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René Fülöp-Miller

Teresa de Ávila
La santa de los éxtasis

1948

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ADVERTENCIA DEL EDITOR

René Fülöp-Miller nació en 1891 en Caransebes, un pueblo de la


vieja Hungría, actualmente incorporado a Rumanía, y falleció en 1963, en
Hanover (New Hampshire), Estados Unidos.
Fülöp-Miller es un escritor no católico. Su padre, boticario, era
miembro de la Iglesia Evangélica Protestante, cuya familia había
emigrado de Alsacia, por sus creencias hugonotas y puritanas. Su madre
era devota de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Fue la magnificencia y sombrío
misticismo de la Iglesia Ortodoxa lo que le indujo a Fülöp-Miller a
interesarse por el misticismo. Periodista y escritor prolífico, sus libros
abarcan los ámbitos de la filosofía, la psiquiatría, la medicina y la
literatura.
Fülöp-Miller se ha destacado en el estudio e interpretación de «los
grandes santos que conmovieron al mundo»: Francisco de Asís, Ignacio
de Loyola, Agustín…
En este libro, a través de las páginas de Teresa, la santa del éxtasis,
saturadas de palpitante admiración por la Doctora de Avila, vemos
desfilar la vida de Teresa, que nacida en marzo de 1515, hereda de su
madre, la bella doña Beatriz de Ahumada, lectora del Amadís, la ávida
imaginación viajera, y de su padre don Alfonso, lector de vidas de santos,
el ansia de conquistar el cielo. Infancia y adolescencia son revividas por
Fülöp-Miller, hasta cuando a los diecisiete años Teresa huyó del hogar
para ingresar en el convento de las Carmelitas de la Encarnación, donde
le sobreviene el primer ataque de su enfermedad, las «pequeñas muertes»,
como ella las llama y por cuyo camino llega a la santidad. Teresa es
combatida y sus «visiones» son puestas en duda, pero grandes personajes,
entre ellos Francisco de Borja, la protegen y secundan en su empeño de
fundar conventos recorriendo los caminos de España como paloma
mensajera de inextinguible fe.
Por tratarse de un escritor no católico, es lógico que la
interpretación de los sucesos de la biografiada resulte un tanto peculiar,
sorprendente y llamativa. Aunque la obra, debido en parte a su carácter
divulgativo, simplifique en exceso los acontecimientos, incurriendo a
veces en errores históricos y cronológicos, no deja por ello de tener un
gran encanto y belleza.
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Con santa Teresa aparece en el círculo de los santos una mujer cuya
santidad le fue impuesta por Dios. Su experiencia divina le llegó en un
estado de arrobamiento extático y la abrumó con un vigor que pudiera
llamarse cósmico.
En la vida singular de esta santa, los acontecimientos naturales se
entrecruzaron con los sobrenaturales, los órdenes mundanos y celestiales
establecieron contacto entre sí, las visiones surgieron de la percepción, el
sonido de las voces humanas fue sustituido por los llamamientos divinos y
la frágil forma corpórea sirvió, en los instantes de éxtasis, como recipiente
de la exuberancia de Dios.
En Teresa nos encontramos con un habitante de los dos reinos, el
cielo y la tierra, que fueron para ella un solo hogar, y que se mueve
constantemente de aquí para allí desde los límites materiales de una
pequeña ciudad española hasta el espacio infinito de la eternidad. La
campana del convento daba las horas; pero se acallaba repentinamente
para Teresa; el tiempo cesaba; la eternidad la rodeaba. Y a menudo era
solamente un relámpago que separaba su rutina diaria de la inmóvil
quietud en Dios.
El contraste entre lo natural y lo sobrenatural, que tan
sorprendentemente se manifiesta en la existencia dual de Teresa, aparece
intensificado, además, por la época de progresiva secularización en que
nació.
Los castillos, catedrales, conventos y monasterios, las ciudades y
plazas de armas fortificadas, que habían protegido la introspectiva quietud
de la vida medieval contra el asalto de las tentaciones mundanas, se
hallaban aún en pie con sus murallas, torres y claustros, pero parecían
ahora sobrevivir simplemente como recuerdos de lo que ellos habían sido
en el pasado.
El siglo de Teresa ya no era parte de la era de transición de la Edad
Media a los tiempos modernos; era en todos los aspectos el despuntar de

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un nuevo período. En el espacio de pocas décadas —y fueron éstas
precisamente las de la vida de Teresa— las energías expansivas de la
actividad moderna acrecentaron la dimensión de la Tierra. La América del
Norte habla sido descubierta poco antes, conquistado México por Hernán
Cortés y atravesado el istmo de Panamá; Magallanes había navegado en
torno de la extremidad meridional del Nuevo Mundo y descubierto las
Filipinas. La Tierra comenzaba a tomar la forma de una esfera y los
tesoros que los conquistadores llevaban a la patria desde ultramar
aumentaban las riquezas del Viejo Mundo.
El poder era el ideal de la vanidad mundana triunfadora. Era la época
en que nació la idea de la dominación mundial o, si se quiere, del
imperialismo moderno. Esta tendencia de secularización ejerció su hechizo
también sobre los esfuerzos espirituales del hombre. Hizo que no mirara ya
“en lo interior” de sí mismo, sino “en derredor” suyo. Y lo que vio allí
absorbió su atención e incitó a su espíritu a investigar y a examinar. La
Tierra, el “aquí” y lo actual, había ocupado el lugar de los cielos lejanos.
Fueron descubiertos insospechados continentes del conocimiento
humano y tesoros de sabiduría para uso de los tiempos venideros.
El siglo XVI veía el mundo como la tangible realidad de bienes
conquistados, continentes descubiertos, océanos surcados y tesoros
logrados para el goce sin cuidados, pero también como un mundo de la
ciencia, como la vislumbre de la verdad acerca de las cosas.
Y esta época, cuando el mundo exterior llevaba a cabo tales triunfos
gloriosos en todas sus esferas, fue precisamente aquella en que triunfos no
menos gloriosos eran obtenidos por Teresa de Ávila en el mundo interior:
un mundo sin espacio y, sin embargo, más extenso; sin oro y bienes; y no
por ello el menos rico; sin conquistas, pero no obstante, en posesión de
mayor seguridad; sin tiempo, pero de más duradera perduración; sin forma
tangible, pero no por eso menos verdadero que el recién conquistado globo
terrestre.
La Victoria de Magallanes —el primer buque que navegó alrededor
de la Tierra— había vuelto, justamente después de una ausencia de varios
años, a su puerto de partida en España, cuando una monja, volviendo de
una excursión en derredor del mundo del alma, apareció en su celda desde
la eternidad del enajenamiento extático para unirse a sus compañeros en el
locutorio de su convento en Ávila.
Los conquistadores habían visto América, la India, Java, Panamá;
ella había visto el infinito. Naves cargadas de oro regresaban a la Puerta de
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Oro, en la desembocadura del Guadalquivir, desde los nuevos mundos
conquistados; ella volvía a la Tierra, desde las visiones del reino de los
cielos, cargada de bienaventuranza, tesoro que la bodega de ningún buque
podría transportar.
A un mundo dominado por el poder, ella opuso su mundo interior,
conquistado con imponente arrebato y gobernado por una tan completa
destitución de sí mismo, que era el fundamento de su verdadero reino de
Dios.
A un mundo que se entregaba a la distracción y a las conversaciones
frívolas, trajo ella noticias de otro en el cual la concentración suma, la
oración espiritual, no hablada, confería la más alta bienaventuranza.
Su verdad era una antítesis de la nueva verdad científica. La
percepción de los sentidos era el camino de los hombres de ciencia hacia
ella; la razón que juzga hacía las veces de freno y los experimentos
ofrecían la prueba. La visión fuera de la esfera de los sentidos era el
camino de Teresa para la certeza; el sentimiento inmenso, su restricción, y
la experiencia mística suministraba la prueba.
Un mundo tangible y un mundo de visiones se enfrentaban entre sí
como rivales. Copérnico había explorado el Universo por medio de sus
cálculos astronómicos. Había llegado a la conclusión de que el Sol es el
centro de nuestro mundo. La Tierra había sido desestimada. Era un simple
satélite y no ya el centro de la creación. El hombre tampoco era ya el señor
de la creación, sino simplemente el gobernante de la Tierra.
Santa Teresa había explorado el universo del alma por medio de sus
visiones extáticas y llegado a la conclusión de que el centro esencial,
alrededor del cual giran los soles y las tierras, se encuentra en las
profundidades del alma humana. En emulación con el descubrimiento
copernicano del Sol como el centro de la creación, Teresa descubrió la
astronomía del alma y halló a Dios, el creador y el sol de los soles, en el
alma del hombre. Y éste era el alfa y omega de todo lo que existe.
Kepler, contemporáneo de Teresa, descubrió las leyes de la gravedad
para los cuerpos materiales; ella, en cambio, los descubrió para el alma.
Vesalio, el joven anatomista de Basilea, abrió un cadáver humano y
estudió los órganos internos. Teresa, la monja de Ávila, puso al
descubierto la única cosa imperecedera en el hombre: su alma. Servet
descubrió la pequeña circulación, que mantiene la vida orgánica; Teresa, la
gran circulación de la ilustración divina, que sustenta el alma.

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El primer reloj de precisión había sido construido poco antes. La
carrera del tiempo comenzaba a ser medida en minutos y, por vez primera,
las campanas de la iglesia repicaban a cada cuarto de hora. Mas Teresa
experimentó la indivisibilidad del tiempo que no transcurre, porque la
eternidad es su medida.
El siglo, arrebatado en un delirio de fría razón, fue desafiado por una
monja española, que se elevó a la grandeza sobrehumana en el embeleso
de las visiones eternas.
El poder universal de la Iglesia había sido sacudido cruelmente. En el
año de la muerte de Teresa, Lutero proclamó su cisma. Calvino hizo de
Ginebra una segunda Roma. Enrique VIII había instituido su propia
iglesia, y María, reina de los escoceses, se sometía humildemente a los
dictados del herético Juan Knox.
Las viejas formas de la piedad dogmática habían perdido mucho de
su rigor bajo el embate de la ciencia y de los otros medios de
secularización. En defensa del catolicismo empuñaban los reyes las armas
y los predicadores populares trataban de fortalecer la fe por medio de las
amenazas de castigo y tormento infernal en el reino de ultratumba. En el
concilio de Trento, los cardenales, obispos y teólogos se reunieron para
establecer una nueva codificación del dogma católico. Un ejército de
disciplinados soldados de Dios fue dirigido por Ignacio de Loyola en la
gran batalla decisiva contra las fuerzas de la Reforma. Los doctores de la
Iglesia citaban a sus autoridades sagradas o procuraban, por los medios
más oportunos de las pruebas nacionales de Dios, robustecer la vieja fe.
Santa Teresa puso por escrito lo que había aprendido en la apacible
soledad de su celda, más allá del caos del tiempo y del espacio, allende el
dogma y la demostración racional, más allá de su propia comprensión y de
la percepción de sus sentidos. Escribió sobre las visitas de su Señor
invisible y sobre Su voluntad, que Él le comunicaba con palabras
inaudibles.
La Iglesia decadente sacó de ella nuevas energías, una vitalidad
nueva que emanaba de las más hondas profundidades de la experiencia de
la fe, desde la verdadera fuente de toda piedad, desde el contacto directo
con Dios.
Para la Iglesia de esta época, Cristo se había convertido simplemente
en un rótulo alegórico, en un objeto de la creencia y en un tema para
debates teológicos. Por medio de Teresa, la Iglesia supo, una vez más, de
Cristo como una realidad viviente, del Cristo a quien los discípulos vieron
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en el camino a Emaús, a quien Saulo de Tarso había encontrado en su
camino a Damasco, el Cristo en quien había empezado la fe de la Iglesia, y
conforme a cuyo espíritu había sido renovada por san Francisco de Asís.


Ávila, en donde nació santa Teresa en marzo de 1515, era una
pequeña ciudad de Castilla la Vieja, uno de esos monumentos de piedra
que habían sobrevivido, en los tiempos modernos, como un recuerdo del
pasado.
Está situada en las colinas de la Sierra de Guadarrama, a orillas del
Adaja, y había sido durante toda la Edad Media, con sus fuertes murallas,
un poderoso baluarte de la cristiandad española contra los amenazadores
ataques de los moros. Sus calles eran estrechas y sinuosas. Sus casas,
construidas de piedras oscuras, habían sido los hogares de caballeros que
dormían con las espadas junto al lecho, pues tenían que hallarse prontos,
cuando la campana de alarma repicara, para lidiar con los salteadores
infieles. Y en todas partes de la ciudad había iglesias, monasterios y
monumentos sagrados. Apenas había una piedra que no hubiese sido
santificada o por el martirio o por el milagro. Ávila era una ciudad de
piedras y santos. “Ávila, cantos y santos”, como reza el proverbio.
Durante cien años no había sido tañida la campana de alarma en la
torre. La guerra moderna, con sus ejércitos permanentes y las tácticas de
las mecanizadas armas de fuego había hecho superflua la caballería. La
armadura de los caballeros se había reducido a un ropaje extravagante para
los torneos, y la espada al cinto formaba parte sólo de su atavío de señores.
Empero, entre quienes vivían detrás de las pesadas murallas de los
edificios fortificados de Ávila, había muchos cuyos corazones continuaban
siendo bastiones del pasado. El padre de Teresa, el noble castellano don
Alonso Sánchez de Cepeda, era uno de ellos. En hombres como él, el
fervor caballeresco de la fe, fundado en una tradición de siglos, había
preservado su antiguo espíritu combatiente y adquirido un carácter hostil
hacia las tendencias modernas, en las cuales reconocía a un nuevo enemigo
surgido de entre las filas del mismo Cristianismo.
Don Alonso era un hombre que vivía, al igual que sus antepasados,
adhiriéndose tenazmente a su fervorosa concepción del honor, gobernando
su casa y enseñando a sus hijos de conformidad con el ejemplo que la
austeridad de aquéllos había establecido. Pensaba, juzgaba y obraba como
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lo hicieron sus abuelos; y apreciaba los libros edificantes: vidas de santos y
crónicas de los héroes medievales.
La madre de Teresa, doña Beatriz de Ahumada, joven esposa de don
Alonso en segundas nupcias, era de un carácter distinto. La rutina de su
vida, su porte exterior, diferían solamente muy poco de sus antepasados
mujeres, quienes, durante siglos, habían observado los deberes de madres
y esposas en las casas de Ávila, a la vez hogar y fortaleza. Pero en sus
sueños de vigilia esta hermosa y vivaz mujer dejaba secretamente la
amurallada ciudad y, libre de toda carga doméstica, viajaba por los siete
mares, veía lejanas islas y tierras, y era protagonista de toda suerte de
aventuras mundanas. Su itinerario por los reinos desconocidos era trazado
para ella por aquellas novelas a la moda que las prensas, recientemente
instaladas en Sevilla, lanzaban profusamente. Su guía era el “hermoso y
melancólico” caballero Amadís de Gaula, a quien Cervantes iba a herir, un
siglo más tarde, con el arma implacable de su ironía; pero que en la época
estaba guiando o, por mejor decir, descarriando a muchas almas intrépidas.
El compilador de la novela de Amadís, el corregidor español Garci
Ordóñez de Montalvo, dominaba el arte de alargar indefinidamente las
aventuras de su héroe. Doña Beatriz, siempre enfermiza y cada vez más
frecuentemente confinada en su lecho, devoraba las entregas, a medida que
iban apareciendo, con ávida impaciencia.
Don Alonso, en su biblioteca, se absorbía en la lectura de obras de
religión que lo aproximaban al cielo, doña Beatriz, en su lecho de enferma,
leía muchos libros profanos que la ligaban más al mundo. En el espacio,
los mundos de sus sueños eran tan distintos como el cielo y la tierra, pero
la época en la cual sus almas se sentían como en su patria era la misma: la
Edad Media. Absorto en el Flos Sanctorum, el piadoso don Alonso
aspiraba al cielo de la santidad medieval. El mundo a través del cual
viajaba Beatriz —en seguimiento de las aventuras de Amadís— no era de
ningún modo el del siglo que apuntaba, que la voluntad de conquista y la
sed de saber empezaban a explorar, sino un mundo lleno de espantables y a
la vez atractivas aventuras, de peligros de viaje, de monstruos del mar, de
conflictos de amor, exactamente como fueran urdidos en la imaginación de
los espíritus medievales.
Don Alonso observaba la costumbre de sus padres, cuando leía sus
historias de santos, cada noche, para edificación de su familia. Doña
Beatriz satisfacía simplemente su inclinación, cuando refería a sus hijos,
en ausencia del padre, las hazañas más recientes de su admirado héroe. Las

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historias ejemplares del padre y las entretenidas de la madre formaron la
despierta imaginación de Teresa en el mismo grado y marcaron su carácter
con cierta dualidad, en la cual las aspiraciones celestiales estaban
combinadas con los intereses del mundo.
Teresa era una niña de imaginación viva e inusitada. Podía
transformar su ambiente de acuerdo con su propio mundo ideal. El patio de
columnatas, que era, por tradición, el centro de todas las actividades de
una casa española, tenía que satisfacer los caprichos prontamente mu-
dables de la niña de siete años y convertirse, en constante cambio de
escenario, ya en el mar que se embravecía o en la tierra lejana de la
fantasía con Amadís de Gaula, ya en el campo de batalla, en donde
piadosos caballeros luchaban valientemente contra los infieles, o en la
ermita y los lugares de sacrificio de los santos mártires. Y sus compañeros
de juego eran cuadrilleros, o gobernantes o combatientes de la fe,
monstruos marinos, bárbaros idólatras o genios benignos.
La gran habilidad de Teresa para imaginar nuevos juegos, su
vivacidad y sus ocurrencias pueriles, la hacían el guía natural de sus
numerosos hermanos y primos. Ella era siempre el “hermoso y
melancólico” caballero, el héroe victorioso de la fe, el duende salvador o el
santo que padecía una muerte de mártir, atado a una columna del patio.
Pero un día la fantasía pueril de Teresa apartó el último obstáculo
que restaba entre la realidad y el juego. Decidió entonces abandonar
secretamente el hogar, juntamente con su hermano preferido, Rodrigo, que
la aventajaba en pocos años, e irse al país de los moros, que —de ello
estaba segura— se encontraba en alguna parte fuera de las puertas de la
ciudad de Ávila, para sufrir, en manos del gobernante de los infieles, la
muerte de mártir.
Los dos fugitivos lograron abandonar la casa sin ser notados.
Salieron fuera de las murallas de la ciudad y tornaron el camino de
Salamanca. Caía ya la tarde y los piececitos se arrastraban penosamente
adelante. Teresa no habría de desanimarse. En su imaginación no había
ninguna distancia que no pudiera ser cubierta. Justamente detrás del
próximo matorral, el blanco castillo del príncipe de los moros surgiría a la
vista. Pero en lugar del castillo de su imaginación, el cercano matorral
puso de improviso a los niños cara a cara con la realidad, que se acercaba
cabalgando, bajo la apariencia de un primo de su padre. Éste regresaba al
hogar desde sus campos, que se extendían fuera de los límites de la ciudad
y, cuando se enteró del aventurado plan de los niños, los reprendió
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severamente y los llevó de retorno a casa de sus padres inquietos.
Después de esta desafortunada aventura, Teresa imaginó un juego
nuevo de monjas y monjes, como un sustituto del de “Españoles y moros”,
que había sido hasta ahí su pasatiempo favorito. La columnata del patio
hizo las veces de claustro; la capilla fue dispuesta en el centro del patio; y
a ambos lados de éste se hallaban las celdas, en las cuales los compañeros
de juego se colocaban, las monjas a la derecha y los monjes a la izquierda;
allí desechaban todo alimento, rezaban y permanecían silenciosos.
A los diez años, Teresa era una muchacha delgada, de aire algún
tanto indómito, con profundos ojos oscuros y una expresión seria, que
suavizaba la sonrisa amistosa de sus hoyuelos en las mejillas y la barbilla.
Había hecho voto de que llegaría a ser realmente la monja que ahora
pretendía ser en sus juegos y de que induciría a sus hermanos y primos,
con su ejemplo, a abrazar también una vida espiritual de renuncia al
mundo.
A la edad de catorce años era ya una precoz señorita, y se sonreía
condescendientemente de la devota “pequeña cosa” que había sido. Su
cuerpo delgado de antes había perdido su angulosa tosquedad y
desarrollado la blanda redondez de las formas femeninas. Su ensortijado
cabello oscuro, sus rectas y casi rojizas cejas y sus grandes ojos tirando a
negros, cuya seriedad parecía ahora que podría resistir apenas la pícara
burla de sus hoyuelos, conferían a su rostro juvenil un encanto peculiar
difícil de resistir. Su innata intrepidez había perdido su puerilidad y se
había desarrollado en la ardiente y pronta vivacidad de una doncella, cuya
belleza cautivaba a cuantos encontraba. Cuando reía —y gustaba de
hacerlo muy a menudo—, su jovialidad era de tal pureza primaveral, que
aun los más taciturnos no podían dejar de compartirla.
A los siete años Teresa había suspirado por la muerte del mártir, pero
a los catorce no podía pedir nada mejor a la vida que el ser cortejada y
admirada. A los diez años había escogido la vestidura de monja como un
atavío para el resto de su vida, pues deseaba agradar a Dios. Ahora no
tenía otro pensamiento que el de acrecentar su belleza por medio de la
elegancia y de los ademanes afectados, pues quería agradar al mundo.
Sentía inclinación por el color anaranjado y lo llevaba siempre que podía,
pues el naranjo había sido recientemente introducido en Europa y era
considerado todavía como un lujo reservado para el gusto melindroso de
una minoría.
Su despierta imaginación se complacía ahora en la invención de
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nuevas extravagancias y distracciones. El patio no era ya un campo de
batalla para los combatientes de la fe; se había convertido en el patio de
recreo para gentiles “caballeros”, genuinos y verdaderos, y no el fruto de la
ansiosa fantasía de Teresa. En ella se había despertado la mujer y por
algún tiempo su vida siguió un curso normal.
La severa etiqueta española, que no toleraba ningún contacto entre
los jóvenes de distinto sexo, a menos que fuesen parientes, se hallaba aún
en vigor en su época. Pero había de estar reducida a desempeñar cada vez
más el papel de una alegre comadre, o mediadora, a quien la joven a su
cuidado lograba engañar a cada momento. Todos los gentiles “caballeros”
solteros de Ávila descubrieron de pronto que se hallaban de algún modo
emparentados con Teresa y rivalizaban entre ellos por bailar la primera
danza con su hermosa “prima”, o por una sonrisa de la doncella o por una
mirada alentadora.
La devota jovencita había logrado una perfecta maestría en el arte de
animar con miradas prometedoras a todos y a cada uno de los
competidores, hasta que un día encontró al “primo” que iba en adelante a
tener un derecho exclusivo a todas sus miradas y sonrisas. Este fue el
comienzo del primer amor de la muy cortejada beldad y estaba muy
conforme con el patrón de la época.
En el siglo XVI el amor había dejado de ser simplemente un sueño
romántico de bienaventuranza y se había convertido en un asunto
sumamente real. El ángel tutelar del primer amor de Teresa no fue una
hada benévola, sino una prima de más edad, de una rama de la familia
Cepeda venida a menos. Esta prima sabía más de la vida que Teresa y era
muy versada en los asuntos del amor. Ahora bien, fue ella quien tomó a su
cargo el pasar a hurtadillas los primeros billetes amorosos del admirador
de Teresa, burlando la vigilancia de don Alonso en su hogar fortificado. La
prima entregaba las respuestas de Teresa y adoptó las necesarias
disposiciones para una cita secreta.
Las gruesas paredes que ahogaban todo ruido exterior y la austeridad
antigua defendían el hogar de Cepeda contra las aberraciones de la nueva
época que despuntaba. Y ahora la fuerza extraña de los tiempos modernos
iba a sembrar su semilla justamente en el suelo de la casa de los Cepeda.
La hija de don Alonso no permaneció insensible al nuevo espíritu y con
despreocupada exuberancia y alegría de vivir se rodeaba de un grupo de
jóvenes, a quienes los esplendores de la mundanidad tenían bajo su
hechizo.
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En el patio de los Cepeda el nuevo siglo bailaba la “vuelta”, esa
misma danza que la juventud de Sevilla, embriagada de vida, bailaba en la
Puerta de Oro. En el hogar de don Alonso la nueva era retozaba y
jugueteaba, pues se hallaba cansada de la solemnidad del pasado. Una
nueva generación coqueteaba y se burlaba sin inquietarse por las amenazas
de los tormentos del infierno y de la retribución. Los rostros de todas estas
jóvenes bellezas de Ávila resplandecían con el mismo carmesí artificial
que las mujeres de Sevilla aplicaban a sus mejillas cuando iban a la Puerta
de Oro a dar la bienvenida a los navíos que volvían con los hombres y el
oro.
Teresa de Cepeda, la hija de don Alonso, estuvo a punto de sacrificar
su virtud a la licenciosa edad nueva, que se había introducido en el patio
interior de la plaza fuerte de los Cepeda con la máscara de una parienta y
huéspeda. Pero antes de que llegara el tiempo que la prima había fijado
para el primer encuentro clandestino, prevaleció la rígida disciplina de
Teresa, quien, asustada de su propio descuido, confesó todo a su padre.
En esta época, la valetudinaria madre de Teresa no estaba ya entre los
vivos. María, la hija mayor de don Alonso, que podía haber guiado con
maternal advertencia a su joven hermana, estaba próxima a casarse y tenía
sus propios problemas. No había ninguna mujer madura en la casa —
fortaleza de los Cepedas— que pudiera haber ayudado a una doncella
joven e inexperta a evitar todos los peligros y añagazas de los difíciles
años de la adolescencia. Don Alonso decidió, en vista de ello, confiar el
cuidado de su hija a las monjas agustinas de Ávila. Su convento-escuela
era una de las pocas instituciones que restaban donde seguía prevaleciendo
la disciplina y la severidad medievales. Cuarenta monjas protegían con vi-
gilancia y cuidado el bienestar y la virtud de las pupilas que acudían a su
escuela.
El rojo carmesí artificial fue quitado de la cara de Teresa. Sus
vestidos de color anaranjado, reemplazados por el traje más modesto del
convento. El garbo de su porte disciplinado por la danza tuvo que
adaptarse a la cadencia solemne de las procesiones en derredor del
claustro. En vez de las traviesas coqueterías y melindres, debía haber rezo
y devoción, y los relatos edificantes de la superiora eran el único
sucedáneo de las agradables esquelas del primo y los chismes de sus
amigos. Teresa sintiese, al principio, profundamente desgraciada en su pia-
dosa prisión.
Sin embargo, su naturaleza enérgica e impetuosa no podía continuar
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siempre en su estado de desmayada tristeza; antes de que transcurriera
mucho tiempo supo acomodarse lo mejor posible a lo que no podía ser
alterado. Aprendió a llevar con garbo su sencillo hábito monjil; no se
resintió ya por las solemnes procesiones; rezaba como le enseñaron que lo
hiciera, y escuchaba pacientemente las historias ejemplares de la superiora.
Conservaba aún su jovialidad llena de atractivo. Desarmaba a cuantos la
rodeaban, y de los rostros más austeros, de los labios más firmemente
apretados arrancaba una palabra amistosa o una sonrisa alentadora.
Al cabo de pocas semanas Teresa era la favorita de las monjas
agustinas, un rayo de luz en los sombríos comedores del convento. Y
acabado el primer año de enclaustramiento, como los días del segundo se
deslizaran rápidamente y se aproximaba el fin de su estancia en el
convento, lo que significaba que iba pronto a retomar al mundo, las buenas
monjas se valieron de toda suerte de piadosas estratagemas para inducir a
Teresa a que tomara el velo y se quedara con ellas.
Pero Teresa no sentía deseos de proceder de tal modo. A pesar de su
docilidad, sólo aguardaba el momento de poder dejar el opresivo hábito
monástico, vestir el traje de antaño y reanudar la vida mundana: oraba por
que llegase el día en que se acabaran las invariables oraciones y pudiera
reanudar su vida interrumpida de admirada beldad en el baile y de artista
de la coquetería.
“Era muy contraria a hacerme monja”, confesó en época posterior, y
añadía que el mero pensamiento de ello la infundía aversión. Verdad es
que se había apasionado por el convento, pero únicamente como alguien
puede aficionarse por una posada a lo largo del camino. Su hogar estaba
fuera, en el mundo, y todo lo que se proponía hacer ahora era ser paciente
y esperar hasta que su aprendizaje terminara y pudiera volver a su vida en
medio de las gentes.
Entonces el curso de esta vida, que estaba a punto de llegar a ser la
de una típica dama española, quedó repentinamente interrumpido y en su
lugar se inició la de una santa. Su comienzo no fue señalado por una
irradiación de luz sobrenatural, ni por una efusión de júbilo celestial o
gozosa exuberancia; se caracterizó por un tremendum, con “algo de
temor”, en la oscuridad de la noche, con debilidad mortal, irremediable
lamentación e insufrible dolor.
Teresa acababa de cumplir dieciséis años. Hasta entonces había sido
una muchacha sana, nada voltaria o tornadiza. Estaba llena de proyectos
para un futuro feliz y, puesto que sus días en la escuela conventual tocaban
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a su término, atendía a sus deberes con redoblado celo. Un día, en medio
de su rutina habitual, fue súbitamente vencida por la enfermedad.
Comenzó ésta con un acceso de extrema debilidad, que apenas le permitía
mantenerse en pie. Luego, un punzante dolor hirió de parte a parte su
pecho, se extendió prontamente hasta la boca del estómago, el cuello y los
miembros y, por último, por todo el cuerpo. Pensó que iba a morir en aquel
momento y lugar.
Así estuvo, desventurada criatura, estremeciéndose de dolor y
procurando inútilmente huir de las crueles garras que la atenazaban. Su
rostro se inflamaba; su respiración se hizo fatigosa y anhelante. La vida, en
su cuerpo, parecía estar pronta para arrojar todo en una desesperada
resistencia final. Palabras barbotadas, no articuladas conscientemente,
salían de su boca; después sólo emitió dolorosos gemidos. Las monjas se
hallaban persuadidas de que su muerte era inevitable.
Pero fue solamente un primer ataque. Pocos minutos después, los
dolores se apaciguaron tan repentina e inesperadamente como habían
venido. Su rostro se relajó; los ojos brillaron espléndidamente; su
respiración se hizo enteramente normal; sus mejillas tuvieron otra vez sano
color. Teresa se levantó y habló como de costumbre, pudiendo empezar
nuevamente su tarea diaria, que el repentino asimiento había interrumpido.
Exteriormente todo siguió de nuevo su curso normal, pero en su
corazón Teresa no pudo hallar reposo: el recuerdo de la espantosa
experiencia la perseguía. Se hallaba espantada por el mero pensamiento de
que en cualquier ocasión y en todas partes podrían sus fuerzas abandonarla
otra vez; que su cuerpo pudiera ser transformado nuevamente en un
manojo de nervios crispados por el dolor y el mundo circundante ser
separado de sus sentidos. La luz del día no era ya lo que había sido:
llevaba una envoltura de tinieblas. Y sobre todos sus planes en cuanto a
futura felicidad y alegría se cernía allí el constante peligro de un renovado
ataque.
Sus temores se justificaban. Poco después sobrevino otra vez el
ataque. Y se repitió muchas veces en lo sucesivo. Y cada vez la sorprendía
del mismo modo subitáneo. Teresa conoció entonces que había caído
víctima de una maligna enfermedad.
Mas precisamente este mal espantoso iba a constituir la primera fase
de su santidad. Su tormento era el heraldo de una inopinada
bienaventuranza. Teresa tenía que soportarlo como enfermedad dolorosa
antes de que pudiera ser una predestinada de Dios.
15
*
Lo mismo que en los procesos primarios de la naturaleza, los
terremotos anuncian el estremecimiento de la corteza terrestre por la fuerza
volcánica que forma una nueva estructura, la marea es anticipada por
grandes movimientos de las aguas; los dolores del parto preceden a los
nacimientos; del mismo modo, de conformidad con idéntica ley misteriosa,
los espasmos físicos señalan frecuentemente el comienzo de una nueva
formación espiritual en una forma más elevada de existencia. Así la fla-
queza es la marea que retrocede en las vidas de los hombres y anuncia la
venida de la pleamar de Dios; y por análogo modo en las vidas piadosas y
seglares la santidad y la grandeza nacen a menudo a través de las fatigas
del dolor y de la enfermedad.
El gran poeta Novalis se preguntó: “¿No es la enfermedad, con
frecuencia, el principio de lo mejor en los hombres?”
Lo mismo que Teresa, el despreocupado y alegre hijo del mercader
Juan Bernardone fue separado por la enfermedad de sus enredos mundanos
y guiado en su camino para llegar a ser san Francisco de Asia, il Poverello.
El caballero Iñigo López de Recalde, cuya vida había sido consagrada a las
vanidades del mundo, comprobó, en el curso de su penosa segunda
convalecencia, que las ambiciones mundanas son de ningún valor y trocó
sus designios terrenos por las miras celestiales de su nueva vida, por medio
de la cual se convirtió en san Ignacio de Loyola. Del mismo modo que
Teresa, muchos santos se prepararon en la total oscuridad de una noche de
enfermedad y de dolor para su viaje a lo largo del resplandeciente camino
hacia las glorias celestiales. El apóstol Pablo, que contempló al Señor en
una visión, soportaba sus debilidades como una “espina en la carne”. Un
repentino ataque de una enfermedad no bien determinada había derribado a
Seúl, el perseguidor de los cristianos, en su camino de Damasco. Luego el
Señor se le habla aparecido. Herido de ceguera, se hallaba tendido en su
cuarto en una posada al borde de un camino. Entonces, repentinamente la
luz surgió de dentro de él y el ciego Saúl se convirtió en el vidente Pablo.
Santa Hildegarda de Bingen, gran antecesora espiritual de Teresa en
el siglo XII escribió una vez: “Por espacio de casi una vida luché contra las
visiones que el Señor me enviaba, hasta que el divino azote me arrojó por
último en mi lecho de enferma. Entonces, incitada por el mucho
sufrimiento, comencé a escribir, y mientras proclamaba mi visión,
recuperé mi fuerza y me levanté de mi lecho”.

16
Para muchos grandes profetas, reformadores y fundadores de una
nueva fe, el dolor y el sufrimiento fueron un gran don de la gracia divina.
Pero lo que había comenzado como insoportable tortura, se convirtió al
cabo en bendición, y, de aquí en adelante, cada ataque fue portador para él
de nuevas revelaciones y de una gracia nueva. En épocas en que se
concebía la grandeza como grandeza en la fe, la enfermedad engendró
santos, profetas y fundadores de nuevas creencias; en épocas en que la
grandeza se manifestó en realizaciones artísticas y científicas, el producto
de la enfermedad fue igualmente, mudas veces, un hombre de genio en el
arte o en la ciencia. El dolor llegó a ser una tensión angustiosa que podía
ser libertada en la obra creadora y la materia extraña de la enfermedad
obraba como un doloroso estimulante, semejante al grano de arena que se
introduce en la ostra y convierte en el principio y núcleo de una perla.
Para el poeta Alfredo de Musset la enfermedad significó la
inspiración. Heine, que pasó muchos años de su período creador como un
cadáver viviente en su “colchón-sepulcro”, la ensalzó como el primer
móvil de toda creación. El poder fecundo del dolor se manifiesta en las
vidas de un gran número de hombres creadores, y la biografía de casi todos
los genios es un tratado sobre la ligazón entre el sufrimiento y la creación.
Los inmortales Pensées de Pascal se destacan sobre un oscuro fondo
de interminables enfermedades. Detrás de los barrotes de su celda, en
medio de espantosos ataques y prolongados períodos del más profundo
letargo, Augusto Comte construyó la maravillosa estructura de
pensamiento de su Filosofía positiva.
Vicente van Gogh escribió en una carta a su hermano: “Cuanto más
me siento lacerado, débil y enfermo, tanto más llego a ser un artista, pues
por efecto de la enfermedad consigo pensamientos en abundancia para mi
obra.” Y, ciertamente, en el caso de van Gogh, la enfermedad fue el
estimulante que hizo posible, del realmente dotado copista de Millet, el
genio más grande de la pintura moderna.
Una enfermedad, muy semejante a la que arraigó la santidad de
Teresa, dio a Dostoievski el bendito poder para producir sus más grandes
obras. Quien examinase la historia de la enfermedad y de la producción de
Dostoievski bien podría tomarla por una historia del sufrimiento y santidad
de Teresa. “Una enfermedad extraña e intolerable me ha torturado
siempre”, escribe Dostoievski. “Muchas veces sentía que debía en un
momento morir, y después me sobrevenía algo semejante a la muerte
verdadera: un ataque que comúnmente terminaba en un estado de letargo.”
17
Aunque Dostoievski sufrió grandemente con estos ataques durante toda su
vida, tuvo conciencia de la fuerza creadora implícita en ellos y aludió a los
mismos como su “enfermedad sagrada”. “En tales momentos —anotó—,
siento como si el cielo hubiese descendido a la tierra para devorarme.
Vosotros, hombres de buena salud, no podéis juzgar qué sentimientos de
bendición puede comunicar semejante enfermedad. No daría la bendición
de un segundo tal por todos los goces de la vida.”

*
Cuando la salud de Teresa decayó en la escuela, don Alonso la llevó
a su hogar, pues esperaba que, fuera de la disciplina del convento, la joven
se restablecería más rápidamente; pero el resultado apetecido no aconteció.
La casa-fortaleza, a la cual volvía la paciente, no era ya la misma.
Una sombría quietud pesaba tristemente sobre ella. El círculo vivaz que la
había rodeado en años anteriores ya no existía. La mayor parte de sus
primas habían dejado Avila. Trabajaban para casas comerciales de Sevilla
o siguieron a los conquistadores hacia países lejanos. De sus hermanos,
sólo los dos más jóvenes, Lorenzo y Antonio, habían permanecido en el
hogar. La mayor parte de sus amigas estaban casadas y se habían mar-
chado con sus esposos a las grandes ciudades. Juana, su favorita, se había
quedado en Avila, pero defraudada por la vida, había tomado el velo.
En esta época Teresa frisaba en los dieciséis años. El espejo le
mostraba el mismo rostro fascinador de otro tiempo. Con algunos polvos y
coloretes y una sonrisa podría haber llenado el patio en un momento con
una nueva serie de corteses caballeros y de amigos que la admiraran. Las
interrumpidas diversiones de su doncellez podrían haber continuado, pero
su apariencia dichosa, su despreocupada sonrisa, habían sido alejadas por
su enfermedad. Permanecía doliente y desalentada, contemplando
distraídamente el patio, que se le aparecía como el oscuro y estrecho de
una prisión, pues el patio continuaba siendo lo que la imaginación de
Teresa ponía en él. Recordaba las conversaciones frívolas y exentas de cui-
dados de los años transcurridos y se veía de nuevo como una beldad muy
cortejada y pletórica de vida. Pero un instante después, su espíritu se
detenía en su presente situación y una desdichada joven, vencida por la
enfermedad, medía a grandes pasos, desesperadamente, de un mundo a
otro, el patio de la prisión.
El agudo contraste entre el pasado y el presente le daba un
conocimiento más doloroso de su lastimoso estado. El silencio mortal de la
18
casa-fortaleza seguía recordándole cuán cruelmente la había defraudado la
enfermedad en todos sus sueños y esperanzas juveniles. Con su deprimida
disposición de ánimo, la muchacha enferma caía más prontamente víctima
de los ataques, que volvían ahora con frecuencia siempre en aumento.
Don Alonso era la única persona con la que Teresa tenía contacto y,
no cabalmente, el más apropiado: La vida apartada que llevaba en su
tranquila y solitaria casa había acentuado sus propensiones introspectivas.
Pasaba los días casi completamente en su biblioteca y se consagraba
exclusivamente a sus libros de devoción. Aunque idolatraba a su hija, no
sabía —absorto en las historias de héroes y santos— hallar el camino hacia
el corazón de una joven, cuyo problema era simplemente que su vida se
había roto. La ilustración que obtenía de sus autores piadosos no podría
haber sido de ayuda para su melancólica hija. Y cuando los ataques
vinieron, los afrontó con impotencia y turbación.
Decidió confiar la muchacha al cuidado de su hija mayor, María,
quien vivía en una pequeña propiedad en Castellanos. Esperaba que el
ambiente rural, juntamente con los cuidados amorosos de María, podrían
mejorar el estado de salud de Teresa.
Tan pronto como lo permitió la condición de. Teresa, don Alonso la
puso sobre una mula y emprendió la excursión, que requería dos días. En
el camino se detuvieron en Hortigosa, donde vivía Pedro de Cepeda, el
hermano mayor de don Alonso.
Allí, en una de las habitaciones más pequeñas de su espléndida
mansión, el tío de Teresa había llevado durante años la vida severamente
ascética de un hombre entregado a Dios. Don Pedro sólo se interesaba por
la vida de ultratumba, mientras que su interés por la vida de aquí abajo se
había desvanecido completamente; cuando hablaba de las cosas de este
mundo, lo hacía sólo en cuanto pudieran servirle en su preparación para el
gran viaje hasta. Dios. Su conversación con los inesperados huéspedes
versó únicamente sobre las cosas sagradas.
San Jerónimo, el sabio ermitaño del siglo IV, era el modelo elegido
por don Pedro. De los escritos admonitorios de san Jerónimo tomaba la
norma para todos sus actos. Alargó a su sobrina uno de aquellos pesados
volúmenes y le pidió que leyera unos cuantos pasajes —que había
señalado— para edificación de todos ellos.
Teresa sentía cierto resentimiento contra tales textos, que le
recordaban su infancia, y sólo por pura cortesía al principio satisfizo la
petición de su tío. Pero mientras leía su interés se despertó y, poco
19
después, escuchaba a su propia voz con la misma devota atención que su
auditorio. La voz que ahora leía las palabras de san Jerónimo no era ya la
pesadamente monótona de antes, sino una voz de piadosa concentración.
Una joven espantada y sufriente leía el mensaje del reino de los cielos
como un consuelo para el enfermo y doliente. Y cuando al otro día se
separaron, Teresa suplicó a su tío le prestara un volumen de los escritos de
Jerónimo, que deseaba llevar consigo en su excursión campestre.
Al principio, el ambiente rural no pareció obrar el esperado
restablecimiento. Ni los tiernos cuidados de su hermanastra, ni las
distracciones de la vida campesina pudieron restituir su jovial disposición.
Las palabras consoladoras de sus parientes la atormentaban; sólo era feliz
cuando la dejaban a solas en su cuarto, absorta en su libro de san Jerónimo.
Sus palabras de promesa acerca del reino de los cielos, dirigidas a quienes
se esforzaran aquí abajo en llevar una vida que agradara a Dios,
resucitaron en ella el viejo sueño de vestir el hábito de monja. Sin
embargo, su pasado amor por la vida y la mundanidad no se hallaba del
todo extinguido; estaba solamente enferma, aunque no de gravedad, y, tan
pronto como tuvo la más leve esperanza de mejoría, se rebeló contra la
intimidada paciente, dispuesta a buscar asilo en un convento.
Luego, un día, Teresa en sus lecturas llegó hasta las amenazas de san
Jerónimo sobre los tormentos y el castigo del infierno. Todas las cosas que
un frustrado cazador de la vida había estado implorando —el deseo de ser
admirada, la coquetería, las inquietudes del amor callado, aun los más
inocentes excesos en el vestido y el gesto—, todo era enumerado allí y
condenado como pecados sin remisión que conducen al infierno. Y si la
retórica de san Jerónimo había sido impresionante cuando describía, con
melosa ternura, qué goces pueden prometer los cielos a quienes dan la
espalda al mundo, lo era aún más cuando describía con regañadora furia
los tormentos infernales que aguardaban a los que habían consagrado sus
vidas a los intereses del mundo. Teresa se sintió espantada en lo vivo.
Poco tiempo después sufrió otro grave ataque. María pasó la noche
entera junto a su lecho de enferma. Parecía hallarse en estado agónico y su
hermana se sintió presa de gran desesperación. A la mañana siguiente
abandonó Teresa su cuarto y, para sorpresa de todos, parecía otra persona.
Como si su enfermedad se hubiese desvanecido sin dejar rastro, produjo de
nuevo la impresión de una joven despreocupada. Nadie comprendió la
razón de esta repentina transformación. La misma Teresa explicó, en época
muy posterior, que las amenazas de san Jerónimo de castigo en el infierno

20
habían hecho por ella lo que sus promesas de gozo celestial no habían
podido. El temor del infierno indujo a la irresoluta joven a elegir entre los
goces celestiales y los mundanos. Decidió volver la espalda al mundo y
partir en su camino hacia el cielo. Una vez que hubo resuelto hacerse
monja, la dejaron dolores y sufrimientos. Fue como si las “pequeñas
muertes” de su enfermedad hubiesen servido únicamente de punzante
advertencia sobre lo inminente de los peligros del infierno. Su melancolía,
que arroja una sombra sobre su alma, había desaparecido también. La luz
celestial, hacia la cual pugnaba todo su ser, no sabía de sombras. Y el
dolor y la enfermedad, la vida y la muerte, todo se transfiguraba en su
resplandor.
Antes, en otro tiempo, Teresa había pensado en llegar a ser monja;
pero después, en el período de adultez, consciente de su belleza y encanto,
había desechado la idea como infantil y ridícula. Sin embargo, ahora que la
enfermedad le había enseñado acerca de lo transitorio de las glorias del
mundo, cuando las amenazas del infierno habían infundido en su alma
inexplicable terror, nada podría hacerla desistir de su voto.
Por temor de que su plan pudiera ser otra vez desbaratado, lo
mantuvo en el más riguroso secreto. Después de su vuelta a Avila, admitió
únicamente en sus confidencias a su amiga íntima, Juana, pues ésta era, a
su vez, monja, y podría ayudarla a realizar su determinación.
Para no atraer la atención del diablo, que se halla acechando por
todas partes en el mundo, escondido en el consejo de los amigos lo mismo
que en los dudosos espíritus de los bienintencionados parientes, Teresa se
valió de una piadosa estratagema. Para que nadie pudiera sospechar de sus
intenciones, participaba en las actividades sociales, hablaba, sonreía y
coqueteaba como en otros tiempos. Pero estaba firmemente resuelta a decir
adiós al mundo. Una vez un “caballero” manifestó en términos
inequívocos su admiración por sus bien proporcionadas piernas y ella le
redarguyó con una pronta salida: “¡Mirad bien, que puede ser vuestra
última oportunidad!” Todos los presentes se echaron a reír y presumieron
que pensaba en el matrimonio, y que su advertencia era una alusión a su
pronta unión con otro pretendiente. En esa época, sin embargo, la doncella
de Avila había completado ya sus preparativos para vestir el modesto
hábito de las novias de Cristo.
Tan pronto como Juana hubo puesto fin a los arreglos necesarios, de
modo que Teresa tuviese simplemente que presentarse en el convento
carmelita de la Encarnación para ser recibida como novicia, decidió
21
informar a su padre del paso que se proponía dar.
Don Alonso quedó anonadado. Era, sin duda, un buen cristiano;
admiraba grandemente a los santos y a los mártires, y sus vidas de
sacrificio le inspiraban y edificaban. Mas, por otra parte, era también un
buen padre, ligado a su hija con amor temporal. El cristiano y el padre que
había en él entraron en conflicto, y el último prevaleció y protestó
vehementemente contra la decisión de Teresa. Don Alonso estaba en
buenos términos con Dios. Le daba a Él todo lo que le debía y aún más,
pero no era posible que el Señor le exigiera el sacrificio de su hija.
Teresa había sido siempre una hija obediente, mas el infierno era
para ella un asunto muy serio y las órdenes más estrictas de don Alonso no
podrían inducirla a desistir de su proyecto. Para eludir la vigilancia de su
padre hizo ahora, a la edad de diecisiete años, lo que había hecho ya antes
cuando tenía siete: huyó del hogar paterno. Entonces había persuadido a su
hermano Rodrigo a escapar con ella a tierra de moros; ahora llevaba
consigo a su hermano más joven, Antonio, en su fuga del mundo.
Una mañana temprano, Antonio y Teresa dejaron sigilosamente la
casa fortificada. Se separaron a la puerta del monasterio de Santo Tomás,
donde yacía enterrado el gran inquisidor Torquemada. Antonio entró y
solicitó de los hermanos dominicos que le admitieran como novicio. Te-
resa continuó hasta el convento carmelita de la Encarnación, unos pocos
kilómetros fuera de la ciudad, donde su amiga Juana estaba aguardándola.
Antonio fracasó tan pronto como hubo cruzado el umbral del
monasterio. Era en Santo Tomás donde don Alonso iba a confesarse, y los
dominicos fueron lo bastante cautos para avisarle, a fin de averiguar si la
decisión de Antonio recibía su aprobación. Un rato después don Alonso
aparecía en el monasterio y restituía a su hogar al desertor.
Gracias a la previsión y habilidad de Juana, el plan de Teresa fue
mucho mejor preparado. Don Alonso fue avisado también del paso dado
por su hija, pero llegó al convento sólo a tiempo para ver cómo los
hermosos rizos de Teresa eran cortados y cómo trocaba su vestido
mundano de color anaranjado por el blanco velo de la monja carmelita. Se
halló ante un hecho consumado y cuanto pudo hacer fue otorgar su tardía
bendición.

*
En el convento carmelita de la Encarnación, aislado del mundo por
22
gruesas paredes, Teresa se creyó a cubierto de todas las tentaciones.
“Estaba llena de la más grande de las alegrías —escribió en época
posterior acerca de su entrada en el convento— y Dios convirtió la acedía
de mi alma amargada en la mayor ternura.” Era celosa y jovial en el
cumplimiento de sus deberes como novicia: sumisión a su intentada
liberación; su celda era un verdadero hogar, y el renunciamiento la llenaba
de acabada alegría.
Con todo eso, muy poco duró la felicidad inicial de su noviciado. El
temor del infierno, que la había impulsado a tomar el velo, y el fervor con
que proseguía su camino hacia el cielo, avivaron sus ojos por lo que estaba
aconteciendo en su derredor. Para gran consternación suya comprobó que
el lugar adonde había huido aún estaba situado en el mundo del que se
proponía escapar.
El principal enemigo era el nuevo espíritu de los tiempos. Sin duda
las paredes de la Encarnación eran gruesas y elevadas, pero separaban al
convento del mundo exterior en el espacio únicamente, no en el tiempo. Y
entonces, como ahora, el tiempo significaba cambio, cambio en las cosas y
en los pensamientos; era un poder que lo penetraba todo, que todo lo
abrazaba. Dentro y fuera de la Encarnación la época había cambiado desde
la Edad Media hasta los tiempos modernos. Ninguna pared ni muralla
podían interceptar al tiempo. No quedaba lugar fuera de su alcance y nadie
podía huirle. La vida bulliciosa del mundo y la contemplativa en el
convento, la distracción y el renunciamiento se encontraban aquí y allí en
el mismo siglo; habían sido afinadas al mismo diapasón de vida.
Las paredes de la Encarnación eran medievales, mas las reclusas que
vivían detrás de ellas eran hijas de los tiempos modernos. El velo
pertenecía a la Edad Media, pero las mujeres que lo llevaban eran del siglo
XVI. Las oraciones, misas, devociones, observancias, todos los elementos
de la rutina que regulaba la vida diaria de las carmelitas, procedían de los
tiempos medievales, pero la vida de este modo ordenada era la de las
monjas en el año de 1536. El espíritu de la Edad Media había dictado las
formas de la oración; la música medieval, compuesto los himnos del coro.
Sin embargo, las que rezaban las oraciones y entonaban los cánticos eran
monjas de la Edad Moderna.
La pequeña capilla, con su techo agrietado, a través del cual la lluvia
solía gotear sobre las cabezas y los hombros de las monjas que oraban,
guardaba fidelidad al viejo voto de pobreza y abnegación; pero en las
celdas de la Encarnación, verdaderamente pequeñas viviendas de dos
23
habitaciones, las hermanas sabían cómo vivir una vida de renunciamiento
con tranquilidad y sin echar de menos ciertas comodidades: no poseían
nada, mas aceptaban pequeños beneficios. Sus túnicas eran remendadas,
pero llevaban collares, brazaletes y anillos. Como novias de Cristo, todas
eran iguales ante Dios, pero las de noble nacimiento conservaban el título
de “doña”. Las comidas eran preparadas para observar todos los ayunos
prescritos, pero eran tentadoras y copiosas y, entre plato y plato, se servían
las monjas toda suerte de bocados escogidos y de golosinas.
Las piadosas hermanas se habían consagrado al Señor con castidad y
sumisión, pero de cuando en cuando tenían su día libre y aun unas
prolongadas vacaciones, que podían pasar como quisieran con parientes o
amigos, afuera, en el mundo.
Y así como las pupilas del convento podían ir a ver el mundo, del
mismo modo éste podía visitar el convento. La separación del ambiente
exterior no consistía ya en retirarse ingenuamente de éste, sino más bien en
un juego del escondite. El hogar de las silenciosas carmelitas había abierto
sus puertas al culto moderno de la charla y de la familiaridad. Uno de los
aposentos de la Encarnación había sido subarrendado al mundo. En lo alto
de la escalera se encontraban las celdas y algunos escalones llevaban a la
sala de visitas abajo, donde las monjas podían recibir a visitas de ambos
sexos. Había en el locutorio, por supuesto, un enrejado de metal, que
separaba a las monjas de sus visitantes profanos, pero era una división que
separaba únicamente a los cuerpos en el espacio y que podía ser atravesada
por la vista y el oído. A través de él podían entablar amistosa conversación
el silencio del convento y el bullicio mundanal, el renunciamiento y la
codicia. Y en el mudable espejo de las conversaciones era reflejado el
mundo con todas sus vanidades y tentaciones,
En la quietud de su celda Teresa conversaba con Dios y se sentía
segura; pero todas las veces que tenía que aparecer en el locutorio se
hallaba enfrentada con el mundo, que se había propuesto esquivar. Y no
tardó en comprobar que también su corazón era semejante a un convento,
con las celdas y la devoción arriba y un locutorio escaleras abajo. Su
tranquilidad de espíritu desapareció entonces, y vio que se hallaba todavía
al alcance de las garras del infierno.
En tales instantes comenzó a dudar del acierto en su elección del
convento carmelita de la Encarnación como cuartel general de su vida
religiosa. Y estas dudas en su espíritu fueron el primer indicio de que se
hallaba en ella latente la gran reformadora de la orden del Carmen que
24
Teresa estaba predestinada a ser en época posterior. Por de pronto, sin
embargo, no era más que una pequeña novicia, cuyo deber se reducía a ser
humilde y obediente. Las concesiones que la Orden Carmelita hacía a los
hábitos del mundo habían sido otorgadas par el Sumo Pontífice en la
llamada Regla Mitigada, y una pequeña novicia no podía ser más papista
que el Papa. Lo que sucedía en la Encarnación era la costumbre
consagrada por los tiempos, y todas las hermanas, desde la priora abajo, le
rendían homenaje. La fuerza de la concesión ahogaba las dudas de Teresa
y es probable que se hubiese sometido a la rutina establecida, esto es, que
su vida se hubiese convertido en la de la típica monja española de su
época, si la enfermedad no hubiera intervenido por segunda vez, sacándola
de la senda trillada del sistema acatado.
Después de profesar sus votos como monja, sus ataques anteriores
volvieron con acrecentada violencia y la abrumaron con la furia
implacable de los elementos de la naturaleza. Ninguna parte de su cuerpo
permaneció insensible; ninguna función quedó inmune; ningún miembro,
ni músculo, ni nervio estuvo a salvo del ardiente dolor. Y la agonía de sus
“pequeñas muertes” se asemejaba aún más a la agonía verdadera de la gran
muerte inevitable.
Las monjas, espantadas, la llamaban por su nombre, mientras ella
permanecía inmóvil. La sacudían, friccionaban su piel, la levantaban; pero
eran vanos todos sus esfuerzos. Su cuerpo permanecía frío y rígido, como
si fuese cadáver.
A medida que los ataques volvieron, la enfermedad fue extendiendo
su zarpazo sobre la vida entera de Teresa. Algunos de sus órganos jamás
estuvieron completamente libres de dolor. Y de un ataque al siguiente la
tregua se acortaba cada vez más. Al principio fue cosa de semanas; por
último, sólo de días.
Teresa arrostraba estas terribles visitas con impotente desesperación.
En otro tiempo había prestado atención al aviso que su enfermedad parecía
transmitir: había dejado el mundo para ingresar en el convento; ahora, por
segunda vez y con acrecentada brutalidad, obstruía su camino, contrariaba
sus planes y la excluía de la apacible quietud de la rutina monástica.
Teresa se hallaba predestinada a realizar grandes cosas. Iba a
convertirse en la santa del éxtasis y su enfermedad era un factor que
contribuía al desarrollo de su santidad. Pero esta santidad, madurando bajo
el velo del dolor, era todavía invisible para los ojos profanos.

25
*
Don Alonso retiró a su hija del convento y llamó junto al lecho de la
enferma a los mejores médicos de Castilla. Vinieron hombres doctos
solemnemente revestidos de togas y birretes, con los escritos de Galeno en
una mano y el imprescindible orinal en la otra. De acuerdo con los
métodos prevalecientes de diagnóstico, tentaron el pulso y examinaron la
orina con docta pedantería. Procedieron luego a consultar la obra de
Galeno —su autoridad inapelable— y disputaron mutuamente, en
abstrusas discusiones, acerca de la causa del estado de la paciente. Mas
con toda su dilatada plática, no pudieron descubrir ningún defecto
orgánico y resultaban del todo ineficaces sus conclusiones y deducciones
hipotéticas para explicar los periodos de delirio, el encogimiento de los
músculos, las convulsiones y la tensa rigidez, que caracterizaban la
enfermedad de Teresa. Era evidentemente un caso no previsto en los
tratados de medicina, y las prescripciones que el examen silogístico de los
doctores aconsejaba no trajeron el menor alivio.
En vista de que la ciencia había fracasado tan lastimosamente, don
Alonso decidió confiar el tratamiento de su hija a una curadora lega, vulgo
curandera. Una de Becedas, a la cual consultó, gozaba de la reputación de
haber curado innumerables casos desesperados. Era una especie de
“naturista” y ejercía únicamente en primavera, cuando las hierbas
comenzaban a brotar. Entonces era el comienzo del invierno, y por ende,
se decidió que Teresa pasara en el campo con su hermana María los meses
que restaban. La excursión se vio nuevamente interrumpida en Hortigosa
y, otra vez, la breve estancia en la residencia de don Pedro obró un cambio
decisivo en la evolución del mal de Teresa. Fue una de esas pequeñas
coincidencias que parecen subordinadas siempre a una necesidad mayor.
El piadoso tío dio, esta vez, a su doliente sobrina un libro del monje
franciscano español Francisco de Osuna. Se propuso ella leerlo en su viaje
a Castellanos y llegó a ser su guía en su viaje hasta Dios. Su título era El
tercer abecedario, y en lugar de la oración verbal, que se había convertido
en una rutina formal, enseñaba una forma mental no hablada de la oración:
la oración de recogimiento. “Dios carece de habla. Él es la esencia de la
quietud”, enseñaba este místico discípulo de san Francisco, “y sólo
aquellos que se acerquen a Él en silencio pueden ser escuchados y les será
dada una respuesta”. Era una especie de abecé espiritual de un lenguaje
silencioso, que Osuna denominaba la lengua madre del Cielo.
Cuando durante su estancia en el campo los ataques cedían a veces,
26
Teresa practicaba el abecé místico y la dominaba el mismo gozoso
estímulo que experimentan los niños mientras aprenden a deletrear las
letras en su primera cartilla. Y su placer era verdaderamente el de un niño
que está a punto de superar los rudimentos del deletreo y piensa vagamente
que las letras coinciden con las palabras y frases, que tienen sentido y
coherencia y que son la llave para un mundo en el cual puede uno entrar a
fuerza de constante práctica. Su boca, acostumbrada a la palabra hablada,
no era capaz todavía de orar en silencio y llamar a Dios por su nombre no
mundano; su oído inexperto no podía comprender aún el lenguaje no
expresado del Señor; ni sus ojos habían adquirido todavía la habilidad para
ver lo que es invisible. El primer rayo de luz que para ello emanó del libro
de Osuna fue simplemente un destello en la oscuridad de su cuarto de
enferma, pues en la vida de Teresa la enfermedad era hasta ahora más
fuerte que la santidad.
Al llegar la primavera Teresa emprendió su proyectado viaje a
Becedas. La cura era una suerte de terapia medieval de conmoción y
consistía principalmente en tentativas drásticas para excitar al organismo
entero. Toda clase de hierbas, vomitivos y purgantes fueron utilizados para
limpiar el cuerpo. Pero como la curandera juzgaba a la enfermedad como a
un maligno demonio que se había alojado en la paciente, añadió a sus
purgantes naturales todo género de mejunjes exorcistas, que preparó
mediante fórmulas mágicas, donde entraban uñas de ranas de primavera,
alas pulverizadas de las primeras moscas y heces frescas de culebras.
No obstante, el demonio de la enfermedad de Teresa no sólo no se
dejó intimidar por toda la hechicería de la curandera, sino que redobló su
oposición y pareció encolerizarse por la no autorizada intervención de la
bruja en sus propios asuntos privados. Los procedimientos de la curandera
resultaran más desastrosos que la enfermedad misma.
“Yo no sé cómo lo soporté”, escribió Teresa en su Vida. “Estuve en
aquel lugar tres meses con grandísimos trabajos, porque la cura fue más
recia que pedía mi complexión. A los dos meses, a poder de medicinas, me
tenía casi acabada la vida; y el rigor del mal de corazón, de que me fui a
curar, era mucho más recio, que algunas veces me parecía con dientes
agudos me asían de él, tanto que se temió que era rabia; con la falta grande
de virtud, porque ninguna cosa podía beber, si no era bebida, de grande
hastío, calentura muy continua, y tan gastada, porque casi un mes me había
dado una purga cada día, estaba tan abrasada, que se me comenzaron a
encoger los nervios con dolores tan incomportables que día ni noche

27
ningún sosiego podía tener; una tristeza muy profunda.”
Cuando en el verano de 1537 el padre de Teresa la trajo de nuevo al
hogar, en Ávila, era una ruina humana la que entraba en la casa-fortaleza
de los Cepedas. Teresa anhelaba la muerte, como única liberación de su
tormento, y pidió hacer su confesión. El cariño supersticioso indujo a don
Alonso a negarse a su súplica. Temía que tal confesión, concebida como el
paso preliminar hacia la muerte, pudiera de algún modo mágico apresurar
la muerte misma.
Privada del último consuelo que el sacramento podría haberle
otorgado, la paciente entró en un estado de excitación que ningún cuerpo
ni espíritu podían soportar por largo tiempo. Esa misma noche sufrió un
ataque que sobrepasó en furia a todos los que había experimentado antes.
Sus convulsiones vinieron a parar en un delirio de dolor insufrible. Se
enfureció consigo misma y sus uñas se clavaron profundamente en su
carne. En su angustia vociferó y se mordió la lengua. El estertor de la
muerte pareció salir de sus azulados labios, pero el tormento prosiguió
hasta que, por último, cayó en estado comatoso, en el cual permaneció fría
e inmóvil como si hubiese sido finalmente relevada de todo sufrimiento
humano.
Un día y una noche transcurrieron sin que hubiese la más leve señal
de vida en su postrado cuerpo. Los doctores procuraron tomar su pulso,
pero no pudieron tentarlo. La mano que asían estaba inanimada y helada.
El espejo, que colocaron ante su boca, permaneció sin empañarse por el
aliento de la vida. “¡Está muerta!”, dijeron, y dieron el caso por acabado.
“¡Mi hija no está muerta!”, exclamó don Alonso, como si hubiese
perdido el entendimiento. No era posible que Dios le castigara tan
severamente.
Pasó una segunda noche, pero Teresa continuaba exánime. Era ya
tiempo de comenzar los preparativos para el funeral. Su cuerpo debía ser
lavado y amortajado, encendidas las velas, a derecha e izquierda, en la
cabecera del féretro.
Dos hermanas de la Encarnación oraban y observaban la velación. A
la mañana siguiente las monjas cavaron un sepulcro en el cementerio del
convento; en la capilla fue oficiada una misa por el alma de la muerta y las
monjas entonaron solemnes himnos fúnebres.
Por la tarde la priora de la Encarnación concurrió al hogar de don
Alonso para disponer el traslado del cuerpo de Teresa al convento. Con la
obstinación de un padre amoroso, don Alonso se negó a que fuese
28
colocado en el ataúd. “¡Mi hija no está muerta!”, exclamaba aún ahora, en
que el cuerpo estaba pronto para ser sepultado. El dolor y la pesadumbre
parecían haber nublado su entendimiento. La priora tuvo que desistir, sin
poder realizar su propósito.
A la noche siguiente, la tercera desde el ataque, el hermano más
joven de Teresa velaba. Hacia el amanecer fue vencido por el sueño.
Cuando despertó vio que el féretro estaba en llamas, una de las velas había
ardido y caído sobre la mortaja. En su espanto llamó a los criados, quienes
lograron apagar el fuego. De este modo se evitó que el cuerpo de Teresa
fuese consumido por las llamas.
Por espacio de día y medio su sepultura había estado preparada en el
cementerio del convento, concluidos todos los actos preliminares para el
entierro. Las hermanas estaban irritadas por este desusado retardo, y la
priora se encaminó, por segunda vez a casa de don Alonso para reclamar el
cuerpo, que pertenecía al convento. Entró resueltamente en la cámara
mortuoria y, con el espanto que es de imaginar, encontró a Teresa —a
quien había creído muerta y pronta para ser sepultada— tranquilamente
sentada en el féretro. En sus párpados había aún gotas de cera caídas de las
velas al derretirse, y hablaba con don Alonso en un tono de voz claro y
natural, rogándole que le permitiera hacer su confesión. Era como si
estuviera terminando la frase que el ataque había interrumpido, como si el
periodo de cuatro días de insensibilidad absoluta no la hubiera, en modo
alguno, afectado. Ahora la priora, que había venido a reclamar el cuerpo
muerto de una de sus monjas, no podía hacer otra cosa que cumplir los
deseos de Teresa, que había vuelto justamente a la vida, e ir a llamar a su
padre confesor.
Cuando Teresa hubo hecho su confesión y participado del
sacramento, sintió un gran alivio en el alma. Su debilidad física, sin
embargo, permaneció invariable. Y en su autobiografía ofrece una vívida
descripción de los efectos devastadores que había causado este último
ataque: “Quedé de estos cuatro días de parasismo de manera, que sólo el
Señor puede saber los incomportables tormentos que sentía en mí. La
lengua hecha pedazos de mordida, la garganta de no haber pasado nada y
de la gran flaqueza que me ahogaba, que aun el agua no podía pasar. Todo
me parecía estaba descoyuntada, con grandísimo desatino en la cabeza.
Toda encogida, hecha un ovillo, porque en este paró el tormento de
aquellos días, sin poderme menear, ni brazo, ni pie, ni mano, ni cabeza,
más que si estuviera muerta, si no me meneaban; sólo un dedo me parece

29
podía menear de la mano derecha. Pues llegar a mí, no había cómo, porque
todo estaba tan lastimado, que no lo podía sufrir. En una sábana, una de un
cabo y otra de otro, me meneaban.”
En este estado, de conformidad con sus deseos, fue llevada al
convento el domingo de Ramos del año 1537. “A la que esperaban muerta
—refiere— recibieron con alma, más el cuerpo peor que muerto, para dar
pena verle. El extremo de flaqueza no se puede decir, que sólo los huesos
tenía ya.”
Durante ocho meses yace Teresa en la enfermería del convento,
totalmente inmovilizada y atormentada por dolores implacables. Por
último, cuando los padecimientos cedieron un tanto y pudo arrastrarse o
poco menos, fue llevada a su celda, donde pasó más de tres años en estado
de parálisis parcial y de dolorosas contracciones. No había señales de
mejoría. Durante esos tres años llevó la vida de una inválida.
Finalmente Teresa se vio libre del tullimiento causado por la
enfermedad, pero aun entonces continuó sufriendo toda clase de otras
incomodidades e infortunios. “En especial —escribe—, tuve veinte años
vómitos por las mañanas, que hasta más de mediodía me acaecía no poder
desayunarme; algunas veces más tarde. Después acá, que frecuento más a
menudo las comunicaciones, es a la noche, antes que me acueste, con
mucha más pena, que tengo yo de procurarle con plumas u otras cosas.
Porque, si lo dejo, es mucho el mal que siento, y casi nunca estoy, a mi
parecer, sin muchos dolores, y algunas veces bien graves, en especial en el
corazón; aunque el mal que me tomaba muy continuo, es muy de tarde en
tarde.”

*
Los médicos modernos achacarían al atraso de la medicina
escolástica el hecho de que sus colegas del siglo XVI consideraran la
enfermedad de Teresa como un misterio inexplicable. En esa época, los
“físicos” o facultativos no poseían un conocimiento muy exacto de la es-
tructura del organismo; no sabían nada acerca de las hormonas; no se
hallaban provistos de detectores de ondas cerebrales, de cardiógrafos,
rayos X, registradores metabólicos y todos los demás medios de
diagnóstico que permiten a la medicina moderna rastrear las enfermedades
más recónditas.
Pero suponiendo todavía que ninguno de estos medios pudiera

30
ofrecer un resultado eficaz en el caso de una enfermedad como la de
Teresa, la medicina moderna no estaría aún dispuesta a aceptar la derrota.
Pues cuando un fenómeno patológico no puede ser atribuido a una causa
fisiológica, el caso puede entrar todavía en los dominios de la ciencia
psiquiátrica, la cual puede descubrir que un desorden psíquico es el factor
etiológico de la enfermedad orgánica. Hay registrados en la experiencia
clínica de la psiquiatría moderna un número considerable de casos en los
cuales ciertos estados de conciencia o de excitación psíquica han
provocado cambios anatómicos o funcionales en los tejidos y órganos.
Nuestra ciencia contemporánea resumiría los síntomas de la
enfermedad de Teresa poco más o menos como signe: sus convulsiones
eran contracciones tónicas; la rigidez de sus músculos, una forma de
tetanización muscular; la sensación de sofocamiento, que hacía tan difícil
para ella el deglutir, un globus hysterices; su dolor incomportable,
indicativo de hiperestesia; sus frecuentes periodos de desfallecimiento,
resultado de los desórdenes nerviosos del sistema circulatorio; y su
enfermedad entera, que persistió en ella desde la adolescencia hasta su
madurez femenina, un ejemplo clásico de las perturbaciones
psicofisiológicas que pueden ser observadas, a veces, en las mujeres, entre
la pubertad y la menopausia. En el diagnóstico final podría haber allí, a lo
sumo, algún desacuerdo en cuanto a si el caso de Teresa era histeria o
histeroepilepsia. Por lo que toca al mejor tratamiento posible, no habría
ninguna duda tampoco. Consistiría en una cura de agua fría, con luminal y
dilatín como drogas, y posiblemente, el psicoanálisis.
Con todo eso, el más cuidadoso análisis médico erraría el blanco:
clasificaría una enfermedad, pero no el fenómeno oculto detrás de ella.
Esto pertenece a una esfera extraña a la jurisdicción de la ciencia médica.
Lo que llega a hacerse patente en la vida de santa Teresa es la dependencia
mutua de la enfermedad y la grandeza creadora. El suyo es uno de los
casos en que el vocablo enfermedad, como tal, no puede explicar nada. El
fenómeno patológico simplemente oscurece el milagro. Y una mera
descripción patológica de santa Teresa es cabalmente tan inadecuada,
cuando es concebida como una tentativa para determinar su verdadera
naturaleza, como todas las patografías que intentan explicar la grandeza de
san Pablo, de Lutero, Mahoma o Dostoievski desde un punto de vista
exclusivamente médico.
Un médico moderno realmente eximio, Carlos Luis Schleich, cuyo
nombre no sólo se halla ligado a sus trabajos —que hacen época— en la

31
psiquiatría, sino que es famoso por su descubrimiento de la anestesia
espinal, se encuentra entre los raros hombres de ciencia contemporáneos
que han llegado a reconocer que la nomenclatura médica no puede abarcar
ni explicar los fenómenos ocultos bajo los síntomas de histeria. Para él,
ésta es simplemente una expresión simbólica de algo que no es, por otra
parte, observable en la naturaleza. En su opinión, la histeria significa que
el espíritu ha conseguido la preeminencia sobre la materia, que está
procurando formar un organismo según su propia imagen. En la base de
los fenómenos que llamamos histeria hay un complejo de ideas concebido
en el espíritu, pero que obra en el cuerpo. La esencia verdadera de esta
enfermedad puede ser comprendida, según Schleich, solamente sobre la
base del principio metafísico que existe debajo de toda creación. El
mundo, con sus múltiples formas, fue creado según el modelo de una idea
plástica. Y eso es precisamente lo que puede ser visto en la histeria, por
medio de un poderoso microscopio, por decirlo así, que nos permite
estudiar la vida y el crecimiento en la naturaleza algo más exactamente que
son capaces de hacerlo el simple ojo y el sano sentido común, según frase
corriente.
Si se examina cuidadosamente la enfermedad de Teresa, llega a ser
inequívocamente manifiesto que hay activo en ella un principio más alto y
esto hasta tal punto, que la enfermedad y la santidad aparecen, a veces,
simplemente como dos manifestaciones distintas de una sola y misma
fuerza creadora.
De este modo, la vida de Teresa representa un tipo muy singular de
existencia piadosa, en la que el sufrimiento está subordinado a la grandeza
y en la que la paciente comunica su sugestión a la santa. Los dolores
punzantes —que la arrancaban de un goce mundano de la vida— dirigen
sus pensamientos en la dirección de la bienaventuranza celestial y, cuanto
más a menudo es eliminada su voluntad personal en los períodos de
deliquio físico, tanto más rápidamente se abre camino para la conducción
por medio de la suprapersonal voluntad de Dios.

*
La enfermedad, en el caso de Teresa, no se manifestó sólo en la
purificación y la menopausia, sino que hizo a todos y a su cuerpo entero
más receptivos, más sensitivos y prontos para las experiencias
suprasensibles. Su enfermedad abrió una brecha en las murallas corporales
de su existencia y, a través de ella, pudieron introducirse fuerzas
32
superiores. “De criando en cuando —escribe— un sentimiento de la
presencia de Dios me penetraba inesperadamente, de suerte que no podía
de ningún modo dudar o que ni estuviese dentro de mí, o que yo fuese
enteramente absorbida por Él.” Esta sensación llegó a ser, cada vez más, la
fuerza decisiva en la vida de Teresa, y culminó, por último, en ese estado
de maravilloso embeleso, que ningún ser engendrado puede alcanzar por
medios puramente creados, dado que tal estado de existencia se encuentra
fuera del dominio de los sentidos. Teresa vio en él lo que ningún ojo puede
ver; oyó lo que ningún oído puede escuchar, y penetró lo que ningún
entendimiento puede sondear.
Acerca de estas cosas escribió Teresa en Las moradas: “Parécele,
que toda junta ha estado en otra región muy diferente de esta que vivimos,
a donde se le muestra otra luz tan diferente de la de acá, que si toda su vida
ella la estuviera fabricando junto con otras cosas, fuera imposible
alcanzarlas; y acaece que en un instante le enseñan cosas juntas, que en
muchos años que trabajara en ordenarlas con su imaginación y
pensamiento, no pudiera de mil partes de una.”
Al procurar describir estos arrobamientos, dice Teresa de ellos:
“Porque muy presto algunas veces se siente un movimiento tan acelerado
del alma, que parece es arrebatado el espíritu con una velocidad que pone
harto temor, en especial a los principios... Lo que es verdad es que con la
presteza que sale la pelota de un arcabuz, cuando le ponen el fuego, se
levanta en lo interior un vuelo (que yo no sé otro nombre que ponerle), que
aunque no hace ruido, hace movimiento tan claro, que no puede ser antojo
en ninguna manera.” Y en estos estados es dada, a veces, tal superioridad a
las fuerzas interiores sobre aquellas de dentro, al alma sobre su cuerpo, al
cielo sobre la tierra, que las leyes de la naturaleza son interrumpidas, la
tierra no obedece a la gravedad, de suerte que, cuando el alma emprende el
vuelo hacia el cielo, el cuerpo es alzado levemente del suelo. Los
acontecimientos extraordinarios en el alma van encadenados con otros
extraordinarios en la materia: el éxtasis es complementado por la
levitación.
Lo que aquí acontece no corresponde a lo interior de la naturaleza: es
rota la coherencia del mundo físico; el tiempo se disuelve en la eternidad;
y la naturaleza se abre paso hacia lo sobrenatural. No obstante, todo acaece
todavía dentro del dominio del espacio y del tiempo creados. Una monja
carmelita del siglo XVI, en el convento de la Encamación de Ávila, es
alzada hacia el cielo, en tanto que su cuerpo se halla suspendido sobre el

33
suelo. La paradoja llega a ser realidad: la naturaleza humana se vuelve
divina. La enfermedad suministra la dinámica tangible: y es también el
abismo de sufrimiento y de muerte sobre el cual la naturaleza ejecuta su
salto a lo sobrenatural.
Al tiempo que el mal suspende todas las funciones de la vida
orgánica, una interrupción se sigue, la cual da origen a una nueva forma de
existencia: la del éxtasis, dotada de poderes sobrenaturales. Cuando los
ojos del cuerpo son cegados a la luz de la naturaleza creada, porque el
embate de la enfermedad ha cerrado los párpados sobre ellos, un nuevo ojo
se abre entonces, que puede percibir el esplendor de Dios. Cuando la
enfermedad ensordece el oído físico, el alma misma llega a ser capaz de
percibir las inaudibles palabras que la voz del Creador articula. Cuando la
insensibilidad empaña los espejos de la percepción física, aparece no
reflejada e inmaterializada la última esencia de las cosas. Cuando la razón
es nublada por el acometimiento de la enfermedad física, la revelación
puede empezar entonces a decir verdades que sobrepujen a la razón.
Cuando el corazón cesa de latir con ritmo propio de este mundo, un nuevo
corazón aparece entonces que late obedeciendo a los ritmos de Dios.
Los repentinos ataques o arrebatos de Teresa, con sus súbitos
cambios de la vida a la muerte, disciplinaron su cuerpo para los cambios
más elevados de la existencia natural a los éxtasis sobrenaturales. La
resurrección, el milagro de todos los mitos, y como consecuencia el
desprecio de la muerte y el anhelo de una vida más elevada, adquirieron el
carácter de verdad histórica. De las “pequeñas muertes” de una monja
española nació santa Teresa, la santa del éxtasis.
Tenía alrededor de diecisiete años Teresa cuando sufrió el primer
ataque de su enfermedad, cuarenta y tres cuando experimentó el primer
arrobamiento extático. Había pasado por innumerables “pequeñas
muertes” antes de que, por último, la santidad pudiera emanar cristalizada
de la enfermedad y la maravillosa bienaventuranza del tormento físico.
Durante estos veinticinco años de casi continuo sufrimiento y dolor,
su santidad fue simplemente una pequeña chispa oscilante en medio de la
oscuridad de una noche interminable. Aun cuando resplandeció finalmente
en una llama más brillante, su luz conservó un círculo oscuro como un
vestigio de la enfermedad de la cual habla brotado. Sus transportes
extáticos presentaban todos los síntomas de sus ataques morbosos y sólo
diferían de ellos en que sucedían en esferas sobrenaturales. Relatos de tes-
tigos presenciales, como el del hermano sacristán de Toledo, señalan que,
34
en sus éxtasis, Teresa no tenía ningún dominio sobre sus sentidos, que su
pulso cesaba de latir, que su respiración se interrumpía, que todo su cuerpo
se ponía tan rígido que no podía provocarse en él ningún movimiento, y
sus manos y pies estaban fríos como si la vida la hubiese abandonado.
Casi toda su vida fue una sucesión de días de sufrimiento, de noches
de dolor y de letargos semejantes a la muerte. Al principio recurrió Teresa
al auxilio de los hombres en su lucha contra los malestares. Pero después
de cierto tiempo abandonó las medicinas de los doctores y confió en la
“medicina de los santos”, que no procuran alejar la enfermedad sino que
enseñan cómo soportarla.
El ejemplo del sufridor de la Biblia y, aún más, las palabras de Cristo
en el Evangelio de san Mateo: “Y el que no tome su cruz y siga en pos de
Mí, no es digno de Mi”, fueron la fuente de su fuerza e hicieron posible,
por último, que su tormento dejara de punzarla cual enfermedad
incomportable y perdiese su poder atemorizador. Admitió que era parte de
su destino y lo aceptó humildemente.
El peligro verdaderamente grande en la vida de Teresa no estaba
acechando en el cuarto de la enferma, sino en el locutorio. No eran los
dolores, sino las distracciones lo que obstruía su camino hacia la santidad.
No era la enfermedad, sino la mejoría la que abría las puertas del cuarto de
dolor y la situaba frente al problema decisivo: el mundo.
Esto vino a suceder en el año 1540.
Teresa se restableció de un día para otro después que los doctores
hubieron abandonado su caso como incurable. AI despertar una mañana
comprobó que sus miembros no se hallaban ya paralizados y que podía
levantarse y caminar como en otro tiempo. Ella misma atribuyó esta
mejoría inesperada a la fuerza de la oración. Hay modernos hombres de
ciencia, como por ejemplo, Alexis Carrel, que convienen en que la oración
concentrada puede acumular energías curativas, que influyen en tal grado
sobre el organismo, que las perturbaciones funcionales y los defectos
corporales son anulados. Las monjas de la Encarnación, que habían dejado
a Teresa, el día antes, como a una inválida en su celda, pensaron en un
milagro de Dios cuando la vieron caminar espontáneamente hasta ellas.
Teresa fue restituida a la vida del convento, pudo atender a sus
deberes de monja, tomar parte en las devociones de la comunidad, cantar
en el coro y visitar el locutorio. Volvió, rodeada por el halo de una reli-
giosa en quien se había cumplido un milagro. Todos recordaban el
domingo de Ramos de hacía tres años, cuando Teresa, a quien los doctores
35
habían juzgado muerta, volvía a la vida y era llevada envuelta en un
sudario, a través de las calles de Ávila, hasta el convento de la
Encarnación. Durante todo el tiempo de su total parálisis, la ciudad entera
había tomado un activo interés en el lastimoso destino de la incurable
monja. Y ahora podía ella ser vista otra vez tras de la reja del locutorio,
moviéndose por todas partes como las demás, gracias al poder de la
oración. Un milagro había acontecido en el convento de la Encarnación.
Cada visitante podía verlo con sus propios ojos y podía escuchar cómo
había sucedido todo de los propios labios de Teresa.
No parece sino natural que los avileses o abulenses se precipitaran al
convento. Todos acudieron, los parientes y amigos, los fieles que deseaban
hallar la confirmación de su fe, los curiosos y los escépticos que esperaban
descubrir un piadoso fraude. A las puertas de la Encarnación, largas filas
de gente de toda traza y condición aguardaron pacientemente su turno.
La priora no tardó en comprobar las grandes ventajas que podían
provenir para la Encarnación de este giro inesperado de los
acontecimientos. Teresa era un ejemplo viviente del poder de la fe. El
convento de las carmelitas era pobre, y si Dios lo había escogido como el
escenario de Su milagro, Él se proponía distinguirlo patentemente por
medio de un testimonio especial de Su gracia. En una época en que los
ricos preferían invertir su dinero en el comercio y en el cambio, sólo un
suceso extraordinario podía inducidos a ser liberales y caritativos. De este
modo, Teresa fue incitada y aun intimada a aparecer frecuentemente en el
locutorio, si bien ello pudiera ser en perjuicio de sus ejercicios de
devoción. El cálculo piadoso resultó acertado. Teresa se convirtió en un
objeto de exhibición sagrado, en una importante fuente de entradas para la
Encarnación.
La monja asistía sus nuevos deberes con pronta sumisión y hasta con
un espíritu de satisfecha complacencia. Sin embargo, las dudas que durante
el período de su noviciado habían estado atormentándola, prevalecieron
otra vez, advirtiéndola, con siempre acrecentada insistencia, de que el
mundo estaba tendiéndole nuevamente una trampa, pues en el locutorio era
rodeada por gentes que se pasmaban únicamente del milagro visible de la
mejoría, sin sospechar nada acerca del mucho más grande milagro
invisible de las visiones místicas, que no podían ser alejadas de la soledad
y quietud de su celda.
Su experiencia interior de la santidad hubo de competir con su
existencia en el locutorio, el indescriptible, invisible milagro místico, sólo
36
de Dios conocido, debió de rivalizar con el milagro descriptible y
demostrable de su mejoría. Era evidente que la monja mística, en su tran-
quila celda, se hallaría en conflicto, tarde o temprano, con la atracción del
convento, exhibida en el locutorio. Era un factor externo, una treta
diabólica del destino, que hacia gravitar la situación sobre una sola cabeza.
La fuerza que arrastraba a las gentes de Ávila siempre de nuevo al
locutorio de la Encarnación, atrayéndolas con fascinación que nunca
decaía, era la belleza natural de Teresa, que su enfermedad había servido
únicamente para acrecentar. Su fino rostro, en el cual parecían estar
sonriendo juntamente una muchacha de veintidós años y un ángel, su
etéreo encanto y la magia de sus palabras, en la que la inteligencia
mundana de un ser humano iba unida a le experiencia sobrenatural de un
alma que ha experimentado la muerte, eran las delicias de todos los
visitantes, Había, en todo esto, un elemento excitante, que hacía del
locutorio del convento un lugar de cita de la vida social de Ávila, con
Teresa como centro.
Pero la belleza de la mujer iba a pagar su tributo. Quien gusta a los
demás siente el placer de agradar. Al principio, Teresa se había
encaminado al locutorio con espíritu de piadosa sumisión, pero poco
después permanecía allí porque le resultaba difícil resistir al placer de ser
admirada. En el locutorio era una servidora del mundo, no sólo en
cumplimiento de su voto de obediencia, sino también en obsequio de su
propio gusto. Y justamente entonces, el mundo, con todas sus realidades,
manifestaciones y experiencias, presentaba el más agudo contraste con lo
que era revelado a Teresa en la soledad de su celda. Nunca hasta entonces
el arte de la conversación se había referido tan exclusivamente a las cosas
del mundo, ni había sido determinado hasta tal punto por la confusión y el
desvanecimiento de los fenómenos terrenales. Apenas transcurría un día
sin acontecimientos sorprendentes. La gente vivía en tensión constante y el
ritmo de sus charlas se acompasaba a sus propias vidas. En determinado
instante, la noticia del descubrimiento de una nueva ley cósmica llenaba el
entendimiento de sorprendida admiración; un minuto después era la nueva
de que un buque con un cargamento de oro había llegado a Sevilla, lo que
excitaba las imaginaciones. De aquí a poco las gentes eran conmovidas por
un nuevo poema místico que trataba de la pasión de Cristo; e,
inmediatamente después, su interés era suscitado por una naranja que un
visitante había llevado consigo mostrándola en el locutorio como una
delicada curiosidad. Un minuto antes estos hombres y mujeres habían
escuchado con aliento contenido el fallo más reciente de la Inquisición y
37
ahora concentraban su embobado interés en la habladuría más reciente de
la ciudad. Relatos referentes a aventuras en tierras lejanas, el renovado
problema del amor platónico y la primera salida de un alegre gracioso en
alguna nueva comedia eran discutidos ardientemente como temas
igualmente fascinantes del día. La conversación de estos hombres y
mujeres, lo mismo que sus vidas, saltaban de un tema a otro, sin
continuidad o persistencia. Las formas de las conversaciones sociales que
han sobrevivido hasta el día presente, fueron desarrolladas en el siglo XIV.
Fue la época de Teresa la que cultivó la frase suave y complaciente y la
salida feliz de la conversación superficial, el ataque y la réplica rápida y
aguda, esa forma de diálogo que no se proponía aclarar o enseñar, sino
simplemente dar y hallar distracción en la diversidad de la vida.
No obstante, la oración mental que Teresa practicaba en su celda
demandaba la contemplación de Dios en la concentración sobre la sola y
única esencia.
Como las visiones místicas de Teresa crecieran en frecuencia, llegó a
ser aún más patente que no cabalmente una diferencia de grado lo que
separa a quien Dios ha elegido de uno que se recrea en la admiración de
las cosas mundanas. Sólo un tramo de escalera separaba la celda de Teresa
del locutorio, y todos los días ella descendía este tramo. Pero de día en día,
de tiempo en tiempo, la distancia crecía, hasta que llegó a aumentar de tal
modo, que se convirtió en el abismo que separa el cielo de la tierra. En su
celda Teresa se hallaba como un ángel que conversa con Dios en el cielo,
en silenciosa oración. Su bajada al locutorio era la caída de un ángel.
Como un ángel caído escuchaba ansiosamente las noticias del mundo y
participaba de la frívola charla en el locutorio del convento.
Dios no quería perder a su monja y se mostraba muy paciente.
Cuando Teresa volvía a la quietud de su celda, estaba siempre abierta la
puerta que la llevaba al cielo. Todas las veces se prometía no volver a
descender jamás al locutorio, pero cuando el reloj del convento daba la
hora de la vanidad mundana, la monja obedecía a su llamada.
De mala gana y con agrado, inconscientemente y a sabiendas, era
inocente y culpable en el mismo grado. Su talento y su temperamento la
hacían sobresalir en la conversación. Le placía preguntar y deseaba
escuchar. Sus respuestas eran vivas y prontas. Dominaba el arte de elegir
el punto culminante y sabía referir una buena historia para placer de cada
cual. Era hechicera y, a su vez, hechizada, era amada y ella misma quería a
las gentes. Cuanto más frecuentemente venía al locutorio, más sucumbía a
38
los hábitos del mundo. Acabó por ser presa de la vanidad de las palabras.
Cuando comprobó a qué peligros habían llegado a estar expuestas sus
más elevadas aspiraciones, se alarmó e intentó huir, pera fracasó
lastimosamente. “Por una parte —observa— me llamaba Dios, por otra yo
seguía a el mundo. Dábanme gran contento todas las cosas de Dios;
teníanme atada las del mundo. Parece que quería concertar estos dos
contrarios, tan enemigos uno del otro, como es vida espiritual, y contentos,
y gustos y pasatiempos sensuales.” Y cuando comprobó que estos dos
opuestos no eran compatibles el uno con el otro, ¡se decidió en favor del
mundo!
Teresa, que había permanecido inmutable en el tormento y en el
dolor, a quien ninguna enfermedad había podido desanimar en la
persecución de sus finalidades sagradas, alzó la bandera de la rendición
ante las vanas distracciones del mundo. Decidió sacrificar a éstas su
oración espiritual, su comunión con Dios, la quietud de la contemplación,
las visiones místicas, todo lo que el Señor le había otorgado.
La desesperada impotencia, juntamente con la devota humildad,
fueron los motivos determinantes de esta extraña decisión. “Pues así
comencé —escribe—, de pasatiempo en pasatiempo, y de vanidad en
vanidad, de ocasión en ocasión, a meterme tanto en muy grandes
ocasiones, y andar tan estragada mi alma en muchas vanidades, que ya no
tenía vergüenza de en tan particular amistad, como es tratar de oración,
tornarme a llegar a Dios.” Su decisión fue una especie de castigo inferido
sí misma. La santa privaba a la monja del don de la gracia.
Teresa abandonó la oración del silencio y Dios ya no apareció más en
su celda. Sus revelaciones le eran negadas y dejó de tener visiones.
Tomaba parte en las devociones de la comunidad; oía las misas, cantaba en
el coro y conversaba en el locutorio. Compartía la rutina de la vida diaria
de todas las demás monjas, pero no se hallaba todavía absorbida por ella.
Estaba predestinada a ser una santa. Y el destino es un poder que
puede hacer un rodeo, pero que no pierde de vista su meta y avanza con
lucidez, a través de la oscuridad de la noche, hacia la realización.

*
Después que Teresa hubo renunciado, por espacio de año y medio, a
la oración mental, su padre murió. En su lecho de muerte se encontró con
el fraile dominico Vicente de Barrón, quien había sido, hasta el fin, el pa-
39
dre confesor de don Alonso. La confianza que su fallecido padre había
depositado, durante su vida, en la experiencia y sabiduría de su guía
espiritual, fue parte de la herencia de Teresa. Ella fue hasta el monje junto
al féretro de su padre y le descubrió los tormentos de su obstinada alma,
cómo había abandonado la oración mental y los motivos que la habían
inducido a obrar de este modo. Reveló estas cosas y no ocultó nada, ni
siquiera el más leve pecado del pensamiento.
Fue la confesión de una santa, pero el fraile dominico sólo vio a una
contrita monja carmelita y no logró descubrir en toda su acusación de sí
misma la más ligera señal de pecado. Sus visitas al locutorio estaban en
armonía con una convención establecida, sancionada por la “regla
mitigada”; sus conversaciones, a través de la reja, eran una forma de
distracción que no violaba ninguna de las reglas piadosas. Alentó a Teresa,
la absolvió de toda culpa, en virtud de la autoridad que le había sido con-
ferida por la Iglesia, y la animó a que reanudara su oración mental.
Este buen monje de Ávila, que no sabía ver más allá del horizonte de
su parroquia, fracasó en comprender el conflicto existente en el alma de
Teresa y, no obstante, su consejo fue decisivo en el desarrollo ulterior de
su santidad.
El período que Teresa había pasado sin la oración mental lo describió
más tarde como el más desgraciado de su vida. Cuando Barrón la aconsejó
que reanudara su comunión silenciosa con Dios, se sintió grandemente
aliviada, pues durante su confinamiento en la Tierra —a sí misma
impuesto— había estado constantemente acosada por los pensamientos
nostálgicos del cielo. Sin embargo, la alegría que le traía su absolución por
el padre confesor dominico no iba a librarla de renovados tormentos.
Cuando reanudó su oración mental, sus visiones místicas aparecieron
igualmente otra vez; pero al mismo tiempo y casi automáticamente,
también sus anteriores angustias de conciencia. Ahora, cuando la felicidad
divina, que ella había dado ya por perdida, retornaba, llegó a conocer aún
más dolorosamente la diferencia entre el locutorio ya la celda. Vicente de
Barrón, a quien nunca había sido revelada la visión de Dios, no podía ver
ningún peligro en su presencia en el locutorio. Pero ella, a quien Dios
había elegido, que había conversado con Él en directo contacto, sintió el
peso aplastante de la incompatibilidad de los dos mundos. “En la oración
pasaba tan gran trabajo —se lamenta— porque no andaba el espíritu señor,
sino esclavo; y así no me podía en cerrar dentro de mí, que era todo el
modo de proceder que llevaba en la oración, sin encerrar conmigo mil

40
vanidades.”
En su agonía intelectual fue de un confesor a otro. Todos la
escuchaban con paternal benevolencia, pero ninguno la comprendía, pues
la que santa Teresa estimaba como pecado, la Iglesia no había pensado en
incluirlo en sus listas de actos pecaminosos. Se hallaban fuera del alcance
de las leyes humanas. Su hado la hacía ser más rigurosa que las reglas del
convento, más santa que la Iglesia, más piadosa que la más piadosa de las
piadosas.
Su conciencia era más sensible que la de sus confesores. Hablaba el
lenguaje del penitente, que sólo pueden entender quienes han
experimentado la gracia de la concentración creadora y tienen, por
consiguiente, conocimiento del pecado contra el espíritu, así como del de
la distracción y de la disipación. Hombres como san Bernardo, el santo de
la contemplación, o el místico maestro Eckart, habrían podido
comprenderlo; pero también hombres como Newton, que confesó haber
podido descubrir las leyes de la gravedad sólo a causa de que había apren-
dido a resistir todas las formas de distracción de las tentaciones. Teresa
hubo de seguir sola su camino, no comprendida ni siquiera por el mejor
entre los cristianos de su siglo.
Por de pronto, sin embargo, sus propósitos de renunciar al locutorio
no eran lo suficientemente fuertes. Su voluntad humana y todos sus
empeños no bastaban. Podría haber continuado, tropezando y
levantándose, hasta que, como indicó, “iba a dar de ojos en el infierno”, si
la oración de quietud y la experiencia mística no hubiesen hecho la que las
más devotas exhortaciones de la voluntad no hubiesen podido realizar. Su
fuerza espiritual continuaba creciendo. Aumentó con vigor e independen-
cia absoluta y llegó a desempeñar una parte siempre más importante en su
vida, hasta que pudo, por último, rehacer su existencia entera y su destino.
Un día el reloj del convento estaba dando otra vez la hora del
locutorio. Esta vez llamaba a la monja Teresa aún más tentadoramente que
de costumbre, fuera de su celda, hacia abajo, en la esfera de lo profano: un
caballero en quien ella se interesaba mucho por ver nuevamente, estaba allí
aguardándola. Su amor por los hombres tenía la debilidad propia de todo
amor humano. Vino a elegir a un “tal” entre todas ellos y le prefería y
gustaba más de su conversación. Ahora bien, cuando el reloj del convento
dio la hora, Teresa abandonó celda, cielo y Dios y se lanzó escaleras abajo
al locutorio, donde el preferido la estaba aguardando ansiosamente.
Estaba tan enteramente ocupada con él en inocente conversación, tan
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absorta, tan olvidada de cuanto la rodeaba, que sintió como un
sacudimiento y quedó sin aliento, cuando de repente percibió justamente
contigua a la figura corporal de su visitante, la otra incorpórea de Él, que
venía frecuentemente a verla en la soledad de su celda. “Estando con una
persona —refiere ella— bien al principio de conocerla, quiso el Señor
darme a entender que no me convenían aquellas amistades, y avisarme, y
darme luz en tan gran ceguedad. Representóseme Cristo delante con
mucho rigor, dándome a entender lo que de aquello le pesaba: vile con los
ojos del alma, más claramente que le pudiera ver con los ojos del cuerpo, y
quedóme tan imprimido, que ha esto más de veintiséis años y me parece lo
tengo presente.”
El “preferido”, herido de ceguedad mundana, persistía en su charla
accidental, pero Teresa no respondía más. Reparó con suma confusión que
mientras su llamador mundano continuaba hablando sin parar, su visitante
celestial persistía en el silencio. El uno la miraba con aduladora
admiración; el otro, austeramente y con mudo reproche atraía toda su
atención. Los ojos y oídos de Teresa se concentraron para siempre en la
silenciosa aparición y no prestaban la menor atención al locuaz huésped de
la ciudad. El, “el preferido”, había estado completamente seguro de que
éste era el día en que su irresistible atracción habría vencido la castidad de
la bella Teresa, y se encontraba frente a una atolondrada monja que no le
miraba, sino que fijaba la vista en el espacio vacío, que no respondía a sus
preguntas, sino que permanecía allí en silencio mortal, separada de él por
la reja del locutorio, profundamente absorta en muda conversación con el
aire, con nadie, con nada. El caballero se alejó, profundamente
chasqueado, pero Teresa no le vio irse. Y cuando la hora de las visitas
concluyó, permanecía todavía detrás de la reja del locutorio, en el espacio
vacío, rígida e inmóvil.
Las monjas, que tenían conocimiento de su enfermedad,
comprobaron que esto era de nuevo uno de los ataques que padecía de
cuando en cuando. Volvieron a llevarla a su celda y la acostaron en su
camastro.
Este incidente no duró sino una hora en la tarde de un día del año
1542, pero en el orden intemporal señaló una eternidad. Teresa se recobró
prontamente del ataque y, por algún tiempo, pareció como si la rutina del
convento habría de continuar como de costumbre.

*
42
Desde el principio, los libros habían desempeñado en la vida de
Teresa el papel de hitos en su peregrinación hasta Dios. Un libro mostró a
la muchacha, entregada a los placeres de la vida, el camino hacia el
convento; otro guió a la monja, atrapada en los movimientos de la
devoción formal, por el camino de la contemplación. Un libro reveló a la
paciente, dominada por los dolores, el camino salvador de la paciencia que
había seguido Job; y ahora iba a ser también un libro el que la guiara
nuevamente. Descubrió por casualidad las Confesiones de san Agustín, y
al leerlas penó, como expresara en época posterior, que estaba viéndose a
sí misma. El santo de Hipona, que había avanzado en su camino hacia
Dios con incertidumbre y descuidadamente y que, sin embargo, había
alcanzado su meta, reveló a Teresa la senda de su destino.
Esta senda llevaba más allá de una columna en el claustro del
convento, en el cual colgaba un cuadro del Salvador con su corona de
espinas. La priora lo había hecho colocar allí en recuerdo de la Pasión del
Señor, como ceremonia preliminar para la próxima procesión de la Pascua
florida. En las filas de las ciento ochenta carmelitas de la Encarnación, en
su camino a la misa, marchaba la monja Teresa. Cuando la procesión
alcanzaba a la columna, las monjas miraban con devota emoción al
sufriente Hijo de Dios y se santiguaban. Pero contrariamente a lo previsto,
tuvieron que detenerse, pues una de las monjas, Teresa de Cepeda, había
caído de rodillas fuera de la línea, delante de la imagen, estallando en
sollozos desesperados. Las hermanas intentaron calmada y la volvieron a
conducir a la procesión; mas Teresa “estaba fuera de sí”, absolutamente
hablando. Veía lo que ninguna de las demás monjas podía ver. En lugar de
la imagen contemplaba al Redentor mismo en toda Su divinidad. A pocos
pasos de ella Él sufría la muerte del mártir por la salvación de la
humanidad.
La monja Teresa, arrodillándose ante el Señor, lloraba por haber
traicionado diariamente a Aquél que había tomado sobre Sí el dolor de
todos los hombres. La vergüenza, la acusación de sí misma y el
arrepentimiento estallaron en un torrente de lágrimas. “Fue tanto lo que
sentí —escribe— de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el
corazón me parece se me partía; y arrojéme cabe él con grandísimo
derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez,
para no ofenderle.”
Las demás monjas sólo vieron en este incidente un paroxismo
morboso, de modo que la procesión pudo proseguir adelante y la santa fue

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dejada a un lado.
Casi todos los que han seguido el camino que lleva hasta Dios han
tenido que pasar por la oscura puerta de la contrición”. San Agustín, del
mismo aludo que Teresa, prorrumpió en violentos sollozos cuando
atravesó dicho umbral.
Para el místico, el arrepentimiento es un renacimiento en un mundo
más elevado. Así como el niño al nacer saluda la luz de este mundo
llorando, del mismo modo quienes renacen en el espíritu saludan con
lágrimas la luz del mundo celestial.
La monja Teresa, renacida en el arrepentimiento, se arrodilló una
mañana del año 1558, juntamente con las demás monjas, absorta en la
oración, en la capilla de la Encarnación. Las monjas entonaron entonces el
himno Veni Creator. Teresa, en compañía de ellas cantaba: “Veni Creator,
ven Espíritu Creador”, pero en la voz de la monja cantaba el
arrepentimiento. El Creador, que todo lo oye, oyó el canto de las
carmelitas: oyó sus voces y, en medio de ellas, la voz de Teresa; pero en la
de ésta oyó también su oración de penitente. A través de eones y
eternidades atendió su llamamiento, le respondió y descendió en el tiempo,
descendió hasta la Tierra, hasta la pequeña capilla del convento de la
Encarnación, en Ávila. Libertó el alma de Teresa de su cuerpo, la llevó
fuera de la capilla, fuera del tiempo, hasta su hogar en el reino de los
cielos, y desde allí la tuvo para que mirara con menosprecio la vida sobre
la Tierra. ¡Cuán vana parecía! ¡Fútiles la Tierra y la vida en el tiempo y en
el espacio, y doblemente vano el locutorio de la Encarnación! Y como el
alma de Teresa mirara con menosprecio desde tales alturas angélicas a las
cosas del mundo, oyó una voz que decía: “Yo no quiero que tengas
conversación con hombres, sino con ángeles”.
Aunque el cuerpo de Teresa, con todas sus funciones naturales y
todos sus órganos y sentidos, hubiese permanecido aquí abajo mientras su
alma subía al cielo, ella no sólo oyó estas palabras más distintamente que
nunca un oído corporal puede escuchar una cosa, sino también vio y
comprobó inequívocamente lo que jamás un ojo corporal o la percepción
física son capaces de hacer, esto es, que el Señor mismo era quien le
hablaba.
Mientras su alma estuvo unida a su cuerpo, se halló sometida a la
debilidad e incertidumbre humanas, pero ahora que el alma estaba libre del
cuerpo, la servidumbre de la materia y, con ella, la debilidad material se
habían desvanecido. El Señor mismo le había otorgado su guía, como
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ninguno de sus servidores sobre la Tierra, ni sacerdote, ni padre confesor
habían sido capaces de hacerlo, no obstante lo mucho que tenía necesidad
de ello. En ese instante de éxtasis se cumplió el destino de Teresa.
Entonces su alma retornó al cuerpo y Teresa volvió al espacio y al
tiempo, a la capilla del convento de Ávila, a la mañana de un día del año
1558, siéndole todos sus sentidos restituidos. Solamente una cosa había
retenido el Señor en el cielo su voluntad, aunque ésta continuó siendo
activa en ella sobre la Tierra. “Desde aquel día —escribió— yo quedé tan
animosa para dejarlo todo por Dios, como quien había querido en aquel
momento (que no me parece fue más) dejar otra a su sierva”. Había
triunfado de sus inclinaciones mundanas y separado su vida en dos
períodos: su propia vida y su vida de Dios, que iba a comenzar ahora. La
empezó en el martirio. Y la Iglesia, ligada a las cosas de la Tierra, le
señaló su Vía Crucis.

*
Henchida de exuberante alegría, Teresa se apresuró a ver a su
confesor, fray Gaspar Daza. Ella había visto precisamente al Señor de la
Iglesia, le había visto y oído, más real y verdaderamente que cosa alguna
en el mundo. Pero el confesor la miró con suspicacia y le dijo
severamente: “El demonio ha engañado vuestros sentidos”. Y con toda la
autoridad de su cargo como vicario de Dios sobre la Tierra, previno a
Teresa que resistiera de aquí en adelante tales “visitas”.
La piadosa monja procuró obedecer, pero Dios fue más fuerte que el
poder de Daza. La próxima vez que tuvo que aparecer en el confesonario
hubo de admitir, por completo intimidada y medrosa: “Él ha venido de
nuevo”. Confundido y amedrentado por la pertinacia del demonio, que
había decidido detenerse en una monja de su propia parroquia, Daza
rehusó con indignación prestar oídos nunca más a tal víctima de las
astucias infernales.
El venerable sacerdote fray Gaspar Daza era un concienzudo ministro
de la Iglesia y quería mantener en orden sus asuntos espirituales. A su
juicio las revelaciones de Dios habían sido establecidas de una vez y para
siempre por los Padres de la Iglesia en sus concilios, y la Iglesia así lo
había observado en su credo y su doctrina. Que Dios trastornara
repentinamente esta tradición diestramente ordenada y produjese una
irregular revelación fuera de lo común; que Él escogiera para este designio
a una monja carmelita que era, con frecuencia, víctima de ataques
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morbosos, le pareció al sacerdote más que dudoso. Todo lo acontecido se
le antojó más bien una suerte de señuelo tendido por el demonio, en su
empeño por comprometer la fe.
La negativa del distinguido pastor a recibir a Teresa en el
confesonario entrañaba consecuencias graves. La mayor parte de las
hermanas y muchos de sus antiguos amigos se alejaban de ella.
Acostumbrada a ser solicitada, comprobaba ahora que era evitada y que
sólo unos pocos seguían siéndole adictos. La monja, sin duda, se habría
visto implicada en asuntos en que entendía la Inquisición, si no hubiese
sido por el hecho de que, en tal época, los discípulos militantes de Ignacio
de Loyola llegaron a Ávila, donde se establecieron en el monasterio de San
Gil y tomaron a Teresa bajo su protección.
La Compañía de Jesús se hallaba imbuida de un espíritu
completamente nuevo y los confesores jesuitas eran expertos en el
conocimiento y la dirección psicológicos. Ignacio, el fundador de la orden,
que en Manresa había tenido él mismo, a veces, visiones, les había
enseñado que esas visiones no son de ningún modo el privilegio de santos
escogidos de las pasadas edades, sino que Dios puede elegir a alguien para
concederlas en cualquier tiempo. Pero Ignacio, que había experimentado
las visiones de Cristo al igual que Teresa, había sido engañado, a veces,
por las arterias diabólicas y, para distinguir la verdad del engaño, ideó un
sistema de verificaciones, que incluyó en sus Ejercicios espirituales. Para
quienes sabían cómo aplicar correctamente estos ejercicios, constituían un
expediente muy seguro de juicio.
Los padres jesuitas se aproximaron a Teresa sin temor o prejuicio.
Que ella fuera una contemporánea y precisamente un ser humano
enfermizo, no excluía para ellos la posibilidad de que Dios se le hubiera
aparecido en la persona del Redentor, y si sus visiones eran de Dios o del
diablo habría de ser establecido mediante pruebas apropiadas.
El padre Diego de Cetina, el padre Juan de Padranos, un sacerdote
jesuita tras otro tuvo Teresa, que llevaron cabo los ejercicios e idearon
siempre nuevos experimentos de verificación. El celo de los venerables
Padres se acrecentó por el benévolo interés que el nuevo general de la
orden, Francisco de Borja, en otro tiempo duque de Gandía, había
mostrado por las visiones de la monja carmelita. Para él, beneficiario de
gran número de favores divinos, una conversación con Teresa fue
suficiente para convencerle de la verdad y divinidad de sus visiones.
Los representantes de las antiguas Ordenes establecidas de la Iglesia
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veían, entretanto, con suspicacia, lo que los recién llegados jesuitas
estaban haciendo y hasta indujeron a la priora de la Encarnación a negar el
acceso al convento a los confesores jesuitas. Pero entonces una dama bien
conocida y rica, doña Guiomar de Ulloa, devota amiga de Teresa, así como
generosa bienhechora de la Encarnación, intervino y obtuvo permiso para
llevar por algún tiempo a Teresa a su hogar, donde los jesuitas eran libres
de entrar y salir cuando les pluguiera.
En esta época, el padre Baltasar Alvarez tornó a su cargo la dirección
espiritual de Teresa. Su tarea era completar las investigaciones del
inusitado caso. Tenía veinticuatro años de edad y había sido ordenado
poco antes. A pesar de su juventud era el orgullo de la provincia castellana
de su Orden, principalmente a causa de su extraordinario saber, su
perspicacia y su inflexible autoridad.
Bajo su vigilancia, Teresa sufrió mucho y no sin lamentaciones se
sometió a las mortificaciones que él le imponía. Este joven era tan
exigente en sus preguntas e interrogaciones, que la débil monja, de
mediana edad, halló difícil continuar con él. “Él ordenaba los asuntos de
mi alma y me atormentaba mucho —escribió después—. Sin embargo fue
él, quien me hizo el mayor bien.” Y luego añadía con su gracia
característica: “amo muchísimo a este padre, aunque tiene mal genio”.
Por el mismo tiempo Teresa fue acosada por las visiones. Una vez se
le apareció Cristo resucitado en su sacrosanta humanidad, con indecible
belleza y majestad; otra llegó invisiblemente, de modo que ni aun el ojo
interior pudo verle, mientras que, sin embargo, Teresa supo de su
presencia con inequívoca seguridad. A veces, veía a la Trinidad; luego, de
nuevo, a un cortejo de ángeles. Una visión seguía a la otra, y poco a poco
después ya no llegaban esporádicamente, sino en coherente sucesión.
Vivió frecuentemente, por espacio de días y semanas, en un enajenamiento
visionario. Se sentía tan familiarizada con el mundo del más allá como los
demás se sienten aquí abajo, y los acontecimientos acaecían allá arriba
para ella con tanta realidad como para nosotros los acontecimientos de la
Tierra.
Cuando dio a Álvarez tales noticias celestiales, él se sintió
contagiado de su arrebato y tuvo que recordarse a sí mismo que no debía
olvidar sus deberes como examinador. Desde un principio había tenido fe
en la divinidad de sus visiones, pero desde que debía suministrar pruebas,
pensó en procedimientos siempre nuevos para experimentarla.
Para excluir aún la más ligera posibilidad de superchería, extendió
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sus ejercicios a su vida espiritual. La apartó de toda suerte de libros
edificantes, pues necesitaba estar seguro de que sus visiones no eran
precisamente el resultado de su imaginación, que tal género de lectura
podría estimular. Durante tales ayunos espirituales Teresa sufrió períodos
de necesidad y privación. Pero entonces, un día, el Señor se le apareció y
le dijo: “No tengas pena, que Yo te daré libro vivo.”
Para extremar la disciplina espiritual aún más, Alvarez fue tan lejos
como prohibir las oraciones mentales de Teresa. Entonces el Señor se le
apareció de nuevo y le dijo, con enfadado tono en la voz: “¡Esto es
ciertamente una tiranía!”
Estas dos últimas visiones influyeron hasta tal punto en Álvarez, que
le decidieron a concluir con sus exhaustivas investigaciones. Mas
precisamente en ese momento el escándalo se desató en Ávila. Las
visiones de Teresa habían llegado a ser la comidilla de la ciudad, dividida
en dos campos. Unos veían en Teresa una santa, otros eran la mayoría—,
una impostora que engañaba a su confesor y que debiera ser procesada por
la Inquisición. Sus adversarios llegaron a compararla con Magdalena de la
Cruz, la conocida “visionaria de Córdoba”, por quien incluso el gran
Inquisidor y la reina habían sido embaucados y que, por último,
desenmascarada como una impostora, había permanecido ante sus jueces,
inspirando lástima, con una cuerda en tomo al cuello y una vela en cada
mano.
Colando Teresa volvió nuevamente al confesonario, y se refirió a una
visión en la cual el Señor se le había aparecido en una forma incorpórea,
Alvarez la miró con recelo. ¿En una forma incorpórea? El chismorreo de la
ciudad, el caso aleccionador de Magdalena de la Cruz, la sombra
amenazadora de la Inquisición, todas estas cosas le hicieron mostrarse
cauto y, más severamente que nunca, reprendió a Teresa.
“¿Cómo sabéis que era Él, dado que no le habéis visto?”, preguntó
lacónicamente.
“No sé cómo. Todo lo que puedo deciros con certeza es que vi al
Señor próximo a mí.”
“¿Pero cómo se manifestó Él?”
“No fue ninguna visión sensorial y no vi forma alguna. No vi nada
con los ojos de mi cuerpo; nada con los ojos de mi alma, sino que sentí Su
presencia a mi lado.”
“Si no habéis visto a Él con vuestros ojos del cuerpo ni con vuestros

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ojos del alma, ¿cómo podéis sostener que era Él? ¿Quién os lo dijo?”
“Él mismo —respondió ella—. Pero aun antes de que me permitiera
saberlo, se imprimió en mi alma con mucha mayor seguridad que la
percepción de los sentidos pudiera haber proporcionado.”
“¿Cómo escuchasteis Sus palabras?”, preguntó Álvarez.
“Yo no oí palabras. Por algún otro medio el Señor envió Sus
pensamientos hasta mí. Pero fue más claro para mí que cualquier palabra
hablada pudiera nunca haber sido. Comprendí misterios muy hondos
acerca de la verdad que es la Verdad misma. No tiene ni principio ni fin.
¡Oh, Señor mío, qué diferencia hay entre escuchar estas palabras y
comprender de tal modo su sentido! Lo comprendí enteramente, aunque
mis palabras son oscuras comparadas con tanta claridad.”
Alvarez quedó confundido del todo. Estaba dispuesto a creer a
Teresa, pero el fondo de su relato era difícil de alcanzar hasta para un
hombre cuya razón estuviese arraigada en la fe.
Los venerables representantes de la Iglesia, con Daza al frente,
vinieron hasta Alvarez e insistieron: “¡Ella os está engañando! ¡Ella os está
engañando!”
El sacerdote llamó a Teresa y le preguntó: “¿Creéis verdaderamente
en las cosas que me habéis referido o me las habéis referido únicamente
para engañarme?”
Y ella le contestó: “Yo no he dicho sino la verdad.” Antes de dejarla
irse, Alvarez la advirtió nuevamente: “¡Pensadlo bien! ¿Es verdaderamente
como me lo habéis referido u os dejáis engañar por imaginarias quimeras?
¡Escudriñad vuestra propia alma! Lo debéis a nuestra santa fe.”
Con sumisa obediencia Teresa exploró su alma; poco después, la
forma incorpórea se le apareció en una visión y le habló: “No os inquietéis,
hija mía, soy yo.”
Y ella acudió al confesonario y confesó: “El Señor lo ha
confirmado.”
Alvarez se sepultó desde entonces en los libros y escritos doctos.
Leyó toda relación autorizada de visiones que pudo encontrar, durante días
y noches, y los libros fueron apilándose sobre su pupitre. En cierta
oportunidad un amigo jesuita le preguntó a qué obedecía tanta y tan
absorbente lectura y él le contestó airadamente: “Tengo que leer todos
estos libros, porque quiero entender a la monja carmelita Teresa.”
Finalmente, sus esfuerzos fueron recompensados. En la Summa
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Theologiae, de santo Tomás de Aquino, encontró un pasaje que exponía,
en términos extremadamente doctos, una relación de visiones que no son
percibidas por medio de los sentidos, sino en “species impressa”, por la
inmediata concepción por medio del intelecto. Se enteró de que en tales
visiones y locuciones intelectuales es dada la revelación del Señor, sin la
mediación sensorial, únicamente por el poder del entendimiento. El
Doctor Angélico proclamaba a este tipo de visión aún más seguro que
cualquier otro, porque la exclusión de los sentidos rechazaba también toda
especie de alucinamiento. ¡Por consiguiente existían visiones divinas de la
especie que Teresa decía haber tenido! Su fe en la veracidad de la monja
estaba justificada.
Pero la jauría de los desconfiados no se aplacó. Después de esto aún
insistieron en que Teresa debía ser exorcizada. Álvarez, sin embargo, hizo
caso omiso de tal exigencia. Alentado por su recientemente adquirido co-
nocimiento se presentó como defensor de Teresa. Mas ora fuese
simplemente una coincidencia, ora el demonio estuviese realmente
interesado en ello, justamente cuando Álvarez se disponía a aparecer en
público con sus alegaciones en favor de Teresa, fue enviado a un viaje de
inspección y un locum tenens ocupó su lugar.
Había llegado ahora el momento largo tiempo esperado por Daza y
su grupo, e intimidar al confesor delegado no podía ser difícil. En virtud de
la jerarquía eclesiástica que poseían, se llegaron hasta él con la exigencia
de que debía exorcizar a la monja obsesa y echar fuera sus diabólicas
alucinaciones. Sometiéndose a su autoridad y a sus pretensiones, el
confesor tuvo que recurrir a los procedimientos más brutales. Ordenó a
Teresa que evitara la próxima aparición por medio de un gesto desdeñoso
y despreciativo. “¡Hacedle higas!”, le dijo. “Como las visiones fuesen
creciendo —refiere Teresa—, uno de ellos, que antes me ayudaba (que era
con quien me confesaba algunas veces, que no podía el ministro) comenzó
a decir, que claro era demonio. Mandábame, que ya que no había remedio
de resistir, que siempre me santiguase cuando alguna visión viese, y diese
higas, y que tuviese por cierto era demonio, y con esto no vernía; y que no
hubiese miedo, que Dios me guardaría, y me lo quitaría.”
Con gran repugnancia Teresa obedeció. “Dábame este dar higas
grandísima pena —anota la santa— cuando vía esta visión del Señor;
porque cuando yo le vía presente, si me hicieran pedazos, no pudiera yo
creer que era demonio; y ansí era un género de penitencia grande para mí;
y por no andar tanto santiguándome, tomaba una cruz en la mano. Esto

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hacía casi siempre, las higas no tan contino, porque sentía mucho.” Y
aludiendo al Señor, a quien suplicaba que la perdonara, añade: “Decíame,
que no se me diese nada, que bien hacía en obedecer, mas que Él haría que
se entendiese la verdad.”
Cuando Álvarez regresó a Ávila, toda la ciudad está ardiendo de
excitación sobre las visiones de Teresa. Los últimos amigos que le
quedaban, a excepción de doña Guiomar, la habían abandonado. Y el
escándalo había ido más allá de las murallas de Ávila. Todos en España
discutían las visiones de Teresa, y en su agitación, el público exigía
siempre, con mayor insistencia, que el caso de la visionaria carmelita fuese
investigado por la Inquisición.
Sólo a unos pocos pasos de San Gil, ocupado por los jesuitas, estaba
el monasterio dominico de Santo Tomás, donde yacía sepultado el cuerpo
del gran inquisidor Torquemada. El espíritu de este hombre, muerto hacía
sólo una generación, estaba aún vivo e infundía verdadero terror. El
mecanismo de la Inquisición continuaba funcionando con precisión y
celeridad. Por todas partes, en España ardían las piras sobre las cuales los
herejes y las brujas eran purificados por la muerte en las llamas.
Los que ansiaban ver a Teresa entregada en manos de la Inquisición
comenzaron a mencionar el nombre de Álvarez unido al de ella. Entonces,
aun aquel sacerdote —su último apoyo espiritual— se volvió receloso y
ella temió —como lo señaló— que no tendría a nadie que escuchara sus
confesiones, sino que todos le huirían. “Yo nada hacía sino llorar.” Sin
embargo, en medio de esta general barahúnda se le apareció el Señor, que
le dijo: “No hayas miedo hija, que Yo soy, y no te desampararé: no
temas.”

*
Teresa sabía con absoluta certidumbre que era el Señor quien se le
aparecía y, sin embargo, las gentes sospechaban de ella. Lo que decía era
verdad; no obstante, todos la consideraban una embustera. Veía al
Redentor cara a cara; a Él, por quien repicaban las campanas y eran
celebradas las misas, a quien toda la Cristiandad rogaba en piadosa oración
y, con todo ello, los reverendos sacerdotes la perseguían y llamaban a Él,
que se le aparecía a ella, el demonio, y querían entregarla a los jueces de la
Inquisición. Su padre confesor escuchaba la confesión de su alma, pero no
confiaba en ella. ¿Cómo podía dejar de comprender que las palabras que le
comunicaba le habían sido dictadas por el Único, quien le había ordenado
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a él? Ella había visto al Salvador y traído Su mensaje al mundo cristiano,
pero éste no quería escucharla.
Su mente humana nunca podría haber alcanzado todo esto, pues
habría debido sentirse impotente. Su corazón humano jamás podría haber
soportado toda la aflicción inmerecida: habría tenido que desesperarse.
Pero Teresa era una de los elegidos. Sus decisiones eran tomadas en el
cielo; su conocimiento le llegaba por medio de la revelación; su fuerza era
lograda en el éxtasis; su dolor era compartido por el Señor.
Cuando el cielo bajó a la Tierra en sus visiones, cuando el Señor la
hablaba en Su revelación, el significado profundo de todo su sufrimiento
llegó a hacerse manifiesto. Fue transfigurada hasta alcanzar la bienaventu-
ranza celestial. Un día, en que con dificultad pudo soportarlo por más
tiempo, mientras estaba arrodillada orando en casa de doña Guiomar, un
ángel se le apareció a la monja a su lado: “Vía un ángel —escribió— cabe
mí hacia el lado izquierdo en forma corporal; lo que no suelo ver sino por
maravilla. Aunque muchas veces se me representan ángeles, es sin verlos,
sino como la visión pasada, que dije primero. En esta visión quiso el Señor
le viese ansí: no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan
encendido, que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se
abrasan. Deben ser los que llaman cherubines, que los nombres no me los
dicen: mas bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a
otros y de otros a otros, que no lo sabría decir. Veíale en las manos un
dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego.
Esto me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las
entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda
abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor, que me hacía
dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este
grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma
con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja
de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave, que
pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a
quien pensare que miento.”
No se atrevió a hablar de ello a Álvarez, pues su esplendor era
demasiado caro a su corazón, para exponerlo a la duda y la desconfianza.
Durante días estuvo completamente embebida por esta experiencia; no
habló de ella a nadie y evitó todo contacto con los hombres. Pero la
felicidad contenida pugnaba por adquirir expresión y la halló en uno de sus
más tiernamente fervorosos poemas:

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En las internas entrañas
sentí un golpe repentino:
el blasón era divino
porque obró grandes hazañas.
Con el golpe fui herida,
y aunque la herida es mortal,
y es un dolor sin igual,
es muerte que causa vida.
Si mata, ¿cómo da vida?
Y si vida, ¿cómo muere?
¿Cómo sana, cuando hiere,
y se ve con él unida?
Tiene tan divinas mañas,
que en un tan acerbo trance
sale triunfante del lance,
obrando grandes hazañas.
Mientras tanto, los asuntos de Teresa en la Tierra habían tomado un
giro desfavorable. Todos estaban contra ella; pero la gracia del cielo la
acompañaba. Justamente cuando el alboroto en Ávila había llegado a su
punto culminante y todos estaban clamoreando a una voz: “¡Entregadla a
la Inquisición! ¡A la Inquisición!”, las voces de la multitud fueron
repentinamente acalladas por un acontecimiento inesperado. Fray Pedro de
Alcántara, “el pregonero de la ciudad del Señor”, había llegado a Avila, y
todos los vecinos estaban apiñándose en la plaza del mercado, donde el
enflaquecido asceta, descalzo, un esqueleto viviente vestido con un cilicio,
estaba arengando a la muchedumbre. Alcántara era célebre por toda Espa-
ña, pues se decía que con él había vuelto a la vida San Francisco. Lo
mismo que este santo, andaba a través de los bosques y alababa con
gozosas canciones la gloria de la creación de Dios. Y tan profundamente
se hallaba imbuido del espíritu de san Francisco, que se había aplicado a la
tarea de reformar la decadente orden franciscana. Había fundado varios
monasterios, en los cuales los monjes franciscanos vivían lo mismo que
antaño como humildes servidores de su Señora Pobreza.
Las turbas reclamaban enteramente para sí mismas la atención del
santo varón, mas parecía que él había venido a Avila para ver sólo a uno
de sus habitantes: a Teresa de Cepeda. Cuando se encontraron frente a

53
frente por vez primera, fue como si ambos se hubiesen conocido siempre.
Entrambos se dieron la bienvenida como ciudadanos de la Ciudad de Dios
y conversaron en la lengua nativa del cielo.
Teresa había encontrado su paladín. Alcántara la amparó de todos los
ataques y sostuvo su veracidad. Su primera victoria fue un triunfo obtenido
sobre las dudas que inquietaban el espíritu del padre Álvarez y, con él,
muchos amigos, que habían apostatado, volvieron a Teresa. Pero Alcántara
hizo también nuevos amigos para ella, entre ellos fray Pedro de Ibáñez, el
prior del monasterio dominico de Santo Tomás, y Gaspar de Salazar, el
rector de San Gil, el nuevo hogar de los jesuitas. Por último, las
manifestaciones de Alcántara consiguieron convencer aun al archienemigo
de Teresa, el receloso Daza, de la divinidad de las visiones.
Cuando muchos de sus adversarios persistían en su campaña de
calumnias, el momento había llegado para que Dios cumpliera su promesa.
“¡Haré que la verdad sea comprendida!”, habían sido las mudas palabras
de la visión invisible, y ahora iba a hacerse de modo que pudiera ser oída y
visiblemente verdadera.
Refiere la tradición que un día —era una festividad y muchos habían
acudido a la misa— Teresa estaba arrodillada delante del altar, cuando de
súbito fue transportada en arrobamientos extáticos. Ante los ojos de todos
los presentes, la monja arrodillada estuvo suspensa sobre el piso. Su rostro
—añade la historia— fue transfigurado, con belleza tan sobrenatural, que
todos se sintieron embargados por el temor y la veneración.
En esta época la Inquisición aún constituía el dominio de los
dominicos. Pedro de Ibáñez, el prior de Santo Tomás, que estaba muy
familiarizado con los procedimientos de la Inquisición, aconsejó a Teresa
que se anticipara a toda acción contra ella, exponiendo su caso al propio
Santo Oficio, en una relación de su vida y sus visiones. De este modo vino
a ser escrita la primera versión de la famosa Vida de Teresa.
El consejo de Ibáñez resultó eficaz. Los examinadores de la
Inquisición estudiaron la deposición de la monja carmelita con escrupuloso
recelo, escudriñando la más recóndita señal de herejía o impostura. Pero
toda su prevenida pedantería no pudo descubrir suficientes pruebas como
para justificar en este caso los procedimientos propios de aquel tribunal.
Para estar plenamente seguros sometieron el documento a la consideración
del dominico Banes, quien era temido por su inflexible severidad. Éste lo
leyó con ojo avizor y admitió que era una prueba de la revelación divina.
En lugar del esperado veredicto de culpabilidad, el Santo Oficio expidió un
54
auto de recomendación, en el cual se establecía que la lectura de la Vida de
Teresa habría de servir para fortalecer la fe y mejorar a los fieles.

*
La ciudad de Ávila, la Iglesia cristiana y el mundo en general habrían
podido tolerar y aceptar a la monja visionaria, y ésta, reanudar su vida en
la quietud de su celda, tranquila y completamente embelesada por sus vi-
siones divinas. Pero así como la joven Teresa, al ingresar en el convento,
no había estado destinada a vivir la vida normal de una monja común, así
también la visionaria carmelita, por la gracia de Dios, no estaba destinada
a llevar una vida limitada a la contemplación mística. Era su misión
conocer los cielos, sentirse como en su hogar en medio de los ángeles y, al
mismo tiempo, vivir en la Tierra y obrar entre los hombres. Los últimos
veinte años de su vida nos muestran a una mujer práctica y activa,
incansablemente empeñada en la reforma de su Orden y fundando, en este
período, diecisiete nuevos conventos. Su labor práctica en el mundo y su
vida contemplativa no deben ser consideradas, sin embargo, como dos
aspectos distintos de su naturaleza, sino como una sola realidad. Así como
su enfermedad y sus visiones brotaban de la misma fuente, de igual modo
su contemplación y su vida activa tenían un solo y mismo origen. Sus
trabajos en el mundo tendieron a levantar la casa del silencio y estuvieron,
por lo tanto, interesados en llevar nuevamente a la Orden de los carmelitas
a la senda de su destino original.
Ese silencio tuvo un hogar sobre la Tierra; la primera casa carmelita
había sido erigida en el solitario Monte Carmelo. Ocurrió cuando los
ermitaños carmelitas emigraron al Occidente, llevaron consigo en sus
labios y corazones el silencio del Líbano, y fueron construidos sus
primeros monasterios en Europa conforme al modelo de los retiros del
mundo orientales. Desde entonces habían transcurrido los siglos y los
hogares de la contemplación de los antiguos carmelitas se habían
convertido en centros de vida social para monjas y monjes.
El plan de Teresa tocante a las reformas monásticas tenía sus raíces
en la experiencia personal directa, pues había pasado tres años fuera de las
paredes del convento. En el hogar de su piadosa amiga, doña Guiomar,
había disfrutado del privilegio de la reclusión perfecta, que le permitió
estar pronta, a cualquier hora, de día o de noche, para la meditación, la
visión o los ejercicios devotos. Durante este tiempo vivió en una casi
ininterrumpida unión mística con Dios. Su licencia había terminado ahora
55
y ella retornaba del mundo a su convento. Un grupo de monjas
parlanchinas la recibió. Ella se retiró a su celda para contemplar a Dios,
pero la campana del convento repicó: había llegado la hora del locutorio.
Teresa quería permanecer en su celda, si bien las monjas vinieron a
llamarla, pues en el locutorio estaban aguardando los visitantes. Delante de
ella, separada por las barras de un ineficaz enrejado, estaba el bullicio de la
vida mundana, estaban la habladuría, la adulación y los regalos. Ella sentía
abrasarse en las llamas de la mundanalidad. Intentó huir, pero en vano. El
mundo era parte de la rutina diaria del convento: muchas veces la
contemplación era interrumpida por las frívolas distracciones; la humildad
seducida por la vanidad; la pobreza, por los regalos.
Mientras ella misma había sido víctima de estas tentaciones, sus
luchas desesperadas no habían tenido otro objeto que su propia salvación.
Había sido débil, no viendo más allá de su propia debilidad; había sido
culpable, no mirando más allá de su culpa. Había vencido los peligros de
la mundanidad en su propia alma y reconocido la falta mayor por encima
de su falta individual, aquella del convento secularizado, la de la Regla
Mitigada de la Orden carmelita, que procuraba agradar al mismo tiempo a
Dios y al mundo.
“¡Oh qué ruina total! —exclamó—. Qué ruina total de las personas
religiosas, en donde el mismo monasterio ofrece dos caminos, uno de
virtud y observancia, el otro de inobservancia, y ambos igualmente
frecuentados. Las pobres cosas no están en falta, pues ellas andan por el
camino que les es señalado. Muchas de ellas son dignas de lástima.”
¿Pero eran las “pobras cosas” de la Encarnación las únicas que
merecían ser compadecidas? En todos los conventos y monasterios
carmelitas de la Regla Mitigada, las almas de las monjas y monjes eran
desconcertadas por los dos caminos. La misma. Teresa se había alzado
sobre los peligros de semejante tentación; pero no era ella uno de los seres
que se satisfacen afectadamente con la salvación de sus propias almas. El
haber sido salvada implicaba para ella el deber de procurar salvar a los de-
más. Dios mismo le había otorgado este don en secreto, de modo que
podría entregarse abiertamente a los demás. Sobre el silencio fue
construida la casa del Señor, que ella había sido compelida a ver en sus
éxtasis, de modo que pudiera construirla de nuevo sobre la Tierra para
ayudar a sus hermanas. En el silencio había descubierto el camino de la
redención; había sido llevada a encontrarlo, de modo que podía mostrarlo a
los demás.

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Si su plan hubiese provenido exclusivamente de consideraciones
prácticas, habría tenido que abandonarlo al primer pensamiento. Había
aquí una monja, que nada poseía sino las ropas que llevaba, que decidió
fundar un convento, plenamente sabedora de que era una aventura que
exigía considerables recursos pecuniarios. Una visionaria que en el otro
mundo se sentía como en su propia casa, entabló la lucha contra las duras
realidades, con los hombres astutos, las monjas celosas y los eclesiásticos
intrigantes, con todos los caprichos, con la ligereza y la inconstancia del
mundo. Una criatura enfermiza, que había pasado la mayor parte de su
vida en el lecho del dolor, que contaba ahora cincuenta y siete años, tomó
sobre sí un trabajo que constituía una pesada carga. Tal esfuerzo bien
pudiera haber agotado el vigor de una persona joven rebosante de salud.
Una mujer del siglo XVI español, que vivía en una edad y en un país cuyas
tradiciones y convenciones impedían a las mujeres participar en
actividades públicas, escogió una tarea que habría de comprometerla ante
la opinión pública. La hija de una época que se había abandonado a la
mundanidad emprendió un trabajo que se oponía a la más poderosa ten-
dencia de los tiempos. Una monja de la Orden carmelita de la Regla
Mitigada fue lo bastante intrépida como para romper con las formas
monásticas que, desde su institución por el papa Eusebio, hacía un siglo,
habían sido establecidas como costumbres consagradas. Y todo esto lo
hizo sin quebrantar su voto de obediencia absoluta.
Al fin su apasionado anhelo logró prevalecer contra todas las
disparidades de opinión. El capital que necesitaba estuvo súbitamente a la
mano, no buscado y cual un asunto de caja, como si hubiese estado
aguardando una oportunidad para serle útil. Su cuerpo achacoso reveló ser
indiferente a todas las penalidades, como si el esfuerzo de una vida
trabajosa y las debilidades de la edad no pudieran dañarle, porque había
sido endurecido a través de las “pequeñas muertes” por las que pasara.
Viajó incansablemente en su carromato sin muelles por calamitosos
caminos, en todas direcciones y a través de las más distintas regiones de
España. Traficaba y negociaba, arreglaba y organizaba y, en medio de
todos los peligros, aquella mujer, ya de edad, conservaba el valor, la
sonrisa optimista y el corazón alegre de una muchacha a quien gustan las
perspectivas de la aventura y se complace en desafiar a las adversidades.
Ella, que se sentía en el cielo como en su propio hogar, demostró
conocer en forma bastante precisa su camino en la Tierra. La visionaria,
luchando por su fundación, reveló una asombrosa habilidad al tratar con
hombres de negocios y traficantes, y ninguno de los complejos contratos
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de venta y de cálculos monetarios pudo nunca ser superior a su
comprensión. En sus negociaciones daba pruebas de fino tacto diplomático
y dominaba el arte de hacer de los adversarios amigos auxiliadores de los
perseguidores. Poseía habilidad para trocar el orgullo en humildad, para
sorprender al audaz con las armas de sus propias estratagemas, y volver las
acusaciones contra el acusador. La sutileza de su entendimiento hizo que
un dignatario de la Iglesia, con quien se había empeñado en una discusión
teológica, exclamara con desesperación: “¡Dios bendito, antes disputaría
con todos los teólogos del mundo que con esta mujer!” Y un sacerdote, a
quien ella había venido con una carta de presentación, escribió después de
su visita, a su corresponsal: “Habláis en vuestra carta de una monja, mas lo
cierto es que me habéis enviado a un hombre barbado!”
El genio de esta santa mujer superó todas las dificultades, toda la
confusión y toda la perfidia del mundo. En fin, España, el país donde las
mujeres eran consideradas incapaces de grandeza, se enorgulleció de haber
dado al mundo, en la persona de Teresa, a una de las más grandes mujeres
de todos los tiempos; y la Iglesia, que se había opuesto a sus aspiraciones,
anuló, por consideración a ella, una costumbre establecida y la admitió
sobre todo, a causa de su reforma de la Orden carmelitana, en la
comunidad de los santos.

La carrera de Teresa como reformadora, que adelantaba a través de


riesgos, aventuras y complicaciones dramáticas, comenzó como un
apacible idilio de convento. En el curso de una conversación fortuita, su
ideal por largo tiempo soñado se apareció repentinamente casi al alcance
de las realizaciones posibles. Después de una misa de festividad oficiada
en la capilla de la Encarnación, Teresa regresó a su celda con unas monjas
amigas y una sobrina suya, María de. Ocampo, quien había venido a
visitarla, y les habló de la celebración que habían presenciado. El estilo de
salón de conciertos de la música y toda la pompa y ostentación del acto,
estimaba ella, estaban hechos para llamar a los huéspedes mundanos más
bien que a Dios, y la misa en su conjunto fue mucho más una re-
presentación pública que un ejercicio de devoción. La extravagancia de
todo ello ahondó su anhelo por una casa de soledad y devoción, no
perturbadas por el bullicio mundano de huéspedes intrusos, un hogar de la

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clase que los fundadores de la Orden habían tenido en el Monte Carmelo.
Poco después discutió estas cosas con sus amigas, pero lo que dijo fue
manifestado únicamente como el vago deseo de una monja devota.
Entonces la sobrina de Teresa la interrumpió en sus ensueños con la
pregunta de por qué tal hogar no podía ser establecido. “En primer lugar
—contestó Teresa —, porque no tenemos los recursos necesarios.” Pero
eso María no podía aceptarlo como una excusa válida y, con el rápido y
espontáneo entusiasmo de la juventud, ofreció su herencia como capital
inicial para la fundación.
En el momento en que el sueño tomó contacto con las realidades
terrenales, la visionaria mostró que ella podía permanecer firmemente con
ambos pies sobre suelo firme. Necesitaba, para llevar a cabo su plan,
además del capital inicial, el consentimiento del provincial de la Orden.
Carecía de toda experiencia mundana, mas de súbito conoció con bastante
precisión su camino en los asuntos del mundo. La protección facilita el
camino hacia el éxito. Y, por consiguiente, empezó a buscar, en
prosecución de un plan bien meditado, la aprobación y ayuda de tres
hombres de quienes conocía estar favorablemente inclinados hacia ella,
representantes de tres de las más influyentes órdenes monásticas: san
Pedro de Alcántara, el franciscano; san Francisco de Borja, el general de
los jesuitas, y fray Luis de Beltrán, el célebre dominico. Cuando hubieron
llegado las cartas de recomendación de los tres religiosos, rogó a doña
Guiomar que las llevara al provincial de los carmelitas y le pidiera su
dispensa. En doña Guiomar había hecho Teresa una buena elección, pues
era una viuda respetada por todos y que gustaba de interceder en asuntos
sagrados, además de poseer amplia reputación como una bienhechora
liberal de la Orden del Carmen. El provincial, Ángel de Salazar, enca-
rándose con esta noble dama y viendo las cartas de recomendación
desplegadas ante él, no pudo rehusar su consentimiento, pues la petición
era piadosa y los fondos se hallaban a la mano.
Después de ello, Teresa pudo comenzar a buscar una casa. Halló una
que le pareció muy apropiada para su designio y procedió a extender la
escritura de venta, en el que solamente quedaban sin añadir las firmas.
Entonces se desató la tormenta en la Encarnación. “¡Qué perfidia
inaudita!”, exclamó la priora cuando se enteró de los proyectos de Teresa
para una fundación rival. “¡Esa locuela engreída! —dijeron por su parte las
monjas—. Se creerá que este convento nuestro no es lo suficientemente
bueno para ella...”

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Pronto la excitación del convento se extendió a toda Ávila. Entre los
habitantes de la ciudad hallaron las monjas prontamente aliados en su
indignación. “¡Una monja que intenta extender una escritura de venta!
¡Quédese ella en el convento al cual pertenece!”, decían los hombres. Y las
mujeres agregaban: “Por lo que toca a la protectora de ella, a esa doña
Guiomar, ¡haría mejor en preocuparse de sus hijos huérfanos!” La ciudad
entera se hallaba poseída de furor.
Cuando la priora fue a presentar sus quejas al provincial, sus
protestas fueron apoyadas por una delegación de burgueses que
clamoreaban en la calle. Bajo la presión de la opinión pública, Salazar
rehusó su consentimiento, valiéndose como pretexto de una argucia. Dijo
que no había reparado en que los fondos disponibles no eran suficientes
para sostener al nuevo convento cuando éste hubiera sido establecido.
Teresa se sintió contrariada, pero no desalentada. El provincial no
había dicho la última palabra en el asunto. Por encima de él, al frente de
todos los dignatarios de la Iglesia, se encontraba el Santo Padre en Roma y
una dispensa papal valdría más que cualquier decisión de un provincial.
Esta monja, que escudriñaba el mundo desde la apartada seguridad de su
celda, demostró una pasmosa sagacidad en los negocios prácticos y
encontró intuitivamente un camino para llevar su problema a la atención
de Roma. Obtuvo la ayuda de fray Pedro de Ibáñez, el prior del monasterio
dominico de Santo Tomás. Ibáñez no la había desamparado cuando toda
Ávila había recelado de sus visiones; ahora la ayudaría a realizar sus
planes en cuanto al establecimiento de un hogar de verdadera devoción
cristiana. La Orden dominica era el sostén más seguro del poder de Roma
en España; había que añadir a ello la reputación personal que Ibáñez, uno
de los más eminentes tomistas de su tiempo, gozaba en la Sede papal. No
cabía duda de que una sugestión del prelado iba a ser favorablemente
recibida por el Santo Padre.
El provincial carmelita previó nuevas complicaciones cuando tuvo
noticias acerca de las frecuentes visitas que el prior dominico hacía a
Teresa, la mala pécora u “oveja negra” entre sus monjas. No podía poner
reparos abiertamente al interés que un clérigo tan altamente colocado se
tomaba por las ideas de Teresa, pero él tenía que hallar un medio de
eliminar pacíficamente la importuna intercesión del dominico. Era un
señor absoluto dentro de sus dominios, y para lograr su propósito podía
alejar simplemente a la desconcertante monja de la escena. No le llevó
mucho tiempo el descubrir un pretexto satisfactorio.

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En Toledo había muerto poco antes el duque de la Cerda. Su esposa,
Luisa, de la casa ducal de Medinaceli, se hallaba tan abrumada por el
dolor, que nadie de sus amistades podía consolarla. Sus parientes estaban
buscando por todo el país una persona capaz de animarla y consolarla. Le
pareció repentinamente al provincial que la intolerable pesadumbre de la
noble y rica dama no podía ser tolerada por más tiempo por el mundo cris-
tiano. Aliviar su pena era la más urgente necesidad de la hora. Esto
supuesto, era una notable coincidencia que el convento de la Encarnación,
bajo su gobierno, tuviese una monja a quien Dios visitaba en sus visiones y
considerada por muchos como una santa. Esta era seguramente la persona
más indicada como compañera para la noble dama, descontentadiza en sus
gustos y que no habría querido recibir a una monja común. Luisa de la
Cerda y todos sus parientes ducales se mostraron verdaderamente
entusiasmados con el generoso ofrecimiento del provincial carmelita y
estaban aguardando impacientemente la llegada de la visionaria. Fue a
mediados del invierno, poco después de Navidad; los caminos estaban
intransitables y cubiertos de hielo y nieve. Pero la duquesa se sentía
impaciente, y el provincial no podía desear prolongar el dolor de tan
grande dama. Teresa tuvo que partir inmediatamente para Toledo.
Todo su espíritu estaba absorto en su proyectada fundación, cuyas
perspectivas de realización se habían vuelto mucho más favorables merced
al apoyo de Ibáñez. Todos sus pensamientos se hallaban embargados con
la cuestión de cómo podría edificar su propio convento de conformidad
con las reglas del silencio y de la pobreza evangélica. Mas he aquí que
continuó bamboleándose en su pequeño carruaje crujiente, sobre caminos
peligrosamente rodeados de hielos, en medio de bramadoras tormentas,
por parajes despoblados, a través del congelado Adaja y estorbada por
montones de nieve; mas, finalmente, luego de cuatro días de terribles
penalidades, llegó a Toledo, a la residencia de la duquesa.
Allí, lacayos bien uniformados la ayudaron a salir de su destartalada
tartana y rivalizaron mutuamente por el privilegio de llevar su pobre
maletín, que contenía todas sus pertenencias, hasta la mansión ducal. La
misma Teresa fue acompañada al interior con las debidas ceremonias y
conducida a la habitación donde la duquesa, abrumada por la aflicción, la
recibió en el lecho. Allí estaba tendida la noble dama, rodeada por sus
harto interesados parientes, que vigilaban ansiosamente cada crispación de
su rostro y cada suspiro de sus labios.
Después de estas ceremonias previas, Teresa fue llevada a una serie

61
de cuartos que iban a ser de aquí en adelante su vivienda. Con el ideal, en
su corazón, de una modesta celda de convento, de paredes desnudas, se
hallaba condenada a vivir aquí en medio de los lujos de un palacio ducal.
Imbuida del espíritu de la humildad cristiana y del deseo de servir, se vio
rodeada aquí por lacayos serviles, cuyo único deber era aguardar sus
órdenes. Ella, que satisfacía su apetito con algunos trozos de corteza de
pan, tuvo que tomar parte en regocijados banquetes y comer en mesas que
cedían bajo el peso de las viandas y bebidas.
La duquesa la trató con graciosa condescendencia. Leyó en sus ojos
cada uno de sus deseos y hasta satisfizo su apetencia sobrenatural de
comidas frugales y de soledad. La autorizó a que viviera en un cuarto
pequeño y la eximió de toda etiqueta excesiva. Sin embargo, Teresa se
sintió igual que una prisionera en medio del pródigo fausto. Con su
característica agudeza de observación resumió sus impresiones en estos
términos: “Vi —escribió— en lo poco que se ha de tener el señorío; y
cómo mientras es mayor, tiene más cuidados y trabajos, y un cuidado de
tener la compostura conforme a su estado, que no las deja vivir. Comer sin
tiempo ni concierto, porque ha de andar todo conforme al estado, y no las
complexiones: han de comer muchas veces los manjares, más conforme a
su estado, que no a su gusto... Ello es una sujeción, que una de las mentiras
que dice el mundo, es llamar señores a las personas semejantes, que no me
parece son sino esclavos de mil cosas.”
Teresa se alegró como una cautiva que ha recobrado su libertad
cuando concluyó su servicio de confortación de seis meses y, alejada del
palacio, viajó de nuevo, en su pequeño carruaje sin muelles y crujiente por
los caminos de España, ahora cubiertos de polvo y abrasados por el sol,
pues estos caminos la llevaban de regreso a Ávila.
Parecía que aquellos seis meses habían malogrado su plan, pero la
estratagema del provincial no había logrado desviarla de su propósito. Por
el contrario, su estancia en el palacio de Toledo había únicamente
acrecentado su determinación. La experiencia de la incongruente opulencia
le había demostrado, muy a lo vivo, que la verdadera vida en Dios es
posible únicamente en la pobreza frugal y la humilde devoción. Esta
excursión hacia la riqueza le había enseñado a estimar la verdadera libertad
que la pobreza voluntaria puede conferir. Lo que ella dice a este respecto
muestra su profundo discernimiento y su gran sabiduría. “La pobreza —
anota— es una muralla. Es una riqueza que incluye toda la riqueza del
mundo; es posesión completa y dominio. ¿Qué son los reyes y señores

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para mí si yo les envidio sus riquezas? La verdadera pobreza, emprendida
por el amor de Dios, lleva consigo cierta dignidad, en que el que la
profesa, no necesita agradar a nadie sino a Él; y no cabe duda que el hom-
bre, que no busca ayuda tiene muchos amigos. Si la pobreza es verdadera,
conserva la pureza y todas las otras virtudes mejor que los espléndidos
edificios.”
El regreso de Teresa a Ávila coincidió con la llegada de una carta de
Roma, que traía la respuesta del Santo Padre, una bula pontificia por la
cual Pío IV concedía su anuencia para la erección del proyectado convento
de Teresa.

Fue prematura, sin embargo, la alegría de Teresa. El cardenal de San


Ángelo, que había redactado la dispensa en nombre del Papa, no había
consignado, inadvertidamente, bajo qué jurisdicción eclesiástica debía ser
puesto el nuevo convento. Por consiguiente, la dispensa papal seguía
siendo legalmente válida hasta tanto pudiera obtenerse de Roma una
decisión definida, en cuanto a si la fundación iba a ser colocada bajo la
protección de la Orden carmelita o del obispo de Ávila.
Durante el intervalo Teresa no estuvo ociosa. Sin abandonar su celda,
procedió con la energía de un “hombre barbado” para hacer los arreglos
necesarios, de modo que, cuando la respuesta de Roma llegara, no pudiera
sufrir ningún retardo ulterior. Había aprendido su lección, después de la ira
que había provocado entre los buenos burgueses de Avila el que ella, una
mujer y monja, se hubiese atrevido a comprar una casa: Esta vez condujo
las negociaciones por medio de la intervención de su cuñado, Juan de
Ovalle, quien poseía una finca en el campo, era completamente
desconocido en Avila y si adquiría una casa y la disponía para Teresa hasta
que ella estuviese pronta para consagrarla como su convento, no se
exponía a suscitar sospechas, si daba como pretexto que él y su familia
tenían necesidad de trasladarse a la ciudad.
Pero a pesar de la circunspección de Teresa, subsistían allí muchas
dificultades que tenían que ser superadas. La casa que Juan había
comprado resultó inadecuada y hubo que efectuar en ella algunos cambios.
Los fondos suministrados por su sobrina habían sido gastados en la
adquisición y nadie quería atraerse sobre sí la indignación de la ciudad
63
entera concediendo su apoyo económico a la aventura de Teresa. Entre
tanto, la bula papal llegó con la requerida especificación y designaba al
obispo de Avila protector de la nueva fundación. Pero el obispo, temeroso
de la reacción de su ciudad, se valió de subterfugios. Ibáñez, que procuró
conseguir de él una seguridad definida, no pudo obtenerla, y cuando
Alcántara, desde su lecho de muerte, le pidió una audiencia, el obispo adu-
jo razones de salud y se retiró a descansar a su alquería de El Tiemblo.
Se dijera que todo el mundo y los hechos estaban conspirando contra
el plan de Teresa, cuando de súbito las cosas tomaron un giro favorable.
Un cargamento de oro había arribado a Sevilla, y el buque que lo llevó
trajo también una pequeña cantidad de aquel precioso metal para Teresa,
de su hermano Lorenzo, a la sazón en el Perú. Era precisamente lo bastante
para costear las necesarias innovaciones. La esposa de Juan de Ovalle
había tenido que marchar a Alba, por urgentes razones de familia. Después
Juan cayó seriamente enfermo, y a Teresa, que tenía que cuidarle, le fue
concedido el permiso para ausentarse del convento. De este modo pudo
dirigir y vigilar los cambios proyectados en su casa, sin llamar la atención.
Alcántara, sintiéndose en trance de muerte, reunió las fuerzas que le
quedaban, subió en su mula y siguió al obispo, que se había zafado de él, a
su retiro en el campo. Una mañana, en que el obispo miraba por la ven-
tana, vio con gran espanto, a un sujeto esquelético, envuelto en cilicio, que
se acercaba montado en una mula. Era Alcántara. Este hombre, que se
hallaba imbuido del espíritu de reformación, y él mismo había iniciado la
reforma de la Orden franciscana, consideraba la reimplantación de la
primitiva regla de los carmelitas como una empresa suficientemente digna
e importante para ser la última gran tarea de su vida.
Su ardiente entusiasmo, unido a la alta reputación de su poderosa
personalidad, indujeron al obispo a prometer finalmente que regresaría sin
tardanza a Avila y discutiría el asunto allí con Teresa. Después de su
primera conversación con ella, el obispo ya no intentó resistir al poder
persuasivo de su argumentación y accedió a colocar el convento bajo su
protección.

El consentimiento del obispo ponía simplemente el sello de la


sanción oficial a un plan de reforma ejecutado con gran trabajo por Teresa
64
hasta en sus menores detalles y concebido por ella para dar al mundo el
ejemplo de una comunidad verdaderamente temerosa de Dios. Con notable
circunspección había meditado en todas las contingencias y efectuado un
sistema de defensa en profundidad, que ninguna tentación mundana podría
penetrar. Su institución iba a ser cimentada sobre la base de la inflexible
pobreza, en una época en que todos los demás monasterios y conventos
vivían de las donaciones y regalos de nobles protectores, de suerte que no
podían nunca verse libres de una cierta dependencia de la riqueza y del
poder mundanos. El nuevo convento de Teresa iba a sostenerse sin
dádivas. Incluso la cuestación, practicada por tantas Ordenes religiosas, era
eliminada como algo execrable por las reglas de Teresa: la cuestación
también hace al piadoso confiar en el mundo; y la dependencia engendrará
siempre un espíritu de compromiso, cuando no de manifiesta
obsequiosidad. Esta mujer, que había participado de la más alta
bienaventuranza por el don de la gracia, había llegado a la conclusión de
que también las necesidades más bajas de la vida, las provisiones diarias
para sus seguidores y para ella misma, habrían de ser dejadas a la gracia de
Aquél que provee a los lirios del campo. Para hacer posible la forma más
alta de devoción a Dios y a la vida eterna, el nuevo convento no iba a tener
locutorio, sino solamente celdas, una capilla y un refectorio. Las monjas,
al cantar, no iban a tener por auditorio sino a Dios; y la misma, desprovista
de vanidad y ostentación, iba a ser celebrada exclusivamente como un rito
devoto. Estas reglas, severas y simples, fueron ideadas por una mujer que
sabía por experiencia de los peligros a los cuales se hallan expuestas las
vidas de los piadosos. Fueron destinadas para el nuevo convento, pero a la
vez concebidas como un ejemplo para toda la devoción cristiana.
Para ofrecer nuevamente el ejemplo original a los espíritus de los
fieles, Teresa reimplantó también el hábito austero de los primeros
carmelitas. Vestidas con un basto cilicio y siempre descalzas es como sus
monjas habían de servir al Señor. Era aparentemente un cambio secundario
en su hábito, una pequeña reducción de la importancia de las cosas
materiales, pero la significación más profunda de ello fue el rechazo de la
materialidad en todas las cosas y en todos los respectos.
Al principio los carmelitas habían ido descalzos; después se habían
puesto zapatos; luego la reforma de Teresa los hizo descalzos otra vez. La
historia de la Orden entera se halla contenida en estas etapas. La humildad
fue dada a entender por medio de los pies descalzos que tocaban la tierra
del Líbano. Pero los que se encaminaron al Occidente, desde el Monte
Carmelo, se pusieron zapatos cuando cruzaron el umbral de los tiempos
65
modernos, y al proceder de este modo se convirtieron en hijos de la nueva
edad: no sólo sus pies fueron encerrados por los zapatos de la época, sino
también sus almas, su devoción, sus oraciones y su piedad. En su
peregrinación hacia Dios llevaban los zapatos de los halagos mundanos.
El zapato era, además, el símbolo de otra cosa. Descalzos, los
carmelitas habían practicado el silencio. Cuando llevaron zapatos
conversaron con el mundo. Descalzos, vivieron sus vidas en ferviente
devoción; cuando se pusieron zapatos, buscaron el alivio, las franquicias y
la distracción. La comida frugal, los ayunos continuos de los carmelitas
descalzos de los primeros tiempos no pudieron satisfacer a los miembros
de la Orden en un período posterior, cuando llevaron zapatos y
condimentaron sus comidas y las hicieron atractivas con toda suerte de
bocados exquisitos. Teresa quería que su Orden desechara los zapatos, y
junto con ellos el espíritu de la mundanidad que representaban, y de este
modo llamó a su Orden la Orden de los descalzos o los Carmelitas des-
calzos.
Como santo patrono de su convento, Teresa escogió a san José, el
padre de la Santa Familia. Había sido san José a quien había implorado
más a menudo que a cualquier otro santo a fin de que la socorriera en las
aflicciones de la enfermedad; y puesto que había sido misericordioso,
colocaba ahora su convento bajo su protección.
El proyecto de reformas en la “casa en la ciudad” de Juan de Ovalle
había sido mantenido en secreto, y la consagración final del edificio, como
convento de san José, fue de igual modo realizada sin atraer la atención
pública. En el día de san Bartolomé del año 1562, la descalza fundadora,
vestida con un cilicio, se arrodilló, absorta en la oración, ante el altar,
rodeada por sus primeras cuatro monjas. Daza, el mismo funcionario de la
Iglesia que había considerado a Teresa como una poseída por el demonio,
había sido comisionado por el obispo para consagrar en su nombre este
convento de una santa que deseaba restaurar la verdadera fe. Las cuatro
monjas tomaron sus votos y entonaron el Te Deum. No hubo ceremonias
brillantes, ni vanidad, ni ostentación. Pero la arrobada monja, que se
arrodillaba allí rodeada por sus cuatro discípulas ante el altar de la pequeña
capilla, estaba arrodillándose en el cielo. Y el acercamiento al cielo iba a
seguir siendo la esencia de la vida diaria en el convento de san José.
Las monjas del convento de la Encarnación se sintieron defraudadas
por la santa y estaban encolerizadas contra ella. No había nada que
pudieran hacer contra la fundación del nuevo convento que se hallaba bajo
66
la protección del obispo. Mas la fundadora misma era una monja carmelita
que había hecho voto de obediencia y estaba sometida a la jurisdicción de
la Orden. Por consiguiente, no llegó como una sorpresa la noticia de que a
la monja descalza le fue ordenado por la priora que se pusiera los zapatos
de la mundanidad y el hábito blanco de la Regla Mitigada, que apareciera
en la Encarnación y respondiera de sus actos.
Cuando Teresa entró en el refectorio se halló frente a frente con
ciento ochenta monjas, un tribunal de otras tantas acusadoras, dispuestas a
pronunciar sentencia contra ella. La priora habló en nombre de ellas y
acusó a Teresa de desobediencia, arrogancia y deslealtad. Cuando llegó el
momento para determinar el castigo que había de imponérsele, el jurado se
halló en una posición embarazosa. Ayunos más rigurosos difícilmente
serían una penalidad para quien tenía verdadera manía por el ayuno; el
confinamiento a una celda solitaria era precisamente lo que anhelaba; la
exclusión de toda vida social significaba su felicidad; el trabajo pesado era
una bendición y aun el castigo una agradable humillación. La culpada
privaba a todas las formas admitidas de castigo de su fuerza, pues ella las
transformaba en recompensas, y lo único hacedero fue sentenciada a llevar
los zapatos y el hábito blanco de la Regla Mitigada, comer en el refectorio
y aparecer en el locutorio, para mantenerla encadenada a la vida fácil y
cómoda del convento, hasta que los hombres de Ávila hallaran un medio
para cerrar la casa recién fundada, a pesar de la sanción papal y de la
protección episcopal.
Los hombres de Ávila se mantenían unidos, detrás de las monjas de
la Encarnación. Las rivalidades que venían de largo tiempo fueron
olvidadas. Los partidos contendientes también olvidaron las injurias
tomaron las armas en la causa común. Esta monja penitente, que había
tenido el atrevimiento de abrir un convento reformado, a pesar de la
categórica desaprobación expresada por las autoridades locales y que hasta
había logrado cautivar al obispo, debía ser ejemplarmente tratada.

Una primera tentativa para deshacerse pronta y fácilmente del


molesto convento fue emprendida por el que tenía a su cargo la policía de
la ciudad. Despachó a cuatro de sus hombres más seguros a cuidar de las
cuatro monjas en san José, acción que acabó en un lamentable fracaso.
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Aunque tales individuos sabían cómo tratar a los ladrones, a los
alborotadores y a los borrachos y cómo lograr el acceso a las más
peligrosas guaridas de los criminales, sin embargo toda su experiencia no
les sirvió de nada cuando hubieron entrado en el Convento y se hallaron
frente a cuatro monjas de Cristo, humildes y tratables, que repetían como
una consigna: “¡Dios quiere que nos quedemos, y así nos quedaremos!”
Tan serena determinación fue más que desconcertante para los dignos
guardianes de la paz y del orden. Sin más ceremonias se retiraron y juraron
no volver más.
Pero este chasco de la policía sirvió solamente para aumentar la
cólera de la ciudad e indujo a las autoridades municipales a hacer sentir
todo su poder a las monjas descalzas. El regidor convocó a la “junta” a una
solemne sesión de protesta e invitó a los representantes de todas las
órdenes monásticas cuya actitud era considerada digna de confianza. Una
resolución unánime del cuerpo gobernante sería dada con el intento de
clausurar el convento de san José.
Cuando el obispo de Ávila vio que su grey entera se pasaba a la
oposición, adujo de nuevo razones de salud y partió para otro descanso en
el campo. Ibáñez estaba ausente, en un viaje de inspección, y la priora de
la Encarnación se creyó obligada a retener a Teresa en el convento, a causa
de “asuntos domésticos de gran urgencia”, de modo que le fue imposible
aparecer en persona y dar razón de sus actos ante la “junta”. Parecía no
haber ningún obstáculo en el camino de una pronta y fácil resolución.
Era un acontecimiento importante, y la “junta” fue convocada con
gran pompa. La sesión fue ruidosa; mas no era la bulla de los pareceres
que chocaban, sino el clamor de un furor unánime. El regidor mismo
formuló los cargos de sedición, peligro para el Estado y desprecio por los
intereses de la ciudad. Ninguno de los representantes de las organizaciones
municipales y monásticas, que hablaron después que hubo terminado el
regidor, estimó justo pedir una prueba o una sustanciación. Todo resultó
muy claro: el convento tenía que ser clausurado. Todos estuvieron de
acuerdo con el regidor y estalló una tempestad de aplausos.
Entonces el representante del monasterio dominico de Santo Tomás,
el influyente fray Domingo Ibáñez, se levantó para hablar lo que no se
esperaba. Sus palabras, como una granizada desde un cielo sin nubes, se
desplomaron golpeando con sarcástica precisión los pechos de todos,
llenos de animadversión. “¿Qué es —inquirió irónicamente— lo que nos
ha reunido aquí? ¿Qué ejército enemigo ha entrado por fuerza en nuestra
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ciudad? ¿Qué conflagración pone en peligro a Ávila? ¿Qué clase de
pestilencia diezma a la población? ¿Qué hambre mata a millares de gentes?
¿Qué maldición amenaza a nuestros hogares? ¿O son simplemente cuatro
doncellas descalzas la causa de toda esta excitación? No puedo evitar el
sentimiento de que el prestigio de nuestra ciudad sufre menoscabo cuando
tiene que ser convocada una asamblea tan distinguida con motivo de una
causa tan insignificante.”
El discurso fue breve, pero destruyó el plan artificioso de la “junta”.
En vez de tomar una decisión, tuvo que diferirla confusamente. Y la difirió
una y otra vez y muchas veces, hasta que el asunto pudo ser retirado en paz
de las deliberaciones.
El obispo retornó sonriente y con buena salud. Las cuatro monjas del
convento de san José andaban descalzas, rezaban y ayunaban. Mas el
irritado provincial de las carmelitas fue inquebrantable en su decisión de
que Teresa debía seguir retenida en la Encarnación. Tenía que obedecer las
órdenes de su superior, aunque la acongojaba mucho no poder compartir la
vida de sus monjas.
Entretanto el tiempo estaba trabajando por ella, el tiempo que trae a
los hombres y a las cosas el discernimiento y la madurez. Llegó el día en
que una humilde observación de la cautiva bastó para cambiar el espíritu
de su carcelero. Con la sumisión de una monja subordinada, pero al mismo
tiempo con la seguridad superior de quien ha tenido comunicación con los
poderes del cielo, Teresa dijo al provincial Salazar: “Mire, padre, estamos
oponiéndonos al Espíritu Santo.” Él, que seguramente no deseaba incurrir
en semejante riesgo, dio a Teresa permiso para que volviera a su convento.
Y aun le permitió que se llevase consigo a otras cuatro monjas que habían
llegado a abrazar sus opiniones.
Una mañana de invierno del año 1563, cinco monjas descalzas,
envueltas en un cilicio, andaban por las calles cubiertas de nieve de Ávila.
Teresa de Cepeda regresaba con cuatro nuevas discípulas al convento de
su elección. En san José, las cuatro monjas que habían vivido allí como
huérfanas le dieron otra vez la bienvenida, con la exclamación jubilosa:
“¡Madre!” Y desde entonces todas sus monjas la llamaron “la madre”. Para
el mundo exterior, sin embargo, Teresa de Cepeda se convirtió en Teresa
de Jesús. Su atributo de heredada nobleza fue reemplazado por otro de
estirpe espiritual.
Poco tiempo después, otras tres doncellas llamaban a la puerta del
convento de san José y pedían ser admitidas en las filas de las monjas
69
descalzas. Algún tiempo más tarde, la abandonada calle delante del
convento se convirtió en escenario de un acontecimiento que puso en
excitación a toda Ávila. Un acompañamiento de quince carrozas,
adornadas magníficamente, se detuvo frente al modesto edificio. Catorce
estaban ocupadas por jóvenes “caballeros” nobles, vestidos con toda la
ostentación de la nobleza castellana de la época. Eran los hijos de las
familias más ricas de Ávila y formaban el cortejo de doña María Dávila, la
belleza más popular de la ciudad, quien ocupaba la carroza restante y había
invitado a sus admiradores a tomar parte en tan singular boato. Ella estaba
vestida, de pies a cabeza, de terciopelo y seda; sus mejillas y labios,
diestramente pintados; su cuello y muñecas, adornados de oro y piedras
preciosas. Nunca, nunca había sido más hermosa, más digna de
admiración, que ahora, cuando se incorporó en su carroza, observando el
profundo silencio en las filas de sus pretendientes. Fue el pensamiento de
todos que ahora, en forma tan original, anunciaría su elección final, y cada
uno se hallaba poseído a la vez por el temor y la esperanza. Una vez más
miró ella en torno suyo con mirada singularmente sostenida; luego, abrió
sus labios teñidos de carmín y exclamó: “¡Adiós, adiós!”, mientras su
mirar se volvió duro y solemne. Miró mucho más allá de las cosas que
podía ver y agregó: “¡Mundo, pasadlo bien!” Los “caballeros”, en sus
carrozas, no habían salido de su asombro cuando doña María, que había
bajado de su carruaje, se precipitaba a la puerta del pequeño convento, en
donde llamó y desapareció para no volver jamás.
En el interior fue recibida por la Madre Teresa y sus once monjas,
que la condujeron en silencio a la capilla. Allí, ante el altar, las monjas le
quitaron sus espléndidos atavíos y sus preciosas joyas, pieza por pieza, la
envolvieron en un cilicio y dejaron sus pies desnudos. Luego, el hermano
Julián, el sacerdote de las carmelitas descalzas de san José, tomó sus votos.
Al día siguiente, el rico y respetado José Dávila recibió un envoltorio, al
cual acompañaba la siguiente nota: “Estas son las pertenencias de vuestra
hija María.” Y estaba firmada por “María de Santa Jerónima”, hija de “la
madre” de san José. La encantadora muchacha, convertida de este modo en
una monja, iba a llegar a ser uno de los más firmes pilares de la reforma
descalza.

70
*

El sueño por el que Teresa había suspirado, luchado y sufrido resultó


verdadero. La caridad era el único patrono de su convento; la pobreza, su
arquitecto; la privación, su cocinero, y la disciplina, su guardián. Los pisos
embaldosados de las celdas hacían, a la vez, de mesa, silla y lecho. Los
vidrios de las ventanas eran sustituidos por pedazos de tela. Un disco
giratorio, el denominado “torno”, que se construía en la pared, servía para
recibir las donaciones de alimentos. Cuanto era depositado allí por las
almas caritativas formaba la comida diaria de las monjas. A veces había un
trozo de queso, algunos huevos o un pedazo de pan; a menudo, algunas
galletas duras, y luego, otra vez, el “torno” quedaba totalmente vacío. Las
otras cosas de que la pequeña comunidad no podía privarse tenían que ser
obtenidas por los trabajos de hilado y de aguja. La remuneración no se
determinaba por su valor o precio; era lo que la caridad prefiriera dar.
Las monjas colocaban simplemente su trabajo fuera de la puerta del
convento y el dinero en pago era dejado al arbitrio del comprador. No
había ni locutorio, ni horas de visitas que pudieran haber abreviado la
jornada de trabajo, ni monjas chismeras que estorbaran el rezo y la
contemplación.
La vida no era fácil para las huéspedas de san José. No había ninguna
seguridad en cuanto a recursos y el presente no auguraba lo que el mañana
podría depararles. Y, no obstante, vivían ahí doce monjas felices bajo la
dirección de su jovial superiora, pues la piedad de la “madre” era de
naturaleza alegre. “Dios nos libre de los santos taciturnos”, decía la priora
del convento de san José, y muchas veces infundía en el ánimo de sus hijas
su profunda convicción: “Una monja melancólica es una mala monja.”
Llegó a imbuir en el convento el espíritu de su propia piedad jovial y,
al tiempo que había invitado a la pobreza a vivir con ella y sus monjas en
las baldosas desnudas de San José, la había movido también el contento
despreocupado. Aquello de que privó a las monjas no lo echaron de
menos; y dado que no poseían nada, la urgencia en la posesión no podía
esclavizarlas a las cosas materiales. Desde los días de san Francisco la fe
cristiana en Dios no había sido tan gozosa ni jubilar.
En san José había encontrado Teresa por primera vez un verdadero
hogar en la Tierra. Estaba situado en una estrecha calle de la ciudad
española de Ávila, pero se encontraba también en la inmediata vecindad
del cielo, adonde ella era transportada a menudo en arrebatados éxtasis.
71
Cuando retornaba a sus monjas, ya no iba a caer en insondables abismos,
como había acontecido en la Encarnación, sino que regresaba a su hogar
como obedeciendo al llamamiento de una voz afectuosa y familiar.
Por espacio de cinco años vivió Teresa venturosamente en la serena
tranquilidad de su convento. Pero este período de felicidad contemplativa
fue solamente un intervalo de reposo en su vida intrépida de misionera.

La inesperada visita de Juan Bautista Rubeo, el general carmelita, fue


el preludio de una nueva fase en la vida de Teresa. Rubeo había sido
comisionado por el Papa para que inspeccionara los monasterios y
conventos carmelitas en España. En el Concilio de Trento había sido tema
principal de discusión las medidas que debían tomarse para fortalecer a la
Iglesia vacilante. El punto de vista que prevaleció fue que, en primer lugar,
debía ponerse término a la vida de relajación que imperaba en las órdenes
monásticas. Y a este fin obedeció la gira de inspección de Rubeo. Por
dondequiera que fue se encontró con dificultades y con una seria
oposición, pues luego de un siglo de Regla Mitigada, muchos abusos ha-
bían llegado a ser considerados como normas de derecho consuetudinario.
En el convento de san José descubrió Rubeo, con la sorpresa
consiguiente, que todas las reformas que había procurado vanamente
promover en otra parte, estaban en todo su vigor. Teresa, la santa, se había
anticipado a los decretos del Concilio de Trento implantando sus reco-
mendaciones mucho antes que cualquier otro hubiese pensado en
formularlas. De este modo vino a acontecer que Rubeo, antes de partir de
nuevo, no sólo concediera el permiso para que se establecieran nuevas
casas conforme a las prácticas del convento de san José, sino que, de
hecho, alentó a Teresa y le aconsejó que ampliara sus actividades,
Una mañana de agosto de 1567, una extraña caravana franqueaba las
puertas de la ciudad de Ávila. Constaba de cuatro galeras cubiertas, con
ruedas de madera y sin muelles. En la primera galera iba sentada una
mujer velada —la “madre”—; en la segunda y la tercera algunas de sus
monjas; la cuarta y última llevaban las pertenencias de las viajeras y sus
vasos sagrados. El padre Julián, el sacerdote ordenado del convento de san
José, jinete en un asno, marchaba junto a la galera de la “madre”, y los
mozos de mulas, con las pintorescas ropas españolas de su oficio, iban
72
adelante, a derecha e izquierda, con los troncos de mulas. Hacía un calor
abrasador. El camino era malo y, en ciertos lugares, casi intransitable. Las
tercas mulas prestaban poca atención a los alentadores gritos de “¡arre!,
¡arre!” de sus carreteros, quienes tenían que recurrir a sus más eficaces
juramentos castellanos y, después de los ocho primeros kilómetros, no
deseaban otra cosa que volverse con los animales. Medina, el destino de la
pequeña caravana, estaba aún a noventa kilómetros. Teresa, que sentía la
necesidad de alcanzar su meta a toda costa, no tuvo otro argumento, para
apaciguar a los mozos de mulas, sino decirles que Dios había ordenado
esta excursión y que ellos siguieran avanzando por amor a Él. Al principio
sus palabras fueron ahogadas por el reniego general, pero poco después,
sin embargo, los hombres caminaban adelante dulcemente, escuchando a
Teresa, que les hablaba como una madre lo hace con sus hijos.
En Medina del Campo, la pequeña caravana de la pobreza no fue por
cierto bien recibida. Los firmemente establecidos monjes carmelitas y
agustinos miraron con desdén a los intrusos, cuyos principios de ascetismo
podían colocar a sus vidas de cómoda piedad en una perspectiva
desfavorable, y cuyo total desamparo absorbería, sin duda, mucho del
auxilio caritativo do las quince mil almas de Medina. Fueron colocados
toda suerte de obstáculos en el camino de los planes de Teresa para erigir
un nuevo convento. La única casa ofrecida como asilo para sus monjas era
un edificio que amenazaba ruina, con un techo que goteaba y de paredes
agrietadas. Nadie recordaba el haberla visto ocupada jamás, y aun los vian-
dantes y los vagabundos no querían permanecer allí, a causa de que
siempre podían encontrar algo mejor.
A la mañana siguiente los habitantes de Medina fueron despertados
por el son de una nueva campana, que llegaba de la vieja casa y anunciaba
la primera misa de las descalzas. Esa noche fueron dejados delante de la
puerta del convento algunos huevos; pronto hubo pan y queso para
alimentar a las monjas. Unos días más tarde, exactamente después de los
maitines, el convento de san José resonó con el estrepitoso ruido de un
incesante martilleo. Los trabajadores habían comenzado la tarea de
componer las rendijas del techo y de tapar las hendiduras de las paredes.
En horas de la mañana, un carromato se detuvo delante del edificio y
fueron descargados mesas y bancos de madera. Nadie había llamado a los
carpinteros y a los que techaban; nadie había pedido las mesas y los
bancos. La caridad los había enviado al hogar de las monjas descalzas. La
mujer de un labrador vino a suplicar a las monjas que oraran por su hija,
que se hallaba enferma de cuidado. Una semana después, la muchacha, que
73
se había restablecido, llegaba por sí misma y se quedaba como novicia.
Las gentes de Medina se habían pronunciado a favor de las monjas, pero
por el momento los irritados monjes persistieron en su hostilidad.
Luego un día la “madre” fue informada que dos religiosos deseaban
hablar con ella. Se encontró con dos carmelitas calzados, que formaban
una pareja sumamente desproporcionada. Uno era un hombre de edad
madura, de complexión robusta, un gigante con vestidura de monje; el otro
un joven de unos veinticuatro años, de pequeña estatura, que únicamente
llegaba al pecho de su compañero, de complexión tan enclenque y
delicada, que había algo de etéreo en él: un muchacho en la vestidura de
un monje. El de imponente figura era el prior de los carmelitas calzados de
Medina, Antonio de Heredia; su joven compañero, el fraile Juan, uno de
los monjes de su monasterio. El prior habló por los dos. El ejemplo de las
monjas descalzas, dijo, había suscitado en ellos el deseo de llevar una vida
del mismo modo piadosa. Al darles sus reglas —habían pensado— Teresa
podría ayudarles en su plan para establecer un monasterio de descalzos.
Esta solicitud inesperada significaba para Teresa, por un don de no
buscada gracia, la primera realización de lo que no se había atrevido a
esperar en sus sueños más ardientes: la posibilidad de extender su obra a la
rama masculina de los carmelitas y de infundir, por consiguiente, a la
Orden entera sus ideas de reforma y de restauración. Accedió a ello con el
corazón henchido de alegría. Y cuando miró una vez más a la singular
pareja, no pudo reprimir su innato sentido del buen humor haciendo la
traviesa observación: “¡Bendito sea Dios, pues tengo un fraile y medio
para la fundación de mi nuevo monasterio!” Pero, después de su primera
conversación más detallada con los dos monjes carmelitas, comprobó que
el diminuto fraile habría de ser considerablemente más importante para la
propagación de sus ideas de reforma monástica que el venerable gigante, el
convertido prior de los monjes calzados, y que ese joven enclenque en una
cogulla de monje le era enviado a ella por Dios y habría de llegar a ser su
igual como compañero en la labor de su vida. El fraile Juan era nada
menos que el monje carmelita a quien la historia de los santos recuerda
como san Juan de la Cruz, uno de los poetas místicos más geniales y puros
de la literatura universal.
Era de estirpe campesina e hijo de un tejedor, bastante heterodoxo, es
verdad, con sus visiones que le sobrevenían durante sus paseos por los
bosques y los campos y los himnos místicos que componía. Había vuelto
la espalda al mundo y buscado la salvación de una vida grata a Dios en un

74
monasterio carmelita. Pero en el bullicio mundano del monacato de su
época no había hallado respuesta a su interrogación y estaba persuadido de
que la salvación solamente podía ser alcanzada mediante la reforma de
Teresa.
Contribuía a la obra con su entusiasmo proveniente de un hondo
anhelo por la verdadera piedad, con su fortalecida fe por la experiencia
mística y la paz de su corazón, que tenía su fuente en el cielo.
Teresa y Juan eran de distinto linaje mundano, de distinto sexo y
edad; sin embargo, ambos eran de linaje y sexo espiritual semejante y
tenían análoga madurez anímica. Ambos eran místicos, poetas y santos. Lo
que los distinguía exteriormente era eliminado por una interior identidad
de propósito e ideal. Su labor era vivificada por el mismo espíritu y la
misma santidad. Estaba destinada a ser una clase única de trabajo, pues la
paz de sus corazones y el misticismo de sus espíritus unió a estos dos
visionarios en la actividad práctica e hizo del silencio y de la visión una
realidad terrena.
El primer monasterio de los frailes descalzos fue erigido en Duruelo,
no lejos de Salamanca. El precedente prior de los carmelitas calzados,
Antonio de Heredia, ahora Antonio de Jesús, fue también el primer prior
de los frailes descalzos; mas el espíritu del fraile Juan llenó el organismo
de la nueva institución, formuló los principios de su disciplina y tuvo un
influjo absoluto sobre todas sus empresas. El edificio del monasterio de los
descalzos era una estructura semejante a un calabozo, cuyos muebles
consistían en dos piedras y dos haces de heno, que servían a Juan y a
Antonio de almohadas y lechos, respectivamente. Con el correr del tiempo
el monasterio de los frailes descalzos en Duruelo aumentó en dimensiones.
Pero nada cambió en su organización, únicamente el número de almohadas
de piedra y de haces de heno fue aumentado en proporción al acrecentado
número de frailes, de ayunadores austeros y pacíficos adoradores.
Medina del Campo, la primera etapa de la labor reformadora de
Teresa, significó, de este modo, no sólo la primera fundación de un
convento descalzo fuera de Ávila, sino también el primer paso afortunado
en su campaña de largo alcance para la reforma de entrambas ramas —
masculina y femenina— de la Orden carmelita. Significó —algo que no
había sido oído antes— el éxito y la fama para una mujer española.
Aparecía aquí a la luz de la atención pública una mujer que no sólo había
roto la excomunión que impedía a todas las mujeres participar en las
actividades públicas, sino llegado a ser la fundadora de una institución en
75
la que hombres de todas las edades y naciones iban a tomar parte.

Uno tras otro fueron erigidos nuevos conventos y monasterios de la


reforma bajo la mano creadora de la infatigable misionera. No tuvo que
luchar más por obtener el consentimiento de las comunidades; no tuvo que
contentarse ya con viejas casas ruinosas. De todas partes recibía cartas
pidiéndole que honrara este o aquel lugar con la fundación de un convento
de descalzos. Las gentes rivalizaban entre sí por el privilegio de poner a su
disposición casas y hogares, en los cuales pudieran sus monjas vivir su
vida de piadosa contemplación. Y ahora, cuando la fama de esta santa
popular había llegado a la corte de Felipe II, la nobleza tampoco quiso
permanecer rezagada, sino que sintió el vivo deseo de tomar parte activa
en la reforma. La primera entre los ricos y nobles que pudo enorgullecerse
de haber consagrado parte de su fortuna a una casa de pobreza fue la
antigua conocida de Teresa, la antaño desconsolada viuda Luisa de la
Cerda.
Cuando la princesa Ana de Éboli supo que su rival más odiada, la
duquesa de la Cerda, se le había adelantado, decidió superarla, no
precisamente poniendo una de sus casas en Pastrana a disposición de la
santa reformadora, sino tomando el velo para entrar como reclusa en el
convento de la pobreza. Dejó su suntuoso palacio, se despidió de cien
costosos vestidos y de quinientas mantillas y encajes, se colocó un traje de
cilicio artísticamente remendado, alquiló una desvencijada carreta cam-
pesina y se dirigió, acompañada por dos doncellas, a la casa que ella
misma había consagrado a la reforma y anunció que se proponía vivir allí,
en adelante, como una monja carmelita descalza.
La princesa insistió en que sus doncellas debían ser admitidas
también en el noviciado. Luego a las “doncellas-monjas” les fue ordenado
que abrieran los cofres. Su celda se llenó de docenas de hábitos carmelitas
cuidadosamente remendados, de distintas hechuras y modelos, cada uno
para una circunstancia diferente en su propuesta carrera como monja
descalza. Había uno para los maitines, otro para las vísperas; uno para la
cocina, otro para la contemplación, y uno especial para la misa mayor en
honor de los santos mártires.
Sus comidas, cuidadosamente preparadas para una ayunadora
76
descalza, le eran llevadas desde su palacio. Insistía en mantener su atributo
de nobleza y recibía a visitantes de fuera todas las veces que le pluguiera.
Desde un principio las monjas, y aun la priora, debieron acatar sus
órdenes, pues no veía ninguna razón que le impidiese ser la señora de
todas ellas.
Teresa se hallaba atareada en la organización de un nuevo convento
en Alba de Tormes, cuando la priora de Pastrana le escribió llena de
desesperación acerca de las extravagancias de la princesa de Éboli. Al
instante corrió a Pastrana, pues lo que estaba aconteciendo allí era aún más
importante que el establecimiento de una nueva casa de la reforma.
Interesaba a la integridad y pureza de la reforma en su conjunto. Ningún
presente de dinero, ninguna donación de casas, no obstante lo generosas
que fueran, podrían detenerla en la persecución de su ideal de vida
piadosa. Y cuando llegó a Pastrana y se encaró con la princesa para
discutir la irregularidad que había descubierto, no fue una agradecida
protegida que habla a una generosa protectora, sino una decidida defensora
del ideal de pobreza que combate la arrogancia de una presuntuosa
representante de la riqueza. Una enfadada superiora reprendía a una monja
levantisca, que se había atrevido a violar las reglas de silencio, de pobreza
y humildad. La princesa, habituada a mandar, no a obedecer, exclamó
llena de cólera: “¡Esta es mi casa y exijo que mis órdenes sean
obedecidas!” Pero Teresa le contestó: “¡Esta es la casa del Señor y exijo
que Sus órdenes sean obedecidas!” La princesa no tuvo nada más que
decir.
Ana de Éboli abandonó el convento en menos de una hora. Se llevó
doncellas y cofres consigo, y prometió vengarse de las desagradecidas
monjas. A los ojos de los fieles, sin embargo, la conducta intrépida de
Teresa frente a la princesa poderosa fortaleció su reputación y la de la
reforma que representaba. Había demostrado que sabía, no sólo cómo
establecer una orden de pobreza, sino también cómo defenderla.

Las carmelitas de la Regla Mitigada observaban con interés creciente


el éxito del movimiento de la madre Teresa. Las casas de las descalzas se
multiplicaban en rápida sucesión. La reforma había empezado a afectar
también a la rama masculina de la Orden carmelita. No era ya el convento
77
de la Encarnación solamente, sino la orden entera la que se hallaba en
peligro. Como monja carmelita, Teresa estaba sometida aún a la
jurisdicción de la Orden, aunque como santa, cuyo nombre era conocido y
admirado por toda España, estaba a cubierto de un ataque directo. No era
ya factible, como había sido, hacerla volver a la Encarnación y reunir un
jurado de monjas que pronunciaran sentencia sobre ella; pero era posible
paralizar su trabajo concediéndole una situación de honor en el convento
principal. Los carmelitas de la Regla Mitigada supieron cómo tender la
trampa de las dignidades honoríficas.
El provincial carmelita hizo a Teresa priora de la Encarnación. Su
tarea era remediar la extendida relajación y llevar de nuevo a las monjas a
una forma más rigurosa de devoción. ¡Qué triunfo! ¡Qué admirable
reconocimiento de su capacidad como organizadora! ¡Qué satisfacción ser
colocada como priora sobre las monjas que en otro tiempo habían
pronunciado sentencia contra ella! Pero, principalmente, ¡qué magnífica
oportunidad para apartarla, por espacio de tres años de su trabajo en favor
de la reforma y mantenerla encerrada en la Encarnación!
Al principio Teresa acogió disgustada el nombramiento. Vio a través
de él la intriga que se ocultaba tras la máscara del honor y del
reconocimiento. A poco de alcanzar el triunfo era obligada a dejar su labor
como reformadora para desempeñarse como la priora de un convento de la
Regla Mitigada, donde las monjas protestaban, en abierta rebeldía, contra
su dirección.
Pero cuando Teresa se puso en camino, de regreso a la Encarnación,
lo hizo, no sólo porque se hallaba atada por sus votos a prestar obediencia
a la Orden, sino porque se propuso consagrarse sinceramente a la solución
de la tarea que le había sido confiada. Sabía que este nombramiento tan
señalado era una trampa de sus enemigos, pero si se había decidido
verdaderamente a servir a Dios, debía servir a Él también en la trampa de
sus enemigos con no disminuido ardor. Ella no tenía ahora sino un fin a la
vista: llevar a las “pobres cosas” de la Encarnación, que habían sido sus
compañeras monjas, de retorno al solo y único camino hacia Dios. La
desventura se trocó en una tarea nueva y, para hacer frente eficazmente a
ella, designó a san Juan de la Cruz como padre confesor de la Encarnación,
pues las monjas tendrían en él a un verdadero guía espiritual —según su
opinión— a causa de su humildad y sosiego de alma.
Las monjas de la Encarnación la recibieron con ánimo de franca
hostilidad, saludada con insultos y acusaciones. Pero después que el
78
provincial hubo confirmado la finalidad de su decisión, el enojo de las
monjas se trocó en aprensión, pues temieron la severidad vengativa de la
nueva superiora. El primer día de Capítulo, en que la priora iba a
pronunciar su discurso de aceptación, entró una fila de monjas
preocupadas en el refectorio. Mas, ¡qué sorpresa las aguardaba allí! La
tribuna, que solía ser reservada para asiento de la priora, era ocupada por
una estatua de la Santa Virgen. Teresa se hallaba de hinojos ante ella.
Cuando se incorporó para hablar a las monjas, señaló a la Virgen y añadió:
“Esta es vuestra nueva priora. Sus órdenes tendremos que obedecerlas
vosotras y yo. He sido nombrada únicamente para enseñaros y ser vuestra
guía en la obediencia.”
Como por arte de magia, todo temor se había disipado en los
corazones de las monjas y, del mismo modo, cualquier indignación y odio.
Poco tiempo después las monjas de la Encarnación pidieron a Teresa que
el locutorio fuese abolido; comenzaron la práctica de la oración mental en
la quietud de sus celdas y modelaron sus vidas cada vez más según las
reglas de las descalzas.
De esta suerte la astucia de la mitigación resultó ser mala para los
mismos instigadores. Ahora Teresa tenía de su parte a un convento de la
Regla Mitigada, donde las monjas calzadas vivían conforme al espíritu de
la reforma descalza. Sin embargo, el precio que sus adversarios hubieron
de pagar no fue muy elevado. Sacaron provecho de los años que Teresa
tuvo que pasar en la Encarnación y consiguieron inducir a Rubeo, el
general de la Orden, a que mudará de parecer acerca de ella; hicieron sentir
su influencia en la Santa Sede y comenzaron a minar la reputación de
Teresa, en España, por medio de una bien organizada campaña
calumniosa. Mientras ella y san Juan de la Cruz guiaban a las monjas de la
Encarnación hacia una vida de tranquila piedad, eran despachados
mensajeros a Plasencia, donde tenía su sede el general de los carmelitas;
fueron enviados emisarios a Roma a que influyeran sobre el Papa; los
visitadores de la Iglesia, que favorecían la reforma, fueron reemplazados
por otros hostiles; las monjas descalzas eran aguijoneadas contra la
“madre” y los monjes, prevenidos contra una mujer que usurpaba
descaradamente el gobierno sobre los hombres. Cuando Teresa hubo
completado el término de su mandato en la Encarnación y salido a
reanudar su interrumpido trabajo por la reforma, embistió inmediatamente
contra las sólidas filas de la oposición, dispuesta para un ataque de certeros
golpes.

79
Había representado un arma en manos de sus enemigos el exceso de
celo por parte de los amigos de Teresa. El padre Gracián1, el más
entusiasta de sus seguidores, demostró ser también el más dañoso. Le
había empezado a conocer mientras fundaba un nuevo monasterio en Beas.
Era treinta años más joven que ella, calvo y rechoncho, muy versado en
materias teológicas, pero totalmente inexperto en el trató con los hombres.
Piadoso y dueño de un corazón lleno de bondad, era, no obstante,
desenfrenado, terco y agresivo en la prosecución de sus fines. Hombre con
muchos rasgos excelentes, poseía también igual número de defectos. Al
principio Teresa fue deslumbrada por su entusiasmo y vio solamente sus
virtudes. Le instaló como prior en su monasterio de Beas y le confió, no
sólo la tarea de organizar nuevas casas de la reforma, sino que aun le hizo
su propio padre confesor.
En su ferviente deseo servir a la “madre”, Gracián empezó
incontinenti a organizar los monasterios de descalzos de Granada y
Peñuela, poblaciones situadas en Andalucía. Esto proporcionó a los
carmelitas calzados un excelente argumento contra la reforma. Cuando
Rubeo, el general de la Orden, hubo otorgado su consentimiento para la
erección de dos nuevas casas, no había hecho mención alguna de
Andalucía y, por consiguiente, la reforma se había excedido en sus
derechos. Las fundaciones en Andalucía eran ilegales.
Otro amigo de la reforma, el visitador papal Vargas, avivó aún más el
odio de los adversarios de Teresa al elegir al descalzo Gracián como su
delegado en Andalucía, de modo que los carmelitas de la Regla Mitigada
vinieron a ser puestos bajo la jurisdicción de un carmelita de la reforma.
Este incidente local fue aprovechado en todas partes por los monjes
calzados y convertido en pretexto para convocar a un Capítulo General de
1
La figura del P. Jerónimo Gracián aparece muy malparada en este libro.
Ciertamente el autor está fuertemente influenciado por la gran multitud de calumnias
y difamaciones vertidas e ideadas contra él por Nicolás Doria, quien le sucedió en el
cargo e hizo todo lo posible hasta lograr expulsarlo de la Orden. En la Navidad de
1999, el Definitorio General de la Orden carmelitana descalza lanzó un mea culpa por
el trato que el padre Gracián recibió de la Orden y fray Camilo Maccise, prepósito
general, revocó la sentencia de expulsión dada contra él en 1592 “como gesto oficial
de rehabilitación y de reparación por la injusticia de que fue víctima”. Un año
después, el Definitorio General, reunido en Roma en la Navidad de 2000, instruyó la
Causa de Beatificación del padre Gracián, que inicia así sus pasos hacia los altares,
cuatrocientos años después de su expulsión de la Orden. Para conocer más sobre su
vida léanse las biografías recientes: “El heredero exiliado”, de José Aberto Pedra, o
bien, “El hombre de Teresa de Jesús”, de Carlos Ros. (Nota del Editor)
80
la Orden, en Plasencia, en donde Rubeo juzgó conveniente retirar su
protección a Teresa para calmar a los espíritus excitados. El Capítulo se
pronunció unánimemente en favor de la clausura de las nuevas casas en
Andalucía. En caso de que hubiera allí alguna resistencia, debería
procederse con un espíritu de cruel determinación. Para evitar toda posibi-
lidad de mediación importuna, Rubeo obtuvo del Papa la promesa de que
Vargas habría de ser retirado y que el carmelita portugués fray Jerónimo
Tostado, antagonista de la reforma, habría de ser nombrado para
reemplazarle. Todas estas medidas aseguraban la liquidación de la reforma
en Andalucía, pero no el principal propósito de la mitigación: privar a la
reforma de su directora, de Teresa misma. Estimaron que para eso se
necesitaba algo más: un escándalo que, con excitación, pusiera en mo-
vimiento a toda España.
Teresa gozaba fama de santa y esta reputación tenía que ser
destruida. El mero hecho de que su vida y su conducta estuvieran fuera de
todo reproche no inquietaba a la malevolencia de sus enemigos. Si no
había hechos, había de contarse con la calumnia para que se llevase a cabo
la tarea. Y la calumnia realizó la engañifa y lo hizo muy bien.
Gracián había cometido grandes desatinos. No obstante Teresa no
consentía en relevarle de su cargo. Le conservaba aún como su padre
confesor y él tenía que acompañarla en sus viajes. ¿Por qué se aferraba tan
obstinadamente a este monje criminalmente insensato? La calumnia
contestaba con ingeniosa artería: Porque él es evidentemente su amante;
porque ella tiene necesidad de confesarle su amor por él; porque le es
necesario en sus excursiones de amor. En donde quiera que Teresa llegara
para fundar nuevas casa de la reforma, el rumor infamatorio se le había
adelantado y la aguardaba a las puertas de las ciudades y se interponía en
la ejecución de sus proyectos.
La próxima gira la llevó a Sevilla. La acompañaban diez de sus
monjas y el padre Gracián. Por espacio de diez días tuvieron que soportar
el abrasador calor de la España meridional. Su alimento se reducía a unas
pocas sardinas saladas, y en muchos kilómetros a la redonda no había una
gota de agua para beber. Agobiada por la sed y la fatiga, Teresa se
desplomó en un mesón a la vera del camino. Unos rufianes borrachos
ridiculizaron a las monjas y amenazaron con atacarlas, cuando un grupo de
“caballeros” con las espadas desenvainadas hicieron irrupción y rescataron
a las monjas, luego de una pequeña escaramuza. Por último Teresa y sus
acompañantes pudieron proseguir su camino y llegar, después de muchas

81
penalidades, a Sevilla.
Era Sevilla la ciudad del oro, a cuyo puerto arribaban los navíos de
México y el Perú con sus preciosos cargamentos. Los habitantes de la
ciudad no se preocupaban de otra cosa que del oro, su Dios, y del goce de
la vida, su religión. Una mujer que predicaba la pobreza, el renunciamiento
y el silencio no podía esperar ser recibida allí con los brazos abiertos. Era
natural que el rumor de sus amores cayera en terreno fértil. Toda Sevilla
estaba en contra suya. Incluso el anciano arzobispo, un cristiano bueno y
piadoso, se hallaba tan prevenido en contra de la monja, que no sólo le
negó su dispensa para un nuevo convento, sino que hasta se negó a
concederle una audiencia. A pesar de eso los enemigos de Teresa no se ha-
llaban satisfechos. Su mera presencia en Sevilla constituía un escándalo, y
el arzobispo —estimaban ellos— haría mejor en ordenar a Teresa que
abandonara inmediatamente la ciudad. Este exceso de celo hizo fracasar
toda la intriga.
El arzobispo citó a la “impostora” para informarla de la orden de
expulsión, pero en el momento que se iba, había reconocido la santidad de
ella, le había permitido que estableciera monasterios y conventos y
asegurado su sincero apoyo. Cuando el convento reformado de san José,
de Sevilla, fue consagrado, vino el arzobispo en persona a la cabeza de una
solemne procesión, y, cuando Teresa estuvo a punto de arrodillarse para
recibir su bendición paternal, él se adelantó, poniéndose de hinojos delante
de ella y suplicándole que lo bendijera con la gracia de la santidad.
Juntamente con el arzobispo, gran número de fieles de Sevilla se pasaron
al partido de Teresa, y muchas hijas de mercaderes ricos abandonaron sus
hogares llenos de comodidades para hallar refugio en el convento de la
pobreza de las monjas descalzas.
Este giro inesperado de los acontecimientos excitó el enojo de los
carmelitas calzados hasta el extremo furor. Inmediatamente planearon una
nueva intriga contra la aborrecida reformadora, sintiéndose seguros de que
ahora habrían de terminar con ella a un tiempo y para siempre. Habían
conseguido introducir subrepticiamente a una de sus secuaces como
novicia en el convento de la reforma. Un día, la hermana “descalza” huyó
del convento de San José y divulgó la horrible historia de que la “madre”
azotaba a sus monjas y escuchaba las confesiones de sus pecados como si
ella fuera su padre confesor. El último cargo era singularmente grave, pues
implicaba iluminismo, el crimen más vil a los ojos de la Inquisición.
Una mañana, cuando el padre Gracián apareció a las puertas de San
82
José, guardias montados le impidieron entrar. La madre Teresa, por quien
preguntó, había sido llevada ya bajo custodia.
El caso de Teresa tenía una significación especial, pues interesaba no
sólo a Sevilla y a los carmelitas, sino a Roma y a la propia corte real.
La Inquisición no se ahorró molestias. Volvió a examinar todos los
cargos anteriores, incluyendo las repugnantes acusaciones de la princesa
de Éboli, pues deseaba determinar de una vez para siempre si Teresa era
una deseable reformadora obediente a las resoluciones del Concilio de
Trento o una infame hereje.
Tranquila y sin temor estaba la acusada ante sus jueces, sin articular
palabra en su propia defensa. Miraba al gran inquisidor, pero no veía su
severo rostro; solo contemplaba el rostro benévolo del Señor que estaba
pronunciando sentencia sobre ella en el cielo. Y el Señor miraba
coléricamente a sus acusadores en la sala del juicio; pero cuando sus Ojos
la miraban, sonreía alentador. Teresa fue arrebatada en uno de sus
arrobamientos. Cuando éste hubo terminado, vuelto a la sala del juicio y
enfrentado de nuevo con el gran inquisidor, pareció que su visión se había
convertido en una realidad terrestre. El gran inquisidor miró airadamente a
los acusadores y volviéndose para mirarla sonrió animador, exactamente
como el Señor lo había hecho en su visión, y dijo: “Os absuelvo de todos
los cargos. Lo que habéis hecho y lo que hagáis guarda conformidad con la
voluntad de Dios. Retiraos entonces y proseguid vuestro trabajo.”
Pero aún había carmelitas calzados en el mundo que sentían la
necesidad de defender sus cómodos hábitos de servir a Dios contra los
peligros de la reforma. Y, precisamente cuando su campaña calumniosa
parecía haber fracasado definitivamente como consecuencia de la ab-
solución de Teresa por la Inquisición, súbitamente recibieron poderosos
refuerzos. El portugués Tostado, el delegado del Capítulo carmelita de
Plasencia, llegó a España para poner en ejecución las resoluciones que el
Capítulo había aprobado contra Teresa. Traía consigo varias autoriza-
ciones, que reavivaron las esperanzas de los partidarios de la Regla
Mitigada. Pareció ahora de nuevo como si sus planes fuesen a resultar
verdaderos después de todo. Le fue vedado a Teresa proseguir su labor.
Tostado la ordenó que se retirara a un convento de su elección y se
abstuviera de establecer nuevas casas de la reforma. “Fue como enviarme a
prisión”, anotó ella; y eligió el convento de san José, en Toledo. El padre
Gracián, que había convocado precipitadamente a un Capítulo de los
frailes descalzos, fue detenido por orden de Tostado. Todo pareció tomar
83
un giro favorable para la mitigación. Ormaneto, el nuncio papal en España,
muy bien dispuesto hacia la reforma descalza, murió repentinamente, y los
carmelitas calzados consiguieron inducir al Papa a que nombrara en su
lugar a Sega, el obispo de Plasencia. El nuevo nuncio asumió su cargo con
todos los prejuicios concebibles contra las descalzas. Proclamaba a Teresa
inquieta criatura y resumió sus opiniones con respecto a ella en estos
términos: “Es una mujer desobediente y obstinada, que proclama doctrinas
perniciosas so pretexto de devoción, que dejó su claustro contra las
órdenes de sus superiores, que es ambiciosa y enseña teología como si
fuera un doctor de la Iglesia, con menosprecio de la enseñanza de San
Pablo, que mandó a las mujeres que no enseñaran.” Cuanto decretaba
Tostado en nombre de la Orden carmelita era sancionado por Sega en
nombre del Papa.
Al retirarse Teresa a Toledo comenzaron a circular varios libelos en
contra suya. Pero aquella mujer estaba habituada al dolor y a los
contratiempos y no tomaba a pecho el asunto. “Estoy divertida con todo
esto —dijo—. ¡Dios perdone a estas gentes! Sin embargo, es mejor, dado
que hacen muchas acusaciones a un tiempo, que ninguno puede creer en
ellas del todo.”
Pero entonces aconteció algo que ni aun Teresa pudo recibir
fríamente, sino que la obligó a pensar en medidas inmediatas de defensa.
San Juan de la Cruz fue separado de ella y de modo que desafiaba todas las
leyes de la decencia humana. Desapareció un día, raptado y ocultado por
los carmelitas calzados. Fueron en vano los esfuerzos desesperados de
Teresa por hallarle.
Después del aplastante dictamen que el nuncio papal había
pronunciado contra Teresa en el ínterin, divulgado por toda España, no
hubo nadie dispuesto a prestarle una ayuda en su indagación: se veía ante
un frente unido de conspiradores. Entonces, obedeciendo a un repentino
impulso, se volvió a Felipe II, quien era, no solamente el rey de España,
sino al mismo tiempo el “hombre más poderoso de la Cristiandad”, y su
palabra tenía tanto peso como la del pontífice de Roma. Si ella pudiera
ganarse su apoyo, habría triunfado sobre sus enemigos, inclusive el nuncio
papal.
Como un hábil diplomático que fuera sutilmente ducho en la lucha
por el poder entre los grandes, envió una carta al rey, describiéndole en
sinceros términos las intrigas en contra de la reforma y el rapto del más
temeroso de Dios de sus seguidores, suplicando al rey que obrara como su
84
protector en la Tierra. Felipe II le respondió sin tardanza. Conocía la Vida
de Teresa y guardaba la copia de ella como un bien precioso en un
cofrecillo especial, cuya llave llevaba consigo dondequiera que fuese. En
las noches tranquilas, la Vida le había concedido a menudo el consuelo y
alivio que su alma anhelaba. ÉI, que conocía la historia de su vida, que
había leído el relato de sus visiones con admiración y profunda fe, no tuvo
necesidad de ninguna prueba ulterior para convencerse de su pureza y de la
injusticia de la causa de sus perseguidores.
Estaba acostumbrado a un ambiente de cortesanos aduladores y de
intrigantes dignatarios de la Iglesia y fue fascinado por la idea de
encontrarse con una santa. Por consiguiente, despachó a un correo especial
para invitar a Teresa a una audiencia en la corte.
Teresa emprendió de nuevo la excursión a Madrid en su tosco
carruaje sin muelles. Una nevada la detuvo por espacio de unos días en
Valladolid y, a mediados de diciembre de 1577, llegó a la residencia del
rey. El gobernante más poderoso del orbe y la representante de un reino
que no es de este mundo se encontraron frente a frente. Fue una audiencia
que se apartó también, en su forma exterior, de la acostumbrada etiqueta
de la corte. Teresa inició la conversación citando las desdeñosas obser-
vaciones que acerca de ella había hecho el nuncio papal. “Majestad —dijo
—, estáis pensando ahora: de modo que ésta es esa mujer desobediente y
obstinada que proclama doctrinas dañosas so pretexto de devoción.” Pero
el monarca pareció ser de distinta opinión, pues abandonó in-
esperadamente su actitud de afectada tiesura e hizo, como Teresa lo
describió, “la reverencia más cortés que jamás vi.”
Su petición y su respuesta fueron expresadas en muy pocas palabras.
Después que le hubo expuesto su caso y solicitado su apoyo, Felipe
inquirió: “¿Es eso todo lo que necesitáis?” He pedido mucho”, contestó
Teresa; y el rey le aseguró: “¡Entonces, quedaos en paz, pues se hará lo
que deseáis!” En aquellos momentos el rey habló como un hombre a quien
la presencia de una santa hace comprender profundamente la desventura de
su posición sobre el trono del mundo.
Cuando Felipe empezó a cumplir su promesa, obró como un
orgulloso autócrata que se resintiera de las maquinaciones que un
extranjero, el portugués Tostado, se había permitido en suelo español
contra una santa española. Mandó simplemente que este indeseable
forastero abandonara el país. Cuando Sega solicitó audiencia tuvo que
escuchar una sarta de severas reprimendas. Las primeras palabras que el
85
rey dirigió al representante del Papa fueron éstas: “Soy sabedor de la
hostilidad de los frailes mitigados para la reforma, y esto tiene trazas de
malo, pues los descalzos llevan vidas austeras de perfección. Cuidad de
favorecer a la virtud, pues la gente me dice que no sois amigos de los
descalzos.” Exigió que Sega autorizara inmediatamente una investigación
imparcial de la reforma. Al diplomático romano no le agradaba la
perspectiva de un rozamiento con el más cristiano de los monarcas y
accedió sin tardanza. La investigación imparcial demostró, fuera de toda
duda, la absoluta inconsistencia de los cargos contra Teresa y la reforma.
Hasta persuadió a Sega de que él y la Santa Sede habían sido engañados
por una malévola oposición. Entonces la propia Santa Sede puso fin de una
vez y para siempre, mediante un decreto radical, a las intrigas de los
calzados contra las carmelitas descalzas. El papa Gregorio XIII emitió una
bula que establecía la reforma, al instituir una orden separada de carmelitas
descalzos. De este modo, el movimiento de Teresa logró independencia y
no hubo nada que pudiera impedir su crecimiento ulterior.

Teresa recobró también entonces2 a san Juan de la Cruz, quien


regresó, fortalecido por el martirio de la prisión y transfigurado a los ojos
de todos los cristianos por el milagro de su huida. Los carmelitas calzados,
que le habían raptado, le tuvieron por espacio de nueve meses encerrado
en un aposento estrecho —dentro de los muros de uno de sus monasterios
—, de seis pies de ancho por diez de largo y débilmente iluminado a través
de una abertura enrejada que daba sobre un pasaje fortificado. Tenía
únicamente algunos trapos para poder dormir y su comida consistía en dos
o tres rebanadas de pan rancio y medio vaso de agua, que le fueron dados
diariamente al principio, pero poco después solamente dos veces por
semana. Desde que no se hallaba dispuesto a abjurar de su fe en la
reforma, los monjes pensaron en medidas más severas aún y le llevaron
todas las noches al refectorio para azotarle. Su enflaquecido cuerpo, des-
nudo hasta la cintura, se arrodillaba en el centro de la habitación, en tanto
que los frailes calzados, provistos de varas y cachiporras, andaban en
derredor de él como en un círculo, dando vueltas al golpearle con todas sus

2
El autor aquí comete un desliz cronológico: San Juan de la Cruz ya había sido
liberado de la cárcel mucho tiempo antes. (Nota del Editor)
86
fuerzas, hasta que sangrante y con la piel desgarrada caía inconsciente en
el suelo. Noche tras noche prosiguió la tunda, pero san Juan de la Cruz no
abjuró: “¡Zoquete insensato!”, gritaban con impotente furor sus atormenta-
dores; pero él los miraba resuelto y silencioso, pues toda esta tortura era
para él uno de los pasos de su imitatio Christi.
Y después que la ordalía concluyó, cuando su cuerpo,
lastimosamente martirizado, más muerto que vivo, yacía otra vez en la
oscura cavidad de la pared del claustro, se elevó otra vida en él
invulnerable al odio humano: vida que se transformaba en canción, en
verso y estrofa y, en él, el tormento que había sufrido se convertía en
dulzura. Y esta canción de dulzura tenía un tono que resonaba, por sobre la
vida y el dolor, en Dios. No quiso que el canto se desvaneciera y lo repitió
muchas veces hasta que estuvo indeleblemente impreso en su mente
mortal. Por espacio de diecisiete noches los frailes le azotaron, y cada
noche el azotamiento añadía una nueva estrofa a su canto. Esas fueron las
diecisiete noches que dieron al mundo las diecisiete estrofas del Cántico
espiritual de san Juan de la Cruz, el más sublime y, al mismo tiempo, el
más apasionado himno místico de la literatura española, como también de
la literatura mundial.
Los atormentadores estaban meditando nuevas formas de tortura, mas
las estrofas de la pasión divina habían sido llevadas a la perfección. Una
visión radiante atravesó la oscuridad de la prisión de san Juan. Procedía
del manto de luz de la santa Virgen, que se le apareció y le mandó que se
levantara y partiera. ¿A través de la abertura enrejada? ¿Por sobre las
paredes y techos? San Juan no dudó, ni se admiró; se limitó a obedecer la
orden de la visión de luz.
Su lastimado cuerpo se incorporó con vigor atlético; sus cansados
brazos pudieron doblar con toda facilidad las pesadas barras. Dos trapos
raídos fueron convertidos en una cuerda y San Juan se deslizó por el pasaje
hasta la pared de abajo. Entonces se dejó caer y no se hizo daño, cayendo
sobre un montón de desperdicios, no sabiendo dónde. Un perro, que había
estado procurando encontrar algo que comer, se alejó rápidamente en la
oscuridad Juan le siguió. El perro saltó una pared. Juan la escaló también y
se halló en un patio. Oyó la voz de una mujer y, yendo en la dirección de
donde ésta provenía, llegó a una casa y entró. Era el convento de las
monjas descalzas. Y mientras los frailes calzados le perseguían con
linternas, cachiporras y gritos de cólera, él se encontraba oculto y atendido
en la enfermería del convento. El visionario del cielo había soportado las

87
pruebas del mundo y ocupaba otra vez su lugar al lado de Teresa.

La santa de Ávila tenía por entonces sesenta y tres años de edad.


Cuatro años más era lo que se le concedía para extender y reforzar su
labor; últimos tiempos, como ella escribió, “de una mujer cargada de años,
buena para poco ahora, muy vieja y cansada...” Pero luego añadía: “Sin
embargo, mis anhelos son aún vigorosos.” A las enfermedades de la edad
juvenil se agregaban las flaquezas de la vejez. En medio de un deliquio
cayó al piso de abajo, al encaminarse a misa, en un día de Navidad, en el
convento de san José, en Ávila, y se quebró el brazo izquierdo. Desde
entonces no pudo vestirse ni desnudarse sin ayuda. Durante algún tiempo
estuvo casi completamente impedida y, cuando se restableció, no pudo
caminar sin ayuda de un bastón. Su estómago toleraba con dificultad
cualquier alimento. Los ataques cardíacos, de frecuencia siempre creciente,
la mantenían periódicamente inmovilizada en el lecho. “No soy nada más
que una pobre vejancona”, escribió al padre Gracián.
Y, con todo eso, los últimos años de su vida se caracterizaron por una
actividad inusitada. Continuó sus viajes y no temió ninguna penalidad ni se
ahorró ningún trabajo. Durante dichos años estuvo infatigablemente
consagrada a la tarea de dar a la reforma firmeza y permanencia. Visitó
nuevamente sus antiguas fundaciones, examinó e inspeccionó, mejoró y
corrigió. Estableció cierto número de nuevas casas de la reforma. Trató
una bien meditada constitución para la Orden y convocó el primer
Capítulo general de los carmelitas descalzos.
La enfermedad fue solamente el oscuro fondo sobre el cual resaltó
más brillantemente su resplandeciente figura. Mientras sus enfermedades
habían sido en otro tiempo la fuente terrenal de sus visiones celestiales,
resultaban ahora la piedra de toque que demostraba la preeminencia de su
voluntad sobre toda debilidad humana.
Durante un viaje de inspección fue acometida por un ataque de
parálisis en Málaga, mas, no bien se hubo recobrado a medias, prosiguió
su gira. En Toledo sufrió otro ataque. Sus compañeros le suplicaron que
descansara por unos días al menos, pero ella no quería escucharles e
insistía: “Estoy tan acostumbrada a sufrir que bien puedo soportar la
excursión.” A la mañana siguiente partió para Segovia y, de allí,
88
temblorosa por el agotamiento y siempre en su carruaje sin muelles, a
Valladolid, donde se desplomó. Sin embargo, aún continuó hasta
Salamanca y de retorno, luego, a Ávila. No prestó atención a un grave
ataque al corazón y partió hacia Palencia, donde quería establecer un
nuevo convento. En esta ciudad su estado empeoró, y ella misma hubo de
admitirlo: “Estoy muy enferma y se piensa que no puedo vivir.” Pero una
vez más partió con su pequeña caravana, para establecer en Burgos un
último convento a mayor gloria de la Orden. Ni su debilidad ni las palabras
de advertencia de sus amigos, que procurarais convencerla de las grandes
molestias que ocasionaría tal excursión en el avanzado invierno pudieron
influir en su decisión.
Acosada por los dolores, pero inmutable en su determinación y llena
de gozo al pensamiento de su nueva empresa, se había incorporado en el
coche. Alegremente dio orden de partir a los mozos de mulas. Las lluvias
torrenciales, que indicaban el paso del invierno a la primavera, habían
anegado los caminos. Los ejes de los coches se clavaron profundamente en
el lodo y, por último, los vehículos se atascaron del todo. Los viajeros
tuvieron que dejarlos atrás y proseguir el viaje a pie. Si no hubiera sido por
la “madre”, cargada de años y enferma, que andaba de una parte a otra
trabajosamente, apoyándose en los brazos de dos de sus monjas,
confortando y alentando al pequeño grupo con observaciones chistosas o
edificantes, todos ellos, al igual que sus coches, se habrían perdido en el
lodazal. Mediante esfuerzos casi sobrehumanos se abrieron camino hasta
el fin. En un punto desde donde eran visibles las torres de Burgos,
alcanzaron el río Arlanzón, que las lluvias habían convertido en un
impetuoso torrente. El puente había sido arrastrado por las aguas, pero la
“madre” no habría de retroceder, sobre todo ahora, cuando tenía a la vista
los contornos de la tierra del Cid Campeador. “Venid, que podemos —dijo
alegremente—. Si os acobardáis en vuestro camino, si morís en la ruta, si
el mundo es destruido, todo está bien, con tal que alcancéis vuestra meta.”
Y cuando vio que algunos de sus compañeros estaban indecisos todavía,
añadió confidencialmente: “El Señor, que nos ha ayudado en el lodo, nos
ayudará también a través del río.” Con estas palabras se adelantó al agua
helada. Su determinación animó a las irresolutas monjas, que la siguieron
unas tras otra por el agua. En medio de la corriente resbaló ella y una
avenida la precipitó en el río. Teresa no gritó ni se asustó, sino que
simplemente preguntó al Señor en aquel apurado trance: “¡Oh, Señor!,
¿por qué colocáis tales dificultades en nuestro camino?” Entonces el Señor
se le apareció sobre el agua y le contestó: “Es así como trato a mis
89
amigos.” Y Teresa, nunca embarazada por una respuesta, dijo con su
característico sentido del humor: “Ay, Señor mío, eso es porque tenéis tan
pocos.”
Entretanto, las monjas quedaron imposibilitadas de moverse y
perdidas en medio del río. Luego, de repente, vieron, con gran alegría y
sorpresa por su parte, la figura de la “madre”, que les hacía señas desde la
otra orilla. No pudieron explicarse más tarde cómo lograron cruzar. Todo
lo que recordaron fue que habían seguido la llamada de la “madre”. Esa
misma noche llegaron a Burgos y, a la mañana siguiente comenzaron a
trabajar para establecer un nuevo convento. Fue la última fundación de
Teresa, y ella le llamó el “Glorioso San José de Burgos”.
Al ver que la excursión a Burgos no le había sido fatal, se sintió
segura de que podría sobrevivir también a la excursión hasta Alba de
Tormes. Pero allí la abatió una hemorragia pulmonar y, esta vez, para
siempre. La primera semana observó estrictamente, a pesar de su
enfermedad, las reglas del convento, que ella misma había establecido.
Guardó las horas de oración y el ayuno; cumplió con todos sus deberes
domésticos; mas, por último, reconoció que su tarea ahora no era dominar
a la vida, sino triunfar de la muerte. Y más alegremente, más valerosa y
decidida que cumpliendo con las tareas de la vida, aceptó la jornada de la
muerte. No carecía de experiencia en el arte de morir, y la muerte misma,
la meta de su último viaje, siempre le había sido familiar. En su expe-
riencia mística de la muerte, en sus poemas extáticos sobre este tema, se
había anticipado muchas veces a su advenimiento. Para ella, cuya vida
aquí abajo había sido vivida simultáneamente en este mundo y en el
próximo, la muerte no era un arma punzante, sino simplemente el umbral
que atravesaba para vivir desde entonces y para siempre en el reino de la
Vida Eterna.
“¡Oh muerte, oh muerte! —había exclamado hacía largo tiempo—.
No sé qué habría de temer de ti, ya que estáis llena de la vida misma. Qué
felicidad pensar que no nos vamos a un país extraño sino al nuestro
propio.” Y en una de sus más hermosos poemas escribió:

“Sólo con la confianza


vivo de que he de morir;
porque muriendo el vivir
me asegura mi esperanza:
muerte do el vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero
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que muero, porque no muero.”
Si franciscana fue su alegría por la aceptación de la vida, del mismo
modo lo fue su aceptación de la muerte. Persistió hasta lo último en su
gran empeño para hacer justicia a su misión en el mundo, y cuando sus
monjas se congregaron alrededor de su lecho de muerte, se volvió a ellas y
les dijo: “Hijas y señoras mías: Perdónenme el mal ejemplo que les he
dado, y no aprendan de mí que he sido la mayor pecadora del mundo, y la
que más mal ha guardado su Regla y Constituciones. Pídoles por amor de
Dios, mis hijas, que las guarden con mucha perfección y obedezcan a sus
superiores.” Luego se volvió al otro lado y dijo a Su Maestro: “Oh, Señor
mío, la ansiada hora ha llegado al fin y mi alma se regocija en morar
contigo para siempre.”
Las últimas nueve horas de su vida en la Tierra transcurrieron en
coma y la muerte sobrevino entre las nueve y a las diez de la noche del 4
de octubre de 1582. De conformidad con el santoral fue para el mundo, en
el día de san Francisco de Asís, en vísperas de que entrara en vigor el
calendario gregoriano.

Su alma había entrado finalmente en la eterna paz de Dios, pero su


cuerpo continuaba perteneciendo a la inquietud de esta Tierra. Después
que le hubo sido permitido que descansara durante nueve meses en su
tumba de Alba, se halló su cuerpo de nuevo en su carromato rústico
marchando a lo largo de los escabrosos caminos de España en dirección de
Ávila. Esta vez el cuerpo de la santa obedecía a la autoridad del padre
Gracián, el general de la Orden de los carmelitas descalzos.
Una representación satírica se añadía a la sublime tragedia de una
gran vida; eso es, en resumen, a lo que esta excursión se asemejaba. Teresa
había muerto en Alba de Tormes, durante su postrera gira de inspección,
siendo enterrada allí; pero había nacido en Ávila, donde había sido priora
en un convento. No bien la noticia de la facultad de su cuerpo para obrar
milagros hubo llegado a Ávila, una violenta disputa se desencadenó entre
las dos ciudades acerca de cuál tenía los mejores títulos para guardar los
restos mortales de la santa. Gracián se pronunció en favor de la ciudad
natal, no sólo porque era allí donde viniera al mundo, sino también porque

91
allí el Señor se le había manifestado por vez primera, de suerte que Ávila
era la cuna de su santidad, del mismo modo que de la reforma. Pero Alba
de Tormes se hallaba en los dominios de la poderosa casa de los duques
epónimos y ellos consideraban el cuerpo de la santa como parte de su
tesoro ducal. Las gentes de Ávila, si querían obtener la posesión del
cuerpo, habrían de proceder con gran sigilo. Teresa tenía que ser robada.
Gracián puso al tanto de lo que se tramaba a la priora carmelita de
Alba, y ella, para prevenir toda posible mediación, hizo participar a sus
monjas en un servicio coral de maitines. Mientras las religiosas cantaban,
su santa taumaturga era removida de la tumba, cargada sobre una carreta y
llevada a Ávila.
No bien el cuerpo hubo sido sepultado en Ávila, comenzó a obrar
milagros. Estos fueron mantenidos en riguroso secreto, porque la casa
ducal de los Alba no debía estar informada de ellos. Del mismo modo, la
subsiguiente exhumación del cuerpo, que fue llevada a cabo por una
delegación especial de clérigos, tuvo lugar a puerta cerrada y todos sus
participantes hubieron de prometer solemnemente un absoluto silencio. A
pesar de todos los juramentos, la ciudad entera de Ávila supo, al día
siguiente, que el cuerpo, cuando fuera removido de su ataúd, no había
mostrado indicios de descomposición y que una de sus manos estaba
extendida manifiestamente cual un gesto de bendición, como si se
propusiera impartirla sobre su ciudad natal. En el tiempo que emplea un
mensajero montado en llegar de Ávila a Alba, las monjas de esta última
localidad fueron informadas de que la tumba delante de la cual se
lamentaban y rezaban se encontraba vacía y que el cuerpo de su santa
extendía la mano, en acto de bendecir, sobre la ciudad de Ávila. Por temor
a la duquesa, la priora ordenó a las monjas que guardaran absoluto silencio
sobre este asunto. Una joven hermana lega, sin embargo, que estaba
trabajando en la cocina, escuchó detrás de la puerta, mientras cocía en el
horno un pastel de cumpleaños para la protectora ducal, y al hornearlo
introdujo dentro de él una pequeña nota, en la cual se refería ampliamente
la historia entera del cuerpo robado y los milagros que había obrado en
Ávila.
La duquesa fue conmovida por el sencillo presente de sus devotas
monjas. Con su propia mano ducal cortó el pastel, mas se sintió presa de
incontenible cólera cuando leyó el mensaje con la advertencia en él
contenida. Olvidó su reunión de cumpleaños y a todos sus convidados y
salió precipitadamente de su palacio a la calle, corriendo en dirección del

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convento, en tanto que iba gritando con lastimoso acento: “¡Han robado a
mi santa! ¡Han robado a mi santa Teresa!” ¡Qué infame agravio, hasta
poner el grito en el cielo, le había sido inferido! Sin duda Teresa había
nacido en Ávila, pero en Alba había muerto y, desde aquí, ascendido al
cielo. El cuerpo de Teresa era propiedad legítima de Alba, y la duquesa no
habría de tolerar tan infame latrocinio. Envió a un correo expreso al Papa
para solicitarle que hiciera justicia al agravio que había sufrido la ciudad.
La casa ducal de los Alba era un fuerte sostén del poder romano. El Pon-
tífice ordenó que el cuerpo le fuera restituido. Para impedir toda posible
interposición, era menester obrar en el mayor secreto. El cuerpo de Teresa
tuvo que ser hurtado de nuevo. Una noche, cuando las monjas, el obispo y
toda la ciudad se hallaban profundamente dormidos, un carretón cubierto
hizo oír su traqueteo a través de la puerta de la ciudad de Ávila, al restituir
el cuerpo de Teresa a Alba.
Pero bajo el altar mayor de la iglesia de Alba, donde el cuerpo de
Teresa fue ahora enterrado, no hubo, sin embargo, ningún reposo para ella.
Muchas veces fue abierta la tumba por comisiones especiales encargadas
de averiguar si el cuerpo era realmente inalterable a la descomposición
mortal. Y pronto las noticias de sus poderes taumatúrgicos atrajeron a
devotos ladrones, que no retrocedieron en saquear su sepulcro.
No obstante, fuera de esta comedia de errores, el país y la Iglesia
hubieron de otorgar honores más elevados a la santa de la reforma
descalza. Las Cortes españolas y el rey mismo recurrieron al papa Urbano
VIII, quien proclamó entonces a santa Teresa, justamente con Santiago,
patrona de España. Entretanto, el proceso de su beatificación fue llevado
adelante favorablemente. En el año 1614, setenta galeras de la flota de
Génova, al mando del gran almirante don Carter Porin, entraban en el
puerto de Sevilla para entregar el decreto de beatificación de la seráfica
Teresa. Ocho años más tarde, cuarenta después de su muerte, la seráfica
“madre” era finalmente canonizada en compañía de Ignacio de Loyola y
Francisco Javier.

Entre los nombres de los que apoyaron la beatificación de Teresa no


están solamente los de los potentados cristianos y dignatarios de la Iglesia,
sino también el de los dos más grandes escritores españoles de la época:
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Miguel de Cervantes y Lope de Vega, pues a ella, que debía ser admitida
aquí en las filas de los bienaventurados, le había sido otorgado, juntamente
con la gracia de las visiones divinas, la gracia de la palabra escrita. Había
llevado la vida de una santa y, con el genio de un gran poeta en prosa
había sabido cómo expresar en palabras sus experiencias. Le había
acontecido lo inefable, al aparecérsele Dios en Su esencia incorpórea. Y el
poeta que había en ella encontró las palabras que la transportaron al reino
de las formas tangibles. Descubrió símiles para realidades que a nada se
asemejan, imágenes para lo que nadie concibiera y hombres para lo que le
era referido sin habla. Sus comparaciones y sus metáforas fueron
consideradas por Cervantes como “joyas de la poesía”. Fue arrebatada por
el éxtasis y, en sus arrobamientos, elevada al cielo. Y el ritmo de sus éx-
tasis y la bienaventuranza de sus enajenamientos fueron vertidos por ella
en el ritmo y la belleza de sus escritos.
Teresa de Cepeda, ahora un miembro de la comunidad de los
bienaventurados, fue un poeta de la acción y de la prosa por la gracia de
Dios. Su fama como escritora es reconocida continuamente en la historia
de las letras y subsiste a través de los tiempos, mientras su obra como
santa reformadora de la Orden de los carmelitas es simplemente un
capítulo en la historia de la Iglesia. Y, sin embargo, pretendió que todos
sus escritos, con todas sus inmortales bellezas, estuviesen al servicio de su
reforma. Ha sido amada y admirada en todas partes por los lectores de los
más diversos países, desde hace cerca de cuatro siglos, pero sus obras
fueron concebidas con toda humildad para beneficio de unas pocas monjas
descalzas.
Todo en la vida de Teresa ofrece unidad y ligazón. La visionaria no
puede ser separada de la enferma, ni la reformadora práctica de la mística
contemplativa. Así como la una fue siempre provocada y determinada por
la otra, del mismo modo hizo también que el poeta alcanzara un primer
plano por medio de la monja militante. Cuando los planes para la
fundación de su primer convento vinieron a ser conocidos y suscitaron un
furioso ataque contra ella por parte de quienes vivían entregados a la
corrupción, le mandó su padre confesor que redactara una confesión
completa, la cual iba a suministrar una información segura y detallada
tocante al curso exterior e interior de su vida. Fue este el motivo de la
primera versión de su célebre Vida. La segunda versión, la única hoy
conocida y que difiere de la primera en que contiene la historia de las
fundaciones descalzas de Teresa, la escribió a solicitud oficial del gran
inquisidor Francisco de Soto y Salazar para que sirviera de ayuda a los
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miembros del Santo Oficio en su investigación del discutido caso de la
monja disidente de la Orden carmelita. Teresa fue escribiendo esta obra
mientras era priora del convento de San José, en Ávila, después de su tarea
diaria, cuando sus monjas se retiraban a reposar. En esa época frisaba en
los cincuenta años y estaba llena de achaques. No contaba con silla, ni
mesa, ni vidrios en la ventana de su pequeña celda. Era invierno y el
penetrante viento de Castilla se hacía sentir por entre los marcos de la
ventana tapada con lonas. La vieja “madre”, que se sentaba agachándose
sobre el piso de baldosas, apoyaba el pergamino sobre el alféizar de la
ventana y escribía con gran diligencia un pliego tras otro, aunque muchas
veces apenas podía mover los dedos, dolorosamente helados. Pero ella no
habría de cejar y se sentaba allí y escribía, noche tras noche, a menudo
hasta el amanecer, frecuentemente hasta que era tiempo para ella de
levantarse y asistir a los maitines.
Durante aquellas frías noches fue escrita una obra maestra sobre el
alféizar de la ventana de la pequeña celda. No tuvo tiempo para pulirla y
depurarla, quitarle los errores gramaticales y corregir la puntuación. El ma-
nuscrito entero de la Vida, tal como se conserva ahora en El Escorial, no
muestra sino catorce correcciones; pero tales defectos están más que
compensados por sus méritos literarios, que ninguna otra obra
autobiográfica de la literatura mundial puede reclamar para sí, acaso con la
única excepción de las Confesiones de san Agustín.
La penetración del análisis de sí misma asombra a los psicólogos
modernos e indujo al gran filósofo danés Haroldo Hoeffer a colocar a santa
Teresa entre los fundadores de la psicología actual. La exacta relación de
su enfermedad no es sobrepujada, pese a su concisión, por ninguna
moderna patografía y, aparte de Dostoievski, ningún genio creador ha
igualado a esta santa analizadora de sí misma, del siglo XVI, en su
magistral conocimiento de la dependencia funcional mutua de la
enfermedad y de los poderes creadores. Sin embargo, todas estas cua-
lidades de su obra surgen simplemente del esfuerzo de una monja temerosa
de Dios por presentar a su confesor y a sus jueces una narración de los
hechos, en la que nada es ocultado ni paliado. Quien se manifiesta hon-
radamente, se manifiesta plenamente. Y así surge de la Vida de Teresa un
cuadro completo y vivaz de su carácter: una personalidad extraordinaria,
una mujer rebosante de vida, de gran resolución, buen humor y fina
sensibilidad. Y precisamente estos rasgos de su carácter se presentan
también en sus más de cuatro centenares de cartas, en verdad
encantadoras.
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La confesión de su vida fue escrita para su confesor y la Inquisición y
para nadie más. Su segunda obra fue concebida para sus monjas.
Inmediatamente después de terminar su Vida, comenzó a trabajar en su
Camino de perfección, donde muestra el camino que ella misma había
descubierto, después de muchos errores y sufrimientos. Teresa, que había
aprendido por medio de la experiencia, enseña a la inexperta paso a paso el
camino que lleva de la oración vocal a la oración mental, de la meditación
a la contemplación, del ascetismo físico a la forma más elevada del
ascetismo espiritual, a los límites extremos de la existencia humana, donde
el segundo reino comienza, en el cual el Señor mismo da la bienvenida al
peregrino. Aunque había sido exaltada a la noble orden de la santidad por
la gracia de Dios, su concepción de la gracia, del mismo modo que la de su
contemporáneo san Ignacio de Loyola, fue profundamente democrática, y
ella entendió que la perfección es asequible para quienquiera que se
esfuerce sinceramente en alcanzarla. Aconsejó a sus monjas que no
buscaran sino lo más elevado: “Dios os libre, hermanas, de decir cuando
hayáis hecho algo que no es perfecto: ¡No somos ángeles, no somos
santas! Aunque no lo somos, es el remedio mayor creer que con la ayuda
de Dios podemos serlo. Esta clase, de presunción quiero ver en esta casa”.
Y en otra parte: “Por donde se entiende, cuál es su voluntad. Así que estos
son sus dones en este mundo. Va conforme al amor que nos tiene. A los
que ama más da estos dones; mas a los que menos, menos, y conforme al
ánimo que ve en cada uno, y el amor que tiene a su Majestad. Quien le
amare mucho, verá que puede padecer mucho por Él; al que amare poco,
dará poco. Tengo yo para mí, que la medida del poder llevar gran cruz u
pequeña es la del amor”.
Teresa, que se había transformado y transfigurado por los ejercicios
de oración, comunicó, en su Camino de perfección, su conocimiento a las
monjas. Sus instrucciones culminan en su discusión de la Oración del
Señor, en la que llega a hacer que sus lectores participen del total poder
animador de esta oración.
La fantasía sorprendente, la originalidad de las comparaciones, la
elocuencia apasionada, que son las cualidades literarias de tal obra, fueron
consecuencia del empeño práctico de una priora por mostrar a sus monjas
el camino de la perfección. Su experiencia mística de Dios, sin embargo,
no podía ser transmitida por medio de la más convincente interpretación,
por la más exacta descripción en prosa, y al querer, no obstante,
compartirla con sus monjas, descubrió al efecto, para beneficio de ellas, la
forma poética de sus himnos. De este modo fueron concebidas sus más
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hermosas poesías, las “Meditaciones del alma a su Dios”, y sus exquisitos
“Cánticos espirituales”.
En 1577, diez años después de terminado Camino de perfección y
cinco antes de su muerte, Teresa escribió en Toledo su tercera y última
obra mayor: El castillo interior o las Moradas. De este modo, la historia
de su alma forma como una trilogía; son complementadas las místicas
instrucciones de la directora de las carmelitas descalzas; y el arte singular
del análisis constructivo de la autora alcanza consumada y clásica
perfección. Esta obra, como las anteriores, la escribió a requerimiento y
para beneficio del movimiento de la reforma. Su confesor, el padre
Jerónimo Gracián, quien entretanto había sido nombrado general de la
Orden de los carmelitas descalzos, le ordenó que diera forma sistemática a
las experiencias místicas de su unión con Dios, a fin de que pudiese servir
para la instrucción de las monjas.
Por mandato de uno de sus más antiguos confesores de Ávila, Teresa
había referido en su Vida la verídica y detallada historia de la gracia de
Dios y sus visiones; en Camino de perfección había mostrado a sus monjas
el itinerario de la oración, que ella misma había emprendido hacia Dios. Y
ahora el padre Gracián solicitaba de ella una relación sistemática de su
reino interior de Dios. Tenía un sutil conocimiento del penoso desacuerdo
entre la experiencia del éxtasis y la interpretación verbal del mismo.
“Algunas —escribe— son tan sublimes, que no es propio para el hombre,
mientras vive en este mundo, comprenderlas de un modo que pueda ser
referido; cómo ésta que llamamos unio mystica se realiza y lo que es, yo
no sé referir. La teología mística lo explica, y yo no conozco los términos
de la ciencia; ni puedo comprender lo que la mente es, ni cómo difiere del
alma o del espíritu tampoco.”
Cuando el padre Gracián le pidió que escribiera El castillo interior,
arguyó ella: “¿Por qué me necesitáis para escribir? Dejad a los hombres
doctos que escriban, que ellos han estudiado, pues yo soy una boba y no
sabré lo que estoy diciendo: emplearé una palabra en lugar de otra, y haré
agravio. Hay abundancia de libros sobre estas materias. Por el amor de
Dios, quiero que me permitáis hilar mi lino, seguir mis tareas domésticas y
deberes religiosos, como las demás hermanas, pues no soy apta para
escribir”. Y cuando cedió y comenzó su trabajo con espíritu de obediencia,
empezó diciendo: “Estando hoy suplicando a nuestro Señor hablase por
mí, porque yo no atinaba cosa qué decir, ni cómo comenzar a cumplir esta
obediencia, se me ofreció lo que ahora diré, para comenzar con algún

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fundamento; que es, considerar nuestra alma como un castillo todo de un
diamante, o muy claro cristal, a donde hay muchos aposentos, ansí como
en él cielo hay muchas moradas”.
Aparte de la dificultad intrínseca del asunto, las circunstancias bajo
las cuales comenzó este trabajo fueron las más desfavorables que pudieran
haberse imaginado, pues el año 1577 figura entre los más penosos de su
vida. Fue un año de luchas desesperadas, que se vio obligada a sostener
con las manos atadas. Sus adversarios, Tostado y Sega, asestaban golpe
sobre golpe contra la reforma; la Mitigación hacía circular libelos
calumniosos en contra de la desventurada monja; era desterrada a su
convento de Toledo y condenada a limitar su lucha por la reforma a la letra
escrita. El 2 de junio comenzó a escribir El castillo interior, pero dos
semanas después hubo de interrumpirlo y sólo pudo reanudar su trabajo a
mediados de noviembre.
Todas estas vicisitudes fueron agravadas por la enfermedad. Una
epidemia de gripe, que se había extendido por toda España, quebró el
poder de resistencia de Teresa y, cuando finalmente se restableció, su
antiguo mal retornó con acrecentada violencia.
“Pocas cosas, que me ha mandado la obediencia —dice en El castillo
interior— se me han hecho tan dificultosas, como escribir ahora cosas de
oración; lo uno, porque no me parece me da el Señor espíritu para hacerlo,
ni deseo, lo otro, por tener la cabeza tres meses ha con un ruido, y flaqueza
tan grande, que aun a los negocios forzosos escribo con pena.” Y en otro
lugar añade: “Paréceme como si muchos ríos embravecidos estuviesen
dentro de mi cerebro arrojándose sobre un precipicio; y luego, otra vez,
ahogadas por el ruido del agua, son voces de pájaros que cantan y silban.
Fatigo a mi cerebro y acreciento mis dolores de cabeza al procurar
obedecer.”
Sin embargo, no, bien hubo comenzado a escribir, realizó lo
imposible, y se ingenió para referir los acontecimientos divinos que había
presenciado en sus visiones. La locución adecuada para comunicar lo
inexpresable llegó con natural precisión; la diferencia entre los diversos
tipos de visión fue afirmada y expuesta por esta humilde e indocta monja
con tanta lucidez, que los eruditos la han comparado después a la del gran
pensador escolástico santo Tomás de Aquino. Todas las incomodidades
externas se desvanecieron; el mundo entero de los acaecimientos
exteriores desapareció mientras escribía El castillo interior. Incluso la
interrupción de los cinco largos meses y la lucha que la reforma le había
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impuesto, pareció durar sólo un segunda. Cuando de nuevo reanudó su
trabajo, fue como si continuase escribiendo en un nuevo pliego. El bramar
de los ríos que se precipitaban impetuosos, el canto y el silbo de los
pájaros en su cabeza, fueron acallados tan pronto como empezó a escribir
acerca de la verdad divina y el sentido de toda creación. Aunque todos los
males físicos la torturasen, la monja que estaba describiendo el tesoro de
su alma, no sentiría el dolor de su cuerpo. Pero entonces, ¿era realmente
una monja achacosa e indocta la que se sentaba allí a escribir? ¡El éxtasis
escribía por ella! El éxtasis, que conoce todas las palabras y símiles, que
tiene poder para expresar lo inefable, que sabe más tocante a la distinción
entre las diversas especies de visión que los doctores más doctos de la
Iglesia. Y semejante éxtasis no es cosa de este mundo. Las persecuciones
no pueden perjudicarlo; las aguas que se precipitan y el gorjeo de los
pájaros no pueden ser un impedimento o molestia. Tal éxtasis fue el que
guió la pluma de Teresa al escribir El castillo interior en cuatro semanas.
Hay la leyenda de que una monja entró cierta vez en la celda de
Teresa para darle un mensaje y halló a la “madre” sentada frente a un
pliego de pergamino en blanco. La santa no se percató de que alguien
había entrado y la monja reparó que ella estaba en un rapto ultraterrenal.
Cuando Teresa se recobró nuevamente el pliego se hallaba cubierto por
completo con su vigorosa escritura. En una de las cartas a su hermano
Lorenzo, describió Teresa este período extático de su vida con su
característico estilo personal: “Ando rodando estos días como un borrachín
por los caminos.”
El 29 de noviembre de 1577 la obra estaba concluida. “Aunque
cuando comencé a escribir esto que aquí va, fue con la contradicción, que
al principio digo, después de acabado me ha dado mucho contento, y doy
por bien empleado el trabajo, aunque confieso que ha sido harto poco... Si
algo hallardes bueno en la orden de daros noticias de Él, creé
verdaderamente, que lo dijo Su Majestad por daros a vosotras contento, y
lo malo que hallardes, es dicho de mí.”
La “madre”, cuyo único interés en la vida fue mostrar a sus monjas el
camino hasta Dios, escribió este libro, también, como afirma, “solamente
para mis hermanas; la idea que algún otro pudiera beneficiarse de ello,
sería absurda”. Pero no bien hubo Luis de León, uno de los más grandes
poetas del Renacimiento español, publicado su obra por mandato del rey,
la fama la llevó inmediatamente en sus alas. Y la fama rectificó su
humildemente equivocado juicio e incorporó la obra, que fuera escrita para

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las monjas, a tesoro de los bienes inalienables de la humanidad.
Inmortalizada por la posteridad, la “madre” de un convento español
llegó a ser la madre seráfica que en ella vemos hoy. Sus descendientes
espirituales se hicieron más numerosas a medida que transcurrían los
siglos. A las filas de sus hijas descalzas se incorporaron Papas y teólogos,
grandes poetas y pensadores. La verdad de sus enseñanzas no ha sido
debilitada por los siglos de pensamiento científico. Es la madre seráfica,
hoy como ayer y mañana, para todos quienes desean exceder lo efímero
del yo y el mundo, para emprender el camino de perfección hacia Dios.
Pero lo que hizo a la “madre” de Ávila la madre seráfica del gran
chorus mysticus es principalmente su maternidad. En sus escritos es una
madre que conduce, con manos amorosas, al novicio hasta los últimos
arcanos de Dios. Teresa no sólo conoció el camino, sino que lo recorrió
como una conductora afectuosa y maternal que alienta a los demás a
seguirle.

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