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LECTURA

CONSIDERADA PARA

SEGUNDA PRÁCTICA CALIFICADA

CulTurA CHiChA (Dorian Espezúa Salmón)

Texto tomado de la Revista Casa de Citas Nº 5

Hay una pregunta crucial que genera este ensayo: ¿qué nos impide reconocernos como
chichas? Acaso una mala comprensión del fenómeno, nuestra ignorancia, nuestros
prejuicios históricos, su asociación con lo abyecto, acaso todas las razones por las
cuales nuestra sociedad nunca se identificó plenamente con lo indio, ni con lo cholo y
ahora con lo chicha. En efecto, el gran problema de los peruanos es que siendo un
conjunto de nacionalidades indias jamás nos hemos identificado como indios. Estamos
orgullosos de nuestro pasado noble inca, pero no de nuestro presente indígena1.
Tampoco nos hemos identificado como cholos a pesar de que la mayoría tiene
ancestros indígenas o proviene de la sierra, donde se cree se asienta lo cholo, ni como
mestizos a pesar de que Ricardo Palma dijo que “el que no tiene de inga tiene de
mandinga”. Por alguna razón, los peruanos se apegan más a lo colonial que a lo
prehispánico, a lo hispano que a lo indígena. Es justamente nuestra condición colonial
la que nos ha impedido identificarnos como indios, mestizos, cholos y ahora como
chichas.

¿Es lo mismo ser cholo que chicha? ¿Por qué los afroperuanos o asiático peruanos no
se identifican como cholos? ¿Qué pasa con los selváticos que no se sienten cholos?
Yo planteo la hipótesis de que el paradigma de lo cholo o de la “cholificación” estudiado
por Aníbal Quijano (1980) ha sido ya superado. En efecto, el proceso de cholificación
se produjo dentro de un contexto en el que la movilidad social era menor y más lenta;
en cambio, lo chicha se da en un contexto donde esa movilidad es mayor y más fluida.
Hemos pasado de castas a clases y de clases a una hibridez acelerada. Voy a usar una
metáfora para explicar este proceso de “chicheficación” que aún no ha concluido. Esta
metáfora tiene que ver con la fruta, la ensalada de fruta y el jugo de fruta como
representantes de tres estadios en nuestra evolución cultural e identitaria. El primer
estadio implica un contacto cultural en el que se mantienen separados a los grupos
étnicos y culturales de manera que se promueve el racismo, la segregación y la
marginación desde una posición dominante y jerárquica. En este momento podemos
hablar de frutas (castas, clases, etnias) separadas. El segundo estadio hace evidente

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el proceso inevitable de mezcla étnica y cultural en uno que va de menos a más, de
modo tal que las frutas se van desarticulando en trozos cada vez más pequeños que
se mezclan con trozos de otras frutas. En efecto, la ensalada de frutas representa muy
bien los procesos de sincretismo, transculturación o heterogeneidad cultural
representados cabalmente por el estudiado por Quijano. Pero, ¿qué pasa cuando la
ensalada de frutas sigue mezclándose y diluyéndose a lo largo del tiempo? Sucede que
estamos frente al estadio del jugo de frutas, que implica una mezcla tal que tiende a la
homogenización. Creo que la cultura chicha representa este proceso.

Para los que todavía conservan el muy raro sentido común, es imposible no percibir el
nuevo rostro cultural del Perú. Sus sonidos penetran nuestros oídos, sus imágenes
invaden nuestra mirada, disfrutamos de sus sabores, olemos las variaciones de sus
aromas y nuestra piel siente las texturas de ese mundo real que nos cerca y que no
podemos eludir. Pero siempre hay una resistencia a aceptar el término con el que
designamos nuestra peculiar formación cultural de raíz y tronco prehispánico. Lo mismo
pasó con los términos ‘cholo’, ‘mestizo’, o ‘indio’ con los que nuestra “sociedad” nunca
se identificó o tardó mucho en identificarse. Sin embargo, creo que el paradigma de lo
cholo ha evolucionado hasta el punto que ahora ya no podemos sostener que lo
propiamente peruano en la cultura nacional es el elemento cholo. ¿Qué nombre le
ponemos a una cultura que rompe con la oposición andino-costeño e integra lo
selvático? ¿Cómo llamamos a la cultura que integra y se vale de todo para sobrevivir
en medio de fuerzas que luchan por desaparecerla? Hay evidentemente una cultura
nueva que se desarrolla en un espacio distinto, que rompe las clásicas oposiciones
binarias con las que hemos reflexionado nuestra peculiar formación cultural y social.
Esta cultura nueva a la que llamamos ‘chicha’ es urbano marginal o rural urbana, y
surge como consecuencia de las migraciones internas y externas de los diversos grupos
culturales que conviven en nuestro país. ¿Cuáles son las diferencias con la cultura
llamada chola? ¿Son dos etapas de un mismo proceso o son diferentes?

El fenómeno chicha es un huaico que ha caído como una nueva capa de pintura sobre
(casi) todo el territorio peruano. Este huaico es producto –no digo nada nuevo– del
abandono, marginación y postergación de los grupos culturales subalternos que, en el
caso del Perú, son paradójicamente la mayoría. Lo anterior trajo como consecuencia el
denominado “desborde popular”, que no es otra cosa que la migración interna,
inevitable e incontrolable, que ha roto los muros de contención de las ciudades donde
ahora viven los “pitucos”2 segregacionistas y antes habitaban los descendientes de los
españoles americanos o criollos herederos de la tradición colonial europea. Estos
espacios han sido invadidos por migrantes entroncados en las tradiciones culturales
autóctonas, provenientes del interior del país, que ahora habitan en el centro mismo de

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la capital o frente a los barrios residenciales de las principales ciudades peruanas. José
María Arguedas registró en El Zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) el surgimiento
del nuevo rostro social y cultural del Perú emergente de todas las sangres. En efecto,
a partir de 1950 se produjeron las mayores oleadas migratorias desde espacios sociales
y culturales históricamente marginados por el Estado peruano hacia espacios que
recibían todos los beneficios de ese mismo Estado miope que vivía de espaldas a la
realidad de las provincias, especialmente serranas y selváticas. Pero, aunque Arguedas
pudo intuir las transformaciones que se venían, no vio, por su muerte trágica en 1969,
los cambios que esas olas migratorias han generado en el Perú de fines del siglo XX e
inicios del siglo XXI.

Lo que antes fue el espacio privado criollo ahora también es el de lo chicha. Lo que
antes estuvo separado por muros invisibles ahora está en el centro mismo de la
nacionalidad. Lo que por una minoría –cada vez menor– sigue siendo considerado
inferior y despreciable, se impone paulatinamente hasta recuperar (por ocupación y
posesión) un espacio que siempre ha reclamado como suyo porque le fue arrebatado.
Lo que antes dividía al otro occidental del otro andino ha dado paso a la construcción
de una sociedad integradora. Esta, básicamente inclusiva, construye un nosotros
común al margen de cualquier planificación o proyecto oficial. El tinkuy o encuentro
tensional de contrarios se da en lo chicha. Los que históricamente fueron olvidados por
un Estado que nunca los consideró ciudadanos, ahora son los protagonistas de este
nuevo pachacuti que invierte el orden establecido por la tradicional e incompetente
oligarquía peruana que ha conducido mal los destinos de una nación más grande que
Lima. El mayor y nuevo paradigma cultural del Perú es lo chicha, le guste o no a la
minoría que se resiste a aceptarlo. La mayoría de los peruanos nos reconocemos, en
mayor o menor grado, como cholos pero todavía nos resistimos a reconocernos como
chichas. ¿Por qué los cholos, los nuevos cholos o los cholos modernos no nos
reconocemos como chichas?
Lo chicha no es un fenómeno aislado que se da solo en las ciudades costeras sino
también en la sierra y selva del Perú. Tampoco es un fenómeno que se da solo en los
ámbitos urbanos donde se asentaron los migrantes: los espacios rurales también
reciben influencia de los que regresan trayendo nuevos elementos culturales que se
integran a lo local. El crecimiento vertiginoso de Chimbote o de Lima en la costa tiene
su corre-lato en el de Juliaca o Huancayo en la sierra y en el crecimiento rápido de
Pucallpa o Tarapoto en la selva.
Lo chicha atraviesa todo el territorio peruano y se ha convertido en lo que ahora
distingue a los peruanos como tales y les permite integrarse, dejando de lado
tradicionales rivalidades entre costeños, serranos y selváticos, o entre norteños y
sureños. Sin embargo, como ya se indicó, lo chicha es un proyecto integrador al margen

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de la oficialidad. En efecto, la informalidad, la crisis del Estado o mejor dicho su anomia,
se manifiestan a lo largo y ancho del territorio peruano. Esta crisis y/o ausencia ha
producido una cultura que, en buena cuenta, construye un país paralelo, no oficial pero
real. En todas las ciudades del Perú hay ambulantes, dateros, choferes de combi,
miloficios, clubes de madres, comedores populares, organizaciones barriales, juntas
vecinales, pequeños empresarios amenazados por el sistema político, judicial o
económico de un Gobierno que no los alienta. Estas organizaciones, que son la
evidencia misma de un Estado ineficiente e ineficaz, luchan por arrebatarle a este, un
poco de financiamiento para comer, tener salud, justicia o para que simplemente no sea
un obstáculo para sobresalir.
Por otro lado, también en todas las ciudades y pueblos del Perú se baila la música
chicha. Por ejemplo, se baila y canta tecnocumbia en Puno como en Tumbes, en Lima
como en Iquitos. Chacalón tiene seguidores en Huancayo como en Tacna, en Piura
como en Abancay, mientras que Dina Páucar, Abencia Meza y Sonia Morales dan
conciertos en todas las regiones del Perú y hasta en el extranjero.

Lo chicha nació en los llamados “pueblos jóvenes” o en los “asentamientos humanos”


donde se instalaron los migrantes provenientes del interior del país, pero luego se
extendió a casi todos sus rincones. Los pueblos jóvenes y los asentamientos humanos
produjeron (tomando como base tradiciones milenarias propias de las culturas andinas
y selváticas como el ayni y la minka) una cultura nueva, joven, vital y más solidaria. Lo
huachafo, la cumbia ahuainada, el huaino moderno, la música tropical andina, la
tecnocumbia, la música costandinamazónica, los sectores C y D o de nivel
socioeconómico bajo, la cultura informal o cultura combi son diversas denominaciones
para un mismo fenómeno que tiene muchos matices, pero que responde a una misma
pulsión, lógica y/o orientación. En efecto, lo chicha es esencialmente la manifestación
moderna de un fenómeno histórico que tiene varios estilos en permanente evolución.
Por lo general, estas denominaciones tienen una connotación despectiva porque, desde
el punto de vista de la pituquería racista, se asocian al mal gusto, a lo grotesco, a lo que
no corresponde con los estereotipos sociales, a la trasgresión de espacios culturales, a
la invasión de espacios antes privados, a la borrachera, al pandillaje, a la marginalidad,
a la delincuencia, al achoramiento3, a la ignorancia, a la viveza o a la mala educación.
Pero lo chicha también tiene –y muchas connotaciones positivas, como veremos más
adelante.
Algunos creen que lo chicha, al igual que el mestizaje, degenera los elementos
culturales provenientes de las diferentes tradiciones que lo conforman. Sin embargo, lo
chicha se diferencia de ellas porque recrea un nuevo rostro cultural que resulta del
encuentro, ciertamente conflictivo, de las diferentes tradiciones culturales. Estas no solo
se manifiestan en la tecnocumbia o en la música tropical andina sino también en la

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comida, las creencias religiosas, el lenguaje o la arquitectura. Una de las características
de lo chicha es que, por necesidad o inevitable contacto, transgrede los modelos
culturales hegemónicos, normativos o estándares. De este modo, podemos hablar de
lo chicha como aquello que mezcla, subvierte y bambea elementos que provienen de
diferentes estratos y niveles sociales. La cultura y el discurso chicha forman parte del
proceso deslegitimador que se burla de un sistema caduco que nunca funcionó y aún
no funciona. En ese sentido se refiere a lo “extraoficial”, al país real y paralelo que no
corresponde con el país imaginario. Lo chicha es lo informal en el sentido de no formal;
es lo carnavalesco en el sentido de no oficial; es lo emergente integrador en una
sociedad dividida por taras sociales. Pero lo chicha “invade” el espacio del Otro
hegemónico, lo incomoda, lo irrita, lo perturba, para después integrarse al campo
cultural distinto.

El choque cultural inevitablemente trae adaptaciones. La orientación de estas va del


campo a la ciudad, de lo andino a lo occidental o de la tradición a la modernización. Así,
los campesinos e indígenas fuertemente arraigados en sus tradiciones milenarias, por
su aislamiento más que por su voluntad, carentes de toda referencia a la civilización
occidental, tuvieron que adaptarse forzosamente a modelos de vida citadinos. De
pronto los migrantes se enfrentaron a un modo de vida distinto en un mundo diferente
del suyo. Era como poner a un hombre del siglo XVI a vivir en un edificio moderno del
siglo XX. Cosas simples pueden ejemplificar este conflicto de adaptación temporal y
cultural, como asistir a la escuela, saber usar artefactos eléctricos, respetar las señales
de tránsito, ver televisión o tener acceso a agua, desagüe y luz eléctrica. Cosas que
parecen increíbles desde la perspectiva de los citadinos porque forman parte de su
rutina cultural. Ocurre que el Estado peruano nunca atendió las zonas rurales del país
donde, hasta hace muy poquito, no había escuelas, postas médicas, carreteras, trabajo
o servicios básicos. Ahora, como un intento de frenar las olas migratorias que todavía
continúan, se ha empezado a subsanar el error, pero ya la mayor parte de la población
peruana ha dejado de vivir en las zonas rurales. Por otro lado, la adaptación también
tiene otra cara: las ciudades antes reservadas para las clases pudientes tuvieron que
adaptarse a los migrantes que trajeron consigo sus costumbres.
Ellos llevaron allí sus prácticas rurales y crearon un desorden justamente por tener
interiorizada la ausencia del Estado y presente las leyes consuetudinarias que rigen el
funcionamiento de la comunidad campesina.

El sujeto chicha (que no es lo mismo que el chichero) tiene algunas características


particulares que lo diferencian del sujeto migrante del que hablaba Antonio Cornejo-
Polar.
El sujeto migrante es multilingüe y pluricultural, desarraigado, disgregado, difuso,

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inestable, descentrado y conflictivo, porque tiende a mantener las diferencias y
promover las heterogeneidades. Este sujeto migrante es el primer estadio del hombre
chicha.
El chicha ha superado ya los conflictos del migrante porque es integrador, sincrético,
aglutinante, y tiende a amalgamar las diferencias sin hacer que estas desaparezcan.
Ambos, el migrante y el chicha, son colectivos porque son el reflejo de una nueva cultura
urbana y rural al mismo tiempo. En consecuencia, el chicha es un hombre de segunda
o tercera generación heredero de la migración. Es chicha quien injerta el mundo dentro
de su propia cultura, quien transcultura y no acultura. Siendo un integrador de
tradiciones, es a la vez un diferenciador que construye su propia identidad personal y
colectiva. El chicha no es un traidor, es más bien alguien que crea vínculos entre esferas
culturales separadas, que piensa en el futuro sin descuidar su historia y su memoria,
que conjuga el pasado con el presente, lo local con lo global.

Ser llamado chicha puede ser hasta ofensivo, dependiendo de quién lo diga y a quién
se dirija, porque el término tiene una connotación despectiva, pero uno también puede
estar orgulloso de ser chicha si es que esto se asume como una cultura nueva con
valores nuevos. Ser chicha es, en buena cuenta, ser bien peruano y lo peruano es el
resultado de la confluencia de varias heterogeneidades.
Lo chicha es marginado por su origen andino, serrano o cholo, por ser una práctica
cultural suburbana desligada de lo intelectual y hasta de lo civilizado. Desde mi punto
de vista, este fenómeno se inserta muy bien dentro del concepto de heterogeneidad
cultural. Además, hay que reconocer que la cultura chicha es híbrida, siguiendo lo
planteado por Néstor García Canclini. Y lo es por su origen urbano marginal, por la
mezcla y desterritorialización de elementos que antes estaban separados, por la
creación de nuevos géneros llamados impuros, por ser una cultura popular urbana que
no se opone a lo rural, porque más bien promueve el tinkuy, puesto que los paradigmas
son cuestionados constantemente a través de la irreverencia, por la migración del
capital simbólico que genera nuevas estructuras culturales. Pero lo chicha promueve
una hibridez que no se cierra en espacios propios o guetos.

El chicha es una persona fuertemente influenciada por el desarrollo moderno, pero esto
no anula sus tradiciones locales, de manera que hablamos de continuas adaptaciones,
transformaciones y recreaciones. El chicha sabe que la única forma de preservar sus
costumbres o tradiciones es integrarlas a la modernidad de manera original y auténtica.
No es un melancólico que se resiste a mantener invariables sus tradiciones y objetos
culturales, es más bien conciente de que su cultura es más que la artesanía y el folklore.
En consecuencia, es alguien inmerso en la producción industrial, electrónica e
informática.

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El chicha fue, en sus orígenes, pobre en términos de capital económico. Pero esta
pobreza es la que generó un proceso interesante de apropiación de códigos culturales
ajenos. El chicha recibía la donación de ropa, de artefactos usados, y aprendió
costumbres propias del lugar al que se adaptaba. Gradualmente, fue asimilando
elementos desechados por ser pasados de moda o viejos y los fue refaccionando,
reparando o repotenciando para producir después un modelo cultural nuevo, de tal
manera que construyó “artefactos” culturales distintos. En términos de capital simbólico,
el chicha es muy rico porque a su propio capital de origen le ha sabido agregar el que
adquirió en los nuevos campos culturales a los que migró. Ha logrado posicionar su
propio capital como un nuevo paradigma identitario que integra a todos los capitales
simbólicos que lo conforman.

Los que desconocen este proceso, los que no saben la adaptación gradual de estos
sujetos a un nuevo espacio, los califican de huachafos. En efecto, estamos cansados
de calificar la vestimenta de los migrantes de huachafa porque todavía hay un
imaginario popular en el que se ve mal que el “nuevo indio”, “cholo” o “chicha” use
zapatillas Nike, Reebook o Adidas y que use prendas de vestir Benetton, Versace o
Armani, y, sin embargo, en las calles de Lima casi todos los peatones somos cholos
que compramos en Ripley o en Saga Falabella, como en Gamarra, Mesa Redonda o el
Parque Industrial de Villa el Salvador. Estamos hartos de decir que nuestra arquitectura
urbana es huachafa porque construimos casas con techos a dos aguas, al estilo Miami,
cuando en Lima no llueve, o cuando vemos edificios revestidos con espejos teniendo
el cielo gris la mayor parte del año. Sin embargo, la imitación servil de modelos
arquitectónicos o culturales no es lo chicha lo huachafo. Lo chicha implica una
reelaboración creativa y una adaptación a las condiciones culturales del medio. Todos
hemos escuchado decir que Sarita Colonia, la beatita de Humay o la Melchorita son
santas de una religión chicha no oficial. Nos ofendemos cuando alguien dice que
nuestro lenguaje es chicha sin considerar que enriquecemos el idioma al vulnerar la
normatividad de la academia y la tradición. Estamos cansados de calificar como chichas
a los diarios sensacionalistas que muestran el lenguaje popular, el colorido y las
vedettes. Estamos aburridos de oír que el “combinado” es un plato huachafo porque se
sirven juntos la papa a la huancaína, el cebiche, los tallarines y el arroz con pollo; y, sin
embargo, ahora es inconcebible un arroz con pollo sin papa a la huancaína o un seco
sin frijoles, como es inconcebible el boom de la cocina peruana sin experimentar las
mezclas de sus tradiciones culinarias. Estamos hartos de calificar a nuestros políticos
de chichas, a nuestra política de huachafa, a nuestra gente de achorada, a nuestra
economía de informal, a nuestra cultura de combi. ¿No será que continuamente nos
estamos reconociendo como chichas?

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A pesar de ser un discurso heterogéneo que integra tradiciones diferentes, lo chicha
construye un discurso fuertemente arraigado en lo local. La misma denominación hace
referencia a lo propio. Es más, cuando alguien califica algo de chicha tiene siempre en
cuenta algún elemento conectado con lo andino, serrano o selvático, que puede ser el
apellido, el color de la piel, la vestimenta, los accesorios, el dialecto lleno de
interferencias, una melodía, un ritmo, los alimentos o los hábitos. No es, entonces, un
discurso desarraigado de migrantes que han perdido conexión con sus orígenes; es el
discurso de migrantes que llevaron consigo su tradición y la adaptaron a las exigencias
de la vida moderna sin perder su identidad cultural.
En ese proceso de conservación y adaptación fueron las raíces andinas los centros a
los que se integraron los elementos nuevos. El discurso chicha es, siguiendo a Oswald
de Andrade (1928), antropófago o caníbal, porque se nutre de todo aquello que le haga
falta y desecha aquello que no le sirve. Por lo tanto, también estamos frente a un
discurso barroco, un tanto por su intencional imperfección e irregularidad cuando se
burla de los discursos supuestamente armónicos o no huachafos, otro por su carácter
extravagante y grotesco para el gusto de los conservadores, otro poco por la, a veces,
falta de armonía y asimetría entre los elementos que lo conforman, de modo tal que
puede ser decepcionante por lo disonante, recargado y demasiado ornamental.
Otro tanto por la confluencia de contrastes que a veces resultan forzados, y otro por la
mezcla de símbolos que provienen de diferentes matrices culturales y que construyen
un laberinto interpretativo. Lo chicha entonces transgrede todo tipo de géneros y moldes
discursivos, así como las estructuras sociales y subvierte el orden estatal caduco e
inservible. En un primer momento, su tarea consistió en experimentar la posibilidad de
unir elementos culturales propios y foráneos, sin ser meros receptores, para producir
un discurso original y propio.
Los experimentos produjeron hibrideces y deformaciones que poco a poco se fueron
puliendo hasta producir un discurso que integra muy bien los elementos supuestamente
contradictorios. De este modo, se superó la separación entre un discurso serrano y un
discurso limeño, entre un Perú profundo y uno centralista. De lo anterior se puede
colegir que lo chicha construye, de modo extraoficial, una nueva estructura social,
mental y artística.

Esto no quiere decir que el proceso esté terminado, más bien creo que está empezando
y que las manifestaciones culturales chichas serán mucho más ricas de lo que son hasta
hoy. Por ejemplo, hay un lenguaje chicha que no ha sido llevado cabalmente a la
literatura que se diferencia del lenguaje achorado de Oswaldo Reynoso, del genial
Cromwell Jara o del marginal Domingo de Ramos, quienes representan estadios
anteriores en el proceso de evolución de lo chicha. Evidentemente, hay poetas y

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narradores chichas como los miembros de la generación del 70 con el movimiento Hora
Zero y Eloy Jáuregui, pero todavía esperamos la publicación de los discursos chichas
contemporáneos que seguramente existen, anónimos y marginados.
Creo que, cuando aparezca una novela chicha actual, narrada con el lenguaje chicha y
que trate sobre temas que nos atañen, será vendida como pan caliente y consumida
con avidez por la mayoría de los peruanos que se reconocerán en ella. Creo que cuando
aparezcan los poemas chichas que expresen la nueva sensibilidad, estos formarán
parte de lo más selecto de nuestra tradición literaria. En otras palabras, hay un arte
chicha que se manifiesta en la música o en las artes plásticas pero que,
paradójicamente, tarda mucho en llegar a la literatura.
Nuestros escritores están preocupados por ser andinos o criollos pero no chichas
porque incluso ellos ven lo chicha como algo despectivo. Tal vez la literatura sea la
práctica artística más tardía donde se manifieste lo chicha en su rostro actual cuando
debió haber sido la primera. Esto si no consideramos literatura a la letra de las
canciones, al discurso de la calle o a los discursos orales en general.

Es muy difícil que alguien que no se sienta parte de esa cultura la exprese, así como
hablar por el sujeto chicha porque uno es inmediatamente reconocido como impostor.
Pero también es muy difícil encontrar a un peruano que no sea o tenga algo de lo chicha.
Mientras los narradores no se reconozcan como chichas y no acepten esta condición,
no habrá una literatura auténticamente chicha.

Por eso no existe una literatura chicha reconocida por la crítica oficial. Si los escritores
quieren pertenecer a la ciudad letrada o son generados por espacios históricamente
letrados que han marginado a los sectores tradicionalmente orales o populares, es
lógico pensar que los editores chichas están en los sectores más bajos de la sociedad
y no necesariamente tienen acceso a la ciudad letrada. Por eso creo que el debate entre
narradores andinos y criollos se da, en realidad, entre capas intelectuales de criollos y
mestizos, pertenecientes a las clases altas y medias que evidentemente no se aceptan
como chichas porque se consideran “cultas” y herederas de tradiciones culturales
“puras”. Estos narradores olvidan que hay un proceso masivo de sincretismo cultural
que reclama ser novelado. Cuando los novelistas se reclamen chichas, se resolverá el
inútil conflicto entre lo andino y lo criollo que ya no tiene razón de ser para la mayoría
de los peruanos.

1. Cecilia Méndez escribió un documento de trabajo muy interesante titulado: Incas sí, indios no: apuntes para
el estudio del nacionalismo criollo en el Perú (2000)

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2. Una definición interesante y práctica de lo pituco le corresponde a Sandra Guzmán: “Hay una creencia
popular que nos dice que todos los peruanos que tienen mucho dinero son pitucos. Falso. ‘Pituco’ significa, por
antonomasia, ‘persona frívola que aparenta ser fina y tiene el raro complejo de sentirse superior y diferente al
resto, por razones económicas o de clase social’. Es decir, que también hay pitucas y pitucos pobres. Es su
forma de ser lo que los caracteriza”

3. Sobre este tema debe consultarse el interesante ensayo de Oswaldo Medina (2001). Este plantea la
hipótesis de que el arribismo, como mecanismo de ascenso social, ha sido desplazado por el achoramiento. En
efecto, mientras el comportamiento arribista se caracteriza por “sobar”, “franelar” o “chupar las medias” a un
superior con el fin de obtener algunos favores para triunfar socialmente, el arribista emplea métodos
diametralmente opuestos como el sarcasmo, la intriga, el infundio, el chisme, la difamación, la calumnia, la
maledicencia, con el fin de descalificar, degradar, dañar, “serruchar”, neutralizar o anular a quien ocupa una
posición superior para ocuparla. El achorado es una persona pragmática y mercantilista a quien no le importa
transgredir, abierta o subrepticiamente, las normas legales para obtener beneficios económicos. Es más, viola
esas normas desconociendo los derechos de los demás, porque para él estas son “un saludo a la bandera”. La
cultura del achoramiento está plagada de ejemplos de corrupción, estafa, secuestros, asaltos o, en general, las
“sacadas de vuelta” al sistema. En la jerga urbana, el término ‘achorado’ alude a ‘choro’, es decir, a ladrón,
ratero, delincuente, vivazo o pendejo y no hace distingos entre personas de diferentes clases sociales.

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