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INDICE.

¿Quién es jesucristo para el padre arrupe?....................................................................1


¡Enamórate!.....................................................................................................................1
Tres maneras de humildad..............................................................................................2
El optimismo cristiano.....................................................................................................3
Las siete palabras de cristo para el hombre de hoy........................................................8
El Arrupe que voy conociendo.......................................................................................17

¿QUIÉN ES JESUCRISTO PARA EL PADRE ARRUPE?

«Para mí lo es todo, ¿no? Para mí lo es todo. El rostro de Dios no sabría describirlo; no me lo


imagino con un rostro, pero es algo que llena completamente mi vida y que aparece en la
fisonomía de Jesucristo, en el Jesucristo oculto, naturalmente, en la Eucaristía, y después, en
mis hermanos, en los hombres, que son imagen de Dios; de modo que creo que esto, para mí, lo
resume todo. ¿Quién es Dios para mí? La respuesta, pues, es muy sencilla: Todo».

“Para mí Jesucristo lo es todo. Así se define lo que Jesucristo representa en mi vida: TODO. Es
mi ideal sacerdotal. El fue y continúa siendo mi camino, fue y es siempre mi fuerza. Creo que
no hace falta explicar mucho lo que esto significa: quitad a Jesucristo de mi vida y todo se
caerá, como un cuerpo al que se le retira su esqueleto, el corazón y la cabeza».

¡ENAMÓRATE!

“No hay nada más práctico que encontrar a Dios.


Es decir, enamorarse rotundamente y sin ver atrás.
Aquello de lo que te enamores,
lo que arrebate tu imaginación,
afectará todo.

Determinará lo que te haga levantar por la mañana,


lo que harás con tus atardeceres,
cómo pases tus fines de semana, lo que leas,
a quien conozcas, lo que te rompa el corazón
y lo que te llene de asombro
con alegría y agradecimiento.

Enamórate, permanece enamorado,


y esto lo decidirá todo.»

Pedro Arrupe, SJ.

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TRES MANERAS DE HUMILDAD

El amor y la alegría
En el caso de Jesús, el amor lleva consigo la cruz. Solamente en este amor es posible
comprender el misterio de la redención, así como en el amor infinito de Dios está la clave para
comprender el misterio pascual; un misterio que, si bien lleva consigo la Cruz, comprende
también la resurrección y una eterna glorificación.

También nosotros, para poder conciliar la antinomia de cruz y resurrección, de pasión y de


gloria, debemos tratar de penetrar en el misterio de Cristo, en lo más profundo de su persona:
en él descubriremos una inefable alegría; una alegría que es su secreto, que es solamente suya:
Jesús es feliz porque sabe que es amado por su Padre.

El motivo profundo de la alegría de Cristo será también el motivo de nuestra verdadera alegría:
la participación en la vida divina por medio del Espíritu, presente en la intimidad de nuestro
ser, la participación en el amor con el que Cristo es amado por el Padre, a la cual también
nosotros hemos sido llamados (Jn. 17, 26).

Una cosa es cierto: la verdadera alegría de Cristo nace del amor y el camino para conseguirla es
la cruz. Doctrina difícil de comprender y que los mismos apóstoles comprendieron bastante
poco, a pesar del mucho tiempo transcurrido en la escuela de Jesús. Pero cuando lo
comprendieron, los Apóstoles experimentaron una alegría comunicativa imposible de reprimir
(Hch. 2, 4 y 11).

Los que poseen el amor de un modo tan profundo y transformante lo sentirán como una llama
de amor viva, como un canto suave, como un toque delicado, que a vida eterna sabe y que
matando, muerte en vida la has trocado (San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). Aquí está el
secreto de la felicidad humana, escondido a los sabios y a los inteligentes, que sólo los
pequeños y humildes saben descubrir.
(Fiesta del Amor y de la Alegría)

En la cruz de Jesús
Nota esencial del carisma ignaciano y de claro origen trinitario es que el seguimiento de Cristo
ha de hacerse en humillación y cruz.

Pero la cruz que el Señor cargaba sobre sus hombros no significaba sólo la persecución externa.
Significaba también, y primariamente, el seguimiento en humildad, pobreza, abnegación de sí
mismo. Significaba desprenderse de todo, incluso del honor y buena fama, dándolos por bien
perdidos cuando esté en juego el mayor servicio.
(La inspiración trinitaria)

Coloquio con Jesús

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Señor, dame tu amor, que me haga perder mi “prudencia humana” y me impulse a arriesgarme
a dar el salto, como san Pedro, para ir a ti: que no me hundiré mientras confíe en ti. No
quisiera oír: “hombre de poca fe ¿por qué dudaste? Cuántos motivos teológicos, ascéticos, de
prudencia humana, se levantan en mi espíritu y tratan de demostrarme “bajo apariencia de
bien” con muchas razones humanas, que aquello que tú me inspiras y pides, es imprudente:
una locura. ¡Tú, Señor, según eso, fuiste “el más loco de los hombres”, pues inventaste esas
insensatez de la cruz! ¡Oh, Señor!: enséñame que esa insensatez es tu prudencia, y dame tal
amor a tu Persona para que sea yo también otro loco como tú.

(Coloquio sobre la pobreza – noviembre, 1972).

Pedro Arrupe, SJ.

EL OPTIMISMO CRISTIANO

Jesús ha gastado cada minuto de su vida en un continuo acto de servicio. Ese es el secreto de
su triunfo. De su muerte va a brotar en seguida la resurrección. De la entrega total brota el
optimismo cristiano.

Hoy mucha gente vive triste, angustiada por la crisis internacional, por los problemas que
azotan a la sociedad, a la Iglesia, a los individuos. Es cierto que debemos poner toda la carne
en el asador para solucionarlos, casi como si sólo dependieran de nuestras fuerzas y nuestro
interés. Pero luego ¿por qué estar tristes? Un hombre de fe que vive su disponibilidad, su
diaria entrega a los hermanos, tiene dentro de sí el secreto de la Pascua.

¿Cuál es el secreto del optimismo? Creo que simplemente un problema de fe. Yo creo en Dios.
Yo creo en Cristo.

¿No basta esto para tener un gran optimismo?

¿Qué me puede pasar que me quite la alegría de estar salvado por Jesús y de entregar mi
pequeña existencia al servicio de los demás? Creo que este fue el secreto de los santos, el
mismo secreto que resucitó a Jesús: vivir nuestra entrega diaria, sin miedo, con un corazón
confiado y humilde, pero dando de verdad lo que tenemos a nuestros hermanos.

Así, detrás de todo, incluso de los acontecimientos contemporáneos que nos inquietan, estará
brillando la luz de la esperanza.

AQUELLA MISA EN LA FAVELA...

Hace algunos años, cuando visitaba una provincia de jesuitas en América Latina, fui invitado a
celebrar en un suburbio, en una favela, en uno de los lugares más pobres de la zona. Unas cien

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mil personas vivían allí en medio del barro, porque este suburbio estaba construido en una
depresión que se inundaba cada vez que llovía…
La misa tuvo lugar bajo una especie de techumbre en mal estado, sin puerta, con perros y
gatos que entraban libremente. La eucaristía comenzó con cantos, acompañados por un
guitarrista que no era precisamente un virtuoso. El resultado me pareció, con todo,
maravilloso. El canto repetía: “Amar es darse… ¡Qué bello es vivir para amar y qué grande
tener para dar!”.
A medida que el canto avanzaba, sentí que se me hacía un gran nudo en la garganta. Tenía que
hacer un verdadero esfuerzo para continuar la misa. Aquellas gentes, que parecían no tener
nada, estaban dispuestas a darse a sí mismas para comunicar a los demás la alegría, la
felicidad. Cuando en la consagración elevé la hostia, percibí, en medio del tremendo silencio, la
alegría del Señor que se encuentra entre los que ama. Como dice Jesús: “Me ha enviado a
predicar la Buena Noticia a los pobres”, y “felices los pobres”…
Al dar la comunión, me fijé en que en aquellos rostros secos, duros, quemados por el sol, había
lágrimas que rodaban como perlas. Acababan de encontrarse con Jesús, que era su único
consuelo. Mis manos temblaban.
Mi homilía fue corta. Fue sobre todo un diálogo. Me contaron cosas que no suelen escucharse
en los discursos importantes, cosas sencillas, pero profundas y sublimes, desde un punto de
vista humano. Una viejecita me dijo: “Usted es el superior de estos padres, ¿no? Pues bien,
señor, un millón de gracias, porque vosotros, los jesuitas, nos habéis dado este gran tesoro que
necesitamos y no teníamos: la misa”.
Un muchacho dijo en público: “Padrecito: quiero que sepa que estamos muy agradecidos,
porque estos padres nos han enseñado a amar a nuestros enemigos. Hace una semana yo
había conseguido un cuchillo para matar a un compañero al que odiaba. Pero después de
escuchar al padre predicar el Evangelio, en vez de matar a aquel compañero compré un helado
y se lo regalé”.
Por fin, un tipo corpulento, con aspecto de delincuente y que casi daba miedo, me dijo: “Venga
a mi casa. Tengo un regalo para usted”. Yo, indeciso, dudaba si debería aceptarlo, pero el
jesuita que me acompañaba me dijo: “Acepte, padre, son muy buena gente”.
Así que fui con él a su casa, que era una barraca medio destruida, y me invitó a sentarme en
una silla desvencijada. Desde mi sitio yo podía contemplar la puesta del sol. El grandullón me
dijo: “Mire, señor, ¡qué hermosura!” Nos quedamos en silencio durante algunos minutos.
El sol desapareció. El hombre exclamó: “No sabía cómo agradecerle todo lo que hacen por
nosotros. No tengo nada que darle. Pero pensé que le gustaría ver esta puesta de sol. ¿A que le
ha gustado? Adiós”. Y me dio la mano.
Cuando se iba, pensé: “No es fácil encontrar un corazón así”. Ya abandonaba la calleja, cuando
una mujer, muy pobremente vestida, se acercó a mí, me besó la mano, me miró y me dijo con
voz emocionada: “Padre, rece por mí y por mis hijos. Yo también he oído esa misa tan bonita
que usted acaba de decir. Tengo que volver a mi casa. Pero no tengo nada que dar a mis hijos…
Rece por mí: Él nos ayudará”. Y desapareció corriendo hacia su casa.
¡Qué cosas aprendí en aquella misa entre los pobres! ¡Qué diferencia con las grandes
recepciones que organizan los poderosos de este mundo!

Pedro Arrupe, SJ.

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ÚLTIMOS VOTOS - CONSAGRADOS PARA LA MISIÓN
Estamos conviviendo en esta Eucaristía la ceremonia de la consagración religiosa de cuatro
hermanos nuestros. En la terminología habitual de los textos sobre la vida religiosa esto
significa que cuatro cristianos, “mediante los votos... con los que se obligan a la práctica de los
consejos evangélicos, hacen una consagración de sí mismos a Dios, amado sobre todas las
cosas, de manera que se ordenan al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y
especial”.
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Tal vez la primera cosa, elemental, que tenemos que hacer es preguntarnos: ¿Estamos
convencidos de que el protagonista de cuanto aquí estamos viviendo es Dios? ¿Somos
plenamente conscientes de que el que “consagra” es el Señor?

Pero, ¿qué significa que Dios “consagra” a un hombre? En el Antiguo Testamento nos
encontramos reiteradamente con esta realidad. Se diría que el Antiguo Testamento es una
galería de hombres que el Señor ha “consagrado”. Oigamos cómo uno de ellos, el profeta
Jeremías, nos lo describe: “Antes de formarte en el vientre te escogí; antes de que salieras del
seno materno te consagré; te nombré profeta de los gentiles...”.

Se trata de una misteriosa intervención, casi la llamaríamos intromisión, del Señor en la vida de
un hombre, que desde siempre y en todo le pertenece. Para el hombre abordado así, esta
intervención toma forma de elección (“te escogí”), de llamada. Y para el pueblo, que será
testigo y destinatario de esa elección, la consagración se visualizará en un rito (imposición de
manos, fuego, unción...).

Se trata de una especie de nueva “presencia”, de una afirmación explícita de “propiedad”, de


una “toma de posesión”, por parte del Señor, de lo que ya es Suyo por todos los motivos.
“Samuel tomó el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. El espíritu de Yahweh
se posesionó de David a partir de aquel día”.

Dios consagra y el hombre, o el pueblo, consagrado resulta Su propiedad por un nuevo título:
“Porque tú eres un pueblo consagrado a Yahweh tu Dios; El te ha elegido a ti para que seas el
pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos...”.

Pero evidentemente esta “apropiación”, esta “toma de posesión” de algo que ya le pertenece
desde siempre no es una apropiación inmanente, cerrada sobre sí misma. Podríamos decir que
en este gesto Dios transmite al consagrado algo de Sí mismo, le hace participar su propia
comunicación, su entrega al mundo, a los nombres, su voluntad efectiva de salvación. De ahí el
que toda consagración del Señor lleve inseparablemente fundida como en una sola realidad
una “misión” del Señor: “…te consagré, te nombré profeta”.

Cuando Dios consagra, y en el mismo acto de consagrar, envía. Más aún, la consagración
misma resulta misión vista como proyecto total de Dios con el hombre, o el pueblo, “de su

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propiedad”. No hay, pues, consagración sin misión. Ni cabe verdadera misión que el hombre
se haya dado a sí mismo.

Esta verdad adquiere aún mayor claridad y toda su plenitud en Jesús, que se define a sí mismo
como aquel “a quien el Padre consagró y envió”. Aquí nos encontramos con otro elemento
nuevo, que nos ayudará a profundizar en cuanto venimos diciendo: “el Padre”. Consagrar es
obra del Padre. Es ejercicio de su Paternidad. Consagrar se convierte en expresión cumbre de
la Paternidad de Dios. Y “ser consagrado” el hombre equivale a posibilitarle al máximo toda su
dimensión de Hijo.

Precisamente cuando Jesús hace su manifestación al mundo, en su bautismo, como


“consagrado”, ungido por el Espíritu, será revelado por el Padre como “mi Hijo amado, mi
predilecto”. Más tarde lo habrá de afirmar Jesús de sí mismo, como su propia identidad,
aplicándose la profecía de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, pues me ha ungido
(consagrado), me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres...”.

Es decir, otra vez, y ya definitivamente, en Jesús se nos revelan como una única realidad
inseparable consagración y misión, ungido y enviado, Cristo y Mesías. Y esta será la imagen
total que sus discípulos conservarán y transmitirán a la primera Iglesia, como evangeliza San
Pedro en casa de Cornelio: “Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido (consagrado) por Dios con la
fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo,
porque Dios estaba en él”.

Dios es, pues, el que consagra y envía al mismo tiempo al hombre. Pero esta consagración del
Señor no se consuma sin un acto humano, sin una respuesta correspondiente, libre, por parte
del hombre, que hemos convenido en llamar (tal vez con menos propiedad teológica)
“consagración”. El hombre se consagra a Dios.

Es la respuesta bíblica del profeta: “Heme aquí, envíame”, que Jesús hará enteramente suya.
Es la figura del Siervo de Yahweh, cuya razón de ser es “pertenecer” a su Señor y estarle
enteramente “disponible” para cualquier misión, aun para la que exija la consagración total, el
holocausto, de la vida.

Pero el Antiguo Testamento ha sido reasumido y desbordado en el Nuevo Testamento y esta


figura del Siervo ha sido plenificada en la figura del Hijo, el consagrado y enviado, en quien el
Padre se complace, cuya entera razón de ser es vivir esta doble radicalidad: “Mi alimento (=mi
vida) es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra”. Otra vez aquí
“consagración” y “misión” fundidas en una única realidad en esta actitud fundamental de la
respuesta de Jesús.

Pues bien, también nosotros podríamos decir ahora: “Esta Escritura que acabáis de oír se ha
cumplido hoy” y aquí. Tras las huellas de Jesús, puestos a “seguir a Jesucristo con más libertad
e imitarlo más de cerca”, ¿es de extrañar que la Vida Religiosa sea definida como una
consagración de la propia vida al Señor y -a la misión del Señor?

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También aquí consagración y misión se identifican en el hombre de tal modo que la
disponibilidad para la misión es signo de la verdad de la consagración y viceversa, esta
consagración es tal, en la medida en que por ella el hombre vive disponible, en estado
permanente de enviado, en y para la misión.

No otro es el sentido de lo que os disponéis a hacer: “Hijos en el Hijo”, Cristos en el Cristo,


enviados en el Enviado, hacéis hoy delante de los testigos que fueron y de los que somos ahora
en la tierra profesión de pertenencia y de disponibilidad al Señor que os ha consagrado.
Vuestros votos, por lo que tienen de adhesión libre, cordial, subrayan esta vuestra pertenencia
a vuestro Señor y vuestro Padre; por lo que tienen de despojo, de libertad, para que nada ni
nadie impida que el Señor disponga de vosotros, proclaman vuestra disponibilidad. En
términos que nos son familiares y que gozosamente y humildemente recordamos aquí, ante el
sepulcro de Ignacio, que los esculpió con su pluma y con su vida, estáis aquí para incorporaros
con “los que más se querrán afectar y señalar en todo servicio de su Rey eterno y Señor
universal”, prontos a ofrecer vuestras “personas al trabajo” (17). Que así, con esta sobriedad
sintetiza Ignacio los dos elementos inseparables: “personas”, es decir, consagración de la vida
entera, y “trabajo”, esto es, la misión.

Para los que os acompañamos como testigos es también ocasión de renovar nuestra
consagración. Porque es una realidad que cada día se nos confirma por parte del Señor y cada
día debe ser gozosamente responsable por nosotros. Al hacerlo no podemos pretender cosa
mejor que revivir, a infinita distancia sin duda, la experiencia de Ignacio a su entrada en Roma,
en la Storta, como nos cuenta Laínez: “Después otra vez dijo que le parecía ver a Jesucristo con
la cruz a la espalda y el Padre eterno cerca que le decía: “Quiero que lo tomes por servidor
tuyo”. Y así lo tomaba y decía: “Quiero que tú nos sirvas”.

Otra vez aquí, esta realidad que venimos meditando, y de modo definitivo para Ignacio, que
habrá de remitirse frecuentemente a esta experiencia de “tomar” para “servir”, de
consagración y misión, que procede del Padre y se le dan en el Hijo, y a la que Ignacio vinculará
de modo irrevocable no sólo su respuesta personal, sino la de la Compañía de Jesús. “Y por
esto tomando gran devoción a este santísimo nombre quiso llamar a la Congregación
Compañía de Jesús”.

Nos queda, para terminar, subrayar un último aspecto importante que nos abre la liturgia de
hoy y la palabra que acabamos de escuchar en el Evangelio. Celebramos la fiesta de la
Presentación del Señor. Jesús es “presentado” (un rito para significar que es “consagrado”:
“Todo varón primogénito será consagrado al Señor”). Pero todo ello, porque Dios ha
“presentado” (consagrado y enviado) a Jesús, lo ha “puesto a la vista”, a disposición, de todos
los pueblos.

Es decir, que en último término el destinatario de esta consagración que Dios hace de Jesús y
con la que Jesús se entrega al Padre es el hombre (“todos los pueblos”, “las naciones”, “el
pueblo de Israel”, “los que aguardaban la liberación de Israel”, leemos en el Evangelio).

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Esta vuestra consagración -que es iniciativa de Dios y respuesta vuestra-, tiene un destinatario:
el hombre, su liberación, su salvación. Así pues, resulta que nuestra consagración a Dios se
hace finalmente una consagración al hombre, como parte de esa Caridad que es Dios y que
Dios vuelca, dándose, en el mundo. Es este descubrimiento iluminado el que hace desbordar
de gozo a los dos ancianos testigos de la escena del Evangelio. Es el mismo descubrimiento
que nos llena de gozo hoy a cuantos somos testigos de esta nueva “presentación”. En
definitiva, “todos los pueblos”, “las naciones”, “el nuevo Israel que sigue aguardando la
liberación” van a ser iluminados por la Gracia y la verdad de vuestra consagración y la de todos
vuestros hermanos que hoy también, en toda la geografía de la Compañía, se consagran como
vosotros.

Si la Compañía de Jesús en su última Congregación General ha subrayado la presencia y


urgencia de este pueblo, destinatario de nuestra misión, lo ha hecho explícitamente en el
contexto de esta consagración que nos compromete por entero hoy en el seno de esta Iglesia
concreta: “Si queremos permanecer fieles tanto a la característica propia de nuestra vocación,
como a esta misión recibida del Sumo Pontífice, es preciso que “contemplemos” nuestro
mundo de la manera con que San Ignacio miraba el de su tiempo, a fin de ser de nuevo
captados por la llamada de Cristo, que muere y resucita en medio de las miserias y aspiraciones
de los hombres”.

Es en esta perspectiva de consagración-misión como la Compañía, aquí representada por un


grupo de hermanos, os abraza y os acepta -y yo os recibo en su nombre-, agradecida a Dios y a
vosotros; y se compromete con vosotros en la misma consagración y en la misma misión, que
no es otra que la consagración y misión de Jesús. “Precisamente por eso -concluimos con San
Pablo-, respondemos nosotros a la doxología con el amén a Dios por Jesucristo. Y el que nos
mantiene firmes -a mí y a vosotros- en la adhesión a Cristo, es Dios que nos ungió (consagró);
él también nos marcó con su sello y nos dio dentro el Espíritu como garantía”.

Pedro Arrupe, SJ

Las 7 palabras del Cristo viviente

LAS SIETE PALABRAS DE CRISTO PARA EL HOMBRE DE HOY

(El Testamento de Cristo para el hombre de hoy y para los pueblos de América Latina)
El padre Pedro Arrupe preparó desde Rom

2 – II – 1976.
Introducción

Quisiera charlar particularmente con cada uno sobre unas verdades que me están quemando
dentro y deseo comunicarles. Estas ondas van a escalar hasta lo más alto de los rascacielos, van

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a entrar a las pequeñas casas de los queridos campesinos e incluso en el bolsillo del abrigo de
ese buen hombre que camina a solas con el transistor por cualquier calle perdida del mundo.
Con ustedes, los conductores, los taxistas, los que lleváis un camión por esas lejanas carreteras,
con todos ustedes quiero formar hoy una familia para fijar juntos nuestros ojos sobre un
hombre. Un hombre que, sencillamente, se muere. Voy a hablar de hechos que están
ocurriendo ahora mismo, porque Jesús vive en las gentes que están a nuestro lado; de palabras
tremendamente vivas, que no ha borrado el tiempo. ¿Saben la fuerza que tienen las palabras
de un condenado a muerte? Tienen la trascendencia de un testamento. Pues imagínense que
ese hombre, ese muerto está vivo. Después de pronunciarlas y morir, ha vuelto a la vida
porque era y es un hombre, pero a la vez, mucho más que un hombre, el Hijo de Dios. Jesús,
vivo en su Iglesia, habla al mundo a través de los hombres, de los hechos nuevos, de signos que
muchos hombres de hoy, ensordecidos por el ruido, no saben escuchar. Estemos atentos, este
misterioso condenado a muerte, nos sigue hablando.

Primera palabra: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34)

Esta es la primera palabra de Jesús en la cruz. Después de oírla tantas veces nos hemos
acostumbrado a esta palabra de perdón. Pero El, Jesús, la decía colgando de un madero.
Cuando se está delante de los fusiles, al borde de la guillotina, antes de ser ahorcado, en la
celda de torturas políticas, ¿quién tiene un corazón así, con esta fibra, como Jesús, para seguir
queriendo?

Escuchemos hoy la voz de los hechos, las palabras de Cristo: torturado en estos momentos en
el inmenso cuerpo de los hermanos, sigue salvando. Sus mismas palabras se repiten hoy desde
las crucifixiones reales de cada día, que yo podría ahora pintarles en el mapa del mundo, no
con colores imaginarios, sino con cifras escalofriantes, con las estadísticas del hambre, de los
derechos humanos pisoteados, de la injusta repartición de los bienes, de la violencia que
explota y de la que se entierra en los depósitos de armas de la guerra fría y de la caliente.

Podría señalarles el rostro de Cristo crucificado por gentes que no saben lo que hacen, en uno
de esos millares de niños sin escolarizar, en esos novios que buscan inútilmente una choza para
construir su futuro, en los ojos de esa muchacha que tiene que abortar porque está
programado así en el plan familiar impuesto a su país por una potencia extranjera. Podría
hablarles de la “renta per cápita” y de cifras dolorosas. Pero ustedes tienen bien cercana la
realidad de Latinoamérica para que necesiten estadísticas. Mucha gente en este nuestro
mundo, sencilla y trágicamente, no sabe lo que hace.

Aún tengo clavado en la imaginación aquel terrible espectáculo de Hiroshima, aquel hongo
destructor de la bomba atómica. Las manos de un misionero no podían acudir a todas las
heridas. Era la impotencia terrible del hombre ante la desolación de la muerte sembrada por él
mismo. Han pasado los años. Treinta y un años, y la violencia persiste. Hacemos potentísimas
naves para ir a la luna, mientras se sigue oyendo el grito continuo del planeta tierra. El hombre
gasta millones en armas defensivas y deja al Cristo vivo que está en la humanidad de hoy, solo,
pisoteado, crucificado. No saben lo que hacen. Esta es someramente la cara oscura de nuestro
planeta.
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Pero, en el calvario no hay solo este lado negativo. Es cierto que para un curioso, para uno que
mirara con “ojos de turista”, en aquella cruz solo hay un hombre desfigurado por el dolor. Pero
precisamente aquí está el secreto de su fuerza liberadora y salvadora. En los textos evangélicos
podemos descubrir cómo, poco a poco, el Mesías, a través del vaciamiento, y sobre todo en el
momento de la cruz, aparece como Hijo de Dios. Si Jesús hubiera sido tan solo un hombre,
habría muerto como tal. Se habría perdido en un rincón de la historia. Pero, precisamente en
ese momento cumbre de su despojo total, Jesucristo va a ser reconocido como Hijo de Dios,
incluso por uno de los soldados que lo torturaban. Jesús no responde a la violencia con
violencia. Perdona. Y esta actitud suya, hará despertar la fe de algunos de los que estaban allí y
de muchos hombres que le seguimos a través de los siglos.

También en el calvario de nuestro mundo hay una fuerza oculta que libera. Primero, libera al
hombre de sus ataduras, a sí mismo, a las cosas, a las personas, a los acontecimientos. Pero
también libera y salva a la sociedad cuando lucha con la misma fuerza de Dios. Por todos los
rincones del mundo descubrimos hoy con alegría aquello que decía San Pablo, haciendo
referencia a este mismo misterio: cómo en la debilidad se hace patente la fortaleza. Vemos
hombres y mujeres que queman todo por la ilusión de seguir a Cristo en situaciones
dificilísimas, identificándose con los pobres o viviendo su vida diaria con Espíritu de fe, que es
su secreto para superarse. Jesús había prometido su fuerza, su Espíritu, un agua que salta hasta
la vida eterna. He aquí esta agua hecha amor, que salta del absurdo de la cruz.

Por eso los cristianos somos personas con futuro. Porque nuestra liberación integral no es
meramente una reforma del derecho o restablecimiento de una justicia material. La salvación
de la cruz llega hasta el corazón mismo del hombre, a las estructuras, y alcanza la otra
dimensión, más allá del tiempo y del espacio. En la práctica de cada día, nuestro servicio a la fe
se transformará en amor. Este amor será como un resorte que nos disparará hacia soluciones
realistas para nuestros hermanos. Pero, como Jesús, no las mediremos por el éxito aparente,
con medidas puramente humanas. Como El, sabemos que en esta aventura del amor, lo que
parece fracaso oculta dentro un triunfo y lo que a primera vista parece muerto, es una nueva
explosión de vida.

Segunda palabra: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Mc 15, 34)

Era mediodía y todo estaba oscuro. También dentro del corazón de Cristo había una profunda
oscuridad. Todos sus amigos le habían abandonado. Incluso su Padre, con el que el Hijo es una
misma cosa hasta engendrar entre ellos el Espíritu Santo de amor, le ha dejado solo. Era
necesario este abandono que ya había sentido Jesús desde la oración del huerto, para que
comprendiéramos la segunda palabra del Cristo de hoy, del Cristo vivido. Hoy día, muchas
veces tenemos la sensación de que Dios está ausente del mundo. Hay hasta quien habla de la
muerte de Dios. No solo por los terribles hechos de injusticia y de violencia que acabamos de
recordar, sino además por el vacío que existe en muchos corazones humanos. Los gabinetes de
los psiquiatras están llenos de gente que busca una felicidad perdida o nunca alcanzada. Pero
no hace falta llegar hasta los hospitales psiquiátricos, basta con entrar en unos grandes
almacenes y comprobar el ansia con que las personas se dedican a la frenética aventura de
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nuestro tiempo: la aventura del consumo. Frente al vacío, al abandono, instintivamente
buscamos unos pequeños dioses substitutos, idolillos donde llenar el vacío. Y fácilmente
convertimos en objetos sagrados, el automóvil, los viajes, el turismo, los ídolos de la canción, el
deporte o el cine. Sin embargo, por las noches, cuando nos quitamos la ropa antes de
acostarnos, volvemos a sentir en los labios el amargo sabor del vacío.

Otros se buscan experiencias fuertes para llenar este hueco. Así surge otro consumo, que
acaba por frustrar más si se quiere. El triste dios del erotismo. Porque la sexualidad, dimensión
hermosa que Dios ha dado al hombre, carece de sentido cuando es buscada en sí misma y no
como vehículo de un gran amor humano. ¿Qué sucede entonces? El hambre tremenda de
amor y de misterio que hay dentro de los hombres se inventa escapadas espirituales de
pequeño calibre. De aquí surge el gran interés actual por los espectáculos de terror, por los
horóscopos, la magia, la brujería, el exorcismo, el conocimiento superficial de las prácticas
religiosas orientales. La gran mayoría no quiere preguntarse por más y se dedica a vivir el
minuto y disfrutarlo hasta lo más posible. No se pregunta por el último sentido de las cosas. Es
el vitalismo actual con el que queremos drogarnos contra nuestra ansia de Dios.

Lo cristiano es lo que vemos en esa cruz que contemplamos. Jesús, en esta soledad suprema de
su muerte, no se desespera de este abandono que por nosotros ha aceptado, ni busca
sucedáneos. Levanta, lleno de verdad y de dolor, sus ojos al Padre y lo llama. Lo mismo que
había hecho en el huerto, cuando en medio de su dolor se dispuso a aceptar su voluntad.

Esta actitud de Jesús también se da en nuestro mundo. Junto a los falsos mesías, asistimos a
una sincera preocupación por los derechos humanos. Y cuando un hombre se entrega al
servicio desinteresado de su hermano, empieza a seguir el ejemplo de Jesús. Vemos a aquellos
que con un gran sentido de responsabilidad, se lanzan a buscar estructuras más justas,
solidarios con todos los marginados, o se esfuerzan por construir un progreso no meramente
material. Jesús está vivo y mucho más presente de lo que piensan algunos. El abandono, la
soledad radical de Cristo en la cruz, ha dado su fruto. La fuerza del crucificado sigue
incendiando la tierra y su Espíritu actúa en el trabajo desinteresado de cada uno. Si miramos la
realidad con ojos limpios y sinceros, percibiremos el Espíritu de Jesús en muchos aspectos de la
vida de hoy: la búsqueda de libertad; nuevos movimientos de renovación carismática;
transformación de una iglesia joven, que no se resigna a vivir con fórmulas del pasado, sino
busca reflejar más claro el evangelio; jóvenes que siguen entregando generosamente su vida a
una vocación sacerdotal o religiosa, rompiendo todas las amarras y arrancando todas las raíces.
Asistimos a una renovación del monaquismo, de las congregaciones de vida activa, de los
seglares que dejan todo por seguir a Jesús. Así, con la confianza puesta en el Padre, alcanzamos
la fe frente a las mil formas de increencia que acabamos de recorrer. En la belleza de nuestro
mundo y detrás de todos los ojos que anhelan un fogonazo de felicidad, descubrimos así un
Dios vivo y presente, que llena de veras el corazón del hombre.

Tercera palabra: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43)

Quiero, al comenzar esta palabra, comentar un recuerdo personal. Una experiencia pastoral.
Recién ordenado sacerdote, en Estados Unidos, los superiores me facilitaron mi primer
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ministerio pastoral: una cárcel donde había más de medio millar de presos de lengua española.
Aquello era como un búnker inasequible para un sacerdote y especialmente para mí, aún joven
e inexperto. Me enseñaron a uno, condenado por asesinato. «Padre, menudo pájaro ha
escogido, es de los más rebeldes», me dijo el carcelero. Se sentía culpable y despreciado de la
sociedad. Había asesinado a dos esposas, pero había recorrido a pie más de cinco kilómetros
todos los días para ahorrar unos centavos y comprar caramelos a sus niños. No podía
comprender que en la infinita misericordia de Dios había sitio para él. Su corazón, que lo tenía
por cierto, y muy grande, habló largo, recibiendo con ansia el alivio de la comprensión y de mi
gesto amigo que le tendía una mano.

Esta situación se repite demasiadas veces: los hombres se endurecen porque nos hemos hecho
de ellos un cliché tan definitivo, que no les damos la más mínima oportunidad de cambiar.

Veamos la actitud de Jesús. Uno de los ladrones que lo acompañan en el suplicio de la cruz,
tiene un rasgo de fe. Aparentemente Jesús es otro condenado a muerte, un hombre peligroso
para la sociedad, puesto a la altura de aquellos dos ladrones. Pero uno de ellos sabe mirar más
allá de las apariencias. Y en la serenidad con que Jesús lleva su agonía descubre algo diferente,
un no sé qué de amor. Descubre su bondad. Por contraste reconoce su culpabilidad e intuye el
misterio de Jesús. Aquel hombre, Jesús, tenía algo diferente; valía la pena adherirse a él,
llamarle amigo a la hora de morir: «Acuérdate de mí cuando estés en tu reino». Y solo con esto
se gana el Paraíso. Jesús le contestó: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

¿A cuántos hombres les ofrecemos la oportunidad y el ejemplo de una vida y una muerte en la
que puedan creer? Jesús nos dice que no hay malhechor que no pueda ser liberado de su
carga. Solo pide un corazón abierto, un reconocimiento de la propia pobreza, para participar de
su Reino.

San Ignacio de Loyola decía que la pobreza es el primer escalón para participar en el Reino de
Jesús, para seguirlo, copiar su estilo y conseguir nuestra liberación. Pobreza liberadora. Una
pobreza que enriquece. Quienes han elegido conscientemente despegarse de todo, son ricos,
porque han conseguido la libertad de las cosas y sobre todo la libertad de sí mismos, de sus
egoísmos. Esta pobreza que enseña Cristo desnudo en la cruz, libera porque nos arranca
nuestras falsas confianzas e idolatrías. Las cosas dejan ya de ser fines, para convertirse en
medios. Nuestra esperanza se coloca en Dios, fuente de paz y de fuerza. Nos adherimos a la
fuerza maravillosa de la cruz, que encierra dentro la resurrección. Imitar esta actitud de
pobreza exige de nosotros una especie de poda diaria, un examen continuo para discernir a
dónde se agarran las raíces de nuestro egoísmo y dónde tenemos que cortar para recuperar
nuestra alegría de hombres libres.

Solo si nos empeñamos en este cambio, esta conversión personal y colectiva, comenzaremos a
hacer más habitable nuestro planeta. Entenderemos desde la humildad qué es ser hermanos.
Aprenderemos que la vida solo tiene sentido como servicio. Y comenzaremos a desterrar el
odio y la injusticia. Esa otra pobreza que divide y no es querida por Dios. Viviremos el gran
dinamismo de la fe que nos capacita para construir un mundo mejor, con más sonrisas y menos
lágrimas.
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Cuarta palabra: «Mujer, ahí tienes a tu hijo...» (Jn.19, 26-27)

En la vida de todo hombre hay un personaje silencioso, perdido en la oscuridad, pero que sabe
comprender y sufrir en su propia carne cuanto le está sucediendo al hijo: es la madre.
Necesitamos de sus cuidados, de su ternura.

Nuestro ajusticiado, el que se moría sin remedio a las puertas de Jerusalén, también tenía una
madre. Una mujer del pueblo, que había dicho “sí” en su pequeña casa de Nazaret y había
cargado sobre sí la responsabilidad de ser su madre. Sabía, se lo habían profetizado cuando
Jesús era niño, que su dolor iba a ir creciendo con su hijo hasta estas tinieblas del mediodía del
viernes santo, cuando al pie de la cruz, ante un Jesús amoratado y sangrante, tendría que
volver a repetir su “sí”.

La Virgen madre aparece indisolublemente ligada a la obra para la cual Cristo nació de ella. Por
eso Jesús, llegada su hora, la hora temida y esperada, públicamente, desde el pedestal salvador
de la cruz, la proclama mujer, nueva mujer, madre de todos nosotros. Desde que el discípulo
Juan la tuvo en su casa, ella está en cada una de nuestras casas, se preocupa de cada una de
nuestras fatigas y cuida con amor de madre de esta nuestra continua lucha para encontrar la
luz.

El deseo de Cristo en la cruz es también para nuestro siglo de la energía nuclear y de los viajes
espaciales. María, la madre dolorosa que ha sufrido como ninguna madre en el mundo, sigue
estando al pie de la cruz, cuando un pobre inocente cae fusilado u otro muere lentamente de
hambre, lepra o ignorancia. María sabe de nuestros sufrimientos.

Ella, como dice el Concilio, «cuida con amor maternal de los hermanos de su Hijo, que todavía
peregrinan y se debaten entre peligros y angustias. Es, pues, un signo de esperanza y de
consuelo en medio de nuestro desolador mundo».

Pero este “lucero de la mañana” y “estrella del mar”, tiene una réplica que debe hacerse viva y
cercana también, en la madre y la mujer de hoy. Madre y mujer. Dos nombres llenos de
delicadas evocaciones para todo hombre, pero que quizás estamos empañando en nuestra
sociedad. ¿Qué parecido hay entre la mujer y la madre que acabamos de contemplar y esa
imagen de mujer que nos ofrecen los medios de comunicación en la actualidad?
La belleza de la mujer se convierte en vulgar reclamo publicitario, en objeto erótico
comerciable, en competición universal de “misses”, en resorte de placer vacío, donde se
pisotean las maravillosas experiencias del amor y la maternidad. Sin embargo, en todos los
rincones del mundo surgen hoy nuevas imágenes vivas de María. Mujeres en cuyos ojos brilla
la ilusión de la virginidad consagrada o de la maternidad consciente y generosa; que luchan por
devolver la dignidad a la mujer, rehabilitándole sus derechos. Ellas construyen así un futuro
para la humanidad, levantando nuevos hogares, devolviéndonos el respeto de seres humanos y
dando testimonio de un amor que no se acaba con la muerte.

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María, la virgen madre, prolonga así su presencia femenina en el mundo, sembrándolo de
bondad, de amor desinteresado, desde un dolor que se convierte en ternura. Pocos estuvieron
al lado de la cruz, pero ella, en aquel momento terrible, no se separó ni un ápice de su Hijo.
Mujer, virgen, madre, regalo incomparable de un Dios de carne y hueso, que muere en la cruz
para que llevemos una vida que valga la pena. Es el regalo de Jesús al hombre dolorido y débil.
Acudamos a ella.

Quinta palabra: «Tengo sed» (Jn 19, 28)

Nada más actual que esta palabra de Jesús antes de morir. Desde la garganta seca del Señor,
que se había quedado sin una gota de sangre, sale un grito áspero que sigue estremeciendo al
mundo de hoy. Una sed integral que revela el cuerpo reseco de un hombre terriblemente
torturado y el ansia infinita de un Dios que está misteriosamente muriendo y misteriosamente
amando nuestro mundo. Ansia de paz, de justicia, de fraternidad. De todo eso que se le niega
en la cruz.

Pocas cosas tan claras entre nosotros como esta sed de Jesús. Lo había dicho explícitamente:
«lo que hagáis por uno de mis hermanos, los pobres y desvalidos, lo hacéis por mí». Frase de
una impresionante claridad. El mismo que afirma de sí: «el Padre Y yo somos una misma cosa»,
se identifica con todo hombre, aun con el más pobre. Por eso, la sed de Jesús es una sed que
sigue clamando al cielo ahora, igual que en aquel momento del calvario. Su grito de moribundo
se multiplica en miles de gargantas que hoy piden justicia, pan, respeto del color de su piel,
mínimos cuidados médicos, cultura, libertad.

Dios nos acepta como hijos suyos desde que comenzamos la existencia en este mundo, para
conducirnos a la participación comunitaria de la gloria de Cristo resucitado. Hijos de Dios,
hermanos de todos los hombres. Esta hermandad fundamental tenemos que ponerla en
práctica aquí y ahora, en todas las dimensiones de la existencia humana. La buena noticia que
trae Cristo no es una mera promesa de un más allá feliz que ha de lograrse un día remoto, sin
la realidad de la verdadera fraternidad aquí y ahora. Cristo ha muerto y resucitado para que en
el mundo haya amor y justicia; para condenar el pecado del egoísmo y de la injusticia. Para que
Dios sea realmente Padre de todos en una fraternidad universal, de hecho y de verdad.

Tarea fundamental en el cristiano. No es verdaderamente cristiano el que se contenta con


mirar al crucificado y exclamar devotamente: «¡cuánto sufre!». Cristiano es el que
verdaderamente se acerca a Cristo que hoy sufre en sus hermanos e intenta con todas sus
fuerzas darle de beber. El amor del prójimo y el compromiso por la liberación de su opresión,
son testimonio evangélico. Tomando la palabra en su expresión más fuerte: no como una mera
expresión de la fe cristiana, sino como un cumplimiento real, efectivo.
Sería, sin embargo, un error creer que esta justicia que buscamos está motivada por ideales
socio-económicos o filantrópicos. Se trata de una opción actual que brota de la fe, en espíritu
de reconciliación. Se inscribe claramente en una liberación mucho más amplia que nos obtiene
el Hijo de Dios desde su despojo total de la cruz. Los cristianos queremos ciertamente liberar al
mundo. Pero en el fondo, aunque pongamos en juego todos los medios humanos, solo es
Cristo el que libera.
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La sed de Jesús es una sed integral, que pide la entrega total del hombre. Una entrega que es
ante todo y sobre todo, un servicio de la fe en el Padre, que se revela en el Hijo doliente y nos
obtiene el don del Espíritu. Espíritu que actúa hoy en nuestro mundo y nos ofrece la gracia y la
fuerza del crucificado para vivir nuestra fe y proclamarla con palabras y con nuestras obras.

Es la sed de Jesús la que nos impulsa a evangelizar. Digámoslo con las mismas palabras que ha
utilizado el Papa Pablo VI recientemente: «la evangelización comportará siempre como base,
centro y vértice de su dinamismo, una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios
hecho hombre, muerto y resucitado, es ofrecida la salvación a cada hombre, como el don de
gracia y misericordia de Dios mismo». Y no ya una salvación solo inmanente, a la medida de las
necesidades materiales y aun espirituales que se agotan en el cuadro de la existencia temporal
y se identifican totalmente con los deseos, las esperanzas, las ocupaciones, las luchas
temporales. Además, una salvación que sobrepasa todos los límites, para actuarse en una
comunión con el único Absoluto, con lo que es de Dios. Salvación trascendente, escatológica,
que tiene ciertamente su comienzo en esta vida, pero que se cumple en la eternidad.

Esta es la sed integral con la que Cristo nos llama a hacer algo y pronto. «Tengo sed». Sed en la
garganta, sed en el coraz6n. «Sed de que todos te conozcan como Padre, Padre mío. Sed de
que vivan fraternalmente como hijos tuyos. Sed de que sean uno como Tú y yo somos uno».
Sed en la garganta. Pero más, sed en el corazón. Sed por pérdida de sangre. Sed por la pérdida
del derroche del verdadero amor en el mundo. ¿Quién quiere saciar hoy esa sed? Oigan decir
al mismo Señor: «Quien tiene sed, venga a mí y beba».

Sexta palabra: «Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu» (Lc 23, 46)

Miremos de nuevo a Jesús. Ha llegado el momento. Los sacerdotes, médicos y enfermeros


conocen este momento. Es siempre una noticia escalofriante. Nos escuece, porque tarde o
temprano nos va a ocurrir lo mismo. La muerte nos inspira miedo. Muchos intentan drogar la
verdad de su propia muerte a base de frenéticos tragos de vida, de acción, de placer. No
quieren pensar que tienen que morir. Pero, piensen o no piensen, morirán.

Sin embargo, las personas que han aprendido la ciencia de vivir, que han alcanzado plena
madurez humana, aceptan el hecho de su propia muerte con paz, incluso con alegría. No es
fácil. La muerte de Jesús no fue fácil. El Señor escogió las circunstancias de su muerte. Una
muerte, verdaderamente, muy extraña. Muere solo. Por todos los indicios, como un fracasado.
Se le ha llamado “el gran fracasado”. Incluso sin el consuelo interior del Padre, que lo ha
dejado momentáneamente, para que aun en esto se asemejara totalmente a los demás
hombres.

En esta situación dura, difícil, Jesús acepta conscientemente la muerte y se abandona en lo


único que verdaderamente sabe que le queda: los brazos del Padre. También nuestra muerte
es un hecho irrepetible, durante el cual nadie nos puede sustituir. Moriremos también
completamente solos, aunque estemos por fuera muy acompañados. En la muerte, todos

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iguales. Solos frente a Dios. Es entonces cuando la perspectiva de Jesús trae un consuelo a
nuestro corazón, que instintivamente se rebela contra la privación de la vida. La muerte es solo
el último puente que nos conduce hacia el Padre. Tú y yo seguiremos viviendo. Nos
estrecharemos las manos del otro lado del puente. Por eso Jesús pone toda su confianza en el
Padre, con quien se va a encontrar después del trago amargo de la muerte. Hemos alcanzado
un nivel de vida, un confort y un dominio de la naturaleza, que por desgracia sirve de peana a
muchos para olvidar esa realidad. Pero no hay ningún libro, ningún investigador, ni ninguna
máquina que haya podido borrar del globo ese fantasma de la muerte.

Estamos hechos para la plenitud de Dios. Hacia ahí vamos. Por eso hemos de trabajar aquí con
optimismo, con doblada energía, como quien está realmente preparando una nueva sociedad
futura, donde no llega la polilla, ni la corrupción, ni la muerte. En torno a Jesús, el Cristo
glorioso. La muerte no es el fin, sino un nuevo y definitivo principio. Cristo confirma esta
seguridad. Por eso acepta la muerte y se confía en su Padre: «en tus manos encomiendo mi
espíritu». Que tú y yo digamos ya desde ahora lo mismo. En el momento de la muerte no
seremos capaces de decirlo, al menos con el pleno conocimiento con que lo decimos hoy.

Séptima palabra: «Todo ha concluido» (Jn 19, 30)

No puedo olvidar el rostro de una japonesa que se había convertido después de una lucha larga
y difícil. Apenas convertida, le sobrevino la muerte. Acudí rápidamente hasta su lecho de
moribunda. Y con una inmensa tristeza en sus ojos, me mostraba sus dos manos y me decía:
«vacías, vacías». Hacía muy poco que había descubierto las maravillas de la fe y ya se había
convencido de que creer es ponerse en acción, comprometerse, hacer algo por los demás. No
pude explicarle que, aunque no lo supiera, sus manos no estaban vacías.

¿Hasta qué punto tus manos y las mías están llenas? ¿No tendríamos que exclamar también:
«vacías, vacías»? Pero, aún estamos a tiempo de llenarlas.

Jesús muere con las manos llenas. Por eso exclama: «Queda terminado», «esto está listo, he
cumplido, mi misión ha llegado a su término». Puede, pues, inclinar la cabeza y con plena
conciencia aceptar la muerte. Ojalá que podamos tú y yo decir al fin de nuestra vida:
«consummatum est», «he cumplido todo; he terminado feliz y fielmente mi misión en la vida».
Para poder decirlo en la muerte, hay que vivirlo. La muerte feliz es fruto de la vida fiel.

Este último momento llena ya de alegría pascual incluso la tristeza de la cruz. Jesús ha gastado
cada minuto de su vida en un continuo acto de servicio. Ese es el secreto de su triunfo. De su
muerte va a brotar en seguida la resurrección. De la entrega total, brota el optimismo cristiano.

Hoy mucha gente vive triste, angustiada por la crisis internacional, por los problemas que
azotan a la sociedad, a la Iglesia, a los individuos. Es cierto que debemos poner alma y vida
para solucionarlos, pero, ¡por Dios!, con alegría. La alegría cristiana es una fuerza irresistible a
la hora de la entrega. Un hombre de fe que vive su disponibilidad, su diaria entrega a los
hombres, tiene dentro de sí el secreto de la Pascua. ¿Cuál es el secreto de la verdadera alegría?
Es simplemente un problema de fe. «Yo creo en Dios, yo creo en Cristo». ¿No basta esto para
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tener una gran satisfacción y alegría? ¿Qué me puede pasar que me quite esta alegría de estar
salvado por Jesús y de entregar, como El, mi pequeña existencia al servicio de los demás? Este
fue el secreto de los santos. El mismo secreto que resucitó a Jesús. Vivir nuestra entrega diaria,
sin miedo, con un corazón confiado y humilde, pero dando de verdad lo que tenemos, a
nuestros hermanos. Así, detrás de todo, incluso de los acontecimientos contemporáneos que
nos inquietan, estará brillando la luz de la esperanza.

«Todo está cumplido». Sí. En este instante Jesús inclina la cabeza. La cortina del Templo se
rasga y el capitán que estaba frente a él, al ver que había expirado dando aquel grito, dijo:
«verdaderamente, este hombre era hijo de Dios». Este capitán, habituado seguramente a
ejecuciones, ha comprendido. Da él su asentimiento. Cree. Es la cumbre, Jesús ha cumplido su
misión y ya, inmediatamente, surge el hombre nuevo, tocado del Espíritu, que no puede
callarse su verdad. En la debilidad y el dolor, descubre a Cristo. En el centro mismo de la
muerte, nace la vida. A través del vaciamiento progresivo, Jesús entrega su buena nueva
salvadora.

Todos los que creemos tenemos esta fuerza. Si repetimos como podamos en nuestras vidas, la
vida de Jesús. El está con nosotros para ayudarnos. Tenemos en nuestras manos la chispa para
iluminar, la energía más potente que pudiéramos haber soñado, la razón de nuestra alegría y
de nuestra confianza.

Del corazón de Jesús ha brotado sangre y agua, que saltan a la vida eterna. Como hombres
nuevos, podemos resucitar. Es la gloria de Cristo. Estamos provistos de futuro. No tenemos las
soluciones inmediatas para muchos problemas presentes, pero sí la seguridad de que Dios está
profundamente interesado en que las busquemos. Y lo que hagamos, hasta un vaso de agua
que demos a nuestros hermanos, no quedará sin recompensa.

Conclusión

Me gustaría que esta conversación radiofónica de amigo a amigo, le haya ayudado a cada uno
de ustedes. Que guarden un poco más profundas en su corazón estas palabras de vida, no sólo
para los momentos de duda u oscuridad, sino también en el frenesí de la fiesta o la alegría.
Porque, como hemos visto, ésta no es una historia pasada. Por los hechos de hoy nos sigue
hablando Cristo y nos seguirá hablando cada día. Estemos atentos. Porque Cristo está aquí,
entre nosotros. Cristo está vivo, junto al Padre, en su Iglesia, en cada hermano, hombre o
mujer de nuestro mundo.

EL ARRUPE QUE VOY CONOCIENDO

Se me ha encargado una charla, no una conferencia. O, lo que es lo mismo, lo que tengo que
compartir no lo tenía preparado con anticipación. He procurado no ir a la biblioteca, más que a
lo imprescindible. No me quedan, pues, más que dos caminos posibles: Uno, pasaros una
película de recuerdos y anécdotas personales sobre Arrupe. El problema es que, ya antes de
que fuera viejo, fui desmemoriado para anécdotas, hechos y sus circunstancias, nombres,

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personas... (Ahora mucho más). ¿Problema de registrar mal, o registrar en superficie, o
registrar en disco usado, o registrar a tales velocidades, que se me atropellan y, unos a otros,
se me borran los archivos? Comprenderéis que, a estas alturas de la vida, no pierda tiempo en
analizar esas causas.

No me queda otro camino, que el de compartir con vosotros mi itinerario personal de estos 41
años de conocimiento de Arrupe, que, como todo lo vivencial, no me lo programé, que ha ido
viniendo y que incluso, en muchos de sus pasos, ni me había parado a formularlo para mí
mismo, hasta ahora. He titulado esta charla: el P. Arrupe, que voy conociendo, así en presente.
Como si continuara entre nosotros. Que continúa. Lo que quiere decir que este camino no está
terminado. Sigo haciéndolo. Y, si cabe, con más pasión que nunca. Y me encantaría saber que
otros lo continúan. Lo puede hacer cualquiera.

En algún sitio he dejado escrito que «después de la vida y la fe, que incluye, como es obvio, a
mi familia , y después de la llamada del Señor a la Compañía de Jesús, los nueve años y medio
(1972-1981) vividos con Arrupe han sido la gracia más importante de mi vida». Lo ratifico hoy.
Al mismo tiempo que me doy golpes de pecho de no haber conocido y aprovechado, más y
mejor, esta gracia, habiendo estado tan cerca de ella.

Una vivencia primera, que me puede en este momento y cada vez más, es que a Arrupe le
hemos conocido y dado a conocer principalmente por fuera: lo que hizo, lo que escribió, sus
intuiciones, cómo actuó... Era inevitable, más aún, necesario. Y ha sido bueno, incluso muy
bueno. Pero, a poco que se le observara y tratara, -y es experiencia de muchos-, saltaba la
sospecha de que lo verdaderamente importante de Arrupe estaba por dentro. Y, poco a poco,
sin proponérmelo formalmente, al menos al principio, me sorprendí recorriendo este
misterioso camino hacia su mundo interior. Mi recorrido, no terminado y muy resumido, es el
que comparto con vosotros.

En un primer momento, por vía deductiva, traté de excavar en los textos de Arrupe el Evangelio
que los subyace, para conocer el Evangelio por el que había sido particularmente impactado. Es
un camino largamente posible todavía, porque hay muchísimo Evangelio en esos textos. Fue lo
que hice, por ejemplo, cuando un buen día el Superior de la Curia, P. Petar Galauner (Serbia),
-próximo ya el jubileo de los 50 años de Compañía de Arrupe-, me pidió tener una plática a la
comunidad sobre «El pensamiento espiritual del P. Arrupe». Añadió, sin duda con la buena
voluntad de ayudarme: «selecciona del Acta Romana las líneas más importantes de su
pensamiento espiritual y haz una síntesis».

Como ni entonces ni ahora he sabido hacer milagros, -soy puro aficionado en esta plaza-, a
tiempo me di cuenta del disparate que había hecho al aceptar sin condiciones la invitación del
Superior. Porque el pensamiento espiritual de Arrupe, al menos lo más personal y vital del
mismo, no se encuentra principalmente en Acta Romana. Y desde luego pretender sintetizarlo
para una plática, entonces y ahora, sobrepasa a cualquiera, a mí por supuesto. Eso fue el 13 de
enero de 1977. El P. Arrupe no asistió a la plática, de lo que me alegré. Más tarde me llamó a su
cuarto exclusivamente para agradecerme lo que entonces me salió.

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Pero otro camino, que entonces emprendí y que me gustaría seguir hasta donde den de sí la
vida y los medios, se me abrió cuando, dos días después, en la homilía en el Gesù, con ocasión
del jubileo de sus 50 años de jesuita, le escuché:
«Al oír esas historias personales, se percibe en todas ellas algo que no se dice, porque no se
puede decir: es un secreto personal, que ni uno mismo a veces alcanza a percibir
completamente. Esa parte oculta o semi-oculta aun para nosotros mismos es la
verdaderamente interesante, porque es la parte más íntima, más profunda, más personal (...)
Es el secreto del maravilloso amor trinitario, que irrumpe cuando quiere en la vida de cada uno
de una manera inesperada, inexpresable, irracional, irresistible, pero a la vez maravillosa y
decisiva».

Desde entonces ese secreto me ha atraído, incluso apasionado. Y es mi interés explorarlo,


conocerlo y darlo a conocer, - como alma de todo lo que Arrupe fue, dijo, escribió y realizó-,
rebuscando allí donde se manifiesta más directa y espontáneamente, en sus escritos más
personales: apuntes espirituales, oraciones, cartas particulares, notas de pláticas, esquemas de
charlas.

Acto 1º: Un gran amigo

Mi primer encuentro personal con Arrupe sucedió durante la Congregación General 31ª, que le
eligió General. Entonces yo era un “jovenzuelo” de 40 años. Él me llevaba 18, pero tenía a sus
espaldas y en su corazón una experiencia humana y cristiana inmensamente más rica que la
mía. Le admiré. Pero en aquel momento me preocuparon más los trabajos apasionantes de la
Congregación, que su persona.

Cuando seis años después me llamó a Roma, ya no ocuparon los trabajos la pantalla. Por lo
menos, no toda. Poco a poco la fue invadiendo la persona que te proponía trabajos, más que
los trabajos que te proponía y el cómo te los proponía. Arrupe preguntaba mucho. ¿Os habéis
fijado cuántas preguntas inserta en sus escritos públicos a la Compañía? Probadlo. Veréis que
no son preguntas retóricas y, mucho menos preguntas de un curioso por instinto. Son
preguntas limpias, directas, de quien necesita aprender del otro, y no lo disimula. Preguntar
era su estilo; la permanente manifestación de su voluntad de escuchar. Y la escucha es
esencialmente el primer paso de todo verdadero diálogo.

Cinco años más tarde me sorprendió oírle cómo se autorretrataba, en este sentido hablando a
los religiosos (Madrid, 12 abril 1977, en la Semana de Vida Religiosa). Afirmó: «La grandeza del
hombre radica en la incapacidad de fijar límites a su propia índole interrogativa, el ser él mismo
pregunta e interrogante abierto (...) No existe ninguna experiencia de Dios que apague por
entero ésta nuestra condición de seres preguntantes, inquietos, insatisfechos con la realidad
que vamos configurando. Ni hay motivo para ocultar angustiosamente que nuestra experiencia
de Dios es así de interrogativa, abierta y problemática.

Aun la de los grandes místicos lo ha sido (...) Lo importante es que sepamos hacer de esas
personalísimas reacciones, nacidas en lo más profundo de nosotros mismos, una auténtica
experiencia de Dios hecha de interrogantes y silencios; interrogaciones que no juzgan, sino que
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piden humildemente y silencios que esperan. La interrogación es la oración del niño (¿por qué?,
¿cómo? ¿quién?¿qué cosa?...) El silencio la oración del pobre» (IHF 676.77).

Seguí observando lo primero que saltaba a la vista: su modo de relacionarse con todos.
Preguntar era su particularísimo recurso personal para abrir la puerta, su puerta, a lo mejor de
él. Era su forma de invitar a pasar, a entrar.

De modo que la relación empezaba a fluir desde el primer momento por todos los recorridos,
desde el asentimiento a la discrepancia, pasando por la duda, la espera, el recuerdo, la crítica,
el silencio... Inmediatamente encendía Arrupe una verdadera relación de “amigos”.

Que eso es lo que fue siempre Arrupe: un gran amigo. Así lo viví yo desde el primer instante y
me consta que lo vivieron muchos.

Amigo con el que puedes coincidir y coincides, de hecho, en muchas cosas, pero del que poco a
poco te vas atreviendo a disentir, sin que por eso experimentes que merma la confianza que
depositó en ti desde el primer momento.

Acto 2º: Un gran amigo universal

Arrupe fue, además, un gran Amigo universal. Porque éste era su modo habitual de actuar con
todos, personalizadamente.

En el libro de próxima aparición «Pedro Arrupe, General de la Compañía de Jesús (Nuevas


Aportaciones a su biografía)», el capítulo dedicado a la relación y actuación de Arrupe en
África, su autor, un jesuita congolés, Simón Pierre Metena M’nteba, lo enmarca en esta
significativa anécdota: «Es un curioso aparte de Arrupe, en una de sus visitas a África, con un
joven cocinero de una de nuestras comunidades. Quienes los veíamos a distancia nos
preguntábamos: -¿Qué estarán diciéndose, que provoca en los dos una risa tan espontánea? Su
interlocutor africano, con quien pude hablar en 1999, es decir, tres décadas después del hecho,
ya no se acordaba de qué estaban hablando. Pero todavía recordaba, como si hubiera sucedido
la víspera, la asombrosa impresión que le había dejado. Y me preguntó:

¿Cómo podía ser que aquel Padre tan importante, fuera al mismo tiempo tan impresionante y
tan humilde, tan ‘Mfumu’ (Jefe) y tan cercano a todos?»

Aquel cocinero formuló directo y sencillo, como los niños, lo que, sin duda más fríamente, fue
mi conclusión de unas páginas testimoniales sobre Arrupe como gracia de Dios para la
Compañía y para la Iglesia: «No he agotado la gracia de Dios de ese hombre ambulante por
todos los caminos del mundo y por todos los escenarios de los hombres, que fue Pedro Arrupe,
hombre de todos y para todos. O, mejor todavía, “por” todos. Como el Maestro. Todos nos
sentimos importantes a su lado. A nadie hizo sombra. Quienes le conocimos, le tuvimos, y le
seguimos teniendo, por nuestro».
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El mismo Arrupe se retrata ingenuamente, -se retrataba en cada paso, cada palabra, cada
gesto...-, cuando interrogado por un periodista de la RAI italiana sobre sus hobbys (música,
teatro, viajes, lectura...), sin dejarle concluir la pregunta, le respondió de un escopetazo: « Mi
hobby es estar con la gente».

La gente, las personas, cada persona, fueron su horizonte de vida. Un horizonte siempre
abierto, que acababa pasando a formar parte de su propia existencia. Quienes le han conocido
y le han tratado, -testimonia el P. Calvez-, cuentan que, en los encuentros de Arrupe con
cualquiera, era todo para su interlocutor, hasta el punto que éste llegaba a experimentarse el
único del mundo para un Arrupe con todo su tiempo para él.

Como esencialmente misionero, que es lo que siempre fue Arrupe, su interés fueron las
personas, su objetivo las personas, sus recursos todos los de su propia persona, su dolor el no
poder alcanzarlas. Apenas llegado a Japón y volcado y absorbido en el estudio del japonés, se
desahogó con su gran amigo el P. Iturrioz: «Se trata de que unos miles de caracteres entren en
estos cerebros ya un poco endurecidos por los años.

Desde la mañana a la noche japonés y más japonés (...) La única pena es que por esta dificultad
tengamos que estar aquí amordazados, cuando a nuestro alrededor hay tantos millones que no
han oído hablar jamás de nuestro Señor Jesucristo. ¡Qué bien se entiende aquí el ardor y las
lágrimas de Javier...! Este es un gran misterio, pero realidad: que el Señor nos haya escogido
para salvar sus almas a nosotros, que no sabemos ni hablar!»

Puede sorprender que un hombre que sueña el mundo y que vibra en universal, fuese un
hombre que apenas leía periódicos ni veía televisión Evocando sus años de formación, en
ocasión de los 50 años de Compañía de su amigo Jesús Iturrioz, se lo recuerda:
«Recuerdo muy bien que en Valkenburg, le preguntaba por las noticias del día, -porque yo no
tenía tiempo para leer los periódicos-, y que Vd. después de echarme en cara mi poca afición a
esta clase de literatura, me informaba exactamente de todo lo que pasaba por el mundo. Y esto
un día y otro...».

No era comodidad ni pereza. Era opción consciente, cuya clave dejará entrever, ya General, en
la entrevista con Jean-Claude Dietsch, cuando éste le abordó: -¿No leía Vd. los periódicos? Su
respuesta: «Muy poco. ¿Se extraña? Tenga presente que un jesuita en formación no disponía
entonces de los medios de información de los que dispone Vd. Me interesaban menos los
acontecimientos, que el cómo reaccionaban ante ellos las personas de mí alrededor. Me
gustaba preguntar a los otros lo que traían los periódicos y escuchar su relato. Se divertían
conmigo: Mira, ya baja Don Pedro de su planeta!». Su planeta estaba lleno de personas
concretas y era tarea suya de cada día dar espacio cada vez a más. Nadie llamó a su puerta,
que no se la abriera él mismo muchas veces.

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Día a día me intrigaba más esta historia. Su “hacerse todo a todos” era evidente. Pero era
igualmente evidente que este hacerse todo a todos no se explicaba por pura simpatía natural,
que siempre tuvo, ni por habilidad y recursos humanos, en los que sobreabundaba. Fue
entonces cuando mi interés empezó a desplazarse poco a poco, de la reflexión sobre sus
escritos e intervenciones “oficiales”, a la observación de lo que veía y oía y a la búsqueda de
otros escritos suyos más autobiográficos por más personales. Mi interés era, -y sigue siendo-,
remontar río arriba su vida, allí donde se manifiesta más suya, en busca del hilo conductor de
su existencia, del eje que dio a esta unidad y coherencia y que explica ese “hacerse todo a
todos” tan radical, tan presente y tan visible en todo momento.

Volví a releer, y desde entonces lo aprecio cada vez más-, el caudal de sus fuentes
autobiográficas, prácticamente reconducidas a Ese Japón increíble, el del mundo de sus
oraciones, sobre todo, las más espontáneas, de algunas de las cuales fui testigo, el de la
correspondencia personal y el de notas y escritos más íntimos que a cuentagotas han ido
cayendo en mis manos. Son como el “protoevangelio” de Pedro Arrupe.

Tiene que existir mucho material de esta clase, porque Arrupe escribía muchísimo. Y,
consciente de la desproporción entre el que busca y lo buscado, me he sorprendido más y más
metido en la aventura de esta remontada, a ratos apasionante a ratos decepcionante, no por la
remontada en sí, ni por la dificultad del personaje mismo que es pura transparencia, sino por la
dificultad de hallar esos textos vírgenes que son su mejor retrato.

Existen muchos, estoy seguro, porque Arrupe vivía bolígrafo en mano. Como preguntaba
mucho, observaba mucho, reflexionaba mucho, escribía mucho sobre un papel cualquiera, una
intuición al vuelo, una idea inspiradora que acababa de leer, un comentario que le había
interesado. Se diría que este escribir era el complemento necesario de su escucha a Dios, a los
hermanos, al mundo y a su mundo interior.
Muchas veces me he arrepentido de cobardía y de falta de reflejos para aprovechar ocasiones
tan abundantes, como las que he tenido, de ir directamente al manantial mismo, al que ahora
intento llegar remontando río arriba el caudal de estos escritos más personales.

Acto 3º: Su secreto

Y en esta fase me encuentro buscando de dónde le viene a Arrupe es «hacerse todo a todos»
tan radical, que le define. Sintetizo mucho.

Su camino de Damasco, -que también lo tuvo-, el del descubrimiento del otro, de los otros,
como horizonte primero de la propia vida, lo sitúa él mismo en Vallecas, en sus experiencias de
universitario-catequista en Madrid. Ante aquellos “pobres golfillos”, como él los llama, se
rompe Arrupe. «Me hicieron pensar. Me obligaron a caer en la cuenta de que, además de mi
mundo, existía otro en el que había aún mucho que hacer». Luego fue Lourdes.

22
Y no sólo los milagros. «Vi a Dios tan cerca de los que sufren, de los que lloran, que se encendió
en mí el deseo ardiente de imitarle en esta voluntaria proximidad a los desechos de este
mundo, que la sociedad desprecia..»..

Y de ahí al noviciado y juniorado de Loyola, al destierro de Bélgica y Holanda, a los hispanos en


USA y a los hijos de la guerra española en Méjico, episodios en sí menores, pero que recuerda
con gran espacio, lucidez y relieve en sus Memorias. Cada paso de esta historia es un arrancón
para un proceso de mayor vaciamiento y entrega personal, que atraviesa como un eje toda su
vida. Lo inició pronto y lo siguió siempre, porque, desde el principio vio, que era el camino de
Dios, «hecho en su Hijo todo a todos».

Ya en los primeros pasos de Loyola su norte es la Encarnación. Sorprende, y lo podéis verificar


facilísimamente por vosotros mismos, la cantidad de veces que en sus escritos fundamentales y
pastorales a la Compañía se remite a este misterio, centrando en él el diálogo esencial
permanente de todo seguidor de Jesús: el «por mí - por Ti» de los Ejercicios.

De este camino no se saldrá nunca, Ya General, lo retomará sin darse tregua, con frecuentes
visitas y continuas referencias a La Storta, al Padre que le pone con su Hijo portador de la cruz
y que le asegura serle propicio en Roma. Hasta, como en otras hondas experiencias suyas, lo
adornará con formas y expresiones de patente propia, que hoy nos pueden sonar a ingenuas,
pero que retratan al Arrupe más auténtico.

Fue ya muy al principio, durante su formación, cuándo sintió la necesidad de clavar ese diálogo
básico suyo, el por mí - por Ti, con el voto de perfección, formulado no antes de los primeros
votos y no después de su tercera probación, más cerca de los primeros que de la segunda. Voto
de perfección que no tiene nada que ver con el narcisismo de ser y de aparecer “ perfecto”, sino
todo que ver con el «Heme aquí para hacer tu voluntad» y el «Hágase en mí según tu palabra»
que identifican al Hijo y a la Madre en la Encarnación, y por el que se comprometió a vivir
buscando lo que agrada a Dios en la historia concreta de cada día y a proceder por ello.

Ya durante los estudios de teología, en pleno destierro de Valkenburg, escribe a su connovicio


y gran amigo Jesús Iturrioz: «Hala, querido Hermano Jesús, no se olvide de pedir por mí para
que sea un buen “conejillo de Indias”». Iturrioz conoció como ninguno a Arrupe y compartió
este género de expresiones, -ésta muy en concreto-, pues él copió de su propio puño y letra, la
oración esencial de Arrupe (agosto 1933), expresión de su entrega incondicional a Cristo en el
espíritu de su voto de perfección:

«Aquí vengo, Señor, para deciros desde lo más íntimo de mi corazón y con la mayor sinceridad y
cariño de que soy capaz, que no hay nada en el mundo que me atraiga, sino Tú solo, Jesús mío.
No quiero las cosas y los gustos del mundo, no quiero consolarme con las criaturas y los
hombres, sólo quiero vaciarme del todo y de mí mismo para amarte a Ti. Para Ti, Señor, todo
mi corazón, todos sus afectos, todos sus cariños, todas sus delicadezas (...) Heme aquí, como
verdadero conejillo de Indias, pronto a ser sometido a todos los procedimientos, para que se
vean en él los efectos de vuestras promesas (...) Atadme, clavadme, si es preciso, pues si en el

23
momento de la prueba lo rehúyo, ya sabéis que es por lo miserable que soy; que buena
voluntad no me falta...».

Y no había de faltarle, al contrario, cuando seis años después, ya desde Japón, y todavía en el
primer año de su experiencia misionera, escriba de nuevo a Jesús Iturrioz: « ...Ahora no planeo,
pero estoy convencido de que estoy en el puesto que Dios me ha destinado. Le decía que no
planeo, y no es verdad.

Planeo, pero mis planes son en otra dirección; planeo solamente la confianza en Jesucristo; es
decir, planeo solamente un proyecto: el de echarme en las manos de Cristo y que Él me lleve.

No veo en concreto cuál sea mi modo de trabajar aquí, ni por ahora lo puedo ver, pero sí siento
con una persuasión íntima que el modo de convertir las almas a Cristo es el predicar y, sobre
todo el practicar su doctrina llevándola hasta las últimas consecuencias. A mi modo de ver éste
es el secreto del éxito de Javier...». Y éste, -añado yo-, es también el secreto del de Pedro
Arrupe.

Acto 4º: “hasta las últimas consecuencias”

He intentado, según mis recortadas posibilidades, seguir los caminos de Arrupe a la luz de este
«practicar su doctrina llevándola hasta las últimas consecuencias». Y se me han hecho
luminosos, rectos, coherentes, por de pronto, los 27 años de su historia de misionero en Japón.
Historia sin la que no pueden comprenderse sus años como General. Historia que empezó un
15 de octubre de 1938, cuando pisó por primera vez tierra japonesa: «Sentí la debilidad de las
grandes emociones y lloré. Fue una de las pocas veces que lo he hecho ya de hombre. Tal vez la
segunda después de la muerte de mis padres. La única nube aquella mañana jubilosa fue el
temor a no ser fiel a la grandeza de mi vocación misionera. Por eso pedí a Dios que me hiciese
morir antes que serle infiel».

Muy pronto descubrió que no era sólo cuestión de ser generoso, sino de modo de serlo.
Llegaba a Japón armado hasta los dientes de estudios, apuntes, libros y ciencia para
evangelizar. Ya desde el primer día se dio cuenta de que casi todo aquel equipo le sobraba. O
había que usar primero otro.

«Al principio me desconcertó muchísimo comprobar que metafísica y pastoral son cosas
diversas. En Europa y América se prueba con argumentos; en Japón se prueba con una
convicción vivida, que naturalmente ha de desprenderse explícita o implícitamente de esos
mismos argumentos. En otros países nos preguntan por qué creemos; en Japón se fijan en
cómo creemos. Allí pesan el valor de nuestra ideología desnuda, descarnada; aquí si nuestra
vida es consecuente con esa ideología, cuyo esqueleto no les interesa apenas conocer».

24
Otra vez, y más fuerte que hasta ahora, la gimnasia de encarnación, de despojo y de entrega.
«Hacerse todo a todos» ahora, en Japón, no es sólo aprender una lengua difícil, sino vaciarse
penetrado de Evangelio en el alma de la lengua, de las costumbres, de la ideología, de la visión
de la vida.

Observar, aprender, hasta identificarse (verbo que le será muy familiar), hasta pensar con la
cabeza del otro. Y éste es de nuevo, y ya definitivamente, su inmediato objetivo misionero: «La
psicología japonesa, o la estudiamos alguna vez o no la comprenderemos nunca».

« ¿Qué caminos seguir para llegar al alma japonesa?», se pregunta, dispuesto a caminarlos
todos.

Los que sean. Los caminos (dô) del Zen: la manera de preparar y presentar el té (chadô), una
ceremonia que nada tiene que ver con nuestras reglas de cortesía; el tiro al arco ( kyodô), que
no es un deporte, sino una filosofía; la manera de preparar un ramo de flores ( kadô), que
supone cinco años de estudios para obtener un diploma; la manera de defenderse (judô) que
integra

elegancia y eficacia; la esgrima (kendô) con bastones o con espadas, y que es tanto un arte
como una lucha; el (shodó) o manera de componer y escribir un poema, no sólo en función de
la idea y de la prosodia, sino también en función del dibujo de los caracteres que lo expresan.

Un vaciamiento de encarnación permanente recorre como una sangre los 27 años misioneros
de Arrupe y sus mil peripecias. Los resumirá así: «La fe la hemos de entregar íntegra; suavizar
una sola arista seria mutilar la verdad. Pero lo occidental, por íntimo y nuestro que nos
parezca, hay que sacrificarlo. Lo contrario sería hacer más empinado aún, injustamente, ese
camino de renuncias, que para un pagano adulto supone la ascensión a la fe.
Sólo con esa generosa renuncia a todo lo suyo que no está esencialmente unido a la fe, podrá el
misionero romper no pocas de las barreras que le separan de los infieles. En el camino de la
adaptación, la consigna está dada ya hace muchos siglos por San Pablo: Hacerse todo a todos».

Este es el “camino” que recorre Arrupe a pulso, creativamente, día a día y noche a noche,
roturándolo, pues no existían, ni de lejos, los medios que luego él establecerá, siendo
Provincial, para ayudar a la inculturación de los nuevos misioneros, ya desde el principio.

Se le podría ver, por ejemplo, de diez a once de la noche, mientras sus novicios dormían,
montar su vieja y famosa bicicleta, para acudir a su profesor de lengua o al de la ceremonia del
te, o al que le iniciará en el arte del kakemono a preparar la tinta y manejar el pincel,
identificándose, que es la palabra con que resume Arrupe el voluntario vaciamiento de sí, su
primer objetivo misionero.

25
«Es un ir perdiéndose a sí mismo, -escribe-, para identificarse con la manera de ser de los otros,
sin olvidarse que esos “otros”, los maestros, no tanto dan al discípulo sus propios sentimientos
y sus propios rasgos, cuanto lo que ellos aprendieron de sus profesores en una línea siempre
invariable que se mantiene continuamente dentro del molde de la tradición». Y confiesa en este
punto su más profunda conversión misionera: «El novel misionero, que llega al Japón sueña
con convertir muchas almas (...)

Yo pasé por ese sueño que es el de todos... Para trabajar con eficacia hay que penetrar lo más
hondo de su idiosincrasia, de su manera de pensar... Hay que hacerse como uno de ellos... Esto
es lo que me decidió a estudiar el Nô. Me costaba consagrarle tanto tiempo, pero lo juzgué una
necesidad. Preferí hacer el apostolado como Dios me lo pedía..., antes que seguir mi propio
camino».

Nada extraño que, -ya viceprovincial y primer provincial de la recién creada provincia de
Japón-, fuera tan radical iniciando a los jesuitas extranjeros jóvenes, destinados en gran
número a Japón en aquellos años: «No vale escudarse en el modo de pensar o actuar en
vuestros países de origen; el único punto de referencia para todos vosotros y para la
comunidad a la que pertenecéis no es América, España o Alemania: es Japón y los japoneses: la
lengua, las costumbres, la cortesía, el modo de pensar y sentir de los japoneses. Si alguno no
puede aceptar esto, su sitio no está en Japón».

Era su convicción misionera profunda, alma de su vaciamiento misionero real, nacida y


alimentada en el trato íntimo con el «hecho uno de tantos, todo a todos...» en la Encarnación.
«Por eso yo suelo decir a los que parten para países de misión: Deje en su tierra, al pasar la
aduana, el bagaje de muchos de sus gustos, de su mentalidad, de sus aficiones; lleve consigo un
amor grande a Cristo, y esto en abundancia, pues el resto no lo va a necesitar y le va a pesar
mucho».

Y nada extraño que a sus novicios japoneses, -Japón es retratado como pueblo pundonoroso,
que aspira siempre a superarse y superar-, esto fuese lo primero que les hacía experimentar
vivido por él mismo.

Explicándoles el «solamente deseando y eligiendo lo que más conduce» del Principio y


Fundamento, se lo comentaba así: «Quien procura ir siempre y en todo a ‘lo más’, no mira
ahora este medio, ahora este otro, sino que decide escoger siempre, como único camino, lo que
más conduzca al fin... Tendrá que escoger el mejor medio... Se llega a la santidad no por
medios difíciles, sino por buscar siempre la voluntad de Dios y ver cuál es el mejor medio para
llevarla a cabo... Este es el camino y no hay otro.

El problema está en saber cómo elegiremos siempre ese ‘magis’... San Claudio de la
Colombière, Santa Teresa... hicieron el voto de lo más perfecto. Si se piensa en concreto, este
voto consiste en el ‘magis’. Y ¿no es esto lo más natural para nosotros?... El voto de
perfección...no es otra cosa que vivir como verdadero hombre...».

26
En este «hacerse todo a todos» y fuera de todo programa, le esperaba la más dolorosa de las
inculturaciones: la inmersión por entero, delante de sus novicios y arrastrándolos con su
ejemplo, en una misma inmensa tragedia humana con los habitantes de Hiroshima víctimas de
la bomba atómica. Si queréis conocer a Arrupe, volved contemplativamente, como si presente
me hallase, cada tiempo a las páginas inigualables de sus Memorias. Apenas habla de sí mismo,
pero se autorretrata reviviendo el drama de los otros que ocupa por entero la pantalla de su
vida y des-viviéndose sin límite hasta las últimas consecuencias, por todos.

La estampa de Arrupe en Hiroshima contiene muchos elementos reales y simbólicos,


sugeridores, para meditar el pecado humano y para contemplar la Encarnación: el «Hagamos
redención del género humano» o el «que la segunda persona se haga hombre...» y para
alimentar y avivar generosidades.

Hiroshima es mucho más que un episodio, por muchos conceptos “extremo”, de la vida de
Arrupe. Es su propia parábola, la de su vida anterior y de la que vendrá. El Arrupe samaritano,
olvidado de sí, todo por todos, pero muy particularmente por los heridos de todos los caminos.
Provincial primero y luego General, no hará otra cosa que detectarlos, ir derecho a ellos, sin
rodeos, volcarse en acogerlos y curarlos.

Desde continuar dialogando con los no-creyentes, que pronto serán por encargo del Pablo VI
los ateos, hasta la última decisión personalísima suya, la de vaciar la Compañía en el mundo de
los refugiados, pasando por su apoyo incondicional al “Proyecto hombre” en sus difíciles
orígenes, y por motivar, movilizar y enviar de continuo por todos los caminos a los jesuitas a
hacer lo mismo, Arrupe General será fiel a la que sabe única voluntad de Dios: que todos le
conozcan a Él y a su Enviado, y fiel al lenguaje de vaciamiento que el Enviado utiliza para darle
a conocer. En ello pone la esencia de la inculturación, a mi juicio, su más preciosa y fecunda
aportación a lo que entiende por evangelizar.

Pero el más profundo Getsemaní de Arrupe no fue Hiroshima, sino el aparente “fracaso” de
tanto esfuerzo misionero, que describe en páginas sublimes: «Nuestro trabajo era un
desesperante derroche de energía y el resultado práctico unos cuantos bautismos, cuyo
número, si llenaba los dedos de la mano, lo llamábamos éxito sin precedentes...

Había momentos de desaliento, que tenían un solo antídoto eficaz: ir avanzando hasta el fondo
del problema, hasta la raíz de todo este misterio de salvación de las almas, hasta el mismo
Corazón de Cristo; postrarme en el tatami de nuestra vieja capilla, como Él en el suelo de
Getsemaní, buscando consuelo con Cristo en la oración desconsolada: Padre, si es posible...;
pero no se haga mi voluntad.

Pero ¿y la salvación de las almas? Éste es el punto de verdad difícil para el que entiende algo de
lo que valen. San Francisco Javier también en aquel Yamaguchi pidió solo almas. Yo las pedía
también y sentí en el fondo del alma la voz de lo alto: ‘Hasta en esto de la salvación de los
hombres, hágase la voluntad del Padre’. ¿No fue ese también el sacrificio más costoso de Cristo
en el huerto?»

27
Al corazón misionero de Arrupe, como al de Javier, le dolían todas las involuciones, todos los
repliegues, personales e institucionales. Le dolía la introversión de Europa y sus ridículos
aldeanismos, como le dolían los provincialismos de la Compañía. Le parecían borrones contra la
Encarnación. Y deslizando el dedo índice sobre el mapa del mundo, que era su horizonte, le he
visto detenerse en el mapa de Asia, alertando que el centro de gravedad del mundo (y de la
Compañía) ya no estaba en Europa, ni en América.

Se estaba desplazando a la India, Japón, China. « ¿No estará, -se preguntaba y preguntaba-, en
Oriente, en Asia, el porvenir del mundo?» (2.4.78)

Acto 5º: “hasta el extremo”

Un nuevo “golpe de timón”, y no el último, - otra expresión familiar a Arrupe, para significar el
continuo zig-zag que fue su vida de jesuita. En la mañana del 22 de mayo de 1965, en Roma, a
medida que, en la tercera votación para General iba sonando su nombre, se le disparó
ansiosamente una pregunta, en voz baja, al que tenía al lado: ¿Qué hago? -¡Obedezca! fue la
respuesta seca del otro, misionero también como él. Y de nuevo el voto de perfección y el
“conejillo de Indias” prometido a Dios afloraron a su conciencia.

Treinta y cinco años después, recibí como una gracia el poder documentar, al menos en parte,
estos primeros momentos como General. Revisando en el archivo de nuestra Curia Generalicia
la carpeta de papeles personales de Arrupe, en busca de otros papeles, hojas sueltas en las que
le había visto registrar sus intuiciones, y las ideas y comentarios que le inspiraban sus lecturas o
sus conversaciones, aparecieron las Notas de sus primeros Ejercicios, cuando llevaba sólo dos
meses como General.

La importancia de este documento para el conocimiento de las convicciones que dan a Arrupe
su unidad interior y su coherencia de vida y definen su identidad espiritual, es evidente. El 6 de
agosto de 1965, que registra como primer viernes, escribe: «Si siempre, ahora adquiere una
actualidad especialísima el voto de perfección. Ahora tengo que observarlo con toda diligencia,
pues en esa diligencia en observarlo estará también mi preparación para oír, ver y ser
instrumento del Señor, que es cumplir en todo su voluntad».

Es decir, Arrupe continúa siendo misionero (siempre lo fue), tal como él lo entendió siempre,
hombre que se hace todo a todos, porque así lo quiere el «Hecho uno de tantos» por todos.
Sólo que ahora su mundo de misión es mucho más amplio y plural. No sólo los que no han
recibido el anuncio, sino los que lo recibieron «al borde del camino» y se les secó, los que han
descolgado y los que abiertamente lo rechazan. Más, naturalmente, sus propios hermanos
jesuitas, a quienes no hará otra cosa que movilizar a una evangelización por muchos capítulos
nueva. Y, en síntesis, no les enseñará otro método que vaciarse por todos sin más límite, que el
de sus fuerzas humanas, estiradas hasta el extremo.

«En adelante, afirmó el día de su elección, me propondré sólo esto: cumplir lo más
exactamente posible la voluntad de Dios que se manifieste o por el Sumo Pontífice o por esta
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Congregación General, que son mis Superiores», fueron sus primeras palabras como General. Y,
como medio inmediato, seguir el ejemplo de la Iglesia en el Concilio Ecuménico en proponer las
cuestiones con sinceridad y ponderación, discernirlas con criterios sobrenaturales y ser fuertes
para realizar lo que parezca necesario u oportuno a mayor gloria de Dios.

El Concilio será la mediación más inmediata de esa voluntad de Dios, que se ha comprometido
a vivir “hasta las últimas consecuencias”. Su voto de perfección es visible en la seriedad con que
hace suyo el Concilio y se lanza a vivirlo.

En verdad estaba preparado desde mucho antes para vivirlo. No os resuena el Concilio en estas
palabras suyas: «Nos encontramos en un momento difícil de la historia de la Compañía. Es sin
duda el momento del reajuste de una tradición a un mundo que cambia, que avanza con una
metamorfosis vital... Una de las observaciones que más hondamente me impresionaron en mi
último viaje por veintitantas provincias de la Compañía fue el constante estribillo: ‘Estamos
anticuados en nuestros procedimientos.

Tenemos que adaptarnos más a las circunstancias... Ah, si viniera S. Ignacio!’, repetido por los
jóvenes, al que hacía eco otro tema, el de los mayores, dicho con el mismo tono de
preocupación: ¿Adónde vamos a parar? Se nos está metiendo un espíritu moderno malsano...Y
terminaban también: ¡Si nos viese S. Ignacio! para concluir: ¿Qué exige el espíritu de la
Compañía que hagamos en estos momentos? ¿Qué haría San Ignacio hoy en este mundo?..».
Pues estas líneas están escritas en 1957 como Viceprovincial de la Viceprovincia de Japón,
cuando Angelo Roncalli (Juan XXIII) era todavía patriarca de Venecia, seis años antes de que
convocara el Concilio.

El Concilio es para Arrupe su nuevo programa misionero. Se lanza a vivirlo con la misma
generosidad con la que curó heridas y enterró cadáveres en Hiroshima y con la que quemó
horas en diálogos interminables, que no llegaban a la conversión, con universitarios japoneses
y gente humilde.

Lo abrirá a la Compañía en miles de frentes, cuya sola enumeración asombra, y en los que
entrará muy a fondo: Iglesia, ateísmo, misiones, liberación cristiana, marxismo, evangelización
y promoción humana, juventud, apostolado social, ecumenismo, justicia (promoción y
formación para ella), misericordia, familia, sacerdocio, pobreza y hambre, educación,
Eucaristía, Vida religiosa, Corazón de Cristo...; pero no como problemas teóricos, sino
problemas vivos de personas y con personas dentro y abordados desde éstas y por éstas.

Su escenario misionero no es ya una isla del Oriente, sino toda la geografía cruzada y vuelta a
cruzar en todas las direcciones. Vive cada uno de sus viajes como un ejercicio de
“encarnación”, en suma pobreza, de la que es símbolo su inseparable maletilla, a medida de
asiento de avión, para llevada bajo sus piernas.

Para él evangelizar es eso: «hacerse todo a todos», vaciar la propia vida empapada de
Evangelio en la de los demás, y hacer que, detrás, el lenguaje de su palabra y de sus manos
expliquen lo que ya ha puesto delante el lenguaje de su vida. Como Jesús. Su doctrina y sus
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obras sirven a la “inculturación” previa y permanente, la de la encarnación personal que las
precede siempre.

Su primer campo de inculturación ahora fue la Compañía toda, con su inmenso abanico de
realidades abordadas dentro de una dinámica de cambio en fidelidad, que hará, en frase suya,
más operativo el ‘magis’ ignaciano. Ve claro en sus Ejercicios 1965 que ha de «hacer un gran
esfuerzo por multiplicar y personalizar las relaciones del General con la Compañía y con sus
miembros…

En este punto no perdonar medios ni gasto; es vital para el gobierno de la Compañía a lo S.


Ignacio». Todos fuimos testigos de este no perdonar su propia persona en el «hacerse todo a
todos», permanente ley de oro de su modo de gobernar. También aquí hasta las últimas
consecuencias, hasta el extremo de su confianza con todos. A un joven rector, que le confía su
inexperiencia, le responderá: «Fíese completamente de sus colaboradores. En alguna ocasión
quizá le puedan fallar o defraudar en su confianza; aun así, siga confiando en ellos».

Y la inevitable pregunta final: -¿Qué ha hecho posible este vaciamiento de sí mismo, su estilo
misionero en sus dos escenarios misioneros, Japón y la Compañía, secreto de la autoridad
moral de sus palabras y sus obras, que resultan verdaderos autorretratos? En ningún momento
esconde o disimula que su secreto está en su constante encuentro personal con Cristo,
revelación del amor del Padre y amor concretísimo del Padre, a medida humana.

A quien le pregunta qué significa para él Jesucristo, le responde directo: «Todo. Para mí
Jesucristo es todo... Fue mi ideal desde mi entrada en la Compañía, fue y sigue siendo mi
camino, y ha sido siempre mi fuerza. Quitad a Cristo de mi vida y todo se desplomará, como un
cuerpo al que se le quitase el esqueleto, el corazón y la cabeza».

Observarle relacionándose directamente con Él en sus oraciones o en las notas de sus


Ejercicios (1965) da vértigo. «Jesús es mi verdadero, perfecto, perpetuo amigo. A Él me debo
entregar y de Él debo recibir su amistad, su apoyo, su dirección. Pero también su intimidad, el
descanso, la consulta, el desahogo...; el lugar es ante el sagrario. Jesucristo nunca me puede
dejar... Señor que yo no te deje nunca!».
Para Arrupe la simbología que condensa todo es el Corazón de Cristo. Ése será también su
testamento: «Si queréis un consejo, después de 53 años de vida en la Compañía y de casi 16 de
Generalato, os diría que en esta devoción al Corazón de Cristo se esconde una fuerza inmensa;
a cada uno toca descubrirla, -si no la ha descubierto ya-, y profundizarla y aplicarla a su vida
personal en el modo como el Señor se lo muestre y se lo conceda. Se trata de una gracia
extraordinaria que Dios nos ofrece.

La Compañía necesita la ‘dinamis’ (fuerza) encerrada en ese símbolo y en la realidad que nos
anuncia: el amor del Corazón de Cristo».

La respuesta del jesuita a ese Amor la llamará Arrupe disponibilidad incondicional, corazón de
nuestra identidad, que abre y mantiene abierta la búsqueda de dónde, cómo, en qué y por
quiénes, -Evangelio incorporado-, ha de vaciarse el jesuita.
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El ejercicio de esta disponibilidad, buscadora y realizadora, es el discernimiento, su estilo de
caminar -buscar y hallar-, como Ignacio. El discernimiento es para Arrupe el estilo cristiano de
caminar preguntando, para caminar vaciándose. Será también su despedida, su testamento en
su último “golpe de timón” misionero, el de los diez años últimos de su vida: «Mi mensaje hoy
es que estén a disposición del Señor.

Que Dios sea siempre el centro, que le escuchemos, que busquemos constantemente qué
podemos hacer en su mejor servicio y lo realicemos lo mejor posible, con amor, desprendidos
de todo. Que tengamos un sentido muy personal de Dios». En definitiva, su síntesis personal de
la espiritualidad ignaciana, la de su voto de lo más perfecto».

Acto 6º: «El amor, cuanto más se sufre, más se inflama»

Así sintetiza Arrupe, con ocasión de sus 50 años de jesuita, cómo han crecido y se han
desarrollado en él sus tres especiales amores: a la Compañía, a la Iglesia y a Jesucristo.
Para quien ha comprometido tan singularmente su vida en no hacer su voluntad, sino la del
Padre, «por imitar y parecer más actualmente a Cristo nuestro Señor» [EE 167], su llegada a la
meta es poder afirmar con Él: «Todo está querido y cumplido».

Lo primero ha sido objetivo permanente de su vida, su voto de lo más perfecto. Para lo


segundo faltaba el sello de la cruz. Y llegó. No porque no la hubiera conocido antes, todo lo
contrario, sino porque, de hecho, en el final de su generalato y de su vida se hizo agobiante.
Nadie, sino un observador finísimo, puesto expresamente a ello, notaría este agobio. Con
nadie, que sepamos, se desahogó acerca de él. Ni hemos encontrado en sus escritos íntimos
rastros de este agobio. Pero se nos hace indispensable en este campo el testimonio del P. Luis
González, a quien Arrupe pidió, en agosto de 1980, que le ayudara durante sus Ejercicios
anuales. Los últimos que hizo.

«Recuerdo, escribe Luis González, sobre todo con emoción, la desolación profunda que
experimentó al meditar la tercera semana sobre la pasión. Yo creo que pasó un verdadero
Getsemaní. Vio con claridad el cáliz que el Padre le ofrecía.

Y sintió la misma resistencia de Jesús. No me dijo en qué consistía su cáliz, sino sólo su pavor,
su angustia en aceptar esta dolorosa prueba que le amenazaba.

Le animé cuanto pude a la confianza en el Señor, que había experimentado tan claramente a
través de toda su vida. Pero yo veía que todas mis razones eran huecas, frente a su angustia
existencial...Volví al día siguiente con temor de que los Ejercicios Espirituales terminaran en
plena desolación; pero todo había cambiado. Había asumido filialmente el cáliz que le ofreciera
el Padre y se sentía sereno y animoso para proseguir su camino en el gobierno, ya amenazado,
de la Compañía».

31
Seis meses después cayó sobre él la desconfianza más dolorosa para un hombre limpio,
transparente, bienintencionado hasta el extremo, como él. Otros seis meses y el 7 de agosto de
1981 una trombosis cerebral bajó bruscamente el telón de su “vida pública”. Ya todo, durante
diez años, fue “vida oculta” en la que habló su silencio, la bondad de su mirada, el rosario entre
sus manos.

«Soy un pobre hombre», era su estribillo. Lo decía sin pena, como un eco de la misma verdad,
con que durante su formación se postraba ante el Crucificado: «Ya sabéis lo miserable que
soy...».

Hago mía, para concluir, la certera intuición de un compañero jesuita: Nunca fue el P. Arrupe
más General de la Compañía de Jesús, que durante estos diez años (1981-1991). Nunca su
liderazgo, el de la escalada última y máxima de su seguimiento de Jesucristo fue más fuerte.
Como si dijera: «Cuando sea levantado sobre lo alto, atraeré a todos, no hacia mí, sino hacia
Aquel por Quien he sido y soy atraído» (Jn 12,32).

Un visitante de excepción, durante estos años de viacrucis, Juan Pablo II, resumió así para los
jesuitas su conocimiento de Arrupe en este momento: «Ejemplar ha sido, sobre todo, en tan
delicada contingencia, la actitud del Rvdmo. P. General, que me ha edificado a mí y a vosotros
con su plena disponibilidad a las superiores indicaciones, con su generoso “fiat” a la voluntad
de Dios, que se manifestaba en la repentina e inesperada enfermedad y en las decisiones de la
Santa Sede” (Acta Romana, XVIII, 721)

Final:
Muy a grandes rasgos, éste es el P. Arrupe que voy conociendo, y el que con la gracia de Dios y
la “misión” de los Superiores deseo seguir explorando. Os invito a acompañarme, aconsejarme,
corregirme, completarme con vuestras iniciativas y vuestra crítica y a continuar por vosotros
mismos esta exploración. A mí se me van abriendo, por el momento, tres vías principales:

1ª Releer a Arrupe, en todos sus escritos y en su historia, ya siempre desde esta clave: Como
escritos e historia de un hombre que ha descubierto en el hacerse todo a todos la voluntad de
Dios que ha de vivir un cristiano, por el hecho de serlo.

2ª A la luz de este retrato del Arrupe íntimo, y en la medida en que es válido, deberán ser
valorados juicios y actuaciones sobre él, que no hacen justicia a la transparencia, honradez,
limpieza de miras, gratuidad en todo, de este hombre comprometido mediante voto, del
principio al fin de su vida, a no hacer nunca otra voluntad que la de su Padre, Dios.

3ª Seguir explorando, la afinidad profunda entre Ignacio de Loyola y Pedro Arrupe en su


amor a la Iglesia. A ésta. Amor maduro, alma de una obediencia responsable. Incluso en
ocasiones no infrecuentes de tensión. Verdadera devoción, en el sentido más pleno, a las
personas que en uno y otro tiempo representaron a Jesucristo como Siervos de los siervos de
Dios. Fui testigo y actor de una breve anécdota que cuento como confesión y porque se la

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debo: Con frecuencia pasaba por delante de la puerta de nuestra Curia Generalicia la comitiva
papal en sus visitas dominicales a las parroquias de Roma.

Arrupe tenía encargado al Hermano Redín, el portero de la Curia General, que le avisase en
cuanto advirtiera que iba a pasar el Papa. Y Arrupe bajaba rápido a saludar al Papa desde la
acera de la calle en medio de la gente. Era un segundo nada más. Le acompañé con otros
bastantes veces; pero me consta que algunas veces estuvo solo. O con el H. Redín. Un día, al
regresar con él en el ascensor, me atreví a sugerirle medio en broma que por qué bajar todos
los domingos. No le gustó. Bajó los ojos y siguió a su habitación. A Arrupe le dolió, sin duda, mi
palabra; a mí me hizo bien, ciertamente, su silencio.

Ignacio Iglesias, S.J. Charla comunitaria en Villagarcía y Loyola.

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