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EN EL TRABAJO
Introducción.
El mundo humano es una textura simbólica de gestos y palabras. Las relaciones que
se establecen como consecuencia del trabajo y los procesos productivos no escapa a
esta consideración. Esa es su sustancia de fondo. El tejido de toda organización está
hecho de gestos y palabras que suben y bajan o que circulan de manera transversal.
Pocos se dan cuenta de esto, porque se trata de una realidad cuya evidencia tiene el
poder de ocultar su alcance. Las órdenes, los informes, las mediaciones entre los
diferentes niveles jerárquicos, las relaciones entre
los unos y los otros mientras la tecnología hace lo suyo, ocurren mediante palabras que
los gestos apoyan. El modo como se pronuncian las palabras, los acentos y los énfasis,
la entonación y hasta la manera de ocurrir la mirada que acompaña su emisión, todo
esto significa. Quien enuncia, quien pronuncia en la organización palabras
encaminadas a formar texturas y tejidos significantes formales o informales,
acompañadas de sus correspondientes gestos y entonaciones, tiene de quien está
destinado a recibirlas una representación previa: es un superior, o un subordinado o un
igual. El lugar en la jerarquía organizacional define las palabras y los gestos, los
acentos y las miradas, las licencias y los límites. El trato en la organización, por lo
tanto, está hecho de palabras y los gestos. Cuando se habla del buen trato o del mal
trato estamos hablando básicamente de palabras y de gestos. Cuando nos referimos a
la dignidad herida, estamos hablando del efecto negativo causado en un ser humano a
partir de palabras y gestos ofensivos o mal entendidos. Mi larga experiencia como
asesor laboral me ha permitido observar el papel de las palabras y los gestos en el
trabajo. Y me ha dado también la oportunidad de conocer nuchas historias realmente
sucedidas, en las cuales las palabras y los gestos dejaron heridas imborrables en sus
destinatarios. Heridas innecesarias, capaces de afectar en silencio durante décadas el
clima de trabajo. Nuchas veces de manera irreparable. Entre todas estas historias, he
preparado para ustedes apenas dos, un tanto al azar. Pasan de una docena y podrían
ser muchas más, pero estas son las elegidas:
Primera historia.
Hubo un largo silencio y ví temblar sus labios y los dedos de sus manos, como hojas
secas. En qué parte del método consignar los gestos que, por fuerza, se asocian a las
palabras? Esto me pregunté, mientras tomaba una libreta de apuntes. Los labios y los
dedos de las manos de un ser humano que tiembla por razones diferentes al miedo,
dicen mucho más de lo que uno generalmente reconoce sobre su tempestad interior.
De ellos brotan signos que las simples palabras no registran y que el investigador de
estos asuntos debe saber observar y valorar. Tanto más cuando el tema son las
heridas imborrables que con alguna frecuencia ocurren en los procesos de trabajo. Las
entrevistas en profundidad a veces se presentan cuando uno menos las espera. La
sustancia de toda entrevista son las palabras, pero los gestos que el entrevistado
asocia a los signos verbales suelen quedar por fuera de la grabadora, para diluirse en
el aire como simples desechos o cáscaras vacías y quedar por fuera del método, no
obstante su elevada significación. Estaba meditando en este asunto, cuando Emiliana
N. me dijo: "La historia es muy larga, pero si no se la cuento ahora, usted no entenderá
nada de lo que me pasa".
Durante las primeras horas de su nuevo empleo Emiliana N. estuvo feliz. Recibió su
uniforme de trabajo, escuchó atenta las instrucciones de la inducción en sus nuevas
funciones y se frotó las manos. "Seré una operaria ejemplar", se prometió.
Muy rápido hizo sus primeros amigos: un puñado de operarios de ambos sexos que
laboraban en la misma sección, tan jóvenes como ella. Se mostraban llenos de
esperanzas y en los encuentros informales durante los rápidos minutos de descanso se
hacían mutuas bromas. El sólo hecho de compartir un común territorio fabril, delimitado
por máquinas físicas que tenían semblante autoritario y por severas líneas imaginarias
más allá de las cuales estaba prohibido incursionar sin orden superior, hizo que
Emiliana N. estrechara aun más sus relaciones con sus compañeros de sección. Y en
tres días ella empezó a sentirse como si estuviera en su casa. Dominaba las líneas
imaginarias que demarcaban cada sección, inclinaba su cabeza ante las máquinas,
aprendió a detectar de lejos los pasos del supervisor y empezó a sentir que sus
compañeros de territorio le preguntaban ansiosos sobre diferentes asuntos de la vida
presente y de sus tiempos pasados. También quisieron conocer de qué experiencia
venía, puesto que hablaba tan claro, y cuáles eran sus opiniones sobre los nuevos
puntos que se debían incluir en el próximo pliego de peticiones. Emiliana N. juzgó que
todo estaba sucediendo demasiado rápido, pero no eludió las inquietudes, se frotó los
ojos y respondió de un modo que a todos les hizo abrir la boca. "En aquel entonces yo
era encantadora", me dijo, y se sonrió. Pero muy pronto empezaron a sonar a lo lejos
los pasos del ingeniero y el corrillo se disolvió. Estaba terminantemente prohibido
hablar absolutamente de cualquier cosa durante las horas de trabajo. Todos
reaccionaron automáticamente y cerraron sus bocas. Y aunque no habían estado
perdiendo el tiempo mientras conversaban, hicieron el gesto simulado de estar
laborando de un modo que pareció más rápido y comprometido. El ingeniero Josesito
atravesó la línea imaginaria sin permiso de nadie, se paró delante del grupo y dijo: "así
me gusta verlos, pero hay que mejorar. No deben olvidar que el mejoramiento es
eterno y que dimos comienzo al programa hace apenas un año. Tenemos que mejorar
cada día más".
Seis días después, durante el descanso matinal de diez minutos que partía en dos el
turno de la mañana, Emiliana N. cruzó desprevenida la frontera imaginaria que
delimitaba el territorio de su sección, para incursionar en territorios desconocidos. Era
como si estuviera de viaje hacia otro país. Caminó hasta un dispensador, sirvió café en
un vasito de cartón y fue a sentarse en la cafetería que de pronto apareció delante de
sus ojos y que nunca antes había visto. Distribuídas en las mesas y en los asientos
próximos, Emiliana N. observó personas que vestían de otro modo y a las que nunca
antes había visto, pero le pareció normal por cuanto apenas ahora empezaba a
reconocer al personal. La jornada de la mañana había sido intensa, venía de trabajar
turno de trasnocho pero estaba contenta porque se había doblado y esperaba en su
próximo pago un jugoso ingreso adicional por concepto de horas extras. Se veía
exhausta. Iba a cumplir su primera semana de trabajo y se encontraba dedicaba a
imaginar el modo como iba a distribuir el dinero de su primer sueldo. Bebió, miró por
segunda vez el fondo de la taza de café y de repente vió allí dibujada la imagen del
ingeniero Josesito. El rostro presente de Emiliana N. se congestionó ante aquel
recuerdo. No podía creerlo. En el acto alzó sus ojos, subió por el vestido y llegó hasta
la cara del intruso. El ingeniero Josesito le dijo:
-Cuál es su nombre?
-Emiliana.
-Y usted qué hace aquí sentada?
-Estoy en mi tiempo de descanso, señor, todavía me quedan cinco minutos.
-Ya lo sé, ese no es el problema. Lo que pasa es que usted se ha venido a sentar
donde no le corresponde.
-Perdón, no entiendo.
-La cafetería de los grasosos queda a la vuelta, doblando por aquel corredor!
Emiliana N. dejó de temblar delante de mí. Los dedos y el borde de sus labios habían
pasado a un segundo plano. Ahora lloraba en silencio y el turno le había correspondido
a sus ojos inundados de una rabia antígua imposible de borrar. Nunca antes la ví llorar
de ningún modo, porque ella se mostró siempre como una dirigente gremial fuerte y
firme en sus convicciones y sentimientos. El lápiz que tenía en mi mano se detuvo.
Durante las dos largas décadas de asesoría legal, Emiliana N. siempre se mostró como
hecha de hierro y de manera seca. Siempre la observé erguida, segura de sí misma,
cargada de principios éticos que tenían un efecto ejemplarizante respecto de sus
demás compañeros de directiva gremial, efecto que se extendía como un baño ético
sobre los operarios de base. Pero ahora Emiliana N. no sabía qué hacer y se mostraba
confundida. "No no voy a asistir a mi homenaje de ninguna manera", me dijo. Si usted
no quiere, nadie la puede obligar, le respondí. Ella me dijo: "No quiero ir, no debo ir, de
esa gente no deseo saber nada".
Habían pasado treinta años y la palabra "grasosos" todavía le seguía dando vueltas en
la cabeza.
Segunda historia.
Los detalles del retrato de Temístocles N. para la época de los hechos y los que siguen
a continuación, los pude recaudar con aguja y dedal a medida que entrevistaba a
Pedro N.N. su amigo de infancia, durante cuatro sesiones de café y tabaco.
Desde el punto de vista de su actual cargo como ingeniero de turno y de sus nuevas
funciones jerárquicas, no parecía conveniente introducir en su Mazda a un operario
raso a la vista de todos. Un superior jerárquico debe aprender a diferenciar las cosas, a
estimarse y a no dejarse llevar por el corazón, pensaba. Esto era lo que sus jefes le
decían a modo de consejo. Y esto mismo era lo que los manuales tácitos e invisibles le
señalaban y lo que con frecuencia él mismo le explicaba a su amigo Pedro N.N,
cuando de manera cada vez más episódica se citaban en algún bar del barrio de San
Nicolás, a escuchar milongas y a recordar viejos tiempos. Mezclar indebidamente las
cosas era mal visto por sus superiores y Temístocles N. tenía el deber de evitarlo. Pero
el ingeniero sentía especial afecto por su viejo compañero de infancia, que había
cometido el grave error de no superarse en esta vida y de haberse quedado braceando
en el pozo de una juventud sin futuro, mientras él ingresaba a la Universidad. Por esta
razón Temístocles N. se sentía cada vez más lejos de su amigo fracasado, pero no
conseguía dejar de quererlo. Aquella lejanía progresiva era sólo de conveniencia. De
manera secreta y cada día más exporádica, el ingeniero recalaba en los antíguos
territorios, pues cuando se juntaba con Pedro N.N. no hacía más que carcajearse en la
taberna a medida que juntos reconstruían sus fechorías de otros tiempos, que poco a
poco iban dejando de ser las mismas de ahora pero que conservaban la frescura de su
viejo encanto. Para Temístocles N, Pedro N.N. hacía las veces de espejo, y por esa
razón y algunas otras no había podido romper del todo aquella relación insostenible.
Un mes después del incidente, intrigado, Temístocles N. quiso saber por qué razón
Pedro N.N. había subido y enseguida descendido del Mazda, sin explicación. La
respuesta de Pedro N.N. fue contundente: "Yo puedo ser un fracasado, pendejo, pero
no soy un ladrón".
Nunca más los dos viejos amigos volvieron a coincidir en la taberna. Las novias de
Temístocles N. no tuvieron que volverle a recordar a su amado ingeniero el color de
negro de humo del borde de las uñas del amigo fracasado, que a todas por igual les
repugnaba, como si se tratara de un signo cuyo mensaje fuera para todas el mismo.
Temístocles N. les explicaba, por separado, que no se trataba de falta de higiene de su
amigo, sino del paso del tiempo, que había decidido depositarse en los dedos de
Pedrito, que durante toda su vida se había desempeñado como vulcanizador. Las
llantas del Mazda en que ahora andaba Temístocles N. bien podían haber sido
fabricadas por las manos de Pedrito, explicaba el ingeniero. Pero las novias de
Temístocles N. juraban por igual, sin conocerse, que el tal Pedrito N.N. no era más que
un cochino fracasado. Con el paso de los días, cuando Pedro y Temístocles se
cruzaban en la factoría, nunca más necesitaron de desviar sus ojos.
El traslado del maletín de Temístocles N. del asiento trasero al asiento delantero fue un
gesto equívoco. Jamás tuvo el propósito de indicar únicamente desconfianza hacia su
viejo amigo. Tal vez nunca pasó por la cabeza del ingeniero la idea de un robo de
información confidencial o algo parecido. Pero el maletín del ingeniero se confundía
con él mismo y no era aconsejable que alguien viera a Pedro N.N, sentado al lado de
su maletín. Es como si lo vieran sentado a su lado. La nueva aureola laboral de
Temístocles se extendía más allá de su pellejo y arropaba varios metros a la redonda,
incluso su maletín. Esta podría ser una hipótesis. Pero lo que aquí interesa ahora es el
grado de susceptibilidad de Pedro N.N, que juraba estar hecho de madera seca, que
aseguraba comprender a su amigo en las nuevas circunstancias del destino y que
bebía su sabiduría filosófica en el desengaño que brotaba de las letras de los tangos y
las milongas. Sin embargo, al profundizar en la entrevista, observé que Pedro N.N. no
era en realidad de acero, como él decía ser. La copa se le había ido llenando con el
paso de los días y cada saludo dentro de la empresa con el desvío de la mirada se
convertía para él en un motivo de humillación. Eso fue lo que al final reconoció: "Uno
no tiene por qué aguantarse toda la vida estas cosas", me dijo.
Desde tiempos immemoriales, los seres humanos utilizan para el logro de sus fines
medios físicos instrumentales pero también medios humanos. Sentirse medio no fue tal
vez un problema psíquico de humillación para el esclavo, pues en aquella época
histórica la cultura no permitía al subordinado construír una representación de sí mismo
en términos de igualdad y dignidad. Lo mismo podría afirmarse para la edad media
servil, cuando el cristianismo medieval premiaba a los humildes con el cielo y el
sufrimiento intramundano era un valor y a la vez un seguro que garantizaba la
eternidad feliz. Pero, en la modernidad, el subordinado pudo por primera vez
representarse a sí mismo en términos de igualdad y dignidad, y pudo saborear por
primera vez en la historia el gusto ácido de la humillación. Los hombres del subfondo
en Dostoievski y los ojos de los pobres en Baudelaire, de los que habla Marshall
Berman cuando nos explica cómo todo lo sólido se desvanece en el aire en la aventura
de la modernidad, expresan el comienzo histórico de esta representación de sí mismos
que han podido, gracias a la modernidad, construir los subordinados. Ya estos no
pueden sepresentarse a sí mismos como cosas sino como personas, pero la
producción insiste, en sus lógicas reales, en representarselos contablemente como
cosas que expresan un costo que se puede reducir, adelgazar y del cual se puede
incluso prescindir.