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A Mons.

Settimio Todisco, Arzobispo emérito de Brindisi-Ostuni, en el


50º aniversario de su ordenación episcopal. No conozco a nadie más
firme y creíble. Estas páginas nacen de palabras pronunciadas a pocos
pasos de él.

PRÓLOGO

Firmes y creíbles, ejercicios de fidelidad cotidiana, es un libro


que surge a partir de las reflexiones recogidas en la comunidad
monástica que se reunió, durante varios días de formación, en Ostuni
(Brindisi) durante el mes de julio de 2019.
Desde las primeras líneas, la propuesta espiritual aparece como
un profundo y preciso recorrido, útil para el crecimiento espiritual de
todos, sea cual sea el estado de vida que cada uno está llamado a vivir.
Se propone la fidelidad cotidiana como un estilo que hay que
adoptar y poner en práctica día tras día, aprendiendo de los errores y
de las decisiones, pero sobre todo de los acontecimientos, hermosos o
desagradables, previstos o imprevistos, que la vida nos ofrece.
Ninguno de nosotros está confirmado en la gracia. La fidelidad
al proyecto de amor que el Padre tiene para nosotros, es una respuesta
que ha de dar cada uno, sin ceder al desaliento, sin hacer inútiles y
peligrosas mistificaciones o espiritualizaciones de la realidad.
Todo lo que ocurre nos interpela para que seamos
interlocutores fieles de Aquel que es el fiel, la Piedra angular que rige
nuestra vida y toda la historia del mundo. Firme y creíble es Aquel que
nos llama y sobre cuyo amor cimentamos hoy nuestra respuesta de
vida auténtica.
Por esto creemos que las reflexiones propuestas por don Luigi,
a las hermanas del Monasterio benedictino de Ostuni, son perlas
preciosas para la vida de fe de todos nosotros, dedicados diariamente a
tomar decisiones evangélicas sea cual sea nuestra opción de vida: en
familia, en comunidad, como solteros.

¡Feliz ejercicio!

¡SE BUSCAN RELACIONES SUSTANCIALES!

Siempre que la providencia me pone en contacto con la vida


consagrada y, aún más, con la vida monástica, tengo la gran
oportunidad de palpar con mis manos aquello que Jesús definió en el
Evangelio como «lo esencial», aquello que no se nos arrebatará. Jesús
entra en casa de Marta y María y, ante la experiencia de estas dos
hermanas, señala lo esencial en una actitud de María. No dice que
María sea mejor que Marta, sino que María ha tenido una intuición que
Marta, en su afanoso trabajo, aún no ha alcanzado. Al final de la
«historia», tal como la narra el evangelio de Juan (cf. Jn 11,20-27),
encontraremos a una Marta convertida pero que sigue siendo siempre
Marta. Unos días antes del inicio de la Pasión, Jesús fue a Betania.
Volvemos a encontrarlo en casa de los tres hermanos, Marta, María y
Lázaro (cf. Jn 12,1-8). Tras ellos, un escenario de personajes
convertidos. Jesús estaba a la mesa y Lázaro era uno de los que se
sentaban con Él.
En el pasaje anterior (cf. Jn 11,1-44) la mayor «contribución» de
Lázaro fue morirse. Ahora lo encontramos vivo y sentado a la mesa.
María, que se había «limitado» a lo esencial -la escucha- que hace
ahora un gesto maravilloso, de un misticismo extraordinario: rocía los
pies de Jesús con un ungüento que impregna de perfume toda la casa.
Marta está sirviendo la mesa, pero esta vez no ha perdido de vista lo
esencial: no ha perdido de vista a la persona por la que se afana, por la
que trabaja.
En la Iglesia no hay vocaciones mejores ni peores; cada uno de
nosotros tiene su propio puesto. A veces somos Marta, otras veces
somos María. Pero no hay garantía de que ocupar el puesto de Marta o
de María nos permita estar haciendo lo correcto o lo equivocado. La
pregunta que hemos de hacernos a nosotros mismos es: ¿al vivir
nuestra vocación nos hemos convertido? Es decir, preguntarnos si
nuestra vocación está cimentada en Cristo, si tiene su centro en Él. Esto
hace del monaquismo un monaquismo santo, y de cada vocación una
vocación santa. Puede que se trate de un monaquismo que no esté
centrado en Cristo, y que quizá conserva todas las características, por
ejemplo, de la vida contemplativa, de la vida consagrada, de la vida
religiosa... pero ha perdido de vista lo esencial.
Hay además otra pequeña tesela que añadir. ¿Sabéis cuál es el
riesgo de María? Nos damos cuenta cuando el Evangelio nos narra una
dificultad. Lázaro enferma y poco tiempo después muere. Jesús tarda
en llegar. Y precisamente este retraso hace que suceda lo irremediable:
si Jesús hubiera estado allí... Pero Lázaro muere, y ante la muerte no se
puede hacer nada ya. Ante la trágica experiencia de la muerte del
hermano, ¿quién va al encuentro de Jesús? ¿Marta la activista o María
la contemplativa? Marta. La contemplativa María, precisamente por
este rasgo suyo, cae en una tentación: la depresión, es decir,
permanecer atrapados en la angustia, en la tristeza. Y esto es porque la
vida contemplativa, o quien tiene una actitud de contemplación, tiene
también una sensibilidad muy especial. Esta sensibilidad puede ser una
bendición, pero si no sabemos gestionarla, puede transformarse en un
gran problema. Por tanto, hemos de estar siempre muy atentos
cuando decimos (o simplemente pensamos) que estamos en el lado
correcto o equivocado tan solo por un hábito, o por un puesto que
ocupamos.
Podemos decir que nos encontramos en el lugar adecuado solo
cuando nos hemos convertido, cuando nuestra mirada está centrada
en Cristo. Él es lo esencial que hemos de poner en el centro de nuestra
vida y de la Iglesia. Vosotras estáis en la parte más oculta, que por eso
es también la más valiosa. De hecho, el Evangelio propone una
perspectiva completamente diferente respecto a la del mundo. Pensad
en el profeta Samuel (cf. 1Sam 16,1-13): tiene que ir a Belén para
buscar al sucesor de Saúl. Va a casa de Jesé, pero cuando está delante
de los hijos del betlemita empieza a mirarlos con «ojos puramente
humanos». Su atención se centra directamente en el primogénito. «El
Señor», piensa, «no puede no escoger a un primogénito».
Por lo general es así como se escoge al rey. Pero ante la
hermosura, el porte y la fuerza de este joven, Samuel siente que Dios le
dice: «El hombre no ve lo que Dios ve; el hombre ve las apariencias, y
Dios ve el corazón» (cf. 1Sam 16,7). Así, hay también una Iglesia visible,
una Iglesia que hace ruido, que aparece en los periódicos, que habla
por medio de las redes sociales; una Iglesia en primera línea. Pero no
es la porción de la Iglesia más valiosa. La parte más valiosa, la que está
oculta, la de las raíces, es la Iglesia que ora, la Iglesia que intercede,
que siente que ha de ser la levadura que hace fermentar la masa. A la
levadura no se la ve. Está dentro de la masa para hacer que fermente.
Así, vosotras sois la porción preciosa de la Iglesia.
Partimos entonces de estas premisas para ir al núcleo de la
palabra «fidelidad». Una palabra que, junto a otras dos palabras clave
--«ordinario» y «extraordinario»-, compromete muchísimo.
Entramos pues en estas palabras, porque solo si precisamos su
naturaleza y su significado podemos dejarnos interpelar por la Palabra
de Dios.
La necesidad de relaciones de confianza
Si tuviéramos que dar una definición de «fidelidad» tendríamos
que decir que la fidelidad es la confianza de las relaciones. Puedo
entender qué es la fidelidad cuando vivo una relación de confianza.
Todos necesitamos fundamentalmente relaciones de confianza;
nuestra vida es una constante búsqueda de puntos de apoyo. Entonces
la pregunta que tenemos que responder es: ¿De quién me puedo fiar?
¿En quién puedo confiar? ¿Sobre qué puedo cimentar mi propia vida?
¿Qué hay de fidedigno en mi vida? ¿Qué es digno de confianza?
Responder a estas preguntas es un paso importante en la vida
espiritual de cada uno de nosotros, de cada bautizado. Solo cuando
hayas averiguado qué es de fiar, quién es digno de confianza, podrás
basar en ello tus decisiones, tus opciones, tu vocación. Si no
encontramos en nuestra vida nada en lo que confiar, nuestra propia
vida será precaria, no tendrá nada seguro en lo que cimentarse.
De ahí que la palabra «fidelidad» sea una palabra preciosa. Y se
sitúa delante de cualquier otra reflexión, porque nos lleva a meditar
sobre la relación de confianza por excelencia.
Con frecuencia ponemos como punto de partida en un
itinerario formativo una página bíblica. Pero el Señor abre para
nosotros la extraordinaria página de nuestra historia, de nuestra
humanidad. Y nosotros hacemos la lectio divina de las Sagradas
Escrituras, no porque pensemos que Dios está oculto solo dentro de
esos textos sagrados, sino porque cuando hacemos la lectura de su
Palabra, sea del modo que sea, nos damos cuenta de que podemos leer
también nuestra historia, nuestra vida, esa página extraordinaria de la
Palabra de Dios que Él escribe en nosotros, a través de la vida de cada
uno de nosotros. Y así como somos capaces de tomar una página del
evangelio de Juan y conseguimos comprender qué nos está diciendo el
Señor, también debemos tomar una página de nuestra vida y entender
qué nos ha dicho el Señor. Pero, a menudo, al igual que el Evangelio,
tampoco nuestra historia nos resulta inmediatamente clara, al
contrario...
Una de las tentaciones que experimentamos cuando leemos la
Palabra de Dios, y sobre todo cuando leemos el Evangelio, es pensar
que el Evangelio quiere contarnos simplemente una historia de la que
se extrae una moraleja. Y así, por ejemplo, si alguien escucha el pasaje
de la multiplicación de los panes y los peces, queda deslumbrado por el
hecho de que Jesús tome unos pocos panes y unos pocos peces, los
bendiga y los distribuya para dar de comer a una multitud hambrienta.
Pero el sentido de esa página evangélica no está en lo que impresiona
de inmediato, sino en todos los detalles ocultos. Por eso quien lee-
escucha la Palabra de Dios debe convertirse en experto no de la
narración, sino de los detalles que la Palabra contiene. En el fondo,
Dios nos habla siempre a través de aquellos detalles que no parecen
ser importantes y que, sin embargo, son los más determinantes.
Y lo mismo ocurre en nuestra vida. Pensemos cuando tenemos
un problema, alguna dificultad. ¿Qué es lo que primero nos llamará la
atención en ese día? Pues naturalmente el problema que estamos
viviendo, la dificultad que tengamos. Sin embargo, no conseguimos
mirar más allá, ver lo que acompaña a esa historia; no conseguimos
destacar ese detalle que podría ayudarnos a dar una clave de lectura a
esa dificultad que tenemos ante nosotros. Dejamos que nuestra
atención se vea atraída por el problema, pero no logramos ver esos
detalles que Dios pone dentro de esa historia para decirnos que,
precisamente a través de ella, nos estamos haciendo santos.
Dios nos enseña constantemente que en la vida lo importante
no es tanto lo que se vive, sino cómo se vive. Lo más importante no es
el resultado, sino los frutos, que no son lo mismo que los resultados. El
propio Jesús afirma que al árbol se le reconoce por sus frutos... Hoy,
incluso en la Iglesia, solemos confundir los resultados con los frutos, los
números con los frutos. ¡Pero son cosas diferentes! Lo cierto es que el
Señor nunca dio importancia a los números. En cambio, dio una gran
importancia a la calidad de las cosas. Cuando el rey David quiso censar
a su pueblo, Dios lo castigó, porque de ese modo pensaba poder
controlar con números lo que Dios estaba haciendo por su pueblo,
Israel (cf. 2Sam 24,1-14). Reflexionar sobre la realidad pensando en los
números es señal de posesión.
A nivel eclesial estamos viviendo un momento de crisis, pero no
debemos dejarnos asustar ni desalentar. Con frecuencia las crisis
esconden una inmensa Gracia. No obstante, debemos vivir con
profunda fe. Pensad por ejemplo en los difíciles tiempos de las
persecuciones que sufrió la Iglesia; lamentablemente es una realidad
aún muy presente en diversos lugares del mundo: los cristianos se
veían obligados a descubrir las cosas importantes, lo fundamental. La
pobreza de recursos -incluso humanos- que estamos experimentando
nos empuja -o nos obliga- a estar juntos, a aprender una comunión -
también de carismas- que normalmente no experimentaríamos. Hay,
pues, una lección que aprender también en los momentos difíciles que
estamos viviendo: no debemos resignarnos ni debemos leer lo que
ocurre solo de forma negativa. Siempre hemos de tener en la fe una
clave de lectura capaz de ahondar e ir más allá de toda adversidad.
Entonces, si la vida contemplativa, la vida monástica, la vida
religiosa y toda opción de vida en este momento histórico están
pasando por un momento de crisis, tenemos que preguntarnos: «¿Qué
nos está diciendo el Señor?». No debemos limitarnos a sufrir o tratar
de frenar la adversidad. Estamos llamados a hacer lectio divina de la
crisis. Hemos de escuchar lo que el Señor quiere decirnos en las
circunstancias en que nos encontramos en nuestra vida. Solo si
logramos captar la voz de Dios que habla a través de los
acontecimientos podemos encontrar los verdaderos frutos. ¿Y cómo se
manifiestan los frutos? Dice san Pablo que los frutos del Espíritu son
alegría, paz, benevolencia, mansedumbre, continencia. En una palabra:
amor (cf. Gál 5,22).
En cambio, cuántas veces las adversidades que vivimos nos
arrebatan la paz, nos arrebatan la alegría y crean en nosotros la
ansiedad y la preocupación. ¡Debemos recuperar los frutos! Debemos
dejar que el Señor extraiga de nuevo de nosotros los frutos del Espíritu.
Y esto puede suceder si simplemente dejamos de derrochar nuestra
existencia y comenzamos a mirar de manera más profunda los
acontecimientos que estamos viviendo. Solo partiendo de nosotros
mismos conseguiremos comprender qué está haciendo el Señor con
cada uno de nosotros.
Precisamente es en el alma humana, en la parte más profunda
de cada uno de nosotros, donde reside el deseo de encontrar una
relación estable. Cada uno de nosotros, en su propia vida, busca una
relación digna de confianza. El motivo por el que tomamos decisiones
importantes, por el que ingresamos en una congregación o en un
monasterio, por el que escogemos un estilo de vida radical, está
precisamente en la búsqueda de algo digno de confianza; esta es la
razón por la que yo decidí entrar en el camino del sacerdocio, el motivo
por el que un hombre se casa con una mujer o una mujer se casa con
un hombre... Llega un momento de nuestra vida en que no podemos ya
seguir avanzando y dando palos de ciego: necesitamos un «punto»
seguro sobre el que sustentar nuestra vida. Esta es la base de toda
vocación bautismal. Solo cuando nos reconciliamos con esta necesidad,
comenzamos a entender un poco más la obra de Dios en nosotros.
Con esta necesidad debemos reconciliarnos. Con frecuencia el
mundo nos enseña lo contrario. Nos dice que hemos de aprender a
bastarnos por nosotros mismos; que debemos aprender a no necesitar
de nadie; que tenemos que aprender a ser autosuficientes, a no tener
que apoyarnos en nadie. El sentido común nos enseña a creer que nos
convertimos en personas adultas y maduras cuando ya no necesitamos
apoyarnos en los demás, en las relaciones, en el mundo que nos rodea.
Pero esta es una de las tentaciones más grandes. El mal engaña a la
persona: le hace creer que es libre cuando no necesita a nadie. El
infierno está empedrado con esta mentalidad. Es la mentalidad de la
autosuficiencia que, de manera radical, extrema, llega a afirmar: «Si no
necesitas a nadie, entonces tampoco tienes necesidad de Dios; es más,
sé tú tu propio Dios».
Así, de forma muy lógica y con pasos muy seductores, el mal
nos lleva a una especie de autosuficiencia que al final nos destruye. En
cambio, a través de nuestra vocación, y gracias a determinadas
decisiones, nosotros mostramos la lógica de Dios. Hacemos ver que las
cosas importantes de la vida no podemos otorgárnoslas solos. El amor
es algo que solo podemos aceptar. La fe es algo que solo podemos
recibir. Sentirnos protegidos es algo que solo podemos recibir.
Sentirnos «de alguien» es algo que solo podemos recibir. No podemos
darnos a nosotros mismos una pertenencia, necesitamos a alguien que
nos proporcione una pertenencia. Individualmente no podemos darnos
amor, necesitamos a alguien que nos ame. Llegamos a ser plenamente
humanos cuando nos reconciliamos con esta carencia que nos habita.
Yo tengo necesidad del otro, no puedo excluir al otro de mi
vida. Y cuando lo hago, me condeno al infierno con mis propias manos.
Según vosotras, ¿es más fácil vivir con los demás o a solas?
Obviamente me diréis: a solas. Es verdad, es más fácil, pero no da
ninguna felicidad. La felicidad tiene siempre un precio alto. Pero se
experimenta cuando entran en juego las relaciones. Por eso Jesús,
cuando proclama el Evangelio, no se limita a un anuncio hecho de
palabras, sino que crea inmediatamente en torno a sí un entramado de
relaciones; casi como queriendo decir: nadie puede entender el
Evangelio si no es a partir de las relaciones.
Al final de su vida, Jesús, antes de sentarse a la mesa para la
Última Cena, lava los pies a sus discípulos y deja este gesto como
declaración solemne: tal como lo he hecho yo, hacedlo también
vosotros, los unos a los otros.
En cambio, ¿qué nos sugiere el demonio? ¡Vosotros no hagáis
eso! Que cada uno se lave sus propios pies, es decir, que cada uno viva
replegado sobre sí mismo, concentrado en arreglar sus propios
intereses, su propia salud.
Si percibimos una carencia, nos replegamos sobre nosotros
mismos. Si tenemos algún problema, nos replegamos sobre nosotros
mismos. Si hay algo que no funciona, tratamos de resolverlo por
nuestra cuenta.
El Evangelio dice lo contrario. Si te falta algo, tu hermano puede
dártelo. Solo la persona que tienes a tu lado puede darte lo que te
falta: todo lo que importa en la vida solo podemos recibirlo.
Todo sacerdote se da cuenta de ello, de forma más evidente,
cuando administra el sacramento de la reconciliación: puede absolver a
todos de sus pecados, incluso al Papa; pero no puede absolverse a sí
mismo. El perdón fraterno solo puede ser recibido.
Por tanto, si no hacemos las paces con la necesidad profunda
que tenemos del otro, pasaremos toda la vida tratando de
emanciparnos de los demás, de encontrar una distancia de seguridad
respecto a los demás para no tener problemas, pero no habremos
comprendido lo esencial. Solo si nos comprometemos con los demás
empezaremos a comprender el Evangelio.
¿Cuál es entonces la clave de lectura de nuestras propias
decisiones, de nuestra propia vida?
La fraternidad. Sin fraternidad no tendremos las letras
apropiadas para poder comprender lo que el Señor está haciendo en
nuestra vida. De hecho, mediante el realismo de la relación fraterna,
con sus límites y sus posibilidades, el Señor nos da la capacidad de
comprender plenamente qué está haciendo con cada uno.
Hace tiempo fui a una ciudad para celebrar un bautizo y
aproveché para visitar a una familia, una pareja de amigos que había
casado yo hacía unos años y que ahora tenían problemas. ¿Y sabéis
cuál era el problema? Es el problema de quien, en cierto momento, se
da cuenta de que el matrimonio no es un paseo, de que vivir con una
persona al lado no es sencillo, de que la persona que se tiene enfrente,
con mucha frecuencia, no se adecúa a tus expectativas, de que la
persona que tiene al lado es mucho más que tus expectativas.
Pero, ¿qué es el amor?
Es decidir amar a una persona, sobre todo cuando defrauda tus
expectativas y no solo cuando coincide con ellas. Si amas a una persona
solo porque se ajusta a lo que esperabas, entonces tan solo te estás
amando a ti mismo; estás amando «algo» que tú quieres, no algo o a
alguien que se te confía, que es más grande que tú.
Cuando nos cuesta trabajo la vida fraterna, o las relaciones de
pareja, no significa que nos hayamos equivocado de vocación, sino que
por fin estamos en las condiciones adecuadas una decisión. Acoger a la
persona que tengo a mi para tomar lado y que no cumple mis
expectativas, que se muestra en su debilidad, en su fragilidad, hace
transparentar mi propia decisión. Y en este amar es donde se ve si mi
decisión ha sido auténtica o no.
Siempre nos asusta el esfuerzo que atraviesa y marca nuestras
experiencias vocacionales. Pero tener que esforzarse no significa
haberse equivocado. ¡Al contrario! Precisamente el esfuerzo que
elegimos vivir nos dice que estamos trabajando, incluso sobre nosotros
mismos; nos dice que es- tamos en el lugar adecuado haciendo lo
adecua do. El mismo Jesús lo afirma en el Evangelio: «Porque si amáis a
los que os aman, ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen eso mismo los
publicanos?» (Mt 5,46); que traducido significa: a todos se nos da bien
amar cuando yo te doy una cosa y tú me das otra a mí. ¡Es un negocio
perfecto! Pero el «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os
persiguen» (Mt 5,44) eleva la apuesta.
¿Sabéis qué piensa el mundo del que pone la otra mejilla? ¿Del
que, si le roban la túnica, deja también el manto? ¿Del que camina dos
kilómetros con quien le ha obligado a caminar uno? Es fácil imaginar
qué se piensa de alguien que se comporta de este modo... Y, sin
embargo, para nosotros este comportamiento es la clave de lectura de
todo.
Comprometerse en una relación, comprender que en las
relaciones fraternas entra en escena lo mejor de nuestra vocación -
sobre todo cuando nos cuesta trabajo, es precioso, porque así es como
confirmamos nuestra opción de vida; y así es como continuamos
tomando decisiones en nuestra vida. Es importante decirlo. Si bien, por
un lado, en efecto, todos buscamos una relación de confianza sobre la
que cimentar nuestra vida, por otro lado, antes de la confianza
encontramos los problemas... y muchos. Entonces, ¿cómo
conseguiremos mantener unidos por un lado el deseo de confianza y
por otro la adversidad? Precisamente aquí, en esta brecha entre lo que
deseamos y lo que vivimos, somos capaces de entender que la
confianza que estamos buscando, la fidelidad que deseamos, es como
un gran potencial enterrado dentro de cada uno de nosotros.
Cuando un niño viene al mundo, potencialmente es capaz de
hablar, pero aún no sabe hacerlo. Potencialmente es capaz de caminar,
pero aún no sabe caminar. Pero cuando empieza a hablar, a caminar, lo
hace sacando poco a poco ese potencial que tiene... ¡Que ya tiene! Del
mismo modo, el deseo de confianza que tenemos indica que nuestra
vida ya está repleta de cosas dignas de confianza, pero necesitamos
tiempo para sacarlas; necesitamos tiempo para aprender que, a través
de los límites de mi hermana o de mi hermano, de mi marido o mi
mujer, del otro en general, el Señor me está ofreciendo algo firme
sobre lo que cimentar mi vida. Pero esto es algo que vamos
descubriendo poco a poco. Dios no es abstracto. Cuando el Señor dice
que nos ama, nos ama concretamente.
Por ejemplo: Dios ha dicho que nos ama. ¿Cuál es el nombre
propio de este amor? Jesucristo. ¿Y quién es Jesucristo? Juan afirma:
Aquel que hemos visto, que hemos tocado, que hemos contemplado,
que hemos experimentado, es decir, una persona concreta que hemos
tocado en nuestra vida, este es Jesucristo (cf. 1Jn 1,1-3). Este es el
Verbo que ha entrado en nuestra historia.
¿Dónde palpamos a Dios? El Dios por el que hemos entregado
toda nuestra vida, ¿dónde podemos palparlo? En las relaciones, sobre
todo en las relaciones. Ni siquiera la existencia de un eremita-que vive
solo, alejado de todos- tendría ningún sentido si su soledad no
estuviese en relación con los demás.
Esta es pues la dimensión humana que todos tenemos en
común: necesitamos confianza y necesitamos reconciliarnos con esta
necesidad. Cuando lo logramos, tiene lugar una revolución en nuestro
interior: algo cambia y se abre una vida completamente diferente.

Confianza e idolatría
El pueblo de Israel tiene constantemente necesidad de
fidelidad, de una relación estable. Sin embargo, la línea que separa la
confianza y la idolatría es muy delgada.
¿Por qué Israel busca a los ídolos? ¿Por qué cae continuamente
en la idolatría, que es el peor pecado de la Biblia? ¿Qué efecto tienen
los ídolos? Tranquilizarnos.
Cuando Moisés se aleja para subir a la montaña (cf. Ex 32,1) y es
Moisés el que hace de intermediario en la relación entre Dios y el
pueblo, Israel comienza a angustiarse. Moisés se ha alejado no durante
unas horas, o unos días, o unas semanas... sino durante un periodo
bastante largo. Y durante ese periodo fabrican el becerro de oro. El
mecanismo que se activa en Israel es el mismo que se activa en
nosotros, sobre todo en momentos de desolación, adversidad,
angustia. Todos necesitamos aferrarnos a algo. Estamos dispuestos
incluso a proporcionarnos a nosotros mismos un dios para poder
apoyarnos en algo. Buscamos un ídolo para sentirnos seguros. Así que
cogemos pedacitos de nuestra existencia, los colocamos sobre un
pedestal y los convertimos en dios.
Pensemos por ejemplo en quien hace de su carrera profesional
un ídolo. Es un ejemplo que para muchos puede resultar un poco
lejano... (pero quizá ver la paja en el otro pueda ayudarnos a ver la viga
en nuestra vida). ¿Qué diremos nosotros a esa persona? «Mira que tu
carrera profesional no te salva la vida; la carrera te da satisfacciones,
pero no en el sentido profundo que estás buscando; no te dará la
felicidad que estás buscando». Entonces deberemos ayudar a estos
hermanos y hermanas nuestros a eliminar la idolatría de su carrera
profesional, del dinero, de las posesiones... porque solo así lograremos
encontrar el camino correcto.
Que cada uno se haga esta pregunta: «¿Cuáles son los riesgos
específicos de la idolatría en mi vocación específica? ¿De qué maneras
corro el riesgo de convertir a Dios en un ídolo que me dé seguridad?».
El mal no se presenta como mal. Sabe disfrazarse. Puede dejar
intacto todo lo que tiene valor en la vida: la oración en el coro, la misa
diaria, la confesión semanal. Y, aun así, tenemos a mano el nombre de
un ídolo del que no nos hemos dado cuenta. Y esto se debe siempre a
lo mismo: fundamentalmente todos deseamos tener algo en lo que
confiar, y para tenerlo nos lo proporcionamos a nosotros mismos. Pero
no es Dios. El salmo dice: «Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no
ven, tienen orejas y no oyen, tienen nariz, pero no huelen. Los que los
fabrican serán igual que ellos, y todos los que en ellos se confían» (Sal
115[113B],5-6.8). Son algo muerto, y quien se encomienda a algo
muerto, muere, es un muerto él también.
De modo que precisamente ese deseo de confianza, de
fidelidad, nos pone en condiciones de entregarnos a los ídolos, con
nuestras propias manos. Por ello debemos estar dispuestos a
desenmascarar esa dinámica idolátrica, a comprender qué nos salva de
verdad y lo que hemos convertido en ídolo. Puede convertirse en
idolatría la propia celda, el lugar que ocupamos en la iglesia, una forma
de cantar, de mantener el asiento... cosas sin importancia, pero por las
que nos volvemos paranoicos. Cosas que, si nos faltan, hacen que
nuestro mundo se venga abajo. Estos son ídolos.

Pero, teniendo gran compasión por quien vive esto -porque


causa un gran sufrimiento-, cada uno debe desenmascarar estos
mecanismos en sí mismo, porque, a la larga, nos arrebatan a Dios. Si un
puesto, una forma de cantar, una expectativa no cumplida hace que
«nuestro mundo» se derrumbe, significa que hay una ausencia
completa de relación con Dios. Dios no se manifiesta en lo que ata, sino
en la libertad. San Pablo dijo: «Sé carecer de lo necesario y vivir en la
abundancia» (Flp 4,12), es decir: «Estoy acostumbrado a la saciedad y
al hambre, al sol y a la lluvia, a tener dinero en el bolsillo o a no tener
nada; y en cualquier caso todo va bien». Lo esencial no es «el asiento».
Lo esencial es otra cosa. El deseo de confianza que nos habita es tan
fuerte que nos hace estar dispuestos a todo, incluso a morir.
Pero, ¿cuál es el gran instrumento que el Señor nos ha dado
para desenmascarar la idolatría? La Palabra de Dios.
La Palabra es el gran instrumento por medio del cual podemos
hacer discernimiento para comprender si eso que estamos viviendo,
cómo lo estamos viviendo, es una relación de confianza real, o es, por
el contrario, una relación enferma, idolátrica.
¡Pero cuidado! También el demonio usa la Palabra de Dios...
Cuando tienta a Jesús, no hace sino citar la Escritura. Pero a Jesús no le
impresiona. Entonces podemos preguntarnos: «¿Hay ambigüedad en la
Palabra de Dios?». ¿Cómo podemos saber si esa Palabra nos está
salvando de la idolatría o está siendo utilizada por el Acusador, por la
misma persona, por el mismo «mal» que activa el mecanismo que nos
bloquea?
Hay algo que puede ayudarnos a comprender, a discernir. Son
los frutos del Espíritu que hemos mencionado antes. Son precisamente
los frutos que se generan en nosotros los que nos dicen si esa Palabra
nos la está ofreciendo el Espíritu o el Acusador.
San Pablo dice que la fe viene de la escucha, no de la
percepción visual. Si derivase de la mirada, todo sería mucho más fácil.
En cambio, viene de una Palabra que se nos pone delante y nos deja
ser libres para elegir. Dios es Palabra que pide ser escuchada, no objeto
que pida ser visto. Y, además, la escucha real de su Palabra anula la
percepción visual, la elimina; porque la percepción visual es un ídolo,
es esa materialización de nuestras convicciones por las que nos
dejaríamos quitar la vida, por las que moriríamos, y que, en cambio, la
Palabra de Dios elimina. Dios es real, no es la imagen que nos hemos
creado de Él. No coincide con lo que pensamos que sabemos de Él. Y
entonces la escucha constante de la Palabra nos pone en un proceso
de purificación: la Palabra que escuchamos-acogemos desenmascara
los mecanismos que nos retienen prisioneros, suprime la imagen que
nos hacemos de Dios. nos devuelve una relación liberadora, nos
permite poder vivir una relación de confianza.
En el capítulo 5 del evangelio de Juan (5,1-9a) encontramos la
narración de un hombre paralizado desde hace treinta años: está
inmóvil, inválido, sobre su camilla. No muy lejos de él hay una piscina
con poderes taumatúrgicos. Aquel hombre está desesperado porque
nadie se preocupa por él. El evangelista Juan cuenta que Jesús, al verlo
postrado y sabiendo que llevaba así desde hacía mucho tiempo, le dice:
«¿Quieres curarte?».
Ahora imagínate una persona cuya vida está bloqueada por algo
y que, por tanto, no es feliz: algo le impide ser libre. Jesús se le acerca y
le dice: «¿Quieres cambiar esta situación? ¿Quieres curarte? ¿Quieres
de verdad ser libre? ¿Quieres algo firme sobre lo que cimentar tu
vida?».
¿Quién no lo querría?
Bastaría con un sí. Humildemente un sí. Y este hombre, ¿qué
responde? «Señor, no tengo a nadie que, al agitarse el agua, me meta
en la piscina; y, en lo que yo voy, otro baja antes que yo» (v. 7). El
enfermo contesta: «Señor, no tengo a nadie». Este es el drama que
vive la persona que no ha encontrado una relación estable sobre la que
construir su propia vida: no tengo a nadie.
Puedes llegar a ser una monja de clausura, pero seguir teniendo
dentro esta soledad, vivir esta desesperación: no tengo a nadie.
Podemos casarnos y a pesar de ello sentirnos muy solos en nuestra
casa. Vivir con otras diez personas y sentirnos solos. Tener al lado
hermanas, hermanos, personas que están ahí a propósito para estar
junto a ti, y aun así tener la desesperación en el corazón: no tengo a
nadie. También nosotros podríamos encontrarnos en la misma
situación paralizante de ese hombre enfermo. Sin embargo, el Señor va
a tocar esa desesperación, que podría estar escondida incluso dentro
de nosotros, a pesar de nuestra vocación.
Ahí está la raíz de una tremenda infelicidad. Fundamentalmente
te sientes solo y dices: «No tengo a nadie que me tome en brazos y
permita que me cure; no tengo a nadie que realmente me cuide, que
me ame de verdad; no tengo a nadie que se preocupe por mi historia,
por aquello que soy». Si queréis saber qué es el infierno, esta es una
definición muy concreta: ¡no tengo a nadie! El infierno es la soledad
radical en la que vive una persona.
¿Hemos dejado que Jesús se acerque a nosotros? ¿A esta
soledad radical que hay dentro de nosotros? ¿Le hemos consentido
dirigir una palabra a esta soledad? ¿Hemos tenido el valor de decirle en
voz alta: «No me siento de nadie, no tengo a nadie, no confío en nadie,
¿no me siento verdaderamente amado»?
Aquel hombre quizá quería que Jesús les dijera a las personas
que le rodeaban: «¿Pero no os da vergüenza no querer a este hombre?
¿No os da vergüenza haberlo dejado aquí durante todos estos años?».
Cómo nos gustaría que alguien entrase en nuestra vida y les diera su
merecido a todos; a todos los que nos han hecho sufrir. Pero Jesús no
hace nada de eso. «Jesús le dijo: "Levántate, toma tu camilla y anda"»
(v. 8). No resuelve su problema cambiando a las personas de su
alrededor. No ordena el desorden en el que está inmerso. No te hace
sentir curado solucionando la situación que te rodea. El verdadero
milagro está en ofrecerte una curación a pesar de la situación que te
rodea.
Somos hijos de alguien que se toma tan en serio esta soledad
radical que llevamos dentro, que la cura aun dejándonos en medio de
ciertas situaciones que seguramente no sean las mejores. Y saber esto
es lo que debería darnos mucha paz. Si, en efecto, seguimos pensando
que para que nosotros seamos felices tiene que cambiar la mentalidad
de la persona que tenemos al lado, entonces pasaremos toda la vida
esperando algo que no va a suceder. El Señor, en cambio, nos dice:
«Mira que, a pesar de esa persona, tú puedes ser feliz. Y puedes serlo
¡porque me tienes a mí!».
Nuestra vida cambia porque es de Él. Porque está Él, estamos
curados de esta desesperación. Porque Él toca nuestra desesperación,
nosotros podemos también encontrar el valor de perdonar. Si no,
como tenemos razón para ello, recorreremos la vida enfadados.
Necesitamos encontrar algo, a Alguien, que nos cure de esta
rabia. Nosotros lo encontramos cuando hallamos a Cristo. Es Él quien
nos dice: «¿Sientes que no eres de nadie? Pero tú eres mío. ¿Nadie
piensa en ti? Yo pienso en ti, te tomo en brazos. Tú levántate, toma tu
camilla y anda».
¡Somos hijos de un Dios así! La pregunta es: ¿creemos?
Dice el Salmo 116: «Yo amo al Señor porque escucha el grito de
mi súplica». Pero, ¿por qué grita? Grita porque no está bien. Y con
frecuencia nuestra oración no es la oración cantada, la que se rige por
tonos salmódicos... A veces gritamos. Y gritamos porque ya no nos
quedan argumentos ni palabras. Solo conseguimos gritar. Jesús en la
cruz muere gritando...
A veces nuestra oración ya no tiene teología, ya no tiene
argumentos: es solo un grito.
El salmista dice: «Yo amo al Señor porque escucha el grito de mi
súplica»; no dice: amo al Señor porque se deja convencer por los
razonamientos que hago en mi oración.
Yo amo al Señor
porque escucha el grito de mi súplica,
porque me presta oído siempre que lo invoco.
Me cercaron los lazos de la muerte,
me sorprendieron las redes del abismo,
me hundí en la angustia y la tristeza;
pero invoqué el nombre del Señor:
«Anda, Señor, sálvame la vida».
El Señor es justo y compasivo,
nuestro Dios está lleno de ternura;
el Señor protege a los humildes;
yo estaba desvalido y me salvó.
Alma mía, recobra ya la calma,
pues el Señor te ha protegido.
(Sal 116,1-7)
¡Vuelve a respirar!
Esto es lo que está diciendo el Salmo. Respira, porque quien te ama
verdaderamente existe, y es Jesús, es el Señor.
Me ha librado de la muerte,
mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída.
Caminaré en presencia del Señor
en la tierra de los vivos.
Nunca pierdo la fe, aun cuando digo:
«Yo soy un desgraciado».
En mi perturbación llegué a decir:
«Todos los hombres son unos mentirosos».
(Sal 116,8-11)
¿Cómo creer cuando no se puede confiar en nadie?
Esta es la fe, fe en una «fidelidad más grande» que las
circunstancias que estamos viviendo; fe en un Dios que no es un ídolo.
¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la victoria
e invocaré el nombre del Señor,
cumpliré mis promesas al Señor
en presencia de todo el pueblo.
Al Señor le cuesta mucho
ver morir a sus amigos.
Sí, Señor, yo soy tu siervo,
tu siervo, el hijo de tu esclava:
tú rompiste mis cadenas
Te ofreceré sacrificios en acción de gracias
e invocaré tu nombre, Señor;
cumpliré mis promesas al Señor
en presencia de todo su pueblo,
en los atrios de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.
(Salmo 116,12-19)
A pesar de que la vida no nos da con frecuencia relaciones de
confianza, Dios encuentra siempre el modo de ofrecernos algo de
confianza en una historia poco digna de confianza. Cree en esto y verás
maravillas. Te darás cuenta de que el Señor es real y está presente. Te
darás cuenta de ello porque Él te liberará de la ira, del repliegue sobre
ti mismo. Seguirás viendo los problemas, pero sentirás que eres
alguien, que perteneces a alguien. Él es quien es digno de confianza.

UNA EXTRAORDINARIA COTIDIANIDAD

El Tiempo Ordinario...
En el capítulo anterior nos hemos dejado guiar por la palabra
«fidelidad». Hemos intentado darle una definición, comprenderla
como la necesidad de una relación de confianza, íntimamente
connatural a nuestra humanidad. Hemos visto actuar a Dios, que
introduce en la experiencia cotidiana de falta de confianza Su
estabilidad, y que nos reconcilia con la parte más profunda de nosotros
mismos y con el mundo que nos rodea.
Las dos palabras que van ahora a servirnos como faro son
«ordinario» y «extraordinario».
Para explicar qué es lo «ordinario» nos remitimos a la liturgia.
Cuando vivimos momentos especiales dentro del año litúrgico, los
llamamos tiempos fuertes: Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua.
Abarcan los momentos más importantes, fundamentales, de nuestra
fe: el nacimiento de Jesús -y por tanto el acontecimiento de la
encarnación-y luego su pasión, muerte y resurrección. Son los
acontecimientos principales, pero engarzados en lo que nosotros no
llamamos tiempo fuerte, sino Tiempo Ordinario.
Me gustaría proponeros ahora que cambiásemos el vocabulario.
La verdad es que si no nos damos cuenta de que el Tiempo Ordinario
es también un tiempo fuerte, corremos el riesgo de banalizarlo. Es
fundamental reconocer su importancia porque la gran mayoría del
tiempo vivimos en lo cotidiano, en lo ordinario: toda nuestra existencia
se consuma en las cosas ordinarias. Hay algo en la vida que la hace
semejante a un tiempo fuerte. Pensémoslo... ¿Qué es una enfermedad
sino un tiempo fuerte de nuestra vida engarzado en el tiempo
ordinario de la salud? Pensad en cuando tuvisteis el deseo vocacional
de entrar en un monasterio o en una familia religiosa... Es un tiempo
fuerte que se engarza en el tiempo ordinario que sigue el ritmo de un
cotidiano despertarse, ir al colegio, vivir en familia.
Es más fácil entender lo que Dios hace en las cosas
extraordinarias, en los momentos fuertes. Y es, por el contrario, más
difícil comprender lo que hace en las cosas ordinarias. Nos
preguntamos: «Pero, ¿Dios está presente en las cosas ordinarias? Y si
está presente, ¿de qué modo lo está?». La proporción nos la da la vida
de Jesús: en treinta y tres años de vida, treinta los vivió de modo
ordinario y solo tres de modo público, con predicaciones, milagros...
hasta llegar a su pasión, muerte y resurrección. Solo tres años. Es un
error pensar que solo esos tres años fueron lo más importante de su
vida; debemos, más bien, admitir que esos tres años solo fueron
posibles gracias a los treinta que los precedieron.
Pensemos en una imagen. Si quieres saltar, debes tomar
carrerilla. Cuanta más carrerilla tomes, más alto saltarás; por tanto,
cuanto más retrocedas, más alto conseguirás saltar. Los treinta años de
Jesús, su tiempo ordinario, son la gran carrerilla que toma para el salto
de la Pascua. Si tuviésemos que aplicar esta analogía a nuestra vida,
deberíamos reconocer que no seremos capaces de vivir los tiempos
fuertes de la vida si no nos entrenamos en el tiempo ordinario de
nuestra existencia, si no nos santificamos en las cosas ordinarias.
Pero hemos de añadir que la muerte de toda vocación es
precisamente la rutina, lo ordinario. Un matrimonio, por ejemplo,
pierde su significado porque en cierto momento uno se acostumbra a
la persona que tenemos a nuestro lado, nos habituamos a lo que
hacemos todos los días, hasta el punto de no ver ya a la persona que
tenemos a nuestro lado, hasta el punto de no darnos cuenta de lo que
ocurre. Una vocación a la vida consagrada, a la vida religiosa, a la vida
contemplativa -pensad en cualquier tipo de vocación- muere en la
rutina, que nos hace acostumbrarnos tanto a las cosas que dejamos de
tenerlas en cuenta, que dejamos de verlas. ¡La rutina es el verdadero
cáncer de toda vocación! Por tanto, hemos de estar vigilantes para que
lo ordinario no se equipare con la rutina. Pero, ¿qué nos salva de la
rutina? ¿Qué nos salva de no ver las cosas importantes?

¿Dónde está Dios en la vida diaria?


¿Cómo se manifiesta Dios en la vida diaria? ¿Cómo acogerlo en
la vida del día a día? ¿Qué significa ser fiel en la cotidianidad?
Partamos de un hecho: en lo ordinario Dios es invisible. No Lo
percibimos. Y hemos de hacer las paces con esta realidad de la vida:
Dios no se manifiesta como algo que vemos de forma objetiva,
patente. Aparentemente todo es casi banal, la vida parece repetitiva:
nos levantamos, oramos y luego trabajamos, oramos... y así pasan los
días. Nada parece tener sentido. Pero Jesús ha encontrado una imagen
bellísima para explicárnoslo: «Es como un hombre que encuentra un
tesoro en el campo...». El tesoro está escondido, no es visible. ¿Y qué
hace después de haberlo encontrado? «Lo esconde y, lleno de alegría,
va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo» (Mt 13,44).
Ahora, a los ojos de alguien que no sabe nada del tesoro, ese
hombre parece un loco. Lo mismo ocurre con nuestra vida. Alguien
podría decir: «Pero, ¿quién querría meterse en un convento?». Pero
quien dice algo así no conoce el tesoro oculto; pueden tener derecho a
pensar también que estamos locos... El campo es la vida sencilla que
llevamos. El campo es lo ordinario de las cosas. Pero si perdemos de
vista el tesoro, que está escondido en lo ordinario, ¿de qué nos ha
servido entonces haberlo vendido todo para comprar el campo?
En los asuntos cotidianos no vemos a Dios, no porque no esté,
sino porque está escondido; exactamente igual que tesoro.
¿Y cómo se puede vivir en un campo en el que no se ve el
tesoro?
Pues bien, los maestros de la vida espiritual nos han enseñado
que la mayor parte de nuestra existencia debemos vivirla
recordándolo; incluso cuando no lo vemos. Llevar una vida de oración,
llevar una vida contemplativa, no significa tener necesariamente una
experiencia mística, entendida como la prueba de una relación. Llevar
una vida de oración, llevar una vida contemplativa, significa ejercitar la
memoria de aquello que está ahí pero no se ve... Vivir en el recuerdo
de un tesoro escondido.
Hay un canto, un antiguo himno medieval, que dice así: Jesu,
dulcis memoria. ¿Qué es Dios sino un recuerdo, el recuerdo de la
dulzura? Cuanto más pienso en Él, más debería llenarse mi vida de
dulzura. Pero, ¿nos ocurre esto? ¿Vivimos en el recuerdo de su
presencia? ¿Todo lo que hacemos lo hacemos acordándonos de que es
el tesoro escondido?
Si perdemos de vista este recuerdo estamos condenados a vivir
una vida ordinaria, que no santifica, sino que agota, que nos agota.
Cuando una persona hace una opción radical como la vida monástica, o
alguna otra opción de gran radicalidad, o se santifica o se consume.
Una vida vivida con radicalidad puede sacar lo mejor de nosotros o lo
peor, no hay alternativas; no nos quedamos como estábamos al
comienzo del camino. Entonces, la vida ordinaria o santifica o frustra. Y
si vivimos frustrados damos un contra-testimonio, nos convertimos en
el motivo por el cual una persona no cree o se aleja. Por tanto,
tenemos una gran responsabilidad en nuestro vivir cotidiano.
En la vida ordinaria, lo que no nos santifica nos hace cautivos. La
palabra captivus, del latín, significa esclavo, oprimido. A menudo las
personas cautivas son aquellas que, precisamente porque no se sienten
libres, actúan básicamente por desesperación; como quien se siente
herido y por eso hace daño. Limitarse a vivir lo que sucede tal como
viene, conformarse, no es posible.
Debemos preguntarnos: ¿Cuáles son las características de mi
vida ordinaria? ¿Qué puede ayudarme a vivir lo ordinario
santificándolo? Aprender a vivir en el recuerdo del tesoro escondido,
incluso en ausencia de su palpable perceptibilidad.
Todos nosotros en la vida de oración vivimos de estaciones
diferentes, de fases. In primis, Dios se acerca a la oración dándonos
placer en ella: rezas y te gusta rezar; y precisamente porque te gusta
rezar buscas al Señor. Sientes placer en todo esto. Pero a medida que
la intimidad con el Señor crece, el Señor comienza a elaborar
interiormente, dentro de nosotros, este discurso: «¿Por qué estás tú
aquí? ¿Estás aquí porque te gusta o estás aquí por mí?». Obviamente
responderemos: «Señor, estamos aquí por ti». «Entonces puedo
quitarte el placer... ¿y seguirás viniendo?». «¡Por supuesto, Señor!».
Pero si se nos arrebata el gusto por la oración, al día siguiente
iremos, e iremos con los dientes apretados, y luego iremos de nuevo, y
apretaremos los puños; y una y otra vez y otra vez... y en un
determinado momento comenzaremos a preguntarnos si tiene sentido
seguir yendo, porque pensamos que el valor de nuestra oración se
mide por el placer que nos proporciona. Sin embargo, es, al contrario,
la oración más inmadura es la que provoca emociones fáciles. Pero
esta es la oración inicial en nuestra relación con Él. A medida que nos
acercamos a Dios, Él va arrebatándonos lo dulce; nos quita todas las
cosas por las que le habíamos buscado. Quiere entablar una relación
no entre nosotros y Su Gracia, sino entre nosotros y Su Rostro.
Si buscamos al Señor porque necesitamos solo Su Gracia,
podemos pasar buscándola toda nuestra vida, y no encontraremos Su
Rostro. A menudo, para llegar al Rostro de Dios, debemos estar
dispuestos a aceptar que Él no nos dé ninguna Gracia. Y este camino
nos puede parecer muy romántico y poético, pero cuando nos
encontramos viviendo esa fase de la vida espiritual, nos asaltan dudas
de todo tipo: miedo de habernos equivocado del todo, de no haber
hecho lo correcto, de tener algo malo en nuestro interior; miedo de
que en la oración haya algo que no funcione. En realidad,
sencillamente, no logramos aceptar que el Señor, en cierto momento,
pasa de ser tesoro visible a ser tesoro escondido, tesoro invisible. Pero
ese es el momento en que se requiere vivir recordando... Recordando
lo que has experimentado cuando Lo encontraste.
Nuestra oración no tiene la capacidad de hacer presente a
Jesús; no puede obligar a Jesús a estar presente. Nuestra oración solo
puede buscar a Jesús; nuestra capacidad reside tan solo en la
búsqueda. Nadie puede decir que tiene el poder de encontrarlo.
Encontrar a Jesús es un don, no una técnica. Por mucho que hagamos
la mejor lectio divina posible, no tendremos la certeza de encontrarlo.
Puedo rezar todo el Oficio de la Liturgia de las Horas y no encontrarlo;
celebrar la Eucaristía y no encontrarlo; desgranar el rosario con
decenas de Avemarías y no encontrarlo... Pero solo se nos pide que lo
busquemos.
Él llega cuando quiere y como quiere. Puede hacerlo incluso
mientras estás colocando las servilletas en la mesa y no cuando estás
delante del tabernáculo: Él decide, porque el Señor está vivo. Y porque
nuestra relación con Él no es una relación que podamos controlar. Él, el
Resucitado, es incontrolable... Estas son cosas bien sabidas, pero
debemos repetirlas. ¿Por qué? Porque con mucha frecuencia la
frustración que atraviesa nuestra cotidianidad viene precisamente
porque no conseguimos encontrar la técnica adecuada para retener al
Señor o controlar nuestra relación con Él. ¡Dejemos de hacer esto!
Ninguno de nosotros tiene la capacidad de hacerlo. Leamos el Cantar
de los Cantares: la esposa busca al esposo, pero no lo encuentra...
Incluso los centinelas se burlan de ella, pero cuando menos se lo ahí
está espera, el esposo: «¡Una voz!... ¡Es mi amor! He aquí que ya llega
saltando por los montes, brincando por los collados. Semejante es mi
amor a una gacela, a un ágil cervatillo. Vedlo ya aquí apostado detrás
de nuestra cerca. Mira por las ventanas, espía por las celosías» (Cant
2,8-9).
Cuando quiere viene... Esta es la humildad. Y humildad es
aceptar que en una relación cada uno hace su propia parte; no se
puede sustituir al otro. Nosotros vivimos una auténtica vida espiritual
cuando dejamos que el Señor sea el Señor. No podemos ponernos en
su lugar.
Por tanto, nuestra vida ordinaria es ese tiempo de la vida
cotidiana en que nos esforzamos por buscarlo incluso cuando no lo
encontramos, sabiendo que está, y que tan solo nos pide que lo
busquemos. ¡Tan solo buscarlo!
Pero, ¿durante cuánto tiempo se puede prolongar la búsqueda?
A veces años. Él sabe por qué.
¿Dónde se nos pide fidelidad? ¡En ir en su busca!
Aunque tuviésemos que pasar toda nuestra vida buscándolo,
seguiríamos buscándolo.
Sin embargo, a veces, en nuestra búsqueda, nos olvidamos a
quién estamos buscando y si merece la pena buscar. Nos enfrascamos
en lo ordinario, en lo cotidiano, sin detenernos a recordar el tesoro
escondido. Vivimos y ya está. Cuando una persona vive sin recordar el
motivo por el que está viviendo, renuncia a vivir y empieza a sobrevivir.
A veces nuestras decisiones son pura supervivencia; no tienen nada
que ver con la vida. Ya no recordamos el motivo por el que vivimos.
¿Cuál es entonces el motivo por el que vivimos? Buscarlo. Pero
encontrarlo, repito, no depende de nosotros... No depende de ti. Basta
con tomar todos los relatos de la resurrección para darse cuenta de
que el Resucitado llega cuando los discípulos menos se lo esperan.
Las puertas están cerradas, atrancadas. En esa habitación no
puede entrar nadie. Y, sin embargo, precisamente ahí Él entra y dice:
«La paz esté con vosotros» (Lc 24,36). ¿Qué efecto produce? ¿La paz?
¡No! Están todos aterrados. Y Él les dice: «No soy un espíritu. Dadme
de comer, dadme de beber». Solo entonces se dan cuenta de que no es
un fantasma. Esta es la dinámica de la vida espiritual. Hay momentos
en que quizá hayamos cerrado puertas y ventanas, permaneciendo
obstinadamente encerrados en una situación. Pero Jesús tiene el poder
de entrar incluso con la puerta cerrada. Esta es la fe que se nos pide:
creer que estamos en una relación constante con un Dios que es real; y
precisamente porque es real y está vivo, precisamente porque está
vivo, es por lo que no lo podemos controlar.
«Señor, me levantaré esta mañana, iré al coro, oraré, y tú te
verás obligado a ir allí», piensas. Y así rezas todos los salmos... pero Él
no está. Y entonces te dices: «En el Sacramento de la Eucaristía, ahí
está verdaderamente presente. Por fuerza está ahí...». ¡Cierto! Y sin
embargo puedes tomar la comunión y tener únicamente la impresión
de haber comido tan solo un trozo de pan sin ningún sabor. Puedes
ponerte a rezar, así... en silencio, y tener la impresión de estar en una
habitación vacía donde no hay nadie. Los maestros de la vida espiritual
llaman a esto sentir el sentimiento de la ausencia. Es sentir que no
está. Pero esto no significa que, porque sintamos su ausencia, Dios no
esté. No os fieis de vuestras percepciones.
Tener fe significa recordar una presencia que es más grande
que nuestra percepción. Por eso a veces nuestra oración, es decir:
«Señor, sé que estás aquí, aunque no te perciba: no siento nada, no te
veo, no puedo tocarte, no percibo ninguna Gracia. Pero sé que estás
aquí, sé la razón por la que me has dado la vida, sé por qué estoy aquí,
sé por qué me he comprometido... Lo sé, Señor, te busco, aunque no te
percibo... pero te busco... ¡te busco!».
«Mi ser entero desfallece cual tierra de secano árida y falta de
agua», dice el Salmo 63... Como la tierra seca, que dice: «Dame agua»,
así también nuestra vida. No debemos tener miedo.
Cuando nuestra vida ordinaria se presenta como un gran campo
árido en espera de agua, no nos acostumbremos a la aridez, no nos
acostumbremos a no sentirlo, no alejemos de nosotros la idea de tener
que buscarlo continuamente, de hacer siempre memoria de Él. Los
santos nos enseñaron que no debemos dejar de recordar al Señor en
ningún momento del día. ¿Y qué nos ayuda a hacerlo? Ciertamente,
para alguien que vive la vida contemplativa, una ayuda concreta es el
tiempo jalonado por la oración, que interrumpe a propósito las tareas
para que todos puedan decirse a sí mismos: «Recuerda por qué estás
haciendo esto».
Y así, una vez recordado, puedo volver de nuevo a hacer otra
cosa. La oración que se hace durante la jornada es un recuerdo
constante de ese tesoro escondido, pero a veces no basta. Por eso
tenemos que conseguir detenernos, aun sin necesitar de campana, de
coro, de la oración establecida, de los tiempos establecidos. Basta con
una jaculatoria. ¿Y qué es una jaculatoria? Si tuviésemos que usar una
comparación actual deberíamos pensar en los enamorados que se
envían mensajes. ¿Para qué sirven? ¡Para nada! Simplemente para
decirle al otro: «Mira, estamos lejos, pero yo estoy allí contigo». La vida
espiritual cristiana tiene ya desde hace siglos estos mensajitos: son las
jaculatorias, precisamente, pero que nosotros usamos como el
funcionamiento de las palabras. Tengo que decir 50 veces Jesús, confío
en ti. Pero lo que cuenta es el modo, el motivo por el que dices en ese
momento Jesús, confío en ti.
Deberíamos releer toda nuestra vida cotidiana no ya como un
deber, sino como amor. El deber estropea lo ordinario. El deber nos
encierra. Solo el amor puede reconectarnos con el tesoro escondido.
¿Qué significa vivir la vida por amor? Buscarlo... Buscarlo y nada más.
Solo buscar. Cuando Él quiera, si quiere, dejará que lo encontremos.
Solo se nos pide esto. Amar y anhelarle siempre a Él, tener toda
nuestra vida orientada hacia Él. Y esta actitud no procede de
sentimientos, sino de la libertad; no procede del instinto, sino de
decisiones bien meditadas.
«Cuando estoy en la cama pienso en ti, en ti medito en los
insomnios de la noche, porque tú eres mi auxilio» (cf. Sal 63,7-8).
Los Salmos nos prestan las palabras.

¿Nuestro día a día nos santifica?


¿Cómo llegamos a saber si nuestro día a día es un tiempo que
nos está santificando o no? Tomemos dos páginas del evangelio según
Mateo. La primera: 25,31-39.
«Cuando venga el hijo del hombre en su gloria con todos sus
ángeles se sentará sobre el trono de su gloria. Todos los pueblos serán
llevados a su presencia; y Él separará a unos de otros, como el pastor
separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha y las
cabras a su izquierda. Entonces el rey dirá a los de su derecha: "Venid,
benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para
vosotros desde el principio del mundo. Porque tuve hambre y me disteis
de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui emigrante y me acogisteis,
estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, preso y
fuisteis a estar conmigo". Entonces los justos le responderán: "Señor,
¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de
beber? ¿Y cuándo te vimos emigrante y te acogimos, o desnudo y te
vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”».
Estos son los justos: pero en sus obras no se dan cuenta de la
presencia de Jesús. No lo ven.
¿Por qué reflexionamos sobre este pasaje? Hay una tentación
que se insinúa. Pensamos: «Cuanto más justo me vuelvo, más veo a
Jesús en mi vida; cuanto más justo me vuelvo, más miro a mi hermana
y le digo: "Veo a Jesús en ti"». Pero, ¿es así? Podemos ser las mejores
personas, las más santas del mundo, pero en nuestra hermana
veremos solo a nuestra hermana. Tan solo podemos hacer memoria
del Jesús escondido en ella.
«¿Cuándo fui a visitarte, Señor?».
«Cuando fuiste a la habitación de esa hermana tuya me hiciste
compañía: yo estaba allí».
«¡Pero no te vi!».
«Lo sé, pero me ayudaste»>.
Todos seríamos capaces de servir al Señor si lo viéramos
claramente. De hecho, no somos justos y santos porque hemos llegado
a tal madurez espiritual que nos permita ver al Señor.
Pensad en esto. ¿Qué resalta más a nuestros ojos? ¿Qué llama
más nuestra atención? ¿Las noticias buenas o las malas? Por lo general
las malas. De las buenas nadie se acuerda. ¿Qué percibes más de una
persona: sus virtudes o sus defectos? Si te duele un diente, ¿no se
siente más que todos los dientes sanos? La vida siempre nos hace ver
la parte noir de la existencia: de la hermana o el hermano que tenemos
al lado percibimos sobre todo aquello que no funciona. No
conseguimos ver a Jesús. Vemos ante todo aquello que no nos
recuerda a Jesús.
Sin embargo, vivir la cotidianidad como recuerdo significa
recordar que, a pesar de lo que estás viendo, ahí está oculto el Señor.
Por eso Jesús es tan cuidadoso al hacer la lista. No dice simplemente el
hambriento o el sediento, el extranjero, el desnudo, el enfermo.
También incluye la categoría de los encarcelados... Entonces, o bien
Jesús está convencido de que se han cometido errores judiciales con
todos, o bien nos está diciendo que Él se oculta también incluso dentro
de una persona que ha cometido muchísimos errores.
Toda persona que viene a nuestro encuentro es Cristo que
viene a nuestro encuentro. Esto lo recuerda también un maravilloso
prefacio de Adviento: «Tú continúas viniendo en medio de nosotros,
saliendo a nuestro encuentro, en cada hombre y en cada
acontecimiento».
Toda persona, por muchos males y errores que haya cometido,
por muchos defectos que tenga... sigue siendo siempre un campo en el
que está oculto el tesoro. Es Cristo, este tesoro, en cada lugar y en todo
tiempo. No hay nada que no tenga dentro este tesoro. ¡Recordadlo!
¡Vivid de este recuerdo! Esto hace soportable lo ordinario de la vida:
recordar que Cristo está escondido, que está incluso ahí donde no
consigo verlo.
El relato continúa luego... están también los malos... aquellos
que: «Tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis
de beber...». Pero ellos objetan: «Perdona, pero ¿cuándo? ¿Cuándo
has llamado y nosotros... no...?».
«Todo aquello que no hicisteis con uno de estos mis hermanos
más pequeños, no me lo habéis hecho a mí». Aquí están: son los
pecados de omisión. Muy a menudo no hacemos el mal, pero dejamos
de hacer el bien. Quien se confiesa muchas veces comienza con un:
«No he matado a nadie». Pero no es suficiente con no matar. El
problema está en el bien que no hacemos. No basta con evitar el mal,
hay que aprender a hacer el bien. Nuestra vida no consiste solo en
soportar a las personas que tenemos a nuestro lado, sino en amarlas;
no consiste en tolerarlas, sino en amarlas; no consiste en no hacerles
daño, sino en hacerles bien, y hacerlo de forma gratuita. ¿Qué significa
gratuito? ¡Innecesario! Cuanto más bien haces y menos cambian las
situaciones, más tienes que seguir haciendo el bien: eso es la
gratuidad. ¿Estás dispuesto a amar así? Esto es lo que pide el Señor.
Tomemos ahora una segunda página del Evangelio: Mateo 25,1-
5.
«El reino de Dios será semejante a diez muchachas, que
tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas
eran necias y cinco sensatas. Las necias llevaron sus lámparas. pero no
se proveyeron de aceite, mientras que las sensatas llevaron las
lámparas y aceiteras con aceite. Como tardara el esposo, les entró
sueño a todas y se durmieron» (vv. 1-5).
Todas se durmieron. Incluso las sensatas.
Según el pensamiento común, eres sensato si no te adormeces,
eres sensato si permaneces despierto cuando todos los demás
duermen. En realidad, ninguno de nosotros es inmune a este tipo de
afección: cuando Jesús tarda en llegar a la vida todos nos
adormecemos. Por mucho que seas una persona muy sensata...
La sensatez no viene dada por la performance, no depende del
rendimiento. No se es más sabio o sensato por estar siempre a la altura
de la situación. No siempre somos los responsables que deberíamos
ser; no siempre somos los consagrados que deberíamos ser; no
siempre estamos a la altura de nuestra vocación, de nuestro papel. Por
buenísimas personas que seamos.
La sensatez se mide cuando llega el Señor y nos despierta. Y
esto solo sucede cuando nos damos de narices, es decir, cuando algo
nos obliga a despertarnos, o cuando sucede algo hermoso. El dolor y la
alegría son dos formas en que nos despierta el Señor. Ahí es donde se
ve la sensatez.
Cuando la vida te despierta, ¿cómo estás tú delante del Señor?
En ese cómo es donde se ve la diferencia.
«A medianoche se oyó un grito: "Ya está ahí pusieron el esposo,
salid a su encuentro". Entonces se despertaron todas las muchachas y
se a aderezar sus lámparas. Las necias dijeron a las sensatas: "Dadnos
de vuestro aceite, pues nuestras lámparas se apagan". Las sensatas
respondieron: "No sea que no baste para nosotras y vosotras, mejor es
que vayáis a los vendedores y lo compréis". Mientras fueron a
comprarlo, vino el esposo, y las que estaban dispuestas entraron con él
a las bodas y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras
muchachas diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!". Y él respondió: "Os
aseguro que no os conozco". Por tanto, estad en guardia, porque no
sabéis ni el día ni la hora» (vv. 6-12).
Este último versículo me hace mucho daño.
«¿No me conoces, Señor? ¡He pasado toda mi vida en un
monasterio!».
«¡No te conozco!».
«He dado mi vida por ti, he predicado...»
«No sé quién eres».
No basta con hacer cosas por Él para decir que lo hemos
encontrado. Se pueden hacer muchas cosas por Jesús y vivir con Él
como si fuese un perfecto desconocido. Es dramática la lección de esta
página del Evangelio.
¿Por qué las vírgenes sensatas son sensatas?
Porque cuando la vida llama a la puerta, cuando un grito dice:
«Ya está ahí el esposo», solo si te has entrenado bien en las cosas de
todos los días estarás listo para vivir también las cosas difíciles,
imprevistas. Si no lo has hecho, cuando lleguen las adversidades te
aplastarán: no estarás listo, no tendrás aceite.
El tiempo ordinario es un tiempo fuerte: en efecto, en el tiempo
ordinario es cuando hacemos acopio de la fortaleza que necesitaremos
en el momento oportuno. La cotidianidad es la gran provisión de
aceite, la gran provisión de fortaleza para un momento oscuro. Es un
tiempo para vivir con seriedad. Jesús tiene una expresión muy clara
respecto a esto: «El que es infiel en lo poco lo es también en lo mucho,
y el que es injusto en lo poco lo es también en lo mucho» (Lc 16,10). Y
nuestra vida no es sino fidelidad en las pequeñas cosas, fidelidad a los
detalles. Fidelidad a lo que parece ser pequeño e inservible... fidelidad
que, en cambio, hay que vivir en la memoria, con amor, pensando que
las cosas de todos los días en un determinado momento se convertirán
en fortaleza.
Cuando ocurre una tragedia, cuando alguien muere de forma
trágica, ¿no hay quizá un grito que nos despierta y nos dice: «Ya está
ahí el esposo»? Nosotros solo vemos el dolor, la tragedia.
Pero alguien está tratando de despertarnos. «Ya está ahí el
esposo»: desde ese momento se comprende en qué grupo nos
encontramos. En ese momento no se improvisa. Pero la vida nos seña
que todo lo O que vivimos puede prepararnos para ese momento. El
mismo Señor nos prepara.
Pensemos ahora en Pedro. Jesús sabía perfectamente qué iba a
hacer Pedro: lo iba a traicionar, iba a renegar de Él. Pero Jesús, unas
horas antes de aquella traición, le dice a Pedro: «Tú, cuando te
arrepientas, confirma a tus hermanos» (Le 22,32). No le dice: «Pedro,
te prometo que nunca caerás, porque serás el Papa y sería muy feo que
el Papa cayera. Al ser tú la piedra sobre la que edificaré mi Iglesia,
todos podrán huir, pero tú, en cambio, permanecerás heroicamente
bajo la cruz». Jesús no promete a Pedro que no caerá; como tampoco
promete a las vírgenes que no se dormirán; como tampoco nos
promete a nosotros que no nos equivocaremos nunca, que estaremos
siempre a la altura de las circunstancias... En cambio, nos dice, como le
dijo a Pedro: «Cuando te arrepientas, cuando hayas comprendido que
has caído, ponte de nuevo en pie y confirma a tus hermanos en la fe».
Es una lección que hemos de aprender también de nuestras
caídas, del sueño, del cansancio, de las crisis. Solo cuando hayamos
pasado la crisis, solo entonces, podremos confirmar a los demás. Quien
no ha experimentado la negación corre el riesgo de ser un listillo, pero
sin saber qué significa realmente ser humillado por una caída. Sin
embargo, el Señor no quiere que nos comportemos como maestros, y
entonces permite que todos experimentemos la caída. No hay que
pensar que esto es la causa de nuestro pecado, no, en absoluto. Pero el
Señor, a veces, nos hace experimentar la fragilidad, la debilidad, la
prueba, y lo hace para que después podamos aprender algo de aquello
que hemos vivido.
Las personas que se arriesgan a dar más a los demás son
precisamente aquellas que han experimentado seriamente el perdón
en su vida. No son las que lo han comprendido todo. Sino que, al
contrario, son precisamente las personas que cuando, en un
determinado momento de su vida, no han entendido nada, se han
puesto en pie gracias a alguien: es la experiencia del perdón.
Nadie escapa a la posibilidad de equivocarse, de salirse del
camino, de perderse, de transformar su propia vida en un deber. Pero
cuando nos damos cuenta de que estamos viviendo una vida así,
hemos de tener la humildad de arrepentirnos, de volver a ponernos en
pie, de despertarnos y de confirmar a los demás a partir de esa caída
que hemos vivido nosotros en primera persona.
No basta con un hábito, unos votos y estar rodeados por los
muros de un monasterio para decir: «Me he preservado de la caída».
Nuestra lucha no es con el mundo o con las cosas del mundo. La batalla
más dura se libra en nuestro interior, no fuera de nosotros. Cuando
entras dentro de ti mismo, entras en un desierto; y ahí se presentan
todos los animales posibles e imaginables. San Antonio Abad no
luchaba contra los animales, sino con las fieras y bestias salvajes que
vivían en su interior. Por eso el mundo tiene miedo del silencio, porque
el silencio nos obliga a entrar dentro de nosotros mismos; y dentro de
nosotros mismos a menudo encontramos la prueba, el mal, la
tentación.
Muchos prefieren vivir hacia el exterior, no hacia el interior. Y
no basta con un monasterio para conseguir entrar de verdad en uno
mismo, ni simplemente un silencio exterior. Es necesario escoger,
decidir querer franquear el umbral de nuestra interioridad. Cuando
hayamos entrado, nos daremos cuenta de aquello que Jesús
experimentó: en ese desierto tendremos hambre, sentiremos la
debilidad, la fragilidad. Y cuando tengamos hambre y estemos débiles y
frágiles, se presentará él, el mal, para cuestionar el sentirnos hijos de
Dios. Precisamente en el momento de nuestra mayor fragilidad el mal
se presenta, y lo hace como uno que dice: «¡Yo te daré la solución!».
Debemos ser capaces, como Jesús, de vivir esa debilidad y esa
fragilidad de la misma manera que Él la vivió. En un instante podría
haber anulado ese mal pero, en cambio, escoge vivir la misma dinámica
que tiene lugar dentro de nosotros. «No solo de pan vive el hombre,
sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4)... casi como
queriendo decir: el hambre que siento me dice algo que el propio Dios
quiere decirme. ¿Estoy dispuesto a escuchar mi hambre en vez de
buscar todos los modos de saciarla? ¡Aquí está la conversión!
Entramos auténticamente en una vida espiritual no cuando
dejamos de experimentar la fragilidad de la condición humana, sino
cuando vivimos la fragilidad y la debilidad de la condición humana de
una determinada manera. Somos justos o sensatos no porque lo
hayamos visto todo, porque lo hayamos comprendido todo, porque
todo nos resulte evidente; ni porque no nos adormezcamos nunca y
siempre estemos heroicamente a la altura de las circunstancias. ¡No!
Somos sensatos cuando ante la propia experiencia de
inmovilidad, debilidad, sueño, extravío... cuando llega el Esposo nos
despertamos. Eso es, la sensatez se aprecia en tu forma de
despertarte, en cómo estás ante Quien te ha despertado.

Dios en lo extraordinario
Contemplad con ojos de bendición las cosas banales de vuestra
cotidianidad: ahí reside el ejercicio más profundo de la santidad. Las
cosas sencillas hechas por amor o con amor nos preparan para las
cosas grandes de la vida que, antes o después, llamarán a nuestra
puerta.
Hay quien dice: «¿Por qué está esa flor ahí? ¡No sirve para
nada! ¡Prestemos atención a lo esencial!».
Pero para una persona que lo vive todo por amor y con amor,
hasta el detalle más escondido es precioso. Todos saben limpiar donde
el polvo es bien visible. Pero la verdadera limpieza se ve cuando
levantas la alfombra, cuando tocas las esquinas. En aquello que no se
ve entra en juego la mayor parte del amor, en aquello que no llama la
atención, en aquello por lo que nadie te dirá «¡bien hecho!». Los
detalles ocultos de nuestra vida son la gran palestra que se fortifica
para el momento en que llegue el Esposo y nos despierte.
Llegados a este punto queda una pregunta abierta: si Dios en lo
ordinario es invisible, ¿cómo se presenta en lo extraordinario? En las
cosas extraordinarias de la vida, sean hermosas o feas, ¿cómo se
manifiesta Él?
No como visible, sino como presencia.
Esta es la gran diferencia: en lo ordinario, Dios es invisible y
todos deben hacer memoria de Él; en cambio, en las cosas
extraordinarias de la vida, Dios se manifiesta como presencia.
El Salmo 23 nos ayuda a entender este pasaje: «Aunque vaya
por un valle tenebroso, no tengo miedo a nada, porque tú estás
conmigo, tu voz y tu cayado me sostienen» (v. 4).
Querríamos que nuestra traducción de este Salmo fuera esta:
«Si tuviese que caminar por un valle tenebroso, tú encenderías la luz».
¡Pero no! No enciende la luz; todo está oscuro y permanece oscuro.
«Pero tú estás conmigo. Tu voz y tu cayado me sostienen». Dios no
enciende la luz en nuestra oscuridad; se hace presente en nuestra
oscuridad, nos da la mano en la oscuridad...
En las cosas extraordinarias de la vida nosotros no lo vemos,
pero sentimos Su Presencia. Esta es la gran diferencia.
¿Cómo explicarlo? Si tú me hablas, yo sé que estás. Y entonces
puedo también afrontar la oscuridad.
Esta es la presencia que cambia la vida. Querríamos que Dios
nos aclarase todo, que encendiera la luz, que resolviera todos los
problemas... Pero no es así.
El nuestro es un Dios que a menudo nos deja incluso en las
contradicciones de las cosas que vivimos: en la oscuridad, en la duda,
en el no tener respuesta... Pero podemos sentir que no estamos solos
en esa oscuridad: está Él. Y si Él está, su Palabra es como una luz
encendida; es más, su Palabra es más que una luz encendida: Su
Presencia me hace afrontar incluso las dificultades que temo.
Si en este momento tuviésemos que imaginarnos viviendo una
cruz, quizá podríamos pensar: «Si tuviese que afrontar esa dificultad
seguramente no lo soportaría». Cierto, porque el Señor no ayuda a las
personas cuando «imaginan la cruz». Las ayudas solo cuando la viven.
Cuando la cruz se presenta en la vida, se presenta también Él como
Presencia.
Cuántas veces nos hemos dicho: «Sufrí una gran adversidad y
todavía me pregunto de dónde saqué la fuerza. ¿Cómo hice para
superar aquel momento?».
El Señor no nos sostiene en la cruz que imaginamos. Por tanto,
dejemos de imaginarla, de lo contrario nos aplastará el pensamiento de
las que cosas desagradables que podrían ocurrir.
Cuando se presenta una dificultad, entonces Él llega como
Presencia. Y todo es posible. No hay nada que temer: cuando la vida te
reserva lo extraordinario, ya sea bueno o malo, Él se hace sentir; no lo
ves, pero puedes percibir su Presencia.

¿Y SI DIOS ESTUVIERA DORMIDO?

En la tempestad...
Hay unas palabras en las que nos hemos centrado en el capítulo
anterior y que nos están guiando. Son palabras clave que se han
convertido en una estrella que orienta en la reflexión y, por lo tanto, en
el camino. Hemos partido de la palabra «fidelidad», enfocándola como
la confianza en una relación. Luego hemos dado un paso hacia
adelante. Hemos tratado de descubrir, de analizar, de navegar en el
mare magnum de la cotidianidad, del tiempo ordinario que hemos
definido como un tiempo precioso, el tiempo en el que recargamos
nuestras fuerzas para estar listos cuando el Esposo llegue, nos
despierte y requiera nuestra presencia de una manera completamente
nueva.
Luego está el tiempo extraordinario, diferente del tiempo
ordinario. Es el tiempo de la gran alegría o de la adversidad. El tiempo
en el que Dios está presente. Presente en nuestra oscuridad, presente
en nuestra experiencia.
Detengámonos un poco más a la orilla de esta certeza.
Dejémonos acompañar por la página evangélica de la tempestad
calmada (Mc 4,35-41).
«Aquel mismo día, ya caída la tarde, les dijo: "Pasemos a la otra
orilla". Y dejando a la gente, lo llevaron con ellos en la barca tal como
se encontraba» (vv. 35-36).
Pensad solo en esta frase... Pensad en la invitación de Jesús:
«Pasemos a la otra orilla».
Hay cosas que pasan y nos conducen a otras, llevándonos a una
nueva comprensión. Por ejemplo, después de haber vivido alguna
adversidad, ya no somos la misma persona. ¡Sería imposible! La vida -
muy a nuestro pesar- nos lleva, nos hace pasar a otra parte. No es algo
que escojamos nosotros. Las cosas que nos suceden nos llevan,
naturalmente, más allá. Y en estos acontecimientos hay una invitación
del Señor. Con frecuencia nos sentimos arrancados de la multitud, no
sentimos que tenemos algo en común con los demás. Nos sentimos
solos. El sufrimiento, que puede volvernos profundamente sensibles al
dolor de los demás, puede al mismo tiempo hacernos sentir
incomprendidos; como si los demás no pudiesen percibir del todo lo
que estamos viviendo. Y en parte es así. Podemos sentir empatía con el
dolor de otra persona, pero si no nos encontramos viviendo
personalmente ese dolor, no podremos comprenderlo plenamente. La
delicadeza más profunda que podemos utilizar frente a alguien que
sufre es practicar el silencio.
Volvamos al Evangelio: «Dejando a la gente, lo llevaron con
ellos» (v. 36). Todos nosotros lo desearíamos. Todos querríamos poder
llevar a Jesús con nosotros, en nuestra vida. Y querríamos llevarlo tal
como lo imaginamos. Rara vez lo recibimos tal como es, es decir, tal
como se nos presente. Querríamos recibirlo en la gloria y no nos damos
cuenta de que Él viene continuamente a nuestro encuentro en la
humildad.
«Se levantó entonces una fuerte borrasca, y las olas saltaban
por encima de la barca, de suerte que estaba a punto de llenarse» (vv.
36-37). La escena es muy evocativa, muy sugerente: los discípulos,
Jesús, una borrasca y tanta agua que entra en la barca, que tratan de
avanzar contra corriente. En la popa, Jesús duerme sobre un cabezal.
¿Cómo es posible? Hay un gran problema y Jesús duerme...
Cuántas veces hemos tenido la sensación de que Dios está
dormido. Y hemos llegado incluso a preguntarle: «Señor, ¿te has
distraído? ¿Estás dormido? ¿Por qué duermes, Señor?».
A veces, en los momentos difíciles, en los momentos
extraordinarios, percibimos a Jesús como adormecido antes incluso de
percibirlo como una presencia. Tenemos la sensación de que nos ha
abandonado, nos dejamos vencer por la tentación de pensar que se ha
dormido. Pero tratemos de saborear la oración cuidadosa, sincera,
profunda, breve e intensa de los discípulos: «Ellos lo despertaron y le
dijeron: "Maestro, ¿no te importa que perezcamos?"» (v. 38), ¿no te
importa que muramos?
Cuanto más seria se vuelve nuestra vida, más breve e intensa se
vuelve nuestra oración. Se acaban los discursos, las grandes
meditaciones... La oración se acorta y va derecha al asunto, como una
flecha. Hay periodos en la vida en que tratamos de justificar a Dios:
«Señor, puede que esta sea tu voluntad... Quizá si estamos aquí,
entonces... Señor, danos fuerza...». Pero todos estos discursos no son
sino una manera de decir que estamos enfadados con Él. Es cierto...
¡no podemos admitirlo! Así que tratamos de justificarlo, y creemos que
esto nos deja a todos más tranquilos.
La auténtica vida espiritual es evitar orar de esta forma
hipócrita, pensando que nos gusta todo. Si una situación no es buena,
hay que decirlo. Si una persona sufre no hay que convencerse de que el
sufrimiento es hermoso... ¡No!
Si sufres, ¡dilo! Díselo al Señor, tal como lo sientes,
directamente: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
«Él se levantó, increpó al viento y dijo al mar. "Calla!
¡Cálmate!". Y el viento cesó y se hizo una gran calma. Después les dijo:
"¿Por qué sois tan miedosos? ¿Por qué no tenéis fe?"» (vv. 39-40). Si
breve e intensa fue la oración de los discípulos, también breve e
intenso es el modo en que Jesús les contestó. Les está diciendo
claramente que su problema es un problema de fe. Porque la fe es
sobre todo tener confianza cuando todo te dice que no debes fiarte.
Cuando estamos rodeados de garantías, todo es fácil. Lanzarse
desde el balcón cuando los bomberos han colocado ya una gran
colchoneta es sencillo. Pero lanzarse cuando abajo hay solo una
persona que te dice que va a cogerte al vuelo...
Sin embargo, ¿qué es la fe sino lanzarse sabiendo que quien te
está pidiendo que saltes te propone que confíes? En la vida, a veces,
fiarse es peligroso, no es razonable. «Apoyado en la esperanza, creyó,
contra toda esperanza» es uno de los más bellos elogios que san Pablo,
en la carta a los Romanos, hace de Abraham (Rom 4, 18). San Pablo nos
indica como modelo a Jesús, Aquel que se hizo obediente, fiel hasta la
muerte de Cruz; Aquel que escuchó al Padre hasta morir, y por eso fue
exaltado por Dios y le fue dado el nombre que está por encima de todo
nombre, para que ante Su nombre todos doblen la rodilla y toda lengua
lo proclame Señor (cf. Flp 2,6-11).
Pablo, con una gran claridad teológica, pone los papeles en
orden.
Cuando nos parece que Dios está durmiendo, es el momento en
que debemos aprender a hacer nuestra profesión de fe. Cuando lo
percibimos ausente y creemos que nos ha abandonado o que se ha
distraído, es el momento en que se debe hacer profesión de fe en su
amor, el momento de fiarnos más.
«"¿Por qué sois tan miedosos? ¿Por qué no tenéis fe?". Ellos
quedaron sumamente atemorizados, y se decían unos a otros: "¿Quién
es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?"» (vv. 40-41).
Los discípulos se maravillaron de lo que había hecho Jesús, pero
no se dejaron afectar por su reprimenda.
Añadamos ahora el pasaje de la tempestad calmada en otra
página evangélica: Jesús camina sobre las aguas (cf. Mt 14,22-33).
Todavía estamos lidiando con el agua. Y la imagen de la barca
en el agua refuerza de manera efectiva nuestro sentimiento interno en
diferentes momentos de la vida. A veces nos parece estar a merced de
las olas, nos da la impresión de que no tenemos tierra bajo los pies,
sino solo agua: y es una sensación de gran inestabilidad. Nos gustaría
alcanzar tierra firme y la buscamos a toda costa: son los ídolos. Pero el
Señor dice: «Debes caminar». Nos quita la tierra y nos pide que
caminemos sobre el agua. Y Él está ahí mismo, con nosotros, a merced
del propio mar. Una vez más Jesús camina sobre las aguas en la
tempestad y nos demuestra que es mucho más grande que todos los
acontecimientos que vivimos. Él es el Señor de los acontecimientos. El
Evangelio nos lo recuerda: incluso los cabellos de nuestra cabeza están
contados (cf. Lc 12,7). Nada ocurre que no sea voluntad de Dios.
A veces no comprendemos el porqué de ciertas cosas, no les
encontramos el sentido. Y, sin embargo, incluso ahí, está oculta la
voluntad de Dios y hemos de descubrirla.
Al principio, cuando el Señor viene a nuestro encuentro en un
momento de tempestad (cuando vivimos alguna dificultad), lo que
experimentamos de repente no es la paz. «Hacia las tres de la
madrugada se dirigió a ellos andando sobre el lago. Los discípulos, al
verlo caminar sobre el lago, se asustaron y decían: "¡Es un fantasma!",
y se pusieron a gritar llenos de miedo» (vv. 25-26). Es decir, la reacción
de los discípulos está dominada por el miedo, están atemorizados.
Pero en realidad todos nosotros nos asustamos cuando nos damos
cuenta de que el Señor está viniendo a nuestro encuentro en algún
momento difícil. En el fondo es mucho más fácil decir: «¡Qué difícil es!
Es algo negativo que viene del demonio». Sin embargo... ¿quién dice
que el Señor no se esconde también en aquello que puede parecernos
algo malo?
En los salmos oramos: «Si subo hasta los cielos, allí te
encuentras tú; si bajo a los abismos, allí estás presente» (Sal 139,8).
¿Qué hace Dios en los abismos?
Y este es el gran descubrimiento: el Señor viene a nuestro
encuentro incluso en las cosas más difíciles, más oscuras, más
trágicas... más diabólicas. Si el mal se desata contra nosotros, allí, en
medio de las situaciones más terribles, el Señor viene a nuestro
encuentro. Pero todo esto, en lugar de tranquilizarnos, nos asusta:
«Jesús les dijo: "Tranquilizaos. Soy yo, no tengáis miedo". Pedro le
respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas"» (vv. 27-
28). Jesús los tranquiliza. Y Pedro se atreve: si eres tú de verdad, hazme
caminar incluso sobre las aguas, no dejes que esta tempestad me haga
volcar.
«Él dijo: "Ven". Pedro saltó de la barca y fue hacia Jesús
andando sobre las aguas» (v. 29). Pedro va, no se hunde, camina.
«Pero, al ver la fuerza del viento, se asustó y, como empezaba a
hundirse, gritó: "¡Sálvame, Señor!"» (v. 30). Pedro se distrae, desvía su
atención de Jesús y comienza a concentrarse de nuevo en la
tempestad. Y en este punto es donde debemos hacernos una pregunta
fundamental. En las situaciones difíciles, ¿en qué creemos? ¿Hasta qué
punto las dificultades arrebatan el puesto a Dios, que viene a nuestro
encuentro, que nos llama?
Se trata de escoger de qué parte estar, en qué queremos hacer
nuestra profesión de fe. Si haces profesión de fe en tus miedos, te
encontrarás con tus miedos. Si haces profesión de fe en el viento
impetuoso que se desencadena, te hundirás. Pero aquí Pedro nos
enseña en qué consiste la santidad. Y nos lo enseña precisamente
mientras se hunde... La roca se hunde...
Al empezar a hundirse gritó: «¡Señor, sálvame!». Y esto es la
confianza. Pedro gritando a Jesús muestra su santidad: Señor, no
puedo, no entiendo, no soy capaz... ¡Sálvame! «Jesús le tendió la
mano, lo agarró y le dijo: "Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?"»
(v. 31).
Una vez más, la profesión de fe.
Por tanto, si el tiempo ordinario es el momento en que hemos
de aprender a hacer memoria, el tiempo extraordinario -el tiempo en
que Dios se hace presente en las dificultades- es el momento en que
debemos aprender a hacer la profesión de fe. Es una ocasión que no
hemos de desperdiciar. Precisamente cuando todo está en nuestra
contra, hemos de decir: «Sí, Señor, me fío de ti». Incluso caminando
contra corriente. Si no aprendemos a hacer nuestra profesión de fe en
los momentos difíciles, en los tiempos fuertes de nuestra vida,
desperdiciaremos ocasiones importantes. Pensaremos que nos hemos
librado, pero en realidad no habremos aprendido nada. Esos
momentos podrían haber sido una oportunidad para aprender a
confiar más en Él.
«¡Todo está en contra! Ahora puedes confiar en mí», y no:
«Todo va bien y por eso confío en ti».

Perseverantes en la llamada
Hay una palabra que en este momento tenemos que introducir.
Es una palabra que tiene un cierto toque femenino, que incluso en la
Biblia encontramos vinculada con frecuencia a la actividad de las
mujeres. Es la palabra «perseverancia». En la Sagrada Escritura, la
mayor parte de las cosas importantes tienen lugar gracias a la
perseverancia de las mujeres. En los momentos más decisivos de la
historia de la salvación no hay hombres, sino mujeres. Y aunque todo
parece expresarse siempre desde lo masculino, en realidad sin las
mujeres no pasaría nada. En los problemas y en la Redención siempre
está presente el empeño de una mujer.
La perseverancia es una de las maneras a través de las cuales
somos fieles, a través de las cuales ejercemos nuestra fidelidad. Y a
esto somos llamados todos.
Dejémonos acompañar en este recorrido por dos páginas
evangélicas. La primera está tomada del evangelio de Juan, del capítulo
20. Estamos al final del libro, en los llamados relatos de la resurrección.
De lo que Juan narra está claro que nos ofrece una clave de lectura
femenina. En el núcleo de los acontecimientos hay una mujer: María
Magdalena.
«El primer día de la semana, al rayar el alba, antes de salir el sol,
María Magdalena fue al sepulcro y vio la piedra quitada» (Jn 20,1).
Primera observación: al sepulcro no va un hombre; va una
mujer. Va en la oscuridad, sin ninguna protección, y va al encuentro de
una situación difícil, en una zona expresamente militarizada para que
nadie tocase el cadáver de Jesús. El valor de María es muy grande.
Mientras todos los demás están encerrados en el Cenáculo, replegados
sobre sí mismos y pensando preocupados en su sufrimiento, esta
mujer, aún de noche, va al sepulcro. Es la primera imagen de
perseverancia femenina que encontramos.
Por la mañana, cuando aún era de noche, se acerca al sepulcro
y ve que la piedra está quitada. Es la mañana de Pascua. Es Pascua,
aunque nadie lo sabe. Los discípulos y las mujeres están aún detenidos
en el Viernes Santo. María ve, pero no comprende. Su primera
preocupación es el cuerpo. Cree que alguien se ha llevado el cadáver
de Jesús, que ha sufrido un ultraje. Y entonces echa a correr. Corre y va
donde Simón Pedro y el otro discípulo, aquel al que Jesús amaba, y les
dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han
puesto» (v. 2). Es ella la que lleva el primer anuncio, y lo hace diciendo
que Jesús está ausente. Y esta es la primera profesión de fe en la
resurrección.
Uno de los lugares más preciosos de Tierra Santa es el Santo
Sepulcro. Y es increíble: veneramos un lugar vacío, una gran ausencia;
una ausencia que nos desvela a cada uno de nosotros el misterio de
nuestra fe. Nos dice que el Señor está ausente precisamente porque
está vivo. Él no está donde nosotros esperamos que esté, no está
donde queremos encerrarlo, no está en un sepulcro. De hecho, el
evangelio de Juan dice que Pedro y Juan corrieron hacia el sepulcro. Y
allí Juan «vio y creyó» (v. 8). En aquella ausencia comienza a intuir
algo... comienza a intuir la Pascua.
María Magdalena no. Aún no. Es la más audaz, la más valiente,
la más pertinaz, pero es profundamente mujer en su sufrimiento, en la
percepción del dolor, del sufrimiento. Procesar esa ausencia es difícil;
es dificilísimo separarse de ese sepulcro. Y sin embargo es
precisamente su perseverancia la que hace de ella la Apóstol de los
Apóstoles: ella es quien, mientras todos huyen, tratando de defenderse
del sufrimiento, permanece, se queda a los pies de la Cruz con María la
madre de Jesús y María de Cleofás. Y con ellas hay también
involuntariamente un adolescente llamado Juan.
Cuando las cosas se vuelven difíciles, cuando llegan a límites
extremos, siempre hay una mujer. Esto lo muestra el Evangelio y lo
vemos diariamente en nuestras familias. Es como si las mujeres fuesen
más capaces de hacer hueco a lo difícil, a lo desesperado...
«María se quedó fuera, junto al sepulcro, llorando. Sin dejar de
llorar, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles con vestiduras blancas,
sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido puesto el
cuerpo de Jesús» (vv. 11-12).
El sufrimiento es tan grande que permanece indiferente, incluso
ante lo extraordinario que tiene lugar ante sus propios ojos: los dos
ángeles. Son ellos quienes le dirigen primero la palabra: «"Mujer, ¿por
qué lloras?". Contestó: "Porque se han llevado a mi Señor, y no sé
dónde lo han puesto". Al decir esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús
allí de pie, pero no sabía que era Jesús» (vv.13-14).
Leamos despacio esta escena del Evangelio para comprender
mejor los gestos.
María está allí, ha visto a unos s ángeles que le han preguntado
por qué sufría. Ella les contesta: «He perdido el significado de todo, he
perdido a Jesús; no sé dónde lo han puesto». Se vuelve hacia atrás y ve
a Jesús, pero no consigue reconocerlo. A veces sufrimos tanto que ya
no conseguimos ver nada. El sufrimiento nos pone en tal estado que no
nos permite ver al Señor, reconocerlo.
«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» (v. 15). Esta es la
forma en que Dios entra normalmente en nuestro sufrimiento, en las
estaciones complicadas que debemos atravesar, en las etapas de la
vida. Él entra y hace unas preguntas que nos ayudan a tomar
conciencia. Cada uno puede sentir que esta pregunta se la está
dirigiendo a sí mismo, puede sentir que el Señor le pregunta: “Después
de tantos años de vida religiosa, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué rezas?
¿Por qué has renunciado a una familia?». O bien si estás casada o
cualquier elección que cada uno haya hecho: «¿Por qué estás aquí?
¿Qué te mantiene aquí? ¿Por qué has elegido esta vida?».
La gran pregunta que se nos dirige a todos es: «¿Qué buscas?».
Es importantísimo llegar al punto de estar en una crisis tan
grande, que permitamos que una pregunta de este tipo nos espolee.
Con frecuencia tenemos miedo de esta pregunta, porque tememos no
saber la respuesta o nos inquietan sus implicaciones. Y, por
consiguiente, cuando la crisis nos atormenta en nuestra vida, tratamos
de distraernos, de no hacerle caso: The show must go on! El
espectáculo debe continuar... ¡a cualquier precio!
Pero no. Hay momentos en los que es bueno detenerse, es
acertado que el Señor, de manera firme, nos diga: «¿Qué estás
haciendo aún aquí? ¿Por qué lloras? ¿Qué buscas?».
María Magdalena piensa que se trata del jardinero. Nosotros
podríamos confundirlo con el confesor, con una página del Evangelio
que estamos leyendo, incluso con un momento de gran desaliento...
Junto a nosotros está Jesús... y nosotros no lo reconocemos. Pero Él se
acerca a nosotros y nos hace una pregunta, muy seria, incómoda. No lo
reconocemos, pero sentimos que la situación nos sacude.
«Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: "Señor, si te lo has
llevado tú, dime dónde lo has puesto, y yo iré a recogerlo". Jesús le
dijo: "¡María!". Ella se volvió y exclamó en hebreo: "Rabbuní!" (es
decir, "¡Maestro!")» (vv. 15-16).
Es uno de los diálogos más intensos de todo el Evangelio. Hay
momentos en la vida en que todo es difícil, todo parece perdido,
definitivamente comprometido. No sabemos ya por qué estamos
haciendo algo, hemos perdido de vista lo más importante. Todo parece
hundirse, parece estar contra nosotros... Sin embargo, precisamente
ese es el momento en que el Señor nos llama por nuestro nombre:
«¡María!». ¿Y qué es la vocación sino ser llamados por nuestro
nombre, sentirnos llamados en primera persona?
¿Para qué sirve en el fondo la perseverancia en las situaciones
complicadas? ¿Para qué sirve la fidelidad en las situaciones
complicadas? Sirve para llegar hasta el momento en que el Señor nos
llama por nuestro nombre y nos da de nuevo «una vocación». Y esto no
porque Él nos tenga que decir qué tenemos que hacer. Al contrario.
Eso podemos decidirlo nosotros. La «vocación» no concierne al hacer,
como pensamos con frecuencia, sino al ser. Responde a la pregunta:
«¿Quién eres?». Es fundamental que el hacer no contradiga al ser.
Nunca perder de vista quiénes somos o por qué hacemos algo. Si lo
que hacemos se contrapone a lo que estamos llamados a ser, entonces
es necesario tener el valor de cortar con ello.
Una persona se convierte cuando el Señor le recuerda quién es.
Una comunidad se convierte cuando el Señor le recuerda quién está
llamada a ser.
De ahí que después la persona, la comunidad, pueda decidir de
nuevo qué hacer: porque ha recordado quién está llamada a ser, a
quién pertenece, qué está buscando.
Sin perseverancia hacemos como si no pasara nada, y la mayor
parte de las tragedias de nuestra vida, personales y comunitarias,
suceden precisamente porque hemos hecho como si no pasara nada.
Tampoco en las familias religiosas hemos tenido el coraje de tomarnos
en serio lo que nos sucedía. Hemos actuado como una persona que
enferma y hace como si no le pasara nada. Si ignoras una enfermedad,
la enfermedad te mata.
No podemos vivir la vida posponiendo... Hemos de tener el
valor de dejarnos interpelar por esa pregunta y responder a ella.
Hemos de tener el valor de seguir siendo fieles, sobre todo en los
momentos más difíciles de nuestra vida personal y de nuestra vida
comunitaria.
Pero, ¿de dónde sacamos la paz y la serenidad para seguir
siendo insistentes y fieles?
No hemos de temer, el Señor viene a nuestro encuentro y nos
dice: «No tengáis miedo. Soy yo». Nuestra vida está en sus manos.
¿Y si nos estuviera pidiendo que fracasáramos?
Nuestro pecado -sirviéndonos de la metáfora de la enfermedad-
podría describirse como un ensañamiento terapéutico: luchamos
fervientemente para defender algo a toda costa cuando, en cambio,
deberíamos tener la humildad de entregarnos. Esto es lo que santifica,
no la preocupación de salvarlo todo a toda costa, de decirle al Señor:
«Eh, ¿te has olvidado de nosotros? ¿Dónde estás? ¿Estás dormido?».
El Señor viene a nuestro encuentro en las situaciones difíciles y
nos pide que las vivamos y las leamos, no de forma humana, sino
desde una perspectiva de fe, atravesando las dificultades hasta que
consigamos encontrarlo y escuchar su voz.
Hay también otra página del Evangelio que puede ayudarnos a
articular la palabra «obstinación». Estamos en el capítulo 15 del
evangelio de Mateo (versiculos 21-28).
«Jesús salió de allí y se fue a las regiones de Tiro y Sidón. Y una
mujer cananea salió de aquellos contornos y se puso a gritar» (vv. 21-
22).
Cuando el Evangelio se refiere a alguien que ora, a menudo
muestra gente gritando. Solo gritamos cuando tenemos el agua al
cuello... Así que hay oraciones que decimos y oraciones en las que
creemos en lo que estamos diciendo. Hay oraciones que recitamos y
oraciones que profesamos. Esta mujer no está orando porque deba
hacerlo; es una mujer que tiene un motivo muy serio por el que orar, y
lo hace hasta el punto de gritar: «¡Ten compasión de mí, Señor, ¡hijo de
David! Mi hija está atormentada por un demonio» (v. 22).
¿Qué puede representar mejor una oración intensa que la
oración de una madre frente al dolor de un hijo? Esta es la imagen de
la oración más extrema que existe.
«Pero él no le respondió nada» (v. 23). ¿Qué pasó con ese Jesús
manso y humilde de corazón? Entonces, o el Evangelio está equivocado
o hay algo que no funciona. ¿Cómo es posible? ¿Nosotros nos
conmovemos ante una madre desesperada y Jesús no le dice ni una
palabra? ¿Qué haríamos si nos sucediese a nosotros?
En situaciones parecidas, que pueden suceder en nuestra vida
espiritual, lo más normal es que salgamos huyendo. En cambio, tú ora
cuando tengas ganas de huir. Esa es la oración de esta mujer. Ella sigue
estando allí, obstinadamente allí, ante alguien que no le dirige ni una
sola palabra, que ni la mira.
Los discípulos se acercan a Él y le piden que la despida. La mujer
grita... y la situación se vuelve embarazosa... Pero con ellos es
lapidario: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de
Israel» (v. 24). Como si estuviera diciendo: el amor existe, ¡pero no es
para ti!
A pesar de todo, esta mujer, cargada de insistencia, no se va,
sino que permanece. Es más: «Ella se acercó, se puso de rodillas ante Él
y le suplicó: "¡Señor, ayúdame!". Él respondió: "No está bien quitarles
el pan a los hijos para echárselo a los perros"» (vv. 25-26). ¡Inaudito!
La oración de la mujer ha sido muy corta, muy concisa,
cualquiera pensaría que por fin ha tocado el corazón del Señor... pero
no. Y la respuesta que le da es más humillante. Primero le niega la
palabra, luego la Gracia, y por último se dirige a ella de forma
despreciativa. ¿Cómo puede uno seguir orando cuando se siente
humillado en su oración? Pero esta mujer no se va, permanece ahí.
«Ella dijo: "Cierto, Señor; pero también los perros comen las
migajas que caen de la mesa de sus amos"» (v. 27). ¡Es maravilloso! Se
arriesga a orar partiendo precisamente de la humillación.
«Entonces Jesús le dijo: "¡Oh, mujer, ¡qué grande es tu fe! Que
te suceda como quieres"» (v. 28). Jesús rara vez malgasta las palabras
hablando. En el Evangelio solo tres personas reciben cumplidos de
Jesús: Natanael, hombre recto y abierto; el Centurión romano, que
tiene tanta fe en Él que le pide que cure a su siervo desde la lejanía, y
esta mujer, la tercera privilegiada de todo el Evangelio. Y a ella le dice:
«Mujer, tu fe es inmensa, grandísima; que suceda como tú deseas. Y
desde ese instante su hija quedó curada».
¿Quién ha vencido en esta historia? La obstinación. Solo quien
es insistente, solo quien es fiel, vence al final. Y esta es una
importantísima declaración evangélica para cada uno de nosotros.
Porque a menudo hay momentos en los que, a pesar de nuestra
fidelidad, no conseguimos sentir al Señor, no le oímos hablar. Y
entonces vienen las preguntas del corazón: «¿Por qué, Señor, me
hablas así, ¿si he hecho todo lo que debo hacer?». Pero además hay un
paso posterior: no solo no te habla, sino que frente a todo lo que
tienes a tu alrededor te parece que eres aquel que ni siquiera se
merece lo que desea. A todos se les trata como a hijos, y a ti como a un
perro. Pero a pesar de todo sigues ahí, perseverante, y oras... oras
precisamente a partir de esa humillación, de esa exclusión. Y esa es la
fe inmensa. La fe que vence.
Pero, ¿tenemos una fe así? ¿Una perseverancia así, una
fidelidad tan radical?

Permanecer con perseverancia


Crecer en la vida espiritual significa dejar de ser quisquillosos. Y
sin embargo hay un rasgo que nos es común a todos: somos
susceptibles. Hasta las cosas más pequeñas nos hacen saltar como un
resorte, reaccionar, hasta de forma enérgica. Y esto es porque estamos
tan necesitados de amor, estamos tan desesperados en nuestro deseo
de amor, que el miedo a romper el equilibrio creado nos carga de
tensión.
En cambio, en la vida espiritual, haces una experiencia de amor:
te entregas, te fías, confías, tratas de mantenerte fiel, de experimentar
todo lo que vives, hasta llegar al punto en que lo aceptas todo. Aceptas
el silencio, la incomprensión e incluso la exclusión, la humillación. Y
precisamente en esta aceptación radical está el Señor. En el fondo Él
puede hacer cualquier cosa en nosotros y por nosotros siempre que
confiemos humildemente en Él, que confiemos en Él y en nadie más.
Humildad es estar, permanecer desnudo frente a Él. La vida nos lo
arrebata todo; pero una vez que se nos haya quitado todo estaremos
de verdad dispuestos a ser humildes ante Él, estaremos dispuestos a
confiar en El. En ese momento será el Señor quien haga la profesión de
fe frente a nosotros: «Qué grande es tu fe».
«El que persevere hasta el fin se salvará» (Mt 24,13) es una
expresión que se repite varias veces en el Evangelio... Vosotros que
habéis permanecido obstinadamente conmigo hasta el final...
¿Por qué digo que la perseverancia es un rasgo típicamente
femenino?
Porque todos somos buenos y perseverantes en algo que nos
importa mucho, pero, cuando las situaciones se vuelven difíciles,
solemos huir. La determinación de ir hasta el final es, en cambio, una
característica, una genialidad, típicamente femenina: es típico de las
mujeres comprender que precisamente el momento más difícil es
también el más decisivo, durante el cual no hay que huir, sino
quedarse.
¿Cuál es el cumplido más hermoso que le hace la liturgia a
María?
Stabat Mater dolorosa, iuxta Crucem lacrimosa, dum pendebat
Filius: stava la madre. Frente a la humillación de todos los que habían
huido, la madre, al contrario, stava.
¿Qué es entonces dar testimonio? ¿Qué es orar? ¿Qué es la
vida, incluso la vida religiosa, sino un estar cuando ya no conviene?
En este momento si la Iglesia puede permanecer en pie, es
porque hay alguien que está ahí y hace lo que el mundo no hace ya:
ora; y hace lo que el mundo no hace ya: espera; y hace lo que el mundo
no hace ya: ama, adora, reconoce.
Es hermoso pensar en la gran responsabilidad que el Señor nos
encomienda: gracias a la perseverancia personal de permanecer en Él,
el mundo recibirá la salvación. La mujer cananea, de hecho, no obtiene
una gracia para sí misma, sino para su hija.
Quien ha ofrecido todo a Dios no obtendrá, a través de su vida y
su oración, Gracia para sí mismo, sino para el mundo. Confiar en
Alguien significa no obtener nada para sí mismo, sino para la
humanidad, que Dios ha encomendado y confiado a cada uno como si
fuese su propia hija.
Nuestra oración perseverante sirve para esto, para la curación
de familias destruidas, de personas completamente ahogadas por las
dependencias, de personas desesperadas que no saben cómo llegar a
fin de mes, de madres que están al final de su vida y viven devastadas
por el terror de dejar a sus hijos pequeños a merced de un mundo
injusto. Estos son los hijos que se nos han encomendado y, como la
cananea, estamos delante del Señor, atravesando las distintas etapas,
para obtener su curación.
¿Es hermoso orar? A veces sí, otras veces, en cambio, es
dificilísimo. Pero se nos pide la perseverancia en la oración por amor al
mundo, que realmente gracias a nuestra intercesión recibirá la
redención. Es una gran responsabilidad.
Debemos aprender a no pensar en nosotros mismos, sino que, a
la luz del gran cuerpo que es la Iglesia, debemos poner en práctica una
maternidad generadora: como la cananea, aprender a convertirnos en
intérpretes del grito de los oprimidos, del grito de quien sufre, del grito
de quien se siente solo, de quien no encuentra una salida, de quien no
ora, de quien ya no tiene fe.
Así el Señor dirá: «Qué grande es vuestra fe». Y el mundo se
salvará.
Cierto, os preguntaréis: Pero, ¿por qué Dios necesita que
intervenga esta madre? ¿Acaso no es omnipotente? ¿No lo sabe todo
ya?
Dios lo puede todo, pero ha hecho algo que asusta al mundo: ha
vinculado su omnipotencia a nuestra libertad. Si alguien le dice que sí,
Él interviene; si no, la libertad de su criatura puede llegar a frenarlo.
Salvarnos contra nuestra libertad no sería amor, sino violencia. San
Agustín afirma: «El Dios que nos creó sin nosotros, no nos salva sin
nosotros».
Y nosotros vivimos en un mundo que ya no ora, que ya no cree,
que ya no espera, que no sabe adónde ir... Por eso necesita una madre
que interceda: para que esta humanidad alcance la curación, la
salvación, la esperanza, el sentido… en una palabra, para que pueda
encontrar a Jesús.
La perseverancia es entonces un rasgo importante y
extremadamente vinculado al verbo ser de la vocación de quien ha
entregado su vida a Dios. Por eso ha de ser valorada y fortalecida. De
este modo también la fidelidad encontrará un nuevo significado.

¿CÓMO ACTÚA DIOS?

Cuidar de la realidad
Los personajes que nos acompañan en este punto del camino
son de gran valor en la historia de la salvación y forman una parte
importante de ella.
Volvámonos hacia María de Nazaret. Pero no inmediatamente.
Antes hemos de fijarnos en un personaje que está a su lado: José.
Él puede ayudarnos a comprender qué es la fidelidad y, sobre
todo, qué es la fidelidad expresada en lo ordinario y lo extraordinario.
Voy a tratar simplemente de proporcionar una clave de lectura
que espero que pueda ser útil.
Si queremos leer, entrar dentro de la historia de la salvación,
podemos hacerlo desde dos puntos de vista diferentes: uno interior,
visto y vivido, por ejemplo, por María, y uno más humano, casi más
externo, podríamos decir. Si queremos entender cómo tuvieron lugar
los acontecimientos desde dentro, hemos de leer el Evangelio en la
versión de Lucas, porque el evangelista Lucas nos cuenta todo lo que
vive María. Cuando pensamos en la encarnación encontramos una
especie de relación, una descripción exacta de lo que ocurrió entre
Gabriel y María: su diálogo, el miedo de la una y la respuesta del otro...
Todo lo que queremos entender del acontecimiento de la encarnación
nos lo cuenta Lucas a través de María.
En cambio, para ver el mismo acontecimiento desde un lado
exclusivamente humano, y, por tanto, desde un punto de vista que
llamamos externo, podemos detenernos en el evangelio de Mateo,
porque Mateo nos cuenta la misma historia, pero desde el punto de
vista de José.
Entonces, ¿por qué para nosotros es importante detenernos y
entender la diferencia?
María tiene un privilegio único: es Inmaculada y, como tal,
preservada del pecado original. Es cierto que es criatura como
nosotros, pero tiene algo que nosotros no tenemos: está totalmente
liberada de la lógica del mal, no está herida por las consecuencias del
pecado original.
Esta libertad la libera incluso de tener que decir necesariamente
«sí» a Dios. También puede decir que «no». Pero, a diferencia de
nosotros, no tiene ningún condicionamiento interior; ninguna herida
interior la condiciona en su elección. Es sencilla. Y Dios habla a los
sencillos, de forma sencilla y directa.
¿Por qué nos resulta tan difícil a nosotros -criaturas que no
tenemos el privilegio de María- escuchar la voz de Dios? Porque
estamos heridos en nuestro interior. El pecado nos ha herido y esto
nos hace complejos... somos interiormente complejos. Incluso más. El
pecado nos hace interiormente acomplejados, de modo que para
nosotros hasta las cosas más sencillas son las más difíciles. Basta muy
poco para que lo compliquemos todo. Miedo, inseguridad, pérdida de
control... es lo que llevamos en el corazón, de forma casi estructural; es
una especie de muro que llevamos dentro y que nos dificulta escuchar
directamente la voz de Dios, comprender su voluntad de forma
inmediata.
Necesitamos discernimiento, debemos examinar las cosas hasta
ser capaces de decir: «Esta es la Palabra de Dios, esta es Su voluntad en
mi vida». Necesitamos tiempo para comprender. Un acontecimiento,
una situación se nos presenta siempre de manera ambigua. Para María
no es así. Ella tiene la capacidad-posibilidad de comprender de
inmediato si se encuentra o no ante Dios, si esa voz que escucha es o
no la voz de Dios.
Este privilegio que le ha otorgado Dios como don no es un fin en
sí mismo, sino en función de la propia Encarnación del Hijo y, por lo
tanto, de la Redención del género humano.
Imaginemos que estamos todos en el agua, arrastrados por las
olas. Corremos el riesgo de ahogarnos. Hay una barca que puede
salvarnos, Pero para poder salir del agua necesitamos que haya alguien
ya en la barca. Si no, la operación de salvamento no podría ni
comenzar... a pesar de que hay una barca. Entonces, para que todos
podamos salvarnos Dios ha preservado a María de estar en el agua
como todos. Y, en cambio, la coloca en la barca para que sirva de ayuda
a todos, para que pueda sacarnos de las heridas del pecado original, de
sus condicionamientos.
Todo lo que vive María tiene una repercusión directa sobre
cada uno de nosotros. Todo lo que celebramos de María dice algo de
nosotros, de nuestra fe, de nuestro propio destino. Todos nosotros, en
el fondo, estamos llamados a ser lo que ella ha sido y es. Dante utiliza
una maravillosa expresión: «Eres de la esperanza fuente vivaz» (Paraíso
XXXIII, 12). Como si dijera: si una criatura como nosotros ha podido,
entonces podemos todos; si una criatura ha llegado a Él, entonces es
posible para todos: el Señor ya ha cumplido lo que prometió.
Llegaremos a lo que María es actualmente en el cielo y, por tanto,
gracias a ella sabemos que no se salvará solo nuestra alma, nuestra
parte espiritual, sino también nuestro cuerpo y sus recuerdos, nuestra
corporeidad.
Volveremos sobre María en un segundo momento, pero ahora
es importante que hayamos hablado de ella, para que veamos
claramente que lo que descubrimos, leemos y creemos de ella tiene un
impacto sobre nuestra vida. Cada uno de sus rasgos está de algún
modo conectado con nuestra existencia. Por lo tanto, para saber
claramente cómo actúa Dios en la vida de una persona, tenemos que
mirar a María.
En cambio, para comprender cómo actúa normalmente el Señor
en la vida de una persona, tenemos que mirar a José, porque José es
un hombre justo, sabio, honrado, sí, pero es como nosotros: herido por
el pecado original, vive su propia vida igual que nosotros, con las
mismas dudas, las mismas preguntas. José vive los acontecimientos
con nuestra misma ambigüedad.
Dejemos ahora que nos acompañe el evangelista Mateo
(capítulo 1, versículos 18-24).
«El nacimiento de Jesús fue así: María, su madre, estaba
desposada con José y, antes de que vivieran juntos, se encontró
encinta por virtud del Espíritu Santo» (v. 18).
¿Cuál es el acontecimiento? Encontrar a María encinta.
Para nosotros es dogma de fe el creer que María quedó encinta
por obra del Espíritu Santo. Para nosotros no puede más que ser así.
Pero, ¿y José? Él se encuentra ante la ambigüedad de la mujer que
ama, y que está seguro de que le ama, y que un día, al verle, le dice:
«Estoy embarazada, pero no temas: ha sido el Espíritu Santo». Esta
situación crea como mínimo una especie de lucha interior muy seria.
¿Quién me dice la verdad de las cosas? Los acontecimientos son
ambiguos en sí. Una dificultad que se cruza, ¿es por la muerte o por la
vida? ¿Lo que estoy viviendo es la voluntad de Dios o, por el contrario,
un ataque perpetrado por el mal? La respuesta que creo haber dado al
Señor, ¿es realmente lo Él que me está pidiendo que viva para
santificarlo o, por el contrario, una manera que me he inventado yo?
La vida nos pone delante de los acontecimientos, de la misma
manera que José se encontró ante el embarazo de María. Pero este
hombre hace algo muy inteligente: «José, su marido, que era un
hombre justo y no quería denunciarla, decidió dejarla en secreto» (v.
19).
La Ley decía que una mujer que se encontraba en este tipo de
situaciones debía ser lapidada, debía morir. Pero el sentido común de
José le hace encontrar una solución adecuada, salvándole así la vida.
Piensa: «Había soñado una vida junto a ella, pero... ¡me equivoqué! El
mundo se ha acabado, se han destruido mis sueños, mis esperanzas
han quedado devastadas. Lo único que puedo hacer ahora es pensar en
una forma de salvarla». José usa el sentido común.

Hacerse cargo de la realidad


Hay una pregunta que hemos de hacernos en este momento:
¿la voluntad de Dios coincide con nuestro sentido común?
¡No! Veamos entonces una segunda característica: la vida se
presenta ante nosotros de forma ambigua. Nosotros no sabemos
nunca realmente si algo es blanco o negro. Reflexionamos sobre ello,
pensamos en ello, lo meditamos, lo analizamos y tratamos de emplear
para ello todos los medios, nuestra inteligencia... Pero lo único que
alcanzamos a hacer es usar el sentido común.
Pero el sentido común no siempre coincide con la voluntad de
Dios.
Dios, en efecto, no se limita solo a salvar la vida de María;
quiere algo mucho más grande de José.
Estaba pensando en esto, cuando un ángel del Señor se le
apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no tengas ningún
reparo en recibir en tu casa a María, tu mujer, pues el hijo que ha
concebido viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás el
nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo
esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había dicho por
medio del profeta: La Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le
pondrán por nombre Emanuel, que significa «Dios con nosotros».
Cuando José despertó del sueño, hizo lo que le había mandado el ángel
del Señor y recibió en casa a su mujer. (Mt 1,20-24)
José aspira a salvar la vida de María y, en ese mismo momento,
Dios le habla. Pero lo hace a través de un sueño; por tanto, una vez
más, a través de un instrumento «ambiguo».
¿Cómo podemos estar seguros de que sea Dios y no el propio
subconsciente? ¿Quién te asegura que lo que percibes es de verdad
Dios? ¿Quién te asegura que cuando hacemos la lectio divina lo que
escuchamos es de verdad la voz de Dios y no nuestra proyección
personal?
La pobreza cristiana radica precisamente en esta ambigüedad.
Nosotros somos fundamentalmente pobres porque no estamos
seguros de nada... estamos tan inseguros como lo estaba José.
Lo que marca la diferencia no es la certeza de estar seguros de
cuál es la voluntad de Dios, sino la decisión que José toma frente a lo
que escucha. En la vida esperamos siempre estar seguros de algo, pero
lo más importante es tomar decisiones, incluso cuando nadie nos dé la
certeza inequívoca de que esas decisiones sean verdadera y
ciertamente la voluntad de Dios. Cuando tomamos una decisión, nadie
nos asegura nada, nadie pue confirmarnos que nuestra elección sea la
correcta. Pero lo que es claramente equivocado es no tomar nunca
decisiones. Por mucho que nadie nos diga dónde está la verdad,
podemos intuirlo dentro nosotros mismos.
Intuyes que aquello es verdad, lo sientes dentro de ti; no sabes
bien cómo explicarlo, pero siente que lo que tienes frente a ti es
mucho más grande que tú, que tu razonamiento, que tu lógica...
sientes que (por incómodo que sea), lo que intuyes que es verdad, es
bueno. San Agustín decía que estamos hechos para la verdad y, por
tanto, cada vez que la verdad se presenta ante nosotros, nos sentimos
atraídos hacia ella, la percibimos interiormente, sabemos que es así.
Hay una parte de nosotros que es... objetiva: es el corazón.
Aunque pueda parecernos extraño, el corazón tiene la capacidad de
reconocer inmediatamente la verdad de algo... o al menos de
percibirla.
Cuántas veces hemos preguntado a alguien: «¿Pero esto que
estoy diciendo, que estoy haciendo es justo?». Pues bien, en José el
Evangelio nos está diciendo que la verdadera respuesta la llevamos
dentro: ninguno de nosotros puede entenderlo. ¿Cómo es eso?
Si guardas silencio te das enseguida cuenta de ello: cuando algo
es verdadero te atrae. Es cierto que sería muy hermoso poder decir:
«No solo entiendo interiormente este asunto, sino que tengo también
todas las garantías». ¡Pero no funciona así!
Llega un momento en la vida en que cada uno debe tomar las
decisiones a partir de lo que cree en conciencia que es verdadero. José
siente que ese sueño no es fruto de su fantasía, intuye que hay una
verdad a la que adherirse, una voz que acoger: «Es demasiado poco
razonar como un hombre justo, tu justicia solo puede salvar la vida de
María. Pero yo te pido algo más: hazte responsable de esta mujer y de
su hijo, protégelos, cuida de ellos como si fueran tuyos».
La voluntad de Dios supera nuestros razonamientos, pero no
luchando contra ellos, sino alargándolos, impulsándolos más allá de la
lógica humana. En términos más directos: la voluntad de Dios nos pide
que nos hagamos cargo de asumir la responsabilidad de lo que hay y
que no hemos elegido. Hay muchas cosas en la vida, en nuestra vida
incluso, que hemos elegido; pero la voluntad de Dios nos pide que nos
que cuidemos de ellas. Nos hagamos cargo de ellas.
La voluntad de Dios se manifiesta siempre a través de los
acontecimientos de la vida, de modo que, para entender qué nos está
pidiendo Dios, hemos de asumir la responsabilidad de lo que ocurre,
hacernos cargo de los acontecimientos.
Lo que Dios le pide a José es vertiginoso. Aunque María tenga la
prueba demostrada de que Dios le ha hablado -lleva un niño en su
vientre- José no lo sabe, no lo ve, no tiene una experiencia tangible de
ello: debe fiarse.
Es paradójico que José tenga que tener más fe que María. Si
bien ella tiene ante sí una evidencia, él está en la oscuridad. Y lo único
que puede hacer en la oscuridad es fiarse. Si alguien nos dijese: «Estate
seguro de que esta es la voluntad de Dios, pues yo tengo una prueba
indiscutible de ello», y tuviéramos evidencia de ello, haríamos lo que
fuera, por difícil que fuese. Pero nos encontramos siempre ante la
ambigüedad de quien no sabe y no puede decir si se trata de verdad de
la voluntad de Dios. Y entonces no podemos hacer otra cosa que ir a
tientas. Nosotros siempre estamos en el lado de José. Nuestra fidelidad
es fidelidad a lo real. Y lo real está compuesto de las cosas que hemos
elegido y de las cosas que, al contrario, nos hemos encontrado en la
vida y hemos tenido que vivir.
No hemos elegido cuándo nacer y dónde y, sin embargo, ¡aquí
estamos! No hemos elegido a nuestros padres, pero ahí están. Hay
muchas cosas en la vida que nadie ha elegido. Pero somos
protagonistas de nuestra propia vida -según la lógica del Evangelio-
cuando salimos de la perspectiva de quien sufre las cosas que no ha
elegido y entramos en la perspectiva de quien asume
responsabilidades, optando por vivir esta realidad. Estamos llamados a
asumir y a amar incluso aquello que no hemos elegido. En cambio, el
mal quiere arrebatarnos el presente, alienarnos de lo real,
desconectarnos de la realidad y, por tanto, hacernos prisioneros o del
pasado y los lamentos o de un hipotético futuro.
En cambio, estamos llamados a volvernos hacia el presente, a
descubrir la posibilidad de encontrar a Dios en lo real. José encuentra a
Dios encontrando realmente a la mujer que ama y que está
embarazada, pero no embarazada de él.
Endulzamos tanto la Palabra de Dios que ya no percibimos lo
perturbador y traumático que es lo que nos cuenta. Cuando pensamos
en María y en José, enseguida entramos en el «imaginario» del Belén:
luces, nieve, pastores... Pero en realidad todas las narraciones de la
infancia de Jesús son trágicas, dificilísimas. Comenzamos con el
encuentro de dos personas que se aman y que ven su propia vida
trastocada: María y José. Pero precisamente en esta alteración
encuentran a Dios, aunque sea de forma diferente. Nosotros podemos
aprender de lo que José vive y de cómo lo vive.
José es completamente como nosotros: vive como nosotros la
ambigüedad de lo real; como nosotros, experimenta el deseo de
razonar sobre la realidad; como nosotros, quiere entender la voluntad
de Dios. Y Dios se la comunica, pero a través de instrumentos y
situaciones ambiguas... y por tanto es necesario desarrollar luego la
capacidad de reconocer la Palabra.

La Palabra ilumina la realidad


En el Evangelio, José no dice ni una sola palabra, nunca. Es un
hombre que hace, es de un pragmatismo extremo, como toda persona
realmente espiritual. Con frecuencia pensamos que las personas
espirituales son las que lo espiritualizan todo y, en cambio, la persona
auténticamente espiritual es también pragmática, atenta sobre todo a
aceptar la realidad y a actuar. De hecho, José, una vez despertado del
sueño, actúa. José, despertado por este discernimiento -intuyendo que
es el propio Dios quien le habla, quien le da una clave de lectura
diferente para leer los acontecimientos de su sufrimiento-, se apresura.
Dios, en efecto, no resuelve los problemas, como a menudo esperamos
que haga, sino que ofrece una clave de lectura más profunda para
comprender un problema y saber cómo actuar. José no le pide a Dios
que le resuelva el problema. No le pide que cambie la realidad de las
cosas...como con frecuencia hacemos nosotros.
Orando, de hecho, nos damos cuenta de que el Señor a veces
puede cambiar los acontecimientos, pero a menudo nos da una clave
de lectura de dichos acontecimientos que no teníamos. José ha
«recibido» de Dios un significado diferente de lo que habría podido
aceptar y comprender con sus solas fuerzas. «Encontrar» la voluntad
de Dios significa: «encontrar», recibir, una clave de lectura significativa
(portadora de un nuevo significado) para nuestra vida.
«Cuando José despertó del sueño, hizo lo que le había mandado
el ángel del Señor y recibió en casa a su mujer» (Mt 1,24), que
traducido significa: «se responsabilizó de ella».
¡Se hizo responsable de lo que hay!
¿Qué es la fidelidad? Es velar por lo que hay, por lo que hay en
este momento en nuestra vida; hacerse cargo de nuestro presente, de
lo real. Ser pragmáticos hasta el punto de velar por lo que hay,
sencillamente lo que ocurre, lo que existe, lo que es. Pero en cambio a
nosotros nos gusta cuidar de lo que debería ser... Como si, teniendo
que, construir una casa, comenzáramos soñando con los colores de las
paredes del salón... Nos gusta invertir energía en cosas que no existen
e ignoramos las que existen, las que suceden a nuestro alrededor, pero
no atraen nuestra atención.
Pensad en quien estudia medicina y sueña con convertirse un
día en médico misionero, y pasa el tiempo viendo películas rodadas en
los lugares a los que le gustaría viajar, estudia las características de los
pueblos a los que quiere ayudar, pero no hace lo único que necesita
para poder convertirse un día en médico: estudiar anatomía y preparar
el examen.
Pues bien, una persona auténticamente espiritual, responsable
ante una opción futura, diría: «Disculpa, pero tengo que estudiar».
Quien tiene una verdadera vida espiritual descubre este pragmatismo.
Nos gusta conversar, hablamos de nuestros problemas, pero a
fin de cuentas hablar no es suficiente. Hay que generar algo en
concreto, una decisión. Me decía un sacerdote a quien he querido
como si fuera un padre: «Luigi, recuerda: si cuando rezas no terminas
la oración con una decisión, entonces es que no has rezado». La
oración debe llevarnos hasta el punto de hacernos responsables de
algo. Si nuestra vida espiritual no hace crecer nuestra fidelidad a lo
real, entonces no es auténtica. Estará compuesta de sentido común, de
razonamientos humanos, profundos incluso, pero no será vida
espiritual. La vida animada por el Espíritu genera la capacidad de tomar
decisiones, de tomar decisiones de forma responsable, de asumir las
responsabilidades de lo que hay, desprendiéndonos de la tentación de
las lamentaciones.
Todavía hay algunos detalles que hacen de la experiencia
humana vivida por José una experiencia particularmente cercana a
nosotros. Debemos ir a Belén, a la gruta, justo después del nacimiento
de Jesús.
Entre los personajes participantes en la experiencia están los
pastores, que son los primeros en llegar. Y luego los Reyes Magos.
El hecho de que los primeros sean precisamente los pastores
nos deja un poco escandalizados. Eran gente poco de fiar, no podían
siquiera ser llamados a testificar en un proceso: su palabra carecía de
credibilidad. Pero Dios les confía precisamente a ellos el primer
comunicado de prensa del nacimiento de su Hijo... Solo Dios sabe hacer
estas cosas: optar por aquello que el mundo descarta, los pequeños,
los últimos, los rechazados.
Después de los pastores llegaron los Magos. A diferencia de los
primeros, representan la parte intelectual. No han llegado a Jesús por
la fe, sino siguiendo sus estudios, la razón.
La gente sencilla llega a Jesús por la fe. Pero incluso aquel a
quien le gusta investigar, precisamente gracias a un uso correcto de la
inteligencia puede llegar a Él. Pero la fe no es fruto del razonamiento.
Usar la razón, la investigación, el estudio, puede llevarte a los pies de
Jesús, pero, después, reconocerlo como el Hijo de Dios es un don.
Los Magos representan entonces a quienes llegan a encontrar a
Jesús y reciben el don de la fe. Pero en su trayectoria de búsqueda han
causado cierto daño. Se han dirigido a la persona menos indicada:
Herodes que, advertido del nacimiento del futuro rey y provocado por
el incumplimiento de su palabra -en efecto, no regresan pasando por el
palacio de Herodes-, desencadenará la matanza de los inocentes.
Estamos en el capítulo dos del evangelio de Mateo, en el
versículo 12: «Luego regresaron a su país por otro camino, pues les
habían dicho en sueños que no volvieran a donde estaba Herodes».
Pues bien, este es el momento en que los Magos se van. Han llegado a
Jesús gracias a su investigación, a su inteligencia, a su conocimiento.
Ahora vuelven a casa por otro camino: el camino de la fe.
En cuanto se hubieron marchado, un ángel del Señor se
apareció en sueños a José. De nuevo un ángel, pero en sueños. Al
contrario que María, José siempre tiene que enfrentarse a algo
ambiguo, que no es evidente y directo. El ángel le dice: «Levántate,
toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te
avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (v. 13).
La primera vez que José se encuentra con «la voluntad de
Dios», la voluntad de Dios le proporciona una clave de lectura más
profunda para comprender lo que ha pasado muy a su pesar y lo pone
en condiciones de asumir la responsabilidad de la realidad. Pero Dios
no se limita simplemente a dar significado a los acontecimientos. Dios
es ayuda en la dificultad; es Él quien nos ayuda en los momentos en
que estamos en peligro. La misma Palabra que da significado es
también la Palabra que sugiere qué hacer en un momento de peligro.
Vaciamos el texto, quitamos lo que el ángel le está diciendo a José,
quitamos los verbos e intentamos descubrir qué sucede: levántate,
toma, huye, estate.
Levántate significa «despiértate». Toma al niño y a su madre.
Huye a Egipto. Estate allí hasta que yo te avise. Los cuatro verbos
tienen que ver con la acción de cumplir, con lo que tenemos que llevar
a cabo.
Cuando se tiene una auténtica vida espiritual, el Señor sugiere
siempre las acciones adecuadas en la oración: levántate, toma,
quédate, vuelve, camina, calla, habla... En la oración, el Señor sugiere
qué hacer.
José es receptivo, sabe escuchar, pero es también muy práctico,
usa las manos: es carpintero. Y este sentido práctico y manual le ha
llevado tal como en su relación/escucha de la voluntad de Dios. Y en la
escucha de la Palabra de Dios es donde José comprende qué ha de
hacer.
Y este es el itinerario para todos:
-in primis, encuentro la Palabra de Dios que da significado a la
realidad, hasta el punto de llevarme a asumir personalmente la
responsabilidad;
- por lo tanto, la Palabra de Dios que he encontrado y
escuchado me ayuda a hacer algo en particular, en un momento
concreto de mi vida.

Dios, su proyecto y nuestros miedos


Al morir Herodes, un ángel del Señor se apareció en sueños a
José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y vuelve a la tierra
de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del
niño». Él se levantó, tomó al niño y a su madre y se fue a la tierra de
Israel. Pero, al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de
su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí y, avisado en sueños, se retiró a
la región de Galilea. Y fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret, para
que se cumpliera lo que habían anunciado los profetas, que sería
nazareno.
(Mt 2,19-23)
En el pasaje destaca un detalle importante.
José encuentra de nuevo la Palabra que le dice: levántate,
toma, ve. Él, dice el evangelio, tomó consigo al niño y a su madre y se
fue a la tierra de Israel. Es el mismo movimiento que sucede en el
pasaje anterior, pero esta vez ocurre algo diferente: José tiene miedo.
Él, como todos nosotros, tiene derecho a tener miedo. No
somos invencibles ni estamos siempre dispuestos a levantarnos
deprisa, como si obedecer la voluntad de Dios fuera un mecanismo
sencillo. Con frecuencia debemos ajustar cuentas con nuestra
humanidad que, precisamente porque está herida, tiene características
propias. ¡José tiene miedo! El ángel le ha dicho: «Regresa, estate
tranquilo», pero precisamente porque tiene miedo se va hacia Galilea.
Luego, advertido, decide quedarse en Nazaret.
De este modo, leemos en el Evangelio, se cumplen las Escrituras
que decían: «Será nazareno». Por tanto, la voluntad de Dios no se
alcanza solo a través del encuentro directo con Dios que nos habla.
También «se sirve» de nuestros miedos para llevarnos allí donde no
queremos ir, se sirve de nuestra historia personal, de nuestras heridas.
¡Y esta es una maravillosa noticia!
Lo que cuenta no es vencer a toda costa nuestros miedos,
debilidades, vulnerabilidades, sino entregárselos. Cuando conseguimos
entregárselos al Señor, Él los transforma en un instrumento para el
cumplimiento de su voluntad. «Sabemos que Dios ordena todas las
cosas para bien de los que le aman» (Rom 8,28), afirma san Pablo.
Todo se ordena para bien de los que aman a Cristo. Todo, incluso las
caídas, puede convertirse en instrumento del bien.
La voluntad de Dios, el cumplimiento de las profecías no son un
guion que seguir y realizar a la perfección. José no lee todos los días
qué tiene que hacer. Al escuchar y llevar a cabo lo que la voz de Dios le
pide, tiene que contar también con su miedo, con su humanidad.
Hay siempre una parte de nosotros en las cosas que hacemos,
incluso en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Y Dios no quiere
eliminar piezas de nuestra vida, sino que nos pide que aprendamos a
usarlas para cumplir su voluntad, que no es sino nuestro propio bien,
nuestra más verdadera realización.
¿Cuál es la voluntad de Dios? ¡Que seas feliz!
En cambio, nosotros la vivimos como si solo nos pidiese siempre
que renunciásemos a algo. Ese «que se haga tu voluntad» lo decimos
casi siempre con tono resignado y melancólico, pero, al contrario,
cuando dices: «Señor, que se haga tu voluntad», lo que estás diciendo
es: «Señor, haz aquello que yo solo no me atrevo a hacer pero que
deseo con todo mi ser».
Así que esta es la certeza: cuando nuestros miedos nos hacen
cambiar de camino, el Señor recalcula el trayecto para no dejar que nos
alejemos de Él, para llevarnos al cumplimiento de su proyecto. Es la
fidelidad de Dios, su forma de amarnos. Y ser conscientes de esto
debería ayudarnos a marcar la diferencia en nuestra vida.

¿Quién es fiel?
¿Qué es la fidelidad?
Como José:
- cuidar de lo que hay, de lo que ocurre, de lo que constituye la
realidad;
- asumir la responsabilidad de lo real;
- aceptar la Palabra de Dios como algo que me ofrece un
significado de la realidad;
- no tener miedo de nuestra fragilidad y de nuestra debilidad,
porque Dios puede servirse de ellas para permitir el bien en
nuestra vida.

COMO MARÍA, FIELES Y DILIGENTES


La Madre que humaniza la vida
¿Por qué es importante, en este momento de nuestro recorrido,
que nos detengamos de forma especial en María?
María es para nosotros causa de salvación; todo el bien y la
bendición que Dios infunde en su vida es en consideración de nuestra
salvación. «Todas las generaciones me llamarán Dichosa», dice María.
Pero es una dicha que no la deja sola, aislada del resto de la
humanidad. Es una dicha que la pone en relación con la vida de cada
uno de nosotros. A María, Dios le ha hecho una doble llamada
vocacional, una especie de llamada dentro de la llamada. In primis,
María es llamada a convertirse en madre de Jesús, en madre de Dios.
Es la llamada que María recibe en su encuentro con el ángel Gabriel.
Pero cuando termina la experiencia terrenal de Jesús, la vocación de
María a la maternidad no se acaba. Podríamos pensar, en efecto, que
cuando Jesús llega al cumplimiento de su vida, con su muerte y
resurrección, también la vocación de María puede considerarse
realizada. En el fondo, Dios le había encomendado la misión de «llevar»
a su hijo y entregarlo al mundo.
Pero Jesús en la cruz hace una segunda llamada a su Madre, una
vocación dentro de la vocación. La maternidad que había sido exclusiva
(madre de un hijo único) se prolonga; es Jesús quien amplía sus límites.
De ser madre del Hijo Único de Dios, María pasa a ser madre de todos
los creyentes. Y esto tiene lugar a través de un «trasvase relacional».
Jesús les dice a María y a Juan, que estaban a los pies de la cruz:
«“Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dijo al discípulo: "Ahí tienes a tu
madre". Y desde aquel momento el discípulo se la llevó con él» (Jn
19,26-27). Desde ese momento María es nuestra madre por vocación.
Nosotros podríamos olvidarnos de ella, decidir prescindir de
ella, pero no podemos pedirle a una madre que deje de ser madre.
Podemos no rezarle, no sentir ningún afecto filial hacia ella, pero no
podemos obligarla a dejar de ser madre de todos nosotros. Lo es por
vocación. No existe una vida cristiana que no tenga que tratar con la
maternidad de María. Siempre hay una dimensión mariana en nuestras
historias... siempre, y no por sensibilidad, sino precisamente porque la
propia María se hace cargo de todos sus hijos. Por eso todo hijo de
Dios lo es también de María.
Cuanto más conscientes nos hacemos de esto, más podemos
valorar este potencial que el Señor nos ha dado. Un potencial, ¡eso es
exactamente! La maternidad de María es un potencial que nosotros no
«utilizamos». Si nos acordásemos de que tenemos esta madre, muchas
cosas en la vida nos resultarían más fáciles. En el fondo el papel de una
madre es precisamente sostener, acompañar, hacer más sencillas las
etapas complicadas, «humanizar» la vida del hijo.
Pero, ¿qué significa en términos prácticos?
Una madre tiene la capacidad de hacer «soportable» la vida,
precisamente porque ama. Y es su amor puro, gratuito, el que puede
hacer posibles las cosas difíciles.
Nos encontramos ante una experiencia radical, la que el
Evangelio propone. Y lo es hasta tal punto que, para acogerla y vivirla,
necesitamos que alguien humanice su radicalidad. Por eso María hace
«humano» el encuentro entre el Evangelio y nuestra vida; hace
«llevadera» la radicalidad que el Señor nos propone. Una madre hace
posibles las cosas difíciles, humaniza la dificultad.
Para comprender cómo humaniza María la vida, debemos
pensar en su relación con Jesús. Tratemos de situarnos a lo largo del
camino que Jesús recorrió hasta el Calvario, en la que nosotros
tradicionalmente llamamos Vía Crucis. No podemos estar seguros de
que el camino que se recorre hoy en Jerusalén coincida exactamente
con el que recorrió Jesús, pero la tradición nos dice que allí estuvo Él. Y
esa Vía representa una especie de recorrido existencial que Jesús
escogió libremente: morir por cada uno de nosotros, entregar la vida
por todos en la cruz.
Por lo tanto, a lo largo de este camino, ¿quiénes son los que
salvan la vida de Jesús?
La respuesta puede parecer obvia: nadie.
Entonces, si tuviésemos que decir quiénes son las personas
útiles para Jesús en aquel difícil momento de su vida, habríamos de
admitir que todos los que le rodean son personajes inútiles. Ninguno
de ellos consigue salvarle la vida. Pero estos personajes carentes de
utilidad que flanquean la Vía Crucis humanizan su sufrimiento, la hacen
soportable.
El Cireneo ayuda a Jesús a cargar con la cruz. Al poner sus
hombros a su disposición, Simón de Cirene no le salva la vida, pero su
delicadeza humaniza su sufrimiento.
Del segundo personaje nos habla más la tradición que el
Evangelio: es Verónica, que enjuga el rostro de Jesús, y trata de darle
de beber. ¿Puede una persona que te seca el sudor de la frente
salvarte la vida? ¡No! ¡Pero cuántas veces una caricia que le haces a
alguien hace más soportable su dolor! Así pues, aunque respecto a la
salvación es un personaje inútil, humaniza el sufrimiento. Con
frecuencia nosotros somos también «personas inútiles»: nuestra
aportación no resuelve nada. Pero nuestras decisiones pueden
humanizar la vida de las personas que nos rodean.
El tercer personaje inútil, pero más ilustre, es María. Ella
tampoco puede hacer nada. Tampoco ella puede salvar la vida de su
Hijo... Sin embargo, también ella vive el mayor de los martirios
posibles: asistir a la muerte de su Hijo y sentir que una espada le
atraviesa el corazón. Sin embargo, su presencia «inútil» hace que Jesús
muera teniendo como apoyo a su madre. Ella está ahí y Él no está solo.
Su madre está presente a los pies de la cruz, en el momento de su
muerte. Es ella quien consigue humanizar incluso la muerte.
Pensemos en ello... En el Avemaría también nosotros oramos
pidiéndole que esté presente en la hora de nuestra muerte.
Necesitamos saber que una madre estará con nosotros en un
momento tan trágico. Experimentamos su maternidad sobre todo en
los momentos en que los demás no pueden estar ahí. Me gusta pensar
que el Señor nos ha otorgado la fidelidad de esta madre, nos ha dado
una madre fiel que no desfallece, que no renuncia a su maternidad, ni
siquiera cuando nos alejamos de ella. María no deja de estar ahí y de
amarnos gracias a nosotros, sino a pesar nuestro. No necesita que la
convenzamos con nuestra oración, sino que -como afirmaba Dante- «al
demandar precede». María conoce nuestra oración antes incluso de
que la formulemos, antes incluso de que salga de nuestros labios.
Por nuestra parte, solo tenemos que eliminar la inquietud de
deber convencer a María de algo y vivir con un profundo sentido de
paz y de confianza, sabiendo que en todo momento somos amados,
amparados por el amor de una madre que se anticipa a nuestro deseo.
Ella sabe qué necesitamos, está un paso por delante respecto a
nuestras propias peticiones. Basta con pensar en las bodas de Caná.
Todos están celebrando, pero ella se ha dado cuenta de que vino está a
punto de acabarse...
De modo que hemos de sentirnos fuertes por la fidelidad de
esta madre. ¡Porque vocacionalmente María es nuestra madre! Puede
que nosotros seamos infieles en nuestra vocación, puede que no
seamos constantes en nuestras respuestas, puede que no logremos ser
constantes y fieles en nuestro sí a Dios, pero María es fiel y constante
en su vocación a la maternidad universal. María no desfallece.
Hay algunas imágenes que, para describir la estrechísima
relación entre María y Jesús (y por tanto entre María y nosotros), han
optado por retratar a la madre abrazando a su Hijo crucificado y con su
mejilla cerca de la de Él. ¡Es una escena bellísima! Es como si quisiera
decir que el cojín sobre el que muere Jesús es la mejilla de María.
Pensemos ahora en el icono de la ternura: la madre tiene en brazos a
su Hijo pequeño, de nuevo mejilla con mejilla.
Esta doble representación expresa la fidelidad de María hacia
Jesús y hacia cada uno de nosotros. María nos mantiene abrazados, en
la hora de la alegría y en la hora del dolor, ahora y en la hora de
nuestra muerte.
Afirmaba san Pablo VI: «Quien no es mariano, no es cristiano».
Precisamente porque Jesucristo es el centro de nuestra fe, María no es
opcional. Es Jesús quien nos la ha encomendado como Madre. Es Él
quien nos ha encomendado a ella como hijos. Y María es fiel a este
mandato.
Saber que podemos contar con su presencia fiel ayuda a dar
concretamente un paso más en el ejercicio de la fidelidad cotidiana: ser
fieles en el amor.
¿Qué significa esto concretamente? ¿Qué relación hay entre el
amor y la fidelidad?

Fieles en el amor
Dejemos que resuene, en el evangelio de Lucas, la llegada de
María a la casa de Isabel y Zacarías. Estamos en el capítulo 1, versículos
39-47.
Unos días después María se dirigió presurosa a la montaña, a una
ciudad de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Cuando
Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su seno e Isabel quedó
llena del Espíritu Santo. Y dijo alzando la voz: «¡Bendita tú entre las
mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Y cómo es que la madre de mi
Señor viene a mí? Tan pronto como tu saludo sonó en mis oídos, el niño
saltó de alegría en mi seno. ¡Dichosa tú que has creído que se
cumplirán las cosas que te ha dicho el Señor!».
María dijo: «Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios,
mi salvador».
Esta famosa página del evangelio de Lucas nos ofrece un mapa
que nos ayudará a comprender el siguiente paso en nuestro camino.
¿Por qué se nos pide que unamos fidelidad y amor?
Uno de los riesgos y de las tentaciones de la vida espiritual es
encerrarse en uno mismo y pensar que la vida espiritual es verdadera
sobre todo cuando hay una especie de satisfacción. Como si el objetivo
fuera llegar a afirmar: «Estoy tan bien que no me interesa nada de lo
que ocurre a mi alrededor». Pero esta sensación no procede del
Espíritu de Dios, sino del ángel disfrazado de luz.
Cuando encontramos al Señor solo surge en nosotros la
siguiente convicción, contrapuesta a la precedente: «Precisamente
porque estoy bien, me interesa todo y me interesan todos». Encontrar
el amor de Dios significa tener la experiencia de un amor no exclusivo -
es decir, que excluye al resto del mundo-, sino inclusivo, en el que no
se puede hacer otra cosa más que hacer partícipes a los demás.
Este es el motivo por el que María, después de haber recibido el
anuncio de Gabriel, en vez de permanecer en casa, regodeándose en el
honor y en el asombro, se va, se pone en marcha y se dirige hacia la
montaña y llega apresuradamente a una ciudad de Judá. Su respuesta a
Dios no provoca un encierro. María se pone en marcha, lo hace
apresuradamente, optando por correr riesgos.
¿Por qué María va con prisa? ¿Por qué va donde Isabel?
María sabe que su prima tiene un problema concreto: es
anciana y está embarazada. Por tanto, necesita ayuda. Ser consciente
de esto es la única motivación de María.
El amor nace siempre de un encuentro profundo con Dios. Es El
quien te hace sentir en tu interior la urgencia de hacer algo por quien
necesita realmente ayuda. El encuentro con Cristo, precisamente
porque te hace estar bien interiormente, te hace también darte cuenta
de quién no está bien. María transforma en amor el anuncio del ángel;
como diciendo que una fe auténtica lo es cuando se convierte en amor.
Hacer la lectio divina y no hacer un acto de amor concreto hacia
la hermana o el hermano que tenemos a nuestro lado, significa
quedarse a medio camino. Las personas que tenemos a nuestro
alrededor -o que comparten con nosotros nuestro espacio en el
mundo- son el único modo que tengo para responder a lo que el Señor
me hace sentir en mi interior. Si no puedo ejercer la caridad, el amor,
hacia quien está a mi lado, no estaré tampoco en condiciones de hacer
lo que el Evangelio me enseña. Sin la oportunidad de vivir el amor, el
Evangelio sería un fracaso. No sería ya el «Verbo encarnado», sino solo
un verbo cerrado, mudo.
La fe necesita encarnarse en el amor.
Igual que considero que mi relación con la oración y con la
Palabra es sagrada, de igual modo debo considerar sagrada mi relación
con el rostro de la hermana que está a mi lado, con el otro. con los
otros; sagrada es mi relación con quienes necesitan a los demás;
sagrada es mi relación con sus carencias. No amamos a las personas
que tenemos a nuestro alrededor por obligación. El amor es una
exigencia del Evangelio vivido: si el Evangelio vive en nosotros, no
podemos vivir sin amar a quienes tenemos junto a nosotros. María no
puede guardarse para sí misma el encuentro que acaba de vivir. Ese
anuncio recibido se encarna en su camino hacia Isabel. Así, abrirme al
prójimo es como decirle: «Gracias, hermana (hermano), sin ti no podría
vivir el Evangelio».
Esta es la gran «Gracia» que puede experimentar quien vive una
vida comunitaria. Pero es también la gran «Gracia» que todo cristiano
manifiesta a la Iglesia, a la comunidad eclesial. Sin la Iglesia, sin una red
de rostros, de relaciones circundantes, ninguno de nosotros tendría la
oportunidad de ser verdaderamente cristiano. Sin Isabel, María no
habría tenido la oportunidad de llevar a cumplimiento lo que había
escuchado decir al ángel. Y este es un elemento fundamental, no solo
respecto a lo que ella ha hecho, sino también respecto a lo que
después ha recibido de Isabel.
«Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Cuando Isabel oyó
el saludo de María, el niño saltó en su seno» (Lc 1,40-41).
Juan el Bautista parece ser profeta ya desde el vientre de su
madre. Ya en ese momento percibe la presencia del Mesías. Extraño...
Y de hecho el Evangelio nos ha acostumbrado a considerarlo un
personaje efectivamente muy extraño: crecía y vivía retirado en lugares
desérticos, pero la gente lo buscaba. Era, sin duda, mucho más famoso
que Jesús, tan conocido que repetidas veces tenía que recordar su
identidad: «No soy el Mesías». Es más, Juan -tal como nos transmiten
los evangelistas- señala continuamente, incluso a sus discípulos, al
Mesías, al Cordero de Dios. Es un hombre que se quita importancia
continuamente, se hace a un lado y, hablando del Mesías, dice: «Yo os
bautizo con agua, pero ya viene el que es más fuerte que yo, y a quien
no soy digno de desatar la correa de sus sandalias. Él os bautizará con
Espíritu Santo y con fuego» (Lc 3,16).

El amor libera la alegría


Regresemos a casa de Isabel. Cuando escucha la voz del saludo
de María, el niño salta de alegría en su vientre. Y aquí, en esta casa,
planteamos esta pregunta: ¿Qué significa transformar la propia vida
espiritual en la caridad? ¿Qué significa convertir la fidelidad en
caridad?
Es fácil pensar que la caridad es simplemente hacer un gesto
concreto: dar de beber a alguien, llevar comida a quien tiene hambre,
hacer algo por quien lo necesita... Pero en realidad el fin último de la
caridad es ser causa de alegría, llevar alegría a la vida de los demás.
Ahora, si llevar alegría a la vida de los demás es darles un abrazo, les
damos un abrazo. Si llevar alegría a la vida de los demás es darles agua
de beber, les ofreceremos un vaso de agua. Si significa dar un
bocadillo, les daremos un bocadillo. Si llevar alegría es limpiar algo,
pues lo limpiamos. El Evangelio no te dice cómo ser caritativo. Te dice
simplemente que caridad es llevar alegría a la vida de los demás. A
veces escuchar a alguien da a quien se siente escuchado mucha alegría,
aunque no le resuelva ningún problema.
Por el contrario, hacemos experiencia de la caridad cuando
experimentamos que alguien ha traído alegría a nuestra vida, nos ha
hecho estremecer en nuestro interior, ha hecho que el niño que
llevamos en nuestro vientre se alegre.
Lucas redacta el encuentro entre María e Isabel utilizando
palabras concretas que contienen referencias al Antiguo Testamento.
«Bendita tú entre las mujeres... Bendito el fruto de tu vientre... ¿Cómo
es que la madre de mi Señor viene a mí?». Esta pregunta nos remite a
las palabras del rey David cuando, delante del arca de la Alianza,
afirma: «¿Cómo entrará el arca en mi casa?» (2Sam 6,9). Isabel está
diciendo que María es al arca de la nueva Alianza. Antiguo y Nuevo
Testamento se entrelazan. Y María encarna su cumplimiento. En ella no
están solo las Tablas de la Ley. Ella lleva en su vientre la nueva Alianza:
no ya una ley, sino una persona, Jesucristo. Isabel se convierte así en la
que primero dice a María esa verdad que María tenía miedo de decirse
a sí misma: tú eres la madre del Mesías, tú eres la madre del Señor.
Isabel es la primera en hacer una profesión de fe. Dice en voz alta lo
que está sucediendo.
«María dijo: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija
en Dios, mi salvador"» (Lc 1,46-47). Es Isabel quien libera el
agradecimiento de María.
Si utilizamos solo la lógica deberíamos pensar que María
debería haber pronunciado su asombro y su gratitud a Gabriel: es él
quien le anuncia lo increíble. Pero precisamente frente a ese anuncio,
María se bloquea, no alcanza a comprender del todo qué está pasando
y cómo reaccionar. Solo Isabel la libera y le permite «entonar» el
Magníficat.
Hasta este momento hemos visto a María dispuesta a dar, a
llevar alegría, a vivir la caridad. Ahora es como si los papeles se
hubieran intercambiado. Cuando piensas que eres tú quien da,
descubres que es el Señor quien te da algo a ti. Como respuesta a tu
entrega, el Señor te libera de tus obstáculos. La caridad libera en
nosotros el Magníficat. Sin Isabel, María habría vivido la anunciación a
medias... como si hubiese comido el pan hecho en casa: está
buenísimo, pero se queda en la garganta...
Hay muchas cosas que suceden en la vida, que no entendemos
hasta que el Señor las desbloquea. Y tan solo las desbloquea por medio
de los otros... ¿Qué otros?
El Señor, en mi vida, responde a todas mis preguntas mientras
yo escucho a los demás, me cura mientras yo estoy dando la
absolución durante la Reconciliación. Es una curación que acontece en
el momento en que yo doy. ¿Quieres curarte? Pues no pienses en ti:
¡da! Si tú das, el Señor, a cambio, cuida de lo que tú estás viviendo.
¿Tienes gran necesidad de ser escuchado? Pues escucha.
¿Necesitas que alguien te haga compañía? Haz compañía tú.
¿Necesitas sentirte comprendido? Comprende.
¿Necesitas que los demás te traten con afecto y ternura? Trata
tú a los demás con afecto y ternura.
Da tú primero las cosas que deseas para tu vida, porque solo si
las das puede el Señor ponerte en condición de recibirlas. Dar te libera,
te desbloquea, te abre para recibir. Cuanto más te centras en ti mismo,
más te cierras a las acciones de la Gracia.
Si alguien no sabe nadar, cuanto más se agita en el agua, antes
se ahoga. En la vida espiritual, del mismo modo, es necesario no
agitarse: la calma, la serenidad nos mantiene a flote. Si vivimos un
momento difícil, si los problemas nos parecen excesivos, hay que evitar
concentrarse en uno mismo: solo la caridad da respuesta a lo que
buscamos. Cuanto más nos centramos solo en nosotros mismos, más
crece a nuestro alrededor la soledad y dentro de nosotros la
desesperación.
¿Quieres curarte? Ve donde Isabel. Cada uno de nosotros tiene
a su propia Isabel. Cada uno de nosotros tiene a su lado personas que
son el único modo a través del cual, dando, el Señor nos da lo que
necesitamos. María se pone al servicio y «recibe» a cambio el
Magníficat.
Me he detenido a propósito en el versículo 47 porque
manifiesta la conciencia que ha alcanzado María: «Mi espíritu se
regocija en Dios, mi salvador». Dando es como se recibe. Y nos dirá el
apóstol Pablo, recordando las palabras del Señor Jesús: «Hay más
felicidad en dar que en recibir» (He 20,35). Por el contrario, «el
mundo» te dice que si quieres ser feliz no tienes que dar, sino tomar. A
menudo respondemos a la necesidad de alegría con las posesiones,
mientras el Evangelio nos indica el camino contrario: ¡da, da, da! Si das,
Dios te llena. La verdadera alegría transmite una sensación de plenitud
que se contrapone a la sensación de vacío. Estar en la alegría me hace
percibir una vida llena de significado: a pesar de los problemas, que a
veces son graves, mi vida tiene sentido.
Esta percepción es un don. A veces ocurre en un momento
inesperado; y ocurre de forma gratuita. Son los dones particulares que
da el Señor; y, con frecuencia, precisamente partiendo del recuerdo de
esos momentos, debemos poder dar sentido a nuestra vida diaria.
Incluso cuando nos vemos llamados a afrontar, durante largos periodos
de tiempo, una sensación de vacío...
Ser fieles significa, por tanto, ser hombres y mujeres de caridad.
Este es un elemento fundamental: María se convierte para nosotros en
una escuela, nos enseña a vivirlo. Pero está lejos de ser evidente. De
hecho, siempre hay una paradoja al acecho: podemos ser fieles en la fe
y no serlo en el amor.
Pablo nos recordaba: «Aunque tenga tanta fe que traslade las
montañas, si no tengo amor, no soy nada» (1Cor 13,2). Ni siquiera una
fe tan fuerte serviría de nada sin amor...
¿Para qué serviría toda la ciencia y conocer la Sabiduría de
Dios? Ni el mayor acto heroico -entregar nuestro cuerpo para que sea
sacrificado- serviría de nada si se hiciera sin amor. ¡El amor es la gran
diferencia!
Benedicto XVI -el Papa teólogo- comenzó su pontificado no con
una Encíclica sobre la fe, sino con una Encíclica sobre la Caridad: Deus
Caritas est, Dios es Amor. Si la fidelidad no se convierte en amor, si no
se convierte en caridad, es fidelidad a un esquema, fidelidad a ideas y
principios, pero no es la fidelidad que nos enseña el Evangelio.
La fidelidad propia del Evangelio tiene su prototipo en María, y
por eso se la denomina «Imagen de la Iglesia». Ella nos dice cómo ha
de ser la Iglesia. Lo que caracteriza a María, lo que el Evangelio nos dice
de ella, ha de ser lo que caracterice a la Iglesia: la escucha, el
pragmatismo, la caridad, el valor, el permanecer (incluso al pie de la
cruz).
Centrémonos durante un instante en la escena que
encontramos al principio de los Hechos de los Apóstoles. María y los
Apóstoles están en el Cenáculo. Y lo que Lucas traza es una clara
pincelada del papel de María.
Todos los que están reunidos allí son personas fracasadas,
destrozadas por la pasión y muerte de Jesús: están hechos pedazos,
destruidos internamente. Pero todos, escribe Lucas, estaban unidos en
la oración con María, la madre de Jesús (cf. He 1,14). María mantiene
unidos los pedazos hasta el momento en que llegue el Espíritu Santo. Y
será precisamente el Espíritu quien haga de todos los pedazos una
única pieza nueva, un mismo cuerpo.
Es María quien los sostiene en pie, aun en la crisis, aun cuando
todo se resquebraja.
Desde hace 2.000 años esta Mujer trata constantemente de
mantener juntos, unidos, todos los pedazos. Y en este mantener unidos
es donde aprendemos otro paso importante: lo que importa más que
la verdad es la comunión. Porque la comunión es el verdadero rostro
de la verdad que nos ha enseñado Cristo. En cambio nosotros, a veces,
nos dividimos en nombre de la verdad, aunque Jesús, en el Evangelio,
nos dijo: os reconocerán por cómo os amáis... no por los argumentos
que uséis o las cosas que expliquéis.
La comunión es la dimensión eclesial, religiosa, más atacada. Y
precisamente por eso, cuando algunos golpes, nos fragmentan, nos
destrozan, María nos mantienen unidos, vuelve a unir los pedazos.
Esto es lo que hacía en el Cenáculo en espera de Pentecostés. Y
todos eran con ella un solo corazón y una sola alma (cf. He 4,32). «Un
solo corazón y una sola alma» es comunión; y estar en comunión se
parece un poco a cantar. La armonía de las voces en el canto o en la
oración, por ejemplo, en una comunidad, nos dice si hay comunión o
división. No hace falta preocuparse por la estética de la liturgia, como
si fuese una máscara que tuviésemos que llevar puesta. La belleza de lo
que oramos, incluso en el canto, es tan grande y tan intensa que nos
cura hasta de los problemas y heridas sociales más profundas.
De modo que si comprendemos que la fidelidad es también
búsqueda de comunión y que la caridad es llevar alegría a la vida de los
demás, comprenderemos entonces que caridad es ponerse al servicio
de una comunión, que no solo nos mantiene unidos unos a otros, sino
que también reconcilia nuestras actitudes exteriores con los conflictos
que habitan en nuestro interior y de los que tan solo se ve un vestigio,
por lo general simbólico.
La caridad cura a las personas, la oración interior bien cuidada -
sin exagerar- cura la comunión. De hecho, la liturgia es recordar cómo
hemos de abordar la vida, creando una virtuosa continuidad entre la
oración y las cosas cotidianas. Esta continuidad nos hace «un solo
corazón y una sola alma», nos convierte en esa unidad -personal,
comunitaria, eclesial, familiar- que María, por medio del amor,
custodia.

CAPACES DE ESPERANZA

Esperar con confianza


Estamos al final del recorrido. Para guiarnos en los ejercicios de
fidelidad cotidiana, necesitamos la Palabra de Dios que es, al mismo
tiempo, luz, fuente inagotable, sostén del crecimiento humano y
espiritual de cada uno. Cuando la Palabra se dirige a nuestra vida, la
implica e interpela por completo. No hay una parte espiritual distinta
de una parte psicológica: crecer en la vida del Espíritu es crecer
plenamente, también en la dimensión humano-psicológica. Podemos
pensar en la vida espiritual como una matrioska: en su interior
contiene todas las dimensiones de la existencia humana. Por eso
podemos decir que la Palabra de Dios, interpelando nuestra vida
espiritual, da luz, hace crecer también la vida psíquica, moral y física.
Da respuesta a los grandes interrogantes de la vida. Vivir
auténticamente una vida espiritual significa, pues, ser personas
integras e integradas.
Esta breve premisa nos conduce al último paso: fidelidad es
esperar con confianza.
La primera etapa de nuestro camino nos ha llevado a crecer en
la percepción de la fidelidad como «capacidad», posibilidad de
relaciones estables y significativas, sobre las cuales cimentar nuestra
vida. Luego hemos entrado en el significado de lo ordinario y lo
extraordinario, hasta llegar -con José- a la confianza en lo real y a la
llamada a cuidar de la realidad; más tarde -con María- hemos llegado a
descubrir que la fidelidad requiere que la fe se convierta en caridad.
En este punto, el último tramo del camino no puede sino girar
en torno a la esperanza, porque la fidelidad es el ejercicio de la
esperanza.
Para entrar en esta dinámica nos ayudamos del evangelista
Mateo.
Estamos en el capítulo 7, versículos 1-5.
«No juzguéis y no seréis juzgados. Porque con el juicio con que
juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis seréis
medidos. ¿Cómo es que ves la paja en el ojo de tu hermano si no
adviertes la viga en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: deja
que saque la paja de tu ojo, ¿teniendo una viga en el tuyo? ¡Hipócrita!,
quita primero la viga de tu ojo y entonces verás para quitar la paja del
ojo de tu hermano».
¿Por qué es importante detenerse en la palabra «juicio»? ¿Y
qué tiene que ver el juicio con la fidelidad y la esperanza?
Solemos darnos cuenta de las cosas sobre todo cuando dejamos
de tenerlas: nos damos cuenta de la importancia de una persona
cuando ya no la no consideramos tenemos; mientras está con nosotros
casi no prestamos atención a su presencia, valor. Lo mismo ocurre con
la fidelidad. La damos por descontada hasta que nos falta. Y por lo
general nos damos cuenta de esta falta cuando nos vemos
personalmente privados de ella, cuando los demás no nos han sido
fieles. Pero ¡qué difícil es ser conscientes de nuestra falta personal de
fidelidad! Es paradójico, y no debería ser así...
Volvamos al Evangelio. Al hablar del juicio nos dice algo muy
hermoso a todos nosotros: debemos estar atentos a los juicios que
hacemos de los demás, a nuestro deseo de cambiar a los demás, a lo
que pedimos a los demás que hagan. En realidad, todo lo que
queremos que los demás cambien de sí mismos, deberíamos comenzar
por cambiarlo en nosotros mismos. Cuando vemos que algo a nuestro
alrededor no funciona, la reacción más sabia, más evangélica, radica en
tratar de corregir «algo» en nuestro interior. «Encontrar» algo negativo
fuera de nosotros debe animarnos a corregir, a «ordenar» nuestros
propios asuntos.
Hemos de ser honestos con nosotros mismos: no podemos no
darnos cuenta de la paja en el ojo ajeno. Pero, ¿dónde está la sabiduría
evangélica? La sabiduría está en nuestra forma de reaccionar. En
cuanto nos damos cuenta de que hemos percibido la paja en el ojo
ajeno, hemos de hacernos cargo de la viga en el nuestro.
Así, del mismo modo, cuando nos damos cuenta de que los
demás no confían en nosotros, tenemos que averiguar cómo y de qué
manera nosotros estamos faltando a la fidelidad en primer lugar. En
lugar de limitarnos a juzgar -y nuestros juicios suelen estar
equivocados, porque no surgen de un conocimiento real y completo de
las personas y las situaciones-, estamos llamados a corregir en nosotros
todo lo que vemos mal. De esta manera no solo permitimos que el bien
nos edifique, sino que también la experiencia del mal estimula nuestro
crecimiento y la corrección, la superación... no del mal que hay fuera
de nosotros, sino del que hay dentro.
En muchas ocasiones comprendemos muy claramente el
Evangelio, sabemos exactamente qué está pidiendo... ¡pero se lo
aplicamos a los demás! Quizá escuchamos un pasaje, un comentario...
Empezamos a pensar: «Esto es lo que debe sentir fulano», o: «Esto
parece dicho a propósito de mengano». Se trata de tentaciones
pequeñas, pero peligrosas.
Y no porque esas páginas del Evangelio no puedan beneficiar a
esas personas, sino porque por medio de esa Palabra el Señor quiere
decirte: «¿No te gusta este mundo? Pues ve y cámbialo. Pero tienes
que hacerlo comenzando por ti mismo». Y ese es el verdadero punto
de partida.
Por tanto, «corregir» la infidelidad del mundo, de mi comunidad
a un carisma, de la Iglesia, de las relaciones familiares, solo es posible si
empiezo a «corregirla» en mí mismo, en mí misma. Y recordemos -
como hemos dicho desde el principio que fidelidad significa confianza.
Fieles son aquellos en los que podemos confiar.
¿Qué sucede cuando esas personas que, por diferentes roles y
motivos, deben protegernos, sostenernos con caridad y no lo hacen?
¿Qué ocurre cuando nos damos cuenta de que estamos viviendo una
relación que no es de confianza?
¿Aguantamos? ¿Esperamos a que antes o después las cosas
pasen? ¿Nos limitamos a criticar?
¡No! La falta de credibilidad hay que cambiarla, convertirla,
corregirla. Y mi interioridad es el punto de partida. Yo soy el comienzo
del cambio de todo lo que me rodea.
Así pues, cuando una persona vive desde esta perspectiva no
tiene tiempo de hablar, de juzgar, de... voy a usar un término fuerte,
teológico... no tiene tiempo de maldecir, de hablar con maldad.
¡Cuánto tiempo de nuestra vida lo pasamos maldiciendo!
Corremos el peligro de ser expertos en hablar con maldad. Y, en
cambio, la Palabra nos invita: «Bendecid, y no maldigáis» (Rom 12,14).
Debemos convertirnos en expertos en hablar con bondad. Y no porque
seamos ingenuos. No porque no veamos el mal. Sino porque optamos
lúcidamente por dedicar nuestra vida y nuestras palabras al bien y no
malgastarlas esparciendo el mal.
Optamos por combatir el mal a partir de nosotros mismos: yo
debo cambiar, convertirme. En un mundo que se está desmoronando,
yo debo hacerme santo. Y es en esta forma de actuar donde se
encuentra, por ejemplo, el sentido del ayuno y de la penitencia. Los
grandes maestros de la vida espiritual, las grandes figuras monásticas,
practicaban el ayuno y la penitencia no para expiar un pensamiento
malo o una acción mal hecha... sino para luchar contra el mal del
mundo precisamente partiendo de sí mismos.
El mundo cambia porque yo cambio; el mundo va hacia Dios
porque yo, cada día, vuelvo a Dios, me convierto; el mundo encuentra
su santidad porque yo la vivo.
Arturo Paoli -un sacerdote que ha caracterizado de forma
particular la Iglesia del pasado siglo, cuando hablaba de vida monástica
y de vida contemplativa, decía que los místicos son los pararrayos de
Dios. ¿Para qué sirve un pararrayos? Para impedir que el rayo
provoque daños. ¿Qué nos recuerda esta imagen?
Recordemos las peticiones que hizo Abrahán al Señor antes de
la destrucción de Sodoma:
«¿Vas a destruir al justo juntamente con el pecador? Quizá haya
cincuenta justos en la ciudad. ¿Vas a destruir la ciudad? ¿No la
perdonas en consideración a los cincuenta justos que hay en ella?
¡Lejos de ti hacer tal cosa! ¡Hacer morir al justo con el pecador, tratarle
como al culpable! ¡Nunca hagas eso! ¿El juez de toda la tierra no hará
justicia?». El Señor respondió: «Si encuentro en Sodoma cincuenta
justos dentro de la ciudad, perdonaré a toda la ciudad en consideración
de ellos». Abrahán replicó: «Soy en verdad muy atrevido insistiendo a
mi Dios, yo, que soy polvo y ceniza. A lo mejor faltan cinco para los
cincuenta justos; ¿destruirás por esos cinco toda la ciudad?». Y él
respondió: «No, no la destruiré si encuentro cuarenta y cinco justos».
Abrahán continuó todavía: «A lo mejor no hay más que cuarenta». Y él
respondió: «No lo haré por esos cuarenta». Abrahán insistió: «No se
irrite mi Señor si sigo hablando. A lo mejor solo hay treinta». Y el Señor
respondió: «No lo haré si encuentro treinta». Abrahán dijo: «Soy muy
atrevido insistiendo ante mi Señor: A lo mejor solo hay veinte». Y
respondió: «No la destruiré en consideración a esos veinte». Abrahán
volvió a decir: «No se irrite mi Señor. Voy a hablar por última vez. A lo
mejor solo hay diez». Y el Señor respondió: «No la destruiré en
consideración a esos diez».
(Gén 18,23-32)
Por lo tanto, si en el mundo hay solo una persona luchando
contra el mal dentro de sí misma, entonces el mundo estará salvado,
porque esta persona será su pararrayos. Y por amor de un justo se
puede salvar toda una ciudad.
¿Qué son entonces las comunidades religiosas, eclesiales, los
monasterios, sino grandes pararrayos que mantienen alejado el mal,
que combaten el mal del mundo partiendo de sí mismos?
Todo lo que no quiero para el mundo tengo que combatirlo
antes dentro de mí, en mis pequeñas cosas, en mi realidad: ahí entra
en juego un destino mucho más grande.
Todo esto nos obliga a admitir que la fidelidad no es una virtud
moral privada que concierna a la vida íntima de cada uno. Nuestra
historia personal tiene siempre que ver con el mundo. Al ser personas
de confianza, y por tanto fieles, hacemos que el mundo sea mejor. Y
esto es lo que el Evangelio nos pide que tratemos de hacer cada día,
resistiendo a la tentación de emitir juicios.
Y luego hay un paso más: «Pedid y se os dará; buscad y
encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, y el
que busca encuentra y al que llama se le abre» (Mt 7,7-8).
Parece algo banal lo que dice el Evangelio, pero las personas no
piden, no buscan, no llaman. Tienen miedo a que nadie responda
desde el otro lado. Es como si, por miedo a que nadie me diga
«¡Entra!», yo no llamara.
Entonces: no pido, no busco, no llamo, porque temo que nadie
reciba mi llamada, que nadie me acoja, que nadie sostenga mi dolor.
Por eso Jesús tiene que recordarnos que, en la vida, además de
pedir, buscar y llamar, hay que hacerlo con confianza: «Porque todo el
que pide recibe, y el que busca encuentra y al que llama se le abre»
(Mt 7,8). Si Él nos ha prometido esto, ¿por qué no pedimos entonces?
¿Por qué no buscamos? ¿Por qué no llamamos? ¿Por qué nos dejamos
invadir por el miedo? ¿Por qué vivimos una vida sin confianza?
¡Vivir sin confianza significa vivir sin esperanza! La confianza es
lo que da valor a la oración. A menudo valoramos la «bondad» de la
oración por ciertos aspectos exteriores, por una especie de
performance. En cambio, para Jesús, el rasgo fundamental es la
insistencia. Y para que esto quede claro cuenta algunas parábolas. Hay
una, sobre todo, la parábola del juez y la viuda:
«Había en una ciudad un juez que no temía a Dios, ni respetaba
a los hombres. Una viuda, también de aquella ciudad, iba a decirle:
"Hazme justicia contra mi enemigo". Durante algún tiempo no quiso;
pero luego pensó: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, le
voy a hacer justicia para que me deje en paz y no me moleste más"». Y
el Señor dijo: «Considerad lo que dice el juez injusto. ¿Y no hará Dios
justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche? ¿Les va a hacer
esperar? Yo os digo que les hará justicia inmediatamente».
(Lc 18,2-8)
La lógica de Jesús parece que no tiene mucho sentido. Y, aun
así, dice en otra ocasión:
«¿Quién de vosotros si su hijo le pide pan le dará una piedra? O
si le pide un pez, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois
malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¡cuánto más vuestro
Padre celestial dará cosas buenas a quien se las pida!».
(Mt 7,9-11)
Ahora bien, ¿es así nuestra oración? ¿Oramos con la confianza
de ser escuchados? ¿Estamos seguros y somos insistentemente claros
cuando pedimos? ¿Esperanzados cuando pedimos?
Lo que hace que nuestra fidelidad sea capaz de esperanza es
precisamente esta confianza.
Tener confianza en Él, ¡y por eso pedir presionando! Orar con
perseverancia.
Pero el asunto es otro. Él escucha nuestra oración, pero nadie
nos dice que la escuche del modo, en el tiempo y en la medida en que
imaginamos. Pensad: un niño en una heladería pide un helado ¡de
cinco kilos! Qué antipático le parecerá su papá cuando le diga: «¡No!».
Sin embargo, ese «No» es una expresión de amor. Siempre pensamos
que pedimos cosas justas, pero justas según nuestra opinión. Porque
ante Dios somos como niños pequeños que no conocen las verdaderas
consecuencias de lo que piden.
Pero sí sabemos una cosa, la más importante: Dios escucha
nuestra oración y la atiende, pero para nuestro bien de verdad, no para
el bien que pensamos que es el que de verdad nos conviene.
A este respecto me parece muy significativa una frase-oración
de Antoine de Saint-Exupéry -autor de El Principito- que se encontró en
sus anotaciones: «Señor, no me des lo que yo deseo, sino lo que
necesito». ¡Cuánta fe en una sencilla oración! Esa misma fe que puede
llevarnos incluso a decir: «Señor, lo que te estoy pidiendo me parece
algo bueno, pero estoy seguro de que tú me amas y me darás lo que
realmente necesito».
Confianza es estar seguro de que Él escucha y de que nos da
conforme al verdadero bien. En esta fe segura, la esperanza se hace
posible.
Y si no vivimos con esperanza las relaciones y nuestra vocación,
entonces estas serán solo una forma de llenar el tiempo y el espacio. El
termómetro para medir la esperanza es la fe-confianza con la que
vivimos cada día. Es verdad que las situaciones, las dificultades, pueden
provocarnos amargura, sufrimiento, pero nadie puede arrebatarnos la
paz del corazón, porque la paz hunde sus raíces en la certeza de Su
presencia. Sabemos en Quién hemos puesto nuestra esperanza,
nuestra confianza (cf. 1 Tim 1,12).
Pero hay un detalle que no hemos de olvidar. Fe, esperanza,
caridad, no son fruto de los esfuerzos humanos, sino virtudes
teologales, dones de Dios por los cuales no debemos cansarnos de
pedir: «Señor, aumenta mi fe, aumenta mi caridad, aumenta mi
esperanza».
Pensemos en el padre de ese niño epiléptico del que nos hablan
los evangelios. Estaba desesperado por la condición de su hijo, y
cuando Jesús le pregunta: «¿Crees que puedo curarlo?», él, con gran
humildad, responde: «No lo sé. ¡Ayúdame a creer!». Qué hermosa es
esta oración: «No sé ya sí creo, pero ayúdame a creer». Aquí está la
confianza. Es la confianza que se reviste de humildad, una humildad
que sabe pedir... pero pedir que se nos aumente la fe, la esperanza.
Cuando no se hace el ejercicio de una esperanza convencida, hasta la
caridad pierde valor y el testimonio se vuelve imposible. La esperanza,
en el fondo, no es sino la posibilidad de hacer ver, de hacer
transparente esa confianza con la que vivimos todas las cosas.
¿Fácil? ¡Tal vez no!
«Es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y
son pocos los que lo encuentran» (Mt 7,14). ¡El Evangelio es de un
realismo increíble! Lo que se nos pide es verdaderamente difícil...
como pasar por una puerta estrecha. Pero si quieres cruzarla, no lo
haces cómodamente, sino con esfuerzo, y a menudo has de quitarte la
mochila, el abrigo, el gorro, los zapatos: tienes que volver a lo esencial
de ti mismo. Para vivir el Evangelio hay que hacerse pobres.
Vivir lo que Jesús nos pide es una batalla, un combate; pero por
difícil y arduo que sea, hay que vivirlo con confianza: «Aunque a tu lado
caigan mil, y diez mil a tu diestra, a ti no te alcanzarán» (Sal 91[90],7).
La respuesta que el Señor da en la oración manifiesta cuánto miedo,
terror, vivía el orante bíblico. Un miedo que se vuelve canto y oración.
Una oración a la que el Señor responde: «Él ordenó a sus santos
ángeles que te guardaran en todos tus caminos; te llevarán en sus
brazos para que tu pie no tropiece en piedra alguna; andarás sobre el
león y la serpiente, pisarás al tigre y al dragón» (Sal 91[90], 11-13). Lo
que cuenta, lo que de verdad marca la diferencia, es la confianza.
Creer no nos exime de perder. Los mártires son perdedores. El
tema es cómo se pierde. En nuestra manera de reaccionar a victorias y
derrotas es donde se ve en qué basamos nuestra esperanza, nuestra
confianza. El propio Dios nos ha salvado venciendo. Y la Cruz se ha
convertido en la prueba más evidente de la fidelidad de Dios. Jesús no
descendió de aquella cruz y nos demostró así que el cristianismo es
aprender a vencer perdiendo. Jesús muere en la cruz con una
invocación de fe en los labios: «Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu» (Lc 23,46).
Y en ese momento, leyendo este pasaje evangélico, si no
conocemos la historia, esperamos algo imprevisto en el último
momento... un poco como le sucedió a Isaac. Pero ningún ángel
comparece para Jesús. Nadie detiene la mano del verdugo. Jesús
muere sintiéndose solo, pero pronunciando un último y definitivo acto
de confianza en el Padre. El fundamento de la fe no reside en la certeza
de nuestra victoria definitiva, sino en saber, en lo más profundo de
nosotros mismos, que podemos contar con Aquel que es fiel y que ya
nos ha salvado, que ha vencido por todos. Creer: esto es la fe.

No basta con las palabras, lo que sirve son las decisiones


Vivir con esperanza no es cuestión de palabras. En el versículo
21 del capítulo 7 de Mateo leemos: «No todo el que me dice: ¡Señor!
¡Señor!, entrará en el reino de Dios, sino el que hace la voluntad de mi
Padre celestial». La fidelidad -dice Jesús- no se reduce a algunas
palabras. No es suficiente con decir que se es fiel, es necesario hacer,
con las propias decisiones, la voluntad del Padre.
«Muchos me dirán en aquel día: "¡Señor! ¡Señor!, ¿no hemos
profetizado en tu nombre, y en tu nombre hemos arrojado a los
demonios y hecho muchos milagros en tu nombre?". Entonces yo les
diré: "Nunca os conocí. Apartaos de mí, agentes de injusticias". El que
escucha mis palabras y las pone en práctica se parece a un hombre
sensato que ha construido su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se
desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se echaron sobre ella; pero
la casa no se cayó, porque estaba cimentada sobre la roca. Y todo el
que escucha mis palabras y no las pone en práctica se parece a un
hombre insensato que ha construido su casa sobre arena. Cayó la
lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se precipitaron
sobre ella, y la casa se cayó y se arruinó totalmente».
(Mt 7,22-27)
Jesús no pudo encontrar una comparación mejor para hacernos
comprender lo que realmente estaba diciendo. Con frecuencia y
gustosamente, escuchar este pasaje nos lleva a pensar que el Señor
nos está pidiendo que escuchemos su Palabra y actuemos de manera
que hagamos exactamente lo que nos pide. En realidad, hay una sutil
diferencia. Jesús nos pide que tratemos de hacer durante toda la vida
lo que la Palabra de Dios nos pide. Que tratemos de hacerlo, aunque
nos parezca que no vamos a conseguirlo. Vivir cada momento
intentando poner en práctica el Evangelio. El tema no es tener éxito.
No tenemos un premio ni un trofeo que conquistar. Pero tenemos que
ejercitarnos en vivir cada instante de nuestra vida con estilo
evangélico. Esta es la santidad a la que nos pide el Señor que
aspiremos.
Con esta confianza enraizada en el corazón podemos aceptar
nuestros fracasos, nuestro pecado, nuestras caídas, sabiendo que el
Señor no espera que nos mantengamos siempre en pie, sino que nos
pide que tratemos de hacerlo durante toda la vida. Al hacerlo así,
experimentamos el mismo esfuerzo de quien, con el pico, debe excavar
la roca para edificar su casa sobre cimientos sólidos. Pero luego
experimentaremos también su propia satisfacción, al ver que «nuestra
casa» resiste los tremendos golpes de la vida. Será una casa capaz de
mantenerse firme.
Libres, pues, del deseo de ser eficaces -que también embarga la
vida espiritual-, podemos vivir de otra manera, y con más autenticidad,
nuestra vida.
¿Qué es la oración sino un continuo tratar de orar? ¿Qué
significa amar al hermano sino demostrar cada día que lo amamos?
¿Qué significa poner la otra mejilla sino tratar de morderse la
lengua cada vez que sea necesario?
Y toda la vida es un continuo intentarlo de nuevo, sin caer en el
desánimo.
Don Tonino Bello decía: «Que la muerte nos encuentre vivos»,
es decir, que nos sorprenda mientras seguimos intentándolo.
Entonces, fe no es esperar los resultados, sino a Aquel que me
pide que lo intente una y otra vez, y que siga intentándolo,
sosteniéndome infatigablemente en el lento trabajo interior que
excava la roca y obra maravillas. Así pues, nuestra creatividad espiritual
es semejante a la gota de agua que va horadando en las profundidades
de la tierra, lenta pero constante, y que acaba por crear obras de arte.
Es cierto, no a corto plazo... ¡sino a lo largo del tiempo! El constante
trabajo sobre nosotros mismos nos vacía, pero en sentido positivo.
Abaja las alas de nuestro orgullo, de ese yo centrado en sí mismo, y en
la humildad permite que Dios entre y que el poder de su amor trabaje
en nosotros, transformándonos.
Comprender todo esto nos permite vivir confiando en que
somos capaces de esperanza. Mantener esta actitud es ser fieles a
Aquel que nos llama primero y nos sostiene en el camino. Es vivir una
fidelidad no solo en lo ordinario, sino también en lo extraordinario; una
fidelidad que recorre toda la vida. Somos frágiles, pero la mano del
Señor es firme. Es Él quien «respalda el juego». Él es el fiel. De ahí que
el Salmo diga: «Los que miran hacia él quedan radiantes» (Sal
34[33],6).
No el desánimo por los fracasos, sino la alegría en el corazón y
en el rostro: solo en esto podemos demostrar que tenemos que ver
con el Señor, el que ama fielmente.

EN CONCLUSIÓN
Unas palabras, al final de este recorrido. Casi un deseo...
Que nadie se acostumbre a su propia vocación. No nos dejemos
distraer por lo que nos impide darnos cuenta de lo que el Señor está
haciendo en nosotros. No transformemos nuestra vida en una fidelidad
al deber, sino convirtámosla en un recuerdo vivo del amor.
El Señor solo pide que lo amemos, y que tratemos de amarlo
cada día más. Todo lo que hacemos, hasta los sacrificios más extremos,
tiene sentido si lo hacemos en nombre del amor, por amor, en la
perspectiva del amor.
Ni sacrificios ni ofrendas agradan al Señor (cf. Mt 9,13), sino un
corazón capaz de misericordia. Lo que nos pide no es heroísmo, sino un
corazón que sepa amar, un corazón que deje derretir su dureza, un
corazón que se deje transformar.
Debemos permitir, una vez más, que Dios nos dé un corazón de
carne. Hemos de consentirle que humanice de nuevo nuestra vocación,
que nos devuelva nuestra humanidad, que renueve nuestra relación
con Él.

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