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Construyendo la Iglesia

Todos, a lo largo de nuestras vidas construimos no solamente cosas materiales sino también cosas
intangibles, por ejemplo:  educación , conducta, actitudes, pensamiento, creencia, capacidades
intelectuales y físicas y por lo general decimos que hay que  “construir nuestro futuro”.

Nuestro Señor Jesucristo siempre usaba de parábolas para dar sus enseñanzas de una forma clara y
ejemplificada. En una ocasión refirió un ejemplo práctico de la vida relacionándolo con la vida
espiritual.

Lc 6, 47-49

«Voy a explicaros a quién se parece todo el que viene a mí, escucha mis palabras y las pone en
práctica. Se parece a un hombre que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos
sobre roca. Al sobrevenir una inundación, rompió el torrente contra aquella casa, pero no pudo
destruirla por estar bien edificada. Pero el que las ha escuchado y no las ha puesto en práctica se
parece a un hombre que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos, contra la que rompió el torrente:
la casa se desplomó al instante y su ruina fue estrepitosa.»

Si analizamos lo que Jesús dijo, podemos pensar como se realiza el cimiento de una casa, y si este se
realiza en la arena ¿que implica?

Características de un cimiento en la arena

 No requiere mucho esfuerzo


 Es rápido
 La arena se lava con fuertes lluvias
 Es suave
 Las cosas sobre ella se caen o se hunden con un poco de movimiento
 Es un lugar inapropiado para construir, y peor aún si ocurreun sismo o una inundación

Características de un cimiento en la Roca

 Requiere mucho esfuerzo para cavar el cimiento


 El proceso es mucho mas lento
 Es dura
 Una edificación en un lugar firme y duro con muchas piedras o rocas es el mejor lugar para
construir

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Cuando Jesús pensó en edificar y construir la Iglesia quiso verificar hasta qué punto la gente tenía puesta
su fe en Él.

Mt  16, 13-18

“Tras llegar Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen
los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos respondieron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que
Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas.» Él les preguntó: «Pero vosotros ¿quién decís que soy
yo?» Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» A esto replicó Jesús:
«Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino
mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y que sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. “

Primero, quiere saber qué piensa la gente de él. Y la gente piensa que Jesús es un profeta, cosa que es
verdad, pero no recoge el centro de su Persona y no recoge el centro de su misión. Luego, les plantea
a sus discípulos la pregunta que más lleva en su corazón: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy?» (v 15).

Con esa pregunta Jesús aparta decididamente a los Apóstoles de la masa, como diciendo, pero
ustedes que están conmigo cada día y me conocen de cerca, ¿qué más perciben?

El Maestro se espera de los suyos una respuesta alta y distinta, con respecto a las de la opinión
pública. Y, en efecto, precisamente esa respuesta brota del corazón de Simón Pedro: «Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo» (v.16)

Simón Pedro encuentra en sus labios palabras más grandes que él, palabras que no nacen de sus
capacidades naturales. ¡Quizá él no había ni estudiado primaria y es capaz de decir estas palabras,
más fuertes que él!  Pero que le son inspiradas por el Padre celeste (cfr v.17), el cual revela al primero
de los Doce la verdadera identidad de Jesús: Él es el Mesías, el Hijo enviado por Dios para salvar a la
humanidad.

Y con esta respuesta, Jesús comprende que, gracias a la fe donada por el Padre, hay un fundamento
sólido sobre el cual puede construir su comunidad, su Iglesia. Por ello le dice a Simón: tú Simón eres
Pedro —es decir piedra, roca— y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (v 18).

También con nosotros, hoy, Jesús quiere seguir construyendo su Iglesia, esta casa con cimientos
sólidos, donde sin embargo no faltan grietas, y que necesita constantemente ser reparada.

Siempre: la Iglesia siempre necesita ser reformada, reparada, como en los tiempos de Francisco de
Asís.

2
Un día Francisco salió a dar un paseo y entró a rezar en la vieja iglesia de San Damián, fuera de Asís. Y,
mientras rezaba delante del Crucifijo puesto sobre el altar, tuvo una visión de Cristo crucificado que le
traspasó el corazón, hasta el punto de que ya no podía traer a la memoria la pasión del Señor sin que
se le saltaran las lágrimas. Y sintió que el Señor le decía: "Francisco, repara mi iglesia; ¿no ves que se
hunde?".

El Señor se refería a la Iglesia de los creyentes, amenazada, como siempre, por mil peligros. Y hoy el
Señor sigue haciendo esa misma llamada a cada uno de nosotros. Y te llama por tu nombre y te dice:
Repara mi Iglesia, edifica mi Iglesia, construye mi Iglesia.

Nosotros, ciertamente, no nos sentimos rocas, somos solos sólo pequeñas piedras. Sin embargo,
ninguna piedra pequeña es inútil, aún más, en las manos de Jesús, la piedra más pequeña se vuelve
preciosa, porque Él la recoge, la guarda con gran ternura, la talla con su Espíritu y la coloca en el lugar
adecuado, que Él ha pensado desde siempre y donde puede ser útil para toda la construcción. Cada
uno de nosotros es una piedra pequeña, pero en las manos de Jesús hace la construcción de la Iglesia.

1Pe 2,4-5

“Vosotros acercaos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero elegida y preciosa para
Dios; y así, como piedras vivas que sois, formad parte de un edificio espiritual, de un sacerdocio santo,
para ofrecer sacrificios espirituales agradables a Dios por medio de Jesucristo”

Y todos nosotros nos convertimos en ‘piedras vivas’, porque cuando Jesús toma en la mano su piedra,
la hace suya, llena de vida, llena de vida del Espíritu Santo, llena de vida gracias a su amor, y así
tenemos un lugar y una misión en la Iglesia: ella —la Iglesia— es comunidad de vida, hecha de
tantísimas piedras, todas diversas, que forman un edificio único en el signo de la fraternidad y de la
comunión.

Una Iglesia viva, construida sobre el cimiento de los Apóstoles y que tiene como piedra angular al
mismo Cristo Jesús. En ella, como recuerda el concilio Vaticano II, los creyentes se hallan insertados
como piedras vivas para formar en esta tierra un templo espiritual (cf. Lumen gentium, 6).

"Vosotros sois edificación de Dios" (1 Co 3, 9), recordaba el apóstol san Pablo a los Corintios.

Esta invitación de Jesús nos hace pensar en un edificio, en una construcción. De manera particular lo
podemos relacionar con la historia del Pueblo de Israel narrada en el Antiguo Testamento. En
Jerusalén, el gran Templo de Salomón era el lugar del encuentro con Dios en la oración; en el interior
del Templo estaba el Arca de la alianza, signo de la presencia de Dios en medio del pueblo; y en el
Arca se encontraban las Tablas de la Ley, el maná y la vara de Aarón: un recuerdo del hecho de que
Dios había estado siempre dentro de la historia de su pueblo, había acompañado su camino, había

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guiado sus pasos.

Lo que estaba prefigurado en el antiguo Templo, está realizado, por el poder del Espíritu Santo, en la
Iglesia: la Iglesia es la «casa de Dios», el lugar de su presencia, donde podemos hallar y encontrar al
Señor; la Iglesia es el Templo en el que habita el Espíritu Santo que la anima, la guía y la sostiene. Si
nos preguntamos: ¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos entrar en comunión con Él a
través de Cristo? ¿Dónde podemos encontrar la luz del Espíritu Santo que ilumine nuestra vida? La
respuesta es: en el pueblo de Dios, entre nosotros, que somos Iglesia. Aquí encontraremos a Jesús, al
Espíritu Santo y al Padre.

El antiguo Templo estaba edificado por las manos de los hombres: se quería «dar una casa» a Dios
para tener un signo visible de su presencia en medio del pueblo.

Con la Encarnación del Hijo de Dios, se cumple la profecía de Natán al rey David (cf. 2 Sam 7, 1-29): no
es el rey, no somos nosotros quienes «damos una casa a Dios», sino que es Dios mismo quien
«construye su casa» para venir a habitar entre nosotros, como escribe san Juan en su Evangelio (cf. 1,
14).

Cristo es el Templo viviente del Padre, y Cristo mismo edifica su «casa espiritual», la Iglesia, hecha no
de piedras materiales, sino de «piedras vivientes», que somos nosotros.

El Apóstol Pablo dice a los cristianos de Éfeso: (ef 2, 20-22)

«Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra
angular. Por Él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantado hasta formar un templo
consagrado al Señor. Por Él también vosotros entráis con ellos en la construcción, para ser morada de
Dios, por el Espíritu»

¡Esto es algo bello! Nosotros somos las piedras vivas del edificio de Dios, unidas profundamente a
Cristo, que es la piedra de sustentación, y también de sustentación entre nosotros. ¿Qué quiere decir
esto? Quiere decir que el templo somos nosotros, nosotros somos la Iglesia viviente, el templo
viviente, y cuando estamos juntos entre nosotros está también el Espíritu Santo, que nos ayuda a
crecer como Iglesia. Nosotros no estamos aislados, sino que somos pueblo de Dios: ¡ésta es la Iglesia!

Y es el Espíritu Santo, con sus dones, quien traza la variedad. Esto es importante: ¿qué hace el Espíritu
Santo entre nosotros? Él traza la variedad que es la riqueza en la Iglesia y une todo y a todos, de
forma que se construya un templo espiritual, en el que no ofrecemos sacrificios materiales, sino a
nosotros mismos, nuestra vida (cf. 1 P 2, 4-5).

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La Iglesia no es un entramado de cosas y de intereses, sino que es el Templo del Espíritu Santo, el
Templo en el que Dios actúa, el Templo en el que cada uno de nosotros, con el don del Bautismo, es
piedra viva. Esto nos dice que nadie es inútil en la Iglesia, y si alguien dice a veces a otro: «Vete a casa,
eres inútil», esto no es verdad, porque nadie es inútil en la Iglesia, ¡todos somos necesarios para
construir este Templo! Nadie es secundario. Nadie es el más importante en la Iglesia; todos somos
iguales a los ojos de Dios.

Nadie es anónimo: todos formamos y construimos la Iglesia. Esto nos invita también a reflexionar
sobre el hecho de que si falta la piedra de nuestra vida cristiana, falta algo a la belleza de la Iglesia.
Hay quienes dicen: «Yo no tengo que ver con la Iglesia», pero así se cae la piedra de una vida en este
bello Templo. De él nadie puede irse, todos debemos llevar a la Iglesia nuestra vida, nuestro corazón,
nuestro amor, nuestro pensamiento, nuestro trabajo: todos juntos.

Lograr la unidad es el trabajo de la Iglesia y de cada cristiano a lo largo de la historia. El apóstol Pedro,
cuando habla de la Iglesia, habla de un templo hecho de piedras vivas (cfr. 1Pe 2,5), que somos
nosotros. Lo contrario de ese otro templo es la soberbia que fue la Torre de Babel (cfr. Gen 11,2-4). El
primer templo lleva a la unidad, el otro es el símbolo de la desunión, de no entendernos, de la
confusión de lenguas.

Hacer la unidad de la Iglesia —construir la Iglesia, edificar ese templo— es la tarea de todo cristiano,
de cada uno de nosotros. Y cuando se va a construir un templo —o una casa—, se busca primero un
área edificable, un solar preparado para eso.

Y luego se busca la piedra de fundamento —los cimientos—, la piedra angular le llama la Biblia (cfr. S
118,22; Mt 21,42; Mc 12,10; Lc 20,17; Hch 4,11; Ef 2,20 y 1Pe 2,7).

Pues la piedra angular de la unidad de la Iglesia, o mejor dicho, la piedra angular de la Iglesia es Jesús,
y la piedra angular de la unidad de la Iglesia es la oración de Jesús en la Última Cena:  ¡Padre, que sean
uno! (Jn 17,21). ¡Esa es la fuerza! Jesús es la piedra sobre la que nosotros edificamos la unidad de la
Iglesia. ¡Sin esa piedra no se puede! No hay unidad sin Jesucristo como base: esa es nuestra
seguridad.

Pero, entonces, ¿quién construye la unidad? Ese es el trabajo del Espíritu Santo, el único capaz de
logara la unidad de la Iglesia. Y para eso lo envió Jesús: para hacer crecer la Iglesia, hacerla fuerte y
hacerla una. Es el Espíritu quien hace la unidad de la Iglesia, con diversidad de pueblos, culturas y
personas.

¿Y cómo se construye ese templo? Si el apóstol Pedro, al hablar de esto, decía que éramos piedras
vivas en esa construcción, San Pablo nos aconseja no ya ser piedras, sino más bien ladrillos débiles.

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Efesios 4, 1-4

“Os exhorto, pues, yo, prisionero por el Señor, a que viváis de una manera digna de la llamada que
habéis recibido: con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor,
poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. Pues uno solo es
el cuerpo y uno solo el Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados”.

Los consejos del apóstol de las Gentes para construir la unidad parecen consejos de debilidad, según
el pensamiento humano. Humildad, dulzura, paciencia… (cfr. Ef 4,2) son cosas débiles, porque el
humilde parece que no sirve para nada; la dulzura, la mansedumbre parece que no sirven… Pero dice
más: Soportándoos unos a otros en el amor (Ef 4,2), ¿con qué objetivo? Para conservar la unidad (cfr.
Ef 4,3). Y nos hacemos piedras más fuertes para el templo cuanto más débiles nos hagamos con las
virtudes de la humildad, la paciencia, la dulzura y la mansedumbre.

Es el mismo camino de Jesús, que se hizo débil hasta la Cruz, ¡y en la Cruz es donde se hace fuerte!
Pues así tenemos que hacer nosotros. El orgullo y la suficiencia no sirven.

Cuando se hace una construcción es necesario que el arquitecto haga los planos. ¿Y cuál es el plano
de la unidad de la Iglesia? La esperanza a la que hemos sido llamados (cfr. Ef 4,4): la esperanza de ir al
Señor, la esperanza de vivir en una Iglesia viva, hecha de piedras vivas, con la fuerza del Espíritu
Santo. Solo sobre el plano de la esperanza podemos construir la unidad de la Iglesia.

Sí, hemos sido llamados a una esperanza grande. Pues, ¡vayamos allá! Con la fuerza que nos da la
oración de Jesús por la unidad; con la docilidad al Espíritu Santo, que es capaz de convertir ladrillos en
piedras vivas; y con la esperanza de encontrar al Señor que nos ha llamado, de encontrarlo cuando
venga en la plenitud de los tempos.

Penarnos como esas piedras vivas que construyen la Iglesia, nos debe hacer preguntarnos: ¿cómo
vivimos nuestro ser Iglesia? ¿Somos piedras vivas o somos, por así decirlo, piedras cansadas,
aburridas, indiferentes? ¿Han visto qué feo es ver a un cristiano cansado, aburrido, indiferente? Un
cristiano así no funciona; el cristiano debe ser vivo, alegre de ser cristiano; debe vivir esta belleza de
formar parte del pueblo de Dios que es la Iglesia.

¿Nos abrimos nosotros a la acción del Espíritu Santo para ser parte activa en nuestras comunidades o
nos cerramos en nosotros mismos, diciendo: «tengo mucho que hacer, no es tarea mía»?

Si queremos ser piedras vivas implica la labor de la evangelización: Proclamar “las obras maravillosas
de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable”. Es decir, de aquel que nos invitó y
convocó a caminar por las sendas de la salvación, de la luz, de la novedad de vida.

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Al asociarnos a Jesús, por el bautismo, los cristianos participamos del sacerdocio de Cristo y nos
convertimos en ofrendas espirituales.

Los creyentes debemos manifestarnos en todo momento como ese pueblo sacerdotal. Por eso, en
nuestras familias y comunidades, en nuestros trabajos y en nuestra vida por el mundo, debemos ser
las ofrendas espirituales con nuestras acciones de caridad, fe, esperanza, fraternidad, a fin de ayudar
a los que no creen o se han alejado a que conozcan el amor transformador de Jesús y opten por Él.

Eso significa ser ofrenda espiritual. No es algo que se reduce a los templos de piedra o a los grupos
donde compartimos el Evangelio. Se es testigo en todo tiempo y en todo lugar.

Fruto de ese testimonio será, ciertamente, mostrar que Cristo es Piedra angular siempre viva donde
hay que cimentarse. Y también, sin lugar a duda, aparecer como piedras vivas para entusiasmar a
muchos a que también lo sean. Esto conlleva una cosa irrenunciable: mostrar el rostro de Jesús, y así
quienes lo puedan ver desde nuestro testimonio crean en Él y logren el encuentro también vivo con
Dios Padre

Que el Señor nos dé a todos su gracia, su fuerza, para que podamos estar profundamente unidos a
Cristo, que es la piedra angular, el pilar, la piedra de sustentación de nuestra vida y de toda la vida de
la Iglesia.

Oremos para que, animados por su Espíritu, seamos siempre piedras vivas de su Iglesia.

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