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PRÓLOGO
¡Feliz ejercicio!
Confianza e idolatría
El pueblo de Israel tiene constantemente necesidad de
fidelidad, de una relación estable. Sin embargo, la línea que separa la
confianza y la idolatría es muy delgada.
¿Por qué Israel busca a los ídolos? ¿Por qué cae continuamente
en la idolatría, que es el peor pecado de la Biblia? ¿Qué efecto tienen
los ídolos? Tranquilizarnos.
Cuando Moisés se aleja para subir a la montaña (cf. Ex 32,1) y es
Moisés el que hace de intermediario en la relación entre Dios y el
pueblo, Israel comienza a angustiarse. Moisés se ha alejado no durante
unas horas, o unos días, o unas semanas... sino durante un periodo
bastante largo. Y durante ese periodo fabrican el becerro de oro. El
mecanismo que se activa en Israel es el mismo que se activa en
nosotros, sobre todo en momentos de desolación, adversidad,
angustia. Todos necesitamos aferrarnos a algo. Estamos dispuestos
incluso a proporcionarnos a nosotros mismos un dios para poder
apoyarnos en algo. Buscamos un ídolo para sentirnos seguros. Así que
cogemos pedacitos de nuestra existencia, los colocamos sobre un
pedestal y los convertimos en dios.
Pensemos por ejemplo en quien hace de su carrera profesional
un ídolo. Es un ejemplo que para muchos puede resultar un poco
lejano... (pero quizá ver la paja en el otro pueda ayudarnos a ver la viga
en nuestra vida). ¿Qué diremos nosotros a esa persona? «Mira que tu
carrera profesional no te salva la vida; la carrera te da satisfacciones,
pero no en el sentido profundo que estás buscando; no te dará la
felicidad que estás buscando». Entonces deberemos ayudar a estos
hermanos y hermanas nuestros a eliminar la idolatría de su carrera
profesional, del dinero, de las posesiones... porque solo así lograremos
encontrar el camino correcto.
Que cada uno se haga esta pregunta: «¿Cuáles son los riesgos
específicos de la idolatría en mi vocación específica? ¿De qué maneras
corro el riesgo de convertir a Dios en un ídolo que me dé seguridad?».
El mal no se presenta como mal. Sabe disfrazarse. Puede dejar
intacto todo lo que tiene valor en la vida: la oración en el coro, la misa
diaria, la confesión semanal. Y, aun así, tenemos a mano el nombre de
un ídolo del que no nos hemos dado cuenta. Y esto se debe siempre a
lo mismo: fundamentalmente todos deseamos tener algo en lo que
confiar, y para tenerlo nos lo proporcionamos a nosotros mismos. Pero
no es Dios. El salmo dice: «Tienen boca y no hablan, tienen ojos y no
ven, tienen orejas y no oyen, tienen nariz, pero no huelen. Los que los
fabrican serán igual que ellos, y todos los que en ellos se confían» (Sal
115[113B],5-6.8). Son algo muerto, y quien se encomienda a algo
muerto, muere, es un muerto él también.
De modo que precisamente ese deseo de confianza, de
fidelidad, nos pone en condiciones de entregarnos a los ídolos, con
nuestras propias manos. Por ello debemos estar dispuestos a
desenmascarar esa dinámica idolátrica, a comprender qué nos salva de
verdad y lo que hemos convertido en ídolo. Puede convertirse en
idolatría la propia celda, el lugar que ocupamos en la iglesia, una forma
de cantar, de mantener el asiento... cosas sin importancia, pero por las
que nos volvemos paranoicos. Cosas que, si nos faltan, hacen que
nuestro mundo se venga abajo. Estos son ídolos.
El Tiempo Ordinario...
En el capítulo anterior nos hemos dejado guiar por la palabra
«fidelidad». Hemos intentado darle una definición, comprenderla
como la necesidad de una relación de confianza, íntimamente
connatural a nuestra humanidad. Hemos visto actuar a Dios, que
introduce en la experiencia cotidiana de falta de confianza Su
estabilidad, y que nos reconcilia con la parte más profunda de nosotros
mismos y con el mundo que nos rodea.
Las dos palabras que van ahora a servirnos como faro son
«ordinario» y «extraordinario».
Para explicar qué es lo «ordinario» nos remitimos a la liturgia.
Cuando vivimos momentos especiales dentro del año litúrgico, los
llamamos tiempos fuertes: Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua.
Abarcan los momentos más importantes, fundamentales, de nuestra
fe: el nacimiento de Jesús -y por tanto el acontecimiento de la
encarnación-y luego su pasión, muerte y resurrección. Son los
acontecimientos principales, pero engarzados en lo que nosotros no
llamamos tiempo fuerte, sino Tiempo Ordinario.
Me gustaría proponeros ahora que cambiásemos el vocabulario.
La verdad es que si no nos damos cuenta de que el Tiempo Ordinario
es también un tiempo fuerte, corremos el riesgo de banalizarlo. Es
fundamental reconocer su importancia porque la gran mayoría del
tiempo vivimos en lo cotidiano, en lo ordinario: toda nuestra existencia
se consuma en las cosas ordinarias. Hay algo en la vida que la hace
semejante a un tiempo fuerte. Pensémoslo... ¿Qué es una enfermedad
sino un tiempo fuerte de nuestra vida engarzado en el tiempo
ordinario de la salud? Pensad en cuando tuvisteis el deseo vocacional
de entrar en un monasterio o en una familia religiosa... Es un tiempo
fuerte que se engarza en el tiempo ordinario que sigue el ritmo de un
cotidiano despertarse, ir al colegio, vivir en familia.
Es más fácil entender lo que Dios hace en las cosas
extraordinarias, en los momentos fuertes. Y es, por el contrario, más
difícil comprender lo que hace en las cosas ordinarias. Nos
preguntamos: «Pero, ¿Dios está presente en las cosas ordinarias? Y si
está presente, ¿de qué modo lo está?». La proporción nos la da la vida
de Jesús: en treinta y tres años de vida, treinta los vivió de modo
ordinario y solo tres de modo público, con predicaciones, milagros...
hasta llegar a su pasión, muerte y resurrección. Solo tres años. Es un
error pensar que solo esos tres años fueron lo más importante de su
vida; debemos, más bien, admitir que esos tres años solo fueron
posibles gracias a los treinta que los precedieron.
Pensemos en una imagen. Si quieres saltar, debes tomar
carrerilla. Cuanta más carrerilla tomes, más alto saltarás; por tanto,
cuanto más retrocedas, más alto conseguirás saltar. Los treinta años de
Jesús, su tiempo ordinario, son la gran carrerilla que toma para el salto
de la Pascua. Si tuviésemos que aplicar esta analogía a nuestra vida,
deberíamos reconocer que no seremos capaces de vivir los tiempos
fuertes de la vida si no nos entrenamos en el tiempo ordinario de
nuestra existencia, si no nos santificamos en las cosas ordinarias.
Pero hemos de añadir que la muerte de toda vocación es
precisamente la rutina, lo ordinario. Un matrimonio, por ejemplo,
pierde su significado porque en cierto momento uno se acostumbra a
la persona que tenemos a nuestro lado, nos habituamos a lo que
hacemos todos los días, hasta el punto de no ver ya a la persona que
tenemos a nuestro lado, hasta el punto de no darnos cuenta de lo que
ocurre. Una vocación a la vida consagrada, a la vida religiosa, a la vida
contemplativa -pensad en cualquier tipo de vocación- muere en la
rutina, que nos hace acostumbrarnos tanto a las cosas que dejamos de
tenerlas en cuenta, que dejamos de verlas. ¡La rutina es el verdadero
cáncer de toda vocación! Por tanto, hemos de estar vigilantes para que
lo ordinario no se equipare con la rutina. Pero, ¿qué nos salva de la
rutina? ¿Qué nos salva de no ver las cosas importantes?
Dios en lo extraordinario
Contemplad con ojos de bendición las cosas banales de vuestra
cotidianidad: ahí reside el ejercicio más profundo de la santidad. Las
cosas sencillas hechas por amor o con amor nos preparan para las
cosas grandes de la vida que, antes o después, llamarán a nuestra
puerta.
Hay quien dice: «¿Por qué está esa flor ahí? ¡No sirve para
nada! ¡Prestemos atención a lo esencial!».
Pero para una persona que lo vive todo por amor y con amor,
hasta el detalle más escondido es precioso. Todos saben limpiar donde
el polvo es bien visible. Pero la verdadera limpieza se ve cuando
levantas la alfombra, cuando tocas las esquinas. En aquello que no se
ve entra en juego la mayor parte del amor, en aquello que no llama la
atención, en aquello por lo que nadie te dirá «¡bien hecho!». Los
detalles ocultos de nuestra vida son la gran palestra que se fortifica
para el momento en que llegue el Esposo y nos despierte.
Llegados a este punto queda una pregunta abierta: si Dios en lo
ordinario es invisible, ¿cómo se presenta en lo extraordinario? En las
cosas extraordinarias de la vida, sean hermosas o feas, ¿cómo se
manifiesta Él?
No como visible, sino como presencia.
Esta es la gran diferencia: en lo ordinario, Dios es invisible y
todos deben hacer memoria de Él; en cambio, en las cosas
extraordinarias de la vida, Dios se manifiesta como presencia.
El Salmo 23 nos ayuda a entender este pasaje: «Aunque vaya
por un valle tenebroso, no tengo miedo a nada, porque tú estás
conmigo, tu voz y tu cayado me sostienen» (v. 4).
Querríamos que nuestra traducción de este Salmo fuera esta:
«Si tuviese que caminar por un valle tenebroso, tú encenderías la luz».
¡Pero no! No enciende la luz; todo está oscuro y permanece oscuro.
«Pero tú estás conmigo. Tu voz y tu cayado me sostienen». Dios no
enciende la luz en nuestra oscuridad; se hace presente en nuestra
oscuridad, nos da la mano en la oscuridad...
En las cosas extraordinarias de la vida nosotros no lo vemos,
pero sentimos Su Presencia. Esta es la gran diferencia.
¿Cómo explicarlo? Si tú me hablas, yo sé que estás. Y entonces
puedo también afrontar la oscuridad.
Esta es la presencia que cambia la vida. Querríamos que Dios
nos aclarase todo, que encendiera la luz, que resolviera todos los
problemas... Pero no es así.
El nuestro es un Dios que a menudo nos deja incluso en las
contradicciones de las cosas que vivimos: en la oscuridad, en la duda,
en el no tener respuesta... Pero podemos sentir que no estamos solos
en esa oscuridad: está Él. Y si Él está, su Palabra es como una luz
encendida; es más, su Palabra es más que una luz encendida: Su
Presencia me hace afrontar incluso las dificultades que temo.
Si en este momento tuviésemos que imaginarnos viviendo una
cruz, quizá podríamos pensar: «Si tuviese que afrontar esa dificultad
seguramente no lo soportaría». Cierto, porque el Señor no ayuda a las
personas cuando «imaginan la cruz». Las ayudas solo cuando la viven.
Cuando la cruz se presenta en la vida, se presenta también Él como
Presencia.
Cuántas veces nos hemos dicho: «Sufrí una gran adversidad y
todavía me pregunto de dónde saqué la fuerza. ¿Cómo hice para
superar aquel momento?».
El Señor no nos sostiene en la cruz que imaginamos. Por tanto,
dejemos de imaginarla, de lo contrario nos aplastará el pensamiento de
las que cosas desagradables que podrían ocurrir.
Cuando se presenta una dificultad, entonces Él llega como
Presencia. Y todo es posible. No hay nada que temer: cuando la vida te
reserva lo extraordinario, ya sea bueno o malo, Él se hace sentir; no lo
ves, pero puedes percibir su Presencia.
En la tempestad...
Hay unas palabras en las que nos hemos centrado en el capítulo
anterior y que nos están guiando. Son palabras clave que se han
convertido en una estrella que orienta en la reflexión y, por lo tanto, en
el camino. Hemos partido de la palabra «fidelidad», enfocándola como
la confianza en una relación. Luego hemos dado un paso hacia
adelante. Hemos tratado de descubrir, de analizar, de navegar en el
mare magnum de la cotidianidad, del tiempo ordinario que hemos
definido como un tiempo precioso, el tiempo en el que recargamos
nuestras fuerzas para estar listos cuando el Esposo llegue, nos
despierte y requiera nuestra presencia de una manera completamente
nueva.
Luego está el tiempo extraordinario, diferente del tiempo
ordinario. Es el tiempo de la gran alegría o de la adversidad. El tiempo
en el que Dios está presente. Presente en nuestra oscuridad, presente
en nuestra experiencia.
Detengámonos un poco más a la orilla de esta certeza.
Dejémonos acompañar por la página evangélica de la tempestad
calmada (Mc 4,35-41).
«Aquel mismo día, ya caída la tarde, les dijo: "Pasemos a la otra
orilla". Y dejando a la gente, lo llevaron con ellos en la barca tal como
se encontraba» (vv. 35-36).
Pensad solo en esta frase... Pensad en la invitación de Jesús:
«Pasemos a la otra orilla».
Hay cosas que pasan y nos conducen a otras, llevándonos a una
nueva comprensión. Por ejemplo, después de haber vivido alguna
adversidad, ya no somos la misma persona. ¡Sería imposible! La vida -
muy a nuestro pesar- nos lleva, nos hace pasar a otra parte. No es algo
que escojamos nosotros. Las cosas que nos suceden nos llevan,
naturalmente, más allá. Y en estos acontecimientos hay una invitación
del Señor. Con frecuencia nos sentimos arrancados de la multitud, no
sentimos que tenemos algo en común con los demás. Nos sentimos
solos. El sufrimiento, que puede volvernos profundamente sensibles al
dolor de los demás, puede al mismo tiempo hacernos sentir
incomprendidos; como si los demás no pudiesen percibir del todo lo
que estamos viviendo. Y en parte es así. Podemos sentir empatía con el
dolor de otra persona, pero si no nos encontramos viviendo
personalmente ese dolor, no podremos comprenderlo plenamente. La
delicadeza más profunda que podemos utilizar frente a alguien que
sufre es practicar el silencio.
Volvamos al Evangelio: «Dejando a la gente, lo llevaron con
ellos» (v. 36). Todos nosotros lo desearíamos. Todos querríamos poder
llevar a Jesús con nosotros, en nuestra vida. Y querríamos llevarlo tal
como lo imaginamos. Rara vez lo recibimos tal como es, es decir, tal
como se nos presente. Querríamos recibirlo en la gloria y no nos damos
cuenta de que Él viene continuamente a nuestro encuentro en la
humildad.
«Se levantó entonces una fuerte borrasca, y las olas saltaban
por encima de la barca, de suerte que estaba a punto de llenarse» (vv.
36-37). La escena es muy evocativa, muy sugerente: los discípulos,
Jesús, una borrasca y tanta agua que entra en la barca, que tratan de
avanzar contra corriente. En la popa, Jesús duerme sobre un cabezal.
¿Cómo es posible? Hay un gran problema y Jesús duerme...
Cuántas veces hemos tenido la sensación de que Dios está
dormido. Y hemos llegado incluso a preguntarle: «Señor, ¿te has
distraído? ¿Estás dormido? ¿Por qué duermes, Señor?».
A veces, en los momentos difíciles, en los momentos
extraordinarios, percibimos a Jesús como adormecido antes incluso de
percibirlo como una presencia. Tenemos la sensación de que nos ha
abandonado, nos dejamos vencer por la tentación de pensar que se ha
dormido. Pero tratemos de saborear la oración cuidadosa, sincera,
profunda, breve e intensa de los discípulos: «Ellos lo despertaron y le
dijeron: "Maestro, ¿no te importa que perezcamos?"» (v. 38), ¿no te
importa que muramos?
Cuanto más seria se vuelve nuestra vida, más breve e intensa se
vuelve nuestra oración. Se acaban los discursos, las grandes
meditaciones... La oración se acorta y va derecha al asunto, como una
flecha. Hay periodos en la vida en que tratamos de justificar a Dios:
«Señor, puede que esta sea tu voluntad... Quizá si estamos aquí,
entonces... Señor, danos fuerza...». Pero todos estos discursos no son
sino una manera de decir que estamos enfadados con Él. Es cierto...
¡no podemos admitirlo! Así que tratamos de justificarlo, y creemos que
esto nos deja a todos más tranquilos.
La auténtica vida espiritual es evitar orar de esta forma
hipócrita, pensando que nos gusta todo. Si una situación no es buena,
hay que decirlo. Si una persona sufre no hay que convencerse de que el
sufrimiento es hermoso... ¡No!
Si sufres, ¡dilo! Díselo al Señor, tal como lo sientes,
directamente: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
«Él se levantó, increpó al viento y dijo al mar. "Calla!
¡Cálmate!". Y el viento cesó y se hizo una gran calma. Después les dijo:
"¿Por qué sois tan miedosos? ¿Por qué no tenéis fe?"» (vv. 39-40). Si
breve e intensa fue la oración de los discípulos, también breve e
intenso es el modo en que Jesús les contestó. Les está diciendo
claramente que su problema es un problema de fe. Porque la fe es
sobre todo tener confianza cuando todo te dice que no debes fiarte.
Cuando estamos rodeados de garantías, todo es fácil. Lanzarse
desde el balcón cuando los bomberos han colocado ya una gran
colchoneta es sencillo. Pero lanzarse cuando abajo hay solo una
persona que te dice que va a cogerte al vuelo...
Sin embargo, ¿qué es la fe sino lanzarse sabiendo que quien te
está pidiendo que saltes te propone que confíes? En la vida, a veces,
fiarse es peligroso, no es razonable. «Apoyado en la esperanza, creyó,
contra toda esperanza» es uno de los más bellos elogios que san Pablo,
en la carta a los Romanos, hace de Abraham (Rom 4, 18). San Pablo nos
indica como modelo a Jesús, Aquel que se hizo obediente, fiel hasta la
muerte de Cruz; Aquel que escuchó al Padre hasta morir, y por eso fue
exaltado por Dios y le fue dado el nombre que está por encima de todo
nombre, para que ante Su nombre todos doblen la rodilla y toda lengua
lo proclame Señor (cf. Flp 2,6-11).
Pablo, con una gran claridad teológica, pone los papeles en
orden.
Cuando nos parece que Dios está durmiendo, es el momento en
que debemos aprender a hacer nuestra profesión de fe. Cuando lo
percibimos ausente y creemos que nos ha abandonado o que se ha
distraído, es el momento en que se debe hacer profesión de fe en su
amor, el momento de fiarnos más.
«"¿Por qué sois tan miedosos? ¿Por qué no tenéis fe?". Ellos
quedaron sumamente atemorizados, y se decían unos a otros: "¿Quién
es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?"» (vv. 40-41).
Los discípulos se maravillaron de lo que había hecho Jesús, pero
no se dejaron afectar por su reprimenda.
Añadamos ahora el pasaje de la tempestad calmada en otra
página evangélica: Jesús camina sobre las aguas (cf. Mt 14,22-33).
Todavía estamos lidiando con el agua. Y la imagen de la barca
en el agua refuerza de manera efectiva nuestro sentimiento interno en
diferentes momentos de la vida. A veces nos parece estar a merced de
las olas, nos da la impresión de que no tenemos tierra bajo los pies,
sino solo agua: y es una sensación de gran inestabilidad. Nos gustaría
alcanzar tierra firme y la buscamos a toda costa: son los ídolos. Pero el
Señor dice: «Debes caminar». Nos quita la tierra y nos pide que
caminemos sobre el agua. Y Él está ahí mismo, con nosotros, a merced
del propio mar. Una vez más Jesús camina sobre las aguas en la
tempestad y nos demuestra que es mucho más grande que todos los
acontecimientos que vivimos. Él es el Señor de los acontecimientos. El
Evangelio nos lo recuerda: incluso los cabellos de nuestra cabeza están
contados (cf. Lc 12,7). Nada ocurre que no sea voluntad de Dios.
A veces no comprendemos el porqué de ciertas cosas, no les
encontramos el sentido. Y, sin embargo, incluso ahí, está oculta la
voluntad de Dios y hemos de descubrirla.
Al principio, cuando el Señor viene a nuestro encuentro en un
momento de tempestad (cuando vivimos alguna dificultad), lo que
experimentamos de repente no es la paz. «Hacia las tres de la
madrugada se dirigió a ellos andando sobre el lago. Los discípulos, al
verlo caminar sobre el lago, se asustaron y decían: "¡Es un fantasma!",
y se pusieron a gritar llenos de miedo» (vv. 25-26). Es decir, la reacción
de los discípulos está dominada por el miedo, están atemorizados.
Pero en realidad todos nosotros nos asustamos cuando nos damos
cuenta de que el Señor está viniendo a nuestro encuentro en algún
momento difícil. En el fondo es mucho más fácil decir: «¡Qué difícil es!
Es algo negativo que viene del demonio». Sin embargo... ¿quién dice
que el Señor no se esconde también en aquello que puede parecernos
algo malo?
En los salmos oramos: «Si subo hasta los cielos, allí te
encuentras tú; si bajo a los abismos, allí estás presente» (Sal 139,8).
¿Qué hace Dios en los abismos?
Y este es el gran descubrimiento: el Señor viene a nuestro
encuentro incluso en las cosas más difíciles, más oscuras, más
trágicas... más diabólicas. Si el mal se desata contra nosotros, allí, en
medio de las situaciones más terribles, el Señor viene a nuestro
encuentro. Pero todo esto, en lugar de tranquilizarnos, nos asusta:
«Jesús les dijo: "Tranquilizaos. Soy yo, no tengáis miedo". Pedro le
respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas"» (vv. 27-
28). Jesús los tranquiliza. Y Pedro se atreve: si eres tú de verdad, hazme
caminar incluso sobre las aguas, no dejes que esta tempestad me haga
volcar.
«Él dijo: "Ven". Pedro saltó de la barca y fue hacia Jesús
andando sobre las aguas» (v. 29). Pedro va, no se hunde, camina.
«Pero, al ver la fuerza del viento, se asustó y, como empezaba a
hundirse, gritó: "¡Sálvame, Señor!"» (v. 30). Pedro se distrae, desvía su
atención de Jesús y comienza a concentrarse de nuevo en la
tempestad. Y en este punto es donde debemos hacernos una pregunta
fundamental. En las situaciones difíciles, ¿en qué creemos? ¿Hasta qué
punto las dificultades arrebatan el puesto a Dios, que viene a nuestro
encuentro, que nos llama?
Se trata de escoger de qué parte estar, en qué queremos hacer
nuestra profesión de fe. Si haces profesión de fe en tus miedos, te
encontrarás con tus miedos. Si haces profesión de fe en el viento
impetuoso que se desencadena, te hundirás. Pero aquí Pedro nos
enseña en qué consiste la santidad. Y nos lo enseña precisamente
mientras se hunde... La roca se hunde...
Al empezar a hundirse gritó: «¡Señor, sálvame!». Y esto es la
confianza. Pedro gritando a Jesús muestra su santidad: Señor, no
puedo, no entiendo, no soy capaz... ¡Sálvame! «Jesús le tendió la
mano, lo agarró y le dijo: "Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?"»
(v. 31).
Una vez más, la profesión de fe.
Por tanto, si el tiempo ordinario es el momento en que hemos
de aprender a hacer memoria, el tiempo extraordinario -el tiempo en
que Dios se hace presente en las dificultades- es el momento en que
debemos aprender a hacer la profesión de fe. Es una ocasión que no
hemos de desperdiciar. Precisamente cuando todo está en nuestra
contra, hemos de decir: «Sí, Señor, me fío de ti». Incluso caminando
contra corriente. Si no aprendemos a hacer nuestra profesión de fe en
los momentos difíciles, en los tiempos fuertes de nuestra vida,
desperdiciaremos ocasiones importantes. Pensaremos que nos hemos
librado, pero en realidad no habremos aprendido nada. Esos
momentos podrían haber sido una oportunidad para aprender a
confiar más en Él.
«¡Todo está en contra! Ahora puedes confiar en mí», y no:
«Todo va bien y por eso confío en ti».
Perseverantes en la llamada
Hay una palabra que en este momento tenemos que introducir.
Es una palabra que tiene un cierto toque femenino, que incluso en la
Biblia encontramos vinculada con frecuencia a la actividad de las
mujeres. Es la palabra «perseverancia». En la Sagrada Escritura, la
mayor parte de las cosas importantes tienen lugar gracias a la
perseverancia de las mujeres. En los momentos más decisivos de la
historia de la salvación no hay hombres, sino mujeres. Y aunque todo
parece expresarse siempre desde lo masculino, en realidad sin las
mujeres no pasaría nada. En los problemas y en la Redención siempre
está presente el empeño de una mujer.
La perseverancia es una de las maneras a través de las cuales
somos fieles, a través de las cuales ejercemos nuestra fidelidad. Y a
esto somos llamados todos.
Dejémonos acompañar en este recorrido por dos páginas
evangélicas. La primera está tomada del evangelio de Juan, del capítulo
20. Estamos al final del libro, en los llamados relatos de la resurrección.
De lo que Juan narra está claro que nos ofrece una clave de lectura
femenina. En el núcleo de los acontecimientos hay una mujer: María
Magdalena.
«El primer día de la semana, al rayar el alba, antes de salir el sol,
María Magdalena fue al sepulcro y vio la piedra quitada» (Jn 20,1).
Primera observación: al sepulcro no va un hombre; va una
mujer. Va en la oscuridad, sin ninguna protección, y va al encuentro de
una situación difícil, en una zona expresamente militarizada para que
nadie tocase el cadáver de Jesús. El valor de María es muy grande.
Mientras todos los demás están encerrados en el Cenáculo, replegados
sobre sí mismos y pensando preocupados en su sufrimiento, esta
mujer, aún de noche, va al sepulcro. Es la primera imagen de
perseverancia femenina que encontramos.
Por la mañana, cuando aún era de noche, se acerca al sepulcro
y ve que la piedra está quitada. Es la mañana de Pascua. Es Pascua,
aunque nadie lo sabe. Los discípulos y las mujeres están aún detenidos
en el Viernes Santo. María ve, pero no comprende. Su primera
preocupación es el cuerpo. Cree que alguien se ha llevado el cadáver
de Jesús, que ha sufrido un ultraje. Y entonces echa a correr. Corre y va
donde Simón Pedro y el otro discípulo, aquel al que Jesús amaba, y les
dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han
puesto» (v. 2). Es ella la que lleva el primer anuncio, y lo hace diciendo
que Jesús está ausente. Y esta es la primera profesión de fe en la
resurrección.
Uno de los lugares más preciosos de Tierra Santa es el Santo
Sepulcro. Y es increíble: veneramos un lugar vacío, una gran ausencia;
una ausencia que nos desvela a cada uno de nosotros el misterio de
nuestra fe. Nos dice que el Señor está ausente precisamente porque
está vivo. Él no está donde nosotros esperamos que esté, no está
donde queremos encerrarlo, no está en un sepulcro. De hecho, el
evangelio de Juan dice que Pedro y Juan corrieron hacia el sepulcro. Y
allí Juan «vio y creyó» (v. 8). En aquella ausencia comienza a intuir
algo... comienza a intuir la Pascua.
María Magdalena no. Aún no. Es la más audaz, la más valiente,
la más pertinaz, pero es profundamente mujer en su sufrimiento, en la
percepción del dolor, del sufrimiento. Procesar esa ausencia es difícil;
es dificilísimo separarse de ese sepulcro. Y sin embargo es
precisamente su perseverancia la que hace de ella la Apóstol de los
Apóstoles: ella es quien, mientras todos huyen, tratando de defenderse
del sufrimiento, permanece, se queda a los pies de la Cruz con María la
madre de Jesús y María de Cleofás. Y con ellas hay también
involuntariamente un adolescente llamado Juan.
Cuando las cosas se vuelven difíciles, cuando llegan a límites
extremos, siempre hay una mujer. Esto lo muestra el Evangelio y lo
vemos diariamente en nuestras familias. Es como si las mujeres fuesen
más capaces de hacer hueco a lo difícil, a lo desesperado...
«María se quedó fuera, junto al sepulcro, llorando. Sin dejar de
llorar, se asomó al sepulcro y vio a dos ángeles con vestiduras blancas,
sentados uno a la cabecera y otro a los pies, donde había sido puesto el
cuerpo de Jesús» (vv. 11-12).
El sufrimiento es tan grande que permanece indiferente, incluso
ante lo extraordinario que tiene lugar ante sus propios ojos: los dos
ángeles. Son ellos quienes le dirigen primero la palabra: «"Mujer, ¿por
qué lloras?". Contestó: "Porque se han llevado a mi Señor, y no sé
dónde lo han puesto". Al decir esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús
allí de pie, pero no sabía que era Jesús» (vv.13-14).
Leamos despacio esta escena del Evangelio para comprender
mejor los gestos.
María está allí, ha visto a unos s ángeles que le han preguntado
por qué sufría. Ella les contesta: «He perdido el significado de todo, he
perdido a Jesús; no sé dónde lo han puesto». Se vuelve hacia atrás y ve
a Jesús, pero no consigue reconocerlo. A veces sufrimos tanto que ya
no conseguimos ver nada. El sufrimiento nos pone en tal estado que no
nos permite ver al Señor, reconocerlo.
«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» (v. 15). Esta es la
forma en que Dios entra normalmente en nuestro sufrimiento, en las
estaciones complicadas que debemos atravesar, en las etapas de la
vida. Él entra y hace unas preguntas que nos ayudan a tomar
conciencia. Cada uno puede sentir que esta pregunta se la está
dirigiendo a sí mismo, puede sentir que el Señor le pregunta: “Después
de tantos años de vida religiosa, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué rezas?
¿Por qué has renunciado a una familia?». O bien si estás casada o
cualquier elección que cada uno haya hecho: «¿Por qué estás aquí?
¿Qué te mantiene aquí? ¿Por qué has elegido esta vida?».
La gran pregunta que se nos dirige a todos es: «¿Qué buscas?».
Es importantísimo llegar al punto de estar en una crisis tan
grande, que permitamos que una pregunta de este tipo nos espolee.
Con frecuencia tenemos miedo de esta pregunta, porque tememos no
saber la respuesta o nos inquietan sus implicaciones. Y, por
consiguiente, cuando la crisis nos atormenta en nuestra vida, tratamos
de distraernos, de no hacerle caso: The show must go on! El
espectáculo debe continuar... ¡a cualquier precio!
Pero no. Hay momentos en los que es bueno detenerse, es
acertado que el Señor, de manera firme, nos diga: «¿Qué estás
haciendo aún aquí? ¿Por qué lloras? ¿Qué buscas?».
María Magdalena piensa que se trata del jardinero. Nosotros
podríamos confundirlo con el confesor, con una página del Evangelio
que estamos leyendo, incluso con un momento de gran desaliento...
Junto a nosotros está Jesús... y nosotros no lo reconocemos. Pero Él se
acerca a nosotros y nos hace una pregunta, muy seria, incómoda. No lo
reconocemos, pero sentimos que la situación nos sacude.
«Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: "Señor, si te lo has
llevado tú, dime dónde lo has puesto, y yo iré a recogerlo". Jesús le
dijo: "¡María!". Ella se volvió y exclamó en hebreo: "Rabbuní!" (es
decir, "¡Maestro!")» (vv. 15-16).
Es uno de los diálogos más intensos de todo el Evangelio. Hay
momentos en la vida en que todo es difícil, todo parece perdido,
definitivamente comprometido. No sabemos ya por qué estamos
haciendo algo, hemos perdido de vista lo más importante. Todo parece
hundirse, parece estar contra nosotros... Sin embargo, precisamente
ese es el momento en que el Señor nos llama por nuestro nombre:
«¡María!». ¿Y qué es la vocación sino ser llamados por nuestro
nombre, sentirnos llamados en primera persona?
¿Para qué sirve en el fondo la perseverancia en las situaciones
complicadas? ¿Para qué sirve la fidelidad en las situaciones
complicadas? Sirve para llegar hasta el momento en que el Señor nos
llama por nuestro nombre y nos da de nuevo «una vocación». Y esto no
porque Él nos tenga que decir qué tenemos que hacer. Al contrario.
Eso podemos decidirlo nosotros. La «vocación» no concierne al hacer,
como pensamos con frecuencia, sino al ser. Responde a la pregunta:
«¿Quién eres?». Es fundamental que el hacer no contradiga al ser.
Nunca perder de vista quiénes somos o por qué hacemos algo. Si lo
que hacemos se contrapone a lo que estamos llamados a ser, entonces
es necesario tener el valor de cortar con ello.
Una persona se convierte cuando el Señor le recuerda quién es.
Una comunidad se convierte cuando el Señor le recuerda quién está
llamada a ser.
De ahí que después la persona, la comunidad, pueda decidir de
nuevo qué hacer: porque ha recordado quién está llamada a ser, a
quién pertenece, qué está buscando.
Sin perseverancia hacemos como si no pasara nada, y la mayor
parte de las tragedias de nuestra vida, personales y comunitarias,
suceden precisamente porque hemos hecho como si no pasara nada.
Tampoco en las familias religiosas hemos tenido el coraje de tomarnos
en serio lo que nos sucedía. Hemos actuado como una persona que
enferma y hace como si no le pasara nada. Si ignoras una enfermedad,
la enfermedad te mata.
No podemos vivir la vida posponiendo... Hemos de tener el
valor de dejarnos interpelar por esa pregunta y responder a ella.
Hemos de tener el valor de seguir siendo fieles, sobre todo en los
momentos más difíciles de nuestra vida personal y de nuestra vida
comunitaria.
Pero, ¿de dónde sacamos la paz y la serenidad para seguir
siendo insistentes y fieles?
No hemos de temer, el Señor viene a nuestro encuentro y nos
dice: «No tengáis miedo. Soy yo». Nuestra vida está en sus manos.
¿Y si nos estuviera pidiendo que fracasáramos?
Nuestro pecado -sirviéndonos de la metáfora de la enfermedad-
podría describirse como un ensañamiento terapéutico: luchamos
fervientemente para defender algo a toda costa cuando, en cambio,
deberíamos tener la humildad de entregarnos. Esto es lo que santifica,
no la preocupación de salvarlo todo a toda costa, de decirle al Señor:
«Eh, ¿te has olvidado de nosotros? ¿Dónde estás? ¿Estás dormido?».
El Señor viene a nuestro encuentro en las situaciones difíciles y
nos pide que las vivamos y las leamos, no de forma humana, sino
desde una perspectiva de fe, atravesando las dificultades hasta que
consigamos encontrarlo y escuchar su voz.
Hay también otra página del Evangelio que puede ayudarnos a
articular la palabra «obstinación». Estamos en el capítulo 15 del
evangelio de Mateo (versiculos 21-28).
«Jesús salió de allí y se fue a las regiones de Tiro y Sidón. Y una
mujer cananea salió de aquellos contornos y se puso a gritar» (vv. 21-
22).
Cuando el Evangelio se refiere a alguien que ora, a menudo
muestra gente gritando. Solo gritamos cuando tenemos el agua al
cuello... Así que hay oraciones que decimos y oraciones en las que
creemos en lo que estamos diciendo. Hay oraciones que recitamos y
oraciones que profesamos. Esta mujer no está orando porque deba
hacerlo; es una mujer que tiene un motivo muy serio por el que orar, y
lo hace hasta el punto de gritar: «¡Ten compasión de mí, Señor, ¡hijo de
David! Mi hija está atormentada por un demonio» (v. 22).
¿Qué puede representar mejor una oración intensa que la
oración de una madre frente al dolor de un hijo? Esta es la imagen de
la oración más extrema que existe.
«Pero él no le respondió nada» (v. 23). ¿Qué pasó con ese Jesús
manso y humilde de corazón? Entonces, o el Evangelio está equivocado
o hay algo que no funciona. ¿Cómo es posible? ¿Nosotros nos
conmovemos ante una madre desesperada y Jesús no le dice ni una
palabra? ¿Qué haríamos si nos sucediese a nosotros?
En situaciones parecidas, que pueden suceder en nuestra vida
espiritual, lo más normal es que salgamos huyendo. En cambio, tú ora
cuando tengas ganas de huir. Esa es la oración de esta mujer. Ella sigue
estando allí, obstinadamente allí, ante alguien que no le dirige ni una
sola palabra, que ni la mira.
Los discípulos se acercan a Él y le piden que la despida. La mujer
grita... y la situación se vuelve embarazosa... Pero con ellos es
lapidario: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de
Israel» (v. 24). Como si estuviera diciendo: el amor existe, ¡pero no es
para ti!
A pesar de todo, esta mujer, cargada de insistencia, no se va,
sino que permanece. Es más: «Ella se acercó, se puso de rodillas ante Él
y le suplicó: "¡Señor, ayúdame!". Él respondió: "No está bien quitarles
el pan a los hijos para echárselo a los perros"» (vv. 25-26). ¡Inaudito!
La oración de la mujer ha sido muy corta, muy concisa,
cualquiera pensaría que por fin ha tocado el corazón del Señor... pero
no. Y la respuesta que le da es más humillante. Primero le niega la
palabra, luego la Gracia, y por último se dirige a ella de forma
despreciativa. ¿Cómo puede uno seguir orando cuando se siente
humillado en su oración? Pero esta mujer no se va, permanece ahí.
«Ella dijo: "Cierto, Señor; pero también los perros comen las
migajas que caen de la mesa de sus amos"» (v. 27). ¡Es maravilloso! Se
arriesga a orar partiendo precisamente de la humillación.
«Entonces Jesús le dijo: "¡Oh, mujer, ¡qué grande es tu fe! Que
te suceda como quieres"» (v. 28). Jesús rara vez malgasta las palabras
hablando. En el Evangelio solo tres personas reciben cumplidos de
Jesús: Natanael, hombre recto y abierto; el Centurión romano, que
tiene tanta fe en Él que le pide que cure a su siervo desde la lejanía, y
esta mujer, la tercera privilegiada de todo el Evangelio. Y a ella le dice:
«Mujer, tu fe es inmensa, grandísima; que suceda como tú deseas. Y
desde ese instante su hija quedó curada».
¿Quién ha vencido en esta historia? La obstinación. Solo quien
es insistente, solo quien es fiel, vence al final. Y esta es una
importantísima declaración evangélica para cada uno de nosotros.
Porque a menudo hay momentos en los que, a pesar de nuestra
fidelidad, no conseguimos sentir al Señor, no le oímos hablar. Y
entonces vienen las preguntas del corazón: «¿Por qué, Señor, me
hablas así, ¿si he hecho todo lo que debo hacer?». Pero además hay un
paso posterior: no solo no te habla, sino que frente a todo lo que
tienes a tu alrededor te parece que eres aquel que ni siquiera se
merece lo que desea. A todos se les trata como a hijos, y a ti como a un
perro. Pero a pesar de todo sigues ahí, perseverante, y oras... oras
precisamente a partir de esa humillación, de esa exclusión. Y esa es la
fe inmensa. La fe que vence.
Pero, ¿tenemos una fe así? ¿Una perseverancia así, una
fidelidad tan radical?
Cuidar de la realidad
Los personajes que nos acompañan en este punto del camino
son de gran valor en la historia de la salvación y forman una parte
importante de ella.
Volvámonos hacia María de Nazaret. Pero no inmediatamente.
Antes hemos de fijarnos en un personaje que está a su lado: José.
Él puede ayudarnos a comprender qué es la fidelidad y, sobre
todo, qué es la fidelidad expresada en lo ordinario y lo extraordinario.
Voy a tratar simplemente de proporcionar una clave de lectura
que espero que pueda ser útil.
Si queremos leer, entrar dentro de la historia de la salvación,
podemos hacerlo desde dos puntos de vista diferentes: uno interior,
visto y vivido, por ejemplo, por María, y uno más humano, casi más
externo, podríamos decir. Si queremos entender cómo tuvieron lugar
los acontecimientos desde dentro, hemos de leer el Evangelio en la
versión de Lucas, porque el evangelista Lucas nos cuenta todo lo que
vive María. Cuando pensamos en la encarnación encontramos una
especie de relación, una descripción exacta de lo que ocurrió entre
Gabriel y María: su diálogo, el miedo de la una y la respuesta del otro...
Todo lo que queremos entender del acontecimiento de la encarnación
nos lo cuenta Lucas a través de María.
En cambio, para ver el mismo acontecimiento desde un lado
exclusivamente humano, y, por tanto, desde un punto de vista que
llamamos externo, podemos detenernos en el evangelio de Mateo,
porque Mateo nos cuenta la misma historia, pero desde el punto de
vista de José.
Entonces, ¿por qué para nosotros es importante detenernos y
entender la diferencia?
María tiene un privilegio único: es Inmaculada y, como tal,
preservada del pecado original. Es cierto que es criatura como
nosotros, pero tiene algo que nosotros no tenemos: está totalmente
liberada de la lógica del mal, no está herida por las consecuencias del
pecado original.
Esta libertad la libera incluso de tener que decir necesariamente
«sí» a Dios. También puede decir que «no». Pero, a diferencia de
nosotros, no tiene ningún condicionamiento interior; ninguna herida
interior la condiciona en su elección. Es sencilla. Y Dios habla a los
sencillos, de forma sencilla y directa.
¿Por qué nos resulta tan difícil a nosotros -criaturas que no
tenemos el privilegio de María- escuchar la voz de Dios? Porque
estamos heridos en nuestro interior. El pecado nos ha herido y esto
nos hace complejos... somos interiormente complejos. Incluso más. El
pecado nos hace interiormente acomplejados, de modo que para
nosotros hasta las cosas más sencillas son las más difíciles. Basta muy
poco para que lo compliquemos todo. Miedo, inseguridad, pérdida de
control... es lo que llevamos en el corazón, de forma casi estructural; es
una especie de muro que llevamos dentro y que nos dificulta escuchar
directamente la voz de Dios, comprender su voluntad de forma
inmediata.
Necesitamos discernimiento, debemos examinar las cosas hasta
ser capaces de decir: «Esta es la Palabra de Dios, esta es Su voluntad en
mi vida». Necesitamos tiempo para comprender. Un acontecimiento,
una situación se nos presenta siempre de manera ambigua. Para María
no es así. Ella tiene la capacidad-posibilidad de comprender de
inmediato si se encuentra o no ante Dios, si esa voz que escucha es o
no la voz de Dios.
Este privilegio que le ha otorgado Dios como don no es un fin en
sí mismo, sino en función de la propia Encarnación del Hijo y, por lo
tanto, de la Redención del género humano.
Imaginemos que estamos todos en el agua, arrastrados por las
olas. Corremos el riesgo de ahogarnos. Hay una barca que puede
salvarnos, Pero para poder salir del agua necesitamos que haya alguien
ya en la barca. Si no, la operación de salvamento no podría ni
comenzar... a pesar de que hay una barca. Entonces, para que todos
podamos salvarnos Dios ha preservado a María de estar en el agua
como todos. Y, en cambio, la coloca en la barca para que sirva de ayuda
a todos, para que pueda sacarnos de las heridas del pecado original, de
sus condicionamientos.
Todo lo que vive María tiene una repercusión directa sobre
cada uno de nosotros. Todo lo que celebramos de María dice algo de
nosotros, de nuestra fe, de nuestro propio destino. Todos nosotros, en
el fondo, estamos llamados a ser lo que ella ha sido y es. Dante utiliza
una maravillosa expresión: «Eres de la esperanza fuente vivaz» (Paraíso
XXXIII, 12). Como si dijera: si una criatura como nosotros ha podido,
entonces podemos todos; si una criatura ha llegado a Él, entonces es
posible para todos: el Señor ya ha cumplido lo que prometió.
Llegaremos a lo que María es actualmente en el cielo y, por tanto,
gracias a ella sabemos que no se salvará solo nuestra alma, nuestra
parte espiritual, sino también nuestro cuerpo y sus recuerdos, nuestra
corporeidad.
Volveremos sobre María en un segundo momento, pero ahora
es importante que hayamos hablado de ella, para que veamos
claramente que lo que descubrimos, leemos y creemos de ella tiene un
impacto sobre nuestra vida. Cada uno de sus rasgos está de algún
modo conectado con nuestra existencia. Por lo tanto, para saber
claramente cómo actúa Dios en la vida de una persona, tenemos que
mirar a María.
En cambio, para comprender cómo actúa normalmente el Señor
en la vida de una persona, tenemos que mirar a José, porque José es
un hombre justo, sabio, honrado, sí, pero es como nosotros: herido por
el pecado original, vive su propia vida igual que nosotros, con las
mismas dudas, las mismas preguntas. José vive los acontecimientos
con nuestra misma ambigüedad.
Dejemos ahora que nos acompañe el evangelista Mateo
(capítulo 1, versículos 18-24).
«El nacimiento de Jesús fue así: María, su madre, estaba
desposada con José y, antes de que vivieran juntos, se encontró
encinta por virtud del Espíritu Santo» (v. 18).
¿Cuál es el acontecimiento? Encontrar a María encinta.
Para nosotros es dogma de fe el creer que María quedó encinta
por obra del Espíritu Santo. Para nosotros no puede más que ser así.
Pero, ¿y José? Él se encuentra ante la ambigüedad de la mujer que
ama, y que está seguro de que le ama, y que un día, al verle, le dice:
«Estoy embarazada, pero no temas: ha sido el Espíritu Santo». Esta
situación crea como mínimo una especie de lucha interior muy seria.
¿Quién me dice la verdad de las cosas? Los acontecimientos son
ambiguos en sí. Una dificultad que se cruza, ¿es por la muerte o por la
vida? ¿Lo que estoy viviendo es la voluntad de Dios o, por el contrario,
un ataque perpetrado por el mal? La respuesta que creo haber dado al
Señor, ¿es realmente lo Él que me está pidiendo que viva para
santificarlo o, por el contrario, una manera que me he inventado yo?
La vida nos pone delante de los acontecimientos, de la misma
manera que José se encontró ante el embarazo de María. Pero este
hombre hace algo muy inteligente: «José, su marido, que era un
hombre justo y no quería denunciarla, decidió dejarla en secreto» (v.
19).
La Ley decía que una mujer que se encontraba en este tipo de
situaciones debía ser lapidada, debía morir. Pero el sentido común de
José le hace encontrar una solución adecuada, salvándole así la vida.
Piensa: «Había soñado una vida junto a ella, pero... ¡me equivoqué! El
mundo se ha acabado, se han destruido mis sueños, mis esperanzas
han quedado devastadas. Lo único que puedo hacer ahora es pensar en
una forma de salvarla». José usa el sentido común.
¿Quién es fiel?
¿Qué es la fidelidad?
Como José:
- cuidar de lo que hay, de lo que ocurre, de lo que constituye la
realidad;
- asumir la responsabilidad de lo real;
- aceptar la Palabra de Dios como algo que me ofrece un
significado de la realidad;
- no tener miedo de nuestra fragilidad y de nuestra debilidad,
porque Dios puede servirse de ellas para permitir el bien en
nuestra vida.
Fieles en el amor
Dejemos que resuene, en el evangelio de Lucas, la llegada de
María a la casa de Isabel y Zacarías. Estamos en el capítulo 1, versículos
39-47.
Unos días después María se dirigió presurosa a la montaña, a una
ciudad de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Cuando
Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su seno e Isabel quedó
llena del Espíritu Santo. Y dijo alzando la voz: «¡Bendita tú entre las
mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Y cómo es que la madre de mi
Señor viene a mí? Tan pronto como tu saludo sonó en mis oídos, el niño
saltó de alegría en mi seno. ¡Dichosa tú que has creído que se
cumplirán las cosas que te ha dicho el Señor!».
María dijo: «Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios,
mi salvador».
Esta famosa página del evangelio de Lucas nos ofrece un mapa
que nos ayudará a comprender el siguiente paso en nuestro camino.
¿Por qué se nos pide que unamos fidelidad y amor?
Uno de los riesgos y de las tentaciones de la vida espiritual es
encerrarse en uno mismo y pensar que la vida espiritual es verdadera
sobre todo cuando hay una especie de satisfacción. Como si el objetivo
fuera llegar a afirmar: «Estoy tan bien que no me interesa nada de lo
que ocurre a mi alrededor». Pero esta sensación no procede del
Espíritu de Dios, sino del ángel disfrazado de luz.
Cuando encontramos al Señor solo surge en nosotros la
siguiente convicción, contrapuesta a la precedente: «Precisamente
porque estoy bien, me interesa todo y me interesan todos». Encontrar
el amor de Dios significa tener la experiencia de un amor no exclusivo -
es decir, que excluye al resto del mundo-, sino inclusivo, en el que no
se puede hacer otra cosa más que hacer partícipes a los demás.
Este es el motivo por el que María, después de haber recibido el
anuncio de Gabriel, en vez de permanecer en casa, regodeándose en el
honor y en el asombro, se va, se pone en marcha y se dirige hacia la
montaña y llega apresuradamente a una ciudad de Judá. Su respuesta a
Dios no provoca un encierro. María se pone en marcha, lo hace
apresuradamente, optando por correr riesgos.
¿Por qué María va con prisa? ¿Por qué va donde Isabel?
María sabe que su prima tiene un problema concreto: es
anciana y está embarazada. Por tanto, necesita ayuda. Ser consciente
de esto es la única motivación de María.
El amor nace siempre de un encuentro profundo con Dios. Es El
quien te hace sentir en tu interior la urgencia de hacer algo por quien
necesita realmente ayuda. El encuentro con Cristo, precisamente
porque te hace estar bien interiormente, te hace también darte cuenta
de quién no está bien. María transforma en amor el anuncio del ángel;
como diciendo que una fe auténtica lo es cuando se convierte en amor.
Hacer la lectio divina y no hacer un acto de amor concreto hacia
la hermana o el hermano que tenemos a nuestro lado, significa
quedarse a medio camino. Las personas que tenemos a nuestro
alrededor -o que comparten con nosotros nuestro espacio en el
mundo- son el único modo que tengo para responder a lo que el Señor
me hace sentir en mi interior. Si no puedo ejercer la caridad, el amor,
hacia quien está a mi lado, no estaré tampoco en condiciones de hacer
lo que el Evangelio me enseña. Sin la oportunidad de vivir el amor, el
Evangelio sería un fracaso. No sería ya el «Verbo encarnado», sino solo
un verbo cerrado, mudo.
La fe necesita encarnarse en el amor.
Igual que considero que mi relación con la oración y con la
Palabra es sagrada, de igual modo debo considerar sagrada mi relación
con el rostro de la hermana que está a mi lado, con el otro. con los
otros; sagrada es mi relación con quienes necesitan a los demás;
sagrada es mi relación con sus carencias. No amamos a las personas
que tenemos a nuestro alrededor por obligación. El amor es una
exigencia del Evangelio vivido: si el Evangelio vive en nosotros, no
podemos vivir sin amar a quienes tenemos junto a nosotros. María no
puede guardarse para sí misma el encuentro que acaba de vivir. Ese
anuncio recibido se encarna en su camino hacia Isabel. Así, abrirme al
prójimo es como decirle: «Gracias, hermana (hermano), sin ti no podría
vivir el Evangelio».
Esta es la gran «Gracia» que puede experimentar quien vive una
vida comunitaria. Pero es también la gran «Gracia» que todo cristiano
manifiesta a la Iglesia, a la comunidad eclesial. Sin la Iglesia, sin una red
de rostros, de relaciones circundantes, ninguno de nosotros tendría la
oportunidad de ser verdaderamente cristiano. Sin Isabel, María no
habría tenido la oportunidad de llevar a cumplimiento lo que había
escuchado decir al ángel. Y este es un elemento fundamental, no solo
respecto a lo que ella ha hecho, sino también respecto a lo que
después ha recibido de Isabel.
«Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Cuando Isabel oyó
el saludo de María, el niño saltó en su seno» (Lc 1,40-41).
Juan el Bautista parece ser profeta ya desde el vientre de su
madre. Ya en ese momento percibe la presencia del Mesías. Extraño...
Y de hecho el Evangelio nos ha acostumbrado a considerarlo un
personaje efectivamente muy extraño: crecía y vivía retirado en lugares
desérticos, pero la gente lo buscaba. Era, sin duda, mucho más famoso
que Jesús, tan conocido que repetidas veces tenía que recordar su
identidad: «No soy el Mesías». Es más, Juan -tal como nos transmiten
los evangelistas- señala continuamente, incluso a sus discípulos, al
Mesías, al Cordero de Dios. Es un hombre que se quita importancia
continuamente, se hace a un lado y, hablando del Mesías, dice: «Yo os
bautizo con agua, pero ya viene el que es más fuerte que yo, y a quien
no soy digno de desatar la correa de sus sandalias. Él os bautizará con
Espíritu Santo y con fuego» (Lc 3,16).
CAPACES DE ESPERANZA
EN CONCLUSIÓN
Unas palabras, al final de este recorrido. Casi un deseo...
Que nadie se acostumbre a su propia vocación. No nos dejemos
distraer por lo que nos impide darnos cuenta de lo que el Señor está
haciendo en nosotros. No transformemos nuestra vida en una fidelidad
al deber, sino convirtámosla en un recuerdo vivo del amor.
El Señor solo pide que lo amemos, y que tratemos de amarlo
cada día más. Todo lo que hacemos, hasta los sacrificios más extremos,
tiene sentido si lo hacemos en nombre del amor, por amor, en la
perspectiva del amor.
Ni sacrificios ni ofrendas agradan al Señor (cf. Mt 9,13), sino un
corazón capaz de misericordia. Lo que nos pide no es heroísmo, sino un
corazón que sepa amar, un corazón que deje derretir su dureza, un
corazón que se deje transformar.
Debemos permitir, una vez más, que Dios nos dé un corazón de
carne. Hemos de consentirle que humanice de nuevo nuestra vocación,
que nos devuelva nuestra humanidad, que renueve nuestra relación
con Él.