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Visualizo con claridad cuando ella dejó de respirar: su cuerpo tirado


sobre la vereda. Sus ojos ya no demostraban pánico. Reconocí en ellos
una especie de letargo, muy parecido al que se impone en mi mirada
ahora. Tal vez me detuve a contemplarla unos minutos. Quizá me
retiré al momento de verla morir.
Repito la escena una y otra vez en mi memoria. Trato de ver si
algo parecido a la pena aparece en mi cuerpo, pero no hay nada, no
siento nada. No importa cuántas veces lo recuerde —la bala en su
pecho, ella cayendo lentamente—, no siento nada.
Una persona normal no actúa como yo, no reacciona así. Alguien
normal estaría sumido en la tristeza y el arrepentimiento al observar
la muerte de la persona que ama. Yo no soy así. Antes lo era, pero ya
no. ¿Qué soy ahora? Hay miles de respuestas en mi mente. Ninguna
es más fuerte que las otras. No me puedo concentrar.
Ahora la imagino mientras duerme en el sofá de nuestro hogar. Se
ve linda en esa posición. ¿Seguía siendo linda luego del disparo? Nun-
ca la veré de nuevo a mi lado. ¿Qué pasará con su cuerpo? ¿Alguien la
encontrará? Quizá ya se la llevaron.
Las voces se enloquecen. Quiero que se detengan todas esas pa-
labras. ¿Qué hacía antes para enfocar mi mente? Trabajaba con la es-
critura: artículos, notas de prensa, columnas; eso es lo que hacía. Si
continúo escribiendo…, tal vez logre el silencio que busco.
Mi mente regresa a ella, a su cuerpo inerte. El charco de san-
gre sobre su pecho y detrás de su espalda, sobre la vereda, se hace

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enorme poco a poco. Quiero cerrarle los párpados como hacen en
las películas.
Otra escena se dispara en mi mente. Acabamos de salir de una
obra de teatro. Le encantaba el teatro. Mientras caminábamos, senti-
mos mucho frío. Nos detenemos para comer churros con chocolate
caliente. Apenas pasé el primer bocado, la vi sonreír y le dije “te amo”
por primera vez. “Yo también te amo”, me contestó. Dos semanas
después de aquello, nos mudamos juntos, al piso donde me encuentro
ahora mismo, tratando de entender si aún tengo algo de humanidad.
Algunas imágenes me golpean sin tregua: mi padre dándome un
pincel, mi colegio, mi trabajo, todo se está creando como una jauría
de voces e imágenes en mi mente. ¿Cómo controlo todo esto? Inten-
taré escapar del bullicio a través de la escritura.

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Comenzó en Malasia, en la ciudad de Kuala Lumpur, hace aproxi-


madamente nueve meses. Lo mismo que toma la creación de un ser
humano.
Que el mundo entero, la humanidad en su totalidad, cambie en
solo nueve meses, era extraño. Pero pasó. Todos sabemos cómo suce-
dió aunque aún no lo hayamos comprendido, al menos yo no. ¿Por
qué escribir sobre esto? Quizá es la jauría de voces que me lo pide, la
jauría que se remueve como un huracán antes de tocar tierra.
¿Alguien leerá esto? Tal vez pronto desaparecerán todas las per-
sonas de la Tierra, pero qué importa. Seguiré escribiendo, tal vez, por
respeto a la persona lúcida que fui. Será una especie de último adiós.
Los periódicos locales de Kuala Lumpur no le dieron mucha co-
bertura en un principio. Era natural y hasta razonable. Se trataba de
unos cuantos casos, una fiebre extraña, no mortal, que dejaba a las víc-
timas como sujetos dispersos. Cuando los infectados llegaron a trein-
ta, recién algunos medios malayos tomaron interés: una familia entera
de ocho personas; los padres y sus cuatro hijos, incluyendo un niño de
tres años; un doctor, tres jóvenes universitarios, un alto ejecutivo de
una reconocida empresa de tecnología; entre otros.
¿Debería seguir escribiendo? ¿Eso hubiera querido la persona
que fui? Una persona adulta hubiera podido preguntarse esto: ¿Qué
pensaría mi yo de quince años de tal o cual decisión? Y no encon-
traría una respuesta clara, a pesar de ser, supuestamente, la misma
persona. ¿Lo son? Técnicamente no comparten el mismo conjunto

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de células. Pueden tener perspectivas, ideales, valores u objetivos di-
ferentes. Entonces, solo son personas que comparten un inicio, un
origen, nada más.
Si sigo el hilo de los sucesos que cambiaron el mundo, espero que
esto, lo que sea que estoy relatando, tenga sentido. ¿Otras personas
estarán escribiendo algo parecido? Quiero saber si ellas están redac-
tando algo mejor que esto. Necesito compararme. Las voces me piden
compararme.
Raro y extraño eran las palabras más empleadas para reportar la
enfermedad. Los primeros síntomas: un repentino bajón de presión,
escalofríos y dolor de cabeza. Estos continúan con la famosa fiebre de
cuatro días (luego el proceso se redujo a un par de horas y después
a unos veinte minutos), que usualmente alcanza los 41 grados y no
se detiene hasta sumir en la inconsciencia a la víctima. Cuando pasó
de cincuenta casos y comenzaban a reportarse nuevos pacientes cada
día, la comunidad médica malaya se puso en marcha para demostrar
que el mundo desarrollado había llegado a ese sector del país asiático
y también para suprimir el adjetivo “extraño” de toda esa situación.
Esto último no lo lograron. “No es mortal, no hay de qué preocupar-
se” fueron algunas frases del anuncio oficial del Ministerio de Salud
malayo ante la creciente angustia de la población. No fue un alegato
falso. Lo que ocurría con esas personas no era fatal, pero las autori-
dades no ponían énfasis, en un inicio, a lo que pasaba una vez que la
fiebre desaparecía. ¿Cómo culparlos? Cuando se preguntaba a los pa-
cientes al salir del hospital sobre cómo se sentían, la respuesta a secas
era “bien”, sin detalles, sin sutilezas.
Escribir está callando a las voces.
Después de tres semanas del brote inicial en Kuala Lumpur, se
presentaron los primeros casos en Penang y en Malaca, otras ciuda-
des de Malasia. Las notas en medios internacionales se multiplicaron
como hongos. La palabra “virus” también emergió, pero fue desacre-
ditada casi de inmediato. Una infección viral no presentaba esos sínto-
mas. Además, la comunidad médica internacional tenía claro que un
virus no podía afectar la personalidad de los infectados.

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Recuerdo que la primera persona que llamó la atención sobre el
estado de los pacientes después de la desaparición de la fiebre fue la
esposa de un famoso empresario, antes de que ella misma presentara
los síntomas. “Mi esposo no es el mismo”, dijo en la radio. “Algo ha
muerto en él”.
Me parece interesante cómo la gente tenía esa manía de encapsu-
lar a las personas en adjetivos: que es “agradable” o “graciosa”, “odiosa”
o “deshonesta” o, peor aún, que esta otra es “buena” o “mala”. Si una
persona tiene tantas dificultades para conocerse a sí misma —ahora
lo sé más que nunca—, ¿cómo se podría esperar que otras personas
lleguen a conocerla? Pero los seres humanos simplificamos todo. Si no
lo hacíamos, ¿cómo hubiéramos podido sobrevivir?
“Algo ha muerto en él”. Esta declaración despertó el interés de los
medios de prensa quienes comenzaron a acechar a los círculos sociales
de los primeros infectados. Para ese momento, el número de pacien-
tes había llegado a doscientos en seis ciudades diferentes de Malasia.
Todo esto en menos de un mes y medio. También se pensaba que ya
habían surgido —después se confirmó— los primeros casos interna-
cionales: dos en China, tres en la India y uno en Singapur. La Organi-
zación Mundial de la Salud (OMS) declaró que estaban investigando
los casos, pero que estos, al no mostrar complicaciones fisiológicas
severas, no ameritaban acciones radicales. No querían provocar más
pánico. “Necesitamos más información para tomar decisiones” fue la
respuesta de algunos gobiernos asiáticos.
Mi mente está tranquila, debo seguir reproduciendo esta historia.
Al estar recibiendo cada vez más reflectores mediáticos, el Minis-
terio de Salud de Malasia ordenó un monitoreo casi continuo a toda
persona que haya presentado los síntomas, sin importar el tiempo que
haya pasado desde la desaparición de la fiebre. Todos los exámenes re-
sultaron anodinos: aparato respiratorio, gástrico, estímulo a músculos,
la epidermis, etc. Todo concluía que aquellas personas estaban sanas.
Un reportaje local se enfocó en recolectar opiniones de familiares
y amigos cercanos de los pacientes que pasaron por la fiebre. Fue
difícil conseguir ese reportaje con subtítulos, pero recuerdo algunas

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tomas. En la primera, una madre llora, porque su hijo ya no sonreía.
Al ver esta escena me pregunté por qué una persona feliz automática-
mente se consideraba normal. En otra, una joven avergonzada decía:
“mi novio ya no quiere hacer el amor conmigo”. Una madre afirmaba:
“Mi hija no disfruta su comida”. La esposa del empresario decía de su
pareja que “su trabajo era su pasión y ahora no siente nada por él”.
Un apenado muchacho sostenía: “Desde que mi padre salió del hos-
pital, pasa todo el día sentado mirando hacia la ventana de la sala”. El
reportaje se complementó con entrevistas a los dos únicos pacientes
quienes pertenecieron al primer grupo de infectados y que accedieron
a presentarse ante la prensa.
Un compañero de oficina y yo estábamos sentados uno al lado
del otro viendo la pantalla y tomando notas. Salió en escena el prime-
ro de los infectados, un joven de aproximadamente veinte años, pelo
frondoso y muy negro, peinado con una clarísima raya al costado,
camisa blanca planchada, manos cruzadas, labios delgados, tez ligera-
mente oscura y algo brillosa. Creo que, cuando vi sus ojos, pensé que
algo faltaba en ellos, pero ya no lo recuerdo bien.
Ahora, si mirara de nuevo a los ojos de ese joven, no pensaría
que son diferentes a los que he visto tantas veces, pero en ese momen-
to algo dentro de mí soltó una alerta, un anuncio, inclusive un golpe
que me suplicaba prestar atención a esa mirada. ¿Qué les faltaba?
¿Los ojos contienen cosas? O, para ser más preciso, ¿muestran cosas?
Tenía presente los cuantiosos dichos populares sobre las virtudes de
descifrar una mirada: los ojos son la ventana hacia el alma, una per-
sona no puede mentir con los ojos. Tal vez aquellos eran ventanas
cerradas o quizás estaban abiertas, pero al otro lado no había nada,
no había un alma.
¿Yo tengo un alma? Por lo que hice, muchas personas me llama-
rían desalmado.
“Esos ojos no tienen vida ni brillo”, le quise decir a mi com-
pañero, pero no lo hice. Eran como esferas inertes sin función, sin
dirección y moribundas: veían pero no se enfocaban, no se expresaban
y no se relacionaban.

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La cámara enfocaba al personaje, mientras la reportera daba
detalles sobre su vida: profesión, familia y otros datos. La pantalla
encuadró el rostro de la reportera mientras anunciaba el inicio de
la entrevista.
—¿Cómo se siente?
—Bien
—¿Todo está bien con su salud? ¿No tiene dolores, mareos o al-
gún tipo de escozor?
—No, no tengo nada de eso.
—¿Se siente la misma persona?
—No sé. Es difícil saberlo.
—Su madre y su hermana dicen que usted no es la misma perso-
na, que la enfermedad lo ha cambiado.
Se mantuvo en silencio y no respondió.
—Entonces, ¿usted cree que la fiebre cambió en algo su perso-
nalidad?
—Yo, bueno, tal vez… Yo, ya no… ya no sufro por la muerte de
mi padre.
—¿A qué se refiere con que ya no sufre por la muerte de su padre?
—Mi padre murió hace un par de meses. Fue muy difícil para
nosotros en la casa. Yo sufrí mucho. Todos los días me despertaba
pensando en él y lloraba. Estaba decaído, muy triste, no tenía fuerzas
para ir a la universidad, pero, una vez que me desperté en el hospital,
esa pena había desaparecido. La imagen de mi padre seguía, pero ese
vacío ya no estaba. Bueno, aún conservo una especie de vacío.
—¿La enfermedad le quitó la tristeza?
—Tal vez. Antes no podía entrar a su cuarto sin llorar. Ahora lo
hago, veo sus fotos y no siento nada. Al principio me pareció muy
raro. Incluso me pregunté por qué ya no sentía pena. Comencé a pen-
sar en muchas razones, pero al final solo lo acepté. Puedo parecer una
mala persona, pero no puedo forzarme a sentir algo que ya no tengo.
—Entonces, ¿considera que la enfermedad le hizo bien?
—Puede ser. No sé si puedo explicarme bien… Creo que
me siento más liviano, pero, a la vez, mis pensamientos no fluyen

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rápidamente. Es como si tuviera que pensar todo más detenidamente
para entender qué está pasando a mi alrededor y dentro de mí.
—¿A qué se refiere con que sus pensamientos no fluyen rápida-
mente? ¿Nos quiere decir que de alguna forma la enfermedad afectó
sus capacidades intelectuales?
—No, no creo, es decir, no tengo problemas, digamos, para en-
tender los libros de la universidad. Lo que leo lo entiendo, pero hay
algunos cosas, no sé... Pero me siento bien. No tengo molestias. Solo
tuve el dolor de cabeza en un inicio, pero ahora no me siento enfermo.
La pantalla se puso negra por unos cuantos segundos. Luego
apareció una señora con un círculo pintado de rojo en medio de
sus cejas, al inicio de la frente. Cincuenta años, con cabello negro,
pincelado por canas plateadas, las cuales estaban echadas hacia atrás
formando una trenza. La piel de su rostro era opaca y se notaba sua-
ve, aún en los contornos de su boca y en la frente donde se dibuja-
ban delgadas arrugas casi estilizadas. De sus oídos colgaban discretos
aretes dorados que se mantenían inmóviles por la rígida postura de
la cabeza. Llevaba puesto un sari cuyo paño sobre el hombro y brazo
izquierdo era de un naranja brillante con dibujos de flores amarillas
y tapaba una enagua de color celeste. La piel alrededor de los ojos,
cafés ligeramente caramelo, era sutilmente más oscura que en sus
mejillas. Le mencioné a mi compañero que la mirada de la señora te-
nía cierta similitud con aquella del joven infectado. Era una mirada
que parecía observar al mundo por primera vez, pero que encontra-
ba un mundo que no le causaba asombro, sino más bien confusión.
Estaba sentada rectamente con las manos cruzadas, como si esperara
alguna clase de acusación.
—Señora, gracias por aceptar nuestra invitación al programa. Sa-
bemos que su familia se llevó un gran susto cuando usted perdió el
conocimiento hace un par de semanas. ¿Cómo se siente ahora?
—Bien, todo está bien.
—¿Nos podría relatar, por favor, cómo fue su experiencia durante
la enfermedad?
—¿Experiencia?

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—Sí, que nos explique cuáles fueron los síntomas, lo que sintió y
cualquier otra cosa importante que nos quisiera contar.
—Cuando me vino… eso, creo que estaba…, sí, estaba haciendo
las camas de mis hijos y me sentí un poco mareada, como si la luz
del sol se hubiera ido de repente y entonces me asusté y me senté. La
cabeza comenzó a dolerme.
—¿Cómo era ese dolor?
—¿Cómo era?
—Si era punzante, continuo o en un lugar específico.
—Era fuerte. A veces se hacía más fuerte, pero después bajaba y
era en toda la cabeza, creo. Sí, era en el centro, era en toda la cabeza.
—Y de ahí tengo entendido que vino la fiebre, ¿verdad?
—Sí, mi frente se puso muy caliente. Mis hijos se preocuparon y lla-
maron al doctor. La pastilla que me dio no funcionó. Por eso me llevaron
al hospital. Ahí, en la entrada, me caí. Creo que dicen que me desmayé,
que perdí el… Sí, me desmayé y cuando desperté estaba en una cama en
un cuarto. Había cuatro personas en camas blancas. También estaba mi
hija mayor. Ya no me dolía nada y mi frente ya no estaba caliente.
—¿Sabía que se trataba de una enfermedad que está afectando a
muchas personas?
—Creo que algo me dijo el doctor, pero no lo sé.
Había visto miles de entrevistas y las personas que eran entre-
vistadas por primera vez compartían ese temor escénico natural que
aparecía al sentirse acorraladas, con la idea de que un sinnúmero de
hombres y mujeres los están observando, pero esa señora no tenía esa
reacción. Ella solo se veía desubicada y confundida. No quería estar
ahí, pero no había muestras de miedo en su mirada.
—Señora, siento preguntarle esto, pero ¿usted sigue queriendo a
sus hijos?
—¿Si sigo queriendo a mis hijos?
—Sí, ¿sus sentimientos hacia sus hijos cambiaron algo después
de la fiebre?
—Mis hijos… Pero si son mis hijos… Una madre siempre quiere
a sus hijos.

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—Entonces, ¿usted los quiere tanto como antes de que fuera hos-
pitalizada?
—Yo, claro, son mis hijos, yo siempre… Soy su madre. Claro que
siempre los voy a querer.
—Señora, sus cuatro hijos me dijeron que usted había cambiado
después de la hospitalización. Antes usted era una madre muy cariño-
sa, que sonreía mucho, que siempre estaba besando y abrazándoles,
que siempre tenía la casa impecable, que le encantaba cocinar para
su familia, pero que todo eso ya no es lo mismo ¿Qué puede decir al
respecto?
—Es que no entiendo. Creo, tal vez, que he dejado de despertar-
me tan temprano y un par de veces se me ha quemado el arroz, pero
es que, yo ya no estoy joven, una mujer de mi edad está muy distraída.
Además… Bueno...
—¿Y sobre el punto de que usted ha dejado de ser cariñosa?
—Sigo dándoles besos, pero es que al ir al hospital… sí, todo esto
de la enfermedad me dejó asustada, y por eso estoy tan descuidada,
pero estoy bien, sí, estoy bien.
—Pero, señora, usted no se ve asustada.
—Pero, debo, debo de estarlo… sí, lo estoy, es la razón por la que
estoy actuando así, lo estoy, estoy asustada, tiene que ser así.
—Bueno, señora, entonces qué me puede…
—Me gustaría irme.
Por la ventana puedo ver ahora mismo una nube de humo salien-
do de un edificio, tal vez a un par de manzanas de aquí. Me parece
irreal que las ansias de control de las personas puedan estar causando
tanta destrucción. ¿Qué estarán haciendo otros para salvarse? Quiero
compararme, quiero comparar mi vida con aquellas de otras personas
que están sobreviviendo. Dejé la camioneta a la entrada de mi edificio.
Alguno de ellos la va a reconocer. No creo que haya cerrado la puerta
con llave. Ya no me importa.

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Vi esa linda sonrisa por primera vez bajo una sombrilla, en una pla-
za, en la mesa que compartía con una compañera de trabajo. Era la
amiga del colegio de mi colega y tomaban tintos de verano ese día.
Me pareció guapa, sí, pero lo que más me llamó la atención fue cómo
cambiaba todo su rostro al mostrar una sonrisa. Era como si cada uno
de sus músculos arriba del cuello se accionaran cuando ella mostraba
felicidad. ¿Cuándo fue la última vez que sonreí?
Hicimos una buena conexión al hablar sobre nuestra pasión por
la comida picante. Un tema tan banal inició una relación que duró
más de tres años, un vínculo que terminó ayer, ¿antes de ayer?, con
un disparo.
Nos quejamos de la falta de picante en nuestra gastronomía. Ha-
blamos sobre nuestros paseos al sur de la ciudad donde la comunidad
de Bangladesh había creado decenas de tiendas donde uno puede, o
podía, comprar condimentos, salsas e incluso frutas que seguro dis-
paraban papilas gustativas que nunca se habían activado para muchas
personas en esta ciudad.
La primera vez que le cocine fue algo sencillo: espagueti a la car-
bonara. Siempre preparé eso en primeras citas. Me parecía el plato
más sencillo de hacer. Pero, en esa ocasión, le eché una salsa de chiles
scorpion moruga, uno de los más picantes del mundo. Ni yo lo había
probado antes de esa noche. No le dije nada.
Lágrimas, flujo nasal, risas, mejillas coloradas; ese ardor no
desapareció por más de quince minutos. Tomamos leche. Incluso ella

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mencionó la posibilidad de ir al hospital. Solo pudimos comer un
quinto de la pasta. Tuve que tirar el resto a la basura. Al final, pedimos
pizza. Siempre nos reíamos cada vez que contábamos la historia de esa
noche. Quisiera extrañarla.

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