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CRONICAS DESDE EL INFIERNO

Bajo las bombas


Gustavo Sierra fue el enviado especial de Clarín a la guerra de Irak y realizó una cobertura única para
la prensa argentina. En Bajo las bombas, el libro que aquí se anticipa, Sierra evoca, con la calidad
narrativa de los grandes relatos épicos, una guerra que tuvo en vilo al mundo. Que fue el escenario de
los fanatismos de una dictadura y de un imperio, del choque de civilizaciones, del dolor de muchos
miles, de la muerte de varios periodistas y del saqueo del patrimonio de una cultura milenaria. Este
libro, con fotos de Juan Ferrari, sumergirá a quien lo lea en las entrañas de la condición humana en
tiempos violentos.

Nos dieron... (El ataque al Palestine)

Esta vez, era con nosotros. Las bombas habían caído a dos kilómetros, mil metros,
trescientos metros. Ahora, era sobre nuestra cabeza.

El golpe me tiró contra la pared del pasillo. Comencé a escuchar gritos. Nos habían dado.

Los corresponsales de guerra estamos preparados para ver el paso de la muerte a nuestro
alrededor. La muerte de ellos, de las víctimas. De los otros. Estamos acostumbrados a
hablar de las madres y los niños alcanzados por la explosión. Conocemos de sobra lo que
es una matanza de civiles. Las podemos describir con el horror en el estómago, con
enorme angustia. Pero unas horas más tarde otra historia surge, y luego otra más, y la
angustia pasa. Un poco de alcohol, unos amigos, algunos días en alguna capital europea,
el beso de tu mujer, el abrazo de tus hijos, y el espanto se adormece. O por lo menos se
disuelve en el cuerpo.

Sin embargo, no estamos preparados para soportar nuestra propia muerte, la de los
amigos, la del compinche, la del compañero. La caída de uno de los nuestros puede ser la
antesala de nuestra propia caída. Si "se la dieron al de al lado", ¿por qué no "me la van a
dar a mí"? Entonces la muerte te pisa los talones. Se pasea entre nosotros y nos recuerda
que ninguno está exento de ser atrapado por ella.

Cuando los periodistas decidimos cubrir una guerra sabemos el riesgo que implica.
Sabemos que podríamos regresar en una bolsa de plástico. Les mentimos a nuestras
mujeres y a nuestros hijos. Les decimos que está todo bien, que no pasa nada, que no
crean en todo lo que leen, escuchan o ven en la pantalla del televisor. Les decimos a
nuestros editores que tenemos grandes planes de evacuación, que estamos protegidos
por todas las fuerzas en conflicto, que el Nuncio Apostólico nos prometió refugio y hasta
hacernos beatos en la próxima repartija de santidad del Papa. Les mentimos y nos
mentimos. Y en el fondo, dentro de cada uno de nosotros, en nuestras entrañas, llevamos
la firme convicción de que no nos va a pasar nada. Si realmente pensáramos que
podríamos morir, no estaríamos ahí. O estaríamos inmovilizados, con ese miedo que
espanta y que te pega al piso. Pude ver a compañeros tan asustados que se sentaban en
un sillón y no se movían de ahí en todo el día, como si las bombas tuvieran un selector
particular para no caer en ese medio metro cuadrado que eligieron para refugiarse hasta
que puedan ser evacuados. Los otros, la mayoría, estamos seguros de que no nos va a
pasar nada. Nos sentimos como una especie de "ninja" que se predispone
psicológicamente para vencer. Nosotros vamos a vivir para contarla.

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La mañana del 8 de abril de 2003 en que el cañón de un tanque Abrams de la Tercera
División del Ejército de Estados Unidos apuntó hacia el hotel Palestine de Bagdad, se
rompió el paraguas protector que hasta ese momento creíamos tener los doscientos o
más periodistas de todo el mundo que nos habíamos quedado para contar el horror de la
invasión a Irak. En ese momento todos fuimos vulnerables. Los que se habían quedado
inmovilizados en el sillón y los que nos creíamos invencibles. En ese segundo todos fuimos
mortales.

Con el estómago pegado a la espalda

Las bolas de fuego se alzaban hacia el cielo cambiando de un rojo intenso a un naranja y
luego a un amarillo. Las explosiones se sucedían una tras otra en cuestión de segundos. El
suelo temblaba como en un sismo de gran intensidad. Los vidrios de las ventanas
parecían doblarse en dos o tres. Uno no puede parar de moverse, de intentar protegerse y
a la vez de contemplar ese espectáculo único cuya intensidad jamás podrá ser alcanzada
por el cine o la televisión. Era la tercera noche de la guerra y Bagdad se había convertido
en un infierno de fuego y concreto volando por el aire, hierros retorcidos y enormes
columnas de humo. Todos los grandes edificios de las oficinas del régimen de Saddam
Hussein en la margen occidental del río Tigris fueron alcanzados por las bombas
estadounidenses. En una sucesión de unos pocos segundos se pudo observar la
continuidad de explosiones: una enorme bola de fuego despedida hacia el cielo y una
onda expansiva que hacía temblar los cuerpos en forma compulsiva. Y así en uno, dos y
tres edificios. Las aguas mansas del Tigris reflejaban el resplandor de grandes bolas de
color rojo, naranja y amarillo. Primero es un booooom seco y después un golpe en el
estómago. Luego un zumbido sordo y largo. Un edificio menos. Otro booooom seco y otro
golpe en el vientre. El zumbido y otro edificio en llamas. El siguiente booooom,
probablemente en la sede del partido oficialista Baaz, destruido casi por completo. Tres
edificios convertidos de gris cemento en rojo fuego en menos de un minuto. Los gritos de
incredulidad se escuchaban desde todos los balcones del edificio del hotel Palestine, al
otro lado del río, donde unos doscientos periodistas de todo el mundo observábamos en
forma tridimensional y por primera vez el mayor bombardeo que jamás había lanzado
hasta entonces la aviación aliada. Desde tres balcones del piso 16 del edificio más alto de
la margen oriental del Tigris, podíamos ver un campo de batalla extenso y con detalles
magníficos...

La tribu

Durante la guerra la habitación 1602/03 del Palestine era más conocida como "La cantina
mexicana" y la 502/3 como "La taberna española". La primera era la "suite" de Televisa —
usurpada por muchos otros de diferentes nacionalidades y empresas entre los que me
contaba como huésped especial— y la segunda, era la de Antena 3 de España. Ambas
habitaciones tenían las puertas abiertas prácticamente todo el tiempo —salvo un período
de paranoia en el que convenimos una contraseña para entrar— y se convirtieron en el
centro de reunión de los periodistas latinos durante los veinte días de bombardeos. Allí
nos encontrábamos al terminar el día de trabajo. Había noches que la reunión convocaba
a más de cuarenta personas entre reporteros, camarógrafos y técnicos de satélite.

Era una Babel en la que se hablaba un idioma que, basado en el español, contaba con

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frases en inglés, italiano, portugués y catalán, además de innumerables modismos
mexicanos y argentinos. Se podía oír algo así como Oie, tú, pinche cabrón. ¿How was the
footage que hiciste en la rua di Karrada? Bárbaro. Parliamo con il ragazzo de la mosque
de Ramadhan. Y la mayoría de las veces las conversaciones eran en dos o tres idiomas al
mismo tiempo. La bomba de esta mañana me dejó culo para arriba. Cazzo, ¿che senso ha
bombardare la centrale di elettricitá? Fucking cabrones, I was shaving for the first time in
a week when the light went out. I cut all my fucking face. Las mismas diferencias se
podían detectar en los momentos en que había que decidir la bebida de preferencia para
levantar el ánimo y bajar la adrenalina, que sube a límites inimaginables bajo un
bombardeo. Los mexicanos se morían por un tequila. No abundaba la bebida nacional
mexicana en las licorerías de Bagdad, pero de vez en cuando alguien conseguía una
botellita de Herradura Reposada o Cuervo Blanco y apenas una hora después de
destaparse ya no tenía más contenido. Los españoles eran muy proclives a la cervecita
bien heladaÃ. Se compraban por cajas de veinticuatro latas a un promedio de un dólar la
lata, aunque hacia el final de la guerra nos llegaron a pedir cinco dólares por cada una.
ramos capaces de consumir dos de esas cajas por noche. Los demás eran muy aficionados
al whisky, del que abundaban muchas marcas, algunas de ellas de buena calidad. Lo
mejor fue una Johnny Walker etiqueta azul (a unos 150 dólares en el free shop) que
trajeron los mexicanos del equipo de refuerzo de Televisa cuando llegaron tras la caída de
Bagdad. Pero en el medio hubo muchas botellas de destilerías escocesas pequeñas y de
una calidad superior que llegaban a Bagdad por ese milagro del contrabando creado
alrededor del programa de Alimentos por Petróleo. Irak es uno de los pocos países árabes
donde es legal comprar y vender alcohol, aunque está prohibido consumirlo en forma
pública. .. Era un honor para los corresponsales de guerra latinos llegar a "la cantina
mexicana" o "la taberna española" con una buena botella bajo el brazo. La entrada de dos
o tres compañeros o compañeras con aire festivo y alguna carga alcohólica siempre
predisponía para un momento de relax tras un día larguísimo y muy duro de trabajo. En
general, el jolgorio comenzaba después de las diez u once de la noche y convocaba a la
mayoría pasada la medianoche, cuando los españoles terminaban de hacer sus emisiones
en vivo y yo enviaba mi nota al diario. Hubo muchas fiestas particulares. Me hablaron de
algunas pantagruélicas anteriores a la etapa del Palestine y que se habían organizado en
el otro hotel, el Rasheed, pero no puedo hablar de ellas por pudor y por no haber sido
testigo directo. En cambio, recuerdo especialmente dos en "la cantina mexicana". Una en
la que se estrenó una canción modificada de un cantante melódico mexicano y otra en la
que festejamos el fin de los bombardeos y bebimos en honor de José Couso. Y es que
tanta tragedia tiene que tener un respiro. Ir a los hospitales y escuchar el relato de que
las mujeres pierden sus embarazos por el terror. O que un hombre que perdió todo se
abrace a un periodista desconocido para llorar sin consuelo. O saber que mañana
tendremos que ir hasta el barrio de Shu-Ala y veremos los charcos de sangre que ha
dejado el ataque contra el mercado de Al Nasser. Necesitamos unos minutos de
contención, de relajamiento.

Algo nos tenía que hacer olvidar por un momento la puta guerra.

Armas de desaparición masiva

Los vencedores siempre escriben la historia y, ciertamente, también pueden reescribir las
causas por las que fueron a la guerra. La principal razón esgrimida por la administración
Bush para lanzarse a la conquista de Irak fue la de que el régimen de Saddam Hussein
poseía armas de destrucción masiva que podían ser utilizadas en cualquier momento por

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agentes iraquíes o terroristas internacionales para atacar a Estados Unidos o a sus aliados
en cualquier lugar del mundo.

Luego de la invasión, de varias semanas de intervención de las tropas estadounidenses en


territorio iraquí, de la detención masiva de jerarcas del régimen y de la estrecha
colaboración de decenas de técnicos e ingenieros iraquíes que alguna vez tuvieron algo
que ver con los programas de armas puestos en práctica por Saddam, aún no se han
encontrado evidencias claras de que en Irak existiera un arsenal químico, nuclear o
biológico capaz de ser usado. El propio jefe máximo de las tropas aliadas, el general
Tommy Franks, dijo el 13 de abril de 2003 en una conferencia de prensa en Qatar que no
encontramos ninguna evidencia que pueda ser satisfactoria para mí de materiales que se
puedan utilizar como armas de destrucción masiva. Tampoco pudieron en dos meses de
trabajo encontrar ninguna evidencia los casi mil cuatrocientos inspectores y expertos que
enviaron los aliados para buscar esas armas. Una situación que llevó a la oposición
demócrata en Estados Unidos y a los laboristas disidentes en Gran Bretaña a cuestionar la
razón de la guerra y, por lo tanto, la legitimidad de la decisión de atacar por parte de sus
gobiernos. Un escándalo más grave que el Watergate o el Irán-Contra, llegó a decir el
columnista del New York Times, Paul Krugman. Una situación tan peligrosa para la
reelección de Bush que la Casa Blanca inició un lento proceso para cambiar la razón de la
guerra. Ya no son las armas de destrucción masiva, sino y en su reemplazo, la existencia
de un programa de desarrollo armamentístico establecido y avalado por el régimen
saddamista. Un argumento para el que no se necesitan encontrar productos químicos o
misiles, sino simples documentos... La historia siempre se acomoda a las nuevas
necesidades.

El nuevo Irak

Un aire de somnolencia cubre la Ciudad Prohibida de Saddam Hussein. La única diferencia


que se puede ver hoy con respecto a cuando el dictador reinaba ahí, son los soldados.
Antes eran unos nerviosos guardias republicanos. Hoy son marines relajados que tomaron
la zona del club-house y la piscina donde Saddam se hacía veinte largos por día y asan
unas hamburguesas a la llama como si estuvieran en el patio de su casa de Cincinnati. El
Palacio de la República, ese enorme complejo de 250 habitaciones y salones espléndidos
que Saddam hizo reconstruir y adornar con cuatro enormes estatuas de cabezas suyas
coronadas por un pañuelo árabe, es ahora asiento del gobierno de ocupación
estadounidense formalmente denominado Organization for Reconstruction and
Humanitarian Assistance (ORHA). Allí, ya no hay un rey. Se trata de un virrey, el
todopoderoso Paul Bremer, un experto en contraterrorismo del departamento de Estado
devenido Administrador de Irak tras el fracaso rotundo de su antecesor. El general Jay
Garner, que ocupó ese cargo en los primeros días de la posguerra, no pudo mantener el
control de una Bagdad sumida en el caos ni poner en marcha los servicios mínimos y
esenciales para la supervivencia de los cinco millones de bagdadíes. Lo único que no ha
cambiado en este sector de la ciudad es su aire bucólico. Un clima que sigue contrastando
enormemente con el exterior, donde los signos del caos y la anarquía se vislumbran en
todos los rincones. El tránsito, que es alocado en cualquier ciudad árabe, en Bagdad ya
dejó de tener unas pocas reglas básicas. Muchos semáforos siguen sin funcionar y no hay
policías en las principales avenidas como los había antes. A veces, algún marine se pone a
dirigir el tránsito. Todos los comerciantes están armados para prevenir robos y saqueos,
algo que la férrea dictadura jamás hubiera permitido. Sólo tenían derecho a robar los
agentes del régimen y lo hacían en forma de pago de coimas o de "favores"

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compensatorios. Los hospitales siguen sin tener los elementos básicos que siempre
recibieron del ministerio de Salud. Lo mismo sucede en las escuelas y gobiernos
municipales. Y ni qué hablar de los sueldos de los empleados públicos de los que depende
la gran mayoría de los iraquíes. El saddamismo se basaba en dar trabajo a cientos de
miles de personas sin que hubiera ninguna necesidad de sus servicios. Era un subsidio
encubierto que permitía al régimen manejar a su antojo a la población que dependía en
todo de la voluntad de Saddam. Un método que tenía la otra pata en la distribución de
comida. De acuerdo a las Naciones Unidas, Irak tuvo entre los años setenta y noventa el
sistema más eficiente de distribución de alimentos del mundo. No había iraquí, pobre o
rico, que no recibiera su caja de comida cada mes en los centros de almacenamiento
ubicados en todos los barrios y pueblos. "Nos quitaron lo único bueno que teníamos que
era la seguridad de que no nos íbamos a morir de hambre para no darnos nada a cambio.
Ni siquiera tenemos la libertad que tanto nos prometieron", me dijo una mujer enfundada
en su muhajaba, el vestido tradicional negro de las chiítas. El absurdo más grande de esta
situación se refleja en las manifestaciones que protagonizaron durante semanas luego de
la ocupación los ex oficiales del ejército iraquí. Ellos, que en cualquier otra situación
similar y en otro país serían considerados como enemigos aún sin su uniforme y que
serían desmovilizados sin ningún tipo de compensación, salieron a las calles a pedir el
pago de sus sueldos. Así es como vivieron todas sus vidas y la mayoría proviene de
familias cuyos padres tenían los mismos beneficios. Siempre tuvieron un sueldo del
Estado. Pretenden mantener todos sus privilegios más allá del régimen que los hacía
posible.

http://old.clarin.com/suplementos/zona/2003/07/20/z-00215.htm

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