol, la luna y las estrellas que contemplamos son los sentidos de que usa; que el éter
es su alma, cuya fuerza, que llega hasta los astros, hace dioses a las mismas estrellas, y por
su medio convierte a lo que llega a la tierra en diosa Tellus, y a lo que pasa al mar lo hace
dios Neptuno.” Vuelva, pues, de esta que piensa ser teología natural, donde, como para
tomar algún descanso y aliento, cansado y fatigado de tantos rodeos, se había acogido y
divertido. Vuelva, digo, vuelva a la civil, aquí le tengo todavía, mientras discurro un rato
acerca de ella; aún no me introduzco a disputar en si la tierra y las piedras son semejantes a
nuestros huesos y uñas, ni tampoco en si así como carecen de sentido carecen también de
inteligencia, o en si dicen que nuestros huesos y uñas tienen inteligencia porque están en el
hombre, que tiene inteligencia; sin duda, tan necio es el que dice que éstos son los dioses
en el mundo, como lo es el que asegura que en nosotros los huesos y las uñas son los
hombres.

Pero esta controversia acaso es asunto cuya investigación pertenece a los filósofos; por
ahora todavía quiero sostener la cuestión con ese político; esto es, civil; porque, puede ser
que aun cuando parece quiso levantar un poco la cabeza, acogiéndose a la libertad de la
teología natural, con todo, andando aún vacilante aquél, desde éste también fijase la vista
en ella y que esto lo dijo porque no se entienda y crea que sus antepasados u otras ciudades
adoraron vanamente a la tierra y a Neptuno. Mas lo que ahora pregunto es: ¿cómo la parte
del alma del mundo que se difunde y comunica por la tierra, siendo, como es, una la tierra,
no hizo igualmente una diosa, la que en su sentir es Tellus? Y si lo hizo así, ¿dónde estará
el Orco, hermano de Júpiter y Neptuno, a quien llaman el padre Plutón? ¿Adónde
Proserpina, su mujer, que según otra opinión que se hallaba en los mismos libros, dicen
que es, no la fecundidad de la tierra, sino su parte inferior?

Si dicen que la parte del alma del mundo, cuando se difunde y comunica por la parte
superior de la tierra, hace dios al padre Plutón, y cuando por la inferior hace diosa a
Proserpina, la Tellus, ¿qué será? Porque el todo, que era ella, está dividido de tal manera en
estas dos partes y dioses, que no puede hallarse quién sea esta tercera y dónde esté, a no ser
que diga alguno que juntos estos dioses, Orco y Proserpina, constituyen una diosa, Tellus,
y que no son ya tres, sino una o dos; con todo, tres dicen que son, por tres se tienen, tres se
adoran con sus aras, con sus templos, con sus sacramentos, con sus imágenes, con sus
sacerdotes, y por medio de éstos, tam- bién con sus falsos y engañosos demonios, que
profanan y abusan de la pobre alma del hombre; pero, respóndanme todavía: ¿por qué parte
de la tierra se difunde y comunica la parte del alma del mundo para hacer al dios
Tellumón? No da otra contesta- ción, sino que una misma tierra contiene dos virtudes: una
masculina, que produce las semillas, y otra femenina, que las recibe y cría, y por eso de la
virtud de la femenina se llamó Tellus, y de la masculina, Tellumón; pero supuesta esta
doctrina, ¿por qué motivo los pontífices como él lo insinúa, aumentando aún otros dos,
sacrifican a cuatro: a Tellus, Tellumón, Altor y Rusor? Ya hemos hablado de la Tellus y de
Tellumón, mas ¿por qué se ofrecen víctimas a Altor? Porque, dice, de la tierra se sustenta
todo lo que nace. ¿Por qué a Rusor? Porque dice que de nuevo todo vuelve a la tierra.

CAPITULO XXIV

De los sobrenombres de la tierra y sus significaciones, las cuales, aunque demostraban


muchas cosas, no por eso debían confirmar las opiniones de muchos dioses Luego una
misma tierra, por estas cuatro virtudes, debía tener cuatro sobrenombres, y no era el caso
de crear cuatro dioses, ¿Cómo hay un Júpiter con tantos sobrenombres y un Juno con otros

Página 195 de 195


La Ciudad De Dios San Agustín

tantos, en todos los cuales, dicen, se hallan diferentes virtudes que pertenecen a un dios o a
una diosa, y no muchos sobrenombres que constituyen asimismo muchos dioses? Pero
verdaderamente que así como algunas veces aun a las más viles y prostituidas mujercillas
les pesa, se cansan y avergüenzan de la canalla que con sus deshonestidades han traído tras
sí, de la misma manera el alma que ha dado en ser obscena y se ha sometido al apetito de
los espíritus inmundos, cuando al principio gustó más de sensualidad, tanto más en
repetidas ocasiones se arrepintió de haber multiplicado dioses para rendírseles, y ser
profanada de ellos; porque hasta el mismo Varrón, corrido y avergonzado de la multitud de
los dioses, quiere que la tierra, o Tellus, no sea más que una diosa.

“A la misma -dice- llaman la gran Madre, asegurando que el tener el tamboril significa
que ella es el orbe de la tierra, y las torres en la cabeza, que tiene villas y lugares: que el
fingir alrededor de ella asientos es porque moviéndose todas las cosas, ella permanece
inmóvil; que el haber dispuesto sirviesen a esta diosa los galos, significa que los que
carecen de simiente es menester sigan la tierra porque en ella se hallan todas las cosas; el
andar saltando y brincando junto a ella, es una advertencia -dice- a los que labran la tierra
para que no se sienten, porque siempre hay que hacer en su cultivo: el sonido de los
tamboriles y el ruido que se hace sacudiendo la herramienta y las manos y otras cosas de
este jaez significa lo que pasa en la labranza del campo. Es de cobre, porque los antiguos,
antes que descubriesen el hierro, la labraban con cobre. Acompáñanla -dice- con un león
suelto y manso, para demostrar que no hay pedazo de tierra tan áspero y silvestre que no
convenga ararlo y cultivarlo. Después añade y dice que el haber llamado a la madre Tellus
con muchos nombres y sobrenombres ha dado ocasión de entender que son muchos dioses.
La Tellus -dice- piensan que es Opis, porque obrando, opere, y trabajando en ella con el
continuo cultivo se mejora; Madre, porque pare y produce muchas cosas; magna o grande,
porque pare y produce el mantenimiento; Proserpina, porque de ella nacen y gracias a ella,
como que trepan, Proserpere, las mieses; Vesta, porque se viste de hierbas, y de este modo
- dice-, no fuera de propósito, reducen a ésta otras diosas. Luego si es una sola diosa ésta,
que, averiguada la verdad, tampoco lo es, ¿para qué la hacen muchas? Sean de una sola
tantos nombres y no haya tantas diosas como nombres; pero la autoridad del error en que
vivieron sus antepasados les hace mucha fuerza, y al mismo Varrón, después de haber dado
este parecer, le hace titubear; porque, añade y dice:

“Lo cual no se opone a la opinión de nuestros predecesores acerca de estas diosas,


pensando que son muchas.” ¿Y cómo no ha de ser contradictorio, siendo absolutamente
distinto tener una diosa muchos nombres o ser muchas diosas? “Con todo, puede ser -dice-
que una misma cosa sea una, y en ella algunas cosas sean muchas.” Concedo que en un
hombre haya muchas particularidades; ¿luego por esto también habrá muchos hombres?
De la misma manera, porque en una misma diosa hay muchas cualidades, ¿acaso por eso
ha de haber también muchas diosas? Pero dividan como quieran, junten, multipliquen y
vuelvan a multiplicar y a enredarlo todo.

Esto son, en efecto, los insignes misterios de Tellus y de la gran Madre, viniendo a
reducirse todo su poder a las semillas mortales y corruptibles, y al cultivo de la tierra. ¡Y
que sea posible que cuantas sandeces se refieren a éstas y paran en esta limitada potestad,
el tamboril, las torres, los hombres castrados o galos, el furioso brincar y sacudir de
miembros, el ruido de los cencerros, la ficción de los leones, puedan prometer a ninguno la
vida eterna! ¡Y que sea posible que los galos castrados se dediquen al servicio de esa diosa
magna, para significar que los que carecen del semen generativo han menester seguir la
tierra, como sí, por el contrario, la misma servidumbre no les hiciese tener necesidad de

Página 196 de 196


La Ciudad De Dios San Agustín

simiente! ¿Por qué cuando sirviendo a esta diosa, o no teniendo simiente la adquieren, o
sirviendo a esta diosa teniendo simiente la pierden? ¿Esto es interpretar o desatinar? Y no
se advierte y considera lo que han prevalecido los malignos espíritus, que con no haber
atrevido a ofrecer con estos ritos cosa ninguna grande, con todo, pudieron pedir cosas tan
horribles y crueles. Si la tierra no fuera diosa trabajando los hombres, pusieran las manos
en ella, para alcanzar por ella las semillas y no las pusieren cruelmente en sí para perder la
simiente por amor a ella. Si no fuera diosa, de tal modo se hiciera fecunda con las manos
ajenas, que no obligara a los hombres a hacerse estériles con las suyas propias.

CAPITULO XXV

Interpretación hallada por la ciencia de los sabios griegos sobre la mutilación de Atis No
menciona a Atis ni busca explicación para él. En memoria de su amor se castraba el galo.
Pero los griegos doctos y sabios no pudieron callar causa tan santa y esclarecida. El célebre
filósofo Porfirio dice que Atis simboliza las flores, por el aspecto pri- maveral de la tierra,
más bello que en las demás estaciones, y que está castrado, porque la flor cae antes que el
fruto. Luego no compararon la flor al hombre mismo o a aquella semejanza de hombre
llamado Atis, sino a las partes viriles. Estas, en vida de él, cayeron, mejor diría, no cayeron
ni se las cogieron, pero sí se las desgarraron. Y, perdida aquella flor, no se siguió fruto
alguno, sino la esterilidad. ¿Qué significa este resto de él y qué lo que quedó en el
emasculado? ¿A qué hace referencia? ¿Qué interpretación se da de ello? ¿Por ventura sus
esfuerzos impotentes e inútiles no hacen ver que debe creerse sobre el hombre mutilado lo
que corrió la fama y se dio al público? Con razón soslayó. Varrón este punto y no quiso
tocarlo porque no se ocultó a varón tan sabio.

CAPITULO XXVI

Torpeza de los misterios de la gran Madre Tampoco quiso decir nada Varrón, ni recuerdo
haberlo leído en parte alguna, sobre los bardajes consagrados a la gran Madre, injuriosos
para el pudor de uno y otro sexo. Aun hoy en día, con los cabellos perfumados, con color
quebrado, miembros lánguidos y paso afeminado, andan pidiendo al pueblo por las calles y
plazas de Cartago, y así pasan su vida torpemente. Faltó explicación, se ruborizó la razón,
y la lengua guardó silencio. La grandeza, no de la divinidad, sino de la bellaquería de la
gran Madre, superó a la de todos los dioses hijos. A este monstruo, ni la monstruosidad de
Jano es comparable. Aquél tenía deformidad sólo en sus simulacros; ésta tiene en sus
misterios deforme crueldad. Aquél tenía miembros añadidos en piedra; ésta los tiene
perdidos en los hombres. Este descoco no es superado por tantos y tamaños estupros del
propio Júpiter. Aquél, entre corruptelas femeninas, infamó el cielo con solo Ganímedes;
ésta, con tantos bardajes de profesión y públicos, profanó la tierra e hizo injuria al cielo.
Quizá podamos cotejar a ésta o anteponer a ella en este género de torpísima crueldad a
Saturno, de quien se cuenta que castró a su padre.

Página 197 de 197


La Ciudad De Dios San Agustín

Pero, en los misterios de Saturno, a los hombres les fue hacedero morir a manos ajenos y
no ser castrados por las propias. Devoró él a los hijos, según cantan los poetas. De ello los
físicos dan la interpretación que quieren. La historia dice simplemente que los mató. Y si
los cartagineses les sacrificaban sus hijos, es usanza que no admitieron los romanos. Sin
embargo, esta gran Madre de los dioses introdujo en los templos romanos a los eunucos, y
conservó esta cruel costumbre en la creencia de que ayudaba las fuerzas de los romanos
extirpando la virilidad en los hombres. ¿Qué son, comparados con este mal, los robos de
Mercurio, la lascivia de Venus, los estupros y las torpezas de los demás, que citara
tomándolo de los libros si no se cantaran y se representaran diariamente en los teatros?
¿Qué son éstos comparados con la grandeza de tamaña bellaquería, sólo pertenencia de la
gran Madre? Y esto con el agravante de decir que son ficciones de los poetas, como si los
poetas fingieran también que son gratas y aceptas a los dioses. Demos por bueno que el
que se canten o se escriba, sea audacia o petulancia de los poetas. Pero el que se añadan
por mandato y extorsión de los dioses a las cosas divinas y a sus honras, ¿qué es sino culpa
de los dioses, mas aún, confesión de demonios y decepción de miserables? En todo caso,
aquello de que la Madre de los dioses mereció culto por la consagración de los eunucos, no
lo fingieron los poetas, sino que ellos prefirieron horrorizarse a versificarlo.

¿Quién se ha de consagrar a estos dioses selectos para vivir después de la muerte


felizmente, si, consagrado a ellos antes de morir, no puede vivir honestamente, sometido a
tan feas supersticiones y rendido a tan inmundos demonios? Todo esto, dice, se refiere al
mundo. Considere no sea más bien a lo inmundo. ¿Qué no puede referirse al mundo de lo
que se prueba que está en el mundo? Nosotros, empero, buscamos un espíritu que,
enclavado en la religión verdadera, no adore al mundo como a su Dios, sino que alabe al
mundo como a obra de Dios por Dios, y, purificado de las humanas sordideces, llegue
limpió a Dios, Hacedor del mundo.

CAPITULO XXVII

De las ficciones y quimeras de los fisiólogos o naturales, que ni adoran al verdadero Dios,
ni con el culto y veneración con que se le debe adorar Cuando considero las mismas
fisiologías o exposiciones naturales con que los hombres doctos e ingeniosos procuran
convertir las cosas humanas en divinas, advierto que no pudieron revocar o atribuir cosa
alguna sino a obras temporales y terrenas y a la naturaleza corpórea que, aunque invisible,
con todo es mudable, cuyo defecto no se halla en el verdadero Dios.

Y si esto lo aplicaran a la religión con significaciones siquiera convenientes (aunque fuera


lastimoso, porque con ellas no se daría noticia exacta, ni publicaría el nombre de Dios
verdadero), con todo en alguna manera fuera tolerable, viendo que no se hacían ni se
prescribían preceptos tan abominables y torpes; pero ahora, siendo como es una acción
impía y detestable que el alma adore por verdadero Dios (con que sólo morando él en ella
es dichosa y bienaventurada) al cuerpo o alma, ¿cuánto más nefando será tributar culto a
estas sustancias, para que el cuerpo y el alma del que si las adora no alcance salud ni gloria
humana? Por lo cuál, cuando se adora con templo, sacerdote y sacrificio (honor que sólo se
debe al verdadero Dios) algún elemento del mundo, o algún espíritu criado, aunque no sea
inmundo y malo, no por eso es malo, porque son malas las ceremonias con que lo adoran,
sino porque son tales que con ellas sólo se debe adorar a Aquel a quien se debe, tal culto y
religión. Y si alguno opinase que adora a un solo Dios verdadero, esto es, al creador de
todas las almas y cuerpos con disparates y monstruosidades de imágenes, con sacrificios de

Página 198 de 198


La Ciudad De Dios San Agustín

homicidios, y con fiestas de juegos y espectáculos torpes y abominables, no por eso peca,
por cuanto no debe adorarse al mismo que adora, sino porque tributa culto al que deben
reverenciar, no como se debe venerar; y el que con semejantes obscenidades; esto es, con
obras torpes y obscenas, adorare al verdadero Dios no peca precisamente porque no deba
ser adorado aquel a quien adora, sino porque no le adora como debe; pero, en cambio, él,
con tales torpezas, adora no al verdadero Dios, es decir, al autor del alma y del cuerpo, sino
a la criatura (aunque no sea mala; ya ésta sea alma, ya sea cuerpo, ya sea juntamente alma
y cuerpo), dos veces peca contra Dios; lo uno porque adora por Dios a lo que no es dios, y
lo otro porque le adora con tales ritos con los que no se debe adorar ni a Dios ni a los que
no es Dios; pero en qué términos, esto es, cuán torpemente hayan tributado adoración éstos
a las mentidas deidades, fácil es conocerlo. Y qué hayan adorado, y a quienes, seria
dificultoso indagarlo, si no dijeran sus historias cómo ofrecieron a sus dioses (pidiéndoselo
ellos con amenazas y terrores) aquellos mismos holocaustos y ceremonias que confiesan
por abominables y torpes; y así, quitados los rodeos, resulta que con toda esta teología
civil, han convidado e introducido a los impíos demonios e inmundos espíritus en las
necias y vistosas imágenes, y por ellos igualmente en los estúpidos corazones para que, los
posean.

CAPITULO XXVIII

Que la doctrina que trae Varrón sobre la teología no es consecuente consigo misma ¿Qué
utilidad se sigue de que el docto e ingenioso Varrón procure, y no pueda, con una sutil y
delicada doctrina reducir todos estos dioses al cielo y a la tierra? Sin duda se le van de las
manos, se le deslizan, se le escapan y caen; porque habiendo de tratar de las hembras, esto
es, de las diosas, dice: ¿Cómo insinué en el primer libro de los lugares, donde hemos
considerado dos principios y orígenes que traen los dioses del cielo y de la tierra, por lo
que éstos unos se dicen celestes y otros terrestres, así como arriba principiamos por el cielo
cuando tratamos de Jano, que unos dijeron era el cielo, otros el mundo, así, hablando de los
hombres, empezaremos a escribir de la tierra.”

Bien advierto cuán penosa molestia es la que padece tal y tan elevado ingenio, dejándose
arrastrar de una razón verosímil, “mediante la cual sostiene que el cielo es el que hace, y la
tierra la que padece”; y por eso atribuye al uno la virtud masculina y a la otra la femenina,
sin reflexionar que el que hizo hados a ambos es el que desempeña todas estas funciones
con su virtud propia. Conforme a esta exposición, interpreta en el libro precedente los
famosos misterios de los Samotraces, diciendo: “Declarará y escribirá algunas
particularidades de que no tienen noticia ni aun los suyos, a quienes casi religiosamente
promete enviárselas, porque insinúa allí que él ha deducido, por muchos indicios que ha
visto en las estatuas, que una cosa significa el cielo, otra la tierra, otras los ejemplos o
dechados de las cosas que Platón llamó ideas. Por el cielo quiere se entienda Júpiter, por la
tierra Juno, por las ideas Minerva, estableciendo igualmente que el cielo es el que hace o el
principal agente, la tierra de quien se forma la idea según la cual se hace.”

Sobre este particular no quiere decir, como afirmó Platón, “que estas ideas tienen tanta
virtud que el cielo, conforme a ellas, no sólo obró en la producción de otros seres, sino que
fue hecho también el mismo cielo”. Lo que digo es que este autor en el libro de los dioses
selectos destruyó la razón relativa a los tres dioses con que había casi abarcado toda su
idea, por cuanto al cielo atribuye los dioses masculinos, los femeninos a la tierra, entre los
cuales puso a Minerva, a quien la había colocado anteriormente sobre el mismo cielo.

Página 199 de 199


La Ciudad De Dios San Agustín

Asimismo Neptuno, que es dios varón, reside en el mar, el cual pertenece más a la tierra
que al cielo; finalmente, del padre Ditis, que en el lenguaje griego se llama Plutón, también
varón, hermano de ambos, dicen es dios terrestre, que preside la parte superior de la tierra,
y en la inferior tiene a su mujer, Proserpina. ¿Acaso no es un medio extraordinario y
ridículo el que usa para reducir los dioses al cielo y las diosas a la tierra? ¿Qué tiene este
discurso de sólido, qué de constante, de cordura, de resolución y certeza? En efecto: la
Tellus o tierra es el principio y origen de las diosas, es a saber, la gran Madre con quien
anda la turba de los espíritus abominables y torpes, los afeminados, bardajes castrados, los
que se cortan y laceran los miembros, los que andan saltando y brincando alrededor de ella
como dementes y atolondrados. ¿A qué viene decir que es cabeza de los dioses Jano, y de
las diosas la tierra, si ni allá constituye una cabeza el error, ni acá la hace sana y cuerda el
furor? ¿Para qué procuran en vano reducir estas supuestas cualidades al mundo como si se
pudiera adorar al mundo por verdadero dios O a la criatura por su creador? Si una verdad
manifiesta los deja plenamente convencidos de que nada pueden sobre este punto, refieran
solamente tales patrañas a los hombres muertos y a los malvados demonios, y no habrá
más pleitos.

CAPITULO XXIX

Que todo lo que los fisiólogos y filósofos naturales refieren al mundo y a sus partes lo
debían referir a un solo Dios verdadero Porque todo cuanto estos escritores insinúan de
tales deidades, como fundados en razones físicas y naturales, lo refieren al mundo:
seguramente que sin escrúpulo de sentir sacrílegamente lo podemos atribuir con más justa
razón al verdadero Dios, que hizo el mundo y es el Criador de todas las almas y cuerpos, y
se puede advertir mediante este raciocinio. Nosotros adoramos a Dios, no al cielo ni a la
tierra, de los cuales consta este mundo, ni alma ni a las almas que se hallan repartidas entré
todos y cualesquiera vivientes, sino a Dios, que hizo el cielo y la tierra y todo cuanto hay
en ellos, el cual creó todas las almas, así las que viven y carecen de sentido y de razón,
como las que sienten y usan también de la razón.

CAPITULO XXX

Cómo se distingue el criador de la criatura para que no se adoren por uno tantos dioses
cuantas son las obras de un mismo autor Empezando a discurrir ya por los efectos, o por
las obras admirables de Dios, que es uno solo y verdadero, por respeto de las cuales,
mientras procuran éstos, como con cierta honestidad, interpretar ritos torpes y
abominables, vienen a multiplicar y a establecer muchos dioses, y todos falsos; nosotros
adoramos a aquel Dios que a las naturalezas que crió las dio los principios y fines de su
sustancia y movimiento; a Aquel que tiene en su mano, conoce y dispone las causas de las
cosas;

a Aquel que crió la virtud de las semillas, formó el alma racional para que le sirviese a sus
inescrutables designios; les dio el uso y facultad de hablar; repartió a los espíritus que fue
su voluntad el singular don de vaticinar lo venidero, y por medio de quienes quiera ¿las
dice, y por medio de las personas que son de su agrado destierra las enfermedades; a Aquel
que preside también riguroso cuando conviene castigar y corregir el linaje humano, en los
principios, progresos y fines de las mismas guerras; a Aquel que no sólo crió, sino que

Página 200 de 200


La Ciudad De Dios San Agustín

también gobierna el vehemente y violento fuego de este mundo conforme al temperamento


de la inmensa naturaleza: que es criador y gobernador de todas las aguas: que hizo el sol,
astro el más resplandeciente de todas las luces corpóreas que se ven en el hemisferio,
comunicándole virtud y movimiento conforme a su esfera; que hasta a los mismos
condenados al infierno no niega su dominio y potestad; que sustituye y concede a las cosas
mortales y caducas sus simientes, alimentos, así secos como líquidos; que fundó la tierra y
la fecunda; que reparte sus frutos a las bestias y a los hombres; que conoce y ordena las
causas, no sólo principales, sino también las subsiguientes o accesorias; que dio a la luna
su curso y movimiento; que suministra con las mutaciones de los lugares los caminos por
el cielo y por la tierra; que a los entendimientos humanos que crió les concedió también
para el auxilio y alivio de su vida y naturaleza una noticia exacta y conocimientos de varias
ciencias y artes; que a las sociedades y familias de los hombres concedió para los usos
ordinarios e indispensables el beneficio del fuego de la tierra, de que se pudiesen servir en
los hogares y en las luces.

Estos son, en efecto, los cargos que el ingenioso y erudito Varrón, fundado en ciertas
interpretaciones físicas y naturales, o tomadas de otro, o halladas por su propia conjetura,
anduvo indeciso y confuso para distribuirlos y repartirlos entre los dioses escogidos. Y
estas admirables obras son las que hace y en las que entiende Aquel que es un solo Dios
verdadero; aunque este mismo Dios, así como está dondequiera, todo, sin estar encerrado
en ningún lugar, ni atado o ceñido a una sola cosa, sin ser divisible en partes y de ninguna
parte mudable, llena el cielo y la tierra con su presente omnipotencia. Y así, sin estar
ausente su naturaleza, también administra todo lo que crió con tan particular sabiduría, que
a cada cosa la deja ejercer libremente y ejecutar sus acciones propias; porque aun cuando
no puede haber cosa alguna sin él, no obstante ninguna es lo que él. Hace también muchas
cosas por medio de los ángeles; pero si no es consigo propio, no hace felices a los ángeles;
por lo mismo, aunque por algunas causas ocultas envía ángeles a los hombres, con todo, no
hace felices a los hombres con los ángeles, sino consigo propio, como a los ángeles. De
este solo y verdadero Dios esperamos nosotros la vida eterna.

CAPITULO XXXI

De qué beneficios de Dios gozan propiamente los que siguen la verdad, además de los que
a todos comunica la divina liberalidad Por cuanto nosotros, además de estos beneficios
comunes, que por medio de esta recta administración y gobierno del mundo (del cual ya
hemos dicho algunas particularidades), distribuye este gran Dios a los buenos y a los
malos, tenemos de su Divina Majestad un indicio seguro y propio de los justos, del grande
amor que nos profesa; aunque no podamos darle las debidas gra- cias por el ser que
tenemos, de que vivimos, de que vemos el cielo y la tierra, de que tenemos entendimiento
y razón, con que podemos buscar a este mismo que crió todas las cosas, debemos, sin
embargo, corresponderle agradecidos, observando exactamente su santa ley; pero de que
estando nosotros cargados y sumergidos en horribles pecados, sin dedicarnos, como
debiéramos, a la contemplación de su luz, ciegos de amor y afición a las tinieblas, esto es,
al pecado, no nos haya desamparado y dejado del todo, antes más bien nos haya enviado a
su Unigénito, para que haciéndose hombre por nosotros y padeciendo afrentosa muerte
conociésemos cuánto estima Dios al hombre; nos purificásemos con aquel incruento
sacrificio de todas nuestras culpas e infundiendo con su espíritu en nuestros corazones su
inefable amor, superadas todas las dificultades, viniesen a conseguir el descanso eterno y a

Página 201 de 201


La Ciudad De Dios San Agustín

gozar de la inmensa dulzura de su contemplación y visión beatífica. ¿Qué corazones, qué


lenguas pretenderán ser bastantes para darle las debidas gracias?

CAPITULO XXXII

Que el misterio de la redención de Jesucristo nunca faltó en los siglos pasados, y que
siempre se predicó y manifestó con diversas figuras y significaciones Este misterio de la
vida eterna viene de atrás, y ya desde el principio de la creación del hombre se predicó por
ministerio de los ángeles, a quienes convenía, por medio de ciertas señales y ritos
acomodados, a aquellos tiempos. Después se juntó el pueblo hebreo bajo una cierta forma
de República que prefiguró este oculto sacramento, donde parte por algunos que lo
entendían y parte por otros que eran incapaces de comprenderlo, se anunció todo cuanto
por la venida de Cristo hasta ahora ha sucedido y en adelante ha de suceder.

Después se derramó esta nación entre los gentiles, mediante el incontrastable testimonio de
las escrituras, donde estaba profetizada la salud eterna por medio de Jesucristo. Porque no
sólo las profecías que en el sagrado texto se escriben, ni tampoco solamente los preceptos
que conforman la vida y la piedad, y se expresan en aquellos libros, sino también los
sacramentos, los sacerdotes, el Tabernáculo o templo, los altares, los sacrificios, las
ceremonias, los días festivos y todo lo demás perteneciente al culto que se debe a Dios, que
en griego, propiamente, se llama latría, nos significaron y anunciaron todo aquello que para
la vida eterna de los fieles creemos que se ha cumplido en Cristo, vemos que se cumple y
esperamos que se ha de cumplir.

CAPITULO XXXIII

Que sólo por medio de la Religión cristiana se pudo descubrir el engaño de los malignos
espíritus que gustan del error en los hombres Por esta religión, verdadera y única, se pudo
descubrir que los dioses de los gentiles eran sumamente impuros y unos obscenos
demonios, que con ocasión de algunas personas difuntas, y so color de las criaturas
humanas, procuraron los tuviesen por dioses, gustando con detestable y abominable
soberbia de los honores casi divinos, que no eran otra cosa que un complejo de acciones
criminales y nefandas, envidiando a los hombres la conversión a su verdadero Dios.

De cuyo cruel e impío poder y dominio se libró el hombre, creyendo sinceramente en


Aquel que para levantarnos nos dio un ejemplo de humildad tan especial, cuanto fue mayor
la soberbia por la que ellos cayeron destronados. Del número de éstos son no sólo aquellos
de quienes hemos ya referido varias particularidades y otras semejantes que han infestado
las demás naciones y provincias, sino también de que ahora tratamos, como escogidos para
componer el Senado de los dioses, y a la verdad elegidos por la grandeza y publicidad de
sus culpas no por la dignidad y méritos de sus virtudes, cuyos misterios, procurando
Varrón reducirlos a razones naturales, buscando cómo dar un color honesto a las acciones
torpes, no acaba de hallar cosa que le cuadre ni convenga, porque las causas que imagina,
o, por mejor decir, quiere que se imaginen, no son causas de aquellos sacramentos. Porque
si lo fuesen, no sólo éstas, sino también otras cualesquiera de esta especie, aunque no
perteneciesen al verdadero Dios y a la vida eterna, que es la que en religión se debe buscar
únicamente, con todo, dando cualquiera razón de la naturaleza de las cosas, mitigarían
algún tanto la ofensa y escándalo que había causado su imponderable torpeza y desvarío,

Página 202 de 202


La Ciudad De Dios San Agustín

no entendido en la celebración de sus sacramentos, como lo procuró hacer el mismo


Varrón en algunas fábulas teatrales o en los misterios de los templos, donde no con la
semejanza de os templos dio por buenos los teatros, sino antes con la semejanza de los
teatros condenó los templos; sin embargo, como quiera procuró aplacar el sentido ofendido
y escandalizado con las obscenidades que le causaban horror, dando la razón a las causas
naturales.

CAPITULO XXXIV

De los libros de Numa Pompilio, los cuales mandó quemar el Senado por que no se
publicasen las causas que en ellos se contenían de los ritos Con todo, por el contrario,
descubrimos (como el mismo docto autor lo escribe, citando los libros de Numa Pompilio),
que no se pudieron tolerar de ningún modo las causas que allí se dan de los misterios de
sus dioses, y no sólo las tuvieron por dignas de que, leyéndolas, viniesen a noticia de
personas religiosas, pero ni aun quisieron que escritas se guardasen en el archivo de las
tinieblas; por lo mismo quiero ya decir lo que prometí explicar en su propio lugar, en el
libro III de esta obra.

Porque, según refiere el mismo Varrón en el libro del culto de los dioses: “Cierto hombre,
llamado Terencio, poseía una heredad en el Janículo, y un quintero suyo, arando con sus
bueyes junto a la sepultura de Numa Pompilio, extrajo con el arado, debajo de la tierra, los
libros donde estaban escritas las causas de los ritos que había instituido este monarca; y
trayéndolos a la ciudad los entregó al Pretor, el cual, leyendo los títulos, pareciéndole
asunto de importancia, los remitió al Senado, donde habiéndose leído algunas causas
principales porque cada rito se había establecido en la religión, el Senado siguió el parecer
del muerto Numa, y, como buenos religiosos, los senadores decretaron que el Pretor
mandase quemar aquellos libros. Crea cada uno lo que él imagina, o, por mejor decir,
cualquier famoso defensor de tan grande impiedad diga lo que le impele a decir su furiosa
obstinación.

A mí me basta advertir que las causas de los ritos que escribió el rey Pompilio, fundador de
los misterios y religión de los romanos, fueron tales, que no convino tuviesen noticia de
ellas ni el pueblo, ni el Senado ni aun los mismos sacerdotes, como también que el mismo
Numa Pompilio, con curiosidad ilícita Y supersticiosa, llegó a saber y penetrar aquellos
secretos de los demonios, los cuales, aunque los escribió para avisarse a sí mismo con su
lectura, sin embargo, con ser rey que a nadie temía, ni se atrevió a enseñarlos a sus
vasallos, ni a destruirlos borrándolos o consumiéndolos del todo; de suerte que lo que
quiso que ninguno lo supiese por no instruir a los hombres en máximas obscenas y
nefandas, y lo que temió violar por no provocar contra sí la ira de los dioses, lo enterró y
sepultó donde le pareció más seguro, no creyendo que podía llegar el arado a su sepultura;
pero temiendo el Senado condenar la religión de sus antepasados, y hallándose por esto
forzado a seguir el parecer de Numa, con todo, reputó aquellos libros por tan perniciosos,
que no quiso mandar se volviesen a enterrar (porque la curiosidad humana no diese con
más vehemencia en buscar lo que ya se había divulgado), sino que las llamas consumiesen
tan abominables memorias, pareciéndole era ya necesario celebrar aquellos ritos, tuvo por
más tolerable el error, todas las veces que se ignorasen sus causas, que no el permitir se
supiese públicamente, lo cual era exponerse a que se alborotase y turbase la ciudad.

Página 203 de 203


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XXXV

De la hidromancia con que anduvo engañado Numa, viendo algunas imágenes de los
demonios Por cuanto aun al mismo Numa (como no tuvo ningún profeta de Dios, ningún
ángel santo que le ilustrase) le fue preciso usar de la hidromancia para poder ver en el agua
las imágenes de los dioses, o, por mejor decir, los engaños de los demonios, y así le
instruyesen en lo que debía ordenar y observar acerca de la religión. "Este modo de
adivinar, dice el mismo Varrón, que vino de Persia, del cual usó Numa, y después el
filósofo Pitágoras, donde no sin intervención de sangre dice que se hacen sus preguntas a
las sombras infernales, y añade que en griego se llama Necromancia"; la cual, ya se llame
hidromancia o necromancia, es lo mismo que adonde aparecen, o parece que adivinan los
muertos. Con qué arte se ejecute, examinen lo ellos; porque no intento indicar que estas
artes, aun antes de la venida de nuestro Salvador, entre los mismos gentiles se solían
prohibir con leyes rigurosas y castigarlas con severísimas penas. No quiero, digo, indicarlo,
porque acaso entonces se permitían y eran lícitas semejantes especulaciones; pero es
indudable que con estas artes aprendió Pompilio aquellos ritos de la religión, cuyo ejercicio
divulgó y cuyas causas enterró; por eso se receló él mismo de lo que aprendió, y el Senado
quemó los libros en que se contenían estas necedades; en esta inteligencia, ¿para qué
Varrón me quiere alegar no sé qué otras causas, al parecer físicas de aquellos ritos; que si
los insinuados libros se hallaran, sin duda no los quemaran; ni acaso estos que escribió y
dedicó Varrón al pontífice Cayo César y dio a luz tampoco los quemaran los senadores si
realmente las contuvieran? Así que, por haber descubierto Numa Pompilio el agua con que
hacía la hidro- mancia, por eso se dice que tuvo por mujer a la ninfa Egeria, como se
declara en el libro de Varrón arriba citado.

De este modo, la verdad de las cosas, mezclándola con mentiras se suele convertir en
fábulas. En aquella hidromancia, aquél curiosísimo rey romano aprendió los ritos que
habían de conservar, los pontífices en sus libros y a las causas de ellos, las cuales, a
excepción de él, quiso que ninguno las supiese; y, así, habiéndolas escrito separadamente,
hizo en cierto modo que muriesen y acabasen consigo, cuando procuró desterrarlas del
conocimiento de los hombres y sepultarlas. En dichos libros, o había tan abominables y
perjudiciales máximas de que gustaban los demonios (que por ellas se advertía cómo toda
la teología civil era maldita, aun en sentir de los que en los mismos misterios habían
recibido tantas nociones vergonzosas y abominables), o se descubría que no era otra cosa
que hombres muertos todos aquellos que casi todas las naciones, por una dilatada serie de
siglos, habían creído eran dioses inmortales, supuesto que se complacían igualmente de
semejantes ritos los mismos demonios, que con la vana apariencia de falsos portentos se
suponían y entrometían allí para que los adorasen por los mismos muertos a quienes ellos
habían procurado fuesen reputados por dioses.

Pero, por oculta providencia del verdadero Dios, sucedió que, estando en gracia y
reconciliados con su amigo Pompilio, por medio de aquellas artes con que se pudo ejercer
la hidromancia, se les permitiese que le confesasen con claridad todas, aquellas patrañas, y,
con todo, no se les permitió le advirtiesen que cuando muriese procurase antes quemarlas
que enterrarlas, pues para que no se supiese no pudieron ni impedir al arado que las extrajo
afuera, ni la pluma de Varrón, por cuyo medio llegó hasta nuestros tiempos la noticia
circunstanciada de cuánto pasó sobre este asunto; siendo, como es, sabido que no pueden
ejecutar lo que no se les permite, sin embargo, se les permite en muchas ocasiones, por alto
y justo juicio del sumo Dios, por los pecados de aquellos respecto de quienes es
conveniente que solamente los aflijan o también los sujeten y engañen; y cuán pernicioso y

Página 204 de 204


La Ciudad De Dios San Agustín

ajeno del culto del verdadero Dios pareció lo que se contenía en aquellos libros, se puede
inferir de la providencia del Senado, que más quiso quemar lo que Pompilio había
escondido que temer lo que temió él mismo, que no pudo atreverse a practicar una acción
tan generosa.

El que no desea tener en la vida futura vida feliz, ni en la presente una verdaderamente
piadosa y religiosa, con tales misterios busque la muerte eterna; pero el que no quiere tener
comunicación con los malignos demonios, no tema la perniciosa superstición con que son
adorados, sino reconozca la verdadera religión con que se descubren y vencen.

LIBRO OCTAVO DIOSES DE LA TEOLOGÍA NATURAL DE VARRÓN

CAPITULO PRIMERO

Sobre la cuestión de la teología natural, y que ésta se ha de averiguar con los filósofos más
excelentes y sabios Ahora es preciso procedamos con mas circunspección y escrupulosidad
que en la resolución y explicación de las cuestiones tratadas en los libros anteriores; pues
hemos de hablar de la teología natural no con cualquiera especie de personas (porque no es
novelesca ni civil, esto es, teatral o urbana, que la una alaba las culpas de los dioses y la
otra descubre sus apetitos más abominables, y, por consiguiente, deseos de espíritus
malignos antes que de dioses), sino con filósofos, cuyo nombre en latín significa “amantes
de la sabiduría”,. y si la verdadera sabiduría es Dios, que crió todas las cosas conforme a lo
que le enseñó la autoridad divina y la misma verdad, el verdadero filósofo es el que ama a
Dios; mas no hallándose la Filosofía en todos los que se precian de este glorioso dictado
(porque no son ciertamente amadores de la verdadera sabiduría todos los que se llaman
filó- sofos), necesitamos escoger entre todos aquellos de cuyas opiniones hemos podido
tener noticia por la lectura de los libros, con quienes muy al caso podamos tratar de esta
materia; porque no pretendo en esta obra refutar todas las opiniones vanas de todos los
filósofos, sino solamente las que se refieren a la Teología (expresión griega que sabemos
significa los conocimientos que tenemos de Dios), y éstos no los de todos, sino únicamente
los de aquellos que, aunque conceden que hay Dios, y que cuida y vigila sobre las cosas
humanas, con todo, imaginan que no es suficiente el culto y religión de un solo Dios
inmutable para conseguir una vida bienaventurada más allá de la muerte, sino que a este
efecto Aquel que es uno crió e instituyó muchos para que los adorásemos. Estos ya dejan
muy atrás la opinión de Varrón y se aproximan más a la verdad; porque él solo pudo
abarcar en su teología natural el mudo o su alma; pero éstos sobre toda la naturaleza del
alma confiesan que hay Dios, que hizo no sólo este mundo visible, que ordinariamente se
comprende bajo el nombre de cielo y tierra, sino también todas cuantas almas hay, y que a
la racional e intelectual, cuál es el alma del hombre, con la participación y comunicación
de su luz inmutable e incorpórea, la hace bienaventurada y dichosa, y ninguno que haya
leído este punto con alguna reflexión ignora que estos filósofos son los que llamamos
platónicos, derivando su nombre del de su maestro Platón.

CAPITULO II

Página 205 de 205


La Ciudad De Dios San Agustín

De dos géneros de filósofos, esto es, del itálico y jónico, y de sus autores. De Platón,
brevemente tocaré lo que me pareciese necesario para la presente cuestión, refiriendo
primero los que en la profesión de las mismas letras le precedieron. Por lo que se refiere a
la literatura griega, que es el idioma que se tiene por mas ilustre entre los demás de los
gentiles, de dos sectas de filósofos se hace en ella mención. La una, llamada itálica, por
aquella parte de Italia que antiguamente se llamó Magna Grecia.

La otra, jónica, en las tierras que ahora se llaman Grecia. La itálica tuvo por su autor y
corifeo a Pitágoras Samio, de quien, según es fama, tuvo principio el, nombre de Filosofía,
porque llamándose antes sabios los que en algún modo parecía que se aventajaban a los
otros con el buen ejemplo de su vida, preguntado éste qué facultad era la que profesaba,
respondió que era filósofo, esto es, estudioso y aficionado a la sabiduría, pues el
manifestarse por sabio parecía acción muy arrogante y altanera El príncipe y jefe de la
secta jónica fue Thales Milesio, uno de aquellos siete que llamaron sabios. Los seis se
diferenciaban y distinguían entre sí en la forma de su profesión y en ciertos preceptos
acomodados para vivir bien; pero Thales fue tan excelente y aventajado, que habiendo
inquirido y examinado menudamente la naturaleza y puesto por escrito sus disputas, dejó
sucesores de su doctrina, y fue admirable, especialmente porque habiendo comprendido el
movimiento de los astros, llegó a saber pronosticar los eclipses del Sol y de la Luna. Sin
embargo, creyó que el agua era principio de todas las cosas, y que de ella recibían su
existencia todos los elementos del mundo, y el mismo mundo y cuanto en él nace, no
atribuyendo a la mente divina nada de esta obra que, observada la estructura del mundo,
aparece tan admirable.

A éste sucedió Anaximandro, su discípulo, y mudó de opinión en cuanto a la naturaleza de


las cosas, porque le pareció que no nacían, o se producían, cómo defendía Thales, del agua,
sino que cada cosa debía su origen a sus peculiares principios; los cuales sostuvo que eran
infinitos y que engendraban infinitos mundos y todo cuanto en ellos nacía, y que estos
mundos unas veces se disolvían y otras renacían tanto cuanto cada uno pudo durar en su
tiempo, sin atribuir tampoco en estas obras del Universo algún poder o influencia a la
mente divina. Este dejó a Anaxímenes por su discípulo y sucesor, quien atri- buyó todas las
cosas naturales al aire infinito; no negó los dioses ni los pasó en silencio, mas no creyó que
ellos hubiesen criado el aire, sino que del aire nacieron ellos.

Anaxágoras, discípulo de éste, fue de dictamen que la mente divina era la que hacía todas
las cosas que vemos, y dijo que todas las cosas, según sus tamaños y especies propias, se
hacían de la materia infinita, que consta de partes semejantes u homogénea pero todas por
mano de la mente divina. Asimismo Diógenes, otro discípulo de Anaxímenes, enseñó que
el aire era la materia de todas las cosas, de la cual se hacían y formaban; pero que al mismo
tiempo participaba de la mente divina, sin la cual nada se podía hacer de él. Sucedió a
Anaxágoras su discípulo Arquelao, quien igualmente opinó que de tal modo constaban
todas las cosas de aquellas partículas entre sí semejantes u homogéneas de que formaban,
que aseguraba tenían también mente, la cual, uniendo o disolviendo los cuerpos eternos,
esto es, aquellas partículas, hacía todas las cosas. Discípulo de éste dicen que fue Sócrates,
maestro de Platón, por quien hemos referido brevemente todo lo dicho.

CAPITULO III

Página 206 de 206


La Ciudad De Dios San Agustín

De la doctrina de Sócrates Escriben algunos que Sócrates fue el primero que acomodó y
dirigió toda la Filosofía al loable objeto de corregir y arreglar las costumbres, habiendo
empleado sus penosas tareas literarias los filósofos que le precedieron precisamente en el
estudio y contemplación de las cosas físicas, esto es, naturales, dejando a un lado la de las
morales, tan interesantes como necesarias al bien de la sociedad; pero no me parece fácil
averiguar si Sócrates adoptó este medio por estar íntimamente penetrado y enfadado de la
oscuridad e incertidumbre de las cosas, y por este motivo se aplicó a estudiar algún objeto
claro y cierto que fuese necesario para la consecución de la vida eterna y feliz, por sola la
cual parece se desveló y trabajó con más industria que todos los filósofos, o, como algunos
sospechan, pensando más benignamente de él, no quería que ánimos contaminados por los
apetitos y desórdenes terrenos presumiesen extenderse a las cosas divinas.

Pues advertía que andaban solícitos inquiriendo las causas de las cosas, y como las
primeras y principales entendía que no dependían sino de la voluntad de un solo Dios
verda- dero, le parecía que no se podían comprender sino con ánimo puro y sencillo, y por
eso se debía trabajar en purificar la vida con buenas costumbres, para que, descargado y
libre el ánimo de los apetitos que le oprimían, con su vigor natural se elevase a la
contemplación de las cosas eternas, y con la limpieza y pureza de la inteligencia pudiese
ver la naturaleza de la luz incorpórea e inmutable, adonde con firme estabilidad viven las
causas de todas las naturalezas criadas. Sin embargo, consta que con la admirable gracia y
agudísimo donaire que tenía en disputar, aun en las mismas cuestiones morales, a las que
parecía había aplicado todo su entendimiento, notó y dio la vaya a los necios e ignorantes
que presumen saber mucho, confesando su ignorancia o disimulando su ciencia.

Por lo cual, habiéndose ganado enemigos que le imputaron calumniosamente una fea
criminalidad, fue condenado y muerto, aunque después la misma ciudad de Atenas, que
públicamente le había condenado, públicamente le lloró, revolviendo la indignación del
pueblo contra los dos sujetos que le acusaron, de forma que el uno pereció a manos del
furioso pueblo, y el otro se, libertó de igual infortunio desterrándose voluntariamente para
siempre. Sócrates, pues, tan famoso e insigne en vida y muerte, dejó muchos discípulos
que siguieron su doctrina, cuyo estudio principalmente se ocupó en las controversias y
doctrinas morales, donde se trata del sumo bien, sin el cual el hombre no puede ser dichoso
ni bienaventurado.

Mas como este bien no le hallasen clara y evidentemente en los escritos y disputas de
Sócrates, pues afirma por una parte lo que destruye por otra, tomaron de allí lo que cada
uno quiso y colocaron el fin del sumo bien donde a cada uno le pareció o con el objeto que
más le agradó. Llaman fin del bien aquel que, alcanzando, hace al que lo posee
bienaventurado y feliz, y fueron tan diversos los pareceres y opiniones que tuvieron los
socráticos acerca de este último fin (apenas se puede creer que pudiese haber tantos entre
discípulos de un mismo maestro), que algunos dijeron que el deleite era el sumo bien,
como Aristipo; otros, que la virtud, como Antístenes, y de esta manera otros muchos
tuvieron otras y diferentes opiniones, que seria cosa larga referirlas todas.

CAPITULO IV

De Platón, que fue el principal entre los discípulos de Sócrates, y dividió toda la Filosofía
en tres partes Entre los discípulos de Sócrates, no sin justa razón floreció con nombre y
gloria tan excelente Platón, que oscureció la de todos los demás. Ateniense de sangre y de

Página 207 de 207


La Ciudad De Dios San Agustín

familia ilustre, aventajando con su maravilloso ingenio a todos sus condiscípulos, con todo,
desestimando su caudal y pareciéndole que ni éste ni la doctrina de Sócrates era bastante
para llegar a perfeccionarse en el estudio de la Filosofía, dio en peregrinar por cuantos
países le fue posible, acudiendo a todas partes donde le convidaba la fama de que podía
aprender a instruirse en alguna ciencia útil y singular. Así aprendió en Egipto toda la
literatura que allí se apreciaba como grande y se enseñaba, de donde, navegando hacia las
regiones de Italia, en la que era célebre y famoso el nombre de los pitagóricos, comprendió
fácilmente todo lo que entonces florecía de la Filosofía itálica, oyendo a los demás
eminentes doctores que había entre ellos. Amando como amaba sobre todos a su maestro
Sócrates, le introduce casi en todos sus diálogos, ha- ciéndole autor, y que diga aun lo
mismo que Platón había aprendido de otros, o lo que él, con cuanta inteligencia pudo,
había conseguido, mezclándolo todo y sazonándolo con la sal, donaire y disputas de su
maestro.

Así pues, consistiendo el estudio de la Sabiduría en la acción y contemplación, de modo


que una parte puede llamarse activa y la otra contemplativa (la activa concerniente al modo
de pasar la vida, esto es, de arreglar las costumbres, y la contemplativa, a la meditación de
las causas naturales y contemplación de la verdad sincera), de Sócrates dicen que se señaló
en la activa, y de Pitágoras que se dedicó más a la contemplación, empleando en ella todo
cuanto pudo las fuerzas de su entendimiento, y por eso elogian a Platón, porque, abrazando
y uniendo lo uno en lo otro, puso en su perfección la Filosofía, la que distribuye en tres
partes.

La primera es la moral, la cual principalmente consiste en la acción; la segunda es la


natural, que se ocupa en la contemplación; la tercera es la racional, que distingue lo
verdadero de lo falso, la cual, aunque sea necesaria para la una y para la otra, esto es para
la acción y contemplación, sin embargo, a la contemplación es a quien principalmente toca
averiguar y descubrir la verdad. Por eso esta división tripartita no es contraria a la división
según la cual toda la sabiduría consiste en la acción y contemplación. Pero ¿qué sintió
Platón de estas cosas o de cada una de ellas, esto es, dónde entendió o creyó que estaba el
fin de todas las acciones? ¿Dónde la causa de todas las naturalezas? ¿Dónde la luz de todas
las razones? Imagino que sería asunto largo el declararlo, y que no es bueno tampoco
afirmarlo temerariamente. Porque, como procura guardar el estilo conocido de disimular lo
que sabe o lo que siente, propio de su maestro Sócrates, a quien introduce en sus libros
disputando, y a él le agradó igualmente este estilo, sucede que aun en asuntos graves
tampoco se puedan echar de ver fácilmente las opiniones del mismo Platón.

Mas de lo que se lee en sus escritos, o de lo que dijo, o de lo que refiere que otros
pensaron y a él le agradó, importan que refiramos algunas particularidades y las pongamos
en esta obra, ya sean en favor de la verdadera religión, que es la que profesa y defiende
nuestra fe, o ya parezca que le son contrarias por lo tocante a la cuestión de un solo Dios y
de muchos, el cual nos afirma y enseña que se debe adorar la doctrina de la religión
católica, por la vida que después de la muerte ha de ser verdaderamente bienaventurada.

Acaso los que se celebran y tienen fama que con más agudeza y verdad entendieron y
siguieron a Platón como al más famoso y excelente entre los demás filósofos gentiles,
acerca de Dios sienten y opinan claramen- te que en él se halla la causa de la humana
subsistencia, la razón de la inteligencia y el orden de la vida; cuyos atributos es sabido
pertenecen, el uno, a la parte natural; el segundo, a la racional, y el tercero, a la moral. Pues
si el hombre fue criado tal, como por la cualidad que en él es la más excelente de todas, y

Página 208 de 208


La Ciudad De Dios San Agustín

le hace superior a todos los entes, alcance lo que excede a cuantas dichas y felicidades
pueden conseguirse; esto es, el conocimiento y visión beatífica de un solo Dios verdadero,
sumamente bueno, justo y omnipotente, sin el cual no hay naturaleza que pueda subsistir
por sí, ni doctrina que nos alumbre, ni costumbre que nos convenga, búsquese, pues, a este
gran Dios en quien tendremos nuestra felicidad segura, sígase a este mismo en quien todos
lo tenemos cierto, y ámese de corazón a éste, en quien todo lo tendremos bueno.

CAPITULO V

Que de la teología se debe disputar principalmente con los platónicos, cuya opinión se
debe preferir a los dogmas y sectas de todos los filósofos Si, pues, Platón dijo que el sabio
era el verdadero imitador, conocedor y amador de este gran Dios, con cuya participación es
feliz y bienaventurado, ¿qué necesidad hay de examinar los demás filósofos, si ninguno de
ellos se aproximó tanto a nosotros como los platónicos? Seguramente debe ceder a éstos no
sólo la teología fabulosa, que con los crímenes de los dioses divierte y deleita a los impíos,
e igualmente la civil, en la cual los impuros y obscenos demonios, con el dictado pomposo
de dioses, seduciendo con engaños a los hombres entregados a los placeres de la tierra,
quisieron tener los errores humanos por sus honores divinos, y para que viesen
ocularmente en los juegos sus abominables culpas, tuvieron a sus falsos adoradores por
ecónomos y directores de sus vanidades, pues por medio de ellos despertaban y excitaban
con aquella profesión soez e inmunda a otros menos cantos a ejercer su culto y devoción, y
de los mismos espectadores tomaban y establecían para sí otros juegos más deleitables. Así
que si se ejecuta alguna acción en sus templos que tenga visos de honesta, se lustra y
mancilla mezclándose con la torpeza y profanidad de los teatros, y todas las obscenidades
que se ejecutan en las escenas son loables comparada con ellas la deshonestidad y torpeza
de los templos.

Ceda también a estos filósofos todo cuanto Varrón interpretó sobre estos misterios,
acomodándolos al cielo y a la tierra, a las semillas y producción de cosas mortales y
corruptibles, pues ni se significan con aquellos vanos ritos las cosas que él pretende
insinuar y dar a entender, por lo cual la verdad no va asociada del mismo influjo que él
supone, ni aun cuando lo manifestara realmente; sin embargo, el alma racional no debía
adorar como a su Dios a objetos que en el orden natural le son inferiores, ni había de tener
y preferir como deidades a unos entes inanimados, sobre quienes el verdadero Dios la
prefirió y antepuso Cédales asimismo toda la doctrina concerniente a este punto, que Numa
Pompilio procuró esconder, sepultándola consigo mismo, y descubriéndola el arado la
mandó quemar el Senado.

En este género podemos incluir igualmente, sólo por sentir con humanidad y rectitud de la
conducta de Numa, todo cuanto escribe Alejandro de Macedonia a su madre, que le
descubrió y confió León, gran sacerdote y ministro de los divinos misterios de los egipcios,
en cuyo escrito no sólo Pico y Fauno, Eneas y Rómulo, y aun Hércules, Esculapio y Baco,
hijo de Semele, los hermanos Tindaridas y otros mortales se tienen y están comprendidos
en el catálogo de los dioses, sino también los mismos dioses principales que designaron sus
antepasados, a quienes sin nombrar parece que los apunta Cicerón en sus Cuestiones
Tusculanas, Júpiter, Juno, Saturno, Vulcano, Vesta y otros muchos que procura Varrón
referir a las partes y elementos del mundo, de quienes se hace ver sin la menor ambigüedad

Página 209 de 209


La Ciudad De Dios San Agustín

que fueron hombres. Porque temiendo este insigne sacerdote un severo castigo por haber
revelado los misterios, suplica a Alejandro que luego que haya escrito y dado noticia a su
madre de lo contenido mande quemar su carta.

No sólo, pues, cuanto contienen estas dos teologías, es a saber, la fabulosa y la civil, debe
ceder a los filósofos platónicos, que confesaron que el Dios verdadero era el autor de todas
las causas, el ilustrador de la verdad y el dador de la bienaventuranza, sino que también
deben ceder a los ínclitos varones que tuvieron una noticia exacta de un Dios tan grande
tan justo, esto es, a todos los otros filósofos que, gobernados por una razón recta y
atendiendo sólo a las cualidades del cuerpo, creyeron que los principios de la Naturaleza
eran corporales, así como Thales imaginó que era el agua; Anaxímenes, el aire; los
estoicos, el fuego; Epicuro, los átomos, esto es, unos menudos corpúsculos que ni pueden
dividirse ni sentirse, y otros varios que no es necesario nos detengamos a referir, quienes
sostuvieron que los cuerpos, o simples o compuestos, vivientes o no vivientes, pero en
realidad cuerpos, eran la causa y principio de las cosas. Pues algunos de ellos, como fueron
los epicúreos, creyeron que de las cosas no vivas podían engendrarlas las vivas, y de los
vivientes, formarse los vivientes y no vivientes, auque, en efecto, confesaban que de lo
corpóreo se hacían cosas corpóreas. Los estoicos creyeron que el fuego, que es uno de los
cuatro elementos de que consta este mundo visible, era el viviente, el sabio, el hacedor del
mismo mundo y todo cuanto hay en él, y que este mismo fuego era Dios.

Estos y todos sus semejantes sólo pudieron imaginar las patrañas que les pintaron
confusamente sus limitados entendimientos, sujetos a los sentidos de la carne. Porque en si
tenían lo que no veían, y dentro de sí imaginaban lo que fuera habían visto, aun cuando no
lo veían, sino sólo lo imaginaban. Y esto, delante de tal pensamiento, ya no es cuerpo, sino
semejanza de cuerpo. Aquella representación con que se observa en el ánimo esta
semejanza del cuerpo, ni es cuerpo ni semejanza de él, y aquello con que se ve y se juzga si
esta representación es hermosa o fea, sin duda es mejor que lo mismo que se juzga. Este es
el espíritu del hombre y la naturaleza del alma racional, la cual, en efecto, no es cuerpo,
supuesto que la representación del cuerpo, cuando se ve y se juzga en el ánimo del que
imagina y piensa, tampoco es cuerpo.

Luego no es ni tierra, ni agua, ni aire, ni fuego, de cuyos cuatro cuerpos, que llamamos
cuatro elementos, vemos que está compuesto este mundo corpóreo. Y si nuestro espíritu no
es cuerpo, ¿cómo Dios, que es criador de este espíritu, es cuerpo? Cedan, pues, también
estos filósofos, como hemos dicho, a los platónicos, y cédanles asimismo aquellos que,
aunque no se atrevieron a decir que Dios era cuerpo, sin embargo, creyeron que nuestro
espíritu era de la misma naturaleza que él; tan poco poderosa fue a excitarlos y
desengañarlos la mutabilidad tan palpable de nuestro espíritu, que el intentar atribuirla a la
naturaleza divina sería impiedad abominable. Pero añade que con el cuerpo se muda y
altera la naturaleza del alma, aunque por su esencia es inmutable. Con más razón debieran
entonces decir que la carne se hiere con algún cuerpo, y que, sin embargo, por sí misma es
incapaz de ser herida. Lo cierto es que lo que es inmutable con ninguna cosa se puede
cambiar, y lo que con el cuerpo puede mudarse con algo se puede mudar y no puede
llamarse inmutable.

CAPITULO VI

Página 210 de 210


La Ciudad De Dios San Agustín

De lo que sintieron los platónicos en la parte de la Filosofía que se llama física Observaron
estos filósofos, que con justa causa vemos preferidos a los demás en fama y gloria, que
ninguna especie de cuerpo es Dios; por cuyo motivo trascendieron e hicieron análisis de
todos los cuerpos para hallar a Dios. Advirtieron que todo cuanto era mudable o estaba
sujeto a las leves de la instabilidad no era el sumo Dios, y así dirigieron todos sus discursos
a examinar y averiguar la esencia y cualidades de todas las almas y espíritus instables, para
descubrir en ellas al mismo Dios.

Notaron aún más, que toda forma existente en cualquier ente mudable con la que recibe su
primitivo ser, de cualquier modo o naturaleza que sea, no puede ser sino dependiente de
aquel ente superior que realmente tiene ser y es inmutable. Por lo cual ni el cuerpo de todo
el mundo, con sus figuras, cualidades, movimiento concertado, ni los elementos que están
ordenados desde el cielo hasta la tierra, ni cualesquiera cuerpos que haya en ellos, ni todas
las vidas, así las que nutre y contiene, como la de los árboles y vegetales o la que además
de esta cualidad entiende y discurre como la de los hombres, o la que no tiene necesidad de
la nutrición, sino que únicamente contiene, siente y entiende, cual es la de los ángeles, no
puede ser sino dependiente de aquel que simple y absolutamente tiene ser, porque en él no
es una cosa el ser y otra el vivir, como si pudiese ser no viviendo, ni es una cosa el vivir y;
otra el entender, como si pudiese vivir no entendiendo, ni es una cosa en él el entender y
otra el ser bienaventurado, sino que es lo mismo que en él es vivir, entender y ser
bienaventurado; esto es, en él el ser. Por causa de esta inmutabilidad y simplicidad vinieron
a conocerle y a inferir que él hizo todas estas cosas y que no pudo ser hecho por alguno.

Pues consideraron que todo lo que tiene ser, o es cuerpo o vida, y que la vida es una
cualidad más apreciable que el cuerpo, y que la especie o forma del cuerpo era sensible, y
la de la vida, inteligible, por cuya razón prefirieron, la especie y forma inteligible a la
sensible. Llamamos sensibles los objetos que pueden percibirse con la vista y con el tacto
del cuerpo; inteligibles, los que se pueden comprender con la vista y reflexión del
entendimiento; pues no hay hermosura o belleza corporal, ya sea en el estado de quietud
del cuerpo, como es la figura, ya sea en el movimiento, como es el cántico o la música, de
la que no pueda ser juez árbitro el alma.

Lo cual, sin duda, no pudiera ser si no residiera en ella esta apreciable especie, que no
tiene grandeza de mole, ni ruido de voces, ni espacio de lugar o tiempo. Y si esta cualidad
no fuese mudable, tampoco juzgarla una mejor que otro de las especies sensibles; mejor el
más ingenioso que el más estúpido, mejor el sabio que el ignorante, mejor el más
ejercitado que el menos práctico, y aun uno mismo cuando va aprovechando mejor
ciertamente que antes.

Ahora bien, lo que admite más y menos, sin duda que es mudable; por cuyo motivo los
hombres instruidos, ingeniosos y ejercitados en estas materias vinieron a entender que la
primera especie no residía en estas, cosas, sujetas a tal mutabilidad. Advirtiendo, pues
éstos que el cuerpo y el alma eran más y menos especiosos, y que, si pudieran carecer de
toda especie, serian absolutamente nada, conocieron que existía alguna causa donde
estuviese y residiese la primera especie inmutable, y por lo mismo incomparable, creyendo
con razón que allí estaba el principio de todas las cosas, el que había sido hecho de
ninguno, y por quien habían sido criados todos los seres. “De modo que la noticia que
pueden tener los hombres de Dios, ésa se la manifestó Él mismo, cuando con la luz de su
entendimiento vieron las cosas invisibles de Dios, rastreándolas por las cosas criadas, por
la fábrica y artificio maravilloso de este mundo; y cuando observaron su sempiterna virtud

Página 211 de 211


La Ciudad De Dios San Agustín

y divinidad, por cuyas manos pasaron asimismo todas estas cosas visibles. Y temporales”.
Basta este autorizado testimonio, por lo concerniente a la parte que llaman física, esto es,
natural.

CAPITULO VII

Por cuanto, más aventajados que los demás, deben tenerse los platónicos en La lógica, esto
es, en la filosofía racional Por lo que toca a la doctrina en que consiste la otra parte, que
llaman lógica, esto es, racional, de ningún modo se pueden comparar con ellos los que
colocan el examen y juicio de la verdad en los sentidos corporales, pareciéndoles que todo
cuanto se sabe y aprende se debe tantear y medir con sus inconstantes y engañosas reglas,
como los epicúreos, y cualesquiera otros que siguen la misma opinión, y también los
estoicos, quienes, habiendo ejercitado con la mayor agudeza y energía el arte de disputar,
que llaman Dialéctica, fueron de dictamen que ésta se debía derivar de los sentidos del
cuerpo; diciendo que por estos principios concebía el alma aquellas nociones que llaman
Ennoias con que declaran las cosas que definen, y que de ellos procede y dimana toda la
forma y estilo con que se aprende y enseña. Sobre cuya aserción no puede menos de
llenarme de admiración cuando dicen que no son hermosos sino los sabios, y al mismo
tiempo no puedo comprender con qué sentidos del cuerpo ven esta hermosura, y con qué
ojos carnales advierten la forma y belleza de la sabiduría. Mas estos otros, que con razón
anteponemos a los demás, distinguieron las cosas que vemos con el entendimiento de las
que tocamos con los sentidos, no defraudando a los sentidos lo que pueden en virtud de sus
facultades, ni dándoles más de lo que pueden; y dijeron que la luz del entendimiento para
aprender y saber todas las cosas era el mismo Dios, por quien fueron hechas todas.

CAPITULO VIII

Que también en la filosofía moral tienen el primer lugar los platónicos La tercera y última
parte es la moral, que en griego dicen Ethica, donde se busca aquel sumo bien, al cual,
refiriendo nosotros todas nuestras acciones, deseándolo por sí solo y no por otro, y
consiguiéndolo, al fin, no tengamos que buscar más para ser bienaventurados. Por cuya
razón se llama también fin, pues por él deseamos las otras cosas; mas a aquel sumo bien no
se le busca sino por sí propio.

Este bien beatificó unos dijeron que le venía al hombre del cuerpo, otros del alma, otros de
ambos juntamente; porque advertían que el hombre constaba de alma y cuerpo, creyendo,
por consiguiente, que de una de estas partes integrales o de ambas, podía procederles el
bien, digo el bien final, con que fuesen verdaderamente felices, adonde enderezasen y
refiriesen todas .sus acciones morales, y después de haberlo conseguido no buscaron objeto
alguno a qué referirlo.

Por cuya causa los que se dice añadieron un tercer género de bienes, que llaman
extrínsecos, como es el honor, la gloria, el dinero y otras cosas semejantes, no le
aumentaron como si fuese bien final, esto es, digno de apetecerse por sí mismo, sino por
otro bien, por el cual este género de bien era bueno para los buenos y malo para los malos.
Así, los que pusieron el bien del hombre en el alma o en el cuerpo, o en lo uno y en lo otro,
no sintieron otra cosa sino que se debía colocar en el hombre; mas los que le designaron en

Página 212 de 212


La Ciudad De Dios San Agustín

el cuerpo, le colocaron en la parte más soez del hombre; y los que en el alma, en la parte
más noble; y los que en lo uno y en lo otro, en todo el hombre. Pues ya sea en una parte o
en todo el hombre; ello, no es sino el hombre. Y no porque haya estas tres diferencias se
formaron solas tres sectas de filósofos, sino muchas; pues entre ellos se conocieron muchas
y diversas opiniones sobre el bien del cuerpo, el bien del alma y el bien de ambos juntos.

Cedan, pues, todos éstos a aquellos filósofos que dijeron que era bienaventurado el
hombre, no el que gozaba del cuerpo, ni el que goza del alma, sino el que gozaba de Dios,
no como goza el alma del cuerpo; o de sí misma, o como el amigo del amigo, sino como el
ojo de la luz; si se hubieren de alegar algunas razones dé éstos para demostrar qué sean o
qué tal sean estas semejanzas, con el favor del mismo Dios, lo declararemos en otro lugar
lo mejor que nos fuese posible Baste por ahora decir que Platón determinó en que el fin del
sumo bien era vivir según la virtud, el cual solamente podía alcanzar el, que tenía
conocimiento de Dios y le imitaba en sus operaciones, y que no era por otra causa
bienaventurado; por eso no duda asegurar que filosofar rectamente es amar a Dios de
corazón, cuya naturaleza es incorpórea.

De cuya doctrina se infiere, efectivamente, que entonces será bienaventurado el estudioso y


amigo de la sabiduría (que esto quiere decir filósofo) cuando principiare a gozar de Dios.
Pues aunque no sea siempre feliz el que goza del objeto amado (porque muchos,
apreciando lo que no debe amarse, son miserables, y mucho más cuando de ello gozan); sin
embargo, ninguno es bienaventurado si no goza de lo que ama, pues los mismos que aman
los objetos que no deben amar no imaginan que son felices, sino cuando los gozan. Cuando
uno disfruta aquello mismo que ama y aprecia al verdadero y sumo bien, ¿quién sino un
hombre estúpido y miserable puede negar que es bienaventurado? Este mismo verdadero y
sumo bien, dice Platón que es Dios, y por eso desea que el filósofo sea amante de Dios;
pues supuesto que la filosofía pretende y endereza sus especulaciones al goce de la vida
bienaventurada, gozando de Dios será feliz el que amare a Dios.

CAPITULO IX

De la filosofía que más se acercó a la verdad de la fe católica Cualesquiera filósofos que


sintieron así del sumo y verdadero Dios, es, a saber, opinaron que e, autor de las cosas
criadas, luz de las que deben conocerse y bien de las que deben ejecutarse, y que de el
tenemos el principio de nuestra naturaleza y la felicidad de nuestra vida, ya se llamen con
mas propiedad platónicos, ya tenga su secta cualquiera otro nombre, ya hayan sido
solamente los principales de la secta jónica los que sintieron de este modo, como fue el
mismo Platón y los que entendieron bien sus dogmas; ya fuesen también los discípulos de
la secta itálica, por amor y respeto a Pitágoras y sus defensores, y si acaso hubo otros
filósofos del mismo dictamen; ya, asimismo, los que entre otras naciones han sido tenidos
por sabios o filósofos, a saber: los atlánticos, líbicos, egipcios, indios, persas, caldeos,
escitas, franceses, españoles, y si, por fortuna, existen otros que hayan entendido y
enseñado esto mismo, todos los preferimos a los demás y confesamos ingenuamente son
los que más se han aproximado a nuestra opinión.

CAPITULO X

Página 213 de 213


La Ciudad De Dios San Agustín

Excelencia del cristianismo religioso entre todas las teorías filosóficas Aunque el cristiano,
versado únicamente en la literatura eclesiástica, ignore acaso el nombre de los platónicos y
no tenga la menor noticia de si hubo entre los griegos dos sectas de filósofos, jónicos e
itálicos; sin embargo, no está tan ignorante de las cosas humanas que no sepa que los
filósofos profesan: o el estudio de la sabiduría o la misma sabiduría. Con todo, se guarda
de los que filosofan y no saben más que cuántos son los elementos de este mundo, sin
extenderse al conocimiento de Dios, por quien fue criado el mundo. Así está advertido por
el precepto apostólico, que dice: “Guardaos no os engañe ninguno en la filosofía y con
vanas, seducciones, conforme a los elementos de este mundo” Mas porque no imagine que
todos son iguales, atienda lo que el mismo apóstol refiere de algunos de ellos. “Porque
todo cuanto puede saberse naturalmente de Dios lo com- prendieron ellos; no obstante este
conocimiento, se lo deben a Dios, porque, él se lo manifestó, si no por medio de los
profetas, a los menos se lo dio a conocer por las maravillas del mundo, pues las cosas
invisibles de Dios se dejan ver con la luz del entendimiento, entendiéndolas e infiriéndolas
por las hechas desde la creación del mundo, y se deja también ver su eterna virtud y
divinidad.”

Y hablando con los atenienses, después, de referir un incomprensible misterio de Dios que
muy pocos podían entender: “Que en él vivimos, nos movemos y somos”, añadió: “como
dijeron algunos de los vuestros”. Sabe guardarse muy bien de estos mismos en los puntos
en que erraron; porque donde dice el apóstol que por cosas criadas les manifestó Dios
cómo con la luz de su entendimiento pudiesen ver las invisibles, también dice que no
reverenciaron ni adoraron como debían al mismo Dios, pues tributaron a otros que no
debían el honor y gloria que sólo se debe dar a Él solo “Porque conociendo a Dios, sin
embargo, no le dieron la gloria y honra a Dios, ni le dieron gracias, sino que,
ensoberbecidos, devanearon en sus discursos y quedó su insensato corazón lleno de
tinieblas.

Y mientras que se jactaban de sabios pararon en ser unos necios, hasta llegar a transferir a
un simulacro en imagen del hombre corruptible y a figuras de aves, y de bestias
cuadrúpedas, y de serpientes, el honor debido solamente a Dios incorruptible e inmortal”.
En cuya expresión, sin duda, entendió a los romanos, griegos y egipcios que se gloriaban
de sabios, aunque de este punto trataremos después con ellos mismos. Pero en cuanto
concuerdan con nosotros en la confesión de un solo Dios, autor y criador de este mundo,
quien no sólo sobre todos los cuerpos es incorpóreo, sino también sobre todas las almas es
incorruptible, principio nuestro, luz nuestra, bien nuestro; en esto preferimos estos
filósofos a todos los demás. Aunque el cristiano ignorante de la doctrina de estos filósofos
no use en sus disputas los términos y expresiones que no aprendió, de modo que la parte en
que se trata de la investigación de la naturaleza la llame: o natural en latín o física en
griego; racional o lógica donde se enseña demostrativamente el criterio de la verdad y
método de discurrir y raciocinar; y moral o ética, donde se trata de las costumbres y del
último fin de los bienes que deben desearse y de los males que se deben evitar; no por eso
ignora que recibimos de un solo Dios verdadero y todopoderoso la naturaleza con que nos
formó a su imagen y semejanza la doctrina inconcusa con que podamos conocerle a Él y a
nosotros mismos, y la gracia con que, uniéndonos con él, seamos bienaventurados.

Así, que ésta es la causa por que anteponemos estos filósofos a los demás; porque habiendo
éstos consumido su ingenio y estudio en la inquisición de las causas naturales, y en saber el
método de aprender v de, vivir, aquellos, con sólo conocer a Dios, hallaron y descubrieron

Página 214 de 214


La Ciudad De Dios San Agustín

la causa de la creación del mundo, la verdadera luz para percibir la verdad, y la verdadera
fuente para beber en sus cristalinas aguas la felicidad. Ya sean, pues, los platónicos, ya
cualesquiera filósofos de otra nación, los que sienten así de, Dios, opinan del mismo modo
que nosotros. No obstante, tuvimos por conveniente tratar esta controversia más con los
platónicos que con otros, porque su erudición y sabiduría es más conocida; pues aun los
griegos, cuyo idioma es el que más florece entre los gentiles, la celebraron mucho, y
asimismo los latinos, excitados o de su excelencia o de su gloria, se entregaron a ella con
más gusto y voluntad, y traduciéndola en su lengua nativa, la han ido ilustrando y
ennobleciendo más.

CAPITULO XI

De dónde pudo Platón alcanzar aquella noticia con que tanto se acercó a la doctrina
cristiana Admíranse algunos de los que se han unido a nuestra sociedad por la gracia de
Jesucristo, cuando oyen o leen que Platón opinó con tanto acierto acerca de Dios,
observando asimismo que su doctrina concuerda en gran parte con las verdades
incontrastables de nuestra religión; por lo que imaginan muchos que cuando fue a Egipto
oyó allí al profeta Jeremías, o que en la misma peregrinación leyó los libros de los profetas,
cuya opinión he estampado en algunos de mis escritos.

Pero ajustado cabalmente el cómputo de los tiempos conforme a las reglas de la


cronología, resulta que desde la época en que profetizó Jeremías hasta que nació Platón
transcurrieron casi cien años; y habiendo vivido sólo ochenta y uno, contando desde el año
en, que murió hasta el tiempo en que Ptolomeo, rey de Egipto, envió a pedir a los judíos las
escrituras de los profetas de su nación hebrea, y mandó interpretarlas y conservarlas por
medio de la exposición de los setenta intérpretes hebreos que sabían también el idioma
griego, pasaron casi sesenta años; de lo cual se infiere que Platón, en su peregrinación, ni
pudo ver a Jeremías, como que había muerto tantos años antes, ni leer las mismas
escrituras, que aún no se habían traducido al griego, cuya lengua poseía, a no ser que
digamos que, siendo este filósofo tan aplicado al estudio y tan instruido en las ciencias,
tuvo noticia de ellas por intérprete, así como la tuvo de las egipcias, no para traducirlas por
escrito (lo cual dicen logró Ptolomeo que se efectuase a costa de una considerable gracia
que les dispensó y por el temor que podía inspirarles el mandato real), sino para aprender
según su capacidad cuanto en ellas se contenía, comunicándole y tratándolo con otros
sabios. Y que así pueda presumirse parece lo persuaden los incontestables testimonios que
se hallan en el Génesis, donde se lee:

“Al principio hizo Dios el cielo y la tierra; la tierra estaba informe y vacía, y había tinieblas
sobre el abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas.” Y en el Timeo, de Platón,
que es un libro que escribió sobre la creación del mundo, dice que Dios, en aquella
admirable obra, juntó primeramente la tierra, y el fuego. Es evidente que al fuego le señala
por verdadero lugar el cielo y a la tierra la misma tierra. Esta expresión tiene cierta
analogía con lo que dice la Escritura, que al principio hizo Dios el cielo y la tie- rra.
Después los otros dos medios (con cuya interposición pudiesen coadunarse entre sí estos
extremos) dice que son el agua y el aire; por lo que sospechan que entendió del mismo
modo aquella expresión: que el espíritu de Dios se movía sobre las aguas. Porque
advirtiendo con poca circunspección en qué sentido suele llamar la Escritura el espíritu de
Dios (supuesto que el aire se dice también espíritu), parece pudo entender que en el citado

Página 215 de 215


La Ciudad De Dios San Agustín

lugar se hizo mención de los cuatro elementos. Asimismo, cuando insinúa Platón que el
filósofo es amante de Dios no hay objeto que más nos encienda en la lectura de las
sagradas letras; especialmente aquella expresión me excita a creer que Platón no dejó de
instruirse en los libros, donde se refiere que el ángel habló en nombre de Dios al santo
Moisés, de modo que, preguntándole éste qué nombre tenía el que le mandaba ir a poner en
libertad al pueblo hebreo, sacándole de la servidumbre de Egipto, le respondió:

“Yo soy el que soy, y dirás a los hijos de Israel: el que es, me envió a vosotros”; como
dando a entender que las cosas que son mudables son nada en comparación del que
verdaderamente es, porque es inmutable. Esta divina sentencia defendió acérrimamente
Platón, y la recomendó con el mayor encargo; y dudo si se hallará descrita en los libros de
cuántos sabios precedieron a Platón, si no es en el lugar donde se dijo: “Yo soy el que soy:
el que es me envió a vosotros.”

CAPITULO XII

Que también los platónicos, aunque sintieron bien de un solo Dios verdadero, con todo,
fueron de parecer que debían adorarse muchos dioses Pero en cualquiera libro que él
aprendiese esta divina sentencia, ya fuese en los escritos de los que le precedieron, o como
dice el Apóstol: “Que lo que naturalmente se puede conocer de Dios, lo alcanzaron, porque
él se lo manifestó; pues las causas invisibles de Dios se dejan ver con la luz del
entendimiento, por las ejecutadas desde la creación del mundo, y asimismo su sem- piterna
virtud y divinidad”, me parece ahora que con justa causa he elegido a los filósofos
platónicos para ventilar esta cuestión que al presente tenemos entre manos, porque en ella
se trata de la teología natural, donde se investiga si debe adorarse a un solo Dios o a
muchos por el interés de la felicidad que debe conseguirse en la vida futura.

Lo cual creo que he declarado suficientemente en los libros anteriores. Elegí


principalmente a estos filósofos, porque cuanto mejor sintieron acerca de un solo Dios que
hizo el cielo y la tierra, tanto más son tenidos por ilustres entre los demás; y los que
después les sucedieron los prefirieron a todos en tanto grado, que habiendo Aristóteles,
discípulo de Platón, hombre de excelente ingenio, y aunque en el estilo y elocuencia
inferior a Platón, no obstante, superior a otros muchos, habiendo, digo, establecido la secta
Peri-patética (llamada así porque paseándose solía explicar y disputar) y congregando aun
en vida de su maestro con su grande fama muchos discípulos que seguían su secta, y
habiendo después de la muerte de Platón, Speusipo, hijo de su hermana, y Xenócrates, su
querido discípulo, sucedídole en su escuela, que se llamaba Academia (por lo que así ellos
como sus sucesores se denominaron académicos); con todo, los filósofos más modernos y
famosos y que tuvieron por conveniente seguir a Platón, no quisieron llamarse
peripatéticos o académicos, sino platónicos, entre quienes son muy nombrados Plotino,
Jámblico y Porfirio, griegos, y en ambas lenguas, esto es, en la griega y latina, ha sido muy
insigne platónico Apuleyo el Africano. Pero todos éstos, los demás, sus semejantes y el
mismo Platón, siguieron la opinión de que se debían adorar muchos dioses.

CAPITULO XIII

Página 216 de 216


La Ciudad De Dios San Agustín

De la sentencia de Platón, en que establece que los dioses no son sino buenos y amigos de
las virtudes Y así, aunque en otros puntos, y algunos bastante graves, sean también de
distinta opinión, sin embargo, como el artículo que acabo de referir importa mucho y la
controversia que tratamos es acerca de lo mismo, les pregunto en primer lugar: ¿A qué
dioses les parece debe darse culto y veneración, a los buenos o a los malos, o debe
tributarse a unos y otros? Pero sobre este punto tenemos expresa la sentencia de Platón,
que dice que todos los dioses son buenos, y ninguno de ellos es malo.

Luego se sigue que este culto y adoración debe darse a los buenos; porque, entonces, se
hace este culto a los dioses cuando se hace a los buenos, supuesto que no serán dioses si no
fuesen buenos. Y si esto es cierto (pues de los dioses no es razón se imagine lo contrario),
sin duda que resulta vana y fútil la opinión de algunos que presumen que deben aplacarse
con sacrificios a los dioses malos porque no nos dallen, y que debemos invocar a los
buenos para que nos favorezcan; puesto que no hay dioses malos y el culto, como dicen,
debe tributarse a los buenos.

¿Quiénes son, pues, los que se Iisonjean y gustan de los juegos escénicos y piden que se
los mezclen con los ritos divinos, y que en su nombre y honor se celebren? Cuyo poder,
aunque no sea indicio de que son nada en la omnipotencia, sin embargo, este afecto es un
signo demostrativo y real de que son malos. Porque es innegable la opinión de Platón sobre
los juegos escénicos cuando a los mismos poetas, porque habían compuesto obras tan
obscenas e indignas de la bondad y majestad de los dioses, fue de dictamen que se les
desterrase de la ciudad. ¿Qué dioses son éstos, que sobre los juegos escénicos debaten y se
oponen al mismo Platón? Por cuanto este insigne filósofo no puede tolerar que infamen a
los dioses con crímenes supuestos, y éstos prescriben que, con la exposición de sus propias
culpas, se celebren sus fiestas.

Finalmente, cuando estas deidades mandaron restaurar los juegos escénicos, pidiendo cosas
torpes, se manifestaron asimismo malignos con los daños que causaron quitando a Tito
Latino un hijo y postrándole en una penosa y pe- ligrosa dolencia, solamente porque
rehusó cumplir su mandato; mas Platón, sin embargo de ser tan inicuos, es de dictamen que
no se les debe temer, antes perseverando constante en su opinión, no duda en desterrar de
una República bien ordenada todas las sacrílegas futilezas y ficciones de los poetas, de las
que los dioses, por lo que participan de la abominación y de la torpeza, se complacen y
deleitan. Como ya insinué en el libro II, Labeón coloca a Platón entre los semidioses.

El cual Labeón opina que los dioses malos se aplacan con sacrificios cruentos y con
semejantes medios, y los buenos con juegos y festividades de regocijo y alegría. Pero ¿cuál
es la causa porque el semidiós Platón se atreve con tanta constancia a abolir aquellos
placeres y deleites que tiene por torpes, privando de este festejo, no como quiera a los
semidioses, sino a los mismos dioses, y lo que es más reparable, a los buenos? Cuyas
deidades, evidentemente, comprueban cuán falso sea el dictamen de Labeón, supuesto que
en el suceso de Latino no sólo se mostraron lascivos y deseosos de fiestas, sino también
crueles y terribles. Declarérennos, pues, este misterio, los platónicos, que sustentan la
opinión de su maestro, defendiendo que todos los dioses son buenos y honestos, y que en la
práctica de las virtudes son socios inseparables de los sabios, y que sentir lo contrario de
alguno de los dioses es impiedad. Dicen: nos agrada declararlo. Pues oigámoslos con
atención.

Página 217 de 217


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XIV

De la opinión de los que dicen que las almas racionales son de tres clases, a saber: las que
hay en los dioses celestiales, en los demonios aéreos y en los hombres terrenos Todos los
animales, dicen, que tienen alma racional, se dividen en tres clases: en dioses, hombres y
demonios. Los dioses ocupan el lugar más elevado, los hombres el más humilde y los
demonios el medio entre unos y otros. Por lo que el lugar propio de los dioses es el cielo, el
de los hombres la tierra y el de los demonios el aire. Y así como tienen diferentes lugares,
tienen también diferentes naturalezas.

Por lo cual los dioses son mejores que los hombres y los demonios; los hombres son
inferiores a los dioses y demonios, y como lo son en el orden de los elementos, así lo son
también en la diferencia de los méritos Los demo- nios, puesto que están en medio, así
como deben ser pospuestos a los dioses, debajo de los cuales habitan, así se deben preferir
a los hombres sobre quienes moran. Porque con los dioses participan de la inmortalidad de
los cuerpos, y con los hombres de las pasiones del alma, y así no es maravilla, dicen, que
gusten también de las torpezas de los juegos y de las ficciones de los poetas, supuesto que
están sujetos asimismo a las pasiones humanas, de que los dioses están muy ajenos y
totalmente libres.

De todo lo cual se infiere que cuando abomina y prohíbe Platón las ficciones poéticas no
quita el gusto y entretenimiento de los juegos escénicos a los dioses, todos los cuales son
buenos y excelsos, sino a los demonios. Si esto es cierto, aunque también lo hallemos
escrito en otros (sin embargo, Apuleyo Madurense, platónico, escribió sólo sobre este
punto un libro que intituló el Dios de Sócrates, donde examina y declara de qué clase era el
dios que tenía consigo Sócrates, con quien profesaba estrecha amistad, el cual dicen que
acostumbraba advertirle dejase de hacer alguna acción cuando el suceso no podía serle
favorable; pero Apuleyo claramente afirma, y abundantemente confirma que aquél no era
dios, sino demonio, cuando disputa con la mayor exactitud sobre la opinión de Platón de la
alteza de los dioses, de la, bajeza de los hombres y de la medianía de los demonios), si esto
es indudable, pregunto: ¿Cómo se atrevió Platón, desterrando de la ciudad a los poetas, a
quitar las diversiones del teatro, ya que no a los dioses, a quienes eximió del contagio
humano, a lo menos a los mismos demonios, sino porque así advirtió que el alma del
hombre, aun cuando reside en el cuerpo humano, por el resplandor de la virtud y de la
honestidad, no hace caso de los obscenos mandatos de los demonios y abomina de su
inmundicia? Y si Platón, por sus sentimientos honestos, lo reprende y prohíbe, sin duda
que los demonios lo pidieron y mandaron torpemente. Luego, o Apuleyo se engaña, y el
dios que Sócrates tuvo por amigo no fue de este orden, o Platón siente cosas entre sí
contrarias, honrando por una parte a los demonios y por otra desterrando sus deleites y
festejos de una República virtuosa y bien gobernada, o no debemos dar el parabién a
Sócrates de su amistad con el, demonio, la cual causó tanto rubor al mismo Apuleyo, que
intituló su libro con el nombre del Dios de Sócrates, debiéndole llamar, según su doctrina,
en que tan diligente y copiosamente distingue los dioses de los demonios, no del dios, sino
del demonio de Sócrates.

Y quiso mejor poner este nombre en el mismo discurso que no el título del libro, pues
merced a la sana y verdadera doctrina que dio luz a las tinieblas de los hombres, todos, o
casi todos, tienen tanto horror al nombre de demonio, que cualquiera que antes del discurso
de Apuleyo, en que se acredita, Ia dignidad de los demonios, leyera el título del demonio

Página 218 de 218


La Ciudad De Dios San Agustín

de Sócrates, entendiera que aquel hombre no había estado en su sano juicio. Y el mismo
Apuleyo ¿qué halló que alabar en los demonios sino la sutileza y firmeza de sus cuerpos y
el lugar elevado donde habitan? Pues de sus costumbres, hablando de todos en general, no
sólo no refirió alguna buena, sino muchas malas.

Finalmente, leyendo aquel libro, no hay quien deje de admirarse que ellos hayan querido
que en su culto y veneración les sirvan igualmente con las torpezas y deshonestidades del
teatro, y queriendo que les tengan por dioses, puedan holgarse y lisonjearse con las culpas
de los dioses, y qué todo aquello de que en sus fiestas se ríen, o con horror abominan por
su impura solemnidad, o por su torpe crueldad pueda, convenir a sus apetitos y afectos.

CAPITULO XV

Que ni por razón de los cuerpos aéreos, ni por habitar en lugar superior, se aventajaban los
demonios a los hombres Por lo cual; un corazón verdaderamente religioso y rendido al
verdadero Dios, considerando estas futilezas, de ningún modo debe pensar que los
demonios son mejores que él porqué tienen cuerpos más bien organizados, pues por la
misma razón pudiera igualmente ser aventajado por muchas bestias, que en la viveza de los
sentidos, en la facilidad y ligereza de los movimientos, en la robustez de las fuerzas, en la
firmeza y solidez de los cuerpos, nos hacen conocida ventaja. ¿Qué hombre puede
igualarse en la perspicacia de la vista con las águilas y los buitres; en el olfato con los
perros; en la velocidad con las liebres, con los ciervos y con las aves; en el valor con los
leones y elefantes; en la vida larga con las serpientes, de quienes se dice que dejando los
despojos de la senectud, y mudando su antigua túnica, vuelven a remozar? Pero así como
en el discurso y la razón somos más excelentes que éstos, así también, viviendo bien y
virtuosamente, debemos ser mejores que los demonios.

Por esta causa la divina Providencia concedió ciertos dones corporales más singulares a
estos animales, a quienes nosotros seguramente hacemos ventaja, para recomendarnos de
este modo que tuviésemos cuidado de cultivar aquella parte en que les hacemos ventaja
con mucha mayor diligencia que el cuerpo, y para que aprendiésemos a despreciar la
excelencia corporal que observamos tenían también los demonios en comparación de la
buena y virtuosa vida, en que les hacemos ventaja; esperando igualmente nosotros la
inmortalidad de los cuerpos, no la que ha de ser atormentada con penas eternas, sino a la
que preceda y acompañe la limpieza y pureza de las almas Por lo que respecta a la
superioridad del lugar, excita la risa el pensar que porque ellos habitan en el aire y nosotros
en la tierra se nos deben anteponer, pues si así fuera, también pueden ser preferidas a
nosotros todas las aves del cielo.

Y si dijesen que las aves, cuando están cansadas de volar o tienen necesidad de
suministrar algún sustento al cuerpo se vuelvan a la tierra, o para descansar o para comer, y
que estas operaciones no las hacen los demonios, pregunto: ¿Acaso intentarán decir que las
aves nos aventajan a nosotros, y los demonios a las aves? Y si esto es un desatino, no hay
motivo para que creamos que porque habitan en elemento más elevado son dignos de que
nos rindamos a ellos con afecto de religión.

Porque así como es posible que las aves del aire no sólo no se nos antepongan a nosotros,
que somos terrestres, sino también se nos rindan y sujeten por la dignidad del alma racional

Página 219 de 219


La Ciudad De Dios San Agustín

que tenemos, así es posible que los demonios, aunque sean más aéreos, no por eso sean
mejores que nosotros, que somos terrestres, porque el aire está más alto que la tierra, sino
que debemos ser preferidos, porque la desesperación de ellos de ninguna manera se debe
comparar con la esperanza de los hombres piadosos y temerosos de Dios.

Pues aun la razón de Platón, que dispone con cierta proporción los cuatro elementos,
entrometiendo entre los dos extremos, que son el fuego movible y la tierra inmoble, los
medios, que son el aire y el agua (de modo que cuando, el aire es más superior que el agua,
y el fuego más que el aire, tanto más superior es el agua que la tierra), con bastante
claridad nos desengañan para que no deseamos estimar los méritos y dignidad de los
animales por los grados de los elementos. Aun el mismo Apuleyo, con los demás, confiesa
que el hombre es animal terrestre, quien, no obstante, es, sin comparación, más excelente,
y se aventaja a los animales acuáticos, aunque prefiera Platón las aguas a la tierra; para que
así entendamos que cuando se trata del mérito y dignidad de las almas, no debemos
guardar el mismo orden que vemos hay en los grados de los cuerpos, sino que es posible
que una alma mejor habite en cuerpo inferior y una peor en cuerpo superior.

CAPITULO XVI

Lo que sintió Apuleyo platónico de las costumbres de los demonios Hablando, pues, este
mismo platónico de la condición de los demonios, dice que padecen las mismas pasiones
del alma que los hombres; que se enojan e irritan con las injurias; que se aplacan con los
dones; que gustan de honores y se complacen con diferentes sacrificios y ritos, y que se
enojan cuando se deja de hacer alguna ceremonia en ellos. Entre otras cosas, dice tam- bién
que a ellos pertenecen las adivinaciones de los augures, arúspices, adivinos v sueños; que
son los autores de los milagros o maravillas de los magos o sabios.

Y definiéndolos brevemente, dice que los demonios, en su clase, son animales; en el


ánimo, pasivos; en el entendimiento, racionales; en el cuerpo, aéreos, y en el tiempo,
eternos; y que de estas cinco cualidades, las tres primeras son comunes a nosotros, la
cuarta es propia suya, y la quinta común con los dioses Pero advierto que entre las tres
primeras que tienen comunes con nosotros, dos las tienen también con los dioses.

Porque dice que los dioses son asimismo animales, y a cada cual distribuye en su
respectivo elemento; a nosotros nos coloca entre los animales terrestres con los demás que
viven en la tierra y sienten; entre los acuáticos, a los peces y otros animales que nadan;
entre los aéreos, a los demonios; entre los etéreos, a los dioses. Y en cuanto los demonios
son en su género animales, esta cualidad no sólo la tienen común con los hombres, sino
también con los dioses y con los brutos; en cuanto son racionales, convienen con los dioses
y con los hombres; en cuanto son eternos, sólo con los dioses; en cuanto son pasivos en el
ánimo, sólo con los hombres; en cuanto son aéreos en el cuerpo, esto lo tienen ellos solos.

Así no es extraño que en su género sean animales, supuesto que lo son también los brutos;
porque en el tiempo sean racionales, no son más que nos otros, que también lo somos; y el
que sean eternos, ¿qué tiene de bueno si no son bienaventurados? Porque mejor es la
felicidad temporal que la eternidad miserable. Porque en el ánimo sean pasivos, ¿cómo

Página 220 de 220


La Ciudad De Dios San Agustín

pueden ser más que nosotros, pues también lo somos, ni tampoco lo fuéramos si no
fuéramos miserables? Que en el cuerpo sean aéreos, ¿en cuánto debe apreciarse esta
cualidad, ya que a cualquier cuerpo se aventaja el alma, y en el culto de religión que se
debe por parte del alma, de ningún modo se debe a una naturaleza inferior al alma? Si entre
las prendas recomendables que refiere de los demonios pusiera la virtud, la sabiduría, la
felicidad, y dijera que éstos las tenían comunes y eternas con los dioses, sin duda que
expresara alguna cualidad digna de apetecerse, y, por consiguiente, muy apreciable; sin
embargo, no por eso deberíamos adorarlos como a Dios, sino antes a aquel de quien nos
constara que ellos lo habían recibido.

¿Cuánto menos serán dignos del culto divino unos animales aéreos que para esto son
racionales, para que puedan ser míseros; para esto pasivos, para que sean miserables; para
esto eternos, para que no puedan acabar con la miseria?

CAPITULO XVII

Si es razón que el hombre adore aquellos espíritus de cuyos vicios le conviene librarse Por
dejar lo demás y tratar solamente de lo que dice que los demonios tienen común con
nosotros, esto es, las pasiones del alma; si todos los cuatro elementos están llenos cada uno
de sus animales, el fuego y el aire de los inmortales, agua y tierra de los mortales,
pregunto: ¿Por qué las almas de los demonios padecen turbaciones y tormentos de las
pasiones? Porque per- turbación es lo que en griego se dice phatos, por lo cual los llamó en
el ánimo pasivos; pues, palabra por palabra, pathos se dijera pasión, que es un movimiento
del ánimo contra la razón.

¿Por qué motivo hay esta cualidad en los ánimos de los demonios, no habiéndola en los
brutos? Pues cuando se echa de ver alguna circunstancia como esta en los brutos, no es
perturbación, dado que no es contra razón, de que carecen los brutos. Y que en los hombres
haya estas perturbaciones, lo causa la ignorancia o la miseria, porque aun no somos
bienaventurados con aquella perfección de sabiduría que se nos promete al fin, cuando
estuviéramos libres de esta mortalidad.

Pero los dioses dicen que no padecen estas perturbaciones, porque no sólo son eternos, sino
también bienaventurados, pues las mismas almas racionales dicen que tienen también ellos,
aunque puras y purificadas de toda mácula y contagio. Por lo cual, si los dioses no se
perturban por ser animales bienaventurados y no miserables, y los brutos no se perturban
porque son animales que ni pueden ser bienaventurados ni miserables, resta que los
demonios, como los hombres, se perturben, precisamente porque son animales no
bienaventurados, sino miserables. ¿Por qué ignorancia, pues, o, por mejor decir, por qué
demencia nos sujetamos por medio de alguna religión a los demonios, supuesto que por la
religión verdadera nos libertamos del vicio en que somos semejantes a ellos?

Porque siendo los demonios espíritus a quienes incita y hostiga la ira (como Apuleyo, aun
forzado, lo confiesa, no obstante que les perdona y disimula mu- chos defectos y los tenga
por dignos de que los honren como a dioses), a nosotros la verdadera religión nos manda
que no nos dejemos dominar de la ira, sino que la resistamos tenazmente.

Página 221 de 221


La Ciudad De Dios San Agustín

Y dejándose los demonios atraer con dones y dádivas por nosotros, nos prescribe la
verdadera religión que no favorezcamos a ninguno excitados por los dones. Y dejándose
los demonios ablandar y mitigar con las honras, a nosotros nos manda la verdadera religión
que de ningún modo nos muevan semejantes ficciones. Y aborreciendo los demonios a
algunos hombres y amando a otros, no con juicio prudente y desapa- sionado, sino, como
él dice, con ánimo pasivo, a nosotros nos encarga la verdadera religión que amemos aun a
nuestros enemigos.

Finalmente todo aquel ímpetu del corazón y amargura del espíritu y todas las turbulencias
y tempestades del alma con que dice que los demonios fluctúan y se atormentan, nos
manda la verdadera religión que las dejemos. Qué razón, pues, hay sino una ignorancia y
error miserable, para que te humilles reverenciando a quien deseas ser desemejante
viviendo, y que religiosamente adores a quien no quieres imitar, siendo el sumo o principal
dogma de la religión imitar al que adoras?

CAPITULO XVIII

Qué tal sea la religión que enseña que los hombres, para encaminarse a los dioses buenos,
deben aprovecharse del patrocinio o intercesión de los demonios En vano Apuleyo y todos
los que con él sienten les hicieron este honor, poniéndolos en el aire, en medio, entre el
cielo y la tierra, de modo que como ningún dios se mezcla o comunica con el hombre (lo
que dice enseñó Platón), ellos sirvan para llevar las oraciones de los hombres a los dioses,
y de allí volver a los hombres con lo que han conseguido con ellos. Porque los que
creyeron esto tuvieron por cosa indigna que se mezclaran con los dioses los hombres y los
hombres con los dioses, y por cosa digna que se mezclasen los demonios con los dioses y
con los hombres, para que de aquí lleven nuestras peticiones, y de allá las traigan
despachadas; de modo que el hombre casto, honesto y ajeno a las abominaciones de las
artes mágicas, tome por patronos para que le oigan los dioses a aquellos que aman y gustan
de cosas, las cuales no amándolas él se hace más digno, para que más fácilmente y de
mejor gana le oigan; porque ellos gustan de las torpezas y abominaciones de la escena, de
las cuales no se agrada la honestidad.

En las hechicerías y maleficios gustan “de mil modos y artificios de hacer mal”, de lo que
no se complace la inocencia. Luego la castidad y la inocencia, si quisieren alcanzar alguna
gracia de los dioses, no podrán por sus méritos, sino interviniendo sus enemigos. No hay
motivo para que éste nos procure justificar las ficciones poéticas y las futilezas del teatro.
Tenemos contra ellas a Platón, su maestro, y para ellos de tanta autoridad; a no ser que el
pudor humano se tenga en tan poco que no sólo apruebe las torpezas, sino también se
persuada que se complace en ellas la pureza divina.

CAPITULO XIX

De la impiedad del arte mágica, la cual se funda en el patrocinio de los malignos espíritus
Por lo que toca a las artes mágicas, de las cuales a algunos demasiado infelices y
demasiado impíos se les antoja gloriarse, alegaré contra ellos la misma luz de este mundo.
Porque ¿con qué causa se castigan estas ficciones tan severamente con el rigor de las leyes,
si son obras de los dioses a quienes se debe respeto y veneración? ¿Acaso establecieron los

Página 222 de 222


La Ciudad De Dios San Agustín

cristianos estas leyes con que se procede contra las artes mágicas? ¿Y por qué otra razón,
sino porque estos maleficios son en perjuicio de los hombres, dijo el ilustre poeta: “Por los
dioses te juro, y por tu dulce vida, querida hermana, que contra mi voluntad acudo a las
artes mágicas”; y lo que en otra parte dice asimismo de estas artes:

“He visto transferir las mieses sembradas de un extremo a otro”; porque con esta pestilente
y abominable arte dicen que los frutos ajenos los suelen trasladar de unas a otras tierras? Y
Cicerón ¿no refiere que en las doce tablas, esto es, en las leyes más antiguas de los
romanos, hay establecida pena de muerte contra el que usare de ellas? Finalmente,
pregunto al mismo Apuleyo: ¿fue él acusado delante de los jueces cristianos por las artes
mágicas? Las cuales, supuesto que se las pusieron por CAPITULO de residencia, si sabía
que eran divinas, religiosas y con- formes a las operaciones de las potestades divinas, no
sólo debían confesarlas, sino también profesarlas, condenando antes las leyes que las
prohibían y reputaban por perjudiciales, que tenerlas por admirables y dignas de
veneración. Porque de este modo o les persuadiera a los jueces su parecer, o cuando ellos
quisiesen atenerse al tenor de las injustas leyes y le condenasen a él, predicador y elogiador
de semejantes artes a la pena de muerte, los mismos demonios darían a su alma el premio
que merecía, pues por publicar sus divinas obras no temió perder la vida.

Como nuestros mártires, acusándolos criminalmente por defender la religión cristiana, con
la que sabían habían de salvarse y ser gloriosos para siempre, no quisieron, negándola,
libertarse de las penas temporales, sino que confesándola, profesándola, predicándola y
sufriendo por ella fiel y valerosamente acerbos tormentos y muriendo seguramente en Dios
confundieron las leyes con que se la prohibían y las hicieron mudar Existe una oración de
este filósofo platónico muy extensa y elegante, en la cual se defiende y justifica del crimen
que le acumulaban de profesar las artes mágicas, y no quiere defender de otra manera su
inocencia sino negando, lo que no puede cometer un inocente.

Y todas las maravillas de los magos, las cuales con razón siente que deben condenarse, se
hacen por arte y obra de los demonios, y ya que se persuade que deben adorarse, advierta
lo que enseña cuando dice que son necesarios para que lleven nuestras oraciones a los
dioses, puesto que debemos huir de sus obras si queremos que nues- tras oraciones lleguen
delante del verdadero Dios. Pregunto lo segundo: ¿qué especie de oraciones le parece
llevan los demonios de los hombres a los dioses buenos, las mágicas o las lícitas? Si las
mágicas, los dioses no gustan de ellas; si las lícitas, no las quieren por medio de tales
arbitrios. Y si el pecador, arrepentido mayormente por haber cometido alguna culpa má-
gica, ruega, ¿es posible que consiga el perdón por intercesión de aquellos con cuyo favor le
pesa haber caído en tan torpe culpa? ¿O acaso los mismos demonios, para poder alcanzar la
remisión a los que se arrepienten, hacen también primero penitencia por haberlos
engañado, para que se les perdone? Esto jamás se ha dicho de los demonios; porque, si
fuese así, de ningún modo se atreverían a desear la honra y culto que se debe a Dios los
que por medio de la penitencia apetecían alcanzar la gracia del perdón; porque en lo uno
hay una soberbia digna de abominación y en lo otro una humildad digna de compasión.

CAPITULO XX

Si sé debe creer que los dioses buenos de mejor gana se comunican con los demonios que
con los hombres Pero ciertamente dirán que hay una causa muy convincente, por la cual es
indispensable que los demonios sean medianeros entre los dioses y entre los hombres, para

Página 223 de 223


La Ciudad De Dios San Agustín

que lleven los deseos y peticiones de los hombres a los dioses y de éstos traigan las
respuestas dé las gracias que hubieren alcanzado a los hombres. Y pregunto: ¿Cuál es esta
causa y cuánta la necesidad? Porque ningún Dios, dicen, se mezcla o comunica con el
hombre.

Donosa santidad la de Dios, que no se comunica con el hombre humilde, y se comunica


con el demonio arrogante; no se comunica con el hombre arrepentido, y se comunica con el
demonio engañador; no se comunica con el hombre, que se acoge al amparo de su
divinidad, y se comunica con el demonio, que finge tener divinidad; no se comunica con el
hombre, que le pide perdón de la culpa; y se comunica con el demonio, que le persuade; no
se comunica con el hombre, que por medio de los libros filosóficos destierra a los poetas
de una República bien ordenada, y se comunica con el demonio, que, por medio de los
juegos escénicos, pide a los principales magnates y pontífices de la ciudad los escarnios
que hacen de ellos los poetas; no se comunica con el hombre, que prohíbe las ficciones de
las culpas de los dioses, y se comunica con el demonio, que gusta y se deleita con los
supuestos crímenes de los dioses; no se comunica con el hombre, que con justas leyes
castiga los delitos e inepcias de los mágicos, y se comunica con el demonio, que enseña y
practica las artes mágicas; no se comunica con el hombre, que huye de imitar a los
demonios, y se comunica con el demonio, que anda a caza para engañar a los hombres.

CAPITULO XXI

Si los dioses se aprovechan de los demonios para que les sirvan de mensajeros e
intérpretes, y si ignoran que los engañan o quieren ser engañados por ellos La necesidad
tan grande de sostener un disparate e indignidad tan calificada, es porque los dioses del
cielo que cuidan de las cosas humanas, sin duda no supieron lo que hacían los hombres en
la tierra si los demonios aéreos no se lo avisaran; porque la región celeste está muy distante
de la tierra, y es muy elevada, y el aire confina por una parte con ella y por otra con la
tierra. ioh admirable sabiduría!

¿Qué otra cosa sienten estos sabios de los dioses, los cuales sostienen que todos son
buenos, sino que cuidan de las cosas humanas por no parecer indignos del culto y
veneración que les tributan y que por la distancia de los elementos ignoran, las cosas
humanas, para que se entienda que los demonios son necesarios, Y así se crea que también
ellos deben ser adorados, para que por ellos puedan saber los dioses lo que pasa en las
cosas humanas, y cuando fuese menester acudir al socorro de los hombres? Si esto es
cierto, estos dioses, buenos tienen más noticia del demonio por la contigüidad del cuerpo
que del hombre por la bondad del alma. ioh necesidad digna de la mayor compasión, o, por
mejor decir, vanidad ridícula y abominable, por no llamarla ilusión fútil y despreciable!
Porque si los dioses pueden ver nuestra alma con la suya libre de los impedimentos del
cuerpo, para esta operación no necesitan de intermediarios los demonios; y si los dioses de
la región etérea conocen por su cuerpo los indicios corporales de las almas, como son el
semblante, el habla, el movimiento, infiriendo así lo que les anuncian los demonios,
pueden ser también engañados con los embustes y mentiras de los demonios, esa divinidad
no puede ignorar nuestras acciones.

Tuviera especial complacencia en que me dijeran estos alucinados eruditos si los


demonios comunicaron a los dioses cómo desagradaron a Platón las ficciones de los Poetas
sobre las culpas de los dioses, y les encubrieron que ellos, se complacían con los festejos; o

Página 224 de 224


La Ciudad De Dios San Agustín

si les callaron lo uno y lo otro, y no quisieron que los dioses supiesen cosa alguna acerca
de este asunto; o si les descubrieron lo uno y lo otro; la prudencia religiosa de Platón para
con los dioses, y su apetito perjudicial al honor de los dioses; o, si, aunque quisieron
encubrir a los dioses, el dictamen de Platón, reducido a no querer permitir que fuesen
infamados los dioses con crímenes supuestos por la impía licencia de los poetas, sin
embargo, no tuvieron pudor ni temor en manifestarles su propia vileza de que gustaban de
los juegos escénicos, en los que se celebraban las ignominiosas criminalidades de los
dioses. De estas cuatro razones que les propongo, elijan la que más les agrade, y
consideren en cualquiera de ellas con cuánta impiedad sienten de los dioses buenos; porque
si escogiesen la primera, han de conceder precisamente que no pudieron los dioses buenos
vivir con el virtuoso Platón, porque prohibía la publicación de sus enormes relaciones, y
que vivieron sin embargo, con los demonios malos, que se lisonjeaban con la celebración
de sus maldades; y que los dioses buenos no conocían al hombre bueno que distaba mucho
de ellos, sino por medio de los malos demonios, a quienes, teniéndolos tan próximos, no
podían conocer.

Si eligiesen la segunda, y dijesen que lo uno y lo otro les callaron los demonios, de modo
que los dioses por ningún motivo tuvieron noticia, ni de la religiosa ley de Platón, ni del
sacrílego gusto y deleite de los demonios, ¿qué suceso de importancia pueden saber los
dioses de los acontecimientos humanos, por medio de la legacía de los demonios, cuando
ignoran las saludables sanciones que decretan por la religión los hombres virtuosos, en
honor de los dioses buenos, contra el voluptuoso deseo de los malos demonios? Y si
escogiesen la tercera y respondieren que no sólo tuvieron noticia por medio de los mismos
demonios del sentir de Platón, que vedaba la manifestación de los afrentosos dicterios de
los dioses, sino también de la lascivia y maldad de los demonios, que se entretienen y
recrean con las injurias de los dioses, pregunto: ¿esto es dar aviso o hacer mofa? ¿Y los
dioses oyen lo uno y lo otro, y lo conocen y sufren con tanta conformidad, que no sólo no
rehúsan la comunicación con los malignos demonios y desean y obran acciones tan
contrarias a la dignidad de los. dioses y a la religión de Platón, sino que por medio de estos
impíos vecinos, al buen Platón, estando muy distantes de ellos, le remiten sus dones?

Pues de tal modo los unió entre sí el orden de los elementos, que pueden comunicarse con
los que les agravian, y con Platón, que los defiende, no pueden; sabiendo lo uno y lo otro,
aunque no son poderosos para mudar la constitución del aire y de la tierra. Y si escogieren
la cuarta, peor es que las demás; porque ¿quién ha de sufrir que los demonios digan a los
dioses inmortales las ignominias y culpas que los poetas les suponen, y los indignos
escarnios que se les hacen en los teatros, y el ardiente gusto y suavísimo deleite con que los
mismos demonios se entretienen con estas fruslerías? A vista de esta doctrina deben
confundirse y callar cuando Platón, con gravedad filosófica, fue de parecer que se
desterrasen estas infamias de una República bien ordenada, de modo que ya con esto los
dioses buenos se vean obli- gados a saber por estos medios las obscenidades de estos
perversos: no ajenas, sino de los mismos que se las dicen; y no los permiten y dejan saber
lo contrario a ellas, es decir, las bondades de los filósofos; siendo lo primero en agravio y
lo segundo en honra de los mismos dioses.

CAPITULO XXII

Que se debe dejar el culto de los demonios contra Apuleyo Y puesto que no debe adoptarse
ninguna de estas cuatro cosas, porque con cualesquiera de ellas no se sienta tan

Página 225 de 225


La Ciudad De Dios San Agustín

impíamente de los dioses, resta que de ningún modo debe creerse lo que procura
persuadirnos Apuleyo y cualesquiera otros filósofos que son de su dictamen, y sostienen
que de tal manera están colocados en el lugar medio los demonios entre los dioses y los
hombres, que son como internuncios e intérpretes, para que desde acá lleven nuestras
peticiones y de allá nos traigan las gracias de los dioses, sino que son unos espíritus
deseosísimos de hacer mal, ajenos totalmente de lo que es justo y bueno, llenos de
soberbia, carcomidos de envidia, forjados de engaños y cautelas que habitan en la región
del aire, porque cuando los echaron de la altura del cielo superior (lo que merecieron por la
culpa y transgresión irreiterable” los condenaron a este lugar como a cárcel conveniente
para ellos; y no porque la región del aire era superior en el sitio a la tierra y al agua, por eso
también ellos en el mérito son superiores a los hombres, los cuales fácilmente los exceden
y hacen ventaja, no en el cuerpo terreno, sino en haber escogido en su favor al verdadero
Dios, y en la conciencia piadosa y temerosa de Dios.

Y aunque es verdad que ellos se apoderaron de muchos que son indignos de la


participación de la verdadera religión como de cautivos y súbditos suyos, persuadiendo a la
mayor parte de éstos que son dioses, embelecándolos con señales maravillosas y engañosas
de obras y adivinaciones; sin embargo, a otros que miraron y consideraron con más
atención sus vicios, no pudieron persuadirles que eran dioses, y así fingieron que eran entre
los dioses y los hombres los internuncios, y los que alcanzaban de ellos los beneficios; mas
ni aun esta honra quisieron se les diese los que tampoco creían que eran dioses, por- que
advertían que eran malos; porque éstos eran de opinión que todos los dioses eran buenos;
y, con todo, no se atrevían a decir que del todo eran indignos del honor que se debe a Dios,
principalmente por no ofender al pueblo el cual veían que con tantos sacrificios y templos
los honraba y servía por una envejecida superstición.

CAPITULO XXIII

Lo que sintió Hermes Trimegisto de la idolatría, y de dónde pudo saber que se habían de
suprimir las supersticiones de Egipto De modo diverso sintió y escribió de ellos Hermes,
egipcio, a quien llaman Trimegisto; pues Apuleyo, aun cuando conceda que no son dioses,
pero diciendo que son medianeros entre los dioses y los hombres, de modo que son
necesarios a los hombres para el trato con los mismos dioses, no diferencia su culto de la
religión de los dioses superiores.

Mas el egipcio dice que hay unos dioses que los hizo el sumo Dios, y otros que los
hicieron los hombres. El que oye esto como yo lo he puesto, entiende que habla de los
simulacros que son obras de las manos de los hombres; con todo, dice que las imágenes
visibles y palpables son como cuerpos de los dioses, y que hay en éstos ciertos espíritus
atraídos allí que tienen algún poder, ya sea para hacer mal, ya para cumplir algunos votos y
deseos de los que los honran y reverencian con culto divino.

El enlazar, pues, y juntar estos espíritus invisibles por cierta parte con los visibles de
materia corpórea, de manera que los simulacros dedicados y sujetos a aquellos espíritus
sean como unos cuerpos animados, esto dicen que es hacer dioses, y que en los hombres
hay esta grande y admirable potestad de formar dioses. Extractaré las palabras de este
egipcio cómo se hallan traducidas en nuestro idioma: “y porque, dice él, nos notifican que
hablemos de la cognación y comunicación de los hombres y de los dioses, mira, ¡oh
Asclepio!, la potestad y vigor del hombre: así como el Señor y Padre, o, lo que es lo

Página 226 de 226


La Ciudad De Dios San Agustín

mismo, Dios, es hacedor y autor de los dioses celestiales, así el hombre es el fabricador de
los dioses que están en los templos contentos de la proximidad del hombre.” Y poco
después añade:

“La humanidad de tal modo persevera en aquella imitación de la divinidad, acordándose


siempre de su naturaleza humana y de su origen, que así como el Padre y Señor, por que
fuesen semejantes a él, hizo a los dioses eternos, así el hombre hizo y figuró a sus dioses
semejantes a él a la similitud de su rostro.” Aquí, habiéndole Asclepio, con quien
principalmente conferenciaba, respondido y dicho: “¿Habláis, ¡oh Trimegisto!, de las
estatuas?”; entonces dice: “¡Oh Asclepio! Ves estatuas, como tú mismo desconfías,
estatuas animadas llenas de sentido y espíritu, y que ejecutan tales y tan grandes
maravillas.

Estatuas que saben lo futuro, adivinan y dicen en diferentes cosas lo que acaso ignora
cualquier adivino; que causan las enfermedades en los hombres, y las curan y los
convierten en tristes y alegres conforme lo merecieron. ¿Ignoras, por ven- tura, ¡oh
Asclepio!, que Egipto es un retrato e imagen del cielo, o, lo que es mas cierto, es una
traslación portentosa donde se establecen y descienden todas las cosas que se gobiernan y
practican en el cielo? Y si ha de decir la verdad, añade, esta nuestra tierra es un templo
vivo de todo el mundo. Y pues es conveniente que el prudente lo prevea y sepa todo, no es
razón que vosotros ignoréis lo que voy a decir.

Vendrá tiempo en que se advertirá que los egipcios inútilmente guardaron tan piadosa y
devotamente la religión a los dioses, y que, cesando toda su santa veneración, los dejará
frustrados y burlados.” Después Hermes, con muchos raciocinios, prosigue este asunto,
donde parece que profetiza o adivina aquella feliz época en que la religión cristiana, cuanto
es más verdadera y santa, con tanta más eficacia y libertad destruye y echa por tierra todas
las engañosas ficciones; para que la gracia del verdadero Salvador libre al hombre del
cautiverio de los dioses, que por si es- tableció el hombre, y los someta a aquel Dios que
hizo al hombre. Pero cuando habla, no vaticina estas maravillas, habla como si fuera amigo
de estos mismos engaños; ni expresa claramente el nombre cristiano, pero lamenta que se
destierren de Egipto las observancias que le hacen semejante al cielo y anuncia con
lacrimoso estilo los sucesos venideros; pues era de los que dice el Apóstol:

“que conociendo a Dios no le dieron la gloria de Dios, ni se le mostraron agradecidos, sino


que dieron en vano con sus imaginaciones y discursos, y quedó su necio corazón rodeado y
sumergido en las tinieblas de su presunción y arrogancia, porque en lo mismo en que se
gloriaban de sabios y literatos, en esto mismo quedaron necios e ignorantes, andando tan
ciegos que profanaron la majestad de Dios inmortal1 mudándola en la imagen o estatua de
hombre mortal”; y lo demás que sería largo referir. Alegando Hermes tan sólidos
fundamentos sobre el único y solo Dios verdadero, Criador del mundo, conformes a lo que
prescribe la verdad, no sé de qué modo se deja llevar de las, oscuras tinieblas de su corazón
a cosas como éstas; que quiere estén sujetos los hombres a los dioses, que confiesa son
obras de los mismos hombres, y siente haya de venir tiempo en que esto desaparezca;
como si pudiese haber cosa más desdichada que el hombre, a quien dominan los figmentos
y estatuas que ha fabricado por sus manos; siendo más fácil que, adorando a los dioses que
formó con sus propias manos, deje de ser hombre, que no porque él los adore sean dioses
lo que hizo el mismo hombre, porque más presto sucede: “Que el hombre colocado en
honrosa condición, y en un estado superior semejante a la imagen de Dios, no conociendo,
antes olvidado de su condición y nobleza, se iguale en su miseria a las bestias; que llegue a

Página 227 de 227


La Ciudad De Dios San Agustín

anteponerse una obra de las manos del hombre a la obra de Dios, hecha por Dios a su
semejanza, esto es, al mismo hombre.”

Por eso el hombre pierde algún tanto de ser que tiene de aquel que le crió, cuando se sujeta
y toma por superior a lo que formó con sus mismas manos. De que estas falsedades,
maldades y sacrilegios desapareciesen se dolía el egipcio Hermes, porque sabía que había
de llegar tiempo en que así sucediese, pero lo sentía tan sin pudor, cuanto lo sabía sin
fundamento sólido; pues el Espíritu Santo no se lo había revelado como a los santos
profetas, que, conociendo y previendo estos admirables sucesos, decían con alegría de su
corazón: “Si hi- ciere y fabricare el hombre dioses para sí, presto llegará el desengaño de
esta vana ilusión, y experimentará que no son dioses”; y en otro lugar: “Vendrá tiempo,
dice el Señor, en que exterminaré del mundo los ídolos y simulacros, y no habrá más
memoria de ellos.” Pero sobre este punto vaticinó en términos más claros e incontrastables
contra Egipto el santo profeta Isaías por estas palabras:

“Se desharán y desaparecerán cuando viniere el Señor los ídolos que hicieron para, sí los
egipcios, y el corazón de éstos se deshará y aniquilará entre sí”; con lo demás que continúa
en orden a la misma profecía. De éstos fueron también los que, teniendo una ciencia
positiva e infalible de lo venidero, se alegraban y lisonjeaban de que hubiese venido el
Mesías prometido, como Simeón y Ana, que al punto que nació Jesús le conocieron; como
Isabel, que con espíritu profético le reconoció existente en el vientre de su Madre, y como
Pedro cuando, revelándoselo el Eterno Padre, dijo:

“Tú eres Cristo, hijo de Dios vivo”. Mas a este sabio egipcio le inspiraron su futura
destrucción los mismos espíritus, que teniendo presente en carne humaba al Dios
todopoderoso, amilanados y llenos de temor y espanto, le dijeron: “¿A qué viniste antes de
tiempo a per- dernos?” O porque para ellos repentinamente acaeció lo que creían debía
tardar más tiempo en verificarse, o porque llamaban su destrucción y perdición al mismo
acontecimiento en que fueron descubiertos, pues siendo conocidos los habían de
desamparar y despreciar los hombres, lo cual era antes de tiempo, esto es, antes de la época
en que se debe suceder el juicio universal, en el cual serán castigados con eterna
condenación, juntamente con todos los hombres que se hallaren asociados a su compañía,
como lo insinúa expresamente la verdadera religión, que ni engaña ni puede ser engañada;
y no como este sabio que, dejándose llevar por una parte y por otra del viento de cualquiera
doctrina, mezclando y confundiendo lo falso con lo verdadero, se duele como si hubiera de
extinguirse la religión, que confiesa después llanamente ser un error.

CAPITULO XXIV

Cómo Hermes claramente confesó el error de sus padres y, con todo, le pesó que hubiese
de desaparecer Después de algún intervalo vuelve a discurrir sobre el mismo punto y
hablar de los dioses hechura del hombre, diciendo de este modo: “Pero ya de estos tales
basta lo referido. Volvamos al hombre y a la razón, por la cual, concedida por singular
beneficio de Dios, se denominó el hombre animal racional.” Admirables se nos presentan
las cualidades del hombre que hemos relacionado por extenso, pero en verdad excede toda
admiración que fuera posible al hombre investigar y descubrir la naturaleza divina, y ser
autor, criador y único artífice de ella.

Página 228 de 228


La Ciudad De Dios San Agustín

Pues como nuestros mayores anduvieron muy errados e incrédulos acerca de los dioses,
sin atender a su culto y religión, hallaron traza e invención para formar dioses. Y luego que
la descubrieron la apropiaron y aplicaron una virtud conveniente, tomándola de la
naturaleza del mundo y mezclándola, y ya que no podían crear almas, invocaron las de los
demonios o de los ángeles; y las hicieron entrar, dentro de las imágenes y en los divinos
misterios, por los cuales los ídolos pudiesen tener potestad y virtud para hacer bien y mal.
No sé si los mismos demonios, a fuerza de conjuros, confesarían esta verdad como la
confiesa Hermes; porque dice: nuestros antepasados andaban muy errados e incrédulos
acerca de la calidad de los dioses, y, sin advertir a su culto y religión hallaron traza y modo
para formar dioses. Porque no dijo que andaban un tanto equivocados para descubrir el arte
de hacer dioses, ni contentóse con decir errados, sino que añadió y dijo muy errados. Este
grande error e incredulidad de los que no le advertían ni se aplicaban al culto y religión de
Dios inventó un raro medio de hacer dioses. Un error tan craso, una incredulidad tan dura,
y la aversión o contradicción del ánimo humanó al culto y religión de Dios, encontró, sin
embargo, modo de que el hombre fabricase con artificio dioses.

Duélese de esta inepcia un hombre tan sabio como Hermes, sintiendo haya de venir
tiempos en que se abrogue la religión divina. Adviertan, pues, cómo por virtud divina
confiesa, aunque implícitamente, la alucinación y error de sus antepasados, y por una
fuerza diabólica se siente penetrado de dolor por el futuro castigo de los demonios. Porque
si sus mayores, procediendo con notable equivocación sobre la condición de los dioses, y
estando dominados de incredulidad y aversión al culto de la religión divina, hallaron un
espacioso artificio para crear dioses, ¿qué maravilla, que todo lo que hizo esta arte
abominable, contraria a la religión divina, lo quite la religión divina; pues la verdad es la
que enmienda y modera el error, y la fe la que convence a la incredulidad, y la
conversación la que corrige a la aversión? Porque si, omitiendo las causas, dijera que sus
predecesores habían encontrado traza y modo para hacer dioses, sin duda nos tocaba a
nosotros, si éramos cuerdos y religiosos, el averiguar cómo de ninguna manera pudieran
llegar ellos a conseguir este arte con que el hombre crea dioses, si no fueran equivocados
en la verdad, si creyeran cosas dignas de Dios, si advirtieran y aplicaran el ánimo al culto y
religión divina.

Podríamos decir nosotros que las causas de este arte vano eran el error inmoderado de los
hombres, la incredulidad y la aversión que el ánimo alucinado e infidente tenía a la religión
divina, como la desenvoltura de los que se defienden contra la verdad merecían que
dijésemos. Pero cuando esto admira el hombre más enterado que todos en lo concerniente a
este arte de hacer dioses, y se duele de que ha de venir tiempo en que todas estas ficciones
o estatuas de los dioses fabricadas por los hombres se manden públicamente quitar y
destruir por las leyes civiles, confesando además y declarando las causas porque llegaran a
experimentar tan fatal excidio, diciendo que sus antepasados, poseídos de sus errores e
incredulidad, y sin advertir ni aplicar su ánimo al culto y religión divina, descubrieron el
arte con que pudieron formar dioses;

dejará de ser muy conforme que nosotros digamos, o, por mejor decir, demos afectuosas y
reverentes gracias a Dios nuestro Señor, que por su amor benéfico hacia nosotros se sirvió
desterrar y abolir tales errores, con causas contrarias a las que se instituyeron. Porque lo
mismo que estableció el error y humano desvarío, lo abrogó la invención de la verdad; lo
que introdujo la incredulidad lo quitó la fe, lo que instituyó la aversión que tuvieron al
culto divino y a la religión, lo destruyó la conversión sincera a un Dios Santo y verdadero;
y no sólo quitó y desterró de Egipto, del cual solamente se duele este sabio, el espíritu de

Página 229 de 229


La Ciudad De Dios San Agustín

los demonios, sino de toda la tierra, donde se canta con indecible júbilo al Señor un nuevo
cántico, como lo, expresaron las letras 'verdaderamente sagradas y verdaderamente
proféticas, donde dice la Escritura: “Cantad al Se- ñor un nuevo cántico, cantad y
glorificad al Señor toda la tierra.» Pues el titulo del salmo es: “Cuando se edificaba la casa
después de la cautividad.”

Pues construyéndose va el Señor por casa la Ciudad de Dios, que es la Santa Iglesia en
toda la tierra, después del penoso cautiverio eh que los demonios tenían esclavizados a los
hombres, y de estos hombres creyentes, como de unas piedras vivas y sólidas, se edificaba
la casa. Pues no, porque el hombre formase dioses a su albedrío, dejaban de poseer al que
los hacía; porque adorándolos se hacía su partidario y compañía, no ya de los insensatos y
dolorosos, sino de los astutos demonios.

Pues ¿qué son los ídolos, sino lo que insinúa la Sagrada Escritura?, “que tienen ojos y no
ven”, y todo lo demás que a este tenor pudo decirse de una masa, aunque artificiosamente
labrada, sin embargo, sin vida ni sentido. Con todo, los espíritus inmundos, encerrados por
aquella arte nefaria en los mismos simulacros, reduciendo a su compañía las almas de sus
adoradores, las veían miserablemente cautivas, por lo que dice el Apóstol: “Sabemos bien
que el ídolo es nadie, y lo que sacrifican los gentiles, a los demonios lo sacrifican y no a
Dios; no quiero que os hagáis participes y compañeros de los demonios.” Así que después
de este cautiverio, en que los malignos demonios tenían esclavizados a los hombres, se va
edifi- cando la casa de Dios en toda la tierra, de donde tomó su título aquel salmo que dice:
“Cantad al Señor un cántico nuevo. Cantad al Señor toda la tierra. Cantad al Señor y
bendecid su nombre. Anunciad cada día su salud. Anunciad y evangelizad a las gentes su
gloria, y todos los pueblos sus maravillas, porque es grande el Señor y digno de alabanza
sobremanera, y más terrible que todos los dioses; porque todos los dioses de los gentiles
son demonios, pero el Señor hizo los Cielos.” El que se dolía de que había de venir tiempo
en que se desterrase del mundo el culto y religión de los ídolos y el dominio que tenían los
demonios sobre los que le adoraban, instigado del espíritu maligno, quería que durase
siempre esta cautividad, la cual concluida, canta el Salmista rey que se va edificando la
casa en toda la tierra. Profetizaba Hermes aquello doliéndose, y vaticinaba esto el profeta
alegrándose. Y porque es el espíritu vencedor el que cantaba estas divinas alabanzas por
medio de los profetas santos, también Hermes, lo que no quería y sentía que se abrogase,
por un modo y traza admirable fue obligado a confesar que lo habían establecido no los
prudentes, fieles y religiosos, sino los que andaban errados, los que eran incrédulos y
opuestos al culto de la religión divina.

Este sabio escritor, aunque los llame dioses, con todo, cuando confiesa que los formaron
tales hombres cuales, sin duda, no debemos ser nosotros, aun contra su voluntad,
manifiesta que no deben ser adorados por los que no son semejantes a los que los hicieron,
esto es, a los sabios, fieles y religiosos, demostrando al mismo tiempo que los mismos
hombres que los hicieron se impusieron a sí el subsidio de tener por dioses a los que no lo
eran.

Porque es infalible aquella divina expresión del profeta: “Si hiciere y fabricare el hombre
dioses, ellos no son dioses.” Así que a tales dioses, ha- biéndolos llamado Hermes dioses
de tales, fabricados artificiosamente por tales, esto es, demonios, no sé por qué arte
encerrados y detenidos en los ídolos con los lazos de sus apetitos o antojos, habiendo, digo,
llamado dioses a los que hablan creado los hombres, con todo, no les concedió lo que el
platónico Apuleyo (de quien hemos ya hablado demostrando cuán absurda y contradictoria

Página 230 de 230


La Ciudad De Dios San Agustín

era su opinión) que sean intérpretes e intercesores entre los dioses que hizo Dios y los
hombres que crió el mismo Dios, llevando desde la tierra los votos y peticiones, y
volviendo del cielo con, los despachos y gracias. Porque es un grande desatino creer que
los dioses que crearon los hombres puedan más con los dioses que hizo Dios que los
mismos hombres que hizo el mismo Dios.

Pues el demonio, luego que el hombre le encierra con arte sacrílego en el simulacro, vino
a ser dios aunque peculiar para tal hombre, no para todos los hombres. ¿Cuál, pues, será
este dios a quien no formara el hombre sino errando y siendo incrédulo, y habiendo vuelto
las espaldas al Dios verdadero? Y si los demonios que se adoran en los templos, encerrados
no sé por qué arte en las imágenes, esto es, en los simulacros y estatuas visibles por
industria de los hombres, que con este artificio los hicieron dioses, caminando errados y
vueltas las espaldas al culto y religión divina, no son internuncios ni intérpretes entre los
hombres y los dioses, y por sus perversas y torpes costumbres, aun los mismos hombres,
aunque infieles y ajenos del culto y religión divina, son sin duda mejores que aquellos a
quienes con sus artificios hicieron dioses; resta, pues, que la autoridad que usurpan puedan
ejercerla como demonios, ya sea cuando, pareciendo que nos hacen bien nos hacen mal,
porque entonces nos engañan mejor, ya cuando a las claras nos dañan. Y con todo,
cualquiera operación de éstas no pueden efectuaría por sí mismos, sino cuando y en cuanto
se les permite por la alta y secreta providencia de Dios, y no porque puedan mucho sobre
los hombres por su amistad de los dioses, como intermedios entre los hombres y ellos.

Porque de ningún modo pueden tener amistad con los dioses buenos, que nosotros
llamamos ángeles santos y criaturas racionales, que habitan en las Santas moradas del
cielo, ya sean tronos, o dominaciones, a principados, o potestades, de quienes distan tanto
cuanto los vicios de las virtudes y la malicia de la bondad.

CAPITULO XXV

De la comunicación que puede haber entre los santos ángeles y los hombres de ningún
modo por mediación e intercesión de los demonios debemos aspirar a la amistad o
beneficencia de los dioses, o, por mejor decir, de los ángeles buenos, sino por la semejanza
de la buena voluntad con que estamos unidos con ellos, vivimos con ellos y adoramos con
ellos al mismo Dios que ellos adoran, aunque no los podamos ver con los ojos carnales;
pero en cuanto somos miserables por la desemejanza de la voluntad y por la fragilidad de
nuestra flaqueza, en tanto nos alejamos de ellos por el mérito de la vida, no por la distancia
del cuerpo. Pues, no porque dada la condición de la carne vivamos en la tierra, por eso
dejamos de juntarnos y unirnos con ellos, si no gustamos de las cosas terrenas por la
inmundicia del corazón. Pero cuando, recuperada la salud, somos como ellos son,
entonces, y en la fe, nos acercamos y unimos con ellos si creemos también y esperamos por
su intercesión la bienaventuranza de Aquel que los hizo a ellos felices.

CAPITULO XXVI

Que toda la religión de los paganos se empleó y resumió en adorar hombres muertos Y
verdaderamente es digno de advertir cómo este egipcio sintiendo el tiempo que habla de
sobrevenir, en el cual había de desterrarse de Egipto lo mismo que confiesa fue establecido
por los que andaban muy errados y eran incrédulos y contrarios al culto de la religión

Página 231 de 231


La Ciudad De Dios San Agustín

divina, entre otras cosas, dice: “Entonces esta tierra, que es un venerable asiento de los
delubros y templos, estará sumamente llena de sepulcros y difuntos.” Como si de no
desaparecer esta vana superstición, no hubieran de morir los hombres, o se hubieran de
sepultar los muertos en otra parte que en la tierra, pues seguramente que cuanto más fuese
corriendo el tiempo y los días, tanto mayor había de ser el número de los sepulcros por el
número mayor de los muertos.

Sin embargo, parece que se duele porque las memorias y capillas de nuestros mártires
habían de suceder a sus delubros y templos. Sin duda por que leyendo esto los que nos
tienen mala voluntad y el corazón dañado, imaginen que los paganos adoraron a los dioses
en los templos, y que nosotros adoramos a los muertos en los sepulcros, pues es tanta la
ceguedad de los hombres impíos, que ofenden y tropiezan con los mismos montes, y no
quieren observar las cosas que les dan en los ojos, para no echar de ver y confesar que en
todas las historias o memorias de los paganos, o no se hallan, o apenas se encuentran
dioses que no hayan sido hombres, y que, con todo, después de muertos, procurasen honrar
a todos y reverenciarlos como si fuesen dioses.

Omito lo que dice Varrón, quien sustenta que tienen por dioses manes a todos los difuntos,
y lo prueba por los sacrificios que se hacen a casi todos los muertos, entre los cuales refiere
también los juegos fúnebres, como si éste fuera el argumento más convincente de su
divinidad, puesto que los juegos no suelen dedicarse sino a los dioses. El mismo Hermes,
de quien ahora hablamos, en el mismo libro donde, como vaticinando lo venidero y
lamentándose, dice:

“Entonces esta tierra, que es un venerable asiento de los delubros y templos, estará
inundada de sepulcros y difuntos”; afirma que los dioses de Egipto son hombres muertos.
Porque habiendo dicho que sus antepasados, andando muy errados sobre la razón de los
dioses incrédulos y sin advertir al culto y religión de los dioses, hallaron artificio para
hacer dioses y “luego que le encontraron le aplicaron una virtud congruente y acomodada,
tomándola de la naturaleza del mundo y mezclándola; y porque no podían crear almas
invocaron las de los demonios o de los ángeles, las hicieron entrar dentro de las imágenes y
en los divinos misterios, por las cuales los ídolos pudiesen tener poder y autoridad para
hacer bien y mal”; después prosigue, como intentando comprobar esta aserción con
ejemplos, y dice:

“Porque tu abuelo, Ioh Asclepio!, que fue el primer inventor de la Medicina, a quien está
consagrado un templo en el monte de Libia, cerca de la costa de los cocodrilos, donde yace
su hombre mundano, esto es, su cuerpo, porque lo restante de él o, por mejor decir, todo él,
si es que está todo el hombre en el sentido de la vida, mejorando se volvió al cielo, de
donde acude ahora también a auxiliar en todo a las enfermedades de los hombres con su
virtud divina, como antes acostumbraba con el arte de la Medicina.” Ved aquí cómo dijo
que adoraban por dios a un hombre difunto en el lugar donde tenía su sepultura,
engañándose y engañando, diciendo que volvió al cielo.

Añadiendo después otro ejemplo, dice: “Hermes, mi abuelo, cuyo nombre he heredado yo,
pregunto, estando en su patria qué se intitula con su propio nombre, ¿no ayuda y conserva
a todos los mortales que de todo el mundo, acuden allí?” Porque Hermes el mayor, esto es,
Mercurio, de quien dice que fue su abuelo, refiere que está enterrado en Hermópoli, es
decir, en la ciudad de su propio nombre. Ved cómo dice que dos dioses fueron hombres,
Esculapio y Mercurio. De Esculapio sienten lo mismo los griegos y latinos, aunque de

Página 232 de 232


La Ciudad De Dios San Agustín

Mercurio opinan muchos que no fue mortal, quien, sin embargo, dice Hermes que fue su
abuelo. Pero acaso dirán que uno fue aquél y otro éste, no obstante de que tengan un
mismo nombre. No reparo mucho en esta objeción, sea o no aquél, y otro distinto éste; con
todo, a éste, como a Esculapio, de hombre le hicieron dios, según lo refiere Trimegisto,
varón tan apreciado entre los suyos y nieto de Mercurio. Más adelante continúa aún, y
dice: “Sabemos de Isis, mujer de Osiris, cuántos beneficios hace a los que la tienen
favorable, y cuántos daños a los que la tienen enojada.” Y, en seguida, para demostrar que
de tal género son los dioses que los hombres crean con el insinuado artificio (donde da a
entender que los demonios han resultado de las almas de los hombres difuntos, a quienes
por el arte que descubrieron los hombres que caminaban errados, infieles y sin religión,
dice que los hicieron entrar dentro de los simulacros, por cuanto los que formaban tales
dioses no podían realmente crear almas), habiendo dicho él mismo de Isis lo que tengo
referido: “A cuántos sabemos que ha dañado el tenerla irritada”, prosiguiendo dice:
“porque es muy fácil enojarse los dioses terrenos y mundanos, como aquellos que de
ambas naturalezas han formado y compuesto los hombres”.

De ambas naturalezas, dice, de alma y de cuerpo, de modo que por el alma se entienda el
demonio, y por el cuerpo el simulacro. “Por lo que sucedió, añade, que los egipcios
llamaron a estos animales santos, ordenando que en todas las ciudades se adoren las almas
de los que en vida los consagraron; de tal suerte, que con sus leyes se gobiernen y se
llamen con sus pro- pios nombres.” ¿Dónde está aquella que parecía queja lastimosa, que
vendría tiempo en que la tierra de Egipto, venerable asiento de los delubros y templos,
estaría llena de sepulcros y de muertos? En efecto, el seductor y falso espíritu que impelía
a explicarse así, a Hermes fue obligado a confesar por boca del mismo Hermes que ya
entonces estaba aquella tierra inundada de sepulcros y de difuntos que eran adorados como
dioses. Pero el sentimiento de los demonios les hacía hablar por boca de este sabio, porque
les pesaba de ver que se acercaban y amenazaban las duras penas que habían de padecer en
las memorias o capillas de los santos mártires; pues en muchos lugares de éstos son
atormentados, como lo confiesan ellos mismos, echándolos de los cuerpos de los hombres,
de quienes estaban tiránicamente apoderados.

CAPITULO XXVII

Del modo con que los cristianos honran a los mártires Tampoco nosotros fundamos en
honor de los mártires templos, sacerdotes, sacrificios y solemnidades porque sean nuestros
dioses, sino porque el Dios de éstos es el nuestro. Es cierto que honramos su memoria
como de hombres santos, amigos de Dios, que combatieron por la verdad hasta aventurar y
perder la vida de sus cuerpos para que se manifestase la verdadera re- ligión, convenciendo
y confundiendo las falsas y fingidas religiones, lo cual si algunos lo sentían antes, de
miedo lo disimulaban y reprimían. ¿Quién de los fieles oyó jamás que estando el sacerdote
en el altar, aunque fuese hecho el sacrificio sobre algún cuerpo santo de cualquier mártir a
honra y reverencia de Dios, dijese en sus oraciones: Pedro, o Pablo, o Cipriano, yo te
ofrez- co este sacrificio? Pues es manifiesto a todos que se ofrece en sus capillas u
oratorios a Dios, que los hizo hombres y mártires, y los honró y juntó con sus santos
ángeles en el Cielo, para que con aquella ofrenda demos gracias a Dios por las victorias de
estos ínclitos soldados de Jesucristo, y para que, a imitación de semejantes coronas y
palmas; renovando su memoria y suplicando al mismo Señor que nos favorezca, nos
animemos.

Página 233 de 233


La Ciudad De Dios San Agustín

Todas las obras piadosas que practican los hombres devotos en los lugares de los mártires
son beneficios que ilustran sus memorias, no sacrificios que se hacen a muertos como a
dioses; y todos los que allí llevan sus comidas (aunque esto no lo hacen los mejores
cristianos, y en las más partes no hay tal costumbre), con todo, los que lo ejecutan, en
poniéndolas allí oran y las quitan, o para comerlas, o para distribuirlas entre los pobres y
necesitados, pues sólo pretenden sacrificar y bendecir en aquel santo lugar su comida por
los méritos de los mártires, en nombre del Señor verdadero de éstos. Y que esta práctica no
sea ofrecer sacrificio a los mártires lo sabe y comprende el que conoce el único y solo
sacrificio que allí se ofrece: el sacrificio de los cristianos. Así que nosotros no
reverenciamos a nuestros mártires ni con honras divinas ni con culpas humanas, como ellos
adoran a sus dioses, ni les ofrecemos sacrificios ni sus crímenes y afrentas las convertimos
en un acto de religión suyo.

De Isis, mujer de Osiris, diosa de Egipto, y de sus respectivos padres (quienes escriben
que todos fueron reyes, y que sacrificando Isis un día en honor de sus padres descubrió la
planta de la cebada, manifestando, las espigas al rey su esposo y a su consejero Mercurio,
por lo cual quiere que sea la misma que Ceres), cuántos y cuán grandes crímenes y
maldades se hallan escritas no en los poetas, sino en sus escrituras místicas, como lo que
escribe Alejandro Magno a su madre Olimpias, conforme al secreto que le descubrió y
comunicó un sacerdote llamado León; léanlo, pues, los que quieren o pudieren, y recorran
su memoria los que lo hayan leído, y adviertan a qué especie de hombres muertos, o por
qué hazañas practicadas por ellos les instituyeron como a dioses culto, religión y
sacrificios.

Y no pre- suman con ningún pretexto comparar a estos tales, aunque los reputen por
dioses, con nuestros santos mártires, no obstante de que no los tengamos por dioses;
porque de este modo no instituimos sacerdotes, ni ofrecemos sacrificios a nuestros
mártires, pues esta liturgia es improporcionada, indebida, ilícita, y solamente debida a un
solo Dios; de forma que no los entretendremos ni con sus culpas ni con sus juegos torpes y
abominables en los cuales celebran éstos, o las abominaciones de sus dioses, si es que en
vida, cuando eran hombres, cometieron semejantes crímenes, o las fingidas diversiones y
deleites de los malos demonios, si es que no fueron hombres. De esta clase de demonios no
tuviera Sócrates un dios, si realmente tuviera un dios, sino que, acaso, estando ajeno e
inocente del arte de formar dioses, le acumularon semejante dios los que quisieron ser
reputa- dos por excelentes y singulares en el arte. ¿Y para qué me dilato más, puesto que
no hay alguno medianamente juicioso que dude no deben ser adorados estos espíritus por
la esperanza de conseguir la vida bienaventurada que ha de suceder después de la actual y
mortal? Pero seguramente dirán que, aunque es cierto que todos los dioses son buenos, sin
embargo, los demonios, unos son buenos y otros malos, y les parecerá que deben adorarse
aquellos por quienes hemos de alcanzar la vida feliz y eterna, quienes creen que son
buenos; y en cuánto sea cierta o falsa esta opinión, lo demostraremos en el siguiente libro.

LIBRO NOVENO CRISTO, IMPETRADOR DE LA VIDA ETERNA

CAPITULO PRIMERO

Página 234 de 234


La Ciudad De Dios San Agustín

A qué término ha llegado e! discurso de que se trata y lo que resta averiguar de él Algunos
escritores han opinado que hay dioses buenos y también malos; pero otros, sintiendo con
más benignidad de los dioses, los honraron y elogiaron tanto, que no se atrevieron a creer
que hubiese dios alguno que fuese malo; y los que sentaron como cierto que los dioses
unos son buenos y otros son malos, llamaron asimismo dioses a los demonios, y aunque
fuesen dioses, sin embargo, muy pocas veces los designaron con el dictado de demonios,
de tal suerte, que confiesan que al mismo Júpiter, que quieren sea el rey y príncipe de los
demás, le llamó Homero demonio; mas los que afirman que todos los dioses no son sino
buenos, y mucho más excelentes y mejores que los hombres que se reputan por buenos,
con razón se conmueven y escandalizan de las obras que practican los demonios, las cuales
no pueden negar, y entendiendo que de ningún modo pueden hacerlas los dioses, de
quienes opinan que todos son buenos, se ven precisados a distinguir y hacer diferencia
entre los dioses y los demonios, de tal suerte, que todo cuanto les desagrada con justa causa
en sus obras o en sus malos afectos, con que los ocultos espíritus manifiestan su índole
natural, creen que es propio y característico de los demonios y no de los dioses.

No obstante, porque también presumen que estos mismos demonios están colocados en el
lugar medio entre los hombres y los dioses para el efecto de que, como ningún dios se
mezcla y comunica con el hombre, lleven de acá sus votos y peticiones y traigan de allá lo
que hubieren alcanzado; y esto mismo sienten los platónicos, que son los más insignes y
famosos entre los filósofos, con quienes como los más excelentes me pareció conducente
indagar y examinar esta cuestión de si el culto tributado a muchos dioses sirve para
conseguir la vida feliz y bienaventurada que esperamos después de la muerte; por lo mismo
en el libro anterior examinamos cómo los mismos demonios que se complacen en ciertos
objetos de los que huyen y abominan los hombres cuerdos y virtuosos, esto es, de las
acciones sacrílegas, abominables, de las ficciones que inventaron los poetas, no de
cualquier hombre, sino de los mismos dioses, de la violencia perversa y digna de un severo
castigo, de las artes mágicas, examinemos, digo, cómo los demonios como más allegados
amigos, puedan conciliar los hombres buenos con los dioses buenos y hallamos y
averiguamos que no pueden practicarlo de modo alguno.

CAPITULO II

Si entre los demonios, a los que los dioses son superiores, hay algunos buenos, con cuyo
favor pueda el alma del hombre llegar a obtener la verdadera felicidad Y así, este libro,
según lo prometimos al fin del pasado, tratará sobre la diferencia que hay, si quieren que
haya alguna, no entre los dioses porque de todos ellos dicen que son buenos, ni de la
distinción que hay entre los dioses y los demonios, de quienes separan a los dioses y las
diferencias de los hombres, colocando a los demonios entre los dioses y los hombres, sino
de la diferencia que hay entre los mismos demonios, que es el asunto perteneciente a la
presente cuestión. Por cuanto entre la mayor parte de los filósofos gentiles suele decirse
comúnmente que los demonios, unos son buenos y otros malos; cuya opinión, ya sea
también de los filósofos platónicos, ya sea de cualesquier otros, no es razón que la
adoptemos sin examinarla escrupulosamente, porque no crea alguno que debe imitar a los
demonios con espíritus buenos, y mientras por su mediación desea y procura alcanzar la
amistad de los dioses, de todos los cuales cree que son buenos para poder vivir con ellos;
después de su muerte, implicado y alucinado con los artificiosos engaños de los espíritus
malignos, no vaya errado y descaminado del todo del verdadero Dios, con quien

Página 235 de 235


La Ciudad De Dios San Agustín

solamente, en quien y de quien consigue únicamente la bienaventuranza el alma humana,


esto es, la racional e intelectual.

CAPITULO III

Lo que atribuye Apuleyo a los demonios, a quienes, sin quitarles la razón, no les concede
virtud alguna ¿Cuál es, pues, la diferencia que se supone entre los demonios buenos y los
malos, supuesto que tratando generalmente de ellos el platónico Apuleyo, y diciendo tantas
particularidades de sus cuerpos aéreos, no expresó cosa alguna de las virtudes del alma, de
las cuales debieran tener si fueran buenos? Así que omitió la causa por la cual podían ser
eternamente felices, mas no pudo callar el indicio por el que consta de su miseria,
confesando que la parte principal, que ellos llaman entendimiento, con que dijo que eran
racionales, por lo menos la que no estaba prevenida y abroquelada con la virtud, no
escapaba de las pasiones desordenadas del alma, sino que también ella, como suelen los
ánimos estúpidos, padece de algún modo tempestuosas borrascas y perturbaciones, sobre lo
cual se explica así:

“Del número de estos demonios son casi -dice- todos los dioses que acostumbran los
poetas, no muy distantes de la verdad, fingir que tienen odio o amor a algunos hombres,
concediendo prosperidades, elevando a unos y humillando a otros; así que se compadecen,
se irritan, se afligen y alegran, y padecen todo cuanto el ánimo de un hombre sufre,
corriendo su tormenta con la misma tribulación y agitación de ánimo por las temibles
ondas de pensamientos dudosos; todas las cuales turbaciones y borrascas son muy ajenas
de la tranquilidad de los dioses celestiales.”

¿Acaso en estas expresiones hay alguna duda en que diga que se turban como mar
proceloso con las bravas borrascas de sus pasiones, no ciertas partes inferiores del alma,
sino el mismo espíritu de los demonios, con que efectivamente son animales racionales?
De modo que ni merecen que los comparen con los hombres sabios y cuerdos que a
semejantes turbaciones del ánimo (de, las que no se libra la flaqueza humana, aun cuando
las padecen por la suerte y condición de esta vida mortal) las suelen resistir sin inquietud
alguna de su espíritu, sin dejarse arrastrar de ellas para consentir o ejecutar una sola acción
que desdiga del camino recto de la sabiduría y ley de la justicia, sino que los demonios,
siendo semejantes y parecidos a los hombres necios e injustos, no en los cuerpos, sino en
las condiciones, por no decir peores, por ser más antiguos en tiempo, incurables e
insanables por la debida pena, corren también la tormenta y borrasca del mismo espíritu,
como lo dice este mismo filósofo, sin tener en parte alguna de su ánimo consistencia ni
firmeza en la verdad y en la virtud con que suelen contrarrestar las turbaciones y
aflicciones del alma.

CAPITULO IV

Lo que sienten los peripatéticos y los estoicos sobre las perturbaciones que suceden en el
alma Dos opiniones hay de los filósofos sobre los movimientos del alma que los griegos
llaman pathí, y algunos de los latinos, como Cicerón, perturbaciones; otros, aflicciones o
afectos, y otros, más expresamente, deduciendo el sentido literal de la voz griega, los
llaman pasiones.

Página 236 de 236


La Ciudad De Dios San Agustín

Estas perturbaciones, afecciones o pasiones, dicen algunos filósofos que las acostumbra
padecer también el sabio, pero moderadas y sujetas a la razón, de modo que el imperio del
alma las refrena y reduce a una moderación conveniente. Los que sienten así son los
platónicos o aristotélicos, porque Aristóteles fue discípulo de Platón y fundó la secta
peripatética; pero otros, como son los estoicos, opinan que de ningún modo padece
semejantes pasiones el sabio, aunque de éstos, es decir, los estoicos, prueba Cicerón en los
Iibros de finibus bonorum et malorum, que están encontrados con los platónicos y
peripatéticos, más en las palabras que en la sustancia, porque los estoicos no quieren llamar
bienes, sino co- modidades a los bienes del cuerpo y a los exteriores, porque no quieren
que haya otro bien en el hombre sino la virtud, como que ésta es el arte y norma del bien
vivir, la cual no se halla sino en el alma, a cuyos bienes llaman los platónicos llanamente y
según el común modo de hablar, bienes, aunque en comparación de la virtud con que se
vive bien y ajustadamente son bien pequeños y escasos, de donde se sigue que como quiera
que los unos y los otros los llamen bienes o comodidades, con todo, los estiman en igual
grado, y en esta cuestión, los estoicos no ponen cosa particular, sino que se agradan en la
novedad de las palabras; así que soy de parecer que en la actual controversia sobre si el
sabio suele tener pasiones o perturbaciones del alma, o si está del todo libre de ellas, es
cuestión de palabras, pues presumo que es tos filósofos en este punto sienten lo mismo que
los platónicos y los peripatéticos en cuanto a la fuerza y naturaleza del asunto
controvertido, no en cuanto al sonido de las palabras; porque omitiendo otras
particularidades con que pudiera demostrarlo, por no ser prolijo, expondré solamente una,
que será evidentísima.

En los libros intitulados de las Noches Árticas escribe Aulo Gelio, hombre muy instruido
y elocuente, que se embarcó en cierta ocasión en compañía de un famoso filósofo estoico.
Este sabio, como lo refiere más larga y difusamente el mismo Aulio Gelio, lo cual tocaré
bien de paso, viendo la nave combatida de una terrible tempestad v con peligro de
sumergirse, conmovido de la fuerza del temor, se demudó totalmente y perdió su color
natural.

Los que presenciaron tan fatal desgracia notaron la repentina mudanza, y aunque advertían
que les amenazaba la muerte estuvieron curiosamente atentos, observando si el filósofo se
turbaba en el ánimo; después sosegada y pasada la borrasca, así como la seguridad y
bonanza, dio lugar para hablar y también para divertirse; uno de los que iban en la nave,
que era hombre rico, natural de la provincia de Asia, vivía con mucho regalo y ostentación
preguntó, bromeándose con el filósofo, por qué había temido y demudado el color,
habiendo él permanecido sin recelo alguno en el pasado inminente riesgo. Pero el estoico
le respondió lo que Aristipo Socrático, quien oyendo, en ocasión semejante las mismas
palabras de otro hombre, le dijo que con justo motivo no se había turbado por la pérdida de
la vida de un hombre tan perdido y disoluto como él, mas que fue muy puesto en razón que
temiese por la vida de Aristipo, habiendo así cortado y tapado la boca con tal respuesta a
aquel hombre poderoso.

Preguntó después Aulio Gelio al filósofo sobre su anterior terror, no con intención de
sonrojarle, sino por saber cuál había sido la causa de su miedo, quien por enseñar y
satisfacer completamente a uno que deseaba con vivas ansias saber, sacó luego de un
fardito suyo un libro del estoico Epicteto, donde se contenían doctrinas conformes a los
decretos y opiniones de Zenón y de Crisipo, los cuales sabemos fueron los príncipes y
corifeos de los estoicos. En este libro, dice Aulio Gelio que leyó que había sido opinión de
los estoicos que las visiones del alma, que llaman fantasías y no dependen de nuestra

Página 237 de 237


La Ciudad De Dios San Agustín

potestad y albedrío, acontecen y dejan de acontecer al alma cuanto proceden de


representaciones horribles y temibles, y así es necesario que conmuevan y agiten aun el
ánimo de un sabio, de modo que se encoja algún tanto de miedo o se intimide con la
melancolía, en atención a que estas pasiones previenen y se anticipan al ejercicio del juicio
y de la razón; pero que no por eso causaban en él alma la opinión del mal, ni se aprobaban
o consentían, porque quieren que esto esté en nuestra mano, y entienden hay diferencia
entre el ánimo del sabio y el del necio; que el ánimo del ignorante se rinde a las pasiones,
acomodándoles el consentimiento de la voluntad, pero el del sabio, aunque las padezca
necesariamente, con todo, conserva y guarda en su íntegra y firme voluntad el verdadero y
sólido consentimiento sobre lo que con justa causa debe o no apetecer.

Este raciocinio le he expuesto como he podido, aunque no con tanta extensión como Aulio
Gelio, pero, a lo menos, más conciso, y a lo que presumo, más claro, lo cual refiere este
escritor haberlo leído en el libro de Epicteto con cuanto dijo y sintió siguiendo la doctrina
de los estoicos. Y si esto es cierto no hay diferencia, o muy poca, entre la opinión de los
estoicos y la de los otros filósofos sobre las pasiones y perturbaciones del alma, pues unos
y otros defienden y eximen el ánimo del sabio de su dominio, y por eso mismo dicen acaso
los estoicos que no las padece el sabio, porque no entorpecen con error alguno o manchan
su sabiduría, con que efectivamente es sabio.

Sin embargo, suceden en el ánimo del sabio, salva la tranquilidad de la sabiduría, por
aquello que denominan comodidades o incomodidades, aunque no los quieren llamar
bienes o males; porque si realmente aquel filósofo no estimara aquellos objetos que veía
que había de perder en el naufragio, como es esta vida y la salud del cuerpo, no temiera
tanto aquel peligro que le publicara tan bien como demudarse y perder su color; con todo,
podía padecer aquella extraña conmoción, y tener con esto fija en su ánimo la opinión de
que aquella vida y salud del cuerpo, con cuya pérdida le amenazaba aquella cruel tormenta,
no eran bienes que a los que los poseían hacían buenos, como lo hace la justicia, y lo que
dicen de aquellos que no se deben llamar bienes, sino comodidades, se debe atribuir al
debate y contienda que hay sobre las palabras, y no al examen y averiguación de la
sustancia. Porque ¿qué importa altercar sobre si se llaman mejor bienes o comodidades,
con tal que por miedo de no perderlos, no menos el estoico que el peripatético se
estremezca y se demude no llamándolos de un mismo modo, sino estimándolos en un
mismo grado? Unos y otros, en efecto, si con riesgo de estos bienes o comodidades los
obligasen a que cometan algún pecado o ac- ción torpe, de suerte que de otra conformidad
no los puedan conservar, dicen que más quieren perder todo aquello con que se conserva la
vida y salud corporal, que hacer una acción con que se profane y ofenda la justicia. De esta
manera, el ánimo, estando fijo en este propósito, no deja prevalecer en sí, contra razón,
ninguna perturbación, aunque sucedan averías en las partes inferiores del alma, antes él es
señor absoluto de ellas, y, no consintiéndolas, antes resistiéndolas, hace que reine en él la
virtud. Tal como éste pinta también Virgilio a Eneas donde dice: Mens inmota manet,
lacrymae volvuntur manes: el ánimo está inmóvil, corren en vano las lágrimas.

CAPITULO V

Que las, pasiones que padecen los ánimos no inclinan ni atraen al vicio, sino que prueban
la virtud No hay necesidad por ahora de, que demostremos copiosa y particularmente qué
es lo que acerca de las pasiones nos enseña la Sagrada Escritura, que es donde se contiene
y encierra la erudición cristiana; porque aquella misma alma la sujeta a Dios para que la

Página 238 de 238


La Ciudad De Dios San Agustín

dirija y favorezca, y las pasiones al alma para que las modere y refrene, de modo que se
conviertan en aprovechamiento de la justicia.

En efecto, en la escuela cristiana, no tanto se pregunta si un ánimo piadoso y temeroso de


Dios se irrita, sino por qué se enoja; ni si se entristece, sino por qué se melancoliza; ni se
teme, sino qué es lo que teme, porque ni el enojarse con quien peca para que se enmiende,
ni el entristecerse por un afligido deseando que se libre, ni el temer por el que está en
peligro, porque no se pierda, no se yo si hay alguno que, considerándolo bien, lo reprenda.
Porque también es opinión particular de los estoicos que la misericordia es reprensible;
pero ¿cuánto más razonable fuera que se turbara el otro estoico de compasión y
misericordia por librar un hombre que no que mudase el color por temor del naufragio?
Mucho mejor, con más humanidad, y conforme al sentir de los piadosos y temerosos de
Dios, habló Cicerón en elogio, de César cuando dijo: “Entre todas tus virtudes, ¡oh César!,
ninguna hay ni más admirable ni más agradable que la misericordia.” ¿Y qué es la
misericordia, sino una compasión de nuestro corazón de la ajena miseria, que nos obliga e
impele si podemos ayudarla? Y este movimiento va sujeto y sirve a la razón cuando se usa
de misericordia, de modo que se conserve la justicia, ya sea cuando se usa con el
necesitado; o cuando se perdona al arrepentido.

A ésta Cicerón, que habló excelente y elocuentemente, no dudó llamarla virtud, a la cual
los estoicos no se ruborizan de colocarla entre los vicios, los cuales, sin embargo (como lo
hemos visto por el libro de Epicteto, famoso estoico), según la doctrina de Zenón y
Crisipo, que fueron los principales jefes de esta secta, admiten semejantes pasiones en el
ánimo del sabio, quien, no obstante, quieren que esté exento de todos los vicios. De donde
se infiere que no reputan por vicios las pasiones cuando recaen en el sabio, con tal que no
prevalezcan contra la virtud y esencia del alma, viniendo a ser una misma la sentencia de
los peripatéticos, y aun también la de los platónicos y la de los estoicos, a no ser que, como
dice Tulio, ya es costumbre antigua el debatir los griegos sobre el nombre y modo de decir,
siendo más aficionados a altercar que a saber la verdad. Pero todavía puede preguntarse
con razón si es propio de la flaqueza e inconstancia de la vida presente el padecer
semejantes afectos, aun en toda especie de ejercicios virtuosos. Porque los santos ángeles,
aunque sin airarse, castiguen a, los que castiga la ley eterna de Dios, y aunque socorran a
los miserables sin compadecerse de su miseria y favorezcan sin padecer temor a los
enemigos que ven en, peligro, sin embargo, les acomodamos los nombres de las pasiones,
en el uso común del lenguaje humano, por una cierta semejanza que tienen en las obras,
mas no por flaqueza alguna en los afectos; así como el mismo Dios, según la divina
Escritura, se enoja y, con todo, no se turba con ninguna pasión, en atención a que se
aprovechó de esta palabra y la usó el efecto de la venganza, y no porque en él residiese
afecto alguno de turbación.

CAPITULO VI

De que especie son las pasiones que confiesa Apuleyo padecen los demonios, quienes dice
favorecen a los hombres delante de los dioses. Pero, omitiendo por ahora la cuestión de los
santos ángeles, veamos como dicen los platónicos que los demonios, colocados en el lugar
medio entre los dioses y los hombres, padecen las terribles borrascas de las pasiones.
Porque si no sufrieran semejantes movimientos teniendo el ánimo libre, superior y señor de
sí mismos, no dijera Apuleyo que corren su tormenta con la misma turbación y agitación
de ánimos por las procelosas ondas de pensamientos. El espíritu de éstos, es decir, la parte

Página 239 de 239


La Ciudad De Dios San Agustín

superior del alma, con que son racionales, y donde la virtud y la sabiduría, si existiese
alguna en ellos, había de tener el mando y señorío para moderar y regir las turbulentas
pasiones de las partes inferiores del alma, el espíritu de éstos, digo, como lo confie- sa este
platónico, padece una cruel tormenta de perturbaciones, luego el espíritu de los demonios
está sujeto a las pasiones de los apetitos, a temores, enojos y todos los otros afectos; ¿qué
parte, pues, les queda libre y que sea señora de la sabiduría, con que puedan agradar a los
dioses y, a semejanza de los dioses buenos, mirar por los hombres cuando su espíritu,
estando sujeto y oprimido de las imperfecciones y vicios de las pasiones, todo lo que
naturalmente tiene de discurso y entendimiento, con tanta más eficacia lo aviva para
alucinar y engañar cuanto más poseído está del apetito y pasión de hacer mal?

CAPITULO VII

Que los platónicos dicen que los poetas han infamado a los dioses con sus ficciones,
haciéndolos combatir entre sí, siguiendo contrarias opiniones. siendo este oficio propio de
los demonios y no de los dioses Si alguno dijere que los dioses fingidos por los poetas,
aunque no muy distantes de la verdad, que tienen odio o amor a algunos hombres, no son
absolutamente del número de todos los demonios, sino de los malos, de quienes dijo
Apuleyo que corrían tormenta con las borrascas de su ánimo por las procelosas ondas de
sus pensamientos, ¿cómo podremos comprender este enigma, pues cuando lo decía no
describía la medianía de algunos en particular, esto es, la de los malos, sino generalmente
la de todos los demonios entre los dioses y los hombres, por razón de sus cuerpos aéreos?

Esto, dice, es lo que suponen los poetas al formar dioses de tales demonios, ponerles
nombre de dioses, y de éstos distribuir entre los hombres que ellos estiman los amigos y
enemigos, con la desenfrenada licencia de su fingido verso, confesando por otra parte que
los dioses están muy le- jos de las condiciones de los demonios, así por razón del lugar
celestial que ocupan como por la riqueza y abundancia de la bienaventuranza que poseen.
Esta es, pues, la ficción de los poetas, llamar dioses a los que no son dioses, y obligarles a
reñir entre sí, bajo el nombre de dioses, por amor de los hombres que ellos, según la
parcialidad que han adoptado, aman o aborrecen; y dice que no dista mucho de la verdad
esta ficción, porque llamando dioses a los que no lo son, sin embargo, los pintan tan
demonios como son en sí mismos.

Por último dice, que de éstos fue aquella Minerva de Homero, “que en medio de las
discordias de los griegos acudió a reprimir y aplacar a Aquiles”. Así que, el ser aquella
Minerva, quiere que sea ficción poética; porque, en efecto, tiene por diosa a Minerva, y la
coloca muy lejos del trato y comunicación de los mortales en el elevado éter, asiento
principal entre los dioses, de quienes cree que son buenos y bienaventurados; y ser algún
demonio que favorecía a los griegos en contra de los troyanos (como señaló otro que
ayudaba a los troyanos en contra de los griegos; a quien distingue el mismo poeta con el
nombre de Venus o de Marte, a cuyos dioses pone en lugares y moradas celestiales, sin que
se ocupen en semejantes encargos) y el combatir estos demonios entre sí en favor de los
que estiman, y en contra de los que aborrecían, esto confesó que dijeron los poetas, sin
separarse mucho de la verdad. Pues éstos así lo refirieron por aquellos de quienes confiesa
que corren su tormenta como los hombres, con la misma turbación y agitación de ánimo
por las procelosas ondas de pensamientos para poder ejercer en favor de unos y contra
otros el amor y el odio, no según razón y justicia, sino como acostumbraba el pueblo,
semejante a ellos en favorecer a, los cazadores y aurigas en los juegos circenses,

Página 240 de 240


La Ciudad De Dios San Agustín

inclinándose a la parte que estaba más apasionado; y esto parece fue lo que pretendió el
filósofo Platónico, que no se creyese cuando lo dijesen los poetas que lo hacían los mismos
dioses, cuyos nombres ellos fingen y ponen, sino los demonios intermedios.

CAPITULO VIII

Cómo define Apuleyo Platónico los dioses celestiales, los demonios aéreos y los hombres
terrenos ¿Y qué significa la definición de éste acerca de los demonios? Hay acaso tan poco
que advertir en ella, donde tan determinadamente comprendió, sin duda, a todos, cuando
dijo que los demonios en el género eran animales; en el ánimo, pasivos; en el
entendimiento, racionales; en el cuerpo, aéreos; en el tiempo, eternos; en las cuales cinco
cualidades no dijo alguna que al parecer tengan los demonios común, a lo menos con los
hombres virtuosos, que no halle también en los malos. Porque comprendiendo a los
mismos hombres en una larga descripción, hablando de ellos en su respectivo lugar como
de los más ínfimos y terrenos, después de haber tratado primeramente de los dioses
celestiales, en habiendo encomendado las dos partes, de lo supremo y de lo ínfimo, pasa a
hablar de lo ínfimo.

En el tercer lugar, de los demonios medios, dice lo siguiente: así que los hombres que
habitan en la tierra tienen uso de razón y hablan, tienen almas inmortales, los miembros
mortales, los pensamientos livianos y congojosos, los cuerpos brutos y sujetos, las
condiciones desemejantes y semejantes, los errores, el atrevimiento obstinado, la esperanza
pertinaz, el trabajo inútil, la fortuna caduca, siendo en especial mortales, pero todos gene-
ralmente perpetuos, mudables sucesivamente en la propagación, gozando de tiempo veloz,
de tarda sabiduría, temprana muerte y afligida vida. Aquí, donde refiere tantos particulares
pertenecientes a la mayor parte de los hombres, ¿acaso pasó en silencio aquella cualidad
que sabía concernía a muy pocos, que es la tarda sabiduría? Lo cual, si lo omitiera, no
podría definir bien y rectamente al hombre con tan prolija descripción, y cuando elogia la
excelencia de los dioses, dice que la misma bienaventuranza, adonde pretenden los
hombres arribar por medio de la sabiduría, era lo que en ellos aparecía más excelente.

Por lo cual, si quisiera que se entendiera que había algunos demonios buenos, pusiera
también en su descripción alguna circunstancia por donde se comprendiera que tenía con
los dioses alguna parte de bienaventuranza, o con los hombres cualquiera especie de
sabiduría. Pero aquí no refiere cosa alguna buena suya con que los buenos se diferencian
de los malos, aunque anduvo escaso en declarar más libremente la malicia de ellos, no
tanto por no ofenderlos cómo por no disgustar a sus adoradores, con quienes hablaba.

Sin embargo, dio a entender a los cuerdos y prudentes lo que debían sentir de ellos,
supuesto que a los dioses, a todos los cuales quiso que los tuviesen por virtuosos y
bienaventurados, los eximió del todo de sus pasiones, juntándolos con ellos en sola la
eternidad de los cuerpos; repitiendo una y muchas veces claramente que los demonios en el
ánimo son semejantes, no a los dioses, sino a los hombres, y esto no en lo bueno de la
sabiduría, de que también pueden participar los hombres, sino en la perturbación de las
pasiones, la cual domina en los ignorantes y malos, pero los sabios y virtuosos la tratan de
modo que quisieran más no tenerla que vencerla.

Porque si quisiera que se entendiera que los demonios tenían con los dioses la eternidad, no
de los cuerpos, sino de los ánimos, sin duda que no distinguiera y apartara a los hombres

Página 241 de 241


La Ciudad De Dios San Agustín

de la participación de semejante cualidad; pues, sin duda, como Platónico defiende que los
hombres tienen igualmente los ánimos eternos, y por eso, describiendo este género de
animales, dijo que los hombres tenían las almas inmortales y los miembros mortales. Y así,
si por esta razón no tienen los hombres común con los dioses la eternidad, por cuanto en el
cuerpo son mortales, luego por la misma la tienen los demonios, porque en el cuerpo son
inmortales.

CAPITULO IX

Si por intercesión de los demonios puede granjearse el hombre la amistad de los dioses
celestiales ¿Qué tales, pues, serán los medianeros entre los hombres y los dioses, por cuyo
medio han de pretender los hombres la amistad y gracia de los dioses, supuesto que con los
hombres tienen lo peor, que es en el animal lo más estimable, esto es, el alma, y con los
dioses tienen lo mejor, que es en el animal lo más despreciable, que es el cuerpo? Pues
constando todo animal de alma y cuerpo, de las cuales dos cualidades, sin duda, el alma es
más noble que el cuerpo, y aunque defectuosa y enferma, con todo, es mucho mejor a lo
menos que el cuerpo, por muy sano y firme que esté, porque su naturaleza es más
excelente; y por las imperfecciones de los vicios no se pospone al cuerpo, así como al oro,
aunque esté mohoso, se estima en más que la plata y el plomo, no obstante que estén
purísimos estos metales, estos medianeros de los dioses y de los hombres por cuya
interposición se junta y comunica lo divino y lo humano, con los dioses participan de un
cuerpo eterno y con los hombres de un ánimo vicioso, como si la religión con que quieren
los hombres unirse con los dioses por medio de los demonios estuviera colocada en el
cuerpo y no en el alma. ¿Y qué pecado, diremos, o qué culpa colgó a estos medianeros
falsos y engañosos, como cabeza abajo, de modo que tenga la parte inferior del animal,
esto es el cuerpo, con los superiores, y la superior, esto es el alma, con los inferiores, y que
en la parte sujeta, y que sirve que estén unidos con los dioses celestiales, y que con los
hombres terrenos sean miserables en la parte que tiene el mundo? Porque el cuerpo es
esclavo, como lo dice también Salustio, “que nos servimos y aprovechamos del imperio del
alma, y comúnmente del servicio del cuerpo”.

Y añadió el filósofo: “Lo uno tenemos común con los dioses, y lo otro con los brutos”,
pues hablaba de los hombres, que, como las bestias, tienen cuerpo mortal. Pero éstos que
los filósofos nos proveyeron por medianeros entre nosotros y los dioses es verdad que
pueden decir del alma y del cuerpo: el uno le tenemos común con los dioses, y otro con los
hombres; pero, según dije, como trastornados y suspendidos de un modo irregular,
teniendo el cuerpo, que es siervo y esclavo, con los dioses, bienaventurado, y el alma, que
es la señora, con los hombres, miserable; elevados y encumbrados por la parte inferior, y
abatidos y postrados por la superior. Y así, aunque alguno imagine que pueden tener la
eternidad con los dioses, por cuanto sus almas con ninguna especie de muerte pueden
dividirse del cuerpo como la de los animales terrestres, tampoco debe estimarse en esta
conformidad su cuerpo como una eterna carroza de famosos y honrados héroes, sino como
una eterna prisión y calabozo de cautivos y condenados.

CAPITULO X

Página 242 de 242


La Ciudad De Dios San Agustín

Que, según la sentencia de Plotino, son menos miserables los hombres en los cuerpos
mortales que los demonios en los eternos Plotino, escritor cercano a nuestros tiempos, es el
que se lleva ciertamente la gloria y fama de haber entendido mejor que los demás a Platón;
éste, tratando de las almas de los hombres, dice así: “El padre misericordioso les puso unas
prisiones y ataduras mortales”; por lo qué es de dictamen que esto mismo que es ser los
hombres mortales en el cuerpo era misericordia de Dios Padre, porque no estuviesen
siempre presos en la miseria de esta vida.

De esta misericordia ha parecido indigna la malicia de los demonios, pues en la miseria del
ánimo pasivo les cupo, no cuerpo mortal como a los hombres, sino eterno; porque,
efectivamente, serían más felices que los hombres si tuvieran con ellos el cuerpo mortal, y
con los dioses el alma bienaventurada; y fueran iguales con los hombres si con ánimo
miserable por lo menos merecieran también tener con ellos el cuerpo mortal, si adquirieran
algún tanto de piedad, de modo que llegaran a conseguir el descanso de los trabajos
siquiera en la muerte.

Pero no solamente son más felices que los hombres teniendo un ánimo miserable, sino que
son aún más miserables con la perpetua prisión del cuerpo; y no quiso que imaginasen
venían a convertirse de demonios en dioses, aprovechando en la práctica de obras piadosas
y prudentes, supuesto que dijo expresamente que los demonios eran eternos.

CAPITULO XI

De la opinión de los platónicos, que creen que las almas de los hombres son demonios
después de salir de los cuerpos Dice que las almas de los hombres son demonios, y que de
hombres se hacen lares, si son de buen mérito, y si de malo, lemures o larvas, y que cuando
se ignora si tienen buenos o malos méritos, entonces se denominan dioses Manes.

Y con tal opinión, ¿quién no advierte, por poco que quiera atenderlo, el abismo que
descubren para perseverar en las perversas costumbres? Pues por más perversos y
abandonados que sean los hombres, creyendo que han de ser o larvas o dioses Manes,
vienen a ser tanto peores cuanto más inclinados y deseosos están de causar males; de modo
que entienden que aun después de muertos los han de convidar con ciertos sacrificios,
como si fuesen honores divinos, a que hagan daño, porque las larvas -dice-, que son unos
malos y perjudiciales demonios que se forman de los hombres; pero ésta es otra cuestión, y
por eso dice que, en griego, los bienaventurados son llamados Eudémones, por cuanto son
buenas almas, esto es, buenos demonios, confirmando también que las almas de los
hombres son demonios.

CAPITULO XII

De las tres cosas contrarias con que, según los platónicos, se distingue la naturaleza de los
demonios y la de los hombres Pero ahora hablamos de aquellos que descubrió según su
propia naturaleza, colocándolos entre los dioses y los hombres, en el género, animales; en
el entendimiento, racionales; en el ánimo, pasivos; en el cuerpo, aéreos; en el tiempo,
eternos. En efecto, habiendo puesto primeramente a los dioses en el alto cielo, y a los

Página 243 de 243


La Ciudad De Dios San Agustín

hombres en la tierra, distintos entre sí, así en los lugares como en la dignidad y perfección
de su naturaleza, concluye de este modo: “Tenéis dos especies de animales, los dioses, que
son muy diferentes de los hombres en la elevación del lugar, en la perpetuidad de la vida,
en la perfección de la naturaleza, sin que haya entre ellos ninguna comunicación próxima;
así, por ser prolongada en el espacio y distancia que divide las moradas altas de las
ínfimas, como porque en el Cielo la vida es eterna e indeficiente, y en la tierra caduca y
perecedera, y porque aquellas naturalezas están en la cumbre de la bienaventuranza, y éstas
están en lo más despreciable de la miseria.”

Aquí advierto relacionadas tres cosas contrarias acerca de las dos partes extremas de la
naturaleza de los animales, esto es, de la suma y de la ínfima, pues las insinuadas tres
circunstancias loables y buenas que propuso acerca de los dioses, las vuelve a repetir,
aunque con diferentes términos, de manera que coteja las de los hombres con otras tres
contrarias. Las tres de los dioses son éstas: la altura del lugar, la perpetuidad de la vida y la
perfección de la naturaleza. Estas las volvió a repetir con diferentes palabras, oponiéndolas
otras tres contrarias a la condición humana: “Porque es tan grande -dice- el espacio y
distancia que divide las moradas sumas de las ínfimas, pues había dicho la altura del lugar
y la vivacidad, que añade allá es eterna e in- deficiente y acá caduca y perecedera”, ya, que
había dicho la perpetuidad de la vida, y dice, “que aquellas naturalezas están en la cumbre
de la bienaventuranza, y éstas en lo más ínfimo de la miseria”, pues había dicho la
perfección de la naturaleza. Tres cosas afirmó sobre los dioses, que son la sublimidad del
lugar, la eternidad, la bienaventuranza, y de los hombres otras tres contrarias a éstas, que
son el lugar ínfimo, la mortalidad y la miseria.

CAPITULO XlII

Cómo los demonios, supuesto que con los dioses no son bienaventurados, ni con los
hombres miserables, son medios entre unos y otros, sin comunicarse con los unos ni con
los otros Entre estas tres particularidades de los dioses y de los hombres, porque en medio
colocó a los demonios, no hay controversia sobre el lugar, pues entre lo más alto y lo más
bajo muy bien viene y se dice el lugar medio. Restan las otras dos, que será razón
examinemos con alguna mayor diligencia, indagando si es cierto que, o no les convienen a
los demonios, o que se les deben acomodar y distribuir como parece que lo pide la
medianía y es innegable que no pueden dejar de convenir a los demonios.

Porque, aunque decimos que el lugar medio no es el sumo ni el ínfimo, no podemos decir
de igual manera que los demonios, siendo animales racionales, no son bienaventurados ni
miserables, como son las planetas y las bestias, que carecen de sentido o razón, sino que
los que participan de razón es necesario que sean miserables o bienaventurados. Asimismo,
no podemos afirmar con fundamento que los demonios no son mortales ni eternos, puesto
que todos los vivientes, o viven perpetuamente o acaban la vida con la muerte; pero ya dijo
este autor que los demonios, en tiempo, eran eternos. ¿Qué resta, pues, sino que los medios
de las dos ciudades de los sumos tengan la una, y de las otras dos de los ínfimos la otra?
Pues si tuvieran las dos de los ínfimos o las dos de los sumos, no serían ya medios, sino
que o se excedieran o inclinaran a una de las partes; así que, según llevamos demostrado,
no pueden carecer de ambas, y, por consiguiente, deben medirse con igualdad, tomando de
ambas partes la una, y ya que de los ínfimos no pueden tener la eternidad, porque no gozan
de ella, solamente pueden obtenerla de los sumos, por lo cual no les queda otra cosa que
puedan tener de los ínfimos para cumplir su medianía, sino la miseria.

Página 244 de 244


La Ciudad De Dios San Agustín

Según opinión de los platónicos, los dioses que ocupan el lugar más elevado participan de
una bienaventurada eternidad, o de una eterna bienaventuranza; los hombres, que obtenían
el lugar más humilde, de una miseria mortal, o de una mortalidad miserable, y los
demonios, que están en medio, de una eternidad miserable, o de una eterna miseria. Con
las cinco cualidades que describió en la definición de los demonios, todavía no probó que
eran medios, como lo prometía, pues dijo que en tres cosas convenían con nosotros, en ser
animales en el género, en el entendimiento racionales y en el ánimo pasivos, y con los
dioses en una, que consistía en ser eternos en tiempo; y asimismo que tenían una propia,
que era ser aéreos en el cuerpo. ¿Cómo, pues, serán medios, si en una cualidad convienen
con los sumos y en tres con los ínfimos? ¿Quién no advierte cuánto se inclinan y deprimen
a los ínfimos pasando de la medianía? Sin embargo, pueden hallarse allí realmente medios,
de modo que tengan una propia y peculiar, que es el cuerpo aéreo, como también los sumos
ínfimos tienen otra propia suya: los dioses, cuerpo etéreo, y los hombres, terreno, y que las
dos son comunes a todos, que es que en el género sean animales y en el ánimo racionales.

Porque hablando este autor de los dioses y de los hombres, “tenéis (dice) dos especies de
animales”, y estos autores no suelen llamar a. los dioses sino racionales en el alma. Dos
cosas restan, que son: ser pasivos en el ánimo y eternos en el tiempo. En una de éstas
convienen con los ínfimos, y en la otra con los sumos, para que, ajustada la medianía con
cierta proporción, ni se eleve a lo sumo, ni se incline ni abata a lo ínfimo, y ésta es aquella
miserable eternidad o eterna miseria de los demonios, en atención a que quien los llamó
pasivos en el ánimo los llamara asimismo miserables si no le dominara el pudor por
respeto a sus adoradores. Y supuesto que, según lo confiesan estos mismos filósofos, se
gobierna el mundo con la providencia dcl sumo Dios y no por caso fortuito, jamás fuera
eterna la miseria de éstos si no fuera excesiva su malicia; luego si los bienaventurados se
llaman Eudémones, no son Eudémones los demonios a quienes colocan en el lugar medio
entre los hombres y los dioses. ¿Cuál es el lugar de estos buenos demonios que, estando
sobre los hombres y debajo de los dioses, acuden a favorecer a los unos y servir a los
otros? Porque si son buenos y eternos, sin duda son también bienaventurados; pero la
bienaventuranza eterna no consiente que sean medios, pues los compara y aproxima mucho
a los dioses.

Por lo cual en vano intentarán demostrar cómo los demonios buenos, si son igualmente
inmortales y bienaventurados, se colocan justamente en medio entre los dioses, inmortales
y bienaventurados, y los hombres, mortales y miserables; pues teniendo ambas cualidades
comunes con los dioses, es a saber, la bienaventuranza y la inmortalidad, y ninguna de
ellas con los hombres, que son miserables y mortales, no advierten que los ponen muy
distantes y diferentes de los hombres, y juntos con los dioses; y de ningún modo en medio
entre unos y otros. Porque entonces fueran medios si tuvieran sus dos cualidades
peculiares, no comunes con las dos de cualquiera de ambos, sino con una de las dos de
ambos, así como el hombre ocupa un puesto medio entre las bestias y los ángeles, por ser
animal racional mortal, siendo los ángeles racionales inmortales y las bestias animales
irracionales mortales, teniendo, por lo tanto, de común con los ángeles la razón, y con las
bestias la mortalidad. Por consiguiente, cuando buscamos medio entre bienaventurados
inmortales y entre los miserables mortales, debemos buscar una cualidad que, siendo
mortal, sea bienaventurada o, siendo inmortal, sea miserable.

CAPITULO XIV

Página 245 de 245


La Ciudad De Dios San Agustín

Si los hombres, siendo mortales, pueden ser bienaventurados con verdadera


bienaventuranza Pero acerca de si siendo el hombre mortal puede también ser
bienaventurado, hay grande y reñida controversia entre los sabios, pues ha habido algunos
que examinaron con más humildad su condición, y dijeron que el hombre no podía ser
capaz de la bienaventuranza mientras existía en la vida mortal; otros se engrandecieron a sí
mismos, atreviéndose a decir que los mortales, siendo sabios, podían ser bienaventurados.

Si esto es cierto, ¿por qué no colocaron a éstos por medianeros entre los míseros mortales y
los inmortales bienaventurados, supuesto que tenían la bienaventuranza con, los inmortales
bienaventurados, y la mortalidad con los infelices mortales? Y si verdaderamente son
bienaventurados, a ninguno deben tener envidia, porque ¿hay cosa más miserable que la
envidia? Por lo cual deben favorecer y auxiliar en cuanto pudieren a los miserables
mortales para que consigan la bienaventuranza, y después de la muerte puedan ser ellos
también inmortales y agregarse a la amable compañía de los ángeles inmortales y
bienaventurados.

CAPITULO XV

Del hombre Cristo Jesús, mediador entre Dios y los hombres Y si, lo que es más creíble y
probable, que todos los hombres mientras son mortales es indefectible que sean igualmente
miserables, debemos buscar un medio que sea no sólo hombre, sino también Dios, a fin de
que conduzca a los hombres de esta miseria mortal a la bienaventurada inmortalidad,
interviniendo la bienaventurada mortalidad de este medio; el cual convino que ni dejara de
hacerse mortal ni tampoco permaneciera mortal. Hízose, pues, mortal, sin disminuir la
divinidad del Verbo, recibiendo en sí la instabilidad de la humana naturaleza, pero no
permaneció mortal en la misma carne, porque la resucitó de entre los muertos, siendo el
fruto de su mediación que ni los mismos por cuya redención se hizo medianero quedaran
sumergidos en la muerte perpetua aun de la carne.

Por eso convino que el mediador entre nosotros y Dios tuviera una mortalidad transeúnte y
una bienaventuranza permanente y extensiva por los siglos de los siglos, para que con lo
mismo que pasa y es puramente temporal se acomodara a la suerte de los que deben morir,
y de muertos los lleve a la posesión perpetua de la patria celestial; luego, según esta
doctrina, los ángeles buenos no pueden ser medios entre los miserables mortales y ,los
bienaventurados inmortales, pues son también bienaventurados e inmortales, y los ángeles
malos pueden ser medios, porque son inmortales con aquellos y miserables con éstos.

Al contrario de estos espíritus es el mediador bueno, que contra su inmortalidad y miseria


de ellos quiso ser mortal por algún tiempo, y pudo perseverar bienaventurado en la
eternidad; por lo que a estos inmortales soberbios y miserables seductores, porque no
atrajeran cautelosamente a la miseria por la jactancia de su inmortalidad, los destruyó con
la humildad de su afrentosa muerte y con la benignidad de su bienaventuranza respecto de
aquellos cuyos corazones purificó con su fe y los libró de la impura y abominable
dominación de los espíritus infernales. Así que el hombre, mortal y miserable, desterrado y
apartado de los inmortales y bienaventurados, ¿que medios podrá elegir para poder unirse a
la inmortalidad y bienaventuranza? Lo que nos puede convidar y agradar en la
inmortalidad de los demonios es miserable; lo que nos puede dar en rostro y ofender en la
mortalidad de Cristo ya pasó; así que allá nos debemos guardar de la eterna infelicidad, y

Página 246 de 246


La Ciudad De Dios San Agustín

acá no hay que temer a la muerte, que no pudo ser eterna, y debemos amar y desear la
bienaventuranza perpetua; porque con este objeto se interpuso el medio inmortal y
miserable, a fin de no dejarnos pasar a la obtención de la felicidad inmortal, pues persevera
obstinado en lo que impide, esto es, en la misma miseria; pero al mismo tiempo se
interpuso el mortal y bienaventurado para que, pasada la mortalidad, nos hiciese, de
muertos, inmortales, lo cual manifestó en sí mismo resucitando glorioso, y para hacernos,
de infelices, perpetuamente felices, que es lo que El nunca dejó de ser.

Infiérese, por lo mismo, que el uno es medio malo que divide y separa a los amigos, y el
otro es medio bueno que reconcilia a los enemigos, por lo que hay muchos medios que nos
dividen y apartan, porque la muchedumbre, que es bienaventurada, viene a serlo por la
participación de un solo Dios, y la multitud de los ángeles malos es miserable por ser
privada de la participación de este Dios, la cual podemos decir que se opone más pata
impedir que se interpone para ayudar a la bienaventuranza; aun con su misma
muchedumbre, en alguna manera embaraza e impide que podamos llegar a la posesión de
aquel único bien beatífico que para que pudiéramos llegar a él fue necesario que
tuviéramos no muchos, sino un solo mediador, quien fuera el mismo con cuya
participación seamos bienaventurados, esto es, el Verbo divino, no hecho, sino Aquel por
cuya, mano y omnipotencia se hicieron y criaron todas las cosas.

Mas no por eso es tampoco mediador, por cuanto es Verbo, pues el divino Verbo, que es
sumamente inmortal y sumamente bienaventurado, está muy distante de los miserables
mortales, y sólo es mediador por lo que es hombre, demostrándonos realmente con esto
mismo que no debemos buscar para aquel bien (no sólo bienaventurado, sino también
beatífico) otros mediadores, por quienes entendemos que nos conviene procurar otras
máquinas y escalas para poder subir y llegar, porque el bienaventurado y beatífico Dios,
vistiéndose de nuestra humanidad, nos proveyó de un medio infalible para que pudiéramos
llegar a participar de su dignidad, pues Iibrándonos de la mortalidad y miseria no nos lleva
a los ángeles inmortales y bienaventurados, para que con su participación seamos
igualmente inmortales y bienaventurados, sino que nos dirige a aquella sacrosanta Trinidad
con cuya participación los ángeles son también bienaventurados; por lo cual, cuando para
ser mediador quiso, en forma de siervo, ser inferior a los ángeles, sin embargo, en la forma
que Dios quedó superior a los ángeles, siendo El mismo el que en lo inferior era el
verdadero camino de la vida eterna, y en lo superior era la vida misma.

CAPITULO XVI

Si es conforme a razón la sentencia de los platónicos en que dicen que los dioses
celestiales, evitando los contagiosos defectos de la tierra, no se mezclan y comunican con
los hombres, a quienes favorecen los demonios para que alcancen la gracia y amistad de
los dioses Por cuanto no es cierto que el mismo platónico refiere haber dicho Platón que
“ningún dios se, mezcla con el hombre”, lo cual, añade, es la principal señal de excelencia,
no dejándose profanar con el trato de los hombres; luego confiesa que se dejan profanar los
demonios, y por lo mismo no podrán purificar a los hombres que los profanan; según esta
doctrina, los unos y los otros, todos, vienen a ser inmundos y profanos: los demonios con
el comercio sensible de los hombres, y Estos adorando a los espíritus infernales.

Si es cierto que pueden los demonios ser tratados como sensiblemente de hombres y
mezclarse con ellos, sin contaminarse, sin duda, son mejores que los dioses, supuesto que

Página 247 de 247


La Ciudad De Dios San Agustín

si se mezclaran serían profanados; y esta prerrogativa, dicen, es la principal que tienen los
dioses, que por estar tan altamente separados no los puede contaminar el trato de los
hombres; y por lo perteneciente al sumo Dios, creador de todas las cosas, a quien nosotros
llamamos verdadero Dios, dice que le celebra Platón hablando de este modo: “Que él
solamente, a quien por la cortedad e ignorancia del humano lenguaje no le pueden
comprender ni una mínima parte, ninguna especie de palabras las más exageradas, y que
apenas la inteligencia de este Dios se descubre a los sabios, después de haber
primeramente recopilado con el vigor de su ánimo todo lo concerniente a las cualidades
corporales, lo cual les sucede también a ratos, así como suele dejarse ver en unas
densísimas tinieblas una luz cándida y apacible entre repentinos relámpagos”; luego si el
que es verdaderamente sobre todas las cosas sumo Dios, con una inteligible e inefable
presencia, aunque a ratos y como una luz hermosa y agradable en un rápido relámpago,
con todo, se descubre a los corazones de los sabios cuando se apartan en cuanto pueden de
las cosas corporales, y no puede ser contaminado de ellos, ¿a qué fin colocan, pues, a estos
dioses tan distantes en un lugar elevado, por que no se contaminen con el comercio
sensible de los hombres?

Como si pudiésemos mejor ver o mirar aquellos cuerpos etéreos, con cuya luz, en cuanto
puede, se alumbra la tierra, y si las estrellas (todas las cuales dicen que son dioses visibles),
no se contaminan porque las miren y observen, tampoco los demonios se contaminarán
cuando los miren y vean los hombres, aunque sea de cerca. ¿O acaso temen que los
contaminen los hombres con sus palabras a los que no se contaminan con sus ojos? Y por
eso tienen en medio a los demonios para que les refieran las palabras de los hombres, de
quienes están tan remotos y desviados para conservarse y perseverar purísimos, sin rastro
de mancha. ¿Pues qué diré ya de los demás sentidos? Porque, o los dioses, por oler cuando
estuviesen presentes no podrían ser contaminados, o cuando están presentes los demonios
pueden efectuarlo con los vapores de los cuerpos vivos de los hombres, quienes no se
contaminan en los sacrificios con tanta multitud de cuerpos muertos; en el sentido del
gusto, como no tienen necesidad de ir restaurando la humana naturaleza, tampoco hay
hombre que los necesite para buscar qué comer de los hombres; por lo tocante al tacto, lo
tienen en su libre potestad, pues, aunque parece que este sentido principalmente se
denominó trato sensible, con todo, si quisieran se mezclarían con los hombres hasta llegar
a ver y que los viesen, a oír y que los oyesen; pero ¿qué necesidad hay del sentido del
tacto? Pues ni los hombres se atrevieran a desearlo, gozando de la vista o conversación de
los dioses y de los demonios buenos. Y si pasara tan adelante la curiosidad, según fuera de
su agrado, ¿cómo pudiera ninguno tocar a Dios o al demonio contra la voluntad de ellos, el
que no puede tocar a un pájaro si no es teniéndole preso y asegurado? Luego viendo y
dejándose ver, hablando y oyendo, pudieran los dioses, mezclarse corporalmente con los
hombres, y si de esta manera se mezclan los demonios, como dije, y no se contaminan, y
los dioses se contaminaran si se mezclaran, hacen incontaminables a los demonios y
contaminables a los dioses.

Y si se contaminan también los demonios, ¿de qué sirven a los hombres para la obtención
de la vida bienaventurada que esperan después de la muerte, supuesto que los
contaminados no pueden purificarlos para que, ya limpios, se puedan unir con los dioses
incontaminados, entre los cuales y los hombres estaban ellos colocados en el medio? Y si
tampoco les hacen este beneficio, ¿de qué aprovecha a los hombres la amistad y mediación
de los demonios, a no ser que sea para que los hombres, después muertos, no se pasen a los
dioses por ministerio de los demonios, sino que, incorporados unos y otros, vivan
contaminados, y, por consiguiente, ni unos ni otros sean bienaventurados?

Página 248 de 248


La Ciudad De Dios San Agustín

Así es, si no es, acaso, que diga alguno que el método que observan los demonios para
purificar a sus amigos es como el que tienen las esponjas y otras cosas de igual calidad, de
suerte que tanto más se ensucian y manchan cuanto más se limpian y purifican los
hombres. Y si esto es cierto, los dioses, que por no contaminar huyeron de la proximidad y
trato social de los hombres, se mezclan con los demonios, que están más contaminados que
ellos. Si no es que digan que pueden los dioses limpiar a los demonios contaminados por
los hombres sin ser contaminados de ellos, lo cual no pueden hacerlo así con los hombres.
¿Y quién ha de creer este desatino, sino aquel a quien los falaces demonios hubieren
engañado? Y más que si el dejarse ver y el ver contamina, los hombres ven a los dioses que
él dice que son tan visibles, como “son las clarísimas lumbreras del mundo, y, las demás
estrellas; y por esta cuenta más seguros están los demonios de esta contaminación de los
hombres, ya que no pueden ser vistos si ellos no quieren. O si contamina, no el dejarse ver,
sino el ver, nieguen que estas resplandecientes antorchas del mundo, las cuales tienen por
dioses, ven a los hombres cuando arrojan sus rayos hasta tenderlos por la tierra, los cuales
rayos, no obstante, aunque se derramen y extiendan por todas y cualesquiera obscenidades,
no por eso se contaminan; ¿y los dioses se contaminarán si se mezclan con los hombres,
aunque fuera necesario para ayudarlos el contacto? Porque los rayos del sol y de la luna
tocan la tierra, y con todo, ella no contamina esta luz.

CAPITULO XVII

Que para conseguir la vida bienaventurada, que consiste en la participación del sumo bien,
no tiene necesidad el hombre de tal medianero, como es el demonio, sino de uno, como es
Jesucristo Pero mucho me admiro que hombres tan doctos, que pospusieron todas las
cualidades corpóreas y sensibles a las incorpóreas e inteligibles, tratando de la vida
bienaventurada hagan mención de los tratos corporales. ¿Dónde está aquella expresión de
Plotino, que dice: “¿Debemos, pues, acogernos y huir a la esclarecida patria donde está el
padre, y todo cuanto puede desearse? ¿En qué escuadra o embarcación, o cómo hemos de
huir? Procurando (dice) ser semejantes a Dios. Luego si cuanto uno más se asemeja a Dios
tanto se les aproxima más, no hay otra distancia que esté lejos de él sino la de semejanza; y
tanto más desemejante es el alma del hombre al incorpóreo; eterno e inmutable Dios,
cuanto es más apasionada de las cosas temporales y mudables.

Y para remediar y reparar este quebranto, porque a la inmortal pureza que reside en lo
sumo no pueden convenir las cosas mortales y abominables que hay en lo ínfimo, es
innegable que es necesario un medianero, pero tal que tenga el cuerpo inmortal que
parezca a los sumos y el alma poseída de las pasiones, flaca y enfermiza, que se asemeje a
los ínfimos, para que con este defecto no nos envidie nuestra salud eterna, antes, por el
contrario, nos, favorezca para conseguir la salud espiritual, a no ser tal que, acomodado y
ajustado con nosotros, que somos los ínfimos, con la mortalidad del cuerpo, nos suministre
los auxilios más eficaces y realmente divinos para purificarnos y librarnos con la inmortal
justicia de su espíritu, por la cual quedó con los sumos, no con distancia de lugares, sino
con la excelencia de la semejanza.

Este, siendo Dios incontaminable; no puede decirse que tuviese mancha alguna del hombre
de cuya carne se vistió, o de los hombres entre quienes conversó y vivió siendo hombre; y
no son pequeñas entretanto estas dos saludables máximas que nos demostró con su
Encarnación, que ni la verdadera divinidad se puede contaminar con la carne ni por eso

Página 249 de 249


La Ciudad De Dios San Agustín

debemos imaginar que los demonios son mejores que nosotros porque no están vestidos de
la humana naturaleza. Este es, como nos lo dice la Sagrada Escritura, “el medianero de
Dios y de los hombres, Cristo Jesús”, de cuya divinidad, en que es igual al Padre, y de su
humanidad, en que se hizo semejante a nosotros, no hay aquí lugar para que podamos
discurrir como es razón.

CAPITULO XVIII

Que los demonios, mientras nos prometen con su intercesión el camino para Dios,
procuran con engaños desviar a los hombres del camino de la verdad Pero los demonios,
falsos y engañosos medianeros, siendo miserables por la abominación de su espíritu y
malignos por muchas obras suyas, son famosos y conocidos; sin embargo, por medio del
espacio de los lugares corporales, y por la sutileza de los cuerpos aéreos, nos procuran
retirar y desviar del aprovechamiento y progreso espiritual de nuestras almas, no nos abren
el camino para lograr conocer y ver a Dios, sino que nos lo impiden, para que no
caminemos por él, llegando a tanto su encono, que nos ponen obstáculos hasta en el
camino corporal, que es falsísimo y lleno de error por donde no camina la justicia, porque,
en efecto, debemos caminar y subir a Dios no por la excelencia corporal, sino por la
espiritual, esto es, por la semejanza incorpórea; sin embargo, en este propio camino
corporal que los apasionados de los demonios trazan por las escalas y grados de los
elementos, colocando a los demonios aéreos en medio de los dioses etéreos y de los
hombres terrenos, entienden y creen que la principal prerrogativa que tienen los dioses es
que por esta distancia de los lugares no pueden contaminarse con el trato y comunicación
de los hombres, y por eso creen mejor que los demonios son contaminados por los
hombres, que no que los hombres son purificados por los demonios, y que los mismos
dioses se pudieran contaminar si no los defendiera la elevación del lugar. Y ¿quién es tan
estúpido que asienta a que pueda purificarse por esta vía, cuando enseñan que los hombres
son los que contaminan, los demonios los contaminados y los dioses contaminables, y no
elija antes el camino por donde se evite la concurrencia de los demonios que nos
contaminan más, y por donde los hombres se limpian de la contaminación con la gracia de
Dios inmutable, para llegar a gozar de la purísima compañía de los ángeles
incontaminados?

CAPITULO XIX

Que ya el nombre de demonios, entre sus mismos adoradores, no se usa para significar
cosa alguna buena Mas porque no se crea que nosotros alteramos igualmente el genuino
sentido de las palabras, por cuanto algunos de estos demonícolas, por decirlo así, cuyo
partidario es también Labeón, dicen que otros llaman ángeles a los mismos que ellos
llaman demonios, me parece que el asunto me convida a que diga ya alguna cosa de los
ángeles buenos, los cuales no niegan éstos que los hay; sin embargo gustan más llamarlos
demonios buenos que ángeles; pero nosotros, conforme al estilo de la Sagrada Escritura,
bajo cuya creencia somos cristianos, leemos que los ángeles son en parte buenos y en parte
malos, mas los demonios nunca son buenos; y en cualquier lugar que en la Divina Escritura
se halla este nombre, que en latín dicen daemones o daemonia, no se entienden sino los
espíritus malignos, modo de hablar que ha seguido tan generalmente el vulgo, que aun los
mismos que se denominan paganos y pretenden que deben adorarse muchos dioses y
demonios, casi ninguno hay tan literato y docto que se atreva a decir en buena parte, ni aun

Página 250 de 250


La Ciudad De Dios San Agustín

a su esclavo, “demonio tienes”, sino que cualquiera a quien se lo dijera ha de entender, sin
duda, que le quiso maldecir. ¿Qué ocasión, pues, nos excita a que, además de la ofensa de
tantos oídos que ya casi pueden ser todos los que no suelen tomar este nombre sino en
mala parte, no sea forzoso ponernos a declarar lo que hemos dicho, pudiendo, con usar del
nombre de ángeles, evitar la ofensa y mal sonido que podía haber con oír el nombre de
demonios?

CAPITULO XX

De la cualidad de la ciencia, que hace a los demonios soberbios Aunque en el mismo


origen de este nombre, si acudimos a la Sagrada Escritura, hallaremos una exposición
digna de consideración. Dícense demonios porque el nombre es griego, dicho así de la
ciencia, y el Apóstol que habló por boca del Espíritu Santo dice: “Que la ciencia causa
hinchazón, pero que la caridad edifica”; lo cual no se entiende bien de este modo si no
entendemos que entonces aprovecha la ciencia cuando va asociada de la caridad, pero sin
esta hinchazón, esto es, sin la que levanta y ensoberbece a manera de gran ventosa; hay,
pues, en los demonios ciencia sin caridad, y por eso son tan altivos, esto es, tan soberbios,
que han procurado todo cuanto pueden, y con quien pueden todavía procuran que los
adoren y tributen el honor y el culto que saben que se debe al Dios verdadero; y contra esta
soberbia de los demonios que estaba apoderada del linaje humano por sus pecados cuánta
fuerza tenga la humildad de Dios que apareció en forma de siervo, no lo acaban de conocer
las almas de los hombres, hinchadas con la abominación de la altivez, semejantes a los
demonios en la soberbia, aunque no en la ciencia.

CAPITULO XXI

Hasta qué grado quiso el Señor dejarse conocer de los demonios Los mismos, demonios
sabían aun esto de modo que al mismo Señor, vestido de la humana flaqueza de nuestra
carne, le dijeron: Quid nobis et tibi, Jesu Nazarene? venisti perdere nos? “¿Qué tenemos
nosotros contigo, Jesús Nazareno, que has venido a perdernos y atormentarnos?”
Claramente se advierte en estas palabras que había en ellos una ciencia muy profunda, mas
no caridad, porque temían la pena y castigo que les había de venir de mano del Señor y no
amaban la justicia que había en Él, y tanto se dejó conocer de ellos cuanto quiso, y tanto
quiso cuanto fue menester; pero dejóse conocer y se les manifestó, no como a los santos
ángeles que gozan y participan de su eternidad, según que es Verbo del eterno Padre, sino
como fue necesario manifestarles para espantarlos, de cuya potestad, en alguna manera
tiránica, había de librar a los que están predes- tinados para su reino y gloria para siempre
verdadera y verdaderamente sempiterna. Manifestóse, pues, a los demonios, no en la parte
que es vida eterna y luz inmutable que alumbra a los piadosos y temerosos de Dios, la cual
los que la alcanzan a ver por la fe que es en él, se purifican y limpian, sino por ciertos
defectos temporales de su virtud y por algunas señales de su im- penetrable presciencia, las
cuales se pudiesen descubrir a los sentidos angélicos, aun de los espíritus malignos, antes
que a la flaqueza de los hombres.

Y así, cuando le pareció reprimirlas y ocultarlas un poco, y cuando se ocultó más


profundamente, dudó de él el príncipe de los demonios, y le tentó para saber si era Cristo,

Página 251 de 251


La Ciudad De Dios San Agustín

examinando todo cuanto Él se dejó tentar para acomodar al hombre que consigo traía para
ejemplo y dechado nuestro; pero después de aquella tentación, sirviéndole, como dice el
sagrado texto, los ángeles (sin duda, los buenos) y los santos, y, por consiguiente,
haciéndose terribles y espantosos a los espíritus inmundos, se fue manifestando más y más
a los demonios cuán, grande era, para que a su mandato, aunque en Él parecía de corta
estimación por la flaqueza de la carne, nadie, se atreviese a resistir.

CAPITULO XXII

Qué diferencia hay entre la ciencia de los santos ángeles y la ciencia de los demonios Estos
ángeles buenos no estiman la ciencia de las cosas corporales y temporales con que se
hinchan y ensoberbecen los demonios; no porque las ignoren, sino porque estiman y
aprecian sobremanera la caridad de Dios con que se santifican, y en comparación de su
hermosura, que es no sólo incorpórea, sino inmutable e inefable. de cuyo santo amor están
inflamados, desprecian todas las cosas que están debajo de ella, y que no son lo que es ella,
y a sí propios entre ellas, para poder gozar con todas las dotes que les constituye en la clase
de una bondad suma de aquel sumo bien, de donde les proviene ser buenos. Y por eso
tienen también una noticia más cierta de las cosas temporales y mudables, por cuanto en el
Verbo divino que crió el mundo ven las principales causas de ellas, con las que se
comprueban unas, se reprueban otras, y todas se gobiernan y ordenan, pero los demonios
no contemplan ni ven en la sabiduría de Dios las causas eternas de los tiempos y las que
son de algún modo las cardinales, sino que con la experiencia mayor de algunas señales
ocultas a nuestros, limitados entendimientos alcanzan a examinar muchas más, cosas
futuras que los hombres, y vaticinan algunas veces sus admirables disposiciones.

Finalmente, éstos se engañan a veces y los otros nunca; porque una cosa es conjeturar y
comprender bajo el aspecto de las cosas temporales las temporales y con las mudables las
mudables expresándolas y aplicándolas el juicio temporal y mudable de su voluntad y
limitadas fuerzas, lo cual se permite a los demonios por una razón incomprensible a
nosotros; y otra cosa es prever y presagiar en las eternas e inmutables leyes de Dios que
viven en su sabiduría las vicisitudes y alteraciones de los tiempos y conocer la voluntad de
Dios tan cierta como poderosa con la participación que tienen de su divino espíritu; lo cual,
según sus respectivos grados, se concede con recta discreción a los santos y ángeles; así
que, no sólo son eternos, sino también, bienaventurados, y el bien con que son felices es su
Dios, que es por quien fueron criados, porque gozan sin alteración ni disminución alguna,
y sin recelo de perderle jamás, de su participación y contemplación

CAPITULO XXIII

Que el nombre de dioses falsamente se atribuye a los dioses de los gentiles, el cual, con
todo, por autoridad de la divina Escritura, viene a ser común así a los santos ángeles como
a los hombres Si los platónicos se complacen más de llamar a los ángeles dioses que
demonios y de colocarlos entre los dioses, de quienes escribe su maestro Platón que los
crió el sumo Dios, díganlo del modo que les agrade, porque no hay que molestarse ni
reparar respecto de ellos en la disputa sobre el nombre; pues si dicen que son inmortales y
confiesan llanamente que los crió el sumo Dios, y que son bienaventurados, no por sí
mismos, sino por unirse con su Criador, dicen lo mismo que nosotros, llámenles como
gusten; que éste sea el dictamen de los platónicos o de todos, o de los más sabios, se puede

Página 252 de 252


La Ciudad De Dios San Agustín

indagar por sus mismos libros, por cuanto aun en la expresión del nombre con que llaman
dioses a estas criaturas inmortales bienaventuradas no hay discrepancia notable entre ellos
y nosotros, pues leemos también en nuestras sagradas letras: “el Señor de los dioses se lo
dijo”; y en otra parte: “confesad y alabad al que es Dios de los dioses”; en otro lugar: “Rey
grande sobre todos los dioses”; porque cuando dice: “terrible es sobre todos los dioses”, la
razón porque así lo dijo lo declara adelante, y prosigue quoniam omnes Dii, Gentium
daemonia, Dominus autem Coelos ,fecit, “porque todos los dioses de los gentiles son
demonios, y el Señor es solamente el que hizo los cielos”; dijo, pues, terribles sobre todos
los dioses, esto es, sobre todos los dioses de los gentiles, a quienes éstos tienen por tales,
siendo así que son demonios, es terrible para ellos, y por eso con miedo y terror decían al
Señor: “¿Para qué viniste a perdernos y atormentarnos?” Donde dice igualmente Dios de
los dioses no puede entenderse Dios de los demonios, y donde dice Rey grande sobre todos
los dioses, líbrenos Dios de decir que es Rey o Caudillo grande sobre todos los demonios.
También llama la misma Escritura Sagrada dioses a los hombres del pueblo de Dios: “Yo
dije, dice, dioses sois, y todos hijos del Excelso”, por lo que podemos entender por Dios de
estos dioses al que llamó Dios de estos dioses y sobre tales dioses; Rey grande al que dijo
que era Rey grande sobre todos los dioses. Pero cuando nos preguntan, supuesto que se
llaman dioses los hombres, por individuos del pueblo de Dios, con quien habla el Señor
por medio de los ángeles o por los hombres, ¿cuánto más dignos serán de este honorífico
dictado los inmortales que gozan de aquella bienaventuranza, adonde, sirviendo a Dios,
desean los hombres llegar? ¿Qué hemos de responder, sino que no en vano la Escritura
llame más expresamente dioses a los hombres que a los inmortales y bienaventurados, a
quienes se nos promete que seremos iguales en, la resurrección, es a saber, porque no se
atreviera la imbecilidad humana a ponernos por Dios algunos de ellos, fundada en su alta
excelencia? Lo cual es fácil de evitar en el hombre.

Fue justamente determinado que más clara y distintamente se llamaran dioses los hombres
del pueblo de Dios, para que se certificaran más y más y confiaran que era solamente su
Dios el que se dijo Dios de los dioses, porque aunque se llamen dioses los inmortales y
bienaventurados que gozan de la patria celestial, con todo, no se llamaron dioses de los
dioses, esto es, dioses de los hombres del pueblo de Dios; por quienes se dijo: Ego dixi, Dii
estis, et filli Excelsi omnes: “Yo dije, dioses sois, y todos hijos del Excelso”, de donde
proviene lo que dice el Apóstol: “Aunque haya otros que se llamen dioses, ya sea en el
cielo o en la tierra, de los cuales, según el nombre y opinión común, se hallan muchos
dioses y muchos señores; sin embargo, nosotros sólo tenemos un Dios, que es el Padre, de
quien como el verdadero autor y criador del Universo, nos viene todo encaminado para
nosotros, y nosotros para ti, y un solo Señor Jesucristo, por quien el Padre hizo las cosas, y
a nosotros para él.”

No hay motivo para controvertir y altercar con obstinación sobre el nombre, siendo tan
evidente y claro el asunto, que no admite duda alguna; pero siempre que decimos que del
número de los inmortales bienaventurados envió Dios ángeles que anunciasen a los
hombres su voluntad divina, no les agrada esta referencia, porque creen que este ministerio
lo ejercen, no los que llaman dioses, esto es, los inmortales y bienaventurados, sino los
demonios, a quienes se atreven a distinguir solamente con el nombre de inmortales, aunque
no con el de bienaventurados, o a lo menos si los dicen inmortales y bienaventurados, es de
tal modo, que, sin embargo, los llaman demonios buenos y no dioses colocados en lugar
elevado, desviados del comercio sensible de los hombres. Y aunque esta discusión parezca
precisamente controversia de nombre, no obstante, es tan abominable el nombre de los
demonios, que en todo caso debemos desterrarle de entre los santos ángeles.

Página 253 de 253


La Ciudad De Dios San Agustín

Ahora, pues, cerremos este libro, sosteniendo que los inmortales y bienaventurados, de
cualquier modo que los llamen (que en efecto son criaturas), no son medianeros para
conducir a la inmortalidad y bienaventuranza a los miserables mortales, quienes se
distinguen de ellos por dos diferencias, por la miseria y por la mortalidad, y los que son
medios (que tienen la inmortalidad común con los superiores y la miseria con los in-
feriores, por cuanto son miserables con su malicia), la bienaventuranza que no poseen, más
bien pueden envidiárnosla que dárnosla.

De estas razones se deduce que no tienen aliciente alguno de consideración que nos puedan
representar los afectos y aficionados a los demonios, por cuyo respeto debamos
reverenciarlos y auxiliarlos como avudadores y protectores; antes como mentirosos,
debemos evitar su trato y amistad; pero los que los tienen por buenos, y consiguientemente
no sólo por inmortales, sino por bienaventurados, entienden que deben ser adorados por
dioses sirviéndolos afectuosamente con sacrificios y ceremonias divinas, para conseguir
después de su muerte la vida bienaventurada, cualesquiera que sean ellos y cualquiera que
sea el nombre que merezcan; éstos, digo, que los tienen por buenos, no quieren que
adoremos con semejante culto sino a un solo Dios, que es quien los crió, y con cuya
participación son bienaventurados, como prestándonos este gran Señor su favor y gracia, lo
veremos más extensamente en el libro siguiente.

LIBRO DECIMO EL CULTO DEL VERDADERO DIOS

CAPITULO PRIMERO

Que fue también doctrina de los platónicos que la verdadera bienaventuranza la da un solo
Dios, ya sea a los ángeles, ya sea a los hombres; pero resta averiguar si los que ellos
entienden que por esta misma bienaventuranza deben ser adorados, quieren que
Sacrifiquemos solamente a Dios o a ellos también Es cierto, entre todos los que poseen la
razón natural, que todos los hombres apetecen ser bienaventurados. Pero mientras la
humana imbecilidad procura averiguar exactamente quiénes son bienaventurados, y la
norma que observan para conseguir esta felicidad, han resultado en esta discusión muchas
y célebres controversias, en las que han consumido el tiempo y sus estudios los filósofos,
las cuales sería muy prolijo y nada necesario el intentar referir y discutir.

Porque y el lector recuerda lo que propusimos en el libro VIII acerca de la elección de los
filósofos, con quienes podía tratarse la cuestión sobre la vida bienaventurada que ha de
suceder después de la muerte, esto es, si podíamos alcanzarla adorando a un solo Dios
verdadero o a muchos dioses, no será su voluntad que volvamos a repetir aquí lo mismo,
mayormente pudiendo, con volver a leerlo, si acaso se le hubiere olvidado, ayudar a
refrescar la memoria Elegimos con conocimiento de causa a los platónicos, que justamente
son los más famosos y cuerdos entre todos los filósofos; porque así como pudieron
comprender con las luces de su entendimiento que el alma del hombre, aunque era
inmortal, racional o intelectual, con todo no podía ser bienaventurada sin la participación
de la soberana luz de aquél por quien ella y el mundo fue criado, así también negaron que
alguno pueda conseguir la eterna felicidad que todos los hombres apetecen y desean, a no
ser que se una la pureza de un amor casto con aquel sumo bien, que es el inmutable y
omnipotente Dios.

Página 254 de 254


La Ciudad De Dios San Agustín

Mas porque los platónicos, ya fuese rindiéndose a la vanidad y al error común del pueblo,
o, como dice el apóstol de las gentes, Pablo: “Desvaneciéndose con sus imaginaciones y
raciocinios”, opinaron o quisieron que debía adorarse a muchos dioses y aun algunos de
ellos fueron de opinión que debían ser adorados con honras y sacrificios divinos los
demonios (a los cuales hemos contestado ya en lo principal); ahora nos resta examinar y
averiguar, con el favor de Dios, cómo los inmortales y bienaventurados, que están en los
celestiales tronos, dominaciones, principados y potestades, a quienes los platónicos llaman
dioses, y algunos de ellos o demonios buenos o como nosotros, ángeles, cómo ha de
entenderse que quieren que los reverenciemos, y con qué culto y religión quieren que los
sirvamos; esto es, por decirlo más claro, si quieren que los adoremos, ofrezcamos.
sacrificios y les consagremos algunas cosas de nuestro uso, o a nosotros mismos, con ritos
y ceremonias sagradas, o solamente a su Dios, que lo es también nuestro. Porque éste es el
culto y religión que se debe tributar a la divinidad o, si hemos de decirlo con más
expresión, a la misma deidad; y para significar este culto y adoración con sola una palabra,
ya que no me ocurre una latina acomodada al asunto, donde es necesario lo doy a entender
en la griega.

Porque los nuestros en cualquier parte que se halla en la Sagrada Escritura esta voz latría
han interpretado servicio. Por el servicio que debe prestarse a los hombres, conforme al
cual prescribe el Apóstol que los siervos estén sujetos a sus señores, suelen llamarle en
griego con otro nombre, más por la voz latría, según el uso común con que se explicaron
los que nos interpretaron las sagradas letras, o siempre o frecuentísimamente convinieron
que se entendiese el servicio que pertenece al culto y reverencia de Dios.

Por lo cual, si se dice solamente culto o reverencia, parece que no es el que se debe a solo
Dios; pues asimismo decimos que honramos y reverenciamos a los hombres cuando los
nombramos o visitamos con respeto y sumisión. Y no sólo acomodamos el nombre de
culto a los objetos a que nos rendimos con religiosa humillación, sino también a algunos
que nos están sujetos: pues de este verbo sacan su etimología los agrícolas, los colonos e
incolas, y a los mismos dioses no por otra causa los llaman celícolas, sino porque son
incolas o moradores del cielo, no reverenciando a éste, sino a los que habitan y moran en
él, como unos colonos y habitantes del cielo; no como se llaman colonos los que deben el
arrendamiento de las tierras, por utilidad o fomento de la agricultura o labranza, a los
señores que las poseen, sino como dice un célebre autor de la lengua latina: “Una ciudad
antigua fue ya en cierto tiempo habitada por los colonos tirios”.

De incolo, que es habitar, llamó a los colonos, y no de la agricultura. Por esta misma razón,
las ciudades que fundaron otras poblaciones mayores con la gente sobrante de su pueblo se
llaman colonias. Y aunque según esta exposición, es, sin duda verdad infalible que el culto
no se debe sino a Dios por una significación propia y literal de esta voz, por cuanto el culto
en el idioma latino se acomoda también a otras cosas, no obstante, el que se debe a Dios no
puede significarse en latín con una palabra sola. Y aun la misma palabra religión, aunque
parezca que significa, no cualquier culto, sino el verdadero, único, y propio de Dios (por
cuya razón los nuestros interpretan con este nombre lo que en griego se dice Threscia', mas
porque según el uso común latino no sólo de los imperitos, sino también de los muy
instruidos, se debe la religión a las cognaciones humanas, a las afinidades y a cualesquiera
parentescos; con esta palabra no evitamos la ambigüedad, siempre que se trate de la
cuestión sobre el culto de la deidad; de modo que no podemos decir con toda confianza que

Página 255 de 255


La Ciudad De Dios San Agustín

la palabra religión sea exclusiva del culto debido a Dios, pues parece se emplea también
para significar la observancia de los deberes ajenos al parentesco humano.

Asimismo la piedad, a quien los griegos llaman Eusebia, suele significar el culto de Dios;
con todo, de ella se usa cuando, como humanos y agradecidos, la ejercemos con los padres,
y conforme al común lenguaje del vulgo acomodamos este nombre ordinariamente a las
obras de misericordia; lo cual sin duda ha procedido de que Dios manda principalmente
que nos ejercitemos en ellas, las cuales dice que le agradan como sacrificios o más que
sacrificios. De este modo de hablar ha provenido el que llamemos piadoso al mismo Dios,
aunque los griegos no le distinguen en su idioma con el nombre de Euseben, sin embargo,
de que usen comúnmente de la voz Eusebia para significar la misericordia.

Y así en algunos lugares de la Sagrada Escritura, para que tal distinción se advirtiese
mejor, quisieron decir no Eusebian, que suena como si se dijera buen culto, sino
Theosebian, que es culto de Dios. Pero nosotros no podemos dar a entender cualquiera
significación de las insinuadas con una sola palabra. Así que lo que en griego se dice latría,
en latín se interpreta servicio; pero aquel con que reverenciamos a Dios Lo que se dice en
griego Threscia, en latín se llama Religión; la que observamos para con Dios. Lo que
llaman Theosebia, y nosotros no podemos explicar con sola una palabra, la distinguimos
con las voces de “culto de Dios”; éste decimos que se debe tributar únicamente a aquel
Dios que es Dios verdadero y que hace dioses a sus adoradores Todos cuantos inmortales y
bienaventurados hay en las moradas celestiales, si no nos aman ni quieren que seamos
bienaventurados, ciertamente no debemos adorarlos; y si nos aman y estiman, deseando
que seamos eternamente felices, sin duda que con tan piadosa idea quieren que lo seamos
del mismo modo que los son ellos; y ¿por qué causa han de ser ellos bienaventurados de un
modo y nosotros de otro?

CAPITULO II

De lo que sintió el platónico Plotino sobre la superior iluminación En la presente cuestión


no sustentamos debate ni controversia alguna con estos insignes filósofos, porque ellos
dejaron escrito abundantemente en sus libros en muchos lugares, que con el mismo medio
que nosotros podemos adoptar, llegan los ángeles a ser bienaventurados, teniendo por
objeto una luz inteligible, que respecto de ellos es Dios, y es una cosa distinta de ellos, con
la que son ilustrados para que resplandezcan, y con su participación son perfectos y
bienaventurados.

En repetidas ocasiones y distintos lugares afirma Plotino, declarando la opinión de Platón,


que ni aun aquella que imaginan ser el alma del Universo es bienaventurada por algo
distinto de aquello porque parece es la nuestra, a saber, por una luz que no es el alma
misma, sino aquel por quien ha sido criada e iluminada por esta luz inteligiblemente,
resplandece el alma en el entendimiento. Lo cual comprueba con un ejemplo concerniente
a las cosas incorpóreas, tomándole de los cuerpos celestes grandes y visibles, diciendo que
Dios es como el sol, y el alma del mundo como la luna; pues creen que la luna es
iluminada con el objeto o presencia del sol.

Añade, pues, aquel célebre platónico que el alma racional (si es que no debemos llamarla
mejor intelectual, de cuyo género entiende que son las almas de los inmortales y
bienaventurados, de las que no duda afirmar habitan en los asientos o tronos del Cielo) no

Página 256 de 256


La Ciudad De Dios San Agustín

tiene sobre sí otra naturaleza superior sino la de Dios, que crió el mundo, y por quien fue
asimismo criada, y que no les viene de otra parte a los soberanos espíritus la vida
bienaventurada sino de donde nos viene a nosotros, conformándose en este punto con la
doctrina evangélica, donde dice el Señor por boca del Evangelista San Juan: “Fue un
hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan; éste vino por testigo para que diese
testimonio de la luz, y todos creyeran por él; no era la luz, sino para dar testimonio de la
luz. Era la luz verdadera, la cual alumbra a todo hombre que viene a este mundo.” Con
cuya diferencia se demuestra bastantemente que el alma racional o intelectual, cual era la
que tenía Juan, no podía ser luz para sí mismo, sino que lucía con la participación de otra
verdadera luz. Esto lo confiesa también el mismo Juan, cuando testificando de ella, dice:
“Todos nosotros, cuanto hemos recibido, lo hemos recibido de su plenitud.”

CAPITULO III

Del verdadero culto de Dios, del cual, aunque le reconocieron como criador del Universo,
se desviaron los platónicos, adorando a los ángeles, ya fuesen buenos, ya fuesen malos,
como a Dios Si los platónicos y todos cuantos sintieron como ellos; conociendo a Dios, le
glorificaran como a tal y tributaran rendidas gracias por los incomparables beneficios que
reciben de su bondad, si no hubieran inutilizado sus discursos y raciocinios, y no hubieran
dado ocasión a los errores del pueblo, si no hubieran tenido bastante constancia para
oponerse a ellos, sin duda confesaran que así los inmortales y bienaventurados como
nosotros, mortales y miserables, para poder llegar a ser inmortales y bienaventurados
debemos adorar a un solo Dios de los dioses, que es nuestro Dios y Señor, y también el
suyo.

A este gran Dios debemos tributar el culto que en griego se dice latría, ya sea en algunos
sacramentos, ya sea en nosotros mismos. Porque todos juntos, unidos por la caridad en la
sociedad cristiana, somos y representamos su templo, y cada uno de por sí mismo sus
verdaderos templos, para que así pueda decirse con verdad que habita en la unánime
concordia de todos y en cada uno, no siendo mayor en todos que en cada uno
respectivamente; pues, ni con la grandeza se extiende y dilata, ni repartido entre todos
disminuye en lo más mínimo.

Cuando tenemos nuestro corazón levantado y puesto en Dios, entonces nuestro corazón es
un verdadero altar, aplacamos su justa indignación por la mediación de un sacerdote, que
es su unigénito; le ofrecemos sangrientas víctimas cuando peleamos valerosamente en
defensa de las verdades de su incontrastable fe hasta derramar la sangre y rendir la vida en
testimonio de estas verdades indefectibles; quemamos y le ofrecemos un suavísimo
incienso cuando, postrados ante su divina presencia, nos abrasamos en su santo e inefable
amor; ofrecémosle sus dones en nosotros v a nosotros mismos, y en esta oblación piadosa
le volvemos lo que realmente es suyo; le consagramos Y dedicamos en ciertos días
solemnes la memoria de sus beneficios, para que con el transcurso de los tiempos no se
apodere de nuestro corazón la ingratitud y olvido de sus misericordias; le sacrificamos, una
hostia de humildad y alabanza en el ara o templo vivo de nuestra alma, con el ardiente
fuego de una caridad fervorosa.

Con el laudable objeto de poder ver a ese Señor del modo que puede ser visto y de unirnos
con él, nos lavamos y purificamos de todas las máculas de los pecados y apetitos malos e
impuros, y nos consagramos bajo sus divinos auspicios. Pues el Señor Dios Todopoderoso

Página 257 de 257


La Ciudad De Dios San Agustín

es la fuente inagotable de nuestra bienaventuranza, es el único fin de todos nuestros deseos.


Eligiendo a este Señor por nuestro único Dios o, por mejor decir, reeligiéndole (pues
siendo indolentes y negligentes le hemos perdido), reeligiéndole, digo, de cuyo verbo dicen
procedió la voz Religión, caminamos a él por la predilección y el amor para que, llegando
a gozar de la visión intuitiva de su deidad, descansemos eternamente en aquellas moradas
eternas donde se-remos ciertamente bienaventurados, porque con tan glorioso fin seremos
perfectos Nuestro bien y única felicidad, sobre cuyo último fin se han suscitado tan acres
disputas entre los filósofos, no es otro que unirnos con el Señor y con un abrazo
incorpóreo, si puede decirse así, o con la espiritual unión de este gran Dios, el alma
intelectual se llene y fertilice de verdaderas virtudes. Este es el sumo bien que nos manda
amemos solamente, cuando nos dice por su cronista y evangelista San Mateo: “Con todo
nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra virtud.”

A la posesión de este incomparable bien nos deben dirigir y encaminar los que
verdaderamente nos aman, y nosotros debemos conducir a los que amamos tiernamente.
Así se cumplen exactamente aquellos dos preceptos divinos, en los cuales, como en
compendio, está cifrado lo que contiene la ley y los profetas: “Amarás a Dios tu Señor con
todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu, y amarás a tu prójimo como a ti
mismo.” Para que el hombre supiese amarse a sí mismo le determinaron un fin al cual
refiriese todas sus acciones para que fuese bienaventurado; porque el que se ama a sí
mismo no apetece otra felicidad que el ser bienaventurado; y este fin no es otro que unirse
con Dios. Por consiguiente, al que sabe amarse a sí mismo, cuando le mandan que ame al
prójimo como a si mismo, ¿qué otra cosa le prescriben sino que en cuanto pudiere le
encargue y encomiende el amor de Dios? Este es el culto de Dios, ésta la verdadera
religión, ésta la recta piedad, éste es el servicio y obsequio que se debe solamente a Dios.
Cualquiera potestad inmortal, por grande y excelente que sea su virtud, si nos ama como a
sí misma, quiere, para que seamos eternamente felices, que estemos sujetos y rendidos a
aquel Señor a quien estando ella igualmente subordinada, es bienaventurada. Luego si no
adora a Dios es miserable, porque se priva de la felicidad de ver a Dios; pero si adora a
Dios no quiere que le adoremos a ella como a Dios; por el contrario, ratifica y favorece con
el vigor y sanción inviolable de su voluntad aquella divina sentencia donde dice la
Escritura: “Cualquiera que sacrificase a otros dioses que al Señor verdadero sea castigado
con pena de muerte.”

CAPITULO IV

Que se debe sacrificio a un solo Dios verdadero Y omitiendo por ahora otras referencias
que pertenecen al culto de la religión con que reverenciamos a Dios, a lo menos no hay
hombre sensato que se atreva a decir que el sacrificio se deba a otro que a Dios. Muchos
ritos hemos tomado efectivamente del culto divino, y los hemos transferido y acomodado a
las ceremonias con que honramos y reverenciamos a los hombres, ya sea por la demasiada
humildad, ya por la lisonja maligna; pero a los que atribuimos estas invenciones son
tenidos por hombres que llaman colendos y reverendos, y si están muy elevados,
adorandos; pero ¿quién creyó jamás que el sacrificio se debía a otro sino a quien supo,
creyó o fingió que era Dios? Cuán antiguo sea el reverenciar a Dios con el uso del
sacrificio, bastantemente nos lo manifiestan los dos hermanos Caín y Abel, entre quienes
reprobó Dios el sacrificio del mayor y aceptó el del menor.

Página 258 de 258


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO V

De los sacrificios que Dios no pide, pero quiso se observasen para significación de los que
pide ¡Y quién será tan estúpido e ignorante que crea que lo que se ofrece en los sacrificios
es necesario para algunos destinos de que Dios tenga necesidad! Lo cual, aunque en varios
lugares lo enseña la Sagrada Escritura, por no dilatarme demasiado, sólo alegare la
expresión del salmo: “Dije al Señor, tú eres mi Dios, y no tienes necesidad de mis bienes.”
Así hemos de entender que Dios no tiene necesidad de res o animal alguno, o de cualquier
otro ente corruptible o terreno; ni siquiera de la misma justicia del hombre, pues todo lo
que es servir fiel y legítimamente a Dios, resulta en utilidad del hombre y no de Dios.

Pues nadie afirmará que causa provecho a la fuente porque bebe sus aguas, o a la luz por
que ve con ella. Y si los patriarcas antiguos ofrecieron algunos sacrificios con víctimas de
varios animales (los cuales, aunque los tiene prescritos en el sagrado texto el pueblo de
Dios, no los usa al presente), no debe entenderse sino que con aquellas figuras se
significaron las verdades que realmente pasan en nosotros a fin de que nos unamos con
Dios, y a este último fin dirijamos también al prójimo; así que el sacrificio visible es un
sacramento, esto es, una señal sagrada del sacrificio invisible. Y así el rey penitente en
boca del profeta, o el mismo profeta rogando con todo esfuerzo que Dios tuviese
misericordia de sus pecados, dice: “Si quisiérais, Señor, sacrificio, yo os le ofreciera
seguramente; pero no os pagáis de holocaustos. El sacrificio que quiere Dios es el espíritu
atribulado, pues al corazón compungido y humillado no le despreciará Dios.” Notemos y
consideremos cómo donde dijo que Dios no quería sacrificio, allí mismo indica que Dios le
quiere. No quiere, pues, el sacrificio de una res muerta, y sólo quiere el sacrificio de un
corazón contrito. Por la expresión en que dijo que no quería se significa lo que en seguida
dijo que quería. Dijo, pues, que Dios no gustaba de los sacrificios ofrecidos al modo que
los ignorantes creen que los quiere para que le sirviesen de diversión y complacencia.

Porque si los sacrificios que únicamente apetece entre otros (que es uno solo; a saber: el
corazón contrito y humillado con el dolor verdadero y la penitencia) no quisiera se
significaran con los sacrificios que presumieron deseaba, como si fuesen agradables y
deleitables al Señor; sin duda que no mandara expresamente en la ley antigua se los
ofrecieran. Por lo cual fue indispensable mudarlos al tiempo oportuno y vaticinado en la
Escritura, para que no se creyese que los codiciaba el mismo Dios, o a lo menos, que eran
aceptables por nuestra parte, no por lo que en ellos se significaba. En esta conformidad
dice en otra parte por su real profeta David; “Si fuese posible que alguna vez tuviera
hambre, no te diría que me apacentaras o sacrificaras, porque mío es el orbe de la tierra y
cuanto en, él se contiene; ¿por ventura he de comer yo las carnes de los toros, o he de
beber la sangre de los cabritos?” Como si dijera: si tuviera yo necesidad de estos manjares,
no te los pidiera teniéndolos todos en mi poder. Después, prosiguiendo en relacionar lo que
significan aquellas cosas, dice: “Ofrece a Dios sacrificio de alabanza, cumple y paga tus
promesas al Altísimo, llámame en el día de la tribulación, yo me libraré y me glorificarás”.
Asimismo en el profeta Miqueas se lee: “¿Con qué recibiré al Señor, con qué aplacaré a mi
Dios excelso? ¿Le he de recibir acaso con holocaustos y con becerritos de un año? ¿Págase
Dios por ventura con un millar de carneros, o con diez millares de cabritos gruesos? ¿Le he
de ofrecer mis primogénitos por la remisión de mi culpa, y el fruto de mis entrañas por el
pecado de mi alma? ¿No te ha avisado ya, hombre, lo bueno y lo que quiere el Señor de ti?
¿Y qué otra cosa desea sino que vivas justa y santamente, que seas benigno y

Página 259 de 259


La Ciudad De Dios San Agustín

misericordioso, pronto y dispuesto para servir y agradar a Dios tu Señor?” Las dos
amonestaciones se contienen distintamente en las expresiones de Miqueas quien
claramente declara que no pide Dios para sí los sacrificios con que se significan los que le
complacen.

En la carta que se inscribe a los hebreos dice: “No os olvidéis de ser benignos y
misericordiosos para con los pobres y miserables, pues con estos sacrificios se aplaca a
Dios y se consigue su amistad.” Y, por consiguiente, donde dice: “más quiero de ti la
misericordia que el sacrificio”, no es necesario que entendamos otra cosa sino que prefirió
un sacrificio a otro sacrificio, mediante a que aquel que todos llaman sacrificio es una
figura o representación del verdadero sacrificio, y la misericordia es del mismo modo,
verdadero sacrificio, por lo que dice lo que poco antes referí, “que con tales sacrificios se
granjea la amistad y gracia de Dios”. Todo cuanto leemos que mandó Dios en di- ferentes
ocasiones sobre los sacrificios y sobre el ministerio o servicio del Tabernáculo o del
templo. se refiere para significar el amor de Dios y del prójimo, porque en estos dos
Mandamientos, como dice la Sagrada Escritura, está cifrado y recopilado todo lo que
contiene la ley y los profetas.

CAPITULO VI

Del verdadero y perfecto sacrificio Sacrificio verdadero es todo aquello que se practica a
fin de unirnos santamente con Dios, refiriéndolo precisamente a aquel sumo bien con que
verdaderamente podemos ser bienaventurados. Por lo cual la misma misericordia que se
emplea en el socorro del prójimo, si no se hace por Dios, no es sacrificio. Pues aunque le
haga u ofrezca el hombre, sin embargo, el sacrificio es cosa divina, de modo que aun los
antiguos latinos llamaron al sacrificio con el nombre de cosa divina. Así el mismo hombre
que se consagra al nombre de Dios y se ofrece solemnemente y de corazón a este gran
Señor, en cuanto muere al mundo para vivir en Dios es sacrificio; porque también
pertenece a la misericordia la que cada uno usa consigo mismo.

Por eso dice la Sagrada Escritura: “Usa de misericordia con tu alma agradando a Dios”.
Cuando castigamos nuestro cuerpo con la templanza, si lo hacemos por Dios, como
debemos, no dando nuestros miembros para que se sirva de ellos el pecado por armas e
instrumentos para obrar el mal, sino para que use de ellos Dios nuestro Señor como de
armas e instrumentos para hacer bien, es igualmente sacrificio: Ruégoos, pues, hermanos,
por la misericordia de Dios, que le ofrezcáis y sacrifiquéis vuestros cuerpos, no ya como
animales muertos, sino como una hostia viva, verdaderamente pura y santa, agradable y
acepta a Dios, como un sacrificio racional.” Si, pues, el alma, que por ser superior se sirve
del cuerpo como de un siervo o de un instrumento cuando usa bien de él y lo refiere a Dios
hace un sacrificio, ¿cuánto más aceptable será el sacrificio del alma siempre que éste se
refiere a Dios, para que inflamada con el ardiente fuego de su divino amor pierda
totalmente la forma de la concupiscencia del siglo, y estando sujeta y rendida al mismo
Señor, que es forma inmutable, se reforme y renueve espiritualmente, agradándole y
sirviéndole con la brillante cualidad que tomó de la forma y hermosura divina?

Todo lo cual, prosiguiendo el Apóstol el mismo raciocinio, dice: “Y no os conforméis con


este siglo, antes transformaros por la renovación de vuestro espíritu en nuevos hombres,
para que desde ahora en adelante no aprobéis lo que el vulgo profano adopta, sino lo que
fuere grato y agradable a su Divina Majestad, y lo que fuere verdaderamente bueno,

Página 260 de 260


La Ciudad De Dios San Agustín

agradable y perfecto.” Siendo, como son, verdaderos sacrificios las obras de misericordia,
ya sean las que hacemos por nosotros o por nuestros prójimos, referidas a Dios y siendo
igualmente cierto que no practicamos las obras de misericordia con otro objeto que con el
de libertarnos de la miseria humana, y consiguientemente con el deseo de conseguir la
bienaventuranza, cuya felicidad no nos es asequible sino con, el favor de aquel sumo bien
de quien dijo el real profeta: “Que todo su bien estribaba en unirse con Dios”; sin duda que
toda esta ciudad redimida, esto es, la congregación y sociedad de los santos, viene a ser un
sacrificio universal que a Dios ofrece aquel gran sacerdote que se ofreció en la Pasión
como cruenta víctima por nuestra redención, para que fuésemos nosotros el cuerpo de tan
excelsa cabeza, tomando para consumar esta ilustre obra la humilde forma de siervo.
Porque ésta fue la que ofreció el Señor, en ésta fue ofrecido, según ella es medianero, en
ésta es sacerdote, en ésta sacrificio incruento. Así que habiéndonos exhortado el Apóstol a
que ofrezcamos en holocausto nuestros cuerpos como hostia viva, santa, inmaculada,
agradable a Dios, como un sacrificio racional, y que no nos conformemos con las prácticas
reprensibles de este siglo, sino que nos reformemos interiormente y volvamos a tomar la
forma y hermosura de nuestro espíritu, para que con sentidos perspicaces, sano juicio y
discreción notemos y echemos de ver lo que quiere Dios que ejecutemos, esto es, lo que es
bueno, lo que es aceptable y perfecto ante su Divina Majestad, puesto que, en realidad de
verdad, nosotros somos este sacrificio, nos dice después el mismo Dios por el insinuado
Apóstol estas palabras: “Por la gracia que Dios me ha dado, os encargo generalmente a
todos que no presumáis de vosotros más de lo que conviene, despreciando a los otros, antes
sienta cada uno de si con templanza y modestia, según la porción de dones que le hubiere
repartido el Señor, porque así como este cuerpo visible, aunque es uno, está compuesto de
muchos miembros, y no todos tienen un mismo oficio, así la multitud de los fieles vienen a
constituir un cuerpo en Jesucristo, y cada uno es miembro del otro, teniendo diferentes
dones, según la gracia que Dios nos ha repartido”. Este es el sacrificio de los cristianos,
formando nosotros, siendo muchos en número, un cuerpo en Jesucristo. Lo cual frecuenta
la Iglesia en la celebración del augusto Sacramento del altar que usan los fieles, en el cual
la demuestran que en la oblación y sacrificio que ofrece, ella misma se ofrece.

CAPITULO VII

Que el amor que nos tienen los ángeles santos es de tal conformidad, que no gustan que los
adoremos, sino a un solo Dios verdadero Con justa razón, los inmortales y bienaventurados
que habitan en las moradas celestiales y gozan de la participación y visión clara de su
Criador, con cuya eternidad están firmes, con cuya verdad ciertos, y con cuya gracia son
santos, porque llenos de misericordia nos aman a los mortales y miserables, para que
seamos inmortales y bienaventurados, no quieren que les ofrezcamos sacrificios, sino a
Aquel cuyo sacrificio saben que son también ellos juntamente con nosotros. Pues
juntamente con ellos somos una Ciudad de Dios; con quien hablando el real profeta dice:
“Cosas ilustres y gloriosas están profetizadas de ti, Ciudad de Dios”; y una parte de ella,
que está en nosotros, anda peregrinando, y la otra parte, que está en ellos, nos ayuda y
favorece.

De la Ciudad soberana, donde la voluntad de Dios sirve de ley inteligible e inmutable, de


aquella corte soberana, nos vino por ministerio de los ángeles (quienes cuidan en ella de
nosotros) el divino oráculo que dice: “El que sacrificare a los dioses y no lo hiciese
solamente a Dios será desterrado de esta Ciudad.” Este oráculo, esta ley, este precepto, está
confirmado con tantos milagros, que nos manifiesta evidentemente a quien quieren los

Página 261 de 261


La Ciudad De Dios San Agustín

espíritus angélicos y bienaventurados.. que ofrezcamos nuestros sacrificios, que es


únicamente al Dios verdadero, pues nos desean la misma eterna felicidad e inmortalidad de
que están gozando y gozarán por toda la eternidad.

CAPITULO VIII

De los milagros con que quiso el Señor, para alentar la fe de las personas piadosas,
confirmar sus promesas por ministerio de los ángeles Acaso creerá alguno que revuelvo y
examino sucesos más remotos de lo que es necesario, si intento referir los estupendos y
antiguos milagros que hizo Dios en confirmación de las promesas que muchos millares de
años antes había hecho el patriarca Abraham, empeñándole su divina e indefectible palabra
de que su generación conseguiría la bendición de todas las naciones. ¿Quién no ha de
llenarse de admiración al observar que Abraham procreó a Isaac de su esposa Sara, siendo
tan anciana que naturalmente no podía concebir ni ser fecunda; al meditar que en el
sacrificio de Abraham discurrió por el aire una llama que vino del Cielo por medio de las
víctimas; al reflexionar que dieron noticia exacta a Abraham los ángeles de Dios del fuego
abrasador que había de caer del Cielo sobre los ciudadanos de Sodoma, a cuyos espíritus
angélicos había hospedado en su casa bajo la figura y traje de hombres, y de ellos había
sabido la promesa que Dios le había hecho sobre la dilatada posteridad que había de tener;
al advertir que, aproximándose el tiempo en que debía descender del Cielo aquel milagroso
fuego, consiguiese por mediación de los ángeles el que pudiese salir milagrosamente libre
de toda desgracia de la misma ciudad de Sodoma, Lot, su sobrino, hijo de su hermano,
cuya mujer en el camino, volviendo la vista hacia la ciudad, y convertida de improviso en
estatua de sal, nos advirtió con grande e incomprensible misterio que ninguno en el camino
de su libertad debe volver los ojos del apetito a la vida pasada; al considerar cuán grandes
son las maravillas que obró Moisés al tiempo de sacar al pueblo de Dios de la dura
servidumbre de Egipto, cuando a los magos o sabios de Faraón, rey de Egipto, que tenía
oprimido con su tiranía al pueblo escogido, les permitió Dios que hiciesen algunos raros
portentos para vencerlos y confundirlos con otros mayores, pues ellos los hacían con
encantamientos mágicos y hechicerías, a que son dados con particular afición los ángeles
malos, esto es, los demonios, pero Moisés los venció fácilmente con el ministerio de los
ángeles, tanto más poderosamente cuanto era más justo que los venciera y humillara en el
nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra; finalmente, desfalleciendo los magos en la
tercera plaga, suscitó Moisés hasta diez, que en sí representaban ocultos e impenetrables
misterios, a las cuales se rindieron los duros corazones de Faraón y de los egipcios,
permitiendo salir libremente al pueblo de Dios; pero luego se arrepintieron y procuraron
dar alcance a los hombres, que iban marchando y pasando el mar a pie enjuto, porque por
disposición divina se dividieron las aguas y les proporcionó un camino libre y anchuroso, y
en este tiempo, queriendo los egipcios acometer pueblo de Dios, entraron en su
seguimiento por la misma senda, y volviendo a unir milagrosamente las aguas, quedaron
sumergidos en ellas y muertos todos? ¿Qué diré de los milagros que caminando por el
desierto los israelitas hizo Dios en tanto número y tan estupendos, como de las aguas, que
no pudiendo ser bebidas por su amargura, echando en ellas un leño, como el Señor lo había
mandado, perdieron su amargura y hartaron a los sedientos; cómo asimismo, teniendo
hambre, les llovió maná del Cielo; cómo habiendo puesto tasa a los que lo cogían, a los
que se excedieron de ella se les corrompió y llenó de gusanos, y cómo aunque lo cogieron
en doblada cantidad el día antes del sábado (porque el día del sábado no era lícito cogerlo)
no se les corrompió; cómo deseando comer carne, que parece no había de bastar ninguna
para pueblo tan numeroso, se llenó todo el campo de los hebreos de volatería, y se apagó el

Página 262 de 262


La Ciudad De Dios San Agustín

ardor de su apetito con el fastidio de la hartura; cómo saliéndoles los enemigos al


encuentro pretendiendo prohibirles el paso, y peleando con ellos, con orar Moisés y
extender sus brazos en figura de cruz, sin morir ni uno de los hebreos fueron rotos y
vencidos los contrarios; cómo a los sediciosos que se habían amotinado en el pueblo de
Dios, separándose de la sociedad que Dios había ordenado, para ejemplo visible de las
penas, invisibles, abriéndose la tierra, se los tragó vivos; cómo hiriendo una piedra con una
vara derramó para tanta multitud abundantísimas aguas; cómo habiéndoles Dios enviado
por, justo castigo de sus pecados serpientes que apenas les mordían morían, levantando un
leño con una serpiente de metal y mirándola quedaron sanos, así para con esta figura
socorrer al pueblo afligido como para figurar con la semejanza de una muerte casi
crucificada la muerte que destruyó Cristo con la suya; la cual serpiente, habiéndose
guardado en memoria de este beneficio, y comenzando después el pueblo ignorante a
adorarla como ídolo, el rey Ezequías, sirviendo a Dios como príncipe religioso, la hizo
pedazos, con grande gloria de su celo y religión?

CAPITULO IX

De las artes ilícitas que se usan en el culto de los demonios, de las cuales, disputando el
platónico Porfirio, parece que aprueba, a veces, algunas, y que de otras duda y casi las
reprueba Estas y otras maravillas semejantes, que sería demasiado prolijidad referir, se
hacían para establecer el culto del verdadero Dios y prohibir el de los dioses falsos, las
cuales se ejecutaban con una fe sencilla y confianza en Dios, no con encantamientos ni
fórmulas verbales, compuestas conforme al arte de su nefaria curiosidad, a, la que o llaman
mágica, o con otro nombre más abominable goecia, o con otro más honroso theurgia. Los
que pretenden distinguir estas ridiculeces, quieren dar a entender que de los que se
entregan al estudio de las artes ilícitas, unos son reprensibles, cuales son los que el vulgo
llama maléficos o hechiceros, porque éstos dicen que pertenecen a la goecia, y otros, más
loables, a quienes atribuyen la theurgia, siendo indubitable que unos y otros están sujetos y
dedicados a los falsos y engañosos ritos de los demonios, bajo los nombres de ángeles.

Porfirio, aunque con poco gusto, en un discurso lleno de algún modo de rubor y empacho,
promete cierta purificación del alma por medio de la theurgia; sin embargo, niega que con
tal arte pueda alguno conseguir el volver a Dios, de modo que puede advertirse fácilmente
cómo anda fluctuando y dudoso con pareceres varios entre el vicio de tan sacrílega
curiosidad y entre la profesión de la Filosofía. Porque ya avisa que se guarden los hombres
de la profesión de este arte, como falaz y engañosa, la cual se practica no sin notorio riesgo
y peligro, y está prohibida severamente por las leyes; ya advierte, rindiéndose a los que la
aprueban y elogian, que es útil para purificar una parte del alma, sino la intelectual con que
percibimos la verdad de las cosas inteligibles, que no tienen semejanza alguna con los
cuerpos, a lo menos la espiritual con que recibimos las imágenes y representaciones vivas
de las cosas corporales. Esta dice que por ciertas consagraciones theúrgicas, que llaman
teletas, se hace capaz y se dispone para recibir espíritus y ángeles para ver los dioses.
Aunque de tales consagraciones confiesa que no se le introduce sombra alguna de
purificación al alma intelectual que la haga idónea para ver a su Dios y entender las cosas
que son verdaderas. De cuya doctrina puede inferirse qué tal sea la visión que resulta de las
theúrgicas consagraciones, y a qué clase de dioses se ofrecen, pues en ella no se ven las
cosas que verdaderamente son. Finalmente, dice que el alma racional, o como le agrada
llamarla, el alma intelectual, puede elevarse al conocimiento de las cosas celestiales,
aunque la parte que en ella es espiritual no esté purificada con arte alguna theúrgica; y

Página 263 de 263


La Ciudad De Dios San Agustín

asimismo que la espiritual se purga por el theurgo tan escasamente, que no puede arribar a
la inmortalidad y eternidad.

Así que, no obstante de que distinga los ángeles de los demonios, diciendo que el lugar que
ocupan los demonios es el aire; el lugar etéreo o empíreo el que corresponde a los ángeles,
y aconseje que debe usarse de la amistad de algún demonio para que llevándonos él a sus
moradas respectivas pueda cada uno elevarse algún tanto de la tierra después de muerto, y
diga que hay otro camino para llegar a gozar de la inefable compañía de los ángeles; sin
embargo, afirma expresamente que debe cualquiera cautelarse y huir de la sociedad de los
demonios cuando asegura que las almas, después de la muerte; satisfaciendo sus culpas,
abominan con horror el culto de los demonios, que en vida los acostumbraban engañar.

Con todo, no pudo negar que la misma theurgia, la cual elogia y recomienda como
conciliadora de los ángeles y de los dioses, negocia con tales potestades, que o nos
envidian la purgación de las almas, o se rinden y sujetan a las falaces artes de otros
envidiosos, refiriendo latamente la queja de cierto caldeo alusiva a este punto. “Quéjase,
dice, un buen hombre en Caldea de que se le frustraron las penosas tareas que había sufrido
para purificar su alma, habiéndoselas atajado otro, que era poderoso en lo mismo, sólo por
envidia, conjurando y ligando las potestades con sus sagradas oraciones para que no le
concediesen su petición; luego el uno ligó, dice, y el otro no desligó.” Con lo cual, añade,
se da a entender que la theurgia sirve para hacer bien como para hacer mal, y que así los
dioses como los hombres están sujetos también a la disciplina y padecen las perturbaciones
y pasiones que Apuleyo Comúnmente atribuye a los demonios y a los hombres, aunque
distingue, a los dioses de los hombres por la elevación del lugar etéreo y confirma en esta
distinción la sentencia de Platón.

CAPITULO X

De la theurgia, que con la invocación de los demonios promete a las almas una falsa
purificación Y ved aquí cómo Porfirio, platónico en la secta, dicen que es más docto que el
primero por su estudio en el arte theúrgico, el cual pinta a los mismos dioses sujetos y
rendidos a pasiones y perturbaciones, puesto que sus conjuros les pudieron aterrar para que
no verificasen la purgación del alma, y pudo espantarlos seguramente el que les mandaba
ejecutasen lo que era malo, cuando el otro, que les pedía lo que era bueno, por el mismo
arte no pudo librarles del miedo para que le hicieran bien. ¿Y quién no advierte que todo
esto es invención de los engañosos demonios, a no ser que sea un miserable esclavo suyo y
esté privado de la gracia del verdadero libertador? Pues si esto se tratara con los dioses
buenos, sin duda que más pudiera con ellos la buena intención del que pretende, purificar
el alma que la mala del que lo, pretende impedir. Y si a los dioses virtuosos les pareció
indigna de la purificación la persona para quien se pedía, no se negaron por terrores que les
impuso el envidioso, y cómo él dice, impedidos del miedo que pudiese causarles otra
deidad más poderosa, sino libremente.

Es digno de admiración que aquel benigno caldeo, que deseaba purificar el alma con las
consagraciones theúrgicas, no hallase algún otro dios superior que, o les infundiese mayor
temor y obligase a los aterrados dioses a hacer bien, o que refrenase a los que les causaban
miedo, para que libremente y sin obstáculo hiciesen bien; pero le faltaron sus oraciones y
conjuros al buen theurgo para poder purificar primeramente del contagio del temor a los
mismos dioses que invocaba con el ánimo de purgar su alma. Y si no, díganme: ¿qué causa

Página 264 de 264


La Ciudad De Dios San Agustín

hay para que pueda tener a mano y como a su disposición un Dios más poderoso con el
objeto de excitarles terror, y no pueda tenerle para que los libre del miedo? ¿Acaso se halla
un dios que oiga al envidioso y ponga miedo a los dioses para que no hagan bien, y no se
encuentra otro dios que oiga benignamente al bueno, y quite el terror a los dioses para que
puedan hacer bien? ¡Oh famosa theurgia, oh graciosa purificación del alma, donde vale
más lo que puede y prescribe la inmundicia de la envidia que la pureza de la obra buena, o,
por mejor decir, donde es más poderosa la perversa y abominable falacia de los malignos
espíritus que la buena y saludable doctrina! Porque, cuando éste refiere de los que ejecuten
estas sucias e inmundas purificaciones con tan sacrílegos ritos que notan, como con
espíritu terso, y limpio, unas hermosísimas imágenes, o de ángeles o de dioses (Si es que
ven algún objeto) es lo mismo que dice el Apóstol: “Que Satanás se suele trans- figurar
como en ángel de luz.” Suyas son aquellas ilusiones y fantasmas con que procura enredar
las miserables almas en la religión falsa de muchos y falsos dioses y apartarlos del culto
del verdadero Dios, con cuyo favor, y por quien solamente se purifican y sanan de las
envejecidas enfermedades del alma, lo cual se dice de Proteo cuando el poeta cuenta que
no deja forma ni figura que no tome, persiguiendo unas veces como enemigos; otras,
ayudando engañosamente, y ofendiéndolas de to- dos modos con lo uno y con lo otro.

CAPITULO XI

De la carta que escribió Porfirio al egipcio Anebunte, en que le pide le enseñe la diversidad
de los demonios Con más cordura procedió Porfirio cuando escribió al egipcio Anebunte,
en cuyo escrito, como si pidiera parecer, no sólo descubre, sino que destruye estas
sacrílegas artes. Allí reprueba generalmente, a todos los demonios, de quienes dice que por
su imprudencia atraen los vapores húmedos, y que por eso no residen en la parte etérea,
sino en la aérea, debajo de la luna, y en el mismo globo de este planeta; pero no se atreve a
atribuir absolutamente a los demonios todos los engaños, malicias e imperfecciones que
con razón le ofenden; pues algunos de ellos, siguiendo el sentir de otros escritores, los
llama demonios benignos, confesando no obstante que, generalmente, todos son
imprudentes.

Admirase de ver que a los dioses no sólo los sacien y conviden con víctimas, sino que,
también los compelan y obliguen a ejecutar lo que los nombres quieren; y si los dioses se
distinguen y diferencian de los demonios en lo corpóreo e incorpóreo, ¿cómo ha de
presumirse que son dioses el sol y la luna y las demás cosas visibles del cielo, las cuales es
indudable que son cuerpos? Y si son dioses, ¿cómo aseguran que unos son benéficos y
otros malignos, y cómo siendo corpóreos se unen con los incorpóreos? Pregunta
igualmente, como el que duda, si los que adivinan y practican algunas acciones admirables
participan de almas más poderosas, o si externamente les acuden y auxilian algunos
espíritus, por cuyo medio practican semejantes maravillas. Y sospecha que esta potestad
les viene de fuera, pues por medio de piedras y hierbas se ve que no sólo ligan a algunos,
sino que abren también puertas cerradas, o hacen algunas maravillas semejantes.

Por lo cual dice que otros son de opinión que hay cierto género de demonios a quienes es
connatural y propio el oír y acudir a los que les piden y que son naturalmente cautelosos,
mudables en todas formas y con- figuraciones, fingiendo dioses y demonios, y almas de
difuntos, y que éstos son los que ejecutan todos estos portentos, que parece que son buenos
o malos; pero en los que son realmente buenos no ayudan ni sirven de nada, y ni siquiera
los conocen, sino que enredan, acusan e impiden algunas veces a los que de veras siguen la

Página 265 de 265


La Ciudad De Dios San Agustín

virtud; que son temerarios y soberbios, llenos de arrogancia y fausto, que gustan de los
perfumes de los sacrificios, se pagan de lisonjas y todo cuanto dice sobre este género de
espíritus cautelosos y malignos que de fuera acuden al alma, y embelecan y engañan los
sentidos humanos, dormidos o despiertos, lo afirma, no como un principio inconcuso que
le tiene persuadido suficientemente o creído, sino que lo sospecha o duda con tanta
ambigüedad y fútiles fundamentos, que asegura que otros son de esta opinión.

En efecto: fue empresa muy ardua para un filósofo tan ingenioso el llegar a conocer o
argüir atrevidamente y condenar toda la diabólica chusma, a la cual cualquiera vejezuela
cristiana fácilmente conoce, y con singular libertad escupe y abomina, si no es que acaso
este filósofo tema ofender a Anebunte, a quien escribe como a una insigne cabeza y
pontífice de semejante religión, y a otros aficionados que admiran estas cosas como divinas
y pertenecientes al culto y religión de los dioses. Sin embargo, prosigue como preguntando
cosas que, consideradas con atención y cordura, no pueden atribuirse sino a potestades y
espíritus malignos y engañosos.

Pregunta, pues, por qué invocándolos como buenos los mandan como si fueran malos que
ejecuten y practiquen los injustos mandamientos de los hombres; por qué no prestan oídos
a los que los invoca y pide algún favor, sí el suplicante hubiere incidido en pecados
deshonestos, conduciéndolos, al mismo tiempo tan fácilmente a cualesquiera torpezas y
actos venéreos; por qué advierten a sus sacerdotes que les conviene abstenerse de comer
ciertos animales, sin duda con el objeto de que no se coinquinen y profanen con los
vapores o hálitos de los cuerpos, y por otra parte gustan y dejan captarse de otros vapores
más perniciosos, y de la oblación de holocaustos, víctimas y sacrificios, prohibiendo a sus
sacerdotes que no toquen los cuerpos muertos, siendo innegable que la mayor parte de
sacrificios que se le ofrece constan de cuerpos muertos. ¿De dónde proviene que un
hombre sujeto a toda suerte de vicios conmine con terribles amenazas, no al demonio o al
alma de algún difunto, sino a los primeros luminares del mundo, sol y luna, o a cualquiera
de las deidades celestiales, aterrándolos con ficciones para sacarles la verdad? ¿Por qué los
intimida, declarando que hará pedazos el cielo y otros cuerpos poderosos semejantes, cuya
ejecución es imposible al hombre, con el ánimo de que, los dioses, como, niños tiernos,
inocentes e ignorantes, atemorizados con las ridículas y falsas conminaciones, practiquen
exactamente sus mandatos? Y da la razón diciendo por qué Queremon, hombre muy
instruido y versado en semejantes asuntos sagrados, escribe que las maravillas que se
celebran entre los egipcios por tradición y fama común, así de Isis como de Osiris, su
marido, tienen particular fuerza y virtud para obligar a los dioses a que ejecuten cuanto se
les ordene, siempre que el que los conjura con sus vanas fórmulas, encantaciones y
sortilegios les amenaza que las divulgará o las destruirá de raíz, y todas las veces que con
expresiones fuertes les asegura que disipará y aniquilará los miembros de Osiris si no
hicieren todo cuanto les prescribe.

De que el hombre amenace con semejantes desatinos a los dioses, no como quiera a los de
la clase inferior, sino a los mismos que denominan celestiales y brillan con luz y resplandor
refulgente y de que esta conminación no quede sin efecto, antes, por el contrario, que,
forzándolos violentamente los obligasen a hacer con tales medios cuanto deseaban, se
admira con razón Porfirio; o, por mejor decir, bajo el pretexto de admiración, y como
preguntando la causa que motivaba tan extraño suceso, da a entender que obran estas
maravillas los mismos espíritus, de quienes dijo ya, según el sentir de otros filósofos, que
eran seductores, engañosos y cautelosos, no como él dice naturalmente, sino por su culpa y
malicia, quienes se fingen dioses y almas de difuntos, y no fingen ser demonios, sino que

Página 266 de 266


La Ciudad De Dios San Agustín

realmente lo son y lo que él opina, que los hombres con hierbas, piedras y animales por
medio de ciertos sonidos, voces, figuras, ademanes y ficciones, y con ciertas observaciones
sobre la conversión y movimiento de las estrellas, fabrican en la tierra ciertos entes
singulares para causar y hacer diferentes efectos; todo esto es obra de los mismos
demonios, seductores de los hombres, que tienen subyugados y sujetos a su dominio,
gustando y complaciéndose en la ignorancia y errores de los mortales.

Así que, o dudando efectivamente Porfirio, o indagando y preguntando acerca de la causa


de estos portentos, refiere extrañas particularidades con que se convencen y arguyen de
falsos, demostrando de paso que no pertenecen a las potestades que nos auxilian en la
grande obra de conseguir la vida eterna, sino a los demonios cautos y engañosos, que los
forman para tenernos más embaucados y alucinados; o porque opinemos y sintamos con
más benignidad de un filósofo tan instruido, por tratar con un sabio egipcio aficionado a
tales errores, y que presumía o se lisonjeaba de saber los secretos más singulares y las
causas más abstractas y recónditas, pretendió ciertamente no ofenderle con la autoridad de
doctor y maestro arrogante y presuntuoso, ni turbarle contradiciendo públicamente su
opinión, antes con figurada humildad de persona que aparenta desear saber, al preguntarle
sobre toda especie de materias, quiso traerle a la consideración de aquellas maravillas y
manifestarle de cuán poco momento son y cuánto debe huirse de ellas. Finalmente, casi al
fin de la carta le pide que le demuestre y enseñe el camino recto para alcanzar la
bienaventuranza, según la doctrina de los sabios de Egipto.

Por lo demás, aquellos que tuviesen trato familiar con los dioses, de modo que por sólo
hallar un fugitivo o conseguir la posesión de una heredad, o un honrado casamiento, o por
sus negociaciones y otros intereses semejantes inquietarían al divino espíritu, es de parecer
que los tales no se aplicaron al estudio de la sabiduría, y que los mismos dioses con
quienes tenían amistosa correspondencia aunque en otros puntos les dijesen la verdad, sin
embargo, porque nada les advertían sobre la bienaventuranza que les fue útil y a propósito,
no eran dio- ses, ni benignos demonios, sino del número de aquellos de quienes dijimos
que eran falaces y engañosos, o más ciertamente todo una quimera o ficción humana.

CAPITULO XII

De los milagros que obra el verdadero Dios por ministerio de los santos ángeles Pero
porque con estas artes se obran y ejecutan tales y tan raras operaciones que exceden
realmente las facultades y fuerzas humanas, ¿qué resta ya sino que todo cuanto observamos
que maravillosamente vaticinan y obran como si estuvieran iluminados del espíritu divino,
y, no obstante, no se refiere al culto de un solo Dios verdadero, cuya perfecta unión
absolutamente (aun según el sentir de los platónicos en diversos lugares) es solamente el
único bien que nos hace bienaventurados; ¿qué resta, digo, sino que, considerados
atentamente todos aquellos raros portentos, entendamos que son embelecos y engaños con
que nos alucinan y divierten los espíritus infernales, cuyo funesto mal debemos evitar,
procurando guardarnos de sus cautelas con el amparo y protección de la religión
verdadera? Todos los milagros que se hacen por disposición divina, ya sea interviniendo el
ministerio de los ángeles, ya sea por otro medio, pero dirigidos siempre a recomendarnos el
culto y religión de un solo Dios, en quien consiste solamente la posesión de la
bienaventuranza, debemos creer que los hacen realmente aquellos espíritus justos, o por
medio de los que nos aman según la verdad y piedad, obrando el mismo Dios en ellos.
Porque no debemos prestar nuestra atención a los que niegan que Dios, siendo invisible, no

Página 267 de 267


La Ciudad De Dios San Agustín

hace milagros visibles, pues según ellos crió el mundo, del cual no pueden a lo menos
negar que es visible.

Cualquier maravilla que sucede en este mundo, sin duda que es de menos entidad que la
creación y conservación del mundo, y de cuanto contiene en su dilatada extensión, esto es,
es menos que el cielo y la tierra y todo lo que en ellos se contiene, todo lo cual
efectivamente lo crió Dios. De que se infiere que así como el que lo hizo es oculto e
incomprensible al hombre, así también lo es el modo qué observó para la ejecución de tan
grande obra. Así que, aún cuando las maravillas de este mundo visible las tengamos en
poco por verlas tan de ordinario y con tanta frecuencia, sin embargo, cuando meditamos en
ellas con prudencia y dirección, se nos representan mayores que las más inusitadas y raras;
pues la formación del mismo hombre, dotado de tantas y tan estimables perfecciones, es
mayor milagro que cualquiera otro que se efectúa por medio del hombre.

Por lo cual Dios, que hizo visibles el cielo y la tierra, no se desdeña de hacer milagros
visibles en el cielo y en la tierra, para excitar al alma entregada aún a la contemplación y
afición de los objetos visibles, a que tribute culto y adoración a El, que es invisible. El
descifrar el lugar y tiempo donde y en el que Dios ha de obrar portentos es un arcano
incomprensible y negocio ya determinado sabiamente en su divino consejo, sin que pueda
alterarse en lo más, mínimo; como que en sus previos e indefectibles decretos y
providencia están ya presentes todos los tiempos que han de venir. Pues este gran Dios, sin
moverse temporalmente, mueve todas las cosas temporales, y de una misma manera
conoce lo que está por hacer que lo hecho, y de un mismo modo oye a los que le invocan
que ve y observa a los que le han de invocar y llamar en sus aflicciones. Pues, aun cuando
sus ángeles nos oyen, él nos oye en ellos como en su templo verdadero, y no formado por
mano inferior; así como en todos sus santos, y lo que prescribe se ejecute temporalmente,
corre ya conforme, a las justas ordenaciones de su santa ley eterna.

CAPITULO XIII

Cómo siendo Dios invisible se dejó ver muchas veces, no según lo que es, sino según lo
que podían comprender los que lo veían No nos debe extrañar que siendo invisible se diga
que en repetidas ocasiones se apareció visiblemente a los santos padres de la antigua ley,
porque de la misma manera que con el sonido o eco de la voz se oye y percibe la sentencia
y concepto que está en el oculto seno del entendimiento, así también la forma o figura con
que dejó verse Dios (la cual consiste en una naturaleza visible), no era realmente lo que, es
el mismo Señor. Sin embargo, el Omnipotente era el que se dejaba ver en aquella forma
corporal, así como la misma sentencia o concepto es lo que se oye por el sonido y eco de la
voz; no ignoraban los padres que veían a Dios (que es ciertamente invisible) en forma o
especie corporal, lo cual no era en realidad de verdad, porque también hablaba con Moisés
cuando conferenciaba con el Señor, y, no obstante, le decía: “Si he hallado gracia delante
de ti, déjame que te vea para que te conozca.”

Así que, conviniendo, según los inescrutables decretos del Altísimo, que la ley de Dios se
diese y publicase no a una persona sola, o ciertos hombres sabios, sino a toda una nación y
pueblo inmenso; en presencia de todo ese pueblo se vieron obrar estupendas maravillas en
el mundo donde se daba la ley por uno solo, estando presente toda aquella innumerable
multitud a los pavorosos y tremendos estruendos que se oían. Porque el pueblo de Israel no
creyó a Moisés, como creyeren los lacedemonios al legislador Licurgo cuando les dijo que

Página 268 de 268


La Ciudad De Dios San Agustín

había recibido de Júpiter o de Apolo las leyes que él había formado para sí solo, porque
cuando se dio la ley al pueblo a quien se mandaba reverenciase y adorase a un solo Dios, a
vista del mismo pueblo apareció en cuanto fue necesario la Majestad y Providencia divina
con maravillosas señales y movimientos, para promulgar la misma ley que nos enseña
cómo ha de servir la criatura a su Criador.

CAPITULO XlV

Cómo debe adorarse un solo Dios, no sólo por los bienes eternos, sino también por los
temporales, todos los cuales consisten en la potestad de su providencia Del mismo modo
que van fomentándose y aprovechando las buenas y Saludables instrucciones de un hombre
virtuoso, así las del linaje humano, en lo referente al pueblo de Dios, fueron creciendo por
determinados períodos, como quien crece progresivamente según el estado de su edad,
para, que viniera a elevarse de la contemplación de las cosas temporales a las de las
eternas, y de las visibles a las invisibles; de modo, que, aun cuando Dios nos prometía
premios visibles, no obstante, nos iba recomendado la veneración y adoración de un solo
Dios, para que el espíritu humano, por los bienes terrenos y caducos de esta vida
transitoria, no se sujetase a otro que al verdadero Criador y Señor absoluto de las almas.

Porque cualquiera que niega que todo cuanto pueden dar a los hombres, o los ángeles, o los
hombres, no está en la omnipotencia y sumo poder de un Dios todopoderoso, éste, sin
duda, desatina o está demente. A lo menos Plotino, filósofo platónico, tratando de la
Providencia divina, prueba, por la hermosura de las hojas y de las flores, que la
Providencia llega a abrazar y comprender todo cuanto hay; desde el mismo Dios, cuya
hermosura es incomprensible e inefable, hasta estas cosas terrenas y humildes, de todas las
cuales, como despreciables que pasan velozmente y en un momento perecen, afirma que no
pueden tener los correspondientes números y perfecciones de sus formas, si no les
sobreviene la forma de aquella verdadera forma incomprensible e inconmutable que
comprende en sí todas las perfecciones. Lo mismo enseña Jesucristo Señor nuestro por
estas palabras: “Considerad las flores del campo cómo crecen sin trabajar ni hilar, y, no
obstante, os digo que ni aun Salomón en el colmo de su gloria y prosperidad, se vistió
como una de éstas.

Pues si a la hierba del campo que hoy nace y mañana se echa al fuego la viste Dios así,
¿cuánto más a vosotros, gente de poca fe?” Así que para el alma del hombre, sujeta a los
deseos y propensiones de la tierra, los mismos bienes caducos e inestables que
temporalmente desea y necesita en esta vida transitoria son de poco momento en
comparación con los bienes eternos de la vida futura; sin embargo, no los acostumbra pedir
ni esperar sino de la mano de un solo Dios, a fin de que ni aun con el deseo de éstos se
aparte del culto y veneración de Aquel cuya posesión y visión beatífica ha de conseguir por
el desprecio y aversión de semejantes bienes terrenos.

CAPITULO XV

Del ministerio con que los santos ángeles sirven a la divina Providencia De tal modo quiso
la divina Providencia trazar y ordenar el curso de los tiempos, que, según dije y se lee en
los Hechos Apostólicos: “Fue su voluntad que la ley sobre el culto y religión de un

Página 269 de 269


La Ciudad De Dios San Agustín

verdadero Dios se diese por medio de los edictos de los ángeles”, y que en ellos se
mostrase visiblemente la persona del mismo Dios, aunque no en realidad, porque siempre
permanece invisible a los ojos corruptibles, sino que por ciertos indicios apareciese
visiblemente por medio de la criatura sujeta a su Criador, y que hablase con voces
articuladas de lengua humana, gastando en las sílabas sus pausas y detenciones de tiempo,
el cual, en su naturaleza, no corporal, sino espiritual; no sensible, sino inteligible; no
temporal, sino eterna, ni comienza ni deja de hablar, lo cual, estando cerca de El, oyen más
sinceramente, no con el oído del cuerpo, sino con el del espíritu, sus ministros y
mensajeros que gozan y participan de su inmutable verdad, siendo bienaventurados e
inmortales, y lo que oyen con expresiones inefables sobre lo que deben ejecutar y
comunicar a los seres visibles, sensibles y terrenos, lo hacen sin réplica ni dificultad
alguna.

Esta ley se dio conforme a la distribución ordenada de los tiempos, la cual tuvo
primeramente, como queda dicho, promesas terrenas significativas de las eternas, las
cuales celebraron muchos con sacramentos visibles y las entendieron muy pocos. Con
todo, en ella con manifiesta contextación y analogía, así dos veces como de expresos
mandatos, se manda y establece el culto y veneración de un solo Dios, no de alguno de los
que componen la turba de los falsos, sino de Aquel que hizo el cielo y la tierra, y todas las
almas y todo espíritu que no es el mismo Dios; porque éste es el que crió y, formó, y ellos
son sus hechuras, y para que tengan ser y se conserven, tienen necesidad de valerse en todo
del que los hizo.

CAPITULO XVI

Si en la materia de poder alcanzar y merecer la bienaventuranza se debe creer en los


ángeles, que piden ser reverenciados con el honor y culto que se debe a Dios, o a aquellos
que mandan sirvamos santa y religiosamente, no a ellos, sino a Dios ¿A qué ángeles
debemos dar asenso sobre la cuestión de la vida bienaventurada y sempiterna, a los que
intentan que los reverenciemos con ritos y ceremonias religiosas, pidiéndonos que los
adoremos y ofrezcamos sacrificios, o a los que dicen que toda esta reverencia y culto se
debe solamente a un Dios Todopoderoso, Criador de todas las cosas, a quien prescriben
que rindamos todo este honor y culto con verdadera piedad; con cuya amable vista y
contemplación son también bienaventurados, prometiéndonos que lo seremos también
nosotros? Porque la vista de Dios es tan hermosa y digna de un amor tan singular, que sin
ella, aunque tenga uno abundancia de otros cualesquiera bienes, no duda Plotino decir que
es infelicísimo.

Siendo, pues, cierto que unos ángeles nos mueven e incitan con señales admirables a que
adoremos con reverencia y culto de latría a solo Dios, y otros a que se les adore a ellos, es
digno de notarse que aquellos nos prohíben el adorar a éstos, y éstos no se atreven a
prohibir que sea venerado aquél. De éstos ¿a quiénes debemos dar más crédito?
Respóndannos los platónicos, respóndannos cualesquiera filósofos, respóndannos los
theurgos, o, por mejor decir los periurgos, por cuanto son acreedores a que se les dé este
nombre, por tales artes y estudios; finalmente, respóndannos los hombres, si es que de
algún modo vive en ellos algún sentido natural, con el cual les hizo Dios racionales;
respóndannos, digo, si se debe ofrecer sacrificios a los dioses o ángeles, que mandan
expresamente que se les sacrifique a ellos solos, o solamente a aquel Señor a quien

Página 270 de 270


La Ciudad De Dios San Agustín

prescriben se haga así los que prohíben que se les ofrezcan víctimas y sacrificios a ellos
mismos y a los otros, aunque ni éstos ni aquellos hicieran milagros, sino únicamente
mandaran los unos que se les sacrificase a ellos, y los otros ordenaran que solamente se
ofreciesen sacrificios a un solo Dios verdadero, debían muy bien advertir con piedad y
religión cuál de éstos procedía con fausto y soberbia, y cuál con verdadera religión.

Digo más, aun cuando sólo los que quieren se les sacrifique pudieran mover a los hombres
con obras maravillosas, y los que los prohíben y prescriben que se sacrifique a un solo
Dios verdadero, no quisiesen practicar estas maravillas y milagros visibles, seguramente
debíamos anteponer su autoridad, siguiendo, no el sentido del cuerpo, sino la luz de la
razón. Pero habiendo Dios, para recomendarnos la verdad de su palabra, procedido de
manera que por estos sus mensajeros y ministros inmortales que predican y celebran no su
fausto y soberbia, sino la Majestad Divina, ha hecho milagros mayores, más ciertos y más
evidentes, para que los que desean para sí los sacrificios no persuadiesen fácilmente a los
flacos, el conocimiento de Dios, probando la falsa religión a sus sentidos con algunos
prodigios estupendos; ¿quién habrá tan ignorante que no elija los verdaderos para
seguirlos, puesto que halla en ellos mucho más de que poder admirarse? Puesto que los
milagros que obran los dioses de los gentiles, de que se hace mención en sus historias (y no
hablo de los que en el decurso de los tiempos suceden por ocultas y secretas causas
naturales, aunque ciertas y subordinadas a la divina Providencia), como son los inusitados
partos de los animales, las apariencias extraordinarias en el cielo y en la tierra, ya sean las
que causan espanto y terror, ya las que hacen notables daños y estragos, las cuales dicen
que se aplacan y mitigan con ritos diabólicos por la engañosa astucia de los espíritus
infernales, sino de los milagros, que con toda evidencia se hacen por la virtud y potestad
divina, como es lo que refieren de las imágenes o simulacros de los dioses Penates, que
condujo Eneas cuando vino huido de Troya que se mudaron de un lugar a otro; que
Tarquino cortó con una navaja una piedra; que la serpiente de Epidauro acompañó la
estatua de Esculapio, habiéndola embarcado en su nave para traerla a Roma; que la nave en
que iba la estatua de la madre Frigia, no pudiéndola mover todos los esfuerzos de muchos
hombres y bueyes, la movió y trajo a la ribera sólo una tierna doncella, atándola su faja
para testimonio de su castidad; que la virgen Vestal, sobre cuya honestidad se hacia
inquisición, satisfizo a la duda llenando en el Tíber de agua un harnero sin que se le
vertiese una gota; estos portentos y otros semejantes de ningún modo deben compararse en
virtud y grandeza a los que leemos sucedieron en el pueblo de Dios, cuanto menos los que
por las leyes aun de las naciones que adoraron y reverenciaron a, los falsos dioses fueron
prohibidos y severamente castigados, es a saber, los mágicos y theúrgicos, que los más de
ellos sólo en la apariencia embelesan y engañan los humanos sentidos, como es el hacer
bajar la luna, como dice Lucano, “hasta que llegue de cerca a arrojar su veneno en las
hierbas que tiene para este efecto preparadas el encantador”. Y aunque algunos milagros o
singulares habilidades suyas, en la grandeza de las obras parece que se igualan con algunos
que hacen las personas piadosas y religiosas, con todo, el mismo fin con que se hacen
manifiesta qué son, sin comparación, mucho más excelentes los nuestros. Porque con
aquellos portentos se pretende recomendar el culto de muchos dioses, a los cuales tanto
menos debemos sacrificar cuanto más lo desean, y con éstos se nos encarga el culto de un
solo Dios verdadero, quien claramente nos demuestra que no tiene necesidad de semejantes
sacrificios así con el testimonio de sus sagradas letras como con haber abrogado el mismo
Señor, al tiempo de predicar y promulgar la ley Evangélica, todos los sacrificios y ritos de
la Mosaica. Luego si algunos ángeles desean para sí los sacrificios, deben ser pospuestos a
los que los desean no para sí, sino para Dios, Criador de todas las cosas, a quien sirven
fielmente. Porque con este modo de obrar nos manifiestan el amor sincero que nos

Página 271 de 271


La Ciudad De Dios San Agustín

profesan, puesto que con el sacrificio intentan sujetarnos, no a sí mismos, sino a aquel gran
Dios con cuya vista son bienaventurados y eternamente felices.

Pretenden asimismo que nos acerquemos a conseguir aquel sumo bien, de cuyo amor y
obediencia jamás se apartaron, y si los ángeles que quieren se ofrezcan sacrificios no a
uno, sino a muchos, quieren se sacrifique no a sí, sino a muchos dioses, cuyos ángeles son
ellos mismos, aun así deben ser pospuestos a aquellos que son ángeles de un solo, Dios
verdadero, Dios de todos los dioses, a quien ordenan se tribute adoración y sacrificios, de
manera que prohíben expresamente el sacrificar a otro alguno, y ninguno de ellos veda el
sacrificar a este gran Dios, a quien mandan éstos que se ofrezcan sacrificios. Y si lo que,
más da a entender y demuestra sus altivos y arrogantes engaños, ni son buenos, ni ángeles
de dioses buenos, sino demonios malos que intentan que sacrifiquemos no a un solo y
sumo Dios, sino a ellos mismos, ¿qué mayor favor y amparo debemos procurar contra ellos
que el de un solo Dios a quien sirven los ángeles buenos, los cuales ordenan que sirvamos
con el sacrificio no a ellos, sino a Aquel cuyo sacrificio debemos ser nosotros mismos?

CAPITULO XVII

De la Arca del Testamento y de los milagros que obró Dios para recomendarnos la
autoridad de su ley y promesas Por este motivo la ley de Dios, que se promulgó por
ministerio de los ángeles, en la que se mandó reverenciar y adorar con religión divina a un
solo Dios de los dioses, prohibiendo severamente la adoración de todos los demás dioses,
estaba colocada en el arca que se llamó Arca del Testimonio. Con este nombre se da a
entender bastantemente que Dios (a quien adoraban por medio de todos aquellos ritos y
figuras) no solía incluirse y encerrarse en lugar alguno cuando desde la misma Arca daba a
sus oráculos respuestas y señales visibles, sino que de allí salían los testimonios de su
voluntad divina, puesto que la ley que estaba escrita en tablas de piedra estaba allí, como
dije, en el Arca, la cual todo el tiempo que peregrinaron por el desierto, llevando consigo el
Tabernáculo, que asimismo se llama Tabernáculo del Testimonio, la conducían los
sacerdotes con la debida reverencia y veneración.

Servíales también de señal el que de día se les aparecía una nube, la cual de noche
resplandecía como fuego, y cuando se movía la nube, se movía todo el campo real, y donde
paraba allí sentaban los reales. Dio Dios al tiempo de la promulgación de su ley santa otros
testimonios confirmados con grandes y estupendos milagros, fuera de los que he referido, y
además de las respuestas que daba desde el sagrado lugar del Arca. Pues cuando entraron
en la tierra de promisión, pasando con la misma Arca por el Jordán, suspendiendo el río el
curso de sus aguas por la parte de arriba y corriendo por la de abajo, abrió lugar capaz y
enjuto para pasar en seco el Arca y el pueblo. Después, dando siete vueltas con el Arca a la
primera ciudad enemiga que encontraron, cuyos ciudadanos, como gentiles, adoraban
muchos dioses, repentinamente cayeron al suelo sus fuertes muros, sin combatirlos ni
batirlos con máquinas ni otras invenciones guerreras.

En seguida, estando ya en posesión de la tierra de promisión, y por sus enormes pecados, el


Arca cayó en poder de sus enemigos, quienes la cautivaron y colocaron con grande honor y
reverencia en el templo de su dios tutelar, a quien entre todos veneraban más, y dejándola
así cerraron el templo, y abriéndole al día siguiente, hallaron al ídolo que adoraban caído
en el suelo y todo quebrado. Conmovidos los idólatras con tan estupendo prodigio, y
viéndose vergonzosamente castigados, volvieron el Arca del Testamento al pueblo a quien

Página 272 de 272


La Ciudad De Dios San Agustín

se la habían tomado; ¿pero de qué modo se hizo la restitución? Pusiéronla sobre un carro y
uncieron en él dos vacas recién paridas, quitándolas de la ubre sus becerrillos, y de esta
manera las dejaron ir libremente donde quisiesen, intentando por este medio experimentar
y probar la eficacia de la potestad divina; pero las vacas, sin tener persona que las guiase ni
gobernase, caminando directamente hacia el país de los hebreos, sin hacerlas volver atrás
los bramidos de sus hambrientos hijos, pusieron en manos de los que reverenciaban a Dios
aquel grande Sacramento de la ley antigua. Estos y otros prodigios semejantes son
pequeños respecto del gran poder de Dios, pero son al mismo tiempo grandes para causar
temor saludable, enseñar e instruir a los mortales, porque si los filósofos, especialmente los
platónicos, son elogiados por cuanto opinaron mejor que los demás, como ya llevo
referido, y enseñaron que la divina Providencia administraba y gobernaba igualmente estos
objetos ínfimos y terrenos, fundados en el irrefragable testimonio de la numerosa, varia y
hermosa procreación de seres que hace, nacer, no sólo entre los cuerpos de los animales,
sino también en las flores y las hierbas del campo, ¿con cuánta más claridad y evidencia
presenta un testimonio claro de su divinidad lo que acaece en su admirable predicación,
donde se recomienda y enseña la religión que prohibe el sacrificar a criatura alguna de las
del Cielo, tierra e infierno, mandando que solamente ofrezcamos sacrificios a un solo Dios
verdadero, el cual solo, amante y amado, hace bienaventurados? Y definiendo exactamente
los tiempos en que había ordenado se hiciesen los antiguos sacrificios, y prometiendo que
por medio de otro mejor sacerdote los había de mudar en estado más sublime, nos
demuestra y da infalible testimonio de que no los apetece ni quiere, sino que por ellos nos
quiere significar otros mejores, no porque El se ensalce o engrandezca con estas honras,
sino para que nosotros, encendidos con el fuego de su divino amor, nos alentemos y
excitemos a reverenciarle y procuremos unirnos espiritualmente con este Señor, cuya
utilidad redunda en nuestro bien, no en el suyo.

CAPITULO XVIII

Contra los que niegan que debe darse. crédito a los libros eclesiásticos sobre los milagros
que se hicieron para establecer o instruir el pueblo de Dios ¿Dirá alguno que estos milagros
son falsos y que nunca sucedieron, sino que mintieron los que los escribieron? Todo el que
así se explica, si niega que en este particular no debemos creer absolutamente a criatura
alguna, podrá decir también que tampoco hay dioses que cuiden de los mortales.

Pues ellos mismos no usaron de otro arbitrio para persuadir a los hombres a que los
adorasen, sino obrando estupendos prodigios, los cuales refiere igualmente la historia de
los gentiles, cuyos dioses pudieron mejor hacer ostentación de admirables que mostrarse
útiles. Y así en esta obra, cuyo libro X tenemos ya entre manos, no nos encargamos de
convencer y refutar a los que niegan que hay naturaleza divina, o defienden que no vigila
ni cuida de las cosas humanas, sino a los que prefieren y anteponen sus dioses a nuestro
Dios, autor y fundador de esta santísima y gloriosísima Ciudad, ignorando que este mismo
es también el Autor y Criador invisible e inconmutable de este mundo visible y mudable,
verdadero dador de la vida bienaventurada, no con los objetos que ha criado, sino con su
propia Persona. Porque su profeta veracísimo dice expresamente: “Mi bien es unirme con
Dios.”

Pues el sumo bien de que se disputa entre los filósofos es aquel al cual deben referirse para
su consecución todos los oficios y operaciones humanas. No dijo el real profeta, mi sumo
bien, o toda mi bienaventuranza es el tener abundancia de riquezas, o el vestirme de

Página 273 de 273


La Ciudad De Dios San Agustín

púrpura, ó empuñar el cetro, o alcanzar la corona real, o lo que no tuvieron pudor en


proferir algunos filósofos, el deleite del cuerpo es mi sumo bien, o lo que mejor dijeron los
más sensatos y cuerdos, la virtud de mi alma es mi sumo bien, sino para mí, dice, el unirme
con Dios es mi sumo bien y toda mi bienaventuranza.

Esta célebre doctrina se la enseñó al real profeta aquel Señor a quien nos advirtieron los
santos ángeles, con el testimonio de los sacrificios legales, que debíamos solamente ofrecer
sacrificios; y asimismo el mismo profeta se había hecho un sacrificio de cuyo fuego
inteligible estaba interiormente abrasado, y a cuyo espiritual reposo y unión inefable
aspiraba con santos deseos.

Pero si los que adoran muchos dioses (como quiera que imaginen y opinen de ellos) creen
a las historias civiles, o a los libros mágicos, o lo que tienen por más decente, a los
theúrgicos, donde se dice que hicieron milagros, ¿qué razón hay para que no quieran creer
que obró Dios estos prodigios, referidos en la Santa Escritura, a la cual se debe tanta mayor
fe cuanto sobre todas las cosas es mayor Aquel a quien solo manda que ofrezcamos nuestro
sacrificio?

CAPITULO XIX

Razón por que la verdadera religión nos enseña a ofrecer a un solo Dios verdadero e
invisible el sacrificio visible Los que imaginan que los sacrificios visibles convienen
también a los otros dioses, y que al verdadero Dios, como invisible, le convienen los
sacrificios invisibles como a mayor, mayores, y como a mejor, mejores, como son los
oficios de la conciencia pura y de la voluntad buena, sin duda, ignoran que estos sacrificios
son figuras y señales de estos otros, así como las palabras sonoras son señales de los
objetos que representan en el ánimo.

Por cuyo motivo, lo mismo que cuando oramos y alabamos a Dios enderezamos y
encaminamos nuestras voces significativas a aquel Señor a quien ofrecemos en nuestro
corazón las mismas cosas que significamos, así cuando sacrificamos hemos de entender
que no debemos ofrecer el sacrificio visible a otro que aquel gran Dios cuyo sacrificio
invisible debemos ser nosotros mismos en nuestros corazones. Y en este piadoso acto nos
aplauden, nos dan el parabién y nos ayudan en cuanto pueden todos los ángeles y las
virtudes que nos son superiores y más poderosas en la misma bondad y piedad. Y si les
deseamos ofrecer este honor, no quieren admitirle, y cuando Dios los envía a nosotros de
modo que advirtamos su presencia, nos lo prohíben expresamente.

De esta especie hay muchos ejemplos en la Sagrada Escritura. Opinaron algunos que se
debía a los ángeles el mismo honor y culto que se debe a Dios, adorándolos u ofreciéndoles
sacrificio, pero los mismos espíritus celestiales se lo vedaron y ordenaron que tributasen
esta adoración a aquel Señor a quien sabían que solamente se debía; en cuyo admirable
ejemplo imitaron también a los santos ángeles los hombres santos y temerosos de Dios,
pues en Licaonia, habiendo milagrosamente sanado San Pablo y Bernabé a un hombre, los
tu- vieron por dioses, queriendo los licaonios ofrecerles víctimas en sacrificio, y
estorbándolo con humilde piedad los santos Apóstoles, les anunciaron y dieron noticia del
Dios verdadero en quien debían creer. Pero los espíritus seductores no por otra causa piden
con tanta arrogancia se les tribute este honor, sino porque saben que se debe al verdadero
Dios, pues no gustan, como enseña Porfirio y sienten algunos filósofos, de los olores y

Página 274 de 274


La Ciudad De Dios San Agustín

perfumes de los cuerpos muertos, sino del honor y culto que se debe a Dios, ya que en
todas partes tienen abundancia de perfumes, y si quisieran más, ellos mismos podrían
proporcionárselo. Así, que los espíritus que se atribuyen a sí mismos con altivez y soberbia
la divinidad no gustan del humo del cuerpo, sino del alma del que les suplica para
enseñorearse de ella, sujetándola y ganándola para sí, cerrándola el camino para llegar a
conocer al verdadero Dios, para que no sea el hombre su sacrificio, sacrificándose a otro
que a este gran Dios.

CAPITULO XX

Del sumo y verdadero sacrificio que hizo de sí mismo el mediador de Dios y de los
hombres Por lo cual, el verdadero mediador, que tomando la forma de siervo se hizo
medianero entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, aunque admite y recibe en la
forma de Dios sacrificio con el Padre, con quien es igualmente un solo Dios verdadero, sin
embargo, bajo la forma de siervo, más quiso ser incruento sacrificio que recibirle, para que
ni aun por este motivo pensase alguno que se debía ofrecer sacrificio a ninguna especie de
criatura humana. Por este sacrificio viene a ser el mismo Dios sacerdote, siendo El mismo
que ofrece, y El mismo la oblación, la víctima y el sacrificio. Fue su voluntad divina
también que fuese sacramento cotidiano el sacrificio de la Iglesia, la cual, siendo cuerpo
místico y verdadero de esta misma y suprema cabeza, aprende a ofrecerse a sí misma en
virtud del mandato de Jesucristo. A este verdadero sacrificio figuran en muchas y en
diferentes formas y signos los antiguos sacrificios que ofrecían los santos, figurando o
representando a éste sólo por medio de tantos, como si un mismo asunto se dijese por
muchas y diferentes palabras, para encargarle y recomendarle más próvidamente, sin que
de él resultase fastidio alguno. A este sumo y verdadero sacrificio cedieron todos los
sacrificios falsos.

CAPITULO XXI

De la potestad que Dios dio a los demonios para glorificar sus santos por el sufrimiento,
los cuales vencieron a los espíritus aéreos, no aplacándolos, sino perseverando en Dios
Aquella potestad que en ciertos y determinados tiempos permite y concede Dios a los
demonios para que, por medio de los hombres de cuyo corazón están apoderados, ejerciten
tiránicamente su rencor y enemistad contra la Ciudad de Dios y que admitan sacrificios, no
sólo de los que se los ofrecen voluntariamente, sino también de los que no quieren
ofrecérselos y se resisten, por lo cual los persiguen violentamente hasta lograr que se los
ofrezcan, no sólo no es daño, sino que resulta en utilidad de la Iglesia para que se cumpla
el número de los mártires, a quienes la Ciudad de Dios estima por ciudadanos más ilustres
y honrados, cuanto más fuerte y valerosamente pelean contra la impiedad de las potestades
y tiranos, hasta derramar su inocente sangre. A éstos, con mayor razón, si lo permitiera el
uso común del idioma de la Iglesia, los llamaríamos nuestros héroes. Por cuanto este
nombre dicen que se deriva de Juno, dado que Juno, en idioma griego, se llama Hera, y por
eso no sé qué hijo suyo, según las fábulas de los griegos, se llamó Heros, significando con
esta fábula, como en sentido místico, que el aire se atribuya a Juno, en cuyo lugar dicen
que habitan los héroes con los demonios, llamando con este nombre a las almas de los
difuntos que hicieron méritos sobresalientes. Por el contrario, se llamarán nuestros mártires
héroes si, como llevo indicado, lo admitiera el uso y lenguaje eclesiástico, no porque
estuviesen asociados con los demonios en el aire, sino porque vencían a los mismos

Página 275 de 275


La Ciudad De Dios San Agustín

demonios, esto es, a las potestades aéreas, y en ellas a la misma Juno (signifique esta voz
lo que quieran), a la cual, no del todo fuera de propósito, pintan los poetas enemiga de las
virtudes, émula y envidiosa de los varones fuertes que caminan al Cielo.

Sin embargo, vuelve a rendirse a ella miserablemente, Virgilio; pues confesándose esta
deidad vencida por Eneas no obstante, viene Heleno al mismo Eneas para darle un consejo
piadoso y religioso, al decirle: “Ofrecerás prontamente tus votos a Juno, y aplacarás y
rendirás a esta poderosa señora con tus humildes dones.” Y, conforme a esta opinión,
Porfirio, aunque no siguiendo su dictamen, sino el de los otros, dice que un Dios bueno o el
genio no acude a favorecer al hombre sin que primero se haya aplacado el malo, como si
entre ellos fueran más poderosos los dioses malos que los buenos (si no es que
aplacándolos les concedan su protección), y no queriendo los malos, no pueden aprovechar
los buenos, y pueden dañar y ofender los malos, sin que se lo puedan resistir los buenos.

No es ésta la traza que usa la religión verdadera y realmente santa; no vencen de este modo
nuestros mártires a Juno, esto es, a las potestades aéreas, émulas de las virtudes de los
siervos de Dios. Si conforme al uso común pudiera decirse así, diríamos que de ninguna
manera vencen nuestros héroes a la Hera con humildes dones, sino con virtudes divinas.
Por eso más a propósito pusieron a Escipión el sobrenombre de Africano, porque venció y
conquistó con su valor el África, que si con dones y dádivas aplacara a los africanos sus
enemigos para que se aquietaran y no, le causaran daño alguno.

CAPITULO XXII

De dónde dimana la potestad que ejercen los santos sobre los demonios y de dónde
procede la verdadera purificación del corazón Los hombres de Dios, por medio de la
verdadera piedad, salen vencedores contra la potestad aérea, enemiga y contraria a la
piedad, exorcizándola y no aplicándola, y todas sus tentaciones y acometidas las vencen
haciendo oración no a ella, sino a su Dios contra ella. Pues ésta no vence o sujeta a alguno
si no es con la asociación del pecado. Por lo tanto, la victoria se consigue en nombre de
aquel Señor que se hizo hombre y vivió indemne de toda mácula de pecado, para que por la
virtud divina del mismo, que era juntamente sacerdote y sacrificio, se realizara la remisión
de los pecados, esto es, por el medianero entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo Jesús,
por cuyo medio, efectuada la purificación de nuestros crímenes, nos reconciliamos y
volvemos a la gracia de Dios.

Pues los hombres, cuya purificación no puede hacerse en esta vida por nuestras propias
fuerzas y virtud, sino mediante la divina misericordia, por su indulgencia solamente y no
por nuestra potencia, pues aun aquella escasa virtud que se dice nuestra, el mismo Dios nos
la ha concedido por efecto de su bondad. Muchas facultades y perfección nos
atribuyéramos viviendo en esta carne mortal, si no viviéramos bajo la merced y beneficio
de Dios todo el tiempo que la traemos, hasta que la dejamos. Por eso nos dio el Señor su
gracia por el divino mediador, para que, contemplándonos, manchados con la torpeza del
pecado, nos limpiáramos y purificáramos con la semejanza de la carne del pecado. En
virtud de la divina gracia con que. Dios manifiesta en nosotros su grande misericordia;
caminamos y nos gobernamos en la vida presente por la fe y, después de ella, por la vista
clara y beatífica de la verdad inmutable llegaremos a gozar de la plenísima perfección.

Página 276 de 276


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XXIII

De los principios en que enseñan los platónicos consiste la purificación del alma Dice
también Porfirio que sabía por respuestas de los oráculos que no nos purificamos con los
sacramentos Teletas, que llaman ellos de la Luna, ni con los que dicen del Sol, para darnos
a entender en esta expresión que no puede purgarse el hombre con ninguna especie de
sacramentos de ninguno de los dioses ¿Pues qué sacramentos habrá que nos purifiquen si
no purifican los del Sol y de la Luna, que son los dioses principales que reconocen entre
los celestiales? Finalmente, dice que declaró el mismo oráculo que los principios no podían
purificar, porque habiendo dicho que los sacramentos de la Luna y del Sol no purificaban
no entendiese alguno que valían para purificar los sacramentos de algún otro de la turba de
las vanas deidades. Ya sabemos qué es lo que entiende por principios, como platónico que
es.

Porque entiende a Dios Padre y a Dios Hijo, a quien el estilo griego llama entendimiento
paterno o mente paterna; sobre el Espíritu Santo, o nada dice, o no lo dice expresamente,
aunque no comprendo de quién pueda decir que es medio entre éstos. Pues si quisiera que
entendiéramos la tercera naturaleza, que es la del alma, como la infiere Plotino cuando
disputa de las tres principales sustancias, sin duda que no le llamara medio entre éstos, es
decir, medio entre el Padre y el Hijo; porque Plotino pospone la naturaleza del alma al
entendimiento paterno, y Porfirio, cuando la llama medio, no la pospone, sino que la
interpone.

Efectivamente, dijo estas expresiones como pudo o como quiso, señalando con ellas lo que
nosotros llamamos Espíritu Santo; Espíritu no sólo del Padre ni sólo del Hijo, sino de
ambos, pues los filósofos hablan con más libertad y con los términos que les agrada, sin
reparar en si ofenden en los asuntos difíciles de comprender los oídos religiosos y
escrupulosos; pero nosotros no podemos hablar sino con términos muy limitados y precisos
porque la libertad en el decir no engendre alguna impía opinión en los objetos que con ella
significamos.

CAPITULO XXIV

Del único y verdadero principio que purifica y renueva la humana naturaleza Así que
nosotros no decimos que hay dos o tres principios cuando hablamos de Dios, así como
tampoco nos es lícito decir que hay dos o tres dioses, aunque hablando de cada uno en
particular o del Padre, o del Hijo, o del Espíritu Santo, confesamos también que cada uno
es Dios, y sin embargo, no decimos lo que los herejes sabelianos, que el Padre es el mismo
que el Hijo, y que el Espíritu Santo es el mismo que el Padre y el Hijo, sino que el Padre es
Padre del Hijo, y el Hijo, Hijo del Padre, y que el Espíritu Santo ni es Padre, ni hijo del
Padre y del Hijo, por cuya razón dijeron con verdad que no se purifica el hombre sino con
el principio, aunque los sabelianos, en su modo de explicarse, pusieron los principios en
plural. Pero como Porfirio estaba sujeto a las envidiosas potestades, de quienes, por una
parte, se avergonzaba, y, por otra, no se atrevía a reprenderlas ni redargüirlas libremente,
no quiso entender que nuestro Señor Jesucristo era el principio con cuya soberana
Encarnación nos purificamos, porque le despreció en la misma carne que tomó para que
sirviese de sacrificio para nuestra purificación, no comprendiendo afectivamente aquel
grande e incomprensible Sacramento por estar lleno de la soberbia, que Cristo abatió con

Página 277 de 277


La Ciudad De Dios San Agustín

su humildad, siendo verdadero y benigno mediador, manifestándose a los mortales en


aquella mortalidad que por libertarse de ella los malignos y engañosos medianeros con
extraordinaria arrogancia se ensoberbecieron y prometieron a los miserables mortales,
como inmortales, su engañoso y frívolo favor y ayuda.

Así, que este mediador bueno y verdadero nos manifestó y enseñó que el pecado es
únicamente lo que es malo, no la sustancia de la carne o la misma naturaleza, la cual pudo
recibir sin mácula de pecado con el alma del hombre, y pudo retenerla y dejarla con la
muerte y mudarla en mejor estado con la resurrección, mostrándonos de paso que la misma
muerte, aunque fuese pena merecida por el pecado, la cual quiso el mismo Dios satisfacer
por nosotros (no obstante de estar indemne del más mínimo pecado), no se debía ejecutar
aun cuando se pudiese, pecando, antes, si fuese posible, se debía padecer por la justicia; y
por eso pudo, muriendo, perdonar los pecados, porque murió y no por su pecado. A este no
conoció el filósofo platónico que era el principio, porque le reconociera por purificativo,
porque no es el principio la carne o el alma humana, sino el Verbo por quien fueron criadas
todas las cosas.

Así que la carne no purifica por sí misma, sino el Verbo, que quiso vestirse de ella cuando
“el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Y así hablando de la mística comida de su
carne, los que no lo habían entendido, ofendidos y escandalizados, se fueron diciendo:
“Dura es esta palabra, ¿quién la puede escuchar?”, y a los demás que habían quedado les
dijo: “El espíritu es el que vivifica; la carne nada aprovecha”. Por eso habiendo tomado el
principio alma y carne, él es el que purifica el alma y la carne de los creyentes, y por lo
mismo, preguntándole los judíos quién era, respondió que era principio, lo cual, sin duda,
nosotros, siendo carnales, flacos, sujetos a pecados y envueltos en las tinieblas de la
ignorancia, no lo pudiéramos entender si no nos purificara y sanara el mismo Señor por lo
que éramos y no éramos. Porque éramos hombres, pero no éramos justos, y en su
Encarnación hubo naturaleza humana, pero era justa, no pecadora. Esta es la mediación
con que se dio la mano a los caídos y postrados. Esta es la semilla dispuesta por los
ángeles, con cuyos edictos se promulgó la ley que mandó adorar y reverenciar un solo
Dios, y prometió que vendría este mediador.

CAPITULO XXV

Que todos los santos, así en tiempo de la ley como en los primeros siglos, se justificaron en
virtud del sacramento y fe de Jesucristo Asimismo con la fe de este sacramento pudieron
purificarse los justos de la antigua ley, viviendo santamente no sólo antes que la ley se
diese al pueblo hebreo (porque no le faltó Dios o ángeles que les predicasen), sino también
en tiempo de la misma ley; aunque en las figuras de los ritos espirituales pareciese que las
promesas que contenían eran carnales, por lo cual se llama Testamento Viejo. Porque hubo
entonces también profetas por quienes igualmente que por los ángeles se predicó la misma
promesa, y del número de éstos era aquel cuyo dictamen y sentencia tan soberana y tan
divina referí poco antes, tratando sobre el fin del sumo bien, del hombre: “Todo mi bien v
mi bienaventuranza es unirme con Dios”. En cuyo salmo se declara bastantemente la
distinción que hay entre los dos Testamentos que se llaman Viejo y Nuevo. Pues por las
promesas carnales y terrenas, viendo que los impíos abundaban de ellas, dice que vacilaron
sus pies y que estuvo titubeando para caer, pareciéndole como que había servido en vano a
Dios, pues los que le despreciaban y no servían fielmente gozaban de la felicidad que él
esperaba de tan gran Señor; y que sufrió grandes molestias en el examen de este punto,

Página 278 de 278


La Ciudad De Dios San Agustín

queriendo averiguar por qué pasaba así; hasta que entró en el santuario de Dios, y entendió
y conoció el último fin y destino de los que parecían felices y dichosos, a los ojos de su
ignorancia.

Entonces notó que los que se encumbraron sobremanera fueron, como dice, derrotados y
abatidos, y que faltaron y perecieron por sus culpas, y todo el colmo de la felicidad
temporal se les volvió como un sueño de uno que, despertado de improviso, se halla
desamparado de los falsos contentos y objetos deleitables que imaginaba en su fantasía. Y
porque en esta tierra o ciudad terrena les parecía que eran, grandes: “Señor, dice, allá en tu
Ciudad reducirás a nada aquella su apariencia o imaginaria felicidad.” Pero cuán útil le fue
no buscar aun las cosas terrenas, sino de la mano de un solo Dios verdadero, en cuyo poder
están todas las cosas celestes y terrestres, bien claro lo manifiesta cuando dice: “Yo he sido
como una bestia delante de ti, y yo siempre contigo.” Como una bestia dijo, efectivamente,
porque no lo entendía. Pues yo no debía esperar de tu mano sino cosas que no puedo tener
comunes con los impíos y pecadores, a los cuales, viendo en abundancia, imaginé que te
había servido en vano, puesto que la tenían los que no habían querido servirte.

Con todo, yo siempre perseveré contigo, porque aun en el deseo de semejantes objetos no
te dejé ni busqué otros dioses, y por eso continúa: “Me tuviste de la mano derecha y me
encaminaste por el camino de tu voluntad y ley, y me recibiste y acogiste con mucho honor
y gloria.” Como que pertenecen a la siniestra todas aquellas cosas de que, viendo a los
impíos con abundancia, casi estuvo para caer: “Porque ¿qué tengo yo, dice, en el Cielo sin
ti, o qué puedo desear sobre la tierra, sino a ti?» Repréndese a sí mismo, y con razón se
arrepiente, porque teniendo un bien tan inestimable en el Cielo (lo que después conoció),
buscó y pretendió en la tierra de la mano poderosa de su Dios una cosa tan transitoria y
frágil y en algún modo una, felicidad de lodo: “Desfalleció, dice, mi corazón y carne, Dios
de mi corazón, es a saber, desfalleció con buen desfallecimiento y deseo, aspirando de las
cosas inferiores a la posesión de las superiores”; por lo que dice en otro salmo: “Desea y
desfallece mi alma por el goce de los soberanos palacios del Señor”; y asimismo dice en
otro: “Desfalleció mi alma por tu salud”.

Sin embargo, habiendo hablado de ambas cualidades, esto es, del desfallecimiento del
corazón y de la carne, no añadió Dios de mi corazón y de mi carne, sino Dios de mi
corazón, pues por el corazón se purifica la carne; y así, dice el Señor: “Limpiad lo que está
dentro, y así lo de afuera estará limpio.” Después llama a su parte a Dios, y no algo de El,
sino El mismo: “Dios, dice, de mi corazón, o Dios que para siempre eres mi parte y mi
opción”; porque entre muchas cosas a que se aficionan y escogen los hombres, él quiso
elegir a Dios: “Porque los que se alejan, dice, de ti perecerán; destruiste a todos los que
fornican y se apartaron de tu fe y religión; esto es, que quieren ser como una prostitución y
amancebamiento de muchos dioses.” De donde se deduce la otra expresión, por cuya
ocasión me pareció conveniente referir lo restante del mismo salmo: “Respecto de mí, to-
do mi bien y bienaventuranza consiste en unirme con Dios”; no desviarme lejos de él, no
andar fornicando por diferentes objetos. Y el unirse con Dios se efectuará perfectamente
cuando todo lo que se hubiere de libertad estuviere ya en salvo y libre. Pero ahora es muy a
propósito lo que sigue: “Que es poner su esperanza en Dios”, “pues la esperanza que se ve
no es esperanza, porque lo que uno ve ya ¿cómo lo espera?, dice el Apóstol, y si lo que no
vemos esperamos, con paciencia y su- frimiento lo esperamos”.

Viviendo, pues, ahora, con esta esperanza, practiquemos lo que se sigue, y seamos
también, según nuestra posibilidad ángeles de Dios, esto es, sus nuncios y mensajeros,

Página 279 de 279


La Ciudad De Dios San Agustín

anunciando su voluntad y alabando su gloria y divina gracia. Por lo que habiendo dicho:
“Ahora pongo mi esperanza en Dios”, añadió: “para que anuncie y predique todas sus ala-
banzas en las puertas de la hija de Sión” Esta es la gloriosísima Ciudad de Dios, ésta es la
que reconoce y reverencia a un solo Dios, ésta es la que nos anunciaron los santos ángeles
cuando nos convidaron con su amable compañía, y quisieron que en ella fuéramos
conciudadanos suyos, los cuales no gustan de que los veneremos como a dioses nuestros,
sino que con ellos adoremos a su Dios, que lo es nuestro, ni que les ofrezcamos sacrificios,
sino que con ellos nos ofrezcamos como verdadero sacrificio al Señor.

Así que, sin que pueda dudar ninguno que considerare esto libremente sin perversa
obstinación, todos los inmortales bienaventurados que no nos envidian (porque si fueran
émulos nuestros ya no fueran bienaventurados), sino que nos estiman sobremanera y
desean que seamos también como ellos lo son bienaventurados; más nos favorecen y
ayudan cuando reverenciamos con ellos a un solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que si
les veneráramos a ellos mismos y les ofreciéramos sacrificios.

CAPITULO XXVI

De la inconstancia de Porfirio, que anda vacilando entre la confesión de un verdadero Dios


y el culto de los demonios No sé cómo en este particular Porfirio, a mi entender, pudo
tener empacho y pudor de sus amigos los theurgos, porque los misterios, o más bien
ridiculeces de éstos los comprendió bien, mas no por eso se encargó libremente de la
defensa del verdadero Dios contra el culto de muchos dioses falsos. Pues llegó a decir que
del número de los ángeles había unos que descendían a la tierra y daban a entender a los
prohombres theurgos las máximas y ordenaciones divinas; otros, que en la tierra
declaraban los arcanos y atributos que son peculiares del Padre, su alteza y su profundidad
en, las ideas. Pregunto, pues: ¿hemos de creer que esos ángeles, cuyo oficio es patentizar la
voluntad del Padre, quieren que nos sujetemos y rindamos a otro que a aquel Señor cuya
voluntad nos anuncian? Por lo que nos advierte con justa razón el mismo filósofo platónico
que a éstos antes los debemos imitar que invocar.

No debemos, pues, temer ofender a los inmortales y bienaventurados que reconocen un


solo Dios verdadero, por no ofrecerles sacrificios, pues aquel culto que saben no se debe
sino a un solo Dios verdadero, con cuya inefable unión son bienaventurados, sin duda, que
no se complacen en que se les atribuya a ellos, ni por figura, alguna significativa ni por el
mismo misterio que se significa por los Sacramentos. Porque tal arrogancia es propia de
los demonios soberbios, altivos y miserables, de la cual se diferencian mucho la piedad de
los que reconocen a Dios y de los que son bienaventurados, no por otro motivo sino por la
unión beatífica que tienen con este Señor.

Y para que con toda claridad comprendamos este sumo bien, se sigue necesariamente que
nos hayan de favorecer con benignidad sincera, y que no se arroguen facultad alguna por la
que nos sujetamos a ellos, sino que nos prediquen y anuncien a aquel gran Dios, bajo cuyos
auspicios soberanos nos vengamos a unir con ellos en paz. ¿A qué temes todavía, ¡oh
filósofo!, y no hablas libremente contra las émulas potestades que envidian las verdaderas
virtudes, y los dones y beneficios del verdadero Dios? Ya has confesado que los ángeles
que nos anuncian la voluntad del Padre son diferentes de los otros ángeles que descienden
no sé con qué artificio a los hombres theúrgicos; ¿para qué les tributas honores todavía,
diciendo que pronuncian portentos divinos? ¿Y qué cosas divinas declaran los que no nos

Página 280 de 280


La Ciudad De Dios San Agustín

anuncian la voluntad del Padre? En efecto; son aquellos a quienes el envidioso espíritu ligó
con sus conjuros a fin de que no practicasen la purificación del alma y a quienes ni el
bueno, como tú dices, deseando ellos hacer la purificación, los pudo soltar y ponerlos en su
potestad. ¿Aun dudas de que éstos son demonios malignos, o acaso finges que lo ignoras
por no ofender a los theúrgicos, por quienes, engañado con la curiosidad, aprendiste como
gran beneficio estas perniciosas abominaciones y desvaríos? ¿Y te atreves a esta envidiosa,
no digo potencia, sino pestilencia; no quiero llamarla señora, sino como tú lo confiesas,
esclava de los envidiosos y malintencionados; te atreves, digo, trascendiendo este aire de la
atmósfera a levantarla, sobre los cielos y colocarla en lugar sublime entre vuestros dioses
celestiales y aun a infamar con estas ignominias las mismas estrellas?

CAPITULO XXVII

De la impiedad de Porfirio, que sobrepujó aún el error de Apuleyo ¿Cuánto más tolerable y
humano fue el error de Apuleyo, platónico como tú, quien situando a los demonios
solamente en lugar inferior a la luna, aunque honrándolos, sin embargo, voluntaria o,
forzosamente, confesó, que padecían las flaquezas de las pasiones y perturbaciones del
ánimo; pero a los dioses superiores del cielo que pertenecen a los espacios y regiones
etéreas, ya sea los visibles que veía que con sus brillantes resplandores alumbran todo el
mundo, el sol, la luna y los otros luminares celestes; ya sea los invisibles, de quienes
entendía que estaban libres de los defectos y sensaciones de las turbaciones del alma, los
distinguió y segregó de éstos con toda la diligencia y exactitud que exigían sus facultades
intelectuales? Mas tú aprendiste esta doctrina errónea, no de Platón, sino de tus maestros,
los caldeos, elevando los humanos vicios sobre las alturas etéreas y aun sobre las empíreas
y sobre el firmamento del cielo, para que así puedan vuestros dioses pronunciar y
patentizar los arcanos divinos a los theurgos; y, sin embargo, te haces superior a las
inteligencias divinas sólo por el privilegio que gozas de lograr la vida intelectual; de tal
conformidad, que efectivamente, no te parecen necesarias para tu uso, como filósofo, las
purificaciones del arte theúrgico, y, con todo, las persuades a otros, como para
recompensar con esta satisfacción a tus maestros, induciendo engañosamente a los que son
incapaces de filosofar o adoptar máximas que confiesas son inútiles para ti, como capaz de
superiores inteligencias; con el ánimo de que cuantos estuvieron alejados de la filosofía, y
no fueren capaces de penetrar y abrazar su virtud, que es muy ardua y dificultosa y
adaptable a muy pocos, acuden con tu autoridad y dictamen a los theúrgicos para que los
purifiquen, si no en el alma intelectual, a lo menos en el alma espiritual.

Y por cuanto sin comparación es mayor el número de los que no gustan ni se aplican a
filosofar, acuden muchos más a tus secretos e ilícitos preceptores que a las escuelas de
Platón, porque ésta fue la promesa que te hicieron los inmundos e infernales espíritus,
fingiéndose dioses etéreos, cuyo predicador, panegirista y ángel te has constituido,
diciendo que los purificados en el alma espiritual por las operaciones del arte theúrgico
aunque no vuelva al Padre con todo habitarán con los dioses etéreos sobre las regiones
aéreas No escucha ni admite éstas falsedades la congregación de los fieles, a quienes vino a
libertar de la pesada servidumbre y tiranía del demonio Jesucristo nuestro Señor, porque en
él tienen la fuente inagotable de sus misericordias para conseguir la purificación de su
alma, espíritu y cuerpo, y por eso recibió en sí, sin haber cometido el más mínimo desliz,
los pecados de todos los hombres para sanar del contagio del pecado a todo aquello de que
consta el hombre.

Página 281 de 281


La Ciudad De Dios San Agustín

Y ojalá que tú le hubieras conocido también, y para tu eterna salvación te hubiera. puesto
con tanta más seguridad en sus manos, que no, o en las de tu propia virtud, que es en efecto
humana, frágil, imbécil, o en las de una perniciosa curiosidad. Porque no te engañaría
aquel gran Dios, a quien, como tú mismo escribes, vuestros oráculos confesaron por santo
e inmortal; por quien dijo asimismo el príncipe de los poetas, en estilo poético, y aunque en
persona, de otro, con todo, fue veraz si lo refieres a Jesucristo: “Cuando vos reinareis,
Señor, si hubieren quedado algunos rastros de nuestras culpas, vos las perdonaréis y
libraréis al mundo del perpetuo miedo.” Llámalos, aunque no pecados, a lo menos rastros
de pecados, a los que pueden quedar aun en los más aprovechados en la virtud de la justicia
por la humana flaqueza e inestabilidad de esta vida; los cuales no los quita ni sana sino el
soberano Salvador, por cuyo respecto se compuso este verso; pues que nos dijo Virgilio
estas palabras como si fuesen producción de su entendimiento, lo demuestra el cuarto verso
de la égloga, que dice: “La santa edad postrera ya es llegada, que la Cumea sagrada había
cantado”; donde aparece evidentemente que la sibila Cumea fue la autora de esta
predicción.

Pero los theurgos, o, por mejor decir, los demonios, que fingen especies y figuras de
dioses, antes profanan que purifican el espíritu del hombre con la falsedad de sus
fantasmas y con el engañoso embeleco de sus vanas formas: ¿Pues cómo han de purificar
el espíritu del hombre los que tienen tan impuro y sucio el suyo? Porque si no le tuvieran
de este modo, de ninguna manera se dejaran ligar con los conjuros del hombre envidioso y
malintencionado, ni el mismo beneficio vano y fútil que parece habían de hacer, o de
miedo le detuvieran, o con otra igual envidia le denegaran. Basta el que confieses que no
puede limpiarse con purificación theúrgica el alma intelectual, esto es, nuestra mente,
aunque dices que puede purgarse con semejante arte la parte espiritual, es decir, la inferior
a nuestra mente y, sin embargo, confiesas que con esta arte no puede hacerse a él inmortal
o eterna. Pero Jesucristo promete la vida eterna, y así concurre todo el mundo, con
despecho, mas no sin admiración y terror vuestro. ¿Qué aprovecha decir lo que no pudiste
negar, que van errados los hombres con la disciplina theúrgica, y que suceden a infinitos
con sus ciegas y necias opiniones, siendo un error evidente acudir con nuestros votos y
súplicas a los príncipes y a los ángeles? Y, por otra parte, porque no parezca que has
trabajado en vano, diciendo esto vuelves a enviar los hombres a los theurgos, para que
éstos purifiquen las almas espirituales de los que no viven conforme al alma intelectual.

CAPITULO XXVIII

Con qué razones ofuscado, Porfirio no pudo conocer la verdadera sabiduría, que es
Jesucristo. Así que introduces a los hombres en un notable error, y no te avergüenzas de un
daño tan grave profesando amor a la virtud y sabiduría; la cual, si fiel y verdaderamente
amaras y profesaras, hubieras conocido a Cristo, virtud de Dios y sabiduría de Dios, y no
hubieras apostatado y dejado su apreciable humildad, llevado de la vana altivez de tu vana
ciencia.

Sin embargo, confiesas que puede el alma espiritual purificarse con la virtud de la
continencia, sin el auxilio de las ates theúrgicas y sin sus decantados sacramentos, en cuyo
estudio te has molestado inútilmente, A veces dices también que después de la muerte
estos sacramentos no alivian el alma; de modo que ni a la misma que llamas espiritual
parece que aprovecha después de la vida presente; y, no obstante, haces una larga digresión
sobre este particular, no por otro fin, a lo que creo, sino por parecer perito y práctico en

Página 282 de 282


La Ciudad De Dios San Agustín

semejantes futilezas, y por venderte al gusto de los aficionados a las artes ilícitas, o por
excitar la curiosidad de otros excitándolos a abrazarlas, Pero es asimismo cierto lo que
dices que se deben temer estas artes, o por el rigor de las leyes, o por el rigor que hay en
practicarlas.

Y ¡ojalá que a lo menos oigan y adopten este tu consejo los miserables y que las
desamparen, porque en ellas no se aneguen y pierdan, o que por ningún pretexto se
aproximen al estudio de ellas! Dices también que no se purifica con ellas la ignorancia, y,
por consiguiente, tampoco se purgan muchos otros vicios, sino únicamente por el
entendimiento paterno, que sabe y conoce la voluntad paterna. Y, sin embargo, no quieres
creer que éste es Jesucristo, pues le desprecias por haber tomado carne humana de una
mujer, y por la ignominia que padeció sufriendo muerte de cruz, hallándose efectivamente
idóneo para reprender en lo superior a la soberana y suprema sabiduría con despreciarla y
abatirla en lo inferior. Y, con todo, es este Señor el que realmente cumple lo que los santos
profetas, con mucha verdad y espíritu divino, dijeron de él: “que había de destruir la
sabiduría de los sabios, y confundir la prudencia de los prudentes”, Pues no hemos de
entender que destruye y condena en ellos la sabiduría que les dio, sino la que se atribuyen y
arrogan a sí los que no tienen la suya.

Y así, habiendo referido este testimonio profético, prosigue y dice el Apóstol: “¿Adónde
está el sabio? ¿Adónde el escriba, intérprete de la ley? ¿Adónde el escudriñador de las
cosas de este siglo? ¿Acaso no nos dio a entender Dios que es ignorancia la sabiduría de
este mundo?” Y porque los mundanos y carnales por esta hermosísima máquina que Dios
hizo con tanta sabiduría, no conocieron con su sabiduría a Dios, quiso Dios salvar los
creyentes por la predicación de unos necios e ignorantes a los ojos y estimación de los
hombres. Porque los judíos piden prodigios y milagros, los griegos no se contentan sino
con la sabiduría que les cuadre, y nosotros, dice, predicamos a Cristo crucificado, cuya
humildad escandalizó a los judíos y a los gentiles se les hizo disparate; pero los que el
Espíritu Santo llamó a la fe, así de los judíos como de los griegos, advierten que esta
humildad de Cristo es virtud de Dios y sabiduría de Dios, pues lo que les parece desvarío e
ignorancia en Dios, que es la cruz sobrepuja a toda la fortaleza de los hombres. Esto es lo
que desprecian como ignorancia e imbecilidad los que se tienen a sí mismos como sabios y
fuertes. Pero ésta es la gracia que sana a los dolientes y enfermos, no a los que con
soberbia se jactan de su bienaventuranza, sino a los que con humildad confiesan su
verdadera miseria.

CAPITULO XXIX

De la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, la cual se avergüenza de confesar la


impiedad de los platónicos Predicas al Padre y a su Hijo, a quien llamas entendimiento o
mente del Padre, y al que es medio entre éstos, del cual imaginamos que entendéis que es
el Espíritu Santo, y a vuestro modo los llamáis tres dioses. Sobre cuyo particular, aunque
usáis de palabras no conformes al rigor de las ciencias y artes, con todo, advertís como
quiera, y como por las sombras de una imaginación débil, adónde debe aspirarse; pero la
encarnación del inmutable Hijo de Dios, en que consiste la salvación para que podamos

Página 283 de 283


La Ciudad De Dios San Agustín

llegar a alcanzar los inefables bienes que creemos o los que podemos comprender por poco
que sea con la luz de nuestro entendimiento, no la queréis reconocer.

Así que veis como de lejos y con, una vista caliginosa, la patria adonde debemos tener el
término de nuestra carrera; pero no tenéis indagado el camino por donde se debe caminar
para llegar a las eternas moradas. Sin embargo, tú mismo confiesas la gracia, pues dices
que a pocos se concede el llegar a unirse con Dios por virtud de la inteligencia. No dijiste:
pocos gustan o pocos quieren, sino que, diciendo a pocos se concede, sin duda confiesas la
gracia de Dios, no la suficiencia del hombre. Usas también aún más expresamente el
nombre de gracia, cuando, siguiendo la sentencia de Platón, tampoco pones en duda que el
hombre en la vida actual de ningún modo llega a la perfección de la sabiduría; pero que a
los que viven según el entendimiento, todo lo que les falta se los puede dar cumplidamente
después de esta vida la providencia y gracia de Dios. ¡Oh, si hubieras conocido la gracia de
Dios por Jesucristo nuestro Señor, y su misma encarnación con que recibió alma y cuerpo
de hombre, entonces pudieras echar de ver cómo era el dechado y ejemplo sumo de la
gracia: Pero ¿qué hago? Veo que en vano hablo con un muerto en cuanto hablo contigo;
pero a los que tanto te estiman y aman (o por el amor de cualquiera sabiduría o por la
curiosidad de las artes, que fuera más conducente el que no las aprendieras) a quienes
hablo, hablando contigo, acaso no hablo en vano.

La gracia de Dios no se nos pudo encomendar más graciosa y agradablemente que con
hacer que el mismo Hijo único de Dios, quedándose inmutablemente en la naturaleza
divina, se vistiera de la naturaleza humana, se hiciera hombre y diera al hombre esperanza
de su gracia y divino amor por medio del hombre, por quien los mortales pudieran venir a
unirse con aquel Señor que estaba antes tan lejos de los hombres, siendo inmortal; de los
mudables, siendo inmutable; de los impíos, siendo justo; de los miserables, siendo
bienaventurado.

Y porque naturalmente puso en nosotros un deseo eficaz de ser bienaventurados e


inmortales, quedándose el bienaventurado y haciéndose mortal por darnos lo que
deseamos, padeció y nos enseñó a menospreciar y no hacer caso de lo que tenemos. Mas
para que pudieran aquietarse vuestros corazones en la inteligencia de esta verdad, era
necesaria la humildad, a la cual con gran dificultad se puede persuadir a vuestra dura
cerviz.

Porque, ¿qué cosa increíble decimos, especialmente hablando con vosotros, que sentís
algunas cosas tales, que con ellas os debéis persuadir a vosotros mismos a creer esto?, ¿qué
cosa increíble, pues, os decimos, que Dios tomó alma y cuerpo humano? Vosotros atribuís
tanta eficacia al alma intelectual, la cual, sin duda, es la humana, que se puede hacer
consustancial a aquella mente materna que confesáis ser el Hijo de Dios. ¿Qué cosa
increíble es que a una alma intelectual, por un modo inefable y singular, la tomase Dios y
juntase consigo para la salud de muchos? Sabemos por la reiterada experiencia de nuestra
propia naturaleza que el cuerpo se une con el alma para formar un hombre entero y
cumplido, lo que si no fuera muy ordinario y usado, fuera más increíble sin duda que esto;
porque mas fácilmente se debe creer que se puede juntar, aunque sea lo humano con lo
divino, lo mudable con lo inmudable, el espíritu con el espíritu, o por usar de los términos
que vosotros empleáis, con más facilidad puede juntarse lo incorpóreo con lo incorpóreo
que lo corpóreo con lo corpóreo. ¿Por ventura os ofende el inusitado parto del cuerpo,
nacido de una virgen?

Página 284 de 284


La Ciudad De Dios San Agustín

Tampoco esto os debe ofender, antes os debe mover a creer en Dios, viendo que el que es
admirable nace admirablemente. ¿O acaso el ver que, habiendo una vez dejado el cuerpo
con la muerte, habiéndole renovado y mejorado con la resurrección, le subió a los cielos
incorruptible ya e inmortal? Podría ser que os resistieseis a creerlo, observando que
Porfirio, en los mismos libros que escribió de Regressu animae, de los cuales he citado
bastantes particularidades, enseña frecuentemente que debe huirse todo lo que es cuerpo,
para que el alma pueda permanecer bienaventurada con Dios. Pero antes él en este
particular debió ser corregido, especialmente sintiendo vosotros con él acerca del alma de
este mundo visible y de tan ingente mole. Pues siguiendo a Platón decís que el mundo es
un animal, y animal beatísimo, el cual queréis también que sea sempiterno. ¿De qué
manera, ni jamás dejará el cuerpo, ni jamás carecerá de la bienaventuranza, si para que sea
el alma bienaventurada debe huir de todo lo que es cuerpo? También el sol y los demás
astros, no sólo confesáis en vuestros libros que son corpóreos (lo que con todos vosotros,
cuantos los ven, sin duda lo confiesan), sino que con una pericia y charlatanería
extraordinaria (a vuestro parecer profunda) afirmáis que estos astros son animales
beatísimos, y por los cuerpos que tienen, sempiternos. ¿Cuál es, pues, la causa por que
cuando os predican y persuaden la fe cristiana, entonces olvidáis o fingís que ignoráis lo
que acostumbráis a leer y enseñar? ¿Qué razón hay para que por las mismas opiniones, que
vosotros refutáis, no queráis ser cristianos, sino porque Cristo vino humilde, y vosotros
sois soberbios? De la cualidad que han de tener los cuerpos de los santos en la resurrección
(aunque se puede disputar con más sutileza y escrupulosidad entre los doctos y versados en
las cristianas escrituras), en que hayan de ser sempiternos no ponemos duda alguna, como
en que han de ser de la calidad que manifestó Jesucristo con el ejemplo y primicias de su
resurrección.

Pero de cualquiera calidad que fuesen, diciendo que han de ser totalmente incorruptibles e
inmortales, y que no impedirán la alta contemplación con que el alma se fija en Dios, y
confesando vosotros también que hay en los cielos cuerpos de bienaventurados para
siempre, ¿qué razón hay seáis de opinión que para que seamos bienaventurados se debe
huir todo lo que es cuerpo, por parecer que con algún pretexto razonable huís de la fe
cristiana, si no es lo que repito, que Cristo es humilde y vosotros soberbios? ¿O acaso os
corréis o avergonzáis de que os corrijan? Este vicio es característico de los espíritus
soberbios. En efecto: causa pudor a los varones doctos el imaginar que los discípulos de
Platón vengan a ser, al fin, discípulos de Jesucristo, quien con su divino espíritu enseñó a
un pescador para que entendiese y dijese: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era en
Dios, y Dios era el Verbo; esto era en el principio en Dios, todas las cosas fueron hechas
por Él mismo, y sin Él nada se hizo; lo que se hizo en Él mismo era la vida, y la vida era la
luz de los hombres, y la luz brillaba en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron.”

Este principio del Santo Evangelio escrito por San Juan decía un platónico (según
acostumbraba a decírnoslo el santo anciano Simpliciano que después fue electo Obispo de
Milán) que se debía escribir con letras de oro y colocarle en todas las Iglesias en los sitios
más eminentes y distinguidos, y por eso vino a ser vilipendiado por los soberbios este
divino Maestro, “porque se dignó hacerse hombre, cubrirse de nuestra carne, bajar a la
tierra a vivir con nosotros, sin dejar al mismo tiempo el cielo ni salir del seno de su Padre”;
de modo que no les basta a los miserables el estar dolientes y enfermos, sino que en la
misma enfermedad se ensoberbecen y glorían, despreciando y aun avergonzándose de
tomar la medicina con que pudieran sanar, lo cual no practican para que les den la mano y
levanten, sino para que cayendo, sean más gravemente afligidos.

Página 285 de 285


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XXX

Cuántas cosas de Platón ha refutado y corregido Porfirio, no sintiendo con él Si después


de Platón se estima por una acción indigna el enmendar o corregir cualquiera doctrina,
¿por qué el mismo Porfirio le enmendó algunas opiniones, y no de poca importancia?
Porque es indubitable que escribió Platón que las almas de los hombres, después de la
muerte, vuelven a dar la vuelta hasta encerrarse en los cuerpos de las bestias. Esta
sentencia sostuvieron su maestro Platón y Plotino, la cual, sin embargo, no agradó, y con
justa causa, a su discípulo Porfirio, pues éste opinó que las almas de los hombres volvían a
los cuerpos de los hombres, aunque no a los mismos que habían dejado, sino a otros
distintos.

Efectivamente, se ruborizó de creer la transmigración a las bestias, porque, acaso, viniendo


una madre a parar con su alma en alguna mula, no viniese a traer a cuestas a su hijo, y no
tuvo reparo en asentir al disparate de que viniendo una madre a dar en alguna tierna joven,
acaso se casaría con su hijo. ¿Con cuánta más razón y decoro se cree lo que los santos y
verdaderos ángeles nos enseñaron, lo que los profetas inspirados de Dios dijeron, lo que
dijo el mismo Señor, de quien los celestiales mensajeros enviados en tiempo oportuno y
anterior anunciaron que había de venir por Salvador del linaje humano, y lo que los
Apóstoles, delegados del Altísimo, predicaron, extendiendo el Evangelio por todo el
ámbito de la tierra; con cuánto más decoro y razón, digo, se cree que vuelvan las almas una
vez a sus propios cuerpos que no el que vuelven tantas veces a diferentes cuerpos? Pero,
como llevo insinuado, en gran parte se corrigió Porfirio en esta opinión, a lo menos cuando
estableció como sentir suyo que las almas de los hombres sólo podían volver a recaer en
los cuerpos de los hombres, no dudando dar al través con las cárceles de las bestias. Dice
también que Dios, a este efecto, concedió alma al mundo, para que, viendo y conociendo
los males de la materia corporal, acudiese al Padre y no estuviese por más tiempo sujeta al
contagio de semejantes dolencias. Cuya opinión, aunque tiene contra sí varios
inconvenientes (porque, en efecto, se dio el ánima al cuerpo para que sujetase operaciones
buenas y virtuosas, pues no. conociera claramente las malas si no las hiciera), sin embargo,
en aquel punto, que no es de poco momento, enmendó la opinión de los otros platónicos,
confesando que el alma, purificada ya de todos los males y puesta con el Padre, no ha de
volver a padecer ya más los infortunios de este mundo. Con cuya opinión, sin duda, quitó
lo que dicen que es especial doctrina de Platón, que así como suceden siempre los muertos
a los vivos, así los vivos a los muertos, y demuestra que es falso lo que conforme al
dictamen de Platón parece que insinúa Virgilio cuando refiere que las almas purificadas
iban a los Campos Elíseos (con cuyo nombre, como por fábula, parece se significan los
gozos y contentos de los bienaventurados) y venían a parar en el río Letheo, esto es, en el
olvido de las cosas pasadas “para que, olvidadas, vuelvan otra vez al mundo y empiecen de
nuevo a desear volver a nuevos cuerpos”.

Con razón descontentó esta sentencia a Porfirio, porque, en realidad de verdad, es desvarío
creer que las almas (desde aquella vida, no puede ser bienaventurada sí no es estando cierta
de su eternidad) deseen el contagio de los cuerpos corruptibles, y que de allí vuelvan a
ellos como si la suma pureza o purificación hiciera que vuelvan a, buscar, la inmundicia.
Porque si el purificarse perfectamente hace que se olviden de todos los males, y el olvido
de los infortunios causa deseo de los cuerpos en los que han de volver a contaminarse con
los males, sin duda que la suma felicidad será causa de la infelicidad, y la perfectísima

Página 286 de 286


La Ciudad De Dios San Agustín

sabiduría causa de la ignorancia, Y la suma pureza causa de la inmundicia. Ni el alma será


allí realmente bienaventurada durante el tiempo que residiere en aquel lugar donde es
indispensable que viva engañada, para que sea eternamente feliz.

Porque no será bienaventurada si no estuviere segura, y para que esté segura, falsamente ha
de entender que siempre ha de ser bienaventurada, pues alguna vez ha de venir a ser
miserable. ¿Y a quién da ocasión de gozo la falsa proposición como gozara con la verdad?
Advirtió este inconveniente Porfirio, y por eso dijo que el alma purificada volvía al Padre
para no tornar ya, mas a sujetarse al contagio de los malos. Por estos justificados motivos
me persuado que, falsamente creyeron algunos platónicos ser como necesario aquel círculo
y revolución de unas cosas en otras. Lo cual, aun cuando fuera cierto, ¿de qué podría
aprovechar el saberlo; a no ser que acaso por este motivo los platónicos se atreviesen a
anteponérsenos en la doctrina, pues nosotros ignorábamos en la vida actual lo que ellos en
la otra que es mejor estando purificados sobremanera, y siendo tan sabios no habían de
conocer, y creyendo lo falso habían de ser bienaventurados? Lo cual, si es un absurdo y
desvarío, seguramente que debe preferirse la opinión de Porfirio a la de los que imaginaron
los círculos y revoluciones de las almas con la perpetua alternativa de la bienaventuranza y
de la miseria. Y si esto es así, ved cómo un platónico disiente de Platón, sintiendo con más
cordura; ved cómo observó éste lo que otro no advirtió, y, sin embargo de ser un maestro
tan afamado, no rehusó corregir su dictamen, anteponiendo la verdad al respeto debido a la
persona.

CAPITULO XXXI

Contra el argumento de los platónicos con que pretenden probar que el alma es coeterna a
Dios ¿Por qué causa no creemos antes a Dios en las cosas que no podemos penetrar ni
rastrear con las luces del humano ingenio, diciéndonos el mismo filósofo que aun la misma
alma no es coeterna a Dios, sino que fue criada la que no tenía antes ser? Pues para no
querer creer esto los platónicos, les parecía que tenían una causa idónea y suficiente,
diciendo que lo que no había sido antes en todos los tiempos, después no podía ser
sempiterno, aunque del mundo y de los dioses, que escribe Platón haber criado Dios en el
mundo, diga expresamente que comenzaron a ser, que tuvieron principio, y, sin embargo,
no han de tener fin, sino que por la poderosa voluntad de su Criador han de permanecer
para siempre. Pero encontraron modo de entender esta frase diciendo que ese principio no
es de tiempo, sino de sustitución.

Porque así como dicen ellos, si un pie estuviese desde la eternidad siempre en el polvo, en
todos los tiempos estaría debajo de él, su huella, la cual ninguno podría dudar que la hizo
el que la pisa, ni lo uno sería primero que lo otro, aunque lo uno fuese formado por el otro;
así, dicen, también el mundo y los dioses que fueron criados en él existieron siempre,
habiendo existido en todos los tiempos el que los hizo, y con todo, fueron hechos.
Pregunto, pues: ¿si el alma existió siempre, hemos de decir también que existió siempre su
miseria? Y si comenzó en ella alguna operación en el tiempo que fuese ob aeterno, ¿por
qué no pudo ser que ella comenzase a existir en el tiempo, sin que antes hubiese sido? Y
más, que la bienaventuranza de ésta, que después de la experiencia de los males ha de ser
más firme y constante y ha de durar para siempre, como este filósofo lo confiesa, sin duda
que principió en el tiempo, y, sin embargo, ¿será para siempre sin haber sido antes? Así
que todo el argumento con el cual entienden que nada puede ser sin fin de tiempo, si no es
lo que no tiene principio de tiempo, queda deshecho, porque hemos hallado la

Página 287 de 287


La Ciudad De Dios San Agustín

bienaventuranza del alma, la cual, habiendo tenido principio de tiempo, no tendrá fin de
tiempo.

Por lo cual ríndase la humana flaqueza a la autoridad divina, y sobre la verdadera religión
creamos a los bienaventurados e inmortales, que no desean para sí la honra que saben se
debe a su Dios, que lo es también nuestro; ni mandan que hagamos sacrificios, sino sólo a
aquel cuyo sacrificio debemos ser nosotros con ellos, como muchas veces lo he referido, y
se debe decir frecuentemente; para que nos ofrezca a aquel sacerdote que (en la naturaleza
humana que tomó, según la cual quiso también ser sacerdote) se dignó ser por nosotros
sacrificio hasta morir.

CAPITULO XXXII

Del camino general para libertar el alma, el cual, buscándole mal, no le encontró Porfirio, y
lo descubrió solamente la gracia cristiana Esta es la religión que contiene el camino general
para libertar el alma, pues por ningún otro camino, sino por éste, puede alcanzar su
libertad, porque éste es en algún modo el camino real que solamente conduce al reino, al
que está inconstante y vacilando con el encumbramiento temporal, sino al que está firme y
seguro con la firmeza de la eternidad. Y cuando dice Porfirio en el libro I de Regressu
animae, cerca del fin, que no está recibida aún alguna secta o doctrina que demuestre un
camino general para librar el alma, ni por la vía de alguna filosofía cierta, ni por la
costumbres ni disciplina de los indios, ni por la inducción de los caldeos, ni por algún otro
camino, y que aún no ha llegado a su noticia este camino por medio de historia alguna, sin
duda confiesa que hay alguno, pero que aún no ha llegado a su noticia.

De modo que no le bastó todo cuanto con la mayor diligencia había estudiado y aprendido
en razón de librar el alma, y lo que a él le parecía o, por mejor decir, parecía a otros que
trataba. Porque advertía que todavía le faltaba alguna grande y prestante autoridad, que
debía seguir sobre negocio tan importante. Y cuando dice que ni por la vía de una filosofía
verdadera había llegado a su noticia secta alguna que enseñe y manifieste el camino
general para libertar el alma, bastantemente a lo que entiendo muestra, o que aquella
filosofía, en que él había estudiado y filosofado no era la verdadera, o que en ella no estaba
o se hallaba tal camino. ¿Y cómo puede ser ya verdadera la filosofía donde no se halla este
camino? Porque, ¿qué otro camino general hay para libertar el alma sino aquel mismo por
donde se libran todas las almas, y, por consiguiente, sin el cual ninguna alma se libra? Y
cuanto añade y dice que ni por las costumbres y disciplina de los indios, ni por la inducción
de los caldeos, ni por algún otro camino, claramente confiesa que este camino general para
librar el alma no está en lo que había hallado en los indios y en los caldeos, y no pudo
remitir al silencio el que había consultado los oráculos divinos de los caldeos, de quienes
hace mención ordinaria y continuamente ¿Qué camino general, pues, para libertar el alma
quiere dar a entender que no había aún hallado ni en alguna filosofía verdadera ni en las
doctrinas de las naciones que se tenían y estimaban como grandes y cultas en las materias
de la religión, porque prevaleció entre ellas la curiosidad de querer y conocer y adorar
cualesquiera ángeles, del cual camino la historia no le había aún suministrado noticia? ¿Y
cuál es ese camino general sino el que no es propio y peculiar de cada nación, y nos le dio
Dios para que fuese común generalmente a todas las gentes?

El cual, que exista, este filósofo de más que mediano ingenio, a lo menos no pone duda.
Porque no cree que la divina Providencia pudo dejar al, linaje humano sin este camino

Página 288 de 288


La Ciudad De Dios San Agustín

general para libertar el alma; porque no dice que no le hay, sino que este bien tan singular
y este auxilio tan poderoso no está aun recibido, no ha llegado todavía a su noticia, y no es
maravilla, porque Porfirio vivió en tiempo en que este universal camino, dirigido a eximir
el alma de su última ruina (que no es otro que la religión cristiana), permitía Dios que fuese
combatido y perseguido por los, gentiles que adoraban a los demonios, y por los reyes y
príncipes de la tierra, a fin de establecer y consagrar el número de los mártires, esto es, de
los testigos de la verdad, para demostrarnos por ellos que por la fe de la religión y
testimonio de la verdad debemos tolerar y padecer todos los males y penurias corporales.
Advertía esto Porfirio e imaginaba que con semejantes persecuciones había de extinguirse
y perecer bien presto este camino, y que por eso no era el general para libertar el alma, no
entendiendo que lo que a él le movía, y lo que temía padecer si lo escogiera, era para
mayor confirmación y para más firme recomendación y aprobación suya. Esta es la única
senda para librar el alma, ésta es la que Dios por su misericordia concedió generalmente a
todas las naciones, cuya noticia a algunos ha llegado y a otros llegará, sin que pueda decir
¿por qué ahora y por qué tan tarde?, pues a los consejos y altas ideas del que la envía no
puede darle alcance la flaqueza del humano ingenio. Lo cual sintió del mismo modo este
filósofo cuando dijo que aún no se había recibido este don de Dios, y que no había llegado
a su noticia, mas no por eso probó que no era verdadero, porque aún no le había recibido
en su fe o no había llegado todavía a su noticia.

Este es, digo, el camino general para librar y salvar a los creyentes, del cual tuvo noticia
fiel Abraham, mediante el divino oráculo: “En tu descendencia alcanzarán la bendición
todas las gentes.” ,Quien, aunque fue de nación caldeo, no obstante, para que pudiese
alcanzar semejantes promesas, y por él se propagase y dilatase su generación, “dispuesta
por los ángeles en virtud del Mediador”; en cuya descendencia estuviese este camino
general para librar el alma, esto es el que Dios concedió a todas las naciones, le mandó
Dios salir de su tierra de entre sus parientes y de la casa de su padre.

Entonces Abraham, siendo el primero que fue libertado de las supersticiones de los
caldeos, siguió y adoró a un solo Dios verdadero, a quien creyó fielmente cuando le hizo
sus divinas promesas. Este es el camino general, del cual hablando el rey profeta, David,
dice: “Dios haya misericordia de nosotros, bendíganos e ilústrenos con la luz de su divino
rostro, y tenga misericordia de nosotros para que conozcamos, Señor, en la tierra tu
camino, y en todas las gentes tu salud”. Y así, después, al cabo de tanto tiempo, habiendo
ya tomado carne de la descendencia de Abraham, dice el Salvador, de sí mismo: “Yo soy el
camino, la verdad y la vida.” Este es el camino general, de quien con tanta anterioridad de
tiempo estaba profetizado: “Estará en aquellos últimos días manifiesto y, aparejado el
monte, de la casa del Señor en la cumbre de los montes, y sobrepujará todos los collados,
acudirán a él muchas naciones, y dirán: venid y subamos al monte del Señor y a la casa del
Señor, Dios de Jacob, y os anunciará su camino, y andaremos por él, porque ha de salir de
Sión la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor.” Así que este camino no es peculiar a una
sola nación, sino generalmente a todas. La ley y la palabra del Señor no paró en Sión y en
Jerusalén, sino que salió de allí para derramarse por todo, el mundo.

Y así, el mismo Medianero, después de su Resurrección, estando medrosos sus discípulos,


les dijo: “Era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito de mí en la ley, en los
profetas y en los salmos.” Entonces les abrió los ojos del entendimiento para que
entendiesen las Escrituras, y les dijo cómo fue necesario que Cristo padeciese y resucitase
al tercero día de entre los muertos, y que por todas las gentes se predicase en su nombre la
penitencia y remisión de los pecados, empezando desde Jerusalén. Este es el camino

Página 289 de 289


La Ciudad De Dios San Agustín

general para librar el alma que nos significaron y publicaron los santos ángeles y los santos
profetas; lo primero entre unos pocos hombres que bailaron cuando pidieron la gracia de
Dios, y especialmente entre la nación hebrea, cuya sagrada República era en algún modo
como una profecía y significación de la Ciudad de Dios, que se había de juntar y componer
de todas las naciones; nos lo significaron, digo, con el Tabernáculo, con el templo, con el
sacerdocio y con los sacrificios, y nos lo profetizaron con algunas expresiones claras y
manifiestas, aunque las más veces místicas; pero habiendo ya encarnado y venido en
persona el mismo Medianero, y sus santos Apóstoles descubriéndonos ya la gracia del
Nuevo Testamento comenzaron a manifestar y enseñar aún más evidentemente todo lo que
estaba ya significado con más oscuridad en los tiempos pasados, según la distribución del
tiempo y edades del linaje humano, conforme a lo que quiso ordenar y disponer la divina
sabiduría, obrando Dios en confirmación de ello muchos portentos y señales maravillosas,
de las cuales he referido ya algunas.

Porque no sólo se vieron ángeles y se oyeron hablar los ministros del cielo, sino que
también los hombres siervos de Dios, con sola su fe sencilla, lanzaron los espíritus
inmundos de los cuerpos y sentidos humanos, sanaron los defectos y enfermedades
corporales; las bestias de la tierra y del agua, las aves del cielo, los árboles, elementos y
estrellas obedecieron la divina palabra, cedieron los infiernos, resucitaron los muertos, sin
contar los milagros propios y peculiares del mismo Salvador, especialmente el de su
Nacimiento y Resurrección, de los cuales, en el primero, nos mostró claramente el misterio
de la virginidad de su Madre, y en el segundo, un ejemplo de los que al fin han de
resucitar. Este es el camino que limpia y purifica a todo hombre, y le dispone, siendo
mortal, por todas las partes de que consta, a la inmortalidad. Pues para que no fuese
necesario buscar una purificación para la parte que llama Porfirio intelectual, y otra para la
que llama espiritual, y otra para el mismo cuerpo, por eso se vistió de todo el verdadero y
poderoso Purificador y Salvador. Fuera de este camino, el cual nunca faltó al, género
humano, ya cuando se predicaba que habían de suceder estos prodigios, ya cuando nos
predican que han sucedido, nadie se libró, nadie se libra, nadie se librará. Sobre lo que dice
Porfirio que no ha llegado aún a su noticia por medio de alguna historia el camino general
para libertar el alma, ¿qué puede haber más ilustre que esta historia que con tan relevante
autoridad se ha divulgado por todo el mundo? ¿O cuál más fiel o verdadero, donde de tal
modo se refieren los sucesos pasados, que se dicen también los futuros, de los cuales
vemos muchos cumplidos, y los que restan esperamos también, sin duda, que se
cumplirán? Porque no puede Porfirio ni otros cualesquiera platónicos, aun por lo tocante a
este camino, despreciar la adivinación o predicción como cosas terrenas y que pertenecen a
esta vida mortal como con razón hacen con otros vaticinios y predicaciones de
cualesquiera asunto y arte.

Pues aseguran que estas adivinaciones no fueron de hombres ilustrados, y que no debe
hacerse caso de ellas, y dicen bien. Porque se efectúan, o por el conocimiento que se tiene
de las causas inferiores, así como por el arte de la medicina, por medió de algunas señales
antecedentes se pronostican varios sucesos que han de sobrevenir al enfermo, o los
espíritus inmundos adivinan las cosas que tiene ya trazadas y dispuestas, y en los
corazones y gusto de los impíos hacen que a lo hecho cuadre y corresponda lo dicho, o a lo
dicho, lo hecho, para adquirir de algún modo derecho y acción en la imbécil materia de la
humana fragilidad. Pero los varones santos que se dirigieron por este camino general, por
donde se libran las almas, no procuraron profetizar semejantes sucesos como grandes,
aunque no los ignorasen y los dijesen muchas veces para hacerlos creer que no debía

Página 290 de 290


La Ciudad De Dios San Agustín

estimarse ni dar a entender el sentido humano ni hacer después con facilidad la experiencia
de ellos.

Pero otras obras eran verdaderamente grandes y divinas, las cuales, según se les permitía,
conocida la divina voluntad, anunciaron que habían de suceder. Porque la venida de
Jesucristo hecho hombre, y todo lo que por este gran Señor claramente sucedió y se
cumplió en su nombre, la penitencia de los hombres y la conversión de sus voluntades a
Dios, la remisión de los pecados y la gracia de la justicia, la fe de los piadosos y justos, y la
multitud que por todo el mundo había de creer en el verdadero Dios, la ruina y des-
trucción del culto de los ídolos y demonios, y el ejercicio con las tentaciones, la purgación
de los aprovechados y la liberación de todo mal; el día del juicio, la resurrección de los
muertos, la eterna condenación de los impíos y el reino eterno de la gloriosísima Ciudad de
Dios que goza inmortalmente de su vista, todo está dicho y prometido en las Escrituras,
hablando de este verdadero camino, del que vemos tantas cosas cumplidas, que
piadosamente creemos que han de suceder así las demás.

Y que la rectitud de este camino que nos conduce directamente hasta ver a Dios y unirnos
con Él eternamente está depositada en el archivo santo de la divina Escritura, con la misma
verdad que se predica y afirma en ella; todos los que no lo creen, y por eso no lo entienden,
pueden combatirlo pero no expugnarlo. Por lo que en estos diez libros, aunque menos de lo
que esperaban algunos de mí, no obstante, he satisfecho el deseo de otros, cuanto ha sido
servido de ayudarme el verdadero Dios y Señor, refutando las contradicciones de los
impíos, que al Autor de la Santísima Ciudad, de la cual nos propusimos tratar, prefieren sus
dioses. En los cinco primeros de estos diez libros escribo contra los que piensan que deben
adorarse los dioses por los bienes de, esta tierra, y en los otros cinco, contra los que
entienden que debe conservarse el culto de los dioses por la vida que ha de haber después
de la muerte. Así que de aquí adelanté, como lo prometí en el libro I, con el favor de Dios,
trataré lo que me pareciese necesario acerca del nacimiento, progreso y debidos fines de las
dos Ciudades que dije que en el presente siglo andaban mezcladas y unidas una con otra.

LIBRO UNDECIMO PRINCIPIO DE LAS DOS CIUDADES ENTRE LOS


ÁNGELES

CAPITULO PRIMERO

Parte de la obra donde se empiezan a demostrar los principios y fines de las dos Ciudades,
esto es, de la celestial y de la terrena. Llamamos Ciudad de Dios aquella de quien nos
testifica y acredita la Sagrada Escritura que no por movimientos fortuitos de átomos, sino
realmente por disposición de la alta Providencia sobre los escritos de todas las gentes
rindió a su obediencia, con la prerrogativa de la autoridad divina, la variedad de todos los
ingenios y entendimientos humanos. Porque de ella está escrito: “Cosas admirables y
grandiosas están profetizadas de ti, ¡oh Ciudad de Dios!”: y en otro lugar: “Grande es, dice
el Señor, y sumamente digno de que se celebre y alabe en la Ciudad de nuestro Dios y en
su montesano, que dilata los contentos y alegría de toda la tierra”; y poco más abajo: “Así
como lo oímos, así hemos visto cumplido todo en la Ciudad del Señor de los ejércitos, en
la Ciudad de nuestro Dios; Dios la fundó eterna para siempre; y asimismo en otro salmo:
“el ímpetu y avenida de las gentes, como unos ríos caudalosos han de alegrar y acrecentar
la Ciudad de Dios, donde el soberano omnipotente Señor puso y santificó su Tabernáculo y
asiento; y puesto que Dios está y habita en medio de ella, no se moverá ni faltará para

Página 291 de 291


La Ciudad De Dios San Agustín

siempre jamás” Por estos y otros testimonios semejantes, que sería demasiado prolijo
referir, sabemos que hay una Ciudad de Dios, cuyos ciudadanos deseamos ser con aquella
ansia y amor que nos inspiró su divino Autor.

Al Autor y Fundador de esta Ciudad Santa quieren anteponer sus dioses los ciudadanos de
la Ciudad terrena, sin advertir que es Dios de los dioses, no de los dioses falsos, esto es, de
los impíos y soberbios, que estando desterrados y privados de su inmutable luz, común y
extensiva a toda clase de personas, y hallándose por este motivo reducidos a una indigente
potestad, pretenden en cierto modo sus particulares señoríos y dominio, y quieren que sus
engañados e ilusos súbditos los reverencien con el mismo culto que se debe a Dios, sino
que es Dios de los dioses piadosos y santos, que gustan más de sujetarse a sí mismos a un
solo Dios que sujetar a muchos a sí propios; adorar y venerar a Dios más que, ser adorados
y reverenciados por dioses.

Pero ya hemos respondido a los enemigos de la Ciudad Santa cuanto nos ha sido posible,
auxiliados, del poderoso favor de nuestro Señor y nuestro Rey en los diez libros pasados, y
sabiendo al presente lo que se espera de mí, y acordándome de lo que prometí, principiaré
a tratar, confiado en el auxilio eficaz del mismo Señor y Rey nuestro, lo mejor que
alcanzaren mis fuerzas, del nacimiento, progresos y debidos fines de las dos Ciudades,
celestial y terrena, de las que dijimos que andaban confundidas en este siglo de algún
modo, y mezcladas la una con la otra; y en cuanto a lo primero, diré cómo procedieron los
principios de ambas Ciudades en el en- cuentro y diferencia que tuvieron entre sí los
ángeles.

CAPITULO II

Del conocimiento de Dios, a cuya noticia no llegó hombre alguno sino por el mediador
entre Dios y los hombres, Jesucristo Es asunto grande y muy singular el intentar sobrepujar
con las limitadas fuerzas del entendimiento a todas las criaturas corpóreas e incorpóreas, y
averiguado que son mudables, llegar a la alta contemplación de la inmutable sustancia de
Dios, aprender de él y saber de su incomprensible sabiduría, cómo todas las criaturas que
no son lo que él, no las crió otro que él. Porque no habla Dios con el hombre por medio de
alguna criatura corporal, dejándose percibir de los oídos corporales, de forma que entre el
que excita este sonido o eco y el que oye, se hiera el espacio intermedio del aire, ni
tampoco por alguna criatura espiritual de las que se visten con representaciones de cuerpos,
como en sueños, o de otro modo igual (pues también habla de esta manera como si hablara
a los oídos corpóreos, porque habla como si tuviera cuerpo y como por interposición de
espacio de lugares corporales), sino que habla Dios al hombre con la misma verdad cuando
está dispuesto para oír con el espíritu, no con el cuerpo. Porque de esta forma habla a
aquella parte del hombre, que en él, es lo más sublime y apreciable, y a la que sólo el
mismo Dios le hace ventaja.

Para que con justa causa se entienda, o, si esto no es posible, a lo menos se crea que el
hombre fue criado a imagen y semejanza de Dios, y sin duda según aquella parte se acerca
más a Dios omnipotente, con la que él excede a sus partes inferiores, las cuales tiene
también comunes con las bestias. Mas por cuanto la misma mente o alma donde reside
naturalmente la razón e inteligencia, por causa de ciertos vicios reprensibles y envejecidos,
está exhausta de fuerzas, no sólo para unirse con su Señor gozando de Dios, sino también
para participar de la luz inmutable, hasta que, renovándose de día en día, y sanando de su

Página 292 de 292


La Ciudad De Dios San Agustín

mortal dolencia, se haga capaz de tanta felicidad, debió, ante todas cosas ser instruida en la
fe, y así quedar purificada.

En cuya infalible creencia, para que con mayor confianza caminase al conocimiento de la
verdad; la misma verdad, Dios, Hijo único del Altísimo, haciéndose hombre sin
desprenderse de la divinidad, estableció y fundó la misma fe, para que tuviese el hombre
una senda abierta para llegar a Dios por medio del Hombre Dios. Porque éste es el
medianero entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús. Pues por la parte que es
medianero es hombre y verdadero camino de salud. Porque si entre el que camina y el
objeto adonde se camina es medio el camino, esperanza habrá de llegar; pero si falta o se
ignora Por dónde ha de caminarse, ¿qué aprovecha saber adónde se ha de caminar? Así que
sólo puede ser un camino cierto contra todos los errores el que una misma persona sea Dios
y hombre: adonde se camina, Dios; por donde se camina, hombre.

CAPITULO III

De la autoridad de la Escritura canónica, cuyo autor es el Espíritu Santo Este Señor,


habiéndonos hablado primero por los profetas, después por sí mismo y últimamente por los
Apóstoles cuando le pareció conducente, ordenó también una santa Escritura que se llamó
canónica, de grande autoridad, a quien damos fe y crédito sobre los importantes dogmas
que importa que sepamos y que nosotros mismos no somos idóneos y suficientes para
comprender.

Porque si podemos conocer, por nosotros mismos las cosas que no están distantes ni
remotas de nuestros sentidos, así interiores como exteriores (por lo que obtuvieron su
peculiar nombre las cosas presentes, porque decimos que están tan presentes, esto es, tan
delante de los sentidos como está delante de los ojos, lo que cae bajo el sentido de la vista),
sin duda que para saber las cosas que están, distantes de nuestros sentidos, porque no
podemos saberlas por testimonio nuestro, tenemos necesidad de buscar otros testigos; y a
aquellos creemos de cuyos sentidos sabemos que no están, o no estuvieron remotas las
tales cosas.

Así que como en las cosas visibles que no hemos visto creemos a las personas que las
vieron, y así en los demás objetos que pertenecen particularmente a cada uno de los
sentidos corporales, de la misma manera en las cosas que se alcanzan y perciben con el
entendimiento (porque él con mucha propiedad se dice sentido, de donde dimanó el
nombre sentencia), quiero decir en las cosas invisibles que están distante de nuestro sentido
exterior, es necesario que creamos a los que las aprendieron como están dispuestas en
áquella luz incorpórea, o a los que las ven como están en ella.

CAPITULO IV

De la creación del mundo, que ni fue sin tiempo, ni se trazó con nuevo acuerdo que sobre
ello tuviese Dios, como si hubiese querido después lo que antes no había querido Entre
todos los objetos visibles, el mayor de todos es Dios. Pero que haya mundo lo vemos
experimentalmente; y que haya Dios lo creemos firmemente. Que Dios haya hecho este
mundo, a ninguno debemos creer con más seguridad en este punto que al mismo Dios; pero
¿dónde se lo hemos oído? Nosotros lo hemos oído y sabemos por el irrefragable testimonio

Página 293 de 293


La Ciudad De Dios San Agustín

de la Sagrada Escritura, donde dice su profeta: “Al principio crió Dios el cielo y la tierra.”
Pero pregunto: ¿Se halló presente este profeta cuando hizo Dios el cielo y la tierra? No, por
cierto; solamente se halló allí la sabiduría de Dios, por quien fueron criadas todas las cosas,
la cual se comunica a las almas santas, las hace amigas y profetas de Dios, y a éstos en lo
interior de su alma, sin estrépito ni ruido les manifiesta sus divinas obras e incomprensibles
decretos.

A éstos también hablan los ángeles de Dios: “Que ven siempre la cara del Padre Eterno, y
anuncian su voluntad a los que conviene.” Entre éstos, fue uno el profeta que dijo y
escribió: “Al principio crió Dios el cielo y la tierra”; quien es un testigo tan abonado para
que con su testimonio debamos creer a Dios, que con el mismo espíritu divino con que
conoció el singular arcano que se le reveló, con ese mismo anunció y vaticinó grandes
misterios mucho tiempo antes de promulgarse esta nuestra santa fe.

Pero ¿por qué quiso Dios eterno e inmutable hacer entonces el cielo y la tierra, proyecto
que hasta entonces no había realizado? Los que hacen esa pregunta, si son de los que
entienden que el mundo es eterno sin ningún principio, y por lo mismo quieren y opinan
que no le hizo Dios, se apartan infinito de la verdad, y, alucinados con la mortal flaqueza
de la impiedad, desvarían como frenéticos, porque, además de las expresiones y
testimonios de los profetas, el mismo mundo, con su concertada mutabilidad y movilidad y
con la hermosa presencia de todas las cosas visibles, entregándose al silencio en cierto
modo, proclama y da voces que fue hecho, y que no pudo serlo sino por la poderosa mano
de Dios, que inefable e invisiblemente es grande, e inefable e invisiblemente hermoso;
pero si son los que confiesan que le hizo Dios, y, con todo quieren que no haya tenido
principio en tiempo, sino sólo de creación, de manera que con un modo apenas concebible
haya sido siempre hecho, éstos dicen lo bastante como para defender a Dios de una fortuita
temeridad, para que no se entienda que de improviso le vino a la imaginación lo que nunca
antes le había venido de criar el mundo, y que tuvo un nuevo querer, no siendo de algún
modo mudable; sin embargo, no advierto cómo en las demás cosas se pueda salvar este
modo de decir, especialmente en el alma, de la cual si dijeran que es coeterna de Dios, en
ninguna manera podrán explicar de dónde le sobrevino la nueva miseria que jamás tuvo
antes eternamente.

Porque si dijeren que hubo en todo tiempo alternativa entre su miseria y bienaventuranza,
es necesario que digan también que siempre estará en esta alternativa, de que deducirán un
absurdo; pues aun cuando digan que es bienaventurada en esto, a lo menos no lo será si
antevé su futura miseria y torpeza, y si no la prevé ni piensa que ha de ser miserable, sino
siempre bienaventurada, con falsa opinión es bienaventurada, que no puede decirse
expresión más necia. Y si imaginan que infinitos siglos atrás existió siempre esta
alternativa entre la bienaventuranza y la miseria del alma, pero que en adelante, habiéndose
ya libertado, no volverá a la miseria; con todo, confesarán por necesidad que nunca, fue
verdaderamente bienaventurada, sino que en adelante empieza a serlo con una nueva y no
engañosa bienaventuranza, y, por consiguiente, han de decir que le sucede algo nuevo
extraordinario que nunca eternamente en lo pasado le sucedió.

Y si negaren que la causa de esta novedad estuvo en el eterno consejo de Dios, negarán
también con esto que es el autor de su bienaventuranza, que es una impiedad abominable.
Y si dijeren que él, con nuevo acuerdo, trazó que en adelante el alma para siempre fuese
bienaventurada, ¿cómo demostrarán que en Dios no hay aquella mutabilidad, que es
también contra la opinión de ellos? Y si confiesan que fue criada en el tiempo, pero que en

Página 294 de 294


La Ciudad De Dios San Agustín

lo sucesivo en ningún tiempo ha de perecer, como el número que tiene verdadero principio
y no tiene fin, y que por eso, habiendo una vez experimentado la miseria, si se librase de
ella nunca jamás vendrá a ser miserable; por lo menos, no pondrán duda en que esto se
hace, quedando en su constancia la inmutabilidad del consejo de Dios. Así pues, crean
también que pudo el mundo hacerse en el tiempo y que no por eso en hacerle mudó Dios su
eterno consejo y voluntad.

CAPITULO V

Que no deben imaginarse infinitos espacios de tiempo antes del mundo, como infinitos
espacios de lugares Asimismo es indispensable que sepamos responder a los que confiesan
a Dios por autor y criador del mundo, y, sin embargo, preguntan y dudan acerca del tiempo
del principio del mundo, y qué es lo que nos responden sobre el lugar del mundo. Porque
de la misma manera se pregunta: ¿por qué razón se hizo entonces y no antes?, como puede
preguntarse: ¿por qué fue hecho donde existe, y no en otra parte? Pues si imaginan
infinitos espacios de tiempo antes del mundo, en los cuales opinan que no pudo Dios estar
ocioso sin empezar la obra, piensan asimismo fuera del mundo infinitos espacios de tiempo
antes del mundo, en los cuales opinan que no pudo Dios estar ocioso sin empezar la obra,
piensan asimismo fuera del mundo infinitos espacios de lugares, en los cuales, si alguno
dijere que no pudo estar ocioso Dios todopoderoso, pregunto: ¿no se infiere de tal
antecedente que le será forzoso soñar con Epicuro innumerables mundos, disintiendo con
él solamente en que dice éste que se forman con los fortuitos movimientos de los átomos, y
los otros dirán que los hizo Dios si quieren que no esté ocioso, por la interminable
inmensidad de Iugares que hay por todas partes fuera del mundo, y que estos tales mundos,
como sienten de éste por ninguna causa podrán deshacerse? ¿Por qué disputamos ahora
con los que sienten con nosotros que Dios es incorpóreo y criador de todas las naturalezas
que no son lo que es este gran Señor? Pues dar entrada en esta controversia de religión a
los que defienden que se debe el culto de los sacrificios a muchos dioses sería cosa muy
exorbitante e indigna.

Estos filósofos excedieron a los demás en fama y autoridad, porque, aunque con notable
distancia, no obstante se aproximaron más que los otros a la verdad. O acaso han de decir
que la substancia de Dios (la cual ni la incluyen, ni determinan, ni la extienden en lugar,
sino que la confiesan, como es razón sentir de Dios, que está en todas partes con la
presencia incorpórea), ¿han de decir, digo, que está ausente de tantos y tan inmensos
espacios de lugares como hay fuera del mundo, y que está ocupada solamente en un lugar,
y aquél, en comparación de aquella infinidad e inmensidad, tan pequeño como es el lugar
donde está este mundo? No presumo que piensen tales disparates. Confesando, pues ellos
que existe un mundo, el cual aunque de inmensa grandeza corpórea, con todo, dicen que es
finito y determinado en su lugar, y hecho por mano de Dios; lo que responden a la cuestión
sobre los infinitos lugares constituidos fuera del mundo, porque Dios en ellos cesa de obrar
y está ocioso, eso mismo respóndanse a sí mismo en la controversia sobre los infinitos
tiempos antes del mundo, porque, Dios cesó de obrar en ellos y estuvo ocioso. Y así como,
no se infiere, ni es consecuencia legítima, que por casualidad; más bien qué por alta
disposición y razón divina, haya Dios criado y colocado el mundo en este lugar en donde
existe y no en otro (pues habiendo por todas partes infinitos lugares igualmente
desembarazados y patentes, pudo escoger éste sin que hubiese en él ninguna prerrogativa o
excelencia particular, aunque esta misma disposición y razón divina por qué así lo hizo no
la pueda comprender ningún entendimiento humano).

Página 295 de 295


La Ciudad De Dios San Agustín

Así tampoco se infiere ni es consecuencia que entendamos haya sucedido a Dios algún
suceso por acaso y fortuitamente que le nioviera a criar el mundo más en aquel tiempo que
antes, habiendo pasado igualmente los tiempos anteriores por infinito espacio atrás sin
haber diferencia alguna por la que en la elección que se pudiese preferir un tiempo a otro.
Y si dijeren que son vanas las imaginaciones de los hombres con que piensan infinitos
Iugares, no habiendo otro lugar fuera del mundo, les respondemos que de esa manera
opinan vanamente los hombres sobre los tiempos pasados en que estuvo Dios ocioso, no
habiendo habido tiempo antes de la creación del mundo.

CAPITULO VI

Que el principio de la creación del mundo y el principio de los tiempos es uno, y que no es
uno antes que otro Porque si bien se distinguen la eternidad y el tiempo, en que no hay
tiempo sin alguna instabilidad movible, ni hay eternidad que padezca mudanza alguna,
¿quién no advierte que no hubiera habido tiempos si no se formara la criatura que mudara
algunos objetos con varias mutaciones, de cuyo movimiento y mudanza (como va a una y
otra parte, que no pueden estar juntas, cediendo y sucediéndose en espacios e intervalos
más cortos o más largos de pausas y detenciones) se siguiera y resultara el tiempo? Así
que, siendo Dios, en cuya eternidad no, hay mudanza alguna, el que crió y dispuso los
tiempos, no advierto cómo puede decirse que crió el mundo después de los espacios de los
tiempos; si no es que digan que antes del mundo hubo ya alguna criatura con cuyos
movimientos corriesen los tiempos.

Y si las sagradas letras (que son sumamente verdaderas) dicen “que al principio hizo Dios
el cielo y la tierra”, de modo que no hizo otra cosa primero, porque dijeran antes lo que
había hecho si hiciera algo antes de todas las cosas que hizo; sin duda que el mundo no se
hizo en el tiempo, sino con el tiempo. Porque lo que se hace en el tiempo se hace después
de algún tiempo y antes de algún tiempo; después de aquel que ha pasado y antes de aquel
que ha de venir: pero no podía haber antes del mundo algún tiempo pasado, porque. no
había ninguna criatura con cuyos mudables movimientos fuera sucediendo. Hízose el
mundo con el tiempo, pues en su creación se hizo el movimiento mudable, como parece se
representa en aquel orden de los primeros seis o siete días, en que se hace mención de la
mañana y tarde, hasta que todo lo que hizo Dios en estos días se acabó y perfeccionó al día
sexto, y al séptimo, con gran misterio, se nos declara que cesó Dios. Y el querer imaginar
nosotros cuáles son estos días, o es asunto sumamente arduo y dificultoso, o imposible,
cuanto más el querer decirlo.

CAPITULO VII

De la calidad de los primeros días, porque antes que se hiciese el sol se dice que tuvieron
tarde y mañana Por cuanto advertimos que los días ordinarios y conocidos no tienen tarde
sino respecto del ocaso, ni mañana sino respecto del nacimiento del sol; sin embargo, los
tres primeros de la creación pasaron sin sol; el cual se dice en la Escritura que fue hecho el
cuarto; y aunque se refiere que primeramente se hizo la luz con la palabra de Dios, y que
Dios la dividió y distinguió de las tinieblas, dando por nombre peculiar a la luz, día, y a las
tinieblas, noche; cuál sea aquella luz, cuál sea su movimiento alternativo, y cuál la mañana

Página 296 de 296


La Ciudad De Dios San Agustín

y tarde que hizo, está bien lejos de nuestros sentidos; ni podemos comprender del modo
que es, lo que sin embargo ciertamente debe creerse.

Porque o hemos de decir que hay alguna, luz corpórea, ya sea en las partes superiores del
mundo, muy distantes de nuestra vista, ya sea aquella con que después se encendió el sol; o
hemos de decir que por el nombre de luz se entiende y significa la Ciudad Santa, que
constituyen y componen los santos ángeles y espíritus bienaventurados, de la cual dice el
Apóstol: “La Jerusalén que está arriba, nuestra madre, es eterna en los cielos”; y en otro
lugar dijo: “Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día, no somos hijos de la noche,
ni de las tinieblas.” Con todo, en este día se incluye también la tarde y la mañana en cierto
modo, porque la ciencia de la criatura en comparación de la ciencia del Criador, en alguna
manera se hace tarde, y asimismo esta misma se hace mañana cuando se refiere a la gloria
y amor de su Criador; pero jamás se convierte en noche, cuando no se deja al Criador por
el amor a la criatura. Finalmente, refiriendo la Escritura por su orden los días primeros de
la creación, jamás interpuso el nombre de noche; pues en ningún lugar, dice, hizo la noche,
sino hízose la tarde, e hízose la mañana, un día o el primer día; y así del segundó y de los
demás. Porque el conocimiento de la criatura en sí misma está más oscuro y descolorido
(por decirlo así) que cuando se conoce en la sabiduría de Dios, como en un modelo y arte
de donde se hizo.

Y así más propiamente puede llamarse tarde que noche; la cual tarde, sin embargo, como
he insinuado, cuando se refiere para alabar y amar a su Criador, viene a parar en mañana.
Todo lo cual, cuando se realiza en el conocimiento de sí mismo, se hace el primer día;
cuando en el conocimiento del firmamento, que hay entre las aguas superiores e inferiores
y se llama cielo, se hace el segundo día; cuando en el conocimiento de la tierra, mar y de
todas las plantas que en la tierra producen semilla y fruto, el tercero día; cuando en el
conocimiento de los luminares mayor y menor, y de todas las estrellas, el cuarto día;
cuando en el conocimiento de todos los animales del agua y volátiles, el quinto día; cuando
en el conocimiento de todos los animales terrestres y del mismo hombre, el día sexto.

CAPITULO VIII

Cómo ha de entenderse el descanso de Dios cuando después de las obras de los seis días
descansó el séptimo Pero cuando descansa Dios de todas sus obras al séptimo día, y le
santifica, no debe entenderse materialmente como si Dios hubiese padecido alguna fatiga o
cansancio ideando y ejecutando tan grandes maravillas en estos días, puesto que dijo y se
hicieron todas las cosas con la virtud de sola su palabra inteligible y sempiterna, no sonora
y temporal; sino que el descanso de Dios significa el de los que descansan en Dios, así
como la alegría de la casa significa el júbilo de los que se alegran en ella, aunque no los
cause contento la misma casa, sino algún otro objeto deleitable.

Cuánto más si la misma casa, con su hermosura, alegra a los moradores de ella; de manera
que no sólo se llama alegre por aquella figura con que significamos lo contenido por lo que
contiene (así como decimos que los teatros aplauden y los prados braman, cuando en los
unos aplauden los hombres, y en los otros braman los bueyes), sino también por aquella
con que se significa el efecto por la causa eficiente, así como decimos la carta festiva,
significando la alegría de los que se llenan de júbilo leyéndola.

Página 297 de 297


La Ciudad De Dios San Agustín

Así que convenientisimamente cuando la autoridad profética dice que descansó Dios, se
significa el descanso de los que en él descansan, y los que el mismo Seflor hace descansar;
prometiendo también esto a los hombres con quienes habla la profecía, y por quienes se
escribió ciertamente que también ellos, después de las buenas obras que en ellos y por
medio de ellos obra Dios, si acudieren y llegaren a él en esta vida en algún modo con la fe,
tendrán en él perpetuo descanso. Porque esto se figuró también conforme al precepto de la
ley, con la vacación y fiesta del sábado en el antiguo pueblo de Dios, y así me parece que
debemos tratar de ello más particularmente en su propio lugar.

CAPITULO IX

Qué es lo que debemos sentir de la creación de los ángeles, según la Sagrada Escritura
Porque me he propuesto al presente la idea de tratar del principio y nacimiento de la
Ciudad Santa, y me ha parecido conducente exponer en primer lugar todo lo que pertenece
a los santos ángeles, que son parte no sólo grande de esta ciudad, sino también la más
bienaventurada, en cuanto jamás ha sido peregrina; procuraré explicar, con el auxilio de
Dios, lo que pareciere bastante sobre lo que nos dice acerca de esta materia la Sagrada
Escritura. Y aunque es verdad que donde trata de la creación del mundo no nos dice clara y
distintamente si crió Dios a los ángeles, o con qué orden los crió, sin embargo, puesto que
no dejó de hacer mención de ellos, o los significó con el nombre de cielo cuando dijo: “al
principio hizo Dios el cielo y la tierra”; o bajo el nombre de esta luz de que voy hablando.

Y no omitió el hacer mención de ellos se infiere, porque dice que descansó Dios el séptimo
día de todas las maravillosas obras que hizo, habiendo principiado de este modo el divino
libro: “Al principio hizo Dios el cielo y la tierra”, como si antes de la creación del cielo y
la tierra al parecer no hubiese hecho otra cosa. Así, que, habiendo empezado por el cielo y
la tierra, y la tierra que formó en primer lugar, como dice a continuación la Sagrada
Escritura, siendo entonces invisible e informe, y como no hubiese criado aún la luz, opacas
tinieblas se extendiesen sobre el abismo, esto es, sobre alguna indistinta confusión de tierra
y agua (pues donde no hay luz es necesario que haya tinieblas) y después, habiendo
dispuesto la creación especial de todas las cosas, que refiere haber acabado y
perfeccionado en los seis días, ¿cómo había de dejar a los ángeles, como si no se
incluyeran en las obras de Dios, de las que descansó al séptimo día? Y que Dios crió a los
ángeles (aunque aquí no omitió el decirlo, sin embargo, no lo especificó particularmente
con toda claridad), en otro lugar lo indica expresamente el sagrado texto; pues hasta en el
himno que cantaron los tres mancebos en el horno de fuego, diciendo: “Alabad y bendecid
todas las obras del Señor al Señor”; enumerando esas obras divinas hace asimismo
mención de los ángeles. Y en el salmo se canta: “Alabad al Señor vosotros que estáis en los
cielos; alabadle toda la milicia de los espíritus celestiales; alabadle, Sol y Luna; alabadle
todas las estrellas y astros luminosos; alabadle los más encumbrados e ilustres cielos; todas
las aguas y raudales cristalinos que están sobre los cielos alaben el nombre del Señor;
porque El es el autor y criador de todos; con sola su divina palabra se hicieron todas las
cosas, y con mandarlo se criaron.”

También nos manifiesta aquí con toda evidencia el Espíritu Santo que Dios crió los
ángeles, pues habiéndolos referido y numerado entre las demás criaturas del cielo,
concluye y dice: “porque El es el autor y criador de todas, con sola su divina palabra se
hicieron, y con mandarlo se criaron”. ¿Y quién será tan necio que se atreva a imaginar que
crió Dios los ángeles después de criar todos los seres comunes que se refieren en los seis

Página 298 de 298


La Ciudad De Dios San Agustín

días? Pero cuándo haya alguno tan idiota y poco instruido, convencerá su vanidad aquella
expresión de la Escritura que tiene igual autoridad infalible, donde dice Dios: “Cuando
hice las estrellas me alabaron con grandes aclamaciones todos los ángeles.”

Luego había ya ángeles cuando crió las estrellas, las que formó en el cuarto día. ¿Diremos
acaso que los hizo al tercero día? Ni por pensamiento, porque es indudable cuanto obró en
este día dividiendo la tierra de las aguas y repartiendo a cada uno de estos dos elementos
sus especies de animales, produciendo al mismo tiempo que la tierra todo lo que está
plantado en ella. ¿Acaso diremos que al segundo? Tampoco, porque en él hizo el
firmamento entre las aguas superiores e inferiores, al cual llamó cielo, y en él crió las
estrellas al cuarto día. Luego si los ángeles pertenecen a las obras que Dios hizo en estos
días, son, sin duda, aquella luz refulgente que se llamó día; el cual, para recomendarnos y
darnos a entender que fue uno, no le llamó día primero, sino uno.

Mas ni por eso hemos de inferir que es otro distinto el día segundo o el tercero o los demás,
sino que el mismo uno se repite por cumplimiento del número senario o septenario, para
darnos individual noticia del senario y septenario conocimiento, es decir: el senario, de las
maravillosas obras que Dios hizo; y el septenario, en el que Dios descansó. Porque cuando
dijo Dios: “hágase la luz, y se hizo la luz”, si se entiende bien en esta luz la creación de los
ángeles, sin duda que los hizo partícipes de la luz eterna, que es la inmutable sabiduría de
Dios, por quien fueron criadas todas las cosas, a quien llamamos el unigénito de Dios para
que, alumbrados con la luz sobrenatural que fueron criados, se hicieran luz y se llamaran
día, por la participación de aquella inmutable luz y día, que es el Verbo divino, por quien
ellos y todas las cosas fueron criadas. Porque la luz verdadera que ilumina a todos los
hombres que vienen a este mundo, ésta también alumbra a todos los ángeles puros y
limpios para que sean luz, no en sí mismos, sino en Dios, de quien si se separa el ángel se
hace inmundo, como todos los que se llaman espíritus inmundos, que no son ya luz en el
Señor, sino tinieblas en sí mismos, privados de la participación de la luz eterna. Porque el
mal no tiene naturaleza alguna, sino que la pérdida del bien recibió el nombre de mal.

CAPITULO X

De la simple e inmutable trinidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios, en quien
no es otro la cualidad y otro la substancia Así que el bien que es Dios es solamente simple,
y por eso inmutable. Por este sumo bien fueron criados todos los bienes, pero no simples, y
por lo mismo mudables. Fueron criados, digo, esto es, fueron hechos, no engendrados;
pues lo que se engendró del bien simple, es del mismo modo simple, lo mismo que aquel
de que se engendró, cuyas dos cualidades o esencias llamamos Padre e Hijo, y ambos con
su Espíritu es un solo Dios, el cual Espíritu del Padre y del Hijo se llama en la Sagrada
Escritura Espíritu Santo, con una noción propia de este nombre.

Sin embargo, es otro distinto que el Padre y el Hijo, porque ni es el Padre ni es el Hijo; otro
he dicho, pero no otra substancia, porque también éste es del mismo modo simple, bien
inmutable y coeterno. Y esta Trinidad es un solo Dios, no dejando de ser simple porque es
Trinidad. Y no llamamos simple a la naturaleza del bien, porque está en ella sólo el Padre,
o sólo el Hijo, o sólo el Espíritu Santo, mediante a que no está sola esta Trinidad de
nombres sin subsistencia de personas, como entendieron los herejes sabelianos, sino que se
llama simple porque todo lo que tiene eso mismo es, a excepción de que cada una de las

Página 299 de 299


La Ciudad De Dios San Agustín

personas se refiere a otra, porque, sin duda, el Padre tiene Hijo, y con todo, él no es el Hijo,
y el Hijo tiene Padre, y con todo, él no es Padre.

En lo que se refiere a sí mismo y no a otro, eso es lo que tiene; como a sí mismo se refiere
el viviente porque tiene vida, y él mismo es la vida. Así que se dice naturaleza simple
aquel a quien no sucede tener cosa alguna que pueda perder, o en quien sea una cosa el que
lo tiene y otra lo tenido; asi como el vaso que tiene algún licor, o el cuerpo que tiene color,
o el aire, la luz o calor, o cómo el alma, que tiene la sabiduría; porque ninguna de estas
cualidades es aquello que en sí tiene pues el vaso no es el licor, ni el cuerpo es el color, ni
el aire la luz o el calor, ni el alma la sabiduría. De donde resulta que pueden privarse
también de los objetos que tienen, y convertirse y transformarse en otros hábitos y
cualidades; de modo que el vaso se desocupe del licor de que estaba lleno, y el cuerpo
pierda el color; el aire se oscurezca o refresque; y el alma deje de saber.

Pero si el cuerpo es incorruptible, como lo es el, que se promete a los santos en la


resurrección, aunque es cierto que tiene aquella inadmisible cualidad de la misma
incorrupción, no obstante, quedando la sustancia corporal en su natural ser, no se identifica
con la incorrupción, porque ésta está toda particularmente esparcida por todas las partes del
cuerpo, y no es rnayor en una parte y menor en otra, porque ninguna parte es más
incorrupta que la otra; mas el mismo cuerpo es mayor en el todo que en la parte, y siendo
en él una parte mayor y otra menor, la que es mayor no es más incorrupta que la que es
menor.

Así que una cosa es el cuerpo que no se halla todo en cualquiera parte suya, otra cosa es la
incorrupción, la cual en cualquiera parte suya está todo; porque cualquiera parte del cuerpo
incorruptible, aun la desigual a todas las demás, es igualmente incorrupta. Porque
supongamos, v. gr, no porque el dedo es menor que toda la mano, por esto es más
incorruptible la mano que el dedo; así pues, siendo desiguales la mano y el dedo, sin
embargo, es igual la incorruptibilidad de la mano y la del dedo; y, consiguientemente,
aunque la incorrupción sea inseparable del cuerpo incorruptible, una cosa es la substancia
que se llama cuerpo y otra su cualidad de incorruptible. Y por eso también no es así la
prenda que tiene. Igualmente la misma alma, aunque sea también sabia, como lo será
cuando se librare para siempre de la presente miseria, aunque entonces será sabia para
siempre, con todo, será sabia por la participación de la sabiduría inmutable, la cual no es lo
mismo que ella.

Porque tampoco el aire, aunque nunca se despoje de la luz que le ilumina, la cual no lo
digo como si el alma fuese aire, según imaginaron algunos que no pudieron penetrar y
comprender la naturaleza incorpórea, sino porque estas cosas, respecto de aquéllas, con ser
todavía tan diversas y desiguales, tienen Cierta semejanza; de modo que muy al caso se
dice que así se ilumina el alma incorpórea con la luz incorpórea de la simple sabiduría de
Dios, como se ilumina el cuerpo del aire con la luz corpórea, y así como se oscurece
cuando le desampara esta luz (porque no son otra cosa las que llamamos tinieblas de los
espacios corporales que el aire que carece de luz), de la misma manera se oscurece y cubre
de tinieblas el alma privada de la luz de la sabiduna. Así que por esto se llaman aquellas
cosas simples, las cuales principalmente y con verdad son divinas; porque no es en ellas
una cosa la cualidad y otra la sustancia, ni son por participación de otras divinas, o sabias o
bienaventuradas. Con todo, en la Sagrada Escritura se llama múltiple y vario el espíritu de
la sabiduría, porque contiene en sí muchos objetos admirables; pero los que tiene, éstos
también es él, y es uno todos ellos.

Página 300 de 300


La Ciudad De Dios San Agustín

Porque no son muchas, sino una la sabiduría, donde residen los inmensos e infinitos
tesoros de las cosas inteligibles, en las cuales existen todas las causas y razones invisibles e
inmutables de las cosas, aun de las visibles y mudables, las cuales fueron hechas y criadas
por ésta. Porque Dios no ejecutó operación alguna ignorando lo que debía de hacer, lo cual
no puede decirse propiamente de cualquier artífice. Y si sabiendo hizo todas las cosas, hizo
sin duda las que sabía. De lo cual ocurre al entendimiento una idea maravillosa, aunque
verdadera: que nosotros no podíamos tener noticia de este mundo, si no existiera; pero si
Dios no tuviera noticia de él, era imposible que fuera.

CAPITULO XI

Si hemos de creer que los espíritus que no perseveraron en la verdad participaron de


aquella bienaventuranza que siempre tuvieron los santos ángeles desde su principio Lo
cual, siendo innegable en ninguna manera aquellos espíritus que llamamos ángeles fueron
primero tinieblas por algún espacio de tiempo, sino que luego que fueron criados los crió
Dios luz; con todo, no fueron criados sólo para que fuesen como quiera y viviesen como
quiera, sino que también fueron iluminados para que viviesen sabia y felizmente.

Desviándose algunos de esta ilustración divina, no solamente no llegaron a conseguir la


excelencia de la vida sabia y bienaventurada (la cual, sin duda, no es sino la eterna y muy
cierta y segura de su eternidad), pero aun la vida racional, aunque no sabia, sino ignorante
y destituida de razón, la tienen de manera que no la pueden perder, ni aun cuando quieran.
Y cuánto tiempo fueron partícipes de aquella sabiduría eterna antes que pecasen, ¿quién lo
podrá determinar? Sin embargo, ¿cómo podremos decir que en esta participación éstos
fueron iguales a aquéllos, que son verdadera y cumplidamente bienaventurados porque en
ninguna manera se engañan, sino que están ciertos de la eternidad de su bienaventuranza?
Pues si en ella fueran iguales, también éstos perseveraran en su eternidad igualmente
bienaventurados, porque estaban igualmente ciertos.

Pues así como la vida se puede decir vida, entretanto que durare, no así podrá decirse con
verdad la vida eterna si ha de tener fin; por cuanto la vida sólo, se llama vida si se vive; y
eterna, si no tiene fin. Por lo cual, aunque no todo lo que es eterno es bienaventurado
(porque también el fuego del infierno se llama eterno), con todo, si verdadera y
perfectamente la vida bienaventurada no es sino eterna, no era tal la vida de éstos, porque
alguna vez se había de acabar; y, por lo tanto, no era eterna, ya supiesen esto, ya
ignorándolo imaginasen otra cosa; porque el temor a los que lo sabían y el error a los que
lo ignoraban no les permitían ser eternamente felices. Y si esto no lo sabían, de modo que
no estribaban ni confiaban en cosas falsas o inciertas, ni se inclinaban con firme
determinación a una parte ni a otra acerca de si su bien había de ser sempiterno, o alguna
vez había de tener fin; la misma suspensión y duda sobre tan grande felicidad no tenía
aquel colmo y plenitud de vida bienaventurada que creemos hay en los santos ángeles.
Porque al nombre de vida bienaventurada no le queremos acortar y limitar tanto su
significación, que sólo llamemos a Dios bienaventurado, quien sin embargo, de tal manera
es verdaderamente bienaventurado, que no puede haber mayor bienaventuranza, en cuya
comparación nada significa que los ángeles sean bienaventurados con una bienaventuranza
suya, tanta cuanta en ellos puede haber.

Página 301 de 301


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XII

De la comparación de la bienaventuranza de los justos que no han alcanzado aun el premio


de la divina promesa, con la bienaventuranza de los primeros hombres en el Paraíso antes
del pecado Ni éstos solos por lo que toca a la naturaleza racional e intelectual se deben
llamar bienaventurados: porque ¿quién se atreverá a negar que los primeros hombres en el
Paraíso antes de caer en el pecado, fueron bienaventurados, aunque no estuviesen ciertos
de su bienaventuranza, cuán larga había de ser, o si había de ser eterna; la cual,
seguramente, hubiera sido eterna si no pecaran?

Pues sin reparo alguno llamamos hoy bienaventurados a los que viven justa y santamente
con esperanza de la futura inmortalidad, sin culpa que les estrague la conciencia,
consiguiendo fácilmente la divina misericordia para los pecados de la presente flaqueza
humana, los cuales, aunque están ciertos del premio de su perseverancia, con todo, se
hallan inciertos de ella; porque ¿qué hombre habrá que sepa que ha de perseverar hasta el
fin en el ejercicio y aprovechamiento de la justicia, si no es que con alguna revelación se lo
certifique el que no a todos da parte de este sublime arcano por justos y secretos juicios,
aunque a ninguno engañe?

Así que por lo perteneciente al gusto y deleite del bien presente, más bienaventurado era el
primer hombre en el Paraíso que cualquier justo existente en esta humana carne mortal;
pero respecto a la esperanza del bien futuro, cualquiera que sabe con evidencia, no con
opinión, sino con verdad cierta e inefable, que ha de gozar sin fin, libre de toda molestia,
de la amable compañía de los ángeles en la participación del sumo Dios, es más
bienaventurado con cualesquiera aflicciones y tormentos del cuerpo que lo era aquel
hombre estando incierto de su caída en aquella grande felicidad del Paraíso.

CAPITULO XIII

Si de tal manera crió Diós a todos los ángeles con la misma felicidad, que ni los que
cayeron pudieron saber que habían de caer, ni los que no cayeron, después de la ruina de
los caídos, recibieron la presciencia de su perseverancia Por lo cual, podrá cualquiera
fácilmente echar de ver que de lo uno y de lo otro resulta juntamente la bienaventuranza
que con recto propósito desea la naturaleza intelectual, esto es, de gozar del bien inmutable
y eterno que es Dios, sin ninguna molestia, y de saber que ha de perseverar en él para
siempre, sin que duda alguna le tenga suspenso, ni error alguno le engañe.

De ésta piadosamente creemos que gozan los ángeles de la luz, y que no la tuvieron antes
que cayesen los ángeles pecadores que por su malicia fueron privados de aquella luz, lo
colegimos por consecuencia; con todo, se debe creer o ciertamente que si vivieron antes
del pecado, tuvieron alguna bienaventuranza, aunque no la presciencia de si habían de
perseverar. Y, si parece cosa dura el creer, que cuando Dios crió a los ángeles, a unos los
crió de modo que no tuvieron la presciencia de su perseverancia o de su caída, y a otros los
crió de manera que con verdad cierta e inefable conocieron la eternidad de su
bienaventuranza, sino que a todos desde su principio los crió con igual felicidad, y que así
estuvieron hasta que éstos, que ahora son malos, por su voluntad cayeron de aquella luz de
la suma bondad; sin duda, que es más duro de creer que los santos ángeles estén ahora

Página 302 de 302


La Ciudad De Dios San Agustín

inciertos de su eterna bienaventuranza, y que ellos de sí mismos ignoren lo que nosotros


pudimos alcanzar y conocer de ellos por la divina Escritura.

Porque ¿qué católico cristiano ignora que no ha de haber ya ningún nuevo demonio de los
buenos ángeles, así como tampoco el demonio ha de volver ya más a la sociedad de los
ángeles buenos? Porque, prometiendo en el Evangelio, a los santos fieles, que serán iguales
a los ángeles de Dios, asimismo les ofrece que irán a gozar de la vida eterna; y si es cierto
que nosotros estamos seguros de que jamás hemos de caer de aquella inmortal
bienaventuranza, y ellos no lo están, seremos necesariamente de mejor condición que ellos,
y no iguales; mas porque de ningún modo puede faltar la verdad de que seremos iguales a
ellos, sin duda ellos están también ciertos de su eterna felicidad. De la cual, porque los
otros no estuvieron ciertos (porque no iba a ser eterna la felicidad, de la cual pudieran estar
asegurados, pues había de tener fin), resta confesar que, o fueron desiguales, o si fueron
iguales, después de la caída y ruina de ellos, alcanzaron los otros la ciencia cierta de su
felicidad sempiterna.

A no ser que quiera decir alguno que lo que el Señor dice del demonio en el Evangelio:
“que el demonio fue homicida desde el principio, y no perseveró en la verdad”, debe
entenderse de tal modo, que no sólo fue homicida desde el principio, esto es, desde el
principio del linaje humano, o sea, desde que fue criado el hombre, a quien con engaños
pudiese matar, sino también que desde el principio de su creación no perseveró en la
verdad; por lo cual, nunca fue bienaventurado con los santos ángeles, no queriendo
sujetarse a su Criador, y complaciéndose, por su soberbia, en su alta potestad, como si
fuera propia, con lo cual quedó engañado y engañoso, pues quedó para siempre subyugado
a la elevada potestad y omnipotencia del que es Todopoderoso; y el que cón suave sujeción
no quiso conservar lo que verdaderamente es, con altivez y soberbia procura fingir lo que
no es, para que así se entienda con más claridad lo que insinúa el Apóstol y Evangelista
San Juan cuando dice “que el diablo peca desde el principio”, esto es, desde que fue criado
rehusó la justicia, la cual no puede caber sino en la voluntad piadosa y rendida a Dios.

Los que adoptan esta opinión, pregunto, ¿no sienten lo mismo con otros herejes, esto es,
con los maniqueos, y si hay otras sectas pestilenciales que sostengan que tiene el demonio
procedente como de un principio contrario a su propia naturaleza mala? Los cuales
disparatan tan vanamente, que teniendo con nosotros y en nuestro abono la autoridad de
estas palabras evangélicas, no advierten ni consideran que no dijo el Señor: “no tuvo
verdad”, sino “no perseveró en la verdad”; queriendo manifestar que cayó del
conocimiento de la verdad, en la cual, seguramente, si perseverara participando de ella,
perseveraría también, en la bienaventuranza con los santos ángeles.

CAPITULO XIV

Con qué frase o modo de hablar dice la Escritura del demonio que no perseveró en la
verdad, porque no hay en él verdad Y añadió la razón, como si preguntáramos por dónde
consta que no perseveró en la verdad y dice: “Porque no hay verdad en él.” Y, sin duda, la
hubiera en él si perseverára en ella. Esta causa está expuesta bajo un método de raciocinar
no muy corriente y usado, pues parece que suena así; no perseveró en la verdad porque no
hay verdad en él, como si la causa de que no haya perseverado en la verdad fuera porque
no hay verdad en él, siendo más bien la causa de no haber verdad en él en no haber

Página 303 de 303


La Ciudad De Dios San Agustín

permanecido en la verdad. Pero este mismo lenguaje hallamos también en el Salmo, donde
dice: “Yo clamé porque me oíste; mi Dios.” Debiendo, al parecer, decir: Me oíste mi Dios
porque clamé a ti. Pero habiendo dicho yo clamé, como si le preguntaran por qué señal
demostró el haber clamado, manifestando el deseado efecto de haberle oído Dios, muestra,
sin duda, el afecto de su clamor como si dijera: por esto doy a entender expresamente que
he clamado, porque me habéis oído.

CAPITULO XV

Cómo ha de entenderse la autoridad de la Escritura: desde el principio peca el demonio La


expresión que profiere San Juan hablando del demonio: “Desde el principio, el demonio
peca”, no entiende que si es natural, de ningún modo es pecado. Pero ¿qué responderán a
los testimonios incontrastables de los Profetas, o a lo que dice Isaías, significando al
demonio bajo la persona del príncipe de Babilonia: “Cómo cayó Lucifer, que nacía
resplandeciente de mañana”; o a lo que dice Ezequiel: “¿Estuviste en los deleites del
Paraíso de Dios, adornado de todas las piedras preciosas?” De cuyos testimonios se deduce
que estuvo alguna vez sin pecado, porque más expresamente le dice poco después:
“Anduviste en tus días sin pecado.” Cuyas autoridades, puesto que no pueden entenderse
de otra manera, vienen en confirmación de lo que se dice: que no perseveró en la verdad,
para que lo entendamos de manera que estuvo en la verdad, pero que no perseveró en ella;
y aquella expresión, que desde el principio el demonio peca, no desde el principio que fue
criado se ha de entender que peca, sino desde el principio del pecado, porque de su
soberbia resultó el haber pecado.

Ni lo que se escribe en el libro de Job hablando del demonio: “Esta es la primera o


principal criatura que hizo el Señor para que se burlasen de él sus ángeles”, con lo que
parece concuerda la expresión del real Profeta cuando dice: “Este dragón que formaste
para que se burlen de él”, se debe entender de tal modo, que creamos que le crió desde el
principio, para que los ángeles se burlasen de él, aunque después de cometido su execrable
crimen, le ordenó Dios este castigo. Su principio, pues, es ser hechura del Señor; pues no
hay naturaleza alguna, aun entre las más viles y despreciables sabandijas del mundo, que
no la haya criado y formado aquel Señor de quien procede toda formación, toda especie y
hermosura, todo el orden de las cosas, sin el cual no puede hallarse o imaginarse cosa
alguna criada, cuanto más la criatura angélica que en dignidad de naturaleza excede a todas
las demás que Dios crió.

CAPITULO XVI

De los grados y diferencias de las criaturas, las cuales de una manera se estiman respecto
del provecho y utilidad, y de otra respecto del orden de la razón Entre las criaturas que son
de cualquiera especie, y no son lo mismo que es Dios, por quien fueron criadas, se
anteponen y aventajan las vivientes a las no vivientes, como también las que tienen
facultad de engendrar o apetecer a las que carecen de esta tendencia; y entre las que viven
se anteponen las que sienten a las que no sienten, como a los árboles, los animales; y entre
las que sienten se anteponen las que entienden a las que no entienden así como los hombres
a las bestias; y entre las que entienden se anteponen las inmortales a las mortales, como los
ángeles a los hombres.

Página 304 de 304


La Ciudad De Dios San Agustín

Pero se anteponen así siguiendo el orden de la naturaleza; sin embargo, hay otros muchos
modos de estimación, conforme a la utilidad de cada cosa; de que resulta que
antepongamos algunas cosas insensibles a algunas que sienten, en tanto grado, que si
pudiésemos, quisiéramos desterrarlas del mundo; ya sea ignorando el lugar que en él
tienen, ya sea, aunque lo sepamos, posponiéndolas a nuestras comodidades e intereses.
Porque ¿quién hay que no quiera más tener en su casa pan que ratones, dineros que pulgas?
Pero ¿qué maravilla, citando aun en la estimación de los mismos hombres, cuya naturaleza
es tan sublime, por la mayor parte se compra más caro un caballo que un esclavo, una
piedra preciosa que una esclava? Así que donde hay semejante libertad en el juzgar, hay
mucha diferencia entre la razón del que lo considera y la necesidad del que lo ha menester,
o el gusto del que lo desea; puesto que la razón estima qué es lo que en sí vale cada cosa
según la excelencia de la naturaleza; y la necesidad estima qué es aquel objeto por lo que le
desea; buscando la razón lo que juzga por verdad la luz del entendimiento; y el deleite y
gusto lo que es agradable a los sentidos del cuerpo. No obstante, tanto vale en las
naturalezas racionales un como peso de la voluntad y amor, que aunque por la naturaleza
se antepongan los ángeles a los hombres; con todo, por la ley de la justicia, los hombres
buenos son preferidos y antepuestos a los ángeles malos.

CAPITULO XVII

Que el vicio de la malicia no es la naturaleza, sino que es contra la naturaleza; a quien no


da ocasión o causa de pecar su Criador, sino su propia voluntad Por razón de la naturaleza,
no por la malicia del demonio, inferimos que está con justa causa dicho: “Esta es la
primera o principal criatura que hizo el Señor.” Porque, sin duda, donde no había vicio de
malicia, procedió la naturaleza no viciada, y el vicio es contra la naturaleza, de manera que
no puede ser sino en daño de la naturaleza. Así que no fuera vicio el apartarse de Dios, si a
la naturaleza, cuyo vicio es el apartarse de Dios, no le correspondiese mejor el estar con
Dios; por lo cual, aun la voluntad mala es gran testigo de la naturaleza buena. Pero Dios,
así como es Criador benignísimo de las naturalezas buenas, así también justísimarnente
ordena y dispone de las voluntades malas, porque cuando ellas usan mal de las naturalezas
buenas, el Señor usa bien aun de las voluntades malas.

Por eso hizo que el demonio, que en cuanto es producción de su poderosa mano es bueno,
y por su voluntad malo, habiéndole dispuesto y ordenado acá abajo, entre las cosas
inferiores, fuese burlado por sus ángeles, esto es, que sacasen fruto y aprovechamiento de
sus tentaciones los santos, a quienes desea y procura dañar con ellas. Y porque Dios,
cuando le crió, sin duda, no ignoraba la malicia que había de tener, y preveía los bienes que
el espíritu infernal había de sacar de su malicia, por este motivo dice el Salmo: “Este
dragón que formaste para que le escarnezcan”, aun de que por el mismo hecho de haberle
formado, aunque por su bondad, bueno, se entienda que por su presciencia tenía ya
prevenido y dispuesto cómo había de usar de él aunque fuese malo.

CAPITULO XVIII

De la hermosura del Universo, la cual, por disposición divina, campea aún más con la
oposición de sus contrarios Dios no criara no digo yo a ninguno de los ángeles, pero ni de
los hombres, que supiese con su soberana presciencia había de ser malo, si no tuviera
exacta ciencia de los provechos que de ella habían de sacar los buenos; disponiendo de esta

Página 305 de 305


La Ciudad De Dios San Agustín

manera el orden admirable del Universo, como un hermoso poema, con sus antítesis y
contraposiciones. Porque las que llamamos antítesis son muy oportunas y a propósito para
la elegancia y ornamento de la elocuencia; y en idioma latino se distinguen con el nombre
de oposición, o lo que con más claridad se dice, contraposición. No está recibido entre
nosotros este vocablo, aunque también la lengua latina usa de esos artificios y adornos de
la elocuencia, como los idiomas de todas las naciones.

Y el Apóstol San Pablo, con estas antítesis en su Epístola Segunda a los Corintios, suave y
enérgicamente declara aquel lugar donde dice: “Mostrémonos armados de justicia y buenas
obras, a diestro y siniestro, para que caminemos seguros por la gloria y por la ignominia;
por la infamia y la buena fe: teniéndonos el mundo por embusteros, siendo hombres de
verdad; por no conocidos, siendo, sin embargo, conocidos; por muertos perseverando
vivos; por castigados, y no muertos; por tristes, estando siempre alegres; por pobres,
enriqueciendo a muchos; como quien nada posee; poseyéndolo todo.” Así como
contraponiendo los contrarios a sus contrarios se adorna la elegancia del lenguaje, así se
compone y adorna la hermosura del Universo con una cierta elocuencia no de palabras,
sino de obras, contraponiendo los contrarios. Con toda claridad nos enseña esta doctrina el
Eclesiástico cuando dice: “Así como es contrario al mal el bien, y como es contraria la vida
a la muerte, así es contrario al justo, el pecador y esta conformidad observarás en todas las
admirables obras del Altísimo de dos en dos las cosas, una contraria a la otra.”

CAPITULO XIX

Qué debe sentirse de lo que dice la Sagrada Escritura que dividió Dios entre la luz y las
tinieblas Así que aun cuando la oscuridad de la divina palabra sea también útil para
adquirir exacto conocimiento de aquel Señor que produce verdades sensibles, y las saca a
la luz del conocimiento, mientras uno la entiende de un modo y otro de otro (pero de tal
manera que lo que se percibe en un lugar oscuro se confirme, o con el irrefragable
testimonio de cosas claras y manifiestas, o con otros lugares que no admiten duda; ya sea
porque revolviendo muchas cosas se viene a conseguir también la inteligencia de lo que
sintió el autor de la Escritura; ya sea que aquel arcano, se nos oculte a nuestra escasa
trascendencia y, sin embargo, con ocasión de tratar de la profunda oscuridad, se expresan
algunas otras verdades); por consiguiente, no me parece absurda y ajena de las obras de
Dios aquella opinión sobre si cuando crió Dios la primera luz se entiende que crió los
ángeles; y que hizo distinción entre los ángeles santos y los espíritus inmundos, donde
dice: “Dividió Dios la luz y las tinieblas, y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche.”

Porque sólo pudo distinguir estas cosas el que pudo saber primero que cayesen, que habían
de caer; y que privados de la luz de la verdad habían de quedar en su tenebrosa soberbia.
Porque entre este tan conocido día y noche, esto es, entre esta luz y estas tinieblas, mandó
que las dividiesen estos luminares del cielo tan patentes a nuestros sentidos: “Háganse,
dice, los luminares en el firmamento del cielo, para que den su luz sobre la tierra y dividan
el día y la noche”; y poco después: “Hizo Dios, dice, dos luminares grandes, el luminar
mayor para que presidiese al día, y el menor a la noche, y con ellos las estrellas, y los
colocó en el firmamento del cielo para que difundiesen su luz sobre la tierra y fuesen
señores del día y de la noche y para que dividiesen la luz y las tinieblas.” Porque entre
aquella luz, que es la santa congregación de los ángeles, y resplandece con la inteligible
ilustración de la verdad y entre las contrarias tinieblas, esto es, entre aquellas abominables
inteligencias de los ángeles malos que se desviaron de la luz de la justicia, aquel Señor

Página 306 de 306


La Ciudad De Dios San Agustín

pudo hacer división, a quien tampoco pudo estar oculta o incierta la futura malicia, no de la
naturaleza, sino de la voluntad.

CAPITULO XX

De lo que dice después de hecha la distinción entre la luz y las tinieblas: “Y vio Dios que
era buena la luz” Finalmente, tampoco debe pasarse en silencio que cuando dijo Dios:
“Hágase la luz, y se hizo la luz”, añadió en seguida: “Y vio Dios la luz que era buena”; no
dijo estas expresiones después que hizo distinción entre la luz y las tinieblas, llamando a la
luz día, y a las tinieblas noche; porque ninguno se persuadiese que le agradaban también
aquellas tinieblas, como la luz. Pues cuando éstas son ya inculpables (entre las cuales y la
luz que percibimos con nuestros ojos hacen distinción y división los luminares del cielo),
no antes, sino después, se infiere claramente que vio Dios que era bueno “Y púsolos, dice,
en el firmamento del cielo, para que difundiesen su luz sobre la tierra, presidiesen al día y a
la noche, y dividiesen entre sí la luz y las tinieblas y vio Dios que era bueno.”

Entonces ambos resplandecientes luminares le agradaron, porque ambos eran inculpables.


Pero cuando dijo Dios “hágase la luz, y se hizo la luz”; sigue inmediatamente: “Y vio Dios
la luz que era buena”; e infiere luego: “Separó Dios la luz de las tinieblas, y llamó Dios a la
luz día y a las tinieblas noche”; pero no añadió aquí: y vio Dios que era bueno, por no
llamar buenos a ambas cosas, siendo la una de ellas mala, no por su naturaleza, sino por su
propia culpa. Y por eso sólo agradó la luz a su Criador; mas las tinieblas angélicas, aunque
las había de disponer en su respectivo lugar, sin embargo, no las había de aprobar.

CAPITULO XXI

De la eterna e inmutable ciencia y voluntad de Dios, con que todo lo que hizo en el
Universo le agradó antes de hacerlo, como lo hizo después Porque ¿qué otra cosa debe
entenderse en aquella expresión que frecuentemente repite: “Vio Dios que era bueno”, sino
la aprobación de la obra practicada conforme a la idea, que es la sabiduría de Dios? Porque
es cierto que Dios no llegó a comprender entonces que la cosa era buena cuando la crió;
pues si no lo supiera, no hiciera cosa alguna de las que crió. Así que, cuando advierte que
es bueno (lo cual si no lo hubiera visto antes de hacerlo, sin duda no lo hiciera), nos enseña
y demuestra que aquello es bueno, mas no lo aprende. Platón se atrevió a decir más aún:
que se llenó Dios de gozo luego que acabó de ejecutar la admirable obra de la creación del
mundo. De cuya doctrina no hemos de inferir que procedía con tanta ignorancia que
entendiese que se le había acrecentado a Dios alguna bienaventuranza con la novedad de su
obra, sino que quiso manifestar con este su sentir que agradó a su artífice lo mismo que
había hecho, como le había complacido en idea cuando lo pensaba hacer; no porque en
modo alguno haya variedad en la ciencia de Dios, de suerte que sean diferentes en ella las
cosas que aún no son de las que ya son y las que serán; pues no de la misma manera que
nosotros prevé Dios lo que ha de ser, o ve lo presente, o mira lo pasado, sino con otra muy
diferente de la que acostumbran nuestros discursos y pensamientos.

Pues el Señor no ve, discurriendo de uno en otro, mudando el pensamiento, sino totalmente
de un modo inmutable; de forma que entre las cosas que se hacen temporalmente, las
futuras aún no son, las presentes ya son, y las pasadas ya no son; pero Dios todas las

Página 307 de 307


La Ciudad De Dios San Agustín

comprende con una estable y eterna presciencia; no de una manera con los ojos y de otra
con el entendimiento, porque no consta de alma y cuerpo; ni tampoco las comprende de un
modo ahora y de otro después, pues su ciencia no se muda, como la nuestra, con la
variedad del presente, pretérito y futuro: “En quien no hay mudanza ni sombra alguna de
vicisitud.” Porque su conocimiento no pasa de pensamiento en pensamiento, sino que a su
vista incorpórea están patentes y presentes juntamente todas las cosas que conoce; pues así
comprende los tiempos sin ninguna temporal noción, como mueve las cosas temporales sin
ninguna mudanza temporal suya. Así que entonces vio que era bueno lo que hizo, cuando
vio que era bueno para hacerlo, y no porque lo vio hecho duplicó la ciencia o en alguna
parte la acrecentó, como si tuviera menor ciencia primero que hiciese lo que veía, pues no
obrara con tanta perfección si no fuera tan consumada su inteligencia, que sus obras no le
puedan añadir cosa alguna.

Por lo cual, si a nosotros solamente se nos hubiera de significar quién crió la luz, bastara
de- cir: hizo Dios la luz; pero si nos dijeran no solo quién la hizo, sino por qué medio la
hizo, sería suficiente decir así: “Dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz”, para que
entendiéramos que no solamente hizo Dios la luz, sino que también la hizo por el Verbo;
mas porque convenía que se nos intimasen tres cosas que debíamos saber sobre la creacion
de la criatura racional, es a saber, quién la hizo, por quién la hizo, y por qué la hizo, por
eso dice: “Dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz, y vio Dios que la luz era buena.” Por
este motivo, si quéremos saber quién la hizo, Dios; si por quién la hizo, dijo: hágase, e
hizose; si por qué la hizo, porque era buena. No hay autor más excelente que Dios, ni arte
más eficaz que la palabra de Dios; ni causa mejor que lo bueno para que lo criara Dios
bueno. Esta causa dice Platón que es la justísima de la creación del mundo, para que por el
buen Dios fueran hechas buenas obras, ya sea que esto lo hubiese leído, ya lo hubiese quizá
entendido de los que lo habían leído, ya con su agudísimo y perspicaz ingenio hubiese
llegado a tener conocimiento de las cosas invisibles de Dios, por medio de las criadas, ya
las hubiese aprendido de los que las habían conocido.

CAPITULO XXII

De aquellos a quienes no satisfacen algunas cosas que hizo el buen Criador en la creación
del Universo bien hechas, y juzgan que hay alguna naturaleza mala Pero la causa que hubo
para criar las cosas buenas, que es la bondad de Dios, esta causa, digo, tan justa y tan
idónea, que considera diligentemente, y piadosamente meditada y ponderada, resuelve
todas las controversias de los que disputan acerca del principio y origen del mundo;
algunos herejes no la comprendieron, porque advierten que a esta necesitada y frágil
mortalidad, que procede del justo castigo, la ofenden muchas cosas que no la convienen;
como el fuego, el frío, la ferocidad de las bestias u otras cosas semejantes, y no observan y
consideran cuánto campean estas mismas en sus propios lugares y naturaleza; cuánta es la
hermosura y orden de su disposición; cuánto todas ellas contribuyen por su parte con su
hermosura y ornato a formar como una común república; y a nosotros mismos cuántas
comodidades nos prestan, usando de ellas con congruencia y discreción, tanto, que los
mismos venenos que son perniciosos por la inconveniencia, si convenientemente se
aplican, se convierten en saludables medicamentos; y al contrario, cuán dañosos sean aún
los objetos del mayor gusto y diversión, como la comida y la bebida, y esta luz, usando de
ellas sin moderación y oportunidad.

Página 308 de 308


La Ciudad De Dios San Agustín

Por lo que nos advierte la divina Providencia que no despreciemos neciamente las cosas,
sino con diligencia procuremos saber la utilidad y provecho que tienen, y cuando nuestro
ingenio limitado no lo comprendiese, creamos que está oculto, así como lo estaban algunas
otras cosas que apenas pudimos descubrir; pues la utilidad que resulta del secreto, o sirva
para ejercitar nuestra humildad o para quebrantar nuestra soberbia, puesto que no hay
naturaleza que sea mala, y este nombre de malo no denota otra cosa que una privación de
lo bueno. Sin embargo, desde las cosas terrenas hasta las celestiales, desde las visibles
hasta las invisibles, algunas buenas son mejores que otras, a fin de que todas fuesen
desiguales; pero Dios, artífice grande en las cosas grandes, no es menor en las pequeñas,
cuya pequeñez no debe estimarse ni medirse por su grandeza (porque ninguna tienen), sino
por la sabiduría del artífice; así como si al rostro de un hombre le rayasen una ceja, cuán
cortísima porción seria lo que se le quitaría al cuerpo, y cuán grande a la hermosura, que
consta, no de la grandeza, sino de la igualdad y dimensión de los miembros. Y
verdaderamente no hay motivo para que nos admiremos que los que piensan que hay
alguna naturaleza mala, nacida y propagada de un principio contrario suyo, no quieran
admitir esta causa de la creación del mundo, es a saber: que Dios, siendo bueno, hizo cosas
buenas; pues creen que forzado y compelido de la extrema necesidad, rebelándose contra él
el mal, llegó a formar la fábrica del mundo; y que en la batalla, procurando reprimir y
vencer el mal, vino a mezclar con él su naturaleza buena, la cual, habiendo quedado
abominablemente profanada y cruelmente cautivada y oprimida con grandes molestias,
apenas la puede purificar y librar, aunque no toda, sino que lo que de ella no se pudo
purificar de aquella coinquinación, viene a servir de prisión al enemigo que tiene dentro
vencido y encerrado.

Pero los maniqueos no fueran tan necios o, por mejor decir, tan insensatos y frenéticos, si
creyeran que la naturaleza divina es inmutable, como es totalmente incurruptible, a la cual
no hay cosa que pueda ofender o dañar, y con cristiana cordura y juicio sano sintieran que
el alma, que pudo mudarse y empeorarse con la voluntad y corromperse con el pecado, y
así privarse de la felicidad de gozar de la luz de la inmutable verdad, no era parte de Dios
ni de la naturaleza que es Dios, sino criada, por lo que es muy diferente y desigual a su
Criador.

CAPITULO XXIII

Del error con que culpan la doctrina de Origenes Pero es mucho más digno de admiración
que algunos que con nosotros admiten un principio de todas las cosas y que ninguna
naturaleza que no sea Dios puede tener ser sino del que es su autor, sin embargo, no
quisieron creer bien y sencillamente esta causa tan justa y tan sencilla de la creación del
mundo, que Dios, siendo, como es, bueno, crió cosas buenas que existieran después de
Dios, las cuales, aunque buenas, no eran como Dios, y no las pudo hacer sino Dios bueno;
antes dicen que las almas, aunque no son partes de Dios, sino hechas y criadas por Dios,
pecaron apartándose de su Criador, y por diferentes progresos, según la diversidad de los
pecados, en el espacio que hay desde el cielo y la tierra, merecieron diferentes cuerpos
como cárceles y prisiones y que éste es el mundo, y que ésta fue la causa de hacer el
mundo, no para que se criaran cosas buenas, sino para que se corrigieran y reprimieran las
malas.

De este error con razón culpan y reprenden a Orígenes, porque en los libros que él intitula
Periarjon o de los Principios, esto mismo sintió y escribió. Examinando esta obra me lleno

Página 309 de 309


La Ciudad De Dios San Agustín

de admira- ción al observar que persona tan docta y ejercitada en la literatura eclesiástica,
no advirtiese lo primero cuán contrario era esta opinión a la intención de la Sagrada
Escritura, obra tan admirable y de tanta autoridad, que, concluyendo la relación de todas
las obras de Dios, “y vio Dios que era bueno”, e infiriendo después de haberlas concluido
todas: “Y vio Diós todas las cosas que hizo y eran por extremo buenas”, no quiso que se
reconociese otra causa de la creación del mundo, sino la de que hizo cosas buenas, Dios
bueno. Donde se lee que si ninguno pecara, el mundo estuviera adornado y lleno solamente
de naturalezas buenas; y no porque acaeció pecar se llenó todo el Universo de pecados,
supuesto que mucho mayor número de justos conservaron en los cielos el orden de su
naturaleza.

Y la mala voluntad, no porque rehusó guardar el orden de la natura- leza, por eso se eximió
de las leyes del justo Dios, que ordena y dispone rectamente todas las cosas; porque así
como una pintura, colocado en su respectivo lugar el color negro, es hermosa, así el
mundo, si uno le pudiese ver, aun con los mismos pecadores es hermoso, aunque a éstos,
considerados de por sí, los haga torpes y abominables su propia deformidad. Lo segundo
debiera advertir Orígenes, y todos los que esto sienten, que si fuera verdadera la opinión de
que el mundo fue criado, porque las almas conforme a los méritos de sus pecados tomaran
cuerpos como mazmorras, donde estuviesen encerradas pagando su pena; las que pecaron
menos, en los cuerpos superiores y más ligeros, y las que más, en inferiores y más graves,
sin duda se seguiría que los demonios, que, son lo peor que puede haber, habían de tener
cuerpos terrenos, que es lo más inferior y más grave que hay, antes que no los hombres
buenos. Mas para que entendiéramos que los méritos de las almas no deben estimarse por
la calidad de los cuerpos, el demonio, que es el peor de todos, tiene cuerpo aéreo, y el
hombre, aunque al presente es malo, sin, embargo, su malicia es mucho menor y menos
grave, y por lo menos lo era antes de que pecara: no obstante, el hombre, digo, tomó
cuerpo de lodo y barro. ¿Y qué mayor desatino puede decirse, que fabricando Dios el sol
para que fuese único en el mundo, no atendió su artífice al decoro y ornato de la
hermosura, o al bien y conservación de las cosas corporales, sino que se debió a que un
alma pecó, de tal suerte, que mereció que la encerrasen en semejante cuerpo? Y, por
consiguiente, si sucediera que no una, sino dos, y no dos, sino diez o ciento, pecaran
igualmente de una manera, tuviera este mundo cien soles.

Lo cual, para que no aconteciera, no lo previno la admirable providencia del artífice para la
conservación y hermosura de las cosas corporales, sino que aconteció por haber progresado
tanto un alma pecando que sola se hizo digna de tal cuerpo. Verdaderamente y con justa
causa se debe reprimir, no el progreso y desmán de las almas, acerca de las cuales no saben
lo que dicen, sino el progreso de los que sienten semejantes disparates, desviándose tanto
de la verdad. Así que cuando en cualquiera criatura se preguntan y consideran las tres
cosas que he insinuado: quién la hizo, por qué medio la hizo y por qué la hizo, de modo
que se responda: “Dios, por el Verbo, y porque es bueno”; si en ello con la profundidad del
sentido místico se nos intima la misma Trinidad, esto es, el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, o si ocurre alguna dificultad porque algún lugar de la Escritura nos impida
entenderlo así, es cuestión larga y difusa, y no es razón obligarnos a explicarlo todo en un
libro.

CAPITULO XXIV

Página 310 de 310


La Ciudad De Dios San Agustín

De la Santísima Trinidad, la cual por todas sus obras sembró y esparció algunos indicios
para significársenos Creemos, tenemos y fielmente confesamos que el Padre engendró al
Verbo, esto es, a la sabiduría, por quien crió todas las cosas, al Unigénito Hijo, siendo el
uno igual al otro, eterno con el coeterno, sumamente bueno con el sumamente bueno; y que
el Espíritu Santo es justamente espíritu del Padre y del Hijo, y el mismo consustancial y
coeterno con ambos; y que todo esto es una Trinidad por la propiedad de las personas, y un
solo Dios por la inseparable divinidad, así como es un solo Dios, todopoderoso por la
inseparable omnipotencia, pero de tal modo, que cuando de cada uno de por sí se pregunta
sobre estas cualidades, se responda que cualquiera de ellos es Dios, y es todopoderoso; y
cuando juntamente de todos digamos que no son tres dioses o tres todopoderosos, sino un
solo Dios todopoderoso, tan grande es alli la inseparable unidad en los tres, la cual así se
quiso predicar.

Pero si me preguntaren si el Espíritu Santo del buen Padre y del buen Hijo, porque es
común a ambos, se puede decir expresamente la bondad de ambos, no me atrevo
arrojadamente a determinarlo; sin embargo, más fácilmente me atrevería a llamarle
santidad de ambos, no como cualidad común a ambos, sino siendo la misma sustancia y
tercera persona en la Trinidad. Y este sentir me parece más probable al observar que siendo
el Padre espíritu, y el Hijo espíritu, y el Padre santo, y el Hijo santo, sin embargo,
propiamente es la tercera persona la que se llama Espíritu Santo, como santidad sustancial
y consustancial de ambos. Pero si no es otra cosa la bondad divina que la santidad,
seguramente que aquella cuestión es igualmente conforme a razón, y no atrevida
presunción; para que en las obras de Dios, por medio de cierto secreto e incomprensible
lenguaje con que se ejercita nuestro entendimiento, entendamos que se nos insinúa y
significa la misma Trinidad, donde dice quién hizo cada criatura, por quién la hizo y por
qué la hizo.

El Padre del Verbo dijo “hágase”, y lo que, diciéndolo el mismo Señor, se hizo, sin duda,
se hizo por el Verbo; y sobre lo que dice que vio Dios que era bueno, no se nos significa
bien claro que Dios, sin necesidad alguna suya, sino solamente por su bondad, hizo lo que
hizo esto es, porque es bueno; y lo dijo después de haberlo hecho, para indicarnos que el
objeto que fue criado cuadra y conviene a la bondad de aquel por quien fue hecho; cuya
bondad, si se entiende que es el Espíritu Santo, toda la Trinidad se nos manifiesta en sus
obras. De aquí la Ciudad Santa habitada de los angélicos espíritus celestiales, toma su
origen, su información y bienaventuranza.

Porque si preguntan sobre el principio de dónde viene, Dios la fundó; si de dónde es sabia,
Dios es el que la ilumina; si de dónde es bienaventurada, Dios es de quien goza;
subsistiendo se modifica, con la contemplación se ilustra y con la unión goza de perpetua
alegría; vive, ve y ama; vive en la eternidad de Dios, luce en la verdad de Dios y goza en la
bondad de Dios.
CAPITULO XXV

Cómo toda la filosofía está dividida en tres partes Fundados en estos principios, a lo que
puede entenderse, opinaron y quisieron los filósofos que la disciplina o arte de la sabiduría,
esto es, la filosofía, se dividiese en tres partes, o, por mejor decir, pudieron advertir que
estaba dividida en tres (porque no procuraron el que así fuese, antes averiguaron que era
así); a cuyas partes pudieron llamar: a una, física; a otra, lógica, y a otra, ética (las cuales
acostumbran llamar ya muchos escritores en idioma latino: natural, racional y moral, y de
ellas brevemente hicimos mención en el Libro VIII); no porque se infiera que en estas tres

Página 311 de 311


La Ciudad De Dios San Agustín

partes imaginasen o formasen alguna idea, según Dios, de la Trinidad; aunque dicen que
Platón fue el primero que halló y enseñó esta división, el cual fue de parecer que no había
otro autor que Dios de todas las naturalezas, ni dador de la inteligencia, ni inspirador del
amor con que pueda vivirse bien y bienaventuradamente.

Aunque los filósofos sientan diversamente acerca de la naturaleza del Universo, del
método de rastrear e indagar la verdad, y del fin del bien a que debemos enderezar y referir
todas nuestras acciones, con todo, en estas tres célebres y generales cuestiones ocupan y
emplean toda su atención. De modo que habiendo en cada una de ellas mucha variedad de
opiniones, sin embargo, ninguno duda que hay alguna causa efectriz de la naturaleza,
alguna forma de ciencia y resumen de la vida. También se consideran tres circunstancias
en cualquier artífice, para que pueda sacar una buena producción: la naturaleza, la doctrina
y el uso. La naturaleza debe atenderse y estimarse según el ingenio, la doctrina según la
ciencia y el uso según el fruto.

Tampoco ignoro que propiamente el fruto es del que goza y el uso, del que usa, en lo cual,
al parecer, se nota esta diferencia: que gozamos de aquella cosa que, no debiéndose referir
a otra, ella por sí misma nos deleita; pero usamos de aquella que buscamos, no por sí, sino
por otra (por lo que debemos usar más de las temporales que gozarlas; para que
merezcamos gozar de las eternas, no como los ignorantes y los que proceden con error
queriendo gozar del dinero y usando de Dios, porque no expenden el dinero por amor de
Dios, sino que adoran a Dios por el dinero); con todo, adoptando el modo de hablar
recibido más comúnmente, digo que usamos también del fruto y gozamos del uso, porque
en un sentido propio se dicen frutos los del campo, de todos los cuales usamos en la vida
presente.

Así que según esta costumbre llamo yo uso en las tres circunstancias que advertí debían
considerarse en el hombre, que son la naturaleza, la doctrina y el uso. Por éstas hallaron los
filósofos, como insinué, las tres disciplinas o ciencias que creyeron necesarias para
conseguir la vida bienaventurada: la natural por amor a la naturaleza, la racional por la
doctrina y la moral por el uso. Luego si la naturaleza que tenemos la tuviéramos de
nosotros mismos, sin duda que nosotros fuéramos también autores de nuestra sabiduría, y
no procuráramos alcanzarla por medio de la doctrina, esto es, aprendiéndola de otra parte.
Y nuestro amor, procediendo de nosotros y referido a nosotros, bastara para vivir
felizmente, sin tener necesidad de otro algún bien para gozarle; pero supuesto que nuestra
naturaleza, para que tuviese ser, necesitó tener a Dios por autor y su Criador, sin duda para
que sigamos la verdad al mismo debemos tener por doctor, y al mismo igualmente para que
seamos bienaventurados por dador de la suavidad y gozo interior.

CAPITULO XXVI

De la imagen de la Santísima Trinidad, que en cierto modo se halla en la naturaleza del


hombre aún no beatificado Y aun nosotros en nosotros mismos reconocemos la imagen de
Dios, esto es, de aquella suma Trinidad, aunque no tan perfecta y cabal como es en sí
misma, antes sí en gran manera diferentísima; ni coeterna con ella, ni (por decirlo en una
palabra) de la misma sustancia que ella; sino que naturalmente no hay cosa en todas
cuantas hizo el Señor que más se aproxime a Dios, la cual aún debemos ir perfeccionando
con la reforma de las costumbres, para que venga a ser también muy cercana en la
semejanza.

Página 312 de 312


La Ciudad De Dios San Agustín

Porque nosotros somos y conocemos que somos y amamos nuestro ser y conocimiento. Y
en estas tres cosas que digo no hay falsedad alguna que pueda turbar nuestro
entendimiento; porque estas cosas no las atinamos y tocamos con algún sentido corporal
como hacemos con las exteriores, como el color con ver, el sonido con oír, el olor con oler,
el sabor con gustar, las cosas duras y blandas con tocar; y también las imágenes de estas
mismas cosas sensibles, que son muy semejantes a ellas, aunque no son corpóreas, las
revolvemos en la imaginación, las conservamos en la memoria y por ellas nos movemos a
desearlas, sino que sin ninguna imaginación engañosa de la fantasía, me consta ciertamente
que soy, y que eso lo conozco y amo. Acerca de estas verdades no hay motivo para temer
argumento alguno de los académicos, aunque digan: ¿qué, si te engañas? Porque si me
engaño ya soy; pues el que realmente no es, tampoco puede engañarse, y, por consiguiente,
ya soy si me engaño. Y si existo porque me engaño, ¿cómo me engaño que soy, siendo
cierto que soy, si me engaño? Y pues existiría si me engañase aun cuando me engañe, sin
duda en lo que conozco que soy no me engaño, siguiéndose, por consecuencia, que
también en lo que conozco que me conozco no me engaño; porque así como me conozco
que soy, así conozco igualmente esto mismo: que me conozco.

Y cuando amo estas dos cosas, este mismo amor es como un tercero, y no de menor
estimación. Porque no me engaño en que me amo, no engañándome en las cosas que amo,
pues aun cuando ellas fuesen falsas, sería cierto que amaba la falsas. Porque ¿cómo me
reprendieran rectamente y con justa razón me prohibieran el amor de las cosas falsas, si
fuese falso que yo las amaba? Pero siendo ellas verdaderas y ciertas, ¿quién duda que
cuando las amo, también su amor es verdadero y cierto? Y tan cierto es que no hay uno
solo que no quiera ser, como que no hay ninguno que no quiera ser bienaventurado. ¿Pues
cómo puede ser bienaventurado si es nada?

CAPITULO XXVII

De la esencia, de la ciencia y del amor de ambos El mismo ser, en virtud de cierto impulso
natural; es tan suave y gustoso, que no por otra causa, aun los que son miserables y
extremadamente indigentes no apetecen morir, y advirtiendo que son miserables, no
quieren que los libren de la miseria. Aun aquellos que conocen que son y en realidad de
verdad son miserables, y no sólo los juzgan por miserables los sabios, por observar que son
ignorantes, sino también los que se estiman por dichosos y bienaventurados, porque son
pobres y mendigos; aun a ésos, si alguno les concediese la inmortalidad con la condición
de que juntamente con ella jamás les faltase la miseria, proponiéndoles que si no quisiesen
vivir siempre en la misma miseria no habían de tener de ningún modo ser, sino habían de
perecer; seguramente que saltaran de contento y eligieran primero el vivir siempre así, que
no el dejar de ser del todo. Testigo es de este aserto la experiencia y la conocida opinión de
estos filósofos.

Porque, ¿cuál es la causa por que temen morir, y gustan más vivir en aquella miseria que
concluir y acabar con ella de una vez con la muerte, sino porque bastantemente se deja
entender cuánto rehusa la naturaleza el no ser? Y por eso, como advierten que han de
morir, desean se les conceda por gran beneficio la especial gracia de que les permitan vivir
algún tiempo más en la misma miseria y morir más tarde. Luego sin duda manifiestan con
cuánto aplauso recibirían la inmortalidad, aun la que no pudiese dejar de ser pobre y
menesterosa. ¿Y qué diremos de los animales irracionales, a quienes no se les concedió

Página 313 de 313


La Ciudad De Dios San Agustín

facultad de considerar sobre este punto, contando desde los más corpulentos y desaforados
dragones hasta los más pequeños e imperceptibles gusanillos e insectos? ¿Acaso no dan a
entender que quieren y aman el vivir y el ser, y por eso huyen y rehusan el morir con todos
los movimientos y demostraciones que pueden? Pues qué, ¿las plantas y todas las matas y
arbustos que carecen de sentido para poder evitar con manifiestas mociones su daño, para
poder lanzar al aire su renuevo, no fijan y encaminan otro de raíces por la tierra con que
poder atraer el sustento y conservar así en cierto modo su ser? Finalmente, los mismos
cuerpos, que no solamente carecen de todo sentido, sino también de vida seminal, de tal
modo o suben arriba, o bajan abajo, o se nivelan en medio, que conservan su ser, donde
pueden existir según su naturaleza. Y cuánto estime y aprecie el conocer, y cuánto desee
no ser engañada la naturaleza, puede deducirse de que más quiere uno quejarse y
lamentarse disfrutando de juicio sano, que alegrarse estando demente.

La cual virtud e impulso admirable, a excepción del hombre, no la llegan a comprender los
demás animales, aunque algunos de ellos, para examinar esta brillante luz corporal, tengan
más agudo y perspicaz el sentido de la vista; mas no pueden arribar al exacto conocimiento
de aquella luz incorpórea, con la que de algún modo se ilumina nuestro entendimiento,
para que podamos juzgar rectamente de estas cosas; pues conforme a las ilustraciones que
recibimos de ella, podemos entender. Sin embargo, los sentidos de los animales
irracionales, aunque no contengan en sí ciencia alguna, tienen a lo menos una semejanza de
ciencia; pero las demás cosas corporales se llaman sensibles, no porque sienten, sino
porque se dejan sentir. Entre ellas, las plantas tienen la semejanza o propiedad común con
los sentidos de sustentarse y crecer; y aunque éstas y todos los objetos corpóreos tienen sus
causas secretas en la naturaleza, no obstante, por sus formas y varias apariencias con que
se hermosea la visible fábrica del Universo, abren camino a los sentidos para que las vean
y sientan, de suerte que, en vez de ser incapaces de conocimiento, parece que quieren en
cierto modo darse a conocer. Sin embargo, nosotros las conocemos con el sentido corporal,
y no juzgamos de ellas con el sentido del cuerpo, porque disfrutamos de otro sentido
correspondiente al hombre interior mucho más excelente y noble, con el cual sentimos y
conocemos las cosas justas y las injustas: las justas por una especie inteligible, y las
injustas por su privación. Al oficio peculiar de este sentido no llega ni la agudeza de los
ojos, ni la viveza de los oídos, ni el espíritu del olfato, ni el gusto de la boca, ni el tacto del
cuerpo. Allí es donde estoy cierto que soy, y estoy cierto que lo sé, y esto amo; y asimismo
estoy firmemente seguro que lo amo.

CAPITULO XXVIII

Si debemos amar tambien al mismo amor con que amamos el ser y saber, para acercarnos
más a la imagen de la Trinidad divina Pero ya hemos dicho lo bastante, y cuanto parece
que exige la naturaleza de esta obra, sobre la esencia y noticia en cuanto son amadas en
nosotros; y cómo se halla también en los demás objetos inferiores a ellas, aunque diferente,
una cierta semejanza suya; pero no hemos raciocinado sobre el amor con que se aman; es
decir, si amamos ese mismo amor. Es innegable que se ama y lo probamos así: porque los
hombres que más rectamente aman, lo aman más. Porque no se llama hombre bueno el que
sabe lo que es bueno, sino el que ama lo bueno. ¿Por qué, pues, no advertimos en nosotros
mismos que amamos también al mismo amor con que amamos todo lo bueno? Supuesto
que también es amor aquel con que se ama lo que no debe amarse, y este amor aborrece en
sí el que ama aquel amor con que se ama lo que debe amarse.

Página 314 de 314


La Ciudad De Dios San Agustín

Pues ambos pueden hallarse en un hombre; y esto es un bien para la humana criatura, para
que, elevándose aquél con que vivimos bien, se humille éste con que vivimos mal hasta
que perfectamente sane y se mude en bien todo lo que vivimos. Porque si fuéramos bestias,
apreciaríamos la vida carnal y lo que es conforme a sus sentidos, y esto sin duda fuera
suficiente bien nuestro, y conforme a esta máxima, yéndonos bien con ello no buscáramos
otra cosa. Asimismo, si fuéramos árboles, aunque no pudiéramos amar objeto alguno con
la potencia sensitiva, sin embargo, se daría a entender que apetecíamos en cierto modo el
ser más fértiles y fructuosos. Si fuéramos piedra, agua, aire o fuego u otra cosa semejante,
aunque destituidos de todo sentido y vida, con todo, no estuviérámos privados de cierto
apetito en su orden, deseando hallarnos en nuestro propio lugar. Porque las inclinaciones
de la balanza del peso son como un peculiar amor de los cuerpos, ya procuren con su
gravedad el lugar humilde, ya siendo leves el alto y más elevado.

Pues así como al cuerpo le lleva y conduce su propio peso, así al ánimo su amor
dondequiera que vaya. Y puesto que somos hombres criados según la imagen y semejanza
de nuestro Criador, a quien pertenece realmente la verdadera eternidad, la eterna verdad, el
eterno y verdadero amor, y él mismo es la eterna, verdadera y amable Trinidad, no
confusa, ni tampoco separada; discurriendo ahora por los objetos que nos son inferiores
(porque tampoco tuvieran ser ni se contuvieran debajo de especie alguna, ni apetecieran o
conservaran orden metódico, si no los formara aquel Señor que es sumo, súmamente sabio
y sumamente bueno), discurriendo, pues, digo por todas las cosas que hizo Dios con
admirable estabilidad; vamos recogiendo algunos como vestigios suyos, que nos ha dejado
impresos, en partes más, y en partes menos; pero considerando y observando en nosotros
mismos su imagen, como el hijo menor del Evangelio, y volviendo sobre nosotros,
levantemos nuestra contemplación y volvamos a aquel Señor de quien nos habíamos
apartado, ofendiéndole con nuestros enormes pecados.

Allí nuestro ser no tendrá muerte; allí nuestro saber no padecerá error; allí nuestro amor no
sufrirá ofensa. Y ahora, aunque estemos seguros de estas tres cosas y no las creemos por
otros testigos, sino que nosotros mismos las sentimos presentes y las vemos con la infalible
vista interior del alma; con todo, porque con nuestras limitadas luces no podemos saber
cuánto tiempo han de permanecer, o si nunca han de faltar, y adónde han de llegar si
obrasen bien, y adónde si mal; por este motivo, o buscamos o tenemos otros testigos, de
cuya fe y crédito y de la razón por qué no deba dudarse de ellos, por no ser este lugar
propio para tratarlo, lo expondremos después con más exactitud y diligencia. Asi que en
este libro hemos hablado de la Ciudad de Dios, a saber, de la que no es peregrina en la
presente vida mortal, sino que vive siempre inmortal en los cielos; esto es, de los santos
ángeles que están unidos con Dios, y que jamás le desampararan ni desampararán
eternamente. Ya hemos dicho cómo entre éstos y aquéllos, que desamparando la luz eterna
se convirtieron en tinieblas, Dios al principio puso distinción; prosigamos, pues, con su
divino auxilio lo comenzado, y declarémoslo según alcanzaren nuestras débiles fuerzas.

CAPITULO XXIX

De la ciencia de los santos ángeles con que conocen a la Trinidad en su misma divinidad, y
ven las causas de las obras en el mismo que las obras, primero que en las mismas obras del
artífice Los santos ángeles no tienen noticia de Dios por medio de palabras, sino por la
misma presencia de la inmutable verdad, esto es, por el Verbo unigénito del Padre. Y al
mismo Verbo, al Padre y al Espíritu Santo; y que ésta es una Trinidad inseparable, de

Página 315 de 315


La Ciudad De Dios San Agustín

modo que cada persona de por sí en ella es una substancia, y, sin embargo, todas tres no
son tres Dioses, sino un solo Dios, lo saben de tal suerte, que no conocen mejor que
nosotros nos conocemos a nosotros mismos. Y aun a la misma criatura la conocen mejor
allí, esto es, en la divina sabiduría, como en el arte o idea con que fue criada, mejor digo,
que en sí misma, y, por consiguiente, a sí mismos mejor allí que en sí mismos, aunque
también se conocen a sí en sí mismos, porque son criaturas y un ser distinto de aquel que
los crió.

Allí, pues, se conocen como un conocimiento diurno; pero en sí mismos, como un


conocimiento vespertino, según dijimos ya. Porque hay mucha diferencia en que se
conozca un objeto en la forma y razón, según la cual fue criado, o en sí mismo; así como
de un modo distinto se sabe la rectitud de las líneas o la verdad de las figuras con las luces
del entendimiento, y de otra manera cuando se escriben en el polvo; de un modo la justicia
en la inmutable verdad, y de otro en el alma del justo Y así consecutivamente lo demás,
como el firmamento que observamos haber entre las aguas superiores y las inferiores que
se llamó cielo; como en la tierra la congregación de las aguas y la aparición y
descubrimiento de la tierra, la creación y formación de las hierbas y de las plantas; como la
creación del sol, luna y estrellas; como la de los animales que viven en el aire y en las
aguas, es a saber, de los volátiles y peces, y las de las bestias grandes que nadan; como la
de otras cualesquiera que andan a pie o arrastrando por la tierra, y la del mismo hombre
que excede en excelencia y nobleza a todos los seres creados.

Todas estas cosas, de una manera las conocen los ángeles en el Verbo divino, donde
existen sus causas y razones inmutablemente permanentes, según las cuales fueron criadas;
y de otra manera en sí mismas, allí participan de un conocimiento más claro, aqui de uno
más confuso, como en el conocimiento del arte y de las obras; las cuales obras, cuando se
refieren a alabanza y honra de su Criador, amanece y sale la luz como una apacible mañana
en los entendimientos de los que las contemplan atentamente.

CAPITULO XXX

De la perfección del número senario, que es el primero que sale cabal, con la cantidad de
sus partes Y éstas por la perfección del número senario, repitiendo un mismo día seis
veces, se refiere que se concluyó su creación en seis días, no porque Dios tuviese
necesidad de tanto espacio de tiempo, o porque no pudo criar juntamente todas las cosas, y
que después ellas mismas con sus acomodados movimientos hicieron los tiempos, sino
porque nos significó por el número se- nario la perfección y consumación de sus obras.
Pues el número senario es el primero que se completa con sus artes; esto es, con su sexta
parte, con la tercera y con la media, que son una, dos y tres; las cuales, sumadas, hacen
seis.

Y cuando se consideran así los números, deben entenderse las partes de las que podamos
señalar la cuota, esto es, qué parte de cantidad sea; asi como la media, la tercera, la cuarta y
las demás que se dominan de algún número. Porque, supongamos, v. gr., el número nueve,
en el cual el cuarto es una parte suya, pero no por eso podemos decir qué parte de cantidad
sea; uno bien pueden caberle, porque es su nona parte, y tres también, porque es su tercera;
pero unidas estas dos partes suyas, es, a saber, la nona y la tercera, esto es, una y tres,
distan mucho de toda la suma, que es nueve. Y asimismo en el denario; el cuaternio es una

Página 316 de 316


La Ciudad De Dios San Agustín

parte suya, pero cuanta sea su cuota no puede asignarse; pero una bien puede caberle,
porque es su décima parte.

Tiene también la quinta, que son dos; tiene igualmente la mitad, que son cinco; pero
sumadas éstas, sus tres partes, la décima, quinta y media, esto es, una, dos y cinco, no
llenan el número de diez, porque son ocho; y sumadas las partes del número duodenario,
trascienden y suben a más, porque contiene la duodécima, que es una; tiene la sexta, que
son dos; tiene también la cuarta, que son tres; tiene la tercera, que son cuatro; tiene la
mitad, que son seis; pero una, dos, tres, cuatro y seis hacen, no doce, sino mucho más,
porque vienen a ser dieciséis. Me ha parecido conducente decir esto en compendio, para
recomendar la perfección del número senario, que es el primero, como dije, que se viene a
formar él mismo de sus partes unidas y sumadas, en el cual finalizó Dios las maravillosas
obras de su creación. Por lo cual no debe despreciarse la razón del número; y cuánto debe
estimarse, lo advertirán en muchos lugares de la Sagrada Escritura los que con exactitud y
escrupulosidad lo consideraren; pues no sin grave fundamento se dice entre las divinas
alabanzas: “Todo lo ordenaste, Señor, y dispusiste con medida, número y peso.”

CAPITULO XXXI

Del día séptimo, en que se nos encomienda la plenitud y el descanso En el séptimo día,
esto es, en un mismo día siete veces repetido (cuyo número también por otro motivo es
perfecto), se nos manifiesta y recomienda el descanso de Dios y la santificación de este
día. Y así Dios no quiso consagrar como santo este día con ninguna otra obra suya, sino
con su reposo, el cual carece de tarde, o de la hora vespertina, porque no hay en él criatura
que, siendo conocida de una manera en el Verbo divino y de otra en sí misma, cause
diferente noticia; una como diurna, y otra como nocturna o vespertina. Y aunque sobre la
perfección del número septenario pueden decirse muchas cosas, sin embargo, este libro
crece ya demasiado, y recelo asimismo crea alguno que, aprovechándome de la ocasión,
quiero hacer ostentación con más altivez que utilidad de lo poco que sé, así, que conduce
atender a la modestia y gravedad que exige el asunto, para que, hablando quizá con
extensión del número, no se entienda que me he olvidado de la medida y del peso.

Por lo que baste solamente advertir que el primer número impar total es el ternario, y el
total par o igual el cuaternario, y que de estos dos consta el septenario. Por cuyo motivo en
repetidas ocasiones se pone por el todo, como cuando se dice: “siete veces caerá el justo y
se levantará”, esto es siempre que cayere no perecerá, lo cual no se entiende de las culpas y
pecados, sino de las tribulaciones que humillan nuestra soberbia; y “siete veces al día te
alabaré”, que es lo que en otro lugar dice el mismo real profeta, aunque en otro sentido,
“siempre estará su alabanza en mi boca”. Hállanse en las sagradas letras muchas
autoridades semejantes a éstas, donde el número septenario se pone, como insinué, por el
todo del asunto que se trata, y por eso con este mismo número se nos significa muchas
veces el Espiritu Santo, de quien dice Jesucristo “que nos instruirá en la verdad.” Allí esta
el descanso de Dios, con el cual se reposa en Dios. Porque en el todo, esto es, en la
plenitud de la perfección se halla el descanso, pero en la parte el trabajo y la fatiga.

Por eso trabajamos, cuando sabemos en parte; pero “cuando llegare lo que es perfecto y
consumado, desaparecerá lo que es imperfecto y en parte”. Y de aquí es que con suma
molestia escudriñamos y examinamos estas escrituras santas; pero los santos ángeles, a
cuya amable compañía y congregación aspiramos y suspiramos en esta penosísima

Página 317 de 317


La Ciudad De Dios San Agustín

peregrinación, así como participan de una eternidad permanente, así disfrutan de una
singular facilidad en conocer y de una inalterable felicidad en descansar, porque sin
molestia suya nos ayudan, pues con los movimientos espirituales, que son puros y libres,
no trabajan.

CAPITULO XXXII

Sobre la opinión de los que sostienen que la creación de los ángeles ha sido anterior a la
del mundo Pero para que ninguno porfíe con pesadas altercaciones, y digan que no fueron
significados los espíritus angélicos en la expresión de la Escritura, “hágase la luz, y se hizo
la luz”, y enseñe que crió Dios en primer lugar alguna luz corpórea; y que crió los ángeles,
no sólo antes de formar el firmamento (el cual, habiéndole criado entre aguas y aguas, se
llamó cielo), sino aún antes de lo que se dice: “que en principio hizo Dios el cielo y la
tierra”; y que cuando dice en el principio, no lo dice porque aquello fuese lo primero que
hizo, habiendo criado antes los ángeles, sino porque todo lo hizo en la sabiduría, que es su
Verbo eterno, al cual llama la Escritura principio (así como el mismo Verbo encarnado,
según se dice en el Evangelio, preguntado por los judíos quién era, les respondió que era el
principio), tampoco me pondré a altercar sobre este punto y argüir contra ellos,
señaladamente porque esta opinión me cuadra y me lisonjeo de ver que hasta en el
principio del santo libro del Génesis se nos recomienda la Trinidad. Pues cuando dice “en
el principio hizo Dios al cielo y la tierra”, lo dice para que se entienda que el Padre lo hizo
en el hijo, como lo confirma el real profeta cuando dice: “¡Cuán grandes y magníficas son,
Señor, tus obras; todas las hiciste en el espíritu de la sabiduría!” Y muy al caso, poco
después, hace también mención del Espíritu Santo; pues habiendo explicado la calidad de
la tierra que al principio hizo Dios, o a qué especie de materia, destinada para la futura
construcción del mundo, había llamado con el nombre de cielo y tierra, prosiguiendo el
mismo asunto, dijo: “que la tierra era invisible y descompuesta, y que había tinieblas sobre
el abismo de las aguas”; luego para que se verificase la exacta mención que hacía de la
Trinidad, dice: “y el espíritu de Dios se movía y extendía por las aguas”.

Por lo cual cada uno entenderá el texto como más le agradare, porque es tan profundo y
misterioso que para inteligencia de los que lean puede producirnos muchos sentidos, que
todos ellos no desdigan ni discrepen de las reglas de la fe cristiana; pero con la condición
de que ninguno ponga duda en que los santos ángeles residen en las sublimes moradas del
cielo, y aunque no son coeternos a Dios, están, sin embargo, seguros y ciertos de su eterna
y verdadera bienaventuranza. Y cuando nos enseña el Señor que los pequeñuelos
pertenecen a la compañía de los espíritus celestiales, no sólo dijo “vendrán a ser iguales a
los ángeles de Dios”, sino que nos manifiesta, también la contemplación y visión beatífica
de que gozan los mismos ángeles, cuando dice: “Mirad, no desprecéis uno de estos
pequeñuelos, porque os digo que sus ángeles en los cielos están siempre mirando el rostro
de mi Padre, que está en los cielos.”

CAPITULO XXXIII

De las dos compañías diferentes y desiguales de los ángeles, que no fuera de propósito se
entiende haberlas comprendido y nombrado bajo de los nombres de luz y tinieblas Que
hubiesen pecado algunos ángeles, y Dios los arrojase a los lugares más profundos de la
tierra, que es como una cárcel suya, donde perseverasen hasta la última condenación que

Página 318 de 318


La Ciudad De Dios San Agustín

ha de verificarse el día terrible del juicio, lo demuestra con toda evidencia el príncipe de
los apóstoles, San Pedro, por estas palabras: “que Dios no perdonó a los ángeles que
pecaron, sino que los arrojó al abismo, donde las tinieblas les sirven de maromas para ser
atormentados y tenidos como en reserva para el día del juicio”. ¿Quién duda que entre
éstos y los otros que se conservaron en la gracia del Señor incóIumes de todo pecado, hizo
Dios una notable distinción, o con su presciencia o efectivamente por la obra, y que con
razón fueron llamados luz? Puesto que a nosotros, que vivimos todavía con la fe y estamos
aún en la expectativa de igualarnos con ellos (sin tenerla aún), nos llamó ya el Apóstol luz:
“fuisteis, dice, alguna vez tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor”.

Que estos ángeles apóstatas sean designados expresamente con el nombre de tinieblas lo
advertirá el que crea realmente que son peores que los hombres infieles. Por lo cual, aun
cuando haya de entenderse otra luz en este lugar, del Génesis, donde leemos: “dijo Dios
hágase la luz, y se hizo la luz”; y signifique otras tinieblas, cuando dice: “hizo Dios
división entre la luz y las tinieblas”; con todo, nosotros entendemos que se significan estas
dos angélicas compañías: una, que está gozando de la visión intuitiva de Dios, y otra, que
está desesperada por su soberbia; una, a quien dice el real profeta, “adoradle todos sus
ángeles”, y otra, cuyo príncipe y caudillo atrevidamente dice: “todo esto te daré, si te
postrares y me adorares”; una que está abrasada en el santo amor de Dios; otra, que está
humeando de altivez con el amor inmundo de su propia altura; y porque, como insinúa la
Sagrada Escritura: “Dios se opone a los soberbios y a los humildes da su gracia”; la una
vive y mora en los cielos de los cielos, y la otra, echada y desterrada de ellos, anda
tumultuando en este ínfimo cielo aéreo; la una vive tranquila y pacifica con la luz de la
piedad; la otra camina turbada y borrascosa con las tinieblas de sus apetitos; la una,
teniéndolo por conveniente la divina Providencia, nos favorece con clemencia y nos
castiga con justicia; la otra se deshace y abrasa de pura soberbia con el insaciable deseo de
sujetarnos y hacernos daño; la una es mensajera de la bondad divina, para que nos aconseje
y notifique todo lo que procede de la voluntad divina; la otra anda reprimida y refrenada
por la omnipotencia del Altísimo, para que no nos cause tantos perjuicios como quisiera; la
una se lisonjea y burla de la otra para que, contra su voluntad, no aprovechen sus
persecuciones; la otra tiene envidia de aquella, porque va recogiendo piadosamente sus
peregrinos y descaminados.

Habiendo, pues, entendido nosotros en este lugar del Génesis, bajo nombre de luz y
tinieblas, significadas estas dos compañías angélicas, entre sí diferentes y contrarias, la una
que es de naturaleza buena y de voluntad recta, y la otra también de naturaleza buena, pero
de perversa voluntad, y habiéndolas declarado y apoyado con otros testimonios más
convincentes de la Sagrada Escritura aunque acaso sintió lo contrario sobre este lugar el
que lo escribió, no hemos ventilado inútilmente la oscuridad de esta autoridad; porque
cuando no hayamos podido aclarar rastreando la voluntad del autor de este libro, sin
embargo, no nos hemos separado de la norma de la fe cristiana, la cual es bien notoria a los
fieles por otros testimonios de la Sagrada Escritura que tienen igual autoridad. Pues aunque
aquí se refieren las obras corporales que hizo Dios, tienen, sin duda, cierta analogía con las
espirituales, según la cual, dice el Apóstol: “todos vosotros sois hijos de la luz e hijos de
Dios, pues no lo somos de la noche ni de las tinieblas” Y si también sintió lo mismo que
decimos el que lo escribió, nuestra intención y deseos habrán llegado al complemento y
único fin del objeto que controvertíamos, de manera que el hombre de Dios, dotado de
sabiduría insigne y divina, o, mejor dicho, por Él, el Espíritu Santo refiriendo las obras que
hizo Dios, todas las cuales dice que las concluyó al sexto día, de ninguna manera se crea
que omitió los ángeles, ya sea cuando dice: “en el principio”, por que los crió el primero;

Página 319 de 319


La Ciudad De Dios San Agustín

ya sea lo que más a propósito se entiende en el principio, porque las hizo en el Verbo
Unigénito del Padre, según su expresión: “en el principio hizo Dios el cielo y la tierra”, en
cuyas palabras nos significa todas las criaturas, las espirituales y corporales, que es lo más
creíble o las dos mayores partes del mundo que contienen en su seno todas las cosas
criadas; de tal suerte, que primero las propuso todas en general, y después continuó sus
partes respectivas según el número misterioso de los días.

CAPITULO XXXIV

Sobre lo que algunos opinan, que debajo del nombre de las aguas que fueron divididas
cuando Dios crió el firmamento, se nos significaron los ángeles, y sobre lo que algunos
entienden que las aguas no fueron criadas Algunos han entendido que bajo el nombre de
las aguas en cierto modo se nos significó la congregación de los ángeles, y que esto es lo
que quiere decirse en estas expresiones: “Hágase el firmamento entre agua y agua”; de
modo que se entienden colocados sobre el firmamento los ángeles; y debajo del
firmamento o de las aguas visibles, la multitud de los ángeles malos, o toda la especie
humana. Lo cual, si es cierto, no aparece en el sagrado texto cuándo fueron criados los
ángeles, sino sólo que fueron separados los unos de los otros; aunque también hay algunos
que niegan (lo cual es una perversa e impía vanidad) que Dios crió las aguas, por cuanto no
hallan lugar alguno donde dijese Dios: háganse las aguas. Lo cual podría decir asimismo
de la tierra, puesto que no se lee en la Escritura que dijese Dios: “Hágase la tierra.”

Pero responden que dice el sagrado texto: “En el principio crió Dios el cielo y la tierra.”
Luego allí debe entenderse también el agua, porque a ambas comprende con un mismo
nombre, puesto que “suyo es el mar y él le hizo, hechura de sus manos es la tierra”. Pero
los que por las aguas que están sobre los cielos quieren que se entiedan los ángeles,
fúndanse en el peso de los elementos, y por eso no imaginan que pudo dar asiento a la
naturaleza fluida y grave en la parte superior del mundo; los cuales, si a su modo, y según
sus razones y discursos pudieran formar al hombre, no le pusieran en la cabeza la pituita (o
humor flemático) que en griego se llama phlegma, y que en los respectivos elementos de
nuestro cuerpo ocupa el lugar de las aguas, porque allí es donde tiene la phlegma su asiento
muy a propósito, sin duda, según que Dios así lo hizo; pero conforme a la conjetura de
éstos, tan absurdamente que si lo ignoráramos y estuviera asimismo escrito en este libro
que Dios puso el humor fluido y frío, y por consiguiente grave, en la parte superior a todas
las demás del cuerpo humano, estos especuladores y examinadores de los elementos de
ningún modo lo creyeran.

Y cuando fueran de los que se sujetaron a la autoridad de la misma Escritura, se


persuadirían que bajo este nombre se debía entender alguna otra cosa. Mas porque si cada
asunto de los que más se escriben el divino libro de la Creación del Mundo, le hubiéramos
de desenvolver y tratar de propósito, fuera indispensable alargarnos y desviarnos
demasiado del objeto de esta obra, ya que hemos disputado lo que ha parecido conducente
y bastante acerca de las dos clases de ángeles, diferentes y contrarias entre sí, en las cuales
se hallan igualmente ciertos principios de las dos ciudades que se conocen en las cosas
humanas, de las cuales pienso hablar desde ahora en adelante, concluyamos ya aquí con
este libro.

Página 320 de 320


La Ciudad De Dios San Agustín

LIBRO DUODECIMO BONDAD Y MALICIA DE LOS ÁNGELES. CREACIÓN


DEL HOMBRE

CAPITULO PRIMERO

Cómo la naturaleza de los ángeles buenos y malos es una misma Antes de tratar de la
creación del hombre, donde se descubrirá el origen y principio de las dos ciudades en lo
tocante al linaje de los racionales y mortales (así como en el libro anterior se manifestó el
de los ángeles), creo conducente, para mayor ilustración del asunto, referir primeramente
algunos pasajes tocantes a los mismos ángeles, para demostrar, en cuanto alcanzasen
nuestras fuerzas, con cuan justa causa y conveniencia decimos que forman juntamente una
sociedad los hombres y los ángeles; de suerte, que adecuadamente se diga que las ciudades,
esto es, las compañías, no son cuatro, es a saber: dos de ángeles y otras dos de hombres,
sino solas dos, fundadas una en los buenos y otra en los malos, no sólo en los ángeles, sino
también en los hombres.

No es licito dudar de que los apetitos entre sí contrarios que tienen los ángeles buenos y los
malos no nacieron de la diferencia entre sus naturalezas y principios (habiendo criado a los
unos y a los otros un solo Dios, que es autor y criador benigno de todas las sustancias
espirituales y corporales); si no de la variedad de sus voluntades y deseos; habiendo
perseverado constantemente los unos en el bien común a todos, que es el mismo Dios en su
eternidad y caridad, y habiéndose los otros deleitado y pagado de su poder, como si ellos
fueran su mismo bien, se apartaron del bien superior, beatífico, común a todos, y
volviéronse a sí mismos teniendo el ostentoso fausto de su altivez por altísima eternidad, la
astucia de la vanidad por verdad indefectible, y la afición de su parcialidad por una caridad
individua, se hicieron soberbios, seductores y embusteros. Así que la causa de la
bienaventuranza de los unos es unirse con Dios, y la causa de la miseria y desgracia de los
otros es por el contrario, el no unirse con Dios por tanto, si cuando preguntamos: ¿por qué
los unos son bienaventurados?, no responden bien, porque están unidos con Dios;
asimismo, cuando preguntamos ¿por qué los otros son miserables?, se responde muy bien,
porque no está unidos con Dios; pues no hay otro bien con que la criatura racional e
intelectual pueda ser enteramente feliz sin Dios.

Y por eso, aunque no todas las criaturas puedan ser bienaventuradas (porque no alcanzan
este beneficio, ni son capaces de él las bestias, las plantas, las piedras y otros seres
semejantes), sin embargo, las que pueden arribar a esta dicha no pueden serlo por sí
propias, por cuanto fueron criadas de la nada, sino que han de ser bienaventuradas por
aquel Señor por cuya poderosa mano fueron criadas; porque alcanzando a este Señor serán
eternamente felices; y perdiéndole, miserables; y así aquel que es bienaventurado, y no con
otro bien sino consigo mismo, no puede ser miserable porque no puede perderse a sí
mismo. Confesamos, pues, que el inmutable bien no es sino un solo Dios verdadero y
bienaventurado, y todo cuanto hizo el Señor, aunque es bueno porque lo hizo, no obstante,
son mudables y caducas todas las cosas que produjo porque no las hizo de sí, sino de la
nada. Así que, aunque no sean sumos bienes para los que consideran a Dios por el mayor
bien, con todo, son grandes e inestimables aquellos bienes mudables que pueden unirse
para ser bienaventurados con el sumo bien inmutable, el cual es en tanto grado bien suyo,
que sin él es absolutamente preciso que sean infelices.

Página 321 de 321


La Ciudad De Dios San Agustín

Tampoco son entre todas las criaturas las mejores las que no pueden ser miserables; pues
no podemos decir que todos los demás miembros de nuestro cuerpo son mejores que los
ojos, porque no pueden ser ciegos. Pero así como es mejor la naturaleza sensitiva, aun
cuando está doliente, que la piedra, que no puede en modo alguno padecer dolor, así
también la naturaleza racional es más excelente, aun siendo miserable, que la que carece de
razón y sentido, y, por consiguiente, no es susceptible por su naturaleza de sufrir miseria ni
infortunio alguno. Siendo esto cierto, realmente esta naturaleza, criada con tanta excelencia
y adornada de tantas dotes y prerrogativas, aunque sea mudable, sin embargo, uniéndose
con el bien inconmutable, esto es, con Dios todopoderoso, puede conseguir la
bienaventuranza, y no se completa ni se llena su indigencia sino siendo bienaventurada, no
bastando a llenar su vacío otro que el mismo Dios; y así verdaderamente, digo que el no
unirse con el Señor es un vicio en ella; y todo vicio es dañoso a la naturaleza, y, por
consiguiente, contrario a la naturaleza; luego la naturaleza que se une con Dios no se
diferencia de la otra sino por el vicio, aunque con este vicio no deja de manifestar la
naturaleza cuán noble y cuán excelente sea en su origen; porque donde el vicio con justa
causa es reprendido, allí, sin duda, se alaba la naturaleza, puesto que una de las justas
represensiones que se dan al vicio es porque con él se deshonra y afea la buena y loable
naturaleza. Por eso cuando al vicio en la vista llamamos ceguera, hacemos ver que a la
naturaleza de los ojos corresponde la facultad de ver; y cuando al vicio del oído llamamos
sordera, demostramos que a su naturaleza pertenece el oír; así, siempre que decimos que es
vicio de la criatura angélica el no unirse con Dios, con esta expresión evidentemente
declaramos que conviene y es propio de su naturaleza unirse con Dios. Y cuán meritoria y
loable acción sea el unirse con Dios para vivir perpetuamente con Él, saber con Él,
alegrarse con Él, y gozar de tantos bienes sin error y sin molestia, ¿quién dignamente lo
podrá imaginar o expresar? Así también con el vicio de los ángeles, quienes no se unen a
Dios por ser todo vicio perjudicial a la naturaleza, bastantemente se da a entender que Dios
crió tan buena, tan pura y tan noble la naturaleza de los espíritus infernales, que les es
sumamente nocivo el no estar unidos con Dios.

CAPITULO II

Que ninguna esencia es contraria a Dios, porque a aquel Señor que es, y siempre es, parece
que se le opone todo lo que no es Sirva esta doctrina para que ninguno imagine, cuando
habláremos de los ángeles apóstatas, que pudieron tener otra naturaleza distinta, como
criados por otro principio, y que Dios no es el autor de su naturaleza. Pues tanto más
fácilmente se librará cualquiera de la impiedad de este error, cuanta fuese mayor la
atención con que considere lo que dijo Dios por su ángel, cuando envió a Moisés por su
legado a los hijos de Israel, significándole el nombre y autoridad del supremo príncipe y
legislador que le enviaba por estas insinuantes y misteriosas palabras: “Yo soy el que soy.”

Porque siendo Dios suma esencia, esto es, siendo sumo, y siendo por esto inmutable, a las
cosas que crió de la nada dio el ser, pero no un ser sumo, como lo es su Divina Majestad. A
unos distribuyó el ser en más y a otros en menos; y así ordenó respectivamente por sus
grados la naturaleza de las esencias (porque así como del saber toma el nombre la
sabiduría, así del ser se llama esencia; bien que con un nombre nuevamente inventado, no
usado de los antiguos autores de la lengua latina, pero ya usado en nuestros tiempos para
que no faltase en nuestro idioma la voz que los griegos denominan en la suya usia, pues
esta palabra está traducida a la letra para decir y significar la esencia); y, por consiguiente,
a la naturaleza que sumamente es, de cuya poderosa mano proceden todos los entes que

Página 322 de 322


La Ciudad De Dios San Agustín

tienen ser, no hay naturaleza contraria sino la que no es, pues a lo que es, se opone, o es
contrario el no ser; y por eso, respecto de Dios, esto es, de la suma esencia y autor de todas
y cualesquiera esencias, no hay esencia alguna contraria.

CAPITULO III

De los enemigos de Dios, no por naturaleza, sino por voluntad contraria, la cual, cuando a
ellos les perjudica, sin duda que daña a una naturaleza buena, porque el vicio, si no daña,
no existe. Llámanse en la Sagrada Escritura enemigos de Dios los que contradicen y
resisten a su mandado, no por impulso de su naturaleza, sino con sus vicios, con los cuales
no son bastante poderosos a dañar al Señor en cosa alguna, sino a sí mismos. Pues son
enemigos precisamente por la voluntad que tienen de resistir, y no por la potestad que
obtengan de ofender, porque Dios es inmutable y totalmente incorruptible. Por eso el vicio
con que resisten a Dios los que se llaman sus enemigos no es mal para Dios, sino para ellos
mismos, y esto no por otra causa sino porque estraga en ellos lo bueno que tiene en sí la
naturaleza. Así pues, la naturaleza no es contraria a Dios, sino el vicio, porque lo que es
malo es contrario a lo bueno. ¿Y quién podrá negar que Dios es sumamente bueno? El
vicio, pues, es contrario a Dios, así como lo malo a lo bueno.

También es un bien la naturaleza que vicia y estraga el vicio, por lo cual es contrario
también a este bien; pero a Dios solamente, como a lo bueno lo malo; mas a la naturaleza
que vicia no sólo es malo, sino dañoso; porque no hay mal alguno que sea dañoso a Dios,
sino a las naturalezas mudables y corruptibles; sin embargo, éstas son buenas por el
testimonio aun de los mismos vicios; puesto que si no fueran buenas, los vicios no las
pudieran causar daño.

Porque ¿qué es lo que les hacen con su daño, sino quitarles su integridad, hermosura,
salud, virtud y todo lo bueno de que suele despojarse y desposeerse la naturaleza por el
vicio? Lo cual, si totalmente no se halla en ella, así como no le priva de cosa buena, así
tampoco le hará daño, y, consiguientemente, no será vicio; porque ser vicio y no hacer
daño no puede ser. De donde se infiere que aunque el vicio no puede dañar al bien
inmutable, sin embargo, no puede dañar sino a lo bueno, por cuanto no se halla sino donde
hace daño. Puede decirse también que no puede haber vicio en el sumo bien, y que el vicio
no puede existir si no es en algún objeto bueno. Por eso puede haber en alguna parte solas
cosas buenas, y solas malas no las puede haber en ninguna; pues aun aquellas naturalezas
que están estragadas por el vicio de una voluntad mala, en cuanto están viciadas y
estragadas son malas, y en cuanto son naturaleza son buenas. Y cuando la naturaleza
viciada está sufriendo penas además de lo que es ser naturaleza, también es bueno el no
estar sin castigo, porque esto es justo, y todo lo justo sin duda es bueno. Porque ninguno
paga las penas debidas por los vicios naturales, sino por los contrarios; pues hasta el vicio
que por la costumbre habitual y por el demasiado fomento ha adquirido tales fuerzas que se
ha hecho como natural, de la voluntad tomó su primer principio. Hablamos, pues, al
presente, de los vicios de la naturaleza que posee un entendimiento capaz de la luz
inteligible con la que distinguimos y diferenciamos lo justo de lo injusto.

CAPITULO IV

Página 323 de 323


La Ciudad De Dios San Agustín

De la naturaleza de las cosas irracionales o que carecen de vida, la cual, en su género y


orden, no desdice de la hermosura y decoro del Universo Pasando a la consideración de los
demás seres, seguramente que el imaginar que los vicios de las bestias, árboles y de las
demás cosas mudables y mortales, y que carecen de entendimiento, de sentido o vida con
que su disoluble naturaleza se estraga y corrompe, son dignos de reprensión, es asunto
digno de risa; habiendo recibido las criaturas este orden por voluntad de su Creador, para
que, pereciendo unas y sucediendo otras, cumplan en su clase la interior hermosura
corporal corceniente a las partes de este mundo.

Por cuanto no habían de igualarse a las cosas celestiales las terrenas, ni debieron éstas
faltar en el Universo, porque las otras son mejores. Cuando en estos lugares, donde
convenía que hubiese tales seres, nacen unos faltando otros, rindiéndose los menores a los
mayores, y convirtiéndose los vencidos en cualidades de los que vencen, éste es el orden
que se observa en las cosas mudables y transitorias. El decoro y hermoso ornato de este
admirable orden por eso nos deleita y satisface, porque estando nosotros incluidos y
arrinconados en una parte de él según la condición de nuestra humana naturaleza, no
podemos descubrir y observar el Universo, al cual con grande gracia y conveniencia
cuadran las pequeñas partes que nos ofenden. Y así a nosotros en los puntos que somos
menos idóneos para contemplar y descubrir la alta providencia del Creador, con justa causa
se nos prescribe que la creámos, a fin de que no nos atrevamos, alucinados con la vanidad
de la humana temeridad, a reprender y motejar en lo más mínimo las obras del Artífice
supremo.

Aunque si prudentemente consideramos los vicios de las cosas terrenas, que no son
voluntarios ni penales, nos recomiendan a las mismas naturalezas, de las cuales no hay una
sola cuyo autor y criador no sea Dios, porque aun respecto de ellas nos desagrada el que
nos quite el vicio, lo que nos agrada, atendida solamente la naturaleza; a no ser que al
hombre le descontenten las más veces las mismas naturalezas, cuando le son dañosas, no
considerándolas precisamente por su respeto y esencia, sino atendiendo únicamente a su
propia utilidad, como se refiere de aquellos animalejos cuya abundancia sirvió de azote
para casti- gar la soberbia de los egipcios. Pero siguiendo este modo de opinar, también
pondrán tacha en el sol, porque a ciertos delincuentes o deudores los condenan los jueces a
que los pongan al sol. Así que, considerada la naturaleza en sí misma, y no conforme a la
comodidad o incomodidad que nos resulta de sus influencias, da gloria a su artífice; y en
esta conformidad la naturaleza del fuego eterno es también seguramente loable, aunque
haya de ser penosa e insufrible a los impíos condenados.

Porque ¿qué objeto hay más hermoso y apacible a la vista que el fuego ardoroso, vivo y
resplandeciente? ¿Qué más útil cuando calienta, nos cura y pone en sazón lo que
necesitamos para nuestro sustento, aunque no haya otro más insufrible cuando nos quema?
El mismo que para un efecto es pernicioso, aplicado convenientemente y en debido tiempo
es muy provechoso. Porque ¿quién podría declarar las utilidades que tiene y causa en el
Universo? Ni deben ser oídos los que en el fuego alaban la luz y reprenden el calor, porque
le estiman, no por su naturaleza, sino conforme a su bienestar o incomodidad. Quieren ver
y no arder; y no consideran que la misma luz que les agrada suele ser dañosa por la
disconveniencia o perjuicio que les resulta a los que tienen los ojos llorosos y tiernos; y
que en el mismo ardor que les desagrada acostumbran por su propia utilidad a vivir
cómodamente algunos animales.

Página 324 de 324


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO V

Que el Creador es loable en todos los modos y especies de la naturaleza Así que todas las
naturalezas, en cuanto tienen ser y, por consiguiente, disfrutan de su orden respectivo,
especie y cierta paz consigo mismas, sin duda son buenas; y también cuando residen allí,
donde según el orden de la naturaleza deben estar, y conforme a la cualidad y esencia que
recibieron, conservan su ser; y las que no recibieron siempre el ser según el estilo y
movimiento de las cosas a que por expresa ley del que las gobierna están sujetas, se mudan
a un estado mejor o peor, dirigiéndose y caminando por las rectas sendas de la divina
Providencia, al fin que incluye en sí la razón principal del gobierno del Universo; de modo
que ni la corrupción tan notable, cuanta es la que reduce las naturalezas inestables,
mudables y mortales, hasta acabar con ellas con la muerte hace, de tal suerte no ser lo que
era, que consiguientemente no resulte y se haga de allí lo que debía ser. Lo cual siendo
cierto, Dios, que sumamente es, y por eso toda esencia es obra de sus manos (la cual no es
suma porque no debía ser igual al Señor lo que se hizo de la nada, y no podía ser ni existir
de modo alguno si no fuera hecha por Dios), ni por la ofensa de vicio alguno debe ser
reprendido; antes, por la consideración de todas las naturalezas, debe ser alabado.

CAPITULO VI

Cuál es la causa de la bienaventuranza de los ángeles buenos y de la miseria de los ángeles


malos Por tanto, inferimos rectamente que la verdadera causa de la bienaventuranza de los
ángeles buenos es porque están unidos con él, que es el sumo Ser entre todos los seres. Y
cuando indagamos la causa de la miseria de los ángeles malos, con razón se nos ofrece que
es porque, volviendo las espaldas al sumo Dios, se miraron a sí mismos, que no son sumos
u omnipotentes; y a este vicio ¿cómo le designaremos, sino con el nombre de soberbia?
Porque “la soberbia es el origen de todo pecado”. No quisieron, pues, “referir a Dios su
fortaleza”, y los que fueran más, si se unieran con el Señor, que es sumo, prefiriéndose a
El, antepusieron lo que realmente es menos.

Este fue el primer defecto, la primera falta y el primer vicio de la naturaleza angélica, que
fue criada en tal conformidad, que no fue suma, aunque pudo gozar, obteniendo la
bienaventuranza de aquel, Señor, que es sumo a quien, volviendo las espaldas, aunque no
se aniquiló, pero fue menos que era, y, por tanto, eternamente infeliz. Y si buscamos la
causa eficiente de una voluntad tan perversa, hallaremos que es nada. Porque ¿qué es lo
que hace mala a la voluntad, cuando obra alguna acción pecaminosa? Luego la voluntad es
la causa eficiente de la mala obra, y la causa principal de la mala voluntad es nada; porque
si es algo, o tiene o no tiene voluntad.

Si la tiene, la tiene, sin duda, o buena o mala; si buena, ¿quién ha de ser tan ignorante que
diga que la voluntad buena hace a la voluntad mala? Porque si así fuese, la voluntad buena
sería causa del pecado, lo que no puede imaginarse. Pero si lo que constituye la voluntad
mala también tiene voluntad mala, pregunto: ¿Qué causa es la que la hizo? Y para no
proceder de un modo infinito, vuelvo a preguntar: ¿Cuál es la causa de la primera voluntad
mala? Porque no hay primera voluntad mala a la cual haya hecho alguna voluntad también
mala, sino que aquélla es la primera a quien ninguna hizo; pues si precedió, quien la
hiciese, aquella es primero que hizo a la otra. Si respondieren que ninguna causa la hizo, y

Página 325 de 325


La Ciudad De Dios San Agustín

que por eso existió siempre, pregunto: ¿Acaso estaba en alguna naturaleza? Porque si no
estaba en ninguna, tampoco tenía ser, y si en alguna la estragaba, corrompía y causaba
perjuicio y daño, y, por consiguiente, la privaba del bien.

Y por eso la voluntad mala no pudo estar en la naturaleza mala, sino en la buena, aunque
mudable, a quien este vicio podía dañar; porque si no la hizo daño, sin duda que no fue
vicio, y, consiguientemente, tampoco debe decirse que fue voluntad mala; y si hizo daño,
el daño que hizo fue quitando o disminuyendo el bien. Luego no pudo haber voluntad
eterna mala en cosa alguna dotada de bien natural, el cual, causando daño, podía quitarlo la
voluntad mala. Y supuesto que no era sempiterna, pregunto: ¿Quién la hizo? Resta que
digan que hizo a la voluntad mala una cosa en la que no hubo ninguna voluntad. Esta,
pregunto, ha de ser superior, inferior o igual; si es superior, sin duda es mejor; ¿cómo,
pues, carece de voluntad o no la tiene buena? Y esto mismo, sin duda, puede decirse si
fuere igual; porque cuando nos fueren igualmente de buena voluntad, no hace uno en el
otro voluntad mala. Resta que alguna cosa inferior, que no tiene voluntad, sea la que hizo
en la naturaleza angélica, que fue la primera que pecó, la voluntad mala; pero también esta
misma cosa, cualquiera que sea, aun la más inferior, hasta la ínfima tierra, por ser
naturaleza y esencia, sin duda es buena, y tiene su cierto modo y especie en su género y
orden. ¿Cómo, pues, la cosa buena es eficiente de la voluntad mala? ¿Cómo, digo, lo bueno
es causa de lo malo? Porque cuando la voluntad, dejando, lo superior y convirtiéndose a
los objetos inferiores se hace mala, no es porque es malo aquello a que se convierte, sino
porque la misma conversión es perversa. Por eso no fue la cosa inferior la que hizo la
voluntad mala, sino ésta la que se hizo mala apeteciendo perversa y desordenadamente la
cosa inferior.

Pues si dos igualmente dispuestos en el alma y en el cuerpo observan la hermosura de un


cuerpo, y viéndola uno de ellos se mueve a quererla gozar ilícitamente, perseverando el
otro constantemente en una voluntad casta, ¿cuál diremos será la causa de que en el uno se
haga y en el otro no se haga la voluntad mala? ¿Qué causa la motivó en aquel en que fue
hecha? Porque no la hizo la hermosura del cuerpo, puesto que no la produjo en los dos,
ocurriendo a un mismo tiempo, y representándose a los ojos de ambos del mismo modo.
¿Por ventura la causa es la carne mortal del que mira? ¿Y por qué no es también la del
otro? ¿Acaso es el alma? ¿Y por qué no la de ambos? Porque a los dos pusimos igualmente
dispuestos en el alma y en el cuerpo. ¿O por ventura diremos que el uno fue tentado con
secreta y oculta sugestión del espíritu infernal, como a esa sugestión o a cualquiera especie
de persecución no hubiera consentido la propia voluntad? Este consentimiento, pues; esta
mala voluntad que asintió al que le persuadió mal, preguntamos: ¿Qué cosa fue la que la
hizo? Pues para que quitemos el escollo de esta duda, si tienta a los dos una misma
tentación, y el uno se rinde y consiente, y el otro persevera el mismo que antes, ¿qué se
infiere sino que el uno quiso y el otro no quiso mancillar la castidad? ¿Y por qué sino por
la voluntad propia? Supuesto que hubo en el uno y en el otro una misma afección y
disposición de cuerpo y alma, a los dos igualmente se les representó una misma hermosura,
a ambos acometió igualmente una oculta y peligrosa tentación.

Así que los que quisieren saber que fue el secreto impulso que obró en el uno de éstos la
propia voluntad mala, si bien lo miran e investigan, encontrarán que es nada. Porque si
dijésemos que él mismo la motivó, ¿qué era él mismo antes de estar poseído de la voluntad
mala, sino una naturaleza buena, cuyo autor es Dios, que es un bien inmutable? El que
dijere que aquel que consistió al que no le tentó y persuadió (cuando no consintió el otro
para gozar ilícitamente de la hermosura del cuerpo que igualmente se representó a los ojos

Página 326 de 326


La Ciudad De Dios San Agustín

de ambos, habiendo, sido los dos, antes de aquella tentación, semejantes en el alma y en el
cuerpo), él mismo se hizo la voluntad mala; sin duda, siendo antes de la voluntad mala,
bueno, indague o pregunte por qué la hizo; si porque es naturaleza, o porque fue hecha de
la nada, y hallará que la voluntad mala no empezó a ser de aquello porque es naturaleza,
sino porque tal fue criada de nada. Pues si la naturaleza es causa de la voluntad mala, ¿qué
más podemos decir, sino que lo bueno engendra lo malo, y que lo bueno es causa de lo
malo, puesto que por la naturaleza buena se hace la voluntad mala? ¿Y cómo puede
suceder que la naturaleza buena, aunque mudable, antes que tenga voluntad mala haga
algún mal, esto es, haga la misma voluntad mala?

CAPITULO VII

Que no debe buscarse la causa eficiente de la mala voluntad Ninguno, pues, investigue la
causa eficiente de la mala voluntad, por cuanto no es eficiente, sino deficiente, supuesto
que ella tampoco es efecto, sino defecto. Pues el dejar la unión del que es sumo por lo que
es menos, esto es empezar a tener mala voluntad. Querer, pues, hallar las causas (como
dije) de estas defecciones, no siendo eficientes, sino deficientes, es como si uno quisiese
ver las tinieblas u oír el silencio, aunque ambas cualidades nos son conocidas: lo primero,
no sino por los ojos, y lo segundo, no sino por los oídos, aunque no por su especie, sino por
la privación de su especie. Ninguno intente saber de mí lo que sé que ignoro, si no es para
aprender a no saber lo que ha de saber, que no puede saberse.

Porque las cosas que se saben, no por su especie, sino por su privación, si puede decirse o
entenderse, en cierto modo se saben no sabiendo, de modo que sabiendo no se sepan; pues
cuando la vista de los ojos corporales corre por las especies corporales, en ninguna parte
observa las tinieblas sino donde empieza a no ver. Así también el silencio pertenece, no a
algún otro sentido, sino solamente al oído, el cual, sin embargo, de ninguna manera se
percibe, si no es oyendo. Así nuestro entendimiento va comprendiendo las especies
inteligibles, pero cuando faltan, aprende no sabiendo. “Porque ¿quién hay que conozca los
errores?”

CAPITULO VIII

Del amor perverso con que la voluntad se aparta del bien inmutable y se inclina al bien
mudable Esto sé yo, que la naturaleza divina nunca ni por parte alguna puede faltar y que
pueden faltar los seres formados de la nada. Los cuales, cuanto más son y obran el bien
(pues entonces algo hacen), tienen causas eficientes; pero en cuanto faltan, y con esto
obran perversamente (pues qué hacen entonces sino vanidades) tienen causas deficientes.
Asimismo estoy firmemente persuadido que cuando se hace la mala voluntad, ésta se
efectúa de suerte que, si él no quisiera, no se hiciera, y por eso sigue justamente la pena a
los defectos, no necesarios, sino voluntarios. No porque se inclina a las cosas malas, sino
porque malamente se inclina; esto es, no a las naturalezas malas, sino porque malamente;
pues pasa contra el orden de las naturalezas, de lo que es sumo a lo que es menos.

Por cuanto la avaricia no es vicio del oro, sino del hombre que ama perversamente al oro
dejando la justicia, que sin comparación se debía anteponer al oro, Ni la lujuria es vicio de
los cuerpos hermosos y delicados, sino del alma que apasionadamente ama los deleites
corporales, dejando la templanza con que nos acomodamos a objetos espiritualmente más

Página 327 de 327


La Ciudad De Dios San Agustín

hermosos e incorruptiblemente más suaves. Ni la jactancia es vicio de la alabanza humana,


sino del alma que impíamente apetece ser elogiada de los hombres, despreciando el
testimonio de su propia conciencia. Ni la soberbia es vicio del que concede la potestad,
sino del alma que perversamente ama su potestad, vilipendiando la potestad más justa del
que es más poderoso. Y, por consiguiente, el que ama temerariamente el bien de cualquiera
naturaleza, aunque la alcance, él mismo se hace en lo bueno malo y miserable privándose
de lo mejor.

CAPITULO IX

Si los santos ángeles, al que tienen por Creador de su naturaleza, lo tienen también por
autor de su buena voluntad, difundiendo en ellos su caridad por el Espíritu Santo No
existiendo, pues, causa alguna eficiente natural, o si puede decirse así, esencial de la mala
voluntad, porque de ella misma principia en los espíritus mudables el mal con que se
disminuye y estraga el bien de la naturaleza, ni a semejante voluntad la hace, sino la
defección con que se deja a Dios, de cuya defección falta, sin duda, también la causa; si
dijésemos que no hay tampoco causa alguna eficiente de la buena voluntad, debemos
guardarnos, no se entienda que la voluntad buena de los ángeles buenos no es cosa hecha,
sino coeterna a Dios. Porque siendo ellos criados y hechos, ¿cómo puede decirse que ella
no fue hecha? Y puesto que fue hecha, pregunto: ¿Si fue hecha con ellos, o ellos fueron
primero sin ella? Pero si lo fue con ellos, no hay duda que fue hecha por aquel Señor por
quien fueron ellos; y luego que fueron hechos, se unieron a aquel por quien fueron hechos
con el amor con que fueron hechos. Y por eso se apartaron éstos de la amable compañía de
aquéllos, porque éstos permanecieron en la misma voluntad buena, y aquéllos, faltando a
ella, se mudaron, es decir, con la mala voluntad, por el mismo hecho de apartarse del bien,
del cual no se separaran si hubieran querido.

Y si los buenos ángeles estuvieron primero sin la buena voluntad, y ésta la hicieron ellos
en sí mismos sin que obrase Dios, mejores se hicieron ellos por sí mismos que fueron
hechos por Dios. Pero no. Porque ¿qué fueran sin la buena voluntad sino malos? O si por
eso no eran malos, porque tampoco tenían mala voluntad (pues no se habían apartado de
aquella que aun no habían comenzado a tener), a lo menos entonces aun no eran tales, ni
eran tan buenos como empezaron a ser con la buena voluntad. O si no pudieron hacerse a sí
mismo mejores que lo que Dios les había hecho, pues ninguno hace las cosas más perfectas
que este Señor, sin duda que no pudieran tampoco tener la buena voluntad con que fueron
mejores sin la intervención del auxilio de su Creador. Y cuando su voluntad buena hizo
que se convirtiesen, no a sí mismos, que eran menos, sino a Dios, que era el sumo y
omnipotente, y uniéndose con él fuesen más, y participando de su divina gracia viviesen
sabia y bienaventuradamente, ¿qué se deduce sino que la voluntad, por más buena que
fuera, quedara indigente y permaneciera en sólo el deseo, si aquel que hizo de la nada la
naturaleza buena capaz de sí, llenándola de su gracia, no la hiciera mejor que criándola
primero con vivificarla y animarla más deseosa? Porque también debe discutirse: si los
buenos ángeles, ellos en sí mismos hicieron la buena voluntad, ¿la hicieron con alguna o
sin ninguna voluntad? Si con ninguna, sin duda que no la hicieron; si con alguna, con mala
o con buena. Si con mala, ¿cómo pudo la mala voluntad hacer a la buena voluntad? Si con
buena, luego ya la tenían, y ésta ¿quién la crió sino el que los crió con la buena voluntad,
esto es, con amor casto, para qué se unieran con él, criando en ellos juntamente la
naturaleza y dándoles la gracia? Y así, no ha de creerse que los santos ángeles estuvieron
jamás sin la buena voluntad, esto es, sin el amor de Dios. Pero éstos, que, habiéndolos

Página 328 de 328


La Ciudad De Dios San Agustín

criado buenos el Señor, con todo, son malos por su propia voluntad mala (a la cual no hizo
la buena naturaleza sino cuando se apartó voluntariamente del bien; de forma que la causa
de lo malo no sea lo bueno, sino el desviarse y apartarse de lo bueno), digo que éstos, o
recibieron menor gracia en el divino amor que los que perseveraron en la misma, o si los
unos y los otros igualmente fueron criados buenos cayendo éstos con la mala voluntad, los
otros tuvieron mayor auxilio, con el cual llegaron a la posesión de aquella plenitud de
bienaventuranza donde estuviesen ciertos que nunca habían de caer, como lo referimos ya
en el libro anterior.

Así que debemos confesar, tributando la debida alabanza y gioria al Creador, que no sólo
pertenece a los hombres santos, sino que también puede decirse de los ángeles, “que el
amor y caridad de Dios se derramó copiosamente en ellos por medio del Espíritu Santo,
que les fue dado”; y que aquel sumo bien de quien dice la Sagrada Escritura: “Mi bien y
bienaventuranza es unirme con Dios”, no sólo es bien propio y peculiar de los hombres,
sino que primero y principalmente es bien cacterístico de los ángeles. Los que comunican y
participan de este bien le tienen asimismo con aquel Señor con quien y entre sí se unen en
una compañía santa, componiendo una Ciudad de Dios, la cual es un vivo sacrificio suyo y
un vivo templo suyo. De cuya parte (la que se va formando de los hombres mortales para
incorporarse con los ángeles inmortales, y que al presente, siendo mortal, peregrina en la
tierra, o está descansando ya, cuales son los que murieron y moran en los secretos
receptáculos y moradas de las almas) observo que ya es conveniente examinar el origen y
principio que tuvo siendo su autor el mismo Dios, como se ha dicho de los ángeles, por que
de un hombre que crió Dios en el principio, tuvo su origen el humano linaje, según el
constante tesmonio de las sagradas letras, las cuales obtienen en toda la tierra, no sin justa
razón, admirable autoridad; y entre otras cosas que la misma Escritura dijo con verdadero
espíritu divino, anunció que todas las gentes y las naciones la habían de dar entero crédito
y fe.

CAPITULO X

De la opinión de aquellos que creen que así como el mundo existió siempre, los hombres
también existieron Dejemos, pues, las vanas conjeturas de los hombres que ignoran lo que
dicen sobre la naturaleza o creación del género humano. Porque unos, así como lo creyeron
del mundo, imaginan que siempre existieron los hombres. Así, Apuleyo, describiendo este
género de animales, dice: “Tomándolos particulannente, son mortales; pero generalmente,
en todo su género son perpetuos.” Y cuando les objetan: si siempre fue o existió el género
humano, ¿cómo puede ser verdadera su historia cuando ésta refiere quiénes fueron, y de las
artes e instrumentos de que fueron inventores, quiénes los primeros maestros de las artes
liberales y de otras facultades, y quiénes principiaron a poblar esta o aquella provincia o
parte de la tierra, y esta o aquella isla? Responden que por ciertos intervalos de tiempo se
suelen despoblar y destruir muchas regiones de la tierra con los diluvios y los incendios,
aunque no todas, de modo que vienen a reducirse los hombres a un número muy limitado y
corto, de cuya generación se vuelve a reparar y restaurar la perdida multitud, reparándose
de este modo ordinariamente y criándose nuevos individuos como los primeros, siendo
cierto que así se restituyen los que se interrumpieron y consumieron con las inmensas
ruinas o desolaciones, siendo cierto que de ninguna manera puede proceder a derivarse el
hombre sino de otro individuo de su misma naturaleza. Pero dicen lo que imaginan, y no lo
que saben.

Página 329 de 329


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XI

De la falsedad de la historia que atribuye muchos miles de años a los tiempos pasados
Engáñanlos asimismo algunos mentirosos escritos, los cuales dicen que en la historia de los
tiempos se contienen muchos millares de años; siendo así que de la Sagrada Escritura
consta no haber transcurrido desde la creación del mundo hasta la actualidad más que seis
mil años cumplidos; y, por no alegar aquí infinitos testimonios que demuestren cómo se
conoce y comprueba la vanidad y falacia de aquellos escritos donde se refieren muchos
más millares de años, sin embargo de no hallarse en ellas autoridad alguna idónea,
mencionaré, para ratificar esta falsa aserción, aquella carta de Alejandro Magno a su madre
Olimpias, en la cual insertó lo que refería a un sacerdote egipcio, tomando de las escrituras
que entre ellos se tienen por sagradas, expresando juntamente en ella, según el orden de los
tiempos, el origen de los reinos, de que tiene asimismo noticia la historia griega; entre los
cuales, en la misma carta de Alejandro, se hace conmemoración del reino de los asirios, el
cual pasa de cinco mil años, según lo relacionado en ella; pero en la historia de los griegos
no tiene más que unos mil y trescientos desde que comenzó a reinar Belo, al cual coloca
también el egipcio en el principio del mismo reino; y al imperio de los persas y
macedonios, hasta el mismo Alejandro, con quien hablaba, le atribuye más de ocho mil
años, siendo así que el de los macedonios, hasta la muerte de Alejandro, no se halla entre
los griegos que tenga más de cuatrocientos ochenta y cinco, y el de los persas, hasta que
expiró con las victorias de Alejandro, doscientos treinta y tres. Así que, sin comparación,
es menor el número de estos años respecto de aquellos de los egipcios, ni pueden llegar a
ellos, aunque se triplicaran.

Pues escriben que los egipcios usaron por algún tiempo de años tan cortos que sólo tenían
cuatro meses, y así el año más cumplido y verdadero, cual es el que en la actualidad
tenemos nosotros, y ellos también, contenia tres años antiguos de los suyos. Pero ni aun de
esta manera, como dije, concuerda la historia de los griegos con la de los egipcios en el
número de los tiempos, y así, debemos dar más crédito a la griega, porque no excede a la
verdad de los años que se hallan en nuestras Escrituras, que son verdaderamente sagradas.

Y si esta carta de Alejandro, que fue tan notoria entre los egipcios, en orden al tiempo,
desdice infinito de la probabilidad y fe de lo realmente sucedido, ¿cuánto menos debe
creerse a las historias y memorias que nos quieran alegar, llenas de fabulosas antigüedades,
contra la autoridad de los libros tan conocidos y divinos, que vaticinaron y dijeron que todo
el orbe había de darles crédito, y según lo expresaron así, todo el mundo les prestó
gustosamente su asenso, los cuales prueban y demuestran que dijeron verdad en lo que nos
refieren de los sucesos pretéritos, cuando vemos que se va cumpliendo con tanta
puntualidad todo cuanto dijeron que había de suceder?

CAPITULO XII

De los que opinan que este mundo, aunque no es eterno, sin embargo, se reproduce; esto
es, que el mismo mundo al cabo de ciertos siglos vuelve a nacer Otros están persuadidos
que el mundo no es eterno, ya piensen que no es uno solo, sino que son innumerables; ya
confiesen que es uno solo, pero que por ciertos intervalos de siglos nace y muere

Página 330 de 330


La Ciudad De Dios San Agustín

innumerables veces. Estos es necesario que confiesen que el linaje humano estuvo primero
sin hombres que pudiesen procrear. Porque esto no sucede del mismo modo que en los
diluvios e incendios de las tierras, los cuales no suceden generalmente en todo el mundo, y
por eso pretenden que siempre quedan algunos pocos hombres con quienes se pudo reparar
la generación extinguida. Así también pueden éstos imaginar que, pereciendo el mundo,
quedan algunos hombres en el mundo; pero así como piensan que el mundo renace de su
materia, así piensan que en él brota de los elementos el linaje humano, y después de sus
padres, la generación de los mortales, como la de los otros animales.

CAPITULO XIII

Qué debe responderse a los que ponen por inconveniente que fue tarde la creación del
mundo Lo que respondimos cuando tratamos del principio y origen del mundo a los que no
quieren creer que no fue o existió siempre, sino que empezó a ser (como también
expresamente lo confiesa Platón, aunque, algunos crean que sintió lo contrario de lo que
dijo), eso mismo responderé sobre la creación del hombre por satisfacer a los que
asimismo se ofenden porque el hombre no fue criado innumerables e infinitos tiempos
antes, y porque fue criado tan tarde; pues en la Sagrada Escritura está escrito que ha menos
de seis mil años que principió a ser.

Pues si ofende a éstos la brevedad del tiempo, viendo tan pocos años, desde donde refieren
nuestras memorias auténticas que fue criado el hombre, consideren que no media un
tiempo diuturno o largo, donde hay algún extremo; y cualesquiera espacios y siglos
infinitos y limitados cotejados con la infinita eternidad sin límites, no deben tenerse por
pequeños, sino por nada. Por consiguiente, si dijésemos, no cinco o seis mil, sino sesenta o
seiscientos millares de anos, o si por otros tantos otras tantas veces se multiplicara esta
suma, de modo que no tuviésemos nombre, ni número con que expresar los años después
que crió Dios al hombre, de la misma manera puede preguntarse por qué no le crió antes.
Porque la cesación eterna que tuvo Dios antes de criar al hombre sin principio es tan
grande, que si comparamos con ella cualquiera número de tiempos, por grande que sea,
con tal que termine en ciertos y determinados, espacios, no debe parecer tanta como si
comparásemos una mínima gota de agua a todo el mar y con cuanto el profundo caos del
Océano comprende; porque de estas dos cosas, sin duda, la una es muy pequeña y la otra
sin comparación muy grande e inmensa; sin embargo, ambas son limitadas, y el espacio de
tiempo que procede de algún principio y se acaba con algún término, aunque se dilate y
extienda, comparado con lo que no tiene principio, dudo si se debe estimar por cosa
mínima o por ninguna. Porque si a ésta poco a poco la fueron quitando desde el fin sus
momentos, por brevísimos que sean, decreciendo el número, aunque sea tan inmenso, que
no tenga nombre, volviendo hacia atrás (como si fueses quitando al hombre los días,
empezando desde aquel en que ahora vive hasta aquel en que nació), al fin, alguna vez
llegarás al principio con aquel quitar.

Pero si fueren desmembrando o quitando hacia atrás en el espacio que no tuvo principio,
no digo yo poco a poco, pequeños momentos de horas, o de días, o de meses, o cantidades
aun de años, sino tan grandes espacios como aquella suma de. años, que no pueda nombrar
ningún aritmético por hábil que sea, pero que, en efecto, se consume, quitandola
paulatinamente los momentos; y le fueran quitando estos espacios tan grandes, no una, o
dos, o muchas veces, sino siempre, ¿qué es lo que harán, puesto que jamás llegarán al
principio, porque realmente carece de él? Por lo cual, lo que nosotros preguntamos ahora,

Página 331 de 331


La Ciudad De Dios San Agustín

al cabo de cinco mil y más años, podrán también nuestros descendientes, aun después de
seiscientos mil, preguntar, excitados de la misma curiosidad, si durare, y perseverare tanto
tiempo naciendo y muriendo la humana naturaleza, y su ignorante imbecilidad y
mortalidad. También pudieran los que nos precedieron, luego que fue criado el hombre,
mover esta cuestión; y, finalmente, el mismo primer hombre, un día después, o el mismo
en que fue criado, pudo preguntar por qué Dios no le crió antes. Y por más que se
anticipara y fuera criado con anterioridad de tiempo, no por eso esta controversia sobre el
origen y principio que tuvieron las cosas temporales hallará más sólidos fundamentos
entonces que al presente, ni los hallará después.

CAPITULO XIV

De la revolución de los siglos, los cuales algunos filósofos los incluyen dentro de un cierto
y limitado fin, y así creyeron que todas las cosas volvían siempre a un mismo orden y a
una misma especie No imaginaron los filósofos del siglo que podían, o debían, resolver de
otro modo esta controversia sino introduciendo un circuito y revolución de tiempos, con
que dicen que unas mismas cosas se han ido renovando y repitiendo siempre en el mundo,
y que así será en adelante, sin cesar jamás, con la revolución de unos mismos siglos que
van y vienen; ya se hagan. estos circuitos y revoluciones, permaneciendo en su mismo ser
el mundo, o ya por ciertos intervalos, naciendo y muriendo el Universo, produzca siempre
como nuevas unas mismas cosas, las pasadas y las futuras.

De cuyo devaneo no pueden eximir y libertar el alma, que es totalmente inmortal, aun
cuando haya conseguido la sabiduría, haciéndola que camine sin cesar a la falsa
bienaventuranza y que vuelva sin interrupción a la verdadera miseria. ¿Cómo puede ser
verdadera bienaventuranza aquella, de cuya eternidad jamás está segura el alma, o por no
conocer la futura miseria, procediendo con la mayor ignorancia en la verdad, o por tener
con temor noticia de ella? Pero si de los infortunios va caminando a la bienaventuranza
para nunca jamás volver a ellos, ya en el tiempo se hace alguna cosa nueva que no tiene fin
de tiempo. ¿Por qué no decir lo mismo del mundo? ¿Y por qué no asimismo de un hombre
criado en el mundo para que, procediendo con la doctrina sana por una senda recta;
excusemos aquellos falsos circuitos y retornos inventados por engañosos sabios? Porque
las palabras del Eclesiastés sobre Salomón: “¿Qué fue? Lo mismo que será. ¿Qué se hizo?
Lo mismo que se hará; y no hay cosa nueva debajo del sol.

Ninguno puede decir esto es nuevo, porque ya precedió en los siglos que fueron antes de
nosotros”; quieren algunos que se refieran a estos circuitos y revoluciones que vuelven a lo
mismo, y lo traen todo a lo mismo; habiéndolo él dicho, o de las demás cosas de que trata
arriba, esto es, de las generaciones, unas que van y otras que vienen; de las vueltas que da
el sol; de las sendas y caminos de los arroyos o, a lo menos, de todas las cosas generales y
corruptibles. Porque hubo hombres antes que nosotros, los hay con nosotros y los habrá
después de nosotros. Asimismo animales y árboles, y aun los mismos monstruos que nacen
fuera del curso ordinario, aunque son entre sí diferentes, y de algunos de ellos se dice que
los hubo una sola vez; sin embargo, en cuanto generalmente son seres raros y monstruosos,
también fueron y los habrá; pues no es cosa reciente y nueva que nazca un monstruo
debajo del sol. Aunque algunos hayan entendido estas palabras como si el sabio quisiera
decir que todas las cosas fueron ya en la predestinación de Dios, que por eso no hay cosa
nueva debajo del sol; pero no permita Dios en la fe verdadera que profesamos, que
creamos que estas palabras de Salomón signifiquen o digan aquellos circuitos y retornos

Página 332 de 332


La Ciudad De Dios San Agustín

con que ellos piensan que unas mismas revoluciones de los tiempos y de las cosas
temporales van dándo la vuelta; de manera que -pongamos por ejemplo- en este siglo
Platón, insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en la ciudad de Atenas, en la escuela que
se dijo Academia; y después de innumerables siglos, aunque por muy largos y prolijos
intervalos, pero ciertos y determinados, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma
escuela y los mismos discípulos volvieron a ser y existir, y por innumerables siglos
después volverán a ser.

Así que Dios nos libre de que creamos esto: “porque una vez murió Jesucristo por nuestros
pecados, y habiendo resucitado de entre los muertos, ya no muere, ni la muerte tendrá más
dominio sobre él, y nosotros, después de la resurrección, estaremos siempre con el Señor”,
a quien con confianza decimos ahora lo que nos advierte el real profeta: “Tú, Señor, nos
guardarás y ampararás de esta generación para siempre.” Y me parece que muy al caso les
conviene lo que sigue: “los impíos andan en circuito”, no porque ha de venir a dar la vuelta
su vida por los circuitos imaginarios que creen, sino porque es tal en la actualidad el
camino errado que llevan, esto es, su falsa doctrina.

CAPITULO XV

De la temporal creación del hombre, la cual hizo Dios, no con nuevo acuerdo o consejo ni
con voluntad mudable ¿Y qué maravilla es que andando descaminados en estos circuitos y
círculos no hallen entrada ni salida? Pues ignoran qué principio tuvo, ni qué fin tendrá el
linaje humano y esta nuestra mortalidad; porque es imposible penetrar la alteza de Dios,
pues siendo el Señor eterno y sin principio, sin embargo, por algún principio, empezaron
los tiempos; y al hombre, que jamás había criado antes, lo hizo en el tiempo, pero no con
algún nuevo y repentino consejo, sino con acuerdo inmutable y eterno. ¿Y quién podrá
comprender esta grandeza incomprensible, e investigar lo que es incapaz de indagarse;
cómo crió Dios en el tiempo con inmutable voluntad al hombre temporal, antes del cual
jamás hubo otro hombre, y con quien solamente multiplicó el humano linaje?

Porque habiendo ya dicho el mismo real profeta: “Tú, Señor, nos guardarás y ampararás de
esta generación para siempre”; y habiendo después cargado la mano sobre aquellos en cuya
insensata e impía doctrina no se halla para el alma libertad alguna ni bienaventuranza
eterna, añade inmediatamente, “en círculo, dice, y alrededor andan los impíos”; como si le
dijeran: ¿qué es lo que tú crees, sientes y entiendes? ¿Acaso hemos de pensar que de
improviso vino a Dios la voluntad de criar al hombre, a quien jamás durante una infinita
eternidad había hecho, siendo Dios, al que nada le puede suceder de nuevo, y en quien no
hay cosa mudable? Y porque oyendo nosotros esta doctrina no nos inquietara acaso alguna,
duda, inmediatamente respondió hablando con el mismo Dios: “conforme a tu grandeza,
multiplicaste a los hijos de los hombres”. Sientan, dice, los hombres y estén satisfechos de
lo que piensan, e imaginén lo que les agrade y todo cuanto quieran, y de eso disputen y
conferencien; vos, Señor, conforme a vuestra grandeza y majestad, la cual no puede
comprender ningún entendimiento humano, multiplicaste los hijos de los hombres. Porque
es asunto muy escabroso, profundo e incomprensible el querer investigar cómo Dios fue
siempre, y cómo quiso hacer primeramente en algún tiempo al hombre; que nunca antes
había criado, y cómo, sin embargo, no mudó ni de dictamen ni de voluntad.

CAPITULO XVI

Página 333 de 333


La Ciudad De Dios San Agustín

Si para que se entienda que fue siempre Señor así como siempre fue Dios, hemos de creer
que no le faltó jamás criatura de quien fuese Señor; y cómo se puede llamar siempre criado
lo que no puede decirse coeterno Así como no me atrevo a decir que Dios nuestro Señor
alguna vez no fue Señor así no debo dudar que el hombre no existió siempre, sino que en
algún tiempo fue criado. Pero cuando considero de quién pudo ser siempre Señor, si la
criatura no existió siempre, temo afirmar cosa alguna, porque me considero a mí mismo, y
advierto también que dice el Apóstol: “¿Qué hombre hay que baste a saber los altos
decretos de Dios? ¿O quién podrá imaginar lo que quiere la voluntad del Señor? Porque los
pensamientos de los mortales son falsos y tímidos, inciertos y engañosos nuestros
discursos, pues este cuerpo corruptible agrava el alma, y esta habituación de tierra abate y
oprime el espíritu ocupado con varios pensamientos y cuidados.” Entre esta multitud de
ideas que revuelvo y hallo en esta terrena habitación y casa (que, en efecto, son muchas, y
entre ellas hay alguna en que acaso no pienso, y tal vez sea la verdadera), si dijere que la
criatura fue o existió siempre -cuyo Señor fuese el que es siempre Señor y nunca dejó de
ser Señor-, pero que esta criatura es ahora una, ahora otra, según los diversos tiempos, para
que así no digamos que hay alguna coeterna a su Criador, que es contra la fe y buena
razón, nos debamos guardar de que sea un absurdo ajeno de la luz de la verdad, que la
criatura mortal haya sido siempre por el orden y sucesión de los tiempos, pasando una y
sucediendo otra, y que la inmortal no empiece a ser sino cuando llegaron nuestros siglos,
cuando fueron criados los ángeles (si es que los significa aquella luz que primeramente fue
criada o aquel cielo de quien dice la Sagrada Escritura: “en el principio hizo Dios el cielo y
la tierra”), no habiendo existido antes de ser formados. Porque si decimos que los
inmortales fueron siempre, no debe entenderse que son coeternos a Dios.

Y si dijeron que los ángeles no fueron criados en el tiempo, sino que fueron antes de todos
los tiempos, para que Dios fuera su Señor, que nunca fue sino Señor; asimismo me
preguntarán: si es que fueron criados antes de todos los tiempos, ¿pudieron acaso ser
siempre los que fueron hechos? Aquí, por ventura, parece que se podrá responder: ¿cómo
no siempre, puesto que lo que es en todo tiempo sin inconveniente se dice que es siempre?
Y de tal suerte fueron los ángeles en todo tiempo que fueron criados antes de todos los
tiempos; y si con el cielo comenzaron los tiempos, ellos eran ya antes del cielo; pero si el
tiempo no tuvo su origen con el cielo, sino que fue todavía antes del cielo, aunque no en
horas, días, meses y años (porque estas dimensiones de los espacios temporales que
continuamente y con propiedad se llaman tiempos, principiaron con los movimientos de las
estrellas, y así, cuando los crió, dijo Dios: “Sirvan de señales y de distinguir los tiempos,
días y años”), sino que existió el tiempo en algún movimiento mudable, cuyas partes se
sucedieron porque no podían estar juntas; si antes del cielo, digo, en los movimientos
angélicos hubo algo de esto y por eso hubo ya tiémpo; y los ángeles, después que fueron
criados temporalmente, se movían; así fueron también en todo tiempo, puesto que con ellos
se hicieron los tiempos. ¿Y quién dirá que no fue siempre lo que, en otro tiempo fue?

Pero si yo les respondiere esto me dirían: ¿cómo no son coeternos a su Creador si él fue
siempre, y ellos fueron siempre? ¿Y cómo puede decirse que fueron criados si se entiende
que fueron siempre? A esto ¿qué responderemos? ¿Diremos acaso que fueron siempre,
porque fueron en todo tiempo, los que con el tiempo fueron formados, o con quienes
fueron hechos los tiempos, y que, sin embargo, fueran criados? Porque tampoco podemos
negar que los mismos tiempos fueron criados; aunque ninguno dude que en todo tiempo
hubo tiempo. Porque si en todo tiempo no hubo tiempo, resultaría que hubo tiempo cuando
no hubo tiempo alguno; ¿y quién habrá tan ignorante que diga esto? Podemos, pues, decir

Página 334 de 334


La Ciudad De Dios San Agustín

muy bien: hubo tiempo cuando no era Roma, hubo tiempo cuando no era Jerusalén, hubo
tiempo cuando no era Abraham, hubo tiempo cuando no era el hombre, y otras cosas
semejantes. Finalmente, si no fue criado el mundo con principio de tiempo, sino después
de algún tiempo, podemos decir: hubo tiempo cuando no era el mundo; pero decir hubo
tiempo cuando no hubo tiempo alguno, es tan contradictorio, como si uno dijera hubo
hombre cuando no hubo hombre alguno; o había este mundo cuando no había mundo.

Porque si se entiende de diferentes, de éste y de otro, podrá decirse en cierto modo: hubo
otro hombre cuando no había este hombre; y así podremos decir bien; había otro tiempo
cuando no había este tiempo; pero hubo tiempo cuando no había tiempo alguno, ¿quién
habrá tan ignorante que lo diga? Así, pues; como decimos que fue criado el tiempo, aunque
el tiempo fue siempre, porque en todo tiempo hubo tiempo; así también no se sigue que
porque siempre fueron los ángeles, no hayan sido criados; de manera que por lo mismo se
dice que fueron siempre, porque fueron en todo tiempo; y por eso fueron en todo tiempo,
porque en ninguna manera sin ellos pudo haber tiempo, pues donde no hay criatura alguna
con cuyos inestables movimientos se hagan los tiempos, no puede haber de ningún modo
tiempos; por lo cual, aunque siempre hayan existido, son criados; y no, aunque siempre
fueron, por eso son coeternos a su Criador.

Porque Dios siempre fue con eternidad inmutable, pero los ángeles fueron criados; mas por
eso se dice que fueron siempre, porque fueron en todo tiempo, y sin ellos los tiempos en
ninguna manera pudieron ser; pero el tiempo que corre y pasa con mutabilidad no puede
ser coeterno a la eternidad inmutable. Así, pues, aunque la inmortalidad de los ángeles no
pasa en el tiempo; ni ha pasado como si ya no fuese; ni es futura como si aun no fuese; con
todo, sus movimientos con que se hacen los tiempos pasan de lo futuro a lo pasado, y por
eso no pueden ser coeternos a su Criador, en cuyo movimiento no podemos decir que fue
lo que ya no es, o que ha de ser lo que aún no es. Por lo cual, si Dios fuese siempre Señor,
siempre tendría criatura que le sirviese, aunque no engendrada de si mismo, sino formada
por Él de la nada, y no coeterna a su Divina Majestad; porque era antes que ella, aunque en
ningún tiempo sin ella; no traspasándola en el espacio, sino precediéndola con la eternidad
permanente. Pero cuando respondiere esto a los que me preguntan: ¿cómo el Creador fue
siempre Señor, si no hubo siempre criatura que le sirviese; o cómo la criatura fue criada y
no es coeterna a su Creador, si siempre fue? Recelo les parezca que más fácilmente afirmo
lo que ignoro que enseño lo que sé.

Vuelvo, pues, a lo que nuestro Creador quiso que supiésemos, porque las cosas que quiso
las supiesen en esta vida los más sabios, o las que reservó para que las supiesen los que son
del todo perfectos en la otra, confieso que exceden a mis débiles fuerzas; pero me pareció
exponerlas sin afirmar cosa alguna, para que los que esto leyesen observen de cuántas
cuestiones escabrosas, intrincadas e insolubles se deben excusar, y no presuman que son
idóneos y hábiles para todo; antes más bien adviertan cuán obedientes debemos ser al
saludable precepto del Apóstol: “Yo, nos dice, usando de la gracia y merced ,que Dios me
ha hecho, mando a cualquiera de vosotros que no intentéis saber más de lo que conviene,
sino que seáis sabios con moderación, conforme a los dones que el Señor repartió a cada
uno de la nueva vida espiritual”. Porque si a una criatura pequeña la sustentaren y dieren
de comer conforme al estado de sus fuerzas, llegará a crecer y a ser capaz de que le
alarguen poco a poco el nutrimiento; pero si le dieren más de lo que exigen sus fuerzas,
antes desfallecerá y no crecerá.

Página 335 de 335


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XVII

Cómo ha de entenderse que prometió Dios al hombre vida eterna antes de los tiempos
eternos Qué siglos hayan pasado antes de la creación del hombre, confieso que no lo sé;
pero no dudo que ninguna cosa criada es coeterna a su Creador. Llama también el Apóstol
a los tiempos eternos, y no a los futuros, sino, lo que excita más la admiración, a los
pasados, explicándose con estas palabras: “para esperar la vida eterna que nos prómetió
Dios, que no miente, antes de los tiempos eternos, y nos cumplió y manifestó a su tiempo
su palabra”. Y ved aquí, como dice, que hubo anteriores tiempos eternos, los cuales, sin
embargo, no fueron coeternos a Dios, puesto que no sólo el Señor era antes de los tiempos
eternos, sino que también nos prometió la vida eterna la cual nos manifestó a su tiempo,
esto es, en el tiempo conveniente. ¿Y qué otra prenda más segura que su Verbo? Porque
éste es la vida eterna. Pero ¿cómo lo prometió, ya que lo prometió efectivamente a los
hombres, que aun no eran, antes de los tiempos eternos, sino porque en su misma eternidad
y en su misma palabra y Verbo, coeterno al mismo Dios, estaba ya, mediante la alta
predestinación; establecido y decretado lo que a su tiempo debía ser?

CAPITULO XVIII

Qué es lo que la verdadera fe sostiene sobre el inmutable consejo, y voluntad de Dios,


contra los discursos de los que quieren que las obras de Dios, derivándolas desde la
eternidad, vuelvan siempre por unos mismos círculos y revoluciones de siglos Tampoco
pongo en duda en que antes que Dios criase al primer hombre jamás hubo hombre alguno;
ni tampoco que él mismo volviese a existir no sé con qué circuitos o rodeos, ni al cabo de
cuántas revoluciones; ni otro alguno semejante a él en naturaleza.

Ni de esta fe y creencia me pueden apartar los argumentos de los filósofos, entre los que se
tiene por más agudo aquel que dice: que con ninguna ciencia pueden comprenderse las
cosas que son infinitas; y así, dicen, las razones que tiene Dios acerca de las cesas finitas
que hizo son finitas; y debemos creer que su bondad jamás estuvo ociosa, porque no venga
a ser temporal la operación de aquel Señor cuya inacción haya sido antes eterna, como si se
hubiese arrepentido de la ociosidad primera sin principio, y por esto hubiese comenzado a
obrar; por lo que dicen, es necesario que unas mismas cosas vuelvan por su orden, y que
las mismas pasen y corran para tornar siempre a volver, ya sea permaneciendo mudable el
mundo, en cual, aunque siempre haya existido sin principio de tiempo, sin embargo, ha
sido criado; ya sea repitiendo siempre y debiendo repetir con aquellos circulos y
revoluciones su nacimiento y ocaso; porque si dijésemos que alguna vez comenzaron
primeramente las obras de Dios, no se entienda que condenó de modo alguno aquella su
primera inacción sin principio como ociosa y sin destino, y que por eso, como poco
satisfecho de ella, la mudó.

Si dijeren que siempre estuvo haciendo las cosas temporales, aunque ahora unas, ahora
otras, y así llego también a formar al hombre, que nunca antes había criado, parecerá que
hizo lo que hizo con cierta casual inconstancia, y no con la ciencia (con la que imaginan no
puede comprender cualesquiera infinito), sino como por acaso, como le vino a la
imaginación. Pero si admitimos, dicen, aquellos circuitos y rodeos con que (o
permaneciendo el mundo o mezclando con los propios circuitos sus volubles nacimientos y

Página 336 de 336


La Ciudad De Dios San Agustín

ocasos) se vuelven a hacer las mismas cosas temporales, ni atribuiremos a Dios el ocio
vergonzoso de una tan larga duración sin principio, ni la impróvida temeridad de sus obras;
porque si no se repiten y vuelve a hacer las mismas, no puede ninguna ciencia o
presciencia suya comprender la infinidad de ellas variadas con tanta diversidad.

De esos argumentos con que los infieles procuran torcer del camino recto a nuestra sencilla
y piadosa fe, para que andemos con ellos alrededor, aun cuando la razón no los pudiera
refutar, la fe se debiera reir. Además, que con el favor de Dios nuestro Señor, estos
volubles circulos que inventa la opinión los deshace la razón clara y manifiesta, por cuanto
en esto se engañan, queriendo más caminar en su falso círculo que por el verdadero y
derecho camino; pues miden el entendimiento divino del todo inmutable, capaz de
cualquiera infinidad, y que enumera todo lo innumerable sin ninguna sucesión alternativa
de su pensamiento, con el suyo, que es humano, inestable y limitado, sucediéndoles lo que
dice el Apóstol: “que midiendo y compa- rándose ellos mismos a sí mismos, no se
entienden y conocen a sí mismos”.

Porque como ellos todo cuanto se les antoja hacer de nuevo, lo hacen con nuevo acuerdo,
porque tienen mudable entendimiento, sin duda que considerando e imaginando, no a Dios
a quien no pueden imaginar, sino a sí mismos por él, no miden ni comparan a Dios con
Dios, sino ellos mismos se comparan a sí mismos. Pero nosotros no podemos ni debemos
creer que de un modo está dispuesto Dios cuando esta ocioso y de otro cuando obra,
porque no puede decirse que se dispone, como si en su naturaleza sucediese y hubiese
alguna novedad que antes no había, por cuanto el que se dispone padece, y es mudable
todo el que padece algo. Así, que no se imagine que en su inacción haya ociosidad, inercia
o pereza, como tampoco en sus obras, trabajo, conato o industria.

Sabe él estando quieto trabajar, y trabajando estarse quieto. Puede aplicar a la obra nueva
no nuevo acuerdo, sino el acuerdo eterno, y sin arrepentirse, de que primero hubiese
cesado, empezó a obrar lo que antes no había creado. Pero aunque primero cesó y después
obró (lo cual no sé cómo el hombre pueda entenderlo), esto, sin duda, que llamamos
primero y postrero, estuvo en las cosas que primero no hubo, y después hubo; pero en Él
no mudó alguna voluntad nueva otra voluntad que antes tuviese, sino que con una misma
sempiterna e inmutable voluntad hizo que las cosas que crió primero no fuesen hasta que
no fueron; y después fuesen cuando comenzaron a ser; manifestando acaso con esto
maravillosamente a los que pueden ser capaces de entender estas cosas, que no tenía
necesidad de ellas, sino que las crió por su mera gratuita bondad, habiendo estado sin ellas
en no menor bienaventuranza desde la eternidad sin principio.

CAPITULO XIX

Contra los que dicen que las cosas que son infinitas no las puede comprender ni aun la
ciencia de Dios Sobre el otro punto que dicen, que ni la ciencia de Dios puede comprender
las cosas infinitas, les resta el atreverse a decir, sumergiéndose en este profundo abismo de
impiedad, que no conoce Dios todos los números. Porque éstos es indudable que son
infinitos, pues en cualquiera número que os pareciere parar y hacer fin, este mismo puede,
no digo yo que añadiéndole uno, acrecentarse, sino que por alto que sea y por inmensa la
multitud que abrace, en la misma razón y ciencia de los números puede no sólo duplicarse,
sino multiplicarse. Y de tal modo cada número acaba y termina con sus propiedades, que
ninguno de ellos puede ser igual a otro alguno.

Página 337 de 337


La Ciudad De Dios San Agustín

Así que son desiguales entre sí y diferentes; cada uno es finito y todos son infinitos. ¿Y que
sea posible que Dios todopoderoso no sepa los números por su infinidad, y que la ciencia
de Dios llegue hasta cierta suma de números, y que ignore los demás, quién habrá que
pueda decirlo, por más ignorante y necio que sea? Y no es posible que se atrevan éstos a
despreciar los números y decir que no pertenecen a la ciencia de Dios, pues entre ellos
Platón, con grande autoridad, enaltece a Dios, que fabricó el mundo con números. Y entre
nosotros leemos que se atribuye a Dios el “que todo lo dispuso según medida, número y
peso”; de quien dice asimismo el profeta: “que produce en número el siglo”, y el Salvador
en el Evangelio: “todos vuestros cabellos, dice, están contados”. De ningún modo dudemos
de que conoce todos los números Aquel “cuya inteligencia, como dice el salmista, no tiene
número”. Así que la infinidad del número, aunque no haya número de números infinitos,
con todo, no es incomprensible a aquel cuya inteligencia no tiene número. Por lo cual, si lo
que comprende la ciencia se limita con la comprensión del que posee la sabiduría, sin duda
que cualquiera infinidad en cierto modo inefable es finita y limitada para Dios, pues no es
incomprensible a su ciencia.

Y así que la infinidad de los números para la ciencia de Dios, que la comprende, no puede
ser infinita, ¿qué presunción es la nuestra, que siendo unos hombrecillos nos atrevemos a
poner limites a su ciencia, diciendo que si unas mismas cosas temporales no vuelven con
los mismos circuitos y revoluciones de tiempos, no puede Dios en todas las cosas que ha
hecho, o preverlas para hacerlas o conocerlas habiéndolas hecho?, cuya sabiduría, siendo
una y varia, y uniformemente multiforme, o de muchas formas, con tan incomprensible
entendimiento comprende todas las cosas incomprensibles, que si siempre quisiese obrar
por más que se siguiesen cosas nuevas y diferentes de las pasadas, no pudiera tenerlas
desordenadas e imprevistas, ni las previera de tiempo cercano y próximo, sino que las
comprendiera y abrazara en sí con presciencia eterna.

CAPITULO XX

De los siglos de los siglos Lo cual, si lo ejecuta así y si se va uniendo entre sí con una
continuada conexión los que acostumbramos llamar siglos de los siglos, aunque
transcurriendo unos y otros con un ordenado desorden y desemejanza, y permaneciendo,
sin embargo, solos los que se libertan de la miseria en su bienaventurada inmortalidad sin
fin; o si se llaman siglos de siglos, los siglos que permanecen en la sabiduría de Dios con
una inmoble estabilidad como causas eficientes de estos siglos que pasan con el tiempo, no
me atrevo a definirlo.

Porque acaso podrá ser que se llame siglo lo que son siglos, así como no es otra cosa que
cielo de cielo, que cielos de cielos. Porque cielo llamó Dios al firmamento sobre el que
están las aguas, y, no obstante, dice el real profeta: “Las aguas que están sobre los cielos
alaben el nombre del Señor.” Qué cosa sea de estas dos, o si fuera de ambas, podemos
entender alguna otra por “siglos de los siglos”, es una cuestión muy profunda; ni al punto
que tratamos impedirá si, dejándola indecisa, la diferimos para adelante; ya sea que
podamos definir sobre ella, ya sea que, tratándola con más exactitud, nos hagamos más
cautos y reservados, para que en tanta oscuridad no nos atrevamos y arroguemos la
facultad de determinar decisivamente sobre un negocio tan escabroso, lo que siempre sería
temeraria e inconsiderablemente. Porque al presente disputamos con los que ponen

Página 338 de 338


La Ciudad De Dios San Agustín

aquellos circuitos con que entienden que necesariamente unas mismas cosas vuelven
siempre por sus intervalos y espacios de tiempo.

Pero cualquiera de aquellas dos opiniones acerca de los siglos de los siglos que sea
verdadera no hace al caso para estos circuitos; porque ya sean los siglos de los siglos, no
los que, volvieron por aquella su revolución, sino los que corren, derivándose unos de otros
con una conexión y trabazón muy concertada, quedando la bienaventuranza de los
libertados certísima, sin que tengan recurso alguno los trabajos e infortunios; ya los siglos
de los siglos sean eternos, como eficiente de los siglos temporales, como señores de sus
súbditos, aquellas revoluciones con que vuelven unos mismos no tienen aquí lugar, a las
cuales especialmente confunde y convence la vida eterna de los santos.

CAPITULO XXI

De la impiedad de los que dicen que las almas que gozan de la suma y verdadera
bienaventuranza han de tornar a volver una y otra vez por los circuitos de los tiempos a las
mismas miserias y aflicciones pasadas ¿Y qué católico temeroso de Dios ha de poder oír
que después de haber pasado una vida con tantas calamidades y miserias (si es que merece
nombre de vida ésta, que con más razón puede llamarse muerte, tanto más grave que, por
amarla, tememos la muerte que de ella nos libra), que después de tan horrendos males,
tantos y tan horribles, purificados finalmente por medio de la verdadera religión y
sabiduría, lleguemos a la presencia de Dios y nos hagamos bienaventurados con la
contemplación de la luz incorpórea (participando de aquella inmortalidad inmutable, con
cuyo amor y deseo de conseguirla vivimos), de modo que nos sea preciso al fin dejarla en
algún tiempo; y que los que la dejan, privados de aquella eternidad, verdad y felicidad, se
vuelvan a enlazar en la mortalidad infernal, en la torpe demencia y abominable miseria
donde vengan a perder a Dios, donde aborrezcan la verdad, donde por medio de los
detestables vicios vengan a buscar la bienaventuranza; y que esto haya sido y haya de ser
una y otra vez sin ningún fin, por ciertos intervalos y dimensiones de los siglos que han
sucedido y sucederán; y esto para que Dios pueda en la misma luz de la verdad, no tener
noticia exacta de sus obras que hemos de ser miserables, o ciertos y limitados circuitos que
van y estando en la cumbre de la suma felicidad vuelven constantemente por nuestras,
temamos que lo habremos falsas felicidades y yerdaderas miserias.

Porque si allá hemos de ignorarrlas, que aunque alternas con la la calamidad que nos ha de
sobrevevolucion incesable, son sempiternas; más sabia es acá nuestra miseria, porque no
puede cesar de hacer, ni donde tenemos noticia de la ciencia comprender las cosas que
hemos de gozar; y si allá que son inútiles. ¿Quién puede escuchar no se nos ha de esconder
la miseria esta doctrina? ¿Quién daría crédito que esperamos, con más felicidad pasa?
¿Quién puede sufrirla? Que si su tiempo el alma miserable; pues, fuese verdad, no sólo con
más cordura ha de subir a la bienaventuranza, se pasara en silencio, sino también que la
bienaventurada, pues decir según mi posibilidad lo que el suyo ha de volver al estado
siento fuera prueba de más sabiduría de miseria. Y así la esperanza que hay el no saberlo.
Pues si en la eternidad en nuestra desdicha será dichosa, y no hemos de tener memoria de
estas dichada la que hay en nuestra felicidad, y por eso hemos de ser bienaventurados.

Por lo cual se deduce que puesto aventurados, ¿por qué razón aquí; con que aquí
padecemos los males presentes la noticia que tenemos de ellas, se nos las tememos los que
nos agrava más esta nueva miseria? Y si nazan y aguardan, con más verdad en la vida

Página 339 de 339


La Ciudad De Dios San Agustín

futura necesariamente las seremos siempre miserables que alguna hemos de saber, a lo
menos no las segunda vez bienaventurados. Mas porque esta doctrina es falsa más dichosa
la esperanza, que allá el. Y manifiestamente contraria a la religión y posesión del sumo
bien; puesto a la verdad (pues; efectivamenque aquí esperamos conseguir la vida que, nos
promete Dios aquella verdadera eterna, y allá sabemos que hemos al fin felicidad, de cuya
seguridad estaremos alguna vez de perder la vida siempre ciertos, sin que la interrumpa
aunque no eterna, ninguna desdicha), sigamos el camino. Y si dijesen que ninguno puede
ser recto que para nosotros es Jesucristo, a aquella bienaventuranza, si auxiliados de este
ínclito caudillo y escuela de esta vida no hubiere salvador, enderecemos las sendas de estos
circuitos y revoluciones, nuestra fe y desviémonos de este vano donde alternativamente
suceden el absurdo círculo de los impíos.

Por bienaventuranza y la misena, ¿cómo que si el platónico Porfirio no quiso enseñar que
cuanto uno más amare a seguir la opinión de los suyos acerca de Dios, tanto más
fácilmente llegarán a de estas revoluciones, idas y venidas la bienaventuranza los que
enseñan alternativas de las almas sin cesar un doctrina con que se enfríe el momento, ya
fuese movido por este amor? Porque ¿quién habrá que la vanidad, ya lo fuese por tener al
no ame más remisa y sabiamente a algún respeto a los tiempos cristianos, y quien sabe que
necesariamente ha de mejor decir (según insinúo en el libro X) que el alma fue entregada al
venir a dejar y contra cuya verdad y mundo para que conociese los males, sabiduría ha de
sentir; y esto cuando y librada y purificada de ellos, cuando con la perfección de la
bienaventuranza, volviese al Padre, no padeciese ya y hubiere llegado, según su
capacidad, semejantes mutaciones en su estado, a tener plena y cumplida noticia de su vida
¿cuánto más debemos nosotros abominar y huir de ésta sabiduría? Pues ni huir de esta
falsedad contraria amigo puede uno amar fielmente a la fe cristiana? Descubiertos, pues, si
sabe que ha de venir a ser su enemigo ya, y deshechos estos círculos.

Pero Dios nos libre de creer que no habrá necesidad de decir sea verdad esto, que nos
promete que el género humano no tuvo amenaza una verdadera miseria que de tiempo, en
que empezara a nunca ha de acabarse, sino que con la existir; pues por no sé qué circuitos
interposición de la falsa bienaventuranza y revoluciones no hay cosa nueva en el muchas
veces y sin fin se ha de ir del mundo que no haya sido antes por interrumpiendo. Porque
¿qué cosa puede con ciertos intervalos de tiempos, y después no haya de volver a ser.
Porque si se liberta el alma para no volver más a las miserias, de manera que nunca antes
se ha librado a sí misma, ya se hace en ella algún efecto que jamás se hizo antes, y ésta es,
en efecto, cosa muy grande, pues es la eterna felicidad que nunca ha de acabarse. Y si en la
naturaleza inmortal ha de haber tan singular novedad, sin que haya sucedido jamás ni haya
de volver a suceder con ningún circuito o revolución, ¿por qué porfían que no la puede
haber en las cosas mortales? Y si dijeron que no alcanza el alma ninguna nueva
bienaventuranza, porque torna a dar vuelta a aquella en que siempre estuvo, por lo menos
es nuevo en ella libertarse de la miseria en que nunca estuvo cuando se libra el infortunio;
y también lo es la misma miseria que nunca hubo. Y si esta novedad no es de las cosas
ordinarias que se gobiernan por la divina Providencia, sino que sucede al acaso, ¿dónde
están aquellos circuitos en quienes no sucede cosa nueva, sino que vuelven a ser las
mismas cosas que antes fueron? Y si a esta novedad tampoco la eximen del gobierno de la
divina Providencia (ya sea dada el alma a un cuerpo, ya sea que cayó en él) pueden hacerse
cosas nuevas, que ni antes habían sido hechas, ni son, sin embargo, ajenas y extrañas del
orden natural de las cosas.

Página 340 de 340


La Ciudad De Dios San Agustín

Y si pudo el alma forjarse a sí misma por su imprudencia una nueva miseria que no fuese
imprevista a la divina Providencia, de manera que ésta la incluyese en el orden y gobierno
de las cosas, y de tal estado la misma Providencia la libertase, ¿con qué temeridad y vana
presunción humana nos atrevemos a negar que pueda Dios hacer, no para sí, sino para el
mundo, cosas nuevas que ni antes las haya hecho ni jamás las haya tenido imprevistas? Y
si dijeren que aunque las almas que se hubieren libertado no han de caer en la miseria, pero
que cuando esto sucede no sucede cosa nueva en el mundo, porque siempre se han ido
librando unas y otras almas, y se libran y librarán, con esto a lo menos conceden si es así,
que se forman nuevas almas, y en ellas también nueva miseria y nueva libertad. Porque si
dijeren que son las antiguas y de atrás sempiternas, con las cuales diariamente se hacen
nuevos hombres (de cuyos cuerpos, si han vivido sabia y rectamente, salen libres, de
manera que nunca más vuelven a la miseria) han de decir, por consiguiente, que estas
almas son infinitas.

Pues por grande que se suponga que haya sido el número de las almas, no pudiera ser
suficiente para los infinitos siglos pasados, para que de ellas se fuesen haciendo siempre
los hombres, cuyas almas se libraron siempre de esta mortalidad para no volver después
más a ella. No nos podrán explicar de modo alguno cómo en las cosas de este mundo, que
suponen no las comprende Dios porque son infinitas, haya un número infinito de almas.
Por lo cual, quedando ya excluidas aquellas revoluciones y círculos con que se suponía que
el alma necesariamente había de volver a unas mismas miserias, ¿qué otra cosa nos resta
que más convenga a la piedad y religión católica, sino creer que no es imposible a Dios
criar cosas nuevas que jamás hava hecho, y con su inefable presciencia no tenga voluntad
mutable? Pero si el número de las almas que se han librado y no han de volver ya al estado
de la miseria se puede siempre acrecentar, examínenlo los que discurren con tanta sutileza
sobre limitar la infinidad de las cosas; porque nosotros cerramos y concluimos nuestro
argumento por ambas partes.

Pues si se puede, ¿qué razón hay para negar que se pudo criar lo que nunca antes fue
criado, si el número que nunca antes hubo de las almas libertadas no sólo se hizo de una
vez, sino que jamás se dejará y acabará de hacer? Y si es necesario que haya cierto número
limitado de almas libertadas que no vuelvan más a la miseria, y que este número no se
acreciente más, también éste, cualquiera que hubiere de ser, nunca fue. Ni realmente
pudiera crecer y llegar al término de su cantidad sin algún principio, el cual tampoco
existió antes. Para que hubiese este principio fue criado el hombre, antes del cual no hubo
hombre alguno.

CAPITULO XXII

De la creación del primer hombre solo, y en él la del linaje humano Habiendo explicado
ya, según lo que permiten nuestras facultades, esta difícil y espinosa cuestión por la
eternidad de Dios que va criando nuevas especies sin novedad alguna en su voluntad, no
será dificultoso el advertir que fue mucho mejor lo que Dios hizo cuando de un solo
hombre, que crió al principio, multiplicó el género humano, que si le empezara por
muchos.

Porque habiendo criado a los demás animales, a unos solitarios, agrestes y en cierto modo
solivagos, esto es, que apetecen y gustan más de la soledad y de vivir solos, como son las
águilas, milanos, leones, lobos y todos los demás que son de esta especie; a otros los hizo

Página 341 de 341


La Ciudad De Dios San Agustín

aficionados a la sociedad y a vivir congregados para habitar juntos en bandadas y en


rebaños, como son las palomas, estorninos, ciervos, gamos y otros semejantes; con todo,
no propagó y multiplicó estos dos géneros principiando por uno, sino mandó que fuesen
muchos juntos.

Pero el hombre, cuya naturaleza la criaba en cierto modo intermedia entre los ángeles y las
bestias, de tal suerte, que si se sujetase a su Criador como a verdadero Señor y guardase
con piadosa obediencia su precepto y mandato, pasase al bando y sociedad de los ángeles
sin intermisión de la muerte, alcanzando la bienaventurada inmortalidad sin fin, y si
usando de su libre voluntad con soberbia y desobediencia ofendiese a Dios, su Señor,
condenado a muerte viviese bestialmente y fuese siervo de su propio apetito, y después de
la muerte destinado a la pena eterna; le crió uno y singular, no para dejarlo solo sin la
humana compañía, sino para encomendarle con esto más estrecha- mente la unión con la
misma compañía y el vínculo de la concordia; viniéndose a juntar los hombres entre sí, no
sólo por la semejanza de la naturaleza, sino también por el afecto del parentesco, pues aun
a la misma mujer que se había de unir con el varón no la quiso crear como a él, sino de él,
a fin de que todo el género humano se propagase y extendiese de un solo hombre.

CAPITULO XXIII

Que supo y previó Dios que el primer hombre que crió había de pecar; y juntamente vio el
número de los santos y piadosos que de su generación, por su gracia, había de trasladar a la
compañía de los ángeles. No ignoraba Dios que el hombre había de pecar, y que, estando
ya sujeto a la muerte, había de procrear y propagar hombres asimismo sujetos a la muerte,
y que habían de excederse sobremanera los mortales con la licencia y demasía de pecar;
que más seguras y pacíficas habían de vivir entre sí, sin tener voluntad racional, las bestias
de una especie (cuya propagación empezó de muchas, parte en el agua y parte en la tierra)
que los hombres, cuya generación para fomentar la concordia se comenzó a propagar de
uno solo. Porque nunca han traído tales guerras entre sí los leones o los dragones, como los
hombres. Pero consideraba al mismo tiempo Dios que con su gracia había de convidar y
llamar al pueblo piadoso y devoto a su adopcion; y que, absuelto de los pecados y
justificado por el Espíritu Santo, le había de unir inseparablemente con los santos ángeles
en la paz eterna, habiendo destruido al último enemigo, que es la muerte; al cual pueblo le
había de ser no de poca importancia la consideración de cómo Dios, para manifestar a los
hombres cuán acepta le es también la unión entre muchos, crió al linaje humano y le
propagó de un solo individuo.

CAPITULO XXIV

De la naturaleza del alma del hombre, criada a imagen y semejanza de Dios Crió Dios al
hombre a imagen y semejanza suya, porque le dio una alma de tal calidad, que por la razón
y el entendimiento fuese aventajada a todos los animales de la tierra, del agua y del aire,
que no tendría otra tal mente. Y habiendo formado al hombre del polvo o limo de la tierra,
y habiéndole infundido una alma, como dije (ya la hubiese hecho, y se la infundiese
soplando, ya, por mejor decir, la hiciese soplando) y queriendo que aquel soplo que hizo
soplando (¿porque ¿qué otra cosa es soplar sino hacer soplo?) fuese el alma del hombre,
también le crió una mujer para su compañía y auxilio en la generación, sacándole una
costilla del lado, obrando como Dios. Porque no hemos de imaginar esto al modo común

Página 342 de 342


La Ciudad De Dios San Agustín

de la carne, como vemos que los artífices fabrican de cualquier materia cosas terrenas con
los miembros corporales, lo mejor que pueden con la industria de su arte.

La mano de Dios es la potencia de Dios, el cual aun las cosas visibles las obra
invisiblemente. Pero estas cosas las tienen por fabulosas más que por verdaderas los que
miden por estas obras ordinarias y cotidianas la virtud y sabiduría de Dios, que sabe y
puede sin semilla criar la misma semilla; pero las que primeramente crió Dios, porque no
las entienden, las imaginan infielmente, como si estas mismas cosas que saben y entienden
acerca de las generaciones y partos de los hombres, contándolas a los que no tuvieran
experiencia de ellas ni las supieran, no se les hiciesen más increíbles, aunque hay muchos
que estas mismas las atribuyen antes a las causas corporales de la naturaleza que a las
admirables obras de la divina Providencia.

CAPITULO XXV

Si puede decirse que los ángeles han criado alguna criatura, por mínima que sea Pero en
estos libros no tratamos ni disputamos con los que no creen que la Majestad Divina es el
autor de estas cosas o el que cuida de ellas. Con todo, aquellos que creen a su Platón y
sostienen que el sumo Dios que hizo el mundo no crió, sino que con su licencia o mandato,
otros menores, que él mismo hizo, criaron todos los animales mortales, y entre ellos al
hombre, para que obtuviese el lugar más principal y más próximo a los mismos dioses; si
estuviesen exentos de la superstición con que pretenden demostrar que justamente los
adoran y ofrecen sacrificios como a autores y criadores suyos, fácilmente se librarán
también de la falsedad y engaño de esta opinión. Porque no es lícito creer o afirmar que
otro que Dios sea criador de ninguna criatura por mínima y mortal que sea, aun antes que
pueda ésta dejarse entender. Y así, los ángeles, a quienes ellos con más gusto llaman
dioses, aunque aplican, o mandándoselo Dios o permitiéndoselo, su operación a las cosas
que se crían en el mundo, sin embargo, no son más criadores de los animales que lo son los
labradores de las mieses y plantas.

CAPITULO XXVI

Que la naturaleza y forma de todas las criaturas no se hace sino por obra divina Porque
habiendo dos especies de formas, una que se da exteriormente a cualquiera materia
corporal, como son las que fabrican los alfareros y carpinteros y otros artífices semejantes,
que forjan y hacen figuras y formas parecidas a los cuerpos de los animales; y otra que
interiormente tiene sus causas eficientes, según el secreto y oculto albedrío de la naturaleza
que vive y entiende; la cual, no sólo hace las formas naturales de los cuerpos, sino también
las mismas almas de los animales al nacer; la primera forma se puede atribuir a
cualesquiera artífices, pero esta otra no, sino solamente a Dios criador y autor de todos las
cosas visibles e invisibles, que crió al mundo y a los ángeles sin ningún mundo y sin
ningunos ángeles.

Porque con aquella virtud divina, y, por decirlo así, efectiva, que no sabe ser hecha, sino
hacer (con que recibió la forma, cuando se hizo, el mundo, la redondez del cielo y la
redondez del sol) con la misma virtud divina y efectiva, que no sabe ser hecha, sino hacer,
recibió forma la redondez del ojo y la redondez de la manzana, y las demás figuras
naturales que vemos se acomodan a todas las cosas que nacen, no extrínsecamente, sino

Página 343 de 343


La Ciudad De Dios San Agustín

por virtud y potencia intrínseca del Criador, que dijo: “Yo lleno el cielo y la tierra” y “soy
aquel cuya sabiduría toca de fin a fin con fortaleza, y con suavidad dispone todas las
cosas”. Y así, no sabré decir de qué sirvieron a su Criador la creación de las demás cosas
los ángeles que primeramente Dios crió; por- que ni me atrevo a atribuirles lo que acaso no
pueden, ni debo derogarles lo que pueden.

Pero la creación y fábrica de todas las naturalezas, por la que son naturalezas, con
asentimiento de ellos mismos, la atribuyo a aquel Dios a quien ellos mismos saben que
deben con acción de gracias el ser que tienen. Así que decimos que no sólo los labradores
no son criadores de gé- nero alguno de frutales, puesto que leemos: “Que ni el que planta
es el criador, ni el que riega, sino Dios, que es el que da el incremento”, mas ni aun la
misma tierra, aunque parezca una fecunda madre de todos, que promueve lo que brota en
renuevos y pimpollos, y lo que está fijo con raíces lo mantiene; porque asimismo leemos:
“Que Dios es el que da al grano sembrado su cuerpo como quiere, y a cada semilla su
cuerpo conforme a su condición.” Por lo que tampoco debemos llamar a la madre autora y
criadora de su hijo, sino antes a aquel que dijo a un siervo suyo: “Antes que te formara en
el vientre de tu madre te conocí.”

Y aunque el alma de la que está encinta, estando en esta o aquella disposición, pueda
imprimir algunas cualidades al fruto de su vientre, como Jacob, que con las varas de
diferentes colores hizo que la cría de sus ganados saliese de diferentes colores; con todo,
aquella naturaleza no la crió ella misma, como tampoco se hizo a sí misma. Así que
cualesquiera causas corporales o generativas que se apliquen para la procreación de los
seres, ya sea por operación de los ángeles o de los hombres, o de cualesquiera animales, ya
sea por la conjunción conyugal de varón y hembra, y cualesquiera deseos, pasiones y
mociones del alma de la madre, pueden ser poderosos para sembrar algunos lineamientos o
colores en los tiernos y suaves embriones; pero a las mismas naturalezas, que en su género
se disponen de este o de aquel modo, no las hace sino el sumo Dios, cuyo oculto poder,
como lo penetra todo con su inmutable presencia, hace que sea todo lo que en alguna
manera tiene que ser de cualquiera manera, poco o mucho que le tenga; porque si el Señor
no lo hiciera, no sólo no tuviera tal o tal ser, sino que del todo no pudiera ser.

Por lo cual, si en aquella forma que los artífices dan exteriormente a las cosas corporales,
decimos que a las ciudades de Roma y Alejandría las fundaron, no los artífices y
arquitectos, sino los reyes: a la una, Rómulo, y a la otra, Alejandro, con cuya voluntad,
acuerdo y orden fueron edificadas; ¿con cuánta más razón no debemos admitir sino a Dios
por aútor y criador de las naturalezas, que es el que ni hace ser alguno de otra materia, sino
de la que él mismo hizo y formó, ni tiene otros obreros sino los que él crió? Y si retirase su
putencia fabricadora de las cosas, por decirlo nsí, no tendrán más ser que el que tuvieron
antes que no fuesen ni existiesen. Antes, digo, en eternidad, no en tiempo; porque ¿quién
otro es el autor de los tiempos sino el que hizo todas las cosas, con cuyos movimientos
alternativos corriesen los tiempos?

CAPITULO XXVII

De la opinión de los platónicos, que piensan que a los ángeles los crió Dios, pero que los
ángeles son los que crían los cuerpos humanos El filósofo Platón quiso que los dioses
menores que crió el sumo Dios fuesen hacedores de los demás animales, recibiendo del
Señor la parte inmortal, y de ellos la mortal. Por lo cual estos dioses no eran criadores de

Página 344 de 344


La Ciudad De Dios San Agustín

nuestras almas, sino de los cuerpos. Y por cuanto Porfirio, por amor de la purificación del
alma, dice que debe huirse de todo lo que es cuerpo, opinando asimismo con su maestro
Platón y con los demás platónicos que los que vivieren disoluta y torpemente vuelven a los
cuerpos mortales para pagar sus penas (aunque Platón dice que también pasan a los
cuerpos de las bestias, y Porfirio solamente a los de los hombres) síguese necesariamente
que confiesen que estos dioses a que ellos desean les tributemos adoración como a
progenitores y autores nuestros, no son otra cosa que unos fabricadores y arquitectos de
nuestras cadenas y cárceles, y no nuestros hacedores, sino crueles carceleros que nos
encierran en miserables y horrendos calabozos, y nos ponen gravísimas e insufribles
prisiones y cadenas.

O desistan, pues, los platónicos de amenazarnos con las penas que resultan a las almas de
estos cuerpos, o no nos prediquen que adoremos a los dioses cuyas obras que hacen en
nosotros, ellos mismos nos exhortan a que las huyamos en cuanto pudiéremos y nos
libremos de ellas, aunque lo uno y lo otro es falsísimo. Porque ni de esta suerte satisfacen
las almas las penas que deben, tornando de nuevo a esta vida penal, ni hay otro autor y
criador de todos los que viven así en el cielo como en la tierra, sino Aquel que hizo el cielo
y la tierra. Porque si no hay otra causa para vivir en este cuerpo mortal sino la de satisfacer
a las merecidas penas por las culpas cometidas, ¿cómo dice el mismo Platón que no pudo
hacerse de otro modo el mundo tan perfectamente hermoso y bueno si no le llenara Dios de
todo género de animales, esto es, de los inmortales y mortales? Y si nuestra creación, por
la que fuimos criados, aunque mortales, es don y beneficio divino, ¿cómo puede ser pena el
volver a estos cuerpos, esto es, a los divinos beneficios? Y si Dios (lo que es muy común
en la doctrina de Platón) tenía en su eterna inteligencia las ideas y especies, así como las
del Universo, así también las de todos los animales, ¿cómo no criaba él mismo todas las
cosas? ¿Cómo no había de querer ser artífice de algunas, teniendo su inefable e
inefablemente loable entendimiento arte para hacerlas?

CAPITULO XXVIII

Que en el primer hombre nació toda la plenitud del linaje humano, en la cual previó
Dios la parte que había de ser honrada y premiada y la que había de ser condenada y
castigada Con razón la verdadera religión le reconoce y predica por autor y Criador del
mundo y de todos los animales, esto es, de las almas y de los cuerpos. Y entre los terrenos
y mortales hizo a su imagen y semejanza, por la causa que he insinuado, si acaso no hay
otra más oculta, al hombre solamente, pero no lo dejó solo. Porque nó hay linaje de animal
tan desavenido por sus vicios, ni tan sociable por su naturaleza como éste.

Tampoco la humana naturaleza pudiera testificar más a propósito contra el vicio de la


discordia, o para prevenir que no la hubiese, o para quitarla cuando la hubiese, que
trayéndonos a la memoria aquel primer padre, a quien por eso quiso Dios criarle único. de
quien se propagase la humana generación, para que con esta advertencia se viniese a
conservar también entre muchos una concorde unión. Con haberle Dios formado una
mujer, extrayéndola de su costado, nos dio a entender bien claro cuán amada y querida
debe ser la unión del marido y de la mujer. Y estas obras de Dios por eso son
extraordinarias e inusitadas, porque son primeras. Y los que no las creen tampoco deben
creer que hizo Dios estupendos y admirables prodigios, pues que ni éstos, si se efectuasen
según el curso ordinario de la naturaleza, se llamarían prodigios. ¿Y qué cosa hay que se
haga en vano bajo un gobierno tan soberano y arreglado de la Divina Providencia, aunque

Página 345 de 345


La Ciudad De Dios San Agustín

su causa no sea oculta y secreta? Por lo que dice el real profeta: “Venid, y considerad las
obras del Señor, los prodigios que hizo en la tierra.”

La causa porque Dios hizo a la mujer del costado del varón, y lo que prefiguró éste, que en
cierto modo podemos llamar primer prodigio, lo dire en otro lugar con el favor del Señor.
Y ahora, porque hemos de poner fin a este libro, consideremos cómo en el primer hombre,
que ante todos fue criado, nacieron, aunque no según evidencia, sin embargo, según la
presciencia de Dios, en el linaje humano dos compañías o congregaciones de hombres,
como dos ciudades; porque de él habían de nacer, unos para venirse a juntar con los
ángeles malos en las penas y tormentos, otros con los buenos en el premio eterno por
oculto, pero justo juicio de Dios. Pues, como dice la Sagrada Escritura: “Estando todas las
sendas y disposiciones del Señor llenas de misericordia y verdad”, ni su gracia puede ser
injusta, ni cruel su justicia.

LIBRO DECIMOTERCERO LA MUERTE, PENA DEL PECADO DE ADÁN

CAPITULO PRIMERO

De la caída del primer hombre, por quien heredamos el ser mortales Ya que hemos
ventilado las escabrosas y difíciles cuestiones sobre el origen de nuestro siglo y del
principio del humano linaje, parece exige el orden metódico que continuemos la disputa
acerca de la caída del primer hombre, o, por mejor decir, de los primeros hombres; y del
origen y propagación de la muerte del hombre. Porque no crió Dios a los hombres de la
misma condición que a los ángeles, que, aunque pecasen, no pudiesen morir; sino de tal
condición que, cumpliendo con la obligación de la obediencia, pudiesen alcanzar, sin
intervención de la muerte, la inmortalidad angélica y la eternidad bienaventurada, y siendo
desobedientes incurriesen en pena de muerte por medio de una justísima condenación,
como lo insinuamos ya en el libro anterior.

CAPITULO II

De la muerte que puede sufrir el alma, libre del cuerpo, y de aquella a que está sujeta el
alma unida al cuerpo Paréceme llegado el momento de tratar con más exactitud y
escrupulosidad de los dos géneros de muerte; pues aunque con verdad se dice que el alma
del hombre es inmortal, sin embargo, padece también su peculiar muerte. Se dice inmortal
porque en cierto modo nunca deja de vivir y sentir, y el cuerpo por eso es mortal, porque
puede faltarle totalmente la vida, y por sí mismo no puede vivir de modo alguno. Así, que
la muerte del alma sucede cuando la desampara el Señor, así como la del cuerpo cuando la
deja el alma; por lo cual, la muerte del uno y del otro, esto es, de todo el hombre, sucede
cuando el alma, desampa- rada de Dios, desampara al cuerpo; porque así ni ella vive con
Dios, ni el cuerpo con ella.

A esta muerte de todo el hombre se sigue aquella a quien la autoridad de la Sagrada


Escritura llama muerte segunda, la cual nos significó el Salvador cuando dice: “Temed a
aquel que tiene potestad para arrojar para siempre al cuerpo y al alma en el infiemo”; lo
cual, como no acontece antes que el alma se haya juntado con el cuerpo, sino después, de
modo que no haya fuerza que pueda ya dividirlos y apartarlos, puede causar admiración
que digamos que el cuerpo muere sin que le desampare el alma; antes si, estando animado

Página 346 de 346


La Ciudad De Dios San Agustín

y sintiendo, muere atormentado. Porque en aquella pena última y eterna (de la cual
trataremos cuando sea conducente en su respectivo lugar), muy bien puede decirse que
muere el alma porque no vive con Dios; pero que muera el cuerpo, ¿cómo puede suceder,
si vive con el alma? No podría de otra conformidad sentir los tormentos corporales que ha
de sufrir después de la resurrección. ¿Diremos, acaso, que por cuanto la vida, cualquiera
que sea, es un singular bien, y el dolor un mal, por eso tampoco debe decirse que vive el
cuerpo donde el alma no es causa del vivir, sino de padecer con dolor? Así que vive el
alma con Dios cuando vive bien, porque no puede vivir bien si no es obrando Dios en ella
lo que es bueno; pero el cuerpo vive con el alma cuando el alma vive en el cuerpo, ya viva
ella, ya no viva con Dios. Porque la vida de los impíos en los cuerpos no es vida de las
almas, sino de los cuerpos, la cual les pueden dar las almas aunque estén difuntas, esto es,
desamparadas de Dios, sin que las deje la propia vida, cualquiera que sea, por la cual son
también inmortales.

Mas en la última y final condenación, aunque el hombre no dejará de sentir, con todo,
porque el mismo sentido ni será suave por el deleite, ni saludable por la quietud, sino
penoso por el dolor, no sin razón la llaman mejor muerte que vida, y por lo mismo
segunda, porque es después de la primera, con que se hace la división de las naturalezas
que estaban juntas, ya sea de Dios y del alma, ya sea del alma y del cuerpo; así que de la
primera muerte del cuerpo puede decirse que es buena para los buenos y mala para los
malos; pero la segunda, sin dada, que, como no es de ningún bien, así para ninguno es
buena.

CAPITULO III

Si la muerte, que por el pecado de los primeros hombres se comunicó a todos los hombres,
es también en los santos pena del pecado Pero se ofrece una duda que no es razón omitir: si
realmente la muerte, con que se dividen el alma y el cuerpo, es buena para los buenos.
Porque si es así, ¿cómo podrá defenderse que ella sea también pena del pecado? Pues no
incurrieran en ella seguramente los primeros hombres si no pecaran; ¿y de qué manera
podrá ser buena para los buenos la que no pudo suceder sino a los malos? Y, por otra parte,
si no podía suceder sino a los malos, ya no podía ser buena para los buenos, antes no la
debieran sufrir; ¿pues para qué había de haber pena donde no había qué castigar? Por lo
cual hemos de confesar que, aunque Dios crió a los primeros hombres de suerte que si no
pecaran no incurrieran en ningún género de muerte, sin embargo, a éstos que primeramente
pecaron, los condenó a muerte de modo que todo lo que naciese de su descendencia
estuviese también sujeto al mismo castigo, puesto que no había de nacer de ellos otra cosa
de lo que ellos habían sido.

Pues la pena, según la gravedad de aquella culpa, empeoró la naturaleza de tal


conformidad, que lo que precedió penalmente en los primeros hombres que pecaron, eso
mismo siguiese como naturalmente en los demás que fuesen naciendo. Porque no se formó
el hombre de otro hombre, así como se formó el hombre del polvo; pues el polvo para
hacer el hombre sirvió de materia, pero el hombre para engendrar al hombre sirvió de
padre. Por lo tanto, no es la carne lo que es la tierra, aunque de la tierra se hizo la carne;
mientras que lo que es el hombre padre es también el hombre hijo.

Página 347 de 347


La Ciudad De Dios San Agustín

Todo el linaje humano que se había de propagar por medio de la mujer en sus hijos y
generación existió en el primer hombre cuando los dos primeros casados recibieron la
divina sentencia de su condenación; y lo que fue hecho el hombre, no cuando le crió Dios,
sino cuando pecó y fue castigado, eso fue lo que engendró respecto al origen del pecado y
de la muerte. No quedó el hombre reducido con el pecado o con la pena a la ignorancia y
debilidad del alma y cuerpo que observamos en los niños (que en esta ignorancia e
imbecilidad quiso Dios que entrasen en la vida, como los hijos de las bestias, los tiernos
hijos de los padres que había condenado a una vida y muerte propia de bestias, como lo
dice la Sagrada Escritura: “El hombre, cuando vivía honrado en la justicia original, no
entendió, no uso de la razón, y pecando, vino a ser semejante a las bestias, que no tienen
discurso ni razón, siendo mortal como ellas”; y aún observamos en los niños que en el uso
y movimiento de sus miembros, y en el sentido de apetecer o evitar, son aún más débiles e
indolentes que los más tiernos hijos de los demas animales, como si la virtud humana con
tanta mayor excelencia se aventajase sobre todos los demás animales, cuanto más se
detiene en dilatar su imperio, retirándole atrás como saeta cuando se estiva el arco); así que
no sólo cayó el primer hombre con aquella su ilícita y vana presunción, o le arrojaron y
condenaron con justísimo decreto a la rudeza y flaqueza de niños, sino que la naturaleza
humana quedó en él corrompida y mudada, de manera que padeciese en sus miembros la
desobediencia y repugnancia de la concupiscencia, y quedase sujeta a la necesidad de
morir, y así engendrase lo que vino a ser por su culpa y por la pena y castigo que en él
hicieron, esto es, hijos sujetos al pecado y a la muerte. Y cuando los niños se libran de esta
sujeción del pecado por la gracia, de Jesucristo, nuestro mediador y redentor; sólo pueden
padecer la muerte que aparta y divide al alma del cuerpo, pero no pasan a aquella segunda
de las penas eternas, porque están ya libres de la obligación del pecado.

CAPITULO IV

Por qué a los que están absueltos del pecado por la gracia de la regeneración no los
absuelven de la muerte; esto es, de la pena del pecado Pero si alguno dudase creer que
sufren también esta muerte, si ésta es asimismo pena del pecado, aquellos cuya culpa se
perdonó por la gracia, ya está tratada y averiguada esta cuestión en otro libro que intitulé
del Bautismo de los niños, donde dije que la causa porque quedaba al alma el haber de
pasar por la experiencia de la separación del cuerpo, aunque estuviese absuelta del vínculo
del pecado, era porque si consiguientemente al sacramento de la regeneración se siguiera
luego la inmortalidad del cuerpo, la misma fe perdiera su fuerza y vigor; la cual entonces
es fe, cuando se aguarda con la esperanza lo que aún no se ve en la realidad. Y con la
virtud y contraste de la fe en la edad madura habían de llegar a vencer los hombres el
temor de la muerte, lo cual principalmente resplandeció en los santos mártires; pues de este
contraste. y lucha no hubiera, sin duda, ni victoria ni gloria, porque tampoco pudiera haber
este mismo contraste y batalla si después de la regeneración y bautismo no pudieran los
santos padecer muerte corporal. ¿Y quién habría que, con los pequeñuelos que se han de
bautizar, no acudiese a la gracia de Jesucristo, principalmente por no apartarse y dividirse
del cuerpo? No se estimaría, pues, la fe por el premio invisible, ni sería ya fe hallando y
recibiendo de contado el premio de sus fatigas. Pero de esta otra conformidad con mucha
mayor y más admirable ventaja de la gracia del Salvador, vemos la pena del pecado
convertida en utilidad y aprovechamiento de la justicia; porque entonces dijo Dios al
hombre: “morirás si pecares”, y ahora dice al mártir: “muere por que no peques”; entonces
le dijo: “si quebrantaseis el mandamiento, moriréis de muerte”; ahora les dice: “si
rehusareis la muerte, quebrantareis el precepto”.

Página 348 de 348


La Ciudad De Dios San Agustín

Lo que entonces debió ponerles freno y temor para no pecar, ahora lo deben admitir y
abrazar para que no pequen; y de esta manera, por la inefable misericordia de Dios, la
misma pena de los vicios se convierte y trueca en armas para la virtud, y viene a ser mérito
del justo aun el castigo del pecador, porque entonces se ganó la muerte pecando, y ahora se
cumple la justicia muriendo. Pero esto se entiende en los santos mártires, a quienes el
tirano les propone una de dos, o que abjuren la fe o padezcan la muerte, porque los justos
más quieren, creyendo, padecer lo que al principio, no creyendo, padecieron los pecadores;
pues si éstos no pecaran, no murieran; pero aquéllos pecarán si no mueren Así que
murieron aquéllos porque pecaron; éstos no pecan porque mueren; sucedió por culpa de
aquéllos que incurriesen en el castigo; sucede por la pena de éstos que no caigan en la
culpa; no porque la muerte se haya convertido en cosa buena, siendo antes mala, sino
porque Dios dio tanta gracia a la fe, que la muerte, que, según es notorio, es contraria a la
vida, se viniese a hacer instrumento por el cual se pudiese pasar a la vida.

CAPITULO V

Que así como los pecadores usan mal de la ley, que es buena, así los justos usan bien de la
muerte, que es mala Porque el Apóstol, queriendo demostrar cuán poderoso era el pecado
para causar males, cuando falta la ayuda de la gracia, no dudó llamar a la misma ley, que
prohíbe el pecado, virtud del pecado: “El aguijón, dice, o el arma con que mata la muerte,
es el pecado, y la ley es la virtud o potencia del pecado.” Y con mucha verdad,
ciertamente, porque la prohibición acrecienta el deseo de la acción ilícita cuando no
amamos la justicia, de modo que con el gusto y deleite de ella venzamos el apetito de
pecar.

Y para que amemos y nos deleite la verdadera justicia no nos ayuda y alienta sino la divina
gracia. Pero porque no tuviésemos por mala a la ley, porque la llama virtud del pecado, por
eso él mismo, tratando en otro lugar de esta cuestión, dice de esta manera: “La ley, sin
duda, es santa, y los mandamientos, santos, justos y buenos; luego ¿lo que es bueno me ha
causado por sí la muerte? En manera alguna, sino el pecado, por manifestarse pecado, esto
es, porque campease la grandeza de su impulso por medio del mismo bien, tomando
ocasión de la ley, me obró y causó la muerte para mostrarse el pecado sobremanera pe-
cador, esto es, para manifestar todo su veneno y la inmensidad de su malicia.”
Sobremanera, dijo, porque también se añade pecado cuando, habiendo aumentado en sí el
apetito de pecar, se desprecia también la misma ley.

Pero ¿a qué fin hemos dicho esto? Para que veamos que así como la ley no es mala cuando
acrecienta el apetito de los que pecan, así tampoco la muerte es buena cuando aumenta la
gloria de los que padecen; cuando la ley se deja por el pecado y forma prevaricadores y
transgresores, o cuando la muerte se recibe por la verdad, y hace mártires; y por eso la ley,
aunque es buena porque prohíbe el pecado, y la muerte es mala porque es la paga,
recompensa y premio del pecado, sin embargo, así como los malos y peca- dores usan mal,
no sólo de las cosas malas, sino también de las buenas, así los buenos y justos usan bien,
no solamente de las buenas, sino también de las malas; de donde dimana que los malos
usan mal de la ley aunque la ley sea buena, y que los buenos mueren bien aunque la muerte
sea mala.

Página 349 de 349


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO VI

Del mal general de la muerte, con que se divide la sociedad del alma y del cuerpo Por lo
cual, en cuanto toca a la muerte del cuerpo, esto es, a la separación del alma del cuerpo,
cuando la padecen los que decimos que mueren, para ninguno es buena, porque el mismo
impulso con que se separa lo uno y lo otro, que estaba en él viviente unido y trabado, tiene
un sentimiento áspero y contrario a la naturaleza en tanto que dura hasta que se extinga y
pierda todo el sentido que resultaba de la misma unión del alma y del cuerpo. Toda esta
molestia a veces la ataja un golpe en el cuerpo o un trastorno del alma, y no permite que se
sienta, con la presteza; pero todo aquello que, en los que mueren con grave sentimiento
quita el sentido, sufriéndolo piadosa y fielmente, acrecienta el mérito de la paciencia, mas
no la quita el nombre de pena. Y así, siendo la muerte, sin duda, por la descendencia
continuada desde el primer hombre, una pena del que nace, con todo, si se emplea por la
piedad y justicia, viene a ser gloria del que renace; y siendo la muerte retribución y
recompensa del pecado, a veces impetra y alcanza que no se de castigo al pecado.

CAPITULO VII

De la muerte que padecen por la confesión de Jesucristo los que no están bautizados Todos
aquellos que, sin haber recibido el agua de la regeneración mueren por la confesión de
Jesucristo, les vale ésta tanto para obtener la remisión de sus pecados, como si se lavasen
en la fuente santa del bautismo; pues si dijo Jesucristo: “que el que no renaciere con el
agua y con el Espíritu Santo, no entrará en el reino de los cielos”, en otro lugar le eximió,
cuando con expresiones no menos generales dijo: “al que me confesare delante de los
hombres le confesaré Yo también delante de mi Padre, que está en los cielos; y en otra
parte: “el que perdiere por mí su vida, ése la hallará”.

Por eso dice el real profeta: “que es preciosa en los ojos del Señor la muerte de los santos”.
¿Pues qué objeto más precioso y estimable que la muerte, por la que consigue el hombre
que se le perdonen todos sus pecados y se le acrecienten más colmadamente los
merecimientos? Porque no participan de un mérito tan relevante los que, no pudiendo
diferir la muerte, se bautizaron, y pasaron de esta vida remitidos todos sus pecados, como
le gozan los que pudieron dilatar la muerte no la difirieron, porque más quisieron
confesando a Jesucristo acabar esta vida mortal, que negándole conseguir su bautismo.

El cual seguramente si lo recibieran también se les perdonara en aquel admirable lavatorio


el pecado con que, por temor de la muerte, negaron a Jesucristo; pues en el mismo
lavatorio se les perdone igualmente aquel tan enorme crimen a los que crucificaron a
Jesucristo. ¿Pero cómo, sino con la abundancia de la gracia de aquel soberano espíritu, que
donde quiere inspira, pudieran amar tanto al Salvador, que en peligro tan inminente de la
vida, pudiendo, con negarle, alcanzar el perdón, no quisieran hacerlo? Así que la preciosa
muerte de los santos (a quienes adelantadamente con tanta gracia se les comunicó la
muerte de Jesucristo, que para alcanzarle y gozar de él no dudaron emplear y dar
voluntariamente su vida) demostró bien llanamente que lo que antes estaba puesto para
castigo del que pecase, se había ya convertido en instrumento de donde naciese al hombre
más copioso y abundante el fruto de la justicia.

Así pues, la muerte no debe parecer buena porque la veamos transformada en una utilidad
tan considerable, no por virtud suya, sino por la divina gracia, la cual determina que la que

Página 350 de 350


La Ciudad De Dios San Agustín

entonces se propuso por terror y freno para que no pecaran, ahora se proponga que la
padezcan para que no se cometa pecado; y para que el cometido se perdone y se conceda a
tan plausible victoria la debida palma de la justicia.

CAPITULO VIII

Que en los santos, la primera muerte que padecieron por la verdad fue absolución de la
segunda muerte Si reflexionamos con más atención, cuando uno muere fiel y loablemente
por la verdad, también huye de la muerte, pues padece algún tanto de ella, porque no se le
apodere toda y llegue juntamente la segunda, que jamás se acaba. Sufre que le separen el
alma del cuerpo, para que no se aparte ésta del cuerpo cuando Dios se encuentre apartado
del alma; y cumplida la primera muerte de todo hombre, venga a caer en la segunda y
eterna. Por lo cual la muerte, como insinué, cuando la padecen los que mueren y hace en
ellos que mueran, para ninguno es buena; pero se sufre loablemente por conservar o
alcanzar el sumo bien. Mas cuando están en ella los que se llaman ya muertos, no sin
motivo se dice que para los malos es mala, y para los buenos, buena; porque las almas de
los justos, separadas de sus cuerpos, están ya en descanso, y las de los impíos están
satisfaciendo sus debidas penas, hasta que los cuerpos de las unas resuciten para la vida
eterna, y los de las otras para la muerte eterna, que se llama segunda.

CAPITULO IX

Si el tiempo de la muerte en que pierden los que mueren el sentido de la vida, se ha de


decir que está en los muertos Pero ¿cómo hemos de llamar aquel tiempo en que las almas,
separadas de sus cuerpos; están, o participando del sumo bien, o padeciendo el mayor mal?
¿Diremos que es el momento mismo de la muerte, o el tiempo que sigue despues de la
muerte? Porque si es después de la muerte, ya no es la misma muerte, que ya ha pasado,
sino la vida presente del alma que sigue inmediatamente, o buena o mala. Pues la muerte
entonces les era mala, cuando ella existía, esto es, cuando la padecían los que morían, por
serles grave y molesto lo que sentían; y de este, mal y penalidad usan bien y se aprovechan
los buenos.

Pero la muerte que ya ha pasado, ¿cómo puede ser o buena o mala, supuesto que ya no es?
Y si todavía quisieremos considerarlo con más escrupulosidad advertiremos que no será
muerte la que dijimos que sentían grave y molesta los que morían; porque entre tanto que
sienten, aún viven, y si todavía viven, mejor diremos que están o existen antes de la
muerte, que no en la muerte; porque cuando ésta llega quita todo el sentido, el cual,
aproximándose la muerte, es penoso y molesto al cuerpo. Por lo mismo es difícil declarar
cómo decimos que mueren o están en la muerte los que aún no están muertos, sino que
acercándose ya la muerte, están padeciendo una extrema y mortal aflicción; aunque de
éstos digamos con propiedad que se están muriendo; mas cuando llega la muerte que los
amenaza, ya no decimos que se mueren, sino que están muertos.

Todos los que están muriendo están vivos, porque el que se halla en el último período de la
vida, como están, según decimos, los que se encuentran ya dando el alma, mientras no

Página 351 de 351


La Ciudad De Dios San Agustín

carecen de alma todavía viven. Luego juntamente uno mismo es el que está muriendo y el
que vive, aunque se va acercando a la muerte y apartándose de la vida, pero todavía con la
vida, porque reside el alma en el cuerpo; y aún no está en la muerte, porque aún no se ha
despedido del cuerpo. Y si cuando se ha despedido ya tampoco está entonces en la muerte,
sino después de la muerte, ¿quién podrá decir cuándo está en la muerte? Porque tampoco
habrá alguno que esté muriendo si nadie puede juntamente estar muriendo y viviendo, pues
entre tanto que está el alma en el cuerpo no podemos negar que vive. Y si es mejor decir
que está muriendo aquel en cuyo cuerpo ya empieza a mostrarse la muerte, y nadie puede
juntamente estar viviendo y muriendo, no sé cuándo diremos que está viviendo.

CAPITULO X

Si la vida de los mortales debe llamarse mejor muerte que vida Porque desde el momento
que el hombre comienza a existir y residir en este cuerpo mortal que ha de morir, no puede
evitar que venga sobre él la muerte, pues lo que hace su mutabilidad en todo el tiempo de
la vida mortal (si es que debe llamarse vida) es que se acabe por llegar a la muerte. No hay
alguno que no esté más próximo a ella al fin del año que lo estaba antes del principio del
año, y más cercano mañana que hoy, y más hoy que ayer, y más poco después que ahora, y
más ahora que poco antes; porque todo el tiempo que vamos viviendo lo desfalcamos del
espacio de la vida, cada día se va disminuyendo más y más lo que resta; de manera que no
viene a ser otra cosa el tiempo de esta vida que una precipitada carrera a la muerte, donde a
ninguno se permite ni parar un solo instante ni caminar con paso alguno más tardo, sino
que a todos los lleva un igual movimiento: ni les obliga a que caminen con diferente paso,
porque el que tuvo vida más breve no paso más apriesa sus días que el que la disfrutó más
larga, sino que, como al uno y al otro les fueron arrebatando igualmente unos mismos
momentos, el uno tuvo más cerca y el otro más distante el término adonde ambos corrían
con una misma velocidad; y una cosa es el haber andado más camino y otra el haber
caminado con paso más lento.

Así que el que consume más dilatados espacios de tiempo hasta Ilegar a la muerte no
camina más lentamente, sino que anda más camino. Y si desde aquella hora principia cada
uno a morir, esto es, a estar en la muerte, desde que comenzó en él a hacerse la misma
muerte, es decir, desde que empezó a desfalcársele la vida (porque en concluyendo de
desfalcarla estará ya después de la muerte, y no en la muerte), sin duda que desde la hora
que comienza a estar en este cuerpo está en la muerte; porque ¿qué otra cosa se hace todos
los días, horas y momentos, hasta que, consumida aquella muerte que se iba fabricando, se
cumpla y acabe, y principie ya a ser después de la muerte el tiempo, que cuando ya se iba
desfalcando la vida estaba en la muerte? Luego nunca se halla el hombre en la vida desde
la hora que está en el cuerpo, y aún le podemos decir más muerto que vivo, puesto que
juntamente no puede estar en la vida y en la muerte. ¿O acaso diremos que está juntamente
en la vida y en la muerte: en la vida, porque vive hasta que se le desfalque toda, y en la
muerte, porque ya muere cuando se le defrauda la vida? Porque si no está en la vida, ¿qué
es lo que se le desfalca hasta que se consuma del todo? Y si no está en la muerte, ¿qué es
aquello que se le desfalca y quita de la vida? No en vano, en habiendo faltado toda vida al
cuerpo, decimos que ya es después de la muerte, sino porque estaba en la muerte cuando se
le desfalcaba. Porque si acabado de desfalcar el hombre no está en la muerte, sino después
de la muerte, ¿cuándo, sino cuando se desfalca, estará en la muerte?

Página 352 de 352


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XI

Si puede uno juntamente estar vivo y muerto Y si es un absurdo el decir que el hombre
antes que llegue a la muerte está ya en la muerte (porque ¿a que muerte diremos que se va
acercando cuando va cumpliendo los días de su vida, si ya está en ella?), especialmente
que es cosa muy dura y extraordinaria el que se diga que a un mismo tiempo está viviendo
y muriendo, puesto que no puede estar en un solo instante velando y durmiendo; resta
saber cuándo estará muriendo. Porque antes que venga la muerte no está muriendo, sino
viviendo, y cuando hubiere ya venido estará muerto, y no muriendo.

Así que aquello es todavía antes de la muerte, y esto ya después de la muerte ¿Cuándo,
pues, está en la muerte? Porque entonces está muriendo; pues así como son tres cosas
cuando decimos: antes de la muerte, en la muerte y después de la muerte, asi a cada una de
éstas acomodamos otras tres, a cada una la suya cuando está viviendo, muriendo y muerto.
¿Cuándo diremos que estará muriendo, esto es, en la muerte, adonde ni esté viviendo, que
es antes de la muerte; ni muerto, que es después de la muerte, sino muriendo, que es en la
muerte? Con gran dificultad puede determinarse, porque entre tanto que reside el alma en
el cuerpo, principalmente si está con sus sentidos, sin duda que vive el hombre, que consta
de alma y cuerpo, y, por consiguiente, hemos de decir que todavía es antes de la muerte, y
no en la muerte; y cuando se hubiere partido el alma y quitado todo el sentido del cuerpo,
ya decimos que es después de la muerte, y que está muerto.

Desaparece, pues, entre lo uno y lo otro; cuando está muriendo o en la muerte; porque si
todavía vive es antes de la muerte, y si dejó de vivir ya es después de la muerte. Así que
nunca puede entenderse y comprenderse cuándo esté muriendo o en la muerte. Así también
en el discurso del tiempo buscamos el presente y no le hallamos, porque no tiene espacio
alguno aquello por donde se pasa del futuro nl pretérito. Pero conviene fijar la atención
bastante para que no vengamos de esta manera a decir que no hay muerte alguna en el
cuerpo. Porque si la hay, ¿cuándo es, pues ella no puede estar en nadie, ni alguno en ella?
Cuando se vive, aun todavía no está, porque esto es antes de la muerte, y no en la muerte; y
si se dejó de vivir, ya no está, porque también esto es ya después de la muerte, y no en la
muerte. Y, por otra parte, si no hay muerte alguna antes o después, ¿qué es lo que
llamamos antes de la muerte o después de la muerte? Porque también lo diremos
vanamente si no hay muerte alguna.

Y pluguiera, a Dios que, viviendo bien en el Paraíso, hubiéramos hecho que en realidad de
verdad no la hubiera; pero ahora no sólo la hay, sino que también la que hay es tan
molesta, que en ninguna manera tenemos palabra para explicarla ni traza alguna para
excusarla. Hablemos, pues, conforme al uso y a la costumbre, porque no es razón que
hablemos de otro modo, y digamos antes de la muerte primero que suceda la muerte, como
lo dice la Sagrada Escritura: “Antes de la muerte no alabes a ningún hombre.” Digamos
también cuando sucediere: después de la muerte de fulano o de zutano sucedió esto o
aquello; digamos también del tiempo presente como pudiéramos, así como cuando
decimos: muriendo fulano hizo testamento, y muriendo dejó esto y aquello a fulano y a
zutano, aunque esto en ninguna manera lo pudo hacer nadie sino viviendo, y lo hizo antes
de la muerte, y no en la muerte.

Página 353 de 353


La Ciudad De Dios San Agustín

Raciocinemos también, como lo hace la Escritura, que sin escrúpulo, alguno llama también
muertos, no a los que se hallan después de la muerte, sino en la muerte; y así dice el real
Profeta: “Porque en la muerte no hay quien se acuerde de ti.” Pues hasta que vivan y
resuciten se dice muy bien que están en la muerte, como decimos que está uno metido en el
sueño hasta que despierta; aunque a los que están en el sueño decimos que están
durmiendo; con todo, no podemos decir del mismo modo a los que ya han muerto que
están muriendo. Porque no mueren todavía los que, respecto a la muerte del cuerpo, de que
tratamos ahora, están ya separados de los cuerpos. Esto es lo que dije que no se podía
explicar con palabras; ¿cómo a los que mueren decimos que viven, o cómo a los que ya
han muerto, aun después de la muerte, todavía decimos que están en la muerte? Porque
¿cómo se hallan después de la muerte, si aún están en la muerte, principalmente no
pudiendo decir que están muriendo? Como a los que están en el sueño decimos que están
durmiendo; y a los que en el trabajo, trabajando; y a los que en la pena, penando; y a los
que en la vida, viviendo. Pero a los muertos, antes que resuciten, decimos que están en la
muerte; y, sin embargo, no podemos decir que están muriendo. Por lo cual muy a
propósito, y no sin que le cuadre, me parece que sucedió (cuando no fuese por industria
humana, quizá por juicio divino) que este verbo moritur, que es morirse, en el idioma
latino no le pudieron declinar los gramáticos por la regla que suelen declinarse sus
semejantes.

Porque del verbo oritur se deriva el pretérito ortus est y otros semejantes que se declinan
por los participios del tiempo pretérito; pero del verbo moritur, si preguntásemos el tiempo
pretérito, responderán mortuus est, duplicando la letra u. Porque así decimos mortuus,
como fatuus, arduus, conspicuus y otros tales que no son del tiempo pretérito, sino que,
como sus nombres, se declinan sin tiempo. Mas como para que se decline lo que no puede
declinarse, pónese y constitúyese un nombre por participio del tiempo pretérito. Sucedió,
pues, muy bien, que así como aquello que significa no se puede evitar en la realidad, así el
mismo verbo no puede declinarse hablando. Podemos, sin embargo, con el auxilio y gracia
de nuestro Redentor, a lo menos, declinar la muerte segunda. Porque ésta es la más grave y
el colmo de todos los males, la cual sucede, no por la división del alma y del cuerpo, sino
con la unión de ambos para la pena eterna. En ésta, por el contrario, no estarán los
hombres, antes de la muerte, ni después de la muerte, sino que siempre se hallarán en la
muerte; y, por consiguiente, nunca viviendo, ni jamás muertos, sino muriendo sin fin. Pues
nunca le sucederá al hombre peor en la muerte que en donde habrá la misma muerte sin
muerte.

CAPITULO XII

Con qué género de muerte amenazó Dios a los primeros hombres si quebrantasen su
mandamiento Cuando se pregunta ¿con qué especie de muerte amenazó Dios a los
primeros hombres si quebrantaban el mandamiento que les puso, y si no le guardaban
obediencia, si con la del alma o la del cuerpo, o con la de todo el hombre, o con la que se
dice segunda? Responderemos que con todas. Porque la primera consta de las dos, y la
segunda totalmente de todas. Pues así como toda la tierra consta de muchas tierras, y toda
la Iglesia de muchas iglesias, así toda la muerte de todas.

Porque la primera consta de las dos: de la del alma y de la del cuerpo; de manera que la
primera sea muerte de todo el hombre, cuando el alma sin Dios y sin el cuerpo paga por
cierto tiempo sus penas; en la segunda queda el alma sin Dios y con el cuerpo, y satisface

Página 354 de 354


La Ciudad De Dios San Agustín

las penas eternas. Así que cuando Dios dijo al primer hombre, a quien colocó en el Paraíso,
acerca del manjar que le mandaba no comiese: “El día que comiereis de él moriréis de
muerte”, no sólo comprendió aquella amenaza la primera parte de la primera muerte,
donde el alma queda privada de Dios; ni sola la última, donde el cuerpo queda privado del
alma; ni tampoco solamente toda la primera, donde el alma padece sus penas separada de
Dios y del cuerpo, sino que comprendió todo lo que hay de muerte hasta la última, que se
llama la segunda, después de la cual no hay otra que la suceda.

CAPITULO XIII

Cuál fue el primer castigo de la culpa de los primeros hombres Apenas quebrantaron
nuestros primeros padres el precepto, cuando los desamparó luego la divina gracia y
quedaron confusos y avergonzados de ver la desnudez de sus cuerpos. Y así, con las hojas
de higuera, que fueron acaso las primeras que, estando turbados, hallaron a mano,
cubrieron sus partes vergonzosas, que antes, aunque eran los mismos miembros, no les
causaban vergüenza. Sintieron, pues, un nuevo movimiento de su carne desobediente como
una pena recíproca de su desobediencia.

Porque ya el alma, que se había deleitado y usado mal de su propia libertad y se había
desdeñado de obedecer a Dios, la iba dejando la obediencia que le solía guardar el cuerpo,
y porque con su propia voluntad y albedrío desamparó al Señor, que era superior; al criado,
que era su inferior, no le tenía a su albedrío, ni del todo tenía ya sujeta la carne como
siempre la pudo tener si perseverara ella guardando la obediencia y subordinación a su
Dios. Entonces, pues, la carne comenzó a desear contra el espíritu, y con esta batalla y
lucha nacimos, trayendo con nosotros el origen de la muerte, y trayendo en nuestros
miembros y en la naturaleza viciada y corrompida la guerra continuada con ella o la
victoria contra el primer pecado.

CAPITULO XIV

De las cualidades con que crió Dios al hombre, y en la desventura que cayó por el albedrío
de su voluntad Dios crió al hombre recto, como verdadero autor de las naturalezas, y no de
los vicios; pero como éste se depravó en su propia voluntad, y por ello fue justamente
condenado, engendró asimismo hijos malvados y condenados. Puesto que todos nos repre-
sentamos en aquel uno, cuando todos fuimos aquel uno que por la mujer cayó en el pecado,
la cual fue formada de él antes del pecado.

Aún no había criado y distribuido Dios particularmente la forma en que cada uno habíamos
de vivir; pero existía ya la naturaleza seminal y fecunda de donde habíamos de nacer; de
modo que estando ésta corrupta y viciada por causa del pecado, obligada al vínculo de la
muerte y justamente condenada, no podía nacer del hombre otro hombre que fuese de
distinta condición. Y así del mal uso del libre albedrío nació el progreso y fomento de esta
calamidad, la cual, desde su origen y principio depravado, como de una raíz corrompida,
trae al linaje humano con la trabazón de las miserias hasta el abismo de la muerte segunda,
que no tiene fin, a excepción de los que se escapan y libertan por beneficio de la divina
gracia.

Página 355 de 355


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XV

Que pecando Addn; primero dejó él a Dios que Dios le dejase a él, y que la primera muerte
del alma fue el haberse apartado de Dios Por lo cual, cuando les dijo Dios morte
moriemini, moriréis de muerte, ya que no dijo de muertes, si quisiéremos entender sólo
aquella que sucede cuando el alma queda desamparada de su vida, que para ella es Dios
(que no la desamparó para que ella desamparase, sino que fue desamparada por haberse
desamparado; pues para el daño suyo primero es su voluntad, mientras para su bien,
primero es la voluntad de su Criador; así para criarla cuando no era, como para restaurarla
y redimirla cuando, pecando, se perdió) por ello decimos que Dios les amenazó y denunció
esta muerte al decir: “El día que comiereis de él moriréis de muerte”; como si dijera: “El
día que me dejareis por la desobediencia os desampararé por la justicia”; y, sin duda, que
en aquella muerte les amenazó y notificó también las demás que infaliblemente se habían
de seguir de ella. Porque cuando nació en la carne del alma desobediente el movimiento
rebelde y desobediente, por el cual cubrieron sus partes vergonzosas, entonces sintieron la
primera muerte con que desamparó Dios al alma. Esta la significaron aquellas palabras
cuando, escondiéndose el hombre, despavorido de miedo, le dijo Dios: “Adán, ¿dónde
estás?” No como quien le busca por ignorar donde estaba, sino por advertirle con la
reprensión que considerase donde estaba al no estar Dios con él.

Pero cuando la misma alma viene ya a desamparar el cuerpo, menoscabado por la edad y
deshecho por la senectud, sucede la otra muerte de la cual dijo Dios al hombre,
procediendo todavía contra el pecado: “Tierra eres y a la tierra volverás”, para que con
estas dos se acabase de cumplir aquella primera muerte, que es la de todo hombre, tras la
cual se sigue al último la segunda, si no se escapa y libra el hombre por el beneficio de la
divina gracia. Porque el cuerpo, que es de tierra, no volviera a la tierra si no fuera por su
muerte, la cual le sucede cuando le desampara su vida, esto es, su alma. Y así consta entre
los cristianos que tienen la verdadera fe católica, que tampoco la muerte del cuerpo nos
vino por ley de la naturaleza, porque en ella no dio Dios muerte alguna al hombre, sino que
nos la dio en pena y castigo del pecado; pues castigando Dios al pecado dijo al hombre, en
quien entonces estábamos comprendidos todos: “Tierra eres, y a la tierra volverás.”

CAPITULO XVI

De los filósofos que opinan que la separación del alma y del cuerpo no es por pena o
castigo del pecado de desobediencia Pero los filósofos, de cuyas calumnias procuramos
defender la Ciudad de Dios, esto es, su Iglesia, se ríen y mofan de lo que decimos, que la
división y separación que hace el alma del cuerpo se debe enumerar entre sus penas;
porque, efectivamente, ellos sostienen que viene a ser perfectamente bienaventurada,
quedando despojada íntegramente de todo lo que es cuerpo, simple sola, y en cierto modo
desnuda vuelve a Dios. En lo cual, si no hallara en la doctrina de los mismos filósofos
fundamentos con que refutar esta opinión, más prolijidad hubiera de costarme el
demostrarles que el cuerpo no es trabajoso y pesado al alma, sino solamente el cuerpo
corruptible. Esto mismo quiso decir el sabio (cuyo testimonio citamos en el libro
precedente) cuando dijo “que el cuerpo corruptible es el que agrava al alma”; pues
añadiendo esta voz, corruptible, dice que agrava al alma, no cualquier cuerpo, sino el que

Página 356 de 356


La Ciudad De Dios San Agustín

hizo el pecado, con las cualidades que le siguieron con el castigo; y aun cuando esto no lo
añadiera, no deberíamos entender otra cosa.

Pero confesando con toda claridad Platón que los dioses hechos y formados por mano del
sumo Dios tienen cuerpos inmortales, y añadiendo que el mismo Dios que los crió les
prometió por singular beneficio el que hará que vivan eternamente con sus cuer- pos, y que
con ninguna especie de muerte se separen de ellos, ¿por qué nuestros adversarios, por sólo
el hecho de perseguir la fe cristiana, fingen ignorar lo que saben, contradiciéndose a sí
mismos, por no dejar de contradecirnos? Estas son las palabras de Platón, como las refiere
Cicerón en latín; introduciendo al sumo Dios, hablando y diciendo a los dioses que crió:
“Vosotros, que nacisteis por generación de los dioses, atended que las obras que yo he
hecho son indisolubles a mi albedrío, aunque todo lo que está ligado se puede disolver;
pero no es bueno disolver lo que está atado con discreción.

Porque habéis nacido, no podéis ser inmortales e indisolubles; no obstante, jamás os


disolveréis, ni hado alguno de muerte os quitará la vida, ni será más poderoso que mi idea
y voluntad, que es vínculo mayor y más fuerte para vuestra perpetuidad, que el hado a que
quedasteis obligados cuando principió vuestra generación.” Y ved aquí cómo Platón dice
que los dioses, por la mezcla del cuerpo y del alma, son mortales, y que, sin embargo, son
inmortales por la voluntad del Dios que los hizo. Luego, si es pena del alma el residir en
cualquier cuerpo, ¿por qué hablándoles Dios como temerosos de que se les entrase
casualmente la muerte por sus puertas, esto es, de que se separasen del cuerpo, les asegura
de su inmortalidad, no por su naturaleza, que es compuesta, y no simple, sino por su invicta
voluntad, con que puede hacer que ni lo engendrado se corrompa ni lo compuesto se
resuelva, sino que perseveren incorruptibles? Y si es verdad o no lo que en este particular
dice Platón de las estrellas, es otra cuestión; porque no hemos de concederle incontinente
que estos globos resplandecientes o estas estrellas que con su luz corpórea alumbran o de
día o de noche la tierra, viven con sus almas propias, y éstas intelectuales y
bienaventuradas; lo cual asimismo constantemente afirma del mismo mundo, como de un
animal donde se contienen todos los demás animales.

Pero ésta (como llevo insinuado) es otra cuestión, la cual no tratamos por ahora de
averiguar; sólo quise insinuarla para refutar a los que se glorían de ser llamados platónicos,
o quieren seguir su doctrina, y por la vanidad y soberbia de este nombre se ruborizan de ser
cristianos, porque tomando el apellido común como el vulgo, no se les disminuya y apoque
el de los del palio filosófico, que viene a ser tanto más vano cuanto es menor el número
que se halla de ellos; y buscando qué tachar y reprender en la cristiana doctrina, dan contra
la eternidad de los cuerpos, como si fuera entre sí contradictorio el que indaguemos la
bienaventuranza del alma y queramos que ésta esté siempre en el cuerpo, como encerrada
en una molesta y miserable prisión; confesando su jefe y maestro Platón que es merced y
beneficio que el sumo Dios hizo a los dioses formados de su mano que nunca mueren, esto
es, que nunca se separen y dividan de los cuerpos con que una vez los juntó.

CAPITULO XVII

Contra los que dicen que, los cuerpos terrenos no pueden hacerse incorruptibles y eternos
Pretenden también estos filósofos que los cuerpos terrestres no pueden ser eternos,
sosteniendo, por otra parte, que toda la tierra es miembro de su Dios, aunque no del sumo,
sino del grande, esto es, de todo este mundo visible y sempiterno. Habiéndoles, pues,

Página 357 de 357


La Ciudad De Dios San Agustín

criado aquel Dios sumo, a otro que ellos imaginan que es Dios, esto es, a este mundo,
digno de preferirse a todos los demás dioses que están debajo de él; y defendiendo que este
mismo es animal, es, a saber, adornado del alma, según dicen racional o intelectual,
encerrada en la inmensa máquina de su cuerpo; y habiendo obstinación; de modo que se
contradicen claramente a sí mismos con grandes y prolijas disputas, afirmando, por una
parte, que el alma, para que sea bienaventurada, no sólo debe huir del cuerpo terreno, sino
de todo género de cuerpo, y asegurando, por otra, que los dioses disfrutan de almas
beatisimas, y que, sin embargo, las tienen en cuerpos eternos, aunque los celestiales en
cuerpos ígneos; y que el alma del mismo Júpiter, que quieren que sea este mundo, está
contenida o encerrada por todos los elementos corpóreos de que consta toda esta máquina,
principiando desde la tierra hasta el cielo. Por cuanto esta alma imagina Platón que se
difunde y extiende por números músicos, desde el íntimo medio de la tierra, que los
geómetras llaman centro, hasta las últimas y extremas partes del cielo; de suerte que este
mundo sea un animal inmenso, beatísimo y eterno, cuya alma, por una parte, tenga perfecta
felicidad de sabiduría, no desamparando su propio cuerpo, y por otra, que este su cuerpo
viva por ella eternamente, y que, sin embargo, de no ser simple, sino compuesto de tantos y
tan grandes cuerpos, no por eso la puede embotar y entorpecer.

Permitiendo toda esta licencia a sus imaginaciones y sospechas, ¿por qué no quieren creer
que, por la divina voluntad y poder, pueden los cuerpos terrenos venir a ser inmortales,
donde las almas, sin separarse de ellos con ninguna especie de muerte, sin gravamen ni
apego a ellos, vivan eterna y felizmente; así como aseguran que pueden vivir sus dioses en
los cuerpos ígneos, y el mismo Júpiter, rey monarca de todos los números, en todos los
elementos corpóreos? Porque si el alma, para ser bienaventurada, debe huir y, escaparse de
todo lo que es cuerpo, huyan sus dioses de los globos de las estrellas, huya Júpiter del cielo
y de la tierra; o, si no pueden, repútenlos por miserables. Pero ni lo uno ni lo otro quieren,
pues ni se atreven a dar a sus dioses la separación de los cuerpos, porque no parezca que
los adoran siendo mortales, ni la privación de la bienaventuranza, por no confesar que son
infelices. Así que para conseguir la eterna felicidad no es necesario huir de cualesquiera
cuerpos, sino de los corruptibles, molestos, graves y mortales, no cuales los crió la bondad
de Dios o los primeros hombres, sino cuales les obligó a ser la pena del pecado.

CAPITULO XVIII

De los cuerpos terrenos que dicen los filósofos que no pueden estar en los cielos, porque a
lo que es terreno, su peso natural lo llama y atrae la tierra Con toda seriedad dicen que el
peso natural en la tierra detiene los cuerpos terrenos o los conduce impelidos por fuerza a
la tierra, por lo que no pueden estar en el cielo. De los primeros hombres sabemos que
estuvieron en una tierra poblada de bosques y fructífera, que se llamó Paraíso; mas porque
a esta objeción hemos de responder igualmente, así por el cuerpo de Jesucristo, con que
subió glorioso a los cielos, como por los demás santos, quienes los tendrán en la
resurrección, es bien que consideremos con alguna más singular atención los dichos pesos
terrenos.

Porque si el ingenio humano puede hacer con ciertos artificios que algunos vasos
fabricados de metal, cuya materia, Colocada sobre el agua, luego se hunde, anden todavía
nadando sobre ella, ¿cuánto más creíble y eficazmente puede Dios, con un oculto y secreto
modo de su divina acción (con cuya omnipotente voluntad, dice Platón, que ni las cosas
que no tienen ser por generación se corrompen, ni las compuestas se disuelven, siendo más

Página 358 de 358


La Ciudad De Dios San Agustín

digno de admiración que estén unidas las incorpóreas con las corpóreas, que cualquiera
cuerpo con cualesquiera cuerpos), puede, digo, dar a los cuerpos y máquinas terrenas
impulso para que no los deprima y tire hacia la tierra ningún peso; y a las almas, que son
ya perfectamente bienaventuradas, que pongan donde quieran sus cuerpos, aunque
terrenos, pero ya incorruptibles, y que los muevan donde quieran con una disposición y
movimiento facilísimo? Y si pueden los ángeles arrebatar cualesquiera animales terrenos
de cualquier parte y ponerlos donde quieran, ¿hemos acaso de creer que no lo pueden hacer
sin molestia o que sienten el peso y la carga? ¿Y por qué no creemos que las almas de los
santos, que por especial gracia y beneficio de Dios son perfectos y bienaventurados,
pueden llevar sin dificultad sus cuerpos donde quisieren y ponerlos donde fuese su
voluntad? Pues siendo cierto que acostumbramos imaginar llevando a cuestas el peso de
los cuerpos terrenos, que cuanto mayor es la cantidad tanto mayor es la gravedad, de suerte
que oprime y fatiga más lo que más, pesa; sin embargo, el alma más fácil y ligeramente
lleva los miembros de su cuerpo cuando están sanos y robustos, que cuando están enfermos
y flacos.

Y siendo más pesado cuando le llevan otros, el sano y robusto que el flaco y enfermo, con
todo, él mismo, para mover y traer su cuerpo, es más ágil cuando, estando bueno y sano,
tiene más peso que cuando en la pestilencia o hambre tiene menos fuerza. Tanto puede
para sustentar aun los cuerpos terrenos, aunque todavía corruptibles y mortales, no el peso
de la cantidad, sino el modo del temperamento. ¿Y quién podía explicar con palabras la
diferencia tan grande que hay entre la sanidad presente que decimos y la futura
inmortalidad? No arguyan y reprendan, pues nuestra fe los filósofos por los pesos y los
cuerpos. Porque no quiero preguntarles por qué causa no creen que puede estar en el cielo
el cuerpo terreno, viendo que toda la tierra se sustenta en nada. Porque quizá parezca
verosímil la razón y el argumento que se toma del mismo lugar medio del mundo, puesto
que acude a él todo lo que es grave. Sólo quiero decir: si los dioses menores, a quienes
Platón dio facultad para hacer, entre los demás animales terrestres, al hombre, pudieron,
como dice, separar del fuego la calidad que tiene de quemar y dejarle la de resplandecer,
como es la que sale y resplandece por los ojos, ¿por qué no concederemos al sumo Dios (a
cuya voluntad y potestad concedió él mismo el privilegio de que no se corrompan y
mueran las cosas que tienen ser por generación, y que cosas tan diversas e incomparables,
como son las corpóreas e incorpóreas entre sí unidas y conglutinadas, no puedan desunirse
y descomponerse de modo alguno),que pueda desterrar del cuerpo del hombre, a quien
hace la gracia de la inmortalidad, la corrupción, dejarle la naturaleza; conservarle la
congruencia de la figura y de los miembros y quitarle la gravedad del peso? Pero al fin de
esta obra, si fuese voluntad de Dios, trataremos más particularmente de la fe de la
resurrección de los muertos y de sus cuerpos inmortales.

CAPITULO XIX

Contra la doctrina de los que no creen que fueran inmortales los primeros hombres si no
pecaron Ahora declaremos lo que principiamos a decir de los cuerpos de los primeros
hombres. Pues ni esta muerte, que dicen es buena para los buenos, y que la conocen no
sólo algunos pocos inteligentes o creyentes, sino que es notoria a todos; muerte con que se
hace la división del alma y del cuerpo; con la cual, sin duda, el cuerpo del animal que
evidentemente vivía, evidentemente muere; no les pudiera sobrevenir a ellos si no se
siguiera el mérito del pecado.

Página 359 de 359


La Ciudad De Dios San Agustín

Pues aunque no es lícito dudar que las almas de los difuntos piadosos y justos viven en
perpetuo descanso, con todo, les fuera tanto mejor vivir con sus cuerpos buenos y sanos,
que aun aquellos que son de parecer que de todas maneras es mayor la felicidad de estar
sin cuerpo, convéncense de esta opinión, aunque contraria a su propio dictamen. Porque
ninguno se atreverá a anteponer sus hombres sabios, que han de morir, o que ya han
muerto, esto es, los que carecen de cuerpos o han de dejar los cuerpos, a los dioses
inmortales, a quienes el sumo Dios, según Platón, por grande beneficio, les permite una
vida indisoluble, esto es, una compañía eterna con sus cuerpos. Y al mismo Platón le
parece particular felicidad la de los hombres cuando, habiendo pasado esta vida santa y
justamente separados de sus cuerpos, son admitidos en el seno de los mismos dioses, que
nunca dejan los suyos “para que, en efecto, olvidados de lo pasado, puedan volver otra vez
al mundo y empiecen a desear el volver a nuevos cuerpos”; lo que celebran haber dicho
Virgilio siguiendo la doctrina de Platón.

Porque de esta manera entiende que las almas de los mortales no pueden estar siempre en
sus cuerpos, sino que, con la necesidad de la muerte, se vuelven a disolver; y que tampoco
sin los cuerpos duran perpetuamente, sino que por sus tandas y alternativas piensa que sin
cesar se hacen los vivos de los muertos y los muertos de los vivos; de modo que parece que
la diferencia que hay de los Sabios a los demás hombres es ésta: que los sabios de la
muerte, suben a las estrellas a descansar cada uno algún tiempo más en el astro y
constelación que más le agrade, y, desde allí, otra vez, olvidado de la miseria pasada y
vencido del deseo de volver a su cuerpo, vuelve a los trabajos y miserias de los mortales;
pero los que vivieron neciamente, al momento vuelven a los cuerpos, conforme a sus
méritos, o de hombres o de bestias.

En este estado tan duro coloca Platón también a las almas buenas y sabias, a las cuales no
les reparte y distribuye cuerpos con que puedan vivir siempre inmortalmente, sino que ni
pueden permanecer en los cuerpos, ni sin ellos pueden durar en la eterna pureza. Ya
dijimos en los libros anteriores cómo Porfirio, en los tiempos cristianos, se avergonzó de
esta doctrina de Platón. y que no sólo eximió a las almas de los hombres de los cuerpos de
las bestias, sino que también quiso que la de los sabios de tal manera fuesen libres de los
vínculos del cuerpo, que, huyendo de todo lo que es cuerpo, estuviesen junto al Padre
gozando de la bienaventuranza sin fin.

Así que por no parecer inferior a Jesucristo, que promete a los santos vida eterna, también
él a las almas purificadas las colocó en la eterna felicidad, sin que tengan necesidad de
volver a las miserias pasadas; y por contradecir a Jesucristo, negando la re- surrección de
los cuerpos incorruptibles, dijo que habían de vivir para siempre, no sólo sin los cuerpos
terrenos, sino totalmente sin ningún cuerpo. Sin embargo, a pesar de dicha opinión, no se
atrevió a prohibir a estas almas que se sujetasen y respetasen con reverencia religiosa a los
dioses corpóreos, porque no creyó que, a pesar de no tener cuerpo alguno, fueran mejores
que ellos. Por lo cual, si no han de atreverse, como entiendo que no lo han de efectuar, a
anteponer las almas de los hombres a estos dioses felicísimos, aunque tengan cuerpos
eternos, ¿por qué les parece absurdo lo que enseña la fe cristiana, de que a los primeros
hombres los crió Dios de tal suerte que, si no pecaran, no se apartaran con ninguna muerte
de sus cuerpos, sino que por los méritos de la obediencia fielmente observada,
remunerados con la inmortalidad, vivieran con ellos eternamente; y que los santos, en la
resurrección, han de tener de tal manera los mismos cuerpos en que aquí fueron afligidos,
que ni a su carne le ha de poder acontecer corrupción alguna o dificultad, ni a su
bienaventuranza algún dolor o infelicidad?

Página 360 de 360


La Ciudad De Dios San Agustín

CAPITULO XX

Que los cuerpos de los santos que descansan ahora con esperanza se han de venir a reparar
con mejor calidad que la que tuvieron los de los primeros hombres antes del pecado Y por
eso al presente las almas de los santos difuntos no sienten pesar por la muerte con que las
separaron de los cuerpos, porque su carne descansa con esperanza, por mas ignominias que
parezca que han recibido, estando ya fuera de todo sentido. Y no desean, como opinó
Platón, olvidarse de sus cuerpos, sino acordándose de la promesa de aquel Señor que a
ninguno engaña, el cual les aseguró que no perderían ni un cabello, con gran deseo y
paciencia esperan la resurrección de sus cuerpos en que padecieran muchos trabajos para
no sentirlos ya jamás en ellos.

Pues si no aborrecían a su carne cuando ella con su flaqueza resistía al espíritu, y la


reprimían por el derecho natural del espíritu, ¡cuánto más la amarán habiendo ella de ser
también espiritual! Porque así como muy a propósito se llama carnal el espíritu que sirve a
la carne, así la carne que sirve al espíritu se llamará muy bien espiritual; no porque se haya
de convertir en espíritu, como algunos piensan, porque dice la Escritura: “Siémbrase (esto
es, muere como semilla; que muere para llevar fruto) el cuerpo animal, y resucita cuerpo
espiritual”; sino porque con suma y admirable facilidad y obediencia se sujeta al espíritu
hasta cumplir la segura voluntad de la indisoluble inmortalidad, libre ya de todo género de
molestia, corruptibilidad y pesadumbre. Pues no sólo será cual es ahora, cuando está más
robusta y más sana, pero ni cual fue en los primeros hombres antes que pecaran; los cuales,
aunque no hubiesen de morir si no pecaran, con todo, usaban como hombres de alimentos,
trayendo consigo cuerpos terrenos, aún no espirituales, sino animales.

Los cuales, aunque no se estragasen con la senectud, de manera que necesariamente


llegasen a morir (el cual estado, por gracia de Dios, se les concedía en virtud del árbol de la
vida, que estaba juntamente con el árbol vedado en medio del Paraíso); con todo, comían
también de todos los otros manjares, exceptuando sólo un árbol del que les mandó Dios
que no comiesen, no porque el árbol fuese malo, sino por recomendarnos lo bueno de la
pura y simple obediencia, que es una grande virtud de la criatura racional, subordinada
debajo de su Criador y Señor.

Porque donde no era malo lo que se tocaba, sin duda que si estando vedado se tocaba,
pecábase sólo por la desobediencia. Así pues, se sustentaban comiendo de otros manjares
para que los cuerpos animales no sintiesen molestia alguna con el hambre y la sed; y del
árbol de la vida comían porque no se les entrase la muerte de ninguna suerte, o consumidos
de la vejez, en corriendo y pasando los espacios del tiempo se muriesen; como si todos los
demás manjares les sirviesen de sustento y alimento, y aquel del árbol de la vida de
Sacramento; de manera que entendamos que sirvió el árbol de la vida en el Paraíso
corporal, como en el espiritual, esto es, en el Paraíso inteligible, la sabiduría de Dios, de
quien dice, el sagrado texto “que es árbol de vida para los que lo abrazaren”.

CAPITULO XXI

De cómo el Paraíso, donde estuvieron los primeros hombres, se puede bien entender que
nos figura y significa alguna cosa espiritual, salva la verdad de lo que la Historia refiere del

Página 361 de 361


La Ciudad De Dios San Agustín

lugar corporal Algunos alegorizan y refieren todo el Paraíso, donde dice verdaderamente la
Sagrada Escritura que estuvieron los primeros hombres, padres del linaje humano, a las
cosas inteligibles, y convierten todos aquellos árboles y plantas fructíferas en virtudes y
costumbres arregladas para vivir bien, como si no hubiera habido aquellas cosas visibles y
corporales, sino que se dijeron o escribieron así para significarnos las cosas inteligibles.
Pero no debe deducirse de esto que no pudo haber Paraíso corporal, por cuanto podemos
entenderle igualmente que el espiritual, y tanto valdría asegurar que no hubo dos mujeres,
Agar y Sara, y dos hijos de Abraham habidos en ellas, uno de la esclava y otro de la libre,
porque dice el apóstol que se figuraron en ellas los dos Testamentos; o que no corrió el
agua de la piedra que hirió Moisés con la vara, porque allí por una significación figurada
puede entenderse también Jesucristo, puesto que dice San Pablo “que la piedra era Cristo”.

Así pues, ninguno contradice que por el Paraíso puede entenderse la vida de los
bienaventurados; por sus cuatro ríos, las cuatro virtudes cardinales, prudencia, fortaleza,
templanza y justicia; por sus árboles, todas las artes útiles; por el fruto de los árboles, las
costumbres de los justos; por el árbol de la vida, la misma sabiduría, madre de todos los
bienes; y por el árbol de la ciencia del bien y del mal, la experiencia del precepto violado.
Porque puso Dios la pena muy a propósito, puesto que, la puso justamente a los pecadores
y, aunque no por su bien, la experimenta el hombre.

Podemos también acomodar toda esta doctrina a la Iglesia, para que así lo entendamos
mejor, tomando estos objetos como figuras y profecías de lo venidero; por el Paraíso, a la
misma Iglesia, como se lee de ella en los Cantares; por los cuatro ríos del Paraíso, los
cuatro Evangelios; por los árboles fructíferos, a los santos; por su fruta, sus obras; por el
árbol de la vida, el santo de los santos, que es Jesucristo, y por el árbol de la ciencia del
bien y del mal, el propio albedrío de la voluntad, pues ni aun de sí mismo puede el hombre
usar muy mal si desprecia la voluntad divina; y así llega a saber la diferencia que hay
cuando abraza el bien común a todos; o cuando gusta del suyo propio.

Porque amándose a sí mismo, se premia a sí mismo, para que, viéndose por ello lleno de
temores y tristezas, diga aquella expresión del real Profeta, si es que siente sus males: “En
mí propio se me ha turbado el alma”; y, enmendado ya, diga: “Mi fortaleza, Señor, la
dejaré en tus manos.” Si estas cosas, y otras semejantes, pueden decirse más cómodamente
para que entendamos espiritualmente el Paraíso, díganlas en horabuena sin contradicción
alguna, con tal que creamos también la certeza de aquella historia que nos refiere fielmente
lo que pasó en realidad de verdad.

CAPITULO XXII

Que los cuerpos de los santos, después de la resurrección, serán espirituales, de manera que
no se convierta la carne en espíritu Así que los cuerpos de los justos que han de hallarse en
la resurrección ni tendrán necesidad de árbol alguno, para que ni la enfermedad ni la
senectud los menoscabe y mueran, ni de otros cualesquiera corporales alimentos contra la
molestia de la hambre o de la sed, porque infaliblemente y en todas maneras gozarán del
don y beneficio inviolable de la inmortalidad; de suerte que si quieren comer podrán
hacerlo, pero no por necesidad. Como tampoco comieron los ángeles cuando aparecieron
visible y tratablemente, porque tenían necesidad, sino porque querían y podían, por
acomodarse con los hombres, usando de cierta benignidad humana en su ministerio.

Página 362 de 362


La Ciudad De Dios San Agustín

Pues no debemos creer que los ángeles comieron imaginaria y fantásticamente cuan- do
vinieron a ser huéspedes de los hombres, aunque a los que ignoraban si eran ángeles les
pareciese que comían con la misma necesidad que acostumbramos nosotros. Y esto es lo
que dice el ángel en el libro de Tobías: “Me veíais comer, pero sólo me veíais a vuestro
parecer”, esto es, pensabais que comía por necesidad que tenía de reparar el cuerpo, como
lo hacéis vos- otros. Pero aunque de los ángeles quizá se puede sostener otra opinión que
sea más creíble, sin embargo, la fe cristiana no pone duda que nuestro Salvador, después de
la resurrección, teniendo ya el cuerpo espiritual, comió y bebió con sus discípulos, porque
lo que vendrán a perder semejantes cuerpos será la necesidad, no la potestad o posibilidad
y así serán espirituales, no porque dejarán de ser cuerpos, sino porque se sustentaran y
perseverarán con el espíritu que los vivifica.

CAPITULO XXIII

Qué es lo que debemos entender por el cuerpo animal y por el cuerpo espiritual; quiénes
son los que mueren en Adán y quiénes los que se vivifican en Cristo Así como estos que
aun no poseen un espíritu vivificante, sino una alma viviente, se llaman cuerpos animales,
no siendo almas, sino cuerpos, así se denominan espirituales aquellos cuerpos; con todo, de
ninguna manera debemos creer que han de ser espíritus, sino cuerpos que han de tener
substancia de carne, pero que no han de padecer con el espíritu vivificante im- perfección
ni corrupción carnal. Entonces el hombre no será más ya terreno, sino celestial, no porque
el cuerpo que se formó de la tierra no será el mismo, sino porque, por don del cielo, será tal
que convenga también para morar en el cielo, no por haber, perdido su naturaleza, sino por
haber mudado de calidad. Al primer hombre, como era de la tierra terreno, le hizo Dios
ánima viviente y no espíritu vivificante, lo cual se le reservaba que viniera a serlo por
mérito de la obediencia.

Por eso su cuerpo (que tenía necesidad de comer y de beber para no tener hambre y sed, y
el árbol de la vida le guardaba de la necesidad de la muerte y le conservaba en la flor de la
juventud, aunque no tuviera la inmortalidad absoluta e indisoluble) indudablemente no era
espiritual, sino animal, aunque por ninguna razón muriera si no incurriera pecando en la
sentencia con que Dios le había amenazado. Y fuera del Paraíso, no faltándole los
alimentos, pero no dejándole gustar del árbol de la vida, viniera a acabar más tarde, con el
tiempo y la senectud, aquella vida, la cual, en el cuerpo, aunque animal (hasta que se
hiciera espiritual por el mérito de la obediencia), pudo tener perpetua en el Paraíso, si no
pecara. Por lo cual, aun cuando entendamos que juntamente les significó Dios esta muerte
manifiesta con que se hace la división del alma y del cuerpo en el anatema con que
rigurosamente les amenazó: “En el día que comiereis del árbol vedado moriréis de
muerte”; no por eso debe parecer absurdo, porque no dejaron los cuerpos aquel mismo día
en que comieron de la fruta vedada y mortífera.

Pues desde este día se empeoró y co- rrompió la naturaleza, y quedando justamente
excluida del árbol de la vida, se le siguió la necesidad de la muerte corporal, con cuyo fatal
destino hemos nacido nosotros. Por eso no nos dice el Apóstol que el cuerpo morirá por
causa del pecado, sino que dice que “el cuerpo está muerto por causa del pecado, pero que
el espíritu vive por la justificación.” Después prosigue y dice: “Mas si aquel espíritu que
resucitó a Jesucristo de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de
entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por el espíritu de Dios, que

Página 363 de 363


La Ciudad De Dios San Agustín

habita en vosotros.” Así que entonces tendrá espíritu vivificante el cuerpo que ahora tiene
alma viviente, y, sin embargo, le llama el Apóstol muerto, porque está ya constituido en la
dura necesidad de morir. Pero en el Paraíso, de tal modo tenía alma viviente, aunque no
espíritu vivificante, que no se podía decir con propiedad muerto, por cuanto no podía tener
necesidad de morir, si no es cometiendo el pecado.

Habiéndonos Dios significado cuando dijo: “Adán, ¿adónde estás?” la muerte del alma,
que se efectuó desamparándola el Señor; y cuando dijo: “tierra eres, y a la tierra volverás”,
la muerte del cuerpo que se verifica al separarse el alma del cuerpo, debemos creer que no
hizo mención de la muerte segunda, porque quiso que estuviese oculta por causa de la
dispensación del Nuevo Testamento, donde expresamente se nos manifiesta, para que
pnmero se nos hiciese ver que aquella primera muerte, que es común a todos, vino y
procedió de aquel pecado que en uno fue común a todos; pero la muerte segunda no es
común a todos, “por aquellos que, según el propósito y elección divina, son llamados a la
santidad, a los cuales entrevió y predestinó, como dice el Apóstol, que fuesen conformes a
la imagen de su Hijo, para que él fuese el primogénito entre muchos hermanos”, a quienes
la gracia de Dios, por el mediador, libertó de la segunda muerte.

Así que, hablando en estos términos el Apóstol, nos da a entender que fue criado el primer
hombre en cuetpo animal; pues queriendo distinguir este animal que al presente tenemos,
del espiritual que ha de haber en la resurrección: .”Siémbrase como semilla –dice- en la
sepultura nuestro cuerpo, sujeto a la corrupción, y se levantará y resucitará incorruptible;
siémbrase ignominioso y feo, y resucitará claro y glorioso; siémbrase sujeto a mil
flaquezas, y resucitará con mucha virtud y vigor; siémbrase cuerpo animal sujeto a hambre
y sed, y resucitará sutil y espiritual, sin necesidad de comer ni beber.”

Después, para probar está doctrina: “Si hay -dice- cuerpo animal, hay también cuerpo
espiritual.” Y para demostrar qué cosa es cuerpo animal, añade: “Así lo dice la Sagrada
Escritura: hizo Dios al primer hombre alma viviente.” De este modo nos quiso manifestar
qué cosa es cuerpo animal; aunque el sagrado texto no dijo del primer hombre, que se
llamó Adán, cuando Dios, con su aliento y soplo, crió aquella alma: “Crió Dios al hombre
en cuerpo animal”, sino “hizo Dios al primer hombre alma viviente”. Luego, cuando dice
el sagrado texto: “Hizo Dios al primer Adán alma viviente”, quiso el Apóstol que
entendiésemos el cuerpo animal del hombre; y cómo hemos de entender el espiritual nos lo
patentizó, añadiendo: “Pero el ultimo Adán le hizo Dios espíritu vivificante”, aludiendo,
sin duda, a Cristo, que resucitó de entre los muertos, de suerte que no puede ya más morir.
Después prosigue y dice: “Aunque no fue primero el cuerpo espiritual, sino el animal, y
después el espiritual”, donde con más claridad nos dio a entender cómo nos “quiso
significar el cuerpo animal en aquella expresión de la Escritura, “que hizo Dios al primer
Adán alma viviente”; y cuerpo espiritual en la otra, donde dice: “Y al último Adán espíritu
vivificante.” Porque primero es el cuerpo animal, como le tuvo el primer Adán (aunque no
cuerpo que muriera si no pecara, como le tene- mos nosotros ahora, de una naturaleza tan
trocada y corrompida, como se trocó en él después que pecó, por lo cual le sobrevino la
necesidad de morir. Así también al principio quiso y se dígnó tener cuerpo Jesucristo por
nosotros, aunque no por necesidad, sino por potestad.

Después es el cuerpo espiritual y cual precedió ya en Cristo, como en cabeza nuestra


sucederá también en sus miembros en la última resurrección de los muertos. Añade
después el Apóstol la evidentísima diferencia que hay entre estos dos hombres, diciendo:
“El primer hombre fue de la tierra, terreno, y el segundo, del cielo, celestial; y cual fue

Página 364 de 364


La Ciudad De Dios San Agustín

aquel terreno, tales son también los terrenos; y cual es el celestial, tales también los
celestiales; como representamos, pues, y vestimos la imagen del terreno, así también
representamos y nos vistamos la imagen de aquel que vino del cielo.” Esta doctrina la
describió el Apóstol de manera que se realice ahora en nosotros, según el sacramento de la
regeneración, como lo dice en otro lugar: “Todos los que os habéis bautizado en Cristo os
habéis vestido de Cristo”, esto es, os habéis hecho conformes y semejantes a Él.

Pero, realmente, se acabará de hacer y cumplir esta semejanza en nosotros cuando lo que
en nosotros es animal por el nacimiento, se hubiere hecho espiritual por la resurrección.
Porque usando nuevamente de sus expresiones, dice: “Nuestra salvación ha sido en
esperanza”; esto es, que aunque ahora no la veamos con nuestros ojos, con todo, el rescate
se efectuó de suerte que esperamos salvarnos perfectamente. Vestímonos de la imagen y
semejanza del hombre terreno por la propagación del pecado y de la muerte, de que nos
hizo herederos. la generación; pero de la imagen y semejanza del hombre celestial nos
vestimos por la gracia del perdón y de la vida eterna, de que nos hace herederos la
regeneración por virtud de Jesucristo, hombre mediador de Dios y de los hombres, que es a
quien entiende por el hombre celestial, pues vino del cielo para vestirse del cuerpo de la
mortalidad terrena y vestir despúés al cuerpo de la celestial inmortalidad, Por eso llama
también celestiales a los otros; pues por la gracia vienen a ser miembros suyos, de modo
que Cristo viene a ser uno con ellos, como la cabeza y el cuerpo.

Esto lo dice más claro en la misma epístola con estas palabras: “Por un hombre entró la
muerte y por otro hombre la resurrección de los muertos; porque así como morimos todos
en Adán, así en Cristo todos resucitaremos a la vida eterna; y esto será ya con el cuerpo
espiritual, que será espíritu vivificante”; no porque todos los que mueren en Adán hayan de
ser miembros de Cristo (puesto que la mayor parte de ellos irán condenados eternamente a
la muerte segunda), sino que por eso dijo todos, en los unos y en los otros, en los que
mueren y en los que vivirán, porque así ,como ninguno muere en cuerpo animal, si no es en
Adán, así ninguno revive y resucita en cuerpo espiritual, si no es en Cristo.

Por eso no debemos imaginar que en la resurrección hemos de tener el cuerpo de la misma
cualidad que le tuvo el primer hombre antes del pecado; ni aquella expresión con que dice:
“Cual es el terreno, tales serán también los terrenos”, debe entenderse, según lo que se
hizo, cometiendo el pecado; porque no debemos pensar que antes que pecara tuvo cuerpo
es- piritual, y que por el pecado y su mérito se mudó en animal. Los que así opinan
atienden poco a palabras de un tan ilustre doctor, que dice: “Si hay cuerpo animal, hay
también cuerpo espiritual, como leemos en el Génesis, que hizo Dios al primer hombre
alma viviente”; ¿fue, acaso, después de la culpa cuando éste era el primer estado del
hombre a que alude el santo Apóstol, para demostrar que era cuerpo animal, tomando
dicho tes- timonio de la ley?

CAPITULO XXIV

Cómo debe entenderse aquel soplo de Dios con que se hizo al primer hombre alma
viviente, o aquel de Cristo Nuestro Señor, cuando dijo: Tomad el Espíritu Santo Del
mismo modo entendieron algunos con poca consideración aquellas palabras: “Inspiróle
Dios soplando en su rostro el espiritú de vida, y quedó hecho el hombre alma viviente, que
no le infundió Dios entonces primeramente al hombre alma, sino que a la que ya tenía la
vivificó con el Espíritu Santo.” Y se inclinan a creerlo por advertir que Cristo Nuestro

Página 365 de 365


La Ciudad De Dios San Agustín

Señor, después que resucitó de los muertos, inspiró y sopló, diciendo a sus discípulos:
“Tomad el Espíritu Santo.” Por eso piensan que se hizo aquí parte de lo que allá pasó,
como si aquí también, prosiguiendo el santo evangelista; dijera: “Hízolo Dios alma
viviente”; lo cual, si seguramente dijera, entenderíamos que el espíritu de Dios es una
especie de vida de las almas racionales, sin el cual éstas deben tenerse por muertas, aunque
con la presencia de ellas parezca que viven los cuerpos. Pero que esto no fue así cuando
crió Dios al hombre bastantemente lo declaran las palabras del Génesis, donde se lee: “Y
formó Dios del polvo de la tierra al hombre”, cuya expresión, queriendo algunos
interpretarla con más claridad, dijeron: “Hizo Dios al hombre del limo o barro de la tierra”,
porque había dicho arriba: “Subía de la tierra una fuente y regaba toda la faz de la tierra”,
como si por eso debiera entenderse el barro que se forma con la humedad y la tierra. Pero,
dicho esto, continúa diciendo la Escritura: “Y formó Dios del polvo de la tierra al hombre”,
como se lee en los códices griegos, de cuyo idioma se tradujo al latino la Sagrada
Escritura.

Pero dígase formavit o finxit, qúe en griego dice eplasen, aquí no importa nada, aunque
más propiamente se dice finxit; pero los que dijeron formavit quisieron huir de la
ambigüedad porque en latín es más común decir fingere con respecto a los que componen
alguna cosa fingida y disimuladamente. A este hombre, pues, formado del polvo de la
tierra o del légamo, porque era el polvo húmedo, y, por decirlo más expresamente, como la
Escritura, polvo de la tierra; a éste digo, nos enseña el Apóstol que le hizo Dios cuerpo
animal cuando le infundió el alma, “hizo Dios a este hombre alma viviente”, esto es, a este
polvo formado le hizo alma viviente.

Pero dirán que ya tenía alma, porque de otra suerte no se llamara hombre, pues el hombre
no es el cuerpo solo o el alma sola, sino el que consta del alma y cuerpo. Verdaderamente
no es el alma todo el hombre, sino la parte más noble del hombre; ni todo el hombre es el
cuerpo, sino parte inferior del hombre; pero cuando está lo uno y lo otro juntos, se llama
hombre, al cual nombre, sin embargo, tampoco lo pierden el cuerpo y el alma de por sí,
aun cuando hablemos de cada uno de ellos separadamente. Porque ¿quién quita que se
diga, según la ley recibida, en el lenguaje ordinario, tal hombre murió y ahora está en
descanso o en penas pudiendo solo decirse esto del alma; y tal hombre se enterró en tal o
en tal lugar, no pudiéndose entender sino de sólo el cuerpo? Y si dijeren que no suele
hablar así la Sagrada Escritura, por el contrario, ella nos confirma de manera que, aun
cuando estas dos cualidades están unidas y vive el hombre, sin embargo, a cada cosa de por
sí la llama ella con nombre de hombre, es a saber, al alma; hombre interior, y al cuerpo,
hombre exterior, como si fueran dos hombres, siendo lo uno y lo otro juntos un hombre.

Pero conviene, saber en qué sentido se dice el hombre imagen y semejanza de Dios, y en
cuál se dice el hombre tierra, y qué es lo que ha de ir a la tierra. Porque lo primero se dice
según el alma racional que Dios infundió al hombre, esto es, al cuerpo del hombre,
soplando, o, como se dice más a propósito, inspirando, y lo último se dice respecto del
cuerpo, que formó Dios al hombre del polvo, a quien infundió el alma para que se hiciera
cuerpo animal, esto es, el hombre animal viviente. Por eso, en lo que practicó Jesucristo
nuestro Señor cuando sopló diciendo: “Tomad el Espíritu Santo”, quiso darnos a entender
que el Espíritu Santo no sólo es Espíritu del Padre, sino también del mismo Unigénito,
porque un mismo Espíritu es el del Padre y el del Hijo, con quien es Trinidad, el Padre, y el
Hijo, y el Espíritu Santo, no criatura, sino Criador.

Página 366 de 366


La Ciudad De Dios San Agustín

Pero aquel soplo corporal que salió de la boca carnal no era substancia o naturaleza del
Espíritu Santo, sino una significación suya, para que entendiéramos, como insinué, que el
Espíritu Santo era común al Padre y al Hijo, porque no tiene cada uno el suyo, sino que
uno mismo es el de ambos. Y siempre este Espíritu, en la Sagrada Escritura, en griego se
dice Pneuma, como también en este lugar le llamó el Señor cuando le repartió a sus
discípulos, significándole con el soplo de su boca corporal; y no me acuerdo que se llame
jamás de otra manera en toda la Escritura. Pero donde se lee: “Y formó Dios al hombre del
polvo de la, tierra, y le infundió, soplándole en el rostro, espíritu de vida, no pone el idioma
griego esta voz Pneuma, que suele significar el Espíritu Santo, sino Pnoen, lo cual más de
ordinario se lee de la criatura que del Criador; y así también algunos latinos, para
diferenciarlos, quisieron mejor interpretar este mismo nombre y llamarle, no Espíritu, sino
soplo.

Este mismo se halla también en griego en Isaías, donde dice Dios: “Yo hice todos los
soplos”, significando, sin duda, todas las almas. Por ello, lo que en griego se dice Pnoen,
los nuestros lo interpretan algunas veces soplo, otras espíritu, otras inspiración o
aspiración, y otras también alma; pero la palabra Pneuma siempre es espíritu, ya sea del
hombre, como cuando dice el Apóstol: “¿Qué hombre puede saber lo que está encerrado en
el pecho del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?”; ya sea de las bestias,
como se lee en el Eclesiastés: “¿Quién sabe si el espíritu del hombre sube al cielo, y si el
espíritu de la bestia baja a la tierra, y perece juntamente con el cuerpo?”; ya sea este
espíritu corpóreo, que también llamamos viento, porque este nombre se halla en el salmo,
donde dice: “El fuego, el granizo, la nieve, la helada y el espíritu tempestuoso”; ya sea, no
el espíritu criado, sino el Criador, como lo es cuando dice el Señor en el Evangelio:
“Tomad el Espíritu Santo”, significándonosle con el soplo corporal de su santísima, boca;
y donde dice: “Andad y bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, del Hi- jo y del
Espíritu Santo”, donde excelentemente y con la mayor evidencia se nos declara la
Santísima Trinidad; y donde dice: “Dios es espíritu”, como en otros muchos lugares de la
Escritura; pues en todos ellos la versión griega vemos que dice, no Pnoen, sino Pneuma, y
la latina, no soplo, sino espíritu. Por lo cual, si cuándo dijo inspiró, o, si se dice con más
propiedad, sopló en su cara, le infundió el espíritu de vida, en la versión griega no se
pusiera Pnoen, como en ella se lee, sino Pneuma, tampoco podría deducirse que
necesariamente debíamos entender el Espíritu Criador, que propiamente se llama en la
Trinidad el Espíritu Santo, puesto que consta, como hemos dicho, que Pneuma se suele
decir, no sólo del Criador, sino también de la criatura.

Pero dirán que cuando dijo espíritu no añadiera de vida, si no quisiera entender allí el
Espírítu Santo, y cuando dijo: “Hizo Dios al hombre alma” no añadiera viventem, viviente,
si no sígnificara la vida del alma que se le comunicó por don y gracia del Divino Espíritu;
porque viviendo el alma -dicen- con su propia vida, ¿qué necesidad había de añadir
viviente, sino para que se entendiese la vida que se le da por el Espíritu Santo? Y esto ¿qué
es sino defender con mucho cuidado la parte de la sospecha humana, y no atender sino con
mucho descuido a la Sagrada Escritura? Porque ¿qué mucho era, sin ir muy lejos, leer en el
mismo libro poco más arriba: “Produzca la tierra el alma viviente”, cuando crió Dios todos
los animales terrestres? Después, interponiendo algunos pocos capítulos, aunque en el
mismo libro, ¿que mucho era advertir lo que dice: “Que todo lo que tenía espíritu de vida y
estaba sobre la tierra había perecido”? Luego si hallamos también en las bestias alma
viviente y espíritu de vida, según el estilo de la Sagrada Escritura, y habiendo dicho el
griego asimismo en este lugar, donde se lee, todo lo que tenía espíritu de vida, no Pneuma,
sino Pnoen, ¿por qué no preguntamos qué necesidad había de añadir viviente, puesto que

Página 367 de 367


La Ciudad De Dios San Agustín

no puede ser alma si no vive? ¿O qué necesidad había de añadir de vida, habiendo dicho
espíritu? Entendemos que la Escritura, según su estilo, dijo espíritu de vida y alma
viviente, queriendo dar a entender los animales, esto es, los cuerpos animados, que por el
alma participan también de estos sentidos visibles del cuerpo.

Pero en la creación del hombre no reparamos en cómo suele hablar la Escritura, habiendo
hablado totalmente conforme a su estilo, por darnos a conocer que el hombre, aun después
de haber recibido el alma racional (la cual quiso dar a entender que fue criada, no de la
tierra, ni del agua, como toda carne, sino del aliento y soplo de Dios), fue, sin embargo,
criado de modo que viviese en cuerpo animal; lo que sucede viviendo en él el alma, como
viven aquellos animales de quienes dijo: produzca la tierra almas vivientes, y asimismo los
que dijo que tuvieran en sí espíritu de vida, donde también el griego no escribe Pneuma,
sino Pnoen, declarando con este nombre, sin duda, no el Espíritu Santo, sino el alma de
estos animales. Pero, no obstante, dicen ellos, se deja entender que el soplo de Dios salió
de la boca de Dios, el cual, si creyéremos que es el alma, habremos de confesar que es de
su misma substancia e igual que aquella sabiduría, que dice: “Yo salí de la boca del
Altísimo.” Pero es de advertir que no dijo la sabiduría que la sopló Dios de su boca, sino
que ella salió de su boca.

Porque así como nosotros podemos hacer, no de nuestra naturaleza de hombres, sino de
este aire que nos circunda y con que respiramos, un soplo cuando soplamos, así Dios
todopoderoso, no de su naturaleza, ni de alguna materia criada, sino de la nada, pudo hacer
un soplo, el cual con mucha conveniencia se dijo que le inspiró y sopló para infundirle en
el cúerpo del hombre, siendo él incorpóreo y el soplo también incorpóreo, pero él
inmutable y el soplo mudable; porque siendo él no criado, le infundió criado. Mas para que
entiendan los que quieren hablar de las Escrituras y no advierten las frases y metáforas con
que habla la Escritura, que no solamente se dice que sale de la boca de Dios lo que es su
igual o de su misma naturaleza, oigan o lean lo que dice Dios en el sagrado texto: “Porque
eres tibio, y no cálido ni frío, te comenzaré a lanzar de mi boca.”

Así que no hay razón alguna para que resistamos o contradigamos a las palabras evidentes
y claras del Apóstol cuando, distinguiendo el cuerpo animal del cuerpo espiritual, esto es,
este en que en la actualidad existimos, de aquel en que hemos de estar después, dice:
“Arrojóse como semilla en la sepultura el cuerpo animal, y vuelve a nacer y a levantarse
cuerpo espiritual; hay cuerpo animal y hay cuerpo espiritual; conforme a lo que dice la
Escritura que hizo Dios al primer hombre, Adán, alma viviente, y al último Adán, espíritu
vivificante; aunque no fue primero el cuerpo espiritual, sino el animal, y luego el espiritual.
El primer hombre de tierra fue terreno, el segundo hombre de cielo fue celestial; cual es el
terreno, tales son asimismo los terrenos, y cual es el celestial, tales serán también los
celestiales. Luego, así como nos vestimos la imagen y semejanza del terreno, vistámonos
igualmente la imag'en y semejanza de aquel que es del cielo.” Sobre todas estas palabras
del Apóstol hemos ya raciocinado. El cuerpo animal, con el que dice San Pablo que hizo
Dios al primer hombre, Adán, no era formado de suerte que no pudiese morir, sino de
manera que no muriera si el hombre no pecara. Porque aquel que con el espíritu vivificante
será espiritual e inmortal, no podrá de ningún modo morir; así como el alma que fue criada
inmortal, aunque se dice que muere con el pecado, careciendo de una especie de vida suya,
esto es, del espíritu de Dios, con que podía vivir sabia y bienaven- turadamente; sin
embargo, no deja de vivir con una vida suya propia, aunque miserable, porque la crió Dios
inmortal.

Página 368 de 368


La Ciudad De Dios San Agustín

También a los ángeles apóstatas, aunque, en cierto modo, murieron pecando, porque
apostataron y desampararon la fuente de la vida, que es Dios, bebiendo de la cual podían
vivir virtuosa y felizmente; no obstante, no pudieron morir de suerte que totalmente
dejasen de vivir y sentir, porque los crió Dios inmortales; y así, después del juicio final los
arrojará y condenará a la muerte segunda, de manera que ni aun allí carezcan, de vida,
puesto que no han de carecer de sentido, habiendo de vivir en dolor y tormento. Pero los
hombres que participan de la gracia de Dios, ciudadanos de los santos ángeles que viven en
la bienaventuranza, se vestirán los cuerpos espirituales de modo que ni pequen ya más ni se
mueran, sino que gozarán de aquella inmortalidad que, como la de los ángeles, no pueda
perderse con el pecado; quedándoles, con todo, la naturaleza de la carne, pero sin rastro de
corruptibilidad o imperfección carnal. Réstanos por explorar una cuestión que es
indispensable tratemos y, con el auxilio soberano del Señor de la verdad, decidamos
formalmente.

Si en los primeros hombres, cuando los desamparó la gracia divina, el apetito de los
miembros corporales desobedientes nació del pecado de la desobediencia (por lo que
vinieron a abrirse los ojos sobre su desnudez, esto es, la miraron con más curiosidad, y
porque el movimiento torpe resistía al albedrío de la voluntad, cubrieron su cuerpo), ¿cómo
vinieran a engendrar y propagar sus hijos si como Dios los crió, perseveraran sin pecar?
Pero por ser ya tiempo de concluir este libro, y una cuestión tan célebre no es justo
atropellarla, siendo cortos en su examen y exposición, la suspenderemos para tratarla con
más comodidad y claridad en el libro siguiente.

Página 369 de 369

También podría gustarte