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Fragmentos
Fragmentos
Para Jacques Derrida la amorosidad tiene que ver con un gesto, con la posibilidad de
“agarrárselas” con algo y con alguien. “Agarrárselas”, porque eso algo (lo otro), ese
alguien (el otro) provoca a la vez pasión, ira, temor, atención, desolación, ignorancia,
pesadillas, consternación, inclinación hacia su cuerpo, memoria de su rostro, ética y
justicia.
Así, la amorosidad educativa tiene mucho más que ver con la diferencia, el cuidado, la
relación, la bienvenida, el salirse del yo y la memoria del otro.
Es cierto: sería más fácil, mucho más cómodo y más “adecuado” (pero sin amorosidad)
pensar al otro en términos de exterioridad (el otro está fuera de mí, el otro siempre está
fuera de mi).
Pero hay algo de exterioridad en el otro, sí, algo que entonces altera y, así, provoca
alteridad.
La amorosidad hacia el otro no puede ser una definición acerca de la identidad del otro,
no es su ropaje, no es su contorno, no es el lápiz con que lo dibujamos, no es la firma con
que lo diagnosticamos, no es el nombre que le damos, no es el silencio que le atribuimos,
no es la desdicha en que lo suponemos, no es el heroísmo con que lo ensalzamos, no es
su “otra” lengua, “su “otra” cultura, su “otro” cuerpo, su “otro” aprendizaje, su “otra”
religión.
Acaso: ¿Hace falta un discurso sobre la locura para una relación de amorosidad,
pedagógica o no, con los “locos”? ¿Es imprescindible saber sobre la sordera para una
relación de amorosidad pedagógica con los “sordos”? ¿Se vuelve un prerrequisito sine
qua non un cierto tipo de dispositivo técnico sobre la deficiencia mental para una relación
de amorosidad pedagógica con los “deficientes mentales”? ¿No se podría tener, acaso,
una relación de amorosidad pedagógica con la infancia si no sabemos, primero,
“absolutamente todo” lo que hay “saber” sobre ella? ¡He aquí la cuestión!
También es cierto que sería más fácil, más cómodo (pero sin amorosidad) pensar la
alteridad en términos de negatividad (el otro es lo que yo no soy, siempre el otro es
aquello que nosotros no somos).
Pero: ¿sabemos por acaso qué somos “nosotros”? ¿Tenemos alguna idea, por más
pequeña que sea, sobre qué quiere decir “nosotros”? ¿Qué exorcismo, qué olvidos, qué
sortilegios, qué masacres, qué amorosidad, qué brujerías realizamos cada vez que
pronunciamos ese “nosotros”?
“Nosotros”: el arma de la lengua y del cuerpo que esgrimimos para, sin amorosidad
alguna, defendernos de los otros. ¿En defensa propia?
De algún modo somos impunes al hablar del otro e inmunes cuando el otro nos habla. ¡Y
aquí hablar significa tantas cosas!
Tal vez allí resida toda la posibilidad y toda la intensidad del cambio de amorosidad en las
relaciones pedagógicas: nunca ser impunes cuando hablamos del otro; nunca ser
inmunes cuando el otro nos habla.
Desde luego que sería mucho más fácil, mucho más cómodo y mucho más “profesional”
(pero sin nada de amorosidad) si comprendiésemos al otro sólo como una temática (el
otro se transforma en un tema, siempre es un tema: así, por ejemplo, no hay niños ni
niñas sino “infancia”, no hay sordos sino “sordera”, no hay pobres sino “pobreza”,
“indigencia”, “clases populares”, “clases bajas”, etc.
Además: así podremos, siempre, sin obstáculos, sin remordimientos (pero también sin
amorosidad) “festejar” el día del indio, el día de la mujer, la semana de la deficiencia.
¿Por qué parece que todas las relaciones de amorosidad con los otros deben someterse
o bien a la lógica del racismo (producir, fabricar y matar al otro), o bien a la lógica de la
tolerancia (producir, fabrir y soportar al otro, hasta poder matarlo, entonces, un poco
después)?
¿Qué se habrá hecho de aquellos niños sobre los cuales alguna vez se ha dicho que
habría que duplicar sí o sí el tiempo de su escolarización? ¿Dónde estarán aquellos otros
sobre los cuales se diagnosticó/pronosticó/determinó que no llegarían nunca a alcanzar el
pensamiento abstracto? ¿En dónde vivirán aquellos otros a los cuales se sugirió enviar,
casi por la fuerza, a un taller laboral? ¿Qué nos dirían si me vieran en este momento? O
mejor: ¿Nos dirigirían su mirada? Y más aún: ¿Nos preguntarían algo? E inclusive:
¿acaso nos reconocerían con amorosidad?
Habría que evitar por todos los medios esa confusión tan actual entre el lenguaje de la
ética y el lenguaje jurídico. Pues hoy parece que todo pensamiento acerca del otro está
atravesado por un infinito entramado de leyes, decretos y reglamentaciones. La ética,
entonces, está subordinada a los dictámenes. Como si antes de decir: “me preocupo
amorosamente por ti”, habría que pensar “si tengo el derecho o bien la obligación de
preocuparme amorosamente por alguien”.
Cuando lo que prevalece es nuestra pregunta acerca del otro, cuando lo único que hay es
nuestra pregunta acerca de los otros, cuando de lo que se trata es de imponer nuestras
preguntas sobre el otro, entonces, decimos que en verdad hay una obsesión y no
amorosidad por el otro.
Sería mucho más fácil y mucho más cómodo (pero sin amorosidad) si entendiésemos la
experiencia del otro, como una experiencia fútil, banal, superflua y describible sin más ni
más. Así, la experiencia del otro puede ser rápidamente comprada a “nuestra” experiencia
y, así, reducida y simplificada, siempre reducida y simplificada a “nuestra” experiencia.
Sería más fácil, mucho más cómodo y más “funcional” (pero sin amorosidad) pensar y
sentir al otro como aquello que no tiene, como aquello que le falta (el otro es lo que no
tiene y le falta, los otros siempre son lo que no tienen y les falta).
Por ejemplo, nuestras preguntas acerca del extranjero son: ¿será que esa lengua que
habla es realmente una lengua? ¿Será que esa ropa que viste es efectivamente ropa?
¿Será que esa religión que profesa es de verdad una religión? ¿Será que esa música que
escucha es en efecto música? Ese “realmente”, ese “efectivamente”, ese de “verdad”, ese
“en efecto”: ¿no son marcas de la lengua que consisten en poner en tela de juicio la
humanidad del otro? ¿No son marcas que denotan dudas acerca de si el otro es tan
humano como creemos ser nosotros mismos?
Dice Sartre: “Más allá de breves y terroríficas iluminaciones, los hombres mueren sin
haber siquiera sospechado lo que era el Otro” [1]
El “deficiente” podría preguntarnos (si él quisiera, o aunque no nos dirija la mirada): ¿Por
qué piensan que el único cuerpo posible es el de ustedes? ¿Porque creen que ese modo
de aprender es el único aprendizaje? ¿Por qué suponen que su pronunciación es la única
correcta?
Sería más fácil, mucho más cómodo y aún mucho más “especializado” (y muchísimo más
violento) pensar y sentir al otro siempre como un individuo o como un grupo específico y
bien determinado (el otro es otro con un nombre determinado y siempre el mismo nombre:
“no podrías ser sino lo que hemos hecho contigo”).
Y tal vez toda posibilidad y toda intensidad de cambio en las relaciones pedagógicas de
amorosidad pueda depender, también, de ese acto sincero y honesto que consiste en
comenzar a acallar nuestras preguntas sobre el otro y comenzar a percibir las preguntas
(que son) del otro.
Nos hemos formado siendo altamente capaces de conversar acerca de los otros y
altamente incapaces de conversar con los otros.
Y, sobre todo, nos hemos formado ¡siendo altamente incapaces de dejar a los otros
conversar entre sí!
Entonces ¿era eso? ¿Sólo eso? Entonces: ¿es que el otro está fuera de mí? ¿Es que el
otro es pura negatividad? ¿Es que el otro es aquello que pensamos y decimos que a él le
falta? ¿Es que el otro es una temática? ¿Es que el otro es un discurso anterior a una
relación? ¿Es que la experiencia del otro es banal si comparada con la nuestra, si
asimilada a la nuestra? ¿Esta es toda la amorosidad que nos queda?
¿Y si la alteridad fuera entonces interioridad? ¿Los otros que nos habitan? ¿Una
positividad, en tanto que (nos) produce algo? ¿La imposibilidad absoluta de transformarla
en una temática, de tematizar al otro? ¿Una experiencia inasimilable, que no es nuestra
sino del otro? ¿Una relación sin un dispositivo de racionalidad que le anteceda?
Una idea algo altisonante, pero inquietante a la vez: la alteridad no es tanto lo que no
somos, sino tal vez todo aquello que aún no hemos sido capaces de ser.
Y una idea menos rimbombante, pero tal vez algo más audaz: la alteridad no es tanto
aquello que no somos, sino más bien todo aquello que no sabemos.
Sin embargo, pensar la alteridad como aquello que no sabemos, no significa que algún
día lo sabremos. Supone, en cierta medida, seguir no sabiéndolo todo el tiempo.
Y tal vez este breve texto de Blanchot, sea capaz de revelar la inmensidad y la
conciencia de esa ignorancia: “Tenemos que renunciar a conocer a aquellos a quienes
nos liga algo esencial; quiero decir que tenemos que acogerlos en la relación con lo
desconocido en donde ellos a su vez nos acogen también, en nuestra lejanía” [2]
Lo que para nosotros tanto “falta” en el otro ¿le hace tanta “falta” al otro?
Para Lévinas: “La relación con el Otro no anula la separación. No surge en el seno de una
totalidad y no la instaura al integrar en ella al Yo y al Otro. La situación del cara-a-cara no
presupone además la existencia de verdades universales en las que la subjetividad pueda
absorberse y que sería suficiente contemplar para que el Yo y el Otro entren en una
relación de comunión. Es necesario, sobre este último punto, sostener la tesis inversa: la
relación entre el Yo y el Otro comienza en la desigualdad de términos” [3]
La desigualdad de términos entre el Yo y el Otro nada tienen que ver con el discurso, cada
vez más frecuente, cada vez más persistente, de emparentar toda idea de alteridad con la
exclusión, la pobreza, la miseria, el analfabetismo, la desolación. No hay equivalencia de
términos entre el Yo y el Otro. Desigualdad de términos, entonces: ¡y no desigualdad de
condiciones!
Una relación de comunión, de empatía, de armonía, idílica, sólo es posible entre términos
equivalentes. Entre el Yo y el Otro, por lo tanto, habrá una relación que siempre desborda,
que siempre excede, que siempre se aleja: una relación que difiere cada vez de sí misma,
una relación, justamente de diferencia.
Porque el amor "establece la cadena, la ley de la necesidad. Y el amor también da la
noción primera de libertad. Necesidad-libertad son categorías supremas del vivir humano.
El amor será mediador entre ellas. En la libertad hará sentir el peso de la necesidad y en
la necesidad introducirá la libertad. El amor es siempre trascendente". [4]
Y para terminar, un párrafo de Nietzsche que reúne, de una vez, la amorisdad, la alteridad
y la verdad: “Nuestro amor por la verdad se conoce más que nada en la manera que
tenemos de recibir las “verdades” que “otros” nos ofrecen; entonces dejamos traslucir si
realmente amamos la verdad o nos amamos a nosotros mismos” [5]
[1] Jean Paul Sartre. El Ser y la Nada. Buenos Aires: Ediciones Losada, 1962, pág. 75.
[2] Maurice Blanchot, L’Amitié, Gallimard: París, 1971, pág. 328-329.
[3] Emanuel Lévinas. Totalidad e infinito. Salamanca: Sígueme, 1997, pág. 262.
[4] María Zambrano, El hombre y lo divino, Breviarios de Fondo de Cultura Económico, 1993, Mexico, D.F.
[5] Friedrich Nietzsche. Todos los aforismos. Buenos Aires: Leviatán, 2001.