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GESTOS & PALABRAS: HISTORIAS DE HERIDAS IMBORRABLES

EN EL TRABAJO

Por: Fernando Cruz Kronfly.


Profesor Titular
Doctor Honoris Causa en Literatura
Universidad del Valle
Facultad de Ciencias de la Administración
Grupo de investigación: Nuevo Pensamiento Administrativo

Introducción.

El mundo humano es una textura simbólica de gestos y palabras. Las relaciones que
se establecen como consecuencia del trabajo y los procesos productivos no escapa a
esta consideración. Esa es su sustancia de fondo. El tejido de toda organización está
hecho de gestos y palabras que suben y bajan o que circulan de manera transversal.
Pocos se dan cuenta de esto, porque se trata de una realidad cuya evidencia tiene el
poder de ocultar su alcance. Las órdenes, los informes, las mediaciones entre los
diferentes niveles jerárquicos, las relaciones entre
los unos y los otros mientras la tecnología hace lo suyo, ocurren mediante palabras que
los gestos apoyan. El modo como se pronuncian las palabras, los acentos y los énfasis,
la entonación y hasta la manera de ocurrir la mirada que acompaña su emisión, todo
esto significa. Quien enuncia, quien pronuncia en la organización palabras
encaminadas a formar texturas y tejidos significantes formales o informales,
acompañadas de sus correspondientes gestos y entonaciones, tiene de quien está
destinado a recibirlas una representación previa: es un superior, o un subordinado o un
igual. El lugar en la jerarquía organizacional define las palabras y los gestos, los
acentos y las miradas, las licencias y los límites. El trato en la organización, por lo
tanto, está hecho de palabras y los gestos. Cuando se habla del buen trato o del mal
trato estamos hablando básicamente de palabras y de gestos. Cuando nos referimos a
la dignidad herida, estamos hablando del efecto negativo causado en un ser humano a
partir de palabras y gestos ofensivos o mal entendidos. Mi larga experiencia como
asesor laboral me ha permitido observar el papel de las palabras y los gestos en el
trabajo. Y me ha dado también la oportunidad de conocer nuchas historias realmente
sucedidas, en las cuales las palabras y los gestos dejaron heridas imborrables en sus
destinatarios. Heridas innecesarias, capaces de afectar en silencio durante décadas el
clima de trabajo. Nuchas veces de manera irreparable. Entre todas estas historias, he
preparado para ustedes apenas dos, un tanto al azar. Pasan de una docena y podrían
ser muchas más, pero estas son las elegidas:

Primera historia.

Emiliana N. ingresó a laborar en una empresa de capital transnacional del sector


farmacéutico hace treinta años, como operaria. En aquel entonces era joven y creía
que la vida entera estaba por delante. Hoy se encuentra jubilada y no observa en el
horizonte sino recuerdos relacionados con el trabajo y el esfuerzo denodado de
siempre. Juzga que sus luchas sindicales fueron la sal y la pimienta de su vida, aunque
al final declinaron en vano y no halla razones suficientes para comprender todo lo
ocurrido con los nuevos jóvenes trabajadores, tan lejanos ahora a las ideas políticas y
a las ideologías que ella un día abrazó, pensando en la justicia. Ni siquiera tiene
claridad sobre su propia situación individual. Se sabe merecedora del respeto que le
profesan sus antíguos compañeros de trabajo, pero ningún operario joven le hace caso
en aquello que ella considera "fundamental". Lo "fundamental" ya no existe, me dijo
Emiliana N. la última ocasión que la ví, cuando nos preparábamos para cerrar esta
entrevista en profundidad.

Dias antes de salir jubilada, Emiliana N. vino afanosa a mi oficina profesional de


abogado, con un nudo en el cuello. Durante muchos años la había asesorado a ella y a
sus compañeros de dirección gremial en asuntos laborales y ahora se presentaba ante
mí en un acto de confianza personal que me hizo sentir halagado. El problema que
traía atrancado en la garganta era el siguiente: "Abogado, me dijo: la empresa quiere
rendirme un homenaje con ocasión de mi retiro y yo no pienso asistir de ninguna
manera, ayúdeme". Estaba desesperada. Después de ofrecerle una taza de café, que
ella bebió de un sorbo y que pasó a medias con un jarro de agua, me propuse indagar
por qué razón un eventual homenaje de su empleador al final de su carrera como
operaria, se había convertido para Emiliana N. en una pesadilla: "LLevo varias noches
sin dormir", me explicó, insistente.

Hubo un largo silencio y ví temblar sus labios y los dedos de sus manos, como hojas
secas. En qué parte del método consignar los gestos que, por fuerza, se asocian a las
palabras? Esto me pregunté, mientras tomaba una libreta de apuntes. Los labios y los
dedos de las manos de un ser humano que tiembla por razones diferentes al miedo,
dicen mucho más de lo que uno generalmente reconoce sobre su tempestad interior.
De ellos brotan signos que las simples palabras no registran y que el investigador de
estos asuntos debe saber observar y valorar. Tanto más cuando el tema son las
heridas imborrables que con alguna frecuencia ocurren en los procesos de trabajo. Las
entrevistas en profundidad a veces se presentan cuando uno menos las espera. La
sustancia de toda entrevista son las palabras, pero los gestos que el entrevistado
asocia a los signos verbales suelen quedar por fuera de la grabadora, para diluirse en
el aire como simples desechos o cáscaras vacías y quedar por fuera del método, no
obstante su elevada significación. Estaba meditando en este asunto, cuando Emiliana
N. me dijo: "La historia es muy larga, pero si no se la cuento ahora, usted no entenderá
nada de lo que me pasa".

La siguiente fue su versión de los hechos:

Emiliana N. ingresó a la empresa farmacéutica donde laboró durante treinta años


cuanto tenía apenas treinta. Antes se había desempeñado como operaria de oficios
varios y había vivido la experiencia del nomadismo laboral, saltando de una
organización a la otra, a la deriva. Esto ya lo había escuchado en sesiones anteriores,
pero Emiliana N. regresó al tema como si nunca antes hubiera hablado conmigo del
asunto. Ella vivía agradecida de la estabilidad laboral que alcanzó al suscribir aquel
contrato de trabajo a término indefinido con el que tanto había soñado, pero jamás se
pudo tragar hasta sepultarlo en el olvido, el incidente que todavía traía atrancado en el
cuello y del que nunca antes me habló. Debido a esto traía en su pecho sentimientos
encontrados, que se balanceaban pendularmente entre el agradecimiento y el odio.

Durante las primeras horas de su nuevo empleo Emiliana N. estuvo feliz. Recibió su
uniforme de trabajo, escuchó atenta las instrucciones de la inducción en sus nuevas
funciones y se frotó las manos. "Seré una operaria ejemplar", se prometió.

Al llegar a este momento de la entrevista que jamás programé y que me tomó


desprevenido, Emiliana N. me miró y bajó los ojos. Yo le ofrecí otra taza de café y ella
aceptó. No dejaba de temblar, pero estaba menos pálida. Emiliana N. era de color
caoba y solía tranquilizar su cabello ensortijado, mediante una especie de nudo
principal al que confluían diminutos enredos secundarios. Entonces prosiguió con su
historia:

Muy rápido hizo sus primeros amigos: un puñado de operarios de ambos sexos que
laboraban en la misma sección, tan jóvenes como ella. Se mostraban llenos de
esperanzas y en los encuentros informales durante los rápidos minutos de descanso se
hacían mutuas bromas. El sólo hecho de compartir un común territorio fabril, delimitado
por máquinas físicas que tenían semblante autoritario y por severas líneas imaginarias
más allá de las cuales estaba prohibido incursionar sin orden superior, hizo que
Emiliana N. estrechara aun más sus relaciones con sus compañeros de sección. Y en
tres días ella empezó a sentirse como si estuviera en su casa. Dominaba las líneas
imaginarias que demarcaban cada sección, inclinaba su cabeza ante las máquinas,
aprendió a detectar de lejos los pasos del supervisor y empezó a sentir que sus
compañeros de territorio le preguntaban ansiosos sobre diferentes asuntos de la vida
presente y de sus tiempos pasados. También quisieron conocer de qué experiencia
venía, puesto que hablaba tan claro, y cuáles eran sus opiniones sobre los nuevos
puntos que se debían incluir en el próximo pliego de peticiones. Emiliana N. juzgó que
todo estaba sucediendo demasiado rápido, pero no eludió las inquietudes, se frotó los
ojos y respondió de un modo que a todos les hizo abrir la boca. "En aquel entonces yo
era encantadora", me dijo, y se sonrió. Pero muy pronto empezaron a sonar a lo lejos
los pasos del ingeniero y el corrillo se disolvió. Estaba terminantemente prohibido
hablar absolutamente de cualquier cosa durante las horas de trabajo. Todos
reaccionaron automáticamente y cerraron sus bocas. Y aunque no habían estado
perdiendo el tiempo mientras conversaban, hicieron el gesto simulado de estar
laborando de un modo que pareció más rápido y comprometido. El ingeniero Josesito
atravesó la línea imaginaria sin permiso de nadie, se paró delante del grupo y dijo: "así
me gusta verlos, pero hay que mejorar. No deben olvidar que el mejoramiento es
eterno y que dimos comienzo al programa hace apenas un año. Tenemos que mejorar
cada día más".

Seis días después, durante el descanso matinal de diez minutos que partía en dos el
turno de la mañana, Emiliana N. cruzó desprevenida la frontera imaginaria que
delimitaba el territorio de su sección, para incursionar en territorios desconocidos. Era
como si estuviera de viaje hacia otro país. Caminó hasta un dispensador, sirvió café en
un vasito de cartón y fue a sentarse en la cafetería que de pronto apareció delante de
sus ojos y que nunca antes había visto. Distribuídas en las mesas y en los asientos
próximos, Emiliana N. observó personas que vestían de otro modo y a las que nunca
antes había visto, pero le pareció normal por cuanto apenas ahora empezaba a
reconocer al personal. La jornada de la mañana había sido intensa, venía de trabajar
turno de trasnocho pero estaba contenta porque se había doblado y esperaba en su
próximo pago un jugoso ingreso adicional por concepto de horas extras. Se veía
exhausta. Iba a cumplir su primera semana de trabajo y se encontraba dedicaba a
imaginar el modo como iba a distribuir el dinero de su primer sueldo. Bebió, miró por
segunda vez el fondo de la taza de café y de repente vió allí dibujada la imagen del
ingeniero Josesito. El rostro presente de Emiliana N. se congestionó ante aquel
recuerdo. No podía creerlo. En el acto alzó sus ojos, subió por el vestido y llegó hasta
la cara del intruso. El ingeniero Josesito le dijo:

-Cuál es su nombre?
-Emiliana.
-Y usted qué hace aquí sentada?
-Estoy en mi tiempo de descanso, señor, todavía me quedan cinco minutos.
-Ya lo sé, ese no es el problema. Lo que pasa es que usted se ha venido a sentar
donde no le corresponde.
-Perdón, no entiendo.

El ingeniero se agarró la cabeza con las dos manos:

-La cafetería de los grasosos queda a la vuelta, doblando por aquel corredor!

Emiliana N. dejó de temblar delante de mí. Los dedos y el borde de sus labios habían
pasado a un segundo plano. Ahora lloraba en silencio y el turno le había correspondido
a sus ojos inundados de una rabia antígua imposible de borrar. Nunca antes la ví llorar
de ningún modo, porque ella se mostró siempre como una dirigente gremial fuerte y
firme en sus convicciones y sentimientos. El lápiz que tenía en mi mano se detuvo.
Durante las dos largas décadas de asesoría legal, Emiliana N. siempre se mostró como
hecha de hierro y de manera seca. Siempre la observé erguida, segura de sí misma,
cargada de principios éticos que tenían un efecto ejemplarizante respecto de sus
demás compañeros de directiva gremial, efecto que se extendía como un baño ético
sobre los operarios de base. Pero ahora Emiliana N. no sabía qué hacer y se mostraba
confundida. "No no voy a asistir a mi homenaje de ninguna manera", me dijo. Si usted
no quiere, nadie la puede obligar, le respondí. Ella me dijo: "No quiero ir, no debo ir, de
esa gente no deseo saber nada".

Habían pasado treinta años y la palabra "grasosos" todavía le seguía dando vueltas en
la cabeza.

En el mundo moderno, la igualdad humana del "otro" significa el reconocimiento en él


de la plenitud de sus derechos, pero sobre todo de su dignidad. La dignidad, palabra
indescifrable que lo dice todo. Si busco en el diccionario ideológico de la lengua
española, de Julio Casares, que tengo sobre mi mesa de trabajo y que era de mi padre,
encuentro una definición de "dignidad" que no corresponde al sentimiento de
humillación que acompañó a Emiliana N. durante treinta años. Busco la palabra
"honor", pero tampoco me dice nada que se parezca a lo que indago. Hablando de
estas cosas, una estudiante de un curso de maestría me explicó cierta vez: Los seres
humanos podemos olvidar lo que alguien un día nos dijo, pero no conseguimos superar
lo que nos hizo sentir con lo que dijo. Lo imborrable es entonces el sentimiento de
humillación. Cuando se humilla a un ser humano en la modernidad, se atenta contra la
imagen que cada quien se ha forjado de sí. La modernidad permite que cada quien
elabore sobre sí mismo una representación como persona digna, rodeada de respeto y
de derechos, cualquiera sea su edad, sexo y condición social o racial. La interiorización
del deseo de igualdad moderno, coloca a cada quien a la espera de reciprocidad. La
dignidad es la sustancia de que está hecha la igualdad moderna. En la modernidad
igualitaria, cada acto de poder en la organización, expresado por medio de gestos y
palabras indebidos y que desconoce en el otro su plena condición de humanidad y la
representación mental de sí mismo, deja huellas imborrables, no tanto por lo que se
dijo en un determinado momento, sino por lo que aquello que se dijo fue capaz de
hacer sentir. Busco de nuevo en el diccionario la palabra "humillar" y leo la segunda
opción de significación, esta vez en sentido figurado: "Abatir el orgullo de uno". Subo
un poco los ojos y encuentro: "Humillante: Degradante, depresivo, vergonzoso".

Cuando leí en el diccionario estas palabras y medité de nuevo en su contenido


psíquico, Emiliana N. ya se había hubilado y la empresa farmacéutica para la cual ella
trabajó durante treinta años había desistido del homenaje que la hizo llorar.

Segunda historia.

A las cuatro de la tarde de un día viernes, el ingeniero Temístocles N. terminó su labor


de programación en el area de vulcanización. Dobló el libro de reportes, fue corriendo a
los baños de los ejecutivos medios, se lavó las manos con jabón antibacteriano, se
peinó con mucha convicción y se dispuso a abandonar la factoría. Iba tarareando la
canción de moda. Durante su turno de trabajo, a intervalos, estuvo pensando en lo que
haría aquella noche con su nueva amiga, que según sus palabras "se moría por él".
Eso pensaba, pero se hacía el esquivo. Le encantaba que fuera ella quien lo llamara,
tema del cual solía alardear. Fue a la zona de parqueo, puso el maletín de mano en el
puesto trasero de su Mazda de última generación, que todavía olía a forros nuevos, y
se dirigió a la portería. Lentamente, porque no hacía sino mirar a los lados, para
comprobar si estaba siendo visto por la humanidad en su conjunto, a la que le
fascinaba rendir cuentas de su vertiginoso progreso. Cinco años atrás no era nadie,
pero muy rápido se había convertido en un ejecutivo medio que laboraba en una
factoría de llantas de capital multinacional. Se acababa de cambiar de barrio, vivía a
solas en un duplex, sostenía a su madre viuda en una vereda cercana, tenía tres
novias y una amiga que echaban la baba y había adquirido la buena costumbre de
cambiar de carro en febrero de cada año.

Los detalles del retrato de Temístocles N. para la época de los hechos y los que siguen
a continuación, los pude recaudar con aguja y dedal a medida que entrevistaba a
Pedro N.N. su amigo de infancia, durante cuatro sesiones de café y tabaco.

Al cruzar la frontera física de la factoría y brotar al mundo exterior el día en que


ocurrieron los hechos que nos ocupan, Temístocles N. observó en el paradero de los
omnibuses a Pedro N.N., un obrero de su misma edad y condición social que fue su
compañero de infancia en la barriada. Lo observó de lejos, de perfil, dedicado a charlar
en la cola con sus compañeros grasosos de sección, a la espera del transporte que lo
habría de conducir al centro de la ciudad, donde tomaría otro transporte que lo llevaría
hasta cerca de su casa. En el acto, Temístocles N. detuvo la marcha de su Mazda.
Pero antes de decidir nada, entró en la encrucijada de los sentimientos encontrados.

Desde el punto de vista de su actual cargo como ingeniero de turno y de sus nuevas
funciones jerárquicas, no parecía conveniente introducir en su Mazda a un operario
raso a la vista de todos. Un superior jerárquico debe aprender a diferenciar las cosas, a
estimarse y a no dejarse llevar por el corazón, pensaba. Esto era lo que sus jefes le
decían a modo de consejo. Y esto mismo era lo que los manuales tácitos e invisibles le
señalaban y lo que con frecuencia él mismo le explicaba a su amigo Pedro N.N,
cuando de manera cada vez más episódica se citaban en algún bar del barrio de San
Nicolás, a escuchar milongas y a recordar viejos tiempos. Mezclar indebidamente las
cosas era mal visto por sus superiores y Temístocles N. tenía el deber de evitarlo. Pero
el ingeniero sentía especial afecto por su viejo compañero de infancia, que había
cometido el grave error de no superarse en esta vida y de haberse quedado braceando
en el pozo de una juventud sin futuro, mientras él ingresaba a la Universidad. Por esta
razón Temístocles N. se sentía cada vez más lejos de su amigo fracasado, pero no
conseguía dejar de quererlo. Aquella lejanía progresiva era sólo de conveniencia. De
manera secreta y cada día más exporádica, el ingeniero recalaba en los antíguos
territorios, pues cuando se juntaba con Pedro N.N. no hacía más que carcajearse en la
taberna a medida que juntos reconstruían sus fechorías de otros tiempos, que poco a
poco iban dejando de ser las mismas de ahora pero que conservaban la frescura de su
viejo encanto. Para Temístocles N, Pedro N.N. hacía las veces de espejo, y por esa
razón y algunas otras no había podido romper del todo aquella relación insostenible.

A ninguna de las novias de Temístocles N. le agradaba sentarse a la misma mesa con


aquel viejo amigo, que representaba el fracaso y que no era más que el cristal invertido
donde bien podían ir a mirarse el rostro los indecisos y quienes jamás tuvieron deseos
de superación. Aquellas palabras sonaban duras y hasta crueles, pero el ingeniero las
compartía. Para evitar problemas, Temístocles N. acordó con su amigo de infancia
evitarse lo más que pudieran dentro de la factoría y no saludarse sino apenas con el
desvío de los ojos, si acaso se cruzaban. Pedro N.N. aceptó los términos del pacto,
entendió las razones y aquella tarde supo que el cálculo humano alrededor de la
conveniencia no tenía principios ni pudor.

A pesar de todo, al detener la marcha de su Mazda el ingeniero Temístocles N. miró de


nuevo a los cuatro puntos cardinales. Pero esta vez no lo hizo para comprobar si la
humanidad en general se estaba dando cuenta de su progreso a gritos, sino para
verificar si había algún superior jerárquico suyo a cincuenta metros a la redonda. Y con
cierto estupor constató que nadie alrededor se estaba interesando ahora por sus
evidentes señales de progreso. Entonces sacó de la guantera una cachucha negra, se
la calzó hasta los ojos, se hundió en el asiento y llevado por sus sentimientos se detuvo
ante la cola donde Pedro N.N. esperaba el ómnibus. Y pitó. Todos voltearon a mirar y
el ingeniero sintió que el mundo se le venía encima. Tragado casi hasta la nuca bajo la
cachucha, Temístocles N. parecía querer desafiar el destino. Pedro N.N. no pudo en el
acto identificar la persona que desde el timón le hacía señas, pero muy pronto hizo la
composición de la escena y por el Mazda amarillo de última generación supo que se
trataba de su amigo secreto.

Pedro N.N. se aproximó, haciéndose el que no era. Y ambos se saludaron en clave,


apenas con un ligero desvío de sus ojos. Temístocles N. abrió la puerta de atrás y
Pedro N.N. subió, como trepa a un lugar neutral un pasajero cualquiera. Nada se
dijeron. El maletín de mano de Temístocles N. reposaba rechoncho de información
documental en el asiento trasero. Entonces el ingeniero lo agarró y lo trajo hasta el
asiento delantero, desocupado a su lado. Pedro N.N. no dijo nada, pero de inmediato
tomó la determinación de bajarse del Mazda, cabisbajo, para retornar lentamente a la
cola. A lo lejos apareció el ómnibus. No había demasiados árboles alrededor de la
factoría y los pocos que flotaban sostenidos en el aire de la tarde estaban enfermos y
sus ramas y hojas se veían cargadas de negro de humo. No era esta, tampoco, la hora
del frenesí de las chicharras. Pero en la cabeza de Pedro N. había un concierto
aterrador de contradicciones y chillidos extraños. Aquellas fueron sus metáforas
textuales, cuando nos detuvimos en este punto de la entrevista para regalarnos un
respiro.

La línea imaginaria simbólica de separación entre él y su viejo amigo de infancia,


estaba cruzada de razones comprensibles que la conveniencia y el sentido práctico
habían instaurado. Pedro N. se preciaba orgulloso de estar "hecho de palo", como solía
decir, y le atribuía a su experiencia vital en la barriada su capacidad para sortear las
humillaciones y verlas pasar agachado, como estrelas incandescentes. Decía
entenderlo todo, hasta las lógicas criminales, y en lugar de ofenderse se burlaba de
Temístocles N. las raras veces en que todavía se encontraban y él se preocupaba de
explicarle los motivos para no saludarlo en los territorios fabriles y organizacionales.
Pero lo que acababa de ocurrir con el maletín de mano de su amigo lo había ofendido
hasta los huesos.

Un mes después del incidente, intrigado, Temístocles N. quiso saber por qué razón
Pedro N.N. había subido y enseguida descendido del Mazda, sin explicación. La
respuesta de Pedro N.N. fue contundente: "Yo puedo ser un fracasado, pendejo, pero
no soy un ladrón".

Nunca más los dos viejos amigos volvieron a coincidir en la taberna. Las novias de
Temístocles N. no tuvieron que volverle a recordar a su amado ingeniero el color de
negro de humo del borde de las uñas del amigo fracasado, que a todas por igual les
repugnaba, como si se tratara de un signo cuyo mensaje fuera para todas el mismo.
Temístocles N. les explicaba, por separado, que no se trataba de falta de higiene de su
amigo, sino del paso del tiempo, que había decidido depositarse en los dedos de
Pedrito, que durante toda su vida se había desempeñado como vulcanizador. Las
llantas del Mazda en que ahora andaba Temístocles N. bien podían haber sido
fabricadas por las manos de Pedrito, explicaba el ingeniero. Pero las novias de
Temístocles N. juraban por igual, sin conocerse, que el tal Pedrito N.N. no era más que
un cochino fracasado. Con el paso de los días, cuando Pedro y Temístocles se
cruzaban en la factoría, nunca más necesitaron de desviar sus ojos.

El traslado del maletín de Temístocles N. del asiento trasero al asiento delantero fue un
gesto equívoco. Jamás tuvo el propósito de indicar únicamente desconfianza hacia su
viejo amigo. Tal vez nunca pasó por la cabeza del ingeniero la idea de un robo de
información confidencial o algo parecido. Pero el maletín del ingeniero se confundía
con él mismo y no era aconsejable que alguien viera a Pedro N.N, sentado al lado de
su maletín. Es como si lo vieran sentado a su lado. La nueva aureola laboral de
Temístocles se extendía más allá de su pellejo y arropaba varios metros a la redonda,
incluso su maletín. Esta podría ser una hipótesis. Pero lo que aquí interesa ahora es el
grado de susceptibilidad de Pedro N.N, que juraba estar hecho de madera seca, que
aseguraba comprender a su amigo en las nuevas circunstancias del destino y que
bebía su sabiduría filosófica en el desengaño que brotaba de las letras de los tangos y
las milongas. Sin embargo, al profundizar en la entrevista, observé que Pedro N.N. no
era en realidad de acero, como él decía ser. La copa se le había ido llenando con el
paso de los días y cada saludo dentro de la empresa con el desvío de la mirada se
convertía para él en un motivo de humillación. Eso fue lo que al final reconoció: "Uno
no tiene por qué aguantarse toda la vida estas cosas", me dijo.

Desde tiempos immemoriales, los seres humanos utilizan para el logro de sus fines
medios físicos instrumentales pero también medios humanos. Sentirse medio no fue tal
vez un problema psíquico de humillación para el esclavo, pues en aquella época
histórica la cultura no permitía al subordinado construír una representación de sí mismo
en términos de igualdad y dignidad. Lo mismo podría afirmarse para la edad media
servil, cuando el cristianismo medieval premiaba a los humildes con el cielo y el
sufrimiento intramundano era un valor y a la vez un seguro que garantizaba la
eternidad feliz. Pero, en la modernidad, el subordinado pudo por primera vez
representarse a sí mismo en términos de igualdad y dignidad, y pudo saborear por
primera vez en la historia el gusto ácido de la humillación. Los hombres del subfondo
en Dostoievski y los ojos de los pobres en Baudelaire, de los que habla Marshall
Berman cuando nos explica cómo todo lo sólido se desvanece en el aire en la aventura
de la modernidad, expresan el comienzo histórico de esta representación de sí mismos
que han podido, gracias a la modernidad, construir los subordinados. Ya estos no
pueden sepresentarse a sí mismos como cosas sino como personas, pero la
producción insiste, en sus lógicas reales, en representarselos contablemente como
cosas que expresan un costo que se puede reducir, adelgazar y del cual se puede
incluso prescindir.

Mi vida de profesor universitario, de asesor laboral y de escritor de ensayos y ficciones


literarias ha ocurrido como una larga entrevista de más de cuarenta años. Conozco el
método investigativo y he usado las técnicos de recolección de información propias de
la indagación en las ciencias sociales. Sé perfectamente que no debe ser permitido
llevar a cabo generalizaciones a partir de situaciones particulares. Pero la vida me ha
enseñado que el trato cruel en las organizaciones, el desprecio, el menosprecio y la
afectación de la dignidad es mucho más frecuente de lo que uno supone. Tengo en mi
poder una colección de anécdotas de la misma índole de las que han escuchado. No
pretendo hacer generalizaciones. Pero una sola perla en el collar podría ser suficiente
para detectar una problemática: el daño que un sólo gesto inapropiado, que una sóla
palabra pueden desencadenar en una organización, sin haber sido ordenados por
autoridades superiores en el orden jerárquico y sin siquiera el autor habérselo
propuesto. No me refiero al gesto ni a la palabra, sino al daño.

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