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Diciembre, 2009

En México la violencia adquiere cuatro formas

La que ocurre en el mundo rural y que contrasta con la del mundo urbano; la que sucede en las
ciudades fronterizas, y la desatada en las zonas remotas. Cada una posee una explicación y un
contexto distintos, que Fernando Escalante Gonzalbo se ocupa de aclarar en este penetrante
ensayo.

Cabos sueltos.

01/12/2009

Lo primero que supe de Vietnam

Lo primero que supe


de Vietnam

Lo primero que supe de Vietnam fue tal vez que allá había una guerra, de la que seguramente vi
imágenes en el periódico y la televisión que ya se me han desvanecido, o que he visto después
muchas veces sin saber desde cuándo las conozco. Pero mi primer recuerdo consciente de
Vietnam no es visual sino auditivo. Es la consigna que coreaban los manifestantes en las marchas
de 1968 a las que fui de mano de mi madre:

¡Ho-Ho-Ho,
Ho Chi Minh!
¡Díaz Ordaz:
chin chin chin!

Me hizo gracia descubrir, a estas alturas del


partido y mientras nos sentábamos a tomar
cerveza y ver pasar motocicletas desde la
terraza —es un decir— de un bar de Pham Ngu
Lao, en Hanoi, que la parte final del estribillo
tenía sentido en la lengua del Tío Ho y era
además un nombre propio: el de una cadena de
minisupermercados. Una amiga vietnamita me
explicó poco después el sentido del nombre y
me dio la sorpresa mayor: el 9 (chin) es un
número de buena suerte en Vietnam y 999
significa “que la buena fortuna te acompañe
largamente”. Es decir que los manifestantes coreaban algo así como “¡Larga gloria a Díaz Ordaz!”.
Aurelio Asiain, marzo, 2009.
(Gracias por el envío a Luis González de Alba.).

01/12/2009

Defensa italiana

El futbolista italiano Franco Baresi refiere esto sobre la defensa del Milán en los ochenta: “El
trabajo estaba repartido. Con Arrigo Sacchi [el entrenador] había entrenamientos en los que
cuatro defensores jugábamos contra 17 atacantes. Tassotti, Costacurta, Maldini y yo contra el
resto. Eran sesiones tan duras que cuando llegaba el partido lo sentíamos como el
entrenamiento”.

Fuente: El País, “Deportes”, noviembre 2, 2009.

01/12/2009

Así qué fácil.

El marido a la esposa: “El doctor dice que moriré antes del amanecer. Tomemos champagne y
hagamos el amor por última vez”. La esposa: “Qué fácil para ti: tú no tienes que levantarte por la
mañana”.

Fuente: Joseph Brodsky, Less Than One,

Farrar, Straux & Giroux, NY, 1987.

01/12/2009

Don Giovanni: Con cuántas.

Hay un encanto en enumerar con cuántas mujeres se acostó Don Giovanni: fueron dos mil 63, por
lo menos según el libretista de Mozart, Lorenzo Da Ponte.
Fuente: Umberto Eco en entrevista,

Der Spiegel, noviembre 11, 2009.

01/12/2009

Novelas en tres líneas.

De seda

Los investigadores dieron con Katia Fernanda, de 11 meses. La tenía una abogada que acababa de
bautizarla en una fiesta por la que gastó 50 mil pesos. Y sólo le ponía ropa de seda.

Fuente: La Razón, noviembre 5, 2009

(y con las gracias a Delia Juárez G.).

(nexos publicará las mejores Novelas en tres líneas

que lleguen al correo: redaccion@nexos.com.mx).

01/12/2009

La curación.

Relata Kratevas que, rogado por una mujer (y aquí el griego escribe: “tenía la cintura delgada y las
manos calientes; quizá era nacida en Anatolia”) que amaba a un mayoral de las reses que seguían
a los ejércitos, acudió a visitar a éste, mordido en los compañones por un hemorroo que se le
acercó mientras estaba desocupando el vientre. Y dice Kratevas que perdía sangre por los agujeros
secretos y también por la boca y los oídos, pero que lo peor manaba de una carnicería hecha sobre
entrambos testículos, la cual no guardaba razón con la mordedura de la serpiente, y en esto se
conocía la mano de Aristión, y el mayoral estaba más de morir por este manantial que por la parte
serpentina.
Esto era teniendo las montañas del Cáucaso a la vista y, en ellas, dice el Rizotomo, el remedio
kasari, que sería llenar odres de nieve y sepultar en ellos al hemorrágico, parando la sangre con el
frío y despertando luego el hombre, aunque azul, si no se le volvía cristales el humor del cerebro.

Pero, lejana la nieve, decidió embutirle betónica en mechas por todos los agujeros del cuerpo, con
sólo una caña en la boca para librar el aliento, atándole con mucha yerba la causa mayor de los
genitales. Y dice el códice que, finalmente, el mayoral salvó del zumo de la serpiente y de la
chanfaina de la cirugía, pero quedó inútil para las artes venéreas.

Fuente: Libro de los venenos, en: Antonio Gamoneda,

Sílabas negras, Ediciones U. de Salamanca, Madrid, 2006.

01/12/2009

El desengaño de los libros.

Yo confieso que para mí perdieron el crédito y la estimación los libros después que vi que se
vendían y apreciaban los míos, siendo hechuras de un hombre loco, absolutamente ignorante y
relleno de desvaríos y extrañas inquietudes.

Fuente: Diego de Torres Villarroel, Vida,

Cátedra, Madrid, 1984.

01/12/2009

Nixon y Nikita.

En julio de 1959 el vicepresidente estadunidense Richard Nixon viajó a Moscú para inaugurar una
exposición que era un escaparate de los logros tecnológicos y materiales de su país. El
protagonista de la exposición era una réplica tamaño natural de la casa del trabajador medio
norteamericano: estaba enmoquetada, tenía una televisión en la sala, cuarto de baño propio en
dos de los dormitorios, calefacción central y cocina con lavadora, secadora y refrigerador.

Al informar sobre la exposición, la indignada prensa soviética se negó con furia a aceptar que un
trabajador corriente estadunidense viviera con ese lujo y, después de bautizar la casa con el
irónico nombre de “Taj Majal”, aconsejó a sus lectores que rechazaran el acto de propaganda que
toda ella representaba.

Cuando Nixon paseó a Nikita Jruschov por la


exposición el líder soviético se mostró
igualmente escéptico. Desde fuera de la
cocina de esa imitación de casa, Jruschov
atisbó un exprimidor eléctrico y le comentó
a Nixon que nadie en su sano juicio querría
adquirir esos “estúpidos artefactos”.
—Todo lo que reduzca el trabajo de la mujer
debe ser útil —contestó Nixon.
—No pensamos en las mujeres como
trabajadoras, como hacen ustedes en el
sistema capitalista —le espetó un rabioso
Jruschov.

Esa misma noche Nixon estaba invitado a


participar en un programa de televisión
soviética y aprovechó la oportunidad para hablar largo y tendido sobre las ventajas de la vida en
Estados Unidos. Astutamente, no inició su alocución con referencias a la democracia o los
derechos humanos, sino que comenzó hablando de dinero y de progreso material. Nixon explicó
que los países occidentales, en sólo unos cientos de años, habían logrado, mediante la iniciativa
empresarial y la industria, superar la pobreza y el hambre que habían existido hasta el siglo XVII, y
que aún seguían padeciendo muchas partes del mundo. Informó a los televidentes soviéticos que
en muchos casos ni siquiera tenían baño o tetera propios, que los estadunidenses de esa época
poseían cincuenta y seis millones de televisores y ciento cuarenta y tres de aparatos de radio.

Alrededor de treinta y un millones de familias tenían casa propia. La familia media estadunidense
podía comprarse anualmente nueve vestidos o trajes y catorce pares de zapatos. En Estados
Unidos se podía tener una casa de mil estilos arquitectónicos diferentes. La mayoría de ellas eran
más grandes que un estudio de televisión. Un Jruschov furioso se sentó junto a Nixon, apretó los
puños y profirió: “¡Niet! ¡Niet!”, añadiendo entre dientes: “Ëb tvoyu babushki” (A chingar a tu
abuela).

Fuente: Alain de Botton, Ansiedad por el estatus, Taurus, Pensamiento, México, 2004.

01/12/2009

Ámbar para Hugo Hiriart


Ángeles Mastretta ( Ver todos sus artículos )

Querer a Hugo Hiriart es tan fácil como perderse en sus libros. Tengo por su literatura y su persona
reverencia y fervor. Él no lo sabe, porque cuando se lo digo anda oyendo otras cosas, quizás la voz
de un fantasma o la de un animal fantástico. Tal vez esté pensando en el nombre secreto de las
cosas o en los íntimos espíritus del olfato. No le importa escuchar que él es importante. De ahí,
entre otras maravillas, su importancia. Va por el mundo con la paz de quien nombra lo inesperado,
de quien muchas veces, al tiempo en que lo nombra, lo inventa. Hugo es un hombre sabio, de los
que además son eruditos. Semejante mezcla lo vuelve un escritor extraordinario. Eso tampoco le
gusta oírlo, ni lo cree, ni le preocupa.

Querer a Hugo Hiriart es tan fácil como perderse en sus libros. Tengo por su literatura y su persona
reverencia y fervor. Él no lo sabe, porque cuando se lo digo anda oyendo otras cosas, quizás la voz
de un fantasma o la de un animal fantástico. Tal vez esté pensando en el nombre secreto de las
cosas o en los íntimos espíritus del olfato. No le importa escuchar que él es importante. De ahí,
entre otras maravillas, su importancia. Va por el mundo con la paz de quien nombra lo inesperado,
de quien muchas veces, al tiempo en que lo nombra, lo inventa. Hugo es un hombre sabio, de los
que además son eruditos. Semejante mezcla lo vuelve un escritor extraordinario. Eso tampoco le
gusta oírlo, ni lo cree, ni le preocupa.

El mes pasado se anunció que recibirá el Premio Nacional de Lingüística y Literatura 2009. A mí me
alegró mucho saberlo porque Hugo a veces es un escritor privado y silencioso, uno de esos tesoros
que no se andan contando, que se leen en la noche, a trozos, y se celebran entre los elegidos, sin
mayor escándalo. Imitando, al comentarlo, la discreción con que a él le gusta vivir.

A mí me divierten y alegran los libros de quimera y las obras de teatro que Hugo ha ido contando
en la vida, mientras finge que dibuja o divaga. Pero, desde la primera vez que encontré alguno, lo
que me seduce, sobre todo, son sus ensayos. Tiene unos ojos con los que ve lo inquebrantable, y
una voz elegida con la que desata sentencias que en un mundo como el nuestro, en donde las
personas se van llenando de ocupaciones para no quedarse con el tiempo entre manos, serían
dignas de escándalo. Cosas que si ahora hubiese una inquisición vigilando las frases que atentan
contra la moral y los valores que nos rigen, lo mandarían a la cárcel, a la hoguera o al manicomio.
“Cuánto bien le hace la más completa ociosidad a la vida del entendimiento”, dice en un ensayo
precioso. Leo la frase, la oigo y quisiera salir a gritarla. El elogio del ocio como esto que mueve a
pensar igual que se juega a ir asociando la forma de las nubes, esto que le da orden a las ideas o
que las desordena para nombrarlas por fin, y de este modo crear, recrear, un universo infatigable.
Los ensayos de Hugo Hiriart, a veces textos muy cortos que se ha pedido en nombre de esa mezcla
de trabajo y placer que es escribir para el destino de lo diario, iluminan las ideas, el delirio, las
ansias, con sólo nombrarlos de otro modo. Y a él se le olvidan esos textos, él no recuerda en cuál
de sus libros está cuál. Más loco aún, se le olvida que alguna vez entraron a ser parte de un libro.
Sus pequeños ensayos, sus breves reflexiones hilvanadas con precisión, son como alhajas.

En su libro Discutibles fantasmas hay sentencias dichas al pasar que se graban en la emoción y
conmueven al recordarlas. Hugo anda entre abismos, jugando: “el ensayo se distingue del tratado
por su irresponsabilidad gozosa”, dice. “Qué le vamos a hacer, me impresionan más los científicos
que los poetas. La idea de genialidad me parece más patente en Newton que Shakespeare”.

Y así, como si no dijera nada crucial, se pone a conversar mientras resuelve sus dudas haciéndolas
nuestras, dilucida mientras se interroga y nos pone pensar con él a propósito de cualquier
espectro, luz, palabra, ocurrencia, temor, abeto, ciudad, fantasía. Ahora, incluso, a propósito de
los premios. Tiene un pequeño texto llamado “El guante de ámbar” en el que recordando lo que
era la vida literaria en los Siglos de Oro de España, nos recuerda que hubo tiempos en que la
poesía era de tal modo imprescindible que en la época de Felipe II había en España unos tres mil
poetas, casi todos ellos entusiasmados por participar en toda clase de contiendas y certámenes
poéticos. Escritores distintos a él que ha vivido para no concursar, para ir gozando los abismos, la
soledad, el silencio, la discreción, la risa, la imprescindible y frágil plática, el aire como un fuego.
Todo: la rosa perfecta, un niño con monóculo, un astrolabio, un pigmeo, el antiguo Egipto, la
grandeza y miseria del pormenor, puede ser el origen de una pregunta. Y en todo hay más de una
respuesta, una “levedad perturbadora”, una avispa que conoce, “en un mismo estremecimiento
inicial, la luz y el amor”. En todo hay algo que resolver mientras se juega. Sin duda, en los premios.
En el siglo XVII los premios eran casi siempre parecidos aunque unos dieran más que otros, como
sucede aún ahora. Sólo que los premios de entonces eran más divertidos y sugerentes que un
cheque y un diploma. En todos, los poetas ganaban, antes que nada, unos guantes de ámbar.
También podían ganar oraciones bendecidas por el Papa, bandas de seda, piedras preciosas, un
bolsón de doblones, láminas de oro para limpiar los oídos o los dientes. Cosas así, tocadas por la
gracia y el calor humano. Tras enumerarlas, Hugo se hace preguntas del tipo: ¿Por qué ahora no
regalar una suscripción a la más importante revista de libros que hay en el mundo, o sesenta
discos compactos en Margolín, o un vale por libros de arte en la Librería Gandhi o dos boletos
abiertos para viajar a París, o una botella de cognac Henessy. Pero luego se le ocurren otras cosas
más divertidas y que considera pueden ser debatibles, como un perro bulldog, la cuota de un
gimnasio por un año, un Buda gigante de plástico transparente, unos pantalones de casimir o unos
boletos del metro. Y, ¿por qué no?: unos guantes de ámbar. Algo así de personal. ¿Quién querría
compartir un mondadientes de plata? Esos premios, digo yo, no eran compartibles, como los son
ahora. Había más elegancia. Perfumaban unos guantes de ámbar y nadie pretendía que se los
pusieran tres personas a la vez. El Premio Nacional de Lingüística y Literatura 2009 eso pretende.
Los jurados no tuvieron el valor de elegir a uno. Actuaron como si no existiera el próximo año,
como si sobraran los poetas y los escritores, dando muestras de que se necesita valor para elegir y
de que no lo tuvieron. Porque elegir es abandonar y, si se puede, les parece mejor hacer una
ensalada que un plato fuerte. De verdad hay más tiempo que vida, más veces habrá premios que
escritores hay. Hugo Hiriart merece un premio para él solo, para su literatura encantada, su
bondad, su incomparable inteligencia. Pero como también es generoso no lo habrá de decir,
quizás tampoco le guste que otros lo digamos. Nuestra opinión puede parecerle discutible, como
los fantasmas o el abecedario. Como nombrar a un árbol entre tantos y no saber poner letras en
una palabra que lo contenga todo.

Este puerto ha encargado a lugares remotos premios para Hugo Hiriart. Premios como fábulas,
como una selva incansable, como una inmensa biblioteca guardada en un dedal, una batalla que
ganen varios minotauros o un largo tiempo de ocio remunerado con cosas que existan al
nombrarlas. Sólo para él: un postre sin azúcar que sepa al oro dulce del almíbar, un paisaje
alumbrado por dudas, una edición completa del pequeño libro de su maestro Gaos, Dos exclusivas
del hombre, la mano y el tiempo, que él pueda regalar a quien quiera con motivo de la memoria y
de su premio. Este puerto quiere hacerse cargo incluso de buscar el bulldog y el Buda de plástico,
los libros, los discos, los boletos del metro y los pantalones de casimir. Aún estoy investigando
cómo es que perfumaban los guantes en el siglo XVII, pero mientras quiero traer aquí un caimán,
un armadillo, una taza de plata, un jeroglífico, diez alegorías de animales, dioses y héroes, un sol
sobre la laguna y un magnífico teatro de virtudes. El viaje a París está más complicado, pero habrá
que buscarlo escondido en una aljaba, en un libro de caballería o un conjunto infinito de ballenas
blancas en el mar de los números. Todo, para hacerle al poeta Hiriart el homenaje que merecen su
talento, su voz y su paz indiscutibles.

Ángeles Mastretta. Escritora. Autora de Maridos, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida.

01/12/2009
Michael Jackson y la clase política mexicana

Roberto Breña ( Ver todos sus artículos )

En su edición del domingo 13 de septiembre, en la sección titulada “Quotations of the Week”


(“Citas de la semana”), el diario The New York Times incluye la siguiente afirmación: “This
positions us as a grand city where grand things happens” (“Esto nos posiciona como una gran
ciudad en donde suceden grandes cosas”).

En su edición del domingo 13 de septiembre, en la sección titulada “Quotations of the Week”


(“Citas de la semana”), el diario The New York Times incluye la siguiente afirmación: “This
positions us as a grand city where grand things happens” (“Esto nos posiciona como una gran
ciudad en donde suceden grandes cosas”). Esto lo dijo Alejandro Rojas Díaz Durán, secretario de
Turismo del Distrito Federal, respecto al hecho de que, dos semanas antes, en búsqueda de un
récord Guinness del que él fue uno de los principales promotores, se reunieron más de 13 mil
personas a bailar de manera simultánea la canción “Thriller”, del recientemente fallecido Michael
Jackson. Supongo que la cita en cuestión podría ser considerada una expresión más, hecha por un
político más, en una vida política (la mexicana) en la que, como en cualquier otra, se dicen muchas
cosas todos los días. Sin embargo, también podría ser vista como un síntoma de algo de mayor
contenido. En mi opinión, detrás de esas palabras, aparentemente triviales, yacen ciertas
percepciones y autopercepciones de la clase política mexicana sobre las cuales vale la pena hacer
algunas consideraciones.

En primer lugar, lo que salta a la vista es la noción, bastante pobre diría yo, que tiene el señor
Rojas sobre el tipo de cosas que hacen “grande” a una ciudad. ¿En qué sentido se puede
considerar que el hecho de que alrededor de 13 mil personas se hayan movido como una sola al
ritmo de “Thriller” en algún lugar de la ciudad de México coloca a ésta en un plano relevante con
respecto a otras ciudades del mundo? ¿De dónde puede provenir la percepción de que esta
macrocoreografía ubica al Distrito Federal en una categoría especial entre las ciudades del orbe?
Me parece claro que sólo teniendo una idea muy poco ambiciosa (por no decir pueril) de lo que es
una “gran ciudad” y de lo que sus políticos pueden hacer para convertirla en algo que se aproxime
a eso (por indefinible que sea) se puede hacer una afirmación de este tipo.
Es claro que hay muchas maneras de ser una “gran ciudad”. Una de ellas me la sugirió el propio
The New York Times en su edición de ese mismo 13 de septiembre. Ese día aparecieron tres
secciones del periódico, cerca de 100 páginas en total (96 para ser exacto), dedicadas a los eventos
culturales que estaban teniendo lugar en la ciudad de Nueva York en ese momento y a los que
tendrían lugar en los próximos meses. Dichos eventos incluían películas, obras de teatro, ballet,
ópera, música de todo tipo, exposiciones y otras manifestaciones culturales. No pretendo que la
ciudad de México se convierta en una especie de “Pequeña Manzana” de la noche a la mañana, ni
mucho menos. El punto que quiero transmitir aquí es que la riquísima vida cultural de la que
actualmente pueden disfrutar los habitantes de la “Gran Manzana” fue resultado no solamente de
una comunidad artística deseosa de expresarse, de unos empresarios dispuestos a invertir su
dinero en este tipo de expresiones y de una ciudadanía receptiva a ellas, sino también de políticos
que consideraron que ésa era una vía para que Nueva York “creciera”, se hiciera más “rica”, se
hiciera, en cierto sentido, más “grande” (pues, convendrán conmigo los lectores, el tener una rica
y variada vida cultural contribuye a la “grandeza” de cualquier ciudad).

No es mucho lo que un político por sí solo puede hacer para enriquecer la vida cultural de una
ciudad, pero cabe pensar que el secretario de Turismo de una metrópoli como lo es el DF es uno
de los que más puede aportar a ese enriquecimiento. Lo que no significa, por cierto, que los
turistas sean (o deban ser) el único objetivo, pues resulta obvio que prácticamente todo lo
realizado en el plano cultural para atraer al turismo termina beneficiando más a los moradores
permanentes de la ciudad de que se trate.

Regreso al punto que me interesa destacar: la clase política mexicana debe ser más ambiciosa y
más imaginativa. El no serlo, el no haberlo sido durante los últimos años (cada quien ponga aquí la
cantidad de años que considere se acerca más a la realidad) ha contribuido sin duda a la situación
poco alentadora, por decirlo eufemísticamente, en la que nos encontramos ahora. Sobra decir que
no sólo me refiero aquí al ámbito del turismo y de la cultura, sino a muchos otros (algunos de
ellos, se podría argumentar, bastante más importantes). Las palabras del señor Rojas reflejan su
escasa ambición (en el sentido en que estamos utilizando la palabra) y su limitada imaginación. Lo
suficientemente escasa la primera y lo suficientemente limitada la segunda para, al menos, haber
llegado a las páginas de un diario tan prestigioso como The New York Times, cuyos editores
decidieron darle un lugar en la sección mencionada.

Es cierto que afirmar que nuestra clase política tiene que ser más ambiciosa y más imaginativa es
demasiado fácil y demasiado ingenuo. No obstante, ya sea en el ámbito del turismo, en el de la
cultura o en cualquier otro (y más allá, por supuesto, de distinciones partidistas), parece claro que
sólo una clase política más ambiciosa y más imaginativa será capaz de plantear las propuestas,
tomar las decisiones y llevar a cabo las acciones que el país necesita con urgencia. Lo cual, si cabe,
se hace aún más apremiante ante el páramo que alcanzamos a percibir en el horizonte en
términos de personas o ideas que inspiren confianza y apunten hacia un futuro mejor para todos.

La ciudadanía tiene, sin duda, un papel que jugar en todo esto; en primer lugar, a través del voto,
pero también de muchas otras maneras (por ejemplo, expresando, de uno u otro modo, sus
peticiones, su descontento y sus críticas). Lo anterior no implica, por cierto, caer en el discurso
“ciudadanista” que de un tiempo a esta parte insiste en concebir a la sociedad civil como la
panacea a todos nuestros problemas (pero que, con frecuencia, es más voluntarista y retórico que
otra cosa). En cualquier caso, muchas de las decisiones políticas que afectan a miles de mexicanos
en infinidad de aspectos son tomadas por personas que no ocupan puestos de elección popular.
Por lo mismo, en casos como el que comentamos, cada quien debe manifestarse como pueda
cuando lo considere necesario y mediante los medios que cada uno tenga a su alcance o se pueda
conseguir (siempre y cuando, lo doy por sentado, sean pacíficos).

Justo antes de enviar estas líneas para su publicación, me enteré que la empresa Guinness
reconoció que el objetivo del señor Rojas y de las demás personas que estuvieron detrás de la
macrocoreografía que tuvo lugar el 29 de agosto se cumplió: la ciudad de México es ahora la
orgullosa poseedora del récord de bailadores simultáneos de “Thriller” (13 mil 107 Michaels
Jackson). Supongo que Alejandro Rojas estará satisfecho, a pesar de que, como todos sabemos,
estos “récords” duran lo que dura el afán de alguien más en alguna parte del mundo por poseer un
“reconocimiento” Guinness.

La irrelevancia del récord en cuestión para mí y, supongo, para la inmensa mayoría de los
mexicanos, seguramente es irrelevante para el señor. Rojas. Lo único que se me ocurre al respecto
es algo que parece evidente y que rebasa con mucho al secretario de Turismo del Distrito Federal:
para hacer “grandes cosas”, como quiera que entendamos la expresión y sin importar la actividad
que desempeñemos, hay que exigir mucho de uno mismo (y, por ende, de los demás). Sin afán
alguno por treparme al carro del pesimismo (al que tan afectos somos los mexicanos), lo cierto es
que la situación política, social y económica que enfrenta hoy nuestro país presenta muy pocos
signos alentadores. De hecho, en aspectos fundamentales, el panorama es deprimente; la
inseguridad en primer lugar (como lo saben bien los teóricos políticos, la seguridad es la razón de
ser del poder político, del Estado, de todo Estado). Lo mismo aplica para un ámbito que por mi
profesión me atañe y me preocupa

particularmente: el educativo; en concreto, el de la educación que supuestamente están


recibiendo los niños y los adolescentes en las escuelas públicas mexicanas. Al respecto, se puede
dar una noción de la magnitud del desastre afirmando que ellos son los principales rehenes de una
vergüenza nacional y, en buena lógica, serán los más afectados (con lo que ese futuro mejor para
todos al que me refería más arriba, será, si acaso, monopolio de unos cuantos). En suma, ante la
mayor capacidad de acción y de repercusión que, como señalé y como resulta obvio, tiene la clase
política, cabe pedirle a ésta, si no más ambición y más imaginación, sí al menos que se exija más a
sí misma.

Roberto Breña. Profesor-investigador del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de


México.

01/12/2009

Votantes por un futuro deseable

Manuel Rodríguez Woog ( Ver todos sus artículos )

En el número 383 de nexos (noviembre 2009), Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda proponen
un programa integral de gobierno. Programa sobre el que se pueden hacer muchas preguntas
acerca de su suficiencia, contenidos, orientaciones y pertinencia. Los autores también proponen
que sea el programa y no los candidatos el eje de las campañas, haciendo de la jornada electoral
de 2012 “un referendo sobre el futuro deseable”.

En el número 383 de nexos (noviembre 2009), Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda proponen
un programa integral de gobierno. Programa sobre el que se pueden hacer muchas preguntas
acerca de su suficiencia, contenidos, orientaciones y pertinencia. Los autores también proponen
que sea el programa y no los candidatos el eje de las campañas, haciendo de la jornada electoral
de 2012 “un referendo sobre el futuro deseable”.

Las ideas incorporadas en el texto empiezan a conformar una corriente de opinión en círculos
académicos y políticos sobre lo que se debe hacer en el país: agenda antimonopólica, ubicación en
el mundo, reformas institucionales, sociales y electorales.

La sustancia del programa es la clave,


sin duda, pero también es importante
empezar a discutir si el programa tiene
una posibilidad real de ser un mandato
de gobierno vía el voto ciudadano. Es
oportuno preguntarnos quién votaría
por este programa y por qué; si se
votaría sin importar el candidato o el
partido que lo asuma; y en dónde se ubican estos votantes en el mapa electoral. No sólo hay que
construir el programa, también hay que ubicar a sus eventuales votantes.

El seguimiento cercano de los procesos electorales presidenciales recientes que hemos realizado
desde GAUSSC permiten acercar algunas respuestas y plantear más preguntas. Desde 2000, con
Guido Lara y Rolando Ocampo, trabajamos para identificar a los votantes que pudieran hacer la
diferencia de un resultado electoral federal en el marco de reglas más o menos equitativas para
todos. La búsqueda implica diferenciar el tradicional voto duro partidista, todavía
mayoritariamente priista, de aquellos votantes que percibían que ahora su voto sí contaba, que se
podía “vencer al sistema” y que sí les hacía sentido la épica de una elección que en el 2000 fue
“sacar al PRI de Los Pinos” y que en 2012 bien puede ser “un futuro para México”. Ubicamos así a
un grupo de ciudadanos al que definimos como “círculo café” por no ser verde ni rojo, sino la
intersección entre ambos.

Estos votantes se informan más, tienen más interés en la política que la mayoría, tienden a mayor
escolaridad y cuentan con una cierta posición de liderazgo en su grupo familiar, social o de trabajo.
Son una correa de transmisión entre quienes hacen la agenda pública (círculo rojo) con el resto de
la población (círculo verde) y por ello tienen un peso estratégico en los procesos electorales. Les
importan más las propuestas que los candidatos y están más atentos a las campañas que el resto.

Estos electores inclinaron la balanza a favor de Fox a partir de mayo de 2000 y le dieron el triunfo,
a pesar de que aprobaban la gestión de Ernesto Zedillo. Son también los que daban a López
Obrador ventaja al inicio de la contienda en 2006, aunque hubieran votado por Fox y que
aprobaran su administración, pero a partir de marzo dudaron y al final decidieron quedarse con el
PAN y elegir a Calderón.

La base social de este grupo puede ser de hasta el 20% de la población: son la nueva clase media,
amplia y dispersa por todo el territorio nacional, que no sólo se concentra en las grandes ciudades,
y que no está dispuesta a correr muchos riesgos que pongan en entredicho su capacidad de acceso
al crédito y al consumo (por ejemplo, el 62% es bancarizado), a los beneficios de la globalización o
de la modernidad tecnológica (más del 80% usa celular, internet o tiene televisión de paga). Son,
además, propensos a ver más hacia el futuro que a anclarse en el pasado.

Electoralmente, pueden representar entre el 7% y 10% de los votantes efectivos en una elección
para presidente, gobernador y alcalde en los municipios grandes (en las elecciones de Congreso
intermedias casi no votan). No son votos duros de ningún partido, son más bien cambiantes.
Puestos a escoger entre candidatos a la presidencia que consideren razonables, puede prevalecer
en ellos un ánimo más bien no priista.

Es un electorado sensible, como todos, a la imagen de los candidatos; contrarios a las


manifestaciones tradicionales, a la política de los pleitos y la descalificación (“cállate chachalaca”);
y les provoca mucha suspicacia y duda que un candidato no dé la cara para presentar sus
propuestas (como ausentarse de un debate).
Como lo hemos dicho, el voto duro o partidista da un piso indispensable pero no suficiente. A
menos de que los partidos grandes (PRI, PAN o PRD) realmente logren que su voto duro se
convierta en mayoritario, lo que parece poco probable, será el voto del círculo café el que vuelva a
decidir en 2012, incluidos nuevos votantes que tienden a pensar y comportarse electoralmente
como el círculo café. Quien aspire a ganar tendrá que activar los resortes que los mueven y
divulgar los argumentos que los convencen.

Desde 1997 —pues fueron factor relevante para la elección de Cárdenas como jefe de gobierno
del DF— y con dos elecciones presidenciales en las que definieron el resultado presidencial, estos
electores han mejorado, aunque sea marginalmente, su calidad de vida; pero también están
desencantados con los magros avances en el país. Sacarlos a votar en 2012 va a requerir mucho
más que la buena imagen mediática del candidato y su partido.

Este grupo de votantes no compra tan fácilmente la idea de lo posible sobre lo deseable: saben
que sin las reformas deseables el país no va a avanzar como ellos quieren y necesitan.

Para estos electores resultará muy atractivo convertir la elección de 2012 en un referendo sobre
un programa moderno, con visión de futuro y sin simulaciones; siempre y cuando quien lo
abandere sea capaz de comunicarlo, explicarlo, defenderlo y convencer; es decir, un buen
candidato.

El peso de este grupo puede significar los puntos electorales que hagan la diferencia. Partidos y
candidatos tienen la palabra.

Manuel Rodríguez Woog. Director general de GAUSSC. Coautor con Jorge Castañeda de ¿Y México
por qué no?, FCE, 2008.

01/12/2009

La rebelión asexual

Enrique Serna ( Ver todos sus artículos )

Los policías de la conciencia jamás han podido refrenar la libido, porque la moral conservadora
estimula el deseo mucho más que la incitación al libertinaje. Según Georges Bataille, el teórico más
brillante del erotismo, la iglesia católica tiene el mérito de haber contribuido a incendiar la
imaginación lúbrica de la civilización occidental con sus rígidas prohibiciones, pues la lucha entre la
carne y el espíritu ha sido una fuente inagotable de placer para millones de pecadores.

Los policías de la conciencia jamás han podido refrenar la libido, porque la moral conservadora
estimula el deseo mucho más que la incitación al libertinaje. Según Georges Bataille, el teórico más
brillante del erotismo, la iglesia católica tiene el mérito de haber contribuido a incendiar la
imaginación lúbrica de la civilización occidental con sus rígidas prohibiciones, pues la lucha entre la
carne y el espíritu ha sido una fuente inagotable de placer para millones de pecadores. Otro tanto
puede decirse del judaísmo y de las distintas sectas protestantes, especialmente la puritana, que
en tiempos de la reina Victoria contribuyó a exacerbar la depravación de los dandys ingleses. Por
eso la revolución sexual que inauguró un nuevo mundo amoroso en los años sesenta es un arma
de doble filo: ha roto muchas ataduras pero también amenaza con extinguir el morbo pecaminoso
que en otras épocas suministraba combustible a las fantasías obscenas. En los países donde la
moral judeocristiana ejerce todavía una tutela paternalista sobre las almas devotas y los cuerpos
rebeldes, la lujuria goza de cabal salud. Pero fuera de su área de influencia, en el país asiático más
saturado de pornografía, Japón, está ocurriendo un grave fenómeno involutivo: el surgimiento de
una generación de jóvenes que han optado sin coacciones por la abstinencia sexual.

Hace unos meses el periodista Tomoko Okate, del Japan Times, dio
la voz de alarma en el reportaje “Blurring the boundaries”, donde
aseguró que el 60% de los jóvenes varones japoneses tiene poco o
ningún interés en el sexo, rehuye el trato con mujeres, prefiere
vivir en casa de sus padres que independizarse, no aspira a
mejorar su situación económica (ni la crisis económica se los
permitiría), se alimenta exclusivamente de cereales con leche,
tiene un apego enfermizo a sus madres, y cree, con cierto
fundamento, que la inmensa mayoría de los matrimonios son
infelices. Por su abulia y su inapetencia, el escritor Maki Fukasawa
los designó en 2007 con un mote despectivo: soshokukei (varones herbívoros), pues han
renunciado a la carne, tanto en la cama como en la mesa. Resignados a una vida vegetativa, los
soshokukei no tienen ideales políticos ni amorosos. Tampoco vocaciones fuertes: sólo les interesa
vestir a la última moda, lucir una caballera ondulada y perfecta, pulirse las uñas, tener una figura
esbelta, y pasar sus ratos de ocio navegando en internet. Enemigos de los compromisos, creen que
cortejar a una mujer los coloca en desventaja psicológica frente a ella, y aunque pueden tener
amigas, prefieren mantener un celibato defensivo y conformista. Su apatía sexual ya se ha
reflejado en los índices de natalidad, con graves consecuencias para la economía japonesa. El
sector industrial más perjudicado son las fábricas de condones, cuyas ventas han caído en picada
desde 1999.

Desesperadas por encontrar un varón, las japonesas de 19 a 30 años se disputan a dentelladas a


los pocos machos de la vieja guardia que todavía están dispuestos a gozarlas. Pero los soshokukei
ni sudan ni se acongojan. Según Okate, han perdido la virilidad a tal extremo que muchos de ellos
orinan sentados y han adoptado como prenda el corpiño masculino, una peregrina invención de
los modistos nipones. La indumentaria andrógina de los herbívoros no es un síntoma de
homosexualidad: se trata, más bien, de asumir una identidad neutral entre el polo masculino y el
femenino, para evitar el contacto con ambos.

Algunos psicólogos atribuyen esta epidemia de castidad al bombardeo de provocaciones eróticas


en los medios audiovisuales, pues en Japón hasta las historietas para niños (los famosos “manga”)
y los dibujos animados tienen un marcado perfil erótico. Saturados de sexo desde la infancia, los
jóvenes no encuentran mejor manera de protestar contra el sistema que darle la espalda al valor
supremo del orden establecido. Se trata, pues, de un rechazo a la excitación inducida, pero
también de una defensa inconsciente contra el exceso de tentaciones que ni el cerebro más
calenturiento puede procesar. Por eso la compañía de perfumes y desodorantes AXE acaba de
retirar de la televisión japonesa una campaña publicitaria con guapas modelos semidesnudas: los
jóvenes herbívoros, un segmento importante del mercado, repudiaron la campaña con un
silencioso boicot.

El ejemplo japonés empieza a cundir en otras partes del mundo. Asumidos como una minoría
perseguida, los jóvenes asexuales del planeta han creado un foro en internet, la AVEN (Asexual
Visibility Education Network), donde exigen respeto a su preferencia, y se oponen a ser
estigmatizados como nerds, maricas o impotentes. Los más radicales niegan tener deseos, pero los
psicólogos y sexólogos que participan en esos debates dudan que los soshokukei y sus émulos
occidentales puedan haber mudado de naturaleza: más bien creen que muchos de ellos arden a
solas y se hacen justicia por su propia mano. Así debe ocurrir, sin duda, pero habría que investigar
por qué tantos jóvenes en el mundo han dado la espalda al placer compartido y temen el contacto
con los cuerpos ajenos. ¿Se trata de una castración voluntaria o impuesta por las exigencias de un
mundo hipersexualizado? En la actualidad miles de muchachas creen que para ser deseables
deben operarse la cara, el busto y los glúteos y una infinidad de jóvenes obsesionados con el
tamaño y la dureza del pene consumen viagra para comportarse como supermachos. En este clima
de sexualidad competitiva, en que el cuerpo ha dejado de ser un medio de liberación (la “nave de
los hechizos” de López Velarde), para convertirse en un arma de combate y un signo de status, los
tímidos, los inseguros, los feos, los gordos y los viejos han quedado relegados a una marginalidad
oprobiosa.

La tentación autoritaria de convertir el placer en deber y el darwinismo sexual derivado de ella


deben repugnar a millones de jóvenes, no sólo a los que por su falta de cualidades físicas están
excluidos de la disputa por la posesión de los cuerpos bellos, sino a cualquier espíritu sensible.
Como la comunidad homosexual no está el margen de esa competencia, los herbívoros tampoco
han podido encontrar acogida en ella. En el pasado, ser un solterón o una solterona podía
considerarse triste, pero no era deshonroso para nadie. Hoy en día es un estigma tan difícil de
sobrellevar que a juicio del novelista Michel Houellebecq, tal vez el analista más lúcido de las
patologías sexuales contemporáneas, la división de la sociedad en clases antagónicas ha sido
reemplazada por una nueva lucha de clases entre los triunfadores de la cama, millonarios en
orgasmos, y los parias condenados a la miseria sexual. Esto explicaría por qué los asexuales
necesitan reafirmar su orgullo: si no se hacen respetar los seguirán pisoteando. Lo extraño, en el
caso de los soshokukei, es que no hayan intentado reivindicar el romanticismo como antídoto
contra la banalización del sexo: su miedo a los cuerpos los ha llevado simplemente a posar como
maniquíes. De hecho, se visten y arreglan de acuerdo a los cánones de la moda sexy, como si en el
fondo admiraran al enemigo que los sojuzga.

La mercadotecnia y la industria del porno han logrado lo que el clero católico nunca pudo
conseguir en dos mil años de sermones flamígeros: apartar a los jóvenes del pecado carnal. En
1596 el galeón filipino en el que navegaba el jesuita mexicano Felipe de las Casas, hoy conocido
como San Felipe de Jesús, encalló en las costas japonesas después de un naufragio. Junto con toda
la tripulación, Felipe fue crucificado semanas después en Nagasaki por órdenes del emperador
Taikosama, que diez años antes había expulsado del Japón a los misioneros cristianos. Si la religión
que inventó el pecado original hubiera echado raíces en el imperio del Sol Naciente, el temor a la
condenación eterna habría sazonado y enriquecido la vida sexual de los japoneses. Por desgracia,
la idolatría sacrificó a los mártires de la fe y los nipones carecen de una sólida tradición
prohibicionista que preserve la lujuria contra sus promotores mercenarios. Los encantos de la
culpa, que tantas pasiones han despertado en el mundo cristiano, nunca llegaron a ese desdichado
reducto del paganismo. Los nuevos misioneros de Pro Vida pueden y deben retomar la estafeta de
San Felipe para fomentar la procreación entre la juventud nipona. Es urgente alejarlos del internet
y acercarlos a las epístolas de San Pablo. Cuando los herbívoros sepan que la vulva es el umbral del
infierno, empezarán a coger como Dios Manda: con el alma atribulada y el miembro firme.

Enrique Serna. Escritor. Su más reciente libro es Giros negros.

01/12/2009

Tres sin sacar

Gil Gamés ( Ver todos sus artículos )

El artista trabaja El año baja el telón y Gamés se niega a despedirse sin dar noticia de una
escultura. Se trata de la obra de Bernardo Luis López Artasánchez, mejor conocido como Bernardo
Luis. Este escultor de fuste y fusta esculpió al jefe delegacional de Iztapalapa, pero con licencia,
Rafael Acosta, Juanito. El artista explicó que empezó a trabajar en la efigie el día en que escuchó a
Juanito expresar su deseo de terminar la preparatoria. Esto le pareció a Bernardo algo grandioso y
se dio a la tarea de moldear a Juanito de cuerpo entero, con 80 kilos de peso y 1.70 metros de
estatura. Algo gordón este Juanito, pero nada le hace.

Estatuas pastan en la vida pública

El artista trabaja

El año baja el telón y Gamés se niega a despedirse sin dar noticia de una escultura. Se trata de la
obra de Bernardo Luis López Artasánchez, mejor conocido como Bernardo Luis. Este escultor de
fuste y fusta esculpió al jefe delegacional de Iztapalapa, pero con licencia, Rafael Acosta, Juanito.
El artista explicó que empezó a trabajar en la efigie el día en que escuchó a Juanito expresar su
deseo de terminar la preparatoria. Esto le pareció a Bernardo algo grandioso y se dio a la tarea de
moldear a Juanito de cuerpo entero, con 80 kilos de peso y 1.70 metros de estatura. Algo gordón
este Juanito, pero nada le hace. Cuando terminó su obra, Bernardo Luis la entregó a Rafael Acosta
en el Zócalo. Cuando Gil vio las fotografías de la estatua en la prensa se conmovió hasta las
lágrimas. En su perfección, la escultura de bronce casi hablaba, pero recordó que el Juanito real no
sabe hablar, de modo que la estatua guardó silencio. El autor no es un don nadie, Bernardo Luis
esculpió a Vicente Fox y al papa Juan Pablo II. Gamés se devanó los sesos buscando el común
denominador de estos tres personajes. Gil lo descubrió con relativa facilidad: los tres han sido
estadistas, seguidos por multitudes de fieles y hacedores de obras a las que no tocará el olvido.
Estadista: hombre versado en negocios de Estado (cortesía de Martín Alonso). Juanito estaba muy
contento y dijo: “como cualquier ciudadano voy a realizar los trámites necesarios para colocar mi
estatua en la explanada principal de Iztapalapa”.

Más estatuas

Gil quiere proponerle a Bernardo Luis que en este fin de año descanse haciendo adobes y aumente
su nómina de estadistas esculpiendo (ah, qué bueno es el gerundio) a golpe de cincel y con el
frenesí propio del arte a nuevos personajes. Para empezar, y de inmediato, al diputado furibundo
Gerardo Fernández Noroña vestido de Santaclós. Fernández es casi tan alto como Fox, el
coeficiente intelectual no puede ser esculpido (ah, la voz pasiva), pero si eso fuera posible el de
ambos ocuparía la cabeza de un alfiler. Otra estatua imprescindible de Bernardo Luis: Porfirio
Muñoz Ledo. Quizás el artista invertiría más tiempo porque don Porfirio está algo pasado de kilos,
pero en cambio es más bajito que su compañero de partido Fernández Noroña. La efigie del
tribuno Muñoz será sobria y su tamaño no menor que el Palacio de las Bellas Artes; si el
coeficiente de Muñoz Ledo fuera esculpido sería
como el Monumento a la Revolución.

Gamés hizo una pausa, se incorporó del mullido


sillón y lanzó una pregunta al viento: ¿todavía
existirá alguien que considere a este pícaro,
tránsfuga de todas las ideologías, un hombre de inteligencia notable? Si le sobrara tiempo a
Bernardo Luis que por favor le dedique una de sus obras al alcalde de San Pedro Garza García, el
intrépido Mauricio Fernández Garza. Gil ya lo advirtió: los borricos con iniciativa provocan
catástrofes.

La fuerza del Esmé

Antes de pasar a cosas realmente importantes como el romero, el bacalao y los villancicos, Gamés
quiere evocar al líder de los electricistas Martín Esparza, con su estandarte de la virgen de
Guadalupe, y recordar alguno de los puntos de aquel pliego petitorio genial: la inmediata renuncia
de los secretarios de Gobernación y del Trabajo, la anulación del decreto que ha liquidado la
compañía de Luz y Fuerza, la salida como de rayo de la policía del edificio de la empresa liquidada.
Don Martín, no se ande usted con naderías y exija sin miedo la destitución del gabinete en pleno,
la disolución del Congreso y la anulación de las elecciones de 2012. Estas medidas fortalecerán
muchísimo al movimiento. Don Martín debe ser eternizado por el cincel de Bernardo Luis. Los
sindicalistas de raíz colorada van a perdonar a Gamés, pero estos dirigentotes del movimientote
están muy raros: si no son pillos, lo parecen. Dicho lo cual nadie se haga mala sangre, péguenle al
aguinaldo hasta donde se deje y métanle duro al trago: todo con exceso, nada con medida. Gil
s’en va.

Gil Gamés. Nació en El Oro, Estado de México, en 1955. Su columna “Tres sin sacar” se estableció
en 1997. Desde entonces, no ha dejado de tirar su piedra en el charco de la vida pública. Posee un
amplísimo estudio

01/12/2009

Territorios violentos

Fernando Escalante Gonzalbo ( Ver todos sus artículos )

En México la violencia adquiere cuatro formas. La que ocurre en el mundo rural y que contrasta
con la del mundo urbano; la que sucede en las ciudades fronterizas, y la desatada en las zonas
remotas. Cada una posee una explicación y un contexto distintos, que Fernando Escalante
Gonzalbo se ocupa de aclarar en este penetrante ensayo.

En México la violencia adquiere cuatro formas. La que ocurre en el mundo rural y que contrasta
con la del mundo urbano; la que sucede en las ciudades fronterizas, y la desatada en las zonas
remotas. Cada una posee una explicación y un contexto distintos, que Fernando Escalante
Gonzalbo se ocupa de aclarar en este penetrante ensayo
Conviene aclarar de antemano que no hay, en lo que sigue, un análisis sociológico del homicidio
en México. No exploro de modo sistemático ninguna de las hipótesis que se manejan
habitualmente en la criminología y la sociología del delito. Me limito a exponer las tendencias
observables en los últimos 20 años, a partir del análisis territorial. Entre otras razones porque la
distribución territorial sugiere poderosamente que no hay un único perfil del homicidio en México,
es decir, no es factible una explicación general.

La estadística delictiva es problemática siempre, también es factible. En México, como en


cualquier otro lugar, hay dos fuentes obvias para documentar el homicidio: la policía y el Registro
Civil.1 La base de datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública, que en ocasiones se emplea,
tiene tres problemas básicos: cubre un periodo muy breve, porque sólo tiene información de 1997
en adelante; presenta los datos agregados por estado y prácticamente sin información sobre las
víctimas; y registra presuntos homicidios denunciados ante el Ministerio Público, lo cual implica
que no haya registro si no se presentó denuncia o que pueda haberlos duplicados en otros casos.
La alternativa es la base de datos de defunciones del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e
Informática, formada a partir de las actas de defunción del Registro Civil, convalidadas por la
Secretaría de Salud;2 hay información desde 1990 y se registra género, edad, ocupación,
escolaridad y lugar de residencia de las víctimas, y municipio en que ocurrió el homicidio. Es la
fuente de información en todo lo que sigue. El único problema, y es relativamente menor, es que
tarda en capturarse, de modo que la información de un año está disponible sólo en el último
trimestre del año siguiente (y por esa razón el análisis llega hasta 2007).

Los estados

La tasa nacional es un indicador muy grueso, muy inexacto, que apenas sirve como primera
aproximación. Si se miran los datos desagregados, por estados, aparece un panorama de muchos
contrastes. Hay algunos estados que a lo largo de todo el periodo, de manera consistente, tienen
tasas de homicidios muy inferiores a la nacional: Yucatán, Nuevo León, Aguascalientes, por
ejemplo, con índices de entre dos y cinco homicidios por cada 100 mil habitantes; Tlaxcala,
Querétaro e Hidalgo, entre tres y ocho. Hay otro grupo de estados cuyas tasas son siempre
superiores e incluso muy superiores a la nacional, del doble o más: Guerrero, Michoacán, Oaxaca,
Sinaloa, que en los primeros años noventa registraban tasas de hasta 40 homicidios por cada 100
mil habitantes, y hacia 2007 de entre 15 y 20. Y hay, finalmente, algunos estados como Chihuahua
y Tamaulipas, que a principios de los noventa tenían tasas inferiores a la nacional y en la segunda
mitad del periodo tienen consistentemente tasas muy superiores a la nacional.
No es una sorpresa ni resulta raro: eso
sólo habla de la extraordinaria
heterogeneidad del país, de las
diferencias territoriales, demográficas,
de estructura productiva, entre los
estados. Ahora bien, durante el periodo
no sólo disminuye la violencia sino que
se desplaza, hay estados en que se
reduce mucho la tasa y otros, en
cambio, en los que aumenta. Vale la
pena ver ese movimiento con algún
detalle.

En la península de Yucatán, Tabasco y


Veracruz hay en general tasas muy
bajas, siempre inferiores a la nacional y
descendentes, con la excepción de los
municipios de Benito Juárez y Solidaridad en Quintana Roo, muy inestables, y durante algunos
años las regiones de Nautla y del Papaloapan en Veracruz y Tenosique, Tabasco. Algo parecido
sucede en el Bajío, Puebla, Tlaxcala y Aguascalientes. En Chiapas no hay una tendencia clara, hay
años de tasas muy altas: 1994-1995, 1997-1999, y otros en que son mucho más bajas que la
nacional; no es irrazonable asociar esos movimientos a la actividad del EZLN y la presencia del
ejército.

En el centro norte del país y en occidente el cuadro es más problemático: la tasa de homicidios en
Jalisco, Zacatecas, Coahuila y Nuevo León es siempre inferior a la nacional, y con tendencia más
errática y algunos años de muy alta violencia, también lo es en Colima y San Luis Potosí. Nayarit y
Durango, en cambio, siempre están por encima, con tasas que en algunos años llegan a ser de 20 y
30 homicidios por cada 100 mil habitantes; en ambos casos las tasas más altas con mucha
distancia están en la Sierra Madre Occidental, en los municipios de Huajicori, La Yesca y Del Nayar
en Nayarit, y en Santiago Papasquiaro, Tamazula y particularmente Pueblo Nuevo, en Durango.

Los cambios más importantes durante el periodo, los que explican el movimiento de la tasa
nacional, se producen en tres regiones claramente identificables: la región del centro y el Valle de
México, con Morelos, Estado de México y el Distrito Federal, la región del Pacífico sur: Michoacán,
Guerrero y Oaxaca, y la región del noroeste: Baja California, Sonora, Chihuahua y Sinaloa.

Las ciudades

La correspondencia entre el índice de urbanización y la tasa de homicidios es una de las hipótesis


más exploradas por la criminología. En general, tanto en Estados Unidos como en Europa, parece
haber una correlación positiva entre el tamaño de las ciudades y el índice de homicidios: las
ciudades son más violentas, y más cuanto mayores y más densamente pobladas. Hay diferencias
regionales, desde luego, ciudades particularmente violentas, ciudades relativamente pacíficas,
pero en general el homicidio tiende a ser mucho más urbano.3 En México, sin embargo, no sucede
eso: hay grandes ciudades con tasas muy altas y las hay con tasas muy bajas, sucede incluso que
en el mismo estado haya una ciudad con tasas consistentemente más altas y otra con tasas
consistentemente más bajas que el resto del estado: Torreón y Saltillo, Tijuana y Mexicali,
Chihuahua y Ciudad Juárez.

En el conjunto de ciudades con más de un millón de habitantes están Monterrey, León,


Guadalajara y Puebla, cuyas tasas de homicidios son durante todo el periodo considerablemente
inferiores a la nacional, y están también Tijuana y Ciudad Juárez que a partir de 1994 están
sistemáticamente por encima de la media nacional. La ciudad de México es compleja y merece ser
tratada aparte, aunque sea sumariamente.

El Distrito Federal tiene una tasa relativamente estable y cercana a la nacional, pero con
diferencias muy notables entre las distintas delegaciones: siempre el índice más alto corresponde
a Miguel Hidalgo, entre 20 y 30 homicidios por cada 100 mil habitantes, y le siguen Venustiano
Carranza, Cuauhtémoc y Benito Juárez, más cerca del 20, mientras que delegaciones como
Iztacalco, Cuajimalpa, Azcapotzalco y Coyoacán oscilan entre dos y ocho homicidios por 100 mil
habitantes. En los municipios de la zona conurbada sucede algo parecido: en todos ellos se aprecia
una disminución, en ocasiones muy considerable, de la violencia, pero hay alguno como
Nezahualcóyotl cuya tasa es siempre inferior a la nacional, lo mismo que Tlalnepantla durante la
mayor parte del periodo, y los hay con tasas siempre más altas, como Ecatepec, Atizapán, Chalco,
Chimalhuacán y Cuautitlán Izcalli, y sobre todo Naucalpan, que entre 1990 y 1996 presenta tasas
entre 50 y 70 homicidios por cada 100 mil habitantes. Tomada en conjunto, el área metropolitana
de la ciudad de México tiene una tasa de homicidios sólo ligeramente superior a la nacional y sigue
casi exactamente la misma tendencia.

En términos generales, las tasas tienden


a ser más altas en el norte del Distrito
Federal, en las delegaciones colindantes
con el Estado de México, y más bajas en
el centro y sobre todo en el sur, en las
delegaciones que lindan con Morelos.
El panorama de la zona conurbada es
más complejo: municipios como
Naucalpan y Cuautitlán tienen de
manera consistente tasas que son dos y
tres veces más altas que las del
municipio vecino de Tlalnepantla. Y no
hay una variable demográfica obvia que
sirva para explicar, en este plano, las diferencias.

Si ampliamos el rango y consideramos las ciudades que tienen entre 500 mil y un millón de
habitantes, de nuevo el panorama es de contrastes y no permite una conclusión clara. Algunas de
ellas tienen durante todo el periodo tasas inferiores a la nacional: Aguascalientes, Saltillo, Torreón,
Querétaro, Mérida, e incluso muy inferiores, como Guadalupe y San Nicolás de los Garza, en
Nuevo León, con menos de dos homicidios por cada 100 mil habitantes. Otras hay, en cambio, que
al menos durante algunos años tienen índices muy superiores al nacional, como Morelia, San Luis
Potosí, Chihuahua y Mexicali. En ese conjunto, por lo demás, están algunas de las ciudades más
violentas del país: Toluca, Acapulco y Culiacán.

Sucede prácticamente lo mismo si ampliamos aún más el rango. Entre los municipios que tienen
más de 250 mil habitantes y menos de 500 mil están Celaya, Irapuato, Guasave, Centro (Tabasco),
Tampico, Ciudad Victoria, Coatzacoalcos, Jalapa y Veracruz que tienden a estar siempre por debajo
de la tasa nacional; pero están también Ensenada, Durango, Cuernavaca, Tapachula, Tuxtla
Gutiérrez, Mazatlán, Matamoros, Nuevo Laredo y Reynosa, que durante casi todo el periodo
tienen tasas superiores a la nacional.

En resumen: no son más violentas en general las ciudades y no aumentan los índices de homicidios
conforme aumenta la población. No puede establecerse una regla en eso para México. Parecen ser
mucho más importantes otros factores como la ubicación geográfica, y no el tamaño.

Tomando en cuenta eso, las enormes diferencias entre ciudades y regiones del país, vale la pena
mirar la tasa para conjuntos de ciudades y municipios agrupados según su tamaño, y contrastarla
con la tasa nacional. Sabemos, por supuesto, que esa medida, tasa de homicidios para el conjunto
de ciudades de más de un millón de habitantes, por ejemplo, es una aproximación sumamente
inexacta porque pone en el mismo paquete, para promediarlas, las tasas de Monterrey y León, y
las de Tijuana y Ciudad Juárez. No obstante, es útil como indicador para ver qué tan “urbano” es el
fenómeno del homicidio en México.

Los resultados más reveladores aparecen en los dos extremos, en el conjunto de localidades con
menos de 10 mil habitantes y en el conjunto de las que tienen más de un millón. Vistas así
agrupadas, y poniendo entre paréntesis las diferencias regionales por ahora, resulta que las
localidades menores tienden a tener tasas de violencia más altas; desde luego, representan un
porcentaje relativamente pequeño del total de víctimas de homicidio, por obvias razones, pero su
peso en el conjunto de homicidios es siempre mayor que su peso demográfico (ver gráfica 1).

Disminuye a lo largo del periodo, en concreto a partir de 1993, el porcentaje que representan del
total de víctimas al mismo tiempo que va disminuyendo su población. Si miramos las tasas, es
decir, número de víctimas por cada 100 mil habitantes para el conjunto de localidades, y ponemos
en comparación la de esos municipios con las ciudades de más de un millón de habitantes, el
resultado es elocuente (ver gráfica 2). Resulta que siempre la tasa de victimización es más alta en
las localidades más pequeñas que en el conjunto del país, pero lo es mucho más en los primeros
años del periodo, y la distancia se va reduciendo. En las grandes ciudades el cambio es en sentido
inverso: como conjunto tienen una tasa inferior a la nacional hasta 1995, y claramente superior a
la nacional a partir de 2001.

¿Qué significa eso? En


términos generales,
que el homicidio se ha
hecho más “urbano” a
lo largo del periodo. En
el inicio de los noventa
las localidades rurales
eran
considerablemente
más violentas que las
ciudades. Los términos
prácticamente se
invierten después del año 2000, aunque sabemos que el promedio es engañoso, porque los altos
índices de los últimos años en ciudades de más de un millón de habitantes deben mucho al
aumento en el número de víctimas en Tijuana y Ciudad Juárez.

El resultado de la operación es consistente con lo que sugiere el desplazamiento geográfico que


señalábamos más arriba. El descenso de la tasa nacional de homicidios obedece sobre todo al
descenso de la violencia en las regiones de mayor densidad de población campesina en el centro y
sur del país.

Ahora bien, si no es posible establecer un patrón general urbano o rural, una correlación entre
volumen de población y tasa de homicidios, ni siquiera para ciudades de tamaño similar en un
mismo estado, sí hay algunas pautas territoriales identificables. Me concentro, en lo que sigue, en
dos que manifiestan problemas distintos: la tendencia en las ciudades de la frontera norte y la
tendencia en la cuenca occidental del río Balsas y la Sierra Madre Occidental.

La frontera norte

Si tomamos como criterio la ubicación, aparece un grupo de ciudades que tienen rasgos muy
similares durante el periodo: las ciudades con paso de frontera, en el norte, con más de 50 mil
habitantes. Es decir, Tijuana, Tecate, Mexicali, San Luis Río Colorado, Nogales, Agua Prieta, Juárez,
Piedras Negras, Acuña, Nuevo Laredo, Reynosa y Matamoros. La evolución de la tasa de
homicidios para ese conjunto de ciudades es claramente distinta de la evolución de la tasa
nacional (ver gráfica 3).
Se trata de la tasa promedio para el conjunto de ciudades, de modo que sabemos que es una
aproximación que hace falta matizar. No obstante, la gráfica es elocuente.
Es claro que ese conjunto no sólo no sigue la tendencia nacional, sino que su evolución es casi en
sentido contrario. En general, su tasa aumenta en lugar de disminuir, es inferior a la nacional a
principios de los noventa, y siempre superior a la nacional a partir de 1994. La forma de la curva,
además, hace suponer que el descenso de 2007 es anómalo (podría ser consecuencia de la
presencia masiva del ejército en las ciudades de Tamaulipas, a partir de febrero de 2007).

Veámoslo con un poco de más detenimiento. En primer lugar, las ciudades con más de un millón
de habitantes: Tijuana y Ciudad Juárez. Ambas tienden a estar por debajo de la tasa nacional en los
primeros años, las dos están sistemáticamente por encima de la tasa nacional a partir de 1994.
Tijuana pasa de cinco a 20 y 25 homicidios por cada 100 mil habitantes; Juárez pasa de 15 a 25
homicidios por 100 mil habitantes. Algo más llama la atención: la tendencia es creciente en los dos
casos, pero la tasa es inestable, con incrementos muy abruptos en algunos años: 1995-1996 en
Tijuana, 1998-1999 en Ciudad Juárez, seguidos de una disminución igualmente acusada. Es un
patrón que aparece también en otras ciudades de la frontera.

Es menos contrastante la imagen que presentan Mexicali y Reynosa, que siguen en tamaño: más
de 500 mil y menos de un millón de habitantes. Tasas muy inferiores a las de Tijuana y Juárez,
siempre muy cercanas a la tasa nacional. No obstante, es evidente que están por debajo del índice
nacional la primera parte del periodo, y por encima la segunda; y en ambos casos hay, aunque
menos acusados, esos movimientos abruptos: 1992 y 1998 en Reynosa, 1999 en Mexicali.

En el resto de las
ciudades de la frontera
norte se muestra un
patrón muy similar.
Con algunas, pocas
ciudades con índices
similares al nacional, la
mayoría por encima, y
una inestabilidad muy
característica.

Matamoros y Nuevo
Laredo tienen más de
250 mil y menos de
500 mil habitantes. El
perfil de Matamoros es
parecido a los de
Mexicali y Reynosa,
con una tasa
relativamente estable (excepción hecha de los años 1991 y 1997) y cercana a la nacional. El de
Nuevo Laredo, en cambio, recuerda a los de Tijuana y Juárez, con índices de homicidios muy
superiores a los del resto del país y una tasa muy inestable, con fuertes, repentinos incrementos
entre 1992 y 1994, en 1999 y sobre todo entre 2005 y 2006 en que pasa de 18 a 47 homicidios por
cada 100 mil habitantes, para bajar de un modo igual de abrupto hasta 10 homicidios por 100 mil
habitantes en 2007.

Resulta tentador, a la vista de los años en que se producen esos movimientos bruscos en los
índices de homicidios, asociarlos a algunos de los episodios más conocidos de la lucha del Estado
mexicano contra el narcotráfico, o las luchas de los narcotraficantes entre sí: la muerte de Amado
Carrillo Fuentes y la ofensiva binacional contra los hermanos Arellano Félix en 1997, la detención
de Osiel Cárdenas Guillén en 2003. No sería extraño: los desequilibrios en los mercados ilegales
tienden a provocar espirales de violencia que desaparecen con la misma rapidez una vez
establecido un nuevo equilibrio.4 No obstante, la estadística —en el nivel en que la manejamos
aquí— no permite aventurar una explicación.

En el resto de las ciudades sucede algo muy similar. Nogales, San Luis Río Colorado y Piedras
Negras tienen más de 150 mil habitantes; Tecate, Agua Prieta y Acuña tienen entre 50 mil y 150
mil. Parece ser relativamente menos violenta la frontera de Coahuila, con tasas cercanas a la
nacional, aunque es muy evidente la inestabilidad de la tasa de Ciudad Acuña.

No hace falta extenderse mucho en el comentario. Es obvio que la tendencia del conjunto no sigue
a la tendencia nacional. Las tasas en casi todos los casos son bastante más altas y no parece haber
una correlación entre población e índice de homicidios: las ciudades más pequeñas, como Agua
Prieta o Nogales, tienen tasas tan altas como las de Nuevo Laredo, Tijuana y Ciudad Juárez. Y de
nuevo se observa una acusada inestabilidad.

En resumen: a lo largo del periodo la tendencia en las ciudades de la frontera norte es distinta y en
algunos casos contraria a la nacional. Aparte de la ubicación geográfica tienen en común un
acelerado crecimiento demográfico; la población del país creció un 30% entre 1990 y 2007, pero
las ciudades de la frontera norte crecieron entre 70% y 100%. Es razonable pensar que eso influya
también sobre la tasa de homicidios y sobre la delincuencia en general, porque implica la llegada
de grandes volúmenes de población migrante, fragilidad de los vínculos sociales, falta de recursos
de infraestructura urbana, falta de servicios… Acaso sería fructífero explorar, para este caso
concreto, la vigencia de alguna variación de las tesis sobre delincuencia, migración y control social
de William Thomas y Robert E. Park,5 o del concepto de anomia en la definición de Durkheim.6

Lo fundamental, dicho todo lo anterior, es que son ciudades de frontera porque presentan rasgos
comunes como conjunto que no se aprecian en las demás ciudades del país. Por alguna razón, o
por muchas, la frontera entre México y Estados Unidos se convirtió en un espacio particularmente
violento a mediados de la década de los noventa, con tasas de homicidios que no tienden a bajar,
como la del resto del país. La tendencia dice que es un fenómeno estructural y nada indica que
vaya a cambiar en el futuro próximo.

Dos regiones problemáticas

Me detengo ahora en las dos regiones problemáticas que había apuntado páginas más arriba: la
cuenca occidental del río Balsas, en particular en el oeste del estado de Michoacán, y la Sierra
Madre Occidental en la zona en que colindan Sinaloa, Durango y Chihuahua.

Tienen varias cosas en común ambas regiones. Son las dos zonas de difícil acceso y muy mal
comunicadas: no hay ninguna carretera de primer orden que las atraviese. Las dos son zonas de
marginalidad muy alta, según los indicadores que emplea el Conapo; de hecho, son las únicas
zonas del país en que coinciden altos índices de marginalidad y altas tasas de homicidios a lo largo
de todo el periodo.

Veamos en primer lugar Michoacán, poniendo en contraste el índice de homicidios para las
regiones de Infiernillo, Tepalcatepec, Tierra Caliente y la Costa, y el índice del estado de
Michoacán descontando esa zona.

La zona de la Tierra
Caliente y la cuenca
occidental del Balsas
reúne
aproximadamente al
24% de la población y
concentra alrededor
del 50% de los
homicidios de
Michoacán. La tasa de
homicidios de la zona
triplica a la del estado.
Es muy evidente que la
violencia disminuye en
esos municipios entre
1994 y 2000, pero a
partir de entonces se
estanca e incluso
repunta ligeramente, como en el resto de Michoacán. Por el número de víctimas, se trata sobre
todo de los municipios de Apatzingán, Lázaro Cárdenas, Aguililla, Tepalcatepec, Arteaga, Aquila,
Huetamo, Turicato, Tacámbaro, La Huacana y Múgica.

Es una región poco poblada y muy mal comunicada, un espacio “culturalmente vacío”, dice
Bernardo García: “La precariedad de su poblamiento se remonta a la época prehispánica… y desde
entonces no ha habido ningún movimiento significativo para ocuparlo”.7 Sin duda, esa
incomunicación es factor para explicar los índices de homicidios. En la región hay sólo dos
ciudades con más de 100 mil habitantes, en los extremos: Apatzingán, comunicado con el centro
del estado, y Lázaro Cárdenas en la costa.

Se da un fenómeno muy similar en la parte alta de la Sierra Madre Occidental. Para hacerlo
observable realizo la misma operación en los tres estados, para poner en contraste la tasa estatal
sin la sierra con la tasa de las regiones serranas. En Sinaloa es la región noreste: municipios de
Mocorito, Sinaloa, Choix y Badiraguato; en Durango, la región de la sierra al oeste del estado, en la
frontera con Sinaloa, municipios de Tepehuanes, Santiago Papasquiaro, Tamazula, Pueblo Nuevo,
Mezquital; y en Chihuahua es la región suroeste, en colindancia con Sinaloa, formada entre otros
por los municipios de Batopilas, Chínipas, Guadalupe y Calvo, Guachochi, Guazapares, Morelos y
Urique.

Son todos municipios de población escasa y muy dispersa. El mayor de los del estado de Sinaloa,
que lleva el mismo nombre, tiene aproximadamente 80 mil habitantes distribuidos en 440
localidades: Sinaloa de Leyva, la cabecera municipal, tiene poco más de cinco mil habitantes. En
Durango, los municipios más poblados de la región son Pueblo Nuevo, al sur: alrededor de 40 mil
habitantes en 195 localidades, y Santiago Papasquiaro, también con unos 40 mil habitantes
distribuidos en más de 50 localidades. En Chihuahua sólo tienen más de 30 mil habitantes los
municipios de Guadalupe y Calvo, con más de 660 localidades, y Guachochi, con más de 200
localidades (y 60% de población tarahumara).

Se puede apreciar con claridad el mismo fenómeno que en el occidente de Michoacán: una región
relativamente pequeña y bien delimitada tiene en todos los casos tasas de homicidios
considerablemente mayores que el resto del estado, durante todo el periodo. En Sinaloa, los
municipios de la región noreste que hemos separado tienen el 9% de la población y concentran
alrededor del 20% de los homicidios del estado; la región de la sierra en Durango, con un 14% de
la población concentra entre el 30% y el 40% de los homicidios; de modo similar, en Chihuahua, los
municipios de la zona limítrofe con Sinaloa reúnen aproximadamente al 6% de la población y entre
el 20% y el 30% de los homicidios.

Como en el caso de Michoacán, se trata de una región muy mal comunicada. Algunas zonas, como
la cuenca del río Chínipas, “dependen casi exclusivamente del tren, o de avionetas, para su
contacto con el exterior”.8 Eso tiene consecuencias, obviamente, sobre la estructura política,
sobre el orden social. Algunas de ellas son conocidas: “El aislamiento de la zona —sigue Bernardo
García— la ha hecho muy propicia para el cultivo de plantas ilegales y las peligrosas actividades
asociadas a ello, y es fama que en este sentido subsiste como uno de los espacios más críticos del
país”.9
Recapitulación

Es posible ver muchas otras cosas en la estadística de homicidios. Para una sociología sería
indispensable anotar, por ejemplo, que los índices de feminicidios son muy variables en el país, lo
mismo que la estructura de edades de las víctimas: en las ciudades tiende a haber un perfil más
joven, con elevadas tasas de victimización para el grupo de edad entre 15 y 19 años, mientras que
en el campo el perfil es más adulto, con tasas muy altas para mayores de 40 años. No obstante,
esta primera aproximación a la distribución territorial permite conclusiones importantes.

En el periodo, la tasa nacional de homicidios disminuyó sistemáticamente y no es sencillo


encontrar una explicación convincente. Si pensamos en factores generales, que afectan por igual
al conjunto del país, habría que considerar entre otros el cambio demográfico: al disminuir el
crecimiento de la población a partir de los años ochenta disminuye también el peso relativo de la
población joven que suele aportar en todo el mundo la mayor proporción de las víctimas de
homicidio. También habría que pensar en la progresiva estabilización de la población urbana: sigue
habiendo fuertes movimientos migratorios dentro del país, en particular hacia las ciudades del
norte y algunos municipios de las zonas conurbadas de Guadalajara y el Distrito Federal; sin
embargo, sólo un tercio de los municipios con más de 250 mil habitantes experimentó un
crecimiento poblacional superior al 50%.

No hay una correlación estricta entre crecimiento de la población urbana e índice de homicidios.
De nuevo, parece pesar mucho más el factor geográfico. No obstante, sí es apreciable en varios
casos el impacto de un crecimiento explosivo de la población: Benito Juárez y Solidaridad en
Quintana Roo, Cuauti-tlán Izcalli, Chimalhuacán, Tuxtla Gutiérrez o el conjunto de las ciudades de
la frontera norte.

Los estudios clásicos sobre migración de


la escuela de sociología de Chicago, de
Thomas y Park, sugerían una
correlación entre migración y
delincuencia por el debilitamiento de
los recursos de control social:
desaparición de vínculos comunitarios,
pérdida de referentes, etcétera. En
particular, tenían en mente la migración
internacional. Es una conjetura
verosímil y que puede sostenerse en
algunos casos. Los trabajos recientes,
sin embargo, no permiten una
conclusión indudable.10
El análisis territorial sugiere que hay al
menos cuatro contextos distintos, que
requieren explicaciones distintas. En primer lugar, el homicidio rural en las zonas más densamente
pobladas del centro y sur del país, muy probablemente asociado a disputas agrarias y conflictos
familiares, también con índices relativamente altos de violencia doméstica: ése ha venido
disminuyendo en los últimos 20 años de manera muy acusada. Parece razonable asociar ese
descenso al fin del reparto agrario en 1992 y a una intensificación de los flujos migratorios hacia
las ciudades y especialmente hacia Estados Unidos.

Siguen habiendo diferencias considerables entre regiones: siempre es mucho más alto el índice de
homicidios en los municipios rurales de Guerrero que en los de Yucatán, por ejemplo. Con todo,
parece razonable esperar que en el futuro próximo se mantenga la misma tendencia a la baja en la
mayor parte del territorio si continúa la emigración y no hay alteraciones importantes en la
estructura productiva del campo.

En segundo lugar, hay el homicidio urbano: de perfil más joven, de tasas más altas e inestables en
ciudades con fuerte crecimiento de la población o ubicadas en puertos y zonas de tránsito intenso,
como Acapulco, Mazatlán, Tapachula, Benito Juárez. Mucho más bajas y estables, en cambio, en
ciudades viejas y de crecimiento moderado como Mérida, Jalapa, Veracruz, León, Puebla.
Podemos esperar que en el futuro próximo disminuya y se estabilice la tasa de homicidios
conforme se estabilicen también los flujos migratorios, que parecen ser una de las causas o al
menos un factor que contribuye a incrementar los índices de violencia; no obstante, lo probable es
que influyan cada vez más sobre el conjunto, y en particular sobre las ciudades mayores, los
mismos factores que afectan al índice de homicidios en las ciudades de países industrializados:
desempleo, desigualdad, delincuencia juvenil, mercado local de drogas, etcétera.

No hay una correlación consistente entre pobreza y violencia. No obstante, los estudios recientes
sobre patrones urbanos de homicidio y crimen violento sí sugieren la influencia de la desigualdad
en combinación con el crecimiento explosivo del consumo y la disminución de oportunidades
laborales, cuyo conjunto explica en parte la concentración de los delitos violentos en los barrios
marginales y guetos de las ciudades, tanto en Europa como en Estados Unidos.11

En tercer lugar hay que contar con el homicidio en las ciudades de la frontera norte: tasas muy
altas, crecientes y muy inestables, seguramente asociadas tanto al crecimiento demográfico como
al conjunto de tráficos, mercados informales e ilegales de la zona fronteriza. No cabe ser
optimistas con respecto a su evolución futura puesto que no es probable que cambien mucho los
factores estructurales e institucionales que parecen estar en el origen de la violencia actual: puede
desacelerarse el crecimiento demográfico, pero seguirá habiendo una población flotante
considerable, en tránsito hacia Estados Unidos; puede haber una mejor coordinación entre las
policías mexicana y estadunidense, pero no es probable que se modifiquen las políticas fronterizas
que han favorecido la organización actual de los mercados de frontera.

Finalmente, están las dos zonas problemáticas de Michoacán y la Sierra Madre Occidental. Tienen
en común la pobreza, la incomunicación y las altísimas tasas de homicidios. Sin duda, la precaria
presencia del Estado y el aislamiento hacen mucho más probable el recurso a la violencia, aparte
de que sean zonas particularmente aptas, por eso, para el cultivo y procesamiento de drogas. En
ambos casos la orografía ha hecho siempre muy difícil la integración al resto del territorio. No es
probable que eso cambie en el futuro inmediato, es decir, seguirán siendo regiones complicadas.

Fernando Escalante Gonzalbo. Investigador y catedrático de El Colegio de México. Entre sus


publicaciones: A la sombra de los libros: lectura, mercado y vida pública y La mirada de Dios.
Estudio sobre la cultura del sufrimiento.

1 En Estados Unidos, por ejemplo, la elección entre los registros del Departamento de Justicia, del
Uniform Crime Report, o las estadísticas vitales del Departamento de Salud. En México las fuentes
son de PGR y de INEGI.
2 Es el registro de los homicidios dolosos, es decir, deliberados, según la definición de la OMS. No
incluye los posibles homicidios culposos, donde hay alguna responsabilidad por negligencia.
3 Es conocida la discusión, en Estados Unidos, sobre una “cultura de la violencia” en el sur, cuyas
tasas de homicidios parecerían ser sistemáticamente más altas que las de ambas costas, por
ejemplo. No hay una explicación definitiva. Para un panorama de los análisis territoriales del
homicidio, en particular en Estados Unidos, ver Derek Paulsen y Matthew Robinson, Crime
Mapping and Spatial Aspects of Crime, Prentice Hall, Nueva Jersey, 2009.
4 Ver Alfred Blumstein, “Youth Violence, Guns and the Illicit-Drug Industry”, Journal of Criminal
Law and Criminology, n. 88, 1995. También, para una discusión de las tesis de Blumstein, ver
Benjamin Pearson-Nelson, Understanding Homicide Trends. The Social Context of a Homicide
Epidemic, LFB Scholarly Publishing LLC, Nueva York, 2008.
5 Para una primera aproximación, William I. Thomas, On Social Organization and Social
Personality, The University of Chicago Press, Chicago, 1966, y Robert E. Park, On Social Control and
Collective Behavior, The University of Chicago Press, Chicago, 1967,
6 En tiempos recientes se ha revivido el concepto de anomia en sus dos variantes, la de Durkheim
y la de Merton, y se intenta darle una definición operativa, que permita análisis estadísticos. Ver
Nikos Passas y Robert Agnew (eds.), The Future of Anomie Theory, Northeastern University Press,
1997.
7 Bernardo García Martínez, Las regiones de México. Breviario geográfico e histórico, El Colegio de
México, México, 2008, pp.146 y ss.
8 “Es el único caso que subsiste en México de lugares donde los pocos automóviles que hay han
sido llevados en tren” (Bernardo García, ibíd., pp. 228-229).
9 Ibíd., p. 229.
10 Sin ir más lejos, los índices de homicidios entre la población “latina” en Estados Unidos no son
mucho mayores que los de la población en general, y sí apreciablemente menores a los de la
población afroamericana. Ver Ramiro Martínez, Latino Homicide. Immigration, Violence and
Community, Routledge, Nueva York, 2002.
11 Ver, por ejemplo, Dwayne Smith y Margaret A. Zahn (eds.), Homicide. A Sourcebook of Social
Research, Sage Publications, Thousand Oaks, CA, 1999.
01/12/2009

Mi vida con el narco

David Piñón Balderrama ( Ver todos sus artículos )

El testimonio inédito de un reportero del norte del país cuya vida fue invadida por el narcotráfico.

Uno

Estaba a cinco meses de casarme, acababan de ascenderme en el periódico y parecía que por fin
había llegado la hora en que iba a poder vivir completamente del periodismo. Entonces comenzó
una época que las autoridades llamaron “la guerra contra el crimen organizado”. Los primeros días
no fueron malos. Creí que se presentaba la oportunidad de hacer grandes cosas. Tenía un nuevo
equipo de trabajo, dispuesto a jugársela conmigo, y ese equipo me hacía sentir cierto liderazgo,
algo halagador si trabajas con gente profesional que te tiene en cuenta para tomar decisiones y
comenzar a actuar. Era la luna de miel, aunque la experiencia de mis antecesores me advertía que
aquel periodo sólo duraría unos meses antes de que comenzaran los problemas que me harían
aventar el cargo y hundirme en la soledad. Estaban equivocados. La luna de miel terminó mucho
antes.

Duró exactamente una


semana y terminó la tarde
en que ejecutaron a Iván,
un agente de la Policía
Municipal que me pasaba
información y dominaba
el centro de la ciudad. Lo
había conocido en mis
tiempos de reportero en
la calle, cerca de las
ambulancias, las patrullas,
el mundo de los oficiales.
Iván conocía los nexos
criminales de los jefes
policíacos y las bandas,
sabía la ubicación de
tienditas y picaderos, y
podía identificar para
quién trabajaba cada puchador. Platicaba mucho conmigo, pero nunca me dejaba apuntar.
—Nomás te estoy platicando —decía—. No apuntes y allá tú si lo publicas.

Una tarde, cuando estaba por terminar mis labores, me avisaron que por la zona sur oriente de la
ciudad un comando armado lo había ejecutado. El chofer de un camión alcanzó a ver cómo lo
tenían hincado varios hombres con el rostro cubierto, gritándole que se había pasado de lanza y
que por eso iban por él. Supe que lo habían asesinado por la información que pasaba, que la
corporación policíaca a la que había pertenecido estaba infiltrada por criminales. Un compañero
de trabajo me dijo:
—Las cosas se están poniendo calientes. Nos están diciendo que le bajemos de huevos.
—Está bien, chaparrito —respondí—. Pues entendimos el mensaje y ya.

Su muerte se perdió entre las 100 ejecuciones que se habían registrado en la ciudad a lo largo de
2007 y que duplicaban las ocurridas el año anterior. Al comenzar 2008 se había alcanzado esa
misma cifra en sólo dos meses. A fines de marzo habíamos contabilizado 214 víctimas y yo había
descubierto que mi nuevo empleo poseía grandes desventajas: el teléfono sonaba a cualquier hora
de la madrugada, ganaba sólo un poco más de sueldo y tenía, en cambio, el triple de trabajo. Me
pasaba el día encerrado en la oficina, extrañando las calles y la urgencia de la nota diaria, obligado
a atender trámites burocráticos de la Gerencia, Recursos Humanos y Publicidad.
Pasaba el tiempo sintiendo que los días deberían tener 28 horas, porque 24 eran insuficientes.

Un día cualquiera de marzo de 2008, a las siete de la noche, me dirigí al estacionamiento del
periódico. Pensaba cenar algo con mi novia y luego ir a descansar. Subí a la camioneta, encendí el
motor y entró una llamada de un número desconocido. Luego supe que no venía de la telefonía
móvil sino de la satelital. No supe si debía responder. Llevaba trabajando 12 horas seguidas. Al fin,
me ganó la curiosidad. No fuera a ser una emergencia. Hoy asocio aquella llamada con un poema
de Ungaretti:

Lejos, lejos
como a un ciego
me han llevado de la mano.

Contesté:
—Licenciado, un gusto saludarle, licenciado. Me recomendaron que hablara con usted para
platicar de… bueno, es que, mire, pues nosotros no queremos problemas con ustedes, ¿sí me
entiende, patrón?, es que queremos que nos echen la mano, porque son chingaderas lo que están
haciendo con nosotros y pues no queremos actuar a la mala. A nosotros no nos gusta meternos
con los que nomás hacen su trabajo, sabemos que nomás hacen su trabajo, pero también nos
están chingando, les dicen que nos estén chingando y ya no sabemos cómo hacerle… ¿sí me
entiende, licenciado?

Desde luego que lo entendía. Recordé que unos días antes un comandante de la PGR, que para
variar fue ejecutado tiempo después, me había dicho que unos conocidos suyos querían hablar
conmigo. La confianza que tenía con ese comandante no era tanta como para que se aventara a
proponerme cualquier clase de complicidad. Apenas me había deslizado que alguien quería
hablarme. Hice como que no entendí y le pedí, la última vez que nos vimos —pues comúnmente
hablábamos por teléfono y nos mandábamos correos electrónicos— que me mandara a sus
conocidos a la oficina para atenderlos.

No fueron a verme, pero optaron por el teléfono. En la primera llamada aquel sujeto me habló de
su organización, La Empresa, con un código casi secreto. Habló de “los de enfrente” (así llamaba a
sus rivales cuando estaba de buenas, porque de malas no los bajaba de hijos de la chingada), y
habló también de mis colegas de otros diarios, a los que compraban con unos dólares a fin de que
éstos omitieran algunos datos y les echaran la mano difundiendo rumores, o “quemando” a
quienes ellos querían poner en el foco de atención de las autoridades.

—Nosotros conocemos cómo es usted para trabajar, patrón, por eso le pedimos que nos vayamos
por las buenas, al fin que pues no le caería nada mal una ayudadita para su casa, su familia…
nomás díganos, que ya sabe que estamos a sus órdenes, si tiene algún problema con alguien, si lo
andan molestando, quien sea, nomás me dice y nosotros nos encargamos, sin que usted se
manche las manos. Yo voy a buscar la forma de encontrarlo, de mandarle un mensajito, de unos
cinco o seis mil dólares, es con lo que nosotros podemos apoyarlo, licenciado. A los que nos
apoyan allá en Juárez o Parral o allá en Durango, o así, pues los apoyamos con menos, con unos
cuatro, pero sabemos que usted es profesional y nos puede echar la mano… piénsela, patrón, yo lo
busco mañana a ver qué me dice, a ver cómo nos podemos ayudar.

Pude distinguir que entre cada bulto de palabras el hombre aspiraba, tosía, bebía, fumaba, en ese
orden. Se estaba metiendo toneladas de cocaína mientras hablábamos. A su alrededor se oían
gritos, carcajadas, pláticas.

Respondí:
—Oiga no, no, no, no se apure. Le agradezco mucho la intención, pero usted sabe, son muchas
broncas, en mi trabajo son muy delicados los jefes, así que no se apure.
Pero estoy a sus órdenes, amigo, nomás hábleme cuando se le ofrezca y vemos qué podemos
hacer, con mucho gusto.
El hombre aspiró, tosió, bebió. Luego dijo:
—Pero no se apure, le digo que nosotros no nos metemos con los que no se tratan de pasar de
lanza con nosotros. Yo sé que usted nomás hace su trabajo, por eso el jefe, de Juárez, ¿sí sabe
quién es mi jefe?, pues mi jefe me pidió que le hablara primero yo, pero él le va a hablar para
ponerse a sus órdenes, para que le diga lo que quiere, lo que necesita, y luego que él me diga yo
me encargo de buscarlo, licenciado… Sin compromiso, de verdad, es sólo una compensación si nos
echa la mano de vez en cuando.

El corazón me estaba latiendo a todo vapor, no sabía qué decir para desligarme de cualquier cosa
que pudiera poner en riesgo mi integridad. Atiné a responder:
—No, mire, después uno se mete en problemas, ¿qué tal si alguna vez no le puedo echar la mano?
¿Se imagina? Me iban a andar correteando, hombre, y mejor para qué nos metemos en broncas,
¿no le parece? Dígale al señor que muchas gracias, que ahí estamos a la orden, estamos
pendientes, nomás háblenme con tiempo para lo que se ofrezca, no se apuren.
—No, licenciado, es que me dijeron que le dijera… —y se oía que aspiraba, que fumaba, que daba
un sorbo antes de continuar—. Es que el patrón me pidió que le dijera que nomás nos eche la
mano, en lo que usted pueda, ¿verdad? No se sienta comprometido, ¿verdad? Nosotros sabemos
que usted pues cumple con su trabajo como siempre, muy bueno, muy bueno, pero estas
chingaderas de repente se ponen difíciles y pues ahí se necesita que nos echen una mano… Usted
sabe, pues nomás a veces que les meta un chingazo a esos hijos de la chingada, o a veces que nos
diga cómo anda el agua, que nos ayude, a veces se trata de nuestra gente y pues a veces no
queremos que salgan los nombres o cosas así, ¿me entiende?
—Claro que sí, lo entiendo, pero le digo, cuando pueda echarles la mano con mucho gusto, y no se
apure, ahí estamos a la orden —le dije, mientras trataba de descifrar su código, sin lograr hacerme
del escenario completo de los problemas que enfrentaban ambas bandas.
—Gracias, patrón, yo lo busco más tarde o mañana para ponernos de acuerdo, para entregarle lo
que le mande el jefe que anda en Juárez, pero en cuanto lo vea y que él me diga yo lo busco para
ponernos guapos con usted. Y lo que se le ofrezca, no se apure, nosotros lo protegemos para que
usted no ande preocupado.
No pude analizar lo que me habían dicho realmente, ni lo que yo había respondido. Traté de
digerir lo hablado con esa persona que me llamaba patrón y licenciado, y era extremadamente
servil y educada si no se tomaba en cuenta su voz aguardentosa y las aspiradas constantes que
interrumpían la fluidez de su plática. Me pregunté: “¿Hasta qué grado te has involucrado?”.

De cualquier modo guardé el contacto en mi celular bajo el nombre de Juan. Pensé que me podría
servir de algo tener un contacto de nivel dentro de la mafia. No tardé en agregar a mi agenda otro
contacto, al que llamé Secretario, y uno más al que nombré La Empresa.
Había comenzado mi relación con el narco.

Dos

—Buenas, patrón, qué dice… Oiga, cómo vio lo de Parral, yo les pedí que lo regresaran por
seguridad nomás, no quería molestarlo, una disculpa porque no quería que lo molestaran, pero
estaba muy caliente por allá. De todos modos cómo la vio. Estos puercos hijos de la chingada nos
levantaron a cuatro morritos, puros lepes, hombre, eran mi gente… pero hijos de la chingada les
matamos a madre al cabrón que nos estaba chingando, ¡les partimos su madre para que sepan
con quién se meten esos marranos! Aquí en Chihuahua tengo toda la información, si quiere
ahorita nos vemos, para decirle como estuvo todo —me decía Juan por teléfono, mientras yo
manejaba, el domingo 6 de abril, a las dos de la madrugada, por la carretera Parral-Chihuahua. A
mi lado iba dormido mi compañero Pablo.
—Pues bonito susto me metieron. Yo nomás iba a hacer mi trabajo, pero sus muchachitos están
cabrones, muy maleducados para hablar. Ahora vengo en la carretera todo asustado. Mejor
mañana platicamos.

Faltaba más de una hora de camino y no pensaba llegar a Chihuahua para reunirme con un narco
en plena madrugada. No después de viajar a Parral en forma urgente para cubrir una balacera que
había dejado seis muertos. No después de que unos sujetos me hicieran volver con malas
palabras.
—Como quiera, licenciado, nomás le quería pedir de favor que cuidara a mis muchachos, son puro
jovencito que andaba jalando bien, nomás le encargo que no salgan sus nombres en los
periódicos, ni las fotos. Por la familia. Se nos hace gacho por la familia —me decía aquel tipo de
voz aguardentosa que de jefe, patrón y licenciado no me bajaba.

Agregó:
—Y dígame cómo le hacemos para entregarle el encargo, que aquí lo traigo, calientito, porque me
pidieron que lo tratara muy bien. El patrón anda en Juárez, ahorita hablé con él y me dijo que le
hablara, para que no se arriesgara por allá, y para darle lo que le dijimos.

—No’mbre, no se preocupe, después del susto nomás quiero llegar a dormir, mañana tengo
jale muy tempranito, yo pensaba quedarme por allá en Parral pero pues ya me saltaron otras
broncas. De todos modos estamos al pendiente, nomás avíseme.

El hecho de tener comunicación tan seguida con ellos comenzaba a preocuparme. Tuve más de
150 kilómetros de carretera oscura para ir pensando lo que había pasado. ¿Hasta dónde me
estaba involucrando, hasta dónde llegaría la relación y hasta qué punto sería sostenible?
—Buenas, qué dice, patrón, ¿ya llegó a Chihuahua? —insistió Juan por el celular, que ya estaba
casi descargado, poco después de las tres de la mañana.
—Apenas vengo llegando, compa. ¿Qué hay de novedades?
—Pues seguimos igual, licenciado. El jefe anda encabronado por lo que pasó, ya sabemos quiénes
fueron, fue un pinche flaco pendejo de Durango que se metió para acá, que desde hace mucho
anda chingando para meterse por acá, pero ni madres que lo vamos a dejar. Es un pinche flaco que
se siente muy bule. Lo vamos a reventar al pendejo como le andamos reventando a su gente al
güey; queremos quemarlo. Dice el patrón que si nos ayuda para quemarlo en los periódicos, en la
internet, para que los pinches guachos vayan por él, a él sí lo dejan jalar en la sierra, en Durango,
los tiene bien compradotes el hijo de la chingada…
—Mañana vemos ese pedo, ¿no? Es que ando bien fregado, ya necesito irme a dormir, me venía
durmiendo en la carretera.
—Sí, señor, nomás le hablaba para decirle eso que nos pidió el patrón, pero de todos modos él
mañana le habla, para ver si nos vemos por ahí, si quiere con un paquetito, con todo el kit, ¿sí le
pone a esa madre?

Le dije que sí, que a veces le ponía, pero hacía un buen rato que no.
—Es que ando medio enfermo, pero mañana vemos ese pedo, a ver dónde nos vemos.

Pura madre, pensé. No me voy a andar drogando y menos con unos narcos. Comenzaba a pensar,
por cierto, cómo tenía que hablar ante ellos. Por alguna razón, si ellos comenzaban a utilizar malas
palabras yo les respondía de la misma forma. Nunca he sido mal hablado. Pero algo me hacía
ponerme al mismo nivel. De cualquier forma, insistí, pura madre que voy a verlos, mejor que todo
sea por teléfono.

Tres

Una madrugada, mis “amigos” me avisaron que en unos minutos iban a matar a determinada
persona que andaba de “chapulín”, es decir, que dejaba su bando para irse con los rivales, ya fuera
de vendedor, transportista o sicario. Era muy perturbador despertar en la madrugada con el
sonido del teléfono, que yo siempre acostumbraba dejar con el volumen más alto para poder
escucharlo, y venir a enterarme que alguien más, uno de tantos, estaba a punto de ser acribillado.
Era demasiado para mi conciencia. No sabía cómo actuar. Tampoco a quién recurrir. Una noche
me pidieron que me acercara a la carretera a Juárez, porque acababan de dejar a un encobijado.
Me vendían la información como exclusiva. Tan exclusiva que yo podía enterarme de esa muerte
muchas horas antes de que algún testigo le informara a la policía. El dilema era siempre el mismo:
denunciar o no. Decidí que no me correspondía hacerlo. Mi trabajo de periodista se limitaba a dar
cuenta de los hechos. Además, tenía claro que lo que estaba en riesgo era mi integridad. Más
tardabas en denunciar que los criminales en darse cuenta. No era un cómplice voluntario. Era,
simplemente, otra víctima del temor. Me sentía en riesgo al trabajar, al andar en la calle, al llegar a
mi casa, al contestar el teléfono.

Decidí dejarlo sonar. No contestarlo más para dar por terminada mi relación con La Empresa.
Compré un nuevo aparato, cuyo número le di a mis conocidos poco a poco. Y entonces vino un
cambio. Me llegaron mensajes al periódico llenos de reclamos. De “patrón” y “licenciado” me
convertí en “compa”. Y yo, que no podía explicar por completo mi actitud, porque los evadía,
terminé por desesperarme. Vivía lleno de temor ante la posibilidad de tener un conflicto con La
Empresa. Alguna vez me habían invitado a Puerto Vallarta “para platicar”. Pude excusarme
alegando los preparativos de mi boda. El tiro me salió la culata, pues al enterarse de la fiesta
quisieron ser “padrinos con lo que se me ofreciera”. Esos tiempos habían quedado atrás. Una
tarde me llamó el hombre registrado en mi lista de contactos como Secretario, que ocupaba un
nivel más alto que Juan.
—Oiga, ya bájenle, ¿no? ¿Cuánto les está pagando el ejército? Nos están poniendo una chinga,
siempre contra nosotros, siempre nos acusan de todo, pero a los otros cabrones no les hacen
nada. Hay otros cabrones que son los que traen todo el desmadre, nosotros sólo nos defendemos,
pero de ellos no dicen nada, al contrario, como aquellos están arreglados con el ejército y ustedes
también, a toda madre, nomás a nosotros nos traen jodidos.
—Espéreme, espéreme mi compa, no sé de qué está hablando.
—No se haga, son chingaderas: dice ese pinche general Juárez que somos unas cucarachas, pero
cómo no dice eso de los que les pagan a los guachos en la sierra.

Ellos pasan cualquier chingadera por la sierra, pasan lo que sea en camiones enteros y nomás se
arreglan en los retenes, allá en la carretera a Piedras Negras, en la de Guadalupe y Calvo, ¿cómo
eso no dice el pinche general ese? Además, ésas no son palabras de un general, pinche viejo mal
educado.
—Pues así son los generales, pero tiene razón, no son palabras de un general.
—Va a ver ese pinche general, ya le caímos a su gente ahí en la zona militar, y se lo va a cargar la
chingada. ¿Y ustedes por qué lo hacen? ¿Quién les paga? Si es por dinero ya le dije que vamos a
arreglarnos, mi compa. Porque es así o es por las malas, nosotros sabemos todo de ustedes, mi
compa, tienen familia, sabemos dónde viven, qué hacen, con quién se andan moviendo…
—No, señor, ¿cómo que con quién me ando moviendo? Ni madre, yo sólo ando trabajando, pero
está cabrón, todo les molesta. Si no son ustedes son los otros, está cabrón trabajar así. Ni modo,
mejor mando el jale a la chingada y mándeme una lista para saber a quién puedo tocar y a quién
no… ¿Sí me entiende? Si usted realmente sabe todo el movimiento, entonces bien sabe que
nomás estoy haciendo mi jale.
—Mire, yo no soy como aquellos culeros que no respetan, yo si veo que nomás andan haciendo su
jale está bien, conmigo no hay problema, aguanto los trancazos… pero no estoy tan seguro que
usted nomás esté haciendo su trabajo, porque, oiga, ya son muchas, nomás para nosotros, y
todavía dice que somos amigos…
—¿Y cómo quiere que le haga? Yo no entiendo ni madre, un día me habla usted, luego me habla
Juan o La Empresa y me dicen una cosa, puras claves, es que no les entiendo, o sea no sé cuándo
se están chingando a uno de los suyos, cuándo a uno de los otros… Está cabrón. ¡Y luego hablan
del otro lado y amenazan con que nos va a cargar la chingada o el ejército también presiona. ¡Está
de la chingada estar en medio! De perdida ustedes saben en qué andan metidos, pero yo no, y si
no me quieren chingar ustedes son los otros, son los militares o los pinches policías, ¡nomás
ustedes saben qué se traen!

Secretario no entendió la desesperación que le expresé a gritos cuando decidí jugármela con
la verdad. Al contrario, tomó lo que dije como una ofensa. Me acusaba —según deduje
cuando me puse a interpretar las conversaciones con él que me daban vuelta por la cabeza—
de estar trabajando para el bando opositor o para el ejército, por lo que en mi ejercicio como
reportero reflejaba nada más la versión de sus rivales. En realidad —y sólo yo sabía eso—, a la
hora de escribir relataba lo que sabía, lo visto en el lugar de los hechos, lo que apuntaban las
investigaciones, nunca suposiciones propias ni ataques a uno de los bandos en disputa.

Pero ellos no lo interpretaban igual. Tenían su propio código de comunicación. Leían las noticias
según su conveniencia y, como el león cree que todos son de su condición, siempre pensaban que
había algo detrás. Nadie, ni el reportero más avezado, es capaz de saber qué tan complejas son las
historias que los narcos tejen en sus cabezas cuando cualquier información aparece publicada.
—Pues nomás le digo que nosotros sabemos todo de ustedes, dónde viven, dónde están sus
familias, qué hacen. Piense en eso, mi compa, no se ande pasando de lanza.

Cuatro

Era natural que la cantidad de muertos, que rondaba los 500 hacia el mes de abril —luego de un
año durante el cual se habían registrado más de dos mil decesos por ejecuciones—, dejara una
huella profunda en la gente de las ciudades. Al final de cuentas eran decesos trágicos que
marcaban recuerdos indelebles. Casi no había calles importantes, grandes avenidas, donde la
muerte no asomara la cabeza. Cualquiera que caminara por esas calles recordaba por fuerza
alguna ejecución. Una en aquel local, otra en ese restaurante, otra más en aquel estacionamiento.

El extremo del absurdo era que, aun con las calles patrulladas por el ejército, en todo el corredor
norte de las drogas, en los estados fronterizos de México, los cárteles y sus células, lejos de
desplomarse, se habían multiplicado.

Ahora los delitos comunes también eran atribuidos al crimen organizado y, para colmo, las bandas
tenían agentes de relaciones públicas que, igual que lo hacen los partidos políticos, llamaban a los
medios de comunicación para pedir neutralidad. Hablaban de parte del Chapo Guzmán, quien se
sentía muy golpeado por tal periódico o tal televisora, o de parte de La Empresa, que veía a los
medios muy cargados a favor de los de Sinaloa. Los medios de comunicación en poblaciones como
Culiacán o Juárez tenían historias impublicables que sólo circulaban entre los reporteros de la
fuente policíaca. Entre ellas, las de sus contactos con el crimen organizado, generalmente un
mando de buen nivel encargado de opinar, declarar y orientar al reportero, tal como lo hacen los
voceros de cualquier estructura de gobierno.

Valerse de los medios como estrategia política, eso fue lo que hicieron los narcos al avanzar en su
lucha contra las pocas corporaciones oficiales que los combatían en serio. Siguieron también sus
planes de relacionarse con reporteros, darles información y hacerlos cómplices aunque fuera de
manera forzada.
—Ya sé quién dio el pitazo de lo que pasó en la mañana, mi amigo. Pero le marco y le marco y no
me contesta —me reclamó Secretario una tarde, cuando había mandado una edición de lujo para
el día siguiente, con la detención de tres integrantes de su banda. Para variar, me pidió modificar
la nota. Lo hizo de muy mala manera. Se encontraba molesto.
—¿Ah sí? ¿Quién fue? —le pregunté.
—El hijo de la chingada es policía estatal y ya lo tengo ubicado. Anda por la carretera a Aldama.
Por si gusta acercarse, en media hora le aviso dónde queda el cuerpo.
Cada vez se habían vuelto más descarados a la hora de informarme de cosas que no me importaba
saber, al menos, no de forma tan adelantada.

Veinte minutos después, sonó el celular.


—Está en tales calles, con un dedo cortado metido en la boca para que se le quite lo pendejo.
Pensé: “Como si no se le fuera a quitar lo que fuera ya estando muerto”. Pero el chiste no me hizo
gracia. La noticia anticipada de esas ejecuciones me retorcía la conciencia, como si yo hubiera sido
el autor material. Me la retorcía aunque trataba de desligarme. La única solución era renunciar,
pero no podía hacerlo en medio de la crisis, con un bebé en puerta y con la vida llena de
obligaciones y responsabilidades.

A veces, al conocer el móvil de los crímenes, me daba coraje oír que la gente, alejada por
completo del problema del narco, acostumbraba decir: “Pues si lo mataron debió ser porque
andaba en malos pasos”. Esas palabras no me dolían por ellos, por los muertos, sino porque me
aterraba la posibilidad de pasar por lo mismo, de ser la víctima, y de que a mis familiares fuera a
llegarles la frase: “Pues si lo mataron fue por algo”.

Ese “fue por algo” llegó a retumbar violentamente en mi cabeza, hasta hacerme confrontar a todo
aquel que lo pronunciaba. Me ganaba algunas críticas, por supuesto, por salir con mi cantaleta
sobre cómo estaría la familia de la víctima, su esposa, sus hijos, sus padres, al tener la
incertidumbre de por qué habría ocurrido la ejecución. No debemos juzgar, me repetía, porque
sabía cómo se las gastaban quienes sin pudor alguno llegaban por uno y terminaban matando a
tres. Era la pena de muerte, no aplicada por el Estado, sino por el crimen.

No había manera, sin embargo, de limpiar la memoria de los fallecidos. Era humana y
matemáticamente imposible, pues la cantidad de muertos y la cantidad de los que sí estaban
metidos en el narcotráfico convertían aquello en una empresa imposible de realizar.
Habían quedado lejos los tiempos en que yo era “patrón” y “licenciado”.
—Mire, mi amigo, me vale madre cómo le haga, pero no quiero que salga nada, ni el nombre ni el
asesinato, nada, que no salga ni una sola noticia o de plano mañana tendremos que arreglarnos ya
no como amigos. Yo no quería llegar a esto con usted, pero no hay de otra, dígale a su jefe lo que
quiero o mañana mismo se los carga la chingada.

Fue una de las últimas advertencias. A Secretario le habían matado a un familiar, en una venganza.
La víctima no tenía nada que ver con las actividades de su pariente. Me exigió que eliminara la
información, que ocultara los hechos. Confieso: terminé por acceder. Y además lo hice sin
respingar.
—Al cabo, al rato va a tener muchas noticias —me dijo finalmente Secretario.

Se refería a que, horas después de la muerte de su familiar, ubicó e hizo ejecutar a cuatro jóvenes,
aparentemente responsables del asesinato.
Ser periodista en los peores días de la guerra contra el crimen organizado puede volverse
asfixiante. La incertidumbre te mata. No es una lucha cuerpo a cuerpo, no es una batalla que uno
pueda enfrentar. Es hallarse a merced de desconocidos que saben de uno mismo detalles
sorprendentes. Es pelear contra nada, y luego detenerte a escuchar la voz de tu conciencia. Es
temblar cuando suena el teléfono, y despertar por la noche con la frente llena de sudor. Es vivir
espantado hasta de tu propia sombra. Por eso escribo este informe. Porque, pase lo que pase,
quiero que mis familiares sepan que no, que yo no estuve metido en nada.

David Piñón Balderrama. Jefe de Información de El Heraldo de Chihuahua. Este relato forma parte
del texto ganador del Premio Testimonio Chihuahua 2009.

01/12/2009

Futuros políticos para México

En el número pasado de nexos publicamos un polémico ensayo de Jorge G. Castañeda y Héctor


Aguilar Camín sobre el futuro deseable de México. No sólo un diagnóstico, también una
propuesta. En el mismo camino de plantear alternativas, ofrecemos ahora dos visiones, complejas
y precisas, de lo que la reforma política debe ser, de los cambios institucionales que el país precisa
para rescatar a los poderes públicos de la irresolución y la falta de iniciativa en que parecen
atrapados.

María Amparo Casar advierte contra las ilusiones


de algunas de las reformas propuestas por las
distintas fuerzas políticas y ofrece su propio
diagnóstico de lo que debería cambiar. José
Córdoba hace aquí la pequeña e inspirada
historia de las sucesivas reformas electorales
desde 1962 y propone el cambio que requieren
los nuevos tiempos.

En el número pasado de nexos publicamos un


polémico ensayo de Jorge G. Castañeda y Héctor
Aguilar Camín sobre el futuro deseable de
México. No sólo un diagnóstico, también una
propuesta. En el mismo camino de plantear
alternativas, ofrecemos ahora dos visiones,
complejas y precisas, de lo que la reforma
política debe ser, de los cambios institucionales
que el país precisa para rescatar a los poderes
públicos de la irresolución y la falta de iniciativa
en que parecen atrapados.

María Amparo Casar advierte contra las ilusiones


de algunas de las reformas propuestas por las distintas fuerzas políticas y ofrece su propio
diagnóstico de lo que debería cambiar. José Córdoba hace aquí la pequeña e inspirada historia de
las sucesivas reformas electorales desde 1962 y propone el cambio que requieren los nuevos
tiempos.

01/12/2009

Reformas en el aire

María Amparo Casar ( Ver todos sus artículos )

Una y otra vez aplazada, la idea de una reforma del Estado ha vuelto a la discusión pública como
resultado del descontento con la democracia y con el funcionamiento del sistema político. Desde
la perspectiva de la opinión pública este descontento se manifiesta en el desprecio a las
instituciones democráticas y la desconfianza hacia los políticos.

Una y otra vez


aplazada, la idea de
una reforma del
Estado ha vuelto a la
discusión pública
como resultado del
descontento con la
democracia y con el
funcionamiento del
sistema político.
Desde la perspectiva
de la opinión pública
este descontento se
manifiesta en el desprecio a las instituciones democráticas y la desconfianza hacia los políticos.
Desde el mirador de la opinión publicada y de los propios partidos, en los pleitos entre las fuerzas
políticas y entre los poderes pero sobre todo en la ausencia de acuerdos para detonar el
crecimiento y asegurar la gobernabilidad. Ante esta situación se ha ido gestando un consenso en
torno al origen de los males, la identificación de los problemas y las alternativas de solución. En
este ensayo se cuestiona tanto el diagnóstico dominante como la cirugía que se está
recomendando y se plantea un conjunto de reformas alternativas más adecuadas para los
propósitos planteados.

Cuando en 2007 el senador Manlio Fabio Beltrones convocó a la Comisión para la Reforma del
Estado, el diagnóstico y los objetivos de los tres principales partidos coincidían en lo fundamental.
Todos suponían el agotamiento del sistema presidencial en su actual configuración. Un
agotamiento reflejado fundamentalmente en la ausencia de acuerdos al interior del Poder
Legislativo, y entre éste y el Poder Ejecutivo pero también en el cada vez mayor alejamiento entre
representantes y representados. Los tres partidos declaraban tener un mismo propósito general:
hacer más gobernable, eficiente, responsable y transparente el ejercicio de gobierno manteniendo
o incluso acrecentando la pluralidad política. Para lograrlo había que crear, decían, un sistema que
propiciara la formación de mayorías legislativas y de gobierno, que incentivara la cooperación
entre poderes y aumentara las capacidades, agilizara el trabajo y elevara la responsabilidad del
Congreso. Todo esto sin reducir o, mejor aún, ampliando la representatividad del sistema.

A pesar de que el diagnóstico y los objetivos eran compartidos, las soluciones propuestas eran
muy distintas. De manera muy esquemática, lo que planteaban PRD, PRI y PAN, respectivamente,
era el cambio hacia el semipresidencialismo, la parlamentarización del régimen y el
perfeccionamiento del sistema presidencial. Al final, la reforma del Estado se pospuso y las
energías se concentraron en la reforma electoral aprobada en 2007.

Recientemente, la idea de una reforma ha vuelto a tomar fuerza: en las campañas electorales los
partidos refrendaron viejas propuestas; el propio senador Beltrones articuló su propuesta en un
documento que se ha popularizado como “las ocho erres”;1 el presidente Calderón, en su discurso
del 2 de septiembre, insistió en la necesidad de una reforma política porque “los ciudadanos no
están satisfechos con la representación política y perciben una enorme brecha entre sus
necesidades y la actuación de sus gobernantes”; el secretario de Gobernación, en ocasión de su
comparecencia ante el Congreso (17 de septiembre), hizo eco de la necesidad de una reforma
política para acercar a gobierno y ciudadanos, hacer más productiva la relación entre los poderes
Ejecutivo y Legislativo, buscar una mayor gobernabilidad y consolidar la legitimación política. Para
lograr estos propósitos se sumó a quienes han planteado analizar la segunda vuelta, la reelección
consecutiva, el plebiscito y el referendo, la ratificación de los miembros del gabinete y el número
adecuado de legisladores.

El diagnóstico no ha sido cuestionado. Se da por sentado que si los poderes no colaboran, los
actores políticos no se ponen de acuerdo y no se forman las mayorías necesarias para aprobar
ciertas reformas es porque el sistema está mal diseñado y no lo permite. Curiosamente, nadie
explica que el sistema presidencial fue diseñado precisamente para dificultar o cuando menos
para hacer más lento y pausado el cambio; que en el centro de la democracia presidencial está la
independencia en el origen de los poderes Ejecutivo y Legislativo y con ella la libertad de decisión
del elector para dar o no la mayoría a un solo partido, o sea, para crear gobiernos unificados o
divididos; que en los sistemas presidenciales las mayorías no pueden decretarse porque no hacen
falta para formar gobierno sino que se negocian, las más de las veces, sobre la base de propuestas
concretas.2
Tampoco se ha explicado que si
las decisiones para cambiar el
statu quo han dejado de tomarse
no es por las fallas del sistema,
sino porque no ha estado en el
interés de las fuerzas políticas
tomarlas porque piensan que la
situación actual las beneficia. En
cuanto los partidos políticos
coinciden en un tema enseguida
se ponen de acuerdo, negocian,
forman las mayorías necesarias y
reforman la Constitución y las
leyes sin acordarse de que el
sistema obstaculiza la toma de
decisiones. Vaya como botón de muestra la reciente reforma electoral.

Esto no quiere decir que el sistema político mexicano no necesite reformas, ni que no existan
mejores alternativas de estructuración para el presidencialismo mexicano. Hay normas políticas
más conducentes a la formación de mayorías y otras que las obstaculizan; normas que propician la
colaboración entre poderes y otras que la inhiben; reglas que vinculan a la ciudadanía con las
autoridades y otras que las alejan. Fórmulas que alimentan la pluralidad y otras que la restringen.
Quiere decir que hay que tener cuidado y que conviene analizar puntualmente las propuestas que
se están ventilando en función de los propósitos que se quieren alcanzar, esto es, en términos de
las consecuencias políticas previsibles de cada reforma. Esto con la idea de evitar un mal y un
equívoco. El mal consiste en elevar las expectativas de los dividendos que acarrearían las
reformas. El equívoco, en olvidar que las piezas de los sistemas políticos son parte de un diseño
institucional completo y complejo y que no se pueden mover a discreción sin alterar toda su
estructura y funcionamiento.

Las propuestas

Se habla de una reforma política de gran calado, de un nuevo rumbo y del fin de la parálisis, pero
el conjunto de reformas que van ganando terreno en la discusión no tienen ese potencial
transformador. Se trata de la segunda vuelta presidencial, ratificación de gabinete, reelección,
disminución del número de legisladores y la consecuente alteración del sistema mixto de
representación, candidaturas independientes y diversas formas de democracia directa (referendo,
iniciativa popular y revocación de mandato). La pregunta es si estas propuestas3 nos acercan —
por qué y cómo— a los objetivos declarados.

Mi argumento es que no. Que las propuestas guardan poca o ninguna relación con el propósito
fundamental de hacer más eficiente al sistema. Que pueden adoptarse por otros motivos pero que
en poco o nada ayudan a los objetivos declarados de promover la formación de mayorías,
fomentar acuerdos al interior del Congreso o impulsar la colaboración entre poderes. Que su
contribución a la ampliación de la representación y la pluralidad es menor y que si bien las
propuestas de reelección y formas de participación directa pueden ayudar a acercar a gobernantes
y gobernados tampoco abonan gran cosa a tener un sistema político más eficaz.

Segunda vuelta. La segunda vuelta presidencial consiste en fijar un umbral de votación por debajo
del cual se obliga a una segunda ronda electoral. A pesar de su creciente popularidad (en América
Latina 12 países cuentan con ella) su utilidad es, en general, muy limitada. Como ventajas de la
segunda vuelta se han mencionado la mayor legitimidad que tendría el ganador al obtener al
menos la mitad de la votación, el mayor apoyo popular, el fomento a la formación de coaliciones y
la eliminación de situaciones de crisis producto de votaciones muy cerradas. Cada una de éstas es
cuestionable.

En un régimen democrático la legitimidad no proviene del tamaño de la mayoría obtenida sino de


que los competidores acepten jugar con un conjunto de reglas previamente acordadas y aceptadas
y a cuyos procedimientos y resultados se comprometen. Si la Constitución estipula que será
presidente aquel candidato que recabe el mayor número de votos, ahí estará su legitimidad. Si se
le regatea, el problema está en los actores políticos, no en el sistema. Esto, sin descontar que
puede ocurrir que en la segunda vuelta se presente un mayor abstencionismo y que el presidente
en cuestión reciba un número absoluto de votos menor. El argumento de que un presidente con el
apoyo del 50% de los votantes es más poderoso tampoco se sostiene. Las facultades de los
presidentes están establecidas en la Constitución y el porcentaje de votos ni las aumenta ni las
disminuye. Lo que amplía o reduce el poder de un presidente es la posición de su partido en el
Congreso (asumiendo, desde luego, disciplina partidaria y lealtad al presidente), y ésta no pasa por
la segunda vuelta presidencial. Para ello haría falta acompañarla de la segunda vuelta legislativa de
la que nadie habla.

Se dice, también, que la segunda vuelta incentiva la formación de coaliciones.4 Es indudable que
genera la mayoría para uno de los dos candidatos más votados y que, las más de las veces aunque
no siempre, esta mayoría surge del apoyo que le brindan los partidos que perdieron en la primera
vuelta. Pero lo que se necesita para que un presidente pueda llevar a buen puerto su agenda
legislativa no es una coalición mayoritaria en torno a su candidatura sino una coalición
parlamentaria que le dé los votos suficientes en el Congreso. Y no es evidente ni comprobable
empíricamente que las alianzas electorales entre dos o más partidos sean sinónimo de o se
transformen en alianzas parlamentarias duraderas. Ocurre en algunos casos (Chile) y en otros no
(Brasil). Más aún, ahí donde se forman gabinetes de coalición, éstos no han demostrado ser más
estables y duraderos que los que provienen de un solo partido.

La correlación entre segunda vuelta y menor fragmentación del sistema de partidos en el


Congreso no puede comprobarse. Basta, para ello, comparar a Chile y Brasil, ambos con segunda
vuelta. Chile es un país con un muy bajo nivel de fragmentación en el sistema de partidos (su
número efectivo de partidos es de 2.02) y Brasil es el país con el sistema de partidos más
fragmentado (7.8). Tampoco hay relación entre la segunda vuelta y el porcentaje de asientos en el
Congreso para el partido del presidente. Mientras que en Brasil (país con segunda vuelta) el
partido del presidente obtuvo el 19% del Congreso, en México (país sin segunda vuelta) obtuvo el
doble. Las mayorías en el Congreso dependen de otras variables, principalmente del sistema y
fórmulas electorales adoptados.

La segunda vuelta
presidencial ni crea
mayorías, ni reduce
la fragmentación del
Congreso, ni está
asociada con un
mayor porcentaje de
asientos para el
partido del
presidente.

Finalmente, se
argumenta que la
segunda vuelta
constituye una
válvula de escape
para situaciones
indeseables
provocadas por resultados muy cerrados. Pero la evidencia señala que en ocasiones la diferencia
se amplía y en otras se reduce. Hay segundas vueltas que confirman al ganador y otras que
revierten su triunfo. Hay algunas que cierran la diferencia de votos entre los candidatos y otras
que la amplían.5

Pero la interrogante es otra: si la segunda vuelta ayuda a crear mayorías en el Congreso, la


respuesta es que no, ni para el partido del presidente ni para ningún otro. La que crea mayorías en
el Congreso es, en todo caso, la doble vuelta legislativa y no necesariamente para el partido del
presidente.

De haber ganado de nuevo en una hipotética segunda vuelta presidencial, el presidente Calderón
habría logrado más del 50% de la votación, pero no habría cambiado el hecho de que sólo el 41%
habría preferido a su partido en el Congreso en la elección de 2006, y sólo el 29% en 2009. Si se
quiere cambiar este hecho, hay que acompañar a la segunda vuelta presidencial con la segunda
vuelta legislativa o buscar otras soluciones, como se propone más adelante.
Además, la doble vuelta presidencial crea incentivos a la participación de muchos partidos en la
primera vuelta, que es cuando se define la composición del Congreso. El incentivo está en que en
la segunda vuelta podrán “ofrecer” su apoyo en condiciones más que ventajosas a algunos de los
dos punteros. El problema es que cuando compiten muchos partidos en la primera vuelta se le
resta posibilidades al partido del presidente de tener un grupo parlamentario más amplio y
aumenta la fragmentación en el Congreso.6

La idea de que es “bueno” tener presidentes de 50% o más no es entonces tan útil como la pintan.
En Perú en 1990 los candidatos que se fueron a segunda vuelta (Vargas Llosa y Fujimori) pasaron
de 27.6% y 24.6% de la votación a 37.6% y 62.2%, respectivamente. Pero sus partidos de origen
(FREDEMO y Cambio 90) se quedaron cada uno con 35% y 18% del Congreso. O sea, un presidente
(Fujimori) de 62% con un partido de 18%. Tampoco hay evidencia para afirmar que la segunda
vuelta impacta de manera positiva las relaciones entre el Congreso y el presidente o que la agenda
legislativa del presidente corra mejor suerte.7

Total, no se ve de qué manera serviría para resolver el problema de credibilidad de las elecciones,
de la fragmentación del Congreso, de una mayoría del partido del presidente, de un mandato más
claro o de la ausencia de cooperación. A todo lo anterior pueden agregarse otras desventajas:
campañas todavía más largas, duplicación de las ocasiones para litigar los resultados electorales en
los tribunales o en las calles y procesos electorales más caros. Más aún, la segunda vuelta puede
tener el efecto de que el presidente así electo sobrevalore el apoyo popular que tiene.

Existe, sí, una ventaja importante. La segunda vuelta resuelve la famosa paradoja de Condorcet. En
una elección de mayoría relativa y sistema multipartidista, es posible que el candidato “menos
preferido” por la mayoría de los votantes (aquel que de realizarse una elección por pares siempre
perdería) gane la elección. Si esto ocurriera, la segunda vuelta permitiría a los votantes corregir
esta “anomalía” y hacer perder a ese candidato gracias a una coalición opositora.8 Como
argumenta G. Negretto, esta norma impide “el triunfo del candidato que se encuentra último en
las preferencias de más de la mitad de los votantes, pues en una segunda vuelta estos candidatos
pierden contra aquellos que representan el mal menor”.

Ratificación de gabinete. La tradición de ratificar a los secretarios de Estado es propia de Estados


Unidos en donde los legisladores han hecho un uso mesurado del instrumento: nueve ocasiones
en 200 años. La literatura señala que esta medida puede coadyuvar a que los presidentes elijan a
sus gabinetes con más cuidado y con criterios basados en la competencia profesional; a evitar
nombramientos basados en el “amiguismo”, nepotismo, partidismo o como forma de pagar
favores prestados en las campañas. En este sentido es una medida preventiva. Se argumenta,
también, que el tiempo que media entre la nominación y la aprobación de un candidato a
secretario de Estado permite a la opinión pública ventilar sus comentarios y actuar como
contrapeso o, al menos, como señal de alerta ante probables “historias negras” de los nominados.

La ratificación del gabinete o de alguno de sus miembros tiene el potencial —sólo el potencial—
de reducir la posibilidad de nombramientos improvisados o fuera de lugar, pero también abre el
espacio para consecuencias políticas poco deseables. La ratificación es un arma particularmente
bien ajustada para las venganzas políticas, para el “cuotismo” y para el intercambio de “favores”.
Ejemplos recientes de estos comportamientos abundan en otros ámbitos. Uno de los más
cercanos es el de Carlos Hurtado, quien fue rechazado como vicegobernador del Banco de México
a pesar de contar con los méritos profesionales y la experiencia suficientes para ello.

Otro ejemplo es el del IFE, en donde en 2008 al menos dos candidatos con amplias credenciales
profesionales (Mauricio Merino, ex consejero electoral, y Jorge Alcocer) fueron desechados para
desempeñar el cargo gracias a un juego de vetos y contravetos políticos. En todo caso, no hay
evidencia de que la ratificación de los miembros del gabinete lleve a una mayor colaboración entre
los poderes Ejecutivo y Legislativo, y sí en cambio abre un espacio más de traslape de facultades
entre ambos y con ello una zona más de litigio y disputa potenciales.

¿Menos legisladores? El
desprestigio del Congreso y de los
legisladores —multiplicado
últimamente por escándalos de
abuso de poder— aunado al
rechazo generalizado al costo —
de la política y los políticos—,
otorgó relieve a la idea de
disminuir el número de
legisladores. Los argumentos para
hacerlo no son ni claros ni
convincentes. Más bien se
inscriben en el ámbito de la
demagogia. El ahorro de recursos
por reducir 100 diputados no es
significativo. Si el objetivo es disminuir el presupuesto del Poder Legislativo, que en 2009 alcanzó
la cantidad de $5,404,351,608, hay mucha otra tela de donde cortar. La creencia de que la
reducción de 500 a 400 diputados agilizará el trabajo legislativo porque es más fácil discutir y
negociar en un cuerpo más reducido, tampoco tiene asidero. La agilidad y eficiencia del trabajo
legislativo está en el sistema de comisiones que reúne en promedio a 30 legisladores y no en el
pleno que sirve como caja de resonancia para fijar posturas, emitir señales y hacer eco de
posiciones políticas en los medios de comunicación. Tampoco hay correlación alguna entre el
tamaño de la(s) Cámara(s) y la cooperación entre poderes, el número y calidad de iniciativas
aprobadas o el número de vetos superados. Finalmente, si se reduce en 100 diputados de
representación proporcional (RP) pero se mantiene la misma fórmula, la Cámara de Diputados
quedaría prácticamente con la misma composición. Lo que ocurriría, simplemente, es que habría
100 puestos menos que repartir.9
Si de formar mayorías se trata, la propuesta no aporta nada. Tampoco habría tenido impacto
alguno en la representatividad o pluralidad del sistema que es otro de los objetivos declarados de
los partidos. La representatividad habría quedado prácticamente inalterada. En ambos casos la
máxima sobrerrepresentación habría sido como lo marca la ley de 8% y la subrepresentación
habría sido de -7%. No obstante, al aumentar la proporción de escaños de mayoría relativa en
relación a los de representación proporcional (actualmente es de 60/40 pero pasaría a ser de
75/25) se incrementa la posibilidad de rebasar “naturalmente” el 8% de sobrerrepresentación y,
peor aún, se abriría la posibilidad de que un partido obtenga por el solo principio de mayoría
relativa más del 60% de los asientos en la Cámara de Diputados que es el porcentaje que la
Constitución admite actualmente.

Si se quieren cambios de mayor envergadura los caminos son o bien el tránsito a un sistema de
mayoría relativa con todas sus consecuencias10 o bien la modificación del sistema y fórmula de
asignación de los diputados de RP. Hay que advertir que un sistema de RP no es garantía de
proporcionalidad entre votos y asientos. Lo relevante es la fórmula de representación adoptada.
Los sistemas de RP no elevan, necesariamente, la proporcionalidad entre votos y asientos en el
Congreso. Por ejemplo, en España, donde todos los diputados se eligen por el sistema de RP, hay
sobre y subrepresentaciones muy fuertes. Vaya como botón de muestra el siguiente ejemplo.
Mientras que en las pasadas elecciones el Partido Nacionalista Vasco obtuvo seis escaños con tan
sólo 306 mil votos, Izquierda Unida obtuvo dos diputaciones con cerca de un millón de votos. En
sentido opuesto, el sistema electoral mixto alemán cumple perfectamente con el propósito de una
representación estrictamente proporcional entre porcentaje de votación y asientos. Los diputados
de RP se usan, precisamente, para compensar la sobre o subrepresentación que se da por efecto
del sistema de mayoría.

Reelección legislativa. La reelección puede ser deseable por distintos motivos. Por ejemplo, por ser
uno de los instrumentos para forzar a los legisladores a rendir cuentas. En su ausencia se rompe
un vínculo importante entre representante y representado, dejando a este último sin poder
castigar al primero con la no reelección o, en positivo, sin poder premiarlo con la reelección. La
perspectiva de poder ser reelecto puede incentivar al legislador a responder a los intereses del
electorado.11 No obstante, esta ventaja debe ser matizada. La idea de que con la reelección
tendremos legisladores pendientes de nuestras demandas y capaces de procesarlas es difícil de
sostener. Primero porque, una vez electos, los diputados no representan a los electores de su
distrito sino a la nación, y segundo porque en una democracia representativa no es evidente que
el representante deba estar mandatado por la voluntad expresa —si la hay— del elector.

Una razón más fuerte por la que puede promoverse la reelección es porque fomenta la
profesionalización de la labor legislativa. En la medida en la que los legisladores tienen la
oportunidad de permanecer en el cargo aumenta la experiencia y conocimiento de la función
legislativa. Además, la perspectiva de una carrera parlamentaria crea un incentivo a la
especialización y ésta puede conducir, potencialmente, a la formulación de políticas públicas más
sólidas. Otra razón es que la interacción con un horizonte de más largo plazo fomenta la confianza
y la cooperación entre actores y conduce a la adopción del principio de “hoy por mí, mañana por
ti”.

Finalmente, para aquellos preocupados por el poder de las elites partidarias, la reelección es
positiva porque tiende a debilitarlas al reducirles el margen para decidir la lista de candidatos a
competir y quitarles un instrumento disciplinario para blandirlo contra los que ya fueron electos.
Suena bien, pero no suele repararse en el otro lado de la moneda, a saber, que “los partidos
también piensan en la voluntad de sus votantes, los partidos también quieren ganar la siguiente
elección y quieren obtener un mayor número de votos…” (F. Escalante, La Razón, 13 de junio de
2009).

Todas las anteriores son razones para introducir la reelección, pero por ningún lado aparece el
impacto positivo en la formación de mayorías o en la colaboración entre poderes y sólo
marginalmente en la promoción de acuerdos. Por otra parte, tampoco puede decirse que los
sistemas políticos que tienen reelección, por ejemplo Argentina o Guatemala, son más
“eficientes”, representativos o libres de conflicto que los que no la tienen, como México o Costa
Rica. Por último, los índices de niveles de satisfacción con y aprecio de la democracia no guardan
relación con la reelección.

Candidaturas independientes. Con las candidaturas


independientes ocurre lo mismo que con otras
propuestas. Hay razones para favorecerlas, pero entre
éstas no están las de favorecer la colaboración entre
poderes o la formación de acuerdos. No hay razones
de peso para limitar el derecho político de un
ciudadano a perseguir un cargo si no consigue o no
desea hacerlo a través de un partido político. Lo que
no se sostiene es que un candidato independiente
sirva mejor los intereses de la ciudadanía por el hecho
de no estar constreñido por los lineamientos y
disciplina partidarias. Tampoco que las candidaturas
independientes eleven la competitividad de los
sistemas electorales. Las personas que buscan puestos
de elección popular tienden a preferir la etiqueta de
un partido por sobre la independencia, y las razones
son obvias. Por una parte, el apoyo de un partido
político casi siempre aumenta la posibilidad de llegar a
un cargo; por otra, la posibilidad de influir en el curso
de una política pública también aumenta en función
de la pertenencia a un grupo parlamentario. Además,
ahí donde no se ha concedido el monopolio de la representación a los partidos, la relevancia
numérica de los independientes en el Congreso es muy baja12 y suele darse uno de dos
fenómenos: o el legislador independiente es engullido por la maquinaria burocrática del Congreso
o queda condenado a la irrelevancia política.

Democracia directa. Los mecanismos de democracia directa —aquellos que recurren al voto
directo y universal— han sido adoptados como formas de acercamiento entre gobernantes y
gobernados. Como cualquier otro instrumento, éstos tienen ventajas y desventajas, pero la
“democraticidad” de las naciones poco tiene que ver con su adopción. Es imposible dar una
opinión sobre las distintas formas de democracia directa —referendo, plebiscito,13 iniciativa
popular y revocación de mandato— sin conocer los términos de las propuestas: quién detenta la
facultad para poner en marcha el mecanismo, en qué casos son obligatorios, cuándo son
vinculatorios los resultados, cuáles son los límites en su ámbito de acción y en su frecuencia.

El referendo, que es el mecanismo más común de las formas de democracia directa, está
contemplado a nivel nacional en 15 países de América Latina.14 Sus modalidades varían
enormemente pero, en la mayoría de las democracias, es un instrumento en manos del Ejecutivo
no para gobernar sino para legitimar una decisión de gran trascendencia como la ratificación de
una reforma constitucional que afecte los derechos fundamentales o la forma de gobierno, un
estatuto de autonomía o la entrada a un organismo supranacional. Constituye, a lo más, un
complemento de carácter limitado en frecuencia y materias para las que se puede utilizar y no
está exento de riesgos. Muchos países democráticos han prescindido de este instrumento sin
comprometer en nada su carácter democrático y varios regímenes autoritarios lo han utilizado
para legitimar a un tirano, disolver un Congreso o incluso para violar la Constitución.

La iniciativa popular que consiste en otorgar la facultad de presentar una iniciativa de ley (o
incluso de convocar a referendo) a un porcentaje del padrón de electores, existe en 12 países de
América Latina pero su uso ha sido no nada más muy limitado sino que ha jugado “más un papel
de freno que de creación e innovación” (Zovatto, 2007). La explicación seguramente se encuentra
en la dificultad de superar los problemas de acción colectiva que esto conlleva.

Finalmente, la revocación de mandato a nivel nacional existe sólo en tres países: Ecuador, Panamá
y Venezuela. En los primeros para diputados y en Venezuela también para el presidente. Dejar sin
efecto el mandato del titular de un cargo de elección popular es cosa seria. Además de romper con
uno de los fundamentos básicos del presidencialismo, que es la existencia de periodos fijos tanto
para el presidente como para los legisladores, la revocación de mandato presenta el problema de
la elaboración de un listado preciso de causales para la remoción. Ahí donde están estipuladas, se
refieren a actos de corrupción y a incumplimiento “injustificado” de mandato. Interpretar lo que
constituye un incumplimiento injustificado no es sencillo y se presta a la volatilidad del “humor”
del elector. Por su parte, para casos de corrupción la mayoría de las constituciones prevén
mecanismos de terminación anticipada de mandato.15
La conclusión del estudio empírico de Zovatto es clara: la experiencia en América Latina “no
pareciera indicar que los mecanismos de democracia directa hayan tenido, en la mayoría de los
casos, el impacto deseado en cuanto a mejorar la representación o la participación. Tampoco
pareciera que hayan coadyuvado a disminuir el descontento con la política y los políticos”.

Las alternativas

El sentido de las reflexiones anteriores es advertir que las consecuencias de las propuestas de
reforma política no serán las esperadas; que a través de ellas no se logrará alcanzar los objetivos
deseados y que el sistema no se volverá más eficiente ni más representativo. Las que siguen están
dedicadas a plantear alternativas que prometen ser más efectivas para los mismos propósitos que
han declarado como deseables los propios partidos políticos: formar mayorías, promover los
acuerdos, agilizar el trabajo en el Congreso y fomentar la colaboración entre poderes.

Para evitar la fragmentación y propiciar la formación de mayorías. Son muchas las posibilidades
para formar mayorías: la adopción de un sistema de mayoría relativa en lugar de uno de
representación proporcional o mixto; elecciones concurrentes; aumento de los umbrales exigidos
para tener representación; elevación de los requisitos para formar un partido político; doble
vuelta legislativa; y la cláusula de gobernabilidad que consiste en otorgar el número suficiente de
curules al partido con mayor votación para que obtenga la mayoría en el Congreso. La única
fórmula segura de crear mayorías es esta última aunque no ha sido propuesta por casi nadie
(Jaime Sánchez Susarrey es la excepción) por considerar que viola la voluntad popular. ¿Por qué
“regalar” a un partido que sacó el 35% de la Cámara un 16% adicional para que tenga la mayoría?
Además, no garantizaría la mayoría al partido del presidente sino al que más votos hubiese
obtenido. En el caso de México en tres de las cinco elecciones desde 1997 la mayoría absoluta no
hubiese sido para este partido, sino para la oposición.

La segunda fórmula más favorecida es la adopción de un sistema de representación de mayoría


que tiende a reducir el número de partidos en el Congreso. Si en las últimas elecciones hubiese
habido sólo un sistema de mayoría relativa en los 300 distritos, el resultado hubiese sido como
sigue.16

La relación entre votos y asientos se hubiese alterado permitiendo una sobrerrepresentación


hasta de 22% y una subrepresentación de 19% y se habría reducido el número de partidos. Sin
embargo, sólo en una ocasión (1997-2000) habría habido mayoría para el partido del presidente.
Tanto Fox como Calderón hubiesen padecido gobiernos sin mayoría e incluso habrían estado en
una peor posición a raíz de sus respectivas elecciones intermedias.

Dado que en el caso de México ni el cambio a un sistema de mayoría relativa ni la cláusula de


gobernabilidad están a discusión, queda únicamente la segunda vuelta legislativa. Aunque menos
eficaz, propongo la siguiente alternativa: separar en el tiempo (dos semanas) las elecciones
presidenciales de las legislativas. Esta alternativa le permitiría al electorado decidir con mayor
información si quiere otorgarle al presidente electo una mayoría legislativa con el fin de facilitar su
gestión y hacer más viable la concreción de su oferta de gobierno o, por el contrario, dividir su
voto y hacer más difícil el cambio para el presidente y su partido.17 Puesto de manera sencilla: le
permitiría al electorado o bien reforzar o bien acotar el mandato otorgado al presidente.

Para mejorar la representación. Como se demostró en la sección anterior, la reducción de la


Cámara de Diputados deja prácticamente inalterada la representatividad. Si ésta quiere
modificarse para que refleje de manera más fiel la proporción entre votos y asientos, lo que tiene
que hacerse es cambiar el sistema mixto de representación por uno de representación
proporcional o, como en el caso de Alemania, adoptar un sistema mixto a mitades (50% de MR y
50% de RP) usando la mitad de RP para corregir la sobrerrepresentación. Las alternativas (fórmulas
de asignación) para los sistemas de RP son múltiples, pero los siguientes ejercicios muestran la
composición de la Cámara de Diputados en dos escenarios distintos: RP pura para 500 diputados
en una sola circunscripción18 y 400 diputados con cinco circunscripciones y la elección de 80
diputados en cada una de ellas. En ambas opciones se reduce a 2% el margen de
sobrerrepresentación que actualmente admite nuestro sistema electoral y el de
subrepresentación a 1%, haciendo al sistema casi perfectamente proporcional. Ninguna de estas
alternativas sirve, sin embargo, para crear mayorías. Afecta, sí, la proporcionalidad entre votos y
asientos, y se incluye como propuesta en tanto los partidos han declarado que ése es uno de sus
objetivos.

Para la colaboración
entre poderes. Como se
argumentó en la primera
parte, el
presidencialismo es un
sistema que permite
poner en manos de
distintos partidos el
control de cada poder y
que por diseño requiere
de la colaboración entre
poderes. Estas
características son las
que tienen el potencial
de llevar al sistema a
reformas de
compromiso, al
inmovilismo o incluso a
la parálisis.

Para aminorar este efecto se han intentado distintas medidas. Una es reducir los espacios en los
que por ley los poderes Ejecutivo y Legislativo tienen que cooperar. Ejemplo reciente de esto es la
eliminación del permiso del presidente para ausentarse del país. Al eliminar el requerimiento de
autorización por parte del Congreso se eliminó también un área de conflicto.

Otra es introducir incentivos a la cooperación. Por ejemplo, provocando que convenga más a la
oposición ponerse de acuerdo en una alternativa distinta a la que propone el presidente en su
iniciativa de ley. La vía para lograrlo es lo que algunos autores hemos llamado el trámite legislativo
preferente y que en otros sistemas se conoce como “procedimiento de urgencia”. Este mecanismo
puede adoptar distintas modalidades pero su esencia es la misma: consiste en otorgar al
presidente la facultad para enviar al Congreso un proyecto de ley con carácter de preferente o
urgente e imponer a este último la obligación de considerarlo en un plazo determinado; en caso
de que el proyecto no sea expresamente desechado o se haya sancionado un proyecto sustitutivo,
el proyecto del presidente se tendrá por aprobado. Éste es un mecanismo que no quita una sola
facultad al Congreso pero tiene las siguientes ventajas: forzar la discusión sobre ciertos asuntos de
interés nacional, agilizar el trabajo legislativo, castigar la inacción legislativa y hacer públicas las
posiciones y responsabilidades del Ejecutivo y el Legislativo.19

Una propuesta más que en México es anatema pues se sigue pensando que tenemos un
presidente muy fuerte aunque la evidencia muestre lo contrario, es reforzar los poderes
legislativos del presidente. Los ejecutivos de otros sistemas presidenciales —en distintas
modalidades— cuentan, por ejemplo, con poderes de decreto con fuerza de ley salvo que el
Congreso los modifique o derogue. La siguiente tabla pone en perspectiva los poderes del titular
del Ejecutivo de algunos países de América Latina vis a vis el mexicano.

Si lo que se quiere es aumentar la capacidad inicial de cambio (algunos la llaman eficiencia del
sistema) sin afectar la pluralidad en el Congreso, la vía es darle más poderes o instrumentos al
Ejecutivo: áreas exclusivas, veto parcial, trámite legislativo preferente, poderes de decreto,
reconducción presupuestal. No se trata, sin embargo, de otorgar facultades al presidente sino al
mismo tiempo reforzar los poderes y capacidades del Legislativo e incluso del Judicial para actuar
como su contrapeso y vigilante. De cada una de las facultades mencionadas, el Ejecutivo debe
rendir cuentas claras, precisas y sancionables en caso de abuso.

Finalmente, en este rubro se propone que los candidatos presidenciales puedan competir
simultáneamente por un cargo de elección popular en el Poder Legislativo. Esta medida ayudaría a
desincentivar la salida del sistema y la proliferación de conductas antiinstitucionales por parte de
los candidatos derrotados además de reducir, aunque sea de forma relativa, la característica de
“ganador toma todo” propia de los sistemas presidenciales.

Para generar acuerdos al interior del Congreso. Dos pequeñas reformas coadyuvarían a un trabajo
más ágil en el Congreso. Por una parte, la revisión de los procedimientos parlamentarios en
términos de los plazos para presentar dictámenes, el turno entre una y otra Cámaras y el derecho
de una minoría a presentar dictamen ante el pleno. Por la otra, dotar a los legisladores de cuerpos
profesionales permanentes y apartidistas que proporcionen los recursos de información y análisis
relevantes para la toma de decisión de los legisladores, esto es, aumentar las capacidades
institucionales del Congreso.

Reelección del Ejecutivo. Si bien la reelección no produce mayores efectos sobre la formación de
mayorías, colaboración entre poderes y logro de acuerdos, sí tiene, como se argumentó
anteriormente, las ventajas de —al menos potencialmente— reforzar el vínculo entre
representante y representado, incentivar la cercanía entre ambos, promover la profesionalización
y ampliar el horizonte de interacción entre legisladores de distintos partidos. Estos mismos
argumentos operan igualmente para el Poder Ejecutivo, aunque prácticamente nadie quiera
hablar de ello. Así, ya que se valoran los vínculos entre gobernante y gobernado, la rendición de
cuentas, la experiencia y la profesionalización, planteo la reelección del Ejecutivo en los siguientes
términos:
• Reducción del periodo presidencial a cuatro años.
• Reelección del Ejecutivo limitada a un periodo.20
• Ampliación del periodo de los diputados a cuatro años.
• Reelección de los diputados limitada a tres periodos.
• Elecciones “concurrentes” pero desfasadas por dos semanas con el fin de que el electorado
decida si dar o no mayoría al partido del presidente.
• Candidaturas simultáneas para la presidencia y la Cámara de Diputados.

Las ventajas de un esquema de esta naturaleza permitirían extender las ventajas de la reelección
al Ejecutivo al tiempo que, al eliminar las elecciones intermedias, harían menos costosa la
democracia y elevarían el potencial de que el partido del presidente lograra mayoría en el
Congreso.

Acompañadas del trámite legislativo preferente y de los ajustes a la normatividad interna del
Congreso, este conjunto de reformas cambiaría el funcionamiento del sistema político aunque,
dado los principios rectores del sistema presidencial, no garantizarían por sí mismas la formación
de mayorías y la colaboración entre poderes.

Contra crisis constitucionales. A todo lo anterior convendría agregar el objetivo de evitar


situaciones de crisis como producto de imprecisiones, lagunas o inoperancias del entramado
constitucional. Existen dos situaciones particularmente preocupantes: la sustitución del presidente
y la reconducción presupuestal.
En el primer caso es
urgente cambiar el
sistema actual porque
requiere que una mayoría
se ponga de acuerdo en
la persona que deberá ser
el sustituto del
presidente en caso de su
falta absoluta. Además,
hoy en día resulta un
verdadero anacronismo
mantener la norma que
establece que, si fuese el
caso, las elecciones se
llevarían a cabo no antes
de 14 meses ni después
de 18. Con la existencia
del IFE y de la actual
tecnología bastarían dos
meses para organizar
unas elecciones
extraordinarias. Las
alternativas son distintas,
pero cualquiera que instituya la sustitución automática del presidente (estableciendo de
antemano la persona que lo sustituiría) es una mejor salida que la actual.

En el caso del presupuesto urge también adoptar un mecanismo que prevea qué hacer en caso de
que llegada la fecha límite las fuerzas políticas no hubiesen llegado a un acuerdo. Para ello fueron
ideados los mecanismos de reconducción presupuestal. Los dos más comunes son o bien que en
ausencia de acuerdo entre en vigor la iniciativa del presidente o bien que se mantenga el
presupuesto del año anterior hasta que se llegue a un acuerdo. El primero tiene más ventajas pues
incentiva la cooperación, pero el peor de los mundos posibles es la ausencia de algún mecanismo.

Última llamada

Las propuestas aquí planteadas no agotan ni las reformas posibles ni las necesarias. Ahí están, por
ejemplo, la exigencia de revisar el fuero de los legisladores, la necesidad de reglamentar el juicio
político al presidente, la urgencia de quitar el monopolio de la acción penal al Ministerio Público,
la eliminación del principio de relatividad de las sentencias de amparo o la conveniencia de hacer
justiciables los derechos. Además, hay que insistir en que cada reforma tendrá un impacto distinto
según el sistema en que se inscriba y el contexto en que se adopte. Los efectos de las reformas no
son únicos ni automáticos. Varían al combinarse con el resto de los elementos de un sistema.

Hoy se dice que el sistema está agotado porque no permite que se genere una mayoría para el
partido del presidente, pero ayer se luchaba por acabar con ella. Se sostiene, por ejemplo, que es
la combinación entre un sistema electoral mixto, un generoso financiamiento público y la no
reelección lo que ha imposibilitado sacar adelante las reformas estructurales o que las decisiones
que llevarían a México por la senda del crecimiento no pueden tomarse por culpa del sistema. De
ser éste el caso, tendríamos que preguntarnos por qué el PRI no las sacó adelante con las cómodas
mayorías que tuvo hasta 1997.

La formación de
mayorías —aun
cuando se lograra
por alguna de las vías
sugeridas— no tiene
la consecuencia de
que las reformas que
algunos pensamos
convenientes,
adecuadas o
correctas se adopten.

Las instituciones
importan y mucho.
No sólo ponen límites a los actores sino que inhiben ciertas conductas y estimulan otras. Pero no
todo depende de ellas. En otros países hay reelección, Congresos más pequeños, sistemas
proporcionales, segunda vuelta, candidaturas independientes, referendo y siguen surgiendo
gobiernos divididos, los partidos en el Congreso siguen muchas veces sin entenderse, los poderes
sin colaborar y las políticas “correctas” sin diseñarse. Con independencia de estos arreglos
políticos hay países en los que gobierno y sociedad han podido tomar las decisiones adecuadas
para crecer y avanzar, y otros que siguen sin hacerlo. Por desgracia, México pertenece a esta
segunda cepa. Brasil, con su sistema político fragmentado,21 su sistema de representación
proporcional y sus persistentes gobiernos divididos, pertenece hace algunos años a la primera.

No puedo sino concluir una de dos cosas. O bien que los mexicanos somos “a prueba de
instituciones” (institution proof), capaces de desafiar los efectos que la teoría predice, o bien que
las instituciones son trascendentales por los incentivos que arrojan, pero que ningún arreglo
institucional por sí mismo garantiza la conducción eficaz de un gobierno, ni la armonía entre la
clase política, ni mucho menos la cooperación entre adversarios. Planteo, entonces, que la clave
está en otra parte. Por un lado, en la combinación entre instituciones y cultura política. Por el otro,
en el balance entre poderes formales y reales. Sobre ambas se puede actuar pero a diferentes
ritmos y costos. Un cambio en la cultura política no puede decretarse. Requiere, además de los
incentivos institucionales correctos, de un proyecto de educación y socialización que involucra un
cambio de valores y un tiempo prolongado. En contraste, el reequilibrio entre poderes formales y
reales sí puede operarse a través de la ampliación de las capacidades institucionales de la
administración pública, de un acuerdo político y de la determinación de acabar con privilegios y
excepciones.

María Amparo Casar. Profesora-investigadora del CIDE. Es editorialista del periódico Reforma.

1 Se refiere a las siguientes reformas: reelección, ratificación de gabinete, reducción del número
de legisladores, referendo, revocación de mandato, rendición de cuentas, reestructuración de la
administración pública, regulación económica moderna.
2 Si no se quiere un sistema que tiene como eje estas características habría que abandonar el
sistema presidencial, pero siempre consciente de que las otras formas de gobierno producen otras
consecuencias indeseables y que no hay sistema que resista la falta de voluntad para llegar a
acuerdos.
3 A ellas se ha añadido la revisión de algunas de las reformas a la ley electoral introducidas apenas
en 2007 y que dejamos para otro momento.
4 Dependiendo de los umbrales y fórmulas adoptados, el incentivo a formar coaliciones en torno a
una candidatura presidencial puede ocurrir incluso en la primera vuelta con el fin de evitar la
segunda.
5 Lo mismo sucede en Francia. Entre 1965 y 2007 se llevaron a cabo ocho elecciones en Francia. En
las ocho se requirió una segunda vuelta. De ellas, en cinco se confirmó al ganador de la primera
vuelta. En cuatro la diferencia porcentual entre el primero y el segundo lugares lejos de aumentar
disminuyó sensiblemente; en la última se quedó prácticamente igual.
6 Un dato curioso. Diez de los países latinoamericanos que tienen doble vuelta tienen, también, un
número efectivo de partidos mucho más alto que México. Resaltan Brasil, Ecuador y Colombia con
7.8, 6.7 y cinco, respectivamente. Hay, sin embargo, reglas que aminoran este problema. Por
ejemplo, un umbral menor (40%) o establecer una diferencia entre el primero y segundo lugares
para que opere la segunda vuelta.
7 Los estudios de caso recopilados por Morgenstern y Nacif en Legislative Politics in Latin América,
CUP (2002) que incluyen países con una y dos vueltas muestran patrones de eficiencia para las
iniciativas presidenciales muy similares. Hay variables con mayor valor explicativo como los
poderes legislativos del presidente pero, como argumentan Morgenstern y Domingo en El éxito
del presidencialismo (mimeo., 2000), al final es la combinación de los poderes formales e
informales de cada sistema lo que explica la mayor o menor cooperación entre poderes.
8 Agradezco a Javier Aparicio y Guillermo Cejudo haberme señalado esta ventaja que ha pasado
inadvertida en la discusión.
9 Todos los cálculos de este y los cuadros subsiguientes provienen del módulo Stata “asignadip”
creado por Javier Márquez. Agradezco su generosidad de poner a mi disposición los datos que
serán publicados próximamente en Javier Márquez, Módulo de Stata para elaborar
contrafactuales de la Cámara de Diputados con simulaciones de Monte Carlo.
10 Los sistemas de mayoría relativa provocan una relación muy dispar entre votos y asientos. Por
ejemplo, en las últimas elecciones británicas el Partido Laborista obtuvo 55% de escaños con tan
sólo 35% de los votos. Por su parte, en los últimos 25 años el Partido Liberal ha obtenido en
promedio 20% de la votación y tan sólo entre el 4% y 10% de los asientos en la Cámara de los
Comunes.
11 En ausencia de reelección el premio y el castigo se aplican a los partidos que elección tras
elección ven cambiar su nivel de votación de acuerdo a la percepción que de ellos tiene el
electorado.
12 En la India, la democracia más grande del mundo, de los tres mil 150 candidatos
independientes sólo nueve (1%) fueron electos para un Parlamento de más de 540 miembros
(Jorge Castañeda, periódico Reforma, 25 de junio de 2009).
13 Hay autores y constituciones que distinguen entre el referendo y el plebiscito. El primero
referido a la consulta popular que versa sobre la aprobación de textos legales o constitucionales, y
el segundo sobre materias políticas de gran importancia. Zovatto los incluye en una sola categoría
que denomina consulta popular. Daniel Zovatto, Las instituciones de la democracia directa a nivel
nacional en América Latina, IDEA, 2007.
14 Son excepción: México, República Dominicana, Estados Unidos y Nicaragua.
15 En el caso de México no hay ley reglamentaria del artículo 108 constitucional que establece que
el presidente podrá ser sometido a juicio político por traición a la patria y delitos graves del orden
común.
16 La validez de este ejercicio es relativa pues ante reglas electorales distintas los votantes se
comportan de manera distinta. Así, no es enteramente válido asumir que los “votos obtenidos”
por cada partido serían los mismos bajo distintas reglas electorales. Del mismo modo, los partidos
ajustan su “esfuerzo electoral” dependiendo de las reglas.
17 Una alternativa más radical sería acompañar la segunda vuelta presidencial con la segunda
vuelta legislativa. El inconveniente de esta alternativa es que requiere que el electorado acuda a
las urnas demasiadas veces y que eleva el costo de las elecciones.
18 Si los cálculos se hicieran en cinco circunscripciones (cada una de 100 diputados) la
proporcionalidad prácticamente no variaría.
19 Los gabinetes de coalición pueden ser una buena forma para fomentar la colaboración. No
consisten, como muchas veces se ha asumido en nuestro país, en darle un número más amplio o
más reducido de puestos del gabinete a un partido de oposición. Se trata de que dos fuerzas que
deciden cooperar o incluso cogobernar acuerden, además de la distribución de ciertos cargos, las
líneas generales del proyecto de gobierno y, dentro de él, de la agenda legislativa a impulsar. El
problema es que en los sistemas presidenciales los gabinetes de coalición no son materia de una
ley sino de la disposición de las fuerzas políticas a cooperar. No pueden, pues, decretarse, tienen
que negociarse.
20 Este cambio iría acompañado, obviamente, de la posibilidad de que el Ejecutivo haga campaña
por y para sí mismo y por y para su partido en las elecciones legislativas.
21 En Brasil las últimas elecciones (2007-2011) dieron como resultado 21 partidos con
representación en el Congreso. Si en México tres partidos (PAN, PRI, PRD) concentran el 89% de
los asientos en la Cámara de Diputados, en Brasil los tres partidos mayores (PMDB, PT, PSDB)
concentran sólo el 53% de la Cámara.

01/12/2009

Para gobernar México

José Córdoba ( Ver todos sus artículos )

Desde 1997 México vive bajo un gobierno dividido, entendido como un régimen en donde el
partido del presidente de la República no tiene la mayoría absoluta en el Congreso. A partir de
entonces el país funciona pero no progresa. Puede decirse que el país funciona: cada uno de los
tres poderes de la Unión actúa con normalidad dentro del ámbito de sus prerrogativas
constitucionales. Pero es innegable que el país no progresa: en los últimos 12 años no se han
aprobado las reformas que se requieren para dinamizar el quehacer político, económico y social;
la mediocridad aflora crecientemente en varios ámbitos de la vida nacional. Esta parálisis deriva en
gran parte de alarmantes disfuncionalidades en la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo,
producto a su vez de una arquitectura constitucional deficiente.

Desde 1997 México vive bajo un gobierno dividido, entendido como un régimen en donde el
partido del presidente de la República no tiene la mayoría absoluta en el Congreso. A partir de
entonces el país funciona pero no progresa. Puede decirse que el país funciona: cada uno de los
tres poderes de la Unión actúa con normalidad dentro del ámbito de sus prerrogativas
constitucionales. Pero es innegable que el país no progresa: en los últimos 12 años no se han
aprobado las reformas que se requieren para dinamizar el quehacer político, económico y social;
la mediocridad aflora crecientemente en varios ámbitos de la vida nacional. Esta parálisis deriva en
gran parte de alarmantes disfuncionalidades en la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo,
producto a su vez de una arquitectura constitucional deficiente.

No resulta novedoso decir que se requiere adecuar las instituciones del Estado a la nueva realidad
política del país, marcada por el multipartidismo y la alternancia en el poder. Pero tal vez resulte
exagerado pretender, como a veces se dice, refundar la República o convocar a un nuevo
constituyente. En gran medida, basta con una modificación de las fórmulas de integración de las
Cámaras del Congreso y algunos ajustes complementarios. Sorprendentemente, existe un
consenso aparente entre las principales fuerzas políticas del país en torno a una reforma en el
sentido anterior. De hecho es la única reforma trascendente que tiene posibilidades de ser
adoptada en la presente legislatura. Por ello amerita una reflexión seria.

Existen tres elementos de confusión.

Primero, se tiende a asociar la reducción del tamaño de las Cámaras con consideraciones
presupuestales y no con un objetivo de gobernación. Se ha propuesto reducir el número de
legisladores, pero no se ha dicho si modifican sus fórmulas de elección. Sin embargo, las
modalidades de elección de los legisladores y no su número absoluto determinan la posibilidad de
construir mayorías, votar leyes y gobernar.

Segundo, se observa una amplia percepción dentro de la opinión pública y una creencia entre
estudiosos del tema de que los gobiernos divididos reflejan las preferencias de un electorado
heterogéneo y son consubstanciales a la vida democrática en una sociedad moderna. Sería la
decisión profunda de los ciudadanos no otorgarle demasiado poder a ninguno de los partidos para
obligarlos a discutir y negociar. Paradójicamente, la democracia sería más fecunda entre más
lenta, diligente, laboriosa. Sería una fatalidad con la que tendría uno que acostumbrarse a vivir,
una suerte de karma colectivo o de condena divina. Se desestima la idea, más elemental, de que
los gobiernos divididos son, con frecuencia, una consecuencia directa de las reglas de integración
de las Cámaras, establecidas por legisladores a veces demasiado humanos.

Tercero, existe una propensión para considerar a priori la proporcionalidad de la representación


en el Legislativo como la medida de la perfección democrática; en paralelo se condena el principio
de mayoría, bajo el nombre denigrante de “mayoriteo”, como la herencia perversa de un régimen
autoritario. Esa posición es absurda. Los dos principios básicos de representación, de
proporcionalidad pura y de mayoría simple, son igualmente legítimos; no es cierto que el primero
sea superior al segundo. Es sabido, por lo menos desde la paradoja de Condorcet1 y, con mayor
formalismo, desde el teorema de imposibilidad de Arrow,2 que no existe un método lógicamente
satisfactorio para transformar preferencias individuales en decisiones colectivas: en consecuencia,
todas las fórmulas de representación tienen deficiencias conceptuales. Como decía el filósofo
Alain,3 maestro del humanismo progresista francés de la primera mitad del siglo XX, no existe in
fine diferencia entre los dos métodos de representación, porque aun en una asamblea electa por
representación proporcional las decisiones se toman por mayoría relativa.

Para aclarar confusiones y formular opciones conviene revisar la historia política e intelectual de
las reformas electorales del país durante las últimas décadas.

De la mayoría simple a la representación mixta


Un presidencialismo estable y eficaz exige que la mayoría parlamentaria corresponda al partido
del presidente: puede no ocurrir en ciertas circunstancias, pero como excepción y no como regla.
En un régimen presidencial la integración de las Cámaras debe ser preponderantemente por el
principio de mayoría: existen regímenes parlamentarios con elección por mayoría simple (nada
menos que Gran Bretaña, el país que perfeccionó el parlamentarismo), pero no existe ningún
régimen presidencial estable con elección de las Cámaras por proporcionalidad pura. México ha
tenido desde la Independencia un régimen presidencial, cuyos fundamentos históricos y jurídicos
Jorge Carpizo ha analizado en una obra magistral. En congruencia con la doctrina, México contó
siempre con un Legislativo electo bajo el principio de mayoría simple. Sin embargo, el sistema
presidencial del México posrevolucionario enfrentó el dilema de darle representación a las
minorías en un Congreso donde el partido hegemónico ganaba casi todas las curules. En ciertas
circunstancias es conveniente moderar excesos del principio de representación por mayoría con
elementos de proporcionalidad —idea que, por cierto, planteó Mariano Otero, entonces diputado,
desde 1846—. Es un ejercicio delicado porque, al combinar principios antagónicos, es fácil
producir abigarramientos y desatinos.

Por primera vez en 1963 —como consecuencia de una negociación valiente entre el gobierno y el
PAN, entonces encabezado por Adolfo Christlieb, un líder con prestigio moral y político— se
plantea la existencia de diputados de partidos: partidos con una votación nacional de por lo menos
2.5% tendrían acceso al Congreso, aun sin ganar ningún distrito, obteniendo una curul por cada
0.5% de votación adicional hasta un máximo de 20 (los diputados electos siendo los candidatos
perdedores con más votos). Así, en las elecciones de 1976, la Cámara de Diputados se conformó
con 196 diputados electos por mayoría y 41 diputados de partido. La introducción de los diputados
de partido fue un avance pero no dejaba de ser un paso simbólico; además, se trataba de un
apéndice algo artificial al principio de mayoría y, por lo tanto, una forma de violencia conceptual.

En 1977 la nueva ley electoral (la LOPPE) introdujo una modificación de fondo. La Cámara de
Diputados cambió radicalmente en tamaño y composición. Los diputados de partido dejan de ser
una anomalía para convertirse en parte de la arquitectura electoral del país. La LOPPE tuvo dos
grandes autores: Jesús Reyes Heroles y José Luis Lamadrid;4 Reyes Heroles falleció en 1985, pero
Lamadrid seguiría inspirando sucesivas reformas electorales. La originalidad de la reforma fue
introducir, a contrapelo de la historia del país y sin grandes referencias internacionales, un sistema
de representación mixto en la integración de la Cámara de Diputados. Fue una idea sugerida por la
experiencia alemana, pero adaptada con ingenio a las condiciones del país. El concepto era simple:
combinar los principios de mayoría y de proporcionalidad con pesos relativos de 3/4 y 1/4. En la
práctica se elevó de 196 a 300 los diputados uninominales y se introdujeron 100 diputados
plurinominales. Lo normativamente correcto era asignar los 100 plurinominales de acuerdo con el
principio de proporcionalidad —es decir, que cada partido tuviera un porcentaje de diputados
plurinominales igual a su participación en la votación nacional—. Sin embargo, en las
circunstancias del México de entonces, caracterizado por la hegemonía excesiva del PRI, era
conveniente desviarse de la norma. Se utilizó la fórmula de reparto de los diputados
plurinominales para inducir una configuración a priori deseable de la Cámara —lo que Lamadrid
calificaba, con cierto disgusto doctrinario pero con un sincero asentimiento, de “cuchareo”—. Así,
para darle mayor representación a las minorías, el partido mayoritario no participaba del reparto
plurinominal.

De la proporcionalidad pura a la ingobernabilidad

En 1986 se incrementó la proporcionalidad del sistema electoral: se elevó a 200 el número de


diputados plurinominales y se concedió al partido mayoritario acceso a estas diputaciones. Se
adoptó el principio de representación proporcional en la integración de la Cámara en su conjunto:
es decir, se realizaba el reparto de las diputaciones plurinominales de tal forma que la
participación de un partido en el total de diputados resultase igual a su participación en la
votación nacional. Se establecieron mecanismos de ajuste: la “cláusula de gobernabilidad”, según
la cual el partido más votado obtendría, de ser necesario, el número suficiente de diputaciones
plurinominales para llegar a 251 diputados, y el “candado a la sobrerrepresentación”,5 según el
cual el partido mayoritario no podría obtener más de 350 curules por ambos principios, cantidad
equivalente al 70% de la Cámara. En 1988 el PRI ganó 234 diputaciones de las 300 y, con 52% de la
votación nacional, alcanzó el mismo porcentaje de la Cámara de Diputados: no fue necesario
aplicar la cláusula de gobernabilidad.

A Lamadrid no le gustó la reforma de 1986. Desaprobaba el aumento del número de diputados de


400 a 500. Le parecía un tamaño excesivo para el debate en una asamblea que tenía de por sí
reglas internas poco operantes y un expediente fácil para darle mayor presencia a la oposición, en
respuesta al reciente conflicto electoral de Chihuahua, sin quitarle espacio al PRI. Pero lo que
lograba destemplarlo era que se hubiera adoptado la proporcionalidad pura como norma, no para
la distribución de los diputados plurinominales, sino para la conformación de la Cámara en su
conjunto. Condenaba esa modificación como una idea perniciosa, contraria a nuestra historia y a
toda reflexión seria: se acreditaba la
ilusión de que la representación justa
era la representación proporcional,
aun en un régimen presidencial, y que
cualquier desviación era sinónimo de
parcialidad. Desde entonces no sólo
los partidos de oposición sino también
muchos analistas bien intencionados
descalifican cualquier grado de
“sobrerrepresentación” como un
retroceso abusivo y tachan la cláusula
de gobernabilidad de tropelía. En el
debate intelectual sobre las normas
electorales en México se elevó erróneamente la “sobrerrepresentación” a rango de mal mayor.
Lamadrid también criticaba la cláusula de gobernabilidad, pero no de forma absoluta: en el
contexto de la reforma de 1986, dicha cláusula le parecía un artilugio introducido para corregir
una idea aberrante.

En 1989 el gobierno y el PRI intentaron negociar con los partidos de oposición acotar la
proporcionalidad al reparto de las diputaciones plurinominales a cambio de eliminar la cláusula de
gobernabilidad. La oposición no aceptó renunciar al principio de que la proporcionalidad se
aplicara al conjunto de la Cámara. Finalmente, se adoptó un método conceptualmente extraño, en
donde se seguía aplicando el principio de proporcionalidad al conjunto de la Cámara cuando el
partido más votado tuviera menos de 35% o más de 60% de la votación nacional (circunstancia
poco probable) y se regulaba la “sobrerrepresentación” de 15% a 0% en el rango intermedio de
votación (el escenario previsible). El PAN ganó la batalla de la proporcionalidad en el campo de la
doctrina y el PRI aseguraba la gobernabilidad en el terreno de los hechos. Las elecciones de 1991
arrojaron resultados sorprendentes. El repunte del PRI que alcanzó 290 diputados de mayoría y
64% de la votación efectiva hizo que, contra todos los pronósticos, la Cámara se integrara
conforme al principio de representación proporcional: nunca se aplicó la fórmula prevista para un
rango de votación de entre 35% y 60%.

En 1992, en condiciones políticas más favorables, el gobierno y el PRI lograron, finalmente,


convencer a los partidos de oposición de aplicar el principio de proporcionalidad únicamente al
reparto de los diputados plurinominales. En contrapartida, se aceptó el reclamo de la oposición de
limitar la representación del partido más grande para impedir que un solo partido pudiera cambiar
la Constitución. Se aceptó también aumentar el tamaño del Senado de la República, no mediante
la idea truculenta propuesta desde entonces de introducir senadores de representación
proporcional, sino mediante la “elección” en cada estado de un senador de minoría —idea
también bastante abstrusa (que crea candidatos “nacidos para ganar” que, si ganan, ganan y, si
pierden, también ganan), pero que sirvió de necesaria moneda de cambio—. Se construyó así un
sistema electoral mixto, que combinaba con cierta pulcritud los dos principios de representación y
que aseguraba la coincidencia entre mayoría presidencial y legislativa para el futuro previsible (en
las estimaciones del momento, hasta que el partido más votado tuviera por lo menos 37% de la
votación nacional). Se discutió sin éxito la posibilidad de reintroducir la cláusula de gobernabilidad,
como una salvaguarda necesaria a nivel lógico aunque previsiblemente redundante. En 1994 el PRI
obtuvo 277 curules de mayoría, 53% de la votación emitida y 60% de la Cámara de Diputados,
aplicándose el tope previsto a la “sobrerrepresentación”.

La reforma electoral de 1996 introdujo cambios positivos en la ciudadanización de la organización


electoral, en la equidad de las contiendas en materia de financiamiento y acceso a medios, en la
procuración y administración de la justicia electoral. El entonces senador Lamadrid, ya marginado
por la presidencia de la República aunque todavía abrigado por la Secretaría de Gobernación,
concentró sus aportaciones en la definición de esos cambios. Sin embargo, en lo que se refiere a la
integración de las Cámaras, el gobierno y los partidos políticos produjeron una salvajada
conceptual, con un desenlace previsible y desastroso. Se mantuvieron las dos pistas, uninominal y
plurinominal, cada una con su principio de representación, de mayoría o de proporcionalidad,
pero se introdujo en la Constitución un tope arbitrario de 8 puntos porcentuales a la
“sobrerrepresentación” de un partido: el número 8 constituye sin duda una agarradera eficaz,
pero innegablemente su introducción en la Constitución no irradia “galanura” —como hubiera
dicho Lamadrid—. El propósito explícito de este tope era evitar para siempre que el partido del
presidente tuviera mayoría absoluta en la Cámara de Diputados: la conclusión de los escenarios
electorales elaborados entonces mostraba la imposibilidad, en un multipartidismo consolidado,
que un partido pudiera alcanzar en el futuro 42% de la votación nacional. El tope de 8 puntos se
conceptualizó desde el inicio como una verdadera “cláusula de ingobernabilidad”. Adicionalmente,
se introdujo en el Senado el principio de representación proporcional aplicado a una lista nacional,
que rompía por primera vez desde la Independencia el principio de representación paritaria de los
estados: esta innovación espeluznaba al maestro Lamadrid, que se preciaba de ser o diputado de
la nación o senador por Jalisco.

Desde 1997 ningún partido ha alcanzado la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. En 1997
el PRI ganó 165 curules de mayoría con 40% de la votación. Se le aplicó el tope de 8 puntos de
“sobrerrepresentación” con lo que obtuvo 48% de la Cámara; sin el tope hubiera prácticamente
alcanzado la mayoría absoluta. En 2009 se volvió a aplicar el tope: el PRI “perdió” 30 diputados,
con los que hubiera obtenido la mayoría absoluta. Conviene destacar que, a pesar del pertinaz
énfasis otorgado al tema de la “sobrerrepresentación”, en México ésta nunca ha sido cuantiosa. En
democracias consolidadas se observan niveles muy superiores de “sobrerrepresentación”, no sólo
en regímenes presidenciales sino también parlamentarios, y no sólo en sistemas de mayoría
relativa estricta sino también en países con fuertes elementos de proporcionalidad: el carácter
democrático de estos sistemas descansa en la alternancia entre partidos grandes y no en límites
arbitrarios impuestos a su “sobrerrepresentación”.

La motivación de la reforma de 1996 era noble: forzar mediante la norma constitucional la


discusión y el acuerdo entre partidos, no sólo para cambiar la Constitución sino también para
adoptar las leyes ordinarias. Pero el proceder fue casi pueril: es bien sabido que no existen en un
régimen presidencial incentivos suficientes para que partidos opuestos construyan una coalición
favorable a la adopción de reformas de fondo. Es difícil asumir compromisos legislativos fuertes sin
compartir responsabilidades de gobierno: en un sistema presidencial sin mayoría legislativa, no
coinciden en el tiempo los intereses de los actores políticos ni los costos y beneficios electorales
de sus acciones, de tal suerte que los partidos de oposición no tienen alicientes para constituir
alianzas duraderas con el partido del presidente. Al instituir la norma constitucional un dilema
dramático entre acuerdo y parálisis, son viables arreglos circunstanciales para desahogar asuntos
urgentes, pero no pactos políticos para aprobar reformas profundas. La desavenencia permanente
en el Congreso no es consecuencia de una irresponsable cultura parlamentario: es hijuela de un
desarreglo orgánico. A lo largo de los últimos 12 años el agujero negro de la discordia se ha
tragado la aspiración biempensante al entendimiento legislativo y las fantasmagorías del consenso
político. No hay razón para esperar que las mismas condiciones produzcan en el futuro resultados
diferentes.
La reforma de 1996 logró su propósito de constituir gobiernos divididos. Logró también hacer
ingobernable el sistema presidencial mexicano. Una Constitución es el instrumento político y
jurídico que se dan los pueblos para autogobernarse. La Constitución mexicana es probablemente
la única en el mundo que erige en su texto una cláusula para impedir que el gobierno funcione. La
reforma de 1996 fue una reforma electoral “definitiva”, como se alardeó en su momento, pero en
el sentido de que nos hundió definitivamente en el inmenso atasco de la ingobernabilidad.

La ilusión semipresidencialista

Existe una corriente de opinión según la cual el presidencialismo mexicano resultaría anacrónico
en la época actual, marcada irreversiblemente por la heterogeneidad de ideas y la pluralidad
política. Sería inevitable abandonar, con resignación o entusiasmo, un sistema politico obsoleto y
transitar hacia nuevas formas de gobierno, que combinaran con creatividad el viejo
presidencialismo y un nuevo parlamentarismo, en un semipresidencialismo a la mexicana. Se trata,
por decirlo con benevolencia, de una idea pensada apresuradamente.

Imaginemos los escenarios posibles del semipresidencialismo en México. La concepción de sus


proponentes es más o menos la que sigue. El presidente de la República seguiría siendo electo por
voto universal y directo, para un periodo igual al actual; seguiría fungiendo como jefe de Estado;
sería comandante de las fuerzas armadas, responsable de la política exterior, interlocutor con los
otros Poderes de la Unión; seguiría teniendo capacidad de iniciativa, de veto y de promulgación de
las leyes. Por otro lado, se establecería la figura de jefe de gobierno, responsable de conducir la
política interior, la económica, la social y la administrativa, así como de coordinar el gabinete y de
mantener relación permanente con el Congreso. El jefe de gobierno sería nombrado, a propuesta
del presidente, por la mayoría de la Cámara de Diputados. En caso de que ningún partido tenga
mayoría, varias fuerzas parlamentarias tendrían que aliarse para nombrar al jefe de gobierno. El
jefe de gobierno podría ser removido por el presidente o por el Congreso, en cuyo caso el
presidente enviaría una nueva propuesta a la Cámara de Diputados. En este sistema las alianzas
legislativas serían institucionalizadas, ocurrirían de cara a la ciudadanía, y no se exhibirían como
claudicaciones ante el gobierno en turno. Los proyectos legislativos podrían entonces lograr
consensos elevados.

Sin caer en vaticinios a la Casandra, pueden anticiparse escenarios menos idílicos. Con las reglas
electorales actuales ningún partido obtiene mayoría en la Cámara de Diputados. El presidente
tiene que proponer un candidato a jefe de gobierno en por lo menos dos ocasiones, al inicio de
cada legislatura. Supongamos que, en un primer momento y por respeto a las preferencias del
electorado, se inclina por una personalidad perteneciente al partido más votado. Si ese partido es
su propio partido, las cosas son sencillas. Obviamente, como tiene que hacer coalición con otro(s)
partido(s), la decisión de quién es el jefe de gobierno va de la mano de con qué partido gobernar.
Surgen varias posibilidades: tres en 1997, dos en 2000, y cuatro en 2006. Varios criterios pueden
intervenir, en particular afinidades ideológicas y coincidencias programáticas. Visto el
pragmatismo imperante en las recientes coaliciones partidistas, habría que ser iluso para no intuir
el criterio que tenderá a imponerse: la coalición que va a prevalecer será la del partido más grande
con los partidos minoritarios que acepten el menor número de posiciones en el gabinete.
Si el partido más votado no es el del presidente, ¿a quién va a proponer como jefe de gobierno?
¿Al presidente de dicho partido, al líder de la fracción en la Cámara de Diputados (si es que ya lo
eligieron), al de la Cámara de Senadores, al gobernador de un estado grande para que pueda
ganarse el respeto de los demás, al gobernador de un estado pequeño para que no le genere
inquietudes a nadie, al “puntero” opositor en la carrera para la siguiente elección presidencial con
el fin de desgastarlo, a un “tapado” conveniente para promoverlo, etcétera? ¿Va a proponer a su
candidato sin consulta expresa con la cúpula del partido más votado o va a pedirle que le
proponga alguien para que, a su vez, él proponga el propuesto a los legisladores de dicho partido?
Quién sabe qué alternativa generaría más conflictos dentro del partido ganador y quién sabe si, en
ese momento, el presidente quiera o no provocarle tensiones internas. Quién sabe cómo quieran
jugar el juego las distintas fracciones del partido ganador. Se arma un rompecabezas que consume
mucha energía política. Por fin sale un nombre. Surge entonces la necesidad de que el partido más
votado (distinto al del presidente) haga una coalición con otro(s) partido(s) para integrar una
mayoría: en 2003 había tres combinaciones posibles y seis en 2009. Después de cierto tiempo se
materializará una coalición.

La coalición mayoritaria
obtiene un voto de
confianza y se integra el
gobierno. ¿Cuánto tiempo
va a durar ese gobierno?
El tiempo necesario para
que alguno de los tres
partidos grandes que
quedó fuera del gobierno
logre convencer al (o a
los) partido(s)
minoritario(s) que forman
parte de la coalición
gobernante que les iría
mejor, es decir,
obtendrían más
posiciones en el gabinete,
si se cambian de bando. El
número de coaliciones
mayoritarias era de cinco
en 1997, tres en 2000, seis en 2003, nueve en 2006 y ocho en 2009. Resulta evidente que la
coalición gobernante no es estable. Existe una alta probabilidad que se conformen sucesivamente
muchas de las combinaciones posibles, incluida la repetición discontinua de las mismas. Conviene
destacar que, cada vez que cae el gobierno, renuncian todos los titulares de dependencias de la
administración pública federal. Es fácil imaginar el caos resultante en un país en donde no existe
un servicio civil de carrera. Llegaría a rememorarse con nostalgia el actual atolladero legislativo
como una época de oro, una suerte de arcadia parlamentaria.

Hastiado de proponer candidatos en serie a jefe de gobierno y afligido por la necesidad de disolver
la Cámara de Diputados, el presidente de la República terminaría por preguntar, con más
sinceridad que elocuencia: ¿Y yo por qué? Sería el inicio de una lenta deriva hacia el
semiparlamentarismo. La diferencia fundamental con el semipresidencialismo es que la población,
y no el presidente, elige directamente al jefe de gobierno, en forma simultánea con los diputados,
y que ambos están obligadamente vinculados, ya que la caída del jefe de gobierno implica la
disolución automática de la Cámara. Obligar a los legisladores a regresar frente al electorado es la
fórmula más eficaz para que el Parlamento no derribe rutinariamente al gobierno. Ése es el
sistema vigente en Italia e Israel y es también el término que para categorizarlo inventó en 1996
Duverger, nuestro incansable forjador de vocablos. Estamos ya cerca del parlamentarismo clásico.

Construir una mayoría


en la Cámara de Diputados

Ha transcurrido ya el tiempo suficiente para que sea viable dilucidar las consecuencias de las
reformas realizadas en las últimas décadas, muchas indudablemente portadoras de progreso y
otras fuente de desilusión. Aferrarse a un discurso ideológico sobre la democracia en abstracto es
hoy en día una forma de pereza intelectual, una manera de eludir la difícil confrontación de las
ideas y los hechos, una coartada para negar lecciones bastante obvias. La realidad ha arrojado dos
evidencias. Primero, existen condiciones de competencia electoral efectiva que aseguran la
posibilidad de la alternancia y permiten a cualquiera de los tres partidos grandes acceder a la
presidencia de la República y/o tener mayoría relativa en el Congreso. Segundo, resulta imposible
para el partido del presidente, condenado constitucionalmente a ser minoría legislativa, construir
mayorías legislativas con otros partidos que permitan una coalición suficientemente fuerte para
emprender cambios de fondo. La primera conclusión es alentadora y la segunda ciertamente
frustrante, pero las dos parecen válidas por igual.

A partir de esas conclusiones, se analizan tres opciones de integración de la Cámara de Diputados


que abren la posibilidad de que el partido del presidente tenga la mayoría legislativa:
• Fórmula 1: Se eliminan 100 diputados plurinominales y el tope de 8 puntos a la
“sobrerrepresentación”.
• Fórmula 2: Se eliminan los 200 diputados plurinominales, se eleva de 300 a 400 el número de
distritos y se introduce un número variable de diputados de partido para los partidos pequeños
(para que por ambos principios obtengan un diputado por 0.5% de votación).
• Fórmula 3: Es idéntica a la fórmula 1, pero se introduce la cláusula de gobernabilidad en la
elección correspondiente a la elección presidencial (y no en la elección intermedia).
En los tres casos se eleva de 2.5% a 4% el mínimo de votación para que un partido acceda a
diputados plurinominales. El umbral actual es demasiado pequeño e induce una proliferación de
partidos, con vidas intermitentes, que no representan corrientes ideológicas o propuestas
programáticas, sino encarnan intereses particulares cambiantes (por ejemplo, en Alemania, país
emblemático de la representación mixta, la votación mínima para acceder a la vía plurinominal es
5%). Se mantendría el límite de 60% a la participación del partido más grande.

Presentamos los escenarios de integración de la Cámara de Diputados que se hubieran observado


en las elecciones federales realizadas a partir de 1997 bajo las tres fórmulas anteriores.
Suponemos que, aun con fórmulas diferentes, se hubieran registrado los mismos resultados en
términos de votación por partido.6 No se observan cambios importantes en la representación de
los partidos, evitándose subidas descomedidas o caídas estrepitosas. Tampoco se observan niveles
excesivos de “sobre” o “subrepresentación”.

En la alternativa 1 se observa un resultado paradójico: la mayor votación por el PAN en 2000 y


2006 no es suficiente para que el partido de presidente tenga la mayoría absoluta en la Cámara de
Diputados en el primer trienio; sin embargo, la menor votación por el partido en el poder durante
la elección intermedia le otorga la mayoría absoluta a un partido de oposición.

La alternativa 2 es conceptualmente diferente a la alternativa 1 pero da resultados similares. Se


adopta un sistema de representación por mayoría simple corregido por la introducción de
diputados de partidos: es similar al esquema adoptado en 1963. Esta fórmula otorga diputados
plurinominales únicamente a los partidos pequeños: si un partido obtiene x% de la votación
nacional (x superior a 4) y por mayoría relativa obtiene menos de 2x diputados, entonces se le
otorgan diputados plurinominales para que obtenga en total 2x curules. Esta fórmula busca dar
representación a partidos pequeños sin comprometer la gobernabilidad de la Cámara. Se observa
el mismo escenario que en la alternativa 1: la mayor representación del partido más grande es
insuficiente para que el partido del presidente tenga mayoría absoluta en la primera legislatura,
pero alcanza para que un partido de oposición al presidente controle la segunda legislatura.

La alternativa 3 corrige los efectos paradójicos observados anteriormente. Se introduce la cláusula


de gobernabilidad, otorgándole al partido más votado el número de diputados plurinominales
necesario para que tenga 51% de la Cámara. Se introduce dicha cláusula únicamente en la elección
de la primera legislatura de un periodo presidencial. El objetivo es garantizar que el presidente
cuente con la mayoría absoluta de los diputados durante su primer trienio, ya que siempre se ha
observado que el mismo partido gana la elección presidencial y la legislativa. Sin embargo, no
aplica dicha cláusula en la elección intermedia. Es deseable que el resultado de la elección
intermedia refleje el juicio del electorado respecto de la gestión presidencial durante el primer
trienio: si la gestión es insatisfactoria, la sanción será la pérdida de mayoría legislativa; igualmente,
no parece conveniente ampliar los efectos de un voto de sanción y darle deliberadamente la
mayoría absoluta a un partido de oposición.
¿Cuál de las tres opciones es la más
conveniente? Sin duda la alternativa 3:
es eficaz y congruente con la evolución
del sistema electoral mexicano desde
1977.
Existe una opción diferente, que puede
ser conceptualmente más atractiva,
aunque supone una ruptura con la
tradición. Se adoptaría la fórmula 2
pero en conjunto con un sistema de
dos vueltas en la elección presidencial,
haciendo coincidir la elección legislativa
con la segunda vuelta presidencial. La
segunda vuelta presidencial tiene como
efecto polarizar al electorado y
concentrar el voto a favor del partido
ganador. Aunque siempre pueden
ocurrir sorpresas, previsiblemente al
partido del presidente tendría la
mayoría absoluta en la Cámara de
Diputados durante la primera
legislatura. Sin el efecto polarizador de
la segunda vuelta las elecciones del segundo periodo legislativo quedarían abiertas.

Puede uno plantearse la segunda vuelta en la elección presidencial como un cambio deseable en sí
mismo. Muchos lo han propuesto como un elemento que le daría mayor legitimidad al presidente
de la República. Esa legitimidad reforzada es importante en un régimen semipresidencial en donde
puede surgir una rivalidad con un jefe de gobierno que cuenta con el respaldo de la mayoría
absoluta del Parlamento. En un régimen presidencial no es un elemento crucial: la población
olvida pronto el porcentaje de votos que obtuvo el presidente. Intuye —y con razón— que el
candidato ganador sería probablemente el mismo con una vuelta o con dos vueltas. En una
elección presidencial a una vuelta la franja de electores flotantes no comprometidos con ningún
partido suele votar como votaría en una segunda vuelta, con el objetivo no tanto de escoger al
preferido sino de eliminar al indeseado: ese comportamiento es generalmente suficiente para
definir la elección. En México el mayor efecto de una segunda vuelta en la elección presidencial
sería concentrar la votación en una elección legislativa concurrente a favor de los dos partidos con
candidatos presidenciales, con el resultado previsible de que el partido del presidente electo
alcance la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados.

La conclusión es clara. Para hacer gobernable el presidencialismo mexicano solamente existen dos
fórmulas: o cláusula de gobernabilidad legislativa o segunda vuelta presidencial. Ambas fórmulas
son mecanismos alternativos para transformar mayoría relativa en mayoría absoluta. La primera
es más sencilla y la segunda más radical. La segunda vuelta presidencial se enfrenta a la extraña
cartografía ideológica del país. En casi todos los países existen múltiples partidos pero dos
corrientes políticas: izquierda vs. derecha, liberales vs. conservadores, socialdemócratas vs.
democristianos, etcétera. De manera casi instintiva los partidos se agrupan en una segunda vuelta
electoral. En el México actual existen tres grandes partidos pero que no se agrupan naturalmente
en dos campos. (Es probable que un sistema de dos vueltas en la elección presidencial contribuya
a crear dos grandes familias ideológicas, pero el proceso podría ser traumático.) Por ello, la
segunda vuelta preocupa a los partidos grandes: el PRD teme no pasar de la primera vuelta y, de
cara a la segunda, el PRI teme una coalición de todos en su contra y el PAN la ventaja estructural
del PRI en un tripartidismo nacional que es, en realidad, la suma de dos bipartidismos regionales
(PRI vs. PAN en el centro-norte del país y PRI vs. PRD en el centro-sur). Estos tres temores pueden
socavar la viabilidad política de una contienda presidencial con dos vueltas.

Construir una mayoría


en el Senado
Al igual que en el caso de la Cámara de Diputados evaluamos cómo se hubiera integrado el Senado
en elecciones recientes bajo distintas fórmulas:
• Fórmula 1: Se elimina la lista de representación nacional para tener 96 senadores, dos de
mayoría y uno de primera minoría por estado.
• Fórmula 2: Se elimina la lista de representación nacional y el senador de primera minoría para
tener 64 senadores (la boleta permite votar separadamente por dos candidatos de mayoría).
• Fórmula 3: Se elimina la lista de representación nacional y el senador de primera minoría, pero
se regresa al esquema de renovación del Senado por mitad cada tres años.

La simple eliminación de la lista


nacional no otorga mayoría
absoluta al partido más votado.
La eliminación de los senadores
de primera minoría concentra la
representación y el partido más
votado alcanza el 50% de la
Cámara. La renovación del
Senado por mitad cada tres años
diluye el efecto anterior, ya que
la elección intermedia refleja un
voto menos favorable para el
partido en el gobierno. Se
considera que la alternativa 2 es
la más conveniente: dos
senadores de mayoría por estado
electos al mismo tiempo que el
presidente.
El referendo constitucional

Las fórmulas anteriormente propuestas garantizan que el partido del presidente tenga la mayoría
absoluta en la Cámara de Diputados durante por lo menos el primer trienio de su mandato y, con
alta probabilidad, en la Cámara de Senadores. Ello restablece condiciones de gobernación. La
presencia del partido más grande quedaría topada abajo de 2/3 y toda reforma constitucional
quedaría sujeta a un acuerdo entre varios partidos. Ésa es una situación deseable. Sin embargo,
producto de una técnica legislativa conformada por la desconfianza, la Constitución mexicana
contiene múltiples preceptos que debieran estar en las leyes: cualquier reforma de fondo implica
revisar la Constitución. Puede entonces ser conveniente sacar ciertas disputas del ámbito estricto
del Congreso y someterlas a consulta directa del electorado. (Además, la posibilidad misma de un
referendo crea de por sí incentivos para que la mayoría calificada del Congreso llegue a un
acuerdo.) Sería sin duda una reforma de gran calado, contraria a la concepción tradicional del
Poder Revisor de la Constitución, pero necesaria para emprender grandes cambios.

El referendo introduce un elemento de democracia directa paralelo a la democracia


representativa. Es un esquema atractivo, pero debe ser precisado para evitar manipulaciones.
Primero, el referendo debe limitarse a reformas constitucionales; debe descartarse la posibilidad
de legislar por referendo, como ocurre en regímenes de corte despótico o napoleónico. Segundo,
la democracia directa no es superior a la democracia representativa: una reforma constitucional
adoptada por referendo debe poder ser revocada por el actual Constituyente permanente.
Tercero, el procedimiento de referendo debe quedar codificado en la Constitución. Los términos
generales podrían ser los siguientes: únicamente el presidente tiene capacidad de iniciativa para
convocar a referendo; el texto del referendo debe ser aprobado por mayoría en ambas Cámaras;
la Suprema Corte debe validar la congruencia formal entre la iniciativa propuesta y la Constitución.
Cuarto, debe acotarse la materia y la frecuencia del referendo: en particular, conviene especificar
que las garantías individuales y la reelección presidencial no pueden ser materia de referendo y
que no puede celebrarse más de un referendo en una legislatura (aunque se puedan incluir
cuestiones múltiples). Bien estructurado, el referendo en materia constitucional puede
compatibilizar mayor gobernación y mayor democracia.7 Muchas de las grandes democracias
occidentales han adoptado esta figura. La única excepción la constituyen los países anglosajones
que, por costumbre, introducen muy escasas enmiendas en sus constituciones.

Las otras reformas

Reelección de legisladores. La reelección de legisladores puede crear una verdadera carrera


parlamentaria, en el doble sentido de profesionalismo y rendición de cuentas. Se ha calculado que
sólo 15% de los diputados en una legislatura ha tenido experiencia como legislador a nivel federal
o local: es un porcentaje demasiado bajo. La no reelección de legisladores no tiene tradición en el
país y pocas similitudes internacionales. El reclamo maderista fue “no a la reelección presidencial”,
aunque en la corriente de la historia se perdiera el adjetivo. La no reelección de legisladores se
introdujo hasta 1933: según se dice, la consolidación vertical del PNR entonces exigía hacer
depender las candidaturas de la voluntad de la dirigencia del partido y, en última instancia, del
presidente. Cosío Villegas siempre vio en la no reelección de los legisladores un signo de
sometimiento del Legislativo al Ejecutivo. En 1964 —de manera significativa, en la primera Cámara
con Diputados de partido— Lombardo Toledano logró que se aprobara una reforma para permitir
la reelección consecutiva de diputados, reforma que fue vetada en el Senado por instrucciones del
presidente. La reelección consecutiva debiera adoptarse sin limitación para los diputados de
mayoría relativa; no tiene sentido para los diputados plurinominales. Esta reforma no es bien vista
por las jerarquías de los partidos, que temen, tal vez de manera exagerada, perder la fuente de
control que constituye la integración de las listas de candidatos. Sin embargo, legisladores
perpetuos solamente pueden surgir cuando la ley mandata elecciones internas dentro de los
partidos y les da fuerza política propia, lo que no es el caso en México. Por ello es un argumento
demasiado estridente sostener que la reelección de legisladores permite la captura por intereses
ilegítimos de la representación popular o constituye un obstáculo a la circulación de las elites
políticas.

En ausencia del
presidente. El artículo
84 constitucional que
regula la ausencia
definitiva del
presidente es obsoleto
y genera una ominosa
incertidumbre. La
reforma deseable debe
indicar con claridad
quién sustituye al
presidente. El
candidato lógico sería
el líder de la fracción
mayoritaria de la
Cámara de Senadores
(regresar a la época
juarista, cuando el
presidente de la Corte
era el presidente
sustituto, significaría
hoy politizar al Poder Judicial). De adoptarse una reforma que introduzca una cláusula de
gobernabilidad en la Cámara de Diputados en la primera legislatura de un periodo presidencial y
un Senado electo conjuntamente con el presidente, sería importante conciliar la duración del
mandato del presidente interino o sustituto con los tiempos de las elecciones legislativas para no
construir una disfuncionalidad permanente.

Ratificación del gabinete. Se ha propuesto, generalizando una práctica existente, que los
miembros del gabinete legal sean ratificados por el Senado. Es un cambio de menor calado que los
anteriores pero puede contribuir a un mejor equilibrio de poderes. Someter los altos funcionarios
a un riguroso escrutinio público sirve para asegurar competencia e integridad. Evita que, por
amistad, el presidente nombre de secretario de Estado a un verdadero animal político, no en el
sentido aristotélico sino zootécnico de la expresión. Es un filtro de calidad. Así concebido, no es
una panacea pero sí un mecanismo útil. Debe reglamentarse para asegurar procedimientos
rápidos, inmunes al bloqueo, e impedir que devenga en un instrumento de chantaje político o se
transforme en una semilla de parlamentarismo —en el sentido de ser el inicio de un proceso
mediante el cual el Ejecutivo se vuelva responsable políticamente ante el Congreso. Estos riesgos
disminuirían de por sí con un Senado más compacto y más sereno. Convendría también revisar los
actuales mecanismos de nombramiento por parte del Senado de los integrantes de los múltiples
organismos autónomos que se han creado: es demasiado farragoso y expuesto que el Senado
actúe como bolsa de trabajo, recibiendo directamente los curricula de los muchos interesados; es
probablemente más eficaz que resuelva sobre la base de una terna propuesta por otro poder.

La propuesta

En resumen se propone:
• Eliminar 100 diputados plurinominales y el tope de 8 puntos porcentuales de
sobrerrepresentación, e introducir la cláusula de gobernabilidad en la legislatura que corresponde
al primer trienio del mandato presidencial.
• Como una alternativa a lo anterior, elevar a 400 el número de distritos, introducir diputados de
partido para las minorías, adoptar la segunda vuelta en la elección presidencial y hacerla coincidir
con las elecciones legislativas.
• Eliminar los senadores de lista nacional y de primera minoría y regresar a una Cámara de 64
senadores de mayoría, electos conjuntamente con el presidente.
• Introducir el referendo constitucional.
• Permitir la reelección de legisladores.
• Definir al presidente sustituto.
• Considerar la ratificación del gabinete por el Senado.

Son reformas políticas profundas. Son la condición necesaria para darle gobernabilidad
democrática a las instituciones e iniciar el nuevo ciclo de grandes reformas que exige
urgentemente la modernización del país. De manera algo paradójica, pero sin duda afortunada,
una gran reforma política tiene hoy mayor viabilidad que las demás reformas de fondo. Por
razones distintas, en un México donde la alternancia política es una realidad, los partidos grandes
pueden coincidir en la necesidad de hacer más gobernable el presidencialismo. Han vivido las
consecuencias de sus decisiones: el PAN en carne propia (ya que el PAN hecho gobierno heredó el
presidencialismo disfuncional que el PAN como oposición contribuyó a crear), el PRD en cabeza
ajena (ya que su vocación de poder le permite asimilar la desventura panista) y el PRI desde la
banca (en las aulas de la introspección y, también, en la sufrida escuela del desquite). Se abre una
oportunidad que no se debe dejar pasar.

José Córdoba. Jefe de la Oficina de la presidencia de la República de diciembre de 1988 a marzo de


1994. Actualmente es consultor y profesor en el ITAM.

Las principales ideas aquí expresadas se conformaron a lo largo de múltiples conversaciones con
José Luis Lamadrid y buscan inscribirse en la escuela de pensamiento que él representó. Agradezco
a Genaro Borrego sus puntos de vista y su aliento para escribir este artículo.

1 Condorcet es un filósofo francés del Siglo de las Luces que defendió las causas liberales de la
Revolución y estudió las formas de organización racional de la sociedad. La paradoja de Condorcet
es una situación en la que las preferencias colectivas no son transitivas aunque las preferencias
individuales sí lo sean (ver Essai sur l’application de l’analyse à la probabilité des décisions rendues
à la pluralité des voix [1785]). Demuestra la dificultad de construir sistemas de representación de
la voluntad general.
2 Arrow es, junto con Keynes, el economista más importante del siglo XX. Obtuvo el Premio Nobel
en 1972. Demostró en 1951 en Social Choice and Individual Values que la paradoja de Condorcet
es un resultado general: no es sólo difícil sino imposible construir un sistema de agregación de
preferencias que satisfaga algunos criterios lógicos elementales. Se interpreta el resultado anterior
como la “imposibilidad” de la democracia representativa.
3 Ver el libro Propos sur la politique (1934).
4 Es difícil entender la génesis intelectual de las reformas electorales de México —y sería injusto
hacerlo— sin invocar al maestro José Luis Lamadrid. Lamadrid era un legislador jalisciense del PRI
que, deliberadamente fuera de los reflectores, dedicó toda su vida a la política. Fue un gran
intelectual (había leído —y entendido— los 17 mil libros de su biblioteca), un destacado jurista e
historiador, un analista impecable e implacable por su rigor, una mente didáctica y un buen
polemista. Era como un miembro tardío de la generación liberal de la Reforma extraviado en las
postrimerías del siglo XX mexicano.
Logró retroalimentar la praxis política con una moral exigente. Siempre iba al fondo de cualquier
asunto, pensando llanamente en el bien del país. Fue diputado en cinco ocasiones y senador en
dos legislaturas, acumulando 21 años de carrera parlamentaria, una proeza dentro de un sistema
que prohíbe la reelección consecutiva. Fue sin duda uno de los grandes legisladores de los últimos
50 años, y probablemente el mejor. En la legislatura 1961-1963 conoció a Jesús Reyes Heroles, con
quien se vincularía de manera cercana; le tocó discutir y aprobar la introducción de los diputados
de partido, lo que consolidó su interés en la materia electoral. Participó de manera activa en la
discusión de casi todas las reformas electorales: en las de 1963 como diputado, en la de 1977
como subsecretario de Gobernación, en las de 1989 y 1993 como diputado y senador,
respectivamente, y en calidad de artífice intelectual de las mismas, y en la de 1996 como senador;
la única reforma que no llevó su sello fue la de 1986, año en el que se desempeñaba de manera
diligente aunque algo fuera de su órbita como embajador en Nicaragua ante la revolución
sandinista. Pudo constatar que las reformas electorales procuran, casi siempre al calor de la
coyuntura política, resolver los reclamos de los partidos perdedores de la última elección sin
enajenar el apoyo del partido ganador: porque ese difícil ejercicio puede producir disparates, es
vital cuidar con esmero la congruencia de las reformas con la doctrina y la tradición. Como muchos
de los buenos oradores era “ágrafo”, según él mismo decía, aunque múltiples párrafos de la
Constitución son de su puño y letra: su ausencia de obra escrita es de lamentar.
5 La “sobrerrepresentación” se define como el porcentaje de diputados menos el porcentaje de
votos.
6 Este es un supuesto fuerte ya que el sistema electoral determina al sistema de partidos: se trata
de una regla de observancia general, conocida bajo el nombre algo pomposo de “ley de Duverger”
(ver, por ejemplo, el libro de Rein Taagepera, Predicting Party Sizes:the Logic of Simple Electoral
Systems, 2007).
7 Los años 1991-1993 fueron años de cambio en la vida nacional, como consecuencia de una
alianza legislativa entre el PRI y el PAN. Contrariamente al cliché historiográfico, no fue resultado
de un pacto mediante el cual el presidente se comprometía a introducir reformas históricamente
impulsadas por el PAN a cambio de una colaboración de ese partido con el gobierno. El PAN
estaba interesado exclusivamente en promover reformas electorales que ampliaran su presencia
política en el país. Después del desenlace traumático de las elecciones de 1988 el gobierno quería
también un sistema electoral eficaz y equitativo. Esa coincidencia permitió una alianza legislativa
fuerte. El PAN aprobó reformas constitucionales que, en algunos aspectos, eran conformes con sus
postulados ideológicos, pero nunca fueron parte de un gran acuerdo político. A muchos dentro del
PAN no les gustaba que el PRI adoptara reformas que les eran afines: hubieran preferido aguardar
ser gobierno para ejecutar su propio programa. Además, el PRI tuvo que esperar el segundo
trienio para contar con condiciones propicias a la adopción de grandes cambios. En resumen, ese
episodio no es una referencia generalmente válida para la conformación, en un régimen
presidencial, de mayorías legislativas favorables a reformas de fondo.

01/12/2009

Los entresijos del semipresidencialismo francés

Francia es la única gran democracia que ha funcionado de manera duradera bajo un sistema
semipresidencial. Por constituir una aparente historia de éxito, es la referencia común entre los
defensores de este régimen (…que, por cierto, prefieren olvidar casos históricos típicos de
semipresidencialismo, típicos pero embarazosos, como la Constitución española de 1931, que
desembocó en la guerra civil, o la República de Weimar). La adopción del semipresidencialismo en
Francia no fue consecuencia del derrumbe de un régimen antidemocrático, como ha ocurrido
generalmente en el mundo, sino de una crisis de gobernación. La IV República (1946-1958)
exhibió, en un país con múltiples partidos, una fuerte polarización ideológica y una larga tradición
de antagonismos sociales, los defectos exacerbados de un régimen parlamentario. En 12 años se
sucedieron 28 gobiernos, uno cada cinco meses en promedio y cuatro con menos de dos días de
duración: se le llamaba, irónicamente, “gobiernos de puerta giratoria” porque tardaban igual en
salir que en entrar. En ese escenario de inestabilidad extrema, la súbita agravación de la guerra de
Argelia provocó en 1958 una renuncia de la clase política en su conjunto. El presidente de la
República, con la ratificación de la Cámara de Diputados, le pidió al general De Gaulle, entonces
alejado de la vida pública y retirado en su pueblo, hacerse cargo del gobierno.

El objetivo de De Gaulle era acabar con


un parlamentarismo desmedrado por la
proliferación de partidos e incapaz de
alcanzar acuerdos en situaciones de
crisis. Esa obsesión personal devino
arquitectura institucional. El
Parlamento aprobó en 1958 la
Constitución de la V República,
caracterizada por un Ejecutivo fuerte
capaz de gobernar. Inicialmente, el
presidente era electo por el Poder
Legislativo, pero en 1962 por referendo
(…introducido en la nueva Constitución)
se añadió la elección del presidente de
la República al sufragio universal
directo, característica distintiva del
nuevo régimen. De Gaulle concibió esa necesidad desde un inicio pero esperó cuatro años en
silencio para consolidarse en el poder y recurrir directamente al electorado ante la oposición
rampante y, a veces explícita, de la mayoría de los legisladores. De Gaulle embaucó a la clase
política, ofreciéndole la continuación de un régimen en apariencia parlamentario y construyendo
un sistema auténticamente presidencial.
También confundió al politólogo Duverger, quien acuñó en 1962 el término
“semipresidencialismo” para caracterizar al nuevo régimen.

Los adeptos del semipresidencialismo tienden a presentarlo como un equilibrio latino, producto
del genio político francés, que logra conjugar lo mejor de los modelos anglosajones del
parlamentarismo y del presidencialismo puros, representados por Gran Bretaña y Estados Unidos.
En apariencia el sistema tiene, simultáneamente, los rasgos de un sistema presidencial (elección
directa por sufragio universal del jefe de Estado) y de un sistema parlamentario (responsabilidad
política del gobierno ante la Cámara de Diputados). Sin embargo, el semipresidencialismo francés
no es el que de lejos parece o el que comúnmente se dice.

La Cámara de Diputados no es electa bajo el principio de representación proporcional sino bajo el


principio de mayoría relativa a dos vueltas. Si nadie obtiene más de 50% de los votos en la primera
vuelta, se organiza una segunda vuelta con los candidatos más votados. El sistema electoral induce
un bipartidismo de facto al promover en la segunda vuelta coaliciones en torno al partido más
grande de derecha o de izquierda mejor posicionado. Este sistema puede ampliar la
“sobrerrepresentación”, definida en este caso como el porcentaje de diputados de un partido
menos su porcentaje de votos en la primera vuelta: por ejemplo, la sobrerrepresentación alcanzó
22% en 1968, 18% en 1981, 29% en 2002 y 15% en 2007, magnitudes enloquecedoras para los
creyentes en que cero es la norma de la democracia.

El sistema de vetos, pesos y contrapesos es de una complejidad florentina: la clase política juega al
ajedrez o a la carambola… con resultados frecuentemente al revés de lo esperado. El presidente
designa al primer ministro y, a propuesta de éste, su gobierno. El gobierno tiene que ser ratificado
por la Cámara de Diputados: si no hay voto de confianza no hay gobierno constituido y,
consecuentemente, el gobierno debe reflejar la mayoría legislativa. La Cámara de Diputados no
sólo ratifica al gobierno sino que puede obligar al primer ministro a dimitir ante el presidente a
través de una moción de censura. Pero el presidente no está obligado a aceptar su renuncia. Para
desbloquear situaciones como la anterior, el presidente puede disolver la Cámara de Diputados y
convocar a nuevas elecciones pero no más de una vez al año. Sin llegar a esa situación extrema el
gobierno puede, para sacar adelante una ley, poner en juego su permanencia pidiendo, junto con
la aprobación de la ley, un voto de confianza. Además, mediante un artículo constitucional
polémico, el gobierno tiene el privilegio de adoptar leyes sin discusión y sin veto en circunstancias
a su juicio extraordinarias. En 50 años de V República ha habido cinco presidentes, 33 gobiernos y
54 mociones de censura (casi siempre sin efecto). La continuidad de la acción del gobierno se
explica por el profesionalismo de la administración pública y su inmunidad frente a los cambios
políticos.

En tres ocasiones, con Mitterrand en 1986-1988 y 1993-1995 y con Chirac en 1997-2002, se han
dado episodios de “cohabitación”, en donde el partido del presidente no forma parte de la
mayoría parlamentaria. La falta de apoyo del presidente a las iniciativas del gobierno, cuando no
su sabotaje encubierto, llevaron a una ausencia de cambios profundos y contribuyeron a
consolidar la imagen de que Francia es un país rígido e irreformable. Los defensores originales de
la V República siempre han argumentado que la “cohabitación” está permitida por la letra de la
Constitución pero que no deja de ser contraria a la visión que de ella tenía De Gaulle. Si la mayoría
legislativa se opone al presidente, éste cuenta con el instrumento de la disolución del Parlamento;
y si el electorado ratifica una mayoría legislativa opuesta al presidente, éste tiene, en una
concepción exigente de la moral política, la obligación de renunciar: es lo que hizo el propio De
Gaulle en 1969 cuando perdió un referendo, camino que ya no siguieron sus sucesores.

Los episodios frustrantes de “cohabitación” han llevado en 2002 a un importante rediseño


institucional: se redujo el mandato presidencial de siete a cinco años para hacerlo coincidir con la
duración del mandato de los diputados, y se decidió organizar las elecciones legislativas
inmediatamente después de las presidenciales para buscar la coincidencia de la mayoría legislativa
y presidencial sin la necesidad de disolver el Parlamento. Como la contienda presidencial tiene,
por lo general, dos vueltas y las elecciones legislativas siempre las tienen, los electores van cuatro
veces a las urnas en el espacio de unas cuantas semanas: los grandes objetivos requieren de
grandes medios... Como era de esperar, en 2002 y 2007 los electores ampliaron en las elecciones
legislativas los resultados de las elecciones presidenciales: la mayoría de los electores tiende a
votar en cascada por los candidatos a legislador del partido que acaba de ganar la elección
presidencial. Es previsible que esta nueva arquitectura logre evitar futuros episodios de
“cohabitación”. Las reglas actuales están diseñadas para que el presidente tenga el control
efectivo del gobierno durante un periodo de cinco años, sin enfrentar elección intermedia y con la
oportunidad de reelegirse: el semipresidencialismo francés es hoy la envidia de los más
entusiastas adeptos del presidencialismo puro y duro.

Si alguna utilidad tiene el sistema de gobierno francés para el caso mexicano, es ilustrar la
complejidad del semipresidencialismo, cuando éste sale de los libros de politología y se instala en
la vida real. El semipresidencialismo no es un modelo útil para compatibilizar presidencialismo y
multipartidismo. No es un hibrido estable entre presidencialismo y parlamentarismo, sino, en lo
esencial, el disfraz del uno o del otro bajo una apariencia que puede ser más admisible que su
realidad desnuda por la clase política o la opinión pública. En el caso francés fue una construcción
visionaria y un paso hábil por parte de De Gaulle para hacerle aceptar a legisladores recalcitrantes
el tránsito del parlamentarismo al presidencialismo. En el caso mexicano sería más bien una
triquiñuela, deliberada o inconsciente, por parte de un segmento de la clase política para hacerle
aceptar a una ciudadanía extenuada un tránsito al revés, del presidencialismo al parlamentarismo.
En efecto, la comparación con Francia podría resultar desafortunadamente apropiada: un régimen
semipresidencial a la mexicana se asemejaría pronto a ese asambleísmo estéril que fue la IV
República francesa.

José Córdoba

01/12/2009

Steiner: Una correspondencia involuntaria

Ronaldo González Valdés ( Ver todos sus artículos )

Una mirada a tres aristas de la inteligencia más viva de nuestro tiempo A Gilberto Guevara Niebla,
comandante de crepúsculos y auroras.

Una mirada a tres aristas de la inteligencia más viva de nuestro tiempo


A Gilberto Guevara Niebla, comandante de crepúsculos y auroras.
Hace más de 11 años Adolfo Castañón describió a George Steiner como una de las figuras clave de
las humanidades y una de las inteligencias más vivas de nuestro tiempo. Y no hubo exceso en sus
palabras. Steiner es uno de nuestros últimos humanistas (un humanista ciertamente
desencantado), un escritor que estimula la curiosidad intelectual, un estudioso serio y riguroso,
aunque lejano de la pedantería y el formalismo gratuitos. Me declaro, por lo mismo, incapaz de
escribir el ensayo que reseñe y discuta su diversa obra.* En la celebración de sus 80 años de
existencia, me dispongo apenas a saldar algunas de las cuentas pendientes con el más entrañable
de mis “carteros”.

América Latina y México

Me confieso tropical. He vivido casi toda mi vida en Sinaloa, una provincia ruda, romántica a su
modo, lejana y cercana a la vez del Occidente convencional, del Occidente europeo y
norteamericano. Las gentes de este rumbo hablamos español, somos católicos, pero somos
también hijos de inmigrantes, hijos del cruce europeo y aborigen. Querría haber escrito un ensayo
acerca de las enseñanzas de Steiner para América Latina, para México, para Sinaloa: ¿vale para
estas tierras el diagnóstico steineriano de las tres culturas: la científica y tecnológica “que se
mueve hacia delante”, la humanista occidental “que mira siempre hacia atrás” y la nueva
“alfabetización” electrónica e informática cuya omnipresencia modelará pronto inéditas “pautas
de pensamiento humano y hábitos de percepción”? (cfr. “Cuestiones educativas”, en Los libros
que nunca he escrito, Fondo de Cultura Económica y Ediciones Siruela, México, 2008, pp. 166 y
ss.).

Ya desde 1971, Steiner escribía: “El tercer axioma al


que ya no podemos apelar sin una extrema reserva es
el que relaciona el humanismo —como programa
educativo, como un referente ideal— con la conducta
social humana”. Esto porque, en verdad, tal cosa no
ha ocurrido. La cultura humanística, sí, esa que de
acuerdo con el buen batiburrillo académico cultiva el
intelecto y los sentidos del hombre, no produce
necesariamente una conducta racional en beneficio
de la concordia, la armonía y el progreso de las
sociedades. “Hoy sabemos —dice Steiner— que esto
no es así. Sabemos que la excelencia formal y la
extensión numérica de la educación no tiene por qué
estar en correlación con una mayor estabilidad social
y una mayor racionalidad política”. Como lo prueban
las experiencias totalitarias del siglo XX: “las
bibliotecas, los museos, los teatros, las universidades, los centros de investigación por obra de los
cuales se transmiten las humanidades y las ciencias pueden prosperar en las proximidades de los
campos de concentración” (En el castillo de Barba Azul, Editorial Gedisa, Barcelona, 2001, pp. 100-
105).

Hay una tesis particularmente interesante, y quizá pertinente para nuestras latitudes, postulada
por Steiner. La conciencia de la muerte individual alimentó el ansia de trascendencia propia del
humanismo occidental. El siglo XX, con sus matanzas de proporciones nunca antes imaginadas,
alteró radicalmente esta conciencia. El extravío del sentido de la muerte individual y la aspiración
de “eternizar” al hombre, significó la muerte de lo humano, dio lugar a la pérdida de sentido de las
humanidades, la despojó de su primer desiderátum: la vida humana misma. Desde este
razonamiento puede entenderse mejor la apreciación de que acaso, efectivamente, la gran
narrativa literaria, filosófica y hasta histórica, estén poniéndose día con día más en crisis: “Lejos de
humanizar nuestros reflejos, como dirían Aristóteles o Matthew Arnold, las grandes ficciones, las
obras maestras del arte, las melodías cautivadoras inhiben nuestra capacidad de respuesta,
nuestra responsabilidad —una palabra clave— a la necesidad, el sufrimiento y la injusticia
humanos inmediatos. De alguna manera paralizadora, pueden deshumanizar” (Los libros que
nunca he escrito, op.cit., pp. 170-171).

En todo esto está presente el deterioro de la religión organizada. Si en verdad las principales
religiones contribuyeron de forma determinante en las primeras grandes empresas de
alfabetización tradicional, su debilitamiento, es decir, el debilitamiento de ese amarre “en los
supuestos y valores teológicos”, ha propiciado un menoscabo del sentido trascendente de la
existencia humana, ergo de las humanidades, de su importancia y significado en las sociedades
contemporáneas.

Las preguntas se imponen. ¿Qué tanto de esto vale para Latinoamérica, para México? Somos
científica y tecnológicamente subdesarrollados, ¿tendrá esto que ver con nuestro afán de “mirar
siempre hacia atrás”, con ese no movernos “hacia delante”? ¿Estamos viviendo, de este lado
también, una crisis de las humanidades? Más aún, ¿pudo haber predominio del pensamiento
humanístico, así fuera sólo como discurso social, en estos lares fundacionalmente marcados por
todos los genocidios imaginables: el cultural con la “matanza” de las lenguas autóctonas, el de las
tradiciones y simbolismos fundidos en los más insospechados sincretismos y, desde luego, el de las
millones de existencias físicas segadas por la más irresponsable y aventurera ambición de poder y
riquezas?

Lengua y lingüística

Durante algún tiempo estudié filosofía del lenguaje y lingüística. Un poco demasiado
fragmentariamente leí a los Wittgenstein (Tractatus, Investigaciones…), algo de Quine, Frege,
Saussure, el Círculo de Viena (¡ah, el inefable Alfred Ayer!), Chomsky, Benveniste; no menos
fragmentariamente leí algo de Lledó, Whorf, Vigotsky, Luria y Piaget. En los últimos años ochenta
me convencieron las conclusiones de la ligüística operacional en el seminario coordinado por José
Luis Iturrioz en la Universidad de Guadalajara. Por eso, cuando con inexplicable retraso cayó en
mis manos Después de Babel (1975), quedé perfectamente extático. ¡Ahí estaba todo! Nada
importante, nada realmente significativo quedaba sin mención en esta obra maestra de los
estudios del lenguaje y la hermenéutica. Sigo sin entender por qué Después de Babel está ausente
de las bibliografías de los programas de estudio de filosofía del lenguaje y lingüística en nuestras
universidades.

Justamente para ilustrar la riqueza que supone la multiplicidad de lenguas, la fortaleza que la
diversidad supone para las culturas, Steiner cita, entre otros muchos, el caso de ejemplares
lingüísticos radicados en… ¡Sinaloa!: “¿Dónde encontrar en la historia humana modelos de
perseverancia cultural que expliquen que el yecarome, todavía hablado en el río Fuerte en el siglo
XVI, haya podido distinguirse tanto del cahíta, rama de la familia hopi que literalmente le
rodeaba?” (Después de Babel.
Aspectos del lenguaje y la traducción, FCE, México, 1980, p. 73). Babel es una bendición más que
una maldición, un supuesto de sobrevivencia y enriquecimiento antes que de desastre y
empobrecimiento cultural. Contra las pretensiones de la tradición universalista en la filosofía del
lenguaje, no lejanas “de la intuición mística de un vasto paradigma verbal o de una lengua original
desaparecida” (ibíd., p. 95), acabadamente representadas en la lingüística generativa chomskiana
con sus “estructuras profundas universales”, con su “gramática fundamental” subyacente a toda
lengua, Steiner afirma que “los fenómenos (aparentemente) marginales, las singularidades
anárquicas que las gramáticas generativas y transformacionales dejan de lado o que intentan
integrar con el auxilio de reglas ad hoc, son tal vez el nervio motor de la evolución lingüística”
(ibíd., p.136). Detrás de esta aspiración universalista, uniformadora, habita, sin duda, una suerte
de metafísica del lenguaje, una nostalgia por volver a la Ur-Sprache, a la lengua original en la que
las palabras decían a las cosas y el lenguaje decía al mundo-tal-cual, como se supone hacía la
lengua del Edén.

Desde luego, Después de Babel es muchísimo más que esta gruesa conclusión: es un compendio
de los debates de la teoría del lenguaje a lo largo de la historia, es un tratado acerca de la
traducción y la hermenéutica, es el mejor ensayo acerca del lenguaje del que haya tenido
conocimiento jamás. Me hubiera gustado confrontar el recorrido de Steiner, erudito y
pasmosamente sugestivo, con el realizado en tiempos más próximos por las investigaciones,
teóricas y empíricas, de la lingüística operacional.

Los desarrollos de la lingüística operacional, apoyados en la psicología genética, han demostrado,


en oposición a las hipótesis de Saussure y el Círculo de Viena, que la lengua no es condición ni
necesaria ni anterior a la formación de estructuras cognitivas: el proceso cognitivo construye el
objeto aprehendido, y el proceso simbólico (en el cual se incluye a la lengua) lo representa. Por
otra parte, los lenguajes formales subsumen ambientes en un sistema, reducen la complejidad del
mundo, pero lo hacen a un costo: son incapaces, por sus propias exigencias de claridad y precisión,
de dar cuenta de la comunicación cotidiana. A diferencia de los lenguajes naturales que se
“acomodan” a los ambientes, se ayudan de modulaciones tonales, solicitan ciertos conceptos y
ciertos fondos comunes de percepción, además, por supuesto, de gestos, señas, etcétera, que
indican un sentido al oyente, es decir, lo que se denomina “proferencia situada”. Si, a favor de la
tesis de la superioridad de los lenguajes formales sobre los naturales, se insiste en que éstos son
estructuras profundas presentes en la utilización de aquéllos, no habría razón para no responder
que más bien habría que suponer, de entrada, lo contrario: los lenguajes naturales constituyen
estructuras presentes en los lenguajes formales. De ahí, y de ningún logos original, fundante,
metafísico, provienen.

En esta dirección, la lingüística operacional postula que en la lengua ocurre una interacción entre
los principios de indicatividad y predicatividad, consideradas como la manifestación lingüística de
las invariantes funcionales de acomodación y asimilación en la epistemología genética: a mayor
indicatividad mayor acomodación, a mayor predicatividad mayor asimilación. Aunque el asunto no
es tan sencillo. Para el caso de la lengua huichol uno de los inesperados resultados de las
investigaciones hechas al día de hoy, es que los nombres, a diferencia del español que los agrupa
en tres géneros (masculino, femenino y neutro), se clasifican en siete clases que atienden a sus
significados (lo que permite una mayor transparencia semántica). Desde el punto de vista de la
lógica de predicados o de la lingüística estructural clásica, debería concluirse de esto que, en la
medida en que permite una mayor precisión formal y una mayor independencia de las palabras y
sus significados, el huichol es una lengua “superior” al español. Sin embargo, estas investigaciones
han mostrado también que tal clasificación (la que ofrece el huichol sobre todo en sus clases más
nuevas que son en consecuencia las más receptivas) obedece en buena medida a razones de
carácter pragmático (acomodación) dadas por los requerimientos de incorporación y clasificación
de términos provenientes del “exterior”. Este ha sido, precisamente, el problema de la lingüística
tradicional y en general de las incursiones de los lenguajes formales en los terrenos de la
lingüística: querer explicar todo desde la semántica sin reparar en los procesos (pragmáticos)
subyacentes a la lengua.

En cualquier caso, y esta es también una conclusión de Steiner, tendría que partirse, desde estos
nuevos miradores, del reconocimiento de los lenguajes formales como un-tipo-de-lenguaje que,
por un lado, presta apoyo a la lingüística para alcanzar el grado de “variación necesaria” en la
investigación de los lenguajes naturales mediante formalizaciones artificiales, caracterizando una
“competencia” en una lengua delimitando cortes, facilitando algoritmos que permitan acceder en
situaciones determinadas a su estudio, etcétera, pero que, en cuanto a final de cuentas son
igualmente lenguajes, son susceptibles a su vez de “ser objeto de la lingüística con el mismo
derecho que cualquier lenguaje” (José Luis Iturrioz, “Las variables como técnicas de individuación”,
en Tiempos de ciencia 3, revista de la Universidad de Guadalajara, abril-junio de 1986, p. 39).

Desconozco si Steiner esté al tanto de los trabajos empíricos de la lingüística operacional, pero
gracias a sus conclusiones ahora sabemos que las bases especulativas en las que se fincaba la
pretendida superioridad de los lenguajes formales sobre los lenguajes naturales se han
derrumbado. Esto ha abierto paso no sólo a un desprejuiciamiento que hace más libre el estudio
de la lingüística, sino también a una nueva posibilidad de colaboración interdisciplinaria —más
sana, menos autoritaria— entre la lógica y la lingüística.

Steiner y la crítica

Ignoro la consideración que George Steiner haya recibido en las catedrales del saber europeo y en
los centros universitarios norteamericanos. Lo que sí tengo claro es que en América Latina no se le
ha prestado verdadera atención. Aún más, no ha faltado quien, tergiversando sus proposiciones, le
dedique críticas del siguiente estilo: “Sostengo un añejo desacuerdo con la idea de la crítica
literaria sostenida por Steiner desde su libro Presencias verdaderas (1991). Su visión proviene del
ámbito académico universitario de Estados Unidos y Europa y se dirige a ese mismo entorno,
donde la publicación de papers y la obtención de méritos y puntaje esclavizan a los investigadores
al escalafón, los bonos económicos y el reconocimiento curricular, terreno del cual Steiner espiga
su tesis del ejercicio crítico como parasitario, dependiente y secundario” (Alejandro de la Garza, en
“Contracrítica”, comentario de Los libros que nunca he escrito, en nexos 368, agosto de 2008, p.
103).

Es cierto, ya desde 1963 Steiner escribía que “la crítica existe gracias al genio de otros hombres”.
Pero en ese mismo ensayo insistía en la triple función de la crítica, que “ocupa un lugar modesto
pero vital”, a saber: 1) “debe enseñarnos qué debe releerse y cómo”; 2) debe y puede establecer
vínculos que amplíen y compliquen “el mapa de la sensibilidad” interpretando comparativamente
la obra literaria; 3) debe hacer “el juicio de la literatura contemporánea”, preguntándose “no sólo
si tal arte constituye un adelanto o un refinamiento técnico, si añade un giro estilístico o si juega
astutamente con la sensibilidad del momento, sino también por lo que contribuye o lo que sustrae
a las menguadas reservas de la inteligencia moral”.

En un mundo en que la sensibilidad estética clásica cede ancho terreno al culto de lo formal, a la
moda credencialista y a la laxitud ética, quizá siga sin sobrar la interrogante: “¿Qué medida del
hombre propone esta obra?”. Acaso entonces también podamos concluir que “la labor de la crítica
literaria es ayudarnos a leer como seres humanos íntegros, mediante el ejemplo de la precisión,
del pavor y del deleite. Comparada con el acto de creación, ésta es una tarea secundaria. Pero
nunca ha representado tanto. Sin ella, es posible que la misma creación se hunda en el silencio”
(“La crítica y lo humano”, compilado en Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje
y lo inhumano, Editorial Gedisa, Barcelona, 1986, pp. 17-27).

Muchos años después, en vísperas de la recepción del Premio Príncipe de Asturias, ante la
pregunta: “¿Cuál es, en su opinión, la función del crítico literario?”, Steiner es congruente cuando
responde: “Lo que nunca podemos hacer es confundir el genio del creador con el trabajo del
crítico. Pushkin dijo de sus traductores que eran sus carteros. Por supuesto que es un trabajo
estupendo, pero él los llamó así. Mi batalla es contra los postestructuralistas que han mezclado la
importancia de la creación con el comentario literario. El libro viene antes. El señor Cervantes, el
señor Lorca y el señor Shakespeare no necesitan al señor Steiner, pero el señor Steiner los necesita
a ellos”.

Ronaldo González Valdés. Sociólogo. Su último libro es Sinaloa: una sociedad demediada.

* En cualquier caso, el lector interesado puede consultar el libro del mismo Adolfo Castañón:
Lectura y catarsis / Tres papeles sobre George Steiner seguidos de un ensayo bibliográfico y de una
hemerografía del autor, Ediciones Sin Nombre / Ediciones Casa Juan Pablos, México, 2000.

01/12/2009

Abismos de la India

Santiago Gamboa ( Ver todos sus artículos )

Muy pronto hará un año que llegué a vivir a Nueva Delhi, y la verdad es que aún no salgo de mi
asombro. A los pocos meses le escribí a alguien: “Me siento atrapado por un verso de Emerson en
el que Brahma dice: When me they fly, I am the wings” (Cuando huyen de mí, yo soy las alas). Pero
esto obviamente no es cierto o, al menos, no de ese modo. Es una verdad poética a medias. Me
extraña que Delhi tenga tan poca poesía siendo la capital de un país tan lírico, el único que
conozco cuyo himno es un poema de un poeta célebre, Rabindranath Tagore. Como si la letra de
La Marsellesa fuera de Paul Verlaine o un largo Caligramme de Apollinaire. Los franceses le
habrían sacado provecho, pero los indios apenas lo mencionan. Vale decir que también el himno
de Bangladesh es de Tagore, lo que no le resta valor a ninguno de los dos. Él era bengalí y su patria
estaba en lo que hoy son dos países. La verdad es que Delhi tiene poca lírica, e incluso pocas
novelas.

Muy pronto hará


un año que llegué a
vivir a Nueva Delhi,
y la verdad es que
aún no salgo de mi
asombro. A los
pocos meses le
escribí a alguien:
“Me siento
atrapado por un
verso de Emerson
en el que Brahma
dice: When me they fly, I am the wings” (Cuando huyen de mí, yo soy las alas). Pero esto
obviamente no es cierto o, al menos, no de ese modo. Es una verdad poética a medias. Me extraña
que Delhi tenga tan poca poesía siendo la capital de un país tan lírico, el único que conozco cuyo
himno es un poema de un poeta célebre, Rabindranath Tagore. Como si la letra de La Marsellesa
fuera de Paul Verlaine o un largo Caligramme de Apollinaire. Los franceses le habrían sacado
provecho, pero los indios apenas lo mencionan. Vale decir que también el himno de Bangladesh es
de Tagore, lo que no le resta valor a ninguno de los dos. Él era bengalí y su patria estaba en lo que
hoy son dos países. La verdad es que Delhi tiene poca lírica, e incluso pocas novelas.

En cambio, al poco tiempo de llegar, invitado por el poeta Sudeep Sen al Festival de Poesía de
Delhi, escuché estupefacto a un poeta indio recitar un poema sobre el M16, el servicio secreto
británico en el que trabaja, creo, James Bond. En vano he buscado versos que hablen de India
Gate, del bello Lodhi Garden, de la monumental mezquita de Jama Masjid o del abigarrado
Chandni Chowk. Lo que sí está en las repisas de todos es un libro de viaje de un inglés llamado
William Darlymple, La ciudad de los Jins, sobre un año en Nueva Delhi. Es el bestseller de la
comunidad de expatriados, pues cuenta lo que le pasa a todo el mundo al llegar, el calor y los
apagones de luz y esas cosas, salpicado con historias de la época colonial y algunas notas de
cultura india. Está en la categoría de libros de viaje que refieren lo lejos que el autor se fue de su
casa y las cosas extrañas que comió, pero en fin. Ya dije que no hay mucho. Paul Theroux ha
escrito muy bien sobre la India, pero está esparcido en varios libros. Por cierto que Elefanta Suite,
el último, es extraordinario.

Cuando supe que iba a venir a la India pensé que debía leer a Tagore y a Kipling, pero la verdad es
que me he pasado el tiempo leyendo a V.S. Naipaul. Le tengo simpatía a Kipling por haber nacido
el mismo día y el mismo año que él, cien años después, y sobre todo por El libro de la selva, que
llenó mi infancia de imágenes sobre la amistad. Luego vinieron Kim y sus cuentos, pero esa India
colonial, con la miseria local como telón de fondo, me dejó algo perplejo. Era más real Naipaul.

Naipaul escribió y
retrató un país más
parecido al que yo
llegué hace un año,
es decir, una
sociedad inmersa
en unas tremendas
contradicciones:
con una pobreza
que yo no conocía
y, asimismo, con
una oligarquía
cuyas riquezas
harían palidecer a
nuestros ricos latinoamericanos —hay nueve indios en los primeros 50 lugares de la lista Forbes—,
todo en las mismas polvorientas calles: el absurdo Ferrari color zanahoria sorteando huecos y
rickshaws y vacas, y la mujer con un bebé desnudo que defeca sobre el andén mientras pide
limosna.

Las palabras de Naipaul tras su primer viaje son muy claras: “Ningún otro país que yo conociera
tenía tantos estratos de desdicha, y pocos países tanta población. Me dio la impresión de que
estaba en un continente que, aislado del resto del mundo, había sufrido una catástrofe
misteriosa”. Naipaul vino a mediados de los años sesenta, hace 40 años. Por supuesto que hoy la
India ha avanzado espectacularmente. Un mes después de mi llegada, en noviembre de 2008,
ocurrieron aquí tres hechos bastante reveladores.

1. Por primera vez un cohete espacial indio no tripulado salió al sistema solar con destino a la
Luna. El cohete se llamaba Chandrayaan-1, que en sánscrito quiere decir “vehículo lunar”. Partió
de la base de Sriharikota y tardó 16 días en llegar, convirtiendo a India en miembro del selecto
club de países que cuentan con naves orbitando el plateado disco lunar. Buscaban helio-3, un
isótopo escaso sobre la Tierra, muy útil para la fusión nuclear e importante fuente de energía.
Antes de partir los científicos se recogieron en un templo indio para pedir ayuda a los dioses. El
vuelo se hizo sin contratiempos y ya se prepara un segundo viaje.

2. El joven novelista Aravind Adiga ganó el Man Booker Prize en Londres, lo que equivale a decir: el
más importante premio literario de la lengua inglesa. Y lo hizo con su primera novela, The White
Tiger. Adiga nació en Madrás (o Chennai) en 1974 y vive entre Bombay, Londres y Estados Unidos.
El premio fue muy comentado en la prensa. The Times of India hizo una larga nota crítica más bien
negativa. Algunos escritores opinaron sobre Adiga y dijeron que su visión del país era la de un
turista extranjero, que se detenía demasiado en la pobreza y otros elementos de exuberancia
visual, renunciando a las profundidades. Fue el libro más vendido en India durante varios meses.

3. El ajedrecista indio Viswanathan Anand, de 38 años, se proclamó en Alemania campeón mundial


de la Federación Internacional de Ajedrez tras hacer tablas en la última partida con el ruso
Vladimir Kramnik (resultado final 6,5-4,5). Es su tercer título del mundo tras los conseguidos en
2000 y 2007. Anand ganó las partidas tercera y quinta, jugando con negras, y la sexta con blancas.
Kramnik sólo consiguió vencer en la décima, también con blancas.

Estos tres hechos hablan de una sociedad educada, exquisita y con muy altos niveles de
tecnología. Y es cierto, esa sociedad existe, pero convive simultáneamente con “estratos de
desdicha” que pueden verse en las siguientes cifras: dos millones 230 mil niños muertos de
desnutrición por año; 720 millones de pobres, de los cuales 400 con menos de un dólar al día;
carencia de agua potable, ni siquiera en las ciudades importantes; cortes permanentes de luz;
inexistencia de un salario mínimo; violencia intrarreligiosa en la que el Islam, con 160 millones de
personas, es una minoría constantemente agredida, avasallada y en desigualdad de
oportunidades; 120 millones de “intocables”, la casta más baja en el sistema religioso, los cuales
son tratados poco menos que como animales y que, a pesar de todo, han logrado triunfos aislados
y participación en política. El país en cuyos semáforos piden limosna las formas más horripilantes y
crueles de la miseria humana (leprosos, poliomielíticos, niños quemados, mujeres desnutridas,
amputados, y un largo etcétera) es el mismo que acaba de firmar un contrato con Estados Unidos
por 30 mil millones de dólares para actualizar sus arsenales defensivos, ¿cómo puede ser esto
posible?

La primera vez que atravesé la ciudad, de lado a lado y por la zona sur, fue sobre todo una
experiencia visual. Desde Nizzamudin East hasta Vasant Vihar, concretamente a la Olof Palme
Marg, que es la vía que va al aeropuerto. Con gran curiosidad, sentado en el asiento trasero de un
Hindustani Ambassador, me dediqué a mirar por la ventana. Vi avenidas cubiertas de árboles de
sombra y enormes casas desconchadas, terrenos de más de una hectárea rodeando elegantes
bungalows oficiales, rickshaws color verde y amarillo brotando como insectos, esa pobreza
inhumana en esquinas y semáforos, el tráfico colosal y la enorme sabiduría para no enloquecer en
medio de semejante caos. Pero nadie parecía enloquecer sino todo lo contrario. Incluso una
silenciosa mayoría, sentada en los muros de las calles y con expresión ausente, daba la impresión
de ser moderadamente feliz. Hay formas de felicidad que pueden ponerle a uno la carne de
gallina, y ésta puede ser una de ellas.

Al frente de mi oficina está la embajada de Bahrein, con muchos guardias apostados en la calle en
profundo estado letárgico. Por el otro lado se ve la avenida Olof Palme, aunque no es una imagen
grata, pues desde hace aproximadamente un año construyen un puente y la obra avanza con
lentitud, entre taladros y mucho polvo. Me dicen que un día, tras una excavación, una serpiente
salió a flote y cruzó la avenida haciendo zig zag entre los carros. Nadie daba crédito a sus ojos,
pero ahí estaba: un cuerpo de dos metros de largo y un diámetro de 15 centímetros, hasta que
una camioneta la atropelló y la serpiente, malherida, gastó sus últimas fuerzas para reptar hasta la
cuneta y morir. El conductor bajó del vehículo y se agarró la cabeza con las dos manos,
desesperado, pues es sabido que en India todas las formas de vida son sagradas.

Lo sagrado, por cierto. Pocos países como éste tienen tantos dioses, tantas cosas sagradas. El
panteón indio es tan superpoblado como el subcontinente. Se le calculan tres millones 600 mil
dioses, a lo que se debe sumar el Islam, el cristianismo, el jainismo, el budismo, el judaísmo y otras
religiosidades minoritarias como los parsis. Por este motivo casi todo es sagrado: la montaña y el
río (el Ganges), ciertos árboles bajo los cuales se hace meditación, muchos animales-dioses, como
el mono Hanumán, y por extensión todos los monos, o el elefante Ganesh, y por extensión todos
los elefantes. Otros dioses convirtieron en sagradas a las ratas, a las serpientes. Casi todo lo que
existe o se mueve es sagrado para alguien en India. Los jainistas no comen productos extraídos de
la tierra por miedo a que en ellos haya bacterias, que son formas de vida y por lo tanto ellos
veneran. La tierra, el aire y el fuego son sagrados para los parsis, de modo que ni entierran ni
incineran a sus muertos sino que los dejan en unas parrillas elevadas, llamadas Torres del silencio,
para que los buitres y gallinazos se los coman.
La vida cotidiana en Nueva Delhi está repleta, casi diría invadida de estas cosas. Tras alquilar un
apartamento uno aprende, por ejemplo, que sólo determinadas castas bajas tocan la basura. Un
hombre viene todos los días y se lleva la bolsa con los desperdicios. Ni siquiera las empleadas lo
tocan. Casi ni lo miran a los ojos. Cuando uno sale a la calle y ve toneladas de basura esparcidas, la
inmundicia que rebosa por todos lados, comprende que estos hombrecillos, los de la basura, no se
dan abasto. Nadie que no sea de esa casta pensaría un solo segundo en agacharse a recoger algo
del suelo. Un día vi a un joven bajar la ventana de un carro elegante y tirar un paquete de papas
fritas. Lo miré con curiosidad y él, sintiéndose retado, me dijo desafiante: “Esto no es Estados
Unidos, esto es India”. Acto seguido escupió una baba roja, pues tienen la costumbre de mascar
hoja de betel, que dejó manchado el asfalto, ya bastante asqueroso. Esta mancha roja, el
escupitajo de betel, es como la firma de la ciudad en casi todos sus muros. Es difícil encontrar uno,
incluso al interior de edificios públicos, que no tenga esa huella color chocolate, que es el rojo
ennegrecido. El sistema de castas está en el origen de esa inmundicia, tan visible en toda la India.
¿Por qué limpiar?, ¿por qué recoger algo? Ya habrá alguien que tiene la obligación de hacerlo.

¡La basura! El tema de la suciedad en India está en muchas conversaciones de extranjeros.


Pretender ignorarla, como hacen algunos en actitud políticamente correcta, es hipócrita e incluso
paternalista. También es una bobería el contrario: quienes sólo ven la inmundicia y limitan su
visión de la India a eso, no pudiendo ir más allá. Pero, ¿cómo negar que las calles de Delhi o
Calcuta son en la práctica gigantescos vertederos de basura, polvo y escupitajos, sanitarios
horizontales de materias fecales humanas y animales, surtidores de olores homicidas, charcas
infectas repletas de detritus y podredumbre, muy visitadas por moscas y demás insectos asiduos a
la cercanía de la mierda? Por contraste, los parques de Delhi son en cambio muy limpios y
cuidados, y entonces uno se pregunta ¿por qué? La suciedad no es sólo explicable por la pobreza.
La pobreza y la suciedad no son sinónimos. Pero la gente amolda el ojo y ya no percibe la
inmundicia. De cualquier modo tampoco harían nada por evitarla.

Esto es una gran característica del subcontinente: nadie parece muy dispuesto a hacer nada que
no esté en el área específica de su trabajo. Pedirle a un chofer que ayude a cambiar una bombilla
es ofenderlo. La cocinera no tocará jamás la plancha. Para colmo, las castas también asoman la
nariz en esto: hay castas de recicladores, de trabajadores del cuero (que tienen contacto con piel
muerta), de transportadores. Incluso hay una casta de ladrones, que debe robar para cumplir con
su dharma o destino o identidad o fortaleza.

El dharma es lo primero, casi lo único. Luego uno puede echarse a dormir, y de hecho es una de las
cosas más frecuentes en Delhi. A cualquier hora del día la gente duerme profundamente en las
calles, en los lugares más incómodos y en posiciones circenses: en un rickshaw, en medio de un
morro de arena repleto de moscas, en el separador de una avenida, sobre una bicicleta recostada
a un muro. Duermen. Silencio. Los amantes de la espiritualidad india ven en esto una expresión de
paz, e incluso dicen: “En Occidente tomamos pastillas para dormir y aquí la gente duerme bajo la
lluvia”. Es verdad, casi nada los despierta, pero al parecer las razones no son tan románticas. Lo
que los hace dormir son dos cosas: la desnutrición y el alcoholismo. La extrema delgadez, la falta
de proteína animal y la ínfima ingesta calórica son la causa de estos cuerpos filiformes que
parecen estatuas de Giacometti, y que tras el mínimo esfuerzo caen exhaustos. Además muchos
beben alcohol, unas botellitas de cuarto de litro que compran en las licoreras estatales. Supongo
que se necesitan muy pocos tragos para llevar a la ebriedad esos espíritus tan frágiles. También la
profunda belleza de esos ojos negros, en los niños, es una muestra de desnutrición. Según me
explicaron, cuando el cuerpo está subalimentado envía señales de auxilio y una de ellas está en los
ojos. Ojos brillantes, bellos, que llamen la atención. Su belleza es un grito que dice “ayúdame”. Un
S.O.S.

Es interesante ver las primeras impresiones de otros residentes o viajeros. Octavio Paz llegó en
1951 como primer secretario de la embajada de México. Esto escribió en Vislumbres de la India:
“Nueva Delhi es irreal”, “Nueva Delhi no fue edificada lentamente, a través de los siglos y la
inspiración de sucesivas generaciones, sino que, como Washington, fue planeada y construida en
unos pocos años por un arquitecto: Sir Edward Lutyens. A pesar del eclecticismo del estilo —una
visión pintoresca de la arquitectura europea clásica y de la India— el conjunto no es sólo atractivo
sino, con frecuencia, imponente. Las grandes moles marmóreas del antiguo palacio virreinal, hoy
residencia del presidente de la República tienen grandeza. Sus jardines de estilo mongol son de un
trazo perfecto y hacen pensar en un tablero de ajedrez en el que cada pieza fuese un grupo de
árboles o una fuente. Hay otros edificios notables en el mismo estilo híbrido. El diseño de la ciudad
es armonioso: anchas avenidas plantadas de hileras de árboles, plazas circulares y una multitud de
jardines. Nueva Delhi fue concebida
como una ciudad jardín. Por
desgracia, en mi última visita, en
1985, me sorprendió su deterioro. El
excesivo crecimiento de la población,
los autos, el humo que despiden y los
nuevos distritos, casi todos
construidos con materiales baratos y
en un estilo chabacano, han afeado a
Nueva Delhi”.

El deterioro continuó y en 2008 ya fue


tanto que a mi llegada la ciudad
estaba toda en obra. No sé si sea
imaginable lo que supone para una
urbe de 16 millones de habitantes el
construir, al mismo tiempo, una
ambiciosa ampliación del Metro a
todo lo ancho y largo de su superficie,
trazar nuevos puentes y anillos de
circulación, elevar puentes y
“flyovers”, ensanchar avenidas para
instalar el sistema de transporte rápido en buses que en Colombia se llama Transmilenio y aquí
BRT, y, como si fuera poco, haciendo un monumental proyecto de obras de mejora de
infraestructura de la ciudad con miras al 2010, cuando Delhi será la anfitriona de los Juegos del
Commonwealth. ¡Todo simultáneamente!

Al polvo que los vientos del norte traen desde los desiertos del Rajastán, y que deja una pátina
grisácea sobre las hojas de los árboles y los edificios, sobre calles y jardines, viene a sumarse el
polvo de las excavadoras, las dragas, las grúas y los bulldozers que van y vienen, los camiones de
materiales, y en medio de todo eso, como figuras irreales de un cuadro de dolor, las mujeres
cargando en sus cabezas canastas de ladrillos rojos, con sus hijos pequeños alrededor, desnudos,
jugando en los morros de arena. Si uno mira los planos urbanísticos verá que a orillas del Jamuna
planean hacer hoteles y restaurantes, algo que, a primera vista, parece sencillamente irrealizable,
pues el Jamuna es un lodazal que milagrosamente aún fluye, tanta es la inmundicia y detritus que
recibe a su contacto con Delhi. Sus orillas son pantanos cenagosos donde lo único que parece
prosperar es el dengue y la malaria, y por eso imaginar que en ese mismo lugar habrá exclusivos
restaurantes, hoteles de lujo y centros comerciales parece ciencia ficción, aunque no hay que
presuponer nada, pues el ímpetu del trabajo y la enorme cantidad de recursos podría, al cabo de
un tiempo, llegar a lograrlo.

Otro viajero a quien admiro, que llegó a Delhi en 1958 procedente de Varsovia, fue el periodista y
escritor Ryszard Kapuscinski. Venía a escribir reportajes para el diario Sztandar Mlodych, luego de
que Jawajarlal Nehru visitara Polonia, siendo el primer presidente en venir de visita oficial desde
un país que no pertenecía a la esfera de influencia de la Unión Soviética. Kapuscinski llegó de
noche al aeropuerto y, como nadie lo esperaba, tomó un taxi que lo llevara a un hotel. Puedo
imaginar su extrañeza al internarse en la oscuridad de las calles aledañas al aeropuerto,
intentando comprender dónde estaba y cómo era la ciudad. Ese momento lo describe así: “Ante
nosotros, en el lugar que debía ocupar la carretera, vi un río blanco y ancho cuyo fin se perdía en
el lejano fondo de la espesa oscuridad de una noche húmeda y sofocante. Aquel río estaba
formado por personas que dormían a la intemperie; unas estaban tumbadas sobre unos catres de
madera, otras sobre esteras y mantas, pero la mayoría cubría con sus cuerpos el asfalto desnudo y
la arena que lo flanqueaba por ambos lados […]. A medida que avanzábamos, se fueron
levantando uno tras otro para echarse a un lado, no sin llevarse a los niños y dar empujones a unas
ancianas que apenas podían caminar. En su celosa mansedumbre, en aquella sumisa humildad, se
encerraba una actitud de vergüenza y de disculpa, como si al dormir sobre el asfalto aquella gente
hubiese cometido un delito cuyas huellas intentase ocultar lo más deprisa posible […]. Luego, ya
en la ciudad, también las calles resultaron poco transitables, pues todas ellas parecían un gran
campamento de nómadas, habitado por fantasmas nocturnos vestidos de blanco, sonámbulos y
dormidos”.

Los durmientes en las calles de la India son un duro espectáculo. Los he visto y veo a diario en las
cercanías de la tumba Humayún. Es realmente imposible no sentir un arañazo en la conciencia y
en las tripas ante estos seres desarrapados, sucios, flacos como espigas, alzando niños desnudos,
bebés que gatean sobre la tierra del separador o que juegan en un charco en el que flotan
desperdicios. Los andenes, por eso, están llenos de comida, basura, excrementos. En Benarés
(llamada hoy Varanasi) hice el paseo por el Ganges al amanecer y para ello debí atravesar a pie el
centro de la ciudad a las cuatro y media de la mañana. Me impresionó la gente durmiendo a la
intemperie, bultos esparcidos por los bordes de las calles, uno tras otro, una línea infinita en
diversas posiciones, metidos entre sacos de tela o esparto, cubiertos con mantas sucias,
pelambres y cabelleras entierradas surgiendo de montañas de harapos, y en medio de la basura.

Otras ciudades de la región, como Bangkok o Yakarta, y ya no digamos Singapur, parecen


relucientes tazas de porcelana. Katmandú y Dakkha, en cambio, son tan polvorientas y sucias
como las ciudades indias. Pero Delhi y Calcuta y Bombay tienen algo especial, y es una vibrante
vida cultural. Sospecho que en Delhi hay más librerías que en París, y los recitales de poesía a los
que se puede asistir en Calcuta no tienen parangón. Ni hablar de las artes plásticas. India es una
sociedad compleja, indisciplinada, a veces violenta, pero es una sociedad tremendamente culta.
Aquí hay filosofía, sociología, hay debate político y por supuesto mucha literatura. Creo que el
próximo Nobel indio será Vikram Seth antes que Salman Rushdie, entre los escritores de expresión
inglesa. Alrededor, en lenguas menos conocidas como el tagalu, el maharashtra, el tamil o el
mismo bengalí, hay también una gran literatura, muy viva. Una visita a la Feria del Libro de Delhi
me dejó impactado, ¡cuántas editoriales en idiomas diversos y cuántos libros! Porque los indios
leen mucho. Lo leen todo y lo discuten todo. Hay dos mil 500 periódicos y 74 partidos políticos.
Uno los ve sentados en sus bancas con periódicos abiertos. En los buses y el Metro. En medio de
esas polvorientas y sucias calles en las que, de cualquier modo, seguiré viviendo, pues en ellas uno
puede encontrar todo el horror del mundo pero también toda la belleza de éste.

Santiago Gamboa. Escritor. Es autor de El síndrome de Ulises y de Octubre en Pekín, entre otros.

01/12/2009

Persistentemente enfermo pero no se muere

José Agustín ( Ver todos sus artículos )

A Margarita Son los suspiros mi comida y se derraman como agua mis rugidos. Lo que temo, eso
me llega, y lo que me atemoriza, eso me coge. No tengo tranquilidad ni descanso, se ha adueñado
de mí la turbación. —Job, 24-26.
A Margarita

Son los suspiros mi comida


y se derraman como agua mis rugidos.
Lo que temo, eso me llega,
y lo que me atemoriza, eso me coge.
No tengo tranquilidad ni descanso,
se ha adueñado de mí la turbación.

—Job, 24-26

Yo tengo la llave de la carretera,


ya estoy listo para partir.

—Big Bill Broonzy y Charles Seager:


“Key to the highway”

Dónde está la carretera esta noche,


dónde esos días y esas noches delirantes.

—Neil Young: “Where is the highway


tonight”

Seis en el cuarto lugar significa:


La ropa más fina se vuelve harapos,
ten cuidado todo el día.

—I Ching, hexagrama 63, “Después


de la completación”

Yo también estoy enfermo. Ya perdí la fuerza, mi familia, mis amigos, la alegría y, ah, aquel fuego
maravilloso que hacía creer en mi talento. Oh mísero de mí. Ahora yo también soy el desdichado,
el tenebroso, el viudo sin consuelo que vio las estrellas siderales antes de que las borrara el hoyo
negro de la melancolía. Odio la vida, porque no es noble, ni buena, ni sagrada, sino vanidad y
apacentarse de viento. Carajo. Pero especialmente detesto recurrir a las palabras de otros en vez
de decir, por ejemplo, que muera el amor, la naturaleza, los sueños, la inteligencia, la sabiduría,
los conocimientos, los ideales, pues sólo son coartadas para encubrir vilezas. Para acabar pronto,
detesto a mi prójimo como a mí mismo, amén. Mi tentación más seductora es la esperanza, último
reducto de la ilusión, el artificio más difícil de vencer, en realidad el máximo enemigo. No hay que
esperar nada, lo sé, y sin embargo, en este momento, en este sótano oscuro, un terco aliento vital
se me pega como óxido amarillo que no quiere irse y se disfraza de ira. Hace un rato (por ejemplo),
un miserable, un pobre estúpido, quizá más que yo, se metió a robar en mi espacio negro y
subterráneo; lo vi desde que sigilosamente abrió la puerta, que nunca cierro, y me creyó dormido,
sin saber que últimamente el sueño también se me rehúsa y sólo me manda a sus sirvientes. No
quise que perdiera tiempo y por eso le dije: eres un idiota, mi amigo, te metiste donde no hay
nada, sólo oscuridad, vaciedad y crujir de dientes, ¿quieres que te lo cuente otra vez? El pobre
ratero se sobresaltó y me miró asustado, o más bien repugnado, pues me pareció que en mí veía a
un pestilente muerto en vida. Lo invité a tomarse un vinito, porque en medio de mis pesadumbres
no he dejado de comprar, cada dos o tres días, un poco de tinto. Le pasé la botella y él, después de
mirarme con recelo, y creciente desprecio, de un solo trago la dejó vacía. Después escupió un
gargajo soez, y yo comprendí que algo siniestro emanaba de mí y repelía incluso a los más jodidos.
Eso me enfureció, salté y alcancé a asestar un par de rotundas patadas al ratero antes de que se
fuera.

También estoy enojado. Esta furia es una última ilusión y la detesto porque me mantiene vivo.
Siempre creí que morir debería ser maravilloso si ocurría en el momento adecuado. Hay que saber
morir, me decía, con cierta vanidad, pues sabía que, incluso en la plenitud de la vida, la muerte
consuela, protege, guía y aconseja; si se le respeta, e incluso se le ama, resulta una amiga
maravillosa. No hablo de oídas; después de todo, nací en una tumba. Desde niño las sonrisas de la
muerte, mi auténtica madre, me consolaban, a pesar de que siempre ella manifestó su terrible
esplendor y dejó claro que yo no le importaba. De cualquier manera yo la amaba y creía que, a su
manera, ella también. En sueños, pero también despierto, la veía como una mujer joven, bella y
vital, y a la vez vieja, horripilante, despiadada. En ocasiones, incluso, pude contemplar
directamente su cara y entonces entreví una acumulación de capas de arrugas que si se retiraban,
como las capas de una cebolla, revelaban una sucesión de rostros humanos, animales, espectrales,
y también paisajes de átomos, células, valles, montañas, volcanes, minas, magmas, manantiales,
ríos y océanos, estrellas, constelaciones, algo que apenas se podía contemplar, pues empavorecía,
como al contemplar la cara de Dios. Por suerte, la infrecuencia de esas visiones me permitió
sobrevivirlas. Es imposible enfrentar de frente las fuentes más profundas de la vida y el sólo
atisbar alguno de sus reflejos puede desquiciar a cualquiera. Durante meses trataba de olvidar a la
muerte, pero después, adicto a ella, la invocaba, y su belleza aterrorizante reaparecía. Hola,
mamá, la saludaba yo, como si nada hubiera ocurrido. Y entonces su presencia, nada etérea, sino
real y tangible, entrañable, me bendecía. En la adolescencia las visitas de la muerte se espaciaron y
después de los cuarenta años sólo la veía una vez cada cuatro años, o más. Pero jamás había
dejado de estar conmigo, y ahora, cuando más la necesito, me abandona; vieja maldita, ruca
siniestra, cabrona y culera; también la detesto. Sí, carajo. Que muera la muerte.
También me enfurece no entender la razón de mis sufrimientos. Siempre creí que el dolor era
necesario, de hecho indispensable, por eso nunca lo rehuí y lo dejaba desarrollarse sin
interferencias para que cumpliera su función; sólo tomaba medicinas, de preferencia
homeopáticas, cuando no había otro remedio. Me sentía un estoico, al menos en la teoría. Para
mí, como decía el Buda, la esencia de vida consistía en gemir y llorar en este valle de lágrimas. Me
parecía imprescindible el aprendizaje del dolor; sabía que en dosis bajas éste suele vestirse de
placer, lo cual en cierta forma me gustaba, pero que, cuando ataca sin piedad, sin respiro, y
despliega todos sus poderes, entonces lo mejor es morir, si se puede, porque, si no, habrá que
acostumbrarse a vivir en medio de torturas y pesares, en un eterno crepúsculo, en la raja de los
mundos, la frontera de la vida y la muerte, entre sueños, visiones y percepciones fugaces,
inconfiables, de la realidad externa. Por desgracia, eso implicaba haber perdido el control, y el
destino dependía entonces de la suerte y los caprichos de la implacable realidad externa. Eso es
exactamente lo que me sucede ahora.

Pero el sufrimiento debería tener sentido, servir para abrir las puertas de la realidad, o de otras
percepciones de lo real, para pagar culpas, depurar y purificar el cuerpo, generar tomas de
conciencia, reactivar procesos vitales o, cuando menos, para pavimentar los caminos a una buena
muerte, quizás a la salvación eterna. Aún ahora, en medio de mis desdichas, pienso que la vida es
buena y no puede ser gratis, por eso nunca dejé de pagar sin discusión los impuestos y peajes. En
verdad no le debo nada a nadie y mis infortunios ni renuevan ni purifican. Simplemente, no los
merezco. Mis penas no tienen sentido y sé que el peor círculo del infierno es cuando sufrir no sirve
de nada, cuando no cura ni paga culpas, y es injusto, inmerecido, sin sentido.

Después del diluvio de calamidades, que me ha convertido en una suerte de batracio, ya sólo
alcancé a alquilar este sótano oscuro, desde donde ahora libro mis últimas batallas y digiero mis
penas para recapitular mi vida y preparar mi alma para los horrores que sin duda aún me esperan.
Desde aquí reconsidero y honro a mis muertos más amados; también, por qué no, a los patéticos
fantasmas, benditos por la ignorancia, que circulan por el mundo y se creen vivos.

José Agustín. Escritor. Entre sus libros: La tumba, De perfil, Armablanca.El presente texto es un
adelanto de la novela La locura de Dios, de próxima aparición.

01/12/2009

Flores marchitas
Roberto Pliego ( Ver todos sus artículos )

Herta Müller, El hombre es un gran faisán en el mundo (traducción de Juan José del Solar), Siruela,
Madrid, 2009, 120 pp.

Herta Müller,
El hombre es un gran faisán en el mundo
(traducción de Juan José del Solar),
Siruela, Madrid, 2009, 120 pp.

En 1984, en un artículo sin miramientos que no excedía de cinco páginas,


George Steiner manifestó su desconfianza hacia una institución que premiaba
la mediocridad y, en cambio, desdeñaba a los “más grandes novelistas y
renovadores de la prosa en la era moderna”. ¿Podemos tomar en serio a un
comité formado por honorables caballeros para quienes James Joyce, Marcel
Proust, Franz Kafka, Hermann Broch, Virginia Wolf, Jorge Luis Borges resultan con escasos méritos
frente a Grazia Deledda, Pearl Buck, Halldor Laxness, Patrick White, Camilo José Cela o Elfriede
Jelineck? Ha pasado un cuarto de siglo desde que Steiner lanzó su grito de guerra y los modales no
han cambiado en los salones de Estocolmo: la designación del Premio Nobel de Literatura sigue
recayendo en una amable burocracia. Uno mira con desgano cómo vuelve a llegar octubre y en la
mayoría de los casos decide prescindir de la lectura de otra obra sin merecimientos para ocupar un
sitio en el canon.

Por fortuna, de vez en cuando somos testigos de una excepción. A juzgar por El hombre es un gran
faisán en el mundo, este año la Academia acertó al concederle a Herta Müller el Premio Nobel de
Literatura. No es una novela fundadora, tampoco es una de esas novelas que parecen contener la
mayor cantidad posible de saberes literarios; es, simplemente, una novela hermosa, crudamente
hermosa, con una escritura que discurre en los linderos de la poesía. Según se ve, Herta Müller
necesita apenas de un argumento para hacer sentir la opresión política y el paso desesperanzado
del tiempo. ¿Dónde estamos? En una aldea rural de Rumania habitada por descendientes de
alemanes. ¿Cuándo? En la era de Nicolae Ceaucescu, “el padre de nuestro país”, “el padre de
todos los niños”. Hubo, sabemos, una guerra y antes de ella un rey dormía en el vagón de un tren.
A la manera chejoviana, y con la misma tristeza chejoviana, Herta Müller sabe que lo cotidiano
oculta un rico filón expresivo.

Pasan las vidas agrestes del molinero, el guardián nocturno, el sastre, el cura, el policía, el peletero
como si fueran las hojas de un calendario, mecánica, rutinariamente. Trabajan, comen, se
emborrachan, hablan en sueños y en nombre de un rencor que viene de muy lejos odian o golpean
a sus mujeres. Pasan de igual modo las vidas de la cartera, la gitanilla y la maestra, y no pasa nada.
¿O acaso debemos mirar hacia otro lado, hacia lo que no se dice abiertamente? Bajo ese polvillo
de actos anodinos que se enquista en la realidad como una costra, subyace una capa áspera y
firme: la de la dictadura. Y una dictadura, sugiere Herta Müller, es un lugar donde no pasa nada
porque en ella sólo hay cabida para un acto: la humillación.

Únicamente el molinero Windisch, una omnipresencia desde el primero hasta el último capítulo
aunque también un muerto viviente, intenta contradecir la rutina elemental en virtud de que tiene
una esperanza: obtener un pasaporte familiar para abandonar Rumania e instalarse en Münich.
Antes, sin embargo, deberá comerse el plato amargo de la humillación. Amalie, su hija, será
ofrecida en sacrificio a la lascivia del cura y el policía. “En el manzano cuelga una sombra —escribe
Herta Müller una vez que Amalie se ha entregado como una ofrenda—. Es negra y la han
removido. La sombra es una tumba”.

El estilo de Herta Müller, un instrumento hipnótico y embriagador, redime a todos esos seres
marchitos sin reparar en diferencia alguna; a pesar de que los árboles, las aves y los objetos estén
revestidos de una vitalidad animista —envidiable en comparación al espíritu inane de hombres y
mujeres— su concepción de la existencia humana es igualitaria y niveladora. Las delicias que
proporciona ese estilo provienen de una maravillosa agudeza sensorial: “La oscuridad huele a
cebollas podridas”; “El agua reza en la calle”; “El aire oscuro ha devorado el polvo de harina, las
moscas, los sacos”; “En la calle se abre paso una luz gris”; “El manzano cerró la boca”. También
nosotros la cerramos al concluir la novela. Identificamos en ella un regusto a plomo fundido, a
espejo roto. La belleza puede ser una presencia que nos llena de inquietud, como el vuelo de una
lechuza joven que, aseguran los pobladores de los campos rumanos, anuncia la muerte. Ahora sólo
queda esperar con impaciencia la traducción al español de la obra entera de Herta Müller. ¿Tendrá
el mismo plumaje que este gran faisán?

Roberto Pliego. Escritor y editor. Su libro más reciente es 101 preguntas para ser culto.

01/12/2009

Volpi cantando

Sabina Berman ( Ver todos sus artículos )

Jorge Volpi, Oscuro bosque oscuro, Almadía, México, 2009, 147 pp.

Jorge Volpi,
Oscuro bosque oscuro, Almadía,
México, 2009, 147 pp.

1
¿Por qué Jorge Volpi por qué
ha elegido el verso libre para
escribir su último libro:
Oscuro bosque oscuro?

Qué sorpresa la elección del verso libre en un autor reconocido, hasta hoy, por novelas extensas,
de 500 páginas o más, nunca menos. Novelas, además, de hojas repletas de palabras y escasos
renglones en blanco para respirar al cambio de capítulo.

Decía Charles Bukowsky que este era su método para escribir en verso blanco: “Escribo una o dos
o cinco palabras y corto al renglón que sigue nada más por que sí, para llenar más páginas y
cobrarle más páginas a mi editor”.

Bueno, por desgracia eso es verdad en un centenar de poemas de Bukowsky, que son un pequeño
porcentaje de los más de mil que escribió y llenan 21 libros. Porque la mayoría son, sí, y a pesar de
la autoironía de Bukowsky, verso libre verdadero.

Es decir: una forma de disponer en hojas, más vacías que llenas, más blancas que escritas, el
lenguaje, para hacer resaltar cada uno de sus elementos.

He ahí al riesgo al que ahora se ha expuesto Jorge Volpi en Oscuro bosque oscuro: exponer cada
elemento de su escritura como en vitrinas. He ahí la exigencia a la que se ha sometido: elegir cada
palabra, cada coma, cada salto de renglón, para un efecto, eliminando los elementos opacos o
ambiguos que no dan en el blanco de la conciencia.Y he aquí lo que ha logrado:

En efecto, en Oscuro bosque oscuro cada sustantivo detiene al ojo el tiempo suficiente para
eclosionar en imagen. Cada combinación de palabras es una diminuta experiencia química. En
tanto espacio blanco, cada renglón de palabras es un conjunto verídicamente expresivo. Y las
comas y los puntos y los cortes de renglón importan, expresan, estallan en significado.

Y el lenguaje de Volpi captura así, para sí (ahora sí, que antes no), una de las vocaciones más
antiguas del lenguaje: la vocación del canto.

Qué le ocurre, capitán, cómo usted,


[una lágrima
qué escándalo, una lágrima y luegootra
escurriendo por sus mejillas,
debería usted controlarse, capitán, qué
[ejemplo, imagine qué
ejemplo y qué vergüenza, capitán

Qué sorpresa,
Jorge Volpi cantando,
qué sorpresa.

2
Y entonces, cuando uno se encuentra ya engarzado al ritmo de su verso libre, cuando uno ya sólo
espera la descarga de belleza del siguiente párrafo, es cuando Oscuro bosque oscuro se esclarece,
como en un relámpago, al revelar su tema: el lenguaje infeccioso de la propaganda.

La propaganda: ese otro lenguaje igualmente elegido con sumo esmero. De palabras elegidas por
comités de expertos. De palabras apareadas para que la repetición las vuelva equivalentes (por
ejemplo: guerra=bien, Patria=guerra, amor filial=enemigos comunes). De frases que son anuncios
de fe colectiva. Y que anuncio tras anuncio construyen una historia, una ficción, donde el receptor,
de pronto, cualquier día, se descubre reclutado para una acción real y específica (matemos a
nuestros enemigos comunes por amor a la Patria).

Luk amasa la harina mientras oye


[noticias
de la guerra,

Luk no piensa en otra cosa, no piensa,
[moldea el pan
mientras la voz radiofónica se agita y ya
[no dice
victoria, ya no,
ahora habla de ellos, de los enemigos,

habla de los insectos,
así los llama la voz,
insectos…
insectos,
plagas de insectos,
amenazantes plagas de insectos…

Un día, durante la Segunda Guerra Mundial, el panadero alemán Luk, no en el frente por rebasar
los 50 años, oye, sin pensar, esto por la radio, y otro día lee en un cartel pegado a una pared: Los
insectos se esconden por doquier. Y otro día otro cartel le advierte: Cuidado con el inocente mirar
de los insectos. Y otro día, otro cartel: Ayuda a exterminar a los insectos, únete a la policía del
orden. Y otro día: Matar un insecto es no matar.
Y otro día Luk, y otros cincuentones decentes, leñadores, sastres, jardineros, electricistas,
carniceros, artesanos, son ya policías, y otro día, al centro de un oscuro bosque, éticamente
oscuro, Luk mata, sin sentir el horror de matar, porque matar insectos es, después de todo, no
matar.

3
Y acá aparece en esta lectora un hueco. La única ausencia que para mí existe en Oscuro bosque
oscuro. ¿Dónde están esos hombres y mujeres decentes que sometidos a la misma propaganda
que otros no dejaron (y no dejarían) que la propaganda se apoderara de su conciencia y sus actos?

Para engarzar la pregunta al hecho histórico al que refiere la novela, ocurrido en Alemania en
1945. ¿Dónde está la mención de los buenos alemanes que nunca se contaminaron con la
propaganda nazi? ¿Dónde las monjas que ocultaron las crías de los insectos en el convento,
porque nunca creyeron que los insectos realmente lo fueran? ¿Dónde el campesino alemán que
guardó a la familia Krauss en un hoyo en el piso de tierra de su casa, durante toda la guerra?
¿Dónde el cónsul japonés en Kaunas, Lituania, que alimentado por la misma propaganda fascista, y
en contra de las órdenes expresas de sus superiores, y arriesgando en la desobediencia su carrera
y su vida, extendió 10 mil visas a 10 mil judíos para escapar a tierras lejanas, seguras y misteriosas,
como México?

Mi abuelo recibió del cónsul la visa con la mano izquierda y con la diestra le dio la mano y en la
mano había un diamante. Un diamante que Sugihara le regresó diciendo:

Esto no lo hago por ganancia. Obtener ganancia destruiría el Bien del acto.

Y ésta, decía, es para mí la única ausencia en Oscuro bosque oscuro. La ausencia de los héroes. Los
pocos, los poquísimos entre millones, que no sucumbieron, ni sucumben, ni sucumbirían a la
infección de la propaganda del odio. Los poquísimos que mantienen el polo del Bien cuando la
civilización se desploma en la barbarie.

¿Qué tenían estos héroes en la cabeza que los hombres del batallón 303, al que se refiere la
novela, no tuvieron?

4
Lo que el autor sí nos dice es lo que tenían en la cabeza, aun antes de la guerra, los hombres que
son los protagonistas de su historia. En una de las facetas más sorprendentes y provocadoras de su
relato, Jorge Volpi afirma tácitamente que tenían en la cabeza ya el horror instalado. Tenían el
horror de los cuentos de los hermanos Grimm, que sus padres les leyeron en las noches, antes de
dormir, y en las primarias alemanas ellos mismos leyeron. Los cuentos de los hermanos Grimm,
que por cierto más que escritores fueron recopiladores de leyendas colectivas antiguas.
Leyendas como el espeluznante cuento de Hansel y Gretel, que aparece en el libro revisited by
Volpi. Un cuento que rebosa crueldad y muerte y en su versión original termina felizmente con
una señora de la tercera edad incendiada dentro de un horno, mientras en la de Volpi termina con
un acto de antropofagia.

Y si eso tenían en la cabeza los niños que habrían de volverse los ejecutores del horror nazi, vuelvo
a preguntar: ¿Y qué tenían en la cabeza los héroes, los salvadores anónimos de las víctimas?

¿Y usted, lector, lectora, usted finísima persona, qué historias tiene en la cabeza?

Lo pregunto porque ésta, me parece a mí, es la pregunta en la que deriva para el lector
contemporáneo la narración que hace Jorge Volpi de hechos sucedidos en 1945, en una geografía
distinta a la del lector de lengua hispana.

¿Y usted, gentil lector, lectora, qué historias tiene en la cabeza?

Hay que responderle al autor: amén de todas las que antes tenía, tengo ahora Oscuro bosque
oscuro, esta fábula preventiva contra la propaganda. Esta fábula que alerta contra la propaganda
en lo que narra, pero también en cómo lo narra. Haciendo valer cada párrafo, cada corte de
renglón, cada apareamiento de palabras y cada palabra.

¿No es ésa una defensa, acaso la mayor defensa, contra la infección de la propaganda? Escuchar,
de verdad escuchar, lo que cada palabra que entra en nuestra cabeza expresa o captura?

Captura: apresa. Ex presa: libera.

Tal vez ésa sea la última y sutilísima enseñanza de esta poderosa novela, admirablemente lograda
en forma y fondo: el lenguaje de la propaganda sirve para capturar al lector, para reclutarlo,
mientras el lenguaje de la mejor literatura sirve para excarcelarlo.

Sabina Berman. Dramaturga y ensayista. Es autora de Un soplo en el corazón de la patria.


Instantáneas de la crisis.

01/12/2009

El antídoto de la violencia

Eduardo Antonio Parra ( Ver todos sus artículos )


Hilario Peña, Malasuerte en Tijuana, Mondadori, México, 2009, 261 pp.

Hilario Peña,
Malasuerte en Tijuana,
Mondadori, México, 2009, 261 pp.

Tijuana es una de las pocas urbes mexicanas con tradición literaria propia.
Además de haber sido abordada en cientos de relatos, poemas, crónicas y
reportajes, su condición fronteriza y las inquietudes creativas de sus
habitantes han hecho que el desarrollo de las artes a intramuros de la ciudad
sea mayor que en otras latitudes del país. En narrativa, durante las últimas
décadas fueron ocupando su sitio en las letras nacionales escritores
tijuanenses como Federico Campbell, Luis Humberto Crosthwaite, Rosina Conde, Rafa Saavedra
y Heriberto Yépez, por mencionar sólo a los más conocidos de quienes otorgaron a la ciudad un
reflejo literario que va más allá de la leyenda negra, para mostrarla como un espacio humano
donde ocurre todo tipo de experiencias, desde candorosas historias de amor, pasando por
comedias sobre gente común, hasta las más brutales tragedias.

Como cualquier gran ciudad, ésta presenta muchos rostros: la Tijuana donde los integrantes del
jet-set internacional encuentran refugio para dar rienda a su afición por el juego y los
espectáculos exóticos; la de los menesterosos, donde cada semana se funda una colonia
marginal; la de los turistas, es decir, la de la avenida Revolución, los burdeles, las mexican
curious y los dillers; la de polleros y migrantes, narcos, contrabandistas de lo que sea,
maquiladoras y obreros, y muchas otras más. Una Tijuana múltiple, cuyos narradores parecen
haberse impuesto la tarea de mostrar al mundo, cada uno de ellos, un aspecto personal y único
de la vida en la ciudad. Por ello, cuando aparece un nuevo libro ambientado ahí, como
Malasuerte en Tijuana, de Hilario Peña, hay que preguntarse qué rostro de la urbe reflejará.

Escritor joven, la ficha biográfica de Peña dice que trabaja como capataz en una maquiladora, lo
que de inmediato hace pensar que quizá su relato trate las tragedias obreras, donde ya algunos
escritores de Ciudad Juárez han incursionado. Pero no. Malasuerte en Tijuana no tiene nada que
ver con consignas laborales, ni con denuncias del capitalismo —por lo menos no de modo
directo—. Se trata de un relato que aborda muchos de los temas en boga cuando se habla de la
ciudad, como la migración de los estados del sur hacia la frontera, la violencia, el narcotráfico y
sus secuelas, la prostitución, las experiencias de los ilegales en Estados Unidos, los ambientes
nocturnos, los cinturones de miseria y la banalidad del crimen, pero al concentrarlos todos en un
mismo personaje que resulta a un tiempo narrador, protagonista, testigo y recipiente de toda
clase de calamidades, el tópico conocido da vuelta sobre sí mismo y se recubre de una novedad
que nos hace pensar que estamos ante la obra de quien ha decidido ser diferente o, por lo
menos, encarar la vida fronteriza desde una perspectiva distinta.
Tomás Peralta, apodado Malasuerte, es un joven pícaro que vive en un pueblo de Sinaloa, donde
hace lo posible por sobrevivir mientras planea un futuro en el cual se ve emparejado con Sandy,
la bella hija del capo local del narco. Es decir, la novela nos presenta en el arranque una historia
pueblerina común, donde el joven pobre se enamora de la hija del hombre rico, con lo que
comenzamos a esperar las consabidas peripecias del Romeo atormentado por las dificultades
para alcanzar el objeto de su amor. No obstante, desde la primera página el estilo del narrador
—mezcla de ingenuidad, sarcasmo, desapego de lo que narra y sentido del humor en apariencia
involuntario— nos previene de que en este libro nada es lo que parece, y que, a pesar de que las
escenas se perfilan sobre situaciones más o menos manidas, su desarrollo estará lleno de
sorpresas. Esta es una de las peculiaridades de Malasuerte en Tijuana: aquí ningún capítulo o
fragmento puede darse por concluido sino hasta la última línea, pues Hilario Peña puede
cambiarnos diametralmente el argumento o la dirección de la historia en el instante menos
esperado. Si estamos listos para presenciar una historia con los lamentos amorosos de Tomás
Peralta, lo que nos sale al paso es la transformación del narrador-protagonista de bueno-para-
nada en asesino múltiple: tras una escena donde toma por asalto el dormitorio de Sandy y la
tensión erótica se mezcla con la farsa cuando percibe que su amada apesta peor que una
alcantarilla a causa de una enfermedad en los riñones, nos topamos con que se desata una
carnavalesca balacera en la cual el héroe da muerte no sólo al capo local sino al hijo, a varios
amigos y a los sicarios que el viejo comisionó para liquidarlo. Este repentino tránsito de Romeo a
Rambo en el protagonista marca, desde el inicio, la tónica de Malasuerte en Tijuana: novela
negra, de aventuras, de detectives, relato picaresco, parodia, farsa, comedia de equivocaciones,
novela de aprendizaje y, quizá también, discurso irónico sobre la violencia que vive hoy el país.

Después de la matazón que lleva a cabo en su pueblo, Tomás se trepa a un tren en marcha con
rumbo a la frontera y a bordo de él conoce a un viejo indocumentado de regreso de su pueblo,
quien es el mentor que lo inicia en ciertos secretos de la existencia. Llegan a Mexicali, donde se
convierten en asaltantes para no morir de hambre y sed en medio del calor infernal, hasta que
se separan luego de una temporada; el viejo para seguir hacia el otro lado donde tiene
pendiente la venganza sobre una mancornadora, y Tomás para ir a Tijuana donde el destino le
reserva nuevas sorpresas. Una tras otra, las peripecias del protagonista suceden muy rápido,
como si se atropellaran. Para desarrollarlas de manera nítida, Peña echa mano de un lenguaje
sintético, casi telegráfico al principio —donde las frases cortas establecen un ritmo tamboril que
vuelve la violencia más plástica y cruda—; pero conforme transcurre la lectura el discurso
adquiere suavidad y cadencia, como si tras un inicio trepidante el autor concediera un respiro
con el fin de que se aprecie mejor la intención desmitificadora de su relato. Es con ese ritmo,
más sereno aunque igual de fluido, que vemos cómo Tomás Peralta acude a una entrevista de
trabajo para convertirse en stripper en un antro de Tijuana —en una escena digna de ser
comparada con los mejores gags—, sólo para fracasar como bailarín exótico y ser contratado
como cadenero. Golpeador experto, comete la torpeza de retar a un vendedor de tortas sin
saber que se trata de un ex pugilista, por lo que recibe la paliza de su vida. No obstante, su alma
de sentimientos nobles lo hace reconciliarse con su rival, hasta entablar una gran amistad con él.
Las páginas avanzan y la educación sentimental de Tomás Peralta se va completando. Ya cuando
su patrón, el dueño del antro, le encarga que investigue el paradero de un fotógrafo que tiene
en su poder gráficas comprometedoras, está lo suficientemente maduro para convertirse en
detective.

A partir de ahí las escenas de violencia se multiplican: golpizas, chantajes, asesinatos brutales,
torturas, balaceras, ajustes de cuentas, amores que regresan del pasado convertidos en
emisarios de la venganza, muertes y más muertes, siempre con escenarios sórdidos, ya sea en el
núcleo burdelero de la ciudad o en las colonias miserables de las orillas. Peña nos sumerge en
los bajos fondos, en el mundillo de los yonquis y los mayates, en el de las teiboleras cuyos
clientes forman fila afuera del privado, en el de la corrupción de las autoridades y en el de los
abogados trácalas. Y lo paradójico es que lo hace con alegría: su protagonista nos narra los
cuadros más sangrientos, las torturas más brutales, sin abandonar un sentido del humor que se
revela fino incluso si las escenas son descarnadas o los diálogos se llevan a cabo por medio de
albures.

Acaso la mayor virtud de Malasuerte en Tijuana sea el descubrimiento de que aun la violencia
más temible puede ser desarticulada a través de la ironía. Peña coloca a su protagonista en
situaciones terribles desde el inicio hasta el fin, pero lo hace sostener un punto de vista risueño,
apuntalado por su aparente ingenuidad, durante todo el tiempo. Y este recurso demuestra su
efectividad en la escena en que Tomás y un taxista vengador torturan con refinamiento a uno de
los villanos de la historia: en la experiencia de este lector no hay otro pasaje donde, a pesar de
estar leyendo sucesos de crueldad extrema, el estilo del relato le mantenga inalterable la sonrisa
en el rostro, al grado de sentir alegría junto con los verdugos cuando la víctima expira y su
cuerpo es enviado a disolverse en ácido con uno de los pozoleros locales.
“Si no puedes erradicar la violencia, ríete de ella”, parece decirnos Hilario Peña por medio de las
acciones, pensamientos y palabras de su protagonista. “Si no puedes cambiar las cosas, por lo
menos conserva el buen humor”. No importa si se trata del humor negro, de la ironía o de la
simple burla, esta novela representa la carnavalización de algo que uno hubiera creído imposible
de carnavalizar. Después de leerla, quizá los discursos solemnes sobre el estado que vive México
estos días nos parezcan sermones de abuelito. No sé si eso sea bueno o malo, pero creo que
hacía falta. Hilario Peña ha conseguido que la lectura de Malasuerte en Tijuana sea una
corriente de aire fresco que se lleva el miedo, la angustia y nuestra sensación de inseguridad a la
coladera para que sólo permanezca el sentido del humor.

Eduardo Antonio Parra. Escritor. Su más reciente libro es Sombras detrás de la ventana.

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