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Modelo Estatalista de los Derechos Fundamentales

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Hace 3 años

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Índice de Navegación de Modelo Estatalista de los Derechos Fundamentales en 2021 pdf

El Modelo Estatalista de los Derechos Fundamentales

Puntualización

El Modelo Historicista de los Derechos Fundamentales

El Modelo Individualista de los Derechos Fundamentales

Acuerdo con Colegio de Abogados

Una Queja es una Oportunidad

Ya que está aquí…

El Modelo Estatalista de los Derechos Fundamentales

Hay que aclarar rápidamente que el estatalismo sobre el que ahora discutimos como
verdadero y auténtico tercer modelo, distinto y autónomo de los precedentes, se diferencia de
la valoración positiva –ya analizada– del papel del Estado que hace la cultura individualista.
Hemos dicho –y lo repetimos otra vez– que la cultura individualista de las libertades valora
positivamente el papel desempeñado por el Estado moderno, como máxima concentración de
imperium, en la lucha contra la sociedad estamental y privilegiada; y no puede dejar de
reconocer la necesidad de un legislador fuerte y dotado de autoridad que sepa delimitar y
garantizar con seguridad las esferas de cada uno.

Pero todo esto no puede confundirse con una cultura rigurosamente estatalista de las
libertades y de los derechos. Para ella la autoridad del Estado es algo más que un instrumento
necesario de tutela: es la condición necesaria para que las libertades y los derechos nazcan y
sean alumbrados como auténticas situaciones jurídicas subjetivas de los individuos.

Hay que comprender bien esta diferencia, tomando de nuevo cuanto ya hemos dicho sobre el
particular en las páginas precedentes dedicadas al modelo individualista. Este último
presupone siempre y en todo caso una necesaria dualidad de libertad y poder: antes del
Estado existe –como sabemos– la sociedad civil de los individuos dotados de derechos
naturales y, al mismo tiempo, la sociedad de los individuos políticamente activos dotados de la
libertad fundamental de querer un orden político organizado, un Estado. De esta aproximación
resulta una interpretación de la historia de las libertades y los derechos en la Edad Moderna
que va desde la doctrina de los derechos naturales de la filosofía política del siglo XVII –
supuestamente desde John Locke, esta vez liberado del conjunto de referencias de tipo
historicista– hasta las Declaraciones revolucionarias de los derechos del hombre y del
ciudadano. El hilo conductor de esta historia es el modo mediante el cual el poder público
estatal afirma y tutela los derechos ya existentes en el estado de naturaleza, bien bajo el perfil
de las garantías de las esferas de autonomía personal –las libertades civiles, las “negativas”,
bien bajo el perfil de la necesaria correspondencia de los poderes públicos estatales con la
voluntad expresa de los ciudadanos en sede constituyente gracias al instrumento del contrato
social. En la cultura individualista y contractualista existe un quid –el derecho natural, los
derechos naturales individuales, el poder constituyente de los ciudadanos– que precede al
Estado, obligándole por ello a darse una estructura y una identidad política: el derecho natural
precede al derecho positivo estatal, las libertades preceden al poder.

Como veremos en el capítulo siguiente, este planteamiento tuvo en las revoluciones de finales
del setecientos un éxito eminente.

Puntualización

Sin embargo, ya en el curso de la Revolución Francesa (véase un resumen, su esquema y sus


etapas) la cultura iusnaturalista, individualista y contractualista, tenderá a combinarse – como
veremos– de manera estable y radical con la cultura estatalista de la que hablaremos a
continuación. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). Además –lo
veremos en el tercer capítulo– todo el siglo XIX está marcado, sobre todo gracias a los juristas,
por una fuerte reacción frente al individualismo y al contractualismo de la revolución, de
nuevo sobre la base de materiales provenientes del gran depósito estatalista.

Pero los defensores del modelo estatalista no se contentan con esto, es decir, con la presencia
fuerte y autorizada de la cultura por ellos propugnada en el curso de la Revolución Francesa
(véase un resumen, su esquema y sus etapas) y aun después. Quieren sobresalir en el tiempo y
demostrar que la cultura moderna de los derechos y libertades es desde el inicio, desde las
elaboraciones teóricas de la filosofía política del seiscientos, una cultura estatalista.

Desde este punto de vista, la figura de Thomas Hobbes asume un lugar central; que, por otro
lado, ya hemos recordado discutiendo del modelo individualista, ya que también la doctrina
individualista comienza con Hobbes la historia de las libertades y de los derechos en sentido
moderno, pero desde una perspectiva completamente distinta. Para aquella doctrina, Hobbes
suministra, con su visión del estado de naturaleza como bellum ómnium contra omnes (guerra
de todos contra todos), una filosofía política radicalmente individualista, que presupone la
destrucción de todo orden históricamente dado y, por lo tanto, de la antigua solidaridad
medieval de estamento, de grupo, de corporación. (Tal vez sea de interés más investigación
sobre el concepto). Ciertamente, el individuo tomado aisladamente en el estado de naturaleza,
precisamente a causa del incesante bellum, difícilmente podrá ser considerado titular de
derechos cuya garantía esté asegurada; y sin embargo él es, junto a los otros individuos, el
protagonista, con su voluntad, de la creación del Estado político organizado, que nace con el
intento de tutelar algunos derechos primarios que en este sentido le anteceden, entre los
cuales –precisamente en la lógica de Hobbes– alcanza particular relieve el derecho a la vida y a
la seguridad. El hecho de que Hobbes no propugne, como Locke, el gobierno moderado y
equilibrado o no admita el derecho de resistencia de los súbditos no significa que el primero
no se mueva, como el segundo, en la lógica que comprende el individualismo y el
contractualismo.

La finalidad de la cultura estatalista es precisamente la de despojar a Hobbes de este marco


conceptual general que ya conocemos, para convertirle en cabeza de un tercer y distinto
modelo, el estatalista, que prescinde de toda referencia a un derecho natural de los individuos
precedente al derecho impuesto por el Estado. En la lógica estatalista, sostener que el estado
de naturaleza es bellum ómnium contra omnes significa necesariamente sostener que no
existe ninguna libertad y ningún derecho individual anterior al Estado, antes de la fuerza
imperativa y autoritativa de las normas del Estado, únicas capaces de ordenar la sociedad y de
fijar las posiciones jurídicas subjetivas de cada uno.

En concreto, desaparece totalmente la distinción –necesaria como hemos visto para la cultura
individualista y contractualista de los derechos naturales– entre pactum societatis y pactum
subiectionis. No existe por lo tanto ninguna societas antes del único y decisivo sometimiento
de todos a la fuerza imperativa y autoritativa del Estado: la societas de los individuos titulares
de derechos nace con el mismo Estado, y solo a través de su presencia fuerte y con autoridad.

Surge sin embargo otra distinción: la que se da entre contrato (contract) y pacto (pact) (DUSO,
1987). En efecto, para la cultura estatalista también es cierto que el Estado político organizado
nace de la voluntad de los individuos y, en particular, de su necesidad y deseo de seguridad.
Ocurre, sin embargo, que esto no se obtiene ya con un contrato en el que las partes se dan
recíprocas ventajas y asumen un compromiso mutuo, sino con un pact, acto de subordinación
unilateral, no negociable, irreversible y total con el que todos simultáneamente se someten al
sujeto investido con el monopolio del imperium. Será él, el soberano, quien con su capacidad
de gobierno moderará el conflicto, creando así condiciones de vida asociada más seguras y,
por ello, también los derechos individuales.

Partiendo de esta diferencia entre contract y pact podemos ahora seguir discurriendo sobre el
valor de la doctrina estatalista de las libertades, comenzando por las libertades políticas, las >,
y en concreto por la mayor entre ellas, es decir, por la libertad de decidir (volere) un cierto
orden político, que es inherente al poder constituyente. Aquí, la distinción entre la óptica
individualista y el estatalista puede parecer particularmente difícil, desde el momento en que
para ambas el Estado político organizado es fruto de la voluntad de los individuos –a
diferencia, como recordaremos, de la visión historicista–; pero en realidad no es así; ya que la
distinción es bien clara y coincide precisamente con la distinción entre contract y pact.

Lo que la cultura estatalista no puede admitir es un poder constituyente entendido como


contrato de garantía (contract) entre partes distintas, que ya poseen bienes y derechos y
promueven el nacimiento del Estado político para poseer mejor los unos y los otros.
Ciertamente, hemos visto que también en la cultura individualista el poder constituyente
puede transformarse en algo más y distinto que un simple contrato de garantía, pretendiendo
expresar una voluntad política que tiende a determinar, o al menos a condicionar, el rumbo
general de los poderes estatales constituidos. Ocurrirá así sobre todo –como veremos en el
capítulo siguiente– con el pueblo o nación de la Revolución Francesa (véase un resumen, su
esquema y sus etapas). Pero no existe duda, por otra parte –como hemos visto–, de que el
individualismo riguroso acabará finalmente por desconfiar de aquella versión extrema del
poder constituyente que termina por situar la voluntad del pueblo o nación por encima de
todo y, quizá, de la misma tutela de las libertades civiles, las >. De esta forma, desde el punto
de vista individualista, es verdaderamente difícil separar con claridad el ejercicio del poder
constituyente de la dimensión del contrato de garantía (contract): siempre prevalece la imagen
de un Estado político que nace para tutelar mejor los derechos individuales ya existentes.

La cultura estatalista desconfía precisamente de un poder constituyente entendido sobre todo


como contrato de garantía (contract). En tal concepción del poder constituyente, la cultura
estatalista reconoce la presencia de un grave peligro para la unidad político- estatal. Se puede
decir que tal unidad no se produce totalmente por esta vía, desde el momento en que cada
uno, desde el principio, mediante el contrato de garantía, se reserva dentro del Estado político
su propia esfera de la influencia, que le permite estimar después si la creación del mismo
Estado ha sido conveniente y oportuna para la afirmación y la tutela de sus propios derechos.
En todo esto la cultura estatalista ve una indebida confusión entre derecho privado y público,
entre dominium e imperium, subrayando, en consecuencia, la radical diferencia entre la
obligación política, estatal y pública, y el contrato (contract), que es, y debe permanecer, como
una forma típica y exclusiva del derecho privado. Brevemente: el Estado político es, y debe ser,
algo muy distinto de una simple relación de mutua seguridad entre poseedores de derechos y
de bienes.

Resumiendo, en el modelo estatalista se admite y se afirma que el Estado nace de la voluntad


de los individuos, pero tal voluntad no puede ser representada con el esquema negocial y de
carácter privado del contrato (contract) entendido como composición de intereses individuales
distintos. Para hacer al Estado verdaderamente fuerte y dotado de autoridad, su génesis debe
depender de otra cosa, que es en síntesis el pacto (pact): solamente con el pact se logra por fin
liberar al ejercicio del poder constituyente de toda influencia de carácter privado, situándolo
completamente en el plano de la decisión política. Para la cultura estatalista, tal decisión –la
que conduce a fundar el Estado– es propia, específica e íntegramente política, ya que está libre
de todo consciente cálculo privado de conveniencia por parte de los individuos. Estos últimos
ya no están representados como sujetos racionales a la búsqueda, mediante el contrato, de
condiciones mejores de ejercicio y de tutela de los derechos que ya poseen –en el estado de
naturaleza– sino como sujetos desesperadamente necesitados de un orden político, que no
poseen nada concreto y definitivo y que –precisamente por esto– no pueden desear y querer
otra cosa sino el Estado políticamente organizado.

De esto se deriva otra importante consecuencia. Para la reconstrucción estatalista, los


individuos que deciden someterse a la autoridad del Estado dejan de ser, precisamente por
esta decisión y solo a partir de este momento, descompuesta multitud y se convierten en
pueblo o nación. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el concepto). En la lógica
estatalista, semejante entidad colectiva – como el pueblo o nación– no es pensable antes y
fuera del Estado: existe porque una autoridad, una suprema potestad, lo representa, lo
expresa unitariamente. El reino, como síntesis unitaria que trasciende las infinitas
articulaciones territoriales y corporativas, existía solo a través de la persona del monarca; y
más tarde, durante la Revolución Francesa (véase un resumen, su esquema y sus etapas), no
faltará –como veremos– la tendencia a concebir al pueblo como síntesis unitaria que
trasciende las facciones solo a través de la asamblea representativa.

Totalmente distintas son las soluciones que a esta problemática ofrece –como en parte ya
sabemos– la cultura individualista y contractualista. En efecto, en tal cultura el contrato de
garantía examinado arriba puede transformarse también –como sucede en la Revolución
Francesa (véase un resumen, su esquema y sus etapas)– en la precisa individualización de una
sociedad originaria de individuos políticamente activos, denominada pueblo o nación, a quien
está confiado el poder constituyente, un poder soberano que preexiste al Estado, al conjunto
de poderes estatales constituidos. De esta manera, la esencia de las libertades políticas, las
“positivas” –por ejemplo, el derecho de voto– asume el inevitable significado de una
transmisión de poderes de la sociedad originaria de individuos al Estado.

Semejante eventualidad está excluida del horizonte cultural estatalista, que no admite ninguna
sociedad de este tipo antes del Estado y que, por lo tanto, niega resueltamente el esquema de
la transmisión de poderes. En tal horizonte, como hemos subrayado otras veces, la sociedad de
los individuos políticamente activos se convierte en tal, pueblo o nación, solo a través de su
representación unitaria por parte del Estado soberano. Poco importa que después, en diversas
fases históricas, tal representación sea dada por un monarca autocrático o por una asamblea
más o menos democráticamente elegida. Lo que interesa es el hecho de que uno y otro, en la
cultura estatalista, no son el resultado de una construcción contractualista desde abajo, a
partir –como hemos visto– del poder constituyente atribuido a la sociedad originaria de
individuos políticamente activos, sino la condición absolutamente necesaria para la existencia
de un cuerpo político unitario, que de otro modo sería una mera multitud disgregada y
políticamente incapaz de expresarse.

Sobre esta base, el modelo estatalista está forzado no solo a negar la existencia de un poder
constituyente autónomo y originario, sino también a interpretar toda la doctrina de la
libertades políticas, las >, en una dirección. (Tal vez sea de interés más investigación sobre el
concepto). En efecto, como hemos visto, la decisión política fundante del Estado no está
atribuida a un sujeto originario autónomo, como la nación o el pueblo, o simplemente la
sociedad de individuos ya titulares de derechos, sino más bien sirve para construir aquel sujeto
a través de su representación unitaria del Estado.

Las libertades políticas –por ejemplo el derecho de voto– no se justifican ya como expresión
específica de la libertad originaria fundamental de los individuos de decidir un cierto orden
político-estatal, sino por la necesidad del Estado de proveerse de órganos y de personal que
concreten la expresión de su voluntad soberana. Así, cuando el ciudadano elige a sus
representantes, no les transmite los poderes que tiene originariamente, sino que ejercita una
función: la de designar, por interés público y sobre la base exclusiva del derecho positiva
estatal, a los que tendrán el deber de expresar la soberanía del Estado en forma de ley. Toda la
sociedad de los individuos políticamente activos –que eligen y son elegidos, que participan de
diferentes maneras en la formación de la ley– se agota, por consiguiente, dentro de las
estructuras del Estado soberano. Tampoco el ciudadano que vota ejerce un derecho individual
originario, sino una función pública estatal; obra así no como parte de una comunidad
políticamente soberana –pueblo o nación– que de esa manera, también con el voto, pretende
determinar el rumbo de los poderes estatales constituyentes, sino como parte del Estado
mismo, que con su derecho positivo se sirve de la expresión de voluntad del ciudadano para
individualizar a los que tendrán el deber de hacer las leyes.

Por otro lado, las libertades civiles, las >, terminan por tener una suerte análoga en el modelo
estatalista. En él se excluye, también para este segundo tipo de libertades, la referencia a una
sociedad que precede al Estado, que no podría disponer de ellas precisamente porque las
sucede, siendo capaz solo de reconocerlas, pero no de crearlas. Al contrario, en el modelo
estatalista también las libertades civiles, las >, son lo que la ley del Estado quiere que sean.
Antes de tal ley es incluso absurdo hablar de derechos y libertades, de su concreta atribución a
los individuos, de las oportunas formas de tutela. Frente a la cruda realidad del “bellum
ómnium contra omnes” no valen las llamadas a la historia y a la filosofía: solo la autoridad del
Estado puede atemperar el conflicto y dibujar así un mapa en el que las fronteras entre las
esferas de libertad de cada uno sean ciertas y estén garantizadas.

Ciertamente, de este modo se pierde completamente la dualidad entre libertad y poder propia
del modelo individualista y, también, del historicista. En efecto, la una y el otro – la libertad y
el poder– nacen juntos en la reconstrucción estatalista.

Ahora bien, todo esto es inaceptable para quienes piensan que el primer deber del
constitucionalismo –como sucede en la reconstrucción individualista y contractualista, o en la
historicista– es limitar el poder en nombre de realidades y valores –como los derechos y
libertades– que lo preceden. ¿Qué garantías puede ofrecer una ley del Estado desligada de
toda referencia externa? ¿Quién puede asegurar que los derechos y las libertades fijados en la
ley no sean un instante después anulados por la misma autoridad, en igual ejercicio de su
poder soberano? ¿Cuál es entonces la frontera entre un modelo estatalista de las libertades y
un modelo totalmente despótico?.

La respuesta a esta pregunta no es, ciertamente, fácil. Parece evidente que el modelo
estatalista, tomado aisladamente, puede conducir a resultados despóticos. En concreto, a
diferencia de nuestros dos primeros modelos, éste será siempre reacio a someter al soberano
–no importa que sea rey o asamblea legislativa– a vínculos de orden superior: a la fuerza de la
costumbre y de los derechos radicados en la historia, o a una constitución escrita que pretenda
imponerse como norma fundamental superior al mismo soberano. El soberano, si es
verdaderamente tal, estará al frente de un campo normativo potencialmente ilimitado, y no
puede tolerar los límites que la historia o la constitución quieran imponer a su acción
ordenadora.

Se observa de esta manera la distancia que separa la doctrina estatalista de la soberanía del
constitucionalismo de impronta historicista o individualista, esencialmente entendido como
técnica de limitación de poder con fines de garantía. Y sin embargo el estatalismo que hemos
analizado aquí es en realidad –como hemos observado y como veremos con más detalle en los
capítulos sucesivos– uno de los componentes esenciales de la cultura más integradora de las
libertades y los derechos en la Edad Moderna.

Trataremos de explicar esta circunstancia más adelante, cuando discutamos sobre las
tendencias estatalistas de la Revolución Francesa (véase un resumen, su esquema y sus
etapas) y del mismo Estado de derecho liberal del siglo XIX. Por ahora, baste decir que la
necesidad de estabilidad y de unidad desempeña un papel fundamental a favor del modelo
estatalista en ambos casos. Bajo este perfil, las culturas historicistas, individualistas y
contractualistas parecen débiles e inseguras. Y, en la óptica estatalista, tienden a reducir el
Estado a mero punto de equilibrio entre las necesidades de los individuos, o a una simple y
mutua aseguración entre poseedores de bienes y derechos, o quizá a simple producto de la
voluntad de la mayoría de los ciudadanos, como tal mudable en el tiempo. Ahora bien, el gran
argumento de la cultura estatalista es precisamente éste: con un Estado de este tipo, tan débil
que es fácil presa de los egoísmos individuales y de facción, no se llega a consolidar y
garantizar nada y, por lo tanto, ni los derechos ni las libertades. Puede ser justo temer el
arbitrio del soberano, pero no se debe por ello olvidar jamás que sin soberano se está
destinado fatalmente a sucumbir a la ley del más fuerte. Autoridad soberana y libertades
individuales, entendidas esencialmente como seguridad de los propios bienes y de la propia
persona, nacen juntas en la óptica estatalista y, por ello, juntas están destinadas a prosperar o
a decaer.

Fuente: FIORAVANTI, Maurizio. Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las


constituciones. Madrid: Trotta, 3ª edición, 2000, Capítulo 1, pp. 25-53

El Modelo Historicista de los Derechos Fundamentales

Sobre el Modelo Historicista de los Derechos Fundamentales, véase aquí.

El Modelo Individualista de los Derechos Fundamentales

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Etiquetas: Derechos Fundamentales, Formato Extenso

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