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M. E. BOISMARD * A. DESCAMPS * A.

GELIN
J. GIBLET * J. GUILLET * SOR JEANNE D'ARC
A. LEBOISSET * A. LEFEVRE
X. LÉON-DUFOUR * J. PIERRON
C. SPICQ

GRANDES TEMAS
BIBLICOS
Tercera edición

EDICIONES FAX
Zurbano 80
MADRID
Original francés: Grands Themes Bibliques. M. E. Bo1sMARD
A. DESCAMPS · A. GELIN • J. GIBLET • J. GUILLET • SOEUR JEANNE
D'ARC. A. LEBOISSET. A. LEFEVRE. X LÉON-DUFOUR . J. PIER·
RON - C. SPICQ.-Editions du Feu Nouveau, Paris.

© Editions du Feu Nouveau 1964


Ediciones FAX. Madrid. España

Traducción por
CONSTANTINO RUIZ-GARRIDO

Es propiedad
Impreso en España I970
Printed in Spain
Depósito legal: M. 7424,-1970

Gráficas Halar, S. L.-Andrés de la Cuerda, 4.-Madrid-15,-1970


ACTUALIDAD BIBLICA
La palabra y el Espíritu

1.-BOISMARD, LÉON-OUFOUR, SPICQ y otros. Grandes temas bíblicos.


3.ª ed.
2.-Auzou. De la servidumbre al servicio. Estudio del Libro del Exo­
do. 2.ª ed.
3.-SCHNACKENBUR0. Reino y reinado de Dios. Estudio bíblico-teoló-
gico. 2.ª ed.
4.-Auzou. El don de una conquista. Estudio del Libro de losué.
5.-LENOSFELD. Tradición, Escritura e Iglesia en el diálogo ecuménico.
6.-Auzou. La fuerza del espíritu. Estudio del Libro de los Jueces.
7.-JEREMÍAS. Palabras de Jesús.
8.-B0ISMARD. El Prólogo de San luan.
9.----(:ERFAUX y CAMBIER. El Apocalipsis de San Juan leido a los cris­
tianos.
10.-BERNARD RBY. Creados en Cristo Jesús. La nueva creación, según
San Pablo.
11.---CERFAUX. Mensaje de las parábolas.
12.-VAN IMSCHOOT. Teología del Antiguo Testamento.
13.-TouRNAY. El Cantar de los Cantares. Texto y comentario.
14.---CASABÓ. La Teología moral en San luan.
1S.-Auzou. La danza ante el Arca. Estudio de los Libros de Samuel.
16.-ScHLIER. Problemas exegéticos fundamentales en el Nuevo Testa-
mento.
17.-TROADEC. Comentario a los Evangelios Sinópticos.
18.-HAAo. El pecado original en la Biblia y en la doctrina de la Iglesia.
19.-ANDRÉ BARUCQ. Eclesiastés. Qoheleth. Texto y comentario.
20.-SCHELKLE. Palabra y Escritura.
ESQUEMA DE LA OBRA

Prólogo. J. GIBLET.

I. EL DESIGNIO DE DIOS
La elección o las elecciones de Dios. J. GIBLET.
La alianza de Dios con los hombres. J. GIBLET.
El pueblo de Dios. J. GrBLET.

11. LA REVELACION DE DIOS

Santo es el Señor. A. LEFEVRE.


Dios entre nosotros. A. LEBOISSET.
Dios nuestro Padre. M. E. BOISMARD.

III. LAS EXIGENCIAS DE DIOS

Bienaventurados los pobres. A. GELIN.


Creer en Dios. X. LÉON-DUFOUR.
Servir a Dios. A. LEFEVRE.

IV. LA FIDELIDAD DE DIOS

El pecado de los hombres. C. SPICQ.


La conversión, retorno a Dios. J. PIERRON.
La retribución. SOR JEANNE o' ARC OP.

V. LA VICTORIA DE DIOS

El Mesías de Dios. A. GELIN.


Exodo, marcha hacia Dios. M. E. BmsMARD.
El reino de Dios. A. DESCAMPS.
El Espíritu de Dios. J. GurLLET.
PROLOGO

Lo sabemos desde siempre. Y, sin embargo, parece


que nuestra época lo está descubriendo: el Cristianismo
no sólo proporciona al mundo una doctrina acerca de las
cosas divinas y de las exigencias morales. Sino que el
Cristianismo es, en sí mismo, el momento privilegiado de
una larga historia en la que Dios actúa y se comunica.
Desde los días de Abraham y Moisés, Dios ha intervenido
de manera especialmente poderosa en el curso de la his­
toria humana. Los hombres aprendieron a conocerle, al
mismo tiempo que respondían a sus llamadas y correspon­
dían eficazmente a sus designios. Dios guía, ilumina, pro­
tege y reconforta a su pueblo. Y, en ocasiones, le corrige.
Y todo esto se halla orientado hacia una meta esplendo­
rosa, hacia la cual se dirigen con fervor cada vez más
intenso las esperanzas de los verdaderos fieles. El cum­
plimiento sobrepasaría todas esas expectativas: Dios mis­
mo se hace carne. Y las personas que sin reserva creen
en Jesucristo, pasan a una vida nueva y divina. Están
12 J. GIBLET

llamados a una vida de caridad en comunión con su Señor.


Los cristianos de hoy día conocen cuál es su propia
condición. Saben, además, que Dios les ha señalado ta­
reas importantes en el avance de la historia de la salva­
ción. Verdaderamente, no podrán cumplir la voluntad de
Dios ni responder a su vocación sino en la medida en que,
al mismo tiempo, busquen información en las Escrituras
que les están enseñando las grandes orientaciones del de­
signio de Dios.

Y es que Dios no se ha contentado con actuar y reve­


larse a través de hechos humanos, llenos de gracia y de
poder sobrenatural. Sino que El mismo ha iluminado la
significación de esos acontecimientos de salvación. Tal
fue la obra de los profetas. Y, principalmente, la obra de
Jesucristo, que es el profeta por excelencia y la Palabra
misma de Dios. Toda la Ley estaba orientada hacia Je­
sucristo y hacia la Iglesia que es el cuerpo de Cristo,
"Jesucristo difundido y comunicado". La Ley está supe­
rada y cumplida. Pero conserva, para nosotros, un valor
realisimo. Ya que nos conduce al descubrimiento de los
grandes misterios en que estamos comprometidos. De he­
cho, el Nuevo Testamento se servirá de un lenguaje cu­
yos hilos fueron tejiéndose a lo largo de siglos y siglos
de preparación. No comprenderemos bien su mensaje sino
en la medida en que hagamos, según nuestras posibili­
dades, los esfuerzos requeridos para escucharlo mejor.
Esta colección de temas bíblicos no tiene más pretensión
que la de ayudar a sus lectores a realizar tal descubri­
miento.

Hemos escogido unos cuantos temas bíblicos. Y hemos


ido siguiéndolos desde sus más antiguas formulaciones,
haciendo notar sus diversas transposiciones hasta el tiem­
po del Cumplimiento en Jesucristo y en la Iglesia. Final­
mente, hemos querido recoger su significación actual y
PRÓLOGO 13

situar a los cristianos de hoy día ante sus tareas inme­


diatas, pero mostrándoles la meta que Dios mismo les se­
ñala.
Esta colección se caracteriza tal vez por la voluntad
de contemplar el conjunto de la historia de la salvación
y por velar para que la palabra de Dios conserve clarí­
simamente el aspecto de vocación que le resulta tan esen­
cial. Hablamos a los cristianos de nuestra época. Y tene­
mos muchísimo empeño en ofrecerles con la mayor obje­
tividad lo esencial, apoyándonos en estudios rigurosos.
Pero hemos eliminado intencionadamente todo aparato
científico que hubiese podido desagradar a algunos lec­
tores.

Y, ahora, que cada uno se ponga a escuchar la Palabra


de Dios, y responda a ella con la ayuda del Espíritu de
Amor. Todo lo que sigue no es más que una introducción.

J. GIBLET
I

EL DESIGNIO DE DIOS
LA ELECCION O LAS ELECCIONES
DE DIOS

Los temas de la elección y de la vocación se cuentan


entre los más importantes y originales de la religión del
pueblo de Dios. Todo el Antiguo Testamento ha ido ten­
diendo a una adquisición de conciencia cada vez más viva
de su alcance. Jesús, que es por excelencia el Elegido de
Dios, constituirá-El mismo-el punto de partida de esa
inmensa vocación que se va realizando por medio de la
Iglesia y que conduce a los cristianos a comprenderse a
sí mismos y actuar como los elegidos que son de Dios. Así
que, al ir siguiendo rápidamente (¡demasiado rápidamen­
te!) las etapas de este desarrollo, captaremos un hilo con­
ductor de la Biblia. E iluminaremos, al mismo tiempo, el
comportamiento constante de Dios con respecto a los
suyos.
18 J. GIBLET

ISRAEL, EL ELEGIDO DE Dios

Los acontecimientos en los que Dios interviene tienen


siempre un alcance que nos sobrepasa, y que sólo lenta­
mente vamos descubriendo mejor. Tan sólo al llegar a la
meta, y a la luz del último Día, captaremos la verdadera
envergadura de la historia de la salvación y de cada una
de nuestras vidas. Sin embargo, Dios permite que, desde
ahora, vayamos entreviendo progresivamente su sentido
y significación. Y, así, desde el principio, la historia de la
salvación estuvo marcada por una elección y una vocación.
Pero sólo más tarde se adquirió plena conciencia de la
amplitud de esos hechos. Y se llegó a medios de expresión
adaptados.
Las más antiguas tradiciones relataban la vocación de
Abraham (Gn 12, 1-3; 15, 1-6). Dios, un Dios personal y
todopoderoso, se dirige de repente a un individuo del país
de Harán. Su nombre era Abram. Los textos tienen buen
cuidado de no acentuar la menor cualidad personal que
hubiese podido determinar la elección divina. Se hace
notar solamente un hecho: Abram no tenía hijos. Dios
declara su voluntad de concederle una posteridad y de
bendecir de esta manera, en función de él, a todos los
pueblos del mundo. Pero se le pide que se ponga en cami­
no, que abandone todo ese ambiente humano en cuyo seno
vive, para marchar hacia lo desconocido, con la confianza
puesta en Aquel que le está llamando. Abraham cree y se
pone en camino. Más tarde, en el Sinaí, se repite una es­
cena parecida. Pero, esta vez, es todo un pueblo el que res­
ponde a la invitación de Dios, cuyo poder y bondad conoce
ya mucho mejor por experiencia propia (Ex 19-24).
Comienza una larga historia: el Dios de los padres y
del Sinaí está presente, activo, vigilante. El pueblo de Is­
rael no existe sino por la voluntad de Yahvé y en la me­
dida en que responde a esa voluntad. Es un pueblo que se
LA ELECCIÓN DE DIOS 19

siente débil en medio de los grandes imperios que le ro­


dean. Tiene conciencia de ser distinto de todos los demás,
en función de la calidad del Dios que ha querido velar
sobre él. "He aquí un pueblo que vive aparte, que no se
cuenta entre las naciones" (Nm 23, 9; Mi 4, 5). Más aún:
ese Dios cuyo poder y decisiones sobrepasan los límites
de Israel, tiene con respecto a su pueblo exigencias par­
ticulares y severidades que son como el reflejo de una
especie de celo (Ex 20, 5). Israel no tendrá otros dioses.
Se entregará sin reservas a quien le ha invitado a pactar
su alianza. Tal es el sentido del decálogo (Ex 20, 1 s).
Porque el pueblo ha de corresponder. Cada generación
está llamada a escoger a Yahvé: esta expresión se halla
en un texto arcaico, el relato de la renovación de la Alian­
za, con ocasión de la conquista del país de Canaán (Jos 24,
14 s). Se trata, entonces, de un acto libre de adhesión, de
una opción consciente en favor del Dios que acaba de ma­
nifestar su bondad todopoderosa, y a quien se ama. Esco­
ger a Yahvé es también aceptar el responder a su llamada
y prometer un servicio fiel. Tales fórmulas reaparecerán
esporádicamente en la literatura sapiencial (Sal 119, 30;
173). Pero son escasas, porque la gran mayoría de los es­
critores bíblicos parecen haber querido abandonarlas en
el momento en que descubrieron más claramente la tras­
cendencia de la elección divina.

Os ha querido Yahvé y os ha escogido...

El conocimiento de las grandezas de Yahvé llevará a


descubrir mejor el inaudito alcance de su gesto. Los de­
más pueblos tenían dioses a los que estaban ligados con
toda naturalidad: dioses que no eran apenas más que la
personificación de las fuerzas vivas de la nación. Aquí,
por el contrario, hay un Dios personal con quien ningún
vínculo natural particular ligaba a Abraham o a sus des-
20 J. GJBLET

cendientes. Y este Dios fue apareciendo cada vez más como


el Poderoso y el Santo: la historia del pueblo y la expe­
riencia privilegiada de los grandes profetas dan testimo­
nio de ello. Dios es el Creador y Señor del universo. Todo
el curso de la historia depende de El. ¿Por qué, entonces,
se inclinó hacia Israel? El problema de la elección es el
núcleo de esta paradoja que contrapone la grandeza infi­
nita de Yahvé a la miserable condición del pueblo hebreo.
Por lo demás, este pueblo, en el momento en que iba a
conocer el final de su destierro, es cuando mejor estaba
captando el sentido de su propia elección.
Los grandes profetas habían ido acentuando cada vez
más la gratuidad del don divino. Oseas había hablado del
inmenso amor con que Dios amaba a su pueblo: "Cuando
Israel era muchacho, yo lo amé ... " (Os 11, 1-4). El Deu­
teronomio lo expondrá con admirable claridad:
No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha
querido Yahvé y os ha escogido, pues vosotros erais el
más insignificante de todos aquellos pueblos; sino por
cuanto Yahvé os amó, y quiso guardar el juramento que
juró a vuestros padres, os ha sacado Yahvé con mano
poderosa, y os ha rescatado de servidumbre, de la mano
de Faraón rey de Egipto. Conoce, pues, que Yahvé tu
Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la miseri­
cordia a los que le aman y guardan sus mandamientos,
hasta mil generaciones; y que da el pago en persona al
que le aborrece, destruyéndolo ... (Dt 7, 7-10).

Según la perspectiva del Deuteronomio, Yahvé es el


Dios Creador y el Soberano de todas las naciones. Delibe­
radamente, escogió y llamó a Israel de entre todas las
naciones. Lo separó y lo puso aparte. Lo reservó para sí
y lo santificó. El motivo primero de esta elección no es
más que el amor de Dios. Es algo que escapa a todo cálculo
humano. Y sería inútil buscar otras razones. Los israelitas
son los conocidos y amados de Dios. Y este solo hecho
explica y explicará siempre su condición. Queda excluido
LA ELECCIÓN DE DIOS 21

positivamente el que ellos se hayan impuesto a Dios de


alguna manera. No. Los israelitas no formaban un pueblo
numeroso ni especialmente capacitado. La Escritura nos
dirá incluso que Israel era un pueblo de dura cerviz y
poco inclinado a la virtud (Dt 9, 4-6). Israel no era sino
una niñita desnuda, bañada en su propia sangre, y des­
preciada de todos, como dirá Ezequiel (Ez 16, 4). Todo se
explica por el amor absolutamente libre de Dios, y por
su fidelidad a las promesas (Dt 4, 37; 7, 8; 10, 15; 23, 5).
Dios es el Santo, el absolutamente libre. Y ejerce su pri­
macía como quiere. No está atado por ninguna cláusula
ni condición. Le gusta crear de la nada. Se le comparará
al alfarero que moldea el vaso a su antojo, soberanamen­
te, con amor (Jer 18, 2-6).
A este pueblo Dios lo escoge y le señala una meta. Y
para ello le encarga una tarea. La elección lleva consigo
la decisión de conducir a su pueblo hacia una situación
magnífica : a lo largo de todo el camino, allí estará Dios
para guiarlo, conducirlo, educarlo. Con miras a esa meta,
Dios ha escogido a ese pueblo, lo ha separado de otros y
lo ha santificado. Con miras a esa meta, Dios estará siem­
pre presente en su pueblo. Y le exigirá. El pueblo está
llamado a prestar un servicio y realizar una misión. Vere­
mos que todo ello consiste en asegurar la celebración de
un culto cada vez más espiritual, y de conducir hacia él
a todas las naciones.
Así que esta elección exige una correspondencia, que
es la fe. El pueblo no debe enorgullecerse. Tiene que acep­
tar la conciencia de su mediocridad e inadaptación. Tiene
que aceptar el don divino. No es una casualidad, segura­
mente, el que esta doctrina de la elección se haya des­
arrollado precisamente en el momento en que los pro­
fetas ponían de relieve la importancia de la pobreza es­
piritual que ha de caracterizar al auténtico pueblo de
Dios (Sofonías). Entonces es cuando se estaba compren­
diendo y amando mejor a Abraham.
22 J. GJBLET

La elección tiene por objeto a Israel. Pero debe alcan­


zar también-por Israel y en función de Israel-a todas
las naciones: el designio del Dios Creador abarca a toda
la humanidad. Israel ha sido escogido con miras a una
elección más amplia: la elección de todos los hombres, a
quienes Dios-pasando por alto sus pecados-quiere con­
vertir en hijos suyos. Es, ni más ni menos, lo que Abraham
había escuchado (Gn 12, 3). Lo que los profetas del des­
tierro recordarán con insistencia (Is 40-66; Zac y Jon).
Desde luego, Israel se encuentra en una situación privi­
legiada: está asociado particularmente-por gracia-al
Dios creador del universo. Esta unión y cooperación son
toda su gloria. Está encargado de una misión: por el he­
cho mismo de su separación, es una señal y un testimo­
nio; tal vez, deberá afirmarse frente a esos pueblos,
combatiéndolos. Pero esta perspectiva queda desbordada
por la conciencia-todavía confusa-de una misión posi­
tiva y de una invitación que, un día, reunirá a todos los
pueblos en un solo pueblo (Is 56-60; Sal 87).
El segundo Isaías, recogiendo una perspectiva esboza­
da por la tradición sacerdotal, llevaría más lejos aún la
doctrina que se había formulado de este modo. El destie­
rro contribuyó a purificar y elevar el sentido de la gran­
deza de Dios y de su poder creador. El profeta captó que
no hay más que un solo vasto designio de Dios que do­
mina y orienta la historia de la humanidad. Pondrá en
relación la creación y la elección, que son-una y otra­
obra de la palabra divina. Dios dice y las cosas son (Gn 1,
3 s; Sal 33, 9; 148, 5). Y este universo creado por Dios,
está llamado a continuar, a realizarse bajo la dirección de
Dios y en unión con El. Dios que crea inscribe en la na­
turaleza de cada ser un cierto dinamismo. Lo orienta. Lo
llama. El segundo Isaías considera deliberadamente la
creación como una vocación. Más aún, pone en relación
la creación del mundo y la vocación de Israel, indicando
LA ELECCIÓN DE DIOS 23

de esta manera que no hay más que un solo designio di­


vino:
Oyeme, Jacob, y tú, Israel, a quien llamé:
Yo mismo, yo el primero, yo también el postrero.
Mi mano fundó también la tierra,
y mi mano derecha midió los cielos con el palmo;
al llamarlos yo, comparecieron juntamente.
Juntaos todos vosotros, y oíd... (Is 48, 12-14).
Extendiendo los cielos
y echando los cimientos de la tierra,
y diciendo a Sión: 'Pueblo mío eres tú' (Is 51, 16).

Toda la historia del mundo está guiada por un amplio


designio de Dios. Pero Dios quiso realizar ese designio
juntamente con nosotros, porque quería finalmente una
gran comunión en el amor. La creación es ya una voca­
ción, un llamamiento al ser y al encuentro con El (Sab 11,
25). Pero, en lo que toca a los hombres, Dios va más lejos.
Y (en un momento dado) una nueva llamada exigirá una
correspondencia libre a su amor y a su gracia, una coope­
ración en su acción.
En cierto sentido, no hay más que una sola elección
que tiene por objeto el conjunto del universo y, especial­
mente, la humanidad. En función de este vasto designio
hay creaciones individuales y vocaciones particulares, co­
menzando por la vocación de Israel.

Las vocaciones particulares

Comprenderemos ahora cómo el Antiguo Testamento


llegó a realzar mejor el hecho de las elecciones particu­
lares. Estas no tienen sentido más que en función de la
vocación del pueblo. Tal cosa quedó clara desde el primer
momento, a propósito del rey: el rey está encargado por
Dios de guiar al pueblo. Es el pastor encargado de apa­
centar el rebaño de Dios (Ez 34). Es verdad que el rey
24 J. GIBLET

puede ser designado por el pueblo y aclamado por él. Pero


de Dios es de quien recibe su elección (Dt 17, 15; Sal 89,
20). El rey es un hombre escogido por Dios con miras a
una misión: la de guiar al pueblo, conforme a las pers­
pectivas de su Rey divino (Sal 72, 1-14). Y lo mismo hay
que decir de los sacerdotes (1 Cr 15, 2; Dt 18, 1-8; 21, 5)
y de los profetas. Estos nos cuentan sus vocaciones: Dios
les habla, Dios los llama, Dios los consagra y envía (Am 7,
15; 3, 7-8; Is 6; Jer 20, 7; 1, 4-10).Jeremías tendrá con­
ciencia incluso de que su vocación no hace más que ex­
presar para él, en un momento dado, una elección ante­
rior, elección que ha determinado su venida al mundo.
Vemos aquí, una vez más, que la creación está íntima­
mente relacionada con la elección: "Vino, pues, palabra
de Yahvé a mí diciendo: Antes que te formase en el vien­
tre te conocí, y antes que nacieses te santifiqué, te di por
profeta a las naciones" (Jer 1, 4-5). Volveremos a encon­
trar la paradoja de la debilidad humana que es fuerte con
la fuerza de Dios. A Jeremías que se lamenta: "¡Ah! ¡ah,
Señor Yahvé! He aquí, no sé hablar, porque soy niño",
Yahvé le responde: "No digas: Soy niño; porque a todo
lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande. No
temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte,
dice Yahvé" ( Jer 1, 6-8). Las vocaciones, preparadas des­
de toda la eternidad, inscritas desde el nacimiento, son
dirigidas por Dios en la hora en que a El le place. Estas
vocaciones convocan con miras a un servicio en humilde
fidelidad 1• El elegido no tiene por qué asustarse. Ni tam­
poco debe convertir su vocación en un título de gloria.
Todo en ella es obra de Dios. Y se inscribe dentro de la
realización integral del inmenso designio divino que na­
ció de su inmenso amor.

1 Con frecuencia, el nombre indica ya misteriosamente el designio divino.


Advirtamos también que reaparece de esta manera la doctrina común según la
cual el discernimiento de las vocaciones se lleva a cabo teniendo en cuenta el
conjunto de circunstancias concretas en las que el sujeto está comprometido.
LA ELECCIÓN DE DIOS 25

El Mesías, elegido de Dios

Entre todas las vocaciones individuales que se sitúan


de esta manera dentro de la elección de Israel, hay una
que ocupa un puesto absolutamente central: la vocación
del Mesías. El segundo Isaías anuncia un enviado divino
que acogerá al pueblo y que le merecerá finalmente el
perdón y la salvación. El Mesías es el principio y la causa
de aquel acontecimiento decisivo en el que todo se con­
sumará. Lo mismo que el pueblo, y en función de él, el
Mesías es objeto de una elección:

He aquí mi siervo, yo le sostendré;


mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento;
he puesto sobre él mi Espíritu;
él traerá justicia a las naciones (Is 42, 1).

Lo han hecho notar con frecuencia: el vocabulario


que caracteriza al Siervo es, en parte importante, el que
tradicionalmente designaba al pueblo (Is 43, 20; 45, 1).
Se trata, claro está, de un individuo determinado. Pero
que ha recibido la misión de representar a la nación. Esta
nación-por decirlo así-se encarna y se resume en él.
Yahvé le ha llamado desde el seno materno (Is 49, 5), lo
ha formado (Is 42, 6), lo ha llenado de su Espíritu y de su
fuerza (Is 42, 1), a fin de que pueda instruir (Is 42, 4;
50, 4). Será, en este sentido, un gran profeta que revelará
a las naciones los designios y las exigencias de Dios
(Is 42, 1, 4; 50, 4), y un juez poderoso (Is 50, 10--11). Fi­
nalmente, su sufrimiento y terribles humillaciones, gene­
rosamente aceptadas, le conducirán hacia un triunfo, con
el cual Dios le permitirá que asocie a todo su pueblo (50,
4-9; 52-53). La elección del pueblo entero se vincula con
la suya. Y parece, finalmente, depender de ella. Por una
curiosa paradoja, este descubrimiento de una persona en
que se concentrará la vocación del pueblo de Dios, va a la
26 J. GIBLET

par con una inmensa universalización: el Elegido se di­


rigirá a las "islas" y a las "naciones" (Is 49, 1; 56, 1-8; 60).
Y, finalmente, el título de Elegidos se aplicará a todos los
hombres venidos de todas partes y reunidos por la misma
gracia en la bienaventuranza de la Jerusalén de gloria
(Is 65, 9, 23).

Escollos y tentaciones

No es fácil ser el pueblo de Dios. Aquel que es objeto


de los favores divinos está llamado también a una dura
correspondencia: ha de estar atento, en todo instante,
a Aquel que le ha captado. Detenerse, replegarse sobre sí,
gloriarse por los dones de la elección misma : es ya una
manera de traicionar. El pueblo escogido, si no permanece
vigilante, conocerá la tentación, y por cierto en las for­
mas más insidiosas. En algunos momentos, el pueblo será
resueltamente infiel. Dejará de creer concretamente en
la elección, para buscar alimentos más terrenos. Echará
de menos "las cebollas de Egipto". La infidelidad, el ol­
vido puro y simple o el menosprecio de la elección divina
es un pecado, es decir, una falta contra el amor de Aquel
que le amó primero. El Judaísmo conocerá también la
tendencia a enorgullecerse de los privilegios, olvidando
la misión que los condiciona. Es el orgullo farisaico: el
sentimiento de una justicia adquirida por el solo esfuerzo
humano. Es el orgullo nacionalista, que impulsa a consi­
derar a Israel como una nación sin par, y que-en cierto
modo-se habría impuesto a Dios. Israel, sin embargo,
tiende a negarse a sí mismo como pueblo de Dios en la
medida en que se arroga el menor mérito. Todo es gracia.
Y todo está orientado hacia una meta digna del Dios Crea­
dor e infinitamente Amoroso: la reunión de todas las fa­
milias humanas en la caridad de los cielos.
Durante los últimos siglos que precedieron a nuestra
LA ELECCIÓN DE DIOS 27

era, tiende a establecerse una división entre los que, des­


arrollando el principio de la justicia según las obras de
la Ley, llegan al orgullo o a una falsa seguridad; y, por
otra parte, los pobres que viven en la fe y esperanza de la
venida de Yahvé (Dn). Tan sólo estos últimos estarán
preparados para reconocerlo.

JESÚS, EL ELEGIDO DE DIOS

Si es verdad que Jesús viene a establecer el Reino de


los cielos y conducir la historia de la salvación a su meta,
tendremos que concluir que Jesús realiza lo que consti­
tuía el objeto de la elección y que es el Elegido de Dios
anunciado por Isaías. Supieron captarlo admirablemente
San Lucas y San Pablo.
En el Tabor, Cristo se manifiesta en gloria, rodeado
por Moisés y Elías. Y recibe el testimonio del Padre:
"Este es mi Hijo, mi Elegido: escuchadle" (Le 9, 35). Esta
palabra, para los discípulos que están preparados para
oírla, evoca el oráculo del segundo Isaías. Jesús es el
Hijo y, por tanto, el Elegido del Padre. Ocupa el centro
de toda la obra divina. Debemos acoger su palabra, su
vocación, y entrar con El y por El en el mundo de gloria
hacia el cual convergían la Ley y los profetas. Toda elec­
ción queda en manos de El. Lo mismo que todo poder
espiritual. Pero esta elección (que pone en sus manos
toda la obra de la salvación) supone también-según la
misma enseñanza de Isaías-que el Elegido cargará con
los pecados de su pueblo y los expiará. Es, ni más ni me­
nos, lo que Jesús va a indicar inmediatamente: El está
encargado de liberar del demonio al mundo (Le 9, 37-43).
Pero lo hará al precio de su vida: "El Hijo del hombre
será entregado en manos de los hombres" (Le 9, 44). Y,
por una especie de ironía ciega, así lo saludarán los diri­
gentes judíos, cuando esté enclavado en la cruz: "A otros
28 J. GIBLET

salvó; sálvese a sí mismo, si éste es el Cristo, el escogido


de Dios" (Le 23, 35). No sabían que el Elegido no salvaría
a los demás sino aceptando perderse a sí mismo (Jn 12,
20 s). En efecto, El vino precisamente para esta hora
(Jn 12, 27). Y había deseado con gran deseo esta Pascua
(Le 22, 15). Jesús había entrado en el mundo con una
misión: la de salvar a los hombres. En la cruz, Jesús co­
rresponde sin reservas a su vocación, es-en el sentido
más vigoroso de la palabra-el Elegido de Dios. Y, en
función del sacrificio del calvario, Cristo llegará a ser-por
medio de la Resurrección-fuente de salvación: aquel en
cuyas manos se ha confiado toda salvación, como veremos
en seguida.
Pero era posible llegar más lejos todavía. Y San Pablo,
que, al final de su vida, contempla el Misterio de Dios, lo
vio magníficamente :

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucris­


to, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los
lugares celestiales en Cristo, según nos escogió en El
antes de la fundación del mundo, para que fuésemos san·
tos y sin mancha delante de El, en amor habiéndonos
predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de
Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad (Ef 1, 3-6).

El Apóstol, que es testigo de la obra divina que se


opera actualmente en la Iglesia, captó-con la luz del Es­
píritu-el sentido profundo del designio divino, de esa
elección que determina toda la historia de la salvación.
En ella, todo está dispuesto en función de Jesucristo: el
Hijo de Dios que se encarnó, que derramó su sangre y que,
una vez resucitado, se convirtió en el corazón de la huma­
nidad salvada. La elección sólo se explica por el amor, por
el amor inmenso del Padre hacia el Hijo, hacia el Amado.
En ella, todo es descubrimiento de la gracia: en Jesucristo
el Padre nos conoce, nos llama y nos ama. El Padre, en el
fondo, no conoce ni ama más que a su Hijo. Pero, desde
LA ELECCIÓN DE DIOS 29

ahora, nosotros estamos en El. Y, en El, somos Filii in Filio


("Hijos en el Hijo"). Con El estamos llamados a parti­
cipar en la admirable liturgia celestial, en la que todo es
santidad y caridad, acción de gracias y alabanza de gloria.
Tal es la doctrina de la elección. Bastará que vayamos se­
ñalando ahora su desarrollo.

VOSOTROS SOIS LINAJE ESCOGIDO ..•


PUEBLO ADQUIRIDO POR DIOS

Todo, pues, está vinculado con Jesucristo, el Hijo ama­


do y el Elegido del Padre. En función de Cristo se realiza
el gran designio de amor divino: la reunión de los hom­
bres salvados en la luz y caridad de Dios. Los hombres
son elegidos en Jesucristo. Serán llamados y santificados
por El. Precisamente por esto el Hijo se hizo carne: está
cargado de misión, y tiene conciencia de ella. En respues­
ta al llamamiento del Padre, vino al mundo "a buscar
y a salvar lo que se había perdido" (Le 19, 10). Jesucristo
es-en el sentido más vigoroso de la palabra-el apóstol
(He 3, 1). Toda su preocupación es "hacer la voluntad del
Padre y llevar a término su obra" (Jn 4, 34). Por esto,
Cristo se presenta primeramente como predicador: "No
he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepen­
timiento (Mt 9, 13). Llamar a los pecadores a la salvación,
darles esta inesperada oportunidad de escapar de su te­
rrible soledad: tal es la misión que el amor del Padre
confía a Jesús. El Maestro y los discípulos (que El ha
asociado consigo) irán por todos los caminos para llevar
a los hombres esta invitación del Padre. Irán a convocar
a los que el Padre ha conocido y amado. El apostolado, en
este sentido, es la señal y algo así como el sacramento del
amor divino. Vayamos más lejos: Cristo, que es la Pala­
bra encarnada, es también-por medio de toda su per-
30 J. GIBLET

sona-, Llamada de Dios, Vocación: encontrarse con El


es siempre, de una u otra manera, "ser llamado".
Los que han comenzado a responder a este llamamien­
to, los que han creído en el mensaje de la salvación y han
recibido-de la Iglesia-el bautismo, constituirán la co­
munidad mesiánica, el linaje escogido (1 P 2, 9). Es ver­
dad que siguen perteneciendo todavía al tiempo presente.
Y conocen las flaquezas de la condición humana: pero son
capaces de asumirla, viven ya realmente de la vida eter­
na. Están en el mundo. Pero no son ya de este mundo.
Viven con Cristo para Dios. Están, misteriosa pero real­
mente, en el seno de este mundo que, inconsciente, mar­
cha hacia la ruina. Pero ellos son los elegidos de Dios, los
que afrontan las pruebas con energía y serenidad, con la
esperanza del Encuentro con el Señor (Mt 24, 22, 24, 31;
Le 18, 7). Los que han creído en el Evangelio están segu­
ros de ser los elegidos de Dios: "Porque conocemos, her­
manos amados de Dios, vuestra elección; pues nuestro
evangelio no llegó a vosotros en palabras solamente, sino
también en poder, en el Espíritu Santo y en plena certi­
dumbre" (1 Ts 1, 4-5).
Desde luego, esta actitud (que es obra del amor pre­
veniente de Dios) no supone-ni mucho menos-una ac­
titud pasiva por parte del hombre. Creer es adherirse con
amor, es comprometerse. Toda vocación se hace con miras
a un servicio, a una misión. Cada miembro de la comuni­
dad de los elegidos que se reúnen acá abajo, está llamado
al servicio de Dios, a una vida de santidad que sea ala­
banza de Dios y testimonio: "Vestíos, pues, como esco­
gidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericor­
dia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de
paciencia,· soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos
a otros si alguno tuviere queja contra otro" (Col 3, 12-13).
Los cristianos han descubierto que su elección era pura
gracia, gesto magnífico del amor misericordioso del Padre.
Y, en consecuencia, deben vivir conforme al ritmo del
LA ELECCIÓN DE DIOS 31

amor de Dios. La caridad fraterna presupone una comu­


nión con la santidad del Padre. Los elegidos han de co­
rresponder, libremente, por amor. Se llegará incluso a
decir que deben "hacer firme su vocación y elección"
(2 P 1, 10). Con esta finalidad han de orar: después de dar
gracias por los dones recibidos y por el amor que los ha
escogido, pedirán a Dios que los ayude a corresponder
cada vez más y que consume en ellos lo que ha comenza­
do (2 Ts 1, 11-12).
¿Hará falta añadir que, dentro de esta perspectiva, la
antigua economía quedaba superada? La elección de Is­
rael había sido un favor enteramente gratuito, un don
concedido con miras a una misión, con miras a una meta
que ya se había alcanzado. Cristo Jesús realizaba ahora
lo que se había anunciado a Abraham y a los profetas:
la elección se extiende ahora a todos los hombres del
mundo. "Todos pecaron, y están destituidos de la gloria
de Dios" (Ro 3, 23), hacía notar San Pablo. Pero todos
también están amados por Dios (Ro 5, 6 s; Jn 3, 16), el
cual les ofrece la salvación en su Hijo inmolado y ven­
cedor. Desde este momento ya no habrá griego ni judío,
sino únicamente pecadores salvados por gracia, pecado­
res que han creído en "ese inmenso amor" (Ef 2, 4) que
se revela en Jesucristo. El drama del pueblo judío fue
rechazar ese amor. Y su defección momentánea es un mo­
tivo de pesar para nuestras almas cristianas (Ro y Ga).
En la medida en que la elección y la justicia de la Ley se
fueron convirtiendo en motivos de gloriarse y de arrogar­
se a sí mismo méritos particulares, muchos judíos se
separaban de Dios. La negativa de aceptar el llamamiento
de Jesús, la negativa de renunciar a los privilegios para
dejarse colmar, juntamente con todos los hombres del
mundo, no hacen más que revelar una ruptura ya antigua.
El pueblo de Dios no rehusa al Elegido y al Salvador.
Sabe reconocer a su Dios en la señal de que Dios es un
32 J. GJBLET

amor que se va revelando cada vez más poderosamente


(Ro 8, 28 s).

VOCACIONES APOSTÓLICAS

Aunque es verdad que todos los cristianos son elegi­


dos, sin embargo hay que añadir que cada uno de ellos
recibe una vocación personal: "El buen pastor conoce a
sus ovejas y las llama por su nombre" (Jn 10, 3). Más aún,
hay vocaciones diferentes, con miras a diversos ministe­
rios en el seno de la Iglesia. Pero cada una de esas voca­
ciones sólo se explica en función de Cristo y del pueblo
escogido.
El caso más claro es, desde luego, el de los apostoles.
Desde el principio de su ministerio, Jesús llama y hace
venir a los discípulos a los que un día convertirá en sus
apóstoles. Las cosas ocurren con gran sencillez. Ellos
vinieron a Jesús y reconocieron su mensaje (Jn 1, 35 s).
En un momento dado, el Maestro los llamó. Y respondie­
ron con fe. Lo abandonaron todo para adherirse a El : "Y
los llamó. Y ellos, dejando al instante la barca y a su pa­
dre, le siguieron" (Mt 4, 21-22). Como antaño Abraham,
hay que desasirse de todo lo demás, a fin de adherirse con
amor al Señor (Le 9, 57-62). Algunos rehusaron hacerlo,
con tristeza (Le 18, 23). Una larga historia comienza:
aprenderán a ir conociendo cada vez más a Jesús y su
misión : esa misión con la que se irán asociando cada vez
más claramente. Los evangelios describen las etapas de
esta unión y de esta cooperación desde el primer llama­
miento hasta la misión de Galilea y las enseñanzas rela­
tivas a la Iglesia (Mt 4, 18-22; 9, 35- 10, 42; 16, 16 s; 18),
desde la gran misión recibida de Cristo resucitado y con­
firmada por el Espíritu de Pentecostés hasta las obras
apostólicas y la unión en la muerte (Mt 28, 18-20; Hch 2;
Jn 21).
Es Dios quien llama en Jesús. Y esta elección se explica
LA ELECCIÓN DE DIOS 33

únicamente en función de su amor: "No me elegisteis


vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he
puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto
permanezca" (Jn 15, 16). Esta elección es una gracia y
don inaudito: "Vosotros también os sentaréis sobre doce
tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel" (Mt 19, 28).
Esta elección lleva consigo una íntima adhesión a Cristo,
una comunión vivida y profundizada en todos los instan­
tes. Y, en función de esta comunión, podrán ellos cumplir
su misión. "Después subió al monte, y llamó a sí a los que
El quiso; y vinieron a El. Y estableció a doce, para que es­
tuviesen con El, y para enviarlos a predicar, y que tuvie­
sen autoridad para echar fuera demonios" (Me 3, 13-14).
También Pablo sabrá muy bien que es "instrumento de
elección" (Hch 9, 15).
Así, pues, todo depende de esa elección divina: ¿qué
proporción podría haber entre esos hombres y la tarea
divina que les es confiada? Es Dios quien actúa. El apóstol
no debe enorgullecerse. Ni tiene por qué temer. Le basta
cooperar lo mejor que puede y ponerlo todo en manos de
Aquel que es el maestro de la obra. "Y tal confianza tene­
mos mediante Cristo para con Dios; no que seamos compe­
tentes por nosotros mismos para pensar algo como de nos­
otros mismos, sino que nuestra competencia proviene de
Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de
un nuevo pacto... el del Espíritu" (2 Co 3, 4-6). Y lo que
es verdad de los apóstoles, debe aplicarse igualmente a
los que reciben dones para el servicio de la Iglesia
(1 Co 12).
Todo esto nos afecta personalmente. Cualquiera que
sea nuestro puesto en la Iglesia, hemos sido llamados per­
sonalmente y tenemos una misión para el servicio del
Señor y de nuestros hermanos. Hemos de creer en ese
acto magnífico y generoso del Padre y tributarle gloria
humildemente: "¿Qué tienes que no hayas recibido?" (1
Co 4, 7). Esta vocación lleva consigo indisolublemente la
34 J. GIBLET

unión con el Señor y la acción en vinculación estrecha


con El. La Biblia no opone nunca la acción a la contem­
plación. Testimoniar (en medio del mundo indiferente u
hostil) la existencia de Aquel que nos ha amado y san­
tificado, probar la realidad sobrenatural de su caridad:
es ser apóstol (Jn 17, 17-23). Y todo esto, en la Iglesia:
la elección llega a nosotros por medio de la Iglesia, y nos
confía una tarea en el seno de la Iglesia. A quien la reci­
be, "la manifestación del Espíritu es dada con miras al
bien de la comunidad... Dios ha colocado los miembros
cada uno de ellos en el cuerpo, como El quiso" (1 Co 12,
7, 18).

LO DÉBIL DEL MUNDO, DIOS LO ESCOGIÓ ...

Recorriendo la Escritura, hemos ido hallando cada vez


más claramente esta extraña paradoja: Dios escoge lo dé­
bil y pobre. Sus caminos no son nuestros caminos. A Dios
le gusta crear de la nada. El humilde, el pobre, será el
amado de Dios y el instrumento de su acción más que
humana. La elección divina es don: un don que colma
al que es pobre de corazón. "Bienaventurados los que tie­
nen alma de pobre, porque de ellos es el Reino de los
cielos" (Mt 5, 3). Meditemos el Magnificat (Le 1, 46 s). Y
escuchemos a San Pablo:
Nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los ju­
díos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura;
mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo
poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo insensato de
Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es
más fuerte que los hombres ...

Lo necio del mundo escogi6 Dios, para avergonzar a los


sabios,· y lo dibil del mundo escogió Dios, para avergon­
zar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado es-
LA ELECCIÓN DE DIOS 35

cogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin


de que nadie se jacte en su presencia. Mas por El estáis
vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por
Dios sabiduría, justificación, santificación y redención; para
que, como está escrito: 'El que se gloría, gloríese en el Se­
ñor' (1 Cor J, 23-31).

Todo es gracia, porque Dios es amor. Y nosotros lo


sabemos.

Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les
ayudan a bien, esto es, a los que conforme a propósito son
llamados. Porque a los que antes conoció, también los pre­
destinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de
su Hijo, para que El sea el primogénito entre muchos her­
manos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a
los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justi­
ficó, a éstos también glorificó. ¿Qué, pues, diremos a esto?
Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? ... ¿Quién
acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica...
¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Ro 8, 28-35).

J. GIBLET
LA ALIANZA DE DIOS
CON LOS HOMBRES

"Yo viviré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y


vosotros seréis mi pueblo. Yo, Yahvé, vuestro Dios ... "
Estas palabras del Levítico (26, 12) expresan magnífica­
mente el hecho de la Alianza: el hecho que determina
toda la religión de Israel y se desarrolla plenamente en
la Iglesia de Jesucristo. Yahvé, el Dios personal y tras­
cendente, el Santo y el Creador, ha querido formarse un
pueblo e introducirlo-por gracia inaudita-dentro de la
familiaridad de su Presencia. Dios se vincula, de algún
modo, con aquellos a quienes ha escogido. Las demás
religiones explican la grandeza y el poder de un Ser su­
premo al que hay que temer o reverenciar. Ninguna de
ellas habla de un Dios infinitamente paternal que se in­
clina hacia la criatura para introducirla en una inefable
comunión con El. La noción de la Alianza constituye el
fondo de nuestra religión: conviene, pues, cm<?siderarla
con particular atención.
38 J. GJBLET

LA PRIMERA ALIANZA

La Alianza fue experimentada como un hecho antes


de ser experimentada por medio de fórmulas. Un día,
hace unos cuatro mil años, Dios intervino súbitamente
en la vida de una persona llamada Abraham. Le prometió
bendecirle, actuar con energía y bondad en su favor, con
la sola condición de que él caminase según la voluntad de
Dios. Dios, al intervenir de esta manera-con poder y
bondad-en la vida de los hombres que corresponden hu­
mildemente a su llamada, es ya el principio de la Alianza.
Asimismo, en el Sinaí, Dios evocará ante todo las grandes
obras en las que acaba de revelar su poder y misericor­
dia: "Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo
os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí" (Ex 19,
4; Jos 24, 2 s). Pero la Alianza va más lejos. Para com­
prenderla bien, hay que recordar primeramente lo que
dicha Alianza significaba normalmente para los hebreos.

Las alianzas humanas

Los libros más antiguos nos refieren numerosos casos


de alianza entre hombres o entre clanes. La meta última
es hacer la paz, crear vínculos de amistad semejantes a
los que unen a los miembros de una misma familia. Tra­
bar alianza significa, de algún modo, afirmar una volun­
tad mutua de tratarse como hermanos (Gn 21, 22 s; 26, 28;
1 R 5, 26). Esta voluntad de paz se expresará en un acto
solemne que comprometerá todo el futuro mediante una
promesa de ayuda mutua y amistad. Esta promesa cons­
tituirá incluso el objeto de un juramento. Y Dios será su
testimonio y garante. El voto humano recibe así una di­
mensión sagrada, un valor propiamente religioso (Gn 31,
49-50). Finalmente, es normal añadir ciertas señales que
LA ALIANZA DE DIOS 39

expresen esa voluntad de estar acordes. Tales son el apre­


tón de manos o el participar de un banquete en común.
Con frecuencia se ofrecerá un sacrificio. Finalmente, una
y otra parte se ponen de acuerdo en erigir un memorial
que permanezca como testimonio y prenda de la alianza:
Abraham planta un árbol como testimonio de su pacto con
Abimelec (Gn 21, 33). Jacob levantó un montón de piedras
(Gn 31, 48-52).

La Alianza concedida a Abraham

Y volviendo ahora a Abraham: cuando Dios quiera


confirmar de manera más solemne su voluntad de asociar
al patriarca con su designio de salvación, utilizará los
ritos y el vocabulario tradicional, aunque dándoles un al­
cance nuevo (Gn 15 y 17). Pues no se tratará de un con­
trato bilateral, ni la Alianza será un compromiso con mi­
ras a prestarse servicios recíprocos. Quien interviene es
el Dios infinitamente elevado y santo: Aquel a quien
debemos todo lo que somos. La Alianza, es, primordial­
mente, obra suya, un don, un favor, una gracia: "Y pon­
dré mi alianza(= pacto) entre mí y ti", dijo a Abraham. Y
éste lo acoge humildemente, con fe y gratitud. Dios quiso
asociar consigo a un hombre, descubrirle sus designios
(Gn 18, 17 s), confiarle una tarea en la realización de su
obra de salvación. Dios hará promesas (Gn 15, 5, 13 s;
17, 4 s), garantizará al anciano patriarca su fiel protec­
ción y una real comunión con El (Gn 17, 2). Más aún,
esas promesas constituirán el objeto de un juramento. Y
Yahvé, utilizando un viejo rito del país, querrá pasar-en
forma de antorcha de fuego-entre los pedazos de los ani­
males inmolados (Gn 15, 17; cf. Jer 34, 8). Finalmente,
la circuncisión quedará como la señal de la Alianza, como
la prenda inscrita en la carne de cada uno de los miem­
bros del pueblo, y que garantizará la participación en las
40 J. GIBLET

promesas en la medida en que ellos, a su vez, sean fieles


a las llamadas de Dios.

La Alianza del Sinai

Esta Alianza, concedida para siempre a Abraham y a


su posteridad, sería repetida y confirmada en el día en
que el pueblo, como tal, fuese capaz de comprometerse.
Vamos a estudiar de cerca este acontecimiento decisivo
que determina todo el desarrollo de la historia de la sal­
vación.
En el punto de partida tenemos, más que nunca, si
podemos decirlo, la todopoderosa intervención divina. Dios
se reveló liberando al pueblo de la servidumbre de Egip­
to, mostrándose más poderoso que el más poderoso de
los imperios humanos. Reveló su nombre a Moisés, su
profeta: el Dios de Israel es Yahvé, el que es, aquel cuya
faz nadie puede contemplar, aquel cuya infinita grandeza
nadie puede abarcar. Y es también el Dios infinitamente
bueno y misericordioso (Ex 33-34). El interviene sobera­
namente para beneficiar a Israel. Y le invita a recibir la
Alianza:

Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os


tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora,
pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vos­
otros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; por­
que mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de
sacerdotes y una nación consagrada (Ex 19, 4-6).

Así que Dios hace una extraordinaria promesa al pue­


blo al que acaba de liberar de la servidumbre de Egipto:
Dios, que es el amo y señor del mundo, quiere convertir
a ese insignificante pueblo de Israel en su tesoro particu­
lar. Le ayudará vigorosamente. Más aún, lo santificará e
introducirá en su presencia. Ellos serán los familiares de
LA ALIANZA DE DIOS 41

Dios, sus sacerdotes. Tal es el designio de Dios. Tal es su


voluntad de constituirse un pueblo o-mejor dicho-una
inmensa familia de hijos santificados y capaces de acer­
carse a El con confianza y amor. Y aquí aparece precisa­
mente la condición impuesta por Dios, y cuyo sentido
exacto no podemos desconocer.
Dios les exige que correspondan libremente a su lla­
mamiento y que entren libremente en su Alianza. Claro
está que tal Alianza es esencialmente un favor. Y que no
se trata de un contrato bilateral. Pero hay que aceptarla
sin reservas, y corresponder-en la fe-a las promesas y
a la vocación divina. Hay que abrirse a ese inmenso po­
der que viene de Dios. Y la Ley no hará más que fijar las
condiciones de esa aceptación. La Ley está al servicio del
designio de Dios. Es el instrumento jurídico (pero un ins­
trumento que debe ser eficaz) de una alianza en la que
el Aliado divino comunicará algo de su poder a fin de que
el aliado humano realice su voluntad. La presencia ac­
tuante de Dios transforma a los que se abren a su acción.
conformándose a la Ley y a los mensajes transmitidos por
los profetas (véase Jos 1, 5-7). ¡Paradoja de la acción di­
vina! Dios lo da todo. ¡Pero hay que conquistar lo que
El da! Los dones de Dios son tales, que hay que conquis­
tarlos. Si el pueblo cumple la voluntad de Dios, algo de
la potencia de Dios pasará a él e irá transformando al
mundo. Tal es la Alianza: no sólo una presencia mutua
y una comunión en el amor, sino también un régimen en
el que uno y el otro-en el despliegue de su poder-saben
que no forman más que una sola cosa, pero sin confun­
dirse por eso. "Si diereis oído a mi voz y guardareis mi
alianza, vosotros seréis mi especial tesoro... "
El pueblo respondió a este llamamiento. Y Moisés, el
mediador, celebró el rito solemne: mandó ofrecer sacri­
ficios y arrojó la sangre de las víctimas sobre el altar y
sobre el pueblo, simbolizando de este modo el vínculo que
se estaba contrayendo para siempre. En adelante, los
42 J. GIBLET

hebreos constituyen el pueblo y algo así como la familia de


Dios: "Israel es mi hijo, mi primogénito" (Ex 4, 22). Los
ancianos que subieron a la montaña, "vieron al Dios de
Israel ... El no extendió su mano sobre los príncipes de
los hijos de Israel; y vieron a Dios, y comieron y bebie­
ron" (Ex 24, 11). Nuevo símbolo del orden que quedó es­
tablecido: el pueblo, desde entonces, vivirá en la presen­
cia y bajo el impulso del Dios Santo. El Templo, como
veremos, será la señal y prenda de esta Alianza: Alianza
que hay que vivir desde ahora día tras día con confianza
y fidelidad.

La historia de la Alianza

Así, pues, la Alianza no expresa sólo el hecho de que


se ha contraído un pacto en un momento determinado.
Sino que está suponiendo una correspondencia incesante.
Y está invitando a ella sin cesar. La Alianza exige una fi­
delidad viva y despierta. Una falta de atención con el
Señor, el descuidar los compromisos y negarse a escu­
char la palabra de sus profetas, el tratar-finalmente-de
vivir a una escala puramente humana, sin preocuparse de
la Alianza : eso sería una falta grave. El pecado es un acto
de ruptura e infidelidad, una injusticia en el sentido bí­
blico de la palabra. No es sólo faltar contra el servicio de­
bido al Creador, sino que es traicionar a aquel que quiso
conceder-por medio de la alianza-una condición privi­
legiada y una participación más íntima en su propia san­
tidad. La gravedad del pecado está determinada por la ca­
lidad de los vínculos que se habían establecido entre Dios
y aquel que ahora los está rechazando.
Normalmente, esta traición debería traer consigo la
ruptura y la separación. Pero la Alianza es, primordial­
mente, el hecho de Dios, de un Dios fiel y misericordioso,
de Dios que es Amor. Desde luego, Dios sabrá castigar a
LA ALIANZA DE DIOS 43

los suyos. Pero ese mismo castigo seguirá siendo una señal
de su amor. Dios no abandona a aquel que le abandona:
responde a la infidelidad con un exceso de fidelidad y
amor fuerte y vigoroso. Los hebreos lo experimentarían
muy pronto y con mucha frecuencia. El Antiguo Testa­
mento es la historia de las infidelidades del pueblo y de
la adorable fidelidad de Dios:

Y pasando Yahvé por delante de él [Moisés], proclamó:


'¡Yahvé! ¡Yahvé!, fuerte, misericordioso y piadoso; tardo
para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guar­
da misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la
rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por
inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres
sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la ter­
cera y cuarta generación.' Entonces Moisés, apresurándose,
bajó la cabeza hacia el suelo y adoró. Y dijo: 'Si ahora,
Señor, he hallado gracia en tus ojos, vaya ahora el Señor
en medio de nosotros; porque es un pueblo de dura cerviz;
y perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos
por tu heredad' (Ex 34, 5-9).

La experiencia de esta fidelidad ("verdad", en el len­


guaje bíblico) y de esta misericordia conducirá a los pro­
fetas y a los "pobres de Yahvé" a descubrir mejor el
verdadero carácter de la Alianza. Es verdad que existe
un aspecto jurídico. Pero este aspecto queda desbordado
por todas partes, porque es Dios quien se compromete,
y Dios es amor. La Alianza lleva hacia una comunión:
nuevas imágenes lo irán expresando cada vez más clara­
mente. Yahvé es como un padre que ama y guía a su hijo
(Os 11, 1-4), es como una madre que jamás abandona el
fruto de su seno (Is 49, 14-16), es como un pastor que se
preocupa de cada una de sus ovejas y que está dispuesto
a prestarles todos los servicios (Ez 34). Oseas comparó al
Dios de Israel con un esposo cuyo amor es tan fuerte, que
logra de veras que retorne a él la esposa infiel, el pueblo
pecador:
44 J. GIBLET

Pero he aquí que yo Za atraeré y la llevaré al desierto,


y hablaré a su corazón... Ella se mostrará dócil como en
los días de su juventud, como en los días de su subida de
Za tierra de Egipto ...
Y te desposaré conmigo para siempre,· te desposaré con­
migo en justicia, juicio, benignidad y misericordia. Y te
desposaré conmigo en fidelidad, y conocerás a Yahvé (Os
2, 14-20).

Así que, desde ahora, el símbolo de los desposorios ex­


presará la realidad de la Alianza, acentuando con énfasis
que se trata de una obra del amor de Dios, el cual asocia
consigo a hombres débiles y pecadores. Conocerán a
Yahvé. Aprenderán a conocerle cada vez más en su po­
derosa misericordia. Desde este momento, Jeremías, Eze­
quiel e Isaías recogerán esta imagen. Y, precisamente
como expresión de este amor divino, el Cantar de los Can­
tares (que, primitivamente, no fue más que una especie
de epitalamio) fue recibido entre las obras canónicas 1•

Hacia una nueva Alianza

Sin embargo, los profetas fueron comprendiendo cada


vez más los límites de la primera Alianza. Mientras que
exaltaban el amor divino que responde a las infidelidades
de los hombres con una fidelidad aún más grande, soña­
ban en aquella época futura en que los hombres habrían
de ser capaces de corresponder sin reserva a los dones del
Señor. Sin renegar de la alianza del Sinaí, la considera­
ban como una especie de fase preliminar o como una pro­
mesa que apenas comienza a realizarse.
Jeremías, al ser testigo de las catástrofes inminentes,
es el primero en anunciar esta nueva alianza:

1 Notemos que este simbolismo, inspirado por el hecho del amor conyugal,
influiría a su vez en las concepciones relativas al matrimonio, como vemos en
Malaqufas 2, 14-16. Toda unión conyugal es como una Imagen de los desposo­
rios de Yahvé con su pueblo. Toda unión conyugal ha de esforzarse en realizar
tal fidelidad y amor.
LA ALIANZA DE DIOS 45

He aquí vienen días, dice Yahvé, en los cuales haré nue­


vo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No
como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su
mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos
invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos,
dice Yahvé. Pero éste es el pacto que haré con la casa de
Israel después de aquellos días, dice Yahvé: Daré mi ley
en su mente, y la escribiré en su corazón,· y yo seré a ellos
por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más
ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo:
Conoce a Yahvé; porque todos me conocerán, desde el más
pequeño de ellos hasta el más grande, dice Yahvé; porque
perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de
su pecado (Jer 31, 31-34).

Jeremías, pues, anuncia una nueva economía de la


fidelidad divina: una nueva economía que superará cla­
ramente a la establecida en el Sinaí. Un don divino, que
se concederá a cada uno, hará posible un conocimiento
personal de la voluntad del Señor y permitirá servirle sin
reservas. La antigua Ley seguía siendo todavía demasia­
do exterior: la nueva alianza permitirá una adhesión in­
terior sin reservas, y, por tanto, un inefable conocimiento
amoroso de Yahvé.
Ezequiel será más preciso aún. Es verdad que el pue­
blo traicionó y profanó el nombre divino ante las nacio­
nes. Pero Yahvé realizará una obra inmensa de perdón y
misericordia :

Y levantaré sobre ellas a un pastor, y él las apacentará;


a mi siervo David, él las apacentará, y él será por pastor.
Yo. Yahvé, les seré por Dios, y mi siervo David por prín­
cipe en medio de ellos. Yo, Yahvé, he hablado. Y estable­
ceré con ellos pacto de paz... Y sabrán que yo, Yahvé, es­
toy con ellos, y ellos son mi pueblo, la casa de Israel, dice
Yahvé el Señor (Ez 34, 23-25, 30).
Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados
de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos
os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nue­
vo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el cora-
46 J. GIBLET

zón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré


dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis
estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra.
Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres, y vos­
otros me seréis por pueblo, y yo seré a vosotros por Dios
(Ez 36, 25-28).

Como vemos, la llegada de esta época nueva está


vinculada con la misión del Mesías prometido a David. En
función de este Mesías, ellos-por gracia-serán purifi­
cados y recibirán un don divino, el Espíritu de Dios que
les permitirá practicar la Ley. Así que la esperanza de
la nueva alianza está ligada con la aparición de una per­
sona, el Mesías, que garantizará de parte de Dios la rea­
lización de esta unión.
El déutero-Isaías acentuará más todavía algunos ras­
gos. Recogiendo triunfalmente el tema de la esposa aban­
donada, muestra la época mesiánica como un tipo en que
el amor del Creador conducirá a su pueblo hacia una fe­
licidad y fecundidad inesperadas. El siervo mesiánico
será el corazón de una nueva alianza. Y todos los pueblos
estarán invitados a entrar en ella :
Regocíjate, oh estéril, la que no daba a luz; levanta can­
ción y da voces de júbilo, la que nunca estuvo de parto;
porque más son los hijos de la desamparada que los de la
casada, ha dicho Yahvé... Porque los montes se moverán,
y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi mi­
sericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Yah­
vé, el que tiene misericordia de ti.•.
Haré con vosotros pacto eterno, según las gracias pro­
metidas a David.
He aquí que yo lo di por testigo a los pueblos, por jefe
y por maestro a las naciones. He aquí, llamarás a gente
que no conociste, y gentes que no te conocieron correrán
a ti, por causa de Yahvé tu Dios, y del Santo de Israel que
te ha honrado (Is 54, 1, 10; 55, 3-5).

Así que la nueva Alianza será considerablemente am­


plia. Es verdad que, como alguien ha notado, al día si-
LA ALIANZA DE DIOS 47

guiente del diluvio Dios, Creador y Señor del mundo,


concedió una alianza al conjunto de la humanidad que
es criatura suya (Gn 9, 1-17). Pero ahora se trata de dar
tal extensión a la Alianza mosaica, que las naciones que­
den integradas en el pueblo mismo de Israel (Is 42, 1-4;
49, 6; 56, 1-8). El mensaje de los profetas termina así-en
los peores momentos del destierro y malestar-con una
perspectiva grandiosa.
El Judaísmo no permanecería fiel a tal perspectiva:
en el mundo judío que se irá organizando con la dirección
de los sacerdotes y escribas, se tenderá-más bien-a
considerar la antigua alianza como perfecta y a acentuar
excesivamente la importancia de la contribución humana.
El peligro de la noción de alianza consistía precisamente
en favorecer una visión jurídica e interesada de las cosas.
En algunos sectores se llegó incluso a considerar los bienes
celestiales como algo que era debido a derecho, en virtud
de la puntualidad en la observancia de las prescripciones
legales. Olvidaban que la Alianza nació del amor divino.
Y que, esa Alianza, no es posible vivirla más que en una
actitud de humilde confianza.

LA NUEVA Y ETERNA ALIANZA

En Jesucristo se cumpliría la esperanza de Israel. En


función de El se concluiría una Alianza que habría de so­
brepasar con mucho a las más halagüeñas esperanzas.
En Cristo, todo alcanza la forma perfecta. Y, por este mo­
tivo, le veremos primeramente como modelo y prenda y
principio de la nueva Alianza. Podremos, entonces, con­
siderarla como algo que se está realizando en la Iglesia
y, por tanto, en nuestras existencias individuales.
48 J, GIBLET

Cristo, nuestra paz

El Hijo de Dios fue enviado a un mundo débil y peca­


dor, a un mundo separado de Dios. Y el Hijo de Dios te­
nía la misión de salvarlo y de volverlo a llevar al Padre.
Porque Dios no quiso salvarnos como haciéndolo desde
fuera: el Hijo de Dios se encarnó, tomó la naturaleza hu­
mana, asumió nuestra condición concreta, la carne y la
sangre. Por ser Hombre-Dios, será-en el sentido más vi­
goroso de la palabra-el mediador, el que reúne en sí al
hombre y a Dios. Cristo es, por sí mismo, la Alianza. Por
este motivo, al Verbo encarnado se le saluda como "el
nuevo Templo" (Jn 1, 14). Y, por este motivo, es el Justo,
el Santo, el Siervo de Dios. De ahí que la verdadera Ley
esté encarnada en El: "Pues la ley por medio de Moisés
fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio
de Jesucristo" (Jn 1, 17).
Es, ni más ni menos, lo que se manifiesta en toda su
actividad de hombre. Al recoger las enseñanzas de Moi­
sés, Cristo revela su verdadero sentido. Y, al sobrepasar­
las, nos está conduciendo a la inteligencia de la voluntad
del Padre (Mt 5, 20 s). Como en el Sinaí la revelación de la
Ley había precedido al rito de ratificación, así Jesús ex­
puso primeramente el designio de Dios y las leyes del
Reino que comienza. Pero todo está orientado hacia el
acto definitivo del calvario: acto que El presentó delibe­
radamente como el sacrificio que instituye la nueva Alian­
za prometida por los profetas. He ahí un tema inmenso,
que los Apóstoles no cesaron de contemplar. Y que trata­
ron de expresar de múltiples maneras. Recordemos al­
gunas.
En la última Cena, Jesús-como refiere San Lucas-se
dirigió a sus discípulos y les dijo:

¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua an­


tes que padezca! Porque os digo que no la comeré más, has-
LA ALIANZA DE DIOS 49

ta que se cumpla en el reino de Dios ... Y tomó el pan y dio


gracias, y lo partió y les dio diciendo: Este es mi cuerpo,
que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí.
De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa,
diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que
por vosotros se derrama (Le 22, 15-16, 19-20).

Esta escena se sitúa, evidentemente, dentro de la pers­


pectiva de la Pasión que va a comenzar. Las palabras de
Jesús no adquieren su plena significación sino en función
de su muerte que es ya inminente. Indican el sentido y la
significación de esa muerte. Cristo va a morir por ellos,
en un acto de amor. Y, como el Siervo de Dios, del que
había hablado Isaías, será la víctima expiatoria que hará
posible la salvación de todo el pueblo. Pero todo ello ad­
quiere un contorno particular en función de algunas cir­
cunstancias especialmente reveladoras.
Se celebra la Pascua según la costumbre, se conme­
mora los acontecimientos del Exodo y del Sinaí, se re­
nueva la afirmación de fe en el Dios de Israel. Pero es ya
la última celebración antigua. Porque ahora se va a pro­
ducir algo nuevo y decisivo: hemos llegado a la Pascua
auténtica, de la que el Exodo y sus celebraciones litúrgi­
cas anuales no eran más que imagen y anticipación. Jesús
se entregará por ellos al Padre. Y el Padre aceptará ese
don tan perfecto. De este modo quedará sellada la nueva
Alianza, el nuevo Pacto. En el Sinaí, Moisés inmoló víc­
timas y derramó su sangre sobre el altar y sobre el pueblo
fiel. De este modo simbolizaba la unión que se estaba rea­
lizando. Pero ahora la paz se sella por la sangre de Cristo
inmolado en sacrificio perfecto de expiación. Y es tal la
perfección de este sacrificio, que basta para establecer
para siempre la alianza más admirable. La Epístola a los
Hebreos, recordando palabras del Maestro, sabrá darles
su debido énfasis (He 8-10).
Cristo vino para reconciliar con su Padre al mundo
pecador. Los temas paulinos de la reconciliación y de la
50 J. GIBLET

paz no hacen más que expresar este aspecto esencial de


la misión de Jesús.

De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es;


las cosas viejas pasaron,· he aquí todas son hechas nuevas.
Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo
mismo por Cristo... Porque Dios estaba en Cristo reconci­
liando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los
hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra
de la reconciliación. Así que somos embajadores en nom­
bre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros;
os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios
(2 Co 5, 17-20; véase Ro 5, 6-11).

Dios tomó la iniciativa de esta obra de reconciliación.


La misión de su Hijo se explica primordialmente por
esta voluntad soberana y amorosa: el Padre quiso res­
taurar el orden pervertido, y conducir a la humanidad
hacia un estado nuevo, "una nueva creación". Lo esen­
cial fue puesto por el gesto de amor de Cristo crucificado
(2 Cor 5, 14-15, 21). A los hombres les corresponde adhe­
rirse a El con fe y amor. Aunque la reconciliación es pri­
mordialmente un don, sin embargo lleva consigo una vo­
cación. ¿No nos lo dice la doctrina de la Alianza? Cristo
muerto y resucitado es nuestra Paz (Ef 2, 14). En El y
por El los cristianos pueden llegarse al Padre y volver a
ser los hijos de Dios. Jesús lo declara cuando-en la ma­
ñana de Pascua-dice a María Magdalena: "Ve a mis
hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a
mi Dios y a vuestro Dios (Jn 20, 17) 2•

2 La palabra griega ttiatheke, utilizada para designar la alianza o pacto,


podía designar también el «testamento» : acto por el cual una persona dispone
soberanamente de sus bienes en favor de aquellos a quienes reconoce como
hijos suyos. El Testamento adquiere vigor precisamente por la muerte del tes­
tador. Así lo comprendió San Pablo y se lo aplicó a Cristo (Ga 3, 15-17; He 9,
16-17). El testamento garantiza la herencia prometida a Abraham (Ga 4, 6; Ro
8, 17).
LA ALIANZA DE DIOS 51

La Alianza del Espíritu

En función de Cristo muerto y resucitado, los hombres


del mundo podrán entrar en contacto con Dios y participar
de la nueva Alianza. Dios, más que nunca, concede gracia
y colma de dones a los que le aceptan humildemente en
la fe. Con Cristo morirán a la vida según la carne para vivir
con El, según el Espíritu, para Dios. Tal es la obra del
bautismo (Ro 6, 1-11). El don del Espíritu caracteriza a
la nueva Alianza. Los profetas lo habían anunciado (Ez 36,
23-28). Cristo lo realiza (2 Co 3, 3 s; He 8, 9-12). Al enviar
su Espíritu a los creyentes, Cristo los purifica y santifica.
Los agrega al pueblo nuevo que El está constituyendo, y
que, juntamente con El, vive para Dios.
El Espíritu de Jesús revela también en toda su ampli­
tud la Ley nueva que se identifica con el mandamiento
único del amor. Jesús lo había estado sugiriendo intensa­
mente durante toda su vida. Y lo formularía con claridad
durante la última cena, en unión íntima con la ofrenda
del sacrificio de la alianza. Habrá que amar con El y en
unión con El (Jn 13, 34-35). Porque no sólo nos da una
norma admirable. No sólo tenemos el ejemplo magnífico
del comportamiento del Señor. Sino que, además, tenemos
un don espiritual, que es el único que hace posible el ejer­
cicio de este amor: "El amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue
dado" (Ro 5, 5). La Alianza es entrar filialmente en la
amistad de Dios y vivir conforme al ritmo de ese amor.
Pablo supo comprenderlo magníficamente. Y, por eso, con­
trapuso a la ley antigua la ley del Espíritu, la libertad de
los hijos de Dios (Ro 7-8).
Este descubrimiento del amor inmenso con que el Pa­
dre nos amó, dándonos su Hijo y haciéndonos participar
de su vida y de su Espíritu, constituirá el punto de par­
tida de una gran confianza y de una audaz esperanza. El
52 J. GIBLET

pueblo de la Alianza está seguro del amor y fidelidad de


su Dios, porque desde ahora participa de ese amor : "La
esperanza no decepciona" (Ro 5, 5).

El misterio de las bodas

Comprenderemos ahora por qué el simbolismo de las


bodas que, en la antigua economía, había expresado ya
tan magníficamente el carácter amoroso de la unión con­
cedida por Dios a su pueblo, llegara a comprenderse me­
jor desde este momento y fuese utilizado con predilec­
ción. La Iglesia es la esposa de Cristo (Jn 3, 29-30). San
Pablo volverá a menudo sobre este tema. Sin embargo, el
tema experimenta una transformación muy significativa :
en el Antiguo Testamento se acentuaba principalmente
el amor misericordioso para con la esposa infiel; ahora
se exaltará la pureza y el amor de la esposa que Cristo
ha adquirido para sí y ha unido consigo para siempre
(2 Co 11, 1-3). Este tema se desarrollará principalmente
en la Carta a los Efesios :

Someteos unos a otros en el temor de Dios. Las casadas


estén sujetas a sus propios maridos, como el Señor; por­
que el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es
cabeza de la Iglesia, la cual es su cuerpo, y El es su Sal­
vador. Así que, como la Iglesia está sujeta a Cristo, así
también las casadas lo estén a sus maridos en todo.
Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó
a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santi­
ficarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua
por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una Igle­
sia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa se­
mejante, sino que fuese santa y sin mancha.
... Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre,
y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne.
Grande es este misterio; mas yo digo esto respecto de Cris­
to y de la Iglesia (Ef 5, 21-27, 31-32).
LA ALIANZA DE DIOS 53

Se repite libremente las fórmulas antiguas. Y se piensa


principalmente en Ezequiel (16, 1-14), dirá alguno. Pero
desde este momento Cristo asume el papel atribuido a
Yahvé. Todo está determinado por aquel amor que le
indujo a entregarse hasta la muerte, a fin de que na­
ciera la Iglesia. Cristo hace que la humanidad participe
-por el bautismo-de su condición de resucitado. Y, de
este modo, se presenta a sí mismo una Iglesia pura, santa
e inmaculada, enteramente dispuesta para el servicio que
no es más que expresión de un amor sin reserva. Antaño,
las bodas humanas proporcionaron un punto de partida al
simbolismo; ahora, las imágenes se invierten, y el amor de
Cristo y de la Iglesia permite comprender y vivir plena­
mente las bodas humanas. El amor de Cristo hacia la
Iglesia-amor que la santifica-, se convierte en el modelo
y fuente del amor conyugal. Y, por lo mismo, el matri­
monio humano aparece como una vocación de santidad.
Cada hogar cristiano es como una Iglesia en pequeño. Y
tal hogar no se explica ni se realiza bien, si no es viviendo
al mismo ritmo de la Iglesia.
San Pablo inaugura, al mismo tiempo, la tradición es­
piritual que ve en cada alma cristiana una esposa de Cris­
to (2 Co 11, 1-3; Ro 7, 4) y una elegida con una alianza
de amor personalísima. La tradición monástica verá en
cada consagración religiosa una especie de repetición de
la nueva y eterna alianza. Más aún, cada cristiano está
vinculado personalmente con Dios. Jeremías había dicho
la verdad.

Una mejor Alianza, establecida sobre


mejores promesas (He 8, 5)

El valor de la Alianza está condicionada por la cali­


dad y poder de aquel a quien Dios establece como me­
diador. Por tanto, la nueva Alianza es la mejor, ya que
54 J. GIBLET

sólo existe en función de Cristo resucitado. Desde ahora


los que creen en Jesús están en paz con Dios, y partici­
pan del don del Espíritu que es el vínculo de la Alianza.
Pero queda por delante de nosotros una historia que ha
de conducir (a través de pruebas que tienden a acentuar
la fidelidad) hacia una espléndida consumación : si desde
ahora somos introducidos en la familia de Dios, sabemos
también que un día veremos al Señor cara a cara (1 Co 13,
12). "Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha
manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuan­
do El se manifieste, seremos semejantes a El, porque le
veremos tal como El es" (1 Jn 3, 2).
Comprenderemos fácilmente que en el momento de la
Parusía la Alianza adquirirá todo su sentido. Desde el día
de la vocación de Abraham, el Señor ha estado manifes­
tando su voluntad de bendecir a todas las familias de la
tierra. Llegará la hora en que todos los que hayan creído
en el Hijo de Dios que se hizo carne por nuestra salvación,
serán introducidos-juntamente con El-en la adorable
intimidad del Padre. Lo que ahora está comenzando, se
desarrollará plenamente. Y el pueblo de Dios estará todo
él, por gracia de Dios, en el Padre (1 Co 15, 28). Es, ni más
ni menos, lo que las últimas páginas del Apocalipsis tra­
tan de evocar ante nuestros ojos:
Y oí como la voz de una gran multitud, como el estruen­
do de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos,
que decía: ¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todo­
poderoso reina! Gocémonos y alegrémonos y démosle glo­
ria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa
se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista
de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino
es las acciones justas de los santos. Y el ángel me dijo:
Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena
de las bodas del Cordero (Ap 19, 6-9).

Tal será el triunfo final. Tal será la bienaventuranza.


Participar, juntamente con toda la Iglesia, de aquella ine-
LA ALIANZA DE DIOS 55

fable unión del cielo. Desde luego que habrá pruebas: el


Esposo pasó por la muerte. Es el Cordero inmolado y ven­
cedor. La esposa tuvo que "lavar su ropa y blanquearla en
la sangre del Cordero" (Ap 7, 9-14). Pero esto conduce a
una comunión con las tres Personas divinas: comunión
que es la bienaventuranza misma.

Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer


cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía
más. Y yo, Juan, vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén,
descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa
ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que
decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres,
y El morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mis­
mo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lá­
grima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá
más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas
pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí
yo hago nuevas todas las cosas... Hecho está. Yo soy el
Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed,
yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida.
El que venciere heredará todas las cosas, Y YO SERÉ su
DIOS, Y EL SERÁ MI HIJO (Ap 21, 1-7).

J. GIBLET
EL PUEBLO DE DIOS

Dios quiso constituir para sí un pueblo que fuese capaz


de acoger sus dones y corresponder a ellos sin reservas.
La historia de la salvación no es más que la historia de la
formación y santificación de este pueblo. Tal historia,
que se inaugura con la vocación de Abraham y los acon­
tecimientos del Exodo, continuará hasta los días de Cristo
y de la Iglesia, porque finalmente-con ocasión de la
Parusía-el pueblo de Dios alcanzará su meta, y se ma­
nifestará en todo su esplendor "la sabiduría de Dios en
todas sus variadas formas" (Ef 3, 10). Finalmente, en este
pueblo y en función de él cada hombre será capaz de en­
contrar al Señor.

EL PUEBLO DE ISRAEL

Para comprender la posición de Israel, hay que situar­


la en relación con el mundo circundante. Los once prime-
58 J. GIBLET

ros capítulos del Génesis evocan, con sugestivos relatos,


la condición concreta del mundo abandonado a sí mismo.
Son, por decirlo así, el decorado sobre el que va a comen­
zar a desarrollarse la historia de la salvación.
El mundo es obra de Dios. Y Dios es el dueño y señor
de todos los hombres. El los llama a un servicio filial, que
es también cooperación con su obra creadora (Gn 1-2).
Pero el hombre rechazó la vocación divina. Se apartó del
Señor para tratar de conseguir sin El y contra El una
condición divina. El egoísmo triunfó. Y desde entonces va
a proliferar. Cada individuo tiene tendencia a apoderarse
lo más rápidamente posible, y en contra de los demás, de
esos bienes terrestres que le consta son tan efímeros. Hay
una continuidad perfecta desde Caín hasta las violencias
de la generación del diluvio y hasta la construcción de la
torre de Babel: que puso de manifiesto el fracaso de la
loca tentativa de llegar hasta los cielos. Todo acaba en la
dispersión de pueblos enemigos. Por el mundo hay mul­
titud de naciones y clanes que se enfrentan entre sí o
pretenden ignorarse: el mundo del pecado es el mundo
de los nacionalismos, de la soledad y de la violencia.

El nacimiento del pueblo de Dios

Sabemos muy bien cómo Dios respondería a todo esto


con un nuevo gesto de amor. Intervendrá con poder para
volver a hacer de esa familia desgarrada una sola familia,
reunida finalmente en torno de su Padre (He 2, 8). Es, ni
más ni menos, lo que había declarado a Abraham: quiere
bendecir a todas las familias de la tierra (Gn 12, 3). Pero
las cosas se llevarán a cabo lentamente, con infinita dis­
creción. Una familia no puede edificarse mediante un de­
creto. El pueblo de Dios se va realizando lentamente.
Todo comienza con la vocación de una persona y con la
promesa de un hijo que habrá de ser el punto de partida
EL PUEBLO DE DIOS 59

de un pueblo. Sara era estéril. Y Abraham había perdido


la esperanza de tener hijos. Dios interviene. Y Abraham
cree contra toda esperanza (Ro 4, 18). Este hijo que le
será dado, Isaac, es algo así como la imagen de lo que será
el pueblo de Dios. Nació por una voluntad particular de
Dios. Conforme al ejemplo de Abraham, será un "separa­
do", un "consagrado a un servicio humilde y confiado":
servicio que constituirá toda su gloria. Será un pueblo en
camino, un pueblo que no tenga morada permanente. Un
pueblo que esté preocupado de caminar día tras día en pos
de las huellas de Dios, en compañía de su Dios. Vivirá con
la vigorosa y alentadora esperanza de la herencia prome­
tida, aguardando la tierra santa que Dios le hará capaz
de conquistar.

La comunidad del desierto

Cuatro siglos más tarde, una masa de hombres que


descendían de los patriarcas oirán el llamamiento. Y el
pueblo, como tal, se comprometerá ante su Señor. A lo
largo de toda su historia, Israel se ha estado refiriendo a
los acontecimientos decisivos del Exodo (Dt 5, 3). Y no
ha cesado nunca de descubrir su significado.
Todo comienza con un gesto poderoso de Yahvé, el
cual, después de revelarse a Moisés de manera extraordi­
naria (Ex 3), libera a su pueblo que estaba cautivo de los
egipcios. Pero a ese pueblo, al que está guiando y soste­
niendo, no quiere tratarlo como una conquista. En el Si­
naí le invita a pactar con El una Alianza, a decidirse li­
bremente a ser el pueblo de Dios. "Ahora, pues, si diereis
oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi
especial tesoro sobre todos los pueblos... Y vosotros me
seréis un reino de sacerdotes, y gente santa" (Ex 19, 5-6).
Estas palabras definen los deberes de Israel: deberes que
le harán capaz de asumir el papel de pueblo de Dios.
60 J. GIBLET

Constituirán una nación que habrá de tener en Dios a


su soberano poderoso y bueno. En efecto, históricamente,
el Dios del Sinaí es el único que agrupa y lentamente va
reuniendo a los clanes descendientes de Abraham. Israel
no nació de una conciencia racial. Sino que se formó gra­
cias a la correspondencia a su Dios. Los libros de Josué
y de los Jueces lo demuestran claramente. En los oríge­
nes, los israelitas no se reunían más que con ocasión de
las fiestas religiosas, y en torno a los antiguos santuarios.
Durante largo tiempo no habrá más autoridad soberana
que la de Yahvé, el cual, en ocasiones, intervendrá por
medio de los jueces o los videntes (1 S 8). En adelante, la
fe en Yahvé y la conciencia de ser una nación irán a la
par. El pueblo de Yahvé será un pueblo santo. Dios lo
tomó y separó de los demás, para consagrarlo particular­
mente a sí. Dios es el Santo. Israel no cesará de descu­
brirlo. Dios manifiesta su santidad santificando al pueblo
al que ha escogido: la santidad de Dios expresa, al mismo
tiempo, su infinito poder y su infinita misericordia. Dios
santifica a su pueblo haciendo que se adapte a El, hacién­
dole participar de su condición divina, actuando en su
favor con poder y bondad y cooperando con él. El pueblo
santo es el pueblo unido con Dios en el conocimiento y en
el amor, el pueblo que corresponde a la santidad activa de
Dios en medio de este mundo pecador.

Yo Yahvé que os santifico, que os saqué de la tierra de


Egipto, para ser vuestro Dios. Yo Yahvé (Lv 22, 33).
Yo soy Yahvé vuestro Dios, que os he apartado de los
pueblos... para que seáis míos (Lv 20, 24, 26; Lv 11, 44;
Ez 20, 12; 37, 28).

Este pueblo, que participará íntimamente de la fuer­


za y pureza de su Señor, será como una señal entre las
naciones, un pueblo testigo, un pueblo mediador. Vién­
dole a él, se aprenderá a conocer al verdadero Dios.
Sin embargo, esta santidad lleva consigo un servicio.
EL PUEBLO DE DIOS 61

Los israelitas constituirán un reino de sacerdotes, un


pueblo consagrado al culto de Yahvé. Y este culto no se
limitará a las ceremonias litúrgicas. Yahvé es un Dios per­
sonal e infinitamente bueno y recto. Para servirle, hay que
amarle y conformarse a su voluntad, hay que configurarse
a sí mismo y dejarse configurar por la imagen suya. El
culto lleva consigo un compromiso de todos los instantes,
una vida moral santa. "Para que os acordéis, y hagáis to­
dos mis mandamientos, y seáis santos a vuestro Dios"
(Nm 15, 40). Así serán capaces de santificar a Yahvé, de
aclamar su bondad y poder, y de hacer que se le conozca
y reverencie entre las naciones: "Y no profanéis mi santo
nombre, para que yo sea santificado en medio de los hijos
de Israel" (Lv 22, 32; Nm 20, 12; 27, 14; Is 8, 13; 29, 23).
La invocación del Padrenuestro: "Santificado sea tu nom­
bre", orienta ya la oración de la antigua alianza. Es verdad
que habrá un sacerdocio especializado. Y esta gracia será
concedida a la tribu de Leví. Pero los israelitas irán ad­
quiriendo conciencia cada vez más de la vocación perso­
nal que Dios les ha dirigido (Is 61, 6).
Comprenderemos, pues, que este pueblo sea definido
como la comunidad del culto: comunidad que recibe fre­
cuentemente el nombre de Qahal, y que un día recibirá en
griego el nombre de Ekklesía. Se trata de la asamblea del
pueblo reunido en el Templo, en torno a sus jefes religio­
sos y civiles, con miras al culto (Nm 15, 15; 16, 3; 20, 4;
Dt 23, 2 s; Mi 2, 5; Neh 5, 13; 1 Cr 13, 4). El pueblo que
camina por el desierto, aparecerá más tarde como la co­
munidad ideal hacia la cual hay que esforzarse conti­
nuamente por volver.
Así que la comunidad de Israel que, lentamente, va
organizándose y dándose una estructura, se concibe a sí
misma como el pueblo de Dios, santificado por El y con­
sagrado a un servicio litúrgico que compromete toda la
vida de cada miembro. El rey, los sacerdotes y los profe­
tas, los sabios y los humildes: todos han de esforzarse
62 J. GJBLET

por servir al rey Yahvé. El pueblo de Dios no existe más


que en función de su Dios. Tratar de vivir a escala hu­
mana, buscar por caminos humanos ventajas humanas
sería ya una traición: los profetas se encargarán de re­
cordárselo a los reyes y a los poderosos.

Un pueblo combatiente

Pero este pueblo separado y santificado, no es llevado


para siempre lejos de todo contacto con las demás nacio­
nas. Antes al contrario, deberá esforzarse por enfrentarse
con ellas, con la fuerza de su Soberano. Situado frente a
las naciones que rechazan a Yahvé y cometen abomina­
ciones, el pueblo de Dios será un pueblo en estado de
lucha. Yahvé le ayuda. Pero él debe conquistar valero­
samente los dones divinos. Basta escuchar la orden de
misión dirigida a Josué :
Mi siervo Moisés ha muerto; ahora, pues, levántate y
pasa este Jordán, tú y todo este pueblo, a la tierra que yo
les doy a los hijos de Israel... Nadie te podrá hacer frente
en todos los días de tu vida; como estuve con Moisés, es­
taré contigo; no te dejaré ni te desampararé. Esfuérzate y
sé valiente; porque tú repartirás a este pueblo por heredad
la tierra de la cual juré a sus padres que la daría a ellos
(Jos 1, 2-6).

Yahvé es la fuerza de Israel, el Dios de los ejércitos,


Yahvé Sabaoth. Y por El conquistará Israel la tierra san­
ta y la heredad prometida a los antepasados. Pero los do­
nes de Dios hay que conquistarlos. Hay que esforzarse
y ser valiente, con una firmeza y perseverancia que es ya
una forma de la fe... Dios le presta ayuda en proporción
de su fidelidad.
Esta lucha contra las naciones paganas ocupa un gran
lugar en nuestros relatos. Tal lucha es la imagen de la
hostilidad de las fuerzas del mundo, de los pueblos del
EL PUEBLO DE DIOS 63

pecado contra Dios que regresa. No es posible aceptar


compromisos. Los que rehusan reconocer a Dios y a su
pueblo, son excluidos, rechazados, condenados (Jos 6, 17).
Algunas violencias serán consecuencia de esta manera
de ver las cosas. No se trata, ni mucho menos, de justi­
ficarlas. Tales violencias atestiguan el carácter-todavía
imperfecto-del sentido de Dios, al que habían llegado las
primeras generaciones israelitas. Pero muestran también
el sentido exacto de lo que siempre será lo esencial, la
necesidad de corresponder sin reservas a Dios, y de re­
chazar todo compromiso y toda indiferencia. A las gene­
raciones sucesivas les corresponderá descubrir más el
amor de solo Dios. Pero los hebreos saben desde ahora
que la historia del mundo está determinada por un gran
combate contra las fuerzas del mal, combate en el que
ellos están necesariamente comprometidos en favor de
Dios, y en el que no pueden actuar sino en función de su
fe. Se llegará, de este modo, a las doctrinas escatológicas
que tienen ante la vista el vasto conflicto en el que Dios,
finalmente, reducirá las fuerzas malignas que dominan
al mundo: el Reino de Dios será el acontecimiento de una
victoria. El Apocalipsis no se cansa de repetirlo.

Las infidelidades del pueblo de Dios

Con David el pueblo alcanza una especie de apogeo. El


joven monarca unificó las fuerzas de la anfictionía israe­
lita, y llevó a cabo guerras victoriosas contra los antiguos
enemigos cananeos. Afirmó la unidad así conquistada,
fundando una capital, Jerusalén, y echando los cimientos
del Templo que Salomón debería construir.
La explotación del suelo, la organización política y mi­
litar, las relaciones exteriores y las posibilidades comer­
ciales se desarrollaban. En tiempo de los reyes, el pueblo
de Dios, triunfante, conocerá la tentación del éxito. Trata-
64 J. GIBLET

rá de triunfar humanamente, sin preocuparse demasiado


de los puntos de vista de Dios. E intentará suplir por medio
de intrigas la debilidad de las armas.
Al hacer esto, el pueblo, dócil a sus reyes, tiende a
renegar de su misión. El pueblo no existe más que en
función del Dios Santo que lo ha escogido. No existe sino
en la medida en que corresponde al designio del Señor.
En cuanto busca su simple ventaja terrena, en cuanto
trata de triunfar según los puntos de vista de la sabiduría
humana poniendo únicamente su confianza en los medios
de este mundo: se está negando a sí mismo como pueblo
de Dios. La Alianza misma se convertiría en una ilusión
y engaño, si el Dios fiel no velase. Dios enviará sus
profetas, los cuales recordarán las exigencias y bellezas
de la Alianza y anunciarán los castigos de la infidelidad.
Pero esos castigos, en sí mismos, no constituyen una rup­
tura definitiva ni el abandono por parte de Dios. Son, más
bien, la señal de la fidelidad atenta y del amor exigente
del Dios de Israel (Oseas). Un "resto" persistirá en una
fidelidad aún mayor. Y para él se cumplirán las promesas.
La noción del pueblo de Dios es cualitativa. No se es
miembro del verdadero pueblo de Dios sino en función
de una fidelidad humilde y activa. Y de este modo se for­
mará, en el seno de Israel, el pueblo de los pobres : pueblo
que es el único que Yahvé reconoce por suyo (Sof 3, 11-13;
Is 55).

El Israel futuro

La catástrofe del año 587 señala una fecha capital en


la historia del pueblo de Dios: la ciudad de Jerusalén
cae bajo los ataques de Nabucodonosor. Esto significa la
ruina del Templo, el destierro, la destrucción de todas las
instituciones de Israel. Y a este pueblo despojado de todo,
los profetas le traerán un mensaje de esperanza. Los sig-
EL PUEBLO DE DIOS 65

nos y prendas de la Alianza-el Templo y la monarquía­


han quedado destruidos. Pero queda Dios, que es fiel y
que, para su pueblo humillado y contrito, realizará sus
promesas. Dios es el que no abandona jamás (Ez; Is 40-
66; Za). Y, en efecto, un día despuntó la aurora de la li­
beración. Columnas de desterrados regresaron al país. Y
comenzaron, con fe, la labor de reconstrucción. No se
trataba de repetir aquellas maneras de obrar que habían
conducido al desastre. El pueblo seguirá estando bajo
control extranjero, sea persa, griego o romano. Pero, al
estar privado de sus prerrogativas políticas, se organiza
religiosamente bajo la dirección de los sacerdotes y escri­
bas. Las leyes de Moisés y las antiguas costumbres de
Israel, los oráculos de los antiguos profetas y las legisla­
ciones ideales forjadas en el destierro, se encargarán de
guiarlo. Todo está determinado por la Ley y el Templo.
Tratan de volver a formar el Qahal del desierto, como lo
atestigua la literatura sacerdotal, y principalmente los
libros de las Crónicas 1•
Sin embargo, la conciencia de las cosas de que actual­
mente se carece, y el sentimiento agudo del mal que actúa
en este mundo (sentimiento que las persecuciones hele­
nísticas acentúan) conducirán hacia nuevos horizontes.
Lejos de abatir a las almas, la visión de las violencias
desplegadas por Antíoco IV y el espectáculo de muchos
judíos atemorizados inducen a los mejores a pensar con
ilusión en los tiempos futuros vaticinados por los profe­
tas. Aparecerá un pueblo nuevo. Y sólo entonces revi­
virá-con esplendor-la comunidad del desierto. Será un
inmenso don divino, una realidad propiamente celestial
en la que los fieles serán introducidos por gracia. El pue­
blo nuevo será invitado a celebrar la liturgia celestial con
los ángeles y santos. Y se conocerá a Dios. Todos los pue-

1 Los manuscritos esenios, descubiertos en Qumran, nos revelan la existen­


cia de una comunidad que intenta redescubrir la organización del desierto.
66 J. GJBLET

blos serán invitados a ello. Y el pueblo de Dios se verá


dilatado hasta las extremidades del mundo (Is 56; Sal 87;
Jon). Mientras que algunos sectores se encierran en el
particularismo y en un nacionalismo sombrío, los pobres
aspiran a la venida del Enviado divino que establecerá el
nuevo pueblo de Dios.
En vísperas del Nuevo Testamento, son poco numero­
sos-¡ qué duda cabe!-los que viven de esta esperanza.
Y poco a poco parece que el pueblo se ha ido restringien­
do: desde Moisés hasta los días del destierro y de los "po­
bres de Yahvé", se ha ido afirmando la doctrina del pe­
queño "resto". Estos se volvieron hacia Aquel en quien
todo se va a resumir y del que todo ha de nacer: Je­
sucristo.

EL ISRAEL DE Dms, QUE ES LA IGLESIA

En efecto, con Jesús y en función de El llegamos a la


época última en la que todas las cosas alcanzarán su for­
ma perfecta y definitiva: Cristo vino a constituir el pue­
blo nuevo. Y sus discípulos, que experimentan tal acon­
tecimiento, tratan de expresar su sentido e importancia.

Cristo Jesús, fundador de la Iglesia

Desde los primeros días de su predicación, Jesús pro­


clama un acontecimiento inaudito: "El tiempo se ha cum­
plido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y
creed en el Evangelio" (Mr J, 15). Las promesas de los
profetas están cumpliéndose. Y se está colmando la es­
peranza del pequeño "Resto" que ha permanecido fiel.
En la hora fijada por Dios se opera el gran cambio. Los
últimos tiempos comienzan. Dios desciende hacia nos­
otros, y va a cambiar el mundo. Las fuerzas del mal serán
EL PUEBLO DE DIOS 67

juzgadas y destruidas. Los fieles serán transformados. Y


el poder divino se ejercerá en ellos y por medio de ellos.
La salvación final es un hecho. Ya no es sólo una hermo­
sa esperanza.
Sin embargo, el advenimiento escatológico tiene va­
rias fases : con la predicación de Jesús los bienes celes­
tiales se ofrecen a los hombres. Hay que convertirse, creer
en el Evangelio, y finalmente creer en Aquel que lo pro­
clama y que es capaz de realizarlo. Por medio de la peni­
tencia y de la fe en Cristo Jesús se entra en el Reino de
Dios. Pero este Reino sigue siendo todavía, durante algún
tiempo, una realidad velada y misteriosa. Todas las pa­
rábolas están de acuerdo en acentuarlo: el Reino está ya
entre nosotros. Pero ha de crecer y desarrollarse hasta la
hora del florecimiento y de las manifestaciones deslum­
bradoras. Todo el Evangelio es una ilustración de estas
afirmaciones. Renunciamos a presentar citas.
Más aún, Jesús quiso asociar hombres a su misión.
Escogió, formó y envió apóstoles. Les anunció que, luego
de su muerte y resurrección y en función de tal ministe­
rio, deberían recorrer el mundo a fin de reunir a los ele­
gidos en el nuevo pueblo de Dios, al que denomina "la
Iglesia". Jesús mismo, recogiendo la imagen tan querida
de sus profetas (principalmente de Ezequiel), se presentó
como el Pastor que viene a recoger las ovejas fatigadas
y dispersas, a fin de introducirlas en el redil del Padre y
en la felicidad de los hermosos pastos celestiales (Mt 9, 36;
Le 15, 3 s; Jn 10, 1 s). Los discípulos estarán asociados a
esta tarea pastoral. Serán los encargados de reunir al pue­
blo de Dios. Y esta misión los llevará hasta las extremi­
dades del mundo (Mt 28, 19-20; Hch 1, 8): "También
tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas tam­
bién debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño y un
pastor" (Jn 10, 16).
Así que a la comunidad que va a nacer, Jesús la llama
"la Iglesia", porque la considera como la comunidad san-
68 J. GIBLET

ta consagrada al culto perfecto de Dios, cuya esperanza se


había hecho tan viva en el curso de los siglos. A Pedro,
que acaba de reconocerle como el Mesías y el Hijo de Dios
vivo, Jesús le confía inmediatamente una misión :

Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no


te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los
cielos. Y Yo también te digo que tú eres Pedro, y sobre
esta roca edificaré mi Iglesia; y las puertas del Hades no
prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del
reino de los cielos ... (Mt 16, 17-19).

La comunidad de Jesús no constituirá una secta opues­


ta a la sinagoga. Sino que será la comunidad de la salva­
ción y de la alianza mesiánica. Deberá enfrentarse con
las fuerzas diabólicas y vencerlas. Esta comunidad, fun­
dada por Jesús, es su tesoro. Lo mismo que Yahvé había
determinado que el pueblo del desierto se convirtiera en
"su pueblo". Pedro creyó en Jesús como Mesías e Hijo
de Dios. Creyó en Jesús como fundador de la comunidad
de la salvación. Y recibe entonces la misión de trabajar,
con esta fe, por la edificación de la Iglesia. En el orden de
la salvación, todo depende de Jesús. Y El confía el ejer­
cicio de este poder a aquellos a quienes encarga esta mi­
sión. De este modo nacerá la Iglesia de Dios, heredera y
cumplimiento de la comunidad del desierto.
Todo se edificará en función del misterio de Pascua.
Y no sin razón Jesús habló inmediatamente a Pedro de
acontecimientos dolorosos que conducirían hacia la resu­
rrección (Mt 16, 21 s). El fruto de Pascua es, evidente­
mente, el Espíritu Santo que vendrá decididamente a
fundar y animar a la Iglesia. El Pentecostés judío evoca­
ba el nacimiento del pueblo de Dios en el Sinaí. Se con­
memoraba la Alianza y se renovaba el compromiso de
practicar la Ley, la cual expresaba la vocación del pueblo
de Dios. De este mismo modo, en este Pentecostés nuevo
y definitivo que consuma y realiza el acontecimiento de
EL PUEBLO DE DIOS 69

la Pascua, la Iglesia va a nacer. El Espíritu santifica y


constituye el pueblo santo, al pueblo de Jesucristo. Se
convertirá en la Ley de caridad que determinará normal­
mente su comportamiento, y animará su oración y su
culto. El Espíritu asegurará también la estructura de
esta Iglesia. Y por medio de los apóstoles, este Espíritu
llamará y consagrará a los elegidos. Lo comprendieron
magníficamente los primeros cristianos, cuya confesión
de fe terminaba con estas palabras: "Creo en el Espíritu
Santo en la Iglesia católica para la resurrección de la
carne."

La fe de las primeras comunidades

Así, pues, los cristianos de la primera generación es­


taban preparados para descubrir y formular el misterio
de esa comunidad en la que habían sido introducidos por
la gracia del Señor Jesús. Comenzarán por recoger sim­
plemente la antigua teología judía. Y mostrarán cómo el
Espíritu de Jesús (que les fue dado) la conduce a su for­
ma consumada. La Iglesia cristiana es el pueblo de Dios
y el Templo del Dios vivo. Y a nosotros se refiere, en su
sentido más vigoroso, la palabra de Dios:

Habitaré y andaré entre ellos, y seré su Dios, y ellos


serán mi pueblo... Salid de en medio de ellos, y apartaos,
dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré,
y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hi­
jos e hijas, dice el Señor Todopoderoso (San Pablo en 2
Co 6, 16-18, citando: Lv 26, 12; Jer 32, 38; Is 52, 11; Jer
51, 45; 2 S 7, 14; Jer 31, 9; Is 43, 6).

La Iglesia es la propiedad de Dios, el lugar de su Rei­


nado. Jesús es su mediador perfecto: el que santifica a la
Iglesia y la conduce hacia el Padre. Es el sumo sacerdote
de esta comunidad de culto, en la cruz, y-actualmente-
70 J. GIBLET

en el cielo se ofrece sin reserva al Padre y ofrece consigo


a todos los suyos: éstos, por lo demás, están invitados a
convertir toda su vida en un gran acto de adoración y
amor, fidelidad y acción de gracias (Ro 12, 1-3; Jn 4, 20-24)
La cualidad del nuevo pueblo está determinada por la
dignidad inaudita de su Señor y Maestro. Porque este pue­
blo está informado por el Espíritu mismo del Señor. El
pueblo nuevo, que es heredero de las promesas y privile­
gios de Israel, alcanzará un grado inesperado de santidad
y comunión. Es la Iglesia de la nueva Alianza (Hch 3, 25;
Ga 4, 24-27; He 8, 6-13 citando a Jer 31, 31 s); el verda­
dero Israel (Ga 6, 16; Ro 9, 6); el pueblo escogido (1 P 2,
9); el tercer linaje, que sobrepasa y reúne a judíos y grie­
gos (1 Co 1 O, 32); el pueblo de los santos (Dn 7, 27 citado
por Ap 13, 7; Ef 1, 18 y 6, 18); la comunidad de los san­
tificados (1 Co 1, 2).
Un hermoso texto de San Pedro recoge gozosamente
todos los temas:

Acercándoos a El, piedra viva, desechada ciertamente


por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vos­
otros también, como piedras vivas, sed edificados como
casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios
espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo.
Por lo cual también contiene la Escritura: He aquí, pongo
en Sión la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa;
y el que creyere en ella, no será avergonzado. Para vos­
otros, pues, los que creéis El es precioso... Vosotros sois
linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo ad­
quirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel
que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros
que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois
pueblo de Dios,· que en otro tiempo no habíais alcanzado
misericordia, pero que ahora habéis alcanzado misericordia
(1 P 2, 4-6, 9-10; citando a Is 28, 16; 43, 20-23; Ex 19, 5-6;
Os 1. 9; 2, 1, 25).
EL PUEBLO DE DIOS 71

El Cuerpo de Cristo

San Pablo llevaría más adelante aún la reflexión en


torno a la realidad de aquella Iglesia que le había acogido
y a cuyo servicio consagraba su vida y su acción. San
Pablo había recibido las tradiciones. Y él también con­
cibe las comunidades cristianas como algo que forma el
verdadero pueblo de Dios. El Apóstol acentúa la conti­
nuidad y muestra cómo la comunidad cristiana ha here­
rado cosas del conjunto de los privilegios de Israel: ¿aca­
so no posee el Testamento y las promesas, la verdadera
Ley, el Templo auténtico, la gloria, la adopción y heren­
cia de Abraham? (Ro 9, 1-5). Aplicando deliberadamente
un método tipológico, ve en los grandes acontecimientos
de los tiempos antiguos la imagen y esbozo y pergeño de
lo que ahora se está cumpliendo para nosotros en función
de Jesucristo: Adán, Abraham, Moisés y el Exodo son ti­
pos de lo que ha de venir. En conjunto, los acontecimien­
tos del Exodo son considerados de la siguiente manera:
"Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están es­
critas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcan­
zado los fines de los siglos" (1 Co 10, 11; Ro 4, 23; 15, 4)
Los cristianos forman el verdadero Israel de Dios (Ga 6,
16), el "Resto" auténtico (Ro 9, 27, citando a Is 10,
22; Ro 11, 4). Los judíos que, por el contrario, rehusan
creer en Jesús y persiguen a su Iglesia, se excluyen a sí
mismos-por este hecho-del pueblo de Dios. Porque la
carne no basta, ni tampoco el conocimiento de la Ley. La
actitud primordial del pueblo de Dios es la fe en Dios que
se revela y se da a sí mismo. Esta fe, habrá que ponerla
desde este momento en Jesús, en quien se revelan la Jus­
ticia y la salvación. Por el contrario, los gentiles serán
recibidos y acogidos con el mismo título que los judíos
y para gozar de las mismas gracias. Todos han pecado,
judíos y griegos. Todos son salvos en función de este
72 J. GIBLET

hombre Jesús, que asume en sí mismo al conjunto de la


humanidad.
Ahora bien, Pablo, al mismo tiempo que afirma la
continuidad, no cesa nunca de acentuar la diferencia y
superioridad de la nueva economía. El don del Espíritu
y la unión con el Señor Jesús determinan una nueva ma­
nera absolutamente eminente e inesperada de pertenecer
a la comunidad de la salvación. Los cristianos no sólo
están reunidos en una sociedad religiosa, cuyo jefe y guía
supremo es Jesucristo. Sino que están unidos interior­
mente con El-interiormente-por el don del Espíritu.
Son sus miembros y viven de su Espíritu (1 Co 6, 15-20).
Son hijos, en unión realísima y sumamente íntima con el
Hijo encarnado (Ro 8, 29). El conjunto de la comunidad
establecida y organizada por los apóstoles vive del Espí­
ritu y se vincula con el Señor. Pablo buscará figuras nue­
vas que sean capaces de expresar mejor esta comunidad
de vida.
La Iglesia es como una esposa que constituye con su
Esposo (que la ha purificado y santificado) una sola en­
tidad. El matrimonio humano, en el que los dos esposos
son-de alguna manera-una sola carne, no es más que
una imagen de esta admirable unión de Cristo y de su
Iglesia. La Iglesia no existe más que en función de Cristo.
Y es imposible alcanzar a Cristo, separándolo de su Iglesia.
Los esposos cristianos, como hemos dicho ya, encuentran
aquí el modelo y fuente de su propia unión. No pueden
vivirla plenamente, si no es insertándose lo más posible
en la vida de la Iglesia que es, toda ella, acogida y dona­
ción de sí.
Pero hay otra imagen que le avasallaría a San Pablo:
la imagen de la Iglesia cuerpo de Cristo. ¿Su proceden­
cia? Recogiendo la vieja comparación helenística de los
miembros que no existen más que en el cuerpo y en fun­
ción de él, había demostrado la unidad de la comunidad
cristiana en la que todos los miembros están ligados unos
EL PUEBLO DE DIOS 73

con otros y deben actuar incesantemente con miras al


bien de los demás. Pero esta comunidad, que reúne a
tantos hombres diferentes por la raza, fortuna y educa­
ción, no es una sino en función de un principio de vida
común que es el Espíritu de Jesús resucitado. Si esta
comunidad forma un cuerpo, podemos afirmar que es un
cuerpo-el cuerpo-de Cristo (Ro 12, 3-6; 1 Co 12, 12-28).
San Pablo, por otra parte, consideraba que cada cristiano
está-místicamente-tan unido con su Señor, que consti­
tuye (de algún modo) una unidad viviente con El: "¿No
sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ...
Pero el que se une al Señor, un espíritu es con El" (1 Co 6,
15, 17). Podríamos extender la perspectiva y considerar el
conjunto de la Iglesia como un cuerpo que vive de la vida
de Jesús resucitado, como un cuerpo vivificado y "movi­
do" por el Espíritu de Jesús.
Continuando esta visión de las cosas, las Cartas de la
cautividad llegarán a las formulaciones más ricas. La Igle­
sia, dirá San Pablo, es el pléroma de Cristo, la zona en que
se ejerce el poder de vida, fuerza y santidad del Señor:
"Dios lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, la
cual es cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en
todo" (Ef 1, 23). Cristo resucitado había recibido de Dios,
en su humanidad, una plenitud de fuerza espiritual y San­
tidad (Col 1, 19; 2, 9); esta plenitud, evidentemente, es
dinámica, y tiende a comunicarse, a santificar a los cristia­
nos adaptándolos lo más posible a Cristo y, por medio de
El, al Padre. La plenitud de santidad estaba en Cristo re­
sucitado. Y, por este motivo, podemos decir que toda la
santidad que haya jamás en la Iglesia, estará ya-toda en­
tera-en Jesucristo, en la humanidad de Cristo, en el cuer­
po de Cristo. Pero a los elegidos se les concede participar
de esta plenitud e identificarse de algún modo, mística­
mente, con el cuerpo de Cristo. Todos los que forman parte
de la Iglesia serán consumados en santidad en Cristo y por
medio de Cristo. La Iglesia, dirá Bossuet, es Jesucristo di-
74 J. GIBLET

fundido y comunicado. Y, por tanto, lo es también toda la


humanidad, y por medio de ella la creación, conducida de
nuevo a Jesucristo, reunida en torno a El, y que vive de su
vida y participa de su misterio. La Iglesia es en principio
toda la humanidad, elevada a la condición de la adopción
divina, en unión íntima e indestructible con el Hijo único
del Padre. La Iglesia es la humanidad que participa de la
vida de la Santísima Trinidad.

Hacia la Iglesia celestial

El Reino de los cielos está ya actuando acá abajo como


un don divino que exige una correspondencia humana.
La Iglesia se va construyendo día tras día: Dios le va
agregando nuevos hijos por medio de la predicación y el
bautismo de los que creen. La Iglesia continúa educán­
dolos por medio de la enseñanza del misterio cristiano y de
los sacramentos, especialmente de la Eucaristía. Tal es su
tarea de salvación y santificación. La Iglesia, en todo mo­
mento, se halla en expansión: la Iglesia es apostólica, y
lleva sobre sí-en unión con su Señor-la responsabilidad
de la salvación del mundo. Esta tarea, la Iglesia la lleva
a cabo combatiendo, porque "ya está en acción el miste­
rio de la iniquidad" (2 Ts 2, 7-9). Los apóstoles han de
enfrentarse con las fuerzas malignas que todavía resis­
ten. Están en el mundo sin ser del mundo. Combaten con
las armas espirituales que son la fe, la esperanza y la
caridad (1 Ts 5, 8; Ef 6, 11). En este combate, sus fla­
quezas-aceptadas con fe y esperanzas más fuertes toda­
vía que la flaqueza-se convertirán por medio de Cristo
en instrumentos de triunfo. Los mártires son triunfa­
dores.
De este modo se va edificando la ciudad celestial, que
es el objeto de nuestra esperanza (Ef 2, 20-22). Llegará
EL PUEBLO DE DIOS 75

el día en que esa ciudad ha de manifestarse con todo su


esplendor. Y entonces todos conoceremos la plenitud del
gozo. Beatus populus qui scit iubilationem (Sal 89, 16).
"Bienaventurado el pueblo que sabe aclamarte." ¡ Bien­
aventurado el pueblo de la fe, de la alabanza y del amor!

J. GIBLET
11

LA REVELACION DE DIOS
SANTO ES EL SEÑOR

"Santo, Santo, Santo es el Señor, el Dios de los ejér­


citos", canta la asamblea de la tierra, uniendo su voz a
la de los ejércitos celestiales. De este modo el pueblo
cristiano se pone en presencia de Dios en el momento en
que la oración consecratoria va a santificar su ofrenda.
Con esta ofrenda que llega a ser sumamente santa, el
pueblo será-también él-santificado. Nos serví tui, sed
et plebs tua sancta, "nosotros tus siervos y el pueblo san­
to", dirá el sacerdote inmediatamente después de la con­
sagración. En el sacrificio, el Dios santísimo ha tomado
posesión de su pueblo, lo ha santificado.
Dios es santo. Y nos hace santos para que santifique­
mos su nombre. ¿ Qué es la santidad?
La bondad o el poder, la justicia o la misericordia, to­
das las cualidades que atribuimos a Dios: las conocemos
-por experiencia-en el plano humano. La santidad es
de otro orden distinto. Si decimos de un hombre que es
santo, lo colocamos fuera del común de los mortales, en
80 A, LEFEVRE

la esfera de lo divino. La santidad no pertenece, corno


cosa propia, más que a Dios. Es un misterio oculto en El.
Un misterio que El nos ha revelado. La aclamación so­
lemne del triple Sanctus nos viene de la liturgia celestial.
Isaías fue el primero que pudo escucharla, cantada por
los Serafines (Is 6). Más cerca de nosotros, San Juan oyó
ese cántico a través de los siglos, y dirigido al que es, que
era y que viene (Ap 4). Al entonar esta aclamación jun­
tamente con la Iglesia de la tierra y del cielo, estarnos
participando de esa revelación. Para penetrar un poco en
su sentido, iremos recorriendo en la Escritura lo que Dios
mismo nos dice acerca de la santidad.
En los tanteos del Antiguo Testamento veremos cómo
se nos va enseñando progresivamente a conocer a Dios
santo. El Nuevo Testamento nos permitirá contemplar
esa santidad que resplandece en el Hijo y que se difunde
desde El sobre su Iglesia y sobre nosotros.

Primeros encuentros con Dios

La antigua ley es un ayo que nos lleva a Cristo (Ga


3, 24). El mejor servicio que la ley puede prestarnos es
el de enseñarnos los santos caminos que hay que recorrer
para llegar al "conocimiento de la gloria de Dios que res­
plandece en la faz de Cristo" (2 Co 4, 6).
El ayo o pedagogo divino no comenzó su primera lec­
ción enseñando a los hombres que Dios es santo. Dios se
reveló primeramente corno el padre del linaje humano,
corno padre que bendice y corrige. Con los Patriarcas es
el Dios familiar a quien uno se encuentra en el camino.
Dios discute con Abraharn. Y se deja vencer en la lucha
con Jacob. Es el aliado, protector y guía, el pastor de
aquellos nómadas pastores. Es la fuente de toda bendi­
ción, de la vida y de la fecundidad (Gn 48, 15-16; 49,
24-26). La moralidad sigue siendo elemental en aquellos
SANTO ES EL SEÑOR 81

tiempos tan remotos. No se imponen leyes ni ritos. Dios


no exige más que lo esencial. Principalmente, la fe y la
sumisión. Lo que hace falta es que el hijo deposite su
confianza en su padre. Las precisiones vendrán más tar­
de. Pero esta base es indispensable como punto de par­
tida de la educación que vendrá más tarde.

Moisés y la Ley

Con Moisés, la santidad aparece por vez primera en


el vocabulario de la Biblia. La vista de la zarza ardiente
suscitó al principio en Moisés más curiosidad que estre­
mecimiento. Cuando Dios le llama, Moisés responde:
"Heme aquí." "No te acerques, continúa la voz; quita tu
calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra
santa es" (Ex 3, 1-6). Esta vez Moisés cubre su rostro, por­
que tuvo miedo de mirar a Dios.
Conducido por Moisés, el pueblo entero aprenderá-en
aquel mismo lugar-a conocer la santidad de Dios. La
aparición adquiere una amplitud en proporción con la
multitud. La montaña despide fuego y tiembla cuando
Dios desciende a su cumbre, en medio de la nube de la
que brota el fulgor del rayo y el retumbar del trueno.
Entonces toda la montaña es santa. La santidad forma
una barrera que impide que el pueblo se acerque. Sin
embargo, para aquel encuentro con Dios, todos se habían
santificado, separándose de las inmundicias del mundo
pagano (Ex 19).
En el Sinaí, el pueblo que sigue a Moisés aprende a
conocer al Dios santo. La santidad es el abismo infran­
queable que hace que Dios sea inaccesible a la criatura.
Pero Dios acude a tomar al hombre de sus bajos fondos,
y lo eleva hacia sí en las alturas, como hace el águila con
sus polluellos (Ex 19, 4). Lo único que hace falta es que
el hombre no se aferre desesperadamente al suelo.
82 A. LEFEVRE

La ley dada a Moisés, con todos los incrementos que


fue experimentando después, no tiene más finalidad que
la de ir educando a aquel pueblo que había sido santifi­
cado. Hay que desligarlo de sus concupiscencias. Hay que
separarlo de la idolatría. Hay que hacer que en él res­
plandezca una imagen de la santidad divina. Habría que
recorrer los diversos códigos de leyes para enumerar en
concreto los caminos por los que Dios condujo a su pue­
blo para llegar a este resultado. Los detalles serían in­
mensos. Nos contentaremos, pues, con acentuar la línea
general que aparece en todos los códigos. La santidad es,
primeramente, un llamamiento de Dios y una gracia. Y
lo es antes de ser un ideal que hay que realizar. "Y me
seréis varones santos" (Ex 22, 30). Este es el motivo en
el que se apoya el código más antiguo-el código de la
alianza (Ex 21-23)-para imponer sus exigencias. El có­
digo deuteronómico (Dt 12-26) hace lo mismo en la ex­
hortación con que termina una por una sus prescripcio­
nes (Dt 26, 16-19). Las leyes de pureza y santidad del có­
digo sacerdotal están basadas en dos declaraciones más
explícitas todavía: "Yo, Yahvé, que os santifico" (Lv 22,
32). "Seréis santos, porque yo soy santo" (Lv 11, 44-45;
19, 2; 20, 26).

Los profetas frente a la realidad histórica

"Sed santos, porque yo soy santo", tal podría ser la


definición de la religión. Esta religión es tan sublime
como imposible. ¿ Cómo va a poder el hombre adherirse
a lo invisible, a lo inaccesible? El hombre sólo gusta de
lo que ve, de lo que toca, de lo que está al alcance de su
mano, de lo que él puede disfrutar. "Haznos un dios que
vaya delante de nosotros", dicen ya los israelitas en el
Sinaí (Ex 32, 1). Además, la santidad (que sitúa a Dios
más allá de todo lo que nosotros podemos alcanzar), ex-
SANTO ES EL SEÑOR 83

tiende al mismo tiempo sus exigencias más allá de todo


lo que nosotros somos capaces. El Dios santo es también
el Dios celoso (Jos 24, 19 y todo el capítulo). Es un fuego
devorador (Dt 4, 24 y todo el capítulo). Lo mismo que el
amor, Dios es exclusivo, absoluto. No tolera reparticiones.

Los pecadores se asombraron en Sión,


espanto sobrecogió a los hipócritas.
¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor?
¿Quién de nosotros habitará
con las llamas eternas? (Is 33, 14).

Por fortuna Dios es santo. Es tan inaccesible a nues­


tros pecados como a todo lo demás. Porque su amor es in­
mutable.
No ejecutaré el ardor de mi ira,
ni volveré para destruir a Efraín;
porque Dios soy, y no hombre,
el Santo en medio de ti (Os 11, 9).

El fuego no quema más que las escorias. Tan sólo la


voluntad totalmente desnaturalizada por el pecado será
consumida para siempre en esas llamas (Is 5, 24; Jer 6,
27-30; cf. Ez 22 y 24). Para cualquier otro pecador, ese
paso a través del fuego de la santidad divina será una
purificación.
En el día de su vocación, Isaías se vio frente al
Dios santo. La reacción del pecador es inmediata: " ¡ Ay
de mí! que soy muerto, porque soy hombre impuro."
Pero un Serafín toma del altar celestial un carbón encen­
dido y toca con él su boca. De repente, es quitada su
culpa, y limpio su pecado. Y los labios de Isaías están ya
preparados para llevar a los hombres la palabra de Dios.
El contenido de esta palabra tiene algo que nos aterro•
riza. Pero, después de la prueba purificadora, subsistirá
un resto del pueblo de Israel, un germen de santidad
(Is 6, 1-13).
84 A, LEFEVRE

Y acontecerá que el que quedare en Sión,


y el que fuere dejado en Jerusalén,
será llamado «santo»
(Is 4, 3; léase 4, 2-5, y Mal 3, 19-21).

Cuando se lleve a cabo esta purificación, entonces el


nombre de Dios será santificado: ese nombre sagrado
que Israel no deja de profanar en medio de las naciones,
por su conducta indigna.
He tenido dolor al ver mi santo nombre profanado por
la casa de Israel entre las naciones adonde fueron. Por
tanto, di a la casa de Israel: Así ha dicho Yahvé el Señor:
No lo hago por vosotros, oh casa de Israel, sino por causa
de mi santo nombre, el cual profanasteis vosotros entre las
naciones adonde habéis llegado. Y santificaré mi grande
nombre profanado entre las naciones, el cual profanasteis
vosotros en medio de ellas; y sabrán las naciones que yo
soy Yahvé, dice Yahvé el Señor, cuando sea santificado en
vosotros delante de sus ojos (Ez 36, 21-23 y todo el contex­
to; cf. 39, 21-29).

Larga había de ser la espera hasta que fuera santifi­


cado el nombre de Dios. Durante los cinco siglos que su­
cedieron al regreso del destierro, el canto de los salmos
mantuvo la esperanza de Israel (véase Sal 106, 47; 145,
21). La esperanza tenía necesidad de ser purificada (véa­
se Eclo 36, 1-17). Cuando Dios manifestó su santo nom­
bre a las naciones, santificando a su primogénito, hubo
muy pocos en Israel que lo reconocieron.

El Santo de Israel es su Redentor (Is 43, 14)

"Santo es su nombre", canta María en su acc10n de


gracias, que es un himno a la Redención (Le 1, 49). Por
fin, el nombre del Señor es santificado. El ángel se lo
había anunciado: en ella germina la semilla de santidad
de la que había hablado Isaías (Is 6, 13; 11, 1 ; cf. Le 1,
SANTO ES EL SEÑOR 85

35). Todo primogénito es santo, consagrado al Señor (Ex


13, 1; cf. Le 2, 23). Pero el primogénito de María, forma­
do en ella por el Espíritu Santo, es el mismo Hijo de Dios
(Le 1, 35). Las preparaciones de la Ley, los anuncios de
los profetas, tienen un cumplimiento que sobrepasa to­
das las esperanzas. Esto desconcertará incluso a aquellos
cuya esperanza no esté suficientemente purificada.
¿Quién reconocería en aquel niño pequeñito, llevado
al Templo, al Dios tres veces santo? La santidad no irra­
dia aquí en medio del fulgurar del rayo y del retumbar
del trueno. A pesar de esto, muchas personas se man­
tendrán alejadas (Le 2, 34-35). Es una irradiación espi­
ritual que opera una separación en derredor suyo. Los
primeros en experimentarlo serán los espíritus impuros.
En cuanto Jesús se acerca, huyen exclamando: "¡Tú eres
el Santo de Dios!" (Mr 1, 24; Le 4, 34).
El hombre pecador experimenta este mismo espanto:
"Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador", ex­
clama Simón Pedro (Le 5, 8). Pero Jesús le infunde segu­
ridad y le escoge para que colabore con El en su obra de
santificación. Cuando la multitud e incluso los discípulos
se aparten de Jesús, Simón Pedro proclamará la fe de los
Doce: "Nosotros hemos creído y conocido que tú eres el
Santo de Dios" (Jn 6, 69). La irradiación de la santidad
aleja a unos y aparta a otros.

La predicación de los apóstoles

"Formando un complot contra el santo Siervo de Dios,


habéis negado al Santo y habéis hecho morir al Príncipe
de la vida" (Hch 3, 14; cf. 4, 27). Pero Dios, cumpliendo
sus promesas, no abandonó a su Santo a merced de la
corrupción del sepulcro. Sino que lo exaltó a su diestra,
y le dio el Espíritu Santo para que lo difundiera entre
86 A. LEFEVRE

sus discípulos (Hch 2, 27-33). Así predicaba San Pedro


en el día de Pentecostés.
En su primera carta, San Pedro resume la enseñanza
del Nuevo Testamento acerca de la santidad. El Espíritu
Santo, enviado finalmente, santifica a los que el Padre
santo ha llamado (1 P 1, 2-12). Y, así, éstos han de mos­
trarse santos en su comportamiento, según está escrito:
Sed santos, porque yo soy santo (1, 15). Santificados por
la aspersión de la sangre del Cordero inmaculado, santi­
ficarán sus almas amándose como hermanos (1, 18-23).
Constituyen, como piedras vivas que se apoyan en Je­
sús, piedra fundamental, constituyen-digo-el verdadero
santuario, ofrecen por medio de Jesús el sacrificio espi­
ritual, realizando de este modo las promesas de la Ley
y de los Profetas (2, 4-10; cf. Ex 19, 5-6; Is 8, 14-15).
Estas verdades no deben quedarse en objeto de pura con­
templación. Sino que han de pasar a la práctica. Ejerci­
tando entre sí el respeto mutuo y el amor, los discípulos
de Cristo "santifican en su corazón a Cristo el Señor" (1,
22; 3, 15).
San Pablo no se cansa de repetir de multitud de ma­
neras la misma enseñanza: los cristianos deben estar per­
suadidos de que son "los santos". Dirige sus cartas "A
todos los ... amados de Dios, llamados a ser santos" (Ro
1, 7). Al terminar, les pide que acojan a sus enviados
como a santos, y que saluden a todos los santos con un
santo ósculo (Ro 16, 1-16).
Santos son los cristianos, porque Dios los ha preve­
nido con su amor, llamándolos a pertenecer a su Hijo
Jesucristo (Ro 1, 6), en la Iglesia que Jesús ha amado,
por la cual se ha entregado, a fin de santificarla, purifi­
cándola en un lavamiento del agua por la palabra, a fin
de presentársela a sí mismo, una Iglesia gloriosa, que no
tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que
fuese santa y sin mancha (Ef 5, 25-27). Cualesquiera que
hayan sido los delitos de su vida pasada, el cristiano "ha
SANTO ES EL SEÑOR 87

sido lavado, santificado, justificado en el nombre del Se­


ñor Jesús y por el Espíritu de nuestro Dios" (1 Co 6, 11).
Lo mismo que todo amor, este don gratuito es un lla­
mamiento y exige una respuesta. "¿O ignoráis que vues­
tro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en
vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?
Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues,
a Dios en vuestro cuerpo" (1 Co 6, 19; véase 3, 17). A
los santos, que son tales en virtud de su pertenencia a
Jesucristo y a su Iglesia, San Pablo no cesa de recordar­
les el respeto que deben tener (hasta en su cuerpo) hacia
Dios que los santifica por medio de la presencia de su
Espíritu. Todas sus cartas terminan con largas exhorta­
ciones morales, en las que va detallando los deberes de
cada uno, sea hombre o mujer, amo o criado, padre o
hijo (véase, por ejemplo, Ro 12-15; Ef 4-6; 1 Ts 4-5). Por
otra parte, esta santidad exigida por la vocación de cris­
tiano es finalmente, en cada individuo, el fruto de la gra­
cia que viene de Dios:

Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y


todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado
irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.
Fiel es el que os llama, el cual también lo hará (1 Ts 5,
23-24).

Santificado sea tu nombre

Dios es el único santo. Y, sin embargo, a los cristia­


nos se les llama "santos". Dios, que está infinitamente
alejado, se ha hecho muy cercano. Más aún, ha puesto su
santidad en nosotros dándonos su Espíritu Santo. Eze­
quiel lo había predicho:

Y santificaré mi grande nombre... Y me santificaré en


vosotros... Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo
88 A. LEFEVRE

dentro de vosotros... Y pondré dentro de vosotros mi Es­


píritu (Ez 36, 23-27).

El nombre de Dios es santificado cuando se transpa­


renta en nosotros (que llevamos su nombre) la santidad
que El ha puesto en nuestros corazones.
Esta santificación es la obra de Dios.

Padre Santo-ora Jesús-, santifícalos en la verdad... Y


por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también
ellos sean santificados en la verdad (Jn 17, 11-19).

Por medio de su sacrificio, desde la Agonía hasta la


Ascensión, Jesús fue santificado, elevado desde nuestra
tierra de pecado hasta el trono de Dios. Para acabar en
nosotros su obra, El nos envía su Espíritu de santidad,
a fin de que El nos santifique también y nos eleve hacia
Dios (véase Ef 1, 13 - 2, 6; He 10, 5-23). Para nosotros
como para Jesús, el punto de partida consiste-en esta
tierra-en la sumisión filial: "Padre, hágase tu volun­
tad." Partiendo de ahí, estamos seguros de que llegará el
reinado de Dios, y de que su nombre será santificado.

En la historia personal de cada uno

Las grandes etapas de la revelación se reproducen de


cierta manera en la vida personal de cada uno. Dios no
hace que de repente su santidad brille ante la mirada de
una persona. El primer encuentro con Dios es normal­
mente, como para Abraham, el encuentro con un amigo
muy bueno y poderoso, que se mezcla en nuestra vida
para dirigirla hacia el bien y la felicidad. Para el cristia­
no, el conocimiento de Jesús comienza de la misma ma­
nera.
Pero, so pena de seguir siendo-desde el punto de vis­
ta religioso-un niño, tenemos que sobrepasar este esta-
SANTO ES EL SEÑOR 89

dio. Dios, un día, se revela como el Santo. Esta revela­


ción llena de perturbación al hombre. El hombre se ve
solo entre dos abismos: el abismo de la santidad infinita
y el abismo de su nada y de su pecado. Como es imposible
retroceder, el único camino de salvación es echarse en
manos de Dios, exclamando como Isaías y como Simón
Pedro: " ¡ Soy pecador! " Dios hará todo lo demás. El es
el único que puede hacernos entrar en su santidad. Pero
la obra de nuestra santificación por parte de Dios durará
tanto como nuestra vida. Lentamente, el amor que el Es­
píritu Santo difunde en nuestros corazones, ha de ir con­
sumiendo todo lo que hace que nos repleguemos sobre
nosotros mismos, y que por tanto nos cerremos para Dios
y para los demás. Progresivamente, esta llama hará res­
plandecer la santidad de Dios que habita en nosotros. En
la Iglesia se realiza esta obra de nuestra santificación,
por medio de los sacramentos y de la virtud del sacrifi­
cio de Cristo que está siempre presente.

A. LEFEVRE
DIOS ENTRE NOSOTROS

La Alianza nos está expresando el hecho de la pre­


sencia actuante del Dios Santo en medio de los hombres
a los que ha escogido: el Templo será la señal y prenda de
esta Alianza, el lugar privilegiado en que se afirma (de
una manera, en cierto modo, tangible) la presencia del Dios
de Israel. El Templo será también el lugar en el que el
pueblo pueda encontrar a su Dios para servirle y orar,
"el Tabernáculo de Reunión" (Ex 33, 7). La nueva Alian­
za proporcionará un modo nuevo de presencia y una co­
munión mucho más profunda. En Jesús-el Verbo en­
carnado-está Dios presente en medio de los suyos. Y a
Jesús se le considerará como el nuevo Templo. Más aún,
toda la Iglesia, unida con su Señor, y viviendo de su Es­
píritu, constituirá en adelante el Templo de Dios. Y cada
cristiano, por su parte, será un verdadero templo.
Así que el misterio del Templo no es más que el mis­
terio del encuentro de Dios y de su pueblo: misterio que
se va realizando gradualmente-a lo largo de la historia
92 A, LEBOISSET

de la salvación-hasta que alcance su forma perfecta con


ocasión de la Parusía.
En esta época en que tantas personas experimentan
dolorosamente lo que ellas llaman el silencio de Dios o
la ausencia de Dios, conviene adquirir conciencia más
viva de estos hechos. Nuestra religión es, esencialmente,
religión de la presencia de Dios, de la comunión con Dios.

EL ARCA, EL TEMPLO DE JERUSALÉN

El Antiguo Testamento, de un extremo a otro, está


impregnado por la idea, el anhelo, el amor de la Presen­
cia de Dios, significada en un lugar privilegiado. Esta
Presencia ha constituido al Pueblo de Dios. Si desaparece
la Presencia, el Pueblo se deshace. Es la seguridad, la
fuerza, la felicidad. Esta Presencia está prometida para
los tiempos mesiánicos y escatológicos, en que será defi­
nitiva, aseguradora, sin velos : entonces Dios será todo
en todos.

El Tabernáculo del desierto y la epopeya


del Arca de la Alianza
Antes de Moisés, el pueblo de los patriarcas no había
tenido ningún lugar sagrado: los sacrificios se ofrecían
al azar de las etapas y de los acampamientos (Gn 12, 1-6;
13, 4-18; 11, 33). Pero la Alianza del Sinaí trae consigo
un hecho nuevo: el Arca de la Alianza, conservada en
un Tabernáculo, se convertirá en prenda y símbolo de la
situación nueva. Es el "Tabernáculo de Reunión" (Ex 27,
21; 33, 7), el lugar del encuentro de Dios y de los suyos
(léase Ex 40, 1-38) 1• El Arca, señal permanente de la

1 El hecho de que todas las prescripciones relativas al Templo estén colo­


cadas Inmediatamente después de la Teofanía del Slnaí (Ex 2S-31), as[ como
numerosos detalles redacclonales (Ex 19, 10 s), muestran que el sacerdocio
consideró el Templo como una especie de teofanía permanente. El aconteci­
miento del Slnaí se prolonga y continúa.
DIOS ENTRE NOSOTROS 93

Presencia divina, es-a la vez-un cofre en el que están


encerrados todos los testimonios de la Alianza, principal­
mente las Tablas de la Ley, y un trono (voluntariamente
vacío) en el que la voz de Dios resuena a veces entre las
alas de los Querubines. El Arca es inseparable de la co­
lumna de nube, oscura durante el día, luminosa durante
la noche, columna que llena el Tabernáculo, que se eleva
por encima de él, que avanza para guiar al pueblo por el
desierto (Ex 13, 21-22; 40, 34-38).
Hay toda una epopeya del Arca, cuyas vicisitudes son
significativas: el Arca conduce a la victoria (entrada en
la Tierra Prometida: Jos 3; conquista de Jericó: Jos 6).
Pero no es un talismán mágico: el enemigo puede apo­
derarse de ella (1 S 4). Y entonces el Arca se libra a sí
misma (1 S 5). La recobran con entusiasmo (1 S 6; el
Salmo 132 ha conservado el eco litúrgico de este regreso
del Arca). El sentido de esta aventura está bien claro:
Dios se entrega a sí mismo, pero no se esclaviza a mer­
ced de su pueblo; sigue estando libre.

El Templo de Jerusalén y la Morada magnífica

Cuando el pueblo, juntamente con David, llevó a cabo


su unidad y encontró una capital, Jerusalén, entonces se
pensó en elevar un Templo a Yahvé. Salomón, recogien­
do un proyecto de su padre (2 S 7, 1-17), mandó construir
el Templo con materiales suntuosos, a fin de dar al Dios­
Presente una casa digna de El; y, al pueblo, un centro
de culto (convendría leer el libro primero de los Reyes,
desde 5, 15 a 8, 66, y principalmente el discurso de Sa­
lomón, discurso que a un mismo tiempo era alocución al
pueblo e invocación a Dios, con motivo de la dedicación
del Templo: es uno de los grandes textos espirituales del
Antiguo Testamento: 1 R 8, 23-61).
El Templo, por lo demás, tiene una significación am-
94 A. LEBOISSET

bigua. Expresa, desde luego, que Dios está presente de


manera permanente en medio de su pueblo; pero con
una presencia misteriosa. En efecto: el "Santo de los
Santos" estaba inmerso en una oscuridad total por orden
de Dios mismo (1 R 8, 12). Nadie penetraba en él, con
excepción del sumo sacerdote una vez al año (Lv 16; 17,
3-6). Finalmente, no contenía más que el Arca. Y, cuando
ésta haya desaparecido (en condiciones bastante enigmá­
ticas: cf. Jer 3, 16), se quedará completamente vacío. Esta
oscuridad, este silencio, este vacío, que contrasta con la
animación que reina en derredor, significan indudable­
mente la infinidad del Dios Santo, su trascendencia al
mundo, y también que no ha llegado todavía la hora del
Dios hecho Hombre.
Desde entonces el Templo se convierte en el objeto de
un culto, de un amor ferviente y apasionado. Hacia él
convergen las peregrinaciones. En él se celebran los sa­
crificios que corresponden a los grandes momentos de la
vida del pueblo y de los individuos: alegrías, victorias,
tristezas, lutos, enfermedades, gratitudes. Suspirando por
aquel lugar, late aceleradamente el corazón de todo judío
religioso. El libro de los Salmos, colección de himnos que
acompañan las fiestas y los servicios divinos, refleja en
buena parte la liturgia del Templo. Cantarlos lejos del
Templo, significaba unirse al culto, a la oración del Tem­
plo. Con lirismo desbordante, los Salmos celebran al
Templo. Y también cantan a Jerusalén-recinto del Tem­
plo-. Cantan a la Ciudad-Templo, a la Ciudad de Dios en
la tierra (léanse, por ejemplo, los Salmos 24, 48, 65, 84, 87,
118, y la serie de Salmos llamados "graduales" [o "de las
subidas"], del 120 al 134, que cantan el gozo de ir divisan­
do poco a poco la Ciudad santa y de irse acercando en len­
ta procesión hacia el Templo resplandeciente por los rayos
del sol).
Pero este mismo entusiasmo no carece de peligros. Y
los profetas tendrán a menudo que hacer oír otra nota
DIOS ENTRE NOSOTROS 95

distinta: no es que se opongan al culto y a la liturgia,


no es que prediquen una religión liberada del Templo,
sino que recuerdan con vehemencia que la Presencia de
Dios no está ligada a un edificio de piedra o de oro (Am
5, 21-24; Os 6, 6; Is 1, 11-17; y principalmente Jer 7).
El Templo es la señal de la Alianza y un gran favor.
Pero conviene actuar conforme a la voluntad de Dios. Al
margen de esta fidelidad y del culto de todos los momen­
tos, el Templo pierde toda su significación.

El Templo mesiánico y escatológico

Los acontecimientos ilustrarían cruelmente las predic­


ciones de Jeremías: en el año 587 la ciudad caía en ma­
nos de Nabucodonosor. Todo quedó destruido. El Templo
fue pasto de las llamas. Y el pueblo fue arrancado de su
tierra ancestral y llevado al cautiverio. ¿Seremos capaces
de imaginarnos el estupor de los israelitas que vieron de­
rrumbarse tantas señales de la Alianza? (Sal 74). Es ver­
dad que, un día, volvieron y reconstruyeron-pobremen­
te- un nuevo Templo (Ag; Esd 3, 12). Es verdad que,
un día, Herodes levantaría otro Templo, más grande y
suntuoso que nunca: el Templo que Jesús vería aún sin
acabar. Pero había quedado roto el encanto. O, mejor
dicho, la idea del Templo se había transformado profun­
damente.
Los profetas del destierro serán los artesanos de esta
transposición. Ezequiel que, ¡ cosa inaudita!, había visto
que la Gloria de Dios (la Schekinah, sinónimo de la Co­
lumna de nube, y por tanto de la Presencia) abandonaba
el Templo (Ez 10, 18), visita-dirigido por un "hombre"
misterioso-un Templo cuyos edificios y ceremonial des­
cribe él minuciosamente (Ez 40-47). Pero esa Morada de­
finitiva es ideal, es una especie de paraíso nuevo. Y "la
ley de la Casa" (43, 10-12) es principalmente la observan-
96 A. LEBOISSET

cia de los mandamientos. Esta profecía es paralela a la


profecía del "corazón nuevo y del espíritu nuevo" que
constituirán el Israel del futuro, el Israel espiritual (Ez
36, 23-28).
Isaías había predicho ya (Is 4, 14) la venida del "Em­
manuel" (es decir, "Dios con nosotros": la significación
exacta del Templo). El genial discípulo de Isaías, que du­
rante el destierro recoge y prolonga su mensaje (Is 40-66),
engrandece el Templo hasta darle las dimensiones del
mundo e introduce en él a la humanidad entera. Así que el
Templo no recibirá su sentido definitivo sino al fin de
los tiempos. Y entonces no será más que el símbolo de
una humanidad regenerada en la que Dios lo será todo en
todos. Las viejas imágenes subsisten. Pero la Presencia
de Dios entre los hombres tiene un valor enteramente
distinto. El Nuevo Testamento lo revelará y realizará.
Las reconstrucciones judías y los esplendores de la litur­
gia no permitirán que caiga en el olvido.

CRISTO, VERDADERO TEMPLO DE Dios

La revelación evangélica es muy progresiva: Jesús


afirma sucesivamente su veneración por el Templo, y su
superioridad sobre el Templo, para afirmar finalmente
que El es el Templo nuevo y definitivo. Esta verdad la
iluminarán plenamente las Cartas.

Jesús y el Templo de Jerusalén

En María se hizo carne el Verbo de Dios. Y ella fue,


por tanto, el Templo de Dios. El ángel se lo indicó al de­
clararle: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder
del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual tam-
DIOS ENTRE NOSOTROS 97

bién el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios"


(Le 1, 35). Lo mismo que el Arca de la Alianza, María
será envuelta por la nube luminosa, señal de la presen­
cia de Dios ... Y la devoción cristiana no cesará ya de in­
vocarla con los títulos de: Casa de Dios, Arca de la
Alianza, Puerta del Cielo.
El Templo está ligado constantemente a la vida te­
rrestre y a la misión de Jesús. Jesús es presentado en el
Templo (Le 2, 22-28); es tentado en el pináculo del Tem­
plo (Mt 4, 5); sube todos los años a Jerusalén, y entonces
enseña todos los días en el Templo (Mt 26, 55); expulsa
del Templo a los vendedores, diciendo aquélla es "la casa
de su padre" (Jn 2, 16).

Jesús es el Templo nuevo

Al mismo tiempo que, de este modo, afirma su respeto


hacia el Templo antiguo, Jesús declara que el tiempo de
éste ha terminado. En efecto, anuncia una oración "en
espíritu y en verdad" que ya no tiene necesidad del Tem­
plo (Jn 4, 21-24). Concretando más, Jesús se presenta
como el Templo nuevo: "Pues os digo que uno mayor
que el Templo está aquí" (Mt 12, 6); "Destruid este Tem­
plo, y en tres días lo levantaré", y San Juan precisa:
"Hablaba del templo de su cuerpo" (Jn 2, 21). La antigua
economía está superada. El Templo antiguo perdió toda
su significación. No puede menos de desaparecer. Y Je­
sús anuncia como un progreso la catástrofe que se ave­
cma. En el día de la muerte de Cristo, el velo del Santo
de los Santos se desgarrará (Mt 24, 2; 27, 51) para dar­
nos a entender que, desde entonces, ha dejado de cum­
plir su misión.
En las cartas de los apóstoles, todas las palabras que
caracterizaban al Templo antiguo se refieren de ahora en
GRANDES TEMAS BfBJ.ICOS,-7
98 A. LEBOISSET

adelante a Cristo muerto y resucitado: la Epístola a los


Hebreos, al decir que Cristo es el sumo sacerdote (8) y
la víctima perfecta (9) de la nueva Alianza, muestra cómo
todo el culto judío está reemplazado por el sacrificio de
Jesús (10). La Epístola a los Colosenses (1, 19; 2, 9) ex­
presa, refiriéndose al Señor resucitado, todo el terna de la
Presencia de Dios: "Por cuanto agradó a Dios que en El
habitase toda la plenitud de la Divinidad." Y San Juan, en
su Prólogo, dice que el Verbo hecho carne "habitó entre
nosotros" (Jn 1, 14), empleando el término tradicional
que, desde el desierto y el Sinaí, designaba el morar de
Dios entre los hombres (literalmente: "plantó su Taber­
náculo entre nosotros"); por él, el nuevo Templo, la Hu­
manidad de Cristo, se vincula directamente con la más
antigua tradición del Templo, y la "gloria del Padre"
llena ese nuevo Templo (Jn 1, 14), lo mismo que la glo­
ria del Padre, la nube, la Schekinah, había henchido el
Tabernáculo de Reunión. La humanidad de Cristo, su
"carne", es el Templo de la nueva Alianza, el lugar per­
fecto de la Presencia de Dios, el lugar del encuentro y
del culto perfectos.
Todo lo que hemos dicho sobre el Arca y el Templo
ilumina singularmente esta doctrina del Cristo-Templo.
Lo que el Arca y el Templo eran para Israel: la morada
en que Dios-desde la Alianza-está presente con los su­
yos, el lugar de encuentro de los hombres con la Divi­
nidad: eso la Humanidad de Cristo lo es para nosotros.
Lo que el Arca y el Templo representaban para la psi­
cología del judío: el ser el polo de sus pensamientos, la
dirección hacia la cual volvía él su rostro, el lugar al que
debería dirigirse su oración para llegar hasta Dios, la
única "reunión" posible con Dios: eso mismo lo es hoy
día para nosotros la Humanidad resucitada de Jesús.
DIOS ENTRE NOSOTROS 99

LA IGLESIA, TEMPLO DE PIEDRAS VIVAS

Así que la Iglesia-Presencia viva y Cuerpo de Cris­


to-es, también ella, y por este mismo título, el Templo
nuevo. No se trata de una simple deducción lógica: el
Nuevo Testamento nos invita a creerlo.
El tema de la casa, del edificio, presente en el Evan­
gelio (Mt 7, 26; Le 14, 28-31), encuentra su sentido "ecle­
sial" en la elección de Simón y en la trasformación de su
nombre en Pedro ("Sobre esta roca edificaré mi Iglesia",
Mt 16, 18). Y Pedro dirá que Cristo es la piedra angular
del edificio (Hch 4, 11). Pero en Ef 2, 22 y 1 P 2, 5 es
donde vernos que se evoca directamente al "templo espi­
ritual" para designar a la comunidad cristiana y a sus
"piedras vivas".
El simbolismo del Templo llega, de este modo, a su
término: en otra ocasión la Presencia de Dios estaba li­
gada a una construcción material, primeramente el Arca,
luego el Templo de Jerusalén; hoy día está ligada a una
comunidad humana. Y la Iglesia es, en medio de los hom­
bres, lo que el Arca, y luego el Templo, era en medio de
Israel: el depositario de su Gloria, la señal de su Pre­
sencia, el lugar único de encuentro y de culto. En este
sentido profundo hay que entender aquel adagio antiguo
de que: "Fuera de la Iglesia no hay salvaci6n." O la
máxima de San Cipriano: "Nadie puede tener a Dios por
Padre, si no tiene a la Iglesia por madre."
Esta nueva visión del Templo, ¿destruye la antigua?
Sí, porque la realización hace que el símbolo sea inútil.
Pero, en otro sentido, no: porque el fervor religioso, el
entusiasmo místico de los judíos delante de su Arca, de
su Templo, de su Jerusalén, nosotros tenernos que seguir­
lo experimentando delante de nuestra Iglesia. Y debemos
cantarla con las mismas palabras: "Si me olvidare de ti,
oh Jerusalén, pierda mi diestra su destreza ... (Sal 137, 5).
100 A. LEBOISSET

Seremos saciados del bien de tu casa, de tu santo Tem­


plo ..." (Sal 65, 5).
La Presencia de Dios, que fue antaño el gran anhelo,
la única seguridad, la esperanza fundamental del pueblo
judío-de ese pueblo que buscaba a Dios-, sigue cons­
tituyendo hoy día la unidad del pueblo que le posee (y
que no cesa de buscarlo). Pero este pueblo, la Iglesia, no
tiene ya necesidad de un lugar geográfico. Posee y busca
la Presencia en un lugar espiritual, o más bien en el
vínculo espiritual que une a todos sus miembros: el
amor.

EL CRISTIANO, TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO

Finalmente, Dios sólo está presente en alguna parte


porque quiere estar presente en el hombre. Y, hablando
de una manera rigurosa, Dios no puede estar presente
fuera de sí mismo en ninguna parte, excepto en una per­
sona humana que se abre a El por amor. Las demás pre­
sencias sólo son posibles en un sentido débil y analógico.
El Discurso después de la Cena decía ya vigorosa­
mente: "El que me ama, mi palabra guardará; y mi Pa­
dre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con
él" (Jn 14, 23). Esto equivalía a evocar con una sola pa­
labra todo el tema bíblico de la Morada de Dios. Y señalar,
además, toda la originalidad de la Presencia nueva.
San Pablo vuelve reiteradas veces sobre este tema:
"Vosotros sois templo de Dios." Y establece relación con
el Templo del Antiguo Testamento (1 Co 3, 16-17; 2 Co
6, 16 citando libremente a Lv 26, 11-12). "Vuestro cuerpo
es templo del Espíritu Santo" (1 Co 6, 19). Estas fórmu­
las han llegado quizá a hacerse insulsas para nosotros,
se han convertido en simples clichés. Pero, cuando des­
cubrimos su trasfondo bíblico, entonces tienen en nos­
otros una resonancia muy distinta. El respeto con su po-
DIOS ENTRE NOSOTROS 101

quito de miedo, la admiración adoradora que el israelita


religioso sentía hacia la Presencia de su Dios en el Tem­
plo: ¡ese mismo respeto y admiración es el que debemos
sentir hacia nosotros mismos, que somos templos de Dios!
¡ Y con cuánta mayor razón! Porque Dios no está pre­
sente en nosotros como en un lugar o en un continente.
Su ser penetra y transforma nuestro ser. Esta revelación
constituye la base del "personalismo cristiano" : toda la
dignidad de la persona humana, incluido el cuerpo, se
funda en esta toma de posesión de nuestro ser por parte
del Ser divino, ya sea tal posesión real por medio de la
gracia santificante, ya sea únicamente posible (para el
no bautizado, para el pecador).
Esta visión profundísima de la Habitación de Dios en
nosotros no sólo determina nuestra actitud hacia nos­
otros mismos, sino que determina también la vida con­
yugal-relación total (cuerpo y alma) de dos personas
humanas habitadas por el Espíritu-, el comportamiento
hacia los hijos (en, los que también habita Dios desde el
bautismo); finalmente, y de una manera más general,
determina todas las relaciones sociales.
En este término de la Revelación volvemos a encon­
trar la gran afirmación, repetida incesantemente en la
Biblia, de que el Dios Santo, el Dios trascendente, se con­
vierte en el Dios cercano y presente a fin de introducir
al hombre en su intimidad. La Trinidad presente en el
hombre por medio de la gracia es el don prodigioso de
Dios al hombre. Para encontrar a Dios, el cristiano no
tiene que ir a alguna parte, no tiene que ir "a otra parte",
ni siquiera al templo o a la iglesia: Dios está en él, con
esta sola Presencia posible, que es la Presencia del amor.

EL TEMPLO CELESTIAL Y ETERNO

Una última "apertura" de la Revelación acerca de la


Eternidad hace que volvamos a encontrar sintetizados no
102 A, LEBOISSET

sólo los temas bíblicos de la Presencia, sino también la


triple revelación del Nuevo Testamento acerca de la Ha­
bitación de Dios en Cristo, en la Iglesia y en el cristiano.
La Carta a los Hebreos, citada más arriba, contrapo­
nía ya el sacrificio de Cristo a los sacrificios del Templo
antiguo. Y rompía los límites del Tiempo, porque nos
mostraba a Cristo entrando en un Templo que es la Eter­
nidad (He 4, 14; 9, 11-14; 10, 19-21). Pero la represen­
tación más impresionante de la Liturgia eterna se en­
cuentra en el Apocalipsis. La visión inaugural de San
Juan (Ap 1, 9-20 y 4, 1-11), que recuerda muy de cerca
las visiones de Isaías (6, 1-5) y Ezequiel (1, 26-28), se si­
túa-lo mismo que ellas-dentro de un escenario litúr­
gico. Vemos incluso que reaparece el Arca, la cual pa­
rece haber sido guardada misteriosamente para este des­
tino, después de su desaparición terrena (Ap 11, 19). Vea­
mos ahora de cerca ese Templo: aunque tiene un centro
bien definido (el trono-altar y el Cordero), no tiene ya
tabiques; o, más bien, sus tabiques se dilatan hasta ad­
quirir las dimensiones mismas de la Creación; la colina
de Sión, donde se levantaba antaño el primer Templo, se
convierte en la cumbre del mundo (Ap 14, 1). Al final
vuelve expresamente el tema de la Tienda o Tabernácu­
lo (Ap 21, 3), así como también el de la Ciudad santa, la
nueva Jerusalén (Ap 21, 10), cuya descripción se parece a
la del Templo antiguo, aunque dicha Ciudad no tenga
Templo, porque "el Señor Dios Todopoderoso es el Tem­
plo de ella, y el Cordero" (Ap 21, 22). El universo, Cristo,
los ángeles, la multitud de los redimidos no forman más
que un solo y único Templo eterno.
El ciclo del Templo queda terminado de esta manera:
en su continuidad profunda, y también en su evolución.
Antaño se trataba de una realidad fijada en el espacio y
el tiempo (el Arca, el Templo, Jerusalén), que era señal
de una realidad espiritual futura: Cristo, la Iglesia, el
Templo personal. En los Hebreos y en el Apocalipsis, ve-
DIOS ENTRE NOSOTROS 103

mos que la realidad espiritual se halla enteramente rea­


lizada: la unión de Dios y de la Humanidad por medio
de la "nueva creación" de ésta y de su introducción en
la esfera de Dios. Pero los autores inspirados describen
esta realidad espiritual con imágenes tomadas de los
tiempos antiguos, de aquellos tiempos en los que todo era
señal.
A. LEBOISSET
DIOS NUESTRO PADRE

Todos los días, y varias veces por día, los cristianos


se dirigen a Dios diciéndole: "Padre nuestro que estás
en los cielos ... "
Cristo mismo nos lo enseñó. A Dios podemos y debe­
mos llamarle "Padre nuestro". Pero ¿qué realidad mis­
teriosa se encierra en esta invocación? ¿En qué sentido
podemos llamar a Dios: "Padre nuestro", con un título
que no poseen los que son extraños a la fe cristiana? 1•

Paternidad de Dios en el Antiguo


Testamento. El Exodo

Consultemos primeramente el Antiguo Testamento. El


primer texto que habla de la paternidad divina lo leemos

1 Hemos renunciado deliberadamente a exponer la relación del Padre y del


Hijo en el seno de la Santísima Trinidad. Pero no cabe duda de que ahí es
donde arraiga y se funda nuestra condición (1 Jn 3, 1-2).
106 M. E. BOISMARD

en el libro del Exodo, en una sección que pertenece a la


tradición "yahvista" y que, por tanto, podría remontarse
al siglo 1x. Contiene en germen todos los desarrollos ul­
teriores. Dios decidió liberar a su pueblo de la servidum­
bre de Egipto. Y entonces envía a Moisés para que diga
a Faraón:

Y dirás a Fara6n: Yahvé ha dicho así: Israel es mi hijo,


mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para
que me sirva, mas no has querido dejarlo ir; he aquí yo
voy a matar a tu hijo, tu primogénito (Ex 4, 22-23; véase
Sab 18, 13).

Al principio-lo vemos sin dificultad alguna-el tema


de la paternidad divina es concebido dentro de una pers­
pectiva esencialmente colectiva. El pueblo en su conjun­
to, y no cada individuo considerado aisladamente, es el
"hijo primogénito" de Dios. Por otra parte, como ocurre
frecuentemente en el Antiguo Testamento, el término de
"primogénito" debe entenderse aquí en el sentido de "hijo
amado", ya que Israel fue escogido por Dios, entre todos
los pueblos de la tierra, para ser el objeto de la predilec­
ción divina (véase Dt 7, 6; 14, 2). Y puesto que Dios ama
a Israel más que a todos los demás pueblos, lo protegerá,
velará sobre él, y por tanto lo librará de la mano de sus
opresores. Ahora bien, esta predilección de Dios hacia su
pueblo exige una contrapartida: Israel, una vez liberado,
deberá "servir"-rendir culto-a Yahvé. Esto quiere de­
cir que deberá servirle a El, y nada más que a El. Israel
deberá dar una respuesta a Yahvé y abandonar los de­
más dioses adorados por las naciones paganas. Hagamos
notar, finalmente, que no se dice aquí que Israel haya
llegado a ser el "hijo primogénito" en el día del Exodo.
Sin embargo, en el Exodo se manifestó por vez primera
la paternidad de Dios hacia Israel.
DIOS NUESTRO PADRE 107

El profeta Oseas

El profeta Oseas recogería este tema y lo desarrollaría


en términos patéticos:

Cuando Israel era muchacho, yo lo amé, y de Egipto


llamé a mi hijo. Cuanto más yo los llamaba, tanto más se
alejaban de mí; a los baales sacrificaban, y a los ídolos
ofrecían sahumerios. Yo con todo eso enseñaba a andar al
mismo Efraín, tomándole de los brazos; y no conoció que
yo le cuidaba. Con cuerdas humanas los atraje, con cuer­
das de amor; y fui para ellos como los que alzan el yugo
de sobre su cerviz, y puse delante de ellos la comida...
¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín? ¿Te entregaré yo,
Israel? ¿Cómo podré yo hacerte como Adma, o ponerte
como a Zeboim? Mi corazón se conmueve dentro de mí, se
inflama toda mi compasión ... (Os 11, 1-8).

El profeta comienza evocando el recuerdo del Exodo:


Israel entonces era como un niño, alimentado y protegido
por Dios durante el camino a través del desierto, y sir­
viendo a Dios fielmente (véase Os 2, 16-17; Jer 2, 2-3).
Pero, ¡ay!, Israel se portó como hijo ingrato, olvidó el
amor de su padre y se volvió hacia los ídolos (véase Is
1, 2; 30, 1-9; Jer 3, 19-20). Dios amenaza abandonarlos
definitivamente, en castigo de su ingratitud. ¿ Pero un
padre podría abandonar a su hijo primogénito, al hijo a
quien ama por encima de todas las cosas? No. Dios no
puede tratar a su primogénito como trata a los demás
pueblos (Adma, Zeboim). Ante el solo pensamiento de
destruir a su pueblo, el corazón de Dios se conmueve y
se inflama toda su compasión (véase Jer 31, 20; Is 49,
14 s). Oseas, recogiendo las principales ideas de Ex 4,
22-23, insiste principalmente en la grandeza, casi diría­
mos en la violencia, del amor que Dios siente hacia Is­
rael, su hijo primogénito, amor más fuerte que la ingra­
titud misma de Israel.
108 M, E. BOISMARD

Los escritos posteriores al destierro

El tema de la paternidad de Dios halla su expresión


más completa en el Cántico de Moisés (Dt 32, 4 s), redac­
tado probablemente al regreso del destierro, a fines del
siglo v1. Dios es el padre de su pueblo Israel. Lo engen­
dró (vers. 5), lo procreó (vers. 6), escogiéndolo para que
fuera su pueblo particular (vers. 9), lo adoptó al pactar
la Alianza del Sinaí (vers. 10), lo rodeó de cuidados para
permitirle que fuera creciendo y fortaleciéndose (vers. 11),
lo alimentó con los manjares más escogidos (vers. 13-14).
En aquellos tiempos, Israel respondía al amor de Dios
con fidelidad perfecta (vers. 5, 7, 12). Después su amor
se enfrió. Con ingratitud se volvió hacia dioses ajenos
para darles culto (vers. 15-18). Israel entonces será cas­
tigado y entregado en manos de sus enemigos (vers. 19 s),
en espera del día en que Dios-fiel a su amor-le librará
de sus opresores (vers. 36 s). Nos fijaremos que, a la idea
primera de Israel hijo de Dios por ser el elegido por Dios
entre todos los pueblos, el Cántico de Moisés añade otra
idea: al pactarse la Alianza del Sinaí, Israel fue adop­
tado por Dios. Así que la filiación tiene trascendencia le­
gal. Convierte a Israel en el heredero de Dios.

En las proximidades de la era cristiana

En las proximidades de la era cristiana, el tema de la


filiación divina adquiere un matiz mucho más personal,
al mismo tiempo que se va desarrollando su aspecto mo­
ral. Leemos ya en el Eclesiástico, según el texto hebreo:
"Y clamé: '¡Yahvé, tú eres mi padre, ciertamente eres el
héroe de mi salud; no me abandones en el día de la an­
gustia, en tiempo de la desolación y devastación!"' (Si 51,
10). Vemos, pues, que el autor, a fin de librarse de una
DIOS NUESTRO PADRE 109

prueba personal, invoca a Dios como a su Padre, es decir,


como a alguien que puede librarle de su prueba. El libro
de la Sabiduría es aún más explícito. Leemos en él, a
propósito del justo que es perseguido por los impíos:

Ensalza el fin de los justos y se gloría de tener a Dios


por padre. Veremos si sus palabras son verdaderas, y pro­
baremos cuál es su fin; porque si el justo es hijo de Dios,
El le acogerá y le librará de las manos de sus enemigos
(2, 16 s: véase Mt 27, 43).

Recibimos la impresión de estar asistiendo a una in­


versión de valores. En el tema antiguo, Israel debía per­
manecer fiel a Dios porque había sido escogido por Dios
para ser su pueblo particular, porque era hijo de Dios.
Aquí se dice que el justo es "hijo de Dios" porque es
justo y fiel a su Señor.
Podemos muy bien echar una ojeada sobre la evolu­
ción del tema de la paternidad divina en el Antiguo Tes­
tamento. Al principio y hasta las cercanías de la era cris­
tiana, este tema tiene una perspectiva netamente comu­
nitaria: Israel es el "hijo primogénito" de Dios porque
Dios lo ha escogido entre todos los pueblos para que sea
su pueblo particular. Dios, pues, lo ama con un amor es­
pecial y lo protege contra todos sus enemigos. En retor­
no, Israel debe actuar como hijo sumiso y obediente. El
tema, ordinariamente, es tratado según la perspectiva del
Exodo, que es la que mejor manifestó la eficacia de Dios­
Padre y Salvador. En una época tardía comenzóse a in­
terpretar el tema en un sentido más personal.

El Nuevo Testamento. La enseñanza


de Cristo

Entre los Evangelios sinópticos, Marcos es el que me­


nos habla de la paternidad divina con respecto a los cris-
110 M. E. BOISMARD

tianos. Un solo pasaje la menciona explícitamente (11,


25). Y bien podría tratarse de una refundición posterior.
Mateo, por el contrario, es quien más habla de esa pater­
nidad, pero lo hace en contextos muy determinados.
Dios es, primerísimamente, el Padre que da a sus hi­
jos el alimento y el vestido. Si alimenta a los pájaros del
cielo y si viste primorosamente a las flores del campo,
¡ qué no hará con sus hijos! Por tanto:

No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o


qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de
vestir... Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero
vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas
estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y
su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas (Mt 6,
25-34; Le 12, 22-31).

La misma tesis es repetida un poco más adelante: ore­


mos a Dios con confianza, y El nos dará todo lo que ne­
cesitamos, como un padre da a sus hijos el pan, el pes­
cado o los huevos necesarios para la subsistencia (Mt 7,
7-11; Le 11, 9-13). Hagamos notar, de paso, la tendencia
"espiritual" de Lucas. No son tanto los bienes materiales
los que Dios va a dar a los que se los pidan (Mt 7, 11),
cuanto el bien espiritual por excelencia, el don del Espí­
ritu Santo (Le 11, 13).
En este contexto se integra la gran oración del Padre­
nuestro, mejor situada-según parece- en San Lucas que
en San Mateo (Le 11, 2-4; Mt 6, 7-14). Es inútil multipli­
car las palabras cuando se está orando. Es inútil la ver­
borrea, porque Dios sabe muy bien las cosas que nos­
otros necesitamos, antes mismo de que hayamos formu­
lado nuestras peticiones :
Cuando oréis, decid: Padre nuestro que estás en los cie­
los, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu
Voluntad así en la tierra como en el cielo. El pan nuestro
de cada día dánosle hoy, y perdónanos nuestras deudas,
DIOS NUESTRO PADRE 111

como también nosotros perdonamos a nuestros deudores,·


y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del Mal­
vado.

Así que, en todos estos textos, el tema esencial es éste:


Puesto que Dios es nuestro Padre, nos dará todos los bie­
nes materiales de que tenemos necesidad, con tal que se
los pidamos con fe_ Volvemos a encontrar-traspuesto
ahora sobre el plano individual-el gran tema del Anti­
guo Testamento: Dios ama a su pueblo y le concede lo
que es necesario para salvaguardar su vida. Por lo demás,
la perspectiva "comunitaria" no está ausente de la ense­
ñanza de Cristo. En efecto, El nos manda que nos dirija­
mos a Dios llamándole "Padre nuestro", y no "Padre mío".
Dios, ¡ qué duda cabe!, es el Padre de cada uno. Pero lo
es precisamente porque es el Padre de todos, el Padre del
Israel nuevo formado por los cristianos.
Hay otro punto que acerca la enseñanza de Cristo a
la tradición del Antiguo Testamento: el principio de la
reciprocidad, contenido implícitamente en los textos pre­
cedentes. En efecto, si queremos obtener de Dios lo que
le pedimos, hay una condición necesaria: buscar el reino
de Dios y su justicia (Mt 6, 33; 6, 9-10), es decir: actuar
como verdaderos hijos de Dios sometiéndonos a la volun­
tad divina.
Más aún: para ser verdaderamente "hijo de Dios", el
hombre debe esforzarse por actuar como Dios. No basta
amar al prójimo para ser verdaderamente hijo de Dios.
¡ Sino que hay que amar incluso a los enemigos! "Oísteis
que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu
enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos,
bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os
aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen,·
para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cie­
los, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que
hace llover sobre justos e injustos ... " (Mt 5, 43-45). El
112 M. E. BOISMARD

ideal del cristiano queda definido a continuación por me­


dio de una fórmula que sirve de conclusión a todos los
preceptos dados por Cristo: "Sed, pues, vosotros perfec­
tos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfec­
to" (5, 48; véase Le 6, 36). Pero tampoco aquí está intro­
duciendo Jesús una innovación. Sino que no hace más
que recoger con vigor el tema propuesto por la Ley de
Santidad del Levítico: "Santos seréis, porque santo soy
yo" (19, 2).
Vemos, pues, que la enseñanza de Cristo acerca de la
"paternidad" de Dios permanece en la misma línea que
el Antiguo Testamento. Los cristianos constituyen el nue­
vo pueblo de Dios, escogido por Dios. Por tanto, Dios es
su Padre, que los alimenta y cuida de ellos, como un pa­
dre sabe cuidar de sus hijos: con todo su amor. En reci­
procidad, los cristianos deben actuar como verdaderos
hijos de Dios, conformándose a la imagen de su Padre
celestial, esforzándose en ser buenos para todo el mundo,
tanto para los amigos como para los enemigos. La pers­
pectiva es claramente individual (como en el libro de la
Sabiduría; véase, además, Mt 13, 43). Pero supone tam­
bién el sentido colectivo. Cristo no dice nada, por lo me­
nos explícitamente, acerca del fundamento mismo de
nuestra filiación divina: de aquello por lo cual el cris­
tianismo se distingue esencialmente del Antiguo Testa­
mento. A la primera generación cristiana le corresponde
la tarea de adquirir conciencia de ello, bajo la ilumina­
ción del Espíritu Santo (véase Jn 16, 12-13).

La primera reflexión cristiana

Es posible que la primera Carta de San Pedro recoja


de hecho (más o menos refundida) una antigua liturgia
bautismal, constituida ya hacia el año 50, es decir, unos
veinte años después de la muerte de Cristo. Desde un prin-
DIOS NUESTRO PADRE 113

cipio el tema de la paternidad de Dios domina la pers­


pectiva:
Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que
según su grande misericordia nos hizo renacer para una
esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los
muertos, para una herencia incorruptible... , reservada en
los cielos para vosotros ... (1 P 1, 3-5).

La alusión al bautismo es cierta. Por medio del bau­


tismo (que aplica al cristiano la virtud de la resurrección
de Cristo) el hombre es engendrado de nuevo por Dios,
con miras a obtener la herencia del Reino del cielo, pre­
figurado por la Tierra prometida antaño a los profetas y
dada a Israel. Pero ¿en qué consiste exactamente este
renacimiento? El texto sagrado nos lo explica un poco
más adelante:

Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a


la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no
fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón
puro; siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de
incorruptible: ... la palabra que por el Evangelio os ha sido
anunciada (1 P 1, 22-25).

Así que el cristiano fue engendrado de nuevo por Dios


en el sentido de que la Palabra de Dios fue depositada en
su corazón, como un germen incorruptible de vida (véase
Stg 1, 17-18; 1 Jn 3, 9-10; Le 8, 11 s). Gracias a esta Pa­
labra de Dios, que vive en nuestros corazones, el cristia­
no puede "obedecer a la verdad" amando a sus hermanos
que han nacido del mismo Padre celestial. Y puede, con
ello, realizar su propia santificación. Se ha convertido,
pues, en "hijo obediente" (1 P 1, 14), que realiza perfec­
tamente el precepto del amor fraterno (tal como había
sido proclamado ya en la Ley de Santidad del Levítico
(19, 18), y que alcanza perfectamente aquella semejanza
con su Padre celestial que Cristo le había propuesto como
114 M, E. BOISMARD

ideal (Mt 5, 48; Lv 19, 2; 1 P J, 15-16; 1 Jn 3, 3). Vemos


ya desde este momento toda la diferencia que hay entre
la economía antigua y la economía nueva en lo que res­
pecta a la "filiación" divina. En la economía antigua, el
israelita debe esforzarse por asemejarse a Dios, su Padre,
imitando su santidad y perfección; mas, para conseguir
esto, se hallaba abandonado a sus propias fuerzas. De ahí
la vanidad de sus esfuerzos. En la economía nueva, tal
como había sido anunciada ya en el Antiguo Testamento
(véase Dt 30, 11-14; Jer 31, 31-34), Dios deposita su Pa­
labra (que es también su Ley) como un principio de vida
en el corazón del hombre: de tal suerte que el hombre
pueda obedecer a las exigencias de esta Palabra que ha
llegado a ser en él una especie de segunda naturaleza,
una sobre-naturaleza. Por este medio se hace capaz de re­
cibir en herencia el Reino del cielo que Dios ha prome­
tido a quienes le aman.
Vemos, pues, que la primerísima reflexión cristiana ha
elaborado una teología de la paternidad divina con res­
pecto a los cristianos. No lo ha hecho de manera arbitra­
ria; sino recogiendo datos hallados en la tradición judía y
en la enseñanza de Cristo. En efecto, el judaísmo conocía
una especie de bautismo administrado a los paganos que
deseaban abrazar la fe judía. Este bautismo tenía la fina­
lidad de desembarazarlos de la impureza inherente a su
calidad de paganos. Ahora bien, este bautismo (simple
rito de purificación) señalaba-a los ojos de los casuístas
judíos-una ruptura tan completa con su género de vida
anterior, que lo comparaban a menudo con un nuevo na­
cimiento. El prosélito venido del paganismo comenzaba
una vida totalmente nueva, como un niño pequeñito que
acaba de nacer.
Pero en el cristianismo-acabamos de verlo-el bau­
tismo daba realmente al fiel la energía para llevar una
vida nueva, en conformidad con la ley divina. La Palabra
de Dios, al venir sobre el recién bautizado, operaba en él
DIOS NUESTRO PADRE 115

una verdadera "conversión": El hombre se "apartaba"


del mal para "volverse" hacia Dios (cf. 1 Ts 1, 9-10; Hch
14, 15). Por otra parte, Cristo mismo afirmó: "De cierto
os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no
entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18, 3). Para entrar
en el Reino, hay, pues, que "convertirse" y "hacerse como
niño". Pero en arameo (que es la lengua hablada por
Cristo) la misma palabra significaba "convertirse" y "[na­
cer] de nuevo". Por tanto, las palabras de Jesús podían
entenderse también en este sentido: "Si no volvéis a ser
de nuevo como niños ... " Es, ni más ni menos, lo que hizo
San Juan, al referir de la siguiente manera la palabra de
Cristo: "El que no naciere de nuevo, no puede ver el rei­
no de Dios" (Jn 3, 3). Vemos qué fácil era reunir todos
estos datos en una síntesis teológica: el cristiano, al re­
cibir-en el bautismo-la Palabra de Dios, y al conver­
tirse y volverse hacia Dios, vuelve a ser hijo de Dios, ac­
tuando plenamente a imitación de su Padre según el ideal
propuesto antaño al pueblo judío.

La reflexión ulterior. San Juan

Los escritos joánicos señalan una etapa ulterior en la


reflexión teológica del cristianismo primitivo. Sin embar­
go, San Juan recoge esencialmente los datos de la liturgia
bautismal expresada en la primera Carta de Pedro. Pero
los completa según dos líneas principales. En primer lu­
gar, la Palabra de Dios que efectúa nuestro nuevo naci­
miento no es simplemente la predicación evangélica traí­
da por Cristo (1 P 1, 23-25), sino que es Cristo mismo. Je­
sús es el Verbo de Dios, la Palabra de Dios (Jn 1, 1), que
ha venido a morar entre los hombres (1, 14). Cristo mis­
mo es la Palabra que habita entre nosotros (cf. 1 Jn 2,
14; 5, 18): Cristo, el Hijo de Dios. La Palabra en nos-
116 M, E. BOISMARD

otros nos convierte en hijos, porque ella-la Palabra- es


el Hijo por excelencia :

Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su


nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios,· los
cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de
carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios. Y el Verbo
se hizo carne, y habitó entre nosotros ... (Jn 1, 12-14).

Vemos cómo San Juan, al recoger los datos de la tra­


dición primitiva (compárese Stg 1, 18-21 con Jn 1, 12-13),
les da un alcance infinitamente mayor por el solo hecho
de comprender que la Palabra de salvación, enviada por
el Padre para salvar a sus hijos, no era más que el Hijo
mismo, la Palabra subsistente del Padre, que nos trans­
forma a imagen suya para convertirnos en hijos suyos.

La reflexión ulterior. San Pablo

Juan completa la enseñanza de la tradición primitiva


acerca también de otro punto. Y, en este detalle, coincide
con los desarrollos paulinos del tema. En el Antiguo Tes­
tamento, la Palabra de Dios era inseparable de su soplo,
de su Espíritu. Así que, al tema del nacimiento por la
palabra debe corresponder también el tema del nacimien­
to por el Espíritu de Dios. San Juan lo dice explícitamen­
te: "El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede
entrar en el reino de Dios" (3, 5). Y, del mismo modo, dice
San Pablo, recogiendo y completando el himno bautismal
de 1 P 1, 3-5 : "Pero cuando se manifest6 la bondad de
Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres,
nos salv6, no por obras de justicia que nosotros hubiéra­
mos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de
la regeneraci6n, y por la renovaci6n en el Espíritu Santo,
el cual derram6 en nosotros abundantemente por Jesu­
cristo nuestro Salvador ... " (Tit 3, 4-7). La alusión al bau-
DIOS NUESTRO PADRE 117

tismo es evidente. Lo mismo que en el texto joánico. Pero,


en ambos casos, el tema del re-nacimiento (o: nuevo na­
cimiento) por la Palabra ha sido sustituido por el tema
del re-nacimiento por el Espíritu. No hay oposición, cla­
ro está. Sino complementación. En efecto, el Espíritu re­
cibido en el bautismo no es más que el Espíritu de Jesús
(Hch 16, 7), el Espíritu de Cristo (Ro 8, 9). Así que el Es­
píritu, al venir a habitar en nuestra alma, nos modela a
semejanza del Hijo, hace que "nos revistamos de Cristo"
(Ga 3, 26-29; véase Ef 3, 17), nos concede el sentir y ac­
tuar como hijos que están en presencia de su Padre, con
amor filial perfecto (Ga 4, 6-7; Ro 8, 15-17): de suerte
que podamos recibir un día la herencia prometida antaño
a Abraham y al Hijo que habría de nacer de él: Cristo
(Ga 3, 16-18; 3, 26-29). Pero el Cristo total, el Hijo por
excelencia y todos aquellos que-por el Espíritu-hayan
sido transformados en semejanza de El (véase Ro 8,
28-30).
En la profundidad de este misterio, ¿ cómo no iban a
reconocer los hijos el amor infinito de su Padre celestial?
San Pablo lo expresa así en términos desbordantes de
entusiasmo y ardor:

Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida,


ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni
lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa
creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cris­
to Jesús Señor nuestro (Ro 8, 38-39).

San Juan lo expresa en una sola frase de inigualable


intensidad teológica: "Dios es amor" (1 Jn 4, 16).

M. E. BOISMARD
111

LAS EXIGENCIAS DE DIOS


BIENAVENTURADOS LOS POBRES

Cuando clasificamos la pobreza entre las exigencias de


Dios (y, por cierto, entre las de primera fila), ¿no esta­
mos enunciando una contra-verdad? Porque, a la pobre­
za, la Biblia nos la presenta primeramente como un mal
que hay que combatir. Y esta orientación tiene su fuente
en el corazón de la religión mosaica. Israel fue constitui­
do entonces como un pueblo fraternal en el que no debe­
ría existir esa tara. Un día, el Deuteronomio intentará
que esta intención de Moisés penetre más en los hechos:
los círculos levíticos que comentan y orquestan esta in­
tención de Moisés, serán los continuadores auténticos del
gran caudillo de Israel. Pondrán a punto una serie de
medidas a fin de paralizar el pauperismo en todas sus
víctimas : el año de liberación para las deudas y los es­
clavos hebreos, la prohibición de prestar a interés, la pro­
hibición de conservar una prenda tomada al pobre, la
obligación del diezmo trienal en favor de los desgracia­
dos el pago cotidiano de los obreros, el derecho de re-
122 A. GELIN

busca y espigueo. Todo esto se justificará en la siguiente


exhortación
Porque no faltarán menesterosos (ebionim) en medio de
la tierra; por eso yo te mando, diciendo: Abrirás tu mano
a tu hermano, al pobre (ani) y al menesteroso (ebion) en
tu tierra (Dt 15, 11).

El Deuteronomio, en el siglo vm, pretendía recons­


truir un Israel fraternal. Sus iniciativas se aúnan a los
esfuerzos de los profetas, en los que alienta la intempe­
rancia de una caridad ardiente. Amós (2, 6-7), por ejemplo,
protesta

porque vendieron por dinero al justo,


y al pobre (ebion) por un par de zapatos,
pisotean en el polvo de la tierra
las cabezas de los desvalidos (dallim),
y tuercen el camino de los humildes (anawim).

El profeta ha fotografiado al pobre concreto y vivo.


Y nosotros nos hemos limitado a transcribir sus expresio­
nes características. El dal es el pobre en su estado de
delgadez y desvalimiento, los "desvalidos del país" (2 R
24, 14) que representan al proletariado rural. El ebion es
el que desea obtener algo, el pobre en su aspecto de men­
digo. El ani o el anaw es aquel que se halla oprimido bajo
el peso de una miseria actual o permanente: pobreza eco­
nómica, enfermedad, prisión, opresión.
Es inútil evocar aquí el sombrío cortejo de esos po­
bres, tal como desfila por la Biblia, principalmente por
el Salterio. En ese cortejo estamos escuchando-como
quien dice-la sangre de Abel que no cesa de clamar al
cielo, la queja de las personas buenas que no aceptan su
suerte violenta. Y, al mismo tiempo, los acentos de pie­
dad y amor que les responden, desde Nehemías (Neh 5)
a Ben Sira o Eclesiástico (Si 4, 1-6) y a la Carta de San­
tiago (Stg 2).
BIENAVENTURADOS LOS POBRES 123

¿Hará falta recordar que Jesús se apropió la exhorta­


ción del Deuteronomio citada anteriormente (Mr 14, 7),
y para sacar también una conclusión evidente?

La pobreza que libera

Ya en el Antiguo Testamento se comprendió que la


riqueza tenía poder para estancar al individuo. Es, ni más
ni menos, el tema de Proudhon y de Péguy: "La pobreza
es buena y debemos considerarla como el principio de
nuestra alegría" (Proudhon). Un sabio fija los límites de
esta pobreza que Péguy distinguía tan cuidadosamente de
la miseria:

No me des indigencia ni riquezas;


manténme del pan necesario;
no sea que me sacie, y te niegue,
y diga: ¿Quién es Yahvé?
o que siendo indigente, hurte,
y blasfeme el nombre de mi Dios (Pr 30, 8-9).

Estos acentos no serán olvidados por el Evangelio.


Jesús insistió en los peligros de la riqueza: La riqueza
es engañosa (Le 12, 15-21). Absorbe y acapara. Impide
que fructifique en sí la palabra del Reino (Mt 13, 22).
"Porque raíz de todos los males es el amor al dinero" (1
Ti 6, 10). Se nos invita a deshacernos de todo para adqui­
rir la perla preciosa del Reino (Mt 13, 45-46), y a no de­
jarnos poseer por el dinero sino ser ricos para Dios (Le
12, 21).
En cuanto a los misioneros del Evangelio, su libertad
debe ser más entera. Creamos y aceptemos aquellas pa­
labras, dichas ya hace mucho tiempo:

Y les mandó que no llevasen nada para el camino, sino


solamente bordón; ni alforja, ni pan, ni dinero en el cin-
124 A. GELIN

to, sino que calzasen sandalias, y no vistiesen dos túni­


cas (Mr 6, 8-9).

La pobreza de alma

Ahora bien, el vocabulario de pobreza ha experimen­


tado una transposición espiritual y ha servido para desig­
nar al "hombre bíblico" en su actitud fundamental de
"cliente". Los términos que hemos indicado antes, se con­
virtieron en expresiones técnicas del lenguaje religioso.
Expresan la actitud de las almas que lo dejan todo en
manos de Dios, que se hallan en situación de recurrir a
Dios absolutamente para todo.
Esta sensibilización del vocabulario tiene una histo­
ria que se remonta-según parece-al siglo v1. Israel pa­
saba entonces por una situación precaria: era vasallo de
Asiria, y se asemejaba a un pueblo de pobres. ¿Por qué
esa pobreza no llegaría a convertirse en un valor?
Buscad a Yahvé
todos los humildes de la tierra,
los que pusisteis por obra su juicio;
buscad justicia,
buscad pobreza (anawah) (Sof 2, 3).

Captamos en este texto el paso de lo sociológico a lo


religioso. Desde este momento, la expresión no cesará de
ser aureolada, se convertirá en título de honor. En medio
de la postración nacional del destierro, hacia el año 540,
Israel oye a un profeta que anuncia su regreso a Tierra
Santa:
Cantad alabanzas, oh cielos, y alégrate, tierra;
y prorrumpid en alabanzas, oh montes;
porque Yahvé ha consolado a su pueblo,
y de sus pobres tendrá misericordia (Is 49, 13).
Los "Pobres-de-Yahvé": tal será de ahora en adelan­
te la designación del Israel seleccionado y cualitativo que
BIENAVENTURADOS LOS POBRES 125

se ha ido formando en tierra extranjera. Este Israel, al


regresar a Palestina, no cesa de llevar un título que, en
medio de las dificultades de la reinstalación, no se limita
a acentuar su pobreza real, sino que designa además el
desaliento que nace de esa pobreza, y que provoca en los
fieles una ardiente búsqueda de Dios, con oración, con­
fesión y penitencia. Y, juntamente con esa búsqueda, sus­
cita una humildad que transforma a los "pobres" en "pia­
dosos" (Duhm). La Biblia, en tales circustancias, dio la
mejor definición de la pobreza espiritual: apertura total
para Dios, absoluta humildad en el respeto, la obediencia
y el sentimiento de la propia deficiencia y fragilidad. Es
la perfección de una fe que se ha cimentado sobre Dios,
aun al margen de las seguridades humanas:

Miraré a aquel
que es pobre y humilde de espíritu,
y que tiembla a mi palabra (Is 66, 2).

El Salterio expresa-después del Destierro-el com­


portamiento concreto de esos "pobres". Agrupados, no en
conventículos, sino en un "movimiento"-como se diría
hoy día-, sienten ser el verdadero Israel. Se reúnen en
el Templo, en las ceremonias de acción de gracias, cuan­
do uno de ellos quiere dar gracias al Señor por un favor:

Lo oirán los anawim, y se alegrarán.


Engrandeced al Señor conmigo,
y exaltemos a una su nombre (Sal 34, 3-4).

Comerán los anawim, y serán saciados;


alabarán a Yahvé los que le buscan (Sal 22, 27).

Los pobres forman un bloque. Se sienten un poco or­


gullosos de ser el pueblo de Dios (Sal 149, 4). Quizá, sus
sentimientos son ligeramente farisaicos (Sal 26). Y cuan­
do se comparan a sí mismos con los malos (los cuales
126 A, GELIN

prosperan, siendo así que ellos, "la generación de los hi­


jos de Dios" [Sal 73, 15], viven mediocremente [Mal 3,
14-15]), entonces están dispuestos a proferir las maldicio­
nes que todavía hoy siguen turbándonos (Sal 69; 109).
Claro está que aún no son cristianos...
Esperan comunitariamente la venida del Mesías que
saldrá tal vez de sus filas (Sal 22; Is 53) (véase anterior­
mente p. 125).
Y su espiritualidad, cercana a la de Jeremías-su pa­
trono-y a la de Job, que es algo así como su tipo litera­
rio, se expresa en diálogos : los diálogos del alma con el
Dios interior. Sus contriciones, sus llamamientos a la gra­
cia (Sal 51), sus silencios repentinos, podemos escuchar­
los en ellos:

Yahvé, no se ha envanecido mi corazón,


ni mis ojos se enaltecieron;
ni anduve en grandezas,
ni en cosas demasiado sublimes para mí.
En verdad que me he comportado y he acallado mi alma
como un niño destetado de su madre;
como un niño destetado está mi alma (Sal 131).

Comprendemos perfectamente la exhortación de Ben


Sira (el Eclesiástico), lleno de admiración hacia el ideal
representado por los pobres:

Hijo mío, hazte más pequeño


cuanto más grande seas,
y ante Dios hallarás gracia;
pues grandes son las misericordias de Dios
y a los anawim descubre sus secretos
(Si 3, 19 [texto hebreo]).

Estamos muy cerca del Evangelio (Le 10, 21). Mien­


tras tanto, el ideal de pobreza espiritual es vivido por los
BIENAVENTURADOS LOS POBRES 127

esenios, no lejos del Mar Muerto. No es uno de los me­


nores resultados de los descubrimientos recientes el ha­
bernos revelado este anillo vivo que une a los salmistas
con el Evangelio.
En el umbral del Evangelio, lugar de tránsito entre
las dos Alianzas, tenemos a María en quien se concentra
el Israel cualitativo. En ella culmina la oración y la es­
peranza de los anawim. Y podemos muy bien decir que
el "Magníficat" es la perla de su literatura:

Pues El ha mirado la pobreza de su sierva...

Aquí sobran los comentarios. Digamos únicamente


aquellas palabras de Santa Teresa del Niño Jesús: "Cuan­
to más pobre seas, tanto más te amará Jesús."

Jesús, el heredero

Jesús se definió a sí mismo como "manso y humilde


de corazón" (Mt 11, 29). Los críticos piensan que la fuen­
te aramea decía sencillamente: "Yo soy anaw", y que el
traductor griego ha explicitado este término pletórico de
sentido, en el que entraban las nociones de humildad ante
el Padre y de humildad fraternal ante los hombres. En
efecto, la palabra nos está indicando el comportamiento
concreto y la experiencia varias veces centenaria a la que
hemos aludido.
¿ Comprenderemos, entonces, que algo de este ideal
vivido por Cristo haya pasado a su mensaje, y que la
"Carta Magna" del Cristianismo-las Bienaventuranzas­
suene al unísono con él? Ya hemos dicho lo que Jesús
pensaba acerca de la pobreza efectiva. Y no cabe duda de
que la bienaventuranza de los pobres, en San Lucas (6,
20), se refiera a esa pobreza, pero en cuanto condiciona
128 A. GELIN

y presupone una actitud religiosa. En la recensión de Mt


5, 3, esta actitud religiosa es considerada en sí misma:

¡Bienaventurados los que tienen alma de pobre!

El no querer ver en estas palabras más que una ex­


hortación al desasimiento, es negarse a ver una referen­
cia profunda a un tema que lo más selecto de Israel había
elaborado viviéndolo.
A. GELIN
CREER EN DIOS

La fe cristiana no adquiere su sentido definitivo sino


con la venida de Cristo y la interpretación que dan de ella
San Pablo y San Juan. Mas, para comprenderla plena­
mente, hay que conocer las raíces que tiene en el Antiguo
Testamento. Estas páginas, al esbozar a grandes rasgos
la continuidad y el progreso de la revelación divina sobre
la fe a lo largo de la Historia, pretenderían ayudar a
captar la estructura permanente de la respuesta que Dios
exige del hombre, y a precisar-dentro de esta actitud­
la aportación específicamente cristiana. Para apremiar­
nos a nosotros mismos a escuchar el mensaje bíblico, bas­
tará recordar lo mucho que nos inclinamos-según nues­
tro temperamento-a corromper la autenticidad de nues­
tra fe exagerando alguno de sus aspectos.
Las personas en las que predomina la razón, conside­
ran-muy justamente-la fe como una superación de las
exigencias de la razón. Pero insisten exageradamente en
el carácter voluntario de la fe. Se inclinan a considerar
130 X. LfON-DUFOUR

el objeto de la fe como simple oscuridad y vacío. Y el


ejercicio de la fe, como un salto, como una apuesta. Se­
mejante fe, al no pasar al estado adulto ni personalizarse,
se convierte en fe pueril y no tiene garra sobre la exis­
tencia cotidiana. A estas mentes, la Biblia les recuerda
dos hechos. El objeto de la fe no es, primeramente, cierto
número de verdades, sino la Verdad subsistente, personal,
de la cual esas verdades derivan su valor. Para un semita,
la verdad no es un objeto al que podamos conocer como
una cosa, independientemente de aquel que la expresa.
Y, cuando se trata de la Verdad, creer es apoyarse en la
Roca misteriosa, en el Dios vivo y verdadero, es experi­
mentar incesantemente su solidez. El segundo hecho que
la Biblia nos enseña es que la fe no es, primeramente, un
paso que dé el hombre, sino una respuesta a la iniciativa
de Dios, una respuesta personal a una persona ; no es,
primordialmente, un salto en el vacío, sino un apoyarse
en el Dios vivo y verdadero, es decir, sólido.
Otras almas, con más inclinación natural a ser cre­
yentes, y que sienten el impulso espontáneo de apoyarse
en otro ser, admiten en bloque todas las verdades ense­
ñadas por la Iglesia, encontrando en ellas la respuesta a
las aspiraciones íntimas de su ser, y reconociendo en ellas
al Señor que se las revela. Por medio de esta actitud, que
ya es bíblica, su fe no es solamente un superar a la razón
sino además un adherirse del ser entero. Sin embargo,
las raíces de esta fe no suelen profundizar más allá de la
sensibilidad. A estas almas la Biblia les enseña que, a la
fe, no hay que ponerla en tela de juicio, pero que sí hay
que asentarla en juicio, que hay que depurarla. No po­
seemos la fe como poseemos algunas evidencias del mun­
do sensible. La fe es historia, progreso. Ocurre con ella
como con el amor entre dos seres: el misterio de la per­
sona amada es algo en lo que se va ahondando poco a
poco. Es una exploración que supone un estar tomando
continuamente la partida. Es un salir incesante de posi-
CREER EN DIOS 131

ciones que uno pensaba adquiridas ya para siempre, de


lazos que parecían definitivos.

EL PADRE DE LOS CREYENTES

La historia de Abraham es la historia del creyente


perfecto: la historia que todo hombre ha de vivir. Dos
etapas principales.

Creer en Dios que promete

Dios hace irrupción en la existencia de Abraham:

Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu


padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación
grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre y se­
rás bendición... Y se fue Abraham, como Yahvé le dijo
(Gn 12, 1-4).

Dios tiene la iniciativa. Promete y exige la confianza


en su palabra. Abraham se somete y obedece. Según el
comentario de la Carta a los Hebreos:

Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir


al lugar que había de recibir como herencia,· y salió sin
saber adónde iba (He 11, 8).

Porque:
La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de
lo que no se ve (He 11, 1).

Aunque tenía que abandonarlo todo, aunque tenía que


vivir como extranjero en la Tierra prometida, aunque
tenía que desterrarse a Egipto y correr el riesgo de per­
der a su mujer (Gn 12), aunque tenía que separarse de
132 X. LÉON-DUFOUR

su sobrino Lot y quedarse en soledad (Gn 13), Abraham


confía en la palabra divina, admite lo invisible, y se sien­
te seguro del futuro.
Y, no obstante, la promesa tarda en cumplirse. En la
escena en que por vez primera aparece el verbo "creer",
parece que Dios quiere que Abraham adquiera una con­
ciencia más clara de su propia fe.

Después de estas cosas vino la palabra de Yahvé a


Abram en visión, diciendo: No temas, Abram,· yo soy tu
escudo, y tu galardón será sobremanera grande. Y resvon­
dió Abram: Señor Yahvé, ¿qué me darás, siendo así que
ando sin hijo ... ? [Yahvé] lo llevó fuera, y le dijo: Mira
ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes con­
tar. Y le dijo: Así será tu descendencia. Y creyó a Yahvé,
y le fue contado por justicia (Gn 15, 1-6).

Abraham no duda. Sino, como explica San Pablo:

El creyó en esveranza contra esperanza, para llegar a


ser padre de muchas gentes, conforme a lo que se le había
dicho: Así será tu descendencia. Y no se debilitó en la fe
al considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto (sien­
do de casi cien años), o la esterilidad de la matriz de Sara.
Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios,
sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plena­
mente convencido de que era también poderoso para hacer
todo lo que había prometido; por lo cual también su fe le
fue contada por justicia (Ro 4, 18-22).

Creer es decir 'Amen (o "así sea", señal de asenti­


miento y aceptación, según la etimología de esta palabra)
a Dios que es fiel (Na'aman, palabra formada de la mis­
ma raíz que 'Amen) en sus promesas y poderoso para
realizarlas. Y esto, a pesar de las apariencias. Tal es la
fidelidad del hombre que se apoya en la fidelidad de Dios.
CREER EN DIOS 133

La fe puesta a prueba

Abraham, una vez que tiene en Isaac el objeto de su


esperanza, ¿puede descansar ya en la realización de la
promesa y dejar de creer? ¡Nada de eso!

Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abra­


ham, y le dijo: Abraham. Y él respondió: Heme aquí. Y
dijo: Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas,
y vete a tierra de Moriah, y ofrécelo allí en holocausto
sobre uno de los montes que yo te diré (Gn 22, 1-2).

Prueba terrible, cuya profundidad apenas supo expre­


sar el aguafuerte famoso de Rembrandt, a pesar de que
también él había pasado por fuertes tribulaciones. Cuando
Dios hace al hombre un don, el hombre confunde a menu­
do ese don con Dios mismo. Ahora bien, Dios no está con­
tenido ni limitado por sus dones. Si Dios reclama al hijo
de la promesa, no lo hace para matar en Abraham la espe­
ranza, sino para extenderla más allá de los límites en que
esa esperanza se encerraba a sí misma, y para poner de
manifiesto que el creyente es el peregrino del absoluto.
Abraham había renunciado a su propia razón y a las apa­
riencias, a fin de creer en la promesa. Y tuvo que renun­
ciar a la promesa misma, realizada ante sus ojos. Porque
la promesa de Dios no es el Dios de las promesas.
Si Abraham pone-a pesar de todo-su confianza en
Dios, señal de que está desasido de todo lo que no es Dios.
No es que no tenga cariño a su país ni a Isaac (el hijo "a
quien amas", dice Dios). Pero prefiere a Dios por encima
de todas las cosas. El motivo último de su fe perfecta es
Dios mismo que, al encontrarse con él, le inspiró su "te­
mor": expresión velada del amor de una criatura hacia su
Hacedor. Tal es la fe perfecta. La fe que convirtió a Abra­
ham en "padre de muchas gentes" (Ro 4, 17). Y, así, la fe
cristiana se dirige siempre al Dios de Abraham. Y el cielo
134 X. LÉON-DUFOUR

-término de esa fe-es el banquete de Abraham. El, como


padre de los creyentes, ha realizado perfectamente las ca­
racterísticas esenciales de sus verdaderos hijos: el salir
y desarraigarse de una tierra, la obediencia y libertad to­
tal, la plenitud de Dios en medio de la más profunda so­
ledad, el apoyarse únicamente en Dios.

LA FE DE ISRAEL

La fe de Abraham era un comienzo absoluto. La fe de


Israel es su dilatación. Conserva sus mismos rasgos. Es
una fe que tiene por objeto, no una suma de verdades, sino
un acontecimiento: un acontecimiento pletórico de conse­
cuencias doctrinales, y por medio del cual Dios ha mos­
trado su fidelidad a sí mismo: Cuando se aparece a Moi­
sés para anunciarle que ha decidido liberar a su pueblo
de la mano de los egipcios, se presenta como el Dios de
Abraham (Ex 3, 6, 15). Al intervenir en la historia hu­
mana, Dios deja huellas. Y su fidelidad se convierte en
objeto de fe expresable: Dios actúa y seguirá actuando.
Lo afirma el Credo de los hebreos, que se repite con
ocasión de las fiestas anuales: Dios, al liberar a los he­
breos con motivo de la fiesta de Pascua, adquirió para sí
un pueblo que en adelante le debe a El su fe (Dt 26, 5-10).
Fe que se transmite de padres a hijos (Ex 12, 26; 13, 8;
Dt 6, 20), fe que se refiere a un acontecimiento, fe que
lleva consigo la obediencia a los mandamientos.
Esta fe, recibida en la comunidad, ha de ser vivida
por cada israelita. Ahora bien, la historia del pueblo-a la
inversa de la historia de Abraham-aparece llena de infi­
delidades. Bástenos aquí recordar las principales defec­
ciones de la fe. Con ello captaremos mejor la naturaleza
de la fe, principalmente gracias a Isaías que es el heraldo
de la fe.
CREER EN DIOS 135

Las murmuraciones de los hebreos

Los cuarenta años de caminata a través del desierto


ofrecen una descripción vivida de la prueba de la fe. El
Deuteronomio la justifica retrospectivamente:

Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído


Yahvé tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para
afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu
corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos
(Dt 8, 2).

Los hebreos, obedientes y confiados, salieron hacia el


desierto, fiándose de la palabra de Dios que Moisés les
había manifestado. Han de mostrarse fieles en la prueba
de la soledad desértica. Los episodios de esta marcha se
nos relatan para nuestra instrucción (1 Co 10, 6, 11). A
pesar de una fidelidad global que los vincula con la fi­
delidad de Moisés, o-más bien-gracias a la fidelidad de
Moisés que los mantiene ligados con Dios a pesar de sus
continuas infidelidades (Ex 32, 1; Nm 14, 4), demuestran
ser un pueblo de humor contradictorio (Nm 14, 39-45), de
dura cerviz (Hch 7, 51). Una palabra resume su actitud:
no dejan de murmurar. Al principio tuvieron miedo de
los egipcios que les iban persiguiendo (Ex 14, 11). Luego
tuvieron miedo de morir de sed (Ex 15, 24; 17, 2-7; Nm
20, 3) y de hambre (Ex 16, 2-12). Echan de menos las
ollas de carne que tenían en Egipto, sienten hastío del
maná y pierden la paciencia (Nm 21, 4-5). Tienen mie­
do a los enemigos que les impiden la entrada a la Tie­
rra prometida (Nm 14). Las señales prodigiosas hechas
por Dios, no les infunden confianza: tienen miedo (Sal
78: 106).
Abraham tuvo confianza, cuando andaba como solitario
y extranjero por la Tierra prometida. Israel, en el de­
sierto, murmura: no se siente satisfecho, quiere otra cosa,
136 X. Lf:ON-DUFOUR

quiere recibir inmediatamente el objeto de la promesa,


no tiene confianza en la omnipotencia de Dios, critica el
estilo de Dios. ¡ Tan difícil es caminar en compañía de
Dios! Se reprocha a Dios de ser infiel e impotente (véase
Fil 2, 14). La fidelidad es una larga paciencia: a imagen
de la paciencia misma de Dios.

Israel infiel

Cuando Israel recibió el objeto de la promesa, lejos de


imitar a su padre Abraham, siguió mostrándose rebelde
e infiel. Sucumbió en la prueba que constituyó para él el
don de la tierra. Y sucumbió, por cierto, de dos maneras
características.
En primer lugar, quiso pactar con el que ocupaba de
antes aquella tierra. Difícilmente nos daremos cuenta de
la prueba que debió de ser para aquel pueblo nómada la
instalación sedentaria: ¿cómo no iba a intentar ganarse
a los dioses de aquel país, a los dueños del suelo, a los
Baales? Ahora bien, Dios no admite partición. Tal es el
mensaje de los profetas. Elías, que en el desierto purificó
su fe al entrar en contacto con el Dios vivo, clama ante
aquellos israelitas infieles:
¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensa­
mientos? Si Yahvé es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos
de él (1 R 18, 21).

Dios es celoso. Y no tolera esta "prostitución" de Is­


rael. Así claman Oseas, Jeremías y Ezequiel (Os 2; Jer
2-4; Ez 16).
Más tarde, Israel pretende apoyarse en fuerzas huma­
nas, unas veces para enorgullecerse de su brazo, y otras
para calmar su temor ante las demás naciones. Frente a
esos individuos orgullosos o pusilánimes, se levanta Isaías,
el profeta de la fe pura. Su predicación es una requisito-
CREER EN DIOS 137

ria contra todo apoyo humano, contra todo lo que tiene


visos de ser algo, contra todo lo que parece sólido y pu­
diera representar el papel de Dios.
Porque día de Yahvé de los ejércitos vendrá sobre todo
soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido,· so­
bre todos los cedros del Líbano altos y erguidos, y sobre
todas las encinas de Basán; sobre todos los montes altos, y
sobre todos los collados elevados; sobre toda torre alta, y so­
bre todo muro fuerte; sobre todas las naves de Tarsis,
y sobre todas las pinturas preciadas. La altivez de hombre
será abatida, y la soberbia de los hombres será humillada;
y solo Yahvé será exaltado en aquel día (Is 2, 12-17).

En lugar de apoyarse en Dios, piensan los israelitas


que se salvarán confiando en sus caballos y en la rapidez
de sus carros, siendo así que "en quietud y en confianza
estará vuestra fortaleza" (Is 30, 15 s).
lsaías hace más todavía: orienta definitivamente la tra­
dición convirtiendo a Israel en un pueblo de fe. La fe
-a sus ojos-no es simplemente una condición de la exis­
tencia del pueblo, sino que es la única existencia posible.
Lo dice claramente con motivo de la coalición siro-efrai­
mita del año 734. Todo parece estar perdido. "Y se le es­
tremeció el corazón [al rey Acaz], y el corazón de su pue­
blo, como se estremecen los árboles del monte a causa del
viento" (Is 7, 2). Los políticos buscan protección junto a
la poderosa corriente del Eufrates, en Asiria. Y desprecian
de este modo las aguas de Siloé que corren mansamente
(Is 8, 6), es decir, desprecian la dinastía davídica cuya
perennidad está asegurada por Dios. Pero lsaías dice :
"Esperaré a Yahvé, el cual escondió su rostro de la casa
de Jacob, y en El confiaré" (Is 8, 17). Proclama bien alto
que no hay nada que temer, porque Dios está con nos­
otros, el Emanuel. Para esto, hay que creer-dice lsaías
sin añadir complemento directo-, hay que creer de una
manera absoluta. Y lo expresa en una fórmula lapidaria,
utilizando palabras hebreas de la misma raíz que 'amen:
138 X. LfON-DUFOUR

Si vosotros no creyereis (ta'amiml), de cierto no perma­


neceréis (te'ameml) (Is 7, 9).

Por medio de estas palabras se llega a la cumbre de


la revelación del Antiguo Testamento acerca de la fe. Fe
era la existencia de Abraham. Fe era la existencia de sus
hijos más legítimos: los profetas y los "pobres de Israel".
Aunque pasen por momentos de profunda turbación, como
Jeremías cuando clamaba:

¿Serás para mí como cosa ilusoria, como aguas que no


son estables (infieles, no na'aman)? (Jer 15, 18).

No cesan de expresar una y otra vez que su confianza


exclusiva está en Dios que los salva y los salvará del pe­
ligro (Sal 42, 6, 12; 43, 5; 130, 5...).
A pesar de las apariencias catastróficas, Dios volverá
como vino en el día de la Pascua. Y la Virgen María, un
día, al contemplar el fruto que estaba surgiendo en sus
entrañas, clama en nombre de aquellos pobres, al final
de su Magnificat:

Socorrió a Israel su siervo, acordándose de su misericor­


dia de la cual habló a nuestros padres, para con Abraham
y su descendencia para siempre (Le 1, 54-55).

JESÚS SE PRESENTA

Jesús, cuando habla y actúa en los tres primeros Evan­


gelios, no exige una fe distinta de la del Antiguo Testa­
mento. Pero lo radicalmente nuevo es que esa fe se dirige
concretamente tanto a Jesús como a Dios.
Lo mismo que en el Antiguo Testamento, Jesús exige
a sus discípulos que obedezcan a la Palabra de Dios que
es la Buena Nueva (Me 1, 15), que escuchen y guarden esa
Palabra (Mt 12, 46-50; Le 8, 19-21), no como Zacarías
CREER EN DIOS 139

(Le 1, 20), sino como María (Le 1, 45), su madre (Le 11,
27 s); que sean buena tierra y no borde de un camino, a
fin de que la semilla produzca fruto (Le 8, 12). Pero,
¡ aquí está lo nuevo!, esta exigencia se aplica a la Pala­
bra de Jesús: obedecer a su palabra es construir sobre
roca (Mt 7, 24-27; fijémonos en la imagen semítica de la
verdad, sobre la cual uno se apoya sólidamente); tener
fe en la misión que El da de curar a los enfermos y echar
demonios (Mt 10, 1, 8), es poseer realmente este poder
(Mt 17, 20).
Lo mismo que en el Antiguo Testamento, Jesús exige
confianza absoluta en Dios el Padre: "No podéis servir
a Dios y a las riquezas" (Mt 6, 24: palabra que recuerda
el apóstrofe de Elías, citado anteriormente); no hay que
andar cavilando sobre lo que comeremos y beberemos,
sino dejar todas nuestras preocupaciones en manos de
Dios que sabe todas las cosas (Mt 6, 25-34), que escucha
a quien ora sin vacilación (Mt 7, 7-11; Le 18, 1-8).

Porque de cierto os digo que cualquiera que dijere a este


monte: Quítate y échate en el mar, y no dudare en su co­
razón, sino que creyere que será hecho lo que dice, lo que
diga le será hecho. Por tanto, os digo que todo lo que pi­
diereis orando, creed que lo recibiréis y os vendrá (Mr
11, 23-24).

"Al que cree todo le es posible" (Mr 9, 23). ¿Medimos


todo el alcance de esta afirmación? Pues bien, Jesús no
teme exigir a los hombres la misma confianza en El. Pide
que le sigan sin volver la mirada atrás (Le 9, 62). ¡ Y afir­
ma que el que no está con El está contra El! Hay que
tener confianza porque El está allí : desechar los temores,
incluso en la tempestad (Mt 8, 25 s), y aunque haya que
caminar sobre las aguas (Mt 14, 31). No hay que sentir
preocupación por el pan de la comida (Mt 16, 5-12). La
confianza en la oración dirigida a Dios halla su funda­
mento en que tal oración está hecha en su Nombre, es
140 X. LfON-DUFOUR

decir, en el Nombre de Jesús (Mt 18, 20). Exige, pues,


confianza absoluta en su poder de sanar: el centurión de
Cafarnaum (Mt 8, 10), el paralítico (Mt 9, 2), la hemo­
rroísa (Mt 9, 22), los ciegos (Mt 9, 28; Mr JO, 52), la ca­
nanea (Mt 15, 28), Jairo (Mr 3, 36), el padre del epilép­
tico (Mr 9, 23 s), los leprosos (Le 17, 19), la pecadora (Le
7, 50): son "los pequeños que creen en mí" (Mt 18, 6).
Sin esta fe, Jesús se halla como impotente (Mt 13, 58).
Y sus señales llegan a ser inútiles (Mt 12, 38; 16, 1-4).
Esta fe maravillosa es conocimiento de Jesús, conce­
dido por el Padre, don de Dios a los pequeños (Mt 11,
25), a Pedro (Mt 16, 17); don que Jesús puede obtener
(Mr 9, 24; Le 17, 5) y que obtiene de hecho para Pedro
(Le 22, 32).
La continuidad y cumplimiento en relación con el An­
tiguo Testamento aparecen también a propósito de la
prueba de la fe. Abraham se vio obligado a sacrificar el
fruto de la promesa. Los discípulos de Jesús deben sacri­
ficar a Jesús. Hay que aceptar el principio de la muerte
de Cristo: tal es la mayor prueba de la fe en Jesús, a
saber, que Cristo muera en la cruz y desaparezca. Pedro,
la roca en la que Jesús edifica su Iglesia, se opone a este
anuncio y es para su Maestro una piedra de tropiezo (Mt
16, 23). Pedro mismo tropieza con el escándalo de la Pa­
sión (Mt 26, 69-75). Mas, por intercesión de Jesús, supe­
rará esta crisis (Le 22, 32).
Esta prueba de la Pasión de Jesús anuncia la prueba
escatológica, la tribulación de los últimos tiempos en los
que Jesús ha hecho que sus discípulos entren. Hay que
beber el cáliz de Jesús (Mt 20, 23), confesar a Jesús ante
los tribunales (Mt 10, 32 s; véase Mr 8, 38). Y la prueba
será tan terrible, que habrá que abreviar su duración
(Mt 24, 22). De lo contrario, el Hijo del hombre, al volver
a la tierra, ¿hallará fe en la tierra? (Le 18, 8).
Sin la fe es imposible reconocer al Señor resucitado
(Le 24, 11, 25, 37, 41; Mt 28, 17; Mr 16, 11, 13, 14). Pero
CREER EN DIOS 141

por la fe los milagros brotarán en todo instante (Mr 16,


17-18). Porque la fe nos asegura que Jesús está con nos­
otros hasta el fin de los siglos (Mt 28, 20).
Con buena pedagogía, Jesús no ofuscó con una luz
demasiado intensa los ojos de sus contemporáneos. Sino
que se contentó con exigirles una fe análoga a la que se
concedía a los enviados de Dios (véase Mt 21, 32), dejan­
do al Espíritu Santo el cuidado de revelar-por medio
de los teólogos Pedro y Juan-las riquezas ocultas en su
comportamiento divino.

EN LA IGLESIA NACIENTE

En el día de Pentecostés, Pedro y los apóstoles se con­


virtieron en auténticos creyentes en Jesús: Son ahora
"los que invocan el nombre del Señor" (Hch 9, 14), ha­
biendo transferido el nombre divino de Kyrios a Jesús que
está sentado a la diestra de Dios (Hch 2, 21). Son testigos
de la señal por excelencia: la Resurrección. A través de
esta señal reconocieron que Jesús triunfó de la muerte,
que está vivo para siempre y que volverá al fin de los
tiempos. Tal es el mensaje de fe que transmiten en sus
discursos (Hch 2, 14-39; 3, 12-26; 4, 9-12; 5, 29-32; 10,
34-43; 13, 16-41). Su Credo, como el de Israel, se dirige
al Dios único que hizo el cielo y la tierra, al Dios vivo y
verdadero (1 Ts 1, 9 s), y tiene por objeto un aconteci­
miento. Pero este acontecimiento adquirió una triple di­
mensión al determinar el sentido de la historia: la Resu­
rrección de Jesús, el descendimiento del Espíritu, la ex­
pectación de la Segunda Venida del Señor.
Antaño, la fe israelita se transmitía de padres a hijos
en el seno de la comunidad de la Alianza. Y la señal vi­
sible de pertenecer a esa comunidad era la circuncisión.
Hoy día, basándose en la fe de los testigos privilegiados
que vieron al Señor, sigue siendo en la Iglesia donde se
142 X. LÉON-DUFOUR

transmite la fe. Sigue siendo una generación pero no ya


carnal sino espiritual. Y el bautismo es su sacramento.
Hay que "recibir la Palabra" (Hch 2, 41), creer-por
ejemplo-en el milagro como señal:
Sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel,
que en el Nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vos­
otros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos,
por El este hombre está en vuestra presencia sano. Este
Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores,
la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún
otro hay salvación; porque no hay otro Nombre ba;o el
cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos (Hch
4, 10-12).

De ahora en adelante, la fe cristiana, conservando sus


características de sumisión a la Palabra, de apoyo (en la
piedra angular), de confianza total, se refiere-en la mis­
ma línea-a Jesús el Señor y a Dios mismo.

SAN PABLO

El papel característico del Doctor de las naciones fue,


primeramente, sistematizar el dato tradicional, manifes­
tando sus últimas consecuencias para el comportamiento
de los fieles. De ahí el vigor de sus afirmaciones. Volve­
mos a encontrar en él las mismas características de la fe:
acogida de la Palabra, esperanza del Juicio final, confian­
za total en Dios y en el Señor Jesús. Pero su aportación
esencial se refiere a la fe en la Resurrección.

Salvos en esperanza

Cuando Pablo contaba el episodio de la fe de Abraham,


no se contentaba con referir las palabras citadas más arri­
ba (p. 132) que muestran en esa fe el modelo de toda fe,
CREER EN DIOS 143

sino que además lo encuadraba todo dentro de unas refle­


xiones que un judío no habría podido hacer, porque tales
reflexiones dimanan de la experiencia paulina de Cristo
resucitado:

[Tal es nuestro padre] delante de Dios, a quien creyó,


el cual da vida a los muertos, y llama las cosas que no son,
como si fuesen...
Y no solamente con respecto a él se escribió que [su fe]
le fue contada, sino también con respecto a nosotros a
quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en
el que resucitó de los muertos a Jesús, Señor nuestro (Ro
4, 17, 23-24).

A los ojos de Pablo, la fe de Abraham es típica. La fe


cristiana se ve a sí misma en esa fe de Abraham. Pero co­
noce ya la realidad de la que Abraham fue figura. La fe
cristiana sigue apoyándose en el Dios creador de las estre­
llas. Pero conoce ya al Dios redentor, vencedor de la muer­
te. De este modo se ha prolongado el movimiento que ani­
maba a la fe israelita. Esta se apoyaba en la intervención
de Dios que había liberado a su pueblo de la servidumbre
de los egipcios. Nosotros, a esta intervención de Dios, le
superponemos un gesto divino que no es sencillamente
un acontecimiento del pasado, sino un hecho que domina
los siglos: Jesús está vivo. La muerte no tiene ya impe­
rio sobre El.
Si el objeto primordial de la fe es el Señor que vive y
ha triunfado de la muerte, síguese de ahí que la esperan­
za tiene por objeto nuestra propia resurrección, como lo
muestra magistralmente el capítulo XV de la Carta pri­
mera a los Corintios. Y esta fe en la resurrección futura
tiene efectos sobre la vida corriente, ya que permite su­
perar las pruebas diarias (Ro 5, 2-5), los escándalos del
sufrimiento inocente: todas estas cosas que son antici­
paciones de la muerte que está actuando en todo cristia­
no, y más especialmente en todo apóstol (2 Co 1-6).
144 X. LÉON-DUFOUR

Palabra de Dios que salva de la muerte. Y que salva


ya. Lo que los judíos, decepcionados por la realidad his­
tórica, rechazaban sin cesar para el final de los tiempos,
Pablo ha demostrado que es actual (Ro 5, 1-11). De este
modo, San Pablo desdobló en dos la actitud religiosa del
creyente del Antiguo Testamento. Antaño, la fe y la es­
peranza se confundían en un mismo movimiento que las
proyectaba hacia el futuro. Hoy día, aunque siguen es­
tando ligadas, tienen ya una orientación diferente: la fe
se refiere primordialmente al hecho pasado y presente de
la Pascua de Cristo; la esperanza, al hecho futuro del
final de los tiempos, cuando venga Cristo a juzgar a los
vivos y a los muertos.
La fe en el acontecimiento pasado testifica para siem­
pre que:

Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que


no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por
todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con El todas
las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es
el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el
que murió; más aún, el que también resucitó, el que ade­
más está a la diestra de Dios, el que también intercede
por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo?
¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o des­
nudez, o peligro, o espada? Como está escrito: 'Por causa
de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como
ovejas de matadero.' Antes, en todas estas cosas somos
más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por
lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni án­
geles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo
por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa
creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cris­
to Jesús nuestro (Ro 8, 31-39).

Era preciso citar todo este texto, porque nos muestra


magníficamente la exultación de la fe, ese abrazo simul­
táneo del amor de Dios en Jesús y del amor de Cristo
mismo.
CREER EN DIOS 145

La fe es más todavía: una experiencia presente del


Espíritu de amor. Pablo lo demuestra relacionando una
vez más esta novedad con la fe de Abraham. Así lo ve­
mos en el capítulo 111 de la Carta a los Gálatas. La pro­
mesa hecha a Abraham era, en realidad, el Espíritu: ese
Espíritu que hemos recibido en el bautismo y que surte
los efectos que habéis podido comprobar en vosotros.
Decir que somos salvos en esperanza, no es simplemente
lo que hacían los "pobres de Israel": apoyarse en una se­
ñal del pasado. Sino que es comprobar que nosotros te­
nemos el Espíritu que clama: "¡Abba, Padre!"
Otra consecuencia: la promesa hecha a Abraham era
una promesa terrena, por lo menos en apariencia. Ya que
la fe en la resurrección fue emergiendo lentamente en la
conciencia judía. Y, en los días de Jesús, eran todavía
muchos los que no creían en la resurrección. El Espíritu
que nos ha sido dado, muestra que la carne y la sangre
no heredan el reino de Dios (1 Co 15, 50); que este Es­
píritu es en nosotros semilla de resurrección. Sigue ha­
biendo una promesa: pero ya no es una tierra, sino la
resurrección por el Espíritu, resurrección de la que tene­
mos ya una prenda: el Espíritu que asegura a nuestros
corazones que somos realmente salvos y vencedores de la
muerte.

Por la fe sola

Siguiendo a Isaías y a la más pura tradición bíblica,


Pablo ha precisado que el justo vive por la fe y no por
los méritos de los que pudiera gloriarse. Este es uno de
los grandes temas de las Cartas a los Gálatas y a los Ro­
manos. Se resume magníficamente en la siguiente afir­
mación en la que el amor de Pablo brota a través de su
inteligencia de la situación cristiana:
146 X. LfON-DUFOUR

Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora


vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual
me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga 2, 20).

Aquí también, para explicar esta paradoja, Pablo re­


curre a Abraham. Este no tenía de qué gloriarse (Ro 4,
2), porque fue justificado antes de toda acción meritoria.
Dio gloria a Dios (Ro 4, 20), acabando por medio de su fe
con el orgullo que pretende basarse en las obras llevadas
a cabo. Al régimen de observancia de una ley que justi­
ficase, Pablo contrapone-de este modo-el régimen de
la fe, antídoto del pecado profundo del hombre que es
el orgullo. Ahí vemos por qué nuestro único apoyo es la
cruz del Salvador, Dios en persona (Ro 5, 1-11; Flp 3, 3).
Esto explica las exclamaciones de horror que Pablo lanza
en presencia de los judea-cristianos que pretenden aña­
dir algo a la cruz de Cristo. Entonces, ¡ por demás murió
Cristo! No. Nada de eso. La fe sola justifica.
Pero no se sigue de ahí que la fe pueda permanecer
inactiva. Pablo no tiene miedo de hablar de "la obra de
vuestra fe" (1 Ts J, 3), etc. Para dirimir la aparente opo­
sición entre Pablo y Santiago (Stg 2, 14-24), bastará re­
cordar que el Espíritu hace que la fe sea activa. Tan sólo
el Espíritu hace que la fe produzca frutos de justicia.
Aunque la fe no es una "obra" en el sentido paulino, sin
embargo-por la virtud del Espíritu-la fe florece en
obras: obras que son propiamente divinas y no humanas
(Ro 8, 14; Ga 5, 25; 6, 8; 1 Co 6, 9-11; Ef 2, 8-10).
"Por la fe sola": esto quiere decir, además, que el
cristiano-de ahora en adelante-tiene una visión nueva
del mundo. La fe se abre como una flor y se convierte
en sabiduría. Primeramente, en sabiduría de la cruz. Es,
ni más ni menos, lo que San Pablo les explica a los Co­
rintios, cuyo juicio es carnal (1 Co 1-4). No podemos en­
trar en detalles. Por lo demás, el texto es suficientemente
significativo. No tenemos más que recordar cómo Pablo
CREER EN DIOS 147

mismo (1 Co J, 19-20) vincula esta sabiduría de la cruz


con la fe de Isaías, cómo expresa en términos intelectua­
les la exigencia de Jesús que anuncia que la prueba de la
Pasión precederá a la gloria de la Resurrección.
La sabiduría que es conocimiento del misterio, y por
tanto fe que está profundizándose sin cesar, según el de­
seo de Pablo en los encabezamientos de sus cartas. Cono­
cimiento de la "insondable riqueza de Cristo, oculto des­
de los siglos en Dios": he ahí lo nuevo en relación con
el Antiguo Testamento, porque esto supone precisamente
que hemos llegado al fin de los tiempos.

Que [Dios] os dé, conforme a las riquezas de su gloria,


el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su
Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros co­
razones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor,
seáis plenamente capaces de comprender con todos los san­
tos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la
altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de
Dios (Ef 3, 16-19).

SAN JUAN

En el cuarto Evangelio, como en los tres primeros,


Jesús continúa exigiendo la fe en El: una fe del mismo
tipo que la de la Biblia, constituida por la aceptación de
la Palabra, por confianza y abandono sin reserva. Esta
fe consiste en "recibir" el testimonio del Hijo, sus pala­
bras (Jn 5, 43), "escuchar" su voz (Jn 10, 26-27), "venir
a El" (Jn 6, 35), seguirle (Jn J, 39; 8, 12), permanecer en
El (Jn 6, 56), etc. Sin embargo, la concentración en torno
a la Persona de Jesús es en San Juan infinitamente más
vigorosa que en los sinópticos. Porque la luz de Pascua
ilumina los acontecimientos del pasado: no se fija-como
en San Pablo-sobre el misterio de la Resurrección. Sino
que irradia incluso sobre la Encarnación. La opción de
148 X. LÉON-DUFOUR

la fe sigue teniendo por objeto la prueba de la Pasión del


Hijo del hombre (Jn 3, 14; 6, 51). Pero tiene también por
objeto el reconocimiento del Verbo encarnado tras los
rasgos de un hombre ordinario, el hijo de José (Jn 6, 42).
La prueba no es ya simplemente el episodio culminante
de esta existencia. Sino que es el misterio mismo de Je­
sús. De ahí el leitmotiv de "creer en mí" (Jn 2, 11; 3, 16,
18; 6, 29, 35; 7, 37; 11, 25 s) y la identificación explícita
de la fe en Yahvé y de la fe en Jesús:

Si no creéis que YO SOY,


en vuestros pecados moriréis (Jn 8, 24).

La luz cae, pues, con toda viveza sobre la divinidad


de Jesús. Y síguese de ahí que la fe es una opción dramá­
tica, reflejo del combate que se desarrolla entre la luz y
las tinieblas. Unos no pueden soportar la luz. No se con­
tentan con huir de ella (Jn 3, 20), sino que quieren sofo­
carla. Y es que la Verdad no deja indiferentes a quienes
encuentra. Una mente occidental concebiría sin dificultad
que se pudiera, sin daño alguno, apartar de sí la luz.
Pero no ocurre lo mismo en el mundo semítico. Rehusar
la Verdad es mentir; mentir es matar. Exactamente igual
que el diablo, que es homicida desde el principio, menti­
roso y padre de la mentira (Jn 8, 44). No hay término
medio. Hay que aceptar o matar a la Palabra de verdad
que se presenta en Jesús.
A los que reciben la Palabra, se les ha concedido con­
templar su gloria (Jn 1, 12-14). En efecto, si para Pablo
la fe se abría como una flor y se convertía en sabiduría
de la cruz y conocimiento del misterio, para Juan la fe es
-idénticamente-visión, contemplación. Y, así, Abraham
creyó, dice Jesús: "[Abraham] vio mi Día, y se goz6"
(Jn 8, 56). Creer es conocer que Jesús viene de arriba (Jn
3, 31), de Dios (Jn 6, 46), y ha salido de Dios (Jn 16, 27);
creer es ver en el crucificado al Hijo del hombre elevado
CREER EN DIOS 149

a la gloria y que atrae hacia sí todas las cosas (Jn 12,


32; 19, 35); creer es no detenerse en las obras exteriores
llevadas a cabo por Jesús, sino considerarlas como las
señales de su gloria (2, 11; 11, 40) y reconocer las obras
del Padre (Jn 14, 10). Más todavía, creer es ver al Padre
a través de Jesús (Jn 14, 9), porque Jesús y el Padre uno
son (Jn 10, 30, 38; 14, 10).
Así, pues, el misterio de la fe se resume en esta con­
templación del Verbo hecho carne, contemplación que se
va ampliando hasta adquirir las dimensiones infinitas de
la Santísima Trinidad que quiere que todos seamos uno
en el Padre y el Hijo, a imagen de la unidad del Padre y
del Hijo (Jn 17, 21-23). Este misterio tiene la amplitud
del designio de Dios del que nos habla San Pablo, porque
no es más que el misterio del Hijo en relación con el Pa­
dre, el misterio del Hijo que envía al Espíritu como fuen­
te que mana en todos aquellos que creen en Jesús, el
misterio del Hijo que obra por medio del Espíritu la uni­
dad de todos. El término de esta fe sigue siendo, induda­
blemente, la resurrección. Pero aparece aquí como la co­
munión de todos en el Padre y el Hijo:
Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo
estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi glo­
ria que me has dado; porque me has amado desde antes de
la fundación del mundo (Jn 17, 24).

No podemos detallar el tema de la fe en San Juan.


Bástenos invitar al lector a que redescubra las mismas
observaciones que hicimos con respecto a los escritos an­
teriores. Que vea, por ejemplo, cómo el tema de la inicia­
tiva divina, sobriamente indicado en Jn 3, 16 ("Porque
de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que en El cree, no se pier­
da, mas tenga vida eterna), no necesita ya los esfuerzos
paulinos para ser expresado en función de la controver­
sia judaizante. En perfecta continuidad con el pasaje de
150 X. LÉON-DUFOUR

los sinópticos (Mt 11, 27: "Nadie conoce al Hijo, sino el


Padre"), se nos dice aquí : "Ninguno puede venir a mí,
si el Padre que me envió no le trajere" (Jn 6, 41-44):
todo es don del Padre.

HOMBRES DE FE

En los dos Testamentos, la fe consiste en apoyarse en


el Dios vivo, y como consecuencia de una iniciativa divi­
na. Esto no tiene nada que ver con un acto de la psico­
logía humana : es una obra de Dios en nosotros. Esta
plenitud de un orden distinto trae consigo un despren­
derse de sí mismo: tal es la respuesta humana. Hay un
progreso continuo en la fe: un progreso que se va rea­
lizando según el ritmo de las pruebas que Dios envía y
permite a fin de depurar incesantemente la fe. Final­
mente, la fe se desarrolla-según los temperamentos-en
sabiduría (en el hombre de acción) y en visión (en el
contemplativo). La fe confiere al creyente una visión
nueva que le permita ver más allá de la corteza opaca de
los acontecimientos de la historia y llegar hasta el Dios
que los dirige. La fe libera de la esclavitud de lo sensible
para emerger más allá del tiempo en el misterio de la
eternidad.
Creer es apoyarse en solo Dios, el Dios vivo y verda­
dero, la Roca inquebrantable. Es no murmurar, sino te­
ner paciencia cuando la promesa tarda en realizarse ; es
no sentir miedo ante las dificultades y no recurrir a los
ídolos vanos como a un apoyo suplementario en la sole­
dad de la prueba; es ser fuerte con la fortaleza misma de
Dios.
Creer es-en la Iglesia-apoyarse en Jesús, el Señor
vivo de la historia; es comprender la cruz y el camino de
la gloria, es aceptar las verdades que de él se derivan;
es observar los mandamientos de la Palabra.
CREER EN DIOS 151

Creer es reconocer que está actuando en sí y en el


mundo el Espíritu vivo de Jesús y del Padre; es escu­
char al Espíritu que hace que oremos sin vacilación al
Padre, que nos repite la Palabra de Jesús y que hace que
descubramos el rostro de Jesús a través del rostro de los
hombres; es irradiar el Espíritu que es amor; es ser
vencedor del mundo juntamente con Jesús por medio del
Espíritu para la gloria del Padre.

X. LÉON-DUFOUR
SERVIR A DIOS

Por medio de la pobreza y por medio de la fe, el hom­


bre se desliga de lo creado para apoyarse únicamente en
Dios. Pero Dios no exige simplemente que depositemos
en El nuestra confianza. Sino que Dios quiere que sus
criaturas actúen por sí mismas. Las criaturas son seres
reales, dotados por Dios de actividad propia. Las criatu­
ras espirituales, el ángel y el hombre, tienen además la
plena responsabilidad de su acción. Así que el hombre no
debe limitarse simplemente a que Dios actúe en él. Sino
que debe tomar en sus manos la obra de Dios, y ha de
consumar su propia creación al mismo tiempo que la del
universo en el que Dios le ha puesto con este fin. Más
allá de la pobreza y de la fe, y basándose en ellas, el
servicio de Dios es la participación activa que Dios asig­
na a su criatura para que ésta se realice a sí misma y
para que-al mismo tiempo-realice el designio de Dios.
154 A. LEFEVRE

La Creación

La verdad de la Creación está enseñada en las prime­


ras páginas de la Biblia. La Creación se nos refiere en
dos relatos de estilo muy diferente, pero que terminan
proporcionándonos la misma enseñanza.
Al repartir la creación en los seis días laborables, el
primer relato (Gn 1, 1- 2, 3) sitúa el trabajo del hombre
en relación paralela con el trabajo de Dios. Los seres crea­
dos están ya destinados, todos ellos, a una actividad pro­
pia. Las criaturas no son inertes. Los astros señalan los
tiempos y las estaciones; el agua, la tierra y el aire ha­
cen que nazca la vegetación y alimentan a los seres vi­
vos; el hombre no sólo debe multiplicar su propia estir­
pe, sino que además recibe en depósito la tierra con todo
lo que hay en ella. Todo lo que crece o se mueve en la
superficie de la tierra, está sometido al dominio del hom­
bre. El hombre debe utilizarlo todo para mantener y des­
arrollar su vida. Creado como está a imagen de Dios, el
hombre utiliza la creación en calidad de dueño y señor
de la misma. La actividad de los seres inferiores al hom­
bre está regulada automáticamente por las leyes de la
física y de la biología; pero el hombre es dueño de su
actividad y asume la responsabilidad de sus actos. Y en
esto se asemeja a Dios. Pero no es más que imagen de
Dios: su dominio no es soberano, su actividad sigue de­
pendiendo del poder creador, su libertad no puede des­
plegarse más que en armonía con la voluntad divina de
la que es imagen. Dios se reservó el séptimo día. Lo san­
tificó. Lo mismo que la obra de la creación, el trabajo del
hombre debe terminar en ese día de reposo, consagrado
plenamente a la gloria de Dios. El Salmo VIII canta esta
grandeza del hombre, en la que resplandece la magnifi­
cencia del Creador.
El primer relato de la Creación hace resaltar la no-
SERVIR A DIOS 155

bleza del hombre y de su actividad; el segundo relato


(Gn 2, 4-25) expresa aún mejor que esta actividad es ser­
vicio de Dios.
Cuando Dios hubo creado el cielo y la tierra, faltaba
todavía alguien que diera valor a esta creación. La lluvia
del cielo podría, sí, fecundar la tierra. Pero hacía falta
un jardinero. Así que Dios forma al hombre y le confía
su huerto para que lo cultive y guarde. Le da, al mismo
tiempo, un mandamiento. De este modo el hombre se da
cuenta de que no es señor absoluto. Lo que posee, lo tie­
ne de Dios. Y además, al recibir un mandamiento bajo
pena de muerte, el hombre se da cuenta de que él mismo
decide su destino. El hombre depende de Dios. Pero es
libre.
El relato termina con una descripción entusiasta del
estado primitivo en que el hombre, sometido al Creador,
goza plenamente de su poder sobre la creación. Todo le
obedece. Los animales responden al nombre que él les
da. El hombre y la mujer viven en perfecta armonía,
siendo el uno las delicias del otro, sin que sombra alguna
de desconfianza o de vergüenza se interponga entre ellos.
Este estado feliz es el estado de los siervos de Dios. El
servicio es un trabajo. La palabra hebrea que significa
"cultivar", "trabajar", es la misma que significa de ma­
nera general "servir" y más particularmente "dar culto".
El trabajo es el gozo y honor del hombre. Gracias al tra­
bajo el hombre llega a ser creador juntamente con su
Creador. Al servir a Dios, el hombre afirma-a la vez­
su libertad y su dependencia, su poder creador y su con­
dición de criatura.

La Ley

Sabemos cómo el hombre echó a perder su felicidad,


negándose a servir a Dios. En un movimiento de locura,
156 A, LEFEVRE

pretendió independizarse. Lo único que logró fue perder


su poder sobre la creación y sobre su libertad. Y ahora es
esclavo de sus necesidades y deseos, esclavo de las criatu­
ras que deberían estar a su servicio.
Dios sabe sacar bien del mal. La experiencia penosa
de la servidumbre se convertirá en lección educativa. Dios
se aprovecha de ella para enseñar al hombre la sumisión.
Tal será el papel de la Ley. La Ley es un don del amor de
Dios, que ofrece a Israel su alianza, pero sin forzar su li­
bertad (léase Jos 24). La alianza deja entrever la vuelta a
las alegrías del paraíso perdido, a la amistad de Dios y al
gozo de sentir su dominio. Pero Dios no impone sus dones.
Los ofrece. Al hombre le corresponde aceptarlos. Y, para
esto, es preciso reconocer que tales dones vienen de Dios.
La Ley no es un precio que Dios ponga a sus dones. Sino
que es el medio para que el hombre los reciba permane­
ciendo libre, sin perder su rango.
La experiencia de la servidumbre con que el hombre
estaba sometido a las criaturas, debería ayudarle a entre­
garse al servicio de Dios. Israel recuerda la servidumbre
de Egipto. Así le costará menos trabajo encontrar suave
el yugo del Señor y ligera la carga de su Ley. ¡ Ojalá no se
olvide demasiado pronto del abismo del que su Dios le ha
sacado! "Cuídate de no olvidarte de Yahvé, que te sacó de
la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. A Yahvé tu
Dios temerás, y a El sólo servirás" (Dt 6, 12-13). "Mañana
cuando te preguntare tu hijo, diciendo: ¿Qué significan los
testimonios y estatutos y decretos que Yahvé nuestro Dios
os mandó? Entonces dirás a tu hijo: Nosotros éramos sier­
vos de Faraón en Egipto, y Yahvé nos sacó de Egipto con
mano poderosa... Y nos sacó de allá, para traernos y dar­
nos la tierra que juró a nuestros padres. Y nos mandó Yah­
vé que cumplamos todos estos estatutos, y que temamos a
Yahvé nuestro Dios, para que nos vaya bien todos los días,
y para que nos conserve la vida, como hasta hoy" (Dt 6,
20-24). El peor castigo que podría caer sobre Israel, si
SERVIR A DIOS 157

abandonara a Yahvé su liberador, sería el de ser expul­


sado de su país y verse lejos de él, en tierra extraña :
"Y allá servirás a dioses ajenos, al palo y a la piedra"
(Dt 28, 36). Entonces se dará cuenta Israel de que es pre­
ferible servir libremente al Dios vivo.
Estas exhortaciones del Deuteronomio (Dt 5-11; 28-32)
siguen mereciendo la atención de los cristianos. Es ver­
dad que Dios hace que esperemos bienes mejores. Pero,
en todos los casos, el hombre sólo puede elegir entre dos
partidos: o bien responder a los agasajos del amor de
Dios por medio de un servicio sincero, de un corazón
agradecido; o bien servir a ídolos de madera y piedra, de
oro o plata, a algún Moloc devorador de niños o a algún
Faraón inventor de trabajos forzados. Es una experien­
cia que la sociedad humana está teniendo incesantemente
en todos los siglos, sean cuales sean las variantes. Cada
hombre realiza también en sí mismo esta experiencia. Y
la vive de una manera personal. Puede negarse a servir
a Dios y observar sus leyes. Pero entonces cae en la es­
clavitud de sus propios deseos o de sus propios temores,
de los ídolos que él mismo se ha fabricado. Para el hom­
bre no hay más libertad que en el servicio prestado por
amor.

Los Profetas

Israel tuvo que repetir más de una vez esta amarga


lección. La servidumbre de Egipto fue olvidada muy
pronto (Os 13, 4-7). Y el comportamiento del pueblo llegó
a ser precisamente lo inverso de lo que el Decálogo exigía:
"No hay verdad, ni misericordia, ni conocimiento de Dios
en la tierra. Perjurar, mentir, matar, hurtar y adulterar
prevalecen, y homicidio tras homicidio se suceden" (Os
4, 1-3). Habrá que experimentar de nuevo la servidumbre
en tierra extraña (Os 9, 1-7). "Por la perversidad de sus
158 A, LEFEVRE

obras los echaré de mi casa; no los amaré más", dice


Yahvé por medio de su profeta (Os 9, 15).
Jerusalén no vale más que Samaria. Está en abierta
rebelión contra su Señor: "No serviré", dice (Jer 2, 20
y todo el capítulo). El destierro debe servir de lección.
Aplastados por el yugo del rey de Babilonia, los judíos se
volverán finalmente hacia Dios (Jer 3, 23- 4, 4). Jere­
mías vislumbra ya, una vez pasada la prueba, el retorno
al servicio de Dios, el cual siempre está dispuesto a ofre­
cernos su amor (Jer 31, 18-20 y todo el capítulo).
En la misma Babilonia, el Consolador de los desterra­
dos (Is 40-55) multiplica promesas y exhortaciones para
reanimar esta esperanza. Su predicación producirá fru­
tos. Y los judíos, vueltos ya del destierro, no se dejarán
arrastrar como antaño al servicio de los falsos dioses. Los
mejores representantes del pueblo judío, los "pobres", se
hallan ante Dios como siervos delante de su Señor. Y lo
esperan todo de su mano (Sal 123). Su fidelidad a la Ley
fue consagrada con el martirio: "No obedezco el decreto
del rey, sino los mandamientos de la Ley dada a nues­
tros padres por Moisés... Si nuestro Señor, que es el Dios
vivo, se irrita por un momento para nuestra corrección,
de nuevo se reconciliará con sus siervos... Yo, como mis
hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por la Ley de mis
padres, pidiendo a Dios que pronto se muestre propicio
a su pueblo" (2 M 7, 30-38; véase Dn 3, 26-45, 70). Estos
mártires del siglo II antes de Cristo ofrecieron al Señor
el más cumplido homenaje de fidelidad a su servicio.
Sin embargo, las promesas de los profetas no se han
realizado. Después de la muerte del perseguidor, Antíoco
Epifanes, la vida judía siguió como antes. No se vio apa­
recer entonces la Jerusalén nueva (Is 54) ni el banquete
mesiánico que debían suceder al sacrificio del Siervo
(Is 53).
SERVIR A DIOS 159

«Tu santo Siervo Jesús» (Hch 4, 27, 30)

A pesar de la heroica fidelidad de los mártires, el ser­


vicio de Dios por medio de la observancia de la Ley se­
guía siendo muy imperfecto. Un juicio fiel y sincero lo
reconoce abiertamente: "Es un yugo que ni nuestros pa­
dres ni nosotros hemos podido llevar" (Hch 15, 10). El
don de la Ley no bastó siquiera para dar a Israel su ple­
na libertad. Y el resto de la humanidad gime sin espe­
ranza en medio de la esclavitud del pecado. El cuadro
que la Carta a los Romanos nos pinta de esta situación
(Ro 1, 18 - 3, 20) testificaría el fracaso del designio de
Dios si la Ley fuese la última palabra de su amor. Pero
Dios tenía en reserva a su verdadero Siervo.
"Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió
a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que
redimiese a los que estaban bajo la ley" (Ga 4, 4). "El
cual [= Cristo Jesús], siendo en forma de Dios, no esti­
mó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que
se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho
semejante a los hombres; y estando en la condición de
hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente has­
ta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 6-8). "Sacrificio
y ofrenda no quisiste-dice Cristo a su Padre-; mas me
'f)Teparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pe­
cado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo,
oh Dios, para hacer tu voluntad." Así que, mientras que
la Ley era impotente (a pesar de repetir indefinidamente,
año tras año, sus sacrificios) para hacer perfectos a los
que se acercan a Dios : Cristo, por medio de una oblación
única, hizo perfectos para siempre a aquellos a quienes
santifica (He 10, 1-14). Los testigos antiguos de la fide­
lidad en el servicio de Dios siguen siendo nuestros mo­
delos (He 11). Pero tenemos un ejemplo más perfecto, el
160 A. LEFEVRE

caudillo de nuestra fe, que la lleva a su perfección: Je­


sús, que en lugar del gozo que se le ofrecía soportó una
cruz, menospreciando su infamia. Y ahora está sentado a
la diestra del trono de Dios. Con los ojos fijos en Jesús,
el cristiano puede servir a Dios (He 12, 1-2).
El cristiano, como el judío, puede gloriarse de tener a
Dios por Padre. Pero si se le ocurriera engreírse con este
título y creer que con él estaba dispensado de servir a
Dios, ¡eche una mirada al Hijo! San Juan, más que nin­
gún otro evangelista, pone de relieve la divinidad de Je­
sús. Pero también más que ningún otro evangelista in­
siste en la actitud de Jesús siervo, en la actitud de Jesús
que está a las órdenes de quien le ha enviado. El Hijo no
ha venido de sí mismo, sino que ha sido enviado (Jn 7, 28;
8, 42). Lo que Jesús dice, no es su palabra, su enseñanza;
sino lo que ha aprendido de su Padre (Jn 7, 16-17; 8, 26;
14, 24). Por sí mismo el Hijo no puede hacer nada (Jn 5,
19, 30), no quiere hacer nada (Jn 8, 28); su manjar es
hacer la voluntad de Aquel que le ha enviado (Jn 4, 34).
No hace jamás sino lo que agrada a su Padre (Jn 8, 29).
Su Padre le ama, porque cumple el mandamiento que ha
recibido de El. Y este mandamiento es que entregue su
vida por sus ovejas (Jn 10, 17-18). La revelación total del
amor de Dios, lejos de excluir el servicio de Dios, da a
conocer las supremas exigencias de tal servicio. También
nosotros, liberados de la Ley de Moisés, estamos someti­
dos a la ley nueva. Y esta ley nos impone el mandamiento
de Cristo: Amaos como yo os he amado (Jn 13, 14). Es,
ni más ni menos, lo que Jesús inculca a sus discípulos,
dándoles ejemplo: "Vosotros me llamáis Maestro y Señor,
y decís bien porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maes­
tro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis la­
varos los pies los unos a los otros ... El siervo no es mayor
que su señor" (Jn 13, 13-17).
Era necesario este ejemplo para que no nos llamáse-
SERVIR A DIOS 161

nos a engaño sobre los títulos que Cristo nos mereció.


Nosotros somos llamados hijos de Dios, y lo somos en
realidad (1 Jn 3, 1). Jesús no nos llama ya siervos, sino
amigos suyos (Jn 12, 5). Estos privilegios son-como
siempre-la fuente de una obligación más estricta: Vos­
otros seréis mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Y lo
que os mando es que os améis los unos a los otros hasta
el sacrificio de vuestra vida (Jn 15, 13-17).

«Servíos por amor los unos


a los otros» (Ga 5, 13)

Los Apóstoles no se glorían jamás del título de "ami­


gos" que Jesús les ha conferido. Sino que, todos ellos, se
proclaman de buena gana "siervos de Dios y de Cristo"
(Ro 1, 1; Stg 1, 1; 2 P 1, 1; Jud 1, 1; Ap 1, 1). El Após­
tol, que es siervo de Cristo, se considera a sí mismo como
persona que está encargada de la misión de prestar ser­
vicio a sus hermanos, según el ejemplo de Cristo que fue
enviado por su Padre para salvarnos: "Porque no nos
predicarrws a nosotros mismos, sino a Jesucristo como
Señor, y a nosotros como vuestros siervos por amor de
Jesús" (2 Co 4, 5). "No que nos enseñoreemos de vuestra
fe, sino que colaboramos para vuestro gozo" (2 Co 1, 24;
véase Hch 20, 17-24). Los Apóstoles habían aprendido
bien la lección que Jesús les diera en la última Cena, en
el momento mismo en que iba a hacer de ellos sus sa­
cerdotes, los jefes de su Iglesia (Le 22, 24-30).
Todos los cristianos saben también que, si la Reden­
ción los ha liberado de la servidumbre del pecado, es para
que se conviertan en siervos de Dios (Ro 6, 22). Contra
los judaizantes que desearían mantenerlos bajo el yugo
de la Ley, San Pablo recuerda a los Gálatas la libertad de
los hijos de Dios, es decir, la libertad de servir a Dios en
162 A, LEFEVRE

los hermanos: "Porque vosotros a libertad fuisteis llama­


dos; solamente que no uséis la libertad como ocasión para
la carne, sino servíos por amor los unos a los otros. Por­
que toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo" (Ga 5, 13-14). Este amor mu­
tuo tributa a cada persona el honor y sumisión que le son
debidos: "Honrad a todos. Amad a los hermanos. Temed
a Dios. Honrad al rey" (1 P 2, 17). El rey al que se refiere
San Pedro era Nerón. Los Apóstoles no temen enseñar a
los esclavos que obedezcan a sus amos como a Cristo (Ef 6,
5). El servicio de Dios, que también se llama caridad en
lenguaje cristiano, no es una palabra vana. Convendría
releer las exhortaciones de los Apóstoles que aplican este
servicio mutuo a todas las relaciones que se dan en la so­
ciedad (véase, por ejemplo, Col 3, 18 - 4, 1; 1 P 2, 13 - 3,
9). ¿No nos enseñó Jesús que todo servicio prestado a
otra persona se lo estamos prestando a El? (Mt 25, 31-46).
Sobre este servicio se nos pedirá cuentas en el juicio.
Quiera Dios que podamos escuchar aquella palabra del
Señor: "Bien, buen siervo y fiel ... , entra en el gozo de
tu Señor" (Mt 25, 21-23).

Conclusión

En nuestras sociedades que han vuelto al paganismo,


el cristiano puede sentir la tentación de realizar una obra
humana prescindiendo de Dios y situándose al margen
de sus mandamientos. El servicio de Dios parece oponer­
se a nuestra felicidad y a la felicidad de la sociedad. Hay
que reavivar nuestra fe. Para la felicidad ha creado Dios
al hombre. Y esta felicidad se hará realidad si nosotros
no nos negamos a aceptar los puntos de vista de Dios.
Esta obra, que quedó estropeada por culpa nuestra, Dios
vino a restaurarla convirtiéndose a sí mismo en siervo.
Si seguimos a Cristo, podemos estar seguros de estar tra-
SERVIR A DIOS 163

bajando por la felicidad de la humanidad y por la nues­


tra. Y seguiremos a Cristo si servimos a Dios y a nuestros
hermanos.
San Ireneo dice que la gloria de Dios es el hombre
vivo. Nosotros podemos traducir: La gloria del Creador
y Redentor es el hombre libre, el hombre feliz.

ANDRÉ LEFEVRE
IV

LA FIDELIDAD DE DIOS
EL PECADO DE LOS HOMBRES

Podemos afirmar que la religión revelada se caracte­


riza tanto por la revelación y adquisición de conciencia
del pecado como por la redención de los pecadores. El
Antiguo Testamento es, principalmente, la historia de
las ofensas del hombre contra Dios. Y con las secuelas de
castigos y esperanzas de perdón que esas faltas traen
consigo. El Nuevo Testamento publica la venida del Sal­
vador: "El salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21 ).
Esta última palabra está en plural. De hecho, la Biblia
utiliza más de treinta términos diferentes para designar el
mal o la culpa: desobediencia, injusticia, deuda, transgre­
sión, rebelión, infidelidad, etc. Pero el vocablo que apare­
ce con más insistencia (amartía en griego, hattah en he­
breo) suscita la idea de "errar la meta". De ahí: desviar­
se o extraviarse, equivocarse de camino. Si pensamos que
la vocación del hombre-su única razón de ser-es encon­
trar a Dios, unirse a El, entonces el pecado es-al mismo
tiempo-un error (sheghaghah), una locura y una obceca-
168 C. SPICQ

ción (nebaldh). Comprenderemos ahora por qué la Escri­


tura dice que el justo es sabio y que el pecador es necio
(Si 16, 21; 21, 11-28).
Después de la creación del mundo y del hombre por
Dios, la primera afirmación bíblica es la del carácter origi­
nal del pecado. En efecto, en la aurora misma de la estir­
pe humana, Adán aparece como dueño y señor de la tierra,
como imagen de Dios, colocado en un paraíso de delicias
y gozando de la intimidad de su Hacedor (Gn 1, 26; 2, 8;
3, 8). Ahora bien, Adán quebranta una prohibición formal
de Dios (Gn 2, 17; 3, 6). Esta falta no es sólo una desobe­
diencia e incluso una rebelión contra una prescripción
moral; sino que no tiene sentido sino en función de Dios,
el cual tiene el derecho absoluto de determinar el compor­
tamiento de su criatura; hasta tal punto, que el pecado,
según la Biblia, tiene esencialmente carácter religioso.
Este hecho primordial orientará el destino de Adán y el
curso entero de la historia. Desde entonces habrá un lazo
inmutable entre pecado y desgracia. En efecto, por un
lado, este primer pecado separa de Dios, provoca la ver­
güenza, atrae el castigo, multiplica fatigas y padecimien­
tos (Gn 3, 7-20). Por otra parte, el pecado se perpetuará
a través de las generaciones. Y la ofensa contra Dios aca­
rreará toda una serie de faltas contra el hombre; celo y
violencia aparecen en el asesinato de Abel por su propio
hermano (Gn 4, 1-16). Y después en la crueldad de Lamec
(Gn 4, 23-24). Hasta tal punto, que "la maldad de los
hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de
los pensamientos del corazón de ellos era de continuo
solamente el mal" (Gn 6, 5). Vino luego el diluvio ...
No obstante, desde la primera caída, Dios tiene mise­
ricordia de su criatura (Gn 3, 21). Deja entrever la res­
tauración (Gn 3, 15). Y, para asegurar el futuro espiritual
de la humanidad, pone por obra el principio de la elección,
estableciendo alianza con algunas almas íntegras: Noé,
Abraham, los Patriarcas, que "caminan con El" (Gn 6, 9)
EL PECADO DE LOS HOMBRES 169

y de los que saldrá una humanidad nueva, el Pueblo de


Dios.
El don de la Ley en el Sinaí señala una nueva etapa
en la concepción del pecado. Israel está ligado a Dios por
medio de una alianza, al estilo de un matrimonio indiso­
luble. Precisamente, las estipulaciones tienen la finalidad
de asegurar la fidelidad del pueblo elegido, "para que no
pequéis" (Ex 20, 20). Y Yahvé, por su parte, se compro­
mete a asegurar la protección de los que le pertenecen
a El y le sirven. De ahí resulta, por un lado, que habrá
que aborrecer el mal como Dios lo aborrece, amar la vir­
tud porque Dios la ama (Lev 19, 32-37 s; Dt 10, 17-20 s);
por otro lado, que la idolatría es el pecado supremo
(Ex 20, 3-7; 23, 24, 32). De hecho, Israel traiciona a su
Creador. Y todos los desastres nacionales se atribuyen a
su infidelidad 1. Pero este rigor en el castigo está ordena­
do a abrir los ojos y purificar los corazones. La pedagogía
del Dios celoso, al castigar a sus hijos, pretende que re­
conozcan que el pecado es un mal y que conduce a la
muerte. La conversión garantiza la paz, la prosperidad y
la bendición (Dt 10, 12 -11, 32).
Desde el siglo vm, los Profetas van afinando la con­
ciencia moral del pueblo elegido y tienden a inculcarle
el sentido del pecado, la gravedad de sus faltas. Con este
fin, insisten en la bondad y generosidad divinas (Jer 2, 7)
que deberían impresionar aun a las almas más superfi­
ciales. El pecado, que es la respuesta del hombre a las
atenciones de su bienhechor, aparece entonces como una
repulsa, como una dureza de corazón (Is 46, 12; 48, 4, 8;
Ez 2, 4), como una monstruosa ingratitud: "El buey co­
noce a su dueño, y el asno el pesebre de su señor; Israel
no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento" (Is 1. 3).

1 Véase: Jue 2, 10-15; 3, 7-8; 4, 1-2; 6, 1-3; 8, 33-35; 10, 6-9; 13, 1; 1 R 11,
1-13; 16, 30-33; 2 R 10, 29-33; 13, 2-3. Véase luego: Os 13, 1-15; Am 2, 4-16,
3, 11 ; 6, 7-9 ; Mi 3, 1-4; Ez 5, 7-17; 33, 23-29. Puesto que todos los miembros
de la nación son solidarlos de los culpables, el pecado tiene carácter colectivo,
y la comunidad entera está afectada por el castigo.
170 C. SPICQ

"Aun la cigüeña en el cielo conoce su tiempo, y la t6rtola


y la grulla y la golondrina guardan el tiempo de su ve­
nida; pero mi pueblo no conoce el juicio de Yahvé" (Jer 8,
7; véase 2, 32). Sea cual sea la materialidad de la culpa
(opresión de los débiles, desposeimiento de los pobres,
corrupción de los jueces, acaparamiento de tierras, fraude
en el comercio, concupiscencia y lujuria 2), siempre es
a Dios a quien se ofende. No hay pecado sino en relación
con Dios. Así lo proclamó ya David, después de su adul­
terio: "Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo
malo delante de tus ojos" 3•
Cuanto más se purifica el alma, tanta mayor concien­
cia adquiere de sus culpas. No es, pues, de extrañar que
los Profetas (que tratan de que los creyentes se acerquen
a su Dios) estén tan vivamente impresionados por la uni­
versalidad del mal: "Recorred las calles de Jerusalén ...
Buscad en sus plazas a ver si halláis hombre, si hay algu­
no que haga justicia, que busque verdad" (Jer 5, 1). "Des­
de el más pequeño hasta el más grande cada uno sigue
la avaricia" (Jer 8, 10; véase 5, 6). "Todos nosotros somos
como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de
inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nues­
tras maldades nos llevaron como viento" (Is 64, 6). Ver­
daderamente, el pecado-que se extiende al mundo en­
tero (Ez 25-32; Am 1)-tiene su raíz en el corazón (Jer 5,
23; 17, 9), como una perversa inclinación (Jer 2, 25; 7, 24;
18, 12) que no se puede desarraigar: "¿Mudará el etíope su
piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vos­
otros hacer bien, estando habituados a hacer mal?" (Jer 13,
23; véase 10, 23). Es una corrupción, una enfermedad 4•

2 Is 1, 17; 5, 8-25; Os 4, 1-19; 12, 1-2, 8; Am 2, 6-8; 3, 10; 4, 1; 8, 4-6.


• Sal 51, 6. Véase 1 Co 8, 12: «De esta manera, pues, pecando contra los
hermanos e hiriendo su débil conciencia, contra Cristo pecdis.»
• Véase Is 53, 4-5; Jer 14, 7 (según el texto hebreo) Con Jeremías y Eze­
quiel aparece claramente la noción de responsabilidad individual, Jer 17, 10;
31, 29; 32, 19; Ez 14, 13-23; 18, 20: «El que pecare, ése morird; el hijo no
llevard el pecado del padre»; Ez 33, 12-20
EL PECADO DE LOS HOMBRES 171

Por eso, Dios quiere ser un médico que atiende al pa­


ciente en peligro y le aplica un tratamiento doloroso, pero
que termina por ser eficaz: "He aquí que yo les traeré
sanidad y medicina; y los curaré" (Jer 33, 6). "Yo sanaré
su rebelión, los amaré de pura gracia" 5• Precisamente, el
perdón del pecado revela toda la grandiosidad y gracia
del amor de Yahvé: "¿Qué Dios como tú, que perdona la
maldad, y olvida el pecado? ... El volverá a tener miseri­
cordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echa­
rá en lo profundo del mar todos nuestros pecados. Cumpli­
rás la verdad a Jacob, y a Abraham la misericordia, que
juraste a nuestros padres desde tiempos antiguos" 6•
A la vuelta del destierro, la ley judía (que se expresa a
través de la pluma de los sabios y en el canto de los Sal­
mos) insiste en la universalidad del pecado. Ningún hom­
bre es perfecto: "Todos se desviaron, a una se han corrom­
pido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno"
(Sal 14, 1). "Ciertamente no hay hombre justo en la tierra,
que haga el bien y nunca peque" 7• No cabe duda de que se
trata de la imposibilidad congénita de una observancia
exacta de la Ley 8• Pero se da énfasis a la oposición entre
la inmundicia del hombre y la santidad del Altísimo. El
pecado se juzga por el horror que Dios siente de él 9; y
por el abismo que el pecado abre entre Dios y nosotros.
Mientras que el impío, presuntuoso, cuenta con un perdón
fácil (Si 5, 4-6), el alma religiosa confiesa con angustia:

5 Os 14, 5; véase 5, 13; Dt 32, 39; Is 57, 18; Jer 8, 21-23.


• MI 7, 18-20; véase Is 1, 18: «Si vuestros pecados fueren como la grana,
como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán
a ser como blanca lana.» Según dice Ezequiel: Yahvé para hacer honor a su
santo Nombre, quiere lavar a su pueblo de todas sus inmundicias: «Esparciré
sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias.
Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros: y quitaré
de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pon­
dré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y
guardéis mis preceptos» (Ez 36, 23-27).
7 Ec 7, 20, véase Pr 20, 9: «¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón,
limpio estoy de mi pecado?»
• Sab 12, 10: «No ignorabas que era el suyo un origen perverso, y que era
ingénita su maldad• (Si 23, 6; 25, 24; del pecado original).
• Pr 3, 32; 6, 16-19; SI 17, 19-26.
172 C. SPICQ

"Pusiste nuestras maldades delante de ti, nuestros yerros


a la luz de tu rostro" 10• Así que a los pecados se los con­
sidera como una especie de profanación en el seno del
pueblo escogido, en medio del cual mora Yahvé. Todo
culto, todo acceso a Dios exigen perfecta santidad. Y por
eso el pecado es, en último término, una mancha incom­
patible con la adoración del Señor 11• Mientras que el justo
proclama que el Señor lo es todo (Si 43, 27) y vive en el te­
mor de El (es decir, vive con la veneración y religiosa fi­
delidad que le merecen el título de sabio 12): el pecador
pretende ignorar y a menudo desprecia la absoluta sobe­
ranía divina. El justo vive bajo la mirada de Dios. El pe­
cador se aleja de ella, y consuma su desgracia: "Los pen­
samientos perversos apartan de Dios" (Sab 1, 3; véase
Is 59, 2). ¡ La historia confirma trágicamente con sus
hechos la primera experiencia del Edén!

La predicación primitiva de la Iglesia no podía menos


de acentuar el estado lamentable de los hombres, judíos
o paganos, "esclavos del pecado" 13• Pues el pecado reina
sobre ellos como el tirano más despótico y cruel. Por ser
universal la corrupción del mundo-"todos pecaron"
(Ro 3, 23)-, provoca la cólera de Dios, es decir, su justi­
cia vengadora 14• El responsable de ello es Adán, cuyo
pecado se transmitió a sus descendientes y corrompió la

10 Sal 90, 8, 12; véase Job 4, 17: «¿Puede ante Dios ser justo el hombre?
¿Ante su Hacedor es puro algún mortal?» «Sólo el Señor puede proclamarse
justo» (Sl 18, 1). «Solo uno es el sabio: el Señor» (SI 1, 8).
11 Zac 5, 5-11; Mal 2, 11.
12 Pr 1, 7; 9, 10; Si 1, 14, 21: «El temor del Señor destierra el pecado.»
13 Ro 6, 16-22; Tlt 3, 3: «Nosotros también lramos en otro tiempo insensa-
tos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, vi­
viendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborrecilndonos unos a otros»
(véase 2 P 2, 19). San Pablo caracteriza ordinariamente las faltas individuales
como «trasgresiones» (paraptoma, parabasis), y reserva la palabra «pecado»
(amartia), a la que a menudo personifica, para designar el poder que dom ina
al hombre, le aparta de Dios y finalmente lo mata (Ro 7, 11-13),
1• Ro 1, 18; 3, 20; 10, 3; Ef 2, 3.
EL PECADO DE LOS HOMBRES 173

naturaleza humana 15• Y la ley de Moisés, al multiplicar


los preceptos, sin dar la fuerza para cumplirlos, agravó
más todavía la condición de los que estaban sujetos a ella.
Aunque la ley de Moisés concretó y precisó lo que era el
bien y el mal, avivó por este mismo hecho la conciencia
del pecado y contribuyó a multiplicar las infracciones:
"Yo no conocí el pecado sino por la Ley; porque tampoco
conociera la codicia, si la Ley no dijera: No codiciarás.
Mas el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, pro­
dujo en mí toda codicia; porque sin la Ley el pecado está
muerto. Y yo sin la Ley vivía en un tiempo; pero venido
el mandamiento, el pecado revivió y yo morí. Y hallé que
el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resul­
tó para muerte" (Ro 7, 7-10). "La ley se introdujo para
que el pecado abundase" (Ro 5, 20; véase Ga 3, 22). No
estamos oyendo consideraciones históricas o especulati­
vas de carácter abstracto. Toda persona podría hacer suya
la confesión del Apóstol: "Yo soy carnal, vendido al pe­
cado... Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el
bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el ha­
cerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que
no quiero, eso hago ... Veo otra ley en mis miembros que
se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cau­
tivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Mise­
rable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?"
(Ro 7, 14-24).
Infeliz homo! Asi clama el pecador que-volens no­
lens-no puede hallar fuera de Dios una felicidad a la que
aspira con todas sus fuerzas (Ro 8, 18-25). Sus propios
pecados le prohiben-más rigurosamente que los Queru­
bines armados que estaban a la puerta del paraíso-la
entrada a ese hermoso reino, a ese reino ilusorio ... hasta
1s «El pecado entró en el mundo por un solo hombre ... Por la trasgresión
de aquel uno murieron los muchos... Por la desobediencia de un hombre los
muchos fueron constituidos pecadores» (Ro 5, 12-19). Véase 1 Co 15, 21. Para
más matices, consúltese: A. M. DuBARLE, Le péché orig inel dans l'Ecriture, Pa­
ris 1958.
174 C. SPICQ

el día en que, en labios de un Apóstol, oye resonar aquella


palabra liberadora: " ¡ Tus pecados te son perdonados! "
En efecto, el acontecimiento más decisivo de la historia
acaba de realizarse con la venida del Hijo de Dios a este
mundo. Y lo que caracteriza la revelación neotestamen­
taria acerca del pecado es la circunstancia de vincularlo
esencialmente con la Persona 16 y la obra entera de Jesu­
cristo: el nacimiento de Cristo, su vida, su muerte, su
resurrección, están ordenados a liberar al hombre del
pecado, a "reconciliarlo" con su Dios, es decir, a salvarlo.
Hasta tal punto, que el nombre mismo de Jesús expresa
su misión: Jesús quiere decir Salvador (Mt 1, 21; Le 1,
31, 77). Su Precursor le designa como el "que quita el pe­
cado del mundo" (Jn 1, 29). Jesús mismo declara que
viene "a buscar y salvar lo que se había perdido" 17• "No
he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepen­
timiento" (Mt 9, 13). Es como un médico que consagra
su vida a los enfermos (Le 5, 31). Efectivamente, trata a
menudo con los pecadores y les concede su amistad 18•
Jesús enseña que la voluntad de su Padre es que no se
pierda ninguno de estos pequeños 19• Y, asimismo, que
Dios, lleno de compasión hacia sus hijos pródigos (Le 15,
11-32), les perdona sus deudas (Mt 6, 12-14). El tiene el
poder de absolver todas las ofensas (Mt 9, 2-8). Perdona a
la pecadora sus numerosos pecados (Le 7, 48). Y hará que
el buen ladrón entre en el paraíso (23, 43). Unicamente el
rechazar la luz, "el pecado contra el Espíritu Santo", no es
remisible 20• En cambio, el Salvador da su vida en rescate
por muchos (Mt 20, 28), y "derrama su sangre por muchos
para remisión de los pecados" (Mt 26, 28). No sólo insti-

1s Pero El mismo no tiene vinculación alguna con el pecado (2 Co 5, 21;


Jn 8, 46; 1 Jn 3, 5).
u Le 19, 10. «Los que se pierden» es una designación nueva de los peca­
dores, Mt 10, 28, 39; 16, 25; Le 15, 4, 8, 24, 32; Jn 3, 16; 1 Co 1, 18; 8,
11; 2 Co 2, 15; 2 Ts 2, 10.
1s Le 5, 30; 7, 34; Mt 11, 19.
11 Mt 18, 14; Jn 6, 39; 18, 9.
20 Mt 12, 31-32; véase He 6, 4-6; 10, 26-27; 1 Jn 5, 16.
EL PECADO DE LOS HOMBRES 175

tuye su eucaristía para unir eternamente con su Padre a


las almas purificadas en esta "nueva Alianza" sellada con
su inmolación, sino que confía a sus Apóstoles el poder
de que El mismo disponía en la tierra: "A quienes remitie­
reis los pecados, les son remitidos, y a quien se los retuvie­
reis, les son retenidos" 21• Finalmente, durante su última
aparición, el Resucitado ordena: "Que se predicase en su
nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en
todas las naciones" 22•
Comprendemos, pues, que el mensaje cristiano, la
Buena Nueva, se resuma en la siguiente afirmación de fe,
repetida a porfía-en una u otra forma-por todos los
Apóstoles: "Primeramente os he enseñado lo que asimis­
mo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados" 23• "Pa­
labra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo
Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores" (1 Ti 1,
15). Desde Pentecostés, San Pedro invitaba a las almas de
buena voluntad a que se arrepintieran: "Arrepentíos y
bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucris­
to para perdón de los pecados" (Hch 2, 38). Pues "a vos­
otros primeramente, Dios, habiendo levantado a su Hijo,
lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se
convierta de su maldad" (Hch 3, 26). "A éste, Dios ha

21 Jn 20, 23 (véase Mt 16, 19). La segunda parte de la frase no restringe


el alcance de la primera. Se trata de una locución hebraica que expresa el ca­
rácter total y absoluto del perdón Tener el derecho o potestad de «atan sig­
nifica que el poder de «desatar» carece de limites. A este sacramento de peni­
tencia debe aftadirse la extrema unción que es tan eficaz para purificar (Stg
5, 15-16).
22 Le 24, 47. SI Cristo obtiene del Padre el que se borren todos los pecados,
a los hombres les corresponde beneficiarse de ello. Lo cual supone que uno se
reconoce a si mismo pecador, según el e emplo del publicano (Le 18, 9-14);
que uno desea ser purificado, contra lo que deseaban los Fariseos (Mt 9, 12;
Jn 9, 41; 15, 22); y, sobre todo, que uno «se arrepiente• de sus propios peca­
dos, es decir, que se lleva a cabo un cambio radical, una «conversión» de los
propios pensamientos, sentimientos y conducta (Mt 4, 17). El pecador contrito
tiene «el corazón traspasado• (Hch 2, 37) por el dolor. La Edad Media lo lla­
mará «compunción» (véase la Imitación de Cristo). Se trata de un valor moral
esencial y profundamente bíblico, pero descuidado por la espiritualidad mo­
derna. Sin embargo, dos que lloran son los que saben», como escribía admira­
blemente Ruysbroeck.
2a 1 Co 15, 3; véase Ro 5, 6-10; 8, 3-4; Ga 1, 4; Ef 1, 7: En El «tenemos
redención por su sangre, el perdón de los pecados» (Col 1, 14).
176 C, SPICQ

exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar


a Israel arrepentimiento y perdón de pecados" (Hch 5, 31).
En el atardecer de su vida, San Juan repite: "Y sabéis que
El apareció para quitar nuestros pecados" (1 Jn 3, 5).
Si Cristo, en la cruz, expió nuestros pecados y rescató
al género humano : nosotros debemos apropiarnos los
méritos de esta muerte y hemos de matar efectivamente
el pecado en nosotros. Esto lo lleva a cabo el bautis­
mo : rito y sacramento de incorporación a Cristo. Por el
bautismo el creyente se une con el Salvador como un
miembro con un cuerpo o como una rama se injerta en
un árbol: "Nuestro viejo hombre fue crucificado junta­
mente con El, para que el cuerpo del pecado sea destrui­
do" (Ro 6, 6; véase 7, 6). Esta unión llega a ser tan real,
que desde ese momento es Cristo resucitado quien vive en
nosotros (Ga 2, 19-20). En Cristo llegamos a ser "nueva
criatura" (2 Cor 5, 17; Ga 6, 15), "hombre nuevo" (Ef 4,
22-24; Col 3, 9-10). Es una "regeneración" o "nuevo na­
cimiento" (Tit 3, 5-7). Es el paso de este bajo mundo al
mundo celestial: "Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los
adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varo­
nes, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los
maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios.
Y esto erais algunos... Mas ya habéis sido lavados, ya
habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el
nombre del Señor Jesús" (1 Co 6, 9-11; véase Ef 5, 8). De
ahí la inmensa y religiosa gratitud que llena el corazón
del pecador justificado, y que constituye la nota domi­
nante de su caridad. Al don-tan prodigioso-del perdón
de las iniquidades, responde el reconocimiento y gratitud
del alma purificada: "Con gozo daréis gracias al Padre
que nos hizo aptos para participar de la herencia de los
santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las
tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien
tenemos redención por su sangre, el perdón de los peca­
dos" (Col 1, 12-14).
EL PECADO DE LOS HOMBRES 177

Para San Pablo, la creación de una humanidad nueva,


liberada del mal (Ro 5, 12-19), es atribuida al amor divino,
del que es prueba indiscutible. Al perdonar el pecado, Dios
está revelando su amor: "Dios muestra su amor para con
nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por
nosotros" (Ro 5, 8; véase 8, 39; Jn 3, 16-17). Aquí tene­
mos la enseñanza suprema del Nuevo Testamento: Dios
es amor. Y este amor no hace obra más grande que la de
rescatar a los pecadores. Hasta tal punto, que este amor
-insignemente gracioso-es el secreto de todo el plan
providencial. Si Dios ha permitido la culpa y ha dejado
que se multiplicaran las iniquidades, lo ha hecho a fin
de dar más relieve a la intervención de su misericordia.
Así como la experiencia de las tinieblas da más valor a la
luz recobrada: así también la atroz conciencia de las in­
mundicias permite a las almas purificadas captar la bon­
dad de un Dios que perdona a sus criaturas que le han
ofendido. De ahí las dos afirmaciones que sirven de re­
sumen a la Carta a los Romanos: "Cuando el pecado abun­
dó, sobreabundó la gracia" (Ro 5, 20). "Dios sujetó a to­
dos en desobediencia, para tener misericordia de todos"
(Ro 11, 32).

Mientras que el Antiguo Testamento, desde el día si­


guiente de la creación y a lo largo de miles de años, esbo­
za el sombrío cuadro de una humanidad pecadora que
respira dolor y vergüenza, el Nuevo Testamento es un
canto de triunfo a la gloria de la bondad de Dios y de
su omnipotencia: "Somos más que vencedores por medio
de aquel que nos amó" (Ro 8, 37) ... Y, sin embargo, la
experiencia cotidiana ¿no está revelando en este mundo
rescatado tantas iniquidades como antaño? (1 Jn 2, 15-16).
La verdad es que, si el bautismo nos ha unido realmente
con Cristo y nos ha hecho partícipes de su muerte, el cris­
tiano debe explotar esta gracia de crucifixión y vivir día
178 C. SPICQ

tras día esta muerte al pecado: "Los que son de Cristo han
crucificado la carne con sus pasiones y deseos" (Ga 5, 24;
véase Col 2, 11). "No reine, pues, el pecado en vuestro
cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concu­
piscencias" (Ro 6, 12; véase 8, 2-14). La asimilación con
Cristo se va realizando progresivamente, la espirituali­
zación se va llevando a cabo poco a poco. Y, puesto que
el cristiano continúa viviendo en la carne y en un univer­
so cuyo dueño sigue siendo Satanás 24, está llamado a lu­
char contra todas esas fuerzas malas y a irse liberando
progresivamente del pecado. Su fidelidad no es una sim­
ple perseverancia, sino una victoria. Tan sólo en la ciu­
dad bienaventurada, en la Jerusalén celestial, no tendrá
lugar ya el pecado (Ap 21, 27; 22, 14-15). Y esto quiere
decir que la condición esencial del cristiano es la de ser
un pecador redimido.
Vernos que Jesús, cuando enseñó a sus discípulos a
orar, al prever sus faltas, les invitó a decir: "Y perd6na­
nos nuestros pecados, porque también nosotros perdona­
mos a todos los que nos deben. Y no nos metas en tenta­
ci6n" (Le 11, 4). Cristo instituyó el sacramento de la pe­
nitencia para perdonar los pecados que no dejarían de
cometerse. Esta purificación sería la señal permanente
de la virtud santificadora de su sangre y la obra de la
infinita misericordia. Por consiguiente, sería una herejía
el creerse a sí mismo impecable, y abrigar la ilusión de
poder vivir sin pecado. Ya que sería contrario al orden
providencial 25 el romper este vínculo de amor compasivo
que Dios ha querido anudar con nosotros: "Si decimos
que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mis­
mos, y la verdad no está en nosotros" (1 Jn 1, 8). No cabe
duda de que, con todas nuestras fuerzas, tenernos que

24 1 Jn 2, 13-14; 3, 8; véase Mt 5, 37; 13, 19, 28, 38-39; Jn 8, 44.


2• Puesto que el hombre se había enorgullecido y alejado de Dios, el Sefl.or
sustituyó la economía de la «Justicia» (que había fallado) por una economía de
«misericordia»,
EL PECADO DE LOS HOMBRES 179

evitar ofender a Dios. San Juan, después de repetir: "Si


decimos que no hemos pecado, le hacemos a El (a Dios)
mentiroso, y su palabra no está en nosotros" (1 Jn 1, 10),
añade inmediatamente: "Estas cosas os escribo para que
no pequéis" 26• Y precisará: "Todo aquel que es nacido
de Dios, no practica el pecado" (1 Jn 3, 9; véase 5, 18).
Pero los gramáticos hacen notar que este último verbo
está en presente (ou poiet), mientras que el anterior está
en aoristo (ina me amártete). No significa, pues, una im­
posibilidad de pecar, sino que: el hijo de Dios no puede
permanecer en sus pecados ni continuar ofendiendo a su
Padre como antes de recibir la adopción divina.
¿Qué otra cosa queda sino que el don salvador de la
caridad de Dios, en la pasión de Cristo, se renueva para
cada cristiano? Este se vincula con su Padre, por medio
del Hijo, gracias-como quien dice-a sus propios peca­
dos. Día tras día sigue siendo contemporáneo del Calvario,
cuya gracia de purificación y perdón recibe. Más exacta­
mente, Cristo, resucitado a la diestra de Dios, continúa
intercediendo por los pecadores y aplica los frutos de su
Pasión. Los cristianos, pues, deben implorar del cielo la
misericordia divina: "Si confesamos nuestros pecados, El
es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiar­
nos de toda maldad ... Si alguno hubiere pecado, abogado
tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y El es
la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por
los nuestros, sino también por los de todo el mundo"
(1 Jn 1, 9; 2, 1-2).
de Ahí vemos por qué la Redención conserva siempre su
actualidad, y cómo los "pobres pecadores" pueden entrar
en el cielo y subsistir en la presencia de Dios. Tienen un
abogado, un defensor, que por una parte es su hermano
(He 2, 12), y por otra goza de pleno crédito ante su Padre

26 1 Jn 2, l; véase 1 Co 5, 11; Ef 5, 3-7; 1 Ti 6, 3-5; 1 P 1, 15; 4, 15, etc.


180 C. SPICQ

común e intercede permanentemente en su favor 27 Ofre­


ce su preciosa sangre y purifica a los suyos de toda inmun­
dicia (He 9, 14). Es un gran sumo sacerdote, instituido
para la salvación de los hombres (He 10, 19-20).
Mientras que el primer hombre, después de perder la
intimidad divina, fue expulsado del paraíso (Gn 3, 24),
los cristianos, gracias a Cristo Salvador, pueden llegarse
con confianza al Dios misericordiosísimo, con el corazón
purificado (He 10, 22), para tributarle el culto que le es
debido (He 12, 28). "Os habéis acercado al monte de Sión,
a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la com­
pañía de muchos rnillares de ángeles, a la congregación
de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a
Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos
perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la san­
gre rociada que habla mejor que la de Abel" (He 12, 22-24).

c. SPICQ

27 1 Ro 8, 34; He 4, 14-16; 7, 24-26; 9, 24 Véase: J. SCHARBERT, Unsere


Sünden unde die Sünden unserer Váter (Nuestros pecados y los pecados de
nuestros padres), en «Blblische Zeitschrlft», 1958, pp. 14-26.
LA CONVERSION RETORNO
A DIOS

En medio del sufrimiento y de la desgracia, el pueblo


de Dios, guiado por sus profetas, sacerdotes y sabios, fue
adquiriendo conciencia poco a poco de que el pecado es
alejamiento de Dios, olvido concreto de su poder, mise­
ricordia y fidelidad, y a veces rebelión abierta contra El.
El perdón del pecado no podía ser más que un acto del Dios
de Israel que había escogido a este pueblo y le estaba
llamando hacia El. El perdón, que es un acto de amor de
Dios que se dirige a otras personas, exigía un cambio per­
sonal del hombre. El perdón, significado en un rito o ma­
terializado en un cambio de situación, reclamaba un acto
personal: la "conversión". El desarrollo de la idea de
conversión va paralelo a la progresiva adquisición de con­
ciencia de la naturaleza del pecado. La necesidad de la
conversión surge de las grandes calamidades que son con­
secuencia y señal de que Dios se ha apartado de su pueblo.
Y entonces la necesidad de la conversión se impone al pue-
182 J. PIERRON

blo "santo", es decir, al pueblo que Dios ha separado para


que sea capaz de transmitir su Voluntad de salvación. La
conversión, pues, no aparece como una reflexión abstracta
en la religión de Israel, sino como la historia misma del
pueblo de Dios. Es actitud personal y comunitaria en una
Historia sagrada.

Vocabulario

Nos explicaremos ahora por que la conversión no esté


expresada, en la Biblia hebraica, mediante un término téc­
nico, siendo así que un rito o una virtud especial adquie­
ren en ella un nombre determinado y característico. El
vocabulario de la conversión toma sus expresiones del len­
guaje corriente 1, uno de cuyos vocablos polariza todos los
aspectos: el verbo schub, que significa "volverse" (2 R 2,
25), o "volver sobre sus pasos" (1 S 24, 2), o "venir por
segunda vez" (Jue 14, 8). A veces, el sentido es menos
preciso: ora indica el hecho de apartarse de un camino
seguido hasta entonces (Gn 27, 44), ora desempeña la fun­
ción de un adverbio de repetición. Sin embargo, este ver­
bo, empleado unas ciento veinte veces en el sentido reli­
gioso, servirá de vehículo a la idea del "retorno a Dios".
El verbo "regresar" se cargará-a lo largo de la historia
de Israel-de todas las riquezas religiosas que, por la
acción del Espíritu, los profetas y los sabios hayan saca­
do de sus reflexiones sobre su relación con el Dios de la
Alianza.

1 Convertirse es «buscar el rostro de Yahvé», es decir, consultar a Dios


(por medio de los sacerdotes) para obtener de El una regla de vida (2 S 12, 16;
21, 1; Os 5, 15; Sal 24, 6; 21, 8; 105, 4; véase Ex 33, 7);-«buscar a Yahvé»,
es decir, buscar la Voluntad de Dios en la oración hecha en el santuario o en
el estudio de la Ley (Am 5, 4, 6, 14; Os IO, 12)-«humillarse en presencia de
Yahvé» (1 R 21, 29; 2 R 22, 19; 2 Cr 7, 14¡ 12, 6, 7)-«fliar su corazón en
Yahvé» (1 S 7, 3; 1 Cr 29, 18)-«enternecer su corazón» (2 R 22, 19) - «vol­
ver en si» (1 R 8, 47; Is 46, 8).
LA CONVERSIÓN, RETORNO A DIOS 183

Las liturgias de arrepentimiento

Las grandes desgracias-sequías, hambres, temblores


de tierra, invasiones-manifiestan los juicios de Dios, se­
ñales de su cólera para con el pueblo que se ha apartado
de El. El pueblo debe volver a El y traducir en gestos
ese grito de socorro, esa voluntad de entrar de nuevo en
comunión con su Dios. El relato de 1 R 21 nos muestra
que es ya antigua la práctica de ordenar un ayuno pú­
blico en época de desgracia. Con el correr del tiempo se
va creando toda una liturgia de penitencia: cuando llega
la desgracia, el ayuno y las oraciones públicas se desa­
rrollan según ritos bien determinados 2• La parte esencial
de estas liturgias de arrepentimiento es la adquisición de
conciencia comunitaria del pecado y el que todo el pueblo
acuda a Yahvé pidiendo socorro. Las oraciones, que al
principio fueron improvisadas, se fueron estereotipando
poco a poco 3• Es evidente la idea de un género literario
bien constituido, cuyas características formales son la la­
mentación, la confesión de los pecados, la súplica, el cla­
mor de confianza, -y las características teológicas: la
conciencia del pecado y de la responsabilidad, y también
la certidumbre de que la única posibilidad de salvación
está en la fidelidad de Dios y en su poder. Las ocasiones
que inspiraron tales oraciones han desaparecido. Pero
conservamos las oraciones, nosotros que también somos

2 Ritos de penitencia: proclamación del ayuno y de las oraciones públicas


(Jue 20, 26; JI 1, 13; 2, 15-18), laceración de los vestidos (JI 1, 13-14), vestirse
de saco (2 S 12, 16; 1 R 20, 31-32; 21, 27; 2 R 6, 30; 19, 1-2; 1 Cr 21, 16;
Is 22, 12; 58, 5; Jer 4, 8; 48, 37; 49, 3; Lm 2, 10; Jon 3, 5, 6, 8; Jl 1, 8, 13;
Ez 7, 18; 27, 31; Est 4, 1-3; Neh 9, 1; Dn 9, 3; Sal 35, 13; 69, 12J, sentarse
en la ceniza y derramarla sobre la cabeza (Lm 2, 10; Is 58, 5; Neh 9, 1; Dn 9,
3; Est 4, 3; Jdt 4, 11; Job 16, 15; Ez 27, 30), raparse el cabello y la barba
(Is 22, 12; Ez 7, 18; 27, 31), cubrirse el cuerpo de Incisiones (Jer 49, 3), y
sobre todo lamentarse, clamar a Dios (Is 22, 12; Est 4, 3; Lm 2, 18-19; Ez
27, 31-32 ... ).
a Algunos profetas parodian las liturgias de penitencia (Os 6, 1-8; Jer 3,
21- 4, 22); otros, en cambio, nos dan sus fórmulas (Neh 9, 6-37; Esd 9, 6-15;
Dn 9, 4-19; Ba 1, 15-3, 8; Is 63, 7-64, 11).
184 J. PIERRON

pecadores. Y conservan para nosotros toda su profunda


verdad (Sal 12, 44, 60, 74, 79, 80, 83, 85; Lm 5). Los miem­
bros del pueblo de Dios son responsables solidariamente.
El justo, el sacerdote y el profeta tienen el vivísimo sen­
tido de hallarse en un mundo de pecadores ante la faz del
Dios Santo.

Amós: la conversión, cuestión


de vida o muerte

El peligro de estas liturgias de arrepentimiento es el


de dejar que se pierda su inspiración original. El rito re­
ligioso corría el peligro de convertirse (y, de hecho, se con­
virtió a menudo) en simple práctica, en una especie de me­
dio mágico para apartar la desgracia. Surgieron profetas
que recordaron las condiciones de una conversión autén­
tica.
Durante el reinado de Jeroboam 11 (783-743), Dios ha­
bla por medio de Amós, el profeta de la amenaza. Todo
estaba tranquilo, sereno, próspero. El lujo se extendía por
la corte de Samaria, cuando llega el profeta venido del Sur.
No tiene ningún título humano para hablar. No tiene más
que una obligación apremiante: la de ser vehículo de la
Palabra de Dios. Amós se alza contra el desarrollo solem­
ne de las ceremonias cultuales que contrastan con las in­
justicias sociales y la opresión de los pobres. "La justicia
y el derecho" no son observados. Así que el juicio de Dios
está decidido. Vendrá el castigo. No habrá "conversión de
Dios". Tal es el estribillo, ocho veces repetido, de todo el
primer poema: "No revocaré su castigo" (Am 1, 3, 6, 9,
11, 13; 2, 1, 4, 6).
A este estribillo corresponde otro: "No os volvisteis a
mí" (Am 4, 6, 8, 9, 10, 11). Dios no se volverá atrás de su
decisión, porque ellos, a pesar del hambre, la sed, la sequía
LA CONVERSIÓN, RETORNO A DIOS 185

y la peste, no se volvieron a El 4• El profeta no les echa


en cara el no haber cumplido los ritos de penitencia. Pa­
rece indicar incluso que los han practicado con excesiva
abundancia (Am 4, 4; 5, 5, 21). Pero ¿eso es convertirse?
La verdadera conversión exige un cambio de vida que pon­
ga fin a las injusticias sociales (Am 8, 4-8). Más aún, su­
pone una interiorización que permita volver a encontrar a
Dios: "Buscad a Yahvé, y viviréis" (Am 5, 4, 6). La con­
versión es cuestión de vida o muerte 5•

Oseas: el amor perdido que hay


que volver a hallar

A través de la experiencia de su matrimonio desgra­


ciado, Oseas vio el drama profundo que arruina la vida del
pueblo: la nación es la esposa infiel de su Dios. Su mal
consiste en haber renegado del compromiso de la Alian­
za, practicando la idolatría. El pecado no es ya tan sólo
una injusticia, una falta contra la ley. Sino que es una
ingratitud, una infidelidad (Os 8). El mensaje de Oseas
(hacia 750-730) es el mensaje del amor de Dios ignorado
por su pueblo. El profeta es el primero que utiliza (y
tan sólo Jeremías, que tiene tantos contactos con él, uti­
lizará después) la palabra meschubah (Os 11, 7; 14, 5).
Es una palabra derivada del verbo schub (volverse), que
indica "la acción de apartarse", ora por falta de perse­
verancia (y entonces es "infidelidad"), ora por error.
"Convertirse" es, para Oseas, "volver de donde uno se ha
apartado". El contraste entre estas palabras acentúa has­
ta qué profundidad debe llegar la conversión 6•
4 La idea de que el castigo tiene la finalidad de que se adquiera conciencia
de la separación de Dios, y, por consiguiente, de la necesidad de volver a
Dios, será-desde este momento-una constante en la predicación profética
<Os 5, 1-4; 7, 10; 9, 1-3; 11, 5; Jer 3, 1, 7, 10; 5, 3; 44, 5 .. )-
s Este aspecto de la conversión volvernos a encontrarlo en el Antiguo Tes­
tamento (Ez 18, 23, 32; 33, 11; Sab 2, 24). San Pablo lo desarrollará luego,
asociando los binomios de Ideas: pecado-muerte, gracia-vida (2 Co 3, 6-7; Ro
7, 2-5; 8, 6, 11; Ga 6, 8).
• Véase; Jer 2. 19; 3, 6, 8, 11, 12, 22; 5, 6; 8, 5; 14, 7.
186 J. PIERRON

Este ahondamiento en la naturaleza del pecado exige


la seriedad de la conversión, porque hay un "grave peso"
que los arrastra (Os 5, 4). Veleidades de conversión, el
pueblo las ha conocido. Oseas parodia una liturgia de pe­
nitencia. Dios no puede sentirse satisfecho con esos ritos,
lamentaciones y sacrificios que no transforman realmente
la vida. El conocimiento de Dios, meta del verdadero arre­
pentimiento, no es una idea acerca de Dios, sino una ac­
titud de todo el hombre hacia su Dios:

La piedad vuestra es como nube de la mañana,


y como el rocío de la madrugada, que se desvanace ...
porque misericordia quiero, y no sacrificio,
y conocimiento de Dios
más que holocaustos (Os 6, 4, 6; véase 14, 2).

Oseas, que acentuó por medio de una imagen nueva


la seriedad e interiorización necesaria de la conversión,
el aspecto totalitario de esta vuelta a Dios, toma-en la
profecía de la felicidad-un tono más pedagógico y cons­
tructivo que el de Amós: pretende preparar al pueblo
para el retorno a Dios (Os 2, 9; 3, 5; 5, 15; 12, 7-11; 14,
2, 3, 8), que será un retorno al período de los desposorios.
Pero serán desposorios nuevos, desposorios eternos (Os
2, 21-22) 7•

Isaías: conversión y confianza


incondicional en Dios

El año mismo de la muerte del rey Osías (740), Isaías


recibe de Dios esta misión: "Engruesa el corazón de este
pueblo... para que no se convierta ni haya para él sa­
nidad" (Is 6, 10). Así que la conversión es posible. Y la

• El periodo del desierto aparece como el ideal perdido, casi igual que el
Ideal del paraíso <os 2, 16-17; 12, 10; Am 2, 10; Jer 2, 2-3; Is 40, 3)-véase
el tema del Exodo
LA CONVERSIÓN, RETORNO A DIOS 187

salvación sería su resultado. Pero Dios prevé la resisten­


cia de los hombres de Israel, a quienes no han convertido
los castigos de aviso previo (Is 9, 12; véase Amós y Oseas).
El profeta no debe turbarse por estos sombríos aconte­
cimientos que cortan-como quien dice-la Historia sa­
grada. En este período agonizante, el profeta tiene por
misión hacer ver que sólo una confianza incondicional en
Dios permite el verdadero retorno al Señor de Israel. Si
los reyes de Israel y de Siria suben contra Jerusalén, la
confianza hay que ponerla en Dios, no en las murallas
ni en las reservas de agua :

Si vosotros no creyereis,
de cierto no permaneceréis (Is 7, 9 b).

Aunque Senaquerib se acerque con su formidable


ejército contra la pequeña capital, lsaías afirma:

Yahvé Sabaot amparará a Jerusalén,


la amparará, la librará,
la preservará y salvará.
Volved a Aquel contra quien
se rebelaron profundamente
los hijos de Israel (Is 31, 5-6; véase 9, 12).

Y, en su Testamento, que resume las acusaciones lan­


zadas contra el nombre de Yahvé, Isaías escribe:

Porque así dijo Yahvé el Señor,


el Santo de Israel:
en la conversión y la quietud
está vuestra salvación,
y la quietud y la confianza
serán vuestra fuerza.
Pero vosotros no habéis
querido escuchar (Is 30, 15).

Así, pues, la conversión es fe en Yahvé, confianza in­


condicional en su Fuerza, Poder y Fidelidad. Por no ha-
188 J. PIERRON

berlo reconocido, el destierro será su castigo. Tal es el


mensaje encerrado en el nombre simbólico que Isaías da
a su hijo por orden de Dios: Shear-Yashub, "un resto
volverá" (Is 7, 3):

Acontecerá en aquel tiempo, que los que hayan quedado


de Israel y los que hayan quedado de la casa de Jacob,
nunca más se apoyarán en el que los hirió, sino que se
apoyarán con verdad en Yahvé, el Santo de Israel. El
resto volverá, el remanente de Jacob volverá al Dios
fuerte (Is 10, 20-21).

En efecto, este nombre de Shear-Yashub (no obstante


la promesa que contiene) pone de relieve especialmente
el castigo: "Sólo un resto volverá" (Is 10, 22) del des­
tierro, volviéndose a Yahvé su Dios 8•

Jeremías: romper, y recibir


un corazón nuevo

Un siglo más tarde, en medio de la aflicción de la gue­


rra y del destierro, Jeremías es el heraldo tímido y, no
obstante, valiente de la Palabra de Dios. Nadie ha sabido
analizar mejor que este corazón sensible, todo lo que lleva
consigo la conversión auténtica 9•
Convertirse es, ante todo, romper con todo lo que se­
para de Dios. Jeremías es el primero en construir el ver­
bo "regresar" (schub) con la preposición de alejamiento
(min). Es preciso abandonar el mal camino que aleja del
Señor. Esto supone la confesión de los pecados (Jer 3, 13)

• Isaías y sus discípulos serán el núcleo de ese «resto» (Is 8, 16-20).


9 Como Amós, Jeremías vuelve a criticar las prftctlcas de penitencia sin
arrepentimiento interior (Jer 4, 5-31, véase la nota 11; oposición entre los
versiculos 8 y 11); con el Deuteronomio, vincula estrechamente la Ley, el
pecado, el castigo, la conversión, la restauración (Jer 18, 7-10); prolonga la
ensenanza de Oseas, mostrando que el resorte Intimo de la conversión no pue­
de ser más que el amor fiel (hesed: gracia), respuesta a la iniciativa de Dios
(Jer 3, 1, 12, 22; 4, 1; 15, 19; 31, 19-21).
LA CONVERSIÓN, RETORNO A DIOS 189

y la firme decisión de evitarlos (Jer 15, 7; 18, 11; 23, 14,


22; 25, 5; 26, 3; 35, 15; 36, 3, 7; 44, 5). Esta ruptura,
tiene cada uno que realizarla por su propia cuenta. Para
que la nación se convierta, cada individuo tiene que cor­
tar y rasgar, romper y cavar en su propia vida personal.
También en este punto, crea Jeremías la fórmula nueva :
"Conviértase cada uno de su mal camino" (Jer 18, 11;
23, 14, 22; 25, 5; 35, 15; 36, 3).
La conversión solamente es ruptura para vincularse
con Dios de una manera más real. Y, por eso, Jeremías
exige la conversión del "corazón". Para un Semita, el co­
razón no es el símbolo del afecto, sino la fuente del pen­
samiento y del querer, de la más honda penetración y
de la más firme decisión. La conversión, pues, debe ser
radical. Debe llegar hasta el centro mismo de la perso­
nalidad (Jer 31, 18-19; 32, 40).
De hecho, tal conversión es una nueva creación, que
-por tanto-sólo puede venir de la iniciativa de Dios.
Ser un acto libre del Poder de Dios y, al mismo tiempo,
una decisión auténtica del hombre: he ahí lo que cons­
tituye el misterio de la verdadera conversión : "Les daré
corazón para que me conozcan que yo soy Yahvé; y me
serán por pueblo, y yo les seré a ellos por Dios; porque
se volverán a mí de todo su corazón" (Jer 24, 7; véase
29, 13-14; 31, 18-20, 31 s; 32, 40). Esta idea podría ser
el origen de aquel juego de palabras de Jer 31, 18: "Con­
viérteme, y seré convertido." Dios mismo ha de obrar la
conversión, a fin de que ésta sea eficaz en el hombre y
haga que el pueblo vuelva del destierro para que tome
de nuevo el camino del desierto y recomience su aventu­
ra de pueblo de Dios 10.

10 La fórmula vuelve a ser empleada en Sal 80. 4, 8, 20; Lrn 5, 21; Za 1, 3,


Dios mismo da la gracia corno motivo de la conversión (Jer 3, 12).
190 J. PIERRON

Ezequiel: la conversión de todos


los instantes

También Ezequiel llama a los israelitas a la conver­


sión (Ez 14, 6). Como Jeremías, sabe que esta conversión
ha de ser radical, que exige "un corazón nuevo y un es­
píritu nuevo" (Ez 18, 31-32), los cuales constituyen un
don gratuito de Dios (Ez 11, 19; 36, 26). Viviendo como
vive con los desterrados en medio de los paganos de Ba­
bilonia, sin la ayuda ni apoyo de una estructura nacional
religiosa, sin cuadro cultual ni templo, Ezequiel debe ser
para su pueblo un centinela, un pastor de almas vigilante
y exigente (Ez 3, 19-20). La conversión sigue siendo, des­
de luego, un cambio interior, una orientación de toda la
vida personal. Pero ha de informar los actos concretos de
Israel, el cual, viviendo en ambiente pagano, tiene la obli­
gación de testificar su solidaridad nacional y religiosa. De
ahí los dos grandes preceptos de los capítulos 18 y 33.
Cada individuo ha de convertirse (Ez 18, 21, 27; 33, 9,
11, 12, 14 ...), lo cual exige actos cultuales, sociales y mo­
rales 11, conformes a la Ley que es expresión de la volun­
tad de Dios: no levantar la mirada hacia los ídolos, no
mancillar la mujer del prójimo, dar pan al hambriento,
cubrir de vestido al desnudo.

Universalismo de la conversión

Durante el destierro, el mensaje de Oseas y Jeremías


encuentra eco poderoso en el autor del Libro de la Con­
solación de Israel (Is 40-50). La fuente de la Consolación
es Yahvé que creó a Israel, cuyo defensor y liberador es.

n El Deuteronomio había Introducido ya en la Ley el tema de la conversión.


La aridez de la Ley quedaba templada por el amor de Dios. Lo mismo que el
amor de Dios (Dt 6, 5), la conversión ha de ser «de toda el alma, de todo el
corazón» (Dt 4, 29-31; véase Dt 30, 1-10; 1 R 8, 33 s).
LA CONVERSIÓN, RETORNO A DIOS 191

El profeta insiste, pues, en el aspecto positivo de la con­


versión: la orientación hacia el Dios que ha sido el pri­
mero en volverse hacia Israel. En efecto, Dios hace oír
sus promesas por medio de su Palabra eficaz que "no
volverá a mí vacía" (Is 55, 10-11), antes que El mismo
-al final del destierro-regrese al Templo (Is 52, 8) para
la nueva Alianza que supone la conversión del corazón
(Is 44, 22; 45, 22; 55, 3-6), pero que, desbordando las
fronteras de solo Israel, se dirigirá también a todos los
pueblos (Is 45, 22; véase 49, 1-6; 54, 3; 55, 1-5). En efec­
to, Israel-siervo de Dios-recibió la misión de ser su tes­
tigo entre los demás pueblos (Is 41, 9; 42, 19; 43, 10, 12,
21; 44, 8).

La conversión en el pensamiento judío


con posterioridad al destierro

El pensamiento judío con posterioridad al destierro


apenas enriquece el tema de la conversión. Pero, al me­
nos, conserva las ideas claves que fueron explicitándose
poco a poco:
- convertirse es un acto serio, un encuentro con el
Dios vivo (Mal 3, 7; Sal 32, 38, 51, 130);
- es un acto interior que debe afectar siempre al co­
razón (Sal 51; 143; Zac 1, 3-6; Mal 3, 7; JI 2, 12-13; Dn
9,4-19; Tob13,6; 14,6; véase3,2-3);
- la conversión es una nueva creación, obra de Dios
(Sal 51, 12-13; véase Job 36, 10);
- pero es sumisión a su voluntad y exige el cumpli­
miento de la Ley (Is 58, 6-11; Neh 9, 29; Lv 26, 40-46).
"Buscar a Dios" es una expresión equivalente a "estu­
diar la Ley" (Sal 119, 2, 10);
- la conversión, que es un acto personal, es algo que
se exige a todo el pueblo, el cual debe expresarla comu-
192 J. PIERRON

nitariamente por medio de sus ritos (Za 7, 3-5; 8, 19; 2


Cr 30, 6-9; Jl 2, 12-13; J on 3, 8-10);
- Israel, una vez convertido, debe ser ante los demás
pueblos un testimonio de conversión (Is 56, 6-7; Zac 8,
23; Jon passim).
Y entonces la conversión podrá preparar para la últi­
ma gran manifestación salvífica de Dios (Dt 4, 30; Is 59,
20; 25, 6-11).

El mensaje de Juan Bautista

La manifestación histórica del Misterio de Salvación,


que es inminente, hace más grave y urgente la conver­
sión. Tal es el mensaje de Juan Bautista que abre el
Nuevo Testamento, concretando el llamamiento de los
últimos profetas: "Apareció en el desierto Juan el Bau­
tista, predicando el bautismo de penitencia para remi­
sión de los pecados" (Mr 1, 4; véase Mt 3, 2; Le 3, 3;
Hch 13, 24; 19, 4). El Reino de Dios y su juicio están a
punto de llegar. De ahí se deriva que los hombres no tie­
nen más que una obligación: la conversión total a Dios
(metanoia). Hay que volverse hacia Dios, porque el Dios
poderoso se vuelve hacia el hombre: la invitación es lan­
zada a todos, no sólo a los pecadores notorios (Le 3, 12-13)
o a los paganos (Le 3, 14), sino incluso a los judíos pia­
dosos (Mt 5, 17-18). La conversión interior ha de tradu­
cirse en hechos (Mt 3, 8; Le 3, 8), a fin de que sea vida
de justicia y amor según la voluntad de Dios (Le 3, 10-14).
Para San Juan Bautista, la predicación de la "vuelta a
Dios" trae consigo el bautismo de arrepentimiento (Me
1, 4; Hch 13, 24; 19, 4) que es un acto de purificación
(Mr 1, 5; Mt 3, 11). Por medio de este acto ritual, Dios
crea una comunidad con los que desde este momento
aguardan la Venida de su Reino.
LA CONVERSIÓN, RETORNO A DIOS 193

El mensaje de Jesús

A pesar de las apariencias (Mt 4, 17; véase Mr 1, 15),


Jesús no se limita a repetir el llamamiento del Bautista.
Porque hay un hecho que cambia toda la situación: la
realidad del Reino de Dios se encarna en su Persona. La
conversión es la actitud que el hombre ha de adoptar ante
esa situación nueva. Por eso, Marcos añade: "Creed en
la Buena Nueva", es decir, en la Revelación del Reino de
Dios presentado en la Persona y Mensaje de Jesús. Tal
es también el sentido del bautismo de Jesús que precede
inmediatamente a este anuncio. En el momento mismo
en que Jesús se somete al bautismo de Juan Bautista,
Dios lo revela como a Aquel que lleva el Poder del "Es­
píritu" y abre la era de la Salvación: "Tú eres mi Hijo
amado, en ti tengo complacencia" (Le 3, 22). Desde aquel
momento, la conversión es el camino que Jesús está in­
dicando a través de su ser, de su mensaje, de sus mila­
gros. Esta conversión sobrepasa con mucho a todas las
demás (Mt 11, 20-21; 12, 41; Le 10, 33; 11, 31).
"De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis
como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18,
3; véase Mr 9, 33 y par.). Convertirse, pues, es llegar a
ser otro hombre, volverse a encontrar en su estado de po­
breza espiritual. Lo mismo que Cristo, hay que ser un
siervo disponible: "El Hijo del Hombre no vino para ser
servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate
por muchos" (Mt 20, 28; véase Le 22, 25-27). Hay que
tender también hacia el único amor que reúne y unifica
(Mt 6, 22; Le 11, 34) a toda la persona y a toda la vida
en la sumisión a la voluntad del Padre. Esto significa que
toda nuestra vida sea consecuente con la acción de Dios
en favor de los hombres; que digamos "sí" al plan divino
de salvación. Y por este título, la fe es la forma positiva
de la conversión (Mr 1, 15). Sin dejar de ser una exigen-
194 J. PIERRON

cia, la conversión es don de Dios que da a los hombres lo


que ellos no pueden darse a sí mismos (Mr 10, 27). Aquí
tiene su puesto el "bautismo en el Espíritu", prometido
por Cristo para cuando fuera establecido Señor por me­
dio de su resurrección.

El mensaje cristiano primitivo

Durante la vida de Jesús, los discípulos habían pro­


clamado una vez el mensaje de conversión: era una pa­
rábola en acción (Mr 6, 12). El Señor resucitado repetirá
su llamamiento (Le 24, 47). Es la misión apostólica des­
crita por los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 38; 3, 19;
5, 31; 8, 22; 11, 18; 17, 30; 20, 21; 26, 20). Y, según He­
breos 6, 1, la enseñanza sobre el "arrepentimiento" for­
maba parte de la primera catequesis cristiana.
¿En qué consiste esta conversión? Tiene un aspecto
negativo: hay que romper con el mal (Hch 3, 26; 8, 22;
He 6, 1; Ap 2, 22; 9, 20-21; 16, 11). -Y un aspecto po­
sitivo: hay que volver al Dios vivo (Hch 20, 21; 26, 20;
1 P 2, 25; Ap 16, 9). Es: deber del hombre (Hch 2, 38;
3, 19; 8, 22; 17, 30; 26, 20),-y también: don de Dios
(Hch 5, 31; véase 3, 26; 11, 18).
La conversión tiene todas las características que el
Mensaje de Jesús le había dado: es una postura que se
adopta ante la salvación realizada por el Reino de Dios.
Y esto nos indica la seriedad y carácter decisivo de tal
conversión (Hch 3, 19 s; 17, 30). La conversión es "cris­
tiana". Gira en torno a la revelación histórica de la Sal­
vación en la Persona de Cristo. Y este hecho hace de ella
un acto de fe (Hch 5, 31; 10, 42; 17, 30-31). La oferta de
la salvación es universal (Hch 11, 18; 17, 30; 20, 21; 26,
20; véase 11, 21; 14, 15; 15, 3; Le 24, 47; 1 Ts 1, 9; 2 P
3, 9). Y esto equivale a decir que la Misión es una obli­
gación para la comunidad cristiana. La conversión se hace
LA CONVERSIÓN, RETORNO A DIOS 195

eficaz por medio del bautismo, prometido por Jesús, y en


el que Dios da-en su Espíritu (Hch 10, 45)-la vida nue­
va (Hch 11, 15-18).
Aunque convertirse es hacer-al comienzo de la vida
nueva-semejante acto: "Arrepentíos, y bautícese cada
uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón
de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo"
(Hch 3, 19; 8, 22), sin embargo, es también tender luego,
incesantemente, hacia el Señor, alejando de sí radical­
mente el mal (Hch 3, 19; 8, 22).

La teología de San Pablo

A pesar de que San Pablo emplea raras veces el tér­


mino de "conversión", sin embargo le concede el mismo
valor que el mensaje primitivo: es la meta hacia la cual
Dios quiere conducir a los hombres antes del juicio final
(Ro 2, 4-6). Dios se vuelve hacia el hombre para llamarle
insistentemente hacia sí (1 Ts 1, 9; 2 Co 7, 9-10). Porque
El es quien da al hombre la posibilidad de convertirse
(2 Ti 2, 25), de romper con el pecado (2 Co 12, 21; Ga 4,
9) y de vivir según el Espíritu (2 Co 3, 16).
Las nuevas relaciones-establecidas por Cristo-entre
los hombres y Dios determinan la conversión, la cual,
para San Pablo, es el acto concreto de participación en
la muerte y resurrección de Cristo. El mensaje cristiano
primitivo era un testimonio sobre la Resurrección de Je­
sús: un testimonio que contraponía la condenación a
muerte de Jesús por parte de los judíos y su Resurrec­
ción por Dios (Hch 2, 23-24; 3, 13-15; 4, 10; 5, 30; 10,
39-40; 13, 29-30). El mensaje utiliza luego la Escritura,
principalmente Is 53, y el recuerdo de las predicciones
de Jesús sobre su Pasión para anunciar el valor redentor
de la muerte de Cristo y la esperanza de la vuelta del Re­
sucitado como Señor y Juez: Jesús, Siervo de Dios, se
196 J. PIERRON

había convertido en el Señor por medio de su Resurrec­


ción (Hch 3, 13-15; 1 Co 15, 3-4; 2 Co 13, 4; Ro 5, 9-10;
14, 9).
La conversión es la participación en el Misterio de
Cristo: en su muerte que opera el perdón de los pecados
y exige que nos desliguemos del mal, -en su Resurrec­
ción, que nos da el Espíritu y ha de traducirse por una
vida para Dios (1 Ts 5, 10; Col 2, 12-14; 3, 3-4). El bau­
tismo es la señal eficaz de esta participación:

Los que hemos muerto al pecado,


¿cómo viviremos aún en él?
¿O no sabéis que todos los que hemos sido
bautizados en Cristo Jesús,
hemos sido bautizados en su muerte?
Porque somos sepultados juntamente con El
para muerte por el bautismo,
a fin de que como Cristo resucitó de los muertos
por la gloria del Padre, así también nosotros
andemos en vida nueva...
Así también vosotros consideraos muertos al pecado,
pero vivos para Dios en Cristo Jesús (Ro 6, 2-4, 11).

La idea de la conversión se emplea también en San


Pablo por medio de la antítesis "carne-espíritu", que no
es la oposición filosófica entre el cuerpo y el alma, sino
la oposición religiosa entre el hombre abandonado a sus
propias fuerzas, incluso espirituales, y el hombre que-por
don de Dios-participa de su poder renovador. La "car­
ne" es toda la vida del hombre acantonado en lo terres­
tre, en su flaqueza y caducidad (Ro 7, 5; 8, 3, 8-9); en­
tregado a sí mismo (1 Co 15, 20). El hombre es "carne"
ante Dios, es decir, es nada ante la trascendencia divina
(Is 31, 3; Sal 104, 29). El hombre "según la carne" se
atiene a lo visible y se aferra a la Ley (Ro 7, 25), a la le­
tra (2 Co 3, 6-7; Ro 7, 6), a los rudimentos del mundo
(Ga 4, 3, 9; Col 2, 8, 20). Pero su flaqueza no le permite
satisfacer siquiera a las exigencias de la Ley, porque la
LA CONVERSIÓN, RETORNO A DIOS 197

"sabiduría según la carne" no es-en el fondo-más que


locura que ciega para la "Sabiduría de Dios" (1 Co 1-2;
principalmente 1, 20, 21, 26). Tal es el derrotero que si­
gue el hombre, el cual, entregado a sí mismo, no puede
menos de terminar en el pecado (Ro 7, 25) y, por consi­
guiente, en la muerte real (Ro 8, 6) que es la separación
de Dios 12• "Vivir según la carne" es confiar en las pro­
pias fuerzas para alcanzar la salvación (Ro 2, 29; 7, 25),
gloriarse personalmente ante el Señor en lugar de acep­
tar al Espíritu en su corazón (1 Co 1, 21-23; 4, 7 ; 13, 3;
2 Co 11, 30; 12, 9; Ro 2, 19, 23; 3, 27; Ga 6, 13; Ef 2, 3).
Ahora bien, la conversión invierte todos estos valores:
no puede uno "gloriarse más que en el Señor" (Ro 2, 17;
5, 2, 3, 11; 15, 17; 2 Co 10, 17; Fil 3, 3). Hay que jactarse
de la propia debilidad (2 Co 11, 30; 12, 9; véase Ga 6,
14; Ro 5, 11). Porque la justificación es gratuita (Ro 3,
24; 5, 1; Ef 2, 8; Tit 3, 7). Procede, no de las obras del
hombre, sino de la fe y participación en el Misterio de
Cristo (Ga 2, 16; 3, 8, 24; Ro 3, 20, 26, 28, 30; 4, 2). San
Pablo explica, en la vida de Cristo, esta conversión de
Siervo a Señor, el cual se manifestó en la carne y fue
justificado en el Espíritu (1 Ti 3, 16; véase Ro 1, 3-4).
De este modo, el Apóstol hace una contraposición entre
los dos períodos de la vida de Cristo: el de "Cristo-Sier­
vo" que se hizo pecado por nosotros, siendo así que El
no conocía el pecado (2 Co 5, 21; Ro 8, 3-4), -y el de
"Cristo-Señor" que puede comunicar el Espíritu (Fil 2,
7-11).
Nuestra conversión es la participación real en esta
conversión del ser de Jesús: nosotros no debemos "andar
conforme a la carne, sino conforme al Espíritu" (Ro 8, 4;
véase Ga 4, 5-6) 13. El Espíritu es el principio de vida del

12 La «sabiduría según la carne» es enemiga de Dios (Ro 8, 7, 13; Ga 6, 8;


véase 5, 24). Produce celos, contiendas y disensiones (1 Co 3, 3). Es desobe­
diencia a Dios (Ro 8, 6-7; 10, 3; 2 Co 10, 5).
13 La conversión es «justificación en Cristo o en el Espíritu» (Ga 2, 17;
1 Co 6, 11; 2 Co 5, 21; Ro 14, 17); «Cristo o el Espíritu en nosotros» (Ro 8.
198 J. PIERRON

mundo divino. Por este motivo, Pablo califica a esta con­


versión con el nombre de "nueva creación" (2 Co 5, 17;
Ga 6, 15; Ef 2, 15; 4, 24; Col 3, 10). Es la destrucción del
"viejo hombre" y creación del "hombre nuevo" (Ro 6, 6;
Col 3, 9-10; Ef 2, 15; 4, 24). Es el nuevo nacimiento del
que habla San Pablo en Ti 3, 5:

Dios nos salvó por el lavamiento de la regeneración


y por la renovación en el Espíritu Santo.

El tránsito "muerte-vida", realizado en la Persona


histórica de Cristo y reproducido en cada uno de nos­
otros por medio del bautismo (Ga 3, 27; Ro 6, 3-5; Col
2, 12), se renueva con la recepción del Cuerpo y Sangre
del Señor (1 Co 10, 16-21; 11, 17-29). Por medio de esta
vinculación de cada individuo con la Persona de Cristo
se constituyen "el Cuerpo de Cristo" y la unidad del mun­
do en la alabanza del Padre: tal es el efecto último de
la conversión (1 Co 12,· Col 1, 16; Ef 2, 20-23)
Esta conversión debe traducirse a toda la vida del
cristiano: Pablo insiste en este punto, al finalizar todas
sus cartas: los convertidos son "hijos del día, no de la
noche" (1 Ts 5, 5; Ro 13, 12); deben "velar y no dormir"
(1 Ts 5, 6, 17; Ro 13, 11; Col 4, 2); equiparse para el
combate espiritual (1 Ts 5, 8; 1 Co 13, 13; Ef 6, 14-17);
rectificar su rumbo y acelerar su carrera (l Co 9, 24; Fil
3, 17); rechazar todos los vicios (1 Ts 5; Ro 12-13; Ga 5,
18 - 6, 10; Ef 4, 5-6; Fil 3, 17-21; 4, 9; Col 3, 1, 6). La
conversión es, ciertamente, la tarea de toda una vida, la
exigencia del Espíritu que nos hace conformes con Cris­
to, Imagen de Dios, para alabanza de la Gloria del Padre.

9-10; 1 Co 3, 16; 2 Co 13, 5; Ga Z, 20), «vida en Cristo o en el Esplrltu» (Ro


6, 23; 8, 2, 11, 13; 1 Co 15, 22; Ga 6, 8). La vida del convertido es opuesta
al ser «conforme a la carne»; y es una vida «conforme al Espíritu» (Ro 8,
4-5), «según el Señor» (2 Co II, 17), «según el Amor» (Ro 14, 14).
LA CONVERSIÓN, RETORNO A DIOS 199

El pensamiento joánico

San Juan no emplea nunca la palabra "conversión",


sino que la idea aparece en las antítesis: el mundo-Dios,
mentira-verdad, tinieblas-luz, muerte-vida. En efecto, Juan
afirma que hay que "volver a nacer"; y que este nuevo
nacimiento viene de arriba (Jn 3, 3, 5). Encontramos aquí
otra vez la contraposición paulina "carne-espíritu": el
hombre, tal como es, está separado de la salvación; no
hay para él ninguna posibilidad de entrar en la sociedad
divina: "Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que
es nacido del Espíritu, espíritu es" (Jn 3, 6). Hay, pues,
que recibir al Espíritu, lo cual supone la fe y el bautismo
(Jn 3, 5, 7-8). Entonces se produce la conversión: ya no
se es del "mundo", aunque se siga estando en el mundo
(Jn 8, 23; 15, 19; 17, 14; 1 Jn 2, 15-19; 4, 4-5); se es
"de Dios" (Jn 8, 47; 1 Jn 4, 4-6; 5, 19); "del Padre" (1
Jn 2, 16), "de la verdad" (Jn 18, 37), se es "nacido de Dios"
(1 Jn 2, 29; 3, 9; 4, 7; 5, 1, 4, 18), o "del Espíritu" (Jn
3, 6-8); entonces uno es "de arriba" y no "de abajo" (Jn
8, 23). El hombre se encuentra ante el siguiente dilema:
o bien "la carne", "el mundo", el hombre entregado a
merced de sus propias fuerzas en un mundo desequili­
brado en el que reina el pecado, -o bien "el Espíritu",
nueva posibilidad de ser ofrecida por Dios al hombre a
fin de que conozca "la verdad y la vida" (Jn 3, 6-8; 4,
23-24; 6, 63; 14, 17; 15, 26).
La conversión comienza con la decisión de fe en la
Persona de Cristo (Jn 1, 12; 2, 11; 3, 18, 36; 4, 39-41;
6, 69; 16, 30; 20, 31) y se desarrolla con el amor (Jn 13,
32-34; 17, 26; 1 Jn 2, 3, 5; 3, 10, 16, 18, 23; 4, 9, 12; 5, 2).
La conversión reproduce el misterio mismo de la Encar­
nación. En efecto, la fe responde al "testimonio de Jesús"
(Jn 3, 11, 32; 15, 27; 1 Jn 1, 2), el cual, desde toda la
200 J. PIERRON

eternidad, ha "visto" (Jn 3, 11, 32; 5, 19, 20; 8, 38) y


"oído al Padre" (Jn 3, 32; 5, 30; 8, 26, 28, 40) 14•
La conversión, en definitiva, es la trasformación del
ser del hombre abocado al pecado, a la mentira, a la con­
denación y a la muerte, por medio de la participación en
la vida misma del Hijo de Dios que "se encarnó" a fin
de que toda criatura volviera a encontrar la "Gloria de
Dios" (Jn 1, 1-19; 13, 31-14, 13) por medio del poder
del Espíritu (Jn 16, 13-15).
J. PIERRON

14 También nuestra caridad (o amor) responde al Amor de Dios hacia nos­


otros (Jn 3, 16; 1 Jn 4, 7-11) que nos ama en su Hijo (Jn 3, 35; 17, 20-26).
LA RETRIBUCION

Toda educación comienza con un adiestramiento: san­


ciones inmediatas-a corto plazo -marcan cada transgre­
sión, alientan cada esfuerzo y crean de este modo una
especie de reflejos. El sentido del bien y del mal se in­
culca primeramente desde el exterior. A medida que el
niño va creciendo, la regla moral se va haciendo cada vez
más interior: hacia este sentido se orientan todos sus
progresos.

LA RETRIBUCIÓN COLECTIVA

Cuando Israel era muchacho, yo lo amé,


y de Egipto llamé a mi hijo (Os 11, 1).

El Señor tuvo que comenzar adiestrando a este niño,


que era muy difícil. Fue el período del desierto. Un mo­
nótono re-comenzar de faltas, que van seguidas inmedia­
tamente de correcciones muy severas. Es la primera in-
202 SOR JEANNE D' ARC OP

fancia del pueblo. La primera época de una pedagogía


adaptada al nivel real de ese "amasijo" (Nm 11, 4), al que
Dios quería convertir en su pueblo, y a quien Dios an­
helaba ir revelando progresivamente todos los secretos
de su vida y de su amor.
Poco a poco va creciendo Israel. Y ahora se encuentra
ya fijado en su tierra. El modo de educación cambia. El
Señor hace que este pueblo tome sus iniciativas, que eli­
ja un rey, etc. En vez de castigarlo por cualquier falta,
Dios le avisa, le amenaza, le instruye, intenta despertar
su amor. Los profetas están encargados de esta labor de
formación. Hacen que progrese el sentido moral del pue­
blo. Dan sentido explícito a las exigencias de la Alianza.
Y sugieren hasta qué punto de interioridad puede ahon­
darse en la ley de Yahvé.
Pero, en esta sociedad que todavía no está desarrolla­
da, la mentalidad sigue estando muy cercana a la de los
clanes y tribus primitivas, en los que el individuo apenas
cuenta. El individuo se integra en el grupo y comparte
su suerte, sin hacerse a sí mismo la menor pregunta acer­
ca de la justicia, de la dignidad de su persona, etc.-de­
mandas que no vendrán hasta más tarde. Y así vemos
que los profetas antiguos se dirigen al pueblo en bloque:
si Jerusalén peca, Jerusalén será castigada. El pueblo es
culpable y el pueblo irá al destierro.
En cualquier agrupación humana, hay siempre bas­
tantes cosas malas y bastantes delitos para justificar un
castigo. En este plano colectivo, la equivalencia entre la
desgracia y el delito no plantea ningún problema.
Pero no ocurre lo mismo cuando se transpone la ecua­
ción al plano individual. Así, a medida que en Israel se
va despertando el sentido de la persona, vemos que la
profunda necesidad de la justicia va creando un problema
sumamente doloroso e irritante para la conciencia reli­
giosa. Dios no le enviará la luz sino después de siglos de
"noche oscura", en los que el alma judía-con dificultad
LA RETRIBUCIÓN 203

y angustia-se ha afanado por resolver la contradicción


aparente entre la justicia de Dios (justicia que ella afir­
ma con toda su fe) y las injusticias terrestres.
Algunos intentaron salir de apuros, negando-contra
toda evidencia-las injusticias. Pero la solución estaba en
otra parte y requería muchas otras luces. Y, primordial­
mente, una apertura hacia el más allá.

El misterio del más allá

En efecto, aunque Israel creyó siempre en cierta su­


pervivencia, sin embargo, la vieja concepción hebraica
de la unidad del hombre apenas era favorable a la idea
de una retribución posible después de la muerte: todos
iban al sheol, buenos y malos juntos, para vivir una vaga
existencia de larva, sin desarrollar ya ninguna actividad,
sin ningún recuerdo, sin ninguna alegría :

Porque en el sepulcro [o «mansión de los muertos»,


sheol], adonde vas, no hay ni obra, ni trabajo, ni ciencia,
ni sabiduría (Ec 9, 10).

En el sheol, ¿quién podría alabarte? (Sal 6, 6).


De ellos no te acuerdas ya,
fueron arrebatados de tu mano (Sal 88, 6).

El pueblo de Dios quedó casi hasta el fin en esta os­


curidad total. Esto explica tantas cosas que corren el pe­
ligro de escandalizarnos cuando leemos el Antiguo Tes­
tamento: el deseo de larga vida y de posteridad numero­
sa. ¡ deficiente sucedáneo del ansia de inmortalidad que
-aunque nuestra inteligencia no tenga todavía acceso a
eila-está inscrita en nuestra naturaleza! ; el gran valor
que se concede a los bienes temporales, a la riqueza, a la
fama : si no se puede imaginar recompensa alguna des­
pués de la muerte, entonces los amigos de Dios tienen que
204 SOR JEANNE D' ARC OP

disfrutar de alguna felicidad acá abajo; se explican, asi­


mismo, los llamamientos a la venganza, las imprecacio­
nes-tan desconcertantes para nosotros-que encontra­
mos en algunos salmos: si Dios es justo, debe castigar al
malvado ... acá en la tierra.
En este punto estaban las cosas para Israel. Los pro­
fetas, y principalmente el Deuteronomio (impregnado de
su espíritu), le habían inculcado firmemente el principio
de la retribución, principio que se identifica-corno po­
dríamos decir-con la fe en la justicia de Dios. Pero Is­
rael había permanecido en un plano colectivo. Y sigue
estando en ignorancia absoluta sobre nuestra suerte des­
pués de la muerte.

LA RESPONSABILIDAD PERSONAL

Con el destierro, comienzan a plantearse otras cues­


tiones. Los deportados experimentaban el terrible sufri­
miento del castigo anunciado desde siglos. Les resultaba
amargo pensar que estaban soportando la culpa de otros ...
Y cuando los profetas predicaban el arrepentimiento, la
conversión, los judíos pensaban: "¡Para qué! Ya que
nuestros padres han pecado y que todo el pueblo es cul­
pable, nuestro esfuerzo personal no serviría de nada."

Ezequiel

Ezequiel es el primero en afirmar magníficamente la


responsabilidad individual:

El hijo no llevará el pecado del padre,


ni el padre llevará el pecado del hijo;
la justicia del justo será sobre él,
y la impiedad del impío será sobre él (EZ 18, 20).
LA RETRIBUCIÓN 205

Ahí tenemos planteado claramente el princ1p10 libe­


rador. La consecuencia que de él se sigue inmediatamen­
te es de la máxima importancia: la posibilidad de la con­
versión personal. Así como no tenemos solidaridad con
nuestra raza : así también podemos romper en todo ins­
tante con nuestro propio pasado y volvernos libremente
hacia Dios. Fijémonos en que este texto de Ezequiel es
el origen de todo el esfuerzo apostólico orientado hacia
la conversión individual.

Un callejón sin salida

Ezequiel proporcionó con estas palabras una luz defi­


nitiva. Pero, al mismo tiempo, metió al pueblo en un ca­
llejón sin salida. Al afirmar que cada uno es retribuido
según sus propios actos, no se preocupó del cuándo ni del
cómo. Y no ofrece idea alguna de una recompensa posible
después de la muerte.
Así que la retribución ha de darse en la tierra: toda
desgracia será un castigo; y todo desgraciado, un culpa­
ble. Los sabios, preocupados de formar a la juventud, or­
questarán de buena gana esta doctrina que garantiza ven­
tajas sustanciales para la virtud. Esta enseñanza consti­
tuye el fondo de los Proverbios, del Eclesiástico y de al­
gunos Salmos, verbigracia del Salmo 37 (37, 25, 20, 28).

No he visto justo desamparado,


ni su descendencia que mendigue pan...
mas los impíos perecerán...
la descendencia de los impíos será destruida ...

Vemos el peligro moral que se encierra en esta posi­


ción : es desesperante para los que sufren, y convierte la
prosperidad terrena en garantía de buena conciencia.
206 SOR JEANNE D' ARC OP

El fondo de la noche: Job


Un poeta genial, que era también una gran alma re­
ligiosa, surgió en Israel para responder a los sabios: el
Libro de Job eleva una protesta dolorosa contra la doc­
trina oficial.
Ved ese inocente, un hombre perfecto en todas las co­
sas (recordemos que la doctrina del pecado original no
se hallaba aún explicitada, como lo será más tarde por
San Pablo en Ro 5, 12-21). Le ocurren toda clase de des­
gracias: sus bienes son destruidos o robados; sus hijos
e hijas, asesinados ; él mismo padece una enfermedad
afrentosa y, además, tiene una mujer de carácter avina­
grado. ¡ Maestros de sabiduría!, ¿qué pensáis de este caso?
Vemos que entran en escena tres sabios: los "amigos de
Job". Y se limitarán a afirmar imperturbablemente, de
una manera cada vez más pesada, la doctrina de la re­
tribución temporal. Todas estas desgracias no pueden ser
más que el castigo, y por tanto la señal, de pecados ocul­
tos. Y Job, seguro de su inocencia personal, seguro tam­
bién de la santidad y justicia de Dios, lucha con el mis­
terio.
La noche es total. Dios se manifiesta al fin. Pero se
limita a afirmar pura y simplemente su perfecta libertad
y su dominio soberano: ante la angustia del desgraciado,
describe los esplendores de la creación, las estrellas y las
nubes, el cocodrilo y el hipopótamo ... ¿Acaso Job puede
enunciar la utilidad de todas estas cosas? - Y Job com­
prende que Dios no tiene que darnos cuentas a nosotros;
su justicia no es a la medida de nuestra justicia; su sa­
biduría lo puede todo: puede dar sentido incluso a una
cosa tan misteriosa como el sufrimiento del inocente.

Yo conozco que todo lo puedes •


... Yohablaba lo que no entendía;
cosas demasiado maravillosas para mí,
que yo no comprendía...
LA RETRIBUCIÓN 207

De oídas te había oído;


mas ahora mis ojos te ven.
Por eso retracto mis palabras,
y en polvo y en ceniza hago penitencia (Job 42, 2-6).

Antes de haber sufrido, Job no era más que un sabio,


consciente de su virtud. Esta experiencia le ha elevado
hasta la santidad, hasta la humildad. En la fe desnuda
(incluso en la fe totalmente oscura) es donde más nos
acercamos a la verdad de Dios.

Preparando el terreno: el Eclesiastés

Un poco más tarde, otro pensador, de temperamento


muy distinto, Qohélet ("el Eclesiastés"), preparará el ca­
mino-por rumbo distinto-a la revelación. El epílogo del
Libro de Job había traducido la bendición divina en tér­
minos accesibles a todo el mundo:

Tuvo catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas


de bueyes y mil asnas, y tuvo siete hijos y tres hijas...
(Job 42, 12 s).

Y Qohélet se pregunta: Verdaderamente, todos esos


camellos y ovejas, ¿bastan para dar la felicidad?

Edifiqué para mí casas, planté para mí viñas...


Compré siervos y siervas,
y tuve siervos nacidos en casa;
también tuve posesión grande de vacas y de ovejas,
más que todos los que fueron
antes de mí en Jerusalén.
Me amontoné también plata y oro...
y he aquí, todo era vanidad
y apacentarse de viento (Ec 2, 4, 7, 8, 11).

Nuestro corazón es mayor que todas esas cosas ... La


posición tradicional queda aquí profundamente sacudida,
208 SOR JEANNE D' ARC OP

porque se pone en tela de juicio el valor mismo de los


bienes que se nos prometen como recompensa.
Con este tono (que a veces nos desconcierta) el Ecle­
siastés hizo que el pensamiento religioso de Israel reco­
rriese un gran camino. Para que fuéramos capaces, un
día, de entender: "Bienaventurados los pobres", hacía
falta primero que hubiésemos comprendido que no era
verdad aquello de: "Bienaventurados los ricos."·

LA VIDA ETERNA

Presentimientos: los Salmos

Y resulta que, después de esta experiencia de despo­


jo, el corazón de Israel presiente el sentido divino de la
retribución: un santo que ama a su Dios descubre que,
en este amor, está todo gozo y toda recompensa, ¡aunque
los malos sean felices y prósperos, aunque el justo sea
maltratado y calumniado! ¡ Qué importa!

Fuera de ti nada deseo en la tierra.


Mi carne y mi corazón desfallecen;
mas la roca de mi corazón
y mi porción es Dios para siempre (Sal 73, 25, 26).

La certeza de la presencia de su Dios es suficiente


para satisfacer al alma fiel. Este texto, uno de los más
sublimes del Antiguo Testamento, revela una experien­
cia de la intimidad divina que es ya casi de San Juan.
"Fuerte es como la muerte el amor", dirá el Cantar
de los Cantares (8, 6). Poco importa que tal vez no se
haya dado todavía ninguna luz sobre el más allá: el amor,
por sí mismo, es inmortal. Y bástale al alma fiel. Pero
Dios, que conduce a Israel hacia estas cumbres de fe y
anhelo, le va abriendo poco a poco las perspectivas de
LA RETRIBUCIÓN 209

realización en el más allá: El se afirma a sí mismo como


el Dios vivo. El Creador de todos los seres puede volver
a llamarlos de la muerte, lo mismo que los llamó de la
nada. Dios resucitó a su pueblo, que en el destierro se
parecía a huesos secos (véase Ez 37). Y en el curso de la
historia ha estado dando pruebas incesantes de su poder
de vida. Es, ni más ni menos, lo que Cristo dijo a los
saduceos: "Dios no es Dios de muertos, sino de vivos"
(Mt 22, 32).

La resurrección: los Macabeos

La luz definitiva sólo llegará a Israel en lo más agudo


de la prueba. La terrible persecución de Antíoco Epifa­
nes hizo-con renegados, como siempre, ¡ desgraciada­
mente !-muchos mártires. El Libro segundo de los Ma­
cabeos nos cuenta la historia de siete hermanos que
murieron entre torturas, uno detrás de otro, para perma­
necer fieles a su Dios. No podían descender al sombrío
sheol, donde "se olvidarían hasta de Dios", esos jóvenes
que, con tal heroísmo, testificaban su inmenso amor. Y
he aquí que por primera vez se afirma claramente en
Israel la esperanza de la resurrección (2 M 7, 9, 11, 14, 36).
Ese tiempo de extrema angustia, lo reservó Dios para re­
velar por fin la retribución eterna. Un texto de Daniel la
formula con precisión:
Los que duermen en el polvo de la tierra serán desper­
tados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y
confusión perpetua (Dn 12, 2).

La inmortalidad: la Sabiduría

Un siglo más tarde, el Libro de la Sabiduría señala


un nuevo progreso: impregnado como está en atmósfera
griega, este libro se eleva sin esfuerzo hasta el concepto
de inmortalidad (Sab 2, 23) y afirma el gozo que el alma
210 SOR JEANNE D' ARC OP

santa experimenta después de la muerte. Tomando como


punto de partida esta certidumbre luminosa, todas las
apreciaciones cambian radicalmente de sentido: ¿el su­
frimiento del justo? ¡ Es una prueba, una purificación!
¿Su muerte prematura? ¡ Hace precisamente que alcance
antes la felicidad! ...
Este libro nos da una descripción, casi una definición
de la bienaventuranza, a la que el mismo Nuevo Testa­
mento no añadirá ya nada. Lo único que hará el Nuevo
Testamento es proporcionarnos una comprensión más
profunda:

Los que confían en El conocerán la verdad,


y los fieles a su amor permanecerán con El,
porque la gracia y la misericordia
son la parte de sus elegidos (Sab 3, 9).

Conocer la verdad y permanecer con El en su amor ...


El Antiguo Testamento ha dicho su última palabra. Y
esta última palabra puede ser recogida, sin variación al­
guna, en la perfección de la Ley nueva.
Antes de pasar al Nuevo Testamento, démonos cuen­
ta del cambio total de plano que se ha llevado a cabo.
Nuestro punto de partida había sido la investigación acer­
ca de la retribución, el "toma y dame" que Dios había
inculcado primeramente a su pueblo. Y a medida que se
fue revelando la verdadera naturaleza de la recompensa,
se fue revelando-al mismo tiempo-Dios, con toda la
infinitud de su generosidad y amor. No hay proporción
alguna entre nuestros exiguos esfuerzos y la vida con
Dios. Ahí vemos por qué Israel estuvo tanteando mucho
tiempo en medio de la noche. "Tu galardón será sobre­
manera grande", había prometido Dios a Abraham (Gn
15, 1). Pero este galardón o recompensa es Dios mismo.
Dios no podía revelar la retribución sino revelándose a
sí mismo.
LA RETRIBUCIÓN 211

LA SÍNTESIS CRISTIANA

Cuando Dios mismo vino entre nosotros, entonces nos


entregó la plenitud de la verdad. Todas las aspiraciones
dispersas que fueron surgiendo en Israel, convergen ha­
cia esta síntesis viva, y encuentran en ella su organiza­
ción y meta final: la necesidad de justicia, la exigencia
-a la vez-personal y comunitaria, la sed de vida, la
angustia por el sufrimiento y la muerte, el anhelo de una
unión indefectible con Dios: todos estos elementos que
habían ido madurando lentamente, se integrarán en la
suprema revelación acerca de la retribución.

Mérito personal y comunión de los santos

En primer lugar, la justicia: la doctrina recoge y so­


brepasa las dos posiciones opuestas: el individualismo y
el sentido colectivo. Como Ezequiel, y más firmemente
que Ezequiel, Jesús afirma la responsabilidad personal,
el valor meritorio de cada una de nuestras acciones: "un
vaso de agua no quedará sin recompensa" (Mr 9, 41 par.).
Pero, al mismo tiempo, Jesús hace justicia a las antiguas
exigencias de solidaridad, que son profundamente con­
formes con nuestra naturaleza y con el plan de Dios. To­
dos los elementos justos de tales exigencias están reco­
gidos en la doctrina del Reino y del Cuerpo místico:
existe una retribución individual equitativa, y sin em­
bargo la esperanza del cristiano está fundada no en sus
propios méritos o en sus obras, sino en su incorporación
-por medio de la fe (Ro 1, 17) y del bautismo (Ro 6, 4)­
a Cristo resucitado.

Victoria sobre la muerte

La resurrección de Cristo es el magnífico triunfo de


la vida sobre la muerte. Se ha disipado para siempre la
212 SOR JEANNE D' ARC OP

antigua oscuridad que nos mantenía cautivos. Ya no se


habla más del sheol. La Resurrección, al inaugurar el fin
de los tiempos, ha cumplido todas las promesas de revi­
viscencia que, desde hacía siglos, alentaban la esperanza
del pueblo. El Dios vivo se ha ceñido de poder. Cristo
resucitado de entre los muertos no muere ya (Ro 6, 9).
Ha vencido a la muerte (2 Ti J, 10). Hemos "resucitado
juntamente con El" (Col 2, 12). La muerte del cristiano
no es ya más que el "sí" supremo, el acto de amor su­
premo que resume toda su vida y la une definitivamente
con su Señor: "Entra en el gozo de tu Señor" (Mt 25, 21).

El sentido del sufrimiento

Con la muerte, el sufrimiento ha perdido su imperio.


Desde la Pasión, el sufrimiento ha adquirido su verdade­
ra fisonomía: el sufrimiento eran nuestros pecados, car­
gados sobre la espalda de Cristo (Is 53, 4-5). La muerte
y el sufrimiento conservan, desde luego, su carácter do­
loroso. Pero ahora son para nosotros no sólo una expia­
ción, sino también una manera de acercarnos a Cristo y
de entrar en el misterio de la Redención ayudando a
nuestros hermanos: "Completo en mi carne lo que falta
de las aflicciones de Cristo para su Cuerpo que es la Igle­
sia" (Col 1, 24).
Se ha llevado a cabo la gran inversión de valores. A
la luz de la Pasión y de la Resurrección, comprendemos
las bienaventuranzas. La primera palabra de Jesús había
liquidado definitivamente las viejas confusiones acerca
de la retribución temporal: "Bienaventurados los pobres.
Bienaventurados los que lloran. Bienaventurados sois
cuando por mi causa os vituperen y os persigan... porque
vuestro galardón es grande ... " (Mt 5, 3-12). Y Cristo su­
gería el valor infinito de esta recompensa: es la perla
preciosa por la que nunca se pagará un precio demasiado
LA RETRIBUCIÓN 213

alto, aunque haya que vender todos los bienes; es el te­


soro único... (Mt 13, 44-46).

La recompensa

El Nuevo Testamento, al decir explícitamente cuál es


esta recompensa prometida, da plenitud y asume todas
las aspiraciones de Israel hacia la unión indefectible. La
Sabiduría había definido la vida eterna (Sab 3, 9):

Conocer la verdad...

San Juan concreta: "Y ésta es la vida eterna: que te


conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a
quien has enviado" (Jn 17, 3).

... y permanecer con El, fiel a su amor (Sab 3, 9).

"Permaneced en mi amor" (Jn 15, 9), desde ahora:


Jesús insiste en esta interiorización y presencia actual:
"El que cree, tiene vida eterna" (Jn 6, 47). "Vendremos
a él, y haremos morada con él" (Jn 14, 23).
Se colmaron los presentimientos del salmista:

En cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien (Sal 73, 28).

Tal y como Israel esperaba, Dios cumple toda justicia


(Gn 18, 25) y da a cada uno según sus obras (Mt 16, 27;
véase Sal 62, 13). Se convierte en remunerador de los que
le buscan (He 11, 6), con su medida divina. Y lo que El
ha preparado para quienes le aman: eso jamás se le po­
día ocurrir al corazón del hombre (1 Co 2, 9).

SOR JEANNE D' ÁRC


V

LA VICTORIA DE DIOS
EL MESIAS DE DIOS

Hallamos a lo largo de toda la Biblia una esperanza y


expectación incontenibles que merecen atraer la atención
del historiador, y en las que el apologeta descubre una
inmensa señal de credibilidad. Se trata de una tensión
hacia una era definitiva. Y esta tensión coincide con el
movimiento mismo de la fe. No disminuye con los fra­
casos históricos, sino que se galvaniza y purifica con ellos.
Como la antorcha del progreso, de la que habla Lucrecio,
la esperanza pasa de una generación a otra. Se nutre de
"representaciones" entusiásticas que excitan la actividad
de los hombres. Estos hombres aguardan y preparan la
venida del Reino de Dios. Es verdad que se cree que ese
reino está ya presente. Pero se aspira a una plenitud su­
prema que no se realizará más que por una intervención
de "Arriba". La fe se adhiere a esta doble certidumbre
que define su dimensión bíblica: la salvación es actual
y es futura. Las realidades futuras no están definidas de
antemano. Y, sin embargo, Dios ha querido que alguna
218 A. GELIN

luz sobre el futuro orientase el oscuro caminar de la hu­


manidad: a los hombres se les dio una antorcha antes
que esclareciera el día (2 P 1, 19). Dios habló repetidas
veces por los profetas. Y de muy diversas maneras (He
1, 1). Y, aunque esa antorcha que Dios ponía entre las
manos de los hombres se parecía a veces a una tea cuya
luz está oscurecida por el humo, esto depende de las con­
diciones mismas de la pedagogía divina. Dios es paciente
(Ro 3, 26): la revelación que El hace de su Designio, la
va haciendo por aproximaciones. Diríamos que Dios guía
lentamente hacia un descubrimiento, hacia una búsqueda
a tientas (Hch 17, 27).
Este descubrimiento se sitúa en Israel. La gloria de
Israel es la de haber sido escogido como el pueblo-testigo,
el pueblo-mediador y el pueblo-misionero. En Israel se
llevó a cabo la filtración, la rectificación y la espirituali­
zación de toda la vida religiosa que la humanidad anti­
gua había vivido desde sus lejanos orígenes: mitos des­
mesurados, magia y adivinación, tabúes y aspiraciones
éticas, y también esperanzas (porque el hombre es una
máquina de esperar) serán-en este terreno privilegiado­
repensados, corregidos y orientados. de
Por algo el Señor eligió "este pueblo que habita apar­
te" (Nm 23, 9), y al que ha amado con amor (Am 3, 2).
La humanidad ha esperado. Y los mitos de la edad de
oro son la transcripción literaria de tales ensueños. Cuan­
do en la lejana Sumer se describe un país perfecto en el
que abundan los metales preciosos, en el que todos los
animales están al servicio del hombre, en el que no exis­
ten ni la enfermedad, ni la vejez, ni la muerte ; cuando,
en los textos fenicios, se dice que la felicidad es manjar
divino ("leche y miel"): estamos reconociendo sin difi­
cultad temas que serán recogidos por la Biblia (metales
preciosos: Gn 2, 10-14; Ez 28, 12-13; animales: Is 11,
6-8; Sal 8; leche y miel: Is 7, 15; longevidad: Is 65, 20)
como préstamos que son de ensueños inveterados. Pero
EL MESÍAS DE DIOS 219

estos recuerdos volverán a ser pensados dentro de una


síntesis nueva.
Porque Israel constituye en la historia de la humani­
dad un hecho original.
La Alianza hizo vivir a Israel con una determinada
concepción de la historia, cuyo carácter de novedad fue
muy bien puesto de relieve por M. Eliade. El Dios que
se reveló a los patriarcas y a Moisés es un Dios histórico,
es decir, un Dios que da valor y asume a la historia. La
densidad de dicha historia es el vínculo de sus interven­
ciones y hazañas. Dios se mezcla en ella por medio de sus
bendiciones o de sus "cóleras". Y la hace avanzar por
medio de sus "Días". La historia se convierte en una re­
lación con Dios. Tiene una dirección, un sentido, una
meta. No es concebida ya a través del mito del eterno
retorno. La imagen del ciclo cerrado en sí mismo, que
obsesionó a las mentalidades antiguas, se sustituye aquí
por la imagen de la flecha y del impulso. La historia está
abierta hacia el futuro. Y el optimismo de Israel procede
de que este pueblo es el asociado y colaborador íntimo de
Aquel que lleva a cabo un Designio. Los profetas, al apli­
car a Yahvé y a su pueblo la imagen del matrimonio, ex­
presarán la colaboración en una obra común: el estable­
cimiento del Reino de Dios. La promesa hecha a los pa­
triarcas, la liberación de Egipto, la conquista de Canaán,
el establecimiento de la Monarquía, la restauración des­
pués del Destierro, serán las etapas y los jalones de esta
obra que está orientada hacia una meta.
Obra sobre la cual Israel se pone a reflexionar, al es­
cuchar el llamamiento de los profetas. Descubre en ella
su vocación singular, una invitación a meditar su futuro
en continuidad con su pasado y su presente. Israel con­
cibe ese futuro como una repetición consumada de lo
mejor que ha vivido. Transporta a la era definitiva (por
él esperada) los elementos de su gloria y felicidad actua­
les: sus estructuras monárquica, profética o sacerdotal
220 A. GELIN

se van convirtiendo sucesivamente-dentro de su sueño­


en los rasgos de un estatuto cuya novedad está deletrean­
do. Porque el adjetivo "nuevo" se convierte en algo así
como el indicador de todo lo que lleva el sello mesiánico:
nueva edad de oro, nueva Alianza, nueva partición del
país, nuevo David, nuevo Jerusalén, nuevo Templo, nue­
vo hombre, nuevos cielos y nueva tierra. "He aquí, yo
hago nuevas todas las cosas" ( = el universo nuevo Ap
21, 5).

El Mesias-Rey

Hemos escrito por vez primera la palabra "mesiáni­


co". Nos gustaría presentarla dentro de su contexto ge­
neral para captar mejor todo el peso de su vibración. Este
vocablo abstracto se difundió notablemente y experimen­
tó una especie de elevación que amplió su sentido origi­
nal. Primeramente, el mesías designaba al rey concreto,
haciendo referencia a la ceremonia de su consagración :
el mesías era "el-ungido-con-óleo" (2 S S, 3). Ahora bien,
se situó-en el corazón de la era definitiva-a un rey
extraordinario, descendiente de aquellos a quienes Dios
había confiado históricamente el reino de Israel. Fue la
primera orientación de una expectación que revistió mu­
chas formas. Vamos a recorrer, a grandes rasgos, su des­
arrollo.
Considerémosla cuando está en cierto grado de per­
fección. Nos hallamos en el siglo vm : época dominada
por la figura del primer Isaías. Hace tres siglos que fun­
ciona en Israel la institución monárquica, a la que David
(siglo x), desde el primer momento, había dado tanto es­
plendor. A Jerusalén, su nueva capital, cerca del Arca
(santuario movible de Yahvé), acudió solemnemente el
profeta Natán para confirmar los éxitos de David y pro-
EL MESÍAS DE DIOS 221

clamar la importancia religiosa de la institución monár­


quica:
Cuando tus días sean cumplidos y duermas con tus pa­
dres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual
procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino... Yo le seré
a él padre, y él me será a mí hijo. Y si él hiciere mal, yo
le castigaré con vara de hombres, y con azotes de hijos
de hombres; pero mi misericordia no se apartará de él...
Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante
de mi rostro, y tu rostro será estable eternamente (2 S 7,
12-16).

En esta proclamación solemne no se trata de nada me­


nos que de dar carácter real a la Alianza. El rey davídico
asumirá la responsabilidad y los deberes de esta Alianza:
en relación con Dios será un hijo, como lo era Israel con­
siderado en su unidad (Ex 4, 23). De hecho, el rey con­
centrará en su persona todo aquel pueblo, cuya unidad
queda asegurada por él. Y, con su comportamiento moral
y religioso, el monarca asegura también los éxitos terre­
nos de su pueblo. Porque acá abajo, en la tierra, es don­
de debe llegar-dentro de la óptica vétero-testamentaria­
el Reinado de Dios. Y las bendiciones temporales son siem­
pre el acompañamiento y señal de los valores espiritua­
les. Una gracia desciende sobre la monarquía. Esta ex­
perimenta una elevación. Tiene que desempeñar un papel
central en el buen funcionamiento de la Alianza. Y se
convierte en uno de los factores fundamentales dentro de
la perspectiva de la salvación.
Y, por eso, algunos salmos antiguos, que son recitados
litúrgicamente en favor o en honor de un rey davídico,
se refieren implícitamente a esta "carta". Algunas veces
hacen alusiones expresas a ella. Cada rey sabe que lleva
en sí mismo el futuro del pueblo de Dios:
Yo publicaré el decreto:
Yahvé me ha dicho: Mi hijo eres tú;
Yo te engendré hoy.
222 A. GELIN

Pídeme, y te daré por herencia las naciones,


y como posesión tuya
los confines de la tierra (Sal 2, 7-8).

Es un verdadero mesianismo dinástico. Cada rey da­


vídico sabe que el día de su entronización es el de su
adopción divina. Y, con ocasión de un nuevo reinado, los
salmistas dicen todo lo que esperan de la monarquía, todo
lo que ella producirá un día, más tarde o más temprano.
Porque enuncian un ideal cuyo contenido no será capaz
de agotar ningún rey empírico. Por este motivo, aquellos
viejos salmos reales están abiertos hacia el futuro. Tales
salmos, compuestos para una ceremonia de investidura
(Sal 110; 101; 2, 12), de aniversario (Sal 21) o de matri­
monio (Sal 45), con su carácter-a la vez-de oráculo, de
cumplimiento y de impetración, nos recuerdan el pro­
grama confiado a la monarquía y la gloria que le está pro­
metida: justicia (Sal 45, 8; 72, 7), progreso religioso en
el mundo (Sal 18, 50; 72, 17), paz y fecundidad (Sal 72,
7), liberación del enemigo (Sal 22, 9-18) y dominación vic­
toriosa (Sal 2, 8-12).
Pero, ¡ay!, a medida que se la iba viviendo, la histo­
ria ponía de relieve la incapacidad de los reyes para rea­
lizar lo que de ellos se esperaba. Los profetas fueron los
audaces censores de una realeza infiel a su elevada mi­
sión, y también los mantenedores de una esperanza que
se exasperaba con cada crisis y que, por contraste, se
apoyaba en los mentís brindados por la experiencia. Isaías,
a quien hemos escogido como testimonio, vivió una crisis
de estas. En la marcha de Asiria hacia el Oeste, la monar­
quía de Jerusalén ¿no será eliminada como insignifican­
te paja? El rey Acaz es impopular (Is 8, 6), Damasco y
Samaria se coaligaron para sustituirlo por Tabeel (Is 7,
6), el rey molesta a Dios con su incredulidad (Is 7, 12),
EL MESÍAS DE DIOS 223

se mezcla en alianzas humanas, sacrificó a su hijo mayor


en honor de Moloc (2 R 16, 3). El profeta lanza un orácu­
lo solemne: la dinastía tendrá continuidad. Y se afirma
el nacimiento del heredero:

He aquí: la doncella está encinta,


y dará a luz un hi;o,
y llamará su nombre Emanuel (Is 7, 4).

En una especie de liturgia, Isaías lo presenta a las


provincias del Norte como el sucesor de David, pero en­
riquecido con notas nuevas y claramente trascendentes.
Es un hecho: el rey ideal se convierte en objeto concre­
to de esperanza y en una magnitud del futuro:

Porque un niño nos es nacido,


hi;o nos es dado,
y el principado sobre su hombro;
y se llamará su nombre:
Admirable, Conse;ero, Dios fuerte,
Padre eterno, Príncipe de paz.
Lo dilatado de su imperio
y la paz no tendrán límite,
sobre el trono de David y sobre su reino,
disponiéndolo y confirmándolo
en ;uicio y en ;usticia (Is 9, 5-6).

Isaías no abandonará ya su visión. Un poco más tar­


de, indudablemente en el momento crítico en que Jeru­
salén, asediada por Senaquerib (701), iba-humanamen­
te hablando-a zozobrar, el recuerdo de David es la pa­
lanca que levanta la fe del profeta (Is 38, 3-5). Anuncia
la venida del Mesías, rey davídico (Is 11, 1-4), al que en­
vuelve en una visión de paraíso recobrado: la edad de
oro volverá con la paz entre los animales, con el vegeta­
rismo ideal de éstos, con el dominio fácil del hombre so­
bre las bestias salvajes. Y encontramos quizá una alusión
a la serpiente, símbolo de las fuerzas del mal:
224 A. GELIN

Morará el lobo con el cordero,


y el leopardo con el cabrito se acostará;
el becerro y el león andarán juntos,
y un niño los pastoreará.
La vaca y la osa pacerán,
sus crías se echarán juntas;
y el león como el buey comerá paja.
Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid,
y el recién destetado extenderá su mano
sobre la caverna de la víbora (Is 11, 6-8).

Y, para coronar este cuadro con una nota explícita­


mente religiosa, que es la meta expresa del fragmento:

La tierra será llena del conocimiento de Yahvé,


como las aguas cubren el mar (Is 11, 9).

Nos daremos cuenta de que, en las visiones mes1am­


cas, las observaciones religiosas no ocupan siempre el pri­
mer plano de la atención. Es que tales observaciones son
las más difíciles de transmitir en los cuadros en que se
insiste principalmente en imágenes sugestivas. Y, sin
embargo, para un israelita, la evocación del "conoci­
miento de Dios" resumía toda la experiencia de intimidad
que había en la religión. Un día, San Pablo resumirá el
cristianismo con la misma fórmula (Fil 3, 8). Por eso,
nuestro versículo es uno de los más profundamente espi­
rituales del Antiguo Testamento, juntamente con Jer 31,
31-34, o Dn 9, 24. Conviene hacer una lectura bíblica para
extraer estos filones de oro.
El mesianismo real no tendrá siempre una polariza­
ción tan escatológica como la que acabamos de entrever.
Parecerá a veces que se piensa que, un día, todos los mo­
narcas de la dinastía serían reyes según el corazón de
Dios (Jer 23, 1-6). Y a veces se creerá que se ha encon­
trado ya al monarca que cristaliza la expectación de la
fe: así ocurre, por ejemplo, en el año 520, con el rey da-
EL MESÍAS DE DIOS 225

vídico Zorobabel (Ag 1, 14; Zac 4, 7-10). Pero podemos


asegurar, de manera general, que la expectación-desde
aquel momento-se orienta hacia el Mesías del final. La
ruptura clara de la sucesión dinástica, llevada a cabo des­
pués de Zorobabel, favorecerá esta costumbre de ver en
el Día de Yahvé y en la venida del Mesías el escenario
último de la historia de la salvación. Después del Des­
tierro, durante los siglos oscuros del Judaísmo, se fue
arraigando esta costumbre. Vuelven a leerse los antiguos
salmos reales, pero ahora a una luz nueva: con ellos se
aguarda al Mesías. El prestigio de David en la historia
del cronista procede de la significación mesiánica que se
da a esta figura. Hacia aquella misma época, un profeta
anónimo cantó la entrada del Mesías en su capital. Des­
cribió esta escena con rasgos arcaizantes, pintando al
Mesías con la montura de los jeques del desierto. Y dán­
dole también rasgos nuevos, principalmente aquella hu­
mildad que define la religión profunda de los "pobres-de­
Yahve":

Alégrate mucho, hija de Sión;


da voces de júbilo, hija de Jerusalén;
he aquí tu rey vendrá a ti,
justo y salvador,
humilde, y cabalgando sobre un asno,
sobre un pollino, hijo de asna.
Y de Efraín destruiré los carros,
y los caballos de Jerusalén,
y los arcos de guerra serán quebrados;
y hablará paz a las naciones,
y su señorío será de mar a mar,
y desde el Río hasta los fines de la tierra (Za 9, 9-10).

Un día, vendrá Jesús visiblemente a realizar esta pro­


fecía que traducía tan admirablemente una de las notas
de su personalidad (Mt 11, 29). Pero el Judaísmo tardío
no insistirá sobre esta nota de mansedumbre. Por de
226 A, GELIN

pronto, un profeta anónimo valoriza la familia de David,


asociandola al combate escatológico (Zac 12, 8, 10, 12; 13,
1). Este combate es narrado con colorido mítico: el orden
final, lo mismo que el orden primordial (Sal 74, 13-17),
es la consecuencia de una batalla en la que se enfrenta­
rán los ejércitos del paganismo universal y Yahvé que ha
venido en favor de su pueblo. Y el encuentro tendrá lu­
gar en los valles que rodean Jerusalén. "Haremos bien
en considerar todo este esquema de imágenes-observa
Dodd-como un lenguaje adecuado para describir lo que
está más allá del límite de una experiencia normal, lo
que no puede ser comunicado a través de un lenguaje
sencillo." Pero no por eso deja de ser verdad que, en
este contexto, se ha pensado en el Mesías. El "Hijo de
David", descrito por los salmos del seudo-Salomón (si­
glo I a. C.) era también un guerrero. Este conjunto de
imágenes de combate y victoria serán aplicadas a Cristo
por el Cristianismo primitivo. Y tendrán en el Apocalip­
sis (19, 11-21) un relieve cautivador.

El Mesías profeta: Salvador y «pobre»

Ahora volveremos atrás, al momento crucial del Des­


tierro (587-538) en el que Israel aprendió tantas cosas. En
medio de la prueba, se convirtió en un pueblo cualitativo.
Le faltaban la mediación de la monarquía y la señal del
Templo. No tenía consigo más que sus Escrituras, los
sacerdotes que se las comentaban en las reuniones sina­
gogales, y principalmente los profetas, a quienes los
acontecimientos habían dado la razón. Los profetas: su
ejemplar más consumado (poco antes de la caída de Je­
rusalén) fue Jeremías. Y su recuerdo pervivió junto a los
canales de Babilonia. Ezequiel y el misterioso Segundo
Isaías (Is 40-55) eran hijos de su alma. Ellos supieron
encuadrar el nuevo Israel y le ayudaron a irse formando.
EL MESÍAS DE DIOS 227

Israel adquirió conciencia de la continuidad de su his­


toria desde Abraham hasta Moisés y desde David hasta
Jeremías. Esta historia es una herencia que hay que ex­
plotar. Los privilegios de los grandes personajes del pa­
sado están democratizándose: el individuo se siente a si
mismo descendencia de Abraham (Is 41, 8) y adminis­
trador de las gracias de David (Is 55, 3); testigos, lo mis­
mo que ellos, cerca de las naciones (Is 55, 4), a las que se
ha aprendido a conocer en un contacto que ha sido suce­
sivamente duro (Sal 137) y acogedor (Is 44, 5). Las per­
sonas se van abriendo más a este papel de testigos, con­
vencidos de que antaño se lo había envilecido (Ez 36, 23).
El individuo se abre incluso a una dimensión nueva: Is­
rael será para la humanidad el pueblo misionero. El men­
saje propio del Segundo Isaías da impulso precisamente
al proselitismo (Is 45, 22-24; 54, 5).
A los profetas, al mismo tiempo que se los escuchaba,
se los descubría. Eran la revelación viviente de una me­
diación de nuevo estilo. En medio del derrumbamiento
de las estructuras recientes, se les veía ocupar el puesto
de los antiguos mediadores: reyes o sacerdotes. Habían
asegurado el relevo, al convertirse (como antaño Moisés)
en los responsables -por vocación- de sus hermanos.
Encargados como estaban de sus hermanos, llevaban en
sí mismos la preocupación por los pecados de ellos e in­
tercedían en su favor (Jer 15, 1). A los profetas Dios les
pide cuenta de la sangre de cada individuo (Ez 33, 8). Y,
además, cargan simbólicamente con los pecados de su
pueblo (Ez 4, 4-8). Esta solidaridad espiritual va acom­
pañada de soledad. Los profetas tienen que soportar el
destino de incomprendidos, e incluso de perseguidos. En
el límite extremo tenemos la teología del martirio (Jer
26), que sólo encontrará sus fórmulas decisivas en la épo­
ca macabea (Dn). Pero por de pronto se sabe ya que la
"palabra" no se apodera a fondo del individuo, sino en
el caso de que éste se sacrifique a ella. Los profetas, con
228 A. GELIN

esta gallarda actitud, son algo así como la nueva "estruc­


tura" del pueblo de Dios.
En este terreno nace una nueva forma de expectación
mesiánica.
Israel sabe que está encargado de la verdadera reli­
gión para el mundo entero. Y quizás esta misión se ex­
presa en una especie de oráculo de investidura en el que
Yahvé habla:

He aquí mi siervo, yo le sostendré;


mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento;
he puesto sobre él mi Espíritu;
él traerá justicia a las naciones.
No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oir en las calles.
No quebrará la caña cascada,
ni apagará el pabilo que humeare:
por medio de la verdad traerá justicia.
No se cansará ni desmayará,
hasta que establezca en la tierra justicia;
y las costas esperarán su ley (Is 42, 1-4).

La nota profética no está ausente de este texto mag­


nífico: Israel, ¿sería en adelante una comunidad que hu­
biera asimilado la manera de ser de los profetas y doc­
tores? ¿Habría heredado algo de aquel espíritu atribuído
al Mesías por Is 11, 2? Vernos que, poco a poco, la figura
se va individualizando. Los reyes de la tierra se congre­
gan para hacer una lamentación por un personaje futuro
que sobrepasa en dignidad y eficiencia a toda figura his­
tórica. Este personaje convierte su propio sufrimiento
en el medio de expiación aguardado por una humanidad
disipada y culpable. Es una figura de mártir y Salvador:

Yahvé quiso quebrantarlo,


sujetándole a padecimiento.
Cuando haya puesto su vida
en expiación por el pecado,
EL MESÍAS DE DIOS 229

verá linaje, vivirá por largos dias,


y la voluntad de Yahvé
será en su mano prosperada (Is 53, 10).

Aunque no se pronuncie expresamente la palabra, es


también una figura del Mesías. En efecto, el poema ter­
mina en un contexto de victoria y de reparto de botín (Is
53, 12). La restauración es ya quizá una resurrección.
Esta figura estaba marcada por el sello del sufrimien­
to y de la humillación. El vocabulario de "pobreza"
(anah) aparecía de vez en cuando (Is 53, 4, 7). Pronto no
habría ya ninguna dificultad en ver, en el centro de la
era definitiva, una figura de Pobre (anaw). Y esta figu­
ra es la que el Sal 22 nos ofrece. Un día, Jesús lo recita­
rá en la Cruz y expresará su propio sufrimiento a través
de esos viejos acentos. Y también su confianza en el Pa­
dre y la certidumbre de que el Reino de Dios llega por
esta acción suya. Porque así precisamente termina el
salmo:

Se acordarán, y se volverán a Yahvé


todos los confines de la tierra,
y todas las familias de las naciones
adorarán delante de Ti
porque de Yahvé es el reino,
y El regirá las naciones (Sal 22, 28-29).

La venida de Dios

Porque lo que se tiene siempre en perspectiva es el


Reino de Dios. Y aunque el Mesías fue considerado con
un papel de agente y no simplemente como beneficiario,
no debe ello hacernos olvidar la trascendencia de ese
Reino. De Dios es de quien viene siempre la salvación.
E, indudablemente, para que captemos mejor esta ver­
dad, la historia de la esperanza mesiánica presentó un
matiz que vamos a fijar ahora.
230 A. GELIN

Se ha hablado de un mesianismo sin Mesías.


Es el mesianismo que se expresa principalmente en
los salmos del Reinado de Yahvé (93, 96-99). Es verdad
que el reinado escatológico de Dios fue esperado desde
antes del Destierro. Y un texto como Is 2, 2-4, sin em­
plear literalmente el título de rey, se lo concede a Sión
como árbitro de las naciones. Pero en el destierro fue
donde el pensamiento adquirió toda su amplitud, indu­
dablemente a medida que se iba experimentando mejor
que los reyes del pasado habían trabajado poco eficaz­
mente en el sentido de su vocación profunda. ¿ Tendría
Dios necesidad de instrumentos humanos para reeditar
una epifanía como la del Sinaí? "¡Dios reina!": tal es el
mensaje jubiloso del Segundo Isaías para Sión (Is 52,
7-8). El futuro se abre a los éxitos divinos: un nuevo
éxodo (Is 41, 17-20), una nueva alianza (Is 55, 3), un
cántico nuevo (Is 42, 10) semejante al de Myriam (Ex
15) están íntimamente ligados con este mensaje.
Ahora bien, con un cántico nuevo la liturgia oficial
(en alguna Pascua posterior al destierro) canta de ante­
mano la epifanía de Dios (Sal 98, 1). Israel está invitado
al gozo. Pero también lo están las naciones, e incluso el
cosmos entero. Gozo ruidoso, como para la entronización
de un rey terreno (vers. 6; 2 R 11, 12). De antemano se
fija el Día de Yahvé. Se trata de las "maravillas" que
Yahvé realiza en beneficio de Israel y en presencia del
universo. ¡ La salvación sigue viniendo por medio de los
judíos! Tal vez las alusiones de los vv. 1-3 se refieren al
combate escatológico. Este combate va seguido de la pro­
clamación de Yahvé-Rey (vv. 4-6). Y aquí los bajorrelie­
ves abundan: Zac 14 podría bastar como ejemplo. Pero
el rasgo más extraordinario es el anuncio de la venida
de Dios:
Brame el mar y su plenitud,
el mundo y los que en él habitan;
los ríos batan las manos,
EL MESÍAS DE DIOS 231

los montes todos hagan regocijo


delante de Yahvé, porque vino
a juzgar la tierra.
Juzgará al mundo con justicia,
y a los pueblos con rectitud (Sal 98, 7-9).

La última página del Antiguo Testamento hablará de


esta venida de Dios al Templo de Jerusalén. La Iglesia
nos la invita a leer en el día de la Presentación de Jesús
en el Templo (2 de febrero): Mal 3, 2-3 tiene terribles
acentos:
¿Y quién podrá soportar
el Día de su venida?
¿O quién podrá estar en pie
cuando El se manifieste?

Ahora bien, Jesús dio cumplimiento a esta escatología


en medio de un clima inesperado, sugerido por el evange­
lio de la fiesta. Se trata del clima cristiano, descrito así
por un epigrama de la "Antología palatina":

Truenos y relámpagos: la tierra tiembla.


Pero cuando tú descendiste al seno de una virgen,
Tu paso no hizo ruido alguno.

Y en el Nunc dimittis (Le 2, 29-32), que comenta esta


venida del Señor a Jerusalén, escuchamos todavía el eco
de los acentos triunfales del Segundo Isaías y de los sal­
mos del Reino. Pero la venida que se canta es la del
"manso y humilde de corazón".

El Hijo del hombre

Un tema mesiánico muy afín al anterior es el del


"Hijo del hombre" (Dn 7, 9-14). Nos hallamos aquí en
terreno apocalíptico. El escrito en cuestión data del siglo
232 A, GELIN

11 antes de Cristo. Un escenario celestial nos pone en pre­


sencia de Dios, el cual procede a una investidura solem­
ne. El personaje que la recibe es descrito "como un hijo
de hombre" que viene sobre las nubes: conforme a una
representación común entre los pueblos semíticos, y que
ha pasado también a la Biblia (Is 19, 1; Sal 68, 5), los
seres celestiales son transportados de esta manera. Se tra­
ta aqui de una especie de correspondiente celestial, de
una especie de doble ideal del Israel cualitativo, desig­
nado como "el pueblo de los santos del Altísimo" (Dn 7,
18, 22, 25, 27). Se trata, pues, de una promoción del "Res­
to", hecha desde "Arriba", y que se manifiesta por tanto
de una calidad inédita. El pueblo santo recibirá el Reino
como un valor sobrenatural :

Miraba yo en la visión de la noche,


y he aquí con las nubes del cielo venía
uno como un hijo de hombre,
que vino hasta el Anciano de días,
y le hicieron acercarse delante de él.
Y le fue dado dominio,
gloria y reino,
para que todos los pueblos,
naciones y lenguas le sirvieran;
su dominio es dominio eterno,
que nunca pasará,
y su reino uno que no será destruido (Dn 7. 13-14).

Este texto importantísimo, cuyo primer sentido (exi­


gido por la correspondencia de los vv. 14 y 27) hemos in­
tentado ya expresar, ¿se orienta ya hacia un caudillo ce­
lestial, en vinculación con el pueblo de Israel y recapi­
tulándolo, hacia un caudillo celestial -digo- que tu­
viera, sin el nombre, la cualidad de Mesías? Así como los
reinos paganos, cuya suerte está expresada en el mismo
capítulo, se resumen (según una variante atestiguada por
el texto hebreo) en otros tantos monarcas (vers. 17), así
EL MESÍAS DE DIOS 233

también ¿no sería lógico ver al pueblo de los santos con­


centrado en un caudillo? Tal será, en todo caso, la lec­
tura de la tradición apocalíptica, atestiguada por el libro
de las Parábolas de Henoc (Hen 37-71): el Hijo del hom­
bre aparece en estas parábolas como un personaje pre­
existente antes de la creación, designado como Mesías y
llamado "luz de las naciones", como el Siervo de Yahvé
del Segundo Isaías (Is 42, 6). Y podemos preguntarnos si
la versión griega del Sal 11O estaría ya inspirada por Dn
7, y constituiría casi el primer comentario mesiánico del
célebre pasaje. El Mesías, en un escenario celestial, en
medio de los "santos", es decir, de los ángeles, escucha el
siguiente oráculo divino:

Del seno, antes de la aurora,


te he engendrado (Sal 110, 3).

Jesús utilizó muy frecuentemente el título mesiánico


de "Hijo del hombre". Y lo empleó sobre todo en el mo­
mento más solemne de su ministerio, en presencia de
Caifás y del Sanhedrín (Me 14, 61-62). Jesús quiso iden­
tificarse con una figura trascendente, de origen celestial,
encargada de una misión de juicio y salvación. De este
modo, se vinculó expresamente con una corriente apo­
calíptica desconocida casi por completo por la Biblia ju­
día, pero que le parecía expresar mejor algo de su propio
misterio.

¿El Mesías-Sacerdote?

El sacerdocio de Israel, tan importante después del


Destierro (ya que, prácticamente, el sumo sacerdote fue
el heredero de los antiguos reyes y el administrador su­
premo de la comunidad judía, tanto en lo civil como en
lo cultual), ¿no fue el origen de una corriente mesiánica
234 A, GELIN

específica? Si es verdad que el proceso de mesianización


desempeñó un papel en favor de las estructuras real y
profética, ¿no será extraño que no lo hubiera desempe­
ñado en favor del sacerdocio?
La promoción escatológica (no forzosamente mesiá­
nica) del sacerdocio está estudiada en Jer 33, 14-26, que
asocia sin exclusivismo las descendencias davídica y le­
vítica. En el texto de Za 6, 9-14, releído por un ambien­
te favorable al sacerdocio, se ha reemplazado al Mesías­
Rey original por un Mesías-Sacerdote. Hacia la misma
época probablemente, Ben Sira exaltó el sacerdocio con
detrimento de la monarquía. Pero es difícil enunciar el
alcance de un elogio como el siguiente:

También hizo Dios alianza con David,


hijo de Jesé, de la tribu de Judá.
La sucesión real pasa sólo a uno de sus hijos;
mientras que la herencia de Aarón
pasa a toda su posteridad (Si 45, 25).

No cabe duda de que los Testamentos de los XII Pa­


triarcas conocen dos corrientes de pensamiento: una de
ellas, sobre la promoción escatológica de Leví, junto al
Mesías de Judá; la otra, sobre su promoción mesiánica:

Acercaos humildemente a Leví


para recibir una bendición de su boca.
Porque bendecirá a Israel y a Judá,
porque el Señor le ha elegido para reinar
sobre todas las naciones.
E inclinaos ante su descendencia,
porque en favor vuestro
emprenderá él guerras visibles e invisibles
y será entre vosotros un rey eterno (6, 11-12).

Estos diversos textos, en medio de sus oscuridades,


nos llevan hacia la doctrina de los "dos Mesías", que en­
contramos formalmente en Qumran. Aquí vemos que se
EL MESÍAS DE DIOS 235

aguarda al Mesías de Aarón y al Mesías de Israel. Cuan­


do se haya terminado de publicar los famosos textos en­
contrados en las cercanías del Mar Muerto, será más fá­
cil-sin duda alguna-prolongar la historia de la expec­
tación mesiánica en sus últimas expresiones. o
En todo caso, la reivindicación sacerdotal de Cristo,
que se expresa en el cuarto Evangelio a través de algu­
nos términos del vocabulario (Jn 17, 19) y en el derecho
de ordenar el nuevo culto (Jn 4, 21-24), y quizás también
en los Sinópticos a través de la fijación del calendario de
la Pascua, si seguimos la hipótesis de la señorita Jaubert,
la reivindicación sacerdotal de Cristo-repito-no aparece
vinculada con ninguna expectación especial.

Jesús, el Mesias-Dios

La expectación mesiánica que acabamos de esbozar,


aparece-en la época de Cristo-extrañamente compleja
y enmarañada. Jesús, que era lector y juez de la tradi­
ción de su pueblo, y que no estaba ligado exclusivamente
por ninguna profecía, se presentó a sí mismo como el
término vivo de tal expectación. Y lo hizo en un momento
en que la Resurrección ponía a las almas ante el aconte­
cimiento total de la vida de Jesús (Le 24, 25-27). Optó
por el mesianismo sufriente del Siervo, y concibió su
propia carrera dentro de los cuadros de Is 53 y del Sal
22. Reivindicó para sí la función del "Hijo del hombre"
Y casi usó este título con el valor de nombre propio. No
se basó en el mesianismo real; por lo demás, sin re­
chazar tales títulos, los traspuso en nuevos conceptos.
Jesús hizo que se adivinara su secreto esencial. Y lo hizo,
no tanto con sus palabras como con su comportamiento,
en el que San Jerónimo veía el fulgor ipse et maiestas
divinitatis occultae. Porque esta pedagogía de expecta­
ción que hemos leído en el Antiguo Testamento, no ha-
236 A, GELIN

bía dicho claramente que el Mesías sería Dios: el aconte­


cimiento mesiánico colmó la esperanza sobrepasándola.
El cristianismo primitivo explotará estas riquezas : ad­
quirirá conciencia más clara de la posición excepcional
de Cristo, lo vinculará con el sacerdocio de Melquisedec
para situarlo en un plano universalista (He); lo vincula­
rá con Adán y lo presentará como nuevo y supremo Adán
(1 Co 15, 45-49; Ro 5, 15-20). Y, al proyectar el optimis­
mo de la fe sobre la historia futura y sobre los últimos
tiempos, cantará la Parusía del Señor con los viejos sal­
mos reales, anunciadores de las últimas victorias.

A. GELIN
ÉXODO, MARCHA HACIA DIOS

En los días en que los hebreos tenían que sufrir en


Egipto un pesado cautiverio, la palabra de Dios fue diri­
gida a Moisés en estos términos:

Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egip­


to, y he oído su clamor a causa de sus exactores... Y he
descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sa­
carlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a
tierra que fluye leche y miel... Ven por tanto, ahora, y te
enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo,
los hijos de Israel (Ex 3, 7-10; véase 6, 2-13).

Vemos, pues, que, a su pueblo esclavizado, Dios le


promete la libertad. Pero Moisés quiere saber más: la
promesa divina, ¿podrá mantenerse frente a la hostili­
dad de Faraón, señor de Egipto? ¿Quién es Dios y cuál
es su poder? Así que Moisés dice a Dios: "He aquí que
llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vues­
tros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me pre-
238 M, E. BOISMARD

guntaren: ¿Cuál es su nombre? ¿Qué les responderé?


Para un semita, el nombre es la expresión perfecta de la
persona. Conocer el nombre de Dios es conocer su perso­
na. Dios revela entonces a Moisés:
Yo soy el que soy ... Así dirás a los hijos de Israel: «Yo
soy» me envió a vosotros ... Así dirás a los hijos de Israel:
Yahvé, el Dios de vuestros padres..., me ha enviado a vos­
otros. Este es mi nombre para siempre; éste es mi memo­
rial por todos los siglos (3, 13-15).

Se ha pretendido interpretar la respuesta de Dios a


Moisés como una evasiva: "Yo soy el que soy. ¡Y esto
no te importa! " Pero el texto, tal como lo tenemos ante
la vista, dice algo muy distinto. Dios se llama a sí mismo
"Yo soy". Los israelitas le llamarán: "Yahvé-El es"
Dios es el Ser por excelencia, mientras que los dioses de
los paganos, y particularmente los dioses de los egipcios,
no son nada. Entonces, ¿cómo no iba a poder ejecutar
Yahvé su designio misericordioso con respecto a su pue­
blo? ¿ Quién sería capaz de impedírselo? Las distintas
plagas que Dios enviará a los egipcios rebeldes no harán
más que manifestar la omnipotencia de aquel Nombre
que Dios acaba de revelar: "Y sabrán entonces que yo
soy Yahvé" (véase: 7, 5, 17; 8, 6, 18; 10, 2; 11, 7; 14,
18; 15, 3).
Así que el Exodo aparece en primer lugar como una
lucha entablada entre Yahvé y Faraón. Y lo que está en
juego es nada menos que la libertad del pueblo santo, y
su entrada en la tierra prometida. Es una lucha de cuyo
resultado no se puede dudar ni un instante, porque Dios
se llama: "Yahvé-El es."

El Exodo o salida de Babilonia

Siete siglos más tarde, los hebreos volvieron a caer


bajo el yugo de una potencia extranjera. Experimentaron
ÉXODO, MARCHA HACIA DIOS 239

otra nueva cautividad, lejos de su país, en Babilonia. En­


tonces se levanta un profeta para anunciar la liberación
que está próxima (Is 40-55). A sus ojos, este largo cami­
nar que conducirá a los israelitas desde Babilonia hasta
su recobrado país no será más que la renovación del pri­
mer Éxodo. Se complace en evocar los recuerdos glorio­
sos de la primera epopeya: el paso del Mar Rojo (Is 43,
16-21; 51, 10; véase 63, 11-13); el agua que brota mila­
grosamente de la roca (Is 48, 21); la nube luminosa (Is
52, 12); la marcha por el desierto (Is 40, 3); la confusión
de los magos (Is 44, 25; véase Ex 8, 14-15). Y, sobre todo,
para consolidar la confianza de los desterrados, se com­
place en desarrollar todas las virtualidades contenidas
en el Nombre inefable revelado antaño a Moisés:

Yo soy Yahvé, y ninguno más hay; no hay Dios fuera


de mí. Yo te ceñiré, aunque tú no me conociste, para que
se sepa desde el nacimiento del sol, y hasta donde se pone,
que no hay más que yo,· yo Yahvé, y ninguno más que yo,
que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y
creo la adversidad. Yo Yahvé soy el que hago todo esto
(Is 45, 5-7: véase 43, 10-12; 45, 18-24; 51, 13).

Yahvé es el único Dios, el creador del universo. Su


nombre es "Yahvé-El es". Y este nombre sólo le corres­
ponde a El. Fuera de El, todo es nada, únicamente nada.
Yahvé, pues, ejerce un dominio absoluto sobre la tierra
entera y sobre todos sus habitantes (Is 40, 23-24). Así
que, si El ha decidido liberar a su pueblo para que llegue
"al país que fluye leche y miel", ¿quién será capaz de opo­
nerse a su designio?
Estas páginas del Segundo Isaías no son únicamente
una amplificación de los temas del Exodo. Proporcionan­
una luz nueva, que conviene poner de relieve. Israel gime
bajo el peso de un duro cautiverio. Pero, contra lo que
ocurrió con el cautiverio de Egipto, el cautiverio de Ba­
bilonia es un castigo. Israel pecó contra Dios. Y Dios lo
240 M. E. BOISMARD

entregó en manos de sus enemigos. La servidumbre po­


lítica está ligada indisolublemente al pecado de Israel:

Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su


tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado; que
doble ha recibido de la mano de Yahvé por todos sus pe­
cados (Is 40, 2).

En resumen, la servidumbre política no es más que


la consecuencia y algo así como la señal de otra servi­
dumbre, más misteriosa pero mucho más profunda: ¡ la
servidumbre del pecado! Y, por este motivo, el "Siervo"
que Dios suscitará para librar a su pueblo (Is 42, 1-9;
49, 1-6; 50, 4-11; 52, 13-53, 12), deberá-ante todo-car­
gar sobre sí mismo los pecados de los israelitas a fin de
librarles de ellos (Is 53, 5-12). El nuevo Exodo no podrá
realizarse más que en la sangre del Siervo que hará ex­
piación por los pecados de los hombres.

El bautismo, nuevo Exodo. San Pedro

El cristanismo primitivo es muy consciente del víncu­


lo íntimo que une al bautismo cristiano con el Exodo.
Tenemos numerosos testimonios de ello. En su primera
Carta, San Pedro muestra cómo el grupo de los bautiza­
dos en Cristo forma el nuevo pueblo de Dios (1 P 2, 9;
véase Ex 19, 5-6; Is 43, 20-21). Han sido rescatados por
el Cordero sin mancha (1 P 1, 19; véase Ex 12, 5-14), de
su antigua vida dada al pecado (1 P 1, 4; véase Lv 18, 3)
para vivir ahora a semejanza de Dios, de acuerdo con la
Ley de santidad (1 P 1, 15-16; véase Lv 19, 2) que en­
cuentra su más perfecta expresión en el precepto del
amor fraterno (1 P 1, 22; véase Lv 19, 18). Han sido re­
generados por la Palabra divina que ha venido a morar
en su corazón (1 P 1, 23; véase Dt 30, 11-14) para permi­
tirles el ser ahora "hijos de obediencia" (1 P J, 14, 22;
ÉXODO, MARCHA HACIA DIOS 241

véase Ex 19, 5, 8; 24, 7; Dt 30, 8, 10). Con los riñones ce­


ñidos (1 P 1, 13; véase Ex 12, 11), podrán ponerse ahora
en camino para marchar al desierto, a fin de ofrecer a
Dios un culto espiritual (1 P 2, 5; véase Ex 5, 1-5; 7, 16 y
passim) y beber de la roca (Cristo) de la que manan ríos
de agua vivificadora (1 P 2, 4; véase Ex 17, 6).
Para el conjunto de los cristianos, el bautismo es efec­
tivamente el nuevo Exodo por medio del cual se separan
del mundo del pecado para consagrarse al culto de Dios.

San Pablo

En la Carta primera a los Corintios, San Pablo, alu­


diendo seguramente a un tema de la catequesis bautismal
muy conocido de sus lectores, establece-también él-un
paralelo entre el bautismo y el Exodo:
Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros
padres todos estuvieron bajo la nube (cf Ex 13, 21), y to­
áos pasaron el mar (Ex 14); y todos en Moisés fueron
bautizados en la nube y en el mar, y todos comieron el
mismo alimento espiritual (cf. Ex 16) y todos bebieron la
misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espi­
ritual que los seguía, y la roca era Cristo (cf. Ex 17, 1-6) ...
Y estas cosas les acontecieron como ejemplo ... (1 Co JO,
1-11).

Probablemente, a esta luz hay que comprender las en­


señanzas de la Carta a los Romanos. San Pablo las sitúa en
una perspectiva netamente bautismal : comparemos, por
ejemplo, Ro 6, 1-11 con 1 P 2, 24; 4, 1-2; - Ro 8, 14-16 con
1 P 1 22-23 y Stg 1, 17-18; - Ro 12, 1 con 1 P 2, 5 y Stg I,
26-27. Y, puesto que el bautismo es un nuevo Exodo,
comprenderemos entonces por qué San Pablo describe
la vida cristiana como una liberación : liberación de la
servidumbre de la Ley (Ro 7, 1 s), liberación de la servi­
dumbre del pecado (Ro 6, 12-23), liberación de la muerte,
242 M. E. BOISMARD

fruto del pecado (Ro 5, 12-20). Precisamente porque el


hombre cree en Dios (único capaz de sacar de la nada a
los seres y de vivificar a lo que está muerto [Ro 4, 18-25]),
recibirá de Dios-en Cristo y por medio de Cristo-el
Espíritu que es el Poder del Padre, capaz de vencer a to­
dos los poderes de la muerte (Ro 8, 9-11).

San Juan

Pero San Juan es quien ha desarrollado más comple­


tamente la tipología del Exodo. Esta tipología está trans­
parentándose en casi todas las páginas de su Evangelio.
Para él Cristo aparece primeramente como el nuevo Moi­
sés que se pone a la cabeza del nuevo Exodo, según una
concepción bastante común en la predicación cristiana
primitiva (cf. Hch 3, 22-23; He 3, 1-11). Jesús da una ley
nueva, muy superior a la dada antaño por Moisés (Jn 1,
17; y compárese 1, 14-18 con Ex 33, 18 - 34, 10). Es el pr0-
feta "semejante a Moisés" anunciado por Dt 18, 15-19
(cf. Jn 1, 45; 12, 49). Da de comer en el desierto a las mu­
chedumbres hambrientas, como antaño Moisés había
dado el maná a los Hebreos (Jn 6; cf. Ex 16). Jesús es
quien reúne a todos los dispersos de Israel (Jn 11, 51-52;
cf. Is 43, 5-7; Dt 30, 3). Jesús camina delante del pueblo
santo, como antaño la columna de nube (Jn 8, 12; cf. Ex
13, 21 s).
Pero esta marcha no tiene más finalidad que la de
conducir al pueblo hacia el Padre. El evangelista insinúa
al comienzo de los relatos de la Pasión: "Antes de la fies­
ta de la pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado
para que pasase de este mundo al Padre ... " (Jn 13, 1).
Juan recoge por su cuenta una etimología de la palabra
"Pascua", conocida ya por Filón: es el paso, el paso del
Mar Rojo, el paso de Egipto a la Tierra prometida. La
Pascua de Cristo es su paso de este mundo al Padre ; del
ÉXODO, MARCHA HACIA DIOS 243

mundo de tinieblas, sufrimiento y muerte, al reino de la


Luz y de la Vida. Su "elevación" en la cruz no es más
que el primer paso que debe conducirle hasta su "eleva­
ción" a la diestra del Padre, en la gloria. Jesús, cuando
efectúa este "paso", lo hace como caudillo del pueblo
nuevo, como el primero entre una gran multitud. Así
que, cual nuevo Moisés, Jesús lleva a cabo una libera­
ción: liberación de este mundo, sometido a los poderes
del mal y de la muerte, para ir a vivir en medio de la luz
de Dios.
Jesús no es sólo el nuevo Moisés, sino que además
realiza en su propia persona los diversos temas del Exo­
do que prefiguraban nuestra liberación y salvación. An­
taño, los hebreos mordidos por las serpientes ardientes
tenían que "mirar" hacia la serpiente de bronce "levan­
tada" por Moisés en un asta, a fin de escapar a la muerte
(Nm 21, 4-9). Ahora, los hombres han de "mirar" a Cris­
to "levantado" en la cruz, para sanar de la mordedura de
la Serpiente, Satanás, y poder escapar a la muerte (Jn
3, 14-15; 19, 37; cf. Zac 12, 10); es decir, han de recono­
cer como Señor a Cristo "elevado" a la diestra del Padre
en la gloria de su divinidad, y creer en El.
Antaño, los hebreos se alimentaban del maná del de­
sierto (Ex 16). Ahora, los fieles se alimentan de Cristo­
Sabiduría (Jn 6, 35) y de su cuerpo eucarístico (Jn 6, 51).
Antaño, los hebreos bebían del agua que manaba de la
roca golpeada por la vara de Moisés (Ex 17, 1 s); una an­
tigua tradición judía detalla incluso que la roca, golpea­
da por dos veces, manó primeramente sangre y luego
agua (Targum de Jer acerca de Nm 20, 11). Ahora, los
hombres reciben la sangre y el agua, símbolo del Espíri­
tu vivificante (Jn 7, 39), que manan del costado traspa­
sado de Cristo (Jn 7, 37-39; 19, 34; cf. Zac 13, 1).
Antaño, los hebreos fueron librados gracias a la san­
gre del Cordero (Ex 12-13). Ahora, Jesús es el verdadero
Cordero pascual, inmolado en la hora misma en que los
244 M. E. BOISMARD

judíos inmolaban los corderos en el Templo en memoria


del primer Exodo (Jn 18, 28; 19, 31, 42). Por medio de su
muerte, Jesús efectúa una verdadera liberación: quita
el pecado del mundo, el pecado que es obra de Satanás
(Jn 1, 29; cf. 1 Jn 3, 5-6; Jn 8, 31-46; Is 53).
Moisés sólo había podido librar a Israel de la mano de
Faraón en virtud de Aquel que es, de Yahvé. Sin su po­
der misericordioso, Moisés no habría podido hacer nada,
e Israel habría permanecido en su cautiverio. Pero con
el nuevo Moisés las cosas son muy distintas. En el mis­
terio de su persona se unen la humanidad y la divinidad.
Jesús, por ser hombre, puede desempeñar el papel de
nuevo Moisés y de nuevo Cordero pascual inmolado para
la liberación de los hombres. Mas, por ser Dios, efectúa
la liberación de su pueblo con su propio poder. Puesto
que el Padre permanece en El, realizando en El su obra
(Jn 14, 10-11), puesto que el Padre y El son uno (Jn 10,
30): Jesús puede reivindicar el Nombre todopoderoso,
por el cual es derrocado y vencido todo poder hostil. Lo
mismo que su Padre, El puede afirmar: "Yo soy." Y pre­
cisamente por su muerte, va a consumarse su victoria. El
evangelista lo acentúa, al referir la escena del prendi­
miento de Jesús en Getsemaní:

Jesús, sabiendo todas las cosas que le habían de sobre•


venir, se adelantó y les dijo: «¿A quién buscáis?» Le res•
pondieron: «A Jesús nazareno.»
Jesús les dijo: «Yo soy» ... Cuando les dijo: «Yo soy»,
retrocedieron y cayeron a tierra (Jn 18, 4-6).

En esta escena, quiere mostrarnos el evangelista que


Jesús sigue siendo dueño de su destino hasta la muerte.
Si entrega su vida, lo hace porque quiere (cf. Jn 10, 18).
La respuesta que da a los que vienen a prenderle, evoca
la revelación que antaño se diera a Moisés: "Yo soy el
que soy". Y los guardias retroceden y caen ante la ma­
jestad del Nombre.
ÉXODO, MARCHA HACIA DIOS 245

Jesús había dicho también a los judíos de manera su­


mamente explícita :

Si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis...


Cuando hayáis «levantado» al Hijo del Hombre, entonces
conoceréis que Yo soy, y que nada hago por mí mismo ...
(Jn 8, 24, 28; cf. 8, 58).

Cristo "elevado" en la cruz es la imagen visible y se­


ñal de Cristo "elevado" a la diestra del Padre, en la gloria
de la divinidad, y que hereda el Nombre glorioso y todo­
poderoso (Jn 17, 5; cf. Fil 2, 10-11). Así que en el momen­
to mismo en que es "elevado", gana Jesús su victoria sobre
el enemigo por excelencia, causa de todo el mal que existe
en el mundo, sobre el Príncipe de este mundo: "Ahora
es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mun­
do será echado fuera. Y yo, si fuere levantado de la tierra,
a todos atraeré a mí mismo" (Jn 12, 31-32). Como antaño
Faraón, Satanás fue vencido por el poder del Nombre
inefable, por Aquel que es el único que tiene derecho a
llamarse a sí mismo: "Yo soy" (cf. 14, 30; 16, 33; 1 Jn
3, 7, 8; 4, 4; 5, 18; Ap 12, 5, 9).
Cristo, como el nuevo Moisés, libra a los hombres ha­
ciéndolos pasar de este mundo sometido a la corrupción,
hacia el Padre. Como Cordero pascual, los libra quitando
el pecado. Como portador del Nombre inefable, pone fin
a la servidumbre que Satanás hacía pesar sobre ellos.

La liberación escatológica

Sin embargo, esta obra de liberación, inaugurada por


el triunfo glorioso de Cristo en la cruz, no es perfecta to­
davía. Vivimos en un período intermedio, durante el cual
siguen luchando aún el Espíritu de Dios, dado por Cristo,
y el Espíritu del mal, Satanás. La liberación no será per­
fecta sino al fin de los tiempos, cuando Satanás y todos
246 M. E. BOISMARD

los poderes hostiles (incluida la muerte) hayan sido re­


ducidos a la impotencia por obra de Dios. Esta perspec­
tiva de victoria final y completa está descrita en el Apo­
calipsis. Y, precisamente, haciendo también referencia
al gran tema del Exodo. El Cordero muerto y resucitado
es el que conseguirá la victoria final (Ap 5, 5-10; cf. 14,
1-5). Los enemigos de Dios y de su pueblo son castigados
con plagas que recuerdan evidentemente a las que Moi­
sés desencadenó contra Faraón y los egipcios (Ap 8-9 ;
16). Cristo vengador acaba de exterminar a los enemigos
del pueblo de Dios, como antaño la Palabra fue enviada
para exterminar a los primogénitos de Egipto (Ap 19,
13-16). Proféticamente, el Vidente describe el grupo de
los "salvos", que están reunidos a la orilla del mar y can­
tan el cántico de Moisés: alusión evidente al paso del
Mar Rojo (Ap 15, 1-5; cf. Ex 14-15). Pero sobre todo, la
salvación de los fieles es realizada por Aquel "que es y
que era y que ha de venir" (Ap 1, 4, 8; 4, 8; 11, 17; 16,
5). Esta expresión no es más que el desarrollo del Nombre
revelado antaño a Moisés: "Yo soy el que soy". Así que
sigue siendo "Yahvé - El es" quien acaba de llevar a cabo
la liberación de su pueblo.
Desde este momento, los fieles no tienen nada que te­
mer. Aunque tengan que sufrir todavía durante un poco
de tiempo, la victoria será-finalmente-de Dios. Los
enemigos de Dios quedarán reducidos a la impotencia,
unos después de otros. Primero, la Bestia, instigadora de
todas las persecuciones (Ap 19, 20-21; cf. 13); después,
Satanás mismo, que dio a la Bestia el poder de destruir
(Ap 20, 10; cf. 12, 17; 13, 4); finalmente, la Muerte, el
Enemigo por excelencia, será arrojada-a su vez-al lago
de fuego y azufre (Ap 20, 14; 21, 4; cf. 1 Co 15, 26, 54,
55). Entonces será instaurado para siempre el Reino de
Dios y del Cordero, la Jerusalén celestial, en la cual "ni
habrá más llanto, ni clamor, ni dolor" (Ap 21, 4). Será el
ÉXODO, MARCHA HACIA DIOS 247

mundo nuevo, basado en la justicia y santidad, en la luz


y amor.
De Exodo en Exodo, de liberación en liberación, Dios,
el único que puede reivindicar el Nombre inefable: "El
es", ha podido conducir a su pueblo hacia la libertad de
la Tierra prometida que ha sido recobrada, hacia el gozo
purísimo del paraíso de donde había sido expulsado el
primer hombre, por su culpa mas por instigación de Sa­
tanás (Ap 22, 1-2; cf. Ro 8, 17-23).

M. E. BOISMARD
EL REINO DE DIOS

¡Dios reina! Esta aclamación entusiasta, con la que


los israelitas solían entonar sus himnos (Sal 93, 1; 97, 1;
99, 1), y a la que Jesús hace eco proclamando la Buena
Nueva del Reino (Mt 4, 17; Mr 1, 15), contiene el meollo
del mensaje bíblico. En efecto, la dominación real de Dios
abarca toda su obra: sus más ocultas solicitudes como
sus más grandiosas apariciones. Además, las dimensio­
nes temporales de la realeza divina son las mismas de la
historia de la salvación: en cada momento de dicha his­
toria, el creyente celebra el dominio de Dios como cosa
pasada, presente y futura.
Así, pues, el tema que vamos a estudiar, tiene-como
quien dice-un carácter recapitulativo en relación con los
diversos temas presentados hasta ahora. Dios, al confiar
a Israel y a los cristianos su designio de salvación, al re­
velar su santidad, su presencia, su paternidad, no preten­
día-al fin de cuentas-más que hacer efectiva una rea­
leza que El ejercía en derecho desde el tiempo de la crea-
250 A. DESCAMPS

c1on: la soberanía esencial de Dios se convertía, de este


modo, en el punto de partida de la religión revelada. Dios,
al llamar al hombre a la pobreza, a la fe, al servicio, y al
garantizarle su fidelidad, le estaba dando a conocer la
condición presente del Reino: estado de lucha y de con­
quistas, en el que alternan el esfuerzo del hombre y la
ayuda de Dios. Finalmente, los anuncios de la victoria
definitiva de Dios evocaban el desenlace de la historia
del Reino.
A imitación de los hombres de Dios y de Jesús mis­
mo, el cristiano proclama también que Dios reina. Ac­
ción de gracias por las victorias ya conseguidas, entrega
a un reinado actual, esperanza de un triunfo escatológi­
co: por expresar todo esto, este grito de júbilo (¡Dios
reina!) sigue siendo-en cierto sentido-la confesión
esencial del cristiano, la confesión que le confronta con
toda la Obra de Dios sobre El y sobre el mundo, y que
le obliga a interrogarse profundamente acerca de su pro­
pia "situación" de creyente en el plano de la salvación.
Para provocar esta adquisición de conciencia, el len­
guaje bíblico, que es-a la vez-autorizado y caluroso,
normativo y evocador, goza de privilegios soberanos. Si­
gamos, pues, el tema a través de la historia de la salva­
ción, evocando sucesivamente los primeros siglos de la
epopeya israelita, el período profético, la epopeya pos­
terior al destierro, la época de Jesús y de los cristianos.
Trataremos de hacer que se escuche en todo momento,
a través de un vocabulario lleno de imágenes (que po­
dría parecer incluso como solidario de instituciones ca­
ducadas), las voluntades profundas de Dios y las intui­
ciones siempre válidas de sus testigos.

I. Aunque los antiguos pueblos semíticos hayan ca­


lificado frecuentemente a sus divinidades con títulos rea­
les, no descubrimos nada semejante en Israel antes del
EL REINO DE DIOS 251

siglo xI, época de la fundación de la monarquía. En la


época de su vida nómada o seminómada, el pueblo de Dios
sólo tuvo al frente jefes de tribu. Y durante el oscuro
período de los "Jueces", Israel conoció sólo gobernado­
res de poder todavía precario. Esto explica la ausencia
de títulos reales en el más antiguo lenguaje religioso de
Israel. Sin embargo, desde muy pronto se ha encontrado
una terminología casi equivalente: Dios es para su pue­
blo un guía, un pastor, un guerrero, un jefe de ejército.
Pero en el siglo XI Israel, cansado de una anarquía de­
masiado larga y estimulado-a la vez-por la amenaza
de los filisteos y por el ejemplo de las naciones vecinas,
reclama por jefe a un rey, es decir, a un monarca investi­
do de prerrogativas más extensas. Desde entonces, la
dominación divina se expresará también en un lenguaje
nuevo, calcado sobre un verdadero estilo de corte. Los
textos más antiguos son: Nm 23, 21; 1 R 22, 19; Is 6, 5.
Para decirlo con otras palabras: el espectáculo concreto
de una realeza brillante y esplendorosa (pensemos en Da­
vid y Salomón) inspirará de ahora en adelante las des­
cripciones de la realeza divina.
En esta primera época-digamos hasta el siglo vm-,
la guerra santa y el culto ofrecen los cuadros concretos
para la evocación de las victorias de Dios. Pero conviene
hacerlo notar: la perspectiva sigue prolongándose-al
mismo tiempo-hacia las proezas de antaño y hacia un
triunfo que todavía se aguarda.
En tiempo de los Jueces, la luchadora Débora exalta
en un cántico una victoria ganada por Yahvé para Is­
rael. Y presenta, como final, una visión sobre el futuro:
"Así perezcan todos tus enemigos, oh Yahvé; mas los que
te aman, sean como el sol cuando sale en su fuerza" (Jue
5, 2-31). Aunque las demás piezas que se conservan son
relativamente tardías, sin embargo, reflejan todavía fiel­
mente esta "economía" esencial de la dominación divina.
Oigamos un canto famoso que celebra la salida de Egipto:
252 A. DESCAMPS

Yahvé se ha cubierto de gloria,


ha echado en el mar
al caballo y al jinete...
Condujiste en tu misericordia
a este pueblo que redimiste;
lo llevaste con tu poder a tu santa morada.
Lo oirán los pueblos, y temblarán...
Caiga sobre ellos temblor y espanto;
a la grandeza de tu brazo
enmudezcan como una piedra;
hasta que haya pasado tu pueblo, oh Yahvé,
hasta que haya pasado este pueblo
que tú rescataste.
Tú los introducirás y los plantarás
en el monte de tu heredad...
Yahvé reinará eternamente
y para siempre (Ex 15, 1-18).

A estos cantos de guerra corresponde una lírica cul­


tual de inspiración análoga. Una antigua profesión de fe,
que el israelita recitaba al ofrecer al sacerdote las primi­
cias de su cosecha, perpetuaba el recuerdo de las "mise­
ricordias antiguas": "Un arameo errante fue mi padre, el
cual descendió a Egipto •.. Los egipcios nos maltrata­
ron ..., y Yahvé oyó nuestra voz ... y nos sacó de Egipto
con mano fuerte, con brazo extendido ... Y nos trajo a
este lugar, y nos dio esta tierra, tierra que fluye leche y
miel" (Dt 26, 5-9). Desde Salomón, el servicio del Tem­
plo adquiere magnífico esplendor. Ahora bien, el privi­
legio de la celebración cultual es el de constituir-a los
ojos de los sacerdotes y de los fieles israelitas-una es­
pecie de victoria litúrgica de Dios. Yahvé, al presidir
místicamente la solemnidad, renueva las grandes haza­
ñas de otras veces, al mismo tiempo que anuncia las
proezas del futuro. Podría ser incluso que Israel hubie­
ra celebrado anualmente, antes del destierro, una fiesta
de ]a entronización real de Yahvé. Pero, sea lo que sea
de este asunto, muchas fiestas solemnes encerraban-en
grados diversos-esta experiencia de un triunfo actual
EL REINO DE DIOS 253

del Señor, eco de un pasado de epopeya y promesa de un


futuro glorioso. Así lo atestiguan, por ejemplo, los salmos
del reinado de Yahvé (47, 93, 96, 97, 98, 99). El Señor
que "sube ahora entre aclamaciones", para volver a su
trono celestial después del servicio litúrgico, es también
Aquel que "ha puesto a las naciones bajo el yugo de Is­
rael" y que "reinará para siempre sobre los paganos"
(Sal 47, 4-9). Por su parte, los salmos llamados reales"
(2, 18, 20, 21, 45, 72, 101, 110, 132, 144), algunos de los
cuales evocan la figura del rey que recibe, en el santua­
rio, el homenaje de sus súbditos, confunden intenciona­
damente los hechos de armas del monarca con los de Dios
a quien él representa. Podrían citarse también muchas
otras piezas del salterio.

Pero las imágenes de los v1eJos cantores israelitas


pueden parecer de vivos colores. Y el lector querrá saber
qué verdades permanentes pueden ocultarse en ellas.
1. Yahvé, al inspirar a estos poetas el recuerdo de
los beneficios divinos, da a su pueblo una doble lección,
que es válida siempre para el cristiano.
Primeramente, el deber de confiarse a Dios más bien
que al hombre. Esto es, por de pronto, el principio de lo
que podemos llamar (a pesar de los peligros harto cono­
cidos) la teología cristiana de la salvación por la fe.

Yahvé, tu Dios, se introduce en la buena tierra ... , tierra


de trigo y cebada, de vides, higueras y granados... ¡Qué
todo esto no ensoberbezca tu corazón! Guárdate de decir:
Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta ri­
queza. Sino acuérdate de Yahvé tu Dios, porque El te da
el poder para hacer las riquezas... No pienses en tu cora­
zón... : Por mi justicia me ha traído Yahvé a poseer esta
tierra ... , porque pueblo duro de cerviz eres tú (Dt 8, 7 -
9, 6).

Además, la expresión concreta de la gesta divina de


254 A. DESCAMPS

antaño inculca la idea de una providencia personal de


Yahvé. El mérito indiscutible de muchas imágenes bí­
blicas-los antropomorfismos del Antiguo Testamento­
es el de haber acostumbrado al israelita a concebir a Dios
como una persona viviente. Y ahí tenemos (junto a la fe
en el Dios único) una de las revelaciones capitales de la
Antigua Alianza.-Al criticar el lenguaje mitológico de
la religión popular, los filósofos griegos tuvieron razón al
denunciar lo que no era en definitiva más que una for­
ma de idolatría; pero su lenguaje filosófico sobre Dios
no supo preservar el carácter concreto del Dios único:
su culto interior y "monoteísta" se dirige a una divini­
dad difusa más bien que al Dios vivo. Así, por una espe­
cie de paradoja, el lenguaje metafórico de la Biblia es
también el único que ha salvaguardado una de las verda­
des más excelsas y absolutas de la doctrina acerca de
Dios.
2. De las evocaciones-expresadas en imágenes-del
triunfo futuro de Yahvé, retenemos también dos ideas
principales. Este lenguaje inspirado obliga al israelita a
una esperanza que se está renovando sin cesar. Después
de la educación para tener fe en un pasado grandioso, te­
nemos ahí una nueva manera, utilizada por la pedagogía
divina, para invitar al hombre a "salir de su país", es
decir, a comprometerse, a partir de una insatisfacción
esencial y lanzarse a un itinerario espiritual que condu­
ce a Dios y sólo a El. Por lo demás, la expectación de un
futuro que sigue siendo misterioso, permite al fiel entre­
ver las inagotables riquezas del Reino. Esta expectación
le enseña que el don de Dios es una realidad siempre
abierta que no podría encerrarse en ningún sistema ce­
rrado. Mas, provisionalmente, la edad de oro es entrevis­
ta en colores muy terrenos y dentro de un cuadro que
sigue siendo estrecho.
EL REINO DE DIOS 255

11. A partir del siglo vm, la religión del Reinado de


Yahvé está marcada profundamente por la intervención
de los profetas escritores. Las figuras más sobresalientes
son Isaías y Jeremías.
Los profetas continúan cantando, como las genera­
ciones anteriores, las proezas divinas de antaño. Y las
suelen concentrar durante la época de la vida en el de­
sierto. Amós (5, 25) y Oseas (2, 16; 12, 10) celebran la
peregrinación por la estepa de Arabia como un ideal per­
dido. Y varios profetas se complacen en describirlo como
la época de los desposorios de Dios con su pueblo. Sabe­
mos que este último tema está orquestado en el Cantar
de los Cantares. Y reaparecerá a lo largo de los dos Tes­
tamentos. Un profeta anónimo ensalza al Señor, porque
"halló a su pueblo en tierra de desierto, y en yermo de
horrible soledad; lo trajo alrededor, lo instruyó, lo guar­
dó como a la niña de su ojo. Como el águila que excita su
nidada, revolotea sobre sus pollos, extiende sus alas, los
toma, los lleva sobre sus plumas ... " (Dt 32, 10-11).
En cambio, los profetas innovan totalmente en la ma­
nera de concebir la realeza futura de Yahvé. En lugar
de aguardar a su Dios en medio de la vigilancia y de la
santidad, el pueblo, engañado por la prosperidad y por
un estúpido optimismo, se ha dejado arrastrar a todos
los desenfrenos. El profeta es primeramente una persona
que se rebela contra la falsa seguridad de los pecadores.
Y que, para sacar a Israel de su embotamiento, le predice
la terrible parusía de Yahvé. El Día de Yahvé-clama
Amós-será tinieblas y no luz (Am 5, 18-20). E Isaías
desencadena contra su pueblo un huracán de amenazas:
"Métete en la peña, escóndete en el polvo, de la presen­
cia temible de Yahvé, y del resplandor de su majestad ... ,
cuando El se levante para castigar la tierra (Is 2, 10, 19).
Seguramente, el profeta de la desgracia no puede soportar
256 A. DESCAMPS

hasta el fin la visión de las catástrofes futuras. Las pro­


mesas de antaño no podrían quedar sin efecto. Más allá
de un castigo (que, en definitiva, será purificación), el
vidente contempla la restauración del reinado de Yahvé
en medio de un "Resto" de fieles regenerados por la peni­
tencia, o la venida de un Príncipe justo, heredero de las
prerrogativas mesiánicas. Así, la dialéctica profética ter­
mina por soldarse en un nuevo anuncio del reino divino:
reino que, no obstante, estará profundamente depurado.
Tan rico en imágenes como el lenguaje de los guerre­
ros y de los cantores reales, es el de los profetas; pero en
él sin embargo aparecen con mayor nitidez los valores
imprescriptibles que debía expresar.
l. El profeta, permaneciendo fiel a la evocación de
las victorias de Dios, continúa ahondando en el doble
misterio descubierto antes. Sin cesar obliga al hombre a
abandonarse en Yahvé: el tema de la fe representa en
Isaías un papel esencial. Por otra parte, el contacto de
estos grandes inspirados con Dios, les deja, más que a
ningún otro, el sentimiento de una presencia, de una pro­
videncia verdaderamente personal. Percibiremos esta ex­
periencia releyendo los relatos de su encuentro inicial
con Dios, el que decidió su vocación (Is 6; Jr 1; Ez 1-3).
2. En cuanto a los anuncios proféticos, representan
también una doble profundización del sentimiento reli­
gioso. Antes de los profetas, la conciencia de la elección
y la esperanza de la salvación habían degenerado en una
seguridad insolente. Con los profetas, el fiel experimenta
de manera totalmente nueva la esperanza. La cualidad de
miembro del pueblo elegido se desvanece ante la realidad
del pecado: el beneficio de la elección no es ya un título
imprescriptible para la salvación. La expectación estú­
pida del Reino prometido debe ceder primeramente al te­
mor del Dios justo y santo. La esperanza no podrá re-
EL REINO DE DIOS 257

nacer más que de la penitencia. Al mismo tiempo, la vi­


sión del mundo futuro es renovada profundamente. Sin
los profetas, la antigua escatología (que era totalmente
idílica) se habría hecho materialista y puramente nacio­
nal. Pero, en los oráculos de los profetas, el Reino espe­
rado llega a ser esencialmente una era de santidad, un
terreno en el que habitará la justicia. Este campo sigue
siendo aún terrestre. Pero, como el criterio de admisión
es el comportamiento justo más que la raza, Dios congre­
gará "hijos de Abraham" incluso entre los paganos.

III. El destierro de Babilonia (siglo v1) asestó un


nuevo golpe a la esperanza de una dominación puramen­
te temporal de Yahvé y de su pueblo. Era natural que la
realización del castigo vaticinado por los profetas con­
tribuyese a dar más influencia a su concepción-de ca- ,
rácter más religioso-del Reino divino. Es verdad que
las esperanzas tradicionales reviven en algunas ocasio­
nes: al día siguiente de su regreso, los repatriados sa­
ludan en el gobernador Zorobabel al heredero de las pro­
mesas davídicas. Y más tarde, en el siglo n, el éxito mi­
litar de los Macabeos hará que, en algunos, renazcan es­
peranzas demasiado nacionales. Así que, por su espíritu,
estas tentativas siguen perteneciendo todavía al antiguo
período real. Pero quedaron aisladas y no tuvieron porve­
nir. Durante los últimos siglos de la historia israelita, el
pueblo se constituyó en comunidad religiosa, embarga­
da por preocupaciones cultuales y legislativas. Y, como
consecuencia, la concepción del Reino de Yahvé irá ahon­
dándose según la línea de la reforma profética.
En el seno de este Judaísmo posterior al destierro,
los piadosos no cesan de inclinarse sobre la contempla­
ción del pasado. Y, así, testifican primeramente su fideli­
dad al recuerdo de las hazañas divinas. Señalemos, como
258 A. DESCAMPS

testimonio característico de estas preocupaciones, los sal­


mos de historia sagrada (78, 105, 106) y las piezas aná­
logas contenidas en algunos libros de esta época : elogio
de los padres (Si 44-50), epopeya histórica de la Sabidu­
ría personificada (Sab 10-19), etc.
Pero, a la sazón, el acontecimiento dominante es el
nacimiento de una piedad "apocalíptica", es decir, regida
enteramente por la expectación de un Juicio de Dios, pre­
ludio del Advenimiento de un Reino dentro de un cuadro
que ahora queda ampliado por las dimensiones mismas
del cosmos. El testimonio principal de esta evolución es
el Libro de Daniel. Sus circunstancias concretas hay que
buscarlas en las empresas de un soberano de Palestina,
Antíoco Epifanes (siglo 11), que sueña con helenizar al
Judaísmo, y que castiga a muerte a los que permanecen
fieles a las costumbres ancestrales. En medio de estas
pruebas, el sentimiento religoso de los perseguidos alcan­
za una sublimidad que los mismos profetas no habían
manifestado. Ocurre algo así como si la esperanza pro­
fética de una era de justicia (que, a pesar de todo, había
permanecido demasiado terrena) tratara ahora de dila­
tarse hasta adquirir dimensiones trascendentes: las úni­
cas capaces de mantener el fervor de una fe maltratada.
Más allá de la época de los perseguidores, Daniel vislum­
bra un Reino que por fin será eterno, un Reino celestial:

He aquí con las nubes del cielo


venía uno como un hijo de hombre...
Y le fue dado dominio,
gloria y reino,
para que todos los pueblos,
naciones y lenguas le sirvieran;
su dominio es dominio eterno,
que nunca pasará,
y su reino uno que no será destruido (Dn 7, 13-14).

Y que el reino, y el dominio


y la majestad de los reinos
EL REINO DE DIOS 259

debajo de todo el cielo,


sea dado al pueblo de los santos del Altísimo,
cuyo reino es reino eterno,
y todos los dominios
le servirán y obedecerán (Dn 7, 27).

Tal vez no haya en todo el Antiguo Testamento tex­


tos más iluminadores para comprender la doctrina evan­
gélica del Reino. Nos hallamos ante el paso decisivo de
una concepción terrena a una concepción celestial de los
fines últimos.

Podemos ahora esbozar rápidamente el balance de


esta nueva etapa.
l. Por su vinculación con el recuerdo de las hazañas
de Dios (recuerdo que era avivado sin cesar por la cele­
bración litúrgica y por la meditación piadosa de la histo­
ria sagrada), los fieles de la época posterior al destierro
guardaron intacta la fe en Yahvé, concebida como un
abandono radical del hombre en manos de Dios; conser­
varon tambien el sentimiento de la proximidad del Dios
vivo, aunque observemos a veces, en este punto un mal­
hadado desviamiento de la intuición tradicional : en el
Judaísmo tardío, el Dios trascendente se convierte con
harta frecuencia en el Monarca lejano e inaccesible.
2. En la piedad apocalíptica, la esperanza del Reino
futuro llega a una intensidad sin precedentes. Al mismo
tiempo, ese reino que se espera nos es revelado según di­
mensiones nuevas, que abarcan el cielo y la tierra, el
tiempo y la eternidad.
260 A. DESCAMPS

IV. Jesús, cuando hace su aparición en las orillas


del lago de Galilea, en tiempo de Tiberio, anuncia que "el
reino de Dios se ha acercado". La fórmula está conser­
vada en Mt 4, 17, y Mr J, 15, como el resumen fiel de esta
primera predicación. Y, durante todo el ministerio del
Salvador, "reino de Dios" y "reino de los cielos" serán
siempre expresiones claves, que de ahora en adelante
serán sinónimas. Jesús ha aceptado visiblemente las ca­
tegorías reales y celestes de Daniel como medio de ex­
presión para la consumación mesiánica de la Obra divina.
Sin embargo, en labios de Jesús el mensaje tradicio­
nal del Reino adquiere un alcance totalmente nuevo.
Mientras que los piadosos israelitas, cuando tenían con­
ciencia del plan divino, se volvían primordialmente ha­
cia un pasado lejano, teatro de la pura epopeya de Dios :
Jesús contempla en un pasado muy próximo-el pasado
de su propia vida y el de su misión por parte de Dios a
este mundo-la hazaña decisiva de Yahvé. Los evange­
listas, al interpretar la vida oculta de Jesús (y principal­
mente su huida a Egipto) y los primeros acontecimientos
de su vida pública (sobre todo, su tentación en el desier­
to) como una renovación de la hazaña del pueblo (prin­
cipalmente en Egipto y en el desierto de Arabia), perma­
necieron fieles al pensamiento del Maestro: también para
Jesús toda la epopeya antigua se condensa en su propia
aparición en el mundo. Y luego, por medio de su ministe­
rio, milagros y palabra, Jesús establece como cosa pre­
sente aquella dominación divina que las generaciones
anteriores no habían hecho más que presentir: "Si yo
por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, cierta­
mente ha llegado a vosotros el reino de Dios (Mt 12, 28;
Le 17, 21). Finalmente, la resurrección de Jesús será la
verdadera liberación de la servidumbre de Egipto, la vic­
toria de Yahvé, si no definitiva, sí al menos decisiva.
Desde luego, Jesús sabe-y volveremos muy pronto
sobre esto-que su obra temporal no es más que una
EL REINO DE DIOS 261

inauguración. Y anuncia solemnemente la venida futura


de un Reino celestial. Pero hay un primer punto que
querríamos subrayar: este anuncio no es ya tan "futuris­
ta" como la esperanza antigua. Porque la inauguración
lleva ya consigo un comienzo de posesión. Mientras que
la epopeya de antaño no había hecho-como quien dice­
más que exasperar la expectación de los fieles, la apa­
rición de Jesús es ya un primer y verdadero descendi­
miento del cielo sobre la tierra. Con la venida de Jesús,
los últimos tiempos han comenzado realmente. Y por este
motivo, cualquiera que sea la duración del período inau­
gurado, será siempre verdad que Cristo ha muerto al fin
de los tiempos (oración después de la novena profecía
del sábado santo). Por medio de su obra terrena, Jesús
dio al mundo una especie de consagración: lo transfiguró
e inscribió ya en él los rasgos del mundo futuro. Pero,
más que nada, el reino celestial está ya presente en la
persona misma de Cristo. Y, por tanto, en la unión del dis­
cípulo con Cristo se encuentra ya el principio de una
real posesión de los bienes del reino.
No obstante, en cierto sentido, el Reino sigue aguar­
dándose todavía. Más allá de su propia resurrección, más
allá incluso de la larga peregrinación terrena de su Igle­
sia, Jesús contempla el triunfo final de Dios y de su Me­
sías. Contrariamente a la expectación judía, el estableci­
miento del Reino no tiene nada aterrador: no es, pri­
mordialmente, más que el nuevo lanzamiento de una
nueva historia sagrada. Es un punto de partida que, in­
dudablemente, lleva consigo una posesión, pero que ini­
cia también una época de luchas, de fracasos quizá nume­
rosos, y de victorias siempre precarias. "Aún no se ha
manifestado lo que hemos de ser" (1 Jn 3, 2). Para evo­
car el triunfo definitivo de Dios y del Hijo del hombre,
Jesús se hace eco de los oráculos de Daniel: tampoco él
concibe ya el Reino de Dios sino con los rasgos de un
imperio celestial y eterno (véase principalmente el dis-
262 A. DESCAMPS

curso apocalíptico en Mt 24). Sólo que el ideal de la vida


celeste (y aquí tenemos la segunda novedad esencial del
Evangelio) se ha enriquecido con el contenido místico
que toda la enseñanza de Jesús le confiere. Lo que Da­
niel evocaba sumariamente con los rasgos de un imperio
eterno y celestial, Jesús lo describió (según nos lo recuer­
da principalmente el Evangelio de San Juan) como una
sociedad del creyente con el Padre y el Hijo.
Así, pues, tales son (en su sencillez, pero también con
toda la novedad que les confiere la realización efectiva
del plan divino en la persona de Jesús) los dos motivos
directrices de la predicación del Salvador: el Reino ha
sido inaugurado ya. Pero su consumación es esperada to­
davía. Nos gustaría que se viera con más exactitud lo
que suponen estos dos mensajes, que determinan total-
. mente la "situación" del discípulo.
l. "Aceptar el reino ya presente" (Mt 11, 2-6), es
decir, "creer en el Evangelio" (Mr 1, 15), es primeramen­
te-para el que escucha a Jesús-desasirse de la con­
fianza en sí mismo y abandonarse en manos de Dios. Este
pensamiento tan religioso, formulado ya admirablemen­
te (como hemos visto) por el Deuteronomio, llega ahora a
una especie de madurez. Jesús no se cansa de repetir que
sólo los pequeños y los humildes entrarán en el Reino, y
que los fariseos (que representan al hombre pagado de
sí mismo) no se darán cuenta siquiera de la llegada del
Reino. "Bienaventurados los pobres en espíritu" (Mt 5,
3), como María, José, los Apóstoles, y las personas mo­
destas de Galilea. A ellos se les ha dado ya el Reino. En
ellos se ha apoyado Jesús incesantemente. A los enfer­
mos que se presentan a El, Jesús les exige ordinaria­
mente la fe. En estos casos se trata, con toda exactitud,
de la confianza en el taumaturgo por parte de la persona
EL REINO DE DIOS 263

que va a ser objeto del milagro. Pero adivinamos que Je­


sus atribuye ya a la fe un poder más general, y la con­
vierte en un medio de acceso a su persona y al reino
(véase, principalmente, Mt 8, 5-13). Al definir la fe como
una obediencia radical del hombre a Dios, y al darle todo
su relieve como principio de salvación, San Pablo ha
interpretado fielmente el pensamiento de Jesús. Y esta
fe que, como ya hemos insinuado, se dirige en primer
lugar a Jesús venido ya al mundo, tiene por objeto un
Reino ya dado: tiene más segura prenda que la fe an­
tigua.
Los israelitas, al celebrar la hazaña de Dios, se edu­
caban-como decíamos-en el sentimiento de una pre­
sencia viva de Dios en su vida. He aquí que en Jesús,
Hijo de Dios, se verifican-por encima de toda previ­
sión-todas las maneras "humanas" de hablar de Dios.
Lo que nos parecía un antropomorfismo sumamente
audaz, demuestra no haber sido más que un débil pre­
sentimiento: Dios no sólo actúa como hombre, sino que
se hace hombre. La verdad de que Dios sea un ser perso­
nal y concreto: esta verdad-digo-llega a ser en Jesús
una verdad resplandeciente. Y esto da también un senti­
do literal a esta posesión (ya presente) del Reino: la en­
carnación abre para la humanidad un acceso inmediato
al mundo celestial. Jesús, al presentarse a los suyos como
Aquel en quien los bienes divinos del Reino están pre­
sentes, les invita también a compartirlos uniéndose con
El. "Venid a mí todos los que estáis trabajados y carga­
dos, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre voso­
tros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de co­
raz6n; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque
mi yugo es fácil, y ligera mi carga" (Mt 11, 28-30). Este
yugo, en definitiva, no es más que la vida misma de
Dios, ofrecida por Jesús a los discípulos. Y el bien supre-
264 A. DESCAMPS

mo que El les trae, es el don de su amistad y de su


persona. Ahí tenemos el principio de un gozo caracte­
rístico: el gozo que los primeros cristianos no confun­
dían con ningún otro: el gozo de una liberación decisiva.
Esta unión mística del cristiano con Dios en Jesucristo
halló su más admirable expresión, durante la época apos­
tólica, en la comparación paulina del cuerpo y en la ale­
goría joánica de la vid. Y la "posesión" actual de Cristo
ha seguido siendo, en la historia de la Iglesia, la contra­
partida de la expectación del Reino celestial.
2. Sin embargo, esta expectación conserva un papel
importante. Para el cristiano, la esperanza sigue siendo
un deber, que por lo demás es bastante difícil. En toda
época, Israel había tenido conciencia-como hemos di­
cho-de ser el pueblo escogido y de poder contar con un
futuro glorioso: la esperanza culmina en visiones de
apocalipsis. Pero, desde Amós, resuena paralelamente el
proceso del pecado, doblado por una amenaza de castigos
definitivos. Es el misterio de los fracasos de la elección
divina y de la libertad del pecador. Con Jesús que rea­
liza ya en su persona las promesas de bienaventuranza,
la salvación llega a ser-en algún sentido-una certeza.
Pero al mismo tiempo el Salvador, haciendo eco a los
profetas, ahonda más todavía en el misterio de la santi­
dad de Dios, de lo absoluto de sus exigencias, del rigor
de sus castigos. De este modo, la antinomia revelada por
los profetas alcanza cierto paroxismo. El discípulo sólo
puede resolverla conciliando entre sí-con una especie de
infinita delicadeza-la certidumbre de poseer a Dios y la
conciencia de ser siempre inferior al ideal de perfección
que se le ha impuesto (Mt 5, 17-48). Siempre es inesta­
ble el equilibrio entre el gozo de los dones de Dios y el
temor de sus castigos. Así lo ilustra curiosamente el ejem­
plo de los Corintios evangelizados por San Pablo. El Após-
EL REINO DE DIOS 265

tol recuerda-con ironía-la ilusión en que habían caído


estos cristianos (1 Co 4, 8-13). Hacían tal caso de los do­
nes místicos, que se imaginaban estar ya reinando desde
ahora en Cristo. Y entonces ¿cómo iban a seguir temien­
do? ¿O qué más podría traerles la futura venida del Rei­
no? Hay un equilibrio difícil entre la unión mística con
Cristo (unión que ya se posee actualmente) y la esperan­
za del don definitivo: esperanza que, a su vez, va acom­
pañada por un temor soberano del Juicio de Dios. Tal es,
en cierto sentido, la paradoja de la condición del cris­
tiano.
Con Jesús, que inaugura el fin de los tiempos, la ex­
pectación apocalíptica renace, pues, más febrilmente. Y
esta esperanza no sólo es, para el alma religiosa, un tó­
nico irreemplazable: sino que es también el medio de
acercamiento, de acuerdo con las dimensiones-todavía
ocultas-del misterio. Hemos ido siguiendo, en el Antiguo
Testamento, la ampliación progresiva de los horizontes.
Lo que en las más antiguas visiones del futuro no era
más que un territorio palestino más radiante de gloria y
riquezas, llegó a ser-en los profetas-una tierra "en la
que habitaría la justicia" y a la que tendrían acceso las
almas justas, reclutadas en todos los pueblos, para dila­
tarse finalmente en las apocalipsis y convertirse en un
imperio celestial y eterno. Este imperio no era-hagámos­
lo notar-un reino etéreo, una sociedad de espíritus pu­
ros a la manera griega. Tampoco Jesús se compromete en
esta dirección. Para El también el mundo futuro sigue
siendo concreto. Está habitado por hombres: por hom­
bres transfigurados, ¡ claro está!, pero no reducidos al
estado de almas separadas. El mismo mundo material
subsistirá, glorificado pero no aniquilado. Sin embargo,
Jesús eleva su mirada mucho más alto que los visionarios
de apocalipsis. El reino de los santos de Daniel, a pesar
de ser eterno y celestial (aunque esta última palabra no
es nunca-ni siquiera para Cristo-sinónimo de "pura-
266 A. DESCAMPS

mente espiritual"), seguía siendo-por lo demás-una


magnitud imprecisa. Pero Jesús contempla en dicho reino
al Padre que comparte su vida con su Hijo en la unidad
del Espíritu, y que admite a esta intimidad a los que
Cristo haya reconocido como suyos. Tal es el sentido que
recibirá, para toda la eternidad, la antigua aclamación:
" ¡ Dios reina! "

A. DESCAMPS
EL ESPIRITU DE DIOS

El Espíritu Santo es el don supremo de Dios. Mien­


tras no lo hayamos recibido, el don que el Padre nos hi­
ciera al enviar al mundo a su Hijo único, no alcanza todo
su efecto. La victoria de Dios sobre el pecado se logra en
el instante en que Jesús muere en cruz, y resplandece ante
los hombres en el día de Pascua. Pero el fruto de esta
victoria, la venida del Reino de Dios, la transformación
de los corazones, no se revela más que en Pentecostés.
Si la muerte y resurrección de Cristo no nos dieran el
Espíritu, entonces sólo tendrían verdadera importancia
para El. Permanecerían como acontecimientos únicos
en la historia. Podrían ser para nosotros un ejemplo alen­
tador y una lejana esperanza. Pero, en el fonde de nos­
otros mismos, nada habría cambiado y permaneceríamos
separados de Dios. Nosotros somos los hijos del Padre
porque en nuestros corazones poseemos su Espíritu. ¿ Co­
mo no íbamos a tratar de conocer mejor a este Espíritu,
que es don de nuestro Padre?
268 J, GUILLET

Sin embargo, guardémonos bien de una ilusión que es


fuente de muchas decepciones. No conocemos al Espíritu
como conocemos al Padre o al Hijo. Cada una de las tres
Personas tiene su manera propia de revelarse, aunque
nunca la una se revele sin las otras dos. El Hijo se pre­
senta ante nosotros en su humanidad, idéntica a la nues­
tra: a través de sus palabras, de sus gestos, de sus mira­
das, de sus silencios, El nos está entregando el misterio
de su ser: es el Hijo único y amado. Y nos está entregan­
do-a la vez-a Aquel en quien tiene puesta incesante­
mente su mirada: el Padre. El Padre es invisible. Pero
su presencia y-nos atreveríamos a decir-su rostro se
imponen a nuestra mirada si sabemos observar al Hijo.
Es el Padre de este Hijo. Y basta haber visto a Jesús vi­
vir como Hijo, para saber lo que puede ser su Padre (Jn
14, 9). Pero el Espíritu no tiene rostro, ni siquiera un
nombre susceptible de evocar una figura humana. No po­
demos situarnos ante la faz del Espíritu, contemplarlo,
seguir sus gestos. "Vosotros le conocéis, porque mora con
vosotros" (Jn 14, 17). Conocer al Espíritu es, primera­
mente, experimentar su acción, dejarnos invadir por su
influencia, hacernos dóciles a sus impulsos; es pretender
que El sea, cada vez más conscientemente para nosotros,
la fuente de nuestra vida.
La Sagrada Escritura no nos presenta en ninguna
parte un retrato ni siquiera una descripción del Espíritu.
La Escritura nos lo presenta siempre en acción, actuan­
do en nuestros corazones.

Los símbolos naturales

Sin embargo, el Espíritu tiene un nombre, que nos


permite aislarlo y representárnoslo. Pero este nombre
(ruah en hebreo, pneuma en griego y spiritus en latín)
sigue siendo un nombre común, que designa el soplo: el
EL ESPÍRITU DE DIOS 269

soplo del viento o el aliento de la respiración. Empero, el


Espíritu no es ni lo uno ni lo otro. El Espíritu no está
ni en el aire que nos inunda ni en el aliento que exhala­
mos. Es totalmente inmaterial, y escapa a todos nuestros
intentos de apoderarnos de El. No obstante, este nombre
tiene su razón de ser : la experiencia del soplo es una de
las más adecuadas para ayudar a imaginarnos concreta­
mente al Espíritu. Y a esa experiencia alude Jesús: "El
viento sopla donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes
de dónde viene, ni adónde va" (Jn 3, 8).
En efecto, en el viento hay algo misterioso. Es ca­
paz de dar vuelta a todo, sin violencia (Ez 13, 13; 27, 26),
y capaz de insinuarse en todas partes sin un murmullo
(1 R 19, 12), unas veces para calentar y otras para re­
frescar. No podemos apresarlo, porque es ligero e invul­
nerable. No se cansa. Habita, juntamente con la lluvia
y con el rayo, en los parajes misteriosos en los que sólo
Dios reina (Pr 30, 4; Job 28, 25). El viento pertenece a
la escolta de Dios. Lleva al Señor sobre sus alas (Ez 1,
4; Sal 18, 11). Y corre a transmitir sus órdenes hasta las
extremidades de la tierra (Sal 104, 4; 147, 18). Viene del
cielo, y actúa sobre la tierra y la transforma. Unas veces
la deseca con su soplo abrasador (Ex 14, 21; Is 30, 27-33;
Os 13, 15), otras barre todas las obras humanas como si
fueran paja (Is 17, 13; 41, 16; Jer 13, 24; 22, 22), y otras
trae lluvia sobre el suelo reseco y le devuelve la fertili­
dad (1 R 18, 45). A la tierra, inerte y estéril, se contrapo­
ne el viento por su ligereza alada y por su poder de vida
y fecundidad.
Como el viento, la respiración es igualmente una ima­
gen del Espíritu. El soplo respiratorio, indispensable para
la vida del hombre, no depende de su voluntad, ya que
persiste durante el sueño. Por tanto, tiene que venir de
otra parte : de Dios. Así como el viento trae la vida a la
tierra reseca: así también el soplo respiratorio (aparen­
temente frágil y vacilante) es la fuerza que levanta y da
270 J, GUILLET

agilidad al cuerpo y a su masa, y le hace vivo y activo


(Gn 2, 7; Sal 104, 29-30; Job 33, 4; Qo 12, 7).
Vemos que, tanto en las dimensiones cósmicas de la
tierra y del cielo, como en la escala reducida del cuerpo
animado, la misma experiencia se impone al hombre. En
su mundo propio, el mundo de la tierra y el del cuerpo,
inerte y estéril, una fuerza venida de lo alto, del cielo,
se insinúa misteriosamente y hace surgir la vida. Sobre
esta fuerza nada puede el hombre. Y eso que no puede
prescindir de ella.
Una palabra expresa esta debilidad radical del cuer­
po y de la tierra frente a las fuerzas de lo alto: la carne.
La carne es, primeramente, lo que nosotros llamamos
"el cuerpo", pero el cuerpo prometido a la muerte, el
cuerpo que se halla en constante amenaza (Gn 6, 3; Is
40, 6). La carne, o también (según un hebraísmo emplea­
do igualmente por el Nuevo Testamento) "la carne y la
sangre" (Mt 16, 17; 1 Co 15, 50), son también todas las
construcciones del hombre. Las más impresionantes no
son nada en presencia de Dios. La carne es siempre de­
bilidad (Jer 17, 5; Job 10, 4). Dios es espíritu (Is 31, 3):
Dios lo puede todo sobre el mundo, el cual no puede nada
sin El, nada contra El.

El Espíritu de Dios en el Antiguo Testamento

Como el viento y el soplo penetran la tierra y la car­


ne: así también el Espíritu de Dios viene a animar al es­
píritu del hombre y a levantar su inercia. Los inspirados
-en Israel-, a pesar de seguir siendo lo que son, se en­
cuentran elevados por encima de sí mismos. Son porta­
dores de una conciencia nueva, de una energía descono­
cida: "otro" se ha apoderado de ellos desde el interior,
y actúa por medio de sus labios, por medio de sus brazos,
EL ESPÍRITU DE DIOS 271

por medio de su espíritu. Y este poder divino sobre el


espíritu del hombre es el Espíritu de Dios.
Hablando en general, diremos que las manifestacio­
nes del Espíritu se van haciendo cada vez más interiores
a medida que se va avanzando en el Antiguo Testamen­
to, hasta el apogeo del profetismo, en el que el Espíritu
se revela al máximum. Los fenómenos más mezclados
con elementos exteriores son los "trances" extáticos de
los nabíes, precursores de los profetas, inspirados que
vivían en grupos, y que se aproximaban mucho a las exal­
taciones religiosas populares. Las almas exigentes expe­
rimentan un poco de desagrado ante esos transportes (Am
7, 10-13). Sin embargo, nadie pone en duda que los na­
bíes fueron, providencialmente, una de las fuerzas vivas
de Israel, y que estuvieron animados por el Espíritu de
Dios (Nm 11, 17, 25; 1 S 10, 6 s).
Por la misma época de los nabíes, el Espíritu hace
surgir en Israel "jueces". Su intervención es tanto más
manifiesta, cuanto que ningún procedimiento la ha pre­
parado. Inesperadamente, y sin que nada les predisponga
para ello, vemos que simples hijos de campesinos, un
Sansón, un Gedeón, un Samuel, se sienten repentinamen­
te arrebatados por el Espíritu, como una oveja por una
fiera. Y experimentan que están revestidos de una per­
sonalidad nueva, como de una armadura (Jue 6, 34; 15,
14; 1 S 11, 6). Reaniman el valor, agrupan ejércitos, li­
beran su patria. El Espíritu de Dios los posee. Y, por
medio de ellos, une y dirige a su pueblo.
Los jueces no son más que liberadores temporales. Y
el Espíritu los abandona una vez que su misión ha ter­
minado. Tienen por heredero al rey, encargado de una
responsabilidad permanente. El rito de la unción expresa
esta permanencia : el agua se desliza sobre la piedra y se
evapora. Pero el aceite impregna las piedras más duras
(1 S 10, 1, 6; 16, 13). Sin embargo, la unción (rito huma­
no) no basta para convertir a los descendientes de David
272 J. GUILLET

en reyes que sean según el corazón de Dios y conforme


a las exigencias de la justicia. Para que el Mesías, úl­
timo descendiente de una dinastía degenerada, venga a
establecer la justicia y la paz, será necesaria la unción
interior del Espíritu (Is 11, 2).
Los verdaderos instrumentos del Espíritu, los que
saben apreciar la acción del Espíritu en el mundo y en su
propio espíritu, son los profetas. Los más antiguos, Amós,
Oseas, Isaías, Jeremías, plenamente conscientes de haber
sido poseídos por un poder divino, prefieren decir que es
la mano de Dios, más bien que su espíritu (Is 8, 11; Jer
1, 9). Indudablemente, quieren señalar su independencia
con respecto a los nabíes. En plena posesión de sí mis­
mos, y frecuentemente en medio de una rebelión de todo
un ser, una presión soberana les constriñe a anunciar la
palabra divina. Sobre Sansón o David, el Espíritu mani­
festaba ya su poder y la firmeza de sus designios acerca
de Israel. Pero el secreto de su acción permanecía oscuro.
Con los profetas se van haciendo luz. El Espíritu les trae
la Palabra de Dios, les da la luz para comprenderla y la
fuerza para anunciarla. La vinculación constante entre
palabra y espíritu adquiere toda su importancia (Is 55,
11; Zac 1, 6; Sal 147, 15). El profeta que ha de traer a Is­
rael el anuncio de la salvación definitiva será aquel so­
bre quien el Espíritu reposará con permanencia y ple­
nitud (Is 61, 1; véase 42, 1).
La acción del Espíritu en los profetas es, en sí mis­
ma, profética. Anuncia la efusión del Espíritu sobre todo
el pueblo, como la lluvia que fecunda un desierto (Is 44,
3-4; Ez 36, 27; Jl 3, 1-2; Zac 12, 10-13), como la vida que
vuelve a posesionarse de huesos secos (Ez 37; véase Sal
51, 12 s). El hombre sigue siendo lo que es, criatura de
pecado, tierra estéril. Pero de la misma muerte el Es­
píritu puede suscitar vida.
El Espíritu que se manifiesta así en el Antiguo Tes­
tamento no aparece todavía como una persona distinta
EL ESPÍRITU DE DIOS 273

en Dios. Es ya un espíritu santo (Is 63, 10-11; Sal 51,


13), porque viene del Dios santo y consagra para el Dios
santo. Pero no es todavía el Espíritu Santo. Más exacta­
mente: ya es El. Pero no se le ha descubierto todavía
enteramente. No cabe duda de que, reflexionando sobre
ello, veríamos que era lógico que este poder divino que
viene a morar en el espíritu del hombre y a hacerlo
-como quien dice-más "espíritu" que en su estado na­
tural, más libre, más consciente, más irradiante, más
personal, fuera-él mismo-una persona. Pero ¿ cómo
íbamos a imaginar varias personas en Dios, antes que
Jesúcristo revelara el misterio de la Santísima Trinidad?

Jesús y el Espíritu

Todas las promesas del Espíritu se cumplen en Jesús.


El es el Mesías, heredero de David (Is 11, 1), el gran
profeta esperado (Is 61, 1), el siervo amado (Is 42, 1-9).
Los demás, hasta el más grande de ellos, Juan Bautista,
reciben del Espíritu su vocación. Jesús le debe su con­
cepción, todo lo que es (LG 1, 35). Las señales que antaño
manifestaban al Espíritu (autoridad y eficacia de la pa­
labra, acceso directo a las confidencias divinas, milagros
de poder) se multiplican extraordinariamente en Jesús:
son, para El, condiciones normales. El milagro nace de
El, como de nosotros el gesto más sencillo. Su palabra
menos calculada, sus reflejos espontáneos, de inagotable
verdad, se imponen a todas las conciencias. Jesús no re­
cibe las confidencias de Dios, sino que está siempre con
Dios, en una intimidad total. Nadie ha poseído jamás el
Espíritu como El lo posee.
Ni tampoco nadie lo ha poseído a su manera. Jesús
no tiene la menor traza de ser un "inspirado". Sobre los
jueces y los profetas, el Espíritu desciende como una
fuerza extraña. Aunque conservan toda su cabeza, aun-
seJesús en es Señor Dios Hijo Espíritu od
274 J, GUILLET

que desconfían de los estados anormales, sin embargo,


tienen conciencia de estar poseídos por alguien que es
más fuerte que ellos. No ocurre nada semejante en Je­
sús. No hay en El huella alguna de constreñimiento.
Para llevar a cabo las obras de Dios, para vivir en Dios,
diríamos que Jesús no tiene necesidad del Espíritu. No
es que pueda jamás prescindir de El, no es que viva
nunca sin el Espíritu. Como tampoco puede prescindir
del Padre. Pero, así como el Padre está siempre con El,
siempre en El (Jn 14, 10; 16, 32): así también es impo­
sible que jamás el Espíritu le falte. La falta-en Jesús­
de las resonancias ordinarias del Espíritu, es, a su ma­
nera, una señal de su divinidad. Jesús no experimenta
el Espíritu como una fuerza que le invadiese desde fue­
ra. Sino que se siente en el Espíritu como en su propio
hogar. El Espíritu es de El, el Espíritu es su propio Es­
píritu (Jn 16, 12-15). Lo recibe del Padre, tal y como
lo manifiesta su bautismo (Mt 3, 16), pero no como un
don nuevo que viniera a enriquecerlo y a colmar en El
algún vacío. Sino que lo recibe igual que El no cesa de
recibirse a sí mismo del Padre. Lo que el Espíritu le
trae es el amor de su Padre: "Tú eres mi Hijo amado"
(Mr 1, 11). Es su Padre, y es su respuesta de Hijo. No
que el Hijo pueda ser jamás sino el Hijo. Pero no lo es
nunca sino en el Espíritu. En el Espíritu (en esa atmós­
fera divina de poder, transparencia, dependencia, igual­
dad en el amor), el Padre y el Hijo se encuentran y
unen.

Jesús dispone del Espíritu

La victoria de Jesús consiste en habernos podido dar ·


su Espíritu y permanecer así presente y vivo entre no­
sotros hasta el fin de los siglos. Cuando una persona
muere, entonces (por grande que haya sido su espíritu,
EL ESPÍRITU DE DIOS 275

por honda que siga siendo su influencia) está condena­


da-a pesar de todo-a entrar en el pasado. Su acción
puede sobrevivirle y servir de alimento (después de su
desaparición personal) a multitudes enteras. Pero él ya
no estará allí para seguir ejerciendo esa acción. Esta ya
no le pertenece. Se encuentra ahora entre las manos de
las generaciones que se la transmiten. Y desplegará entre
ellas sus efectos, funestos o bienhechores, sin que el in­
dividuo pueda ya hacer nada para corregirlos u orien­
tarlos.
Por el contrario, cuando Jesús muere, sólo su pre­
sencia sensible entra en el pasado. Pero su cuerpo re­
sucitado sigue estando presente en la Iglesia por medio
de la Eucaristía. Y con El su Espíritu. Acerca de su
último aliento ("espíritu"), que Jesús confía en manos
de su Padre, nos dice San Juan-con una palabra muy
significativa-que Jesús "entregó" el espíritu (Jn 19,
30). Parece que el evangelista está viendo en todo ello
un símbolo. Hasta entonces Jesús poseía este Espíritu
sin la menor restricción, porque era su propio Espíritu.
Pero lo poseía como un hombre, sometido a las condi­
ciones de la tierra. Jesús curaba los enfermos, resucitaba
los muertos, regeneraba los pecadores, porque estaba en
posesión del Espíritu (véase Le 4, 18, 36; Hch 10, 38).
Pero no disponía del poder del Espíritu sino en el radio
de acción normal de la influencia humana, a través de
las palabras y gestos del hombre, y sobre aquellos con
quienes estaba en contacto por medio de su cuerpo. Pero
ahora, que ha derramado toda su sangre y consumido sus
fuerzas, Dios lo ha exaltado a su gloria, a su diestra, le
ha dado todo poder, tanto en el cielo como en la tierra.
Y Jesús difunde el Espíritu sobre todos los suyos, hasta
las extremidades del mundo y hasta la consumación de
los siglos (Mt 28, 19; Jn 7, 39; Hch 2, 33). Por medio de
su cuerpo sigue Jesús dándonos el Espíritu. Pero, mien­
tras su cuerpo no había conocido el desgarramiento de
276 J, GUILLET

la muerte, tenía El-como quien dice-el Espíritu ence­


rrado en el aislamiento del hombre sobre la tierra, limi­
tado a su individualidad humana (Jn 12, 24). Pero he aquí
que este cuerpo, después de atravesar la muerte, ha pe­
netrado en la gloria divina y se halla en el centro en torno
al cual se reúne la humanidad salvada (Jn 12, 32; 17, 24).
Desde El, de ahora en adelante, irradia el Espíritu que in­
vade al mundo y lo regenera (Jn 20, 22 s). Pentecostés
será la primera manifestación pública del poder de Cris­
to resucitado. Pero todo el Libro de los Hechos-el Evan­
gelio del Espíritu (como se le ha llamado)-mostrará has­
ta qué punto el Espíritu que anima a la Iglesia y la lan­
za a la conquista del mundo, es el Espíritu del Señor
Jesús.
Este Espíritu no es un poder cualquiera que reforza­
ra y reactivase-por encima del umbral normal-las
fuerzas y el psiquismo del hombre. Es verdad que, con­
forme a las imágenes habituales del Antiguo Testamento
y a sus rasgos propios, el Espíritu no se manifiesta con
un rostro definido, sino bajo las imágenes vaporosas y
generales del soplo (Jn 20, 22) y del viento (Hch 2, 2), de
la llama (Hch 2, 3) y del agua (Hch 1, 5; 11, 16). Es ver­
dad que la presencia del Espíritu, como ocurría antaño
sobre los nabíes, desencadena a veces transportes extra­
ños (Hch 2, 44; 10, 46; 19, 6). Su acción lleva siempre
consigo algo misterioso. No se sabe cómo ha surgido ni
hasta dónde va a llevar (Hch 8, 39; 13, 4; 16, 6). Sin em­
bargo, esa acción no tiene nada de frenética o de ciega ;
no desencadena la invasión de las fuerzas oscuras del
alma. Sino que, al contrario, hace al hombre más perso­
nal, porque moviliza todas las fuerzas del hombre, recur­
sos físicos, reflexión, iniciativa, valentía. Y todo ello, al
servicio de una única tarea : la de dar testimonio de Je­
sucristo y de su Evangelio (Hch 1, 8 ; 4, 33 ; 1O, 42 ; 20,
24; 28, 33). Es también enteramente personal porque el
testimonio que esa acción del Espíritu suscita entre los
EL ESPÍRITU DE DIOS 277

siervos del Evangelio, los conduce constantemente al re­


cuerdo del Señor Jesús, a la imitación del Señor, a la
obra del Señor, a los sentimientos del Señor. Jesús mis­
mo, al prometer a los suyos el Espíritu que los haría ca­
paces de dar testimonio de El frente a todas las contra­
riedades (Mt 10, 18-20; Jn 15, 26 -16, 4; Hch 1, 8), les
había anunciado que este Espíritu les descubriría-acer­
ca de su propia persona (de la persona de Jesús)-todo
lo que ellos eran todavía incapaces de comprender: "El
os guiará a toda la verdad; porque no hablará de sí mis­
mo" (Jn 16, 13). Sino que hablará acerca del Padre y del
Hijo, que le han enviado: "El os enseñará todas las cosas,
y os recordará todo lo que yo os he dicho" (Jn 14, 26).
No solamente les recordará algunos detalles olvidados,
sino que principalmente les revelará-en las palabras y
gestos de Jesús-todas las riquezas que hasta entonces
les habían pasado inadvertidas, y les dará la inteligencia
acerca del Señor.

El Espíritu de Jesús el Seftor

El Espíritu consagra para el Señor, el Espíritu habla


del Señor. Hace que se viva y se muera para el Señor.
Pues bien, ¿quién es, para estar tan cerca del Señor?
Sencillamente, es el Espíritu del Señor, el Espíritu de
Cristo. El Espíritu que Jesús da a los suyos no es una ri­
queza de la que El dispusiera, y que se añadiese a lo que
Jesús es. Sino que es su propio Espíritu, el Espíritu de
Dios, el Espíritu que convierte a la humanidad de Jesús
en la humanidad del Hijo de Dios, que convierte cada
uno de los gestos de Jesús en los gestos del Hijo único.
San Pablo, el teólogo, desarrollará esta lógica rigurosa:
"La prueba de que sois hijos es que Dios envió a nues­
tros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama:
¡Abba, Padre!" (Ga 4, 6). Sin aparato lógico, valiéndose
278 J. GUILLET

del simple relato de los acontecimientos, los Hechos de


los Apóstoles demuestran esto mismo con igual fuerza.
En la Iglesia se repiten los gestos de poder y gracia, que
Jesús había llevado a cabo en el Espíritu, durante su vida
mortal: los cojos andan (Hch 3, 1-10; 5, 12, 16; 14, 8-10),
los muertos resucitan (9, 40; 20, 10), los corazones se
convierten (2, 41; 5, 12-16; 10, 44-48; 15, 7-9, 12), la pa­
bra de Dios es anunciada con valentía (4, 13; 5, 20; 9,
27; 14, 3; 28, 31), las amenazas y persecuciones son arros­
tradas con paz y alegría ( 5, 41; 7, 55; 20, 17-38; 21,
10-44). Así, las actitudes mismas de Jesús, sus gestos ca­
racterísticos, sus reacciones más profundas reviven en­
tre los suyos. Es imposible pensar en la persistencia de
costumbres adquiridas mediante el contacto con Jesús, en
una voluntad deliberada de reproducir su existencia. Le­
jos de eso, mientras Jesús estuvo con los suyos, tuvo que
echar mano de toda su autoridad y de la fuerza de su
personalidad para conservarlos en torno a El, en medio
de tantos desvíos e incomprensiones. Hoy, que ya no le
ven, y que por la suerte que El sufrió saben los peligros
a que se exponen, vemos que los discípulos-espontánea­
mente-siguen las huellas marcadas por Jesús, y se asom­
bran de que se les conceda el poder participar en sus
padecimientos. De esta experiencia (que es, propiamen­
te, la experiencia cristiana) San Pablo nos dará una
fórmula inolvidable: "Ya no vivo yo, mas vive Cristo en
mí" (Ga 2, 20). Todas las páginas de los Hechos de los
Apóstoles lo ilustran: el Espíritu que anima a los cris­
tianos es el Espíritu mismo de Jesús.
La experiencia cristiana del Espíritu, vivida simple­
mente en los Hechos de los Apóstoles, reaparece en San
Pablo. Se trata ahora de una experiencia razonada y re­
flexiva, pero idéntica en el fondo. A través de sus mani­
festaciones y efectos, el Espíritu revela quién es El: el
Espíritu de Jesús, el Espíritu del Hijo.
Las manifestaciones del Espíritu son, a la vez, de ina-
EL ESPÍRITU DE DIOS 279

gotable variedad y de continuidad profunda. Con el cris­


tiano, un tipo de hombre nuevo apareció en un mundo
que parecía condenado al fracaso (2 Co 5, 17; Ef 2, 1-5;
4, 24). Mientras que los paganos, corrompidos y sin Dios,
viven bajo la esclavitud de la carne; mientras que los
judíos están sometidos a la letra de una Ley que impone
las exigencias de Dios sin dar el poder de cumplirlas ni
de alcanzar a Dios: el cristiano, aunque sigue viviendo
en la carne (Ga 2, 20), no vive ya según la carne (1 Co 3,
2-3; Ga 5, 16-24; Ro 7, 5). No es la Ley la que le ha li­
brado, porque su letra-norma exterior-sólo puede ma­
nifestar la impotencia radical del hombre para escapar de
la carne y del pecado (1 Co 15, 56; Ro 3, 20). El pecado
y la carne no conducen más que a la muerte (Ro 6, 16,
21, 23; 7, 5), la Ley y la letra matan (2 Co 3, 6; Ro 7, 10),
pero el Espíritu es vida para siempre (Ro 8, 2, 6, 13).
Como el aliento vital en una carne inerte, como la lluvia
sobre una tierra estéril, el Espíritu, al penetrar en un ser
caído y sometido a las presiones de un mundo pervertido,
le hace capaz de producir frutos divinos.
Muchas veces San Pablo se detiene a concretar cuáles
son esos frutos, pensando-¡claro está!-en lo que ha
experimentado en su interior y en derredor de sí. Están
los frutos ordinarios, que no por eso son los menos apre­
ciables. Y, entre los que se citan con más frecuencia, ha­
llamos la paz y el gozo (Ga 5, 22; Ro 15, 13). Hay mani­
festaciones más llamativas, los carismas: tanto más pre­
ciosos cuanto más positivamente contribuyen al creci­
miento y construcción de la Iglesia, a su "edificación",
como dice San Pablo con una palabra que nosotros casi
hemos vaciado de sentido (1 Co 12, 7; 14, 26; Ef 4, 12).
Existen también las fuerzas radiantes del apostolado (2
Co 1, 4; 3, 3; Ga 2, 7-9; Ro 15, 19). Y existe, sobre todo,
la acción unificadora del Espíritu, que es el mismo en to­
dos: la unidad que el Espíritu hace que reine en la Igle-
280 J. GUILLET

sía (1Co 12, 4-13; Fil 2, 1; Ef 4, 4), el don supremo, la


caridad o amor (1Co 13; 2Co 6, 4-10; Ga 5, 22).
El Espíritu que produce tales frutos sólo puede venir
de Dios, no puede ser otro que Dios. Solamente el Dios
santo puede producir esta santidad. Solamente el Dios
Espíritu puede hacer que el espíritu del hombre la pro­
duzca, sin quitarle su iniciativa ni responsabilidad, ha­
ciendo que esa santidad siga siendo su movimiento más
personal. El verdadero nombre de este Espíritu es el Es­
píritu Santo (1 Co 6, 19; 12,3; 2Co13,13; Ro5,5; 15,
16; Ef 1, 14; 4, 30). Pero esta santidad tiene rasgos muy
caracterizados: reproduce siempre la misma fisonomía,
la santidad única de Jesús. Este Espíritu, dado por Dios,
y que nos hace conformes a Jesús, y convierte todos los
gestos de su discípulo en los gestos de Jesús (Ga 2, 20;
Flp 1, 20 ; Col 1, 29). Este Espíritu-digo-es el Espíritu
de Jesucristo mismo (2Co 3, 17; Ga 4, 6; Ro 8, 9; Flp 1,
19), el Espíritu que inspiraba toda su existencia mientras
El estuvo viviendo en nuestra carne, y que le convirtió
-al resucitarle-en el centro santo y vivificante de toda
la humanidad (1 Co 15, 45; Ro 1, 4; 8, 11).
Ahora bien, el secreto de Jesucristo, el secreto que
explica toda su vida y todo su ser, es que El es el Hijo
único y amado. Y la prueba suprema de que nos ha dado
realmente su propio Espíritu, es que nos ha hecho ca­
paces de vivir como hijos del Padre. El cristiano, sin te­
ner de Dios una experiencia sensible, adquiere conciencia
de que una actitud nueva inspira sus gestos, una manera
nueva de considerar la vida, una manera nueva de com­
portarse en la presencia de Dios. Esta actitud es la ac­
titud del hijo. Con toda espontaneidad, el hijo vive ante
la mirada del Padre, aceptando su amor y correspondien­
do a él. ¿De dónde viene tal facilidad y seguridad, ya que
nunca jamás ha visto al Padre, y ya que no puede sentir
siquiera su presencia? Pues viene del Espíritu Santo, el
cual, en medio del silencio, "se une a nuestro espíritu
EL ESPÍRITU DE DIOS 281

para dar testimonio de que somos hijos de Dios" (Ro 8,


16), y que, con un lenguaje intraducible a palabras hu­
manas, le inspira los clamores que pueden llegar hasta
Dios (Ro 8, 26-27), le inspira la oración misma del Hijo:
"¡Abba, Padre!" (Ga 4, 6).
En toda la profundidad de esta acción, el Espíritu aca­
ba de revelarse. En el Antiguo Testamento, el Espíritu
se manifestaba principalmente como un poder divino que
ponía en conmoción al mundo. Su acción, por muy inte­
rior que fuese, permanecía orientada hacia la creación.
Desde luego, su finalidad era la de dar esplendor a la glo­
ria de Dios. Pero aparecía siempre como una acción ve­
nida de Dios y vuelta hacia el mundo, como una acción
que ejecutaba su voluntad, que llevaba su palabra hasta
las extremidades del universo. Esta acción irradiaba so­
bre la creación. El Espíritu que se manifiesta en Jesús
y anima a los cristianos no es ni menos activo ni menos
creador. Pero su obra suprema es orientarlos hacia la faz
de Dios, suscitar en ellos el diálogo con Dios. El Espíritu
no sólo viene de Dios, sino que retorna a Dios, hace ha­
blar a Dios. La revelación del Espíritu termina de intro­
ducirnos en el misterio de la Trinidad. Dios es-a la vez­
el que inspira la oración del hombre y el que la recibe,
Aquel de quien todo desciende-el Padre-, y Aquel por
quien todo vuelve a subir-el Espíritu-. Y esta revela­
ción es la obra de Aquel que ha vuelto a subir al Padre
en el Espíritu, porque había venido del Padre en el Es­
píritu: es la obra del Hijo, de Jesucristo.

J. GUILLET
INDICE
Esquema de la obra. ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... 9
Prólogo.
J. GIBLET ... •.. ... ... ... ... ... ••. ••• •. . 11

EL DESIGNIO DE DIOS . . . . . . . . . 15
La elección o las elecciones de Dios.
J. G IBLET ... ... ... ... ... ... ... • .. • .. 17

Israel, el elegido de Dios . . . . . . . . . . . . 18


Os ha querido Yahvé y os ha escogido ..., 19. -Las
vocaciones particulares, 23. -El Mesías, elegido de
Dios, 25. -Escollos y tentaciones, 26.
Jesús, el elegido de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
Vosotros sois linaje escogido ... pueblo ad-
quirido por Dios . . . . . . . . . . . . • . . . . . 29
Vocaciones apostólicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32
Lo débil del mundo, Dios lo escogió 34
La alianza de Dios con los hombres.
J. GIBLET ... ... ..• ... 37

La primera Alianza . . . . . . . . . . . . 38
Las alianzas humanas, 38. -La Alianza concedida a
Abraham, 39. -La Alianza del Sinaí, 40. -La histo•
ria de la Alianza, 42. -Hacia una nueva Alianza, 44.
286 ÍNDICE

La nueva y eterna Alianza 47


Cristo, nuestra paz, 48. -La Alianza del Espíritu, 51.
-El misterio de las bodas, 52. -Una mejor Alianza
establecida sobre mejores promesas (He 8, 5), 53.
El pueblo de Dios.
J. GIBLET ... ... .. • . • • ... ... • .. ... .. • ... 57
El pueblo de Israel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
El nacimiento del pueblo de Dios, 58. -La comuni-
dad del desierto, 59. -Un pueblo combatiente, 62.
-Las infidelidades del pueblo de Dios, 63. -El Is-
rael futuro, 64.
El Israel de Dios, que es la Iglesia . . . 66
Cristo Jesús, fundador de la Iglesia, 66. -La fe de
las primeras comunidades, 69. -El Cuerpo de Cris-
to, 71. -Hacia la Iglesia celestial, 74.

11. LA REVELACION DE DIOS 77


Santo es el Señor.
A. LEFEVRE ... ... ... ... ... ... 79
Primeros encuentros con Dios, 80. -Moisés y la Ley,
81. -Los profetas frente a la realidad histórica, 82.
-El Santo de Israel es su Redentor (Is 43, 14), 84.
-La predicación de los apóstoles, 85. -Santificado
sea tu nombre, 87. -En la historia personal de cada
uno, 88.
Dios entre nosotros.
A. LEBOISSET • .. . •• 91
El Arca, el Templo de Jerusalén . . . . . . 92
El tabernáculo del desierto y la epopeya del Arca de
la Alianza, 92. -El Templo de Jerusalén y la Mo•
rada magnifica, 93. -El Templo mesiánico y escato­
lógico, 95.
Cristo, verdadero Templo de Dios . . . . . . 96
Jesús y el Templo de Jerusalén, 96. -Jesús es el
Templo nuevo, 97.
La Iglesia, Templo de piedras vivas . . . 99
El cristiano, Templo del Espíritu Santo 100
El Templo celestial y eterno . . . . . . . . . . . . 101
ÍNDICE 287

Dios nuestro Padre.


M. E. BOISMARD •.. 105
Paternidad de Dios en el Antiguo Testamento. El
Exodo, 105. -El profeta Oseas, 107. -Los escritos
posteriores al destierro, 108.-En las proximidades de
la era cristiana, 108. -El Nuevo Testamento. La en­
señanza de Cristo, 109.-La primera reflexión cris­
tiana, 112. -La reflexión ulterior. San Juan, 115.
-La reflexión ulterior. San Pablo, 116.

111. LAS EXIGENCIAS DE DIOS 119


Bienaventurados los pobres.
A. GELIN ••• ••• ..• ... ... .•• ... 121
La pobreza que libera, 123.-La pobreza de alma,
124. -Jesús, el heredero, 127.
Creer en Dios.
X. LÉON-DUFOUR ••• ••. •.• 129
El padre de los creyentes ... ... ... ... ... 131
Creer en Dios que promete, 131. -La fe puesta a
prueba, 133.
La fe de Israel ... ... ... ... ... ... ... ... ... 134
Las murmuraciones de los hebreos, 135. -Israel in-
fiel, 136.
Jesús se presenta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... 138
En la Iglesia naciente . . . . . . . . . 141
San Pablo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... 142
Salvos en esperanza, 142. -Por la fe sola, 145.
San Juan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... ... ... 147
Hombres de fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... ... ... 150

Servir a Dios.
A. LEFEVRE ... ... . .. .. • •.. •.. .• • ... • .. . . • •.. 153
La Creación, 154. -La Ley, 155. -Los Profetas, 157.
-«Tu santo Siervo Jesús» (Hch 4, 27, 30), 159.
-«Servíos por amor los unos a los otros» (Ga 5, 13),
161. -Conclusión, 162.

IV. LA FIDELIDAD DE DIOS 165

El pecado de los hombres.


c. SPICQ ••• ••• •.. .•. ••• ••• 167
288 ÍNDICE

La convers1on retorno a Dios.


J. PIERRON ... ... ... ... ... 181
Vocabulario, 182. -Las liturgias de arrepentimiento,
183. -Amós: la conversión, cuestión de vida o muer­
te, 184. -Oseas: el amor perdido que hay que vol­
ver a hallar, 185. -Isaias: conversión y confianza
incondicional en Dios, 186. -Jeremías: romper y re­
cibir un corazón nuevo, 188. -Ezequiel: la conver­
sión de todos los instantes, 190. -Universalismo de
la conversión, 190. -La conversión en el pensamien­
to judío con posterioridad al destierro, 191. -El men­
saje de Juan Bautista, 192. -El mensaje de Jesús,
193. -El mensaje cristiano primitivo, 194. -La teo­
logía de San Pablo, 195.-El pensamiento joáni­
co, 199.
La retribución.
SoR JEANNE o' Aac 201
La retribución colectiva 201
El misterio del más allá, 203.
La responsabilidad personal 204
Ezequiel, 204. -Un callejón sin salida, 205. -El fon­
do de la noche: Job, 206. -Preparando el terreno:
el Eclesiastés, 207.
La vida eterna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 208
Presentimientos: los Salmos, 208. -La resurrec-
ción : los Macabeos, 209. -La inmortalidad: la
Sabiduría, 209.

La síntesis cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211

Mérito personal y comunión de los santos, 211.-Vic-


toria sobre la muerte, 211. -El sentido del sufrimien-
to, 212. -La recompensa, 213.

v. LA VICTORIA DE DIOS 215


El Mesías de Dios.
A. GELIN ... ... 217
El Mesías-Rey, 220. -El Mesías profeta: Salvador y
«pobre», 226. -La venida de Dios, 229. -El Hijo del
hombre, 231. -¿ El Mesías-Sacerdote?, 233. -Jesús, el
Mesías-Dios, 235.
ÍNDICE 289

Exodo, marcha hacia Dios.


M. E. BOISMARD . . . • . • • •. 237
El Exodo o salida de Babilonia, 238. -El bautismo,
nuevo Exodo. San Pedro, 240. -San Pablo, 241. -San
Juan, 242. -La liberación escatológica, 245.
El Reino de Dios.
A. DESCAMPS . . . . •. 249
El Espíritu de Dios.
J. Gu1LLET • . • • • • • • . . . . ..• • .. • • • • • • • .. • • • •• • 267
Los símbolos naturales, 268. -El Espíritu de Dios en
el Antiguo Testamento, 270. -Jesús y el Espíritu,
273. -Jesús dispone del Espíritu, 274. -El Espíritu
de Jesús el Señor, 277.

Nada obsta: Dr. Eduardo Sánchez, Can. Magistral, Censor.-Valladolid, 11 sep­


tiembre 1965. Puede imprimirse: Lic. Modesto Herrero, Vlc. Gral.-Lo decretó
Y firma S. Sria. Ilma. de que certifico: Lic. Ramón Hemández, Canc. Srlo.

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