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Capítulo I: Preámbulo al ocio doméstico: la casa como máquina de abrigar.

«La casa debe ser el estuche de la vida, la máquina de felicidad»


Le Corbusier (1978)

En este capítulo realizaré una introducción a la categoría de ocio doméstico y a su relación


con las culturas hogareñas de clase media en Cali. He denominado este capítulo como
preámbulo en tanto, por un lado, se trata de un apartado que introduce el asunto central de
esta investigación y, por otro, rodea, incluso literalmente, al objeto de estudio aquí planteado.
En consecuencia, en este apartado me ocuparé del ocio doméstico por la vía de rastrear sus
bordes: los barrios, la ciudad, el espacio público. Exploraré así la idea de que la centralidad que
el ocio doméstico tiene para las capas medias se relaciona directamente con la depreciación del
ocio en la calle y en el mundo público. En este punto me concentraré en los miedos urbanos
como detonantes de este confinamiento voluntario doméstico.

También en este capítulo efectuaré algunas precisiones conceptuales sobre ocio, tiempo
libre y entretenimiento, con el fin de atender la categoría de ocio doméstico y relacionar su
origen con el surgimiento de la idea contemporánea de casa y hogar, como lugares
confortables y seguros, en los que residen formas comunitarias de relación y en los que las
personas encuentran espacios para el despliegue de su intimidad. El ocio que emerge en esta
casa, entonces, contiene buena parte de estas cualidades y se potencia como una experiencia
que contribuye a paliar, e incluso embestir creativamente, los malestares subjetivos
contemporáneos.

Miedos urbanos: apuntes para entender la centralidad de la casa en Cali


La industrialización acentuó un fenómeno que, de acuerdo a Rybczynski (2009), venía ya
insinuándose en las primeras viviendas de alquiler parisinas y en los hogares holandeses del
siglo XVII: el protagonismo de la casa como escenario privilegiado de la vida privada. Lo
interesante de estas “viviendas de alquiler” radica en el hecho de que estaban destinadas a
sectores de trabajadores no propietarios, esto es, a una clase social que contenía el germen de
lo que reconoceríamos luego como clase trabajadora. Por otro lado, la vivienda de la familia
holandesa exhibía una auténtica innovación para su tiempo: se trataba de casas destinadas

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exclusivamente para el sueño, el descanso, la alimentación, el cobijo familiar. Casas propuestas
para hacer eso que llamamos vivir. ¿Dónde vivís? preguntamos cuando queremos saber dónde
queda ubicada la casa de alguien. Dónde sucede su vida. Es ésta una curiosidad del habla
común que, sin embargo, nombra un hecho relevante para las ciencias sociales en general y
para los estudios del ocio y el trabajo en particular: denominamos vida a aquello que sucede
cuando, por oposición, no trabajamos.

Pues bien, estas casas de alquiler parisinas, las viviendas familiares holandesas, y las que
proliferaron por primera vez tras la instalación de la revolución industrial, constituyeron un
resultado emergente de la división social y sexual del trabajo moderno. Martín Barbero (1999),
nos invita a entender la racionalidad moderna como una máquina de separar aquello que alguna
vez estuvo junto: el Estado y dios, la ciencia y la magia, la vida productiva y la vida reproductiva.
Atendiendo a esta idea las casas premodernas eran escenario de una mixtura que hoy nos
parecería escandalosa. En ellas habitaba la familia y tenía lugar el taller, en ellas nacían los
niños y se producían los utensilios de la cocina, en ellas morían las personas y también se
cultivaba la comida que las mantenía vivas. No es de extrañar que los primeros sociólogos que
dieron cuenta del fenómeno industrial describieron -sin mucho énfasis, es cierto, pues la casa
ha sido desde siempre un tema marginal para las ciencias sociales- la transformación que las
casas estaban experimentando a partir de la consolidación del trabajo capitalista. Marx (1977),
pero también Weber (1967) y Tönnies (1979), denunciaron en su momento el modo en que la
industria moderna amenazaba a la antigua manufactura hogareña, constituida por talleres
artesanales independientes que se establecían en casa. Bajo la aparición de la máquina estos
talleres terminaban convirtiéndose en extensiones de la industria o desaparecían y, con ello,
desplazaban el trabajo, lo desterraban, del escenario doméstico.

De esta forma, la aparición del empleo industrial clásico – que se desarrolla por fuera de
casa, en la industria o fábrica- impuso una fractura tajante entre casa y trabajo, trabajo
femenino y trabajo masculino, tiempo libre y tiempo de trabajo. También la subjetividad y los
procesos de individuación experimentaron sus propias mutaciones. Las incipientes masas de
obreros, y obreras que poblaron las metrópolis estaban compuestas por primera vez por
personas anónimas. Eran extraños presenciado y produciendo su faceta pública ante gente
que no conocían y que probablemente no volverían a ver. Al mismo tiempo vivían
individualmente un proceso colectivo que hoy nos parece rutinario: el de regresar a casa como

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quien vuelve a un refugio y el de apreciar la casa como el espacio de la intimidad. Para Liernur
(1997), de hecho, la casa en el siglo XIX se erige como el escenario de la educación sentimental,
donde los menores aprenden a armonizarse emocionalmente, a contener sus impulsos más
básicos y a diferir las gratificaciones y los varones mayores a lidiar con las tensiones del trabajo.
Por supuesto, este regreso a casa, esta división entre trabajo y vida, mundo privado y mundo
público, alude a un fenómeno de prevalencia masculina. La mayor parte de las mujeres, en
cambio, permanecieron en casa, domesticando la feminidad y feminizando el espacio
doméstico. Sin duda la relación entre mujeres y espacio hogareño es una de las
naturalizaciones más eficaces de la historia. Volveré sobre ello más adelante pero por lo pronto
conviene concebir cómo esta casa, en la que el ocio empieza a revelarse como experiencia
esencial, es impensable sin la distinción sexual que le dio origen.

Tanto Segalen (1996) como Praz (1984) coinciden en asegurar que esta revolución del
espacio doméstico, originada en la industrialización temprana, condujo a convertir la casa en un
lugar. Un espacio de apegos y filias, significado socialmente como refugio, nicho de seguridad
y protección, al que usualmente llamamos hogar. Conviene en este punto efectuar una
aclaración conceptual sobre tres términos que podrán aparecer como sinónimos en este
documento. Me refiero a las nociones de casa, vivienda y hogar. Las distinciones entre estos
tres conceptos son tenues en el habla común pero de gran importancia en la política urbana y
la arquitectura. El término casa nombra a un tipo de edificio que usualmente se destina a la
vivienda aunque pueda eventualmente tener otros usos. Por ejemplo, algunas casas de ciertos
sectores de las ciudades terminan convertidas en establecimientos comerciales o lugares de
trabajo. La vivienda, en cambio, remite al espacio físico en el que las personas viven, bajo esta
idea de vivir a la que he hecho referencia previamente y que designa las actividades opuestas al
trabajo. Así, una casa puede contener varias viviendas, pues un mismo edificio puede albergar
diversos lugares para vivir. También podríamos decir que en una casa existen varios hogares.
Entra entonces en juego el término de hogar, más próximo a las ciencias sociales y a las
prácticas de clasificación poblacional. Nótese que tanto el concepto de vivienda como el de
hogar se emplean en el campo de lo público como categorías sociales y unidades cuantificables,
razón por la cual hablamos del problema de la vivienda, de los ingresos de los hogares o de los
censos por vivienda y hogar. Sin embargo, a diferencia de la vivienda, la denominación de hogar
incorpora más rotundamente a las personas. El DANE en Colombia define hogar como “una
persona o grupo de personas, parientes o no, que: ocupan la totalidad o parte de una vivienda;

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atienden necesidades básicas con cargo a un presupuesto común y generalmente comparten
las comidas” (DANE, 2018c). Podría decirse entonces que cuando alguna o algunas personas
viven en una construcción arquitectónica que denominamos casa, la convierten en su vivienda
y, a la vez, se convierten ellos, y convierten a la casa que habitan, en un hogar. Visto el hogar es
el resultado de una relación entre la vivienda y sus habitantes. Más adelante retomaré con
mayor precisión estos conceptos, pero por lo pronto conviene alertar sobre dos ideas. La
primera es que cuando hablo de casa me refiero a una edificación que se destina a este vivir,
distinto del trabajar, que bien puede realizarse en un pequeño apartamento de clase media –
como en el que habita la mayor parte de las personas estudiadas en esta investigación- o en
una mansión de élite. La segunda es que con frecuencia me referiré a casa y hogar como
sinónimos. Esta licencia formal, se encuentra no obstante justificada. Si admitimos que las
casas son lugares destinados para vivir y el hogar el grupo de personas que vive en un lugar
determinado, tenemos que aceptar que tanto la casa como el hogar son el resultado del mismo
proceso de separación entre vida pública y vida privada, entre vida productiva y vida
reproductiva. Me explico: los edificios donde tenían su vivienda los artesanos medievales no
eran en sentido estricto casas. Ariès (1987) describe cómo en la Francia medieval las
habitaciones en las que se dormía de noche se convertían en talleres durante el día y López y
Nieto (2014) relatan el modo en que los maestros sastres españoles del siglo XVII y XVIII
pernoctaban en cuartos ínfimos mientras el 70% de la vivienda se destinaba a la industria
manufacturera y al albergue de oficiantes y aprendices, parientes lejanos y otros artesanos, en
un conglomerado productivo que difícilmente podemos reconocer como un hogar. Para que
estos talleres se convirtieran en casas fue necesaria la misma operación que se requirió para
que se hicieran hogares: que el trabajo de producción de bienes se externalizara, que el trabajo
doméstico y de cuidado se feminizara, que la comunidad económica que vive junta derivase en
una comunidad de consumo. Esta proximidad histórica entre los términos casa y hogar parece
tener eco en las narrativas del grupo estudiado. Decir “mi casa” es, para las personas
entrevistadas, un equivalente a decir “mi hogar”: el lugar en el que “vivo” o, de acuerdo a
Ibañez, el lugar al que vuelvo:

fu en la casa se localiza el punto-aquí que centra, para cada uno, el mundo: el fuego que la
convierte en hogar, ente que efectivamente condensa toda la energía (calor para hacer
comida y para calentarse, luz) y, afectivamente condensa toda la información (polo
simbólico, fuente del deseo de regresar) (1997, p. 10).

4
Easthope (2004), en el marco de los estudios sobre vivienda, explora esta construcción
simbólica del hogar en tanto espacio seguro y confortable. Sus reflexiones invitan a considerar
el papel que los apegos tienen en la producción del hogar como lugar antropológico, es decir,
como espacio con valor histórico y vital. El imaginario colectivo continuamente refuerza esta
idea de la casa como un lugar de resguardo, en el que estamos amparados. Por supuesto, es
probable que esta idea riña con las realidades de la violencia doméstica, la carencia, la ruptura
del vínculo familiar y las tiranías de la vida hogareña. Saunders (1989) advierte de esta
discrepancia entre discursos y prácticas domésticas en la sociedad inglesa de la década del
ochenta. A partir del análisis de datos cuantitativos Saunders (1989) se pregunta por las
diferencias que pueden presentarse en los modos en que hombres y mujeres definen a sus
hogares. En principio Saunders esperaba encontrar, en el caso de las mujeres, alusiones a sus
casas como escenarios hostiles, ya sea por la sobrecarga de trabajo doméstico o de violencia de
género. No obstante las mujeres estudiadas significaron la casa como un refugio, un lugar de
recogimiento y protección, en un porcentaje muy similar al que prevaleció entre los varones
encuestados1. Lo que sí parece relevante son las diferencias que se presentan entre las
personas mayores y las más jóvenes y entre las propietarias vs. las arrendatarias. Como es
previsible, las personas mayores y las propietarias suelen denotar apegos más hondos hacia
casas en las que su historia vital ha transcurrido. La relación entre trayectoria vital, casa, hogar
y la producción simbólica de la idea de lugar vuelve entonces a hacerse evidente en este
estudio.

Esta percepción no parece distante de la experiencia de las capas medias en el país. Como
mencioné en la introducción, buena parte de este documento fue escrito durante el
confinamiento -a veces obligatorio, a veces voluntario- en el que muchas personas del planeta
nos encontramos entre marzo y junio de 2020, como estrategia para mitigar y contener la
expansión del virus covid-19. La cuarentena de casi 4 meses paralizó y al mismo tiempo movió
el mundo de maneras nunca previstas. La mayor parte de los discursos de protección que
animaron al confinamiento pueden reducirse en el hashtag #quedateencasa. De fondo se nos

1
Para el 2018, según datos de the crime survey for England and Wales, el 7,6% de las mujeres y el 3,8% de los varones
ingleses sufrieron abuso doméstico: un total de 2,4 millones de personas entre los 16 y 59 años (Office for National
Statistics, 2019). Para la década del 80, periodo en el que Saunders efectúa su estudio, los registros de violencia
doméstica son inexactos y no se encuentran compilados en una única fuente. Uno de los estudios de la época más
citados, realizado por el London School of Economics, habla de cerca de 20,000 casos policiales de violencia doméstica,
por año, en la Inglaterra de la década del 80 (Kelly, 2007). Pese a las imprecisiones de estos registros es posible concluir
que la vida hogareña, en este caso inglesa, dista mucho de ser del todo segura para sus integrantes.

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decía algo que para las capas medias en Colombia no entraña una novedad: la casa es el lugar
de protección por excelencia y, en oposición, el afuera, en el que transita el otro (un virus, un
extraño), es la fuente de peligros. Hasta cierto punto esto que el confinamiento reforzó –la
dotación tecnológica de la casa, la vitalidad y urgencia del ocio doméstico, los problemas que
entraña el trabajo de cuidado, el retorno del trabajo productivo a la vida hogareña- son
fenómenos que empezaron a gestarse en estas primeras casas de la industrialización recién
nacida, cuando estas dejaron de ser productoras de bienes de intercambio y se tornaron
guaridas. En este sentido para el arquitecto alemán Gottfried Semper la vivienda era para el
espacio lo que el vestido para el cuerpo: protección de la intimidad, protección ante el extraño,
amplificación de la protección. También Manuel de Landa (2011, p. 14) se refiere a la casa
urbana como una suerte de exoesqueleto que controla a la vez que contiene la energía
humana. Algunas de las personas estudiadas corroboran esta idea. Muchas de ellas definieron
su casa como “una cueva donde uno sabe que nada malo le va a pasar” (Jacinta, comunicación
personal, 7 de enero 2017) y otras describieron su llegada a casa como una suerte de retorno al
origen, “es como un útero… uno está calientico, alimentadito, en paz” (Rosario, comunicación
personal, 8 de febrero 2017). Para Antonio su casa es la representación de sus conquistas
económicas y para Ofelia la cristalización de un capital propio. Vera y Elisa han producido casas
que reflejan su idea de belleza e incluso Sofía, que añora un apartamento más grande, admite
que su idea de disfrute se relaciona con “estar en la casa”. Las casas eran ya nucleares para
estas personas mucho antes de que la covid-19 y los cálculos tecnocráticos las convirtieran en el
universo entero.

He hecho alusión previamente a cómo en los hogares estudiados la casa remite a una idea
de protección. Esta idea es particularmente sensible en ciudades que, como Cali, han
experimentado múltiples procesos de criminalidad y violencia. Ya desde la década de los 80 los
centros urbanos del país asistieron a la proliferación de complejos cerrados de apartamentos y
casas, denominados unidades residenciales o, en el caso de las casas, condominios. Una
nutrida red de trabajos académicos da cuenta de distintas aristas de este fenómeno: las
posibles relaciones que se tejen entre miedos urbanos y búsqueda de nichos vigilados de
vivienda (Barajas Cabrales, 2005); los vínculos entre cerramiento e inseguridad urbana
(Caldeira, 2000) y los impactos que el cerramiento tiene sobre la fragmentación en los modos
de habitar la ciudad (Roitman, 2003). Para el caso caleño, Francisco García y María del Pilar
Peralta (2013) relacionan el cerramiento de las clases medias y altas en condominios y unidades

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residenciales con la inseguridad urbana, en concreto con los hurtos, secuestros y asaltos. Pero,
también, los autores examinan cómo la proliferación de unidades cerradas se relaciona con los
planes de ordenamiento territorial de la ciudad que propusieron un modelo de desarrollo
urbano en el que el vecino fue reemplazado por el copropietario, lo que, a su juicio, “ha
devenido paulatinamente en una urbe de vecindades fragmentadas y carente -tanto física
como simbólicamente- de espacios públicos” (García Jerez & Peralta Ardila, 2013, p. 19). Se
produce entonces una curiosa paradoja: por un lado, la unidad residencial garantiza no sólo la
vigilancia de las viviendas sino también de sus zonas comunes, esto es, garantiza una zona
vecinal segura, dotada además con frecuencia de parques infantiles, piscina, salón para
reuniones y gimnasio; y, por otro, pareciera que este espacio común, privatizado y sucedáneo
de lo público, destinado a la recreación de sus habitantes, no favorece -pese a la vecindad y la
proximidad del ruido doméstico, la semidesnudez de la piscina, o la relajación de las
costumbres del vestir en los balcones y las ventanas abiertas- el intercambio de afectos o
relaciones. Las personas entrevistadas en este estudio, habitantes de unidades residenciales o
condominios (un total de 17 entre 26 hogares) fueron, curiosamente, las que dieron cuenta de
menor intensidad en sus relaciones vecinales y en las prácticas de ocio que comprometían la
vida barrial. La mayor parte de ellas describió las relaciones con sus vecinos como
superficiales (“los conozco de saludo”, asegura Natalia (comunicación personal, 16 de enero de
2017)), amables sin intimidad (“si puedo hacerles un favor pues yo lo hago, pero así de
conversar no, de sentarme a hablar con ellos no”, afirma Elías (comunicación personal, 12 de
febrero de 2017)) y en ocasiones francamente hostiles (“me parecen hartísimos 2 los viejitos de
esta unidad, son un montón de godos3”, dice Vera (comunicación personal, 23 de enero de
2017)). Así pues, los complejos de apartamentos y casas, en los que presumo pasaron el
confinamiento del 2020 los sujetos estudiados, no fueron necesariamente enclaves

2
Modo coloquial de decir fastidioso.
3
Modo coloquial con el que en Colombia se designa a individuos del partido conservador, uno de los dos partidos con
más tradición en el país. Con el tiempo el término se empezó a emplear para calificar despectivamente a personas con
ideologías poco progresistas o retrógradas. En este caso Vera se refiere a un incidente sucedido tras la marcha del
Orgullo gay en junio de 2016. Cuenta Vera que regresó a su casa después de marchar y puso la bandera de la diversidad
sexual, que había comprado especialmente para la ocasión, en su ventana. Al día siguiente algunos de sus vecinos
habían puesto en las suyas imágenes alusivas al partido Centro Democrático, del expresidente Álvaro Uribe Vélez, de
tendencia conservadora. Las hostilidades crecieron durante el periodo previo al referéndum que, en octubre del 2016,
permitió a los colombianos votar a favor o en contra del proceso de paz entre el Estado y la guerrilla de las FARC. Según
Vera, ella y sus vecinos mantuvieron una guerra silenciosa de afiches y carteles, en su caso a favor del proceso y en el
caso de sus vecinos en contra. Finalmente en el referéndum ganó, por un estrecho margen, el No al proceso de paz. Vera
se declara todavía muy “ofendida” por ese episodio. La relación que Vera sostiene con sus vecinos es claramente más
pasional que la indiferencia cordial que la mayor parte de los y las habitantes de unidades residenciales describieron
sostener con los suyos.

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comunitarios sino, más bien, módulos compuestos por individualidades interconectadas,
fortalezas blindadas ante el exterior pero débilmente atadas en sus intestinos.

De esta forma las unidades residenciales y condominios parecen construirse contra un otro
peligroso, sin un nosotros fusional que lo compense. Los hechos sucedidos el 21 noviembre de
2019 en Cali, y en otras ciudades del país, permiten atisbar algo de este carácter reactivo,
anómico si se quiere, de los modos de vecindad que la unidad residencial entraña en la ciudad.
Esa noche, después de un día de multitudinarias marchas y protestas sociales, corrieron
rumores por redes de whatsapp, twitter y Facebook anunciando que jóvenes del oriente o de
las laderas de Cali estaban ingresando violentamente a las unidades residenciales. Conviene en
este punto explicar que en Cali los barrios más marginados se encuentran, precisamente, hacia
los márgenes: hacia el oriente y el occidente extremo de la ciudad. Decir que los invasores
serían muchachos del oriente o de las laderas equivale a decir jóvenes pobres. Para mayor
exactitud equivale a decir varones jóvenes de barrios empobrecidos: la población que más se
reporta como víctima y victimaria de violencia en la ciudad. 4 Lo que siguió después de estos
rumores fue alucinante. Vía WhatsApp, Facebook y otras redes empezaron a circular mensajes
encontrados. Por un lado, se informaba de unidades residenciales que ya estaban siendo
invadidas –desde mis propias redes llegaron videos confusos, tomas desde ventanas altas,
secuencias borrosas atravesadas por gritos de “cójanlo”, “se están metiendo”. Una amiga me
contó entre sollozos que escuchaba disparos. Un colega me llamó para decirme que estaban
cerca, que pronto entrarían a su unidad, contigua a la mía, y que lo mejor era estar preparados-
por otro lado, el gobierno local emitía mensajes invitando a la calma. El alcalde negó en varias
ocasiones que estuviéramos en una situación incontrolable. Pocos le creyeron. La opinión en
redes parecía debatirse en dos frentes: uno que creía que el alcalde mentía y otro que acusaba
al Estado de infundir terror para desmovilizar la protesta social e imponer un toque de queda.
La irracionalidad del momento era tal que costaba hacer conciencia de lo absurdo que sería que
ellos, los chicos empobrecidos y peligrosos, los del otro lado, decidieran atacar justo a las
unidades residenciales, y no a las casas barriales, solas y menos vigiladas. Con un índice de Gini

4
De acuerdo al Observatorio de seguridad en Cali, para el 2109 se presentaron 1123 homicidios, la cifra más baja de los
últimos 20 años. El 95% de las víctimas eran hombres y el 45% tenía entre 18 y 24 años, el rango de edad que más
muertes violentas presenta (Seguridad, 2019). Por otro lado, el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC)
reporta que para el 2019 el 35% de las personas condenadas en detención intramural en Colombia tenían entre 18 y 24
años y el 97% eran varones. De los 20,589 varones condenados por homicidio en Colombia, 15,235 son menores de 24
años (INPEC, 2019). Se presume que estos datos son similares para la ciudad de Cali que, entre otras cosas, reporta tasas
de participación de los y las jóvenes en violencia más altas que la media nacional.

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para el 2018 de 50.4, Colombia se ubica como el cuarto país más desigual de América Latina. No
sería extraño sociológicamente que estas cosas pasaran y a su vez sería un hecho
extraordinario. Los temidos jóvenes del oriente y de las laderas no tienen ni el poder, ni la
fuerza, para enfrentar a los batallones de seguridad armada de las unidades residenciales y sus
habitantes. Porque en esa noche surrealista circularon también videos que mostraban a los
vecinos, copropietarios, armados de armas de fuego de verdad y de palos de escoba y cuchillos
de cocina, organizándose en escuadrones por turnos para respaldar la vigilancia de la unidad y
salvaguardar la seguridad de los suyos. Los días siguientes dejaron poco en claro. Se hizo
evidente, por datos del gobierno local, que no se presentó ningún incidente de gravedad. Los
rumores de invasión fueron descritos por sus mismos protagonistas como hechos
inexplicables: alguien dijo ya vienen, otro repitió lo mismo, al final mucha gente gritó que
venían. Un vecino disparó. Alguien escuchó disparos. Hubo reflexiones hondas sobre los
miedos urbanos y el papel de los nuevos repertorios tecnológicos en su reproducción. El
Departamento de estudios sociales y el Departamento de estudios sociales de la Universidad en
la que trabajo levantaron datos para una investigación cuyos resultados se encuentran en
proceso. Ante coyunturas de esta naturaleza los ritmos de las ciencias sociales parecen lentos
y a destiempo5. Pasarán por lo menos dos años antes de que podamos tener información
académica sobre los eventos del 21 de noviembre, sin embargo, lo cierto es que este episodio
revela de manera empírica el modo en que las unidades residenciales y condominios se erigen
como fortalezas destinadas a la protección de sus habitantes. Muchos fenómenos asociados a
este hecho llaman la atención. La integración de vecinos en torno a esta defensa, la división
sexual del trabajo que la administración de los planes de defensa supuso, los flujos y
mecanismos de propagación de la información, la narrativa colectiva que favoreció la
instalación del miedo. No obstante, en este caso quiero detenerme en un detalle que parece
menor y que, sin embargo, resulta fundamental para las preocupaciones de este estudio: la
idea de que la amenaza provenía de un otro externo, amenazante e invisible que, como la
covid-19, podía llegar en cualquier momento. La contracara de este miedo es la idea de
seguridad que reporta la unidad cerrada, la vigilancia y en últimas la integración de vecinos para
la defensa de la propiedad y el espacio común. Ambas cosas, amenaza externa y protección

5
A modo de soporte, sin embargo, es posible consultar algunas fuentes de orden noticioso sobre los hechos que
provocaron el toque de queda (Noticias caracol, 2019), las versiones oficiales sobre el tema (El país, 2019) y
descripciones generales de los hechos de ese día (El tiempo, 2019).

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interna, aparecen repetidamente en los relatos de los y las entrevistadas, cuando explican por
qué eligen vivir en unidades y condominios.

Yo definitivamente prefiero que él (su hijo) juegue en los jueguitos de la unidad, que tenga
su piscina, sus amigos de la unidad (…) en mi época uno tenía el barrio, salí a jugar a la
cuadra (calle del barrio) pero eran otros tiempos, ahora la calle es más peligrosa ¿cierto?
Ahora uno sabe que el niño está en la unidad, que uno sale el domingo, lo lleva a la piscina,
tranquilo. (Marta, comunicación personal, 22 de febrero de 2017).

La idea de seguridad involucra con frecuencia la mención a la unidad como una entidad
protectora de niños y niñas respecto a los peligros del afuera. En esta misma vía la dimensión
más positiva de esta seguridad alude, como en el caso de Marta, a las actividades de recreación
que se realizan en zonas comunes. Las unidades residenciales y condominios, en los que
habitan las personas estudiadas en este proyecto, son disímiles en sus características y
recursos. Algunos hogares6 se encuentran ubicados en unidades residenciales, de
apartamentos o casas, rodeados de cinturones verdes, parques arborizados, zonas de juegos
bien dotadas y piscinas de grandes dimensiones. Otros 7, en cambio, viven en complejos de
apartamentos, con zonas verdes mínimas. Entre una y otra opción las diferencias de capital
juegan un papel importante pero no central. El hogar de Antonio, por ejemplo, tiene altos
ingresos y aun así habita un apartamento con zonas verdes escasas, en un edificio
medianamente lujoso destinado más a adultos que a parejas con hijos e hijas pequeñas. En
todos los casos, sin embargo, las zonas comunes de la unidad se convierten en la alternativa
pública-privatizada más común para la recreación cotidiana de niños y niñas y, en menor grado,
de las personas adultas (“si no fuera por el niño yo nunca bajaría al parque”, aseguró Elias,
comunicación personal, 15 de febrero de 2017). En particular se aludió a “ir a la piscina”, lo que
supone a veces tomar el sol, leer mientras los niños y niñas juegan e invitar a algún familiar a
esta suerte de recreo de fin de semana. En la piscina los niños y niñas, muchos de ellos hijos
únicos, pueden encontrarse con otros de su edad y jugar. De paso los adultos se reconocen,
“uno ya sabe quién es el papá de quién, que esta es la mamá de Mariana, que este de tal y se
saluda, se distingue como decimos en Cali, pero no es que tengamos así amistad, amistad”,

6
En concreto me refiero al hogar de Aurora, Tatiana, Noemí, Vera y Elisa.
7
En este caso los hogares de Antonio, Enrique, Irene, Paz, Raquel, Gloria, Valentina, Daniela, Natalia, Elías, Violeta y
Marta

10
refiere Daniela (comunicación personal, 3 de enero de 2017) respecto a los encuentros efímeros
con sus vecinos. Como se insinuó previamente, rara vez, con excepción de las novenas
navideñas y la celebración del Halloween, estas prácticas de recreación en el espacio común de
las unidades parecen involucrar a los vecinos o nombrar experiencias de ocio comunal. En
todos los hogares estudiados, de hecho, parecen ponerse en juego estrategias de evitamiento
del vecino y modos de garantizar la cordialidad sin burlar las condiciones de distancia. Violeta
vive en un edificio de apartamentos muy próximos entre sí. Los balcones están casi adheridos
unos de otros y algunas ventanas interiores conducen la vista hacia las entrañas del
apartamento del vecino. Recién trasteada, Violeta se descubría saludando sin césar cada vez
que sus ojos se topaban con los de la vecina de al lado, el del frente, la del lado siguiente. Sus
vecinos respondían al saludo con sorpresa y en ocasiones con timidez. Pronto Violeta
descubrió que lo más cómodo para todos era ignorarse con delicadeza y saludarse con excesiva
amabilidad en las zonas comunes. “Si yo me los encuentro en el ascensor yo les pregunto
cómo están, qué tal, todo, pero cada uno en su casa se porta como si nunca chismoseara en la
casa del otro”, asegura riendo (Violeta, comunicación personal, 28 de febrero de 2017).

Curiosamente, las relaciones parecen más estrechas entre los hogares que habitan en
zonas rurales, estén estos ubicados o no en condominios, como en los casos de Elisa
(condominio), Tatiana (condominio) y Rosario (casa en zona semirural, no condominio). En
estos casos encontramos prácticas de colaboración y ayuda constante entre vecinos. Es
probable que la distancia de la ciudad refuerce estas relaciones. Las personas que viven en
zonas semirurales cuentan con la ayuda del otro para emergencias, se suplen la falta inmediata
de alimentos y recursos y en ocasiones se transportan unos a otros. La autosuficiencia de los
hogares de las unidades residenciales urbanas puede explicar en parte la debilidad de los
vínculos vecinales, aunque también es posible establecer una hipótesis más arriesgada. Me
explico. Las razones que llevaron a los hogares estudiados a elegir una unidad residencial son,
según su relato, de fondo las mismas que favorecieron el estallido de micro movimientos
paramilitares el 21 de noviembre, esto es, búsqueda de seguridad y miedo al otro. También les
une, seguramente, recursos económicos similares. Por lo demás, las diferencias internas entre
los hogares de este estudio que viven en unidades residenciales son múltiples. Hay algunos
hogares jerárquicos tradicionales y otros progresistas. Vera iza la bandera de la diversidad
sexual y Raquel se declara de derecha. El esposo de Daniela cultiva hortalizas en su balcón y
Natalia prefiere la soledad del cuarto piso. Violeta hace fiestas con sus compañeros de

11
Universidad, mientras su niña de 4 años circula libremente entre los adultos, Gloria, en cambio,
se duerme cada noche a las 8 p.m. después de orar con su marido y sus dos hijos. Todas estas
personas viven en lugares similares y comparten posiciones de clase muy próximas, pero si
vivieran en la misma unidad residencial probablemente nunca serían amigos. Se trata de
culturas hogareñas distintas y sus identidades diferenciadas se cristalizan en gestos de evasión,
cordialidades distantes, contacto sin intimidad.

En resumen, se presenta una depreciación del valor de la vecindad como lugar y fuente de
experiencias de ocio. Si bien este hecho es más evidente y escandaloso en las unidades
residenciales que ofrecen zonas comunes más cuidadas y dispuestas a cierta intimidad
comunal, lo cierto es que esta situación se aprecia también entre los que viven en barrios no
cerrados. Sólo uno de los hogares estudiados parece hacer vida de barrio intensa. Se trata del
hogar de Ramón, de 28 años, diseñador gráfico que comparte casa con su novia, su hija
pequeña y un amigo al que alquila un cuarto. La niña de 5 años sale a jugar con frecuencia con
sus amigos del barrio, siempre bajo vigilancia. Ramón además visita habitualmente a sus
vecinos y establece con ellos continuos intercambios de favores. Es importante precisar dos
características del hogar de Ramón. Por un lado, se trata de un hogar en que el proyecto de
crianza es poco intelectualizado, es decir, poco racionalizado y poco sometido a reflexión y, por
otro, la casa de Ramón es la menos dotada para el confort y el entretenimiento doméstico
entre todas las casas visitadas. Sin embargo, incluso en este caso, la calle es percibida como un
lugar peligroso. Un detalle refuerza esta idea. Cuando se les preguntó a los hogares si dejarían
que el niño o niña, ya adolescente, pasara la noche en la casa de su pareja, algunos
respondieron que no lo harían por razones morales pero aun en los hogares de ideologías más
progresistas las personas entrevistadas manifestaron preferir que la o el adolescente pasara la
noche con su pareja en su propia casa. La casa del otro y la calle, en especial la calle nocturna,
es percibida como fuente de amenazas.

Es posible intuir que de esta percepción de peligro se deriva la reducida actividad de ocio
que en el espacio público manifestaron tener los integrantes de los hogares estudiados. Ya
antes anuncié esta idea. Si examino el uso que los copropietarios hacen de las zonas comunes,
de los espacios semipúblicos, pero también de sus relaciones empobrecidas con la calle y el
afuera, es porque estas relaciones iluminan lo que pasa puertas para adentro y ayudan a
explicar la centralidad de la casa en la vida de las clases medias caleñas. Son abundantes los

12
estudios en Colombia que denuncian cómo las condiciones de criminalidad, violencia y crisis
económica han empobrecido las actividades que los adultos de capas medias realizan fuera de
casa. Para la década del 90 algunos estudios relacionaron la baja demanda de asistencia a
espectáculos públicos con la caída del PIB y el aumento del desempleo que golpeó duramente a
los sectores medios (Ministerio de Cultura & Convenio Andrés Bello, 2003). Sin embargo, para
el 2014, un estudio de la firma Raddar, denominado “informe: trabajo de campo sobre
industrias culturales en Cali” (Raddar & Industrias culturales de Cali, 2014) aseguraba que, en
consecuencia con la superación de la crisis de décadas anteriores, solo en entretenimiento el
gasto en hogares en el 2014 en Cali pasó de $111.425 millones a $135.861 millones. Este mismo
estudio revela algunos datos interesantes sobre el consumo cultural en la ciudad. Por ejemplo,
destaca que en términos de espectáculos públicos, y de acuerdo a la vocación musical de la
ciudad8, los eventos culturales de mayor asistencia son los conciertos ( el 70,18% de las
personas entre 18 y 24 años, y el 54,55% entre 25 y 30 años, aseguraron que era éste su
espectáculo de preferencia) en contraste con las bajas visitas a bibliotecas y museos. Por otro
lado, la encuesta de percepción ciudadana que realiza el observatorio “Cali, cómo vamos”
revela que, para 2019, si bien el 61% de las personas encuestadas dice estar satisfecha con la
oferta cultural de la ciudad (Cali cómo vamos, 2019, p. 75), sólo el 16% fue a conciertos, el 12% a
festivales, el 12% a visitar monumentos históricos, el 11% a teatro, el 9% a conferencias y el 4% a
tertulias. La actividad cultural con mayor reporte de asistencia es el cine al que aseguraron ir el
41% de encuestados. Cabe anotar que las salas de cine se encuentran ubicadas en centros
comerciales. Por otro lado, la encuesta de bienestar subjetivo que realiza Polis (2017)
preguntó por las prácticas de consumo en el último mes de, específicamente, los hogares
caleños de clases medias. Al respecto identificó que el 55% dice haber salido a comer, el 25%
haber ido al cine, el 43% a la peluquería y el 4% al gimnasio.

8
En el país la ciudad es reconocida como “la capital mundial de la salsa” y este ritmo musical ha sido muy importante
para la historia cultural y las conquistas identitarias de su población. En los últimos años ha habido una explosión de
lugares y rutas de la salsa en la ciudad, destinadas privilegiadamente a extranjeros, que ofrecen espectáculos, clases de
salsa y visita a discotecas y lugares de baile. Dos eventos multitudinarios congregan a la turistas y locales. El primero es
el Festival Petronio Álvarez, que se realiza en agosto, y que celebra la música y cultura del pacífico a través de un
concurso y diversos conciertos en la ciudad. Cali es una ciudad cercana al océano Pacífico y receptora de migración
afrodescendiente de la zona. Esta población suele habitar las zonas más empobrecidas y marginadas de la ciudad y, al
mismo tiempo, paradójicamente, es la población que nutre la imagen pública y publicitada de la ciudad, su gastronomía
y cultura musical. El segundo evento de grandes dimensiones es la feria de Cali, que se realiza en diciembre, y que
reserva un capítulo importante a la salsa y sus intérpretes. De hecho, en el 2018 el mayor número de los eventos (44
de 128) organizados por la Secretaría de Cultura Municipal fueron eventos musicales, en contraste con 42 sobre
patrimonio cultural y 7 que se hicieron sobre danza (Cali cómo vamos, 2019).

13
Estos datos son ligeramente inferiores a la media nacional que reporta la Encuesta de
Consumo Cultural realizada por el DANE para el 2017 9 (DANE, 2018b) pero muy cercanos a la
experiencia de los hogares entrevistados . Sólo en tres de los 26 hogares parecen hacer uso
habitual de la oferta cultural de la ciudad, siempre con orientación hacia la oferta infantil y con
muy pocas referencias a la oferta para adultos. Sólo 10 hogares aseguraron alguna vez haber
ido al museo de arte moderno –en una visita por lo general extraordinaria y con un propósito
específico- y 12 hogares han llevado a los niños y niñas a bibliotecas infantiles, por lo general
cuando hay algún evento de resonancia mediática como el festival de títeres o lectura pública
de cuentos. Ninguno de los adultos entrevistados aseguró ir a bibliotecas por su propio
disfrute y sólo 4 hogares reportaron haber ido a teatro y exposiciones en el año 2016, previo a
la entrevista. En algunos casos, como en el de los hogares de Rosario y Rosana, hay quejas
por la pobreza de la agenda cultural que la ciudad oferta para los niños, pero en la mayoría de
los hogares esta agenda se desconoce y no se reporta como estratégica para el ocio infantil.
En este punto la entrevista solía despertar en los padres y madres entrevistadas una suerte de
incomodidad. Con frecuencia se mostraban culposos u ofrecían explicaciones no pedidas
respecto a las actividades de consumo cultural de las que parecían privar a sus hijos e hijas
(“deberíamos llevarlo más a títeres, más a teatro, claro es que el fin de semana uno se
embolata, se ocupa”, respondió Enrique (comunicación personal, 3 de marzo de 2017) ante la
pregunta “¿con qué frecuencia llevás el niño a teatro o a museos?”). Los padres y madres
entrevistadas parecerían reconocer que hay algo importante, algo formativo y educativo, en
este ir a bibliotecas y teatro, a museos y exposiciones. Se conciben pues éstas como
actividades teleológicas y se les valida por su carácter instrumental, más que por el placer y
gozo que en sí mismas producen y podrían producir a los niños y niñas. Asumidas como tareas
son a la vez concebidas como incompatibles con el ambiente festivo y relajado del fin de
semana. A este desuso generalizado de la oferta cultural de la ciudad escapan dos hogares.
Vera y Aurora aseguraron aprovechar espacios y eventos públicos orientados a niños y niñas y,
también, asistir con sus hijos asiduamente a actividades culturales dirigidas a adultos. En sus
relatos dieron cuenta de una oferta muy nutrida de actividades que no emergió en otras
entrevistas. Aurora, por ejemplo, almuerza con su hija en los picnics literarios del Museo de

9
La encuesta establece la media nacional para individuos mayores de 12 años habitantes de cabeceras municipales.
Entre éstos el 40,5% dice haber ido a cine y el 31,6% a conciertos. Un 26,8% fue a ferias artesanales y un 18,2% a teatro
y ópera. Sólo un 11,6% afirma haber asistido a exposiciones de artes plásticas. La asistencia a bibliotecas es reportada
sólo por el 19,7% de las personas encuestadas (DANE, 2018b)

14
Arte Moderno y Vera suele llevar a su niño de 4 años a teatro, muestras de arte, ferias de
diseño de comics y cursos gratuitos que ofrece la biblioteca Departamental. Es de resaltar que
los hogares de Vera y Aurora tienen altos capitales educativos y, entre el grupo estudiado, se
ubican como los hogares de más altos ingresos. En particular las madres criadoras de estos
hogares tienen prácticas de lectura consolidadas y son las casas mejor dotadas de bibliotecas.
No obstante puede ser una salida fácil establecer una relación directa entre altos capitales
educativos y mayor consumo de oferta cultural. Entre otras cosas porque hay otros hogares de
la muestra que también detectan altos capitales educativos, por ejemplo, y no exhiben la
misma riqueza de prácticas de ocio cultural fuera de casa. Probablemente podrían encontrarse
vínculos entre culturas hogareñas más próximas a consumir oferta cultural pública y aquellas
más proclives a concentrar sus prácticas de ocio en, por ejemplo, la oferta recreativa que
brinda la industria del entretenimiento. Por lo pronto lo relevante de estos datos es que
permiten reconocer que tanto en el orden cuantitativo como cualitativo el espacio público no
aparece como un lugar de asiento del ocio para los hogares estudiados. Dicho de otra manera,
y a propósito de los objetivos de esta investigación, estos datos contribuyen a perfilar la casa
como un lugar neurálgico para comprender las actividades de ocio de estos hogares y, con ello,
de los hogares de clase media a la que se adscriben.

El informe de percepción ciudadana que realiza el observatorio “Cali, cómo vamos”


distingue entre actividades de tipo cultural (relacionadas con el consumo y apropiación de
bienes culturales), como las expuestas previamente, y actividades de recreación y deporte
(orientadas más al juego, el entretenimiento y la práctica deportiva). Al respecto de estas
últimas se aprecia una mayor vitalidad en los reportes de asistencia y participación. El 71% de la
población aseguró encontrarse satisfecha con la oferta de recreación y deporte de la ciudad
(Cali cómo vamos, 2019, p. 80). Un 51% afirmó ir habitualmente a parques, el 48% a centros
comerciales, el 43% a restaurantes, el 31% a bailar, el 28% a la ciclovía 10, el 23% a hacer deporte y el
11% a observar algún espectáculo deportivo. Estos datos también parecen tener resonancia en
las experiencias que describieron los y las entrevistadas. En especial se destaca el papel que los
centros comerciales tienen en las prácticas de recreación que los hogares ponen en juego fuera
de casa. Todos los hogares entrevistados, sin excepción, dieron cuenta de visitas habituales a
los centros comerciales, en algunos casos con explicaciones no pedidas (“toca ir, no hay de
10
La ciclovía es un espacio temporal que se realiza en diversas ciudades del país los domingos en la mañana. Consiste en
el cerramiento de diversas calles para favorecer el tránsito de caminantes, deportistas, ciclistas y el desarrollo de
actividades deportivas.

15
otra”, afirma Natalia; “no es que me guste, pero a veces es como la única opción con los
niños”, sostiene Sofía) y en otros con franca adhesión “somos clientes No. 1 de Chipi-chape, es
nuestro Disneylandia”, asegura Ángela. No obstante, sólo en un caso se hizo referencia al “ir
de compras”, tan común en la cultura mediática norteamericana, como una práctica usual en
los centros comerciales. Los discursos de los y las entrevistadas aluden al centro comercial
como una suerte de corredor público, abierto, seguro, en que el espacio es “gratis” y diverso.
Las personas entrevistadas celebraron que en ellos los niños pueden correr libremente y a la
vez los adultos pueden comer y entretenerse viendo vitrinas. Algunas familias sugirieron que
son lugares en los que los hijos de todas las edades encuentran qué hacer y pueden dispersarse
sin exponerse11. Si bien no es interés de esta investigación discutir la relación entre centros
comerciales, espacio público y prácticas de ocio –y existen múltiples trabajos que exploran el
tema para el caso de Colombia y América Latina (Cavers & Sánchez, 2014; Dávila, 2018; Jurado
Tachack & Cortés Gómez, n.d.; Villa, 2018)- sí es llamativo que muchas de las ventajas del centro
comercial, descritas por los y las entrevistadas, nombran de fondo desventajas que, como la
inseguridad, se perciben en el espacio público. También resulta relevante para los estudios del
ocio la manera en que el espacio de consumo puede percibirse como público, apropiarse y
hacer que rinda para propósitos no previstos12.

Por otro lado, respecto al uso del espacio público para el ocio en Cali, llama la atención una
práctica de mucha recurrencia, común en la sociología espontánea que se produce sobre la
ciudad y en las discusiones del plan de ordenamiento territorial (POT), pero ausente en las
reflexiones académicas sistemáticas de las ciencias sociales: el papel del río en la vida cotidiana
y en las prácticas de ocio de los y las caleñas de diversas clases sociales. Cali es una ciudad
atravesada por 7 ríos13. Entre éstos el más emblemático es el río Pance, que nace en la
cordillera occidental, pasa por Cali y desemboca en el río Jamundí. El río Pance se encuentra

11
A esta descripción contribuye el diseño arquitectónico de algunos centros comerciales en Cali. Por tratarse de una
ciudad cálida durante todo el año, algunos de los centros comerciales de la ciudad difieren de los mall cerrados. En Cali
estos, por el contrario, son lugares abiertos, de un único piso, con zonas verdes, terrazas y jardines internos.
12
A propósito de este asunto, algunos centros comerciales de la ciudad, como Unicentro y Chipi-chape, transformaron
su mobiliario en los últimos años. El mobiliario anterior estaba compuesto por bancas y muros bajos que favorecían que
la gente se sentase sobre ellos. Los muros fueron reemplazados por esquinas afiladas y desaparecieron la mayor parte
de los bancos. No era extraño antes que las personas llevaran sus propios alimentos y los compartieran en el centro
comercial. De joven recuerdo haber pactado citas en Unicentro y haber sostenido largas conversaciones sobre los
muros de chipi-chape. El nuevo mobiliario favorece la circulación y obstaculiza el encuentro. Los únicos lugares para
sentarse son los de los establecimientos comerciales como restaurantes y cafeterías. No obstante, en los últimos años
he observado a personas muy jóvenes, seguramente estudiantes de universidades próximas, sentadas en el piso,
repitiendo las prácticas de antaño ahora sin la complicidad del espacio.
13
Éstos son: río Cali, Cauca, Pance, Meléndez, Cañaveralejo, Lili y Aguacatal.

16
integrado a la zona sur-campestre de la ciudad, donde tienen su asiento condominios y
viviendas de élite. El río, no obstante, y pese a diversos intentos de privatización, y a la
amenaza constante de los urbanizadores, constituye el parque público por excelencia de la
ciudad, denominado “parque de la salud”. En él se dan cita, en especial los fines de semana,
deportistas y bañistas, familias de sectores populares que preparan sus alimentos, jóvenes de
varias clases sociales. Los “paseos de río” son un modo de nombrar estas prácticas de turismo
de corto alcance, fuertemente instaladas en las prácticas presentes y asentadas en la memoria
de muchas y muchos caleños. Entre los hogares entrevistados el río emergió como un destino
acostumbrado por motivos diversos: Vera trota los domingos en el parque de la salud, Ofelia y
su familia hacen paseos de río y para Paz el río es la oportunidad para que su hijo se acerque
más a la fauna y flora de la región. En las narrativas de los y las entrevistadas fueron el río y el
centro comercial los lugares de ocio más citados como alternativas de fin de semana. Un
detalle llama la atención: en todos los casos la visita al río supone una suerte de programación,
en contraste, ir al centro comercial remite más a una experiencia del dejarse ir a ver qué pasa, a
dar una vuelta, como aseguraron algunos. Pese a esta aparente espontaneidad de la visita al
centro comercial, en todos los casos la mayoría de las personas entrevistadas hizo mención a
las cosas que suelen hacerse ahí: comer helado, gastar monedas en los juegos electrónicos,
tomar café. Un abanico más o menos predecible de actividades, nunca gratuitas.

Debo señalar que mi experiencia de vida o turismo en otras ciudades contrasta vívidamente
con la experiencia de habitar mi propia ciudad. Tanto en Buenos Aires como en Montevideo,
en Bilbao o Toronto, la gente sale a caminar. A darse una vuelta por la ciudad. A aprovechar la
noche. Es curioso porque Cali es una ciudad con un clima cálido permanente, arborizada, de
noches largas y frescas. Una ciudad caminable. Sin embargo, sólo recuerdo embestirla como
peatona cuando era muy joven o durante actos políticos. De hecho, todavía es habitual
observar jóvenes caminantes nocturnos y casi ninguna familia con niños. Pocas mujeres
caminan solas por Cali durante las noches. Es posible intuir que la planificación urbana y la
violencia juegan un papel importante en esta suerte de contracción del espacio público. Más
adelante me referiré a la relación entre criminalidad, incertidumbre y la prevalencia del ocio
doméstico entre las capas medias. Lo cierto es que en este punto conviene ya dar paso al que
es mi interés central en este aparte. He sugerido que entre más desvalorado el espacio público
más vital parece hacerse el espacio doméstico. Un espacio público depreciado como fuente de

17
ocio contrasta fuertemente con un espacio doméstico muy bien dotado para la vida ociosa.
Por lo menos entre las clases medias.

La pandemia del 2020 fue reveladora respecto a esta condición doméstica contemporánea,
no sólo porque nos confinó en caso sino porque nos reveló que habitábamos casas en las que
era posible confinarse. Las pandemias masivas previas –las de las pestes y las gripes que nos
han azotado- se han visto entre otras cosas enfrentadas a la vulnerabilidad de nuestros
mecanismos de protección y a la imposibilidad de protegernos. Hoy, en cambio, por lo menos
en Cali, escribo esto tras varias semanas de confinamiento porque mi casa me lo ha permitido,
me lo ha hecho posible, como ninguna otra casa en la historia. Por supuesto, no me refiero a la
posibilidad fáctica de encerrarse sino a la posibilidad de hacer una vida sin salir, desde casa,
desde casa ser profesora, desde casa acompañar a mi hijo en sus clases de primero de primaria,
a su cita con la fonoaudióloga, a mi cita con el fisiatra, desde mi casa producir el dinero que nos
alimenta, ver a mis amigas, comprar la comida, leer al mundo . Un proceso curioso se ha
producido desde la casa premoderna, unidad económica central, hasta la casa de la covid-19,
convertida en el universo entero. Lo que está en juego en este proceso es el tránsito de una
casa productora a una casa consumidora y de una casa consumidora a una que se tornó
productiva desde mucho antes del confinamiento, casi como si la casa, la de los sectores más
privilegiados, se estuviera preparando para esto.

He dicho previamente que la industrialización desterró el trabajo productivo del ámbito


doméstico y, con ello, favoreció la instalación del ocio en casa. Durante varias décadas la casa
fue convirtiéndose en receptora de servicios domésticos y ofertas de entretenimiento. Ibañez
(1997) describe la casa de la década de los noventa, por lo menos la de las clases medias y altas,
como un escenario privilegiado de consumo. Fue probablemente esta década, la del 90, la
bisagra entre la casa moderna de América Latina, en la que ciertos sectores definitivamente ya
no trabajaban, y la casa que se aproximaba en el siglo XXI: una en la que el trabajo volvería a
instalarse. Esta casa consumidora experimentó transformaciones arquitectónicas
significativas. En la década del 70 aparecen los primeros edificios masivos de apartamentos
para capas medias y sectores populares en Cali. Estos apartamentos exhiben una
transformación singular en la representación de la familia, cada vez más pequeña y nuclear. De
hecho, entre la década del 50 y la década del 70 se produce una disminución notable en la tasa
global de fecundidad que pasa de 6,75 hijos por mujer entre 1950 y 1955 a 4,14 entre 1975 y 1980

18
(DANE et al., 1989, p. 15). Para la década de los 80 la tasa de fecundidad se encuentra en 3,51
(DANE et al., 1989, p. 15) y continúa descendiendo gradualmente hasta el 1,8 que alcanza en el
2018 (Banco Mundial, n.d.). Con la disminución del número de hijos se achicaron también las
viviendas y los mobiliarios domésticos. Se ha reducido, así mismo, en particular entre las capas
medias, la cohabitación con familias extensas. De los 26 hogares estudiados solo 7
corresponden a familias de este tipo y, de acuerdo a los datos del último censo, el tamaño
promedio de los hogares en Colombia es de 3,1 personas (DANE, 2018a). Ya en la década del
noventa los hogares se habían encogido notablemente: mientras en 1975 el promedio por
hogar era de 5,9 personas, para 1995 se ubicó en 4,6 (Sardi, 2007). En su versión estereotípica:
un padre, una madre, dos hijos. Una vivienda despoblada, con menos niños que atender y
adultos que no producen bienes de intercambio en casa. Gómez y González dirán al respecto
“Cada vez ocurren menos asuntos decisivos en casa; y será la pérdida de densidad de la vida
doméstica lo que permitirá que, sin mayores traumatismos, la casa se haga cada vez más
pequeña y funcional” (Gómez & González, n.d.). Nótese entonces que las cocinas se hacen
más chicas y abiertas a los visitantes a la par que aparecen las salas de televisión. Los espacios
de producción se contraen mientras los de consumo parecen ampliarse. Un fenómeno similar
le ocurre a la casa durante la primera industrialización “a medida que había dejado de ser un
lugar de trabajo, se había ido haciendo cada vez más pequeña y, lo más importante, menos
pública” (Rybczynski, 2009, p. 73). Esta privatización del hogar va de la mano con la instalación
del confort doméstico en un proceso que terminará radicalizándose con la penetración del
mercado del entretenimiento en el hogar y, posteriormente, con la aparición del ciberespacio y
sus conexiones domésticas.

Por otro lado, el ingreso de las mujeres al mercado de trabajo, que se acelera en el caso de
Colombia en la década del 7014, contribuyó a robustecer este estatuto de la casa como lugar de
consumo. Muchas de las actividades que sucedían en casa, relacionadas en particular con el
trabajo de preservación de la vida y el bienestar, y que usualmente eran desarrollados por
mujeres sin remuneración, se tercerizaron y profesionalizaron. El cuidado y educación de los
niños y niñas, la producción y arreglo de la ropa, los cortes de pelo, los ritos funerarios y la
atención de la enfermedad son actividades que dejan hacerse en casa, por lo menos en ciertos
14
Si bien hacia la década del 30, como lo muestra la socióloga Rosa Bermúdez, ya el país contaba con un primer grupo
de mujeres que se identificaban como obreras, trabajadoras privilegiadamente de la industria textil (Bermúdez, 2007), la
tasa de participación en el mercado de trabajo en 1975 era sólo 24,6 (DANE, 1977). Para el periodo diciembre-febrero
del 2020, la TGP de las mujeres fue de 52,2% (DANE, 2019)

19
sectores sociales, y empiezan a delegarse en servicios e instituciones profesionalizadas como
guarderías, ancianatos, peluquerías, clubes, lugares de fiesta y restaurantes. A propósito, la
primera funeraria aparece en Colombia en la década del 40 (Redacción El Tiempo, 2005) y,
aunque ya había jardines infantiles desde finales del siglo XIX, sólo aparece un decreto que los
avala en 1939 (Jaramillo, 2006, p. 6). Se requirieron sin embargo unas décadas más para que las
recién nacidas clases medias velaran a sus muertos en lugares fuera de casa y llevaran a los
niños pequeños a jardines infantiles. Ya hacia la década de los 90, repito, pareciera haberse
asentado y normalizado la idea de una casa estrecha, consumidora de servicios y de medios
masivos, dotada de electrodomésticos que automatizaron el trabajo de higiene, concentrada
en torno al tv, destinada al descanso. La casa moderna, ociosa y glotona de los años 90, sin
embargo, experimentó el regreso del trabajo y la producción, de la mano de los procesos de
flexibilización laboral y la aparición de un nuevo territorio digital que cambió de manera radical
nuestra relación, hasta el momento irrefutable, entre tiempo y espacio.

Así pues, hacia la década de los 90, dos transformaciones modificaron este estatuto de la
casa consumidora. El primero de ellos tiene que ver con la flexibilización de los contratos,
tiempos y espacio del trabajo. La narrativa sociológica coincide en relacionar esta flexibilización
con el debilitamiento de los modos de producción y las formas de integración que el fordismo
propuso para la sociedad salarial. El trabajo a largo plazo es desplazado por formas
fragmentarias de empleo y las unidades productivas, más plásticas y adaptables al mercado,
establecen contrataciones coyunturales y servicios puntuales de acuerdo a los pulsos de la
producción. Para el caso colombiano la flexibilización se produjo sin que se hubiese
solidificado un proceso de industrialización fordista fuerte y sin que el Estado de Bienestar
hubiese sido del todo consolidado. La apertura económica, la globalización de los intercambios
y la importación de bienes de consumo se dio a la par de la existencia de formas premodernas
de trabajo –informales, del “rebusque” y el día a día- y a la aparición de un sector de servicios
profesionales, tecnomediados, a cuenta propia. Este último sector fue seguramente el primero
que experimentó las formas flexibles de trabajo pero no el último. Mi padre formó parte de
esta ola de jóvenes profesionales independientes que nacieron flexibles. Cuando era niña inició
un negocio de asesorías contables a agencias de viajes que siguió en pie hasta su muerte, en el
2020. Gracias a ello el primer computador del barrio llegó a mi casa y durante algunos años uno
de los cuartos se convirtió en su oficina. Mi padre trabajaba desde casa, a finales de los 80,
como lo hacemos mi marido y yo durante este tiempo de confinamiento. Por mucho tiempo

20
pensé que mi casa era singular. Mi madre salía todas las mañanas rumbo a su empresa y mi
padre se quedaba en casa con la suya. Años después, cuando me interesé por la sociología del
trabajo, descubrí que tras esta singularidad había fuerzas sociales que la modelaban. Muchos
jóvenes profesionales, como mi padre, provenientes de sectores populares, en claro ascenso
económico, se lanzaban a formas de trabajo provisorias, a cuenta propia, y llevaban
computadores a sus casas. Este movimiento histórico, no intencionado, de trabajadores y
pantallas, han hecho posible el teletrabajo de los nuevos tiempos en general y de los tiempos
del coronavirus en particular. En un texto escrito desde su propio confinamiento, Paul Preciado
relaciona estas transformaciones de la casa con el interés que en su momento le despertó la
casa playboy, interés materializado en su célebre libro “Pornotopía” (B. Preciado, 2010). Al
respecto, asegura Preciado:

La revolución biopolítica silenciosa que Playboy lideró suponía, más allá la transformación de


la pornografía heterosexual en cultura de masas, la puesta en cuestión de la división que
había fundado la sociedad industrial del siglo XIX: la separación de las esferas de la
producción y de la reproducción, la diferencia entre la fábrica y el hogar y con ella la
distinción patriarcal entre masculinidad y feminidad. Playboy acató esta diferencia
proponiendo la creación de un nuevo enclave de vida: el apartamento de soltero totalmente
conectado a las nuevas tecnologías de comunicación del que el nuevo productor semiótico
no necesita salir ni para trabajar ni para practicar sexo (…)  Playboy anticipó los discursos
contemporáneos sobre el teletrabajo, y la producción inmaterial que la gestión de la crisis
de la Covid-19 ha transformado en un deber ciudadano (…) El espacio doméstico de
cualquiera de nosotros está hoy diez mil veces más tecnificado que lo estaba la cama
giratoria de Hefner en 1968. Los dispositivos de teletrabajo y telecontrol están ahora en la
palma de nuestra mano (P. Preciado, 2020).

En esta vía, Carnoy (2001) y Beck y Beck (1998) asegurarán que el trabajo, como actividad
que ocurre en lo público, se desplaza paulatinamente hacia los territorios privados de la vida
social. Así, los trabajadores, pero también los prosumers de capas medias y los repertorios
tecnológicos que unos y otros emplean, parecen haber traído de vuelta el trabajo a casa, como
era habitual entre los artesanos europeos del siglo XVI, los campesinos colombianos del siglo
XIX y los sectores populares de nuestros días. Las casas, refugio y abrigo de la subjetividad
moderna, se convierten también, bajo economías postindustriales, en dispositivos de conexión

21
con el afuera, laboratorios de ideas destinadas al mundo del trabajo, escenarios de
entretenimiento activo en ambientes online.

Es imposible entender en este punto este fenómeno de la casa, de nuevo “productiva”, sin
hacer mención a dos asuntos que se entrecruzan en los propósitos de este trabajo. El primero
de ellos lo mencionaré sólo superficialmente, pues le dedicaré un capítulo completo más
adelante y porque, pese a que es un eje importante de este trabajo, requiere a su vez de menos
explicaciones. Se trata de un tema que es de escandalosa evidencia: para que esta casa se
hiciera de nuevo “productiva” fue imprescindible la participación de tecnologías que
favorecieran la producción en tiempo real, tecnologías desancladas del espacio, que
posibilitaran la integración de la casa a lo público y la penetración de lo público entre sus
muros. Se requería de tecnologías que favorecieran la convivencia entre dos mundos: el de la
cotidianidad doméstica off line con el del vertiginoso devenir del mundo online.

El segundo asunto, necesario para comprender el retorno de la productividad a la casa


contemporánea, exige un desplazamiento conceptual. Hasta el momento he asumido sin
reservas la distinción entre trabajo productivo y trabajo reproductivo que nos propone la
sociología más clásica. Esta distinción conceptual sugiere que el trabajo productivo se ocupa
de la producción de bienes o servicios de intercambio, traducibles en dinero. El reproductivo,
en cambio, se ocuparía de la reproducción de la sociedad, sus costumbres y hábitos, y de la vida
misma a través del trabajo de cuidado. Siguiendo esta idea he asegurado que la casa pasó de
ser un lugar de la “producción” para convertirse en un lugar de la “reproducción” de la vida,
para volver, finalmente, a poblarse de trabajo productivo. Esta distinción conceptual, que es
tan útil para comprender desde lejos, en una mirada panorámica, lo que ha ocurrido con la
relación entre la casa y el trabajo, no es útil para apreciar, sin embargo, los detalles
significativos. En primer lugar, porque, como todo concepto, se trata de categorías arbitrarias:
el trabajo productivo contiene mucho de reproducción social. La sociología simétrica
(Doménech & Tirado, 1998) se aventuró a mostrarnos cómo en la producción de bienes y
objetos, por ejemplo, se reproducía también visiones de mundo e ideologías. Por otro lado, el
trabajo reproductivo, como bien lo ha demostrado la economía feminista, es productor de
servicios cuando deja de estar encubierto por la gratuidad del trabajo femenino. De igual
forma, esta distinción entre producción y reproducción entraña algunas ideas de fondo que,
desde la perspectiva de Elson (1991), revelan los modos patriarcales en que la economía

22
tradicional distingue el trabajo humano. El sistema patriarcal, dirá Elson, nos presenta la
actividad productiva como renovadora del mundo de las cosas y de las relaciones económicas y
al trabajo reproductivo como fijo, estable, mantenedor perpetuo de la vida 15. Como buena
parte de las categorías que creamos ésta sólo deja lugar para dos polos: producción-
reproducción, mundo del trabajo-mundo doméstico. Un trabajo que produce y otro que
consume. Un lugar para producir, en el afuera, y otro para consumir, puertas para adentro. Para
Elson (1991) desde esta perspectiva se aprecia a los hogares sólo como consumidores de bienes
y no como productores. Con ello se niega no sólo lo mucho de inventiva e ingenio que hay en
lo que reconoceríamos como trabajo reproductivo, el sinnúmero de saberes que se despliegan
en el trabajo de crianza, por ejemplo, y el tipo particular de obra que es una casa limpia, sino
que también, tras esta distinción binaria, se desconoce la presencia de, por lo menos para la
casa, una actividad central. Una actividad que invadió a la casa cuando el trabajo productivo se
marchó y el tiempo y el espacio se hicieron más holgados. Me refiero al ocio doméstico.

Pues bien, sugiero entonces que las tecnologías y el ocio doméstico están en el centro de
este retorno a casa de la actividad productiva que la literatura sobre el tema ubica en América
Latina hacia la década del 90. Con ello no quiero decir que el ocio doméstico sea una invención
reciente. Por el contrario. El trabajo de Rybczynski (2009) es revelador respecto al modo en
que la casa industrial empieza a hacerse confortable y ociosa, mullida, abierta al encuentro y al
juego. Lo que sí resulta novedoso es la coincidencia entre tecnologías de la producción de
bienes simbólicos, como los dispositivos que empezaron a inundar la casa desde finales del
siglo XX, y la actividad de ocio, para las que las condiciones de vida ya habían habilitado la casa.
Con ello quiero decir, en resumen, que el regreso de la actividad productiva no se dio sólo por
el teletrabajo, su versión más instrumental, sino también porque la casa se ha convertido hoy
en el centro de origen de una serie de obras, bienes, mensajes, biografías, fotos, memes, que
gente anónima produce durante sus ratos de ocio, invirtiendo de un modo radical la
perspectiva de la casa consumidora que los medios masivos de los 80 habían previsto para
nosotros.

15
El trabajo reproductivo suele relacionarse con la noción de “labor” que, siguiendo a Arendt, puede ser entendida
como “la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento,
metabolismo y decadencia final están ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el
proceso de la vida. La condición humana de la labor es la misma vida” (Arendt, 1993, p. 21). Si bien Arendt admitía a la
labor como una actividad que se ponía al servicio del cuidado de otros y el beneficio social, también la signaba como una
acción cíclica y rutinaria, “que no deja nada tras de sí”, cuyo fin de preservación la condena a la repetición constante y
desprovista de creatividad.

23
Ocio doméstico y afrontamiento del malestar
Esta investigación propone como objeto de estudio al ocio doméstico. Cuando pedí a los y las
entrevistadas que describieran sus experiencias de ocio sus respuestas fueron disímiles.
Hablaron de consumos culturales y tiempo libre, de entretenimiento y descanso, de aficiones y
de carencia. Carencia de tiempo, de espacio, de recursos, de parques, de agenda urbana. Para
el grupo estudiado la palabra ocio nombra prácticas diversas contenidas todas en el tiempo de
no trabajo. Más adelante me ocuparé de estas prácticas y de las reflexiones que sobre el ocio
doméstico las respuestas de los entrevistados suscitan. Por lo pronto propongo examinar
ciertas precisiones conceptuales necesarias para racionalizar los resultados de investigación
aquí expuestos y describir algunas ideas fuerza que alientan su interpretación. El primero de
estos conceptos constituye el eje teórico de este trabajo. Me refiero a la noción de ocio y, en
particular, a la noción de ocio autotélico. Al respecto es importante notar que, en contraste
con lo expuesto por los y las entrevistadas, la noción de ocio autotélico no nombra tanto
prácticas y actividades como un tipo particular de experiencia, productora de honda
satisfacción. La palabra autotélica se deriva del griego auto (“en sí mismo”) y telos
(“finalidad”). Así, puede entenderse una experiencia autotélica como aquella cuyo fin se realiza
en sí misma o, más bien, que se realiza con el fin de realizarse y, por tanto, sin propósitos ni
objetivos calculados. En el caso de los estudios del ocio se entiende la experiencia autotélica
como aquella experiencia de ocio no teleológica, que se pone en juego por el gozo y placer que
se deriva de su realización. Ver televisión, salir a bailar, juntarse con otros, pueden ser
actividades teleológicas (cuando, por ejemplo, vemos televisión para aprender sobre
determinado tema, salimos a bailar para bajar de peso o nos juntamos con otros por
conveniencias laborales), pero con frecuencia se trata de actividades autotélicas: nos juntamos
con otros por el placer de estar juntos, salimos a bailar para salir a bailar, vemos tv. para gozar
de la tv. De acuerdo a Cuenca (n.d.) dos rasgos caracterizan a las experiencias de ocio
autotélico. En primer lugar, se trata de experiencias animadas por prácticas no teleológicas, ni
instrumentales, es decir, que se realizan sin perseguir fines determinados, inspiradas por el
deseo y la motivación de hacerlas. En segundo lugar, se trata de experiencias por las que
libremente decidimos pasar, sin coacciones, ni imposiciones, en una puesta en juego de una
cierta autonomía radical. Notemos entonces cómo en esta definición la actividad misma pierde
relevancia. Lo trascendente en este caso es la experiencia. Esta idea permite a Cuenca (n.d.)

24
advertir que entonces el ocio no se consume en la acción sino que, por el contrario, puede
extenderse al momento en que deseamos la experiencia, la planeamos y a los momentos
posteriores a la acción vivida, cuando el ocio bien puede expresarse en el recuerdo.

En este punto conviene esclarecer las distinciones entre las nociones de recreación, ocio,
entretenimiento y tiempo libre16. Términos que, entre otras cosas, suelen homologarse en el
habla común. Como tiempo libre entendemos, en tanto categoría estadística, el periodo en el
que se realizan “todas aquellas acciones humanas no relacionadas con la producción de bienes
o servicios de mercado” (DANE, 2016) y que en la vida ordinaria comprendemos como “tiempo
de no trabajo”. En este sentido el ocio como experiencia, y las prácticas en las que este se
concreta, guardan estrechos vínculos con el tiempo libre. Suele ser este el espacio temporal en
el que el ocio emerge. Es, si se quiere, su lugar natural. No obstante, veremos en el siguiente
capítulo, que las experiencias de ocio pueden irrumpir en el mundo del empleo y en algunos
casos hacerse indistinguibles de las experiencias de trabajo libre y voluntario.

Con respecto a la noción de entretenimiento nos enfrentamos a otras complejidades. Estas


en parte se derivan del hecho de que estamos ante un concepto menos arraigado en las
ciencias sociales y por tanto menos racionalizado. En efecto, algunos de los diccionarios de
ciencias sociales (Campo Urbano et al., 1987; Giddens, 2018; Masías, 2008; Reyes, 2009)
revisados no incorporan el término. La RAE, por su parte, define al entretenimiento, entre
otras acepciones, como “1. m. Acción y efecto de entretener o entretenerse
2. m. Cosa que sirve para entretener o divertir.” (RAE, 2019). Se trata de una definición
interesante pues señala una veta para establecer diferencias sustantivas entre entretenimiento
y ocio. Nótese que para la RAE el entretenimiento se relaciona, por un lado, con el pasa-tiempo,
es decir, con la actividad que hacemos o que se nos ofrece para ocupar y administrar el tiempo
libre, y, por otro, con la diversión, esa suerte de distracción, chispeante y gozosa, de la vida
cotidiana. El entretenimiento nombra entonces de manera directa a la acción y al efecto más
inmediato que la acción produce: diversión, gozo, ocupación del tiempo, no aburrimiento. En
16
Otra distinción relevante, aunque de menos resonancia en este documento, es la que se puede establecer entre la
noción de ocio autotélico y el concepto de recreación que fundamenta al programa de Profesional en Recreación,
ofrecido por la Universidad del Valle, en Cali, Colombia (http://iep.univalle.edu.co/programa-academico-en-recreacion ).
Inspirado en los desarrollos de la Educación popular -movimiento intelectual, educativo y político de gran fuerza en
América Latina- el Programa de Recreación, si bien asume una diversidad de definiciones de recreación –en lo que el
mismo programa denomina una polifonía de voces (Mesa et al., 2019)-, coincide con la definición de ocio autotélico aquí
concebida, por lo menos en dos vías: por un lado, entiende la recreación como actividad sociocultural comprendida
como una experiencia no instrumental, no teleológica. Por otro, se asume y celebra la potencia de la recreación como
escenario en el que los individuos pueden subvertir el mundo dado, resignificarlo y dotar de sentido sus vidas.

25
este punto, sin embargo, las diferencias con la noción de ocio todavía se presentan como
tenues. El ocio también produce ciertas emociones y, ya lo dije citando a Cuenca, suele alojarse
en el tiempo libre y animarse por acciones concretas. No obstante, en la sociología
espontánea, el entretenimiento suele aludir a una forma menos elevada, más desacreditada y
menos trascendente de ocio. Un ocio de segunda categoría. Es posible que ello se deba a la
estrecha relación que el entretenimiento guarda con el mercado. Por un lado, el
entretenimiento se lee como una derivación de la poderosa industria de producción de bienes
simbólicos. La industria del entretenimiento es, hoy por hoy, un sector económico vigoroso y, al
mismo tiempo, un sector acusado de imponer versiones hegemónicas de mundo,
instrumentalizar la cultura popular y enajenar a los individuos. La relación entre
entretenimiento y tecnologías también favorece que muchas de nuestras tecnofobias y
temores ante la participación de las pantallas en la vida cotidiana se deslicen hacia las prácticas
de entretenimiento tecnomediadas. Es probable, además, que la potencia que apreciamos en
las experiencias de ocio –su capacidad para estimular la imaginación creadora o
proporcionarnos un ámbito de maniobra personal más amplio- no sea extensible a la que
percibimos para el entretenimiento. La mayor parte de estas objeciones no se encuentran
asentadas de manera formal ni han sido resultado de conceptualizaciones sistemáticas de las
ciencias sociales. Se trata, más bien, de ligeras diferencias que subyacen a la literatura sobre el
tema y a la manera en que en los estudios de ocio suele nombrarse y delimitarse al
entretenimiento en tanto concepto. Cuenca (2009a) nos ofrece algunas pistas en este sentido.
Sus reflexiones se distancian de las lecturas morales que suelen atravesar la noción de
entretenimiento y nos permiten aproximar los conceptos de ocio y entretenimiento, identificar
sus familiaridades y señalar sus diferencias. En principio Cuenca parece relacionar, como lo
hace también la RAE, los conceptos de entretenimiento y diversión (“la diversión también
entendida como entretenimiento”, dirá textualmente (Cuenca, 2009a, p. 101)) y sitúa al
entretenimiento en la dimensión lúdica del ocio. De ello puede concluirse que cuando
hablamos de entretenimiento apuntamos a una experiencia que en este caso divierte,
entretiene, permite pasar el tiempo: distrae. Y es en este punto en el que resaltan dos
cualidades del entretenimiento que Cuenca (2009a) insinúa en sus reflexiones sobre el ocio
humanista. Por un lado, el carácter distractor del entretenimiento, que al tiempo que supone
un descanso y una cierta compensación de los avatares de la vida cotidiana, también puede
distraernos de nuestra experiencia interior, de nuestro propio deseo, del mundo que nos

26
acoge, de las experiencias de ocio y su potencia liberadora. Esta cualidad se relaciona con la
siguiente. El entretenimiento parece demandar poco del sujeto que lo vive. Mientras el ocio es
una experiencia en la que el sujeto deviene en actor, esto es, deviene en un sujeto que actúa
para producir la experiencia, el entretenimiento es una práctica que el sujeto debe dejar que
pase, en ocasiones sin su interferencia y a veces incluso haciéndose al lado. El entretenimiento
nos exigiría entonces menos compromiso subjetivo. Para decirlo en términos sociológicos,
mientras en el entretenimiento las personas podemos ser consumidoras, dejar que las cosas
pasen, en el ocio siempre actuamos como agentes: hacemos que las cosas pasen y
protagonizamos lo que con las cosas pasa.

Sin embargo, ocio y entretenimiento no son conceptos excluyentes. Por el contrario. Las
prácticas de entretenimiento pueden alentar experiencias de ocio y en muchos casos
constituyen el núcleo de las mismas. Por otro, el ocio bien puede ser entretenido, por lo menos
en algunos momentos. Una práctica de entretenimiento casual puede derivar en una
experiencia de ocio significativa y una experiencia de ocio puede contener actividades de
entretenimiento. El hijo de Vera, de 5 años, juega videojuegos. En esta casa pocos prejuicios
respecto a las pantallas. Sin embargo, el videojugar se encuentra atravesado por múltiples
rituales y procesos de significación. Los padres suelen hablar con el niño de los personajes del
videojuego constantemente. Estos personajes pueblan sus conversaciones y con frecuencia el
niño elabora historias sobre ellos que espera reproducir en el videojugar. Los días de
videojuego culminan con largas conversaciones, en las que el niño reproduce la experiencia del
juego, articula sus detalles en una narrativa con causalidades y consecuencias y dota a los
personajes de una vida que el videojuego les ha negado. La hora de jugar, además, incluye
otras actividades que la familia planea con cierta dedicación: una comida especial, un novedoso
mecanismo para seleccionar, entre padre e hijo, los turnos del juego y hasta premios para el
ganador (un masaje, una visita al río, un pie de limón).

Así pues, no resulta tan fácil distinguir entre entretenimiento y ocio, en particular cuando
se refiere a su dimensión lúdica. Y, sin embargo, para los propósitos que me planteo en este
trabajo esa distinción es esencial. La casa es destinataria de muchas de las ofertas que produce
la industria del entretenimiento. También es el lugar en el que los y las trabajadoras reponen
fuerzas y compensan las energías que el mundo del trabajo consume. Una exploración del ocio
doméstico inevitablemente debe pasar revista por estas prácticas de entretenimiento y valorar

27
su peso y densidad, su sentido y lugar, en la vida cotidiana de la casa y sus habitantes. Será
necesario comprender qué se juegan los hogares cuando se entretienen y de qué modo el
entretenimiento participa de las experiencias de ocio doméstico o, para decirlo más acorde con
los hallazgos de esta investigación, cómo las personas se las arreglan para hacer rendir al
entretenimiento, cómo lo reinventan y cómo traducen la diversión en una experiencia que
demanda su creatividad e imaginación.

Esta idea nos pone de frente con el objeto medular de esta investigación: el ocio
doméstico. En principio parece tratarse de un concepto indiscutible. Si se tiene clara la noción
de ocio, el término “doméstico”, lo adjetiva con una connotación claramente espacial. Esto es,
el ocio en un lugar determinado que reconocemos como domus. El ocio en la casa y el hogar.
El ocio en el lugar en el que vivimos y en el que, de acuerdo a las coordenadas trazadas por el
mundo del trabajo, se asienta el tiempo libre. Es decir, si el tiempo libre es el lugar de
alojamiento natural del ocio tendríamos entonces que admitir que, como he señalado antes, la
instalación del ocio doméstico, como actividad central de la vida en casa, va de la mano de la
concentración del trabajo en el mundo de lo público y la expansión del tiempo libre como
consecuencia de la disminución del trabajo de cuidado, su tecnologización y tercerización.
También es posible señalar que, en otra vía, todos los fenómenos que competen a la vida
doméstica, desde las prácticas y objetos que se incorporan en la vivienda, hasta las
transformaciones en las relaciones sociales que configuran a un hogar, terminan afectando,
modelando y explicando las experiencias de ocio que viven los individuos en sus casas. Casas
que ha enfrentado en Colombia, con una velocidad probablemente más acelerada que en
economías del primer mundo, cambios ligados a la industrialización, la urbanización y la
tecnologización. Casas que son refugios y cuevas, pero también espacios liminales para la vida
pública. Casas que fundan un modo particular de confinar un mundo: el de la privacidad.

Para Rybczynski (2009, p. 97) el origen del ocio doméstico, tal y como lo conocemos hoy,
se remonta a la intimidad de la casa burguesa inglesa del siglo XVIII, en la que abunda, como
nunca antes en la historia, el tiempo libre. Los primeros burgueses ingleses empezaron a pasar
mucho tiempo en casa y en ella iniciaron un despliegue de prácticas destinadas a ocuparse y
distraerse, pero también a expandir sus posibilidades de realización: nacieron diversos juegos
caseros, se iniciaron las tertulias para el bordado y se entregaron al cotilleo.

28
“La casa, que ya no era un lugar de trabajo, como había ocurrido en la Edad Media, se
convirtió en un lugar para el ocio”, asegura Rybczynski (2009, p. 97). Ya insinué esta idea en el
capítulo anterior, en especial para aludir a la particular relación que las clases medias caleñas
suelen tener con la calle y el ocio en el espacio público. Sugerí entonces que la casa se había
convertido en un lugar central para el ocio en la misma medida en que la calle –incluso la
vecindad próxima- se hacían más hostiles. De cierta forma la casa emergió como posibilidad
para el ocio por contraste con aquello que no ocurría en la calle, en tanto fuente de peligros y
carencias, ni en el mundo del trabajo, cargado de deberes. Sin embargo, al citar las primeras
prácticas de ocio de los burgueses ingleses, Rybczynski estaría aludiendo a una tercera razón
para situar a la casa en el centro de la geografía cultural del ocio. No se trata sólo de que la
calle expulse o el trabajo coapte las posibilidades de agenciar experiencias de ocio en el mundo
de lo público, se trata también de que en esta escisión entre público y privado buena parte de
las disposiciones y factores que convergen en el ocio se dieron cita en la casa: tiempo libre y
confort, disposición lúdica y mayor espacio para la puesta en juego de la voluntad, afecto y
encuentro. Relajación de los cuerpos y de los modales. Espacio para la intimidad y la liberación
del rol. Lugar en que se modifican, sin desaparecer, las coordenadas sociales del estatus y el
prestigio.

Al respecto, de Certeau (2006) describirá la casa como un lugar protegido de la presión


que el colectivo ejerce sobre el cuerpo individual. La relación casa- calle que nos sugiere de
Certeau se asemeja a la distinción que la sociología, y más concretamente Tönnies (1979),
establece entre asociación (gesellschaft) y comunidad (gemeinschaft). Tönnies describe la
comunidad como una suerte de organización articulada por la voluntad orgánica que determina
los hábitos y las disposiciones individuales. Así, la comunidad se erige en torno al consenso
tácito, que no requiere contratos y que, más bien, se nutre de ritos y costumbres y se
caracteriza por un estado mental, un lenguaje y una vida en común desde la que se asignan
funciones y privilegios. En oposición, la asociación nombra a un conjunto mecánico de
individuos -llamados generalmente “sociedad civil” o “asociaciones generales de intercambio”-
agrupados en torno a una voluntad racional, en la que se reconoce a los individuos como
agentes racionales aislados y en disputa. Para Tönnies, quien examina la formación de la
asociación en los inicios de la revolución industrial, esta suponía el deterioro de la solidaridad
orgánica que la comunidad representaba. En la asociación prevalecería el intercambio racional y
el beneficio individual que motiva la competencia entre personas. En una organización de esta

29
naturaleza cobra centralidad el intercambio y el valor, representado por el dinero, con el que
todo puede ser cambiado y todo es susceptible de convertirse en mercancía. Al respecto, De
Certeau asegura que en la sociedad moderna esta comunidad ya no reside en la aldea ni se
encuentran vestigios de ella en los centros urbanos. La comunidad es esencialmente doméstica
y se hospeda en la casa como lugar de los vínculos filiales y afectivos, en el que gobierna la
sociabilidad y la tradición, la elección más o menos autónoma de los individuos y la a veces
tiránica dictadura de lo común. La sociedad, en cambio, es el lugar de las asociaciones y pactos
racionales, gobernada por la autoridad y la socialización impuesta. Así, según De Certeau es en
la casa donde los individuos pueden ser algo libres o, por lo menos, liberarse de la mirada del
extraño. La comunidad doméstica es cómplice con el ridículo, el jugueteo, la socialización
cotidianamente pactada. Esta idea es corroborada por bell hooks (1991). La célebre escritora
feminista explora en un artículo el papel que la casa jugó para las mujeres negras que
construyeron un hogar con gente de su raza. Una casa sin extraños, con acento y costumbres
compartidas. La casa se convertía para hooks en un lugar de resistencia en tanto en ella las
mujeres “encontrábamos la posibilidad de reafirmarnos con el intelecto y el corazón, por
encima de la pobreza, el infortunio y las privaciones, porque allí recuperábamos la dignidad que
se nos negaba fuera, en el espacio público» (bell hooks, 1991, p. 42).
En esta misma vía la sociología del self, que tiene en George Mead y Erving Goffman dos de
sus exponentes más destacados, sugiere que el ámbito doméstico –y con éste todos los
ámbitos de la intimidad- constituyen lugares en los que los individuos pueden ser, más allá del
rol, creativos e ingeniosos sobre sus propias vidas. Esto es, lugares en que pueden ser todo
aquello que en el mundo del trabajo les es negado. En este sentido, casa y ocio comparten
rasgos similares. Como refugios y fugas, guaridas y escapes, la casa y las experiencias de ocio
se instituyen hoy, para muchos autores, en espacios destinados a la compensación de las
dolencias que nos dejan la enajenación, la competencia y la ruptura del vínculo que atraviesan a
la vida de los habitantes urbanos. Ya Elias había reconocido que en el contexto del proceso
civilizatorio, y en el marco de una sociedad del trabajo, el ocio constituía el lugar de la
autonomía: «en una sociedad enfocada al trabajo, el ocio es la única esfera pública en la que los
individuos pueden decidir basados principalmente en su propia satisfacción» (Elias & Dunning,
1992, p. 118).

Es este un tema que debatiré largamente durante esta investigación. De fondo alude a la
relación ya estudiada entre ocio y padecimiento subjetivo y, en positivo, a la relación entre ocio

30
y bien-estar, ocio y bien-vivir. Una categoría que en principio no fue planteada en este sentido
y que, sin embargo, resulta útil para nombrar y definir esta relación es la de ocio paliativo,
entendido como aquel:

que permite a las personas adaptarse a los cambios de desarrollo y a los acontecimientos
relevantes de sus vidas, como puede ser la pérdida de una persona querida o el empleo. El
distanciamiento que se activa a través del ocio, actúa como barrera protectora y permite a
las personas adquirir un cierto control sobre esas experiencias estresantes (Cuenca, 2014, p.
180).

Cuenca está enunciando el ocio paliativo en el contexto de procesos, terapéuticos o no, de


duelo y adaptación. En palabras de Sennett (2000), en estos casos el ocio se presenta como
una “solución práctica”, una estrategia de afrontamiento. Se trata de una dimensión del ocio
enlazada profundamente con procesos de intervención individual y social, cuyos desarrollos
pueden extenderse al campo de la medicina o la psicología. En principio se sugiere que el ocio
puede ser empleado como un recurso útil para superar el dolor, la incertidumbre y el miedo.
“Permite a las personas adquirir un cierto control sobre esas experiencias estresantes”,
asegura Cuenca (2014, p. 180). La noción de experiencia estresante de manera inmediata puede
relacionarse con los eventos y avatares que enfrentamos los individuos en el curso de nuestra
vida. Con la muerte y la desdicha, la pérdida y el sufrimiento personal. Pero, también, es
posible proponer una versión más ampliada de este estrés y comprender en él las
consecuencias personales -que se experimentan de manera individual, aunque se trate de
fenómenos colectivos- de la ruptura y debilitamiento del vínculo comunitario, las soledades de
individuos destinados a competir en el mundo del trabajo, el incremento de la incertidumbre
laboral y las presiones que se derivan de las demandas de consumo. Diversos autores
coincidirán en señalar que el padecimiento en el mundo de lo público parece conducir a un
repliegue en el mundo privado como fuente de consuelo. Beck y Beck (1998), Giddens (1995) y
Sennett (2000) encontrarán cómo la mayor fragilidad y fugacidad de los vínculos sociales –esto
que Bauman denomina liquidez- y la precarización del ámbito público (en buena medida
relacionada con la, a su vez, precarización del empleo y de la comunidad política) tiene su
correlato en la sobrevaloración del amor paternal (Beck & Beck, 1998), la intensificación del
amor romántico (Giddens, 1995) y la participación frecuente de sentimientos privados en las
decisiones públicas (Sennett, 1992): la sobrevaloración del ámbito íntimo y de la vida privada.

31
Estos fenómenos nos ponen frente a la posibilidad de que el ocio en general, pero el ocio
doméstico en particular, se conviertan en escenarios privilegiados para paliar, compensar y
probablemente hacer frente al padecimiento subjetivo que estos fenómenos suponen. En
concreto voy a señalar uno de estos padecimientos de gran relevancia para las capas medias,
en tanto se relaciona de manera directa con los avatares que éstas enfrentan devenidos de su
condición de clase: la ansiedad por el estatus (De Botton, 2004). Como ansiedad por el estatus
De Botton reconoce la presión por ser exitosos, y la urgencia de conservar su lugar en la
estratificación social, que suele asaltar a sujetos que han llegado a su posición de clase como
una conquista, como un logro. Esto es, a aquellos que no son herederos, que llegaron a ese
lugar vía su esfuerzo propio y sus talentos. No es difícil establecer relaciones entre los sujetos
a los que alude De Botton y los individuos de clase media que, como diré más adelante, son los
que parecen experimentar, con mayor intensidad que otras clases sociales, cierta
incertidumbre posicional y mayores presiones para mantener su posición y estatus, al tiempo
que detectan recursos que, como el mérito y la fuerza de trabajo, se ven amenazados por el
desgaste y el envejecimiento. Para De Botton estamos ante sujetos invitados a ser proactivos,
empresarios de sí mismos, adaptables sin obstáculos al mundo laboral. Sujetos invitados a
diseñar constantemente un performance compatible con la apertura al cambio, la capacidad
para establecer relaciones y el carisma que el mundo del trabajo nos demanda. De Botton
sugerirá que, ante la ansiedad que mantener el estatus representa, los sujetos buscarán
fuentes de seguridad y confianza. Si bien advierte que la casa puede convertirse en un lugar
para la disputa por el estatus y el reconocimiento, también señala que algunas de las presiones
del mundo exterior se relajan y reblandecen en el ámbito privado, en el que las personas se ven
liberadas de la competencia y protegidas del panóptico laboral. En el capítulo IV volveré sobre
este punto para señalar el modo en que el ocio en casa reafirma esta seguridad doméstica
ofreciendo un campo de maniobrabilidad y azar controlado.

También Arizaga (2007) explora esta cualidad compensatoria y paliativa del hogar, y con él
del entretenimiento doméstico, entre individuos de clase media argentina. En su caso se ocupa
de explorar una forma de entretenimiento tan polémica como extendida entre jóvenes
profesionales apremiados por su éxito en el mundo de lo público. Se refiere al uso recreativo
de psicotrópicos, en particular hacia el final del día, como actividad compensatoria que permite
mantenerse a flote. A partir de una investigación realizada en el contexto del Observatorio
Argentino de Drogas, esta socióloga explora las representaciones sociales del consumo de

32
sustancias y algunos de los patrones de consumo asociados en ellas. Para Arizaga estas
sustancias se presentan, entre sujetos obligados a ser proactivos, como drogas del estilo de
vida, que contribuyen a estimular y serenar la personalidad y el ánimo para favorecer la
integración de los individuos en el mercado de trabajo. Arizaga encuentra que la mayor parte
de los sujetos estudiados relaciona el consumo de sustancias con necesidades derivadas del
trabajo y del, de nuevo, sostenimiento del estatus: se consumen psicotrópicos para aumentar
el rendimiento laboral (pero, también, sobre todo entre mujeres, para incrementar el
rendimiento en el ámbito doméstico y favorecer el equilibrio entre trabajo de cuidado y
producción), lidiar con el estrés y responder ante las demandas afectivas de la familia y los
dependientes. Estamos pues ante sujetos asaltados por las exigencias que el mangement del
yo hace a la subjetividad: la demanda de gestionar y gerenciar, efectiva y eficazmente, la propia
vida. Los psicotrópicos se presentan en este contexto como una alternativa útil no tanto para
buscar el equilibrio como para no perder el equilibrio. La pastilla, el psicotrópico, se integra
entonces a la casa en un esfuerzo que los individuos hacen para:

no superponer el ámbito público al privado a modo de resguardar el nicho de seguridad y


contención. El psicotrópico actúa en estos casos como ayuda para la construcción de un
límite entre el ámbito público y el doméstico, el espacio de la casa: la pastilla viene a “tapar”
los problemas del afuera mientras se está dentro. De este modo, la pastilla funciona para
recuperar la tranquilidad luego de perderla, cotidianamente, en el mundo exterior. (Arizaga,
2007, p. 15)

Para Arizaga el psicotrópico actúa como una suerte de entretenimiento doméstico que nos
permite ver dos características inherentes a la casa contemporánea. Por un lado, la casa se
dibuja como el lugar en el que se recupera el control, por otro el psicotrópico se presenta como
un recurso que contribuye a proteger –del afuera, plagado de amenazas- aquello que la casa
ofrece: tranquilidad, dominio, certidumbre. La casa se convierte así en el lugar que protege y el
lugar por proteger. Las explicaciones que justifican esta idea pueden ser evidentes: en casa
habitan generalmente los vínculos más queridos y los que más nos soportan, también residen
nuestros bienes y se concretan nuestros capitales. En casa nos cuidamos. En casa obtenemos
el descanso, la recuperación de fuerzas. Y en casa, ya lo dije al comienzo de este texto, en casa
no trabajamos. En casa vivimos. Este vivir supone cosas que he mencionado recientemente:
compensación, seguridad, liberación. Pues bien, sugeriré que en buena parte de estas

33
operaciones en las que la casa impacta nuestra subjetividad, el ocio y el entretenimiento
participan como actores y protagonistas principales. Dicho de otra manera, si la casa nos
acoge, nos conforta y nos ofrece seguridad es en buena medida porque en la casa se suceden
formas de ocio –y también de entretenimiento- en los que convergen nuestra intimidad, la
liberación de la mirada del extraño y la disposición a la vida más allá del deber.

En este sentido, sugiero que las cualidades atribuidas a la casa, relacionadas con el confort y
la seguridad, convergen con las potencialidades del ocio como dispositivo emancipador de la
imaginación humana y recurso y lugar del bien-estar y el bien-vivir. Algunos estudios sobre
ocio doméstico refuerzan esta idea. En “Family Leisure”, Hodge et al. (2015) efectúan un
estado del arte sobre las investigaciones que en torno al ocio familiar se han publicado en
revistas indexadas. El estudio cubre 20 años de investigaciones, entre 1992 y 2012, y más de 181
artículos. En estos los autores identifican una frecuente relación entre ocio y bienestar, al
tiempo que señalan la centralidad que en estos trabajos tienen las formas de ocio
institucionalmente mediadas, en detrimento de las prácticas más espontáneas. En esta vía,
Shaw y Dawson (2001), exploran los significados y las prácticas de ocio en 31 familias
canadienses, con niños y niñas entre los 10 y 12 años. En este trabajo los autores encuentran un
asunto que coincide con los hallazgos de esta investigación: el modo en que padres y madres
establecen valoraciones del ocio en virtud de su potencial para conquistar fines determinados,
en especial objetivos educativos. Esto es, la noción instrumental y teleológica que padres y
madres tienen del ocio. En el caso de las familias estudiadas por Shaw y Dawson, el ocio
colectivo suele ser propiciado porque, en opinión de los adultos criadores, favorece a la unidad
familiar y mantiene a niños y niñas ocupados, lejos de las pantallas, la calle y los peligros de la
ociosidad17. En esta misma vía, Harrington (2015) atiende un problema que guarda estrechas
relaciones con el propuesto en esta investigación: la relación entre clase social y ocio familiar. A
partir de un estudio multidisciplinar, que examina tanto la sociología como la psicología de la
familia, Harrington se pregunta por cómo la posición en la pirámide social modela los valores y
objetivos que padres de clase media y trabajadora australiana se juegan en las prácticas de ocio
intencional que proponen a sus hijos.

17
Conviene en este punto efectuar una nueva precisión conceptual. Para Cuenca (Cuenca, n.d.) ocio y ociosidad pueden
presentarse como conceptos opuestos. Mientras el ocio supone una participación activa del agente en la experiencia, la
ociosidad estaría relacionada con la pereza, la inactividad, la pasividad. En palabras de Cuenca: “el ocio requiere acción,
interior y/o exterior, y consciencia, mientras la ociosidad se caracteriza por la ausencia de ambos atributos” (Cuenca,
n.d.). 

34
Desde una perspectiva distinta, pero también en el contexto de los estudios sobre ocio
doméstico, Dhar (2011) sigue, a través de un trabajo etnográfico y de foto-elicitación, las
experiencias de estrés y padecimiento de un grupo de obreros de la construcción en el este de
la India. Además de describir el modo en que estos trabajadores relacionan las demandas del
mundo del trabajo con sus propios malestares, Dhar examina el papel que el ocio doméstico
juega en las estrategias de puesta al abrigo que estos obreros ponen en juego para afrontar, en
casa, lo que el trabajo les arrebata en el mundo de lo público.

Volviendo a Arizaga (2017) encontramos que, en su opinión, esta reconquista del espacio
propio, auto-recreado, que a través del ocio consiguen sectores de clase media y de clase
trabajadora en casa, son signos de la emergencia de nuevas subjetividades y a la vez de nuevas
funciones del ámbito doméstico que “se distancian del uso familiar, social y funcional de la
vivienda de décadas anteriores” (Arizaga, 2017, p. 16). En este caso Arizaga insiste en algo que
ya he descrito antes como un fenómeno doméstico de nuestro tiempo: al perder funciones
más instrumentales, la casa parece potenciar sus funciones simbólicas. Muchos de estos
trabajos coinciden en que la casa y el ocio doméstico, incluso en tiempos de teletrabajo e
invasión de ofertas de entretenimiento, son espacios y prácticas en los que las regulaciones de
la vida pública se subvierten y negocian. Así, las imposiciones que provienen del mundo del
trabajo y del mercado, de las economías y la política, encuentran en la casa sus propias
mediaciones. En este lugar -de trasescena de la teatralidad pública- los individuos se nos
presentan más desnudos, menos prolijos. Más a la deriva. Más en búsqueda, como dirían Elias,
de sus propias fuentes de satisfacción (Elias & Dunning, 1992). El ocio, que en sí mismo remite
a una suerte de libertad, se potencia en el ámbito doméstico como una práctica para el ingenio
sobre la propia vida:

sobre todo que nos libera de la rutina cotidiana introduciéndonos en un mundo más flexible,
que nos permite proyectar de modos diferentes todo lo que llevamos dentro. Proyectar y
realizar nuestros deseos es tanto como realizarnos a nosotros mismos, aplicar la creatividad
a nuestros propios actos y tener la oportunidad de «recrearnos» con ellos nuevamente.
(Cuenca, 2014, p. 70).

Esta potencia compensatoria, pero sobre todo revitalizadora, del ocio como experiencia en
la que se alienta la autonomía y el bienestar, puede rastrearse en el trabajo de Wearing y
Wearing (1988). En este artículo de reflexión los autores proponen una definición de ocio que

35
puede considerarse audaz para su momento: la noción de ocio en tanto experiencia de
autorrealización. A partir de ello se preguntan por los desafíos que, de manera diferencial,
enfrentan varones y mujeres para protagonizar experiencias de ocio. Sugieren entonces que, si
el ocio se potencia en condiciones de autonomía, las desigualdades que viven las mujeres en
este terreno inciden en sus posibilidades de vivir experiencias de ocio plenas. En el capítulo IV
retomaré algunas de estas reflexiones, a propósito de las diferencias que entre varones y
mujeres se evidenciaron en la distribución del trabajo y ocio doméstico, en los hogares aquí
estudiados. Por lo pronto conviene atender esta relación entre ocio y autonomía o, para acudir
a un concepto más afín a la sociología, entre ocio y agencia. Si asumimos la agencia como la
capacidad de actuar –esto es, de generar acciones de manera intencionada y con ellas de incidir
sobre el mundo- tenemos que aceptar también que a la agencia se le oponen diversos
obstáculos e impedimentos. Es decir, tenemos que asumir que nuestras posibilidades de
acción no son ilimitadas, que nuestras intenciones con frecuencia chocan contra las
probabilidades reales de concretarlas y que toda acción enfrenta impedimentos que la regulan.
Desde una perspectiva más radical tendríamos que asumir que incluso el abanico de acciones
que concebimos como posible y deseable ha sido preestablecido. Un ejemplo puede ilustrar
mejor esta idea. Supongamos que Juan aspira a desarrollar estudios superiores en una
universidad de élite. Juan se verá enfrentado a diversos impedimentos: no saber un segundo
idioma, carecer de recursos económicos, no poseer las credenciales necesarias. Incluso es
factible que alguien como Juan no contemple ingresar a una universidad de élite y que sus
aspiraciones sean desde su origen más modestas, predeterminadas por la adversidad y
orientadas hacia las alternativas que su contexto concibe como viables. En definitiva toda
acción se juega en un campo de pruebas e impedimentos frente a los que los actores –
individuales o colectivos- pueden mostrarse sumisos, prácticos, audaces o creativos. Algunos
de estos impedimentos consisten en cristalizaciones de las estructuras. Esto es, en modos en
que la estructura se nos presenta concreta, como una barrera tangible 18. Araujo y Martuccelli

18
Al respecto algunos autores –en particular recomiendo seguir a Zimmerman (2014) y Kahn (2012)- han insistido en las
diferentes percepciones que tenemos de las estructuras según su presentación como barreras o facilitadoras. Cuando
se presentan como facilitadoras las estructuras se nos hacen invisibles y naturalizadas. Por ejemplo, en el hipotético
caso de Juan, las posibilidades de acceso a la educación superior suelen presentarse con múltiples obstáculos
estructurales muy tangibles: dificultades económicas dada su posición en la estratificación social, déficit de capital
cultural que le desfavorece en la competencia académica, condiciones de origen que dificultan su integración al campo
educativo y la conquista de mayores credenciales. En esos casos el obstáculo es claro e indiscutible. Por otro lado,
cuando la estructura actúa como facilitadora –por ejemplo, cuando estudiantes de clases altas obtienen buenas notas o
ganan becas para estudiar en universidades de renombre, atribuimos su éxito al mérito o, en versiones más moderadas,
a haber hecho algo bueno con las posibilidades que su condición de clase anticipaba.

36
(2010) denominan pruebas estructurales a estos obstáculos. Se trata de pruebas, desafíos,
retos, ante los que los individuos dotados de acción, es decir, los agentes, sucumbimos,
vencemos, nos adaptamos, fracasamos. Esto es, se trata de “desafíos históricos, socialmente
producidos, culturalmente representados, desigualmente distribuidos que los individuos están
obligados a enfrentar en el seno de un proceso estructural de individuación” (Araujo &
Martuccelli, 2010, p. 83). De fondo los autores sugieren que las estructuras –en particular las
que provienen de la clase y el mundo del trabajo- se nos presentan como pruebas estructurales
que podemos apreciar subjetivamente, que podemos experimentar y padecer. Los sujetos que
entrevista Arizaga (2017) hablaron de sentirse desolados en la noche. La literatura sobre
sufrimiento y padecimiento en el trabajo explora estas emociones y malestares. Las personas
que entrevisté refirieron a fugas que los re-componen (Gloria bebe una copa de vino cuantos
todos se duermen, el esposo de Vera fuma un poco de marihuana al regresar del trabajo,
Ángela reconoció tomar antidepresivos). En algunos casos el entretenimiento se convierte en
una estrategia para afrontar el sufrimiento, en otros el ocio se presenta como una alternativa
para expandir las oportunidades de realización, más allá del trabajo y el estatus, esto es, una
forma de subvertir las pruebas estructurales, una táctica de resistencia.

En resumen, lo que algunas de estas reflexiones y estudios sobre el ocio parecen estar
señalando es que en el ocio, en tanto experiencia que provocamos y de la que somos
protagonistas, actuamos. Somos agentes del ocio y somos agentes en él. Siendo agentes
ganamos control y con ello ganamos poder. Siguiendo a Foucault (2001), podríamos vislumbrar
al ocio como un amplificador de las posibilidades de resistencia. Si el poder entraña sus propios
mecanismos de dominación, también supone, según Foucault, sus maniobras de rebeldía. Ésta,
nos sugiere, no opera sólo desde la franca oposición sino también desde la creación de formas
alternativas de vida. Se trataría entonces de una resistencia que se arma al ponerse al margen,
en el escenario de la centralidad subterránea de la que nos habla Maffesoli (1989) y no de la
confrontación directa o, para ser más exacta al caso que me ocupa, que se arma en los confines
de la sala familiar, la alcoba, la cocina de la familia. Así, al estimular la “recreación” de la propia
existencia, el ocio doméstico constituye un potente dispositivo desnaturalizador del mundo
dado y, con ello, tal vez de sus males. Como veremos más adelante el ocio doméstico se
materializa a veces en hobbies remunerados, con los que las personas pretenden superar las
incertidumbres del mundo laboral, o creaciones y pequeñas obras que suplen las demandas
expresivas y nos permiten enfrentar los desafíos que el consumo de entretenimiento, la

37
abundancia de posibilidades para “administrar el tiempo libre” y otros fenómenos
contemporáneos imponen sobre nuestra creatividad.

De un modo más simple: entendido como resistencia, el ocio doméstico puede


manifestarse como la experiencia de ser libres. En este sentido, coincido con Mundy y Odum,
citados por Cuenca (2009a) para quienes:

el verdadero significado del ocio reside en que es algo en lo que uno tiene la oportunidad
de ser libre. Libertad que no se identifica con licencia, ni olvida condicionamientos ni
responsabilidades, pero que sí indica la posibilidad de tomar opciones, elecciones y
decisiones personales. De ahí que distintos autores hayan identificado el núcleo del ocio en
la libertad de elección o en algo que forma parte del significado de la vida. (Cuenca, 2009a,
p. 73)

Asegura Cuenca que durante el ocio “la persona tiene la oportunidad de vivir más su
tiempo psicológico. Al dejarse llevar por su interior, se pueden ejercitar opciones, elecciones y
decisiones más libres y mantenerse según la naturaleza y necesidades de cada uno” (2009b, p.
85). Si el ocio en sí mismo es poderoso como lugar para recrear la emancipación de las
condiciones dadas de existencia y la casa se nos presenta, por lo menos en nuestros discursos
más dulcificados, como el lugar de la seguridad y la liberación ante los infortunios del afuera,
cuando hablamos de ocio doméstico estaríamos ante una experiencia de liberación en la que
muchos sujetos urbanos depositan su necesidad de compensar los avatares de la vida pública,
la lucha incierta y solitaria por el trabajo, la incapacidad para tener dominio sobre su destino y
los temores de una calle en la que la delincuencia o las pandemias amenazan con arrebatarnos
nuestra cuota de agencia, esa porción personal en la que nos late más fuerte la certeza de estar
vivos.

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