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CURSO SOBRE

PERSPECTIVA DE GENERO

Dra. Silvia Céspedes


Fundamento

En las últimas décadas la re-conceptualización de los fenómenos culturales llevaron a renovar


las perspectivas a partir de las cuales investigar las distintas instancias de identidad de género, el rol
de la mujer en el imaginario colectivo, y en especial, el tratamiento sobre la economía y el género
acerca de las categorías de emancipación y empoderamiento. Por ello, un propósito importante de
este curso consistirá en reflexionar acerca de la dimensión cultural de nuestra sociedad, porque si
bien las nuevas reformas jurídicas legitiman otro tipo de realidades, todavía queda mucho por hacer
en el ámbito de las prácticas cotidianas para consolidar una verdadera transformación en las
temáticas de género e inclusión.

Ahora bien, dentro del amplio abanico que atraviesan las temáticas de género, este curso pretende
hacer foco en el aspecto económico y su relación con la autonomía de la mujer.

Y si hablamos de pobreza y de economía política, existe un silencio estremecedor sobre una


desigualdad que subyace al resto de las desigualdades. Además de ricos y pobres tenemos también
una diferencia abismal entre hombres ricos y mujeres ricas, pero sobre todo entre hombres pobres y
mujeres pobres. Las estadísticas mundiales muestran esta realidad que se da en todo el continente.
Desde ese lugar, observamos que existe una deuda pendiente que es la economía analizada bajo el
prisma de la perspectiva de género, la cual resulta una acción imprescindible que coadyuva
profundamente en la erradicación de la pobreza.

En este sentido, la economía de género es un área de especialización económica de reciente


desarrollo que está enfocada en la aplicación de herramientas teóricas y empíricas para el análisis de
diferencias entre hombres y mujeres. Esto se puede observar en variables tales como salario, renta,
horas de trabajo, tasa de pobreza, presencia en órganos de decisión, participación laboral, educación
financiera, entre otras posibles variables que hacen a la formulación y evaluación de políticas
públicas en materia de equidad de género. Han sido pioneras en esta temáticas autoras como: Katrine
Marcal, Cristina Carrasco, Silvia Fedirici, Clara Coria, Mercedes D’Alesandro, entre otras. Autoras
que, junto a la realidad empírica de nuestro país, nos ayudan a observar la evidencia abundante y
contundente respecto del rol que reviste la equidad de género como factor retro-alimentario de la
pobreza, teniendo como contrapartida que una igualdad de género contribuiría significativamente
en favorecer al desarrollo económico. Siendo un punto central, la labor activa de formulación de
políticas públicas.

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Es por ello que, mientras hay evidencia de que el desarrollo económico ha ayudado a cerrar ciertas
brechas en materia de género, también existe conciencia de que el desarrollo por sí solo no es
suficiente para reducir todas las disparidades de género, por lo cual, se hace necesaria la intervención
de políticas correlativas que aborden específicamente las desigualdades de género persistentes. Una
mayor igualdad de género tiene consecuencias positivas sobre la productividad de los países. Esto se
puede vislumbrar a través de un mejor acceso de las mujeres a la educación, y a las oportunidades
económicas. No debe perderse de vista que la mujer reviste aún muy arraigadamente el rol de jefa del
hogar, de educadora y de manejo de lo que se llama “la economía del hogar”. Desde este lugar
resulta fundamental el autodesarrollo económico de la mujer, lo cual redundará en multiplicadora
para todo el seno familiar (Informe Banco Mundial, Washington 2013).

Ahora bien, a pesar de la atención de los organismos internacionales citados, la economía de género
sigue siendo una materia pendiente, en tanto al medir los PBI de los países se deja fuera la variable
del trabajo doméstico que realizan las mujeres. La economía de un país puede ser muy pujante, pero
sin embargo ese dato no está computabilizado, es más, en algunas estadísticas se llega a la absurda
paradoja que de que el PBI desciende en la medida en que las mujeres se casan (Coria, 1991).

Esto demuestra, por un lado, que se desconoce por completo el efecto productivo que puede aportar
la mujer económicamente autónoma en el desarrollo de un país, y, por otro lado, denota el
desconocimiento absoluto del trabajo no rentado que las mujeres realizan en el hogar (en especial las
mujeres en situación de pobreza). En palabras de Cristina Carrasco, estamos frente a una variable
invisible. Y la variable invisible de un modelo económico es la primera que se ajusta por omisión.
Esta invisibilización es justamente la que reivindica la necesidad de dar luz a la importancia de la
autonomía económica de la mujer.

Entonces, una mayor igualdad de género tiene consecuencias positivas sobre la productividad de los
países, a través de un mejor acceso de las mujeres a la educación y a las oportunidades económicas.
Pero, como dijimos anteriormente, no debe perderse de vista que la mujer reviste de manera
significativa el rol de jefa de hogar y de educadora.

Lo más importante de estas cuestiones es entender lo que significa encarar profundamente la


desigualdad femenina, es decir, introducirnos en las entrañas mismas de la autonomía de la mujer,
porque una mujer empoderada económicamente, es una mujer libre que puede decidir sobre su
proyecto de vida, libre de ataduras culturales, libre de ataduras sociales y libre de todo tipo de

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violencia de que pueda ser objeto. En palabras de Virginia Wolf: “La independencia intelectual
depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres han sido
siempre pobres, no solo por doscientos años, sino desde el principio de los tiempos” (Wolf, 1929).

Se trata entonces de abordar un curso que requiera el esfuerzo intelectual de de-construir los
parámetros de autonomía y economía de la mujer. No se trata de hacer encajar un nuevo concepto o
variable económica, sino de repensar los patrones culturales, sociales, familiares y económicos que
preservan y retroalimentan la posición desigualitaria de la mujer. Únicamente desde ese camino se
puede encarar un cambio estructural, que redunde de manera significativa en la mujer, y en especial,
en la doble desigualdad que implica la pobreza para el género.

En esta línea, este curso implica un camino de pensamiento respecto de un cambio de paradigma,
donde los entes económicos tomen el rumbo de las bases fundantes del rol de igualdad de género que
aspiramos como sociedad. Citando a Marcela Lagarde, podemos decir que este cambio de
paradigma, donde la mujer resulta autónoma, y se corre de su lugar de desigualdad, requiere de
procesos vitales, políticos, actores sociales constituidos, identificables, que portan, reclaman,
reivindican, actúan, proponen, argumentan, establecen y pactan la autonomía (Lagarde, 1998). Y allí
está la otra clave: la autonomía es un pacto político y social y requiere una recomposición de las
relaciones de poder. Por ello, este curso representa un paso en ese arduo, pero imprescindible,
camino.

EMPODERAMIENTO FEMENINO: CONSTRUYENDO UNA NUEVA VERSIÓN DE


MUJER

1.- Los orígenes de la cultura androcéntrica

Acorde con la perspectiva de los estudios feministas, la cultura androcéntrica se basa en la idea de
que el hombre y todo lo relacionado con lo masculino son el punto de partida y el ángulo donde se
miran y evalúan todas las realidades. Según Alda Facio, el patriarcado es una toma de poder histórica
por parte de los hombres sobre las mujeres cuyo agente ocasional fue de orden biológico. Podríamos
decir que patriarcado es el poder de un sistema familiar, social, ideológico y político mediante el cual
los hombres, por la fuerza o por medio de símbolos, ritos, tradiciones, leyes, educación, el
imaginario popular, la maternidad forzada o la heterosexualidad obligatoria, determinan qué
funciones se desempeñan en una sociedad. (Alda Facio, 1992). Al respecto, Dora Barrancos explica
que a lo largo del tiempo, el patriarcado se constituye como un sistema que se va agravando en la
exclusión subalterna de las mujeres Entonces, es un orden segregador, de exclusiones que

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obviamente ha disminuido la condición de posibilidades de las mujeres (Barrancos, 2007). Pero
mejor empecemos por el principio…

Este tipo de relación por supuesto que no existió desde siempre. Antes, los pueblos se dedicaban a la
caza, pesca, a la recolección y a las primeras formas de agricultura. Todas las personas pertenecían a
una gran tribu y trabajaban por igual: varones, mujeres, jóvenes, personas de edad avanzada.
Todos/as cooperaban para poder subsistir y se consideraba el trabajo de todos/as igualmente
importante. En esta época se desarrolló un gran respeto, admiración y estima hacia las mujeres, ya
que se las comparaba con la madre tierra. Se pensaba que así como la madre tierra producía frutos,
las mujeres podían crear vida. Por ende, no existían las ideas de que el hombre fuese superior a la
mujer. Sin embargo, hace alrededor de cuatro mil años, las comunidades humanas dejaron de ser
grupos nómades, que viajaban de aquí para allá buscando las mejores condiciones de vida.
Comenzaron entonces a establecerse en forma permanente, a desarrollar la agricultura y la cría de
animales, y a producir objetos de metal, madera, tejido y barro. Poco a poco, la producción de bienes
se fue haciendo más avanzada y se fue acumulando riqueza. Junto con estas transformaciones,
también surgió una nueva forma de organización social: el patriarcado.

A lo largo de un proceso de miles de años, los varones fueron adquiriendo un dominio sobre las
mujeres, situación que no se conocía hasta ese momento. Saber quién era el padre de los/as hijos/as
empezó a adquirir importancia para efectos de heredar los bienes. Así, la cultura empezó a girar
alrededor de la figura del varón como líder y ya no se respetaba a las mujeres como antes. Surgió así
esta cultura androcéntrica como organización social en la cual las relaciones se basan en el dominio
de los hombres sobre las mujeres.

Después de muchos siglos de historia, el patriarcado ha convencido tanto a hombres como a mujeres
de que es “natural” que unos tuvieran poder, manejaran los bienes y fueran los responsables de
proveer lo necesario para el sustento de la familia, y que otras asumieran todas las tareas domésticas,
la crianza de hijos e hijas y del cuidado de ancianos y enfermos. Lo llamativo es, sabiendo
previamente que existieron sociedades en que las relaciones entre hombres y mujeres fueron
diferentes, que este sistema patriarcal se siga reproduciendo en pleno siglo XXI (y con la cantidad de
derechos ganados por parte de las mujeres).

No obstante, queremos destacar que, en palabras de Lagarde, combatir el patriarcado no significa


retirarle el poder a los hombres para ser ejercido por las mujeres con las mismas características de

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autoritarismo, jerarquía y discriminación. Significa que las diferencias propias de cada género sean
recibidas como aquel enriquecimiento que nos provee “lo otro”, sin que sean jerarquizadas en
ninguno de los dos sentidos. En efecto, el feminismo no tiene una filosofía de oposición, sino una
filosofía política de alternativas. No luchamos contra el patriarcado, sino que luchamos a favor de
una sociedad igualitaria. Luchamos por la deconstrucción del patriarcado y por la construcción de
relaciones igualitarias (Lagarde, 1998: 49). ¿Se puede aseverar que esas relaciones son naturales y
que no pueden cambiar? Un grupo de antropólogas feministas investigaron las causas de esas
diferencias y desarrollaron el concepto de género. ¿De qué se trata? Lo veremos a continuación.

2.- Diferencias entre sexo y género

¿Cómo definimos la sexualidad?

Llamamos sexo (sexualidad) a las diferencias biológicas entre hombres y mujeres. Generalmente una
persona es de uno u otro sexo de acuerdo a sus órganos sexuales y reproductivos. El sexo define las
diferencias biológicas entre el hombre y la mujer. O sea, al nacer la persona es de sexo femenino o
masculino. Cuando un niño/a nace, el dato biológico correspondiente a su sexo condiciona una serie
de conductas que son relativamente fijas para el grupo que lo recibe. El sexo del bebé pone en
marcha respuestas diferenciadas según se trate de niño o niña, como también diferentes expectativas
de los padres. Según el sexo, será el nombre, el color de las ropas, el tipo de vestimenta, algunos
juguetes que reciba, tendrá más ocasiones de estar con la madre o el padre para compartir
actividades, se estimularán conductas diferentes.

Por supuesto que esta afirmación puede ser discutida por diversas vertientes del pensamiento
feminista1. En un primer momento de investigación, el movimiento feminista sostenía que las únicas
diferencias reales entre mujeres y hombres eran las biológicas, diferencias que son innatas, es decir,
nacemos con ellas. Todas las demás diferencias que se atribuyen a mujeres y hombres, tales como
sensibilidad, dulzura, fortaleza, rebeldía, entre otras, son culturales y, por lo tanto, aprendidas
mediante una construcción social llamada “género”. Precisamente, a partir del concepto de “género”
surge un sistema denominado “sexo/género”, que consiste en que, por nacer con un determinado
sexo, así sea hombre o mujer, se adjudica un género femenino o masculino.

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Consideramos que este no es el espacio pero queremos simplemente evidenciar la postura de Judith Butler. La autora
argumenta que la división sexo/género funciona en la medida que parte de la idea que el sexo es natural y el género es
socialmente construido. Pero para esta investigadora, el sexo es una categoría construida discursivamente a través del
género. No es posible, según ella, establecer un cuerpo natural antes de la cultura porque tanto el observador como el
cuerpo mismo están embebidos de un lenguaje cultural. (Butler; 2006: 136). Dada esta explicación, la filósofa argumenta
que la división de los cuerpos entre masculinos y femeninos es una interpretación política de esos cuerpos y que el sexo
es comprendido como una categoría normativa, y no simplemente descriptiva.

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¿Qué es el género?

Ahora bien, el género va más allá de la biología para explicar las diferencias entre hombres y
mujeres. En un sentido amplio, el género es aquello que significa ser hombre o ser mujer en una
cultura y un momento histórico determinado, y cómo este hecho define oportunidades, roles,
responsabilidades, formas de sentir y modos de relacionarse con una persona del mismo sexo o del
opuesto.

Por lo tanto, el género es una construcción social, cultural e histórica que determina valorativamente
lo masculino y lo femenino en la sociedad y las identidades subjetivas colectivas. A continuación nos
basaremos en algunas preguntas guía para intentar entender este concepto.

3.- ¿Cómo se construye el concepto de género?

El género se construye socialmente a través de un proceso de socialización que utiliza instituciones


como: la familia, la escuela y el Estado. Siguiendo la línea teórica de Althusser, los Aparatos
Ideológicos del Estado (AIE), como por ejemplo la iglesia, la familia, la escuela, entre otros,
funcionan mediante la interpelación, sin necesidad de recurrir a la represión, y son ellos los que
imponen lo que está bien o mal en una sociedad (Althusser, 1970). En estrecha relación con este
punto, la familia, y luego la escuela, son los primeros espacios de sociabilización donde se inculca lo
que es ser “mujer” y lo que es ser “hombre”. Esto se refuerza en el trato cotidiano: juegos y juguetes
que se regalan, cuentos que se leen a las hijas e hijos, actitudes que se sancionan porque no
corresponden con comportamientos de “nenas” o de “nenes”, o incluso considerar que las niñas son
más frágiles y que a los niños les gustan más los juegos rudos.

Según Federici, las mujeres no deciden espontáneamente ser amas de casa sino que hay un
entrenamiento diario que las prepara para ese rol convenciéndolas de que tener hijos/as y un esposo
es a lo mejor que pueden aspirar.

Pero no es algo del pasado solamente, muchas décadas después aún se imparte una cultura que
refuerza estos roles. Las muñecas, la cocinita, el juego de té, la escoba con palita rosa, el maquillaje
y las pulseras para armar son el combo perfecto para criar princesas encantadoras, las madres y
esposas devotas del mañana. Esta historia no resulta tan lejana en una cultura de películas
hollywoodenses con mujeres que dejan todo por el amor a un hombre.

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En síntesis, la socialización de género es un proceso mediante el cual las personas aprendemos una
serie de normas, valores y formas de percibir la realidad a través de la convivencia familiar, la
educación, los medios de comunicación, de los grupos y las instituciones que frecuentamos. El
proceso de socialización implica encontrar un lugar dentro de la sociedad, “encajar” como mujer o
como hombre respondiendo a las expectativas de la familia, de nuestro entorno, en definitiva, de la
sociedad en la que nos toca vivir.

¿Qué son los roles de género?

Las construcciones sociales sobre masculinidad y feminidad generan diferentes roles y oportunidades
para hombres y mujeres. Es decir, se aprende a ser varón o mujer durante largos años, a reconocer lo
que se debe hacer según el sexo, cuáles son los deberes y las obligaciones y qué respuestas se espera
en cada situación. De igual modo, los roles que se asignan a mujeres y hombres (mujer-madre, ama
de casa, responsable de las tareas asociadas a la reproducción social familiar; hombre-padre,
proveedor, cabeza de familia, etc.) cumplen un papel importante en la determinación de las
relaciones de género. Mediante esta socialización, diferente en cada cultura, se enseñan aquellos
modelos de conducta que son aceptados socialmente para mujeres y hombres y cuáles no lo son, así
como las consecuencias que tiene la trasgresión de estos modelos. Estas ideas se refuerzan con la
construcción de estereotipos de género y sus determinadas expectativas. Veamos de qué se trata:

Estereotipos de género: en toda sociedad es casi una costumbre agrupar a la gente bajo un listado
de características, por ejemplo, según sean hombres o mujeres. Estos estereotipos son conocidos
como estereotipos de género, pues las características que se asignan a cada sexo se basan en los roles
e identidades que socialmente se le han asignado a hombres y mujeres. Se trata de generalizaciones
(“los hombres son fuertes”), ideas simplificadas (“todas las mujeres son románticas”), descripciones
parciales (“para ser una verdadera mujer hay que ser madre”) y distorsionadas (“en la familia el
hombre tiene que traer el sustento y la mujer cuidar de su marido y sus hijos/as”) sobre las
características de los varones y las mujeres. Con el tiempo estas ideas se naturalizan, es decir, se
asumen como verdades absolutas.

Expectativas de género: como hemos mencionado, la sociedad construye identidades a partir de una
serie de expectativas sobre las “conductas apropiadas” de los hombres y las mujeres, en
concordancia con lo que tradicionalmente se entiende por “masculino” y "femenino", que a su vez
suele estar basado en generalizaciones y/o prejuicios (estereotipos de género). Por ejemplo,
femenino: cuidado de las personas, mantenimiento del espacio doméstico, ternura, tiempo para los

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demás, dependencia, intuición; masculino: actividad laboral, presencia en el espacio público,
participación política, privación de afectos, autoridad, independencia, racionalidad. Estas identidades
socialmente construidas, marcan, connotan, definen, de acuerdo al género, pero también a la clase
social, a la edad y a la etnia, y se van modificando a pasos agigantados, conforme pasa el tiempo.
Podemos definir entonces, a las masculinidades, como los mandatos, roles, tareas y comportamientos
que la sociedad relaciona, en un momento histórico determinado, con las diferentes formas de ser
hombre, y que son enseñadas a los mismos a través de los distintos espacios de socialización.

Entonces, a partir de la construcción de los estereotipos de género se refuerzan las expectativas de


género, por eso es tan difícil lograr una equidad entre ambos.

4. -Equidad de género

La perspectiva de género busca revelar y evidenciar el estatus de las relaciones entre hombres y
mujeres en un contexto determinado. La integración de la perspectiva de género es una estrategia
metodológica para hacer de las experiencias de las mujeres y de los hombres una parte íntegra del
diseño, implementación, monitoreo y evaluación de políticas y programas en la esfera económica,
política, social y cultural. El propósito es llegar a una mayor equidad e igualdad de género. Pero,
¿Qué es la equidad de género?

Se refiere al proceso de ser justos con las mujeres y con los hombres. Esta equidad conduce a la
igualdad, entendida como una serie de condiciones para la plena realización de los derechos
humanos de hombres y mujeres y su potencial de contribuir al desarrollo político, económico, social
y cultural y de beneficiarse de los resultados. Es decir, es la valorización imparcial por parte de la
sociedad de las similitudes y diferencias entre el hombre y la mujer y de diferentes papeles que cada
uno juega. Si todas las personas son iguales… ¿por qué una misma actitud es calificada de manera
distinta cuando la realiza un hombre que cuando la adopta una mujer? Por todo lo que vimos en el
apartado anterior. Por eso resulta de vital importancia la concientización acerca de la condición de
ser hombres y de ser mujeres en una época determinada, entenderla para desnaturalizarla, porque
como bien vimos, es una construcción histórica.

5.- El género y la economía

¿Hay desigualdad de género en la economía? Por supuesto que sí. Un ejemplo claro y contundente es
la persistente brecha salarial entre mujeres y varones que subsiste prácticamente en todos los países,
a pesar de que en muchos de ellos se han realizado esfuerzos activos para reducirla. De acuerdo a

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estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (2014), si se continúa al ritmo actual, la
brecha a nivel mundial no se cerrará completamente hasta el año 2086.

Si nos detenemos en esta temática observamos que traspasa lo económico, y vemos cómo la cultura
de género atraviesa el posicionamiento estanco de los roles tanto del hombre proveedor como de la
mujer dadora. Apartarnos de esos espacios ya resulta difícil, pero más complejo resulta cuando
hablamos de dinero, porque como venimos sosteniendo, el dinero es poder. Y ese cambio de
paradigma de distribución del poder puede ser muy complicado dentro del hogar.

Así lo expresa Clara Coria: “en síntesis, el poder que supone la disponibilidad del dinero por parte de
las mujeres (que es donde comienzan los problemas para muchos hombres) es el poder de no quedar
reducidas a un espacio limitado, de hacer uso de la propia movilidad, y de contar con recursos para
estar en condiciones de llevar a cabo las transacciones necesarias y así lograr una distribución más
equitativa de los espacios disponibles dentro de la pareja. Se trataría simplemente de legitimar el
derecho a disponer de dinero particular que hace posible la existencia de espacios propios, sin que
ello suponga la renuncia a compartir con otro” (Coria, 2015: 79).

Según Lagarde, esto puede llegar a ser difícil de concretar debido al concepto de “egoísmo”. Acorde
con la autora, el egoísmo es la más grande prohibición que se hace a las mujeres y está inserta en las
mitologías, ideologías, religiones y en todo lo que conocemos como el sentido común. El egoísmo
está en lo opuesto de ser altruistas, dadoras, cuidadoras, que son características contenidas en el ser
para los otros. A la mayor parte de las mujeres se nos educó toda la vida en la prohibición de ser
egoístas y además con una valoración negativa del egoísmo en las mujeres, cuya contrapartida es la
culpa. El género masculino, en cambio, construido en la tradición patriarcal, está basado en un tipo
de egoísmo. Ser hombre, simbólicamente hablando, es ser egoísta.

El tipo de egoísmo patriarcal permitido a los hombres es el egoísmo del que no sólo se pone en el
centro de su vida, sino que se pone en el centro de la vida de los demás, sobre todo en la vida de las
mujeres. En pocas palabras, al hombre se lo fomenta culturalmente para ser el artífice de su propia
vida, en tanto a la mujer se la entrena para ser dadora altruista a la familia y a la sociedad.

Esto, sin duda, confabula ontológicamente en la posibilidad de la mujer de convertirse en autora de


sus proyectos y por lo tanto no le permite desarrollar su potencial de producir más allá de su entorno
familiar. Todas estas cuestiones nos llevan a la conclusión de que los hombres son los que resultan
ser especialistas en recursos especialmente económicos mucho más experimentados que las mujeres
en su utilización como recurso de poder. Y no únicamente porque están más familiarizados, sino

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también porque canalizan a través del dinero una cantidad de expectativas e intereses que las mujeres
preferentemente orientan en otros sentidos socialmente aceptados como son las tareas del hogar y la
familia,

A partir de las consideraciones expuestas se puede afirmar que el modelo clásico de pareja, que aún
hoy se sigue reproduciendo, es aquel que coincide con las cualidades asignadas a los roles de género
que hemos expuesto, donde existe un acuerdo tácito, en el cual el hombre es el proveedor y asume el
control de su propia vida, y en general del dinero, y la mujer es la dadora, preparada
psicológicamente y emocionalmente para asistir y cumplir un rol netamente familiar que la aleja del
ámbito económicamente productivo.

6.- El trabajo no remunerado

Cuántas veces, hemos observado algún niño o niña dudando ante la siguiente pregunta: ¿Tu mamá
trabaja? Luego de unos instantes de duda, responde: No, es ama de casa.

Este simple (pero cotidiano ejemplo) abre el gran abanico de las tareas domésticas no remuneradas
que realizan las amas de casa. Miles de mujeres que se ocupan de las tareas domésticas, del cuidado
de los/as hijos/as (que incluye llevarlos al médico, al colegio asistirlos en tareas, y un sinfín de
etcéteras). A eso debemos sumarle el cuidado de familiares enfermos o ancianos, que también recaen
en esta la órbita del trabajo “invisibilizado” que se hace dentro del ámbito del hogar. Y aún más: a
este escenario femenino debemos agregarle que cuando una mujer necesita ayuda, porque trabaja
fuera del hogar, es otra mujer quien la asiste, ya sea que se trate de abuelas, tías, madres, o
empleadas domésticas. Es decir, este circuito siempre está conformado por mujeres.

Sin embargo, ninguna de estas actividades es contabilizada en los presupuestos familiares, y lo que
es peor, tampoco lo es en los presupuestos económicos de los países, siendo que representa entre el
10% y el 29% del PBI, según datos relevados de la ONU. Estas actividades que despliegan casi
exclusivamente las mujeres, incluso en aquellos casos en que tanto el hombre como la mujer trabajan
fuera del hogar, son actividades imprescindibles, cuya presencia se nota cuando no han sido
cubiertas, probando su existencia únicamente cuando están ausentes, como la salud, que se la percibe
cuando falta. Son tareas que se convierten en invisibles a pesar de que consuman un tiempo medible
y que requieren una cantidad considerable de energía física y psíquica. Uno de los motivos de su
invisibilidad es que son gratuitas, no son consideradas como trabajo. Nuestra cultura tiende a valorar
como trabajo sólo aquel que recibe una paga. Todas las demás actividades entran en la categoría de
hobbies o “expresiones de amor” (Coria; 1991: 90).

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De acuerdo a la Encuesta Anual de Hogares Urbanos (INDEC: 2013) surge que incluso las mujeres
que trabajan más de 45 horas semanales en el mercado destinan una mayor cantidad de tiempo a las
tareas domésticas que los varones desempleados. De esta manera, la asimétrica distribución de las
tareas del hogar no parecería estar vinculada principalmente con la cantidad de tiempo no destinada
al trabajo en el mercado, sino más bien con factores culturales de los cuales es difícil desligarse. Esta
tendencia, lejos de ser una particularidad local, se replica a nivel mundial, donde el 75% del trabajo
doméstico no remunerado queda a cargo de las mujeres (McKinsey Global Institute, 2015).

Estas actividades de cuidado, constitutivas de lo que se conoce como “trabajo reproductivo”, han
sido históricamente negadas por la ciencia económica y, en consecuencia, por las mediciones y
estadísticas que se vinculan a ella. En este sentido, usar la palabra “trabajo” para denominar a las
tareas realizadas dentro del hogar no es una elección neutral sino que está motivada por la necesidad
política de otorgarle a este tipo de actividades la importancia que le ha sido negada por la Economía.
Reconocer que el trabajo reproductivo no es menos valioso para la sociedad que el productivo, es en
concreto un paso necesario para avanzar en la valorización de la mujer y su lugar en la economía (sin
que esto implique de ninguna manera abogar por mantener los roles que históricamente le han sido
asignados). En Argentina, a su vez, esta asimetría se ve agravada aún más cuando se trata de
cuestiones vinculadas a la maternidad y los trabajos de cuidado, factores que se vuelven
determinante claves de la inserción de las mujeres en el mercado laboral. Esto se debe al preexistente

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legado cultural en cuanto a la división sexual del trabajo, por eso resulta imprescindible que las
mujeres se abastezcan de las políticas públicas que se encuentren a su alcance a fin de alivianar su
tarea en salud educación y cuidado de otros familiares.

Como explica Mercedes D’Alesandro (2016), la asimetría en la distribución del trabajo doméstico es
una de las mayores fuentes de desigualdad entre varones y mujeres, quien más tiempo dedican a
estas tareas no pagas disponen de menos tiempo para estudiar, formarse, trabajar fuera del hogar, o
tienen que aceptar trabajos más flexibles (en general precarizados y peor pagos) y terminan
enfrentando una doble jornada laboral; trabajan dentro y fuera de la casa. El fenómeno se repite
virtualmente en todos los países y es muy poco visible porque en mayor o menor medida, todos
asumimos que estas tareas son de mujer y se realizan “por amor”. Esta situación penaliza también a
los hombres, imponiéndoles la necesidad de conseguir mejores empleos y salarios para ser el
sustento y proveedor de la familia y les quita en muchos casos la posibilidad de participar y disfrutar
de la crianza de sus hijos/as.

En síntesis, no se trata de renegar del ama de casa sino, por el contrario, de comprender que sin el
trabajo que hoy realiza ella -pero que podría redistribuirse-, la sociedad pierde su piedra
fundamental. El trabajo no pago necesita ser reconocido como lo que es: una tarea indispensable para
la vida social y la base sobre la que se levanta la actividad económica cotidiana. Si lográramos
reorganizar este trabajo tan valioso de manera más equitativa entre varones y mujeres, pero además
entre hogares, Estado e instituciones de cuidado, habría más oportunidades para una sociedad
igualitaria donde la mujer se halle verdaderamente incluida.

7.- Algunas consideraciones sobre el mundo laboral y la maternidad

En este eje nos detendremos a explicitar por qué y quiénes naturalizaron el concepto de “familia
tipo”. Entender de dónde venimos nos permitirá comprender hacia dónde queremos ir.

A lo largo de la humanidad, según los datos obtenidos por historiadores y antropólogos, existieron
modelos familiares muy diferentes. En un primer estadio, la familia se basaba en una organización
fundada en la relación monogámica: un solo hombre y una sola mujer sostienen relaciones sexuales
exclusivas y de ellos deriva la prole que completará el núcleo familiar (Jelin, 2004). Con el devenir
del tiempo y el avance de la sociedad, se originaron diferentes modelos familiares adecuados a las
necesidades de cada época. En los años 80, las concepciones de la familia comienzan a
democratizarse: el hombre y la mujer adquieren igualdad de derechos y responsabilidades, se acepta
el divorcio, la maternidad de las mujeres no casadas, entre otras cuestiones que afectan a las

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concepciones familiares. A lo largo de las décadas siguientes, los cambios continuaron: la
incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, el reconocimiento de las familias formadas
por personas del mismo sexo, la reducción del número de hijos e hijas en cada núcleo familiar, el
aumento de la adopción internacional, etc. (Rebollo, 2016). Hoy en día no cabe duda que más que de
una única intemporal familia, estamos en presencia de múltiples familias y modelos familiares.
(Diez-Picazo, 1984). Estas diversas formas de organizar los vínculos sociales y afectivos han
producido significados muy heterogéneos en torno al concepto de familia.

En esta nueva coyuntura actual, el Código Civil incorpora una serie de modificaciones y una debida
adecuación al marco constitucional que posibilita incluir los diferentes tipos de familias:
ensambladas, hetero u homoparentales, matrimoniales, convivenciales, entre otros. A pesar de que
estas realidades siempre existieron, y que ahora se hallan reguladas por la ley, lo asombroso es que
sigue firme en la delantera, y por mucho, el modelo de familia tradicional, donde la mujer sigue
ocupando su rol tradicional de estereotipo de género. Siguiendo a Mercedes D’Alesandro, por este
modelo entendemos que hay una división sexual del trabajo tradicionalista que sigue moldes y que
asigna roles de género: “a ellas les toca el trabajo reproductivo (que va de la capacidad biológica de
tener hijos/as a ocuparse de todo lo necesario para la vida como alimentación, salud y educación),
mientras que el trabajo productivo (de bienes y servicios) está vinculado al que se realiza en el
mercado por el hombre.

En nuestro país, ocho de cada diez hogares está habitado por familias. El censo 2010 muestra que
más de 4 millones de mujeres en el país son jefas de hogar, representan un tercio de los hogares (y
vienen en aumento desde 2001). El 70% de estas mujeres está al frente de un hogar monoparental, es
decir, son el único sustento económico de su familia. No solo traen el pan, sino también la leche y
preparan el desayuno. A las mamás solteras, separadas, divorciadas, viudas, no les queda otra que
jugar al tetris encajando horarios de los pequeños y del trabajo con el auxilio de familiares y, cuando
se puede, niñeras. Entre las jefas de hogar hay unas pocas profesionales con buenos ingresos,
divorciadas —que son cada vez más—, y la gran mayoría son mujeres pobres. A estas últimas, la
maternidad las vuelve mucho más vulnerables y les pone barreras altísimas para salir de esa
situación. Según datos del Observatorio de la Maternidad, casi la mitad de las madres solteras tiene
un trabajo no calificado (empleada doméstica) y más de un tercio de las separadas y divorciadas no
tiene un empleo formal.

De lo expuesto se observa que ser madre aparece como un deber ser y destino inexorable de la mujer,
en tanto para los padres en la mayoría de los casos es un opción. Estas concepciones arraigadas

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culturalmente en las entrañas de la psicología femenina y en el inconsciente colectivo son
alimentadas por variedad de factores, pero aquí nos detendremos en los 3 principales:

- La procreación y todo lo que tiene que ver con la crianza solo puede estar en manos de las
mujeres, preparadas biológicamente para ello.
- Las mujeres están entrenadas para dar y asistir a los demás.
- La maternidad completa a las mujeres porque están “incompletas” sin ese atributo.

Estos dos últimos conceptos son claramente abarcados por Marcela Largade cuando expresa que el
tema de la maternidad nos permite observar la ausencia de autonomía para la mujer, en principio
porque existe una construcción de género en el que las mujeres son habilitadas y posicionadas “para
hacerse cargo de la vida de otras personas”. A este hecho se lo ha llamado “ser para cuidar
vitalmente a otro”. Así, las mujeres tienen como función vital dar su vida para proteger, cuidar, y
mantener a otro (sean hijos/as o familiares queridos) en las mejores circunstancias posibles. Esa es la
condición de género que se le atribuye a las mujeres históricamente: que su existencia tenga como
finalidad la ética del cuidado. En este sentido, las mujeres han sido definidas ontológicamente como
seres para otros “Qué soy y quién soy” tiene que ver con “soy para”. De ahí que la posibilidad de la
maternidad como elección (y no como mandato social) conlleva a una ruptura de cimientos
profundos en el concepto cultural y psicológico de las mujeres (Lagarde, 1998). Pero veamos qué
pasa cuando llevamos eso al plano de las mujeres en situación de pobreza.

Maternidad y pobreza:

Cuando mencionamos estos dos conceptos, inevitablemente, se hallan relacionados. Y es lamentable


que Argentina represente la tasa más alta de la región en tema de embarazo adolescente en situación
de vulnerabilidad. Acorde con las estadísticas del INDEC, resulta revelador observar las tasas de
embarazo adolescente según la región geográfica de nuestro país. En algunas provincias del país, la
proporción de nacimientos producto de embarazos en adolescentes resulta especialmente más
elevada que el promedio nacional. Veamos algunos ejemplos en cifras: Formosa (21,7%), Chaco
(20,4%), Misiones (19,9%), Santiago del Estero (18,8%), Corrientes (18,3%) y Salta (18,3%)
presentan los porcentajes más altos. Por otra parte, Tierra del Fuego (8,5%) y CABA (5,3%) tienen
porcentajes significativamente menores al promedio del país. Pero en Provincia de Buenos Aires el
porcentaje también es alto siendo de un (12%).

Es llamativo observar que en los últimos años se han realizado políticas de educación sexual. Un
aspecto importante en materia educativa es la sanción de la Ley 26.150, más conocida como Ley ESI

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(Educación Sexual Integral). Esta ley fue sancionada por el Congreso Nacional el 4 de octubre de
2006 y promulgada el 23 de octubre de ese mismo año. A partir de ella, se creó el Programa
Nacional de Educación Sexual Integral del Ministerio de Educación de la Nación, con el objetivo de
coordinar, implementar y evaluar diferentes acciones para la implementación de la ley, es decir, para
hacer efectiva la responsabilidad de Estado sobre el derecho de los niños, niñas y adolescentes a
recibir educación sexual en todos los establecimientos educativos públicos y de gestión privada,
desde los niveles de educación inicial hasta la formación docente en todo el país. Esto implica que el
abordaje de esta política pública debe comprender los aspectos biológicos, psicológicos, sociales,
afectivos y éticos de las y los estudiantes.

Sin embargo, toda esta artillería de información parece pasar por el costado del colectivo identitario
del que venimos hablando.

Marcela Lagarde (1998) explica que esta situación es el común denominador en toda América
Latina, ya que desde que son pequeñas, las mujeres van siendo educadas para ser madres “todo
poderosas”. Así, en la práctica, las mujeres van creciendo siendo madres de otras personas, cuando ni
siquiera han aprendido a cuidar de ellas mismas. A este fenómeno, Franca Basaga Lía lo denomina
“el sentimiento de orfandad”, ya que desde muy pequeñas y de manera precoz, se nos enseña que ser
mujer es cuidar y tenemos que hacernos cargo de hermanos, hermanas, e incluso de las propias
madres, quienes se apoyan en sus hijas, como si sus hijas pudieran ser sus madres o criar a sus
hermanos/as.

Ahora bien, este intento de cambio de paradigma, donde la maternidad se convierta en una verdadera
elección (realizada con libertad y autonomía) debe ser aprendido, no sólo con políticas de educación
sexual, sino con criterios que interpreten el vacío existencial que puede provocar en la mujer que es
educada culturalmente en el dar. Entonces, las mujeres primero deberán de-construir el rol social de
“mujer madre todopoderosa” para luego poder pensarse en el centro de su propia existencia. La
precocidad y la dominación que se ejerce sobre las mujeres hace que ellas no desarrollen capacidades
para el autocuidado, para proteger sus intereses ni para mantenerse en centro de sus propias vidas.
Por lo tanto se necesita asegurarle a cada niña ser educadas para ser el centro de su propia vida.

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Para lograrlo, resulta prioritario concientizar a todas las mujeres respecto a los recursos que dispone
el Estado a fin de que puedan ofrecer a sus hijas perspectivas que no incluya sólo la maternidad y
que asimismo permita que las mujeres puedan desprenderse de sus hijos/as sin retroalimentar el
círculo de cuidado doméstico, que como vimos, perpetúa el rol de sumisión y falta de autonomía para
las niñas y para ellas mismas.

8.- La pobreza tiene cara de mujer

Todos los ejes que venimos desarrollando llevan a comprobar la tesis de que las mujeres son más
pobres que los varones. En todas las clases sociales la pobreza está ligada con la desigualdad de
género y se retroalimentan entre sí.

Esta no es una idea nueva. Ya desde los 70 se empezó a tomar nota de la feminización de la pobreza.
La plataforma firmada en 1995, en el marco de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer en
Beijing por los países que conforman la ONU, es un documento histórico y ya en ella se plantea que
“la participación de la mujer en condiciones de igualdad en todas las esferas de la sociedad, incluidos
los procesos de adopción de decisiones y el acceso al poder, son fundamentales para el logro de la
igualdad, el desarrollo y la paz”. Asimismo, la ONU arroja estadísticas cuyos datos visibilizan la
pobreza y su relación con la mujer: unos 15 millones de niñas nunca aprenderán a leer y a escribir y
300.000 mujeres mueren anualmente por causas relacionadas al embarazo. En América Latina, hay
124 mujeres que viven en extrema pobreza por cada 100 hombres.

La discusión acerca de qué es la pobreza y cómo combatirla está en el corazón de la teoría


económica y es atravesada por la ideología, la política, y ahora también por las relaciones de género.
La cuestión es, en todo caso, entender qué es lo que la produce y cuál es su relación con las
desigualdades de género. Si no somos capaces de ver la brecha salarial, el reparto asimétrico de las
tareas del hogar, la penalización que implica la maternidad, cualquier teoría económica fracasara sin
la inclusión de estos índices. En efecto, la pobreza es un fenómeno mundial antiguo como la
humanidad misma, aunque con el tiempo ha cambiado de características. Si bien parece evidente,
capturarla en un número es un problema muy complejo. No se puede hablar de cifras sin entrar en
discusiones metodológicas, culturales e ideológicas.

Estos aspectos no solo son muchos, sino que veces son realmente difíciles de medir, y muy
heterogéneos. Hay factores indirectos que provienen de la cultura, la educación o la religión y que
cambian la percepción que uno tiene de su propia situación material. Tampoco es tan fácil explicar la
distribución de la pobreza o sus causas. ¿Por qué algunos tienen millones de dólares y a otros solo le

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tocaron 2 dólares diarios? ¿Cómo es que aunque vemos las góndolas del supermercado llenas de
alimentos hay gente que se muere de hambre? La historia misma de la economía está escrita en
numerosos intentos de dar respuesta a preguntas como estas.

A todas esas cuestiones abiertas e inconclusas, se le suma un componente adicional: ¿por qué las
mujeres son más pobres que los hombres? La pobreza tiene rostro de mujer y en esto coinciden todos
los grandes organismos, centros estadísticos y think tanks internacionales. Mujeres y niñas son
mayoría en la población marginada económicamente y tienen también mayor probabilidad de ser
pobres o caer en la pobreza. En muchos países, sobre todo los menos prósperos, miles de mujeres
viven con dificultades para acceder a los servicios básicos como agua o gas, y a centros de salud.
Muchas pequeñas deben abandonar sus estudios para quedarse a cuidar a sus hermanos/as y ayudar
en la casa. A su vez, los hijos/as de mujeres que no han podido ir a la escuela son menos saludables y
tienen mayores chances de permanecer pobres.

A esta altura es fácil sospechar que la pobreza está íntimamente relacionada con la desigualdad de
género, y se retroalimentan entre sí. Las experiencias de varones y mujeres son diferentes en el
mundo laboral, eso genera que también porten distintas herramientas para enfrentarla o superarla. En
general, las mujeres pobres tienen peores calificaciones laborales porque no estudiaron o estudiaron
muy poco, o no pudieron desarrollar un oficio. Al mismo tiempo, les cuesta más buscar y conseguir
un empleo y, cuando lo consiguen, suelen ser precarios. Si tienen hijos/as tendrán un obstáculo
adicional, no solo para darles de comer, sino porque significan también más trabajo doméstico.

Si no trabajan, no generan recursos y esto incide en sus posibilidades y las de sus familias de salir de
la pobreza. Hacerse cargo de la casa y de los/as hijos/as compite con estudiar o trabajar a tiempo
completo. Como ganan menos durante toda su vida, y muchas de ellas se han dedicado full time a su
familia sin ningún ingreso propio, también tienen más chances de caer en la pobreza cuando son
mayores y se jubilan. Por supuesto, el machismo en el interior de los hogares también aporta su
parte; la redistribución de los recursos materiales, de tiempo y dinero suele ser muy asimétrica en
detrimento de las mujeres. Según los datos del Observatorio de la Maternidad de la Argentina, las
mujeres tienen cuatro veces más probabilidades de vivir en hogares pobres cuando tienen hijos/as.
Un estudio realizado en 2012 por este mismo Observatorio demuestra que el 30% de las madres
argentinas vive en hogares pobres, y que un 10% de ellas, en la indigencia. Si bien algunas de ellas
trabajan, la mitad lo hace como empleada doméstica (D'Alessandro, 2016).

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Esta realidad, además de exponer datos objetivos en materia económica, pone luz sobre una temática
acuciante para la mujer respecto de los temas relacionados con la violencia de género, ya que una
mujer que inmersa en la pobreza, difícilmente pueda salir del círculo de violencia. De esta manera las
herramientas económicas con perspectiva de género, que logren empoderar económicamente a la
mujer, funcionan como un escudo contra la violencia. Cuando la pobreza deje de tener cara de mujer
son muchos los temas que pueden comenzar a resolverse, definitivamente invertir en la mujer
implica cambiar la realidad, ya que involucra la construcción de una sociedad más igualitaria e
inclusiva.

Para reflexionar…..

TRES POEMAS PARA MUJERES


1
Éste es un poema para una mujer que lava platos. Éste es un poema para una mujer que lava platos.
Debe ser repetido. Debe ser repetido una y otra vez,
una y otra vez
,porque la mujer que lava platos
porque la mujer que lava platos
no puede oír bien no, puede oír bien.
2
Éste es otro poema para una mujer que limpia el pisos
y no oye del todo.
Un minuto de silencio para la mujer que limpia el piso.
3
Y otro poema más para la mujer en su casa con niños.
Nunca la ves por las noches.
Quédate mirando a un espacio vacío e imagínala allí
,la mujer con niños porque no puede estar aquí para hablar por sí misma
y escucha lo que piensas que puede decir.

Susan Griffin en Nuevas Voces de Norteamérica


Traducción de Claribel Alegría y D. J. Flakoll.

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9.- Reflexiones sobre la autonomía y la independencia económica

Iniciamos este eje con una cita textual de Clara Coria: “Insisto en recordar que la independencia
económica no es garantía de autonomía. Y aunque resulte reiterativo, considero conveniente
reproducir aquí la definición y diferenciación: defino la independencia económica como la
disponibilidad de recursos económicos propios. Defino la autonomía como la posibilidad de utilizar
esos recursos pudiendo tomar decisiones con criterio propio y hacer elecciones que incluyan una
evaluación de las alternativas posibles y de las otras personas implicadas. Desde esta perspectiva, la
autonomía no es “hacer lo que uno/ quiera” prescindiendo del entorno, sino elegir una alternativa
incluyendo al entorno. La independencia económica es condición necesaria pero no suficiente para la
autonomía (Coria; 1991: 35).

De esta cita se desprende la idea de considerar que el concepto de autonomía es histórico. Hannah
Arendt plantea que la autonomía no puede ser definida en abstracto sino que tiene que ser pensada
para cada sujeto social, es decir, cada sujeto social requiere una autonomía específica. En este
sentido, la autonomía tiene que ser un pacto social y tiene que encontrar mecanismos operativos para
funcionar. Si esto no existe, no basta la proclama de la propia autonomía porque no hay dónde
ejercerla ya que la misma necesita de un piso de condiciones sociales para que pueda desenvolverse,
desarrollarse y ser parte de las relaciones sociales. Hay que partir de la base que la autonomía se
construye en los procesos sociales vitales económicos, ya que es un hecho económico de la sociedad,
de cada persona, de cada grupo, de cada instancia que se propaga ser autónoma. ¿Pero por qué nos
parece importante reflexionar sobre estas cuestiones en el marco de una perspectiva de género?

Por empezar porque el planteamiento de la autonomía para las mujeres es transformador, ya que no
puede haber autonomía económica sin autonomía cultural. Todo este conjunto de procesos que
mencionamos varían por género. No es lo mismo la autonomía para las mujeres que para los
hombres, y por ello, parte de la lucha contemporánea por los derechos de las mujeres es una lucha
por la construcción de la autonomía de las mujeres, pero además, es una lucha por transformar la
autonomía existente de los hombres, que es funcional de la dominación. Esto implica una revolución
en el campo del poder que involucre cambios profundos en la autonomía existente de los hombres,
que es su propia construcción de género masculina. Enunciar estas cuestiones nos permite identificar
que en la condición patriarcal de la mujer no hay autonomía, en principio, ya que se trata de una
construcción de género en la que las mujeres son habilitadas para hacerse cargo de la vida de otras
personas.

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En esa construcción social de género de “ser mujer” no hay autonomía posible, ya que siempre queda
implícito (como hemos visto) que la mujer se siente incompleta si no cuida de alguien o si no tiene
hijo/as. Y eso que supuestamente le falta se complementa haciéndose cargo de ese otro, quedando al
descubierto una suerte de necesitar “vitalmente” a ese otro para justificar su existencia. Y cuando la
necesidad del otro se vuelve vital, ya no hay autonomía posible. Esto se puede traducir a distintos
lenguajes: el económico, al amoroso (el famoso “sin ti me muero”), tan sólo por nombrar algunos
ejemplos. Por eso resulta tan importante concientizar sobre estas temáticas, ya que de esta manera,
las mujeres podrán encontrar su plenitud de manera autónoma y sin la necesidad de recurrir a ese
otro.

10.- Cómo generar un auto proyecto de vida

Cada movimiento personal de las mujeres es vivido como un atentado para la sociedad en todas sus
dimensiones: la familia, el trabajo, las iglesias, los sindicatos, y así podríamos seguir enumerando
una larga lista. Cada quien, sea a nivel personal, institucional u organizativamente, siente que con la
autonomía de las mujeres, pierde. Y no se equivoca, efectivamente hay una pérdida; se trata de la
pérdida del control sobre las mujeres concretas, la pérdida de los beneficios que trae ese control, la
pérdida de los privilegios y del uso del trabajo de las mujeres (Lagarde, 1998).

Los proyectos personales son aquellos que ponen en marcha las personas cuando rescatan algunas de
sus aspiraciones de desarrollo individual. Para concretarlos, es necesario darles forma y planificar
ciertos objetivos concretos que trasciendan los límites del hogar y las satisfacciones comunes a la
familia. Los proyectos personales, como todo proyecto, consumen tiempo, espacio, energías y
dinero. Es posible observar con frecuencia que las mujeres presentan muchas dificultades para
plantear proyectos de este tipo en el espacio presupuestario. Aquellos proyectos que sólo satisfacen
aspiraciones personales suelen omitirse y a menudo suelen ir acompañados por una cantidad de
justificaciones que no hacen más que levantar sospechas sobre su legitimidad y pertenencia (Coria,
1991). Son muchos los prejuicios que obstaculizan la concreción de estos proyectos personales, pero
el más común parte de la idea de creer que el lugar protagónico de la mujer no puede ser otro que el
estar al servicio de los demás en el ámbito privado y doméstico.

En efecto, hay dos cuestiones importantes que llevan a las mujeres a dilatar este proyecto personal o
directamente a anularlo: por un lado las propias dificultades que surgen de la tarea de concebir,
programar y llevar adelante un proyecto, ya que esto supone salir del anonimato y del ámbito privado
para exponerse en un contexto público, y, por el otro, superar las limitaciones del contexto social

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donde nacimos. En el caso particular de las mujeres en situación de vulnerabilidad es preciso trabajar
la autoestima y potenciar al máximo los recursos sociales que se encuentren al alcance para superar
las adversidades que han transitado. En este sentido, el concepto de resiliencia resulta fundamental
para entender, comprender aceptar y superar el contexto de adversidad, y dar espacio a la concepción
de una vida con proyectos que incluya el derecho vital al desarrollo humano y personal de cada
mujer con igualdad y autonomía.

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Conclusión final

Como hemos dicho este curso tiene el proyecto de concientizar a las mujeres respecto de su propia
autonomía, para que ello redunde en un empoderamiento real y efectivo en sus vidas, lo hacemos a
sabiendas de que es un camino ambicioso, y complejo, un camino de de-construccción, para una
nueva construcción. La de un proyecto de vida autónomo e independiente.

Por eso resultan apropiadas las palabras de Marcela Lagarde cuando denomina “claves feministas” a
los mecanismos o métodos que, a manera de llaves sirven para abrir puertas o ventanas, y que cada
quien puede utilizar para elaborar su propia teoría de la autonomía; entendiendo que ésta es única y
tiene que ver con la propia experiencia de vida de cada mujer. Siguiendo entonces sus aportes
conceptuales, proponemos que las herramientas brindadas en este curso, se utilicen como llaves para
abrir la puerta al mundo económico de las mujeres, cada una encontrara su camino, pero la puerta ya
se encuentra abierta.

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Datos autora:
SILVIA CESPEDES
ABODAGA UBA
POSGRADO DERECHOS HUMANOS Y DERECHOS CONSTICUIONAL UP
DOCENTE DE NIVEL MEDIO SUPERIOR

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