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Ley Eclesiástica

Es cierto que las fuentes del derecho canónico y los escritores canónicos nos dan reglas de
acción, cada una con su objeto específico. Ahora tenemos que considerar todas estas leyes en
su elemento abstracto común, en otras palabras, la ley eclesiástica, sus características y su
práctica. Según la excelente definición de Santo Tomás (I-II: 90: 1), una ley es una ordenanza
razonable para el bien común promulgada por el jefe de la comunidad. La ley eclesiástica, por
lo tanto, tiene por autor al jefe de la comunidad cristiana sobre la cual
tiene jurisdicción estrictamente llamada; su objeto es el bienestar común de esa comunidad,
aunque pueda causar inconvenientes a los individuoss; se adapta a la obtención del bienestar
común, lo que implica que es física y moralmente posible su observancia por la mayoría de la
comunidad; el legislador debe intentar vincular a sus súbditos y debe dar a conocer claramente
esa intención; finalmente debe someter la ley a la atención de la comunidad. Por lo tanto, una
ley se distingue de un consejo en que este es opcional, no obligatorio; de un precepto en que
este se impone no a la comunidad sino a los miembros individuales; y de una regulación o
instrucción en que esta se refiere a asuntos accesorios.
Por lo tanto, el objeto de la ley eclesiástica es todo lo que es necesario o útil para que
la sociedad pueda alcanzar su fin, ya sea que se trate de su organización, su funcionamiento o
los actos de sus miembros individuales; se extiende también a las cosas temporales, pero solo
indirectamente. Respecto a los actos, la ley obliga al individuo ya sea a realizar o a omitir
ciertos actos; de ahí la distinción en leyes "afirmativas o preceptivas" y leyes "negativas o
prohibitivas"; a veces se ve obligada a permitir que se hagan ciertas cosas, y tenemos leyes
"permisivas" o leyes de tolerancia: Finalmente, la ley, además de prohibir un acto dado, si dicho
acto se realiza, puede hacerlo nulo o inválido; estas son las leyes “irritantes”. Las leyes en
general, y las leyes irritantes en particular, no son retroactivas, a menos que el legislador declare
expresamente que así es. La publicación o promulgación de la ley tiene un doble aspecto: la ley
debe llevada al conocimiento de la comunidad para que ésta pueda observarla, y en esto consiste
la publicación. Pero puede haber formas legales de publicación, requeridas y necesarias, y en
esto consiste la promulgación propiamente dicha (vea PROMULGACIÓN).
Independientemente de lo que se diga sobre las formas utilizadas en el pasado, hoy la
promulgación de las leyes eclesiásticas generales se realiza exclusivamente mediante la
inserción de la ley en la publicación oficial de la Santa Sede, la “Acta Apostolical Sedis”, en
cumplimiento con la Constitución “Promulgandi”, de Pío X, fechada 29 de septiembre de 1908,
excepto en ciertos casos mencionados específicamente. La ley entra en vigencia y es vinculante
para todos los miembros de la comunidad tan pronto como se promulgue, permitiendo
el tiempo moralmente necesario para que sea conocida, a menos que el legislador haya fijado
un momento especial en el que entrará en vigencia.
Se presume que nadie ignora la ley; solo es excusable la ignorancia de hecho, no la ignorancia
de la ley (Reg. 1: 3 jur. en VI). Todas las personas sujetas al legislador
están obligadas en conciencia a observar la ley. Una violación de la ley, ya sea por omisión o
por acto, se castiga con una pena. Estas penas pueden ser establecidas de antemano por el
legislador, o pueden dejarse a discreción del juez que las impone. Constituye pecado una
violación de la ley moral o de lo que la conciencia considera que es la ley moral; una violación
de la ley penal exterior, además del pecado, expone a la persona a un castigo o pena; si
la voluntad del legislador es obligar al delincuente a someterse a la pena, se dice que la ley es
"puramente penal"; tales son algunas de las leyes adoptadas por las legislaturas civiles, y
generalmente se admite que algunas leyes eclesiásticas son de este tipo. Como el bautismo es
la puerta de entrada a la sociedad eclesiástica, todos los bautizados, incluso los no católicos,
están en principio sujetos a las leyes de la Iglesia; en la práctica, la pregunta surge solo cuando
se presentan ante los tribunales católicos ciertos actos de herejes y cismáticos. Por regla
general, en tal caso se aplica una ley irritante, a menos que el legislador los haya eximido de su
observancia, por ejemplo, para la forma del matrimonio. Las leyes generales, por lo tanto,
obligan a todos los católicos dondequiera que estén. En el caso de leyes particulares, ya que
uno está sujeto a ellas en virtud de su domicilio, o incluso cuasi domicilio, los extraños
transeúntes no están sujetos a ellas, excepto en el caso de actos realizados dentro del territorio.
El rol del legislador no termina con la promulgación de la ley; su función es explicarla e
interpretarla (declaratio, interpretatio legis). La interpretación es “oficial” (authentica) o
incluso “necesaria” cuando es dada por el legislador o por uno autorizado por él para ese
propósito. es "habitual", cuando surge del uso o hábito; es "doctrinal", cuando se basa en la
autoridad de los escritores eruditos o en las decisiones de los tribunales. La interpretación oficial
por sí sola tiene fuerza de ley. Según el resultado, se dice que la interpretación es "comprensiva,
extensiva, restrictiva, correctiva", expresiones fáciles de entender. El legislador, y en el caso de
leyes particulares, el superior, sigue siendo dueño de la ley; puede suprimirla ya sea total
(abrogación) o parcialmente (derogación), o puede combinarlo con una nueva ley que suprime
en la primera ley todo lo que es incompatible con la segunda (abrogación). Las leyes coexisten
en la medida en que son conciliables; la más reciente modifica a la más antigua, pero una ley
particular no es suprimida por una ley general, a menos que se establezca expresamente el
hecho. Una ley también puede cesar cuando su propósito y fin cesan, o incluso cuando es
demasiado difícil de observar por la generalidad de los sujetos; entonces cae en desuso
(Vea COSTUMBRE).
En toda sociedad, pero especialmente en una sociedad tan vasta y variada como la Iglesia, es
imposible que cada ley sea aplicable siempre y en todos los casos. Sin suprimir la ley, el
legislador puede eximir permanentemente de ella a ciertas personas o ciertos grupos, o ciertos
asuntos, o incluso extender los derechos de ciertos sujetos; todas estas concesiones se conocen
como privilegios. De la misma manera, el legislador puede derogar la ley en casos especiales;
esto se llama dispensa. Los indultos o los poderes que los obispos del mundo católico reciben
de la Santa Sede, para regular los diversos casos que pueden surgir en la administración de
sus diócesis, pertenecen a la categoría de privilegios; junto con las dispensas concedidas
directamente por la Santa Sede, eliminan cualquier rigidez excesiva de la ley, y le aseguran a
la legislación eclesiástica una maravillosa facilidad de aplicación. Sin poner en peligro los
derechos y prerrogativas del legislador, sino por el contrario fortalecerlos, los indultos le
imprimen más fuertemente a la ley de la Iglesia ese carácter humano, amplio, misericordioso,
vigilante del bienestar de las almas, pero también de la debilidad humana, que compara la
asemeja a la ley moral y la distingue de la legislación civil, que es mucho más externa e
inflexible.

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