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LA ESCUELA Y LAS CULTURAS POPULARES

CLAUDE GRIGNON

En general se pueden distinguir dos tipos de pedagogías: las pedagogías legitimistas y las pedagogías relativistas.

1. Pedagogías legitimistas

Estas pedagogías reenvían a un particular tipo de objetivo y de proyecto de las clases dominantes en relación con las
clases populares. En general consiste en un proyecto de integración que pretende civilizarlas, educarlas, moralizarlas y
socializarlas. Este proyecto de integración puede conducir a una política de asimilación: obligar a las clases populares a
conformarse a un modelo standard, que de hecho es el modelo pequeño burgués. Este proyecto comenzó a aplicarse en
Francia en los dos últimos decenios del siglo XIX y se difundió bajo una aureola progresista, ilustrada, filantrópica y "de
izquierdas": “Cuando se abre una escuela se cierra un presidio”. Se enfrentó a la actitud conservadora que consideraba a
las clases laboriosas como clases peligrosas, y que las excluía, en tanto que bárbaras, expulsándolas de la sociedad, de la
cultura, de la civilización. La Escuela, la enseñanza obligatoria y gratuita,, es por tanto la punta de lanza de esta política
de integración que refleja un cambio profundo en la actitud general de los dominantes en sus relaciones con las clases
populares (se pasa de una concepción dominocéntrica a una concepción dominomórfica de la sociedad).
Las pedagogías legitimistas se armonizan también muy bien con el desarrollo del ideal y de la ideología meritocrática. La
Escuela, en la medida en que debe clasificar a los niños en función de sus cualidades intelectuales y morales, es el
instrumento y la garantía de un orden social justo y fundado en "la razón" (selección de una élite mediante un sistema
de exámenes y de pruebas como contrapunto del sufragio universal). El héroe de estas pedagogías es el becario, para
quien el éxito social pasa por el éxito escolar.
Las pedagogías de inspiración legitimista cuentan en su haber el hecho de ser realistas ya que presentan una afinidad
con la estructura y con las funciones sociales de un sistema de enseñanza que "reproduce" --en los dos sentidos del
término- la jerarquía social de los saberes y de las culturas: dicho sistema contribuye a perpetuar esta jerarquía al mismo
tiempo que la refleja. Estas pedagogías se adecuan bien tanto a la jerarquía escolar de los diferentes niveles de
enseñanza, de las secciones, de los títulos, de los centros; de los programas escolares, como a la jerarquía social
existente entre las culturas. En la medida en que reconocen estas jerarquías, estos modelos de enseñanza son los que
parecen más aptos para reducir las desigualdades sociales ante la cultura culta, para aliviar los hándicaps culturales que
pesan sobre los niños procedentes de las clases populares. Se caracterizan por ser pedagogías voluntaristas, que valoran
el esfuerzo, el amor por el trabajo y la lucha contra las dificultades, en fin, ayudan a los niños de las clases populares a
dotarse de un ethos ajustado a un proyecto de promoción social. Es preciso sin embargo tener una clara conciencia de
sus límites.
La crisis que golpea actualmente en Francia a la enseñanza popular, crisis que se traduce en una verdadera
"desescolarización" de los niños provenientes de las capas más desfavorecidas, concretamente los hijos de emigrantes,
casi nos hace añorar "los buenos viejos tiempos" del Certificado de Estudios Primarios, de las Escuelas Primarias
Superiores, de la tabla de multiplicar y de los concursos de becas. Pero contra este humor retro (que coincide con la
reaparición en la izquierda del militarismo y de la ideología patriotera) conviene recordar que el éxito de una pequeña
élite de "triunfadores" va acompañado de la relegación y la masiva eliminación de los niños procedentes de las clases
desfavorecidas y que este éxito excepcional legitima dicha eliminación al situar a la Escuela más allá de toda sospecha.
Incluso si admitimos que la Escuela permite incrementar considerablemente la movilidad social a través de los títulos
escolares (cosa que en Francia está lejos de suceder dado el carácter enormemente selectivo desde un punto de vista
social de algunas filiales que, como las Grandes Écoles, son la puerta que da acceso a las posiciones dominantes), no por
ello deja de contribuir a la reproducción de la estructura y de las jerarquías sociales, a la reproducción de la jerarquía
existente entre los saberes, entre las competencias y entre las culturas.
Las pedagogías de inspiración legitimista engendran la ilusión de que todos los niños tienen, en principio, iguales
oportunidades de movilidad cultural ascendente, la posibilidad de escalar todos los grados de la jerarquía existente
entre las culturas (la ilusión de portar el birrete académico, semejante a la ilusión del soldado raso de cambiar la
cartuchera por el bastón de mariscal). Pero en realidad no son ajenas a los mecanismos de relegación que encierran a
los alumnos delas clases populares en ratoneras (las pedagogías populistas, derivadas de pedagogías de inspiración
relativista de las que hablaré más tarde, no son pues las únicas que engendran ghettos).
Las pedagogías legitimistas, como muestra claramente el caso de la enseñanza profesional, conducen a los niños de las
clases populares a reconocer la ilegitimidad de las culturas dominadas y de sus propias prácticas, a imputar su fracaso
escolar a su propia insuficiencia de dones y de méritos, a interiorizar la idea de que existe una jerarquía legítima de
saberes, y todo ello sin proporcionarles realmente el acceso a la cultura legítima.
Esas pedagogías están marcadas además por un etnocentrismo cultural que las obliga a medir constantemente las
culturas dominadas por el rasero de la cultura legítima (confundida con frecuencia con la cultura dominante) y a
negarles la menor autonomía simbólica. Tienen tendencia a considerar los saberes, las prácticas, las formas de hablar y
los gustos populares por defecto, de forma puramente negativa, como no-saberes, como carencias de lenguaje, ausencia
de buenos modales, falta de gusto, etc.; son inseparables de un proyecto de reforma y de corrección de la "naturaleza"
popular. En su época militante han sido el instrumento por excelencia de la liquidación de ciertas formas de cultura
popular, tales como la cultura campesina, las formas de hablar y los dialectos locales, denunciados como atrasados,
como obstáculos para el progreso, etc.
Esta deriva miserabilista hace que las pedagogías de inspiración legitimista sean masoquistas y mutilantes para la
pequeña élite de supervivientes, para los becarios, que deben pagar su éxito social con una ruptura respecto a su medio
de origen (cf. lo que dice R. Hoggart). Para la mayor parte de los niños provenientes de las clases populares estas
pedagogías acentúan su carácter imperioso, altivo, autoritario, huraño, desconcertante y brutal. La incomprensión y
ceguera de que dan muestra en relación con la cultura de origen de los alumnos de las clases populares es sin duda una
de las causas esenciales del fracaso escolar de dichos alumnos. La pedagogía tradicional los transforma así
infaliblemente en malos alumnos porque, por definición, renuncia a los medios para comprenderlos. Todo lo que la
teoría del hándicap cultural dice acerca de la forma errónea, según la cual los alumnos de los medios desfavorecidos
descifran la Escuela, puede y debe decirse acerca de la forma en que la Escuela descifra las respuestas que estos
alumnos le dirigen. Nada en la formación inicial de los maestros les enseña a descifrar un comportamiento infantil de
forma adecuada en función de lo que hoy se sabe sobre la cultura de la calle, los valores de los grupos de iguales, las
culturas familiares de los inmigrantes... Y nada en la práctica de su oficio les ayuda posteriormente a percibir que un
comportamiento en apariencia “aberrante”, visto así por un error de desciframiento por parte de la cultura escolar,
puede encerrar buena voluntad, ingenio, virtuosidad interpretativa y expresiva.
Además la Escuela tiende a privilegiar ciertas formas de cultura culta; la cultura legítima a la que se refieren las
pedagogías legitimistas se confunde con frecuencia, de hecho, con la pedagogía dominante más consagrada y más
conservadora. La Escuela en tanto que institución de conservación cultural está abocada a hacer suyo el prejuicio
aristocrático según el cual la actividad intelectual es un ocio reservado a aquellos que no están obligados a trabajar.
Valora las formas de cultura más alejadas de los valores populares, la llamada cultura general, los saberes
“desinteresados”, la relación distante y diletante con la cultura, el consumo cultural ostentoso; y desvaloriza como
“poco utilitarios” los saberes útiles, la cultura técnica, la cultura ligada a los oficios, y al aprendizaje, es decir, las formas
de cultura más afines al ethos popular del trabajo, ligada a determinadas nociones populares que son las mejor
adaptadas al proyecto de inserción profesional de los alumnos provenientes de los medios desfavorecidos. Esta
tendencia es más frecuente sin duda en los países de cultura latina y de tradición católica, pero podemos encontrarla
también en los países anglosajones incluso en aquellos caracterizados por un fuerte utilitarismo (cf. Oxford).

2. Pedagogías relativistas

El relativismo cultural es en consecuencia la condición necesaria para una pedagogía menos primitiva, mejor adaptada,
ya que está mejor informada, es más benévola, más comprensiva, más evolucionada, más justa en suma, respecto a los
niños provenientes de las clases populares, y la única capaz de hacerles la Escuela menos extraña, menos despreciativa y
menos hostil.
Pero es necesario estar muy atentos a la deriva populista que acecha en todo momento a la elaboración y la aplicación
de las pedagogías relativistas. En vez de tener en cuenta la alteridad y la autonomía simbólica de las culturas dominadas,
y de sacar las consecuencias prácticas, con frecuencia se produce la veneración y fetichización de una pretendida
“identidad” popular. Hablar de “identidad”, cuando se trata de los dominados, podría ser una nueva forma de hablar de
su naturaleza o de su esencia. Bajo la apariencia de respetar esta “identidad”, infantil, popular o regional, no se ha
tardado en encerrar a los niños de las clases dominadas en enclaves, en “reservas” escolares, en “ghettos” recreativos,
para infligir así un desmentido puramente simbólico al mundo real del que constituyen el reverso lúdico. Estos nichos
que continúan, y con razón, funcionando como nasas, no son acondicionados en función de un conocimiento real de los
intereses y de la cultura de origen de aquellos a los que se destinan, sino en función de la representación que las
fracciones intelectuales de las clases medias tienen del Pueblo y del “alma” popular. El etnocentrismo de clase que esto
implica se manifiesta en la valoración que hacen de la “espontaneidad”, la “sensibilidad” y la “creatividad” populares —
una manera menos directa y más insidiosa, de reservar la abstracción y la capacidad de razonamiento para las clases
dominantes—. En este caso, como en otros, la trampa del populismo consiste en negar a las clases populares la
autonomía que generosamente parecía concederles en un principio. De hecho decide, en función de criterios y de
valores que pertenecen a la cultura dominante, lo que es interesante en las prácticas y en los usos populares y aquello
que no lo es, lo que tiene valor y lo que no vale nada, lo que no vale nada, lo que merecer ser resaltado y rehabilitado y
lo que no tiene ningún mérito. Existen muchas posibilidades de que los aspectos de las culturas populares que
seleccione. el populismo y ponga de relieve no sean los que las gentes de las clases populares consideran interesantes e
importantes; existen incluso muchas probabilidades de que la predilección populista se dirija hacia aquellos rasgos de la
cultura popular que las clases populares consideran, con razón, fútiles o desagradables.
La pedagogía legitimista exigía, y exige todavía hoy, a los niños de las clases populares que rompan con la cultura de su
clase de origen; y la pedagogía populista, con el pretexto de invertir la jerarquía existente entre las culturas, los encierra
en su cultura dejando intactos sus hándicaps respecto a la cultura culta: ¿Para qué esforzarse en proporcionarles los
medios de acceder a una cultura tan abstracta, árida y seca si están así mejor? Desde esta perspectiva la restauración
populista de las formas de hablar y de las “tradiciones” populares y regionales me parece tan etnocéntrica como su en
erradicación legitimista.

Traducción: Julia Varela

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