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Los pecados capitales son siete: soberbia, ira, envidia, avaricia, gula,
lujuria y pereza. Se llaman capitales porque generan a su vez otros
muchos pecados, son como “cabecillas” de una muchedumbre de otros
pecados. El número de siete se ha ido determinando con el paso de los
siglos y puede interpretarse también simbólicamente como una totalidad
en la que se describe la gama, más o menos completa, del lado más
oscuro y sombrío de las pulsiones del alma. La lista de pecados también
se ha ido modificando a lo largo del tiempo hasta que quedó en esta
clásica división que hemos presentado.
1. Monólogo de la soberbia.
Primero yo, Después Yo y por ultimo pero no menos importante YO. Me
presento soy la soberbia. Uno de los siete espíritus malditos, errantes y sin
paz. De los siete, yo soy el más capital de los capitales. Todos los corazones
me sienten. Todos los mortales me conocen. Soy una especie de orgullo pero
de orgullo malo. Es cierto que se puede sentir un sano orgullo por cosas
buenas, yo -en cambio- soy una autosuficiencia muy creída de sí misma. Me
basto sólo conmigo. Los demás -aunque estén- no me interesan realmente.
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Hay quienes también dicen que soy el pecado cometido en el origen del
paraíso. Es muy probable que sea yo, no lo sé con certeza, pero eso es lo que
digo sólo para que crean que soy el más importante. Después de todo, que el
paraíso se haya cerrado por mi causa, no es poca cosa. Tal vez a alguno no le
parezca demasiado, pero debido a esa expulsión, se acarrearon muchos otros
males: La angustia, la tristeza, el sufrimiento, la agonía y -sobre todo- la
muerte.
Algunos me dicen que compito hasta con el mismo Dios diciendo que fui la
inventora de aquella mentira de la primera tentación en el paraíso en el cual
los seres humanos serían como dioses. ¡Pobrecitos, se la creyeron! Tanto la
mentira que compito con Dios como la que serían como dioses. Ninguna de
las dos es verdad. Pero dejo que las crean. A veces yo los veo llorar en
soledad, cuando nadie los ve, se sacan las máscaras y los disfraces y muestran
quienes son verdaderamente. Sin embargo, yo sí los contemplo tal cual son y –
ciertamente- me dan pena. Todos son iguales, ¡Ay, qué sería de ustedes si no
me tuvieran, si no recibieran una pequeña ayuda de mis manos!!!
3. Monólogo de la ira.
A menudo estallo como un trueno, ardo como un fuego. Soy muy expansiva,
demostrativa y expresiva. A veces por demás: Doy gritos y alaridos, rabias y
llantos. Mis hijos son la furia, el furor, el enojo, el exacerbamiento, el
arrebato, el rencor, el resentimiento, la irritación, la venganza, la violencia y la
agresión.
Puedo parecer una loca con mis reacciones desmedidas pero algunas causas
justas precisan de firmeza y límites sin tolerancia. Grandes personajes de la
historia me han sentido en el burbujeo de su sangre: El Dios del Antiguo
Testamento, los grandes guerreros, las cruzadas y la inquisición, hasta el
mismo Jesús me hizo látigo para expulsar a los comerciantes del templo. En
fin, los valientes y héroes siempre me han llevado consigo. Les soy fiel, ¡les
hago estallar la cabeza!. Allí por donde paso dejo la devastación. Soy la Ira. Si
me contradicen, estallo en frenesí y en locura.
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4. Monólogo de la envidia.
Yo soy un espíritu sutil y perspicaz. Los demás, casi nunca se dan cuenta que
estoy. Sólo le aviso con ciertas cosquillas a quien me tiene en su interior. Mi
nombre es la envidia.
Los sueños, los anhelos, los ideales, las aspiraciones, los deseos, nacen de mi
sentimiento de grandiosidad y superioridad. Nada grande se haría sin mí.
Todos saben que la envidia es el motor del progreso, del crecimiento y de la
superación de sí mismo.
No soy tan materialista como suponen. No sólo me fijo en las cosas materiales
y caducas sino también en los valores espirituales e intangibles. ¡No hay como
la envidia de las cosas espirituales! Esto siempre se los recalco a mis hijas: La
comparación, la insatisfacción y la rivalidad. Cuando se envidia lo espiritual
se envidia lo mejor, lo de mayor calidad, lo más excelente.
5. Monólogo de la gula.
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hijos: La glotonería, la avidez, la voracidad, el hambre y La ansia.
Los apetitos son buenos porque nos revelan las necesidades que tienen los
seres humanos –las físicas, emocionales y espirituales- para todas ellas existe
una gula grande o pequeña, un apetito siempre insatisfecho, nunca colmado, ni
calmado, voraz, vigilante, siempre atento para tragar y consumir lo que
pueda.
6. Monólogo de la lujuria.
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fuera a durar para siempre (se rie). No saben que eso sólo le corresponde a
Dios. Los amores humanos son pequeños. Yo que soy la lujuria, les digo que
ni siquiera yo puedo alcanzar eso. Creo que ningún amor puede jactarse de
eterno. Además la lujuria no tiene nada que ver con el amor, aunque a veces
trate de imitarlo sólo para engañar un poco.
Hay quienes se creen con el mérito suficiente como para juzgarme y decir que
mancillo y mancho el amor y su pureza pero yo simplemente juego. El amor
es un juego. Todos se escandalizan pero -ya sea en privado y también en
público- en la televisión, en los teatros y en la literatura, me usan. ¡Yo soy la
que tendría que demandarlos a ellos: por sus dobleces hipócritas, por sus
mentiras y engaños! Todos me critican, pero cada vez más me consumen,
cada vez tengo más éxito.
7. Monólogo de la pereza.
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Los seres humanos se creen perfectos e invencibles pero la pereza conoce
su secreto. Cada día necesitan reponer fuerzas y parar la máquina que
llevan dentro porque es frágil y se descompone fácilmente. Si no para, se
gasta y ya no sirve para nada. El sueño reparador es mi pariente cercano
y -sin embargo- a él no lo critican.
No todas las cosas tienen el mismo ritmo. Hay algunas que requieren más
lentitud y sosiego. ¡Estamos tan acelerados!; ¡todo es tan rápido y veloz!
Hasta el tiempo últimamente se ha olvidado del peso de la pereza y se ha
vuelto liviano y escurridizo.
En este mundo todo pasa tan rápido y veloz que nadie disfruta de nada.
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Yo quisiera que todo fuera más despacio, que todo se moviera más
lentamente, me gusta mecerme en el aire pesado como un soplo tranquilo
sin que nada se agite, ni se despierte…
8. Monólogo de la avaricia.
Algunos me atacan porque dicen que sólo los guardo y no los disfruto y ni
siquiera los comparto. Lo que sucede es que me da pena gastarlos después
de todo el esfuerzo que me costó conseguirlos. No es poco el tiempo y la
dedicación que se requiere. Me basta sólo con tenerlos, con verlos, con
acumularlos. Quiero que estén y permanezcan. No quiero despilfarrar.
Confieso que tengo muchos ideales y aspiro siempre a conseguir más pero
-una vez que lo conseguí- ya no pretendo más, se termina mi interés y
pongo los ojos y el corazón en otra cosa. Algunos me dicen que en vez de
ser dueña y señora de todo lo que tengo, soy su sierva y esclava. Puede
que sea así pero las cosas no me tiranizan, ni me demandan. Ellas sólo
están ahí, acumuladas.
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no creo que pueda seducirme.
Hay también quienes me dicen que teniendo todo, no tengo nada porque
la insatisfacción siempre se presenta. También hay quienes sostienen que
no todo se compra, que hay cosas que son gratuitas, que tienen mucho
valor y que, sin embargo, no tienen precio alguno.
Hemos dejado hablar a cada pecado capital. Se han personificado con voz
propia para que -con cierta ironía- cada pecado pudiera hacer su
descargo y su defensa. Detrás de cada pecado hay una motivación, una
búsqueda, una razón, un sentido.
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Las combinaciones de los pecados capitales pueden ser variadas pero, a
menudo, se los encuentra juntos por pares o tríos. Por ejemplo, a la
soberbia le gusta la compañía de la avaricia porque ambas son altivas y
orgullosas, la primera por sí misma y su propia imagen y la segunda por
el deseo de las cosas. A la soberbia, además, le agrada asociarse con la ira
porque ambas son exageradas y ampulosas, las dos siempre se hacen
notar. A la gula y a la lujuria también les gusta encontrarse, ya que
ambas son desmesuras de distintos apetitos pero son apetencias y
tendencias, al fin. A las dos les tienta estar -de vez en cuando- con la
avaricia, ya que también es un deseo desordenado y desenfrenado de
acumular. La gula se inclina por la comida y la bebida; la lujuria por las
personas y la avaricia por las cosas materiales o inmateriales. Las tres son
ansias desaforadas y descontroladas por consumir. La pereza, en cambio,
no se lleva bien con la ira ya que le parece demasiado explosiva y muy
activa.
En fin, hay muchas combinaciones posibles entre las siete raíces. Ninguna
de estas mezclas es matemática y exacta. El que padece una no
necesariamente tiene que estar bajo el dominio de las otras.
¿Vos te has dado cuenta que la soberbia te pone en un lugar en que los
demás no te han puesto?; ¿Qué la ira hace que los demás te teman?; ¿Qué
la envidia te lleva a competir inútilmente?; ¿Qué la avaricia te recluye en
tus cosas sin poder disfrutar de ellas y que las cosas no están a tu servicio
sino que terminás siendo esclavo de ellas?; ¿Te das cuenta que la lujuria
puede impregnarlo todo, hasta lo más santo y espiritual, con su melosa
sustancia que se apega a todo?; ¿Advertís que la pereza te desinfla, te
achica, te disminuye y te hace pactar con la mediocridad, conformándote
con poco, nivelando todo para abajo?; ¿Percibís que la gula atenta contra
la salud y que el apetito desmedido sólo esconde otras insatisfacciones y
vacíos que nunca se llenan por el estómago?
Todos tenemos alguno de los siete pecados capitales y así como todos nos
justificamos cuando los cometemos, así también los pecados
personificados han tomado voz y vida y nos han hablado con sus propias
razones y acusaciones, curiosamente se han defendido con los mismos
argumentos que empleamos nosotros. Después de todo, hablar de los
pecados capitales es otra forma de hablar de nuestras propias sombras.
¿Qué nos pasará después que nos miremos tal cual somos, bajemos a
nuestro interior y nos aceptemos?; ¿Y cuando los otros nos miren así, tal
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cuál somos, sin máscaras, ni disfraces?
Tal vez, entre otras, la lección de los pecados capitales sea la aceptación
humilde y humillada de nuestra propia verdad, con sus luces y también
con el contraste de sus propias sombras.
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