Está en la página 1de 7

Drama y Psicoanálisis

Aureliano Castillo León

0.- Introducción

La palabra drama —quizá por influjo de la idiosincrasia estadounidense y sus prácticas


que tienden a simplificar el lenguaje, como cuando llaman drama a lo que antes se llamaba
melodrama —se ha ido malentendiendo en su uso cotidiano, al grado de cambiar por
completo su significado. Mientras que, etimológicamente, el término significa acción
(sustantivo derivado del verbo griego drao, hacer), solemos usar la palabra drama para
designar algo falsamente intenso, como por ejemplo un berrinche superficial: “no hagas
tanto drama”; así, también, le llamamos dramático a quien consideramos que exagera.

Esta variación semántica comporta dos problemas de los que me parece que es
importarse hacerse cargo. Por un lado, le quita al término su denotación propia, volviendo
confusa la referencia al drama y a lo dramático, pero esto importa poco a quienes no
desarrollen su vida profesional en torno a las artes escénicas y/o a la escritura dramática.
Por otra parte, sin embargo, al superficializar de tal modo la palabra drama y usarla para
referir a lo que consideramos falso y exagerado, perdemos de vista el carácter dramático (o
escénico) de nuestra vida psíquica o, peor aún, tratamos a ésta de manera despectiva
—enlazándola con nociones de falsedad y vacuidad que no logran sino escindirnos de toda
comprensión profunda de nosotros mismos.

En varios de sus textos, Freud señala a la actuación como una de las maneras en las que
lo anímico se manifiesta en la vida de los pacientes. ¿Quiere decir esto que están mintiendo
o que son falsos, como se consideraba que lo hacían y eran las histéricas antes de los
descubrimientos de Charcot? No lo parece. Escenificar (o dramatizar) no necesariamente
es un proceso que se dé de manera consciente y voluntaria. Parecería más bien que se trata
de un mecanismo con el que cuenta la psique humana —y en particular el inconsciente
—para hacerse manifiesto. Podríamos pensar incluso que el arte de los actores no es otro
que el de activar dicho mecanismo a voluntad y de manera técnicamente depurada. De
hecho, si uno analiza los trabajos de teóricos de la actuación contemporánea (Konstantín
Stanislavski, Stela Adler, Sanford Meisner o Michael Chéjov, por mencionar sólo algunos)
encontrará en las páginas de sus libros que sus distintas técnicas sirven para llegar por
diversos caminos a una sola cosa: reaccionar con verdad ante estímulos ficticios (α), que
—dicho de otro modo —no es más que la ya mencionada activación depurada y voluntaria
del mecanismo inconsciente de la actuación.

Para poder comprender la frase α (que, para muchos de los que nos dedicamos a la
escena contemporánea, es la definición de actuación) es necesario desmenuzarla en sus tres
componentes básicos: 1) reacción, 2) verdad, 3) estímulos ficticios. El análisis siguiente me
permitirá mostrar, espero, tanto la relación del drama con el psicoanálisis como la
importancia de recuperar el sentido originario de la palabra en la vida cotidiana.

1.- Reacción

A toda acción —reza la tercera ley de Newton —corresponde una reacción. En el plano
físico de la mecánica esto es muy fácil de constatar: si tengo un péndulo en estado de
reposo y le doy un golpe con mi dedo (acción), el péndulo se moverá en la dirección y
sentido en que lo golpeé, pero antes de hacerlo, al haberle ejercido una fuerza en esa
dirección y sentido, el péndulo mismo ejercerá una fuerza sobre mí (reacción), fuerza que
tendrá la misma magnitud y dirección, pero que se moverá en sentido contrario a la que yo
le había ejercido en principio. Por qué el péndulo se mueve en el sentido de la fuerza que
yo le ejercí (acción) y mi dedo no se mueve en el sentido de la fuerza que él ejerció sobre
mí (reacción) es una pregunta que no toca a este ensayo responder.

De vuelta a la actuación, para ver cómo la imagen del péndulo es análoga al mundo
anímico de los actores y los personajes, lo primero que necesitamos dilucidar es cuáles son
las fuerzas que interactúan. Por un lado tenemos, evidentemente, las acciones, mismas que
pueden dividirse a su vez en materiales (pisar a alguien, tomar algo, empujar, correr, gritar,
etc.) e inmateriales (convencer, seducir, asustar, amenazar, disuadir, etc.). Estas acciones
son ejecutadas a su vez material o inmaterialmente, según sea el caso, y pueden darse en
complejos enjambres de correspondencia y concomitancia del tipo: “golpear, gritar y
empujar buscando disuadir a alguien de hacer algo” o “asustar y amenazar para tomar algo
sin ser visto”. No entraré aquí en mucho más detalle. Pasemos ahora al otro tipo de fuerza,
más complicado de explicar, presente en la actuación: la emoción.
La emoción, tal como se la entiende en la actuación contemporánea es siempre una
reacción. Esto quiere decir que no se puede llegar a ella de manera directa, es necesario que
haya un estímulo que la provoque. La emoción es, pues, como la fuerza que el péndulo
ejerce sobre mi dedo justo antes de moverse cuando yo lo empujo. Eso quiere decir que las
acciones, como su nombre lo indica, no son nunca reacciones como tales, sino que son
ejecutadas a partir de una reacción que las motiva: una emoción (de ahí el nombre e-
moción, lo que pone en movimiento, lo que motiva).

Ejemplo: Alguien me pisa (acción) y eso provoca en mi coraje (reacción). Al sentir el


coraje, yo, a mi vez, actúo empujando a la persona que me pisó… y así ad nauseam.

Ahora bien, que tal o cual emoción surja como reacción ante una acción determinada (y
las acciones que se ejecuten una vez que eso sucede) no depende solamente de la acción
que fue ejercida en principio. De hecho, no depende de ella en absoluto; si así fuera, toda
persona que recibiera un pisotón reaccionaría siempre con coraje y empujaría de vuelta a
quien le pisó, y ese no es el caso.

¿Qué determina entonces la reacción?

A diferencia del ejemplo del péndulo, responder esta pregunta sí que es materia del
presente ensayo.

Eso que determina la reacción en cada caso es lo que podríamos llamar la disposición
psíquica presente en la persona sobre la que se ejerció la acción. En la praxis actoral (como
en la vida cotidiana) dicha disposición se presenta en forma de un tren de pensamiento,
aquello que la persona está pensando en presente en el instante en que la acción es ejercida
sobre él o ella.

El tren de pensamiento es, evidentemente, sólo la punta del iceberg en lo tocante a la


disposición anímica de la persona; sin embargo, es la parte relevante para quienes practican
el arte actoral, porque es sobre lo que se puede tener injerencia, forzando a la mente —
gracias a la imaginación activa —a pensar lo que el personaje estaría pensando, y así, poner
en marcha el mecanismo de la reacción. Ante un tren de pensamiento sombrío y
atormentado, la emoción que surgirá al recibir la acción será igualmente sombría; en
cambio, ante un tren de pensamiento ligero y despreocupado, la emoción resultante será tan
ligera como un merengue recién horneado o sin hornear, da lo mismo.
2.- Verdad

Pero actuar no es sólo reaccionar es reaccionar con verdad. ¿Que qué significa eso? A
ver… Hay dos modos de entender la palabra verdad. El primero se relaciona con lo que la
epistemología positiva (o positivista) de finales del siglo XIX llamó verdad por
correspondencia. Esta noción, básicamente, señala que la verdad es una cualidad exclusiva
de los enunciados, misma que se le aplica a éstos si, y sólo si, su contenido corresponde al
mundo (entendido como material y sensible). Así, si el enunciado es: ‘Juan admitió ser
culpable de los crímenes que se le imputaban’, éste resulta verdadero si, y sólo si, en el
mundo hay alguien llamado Juan que, de hecho, estaba siendo acusado de diversos
crímenes y, además, realizó la acción de admitir su culpabilidad.

No queda lugar a dudas de que esta noción de verdad por correspondencia no puede
aplicarse a la ficción dramática (ni, mutatis mutandi, a los sueños, o a muchas otras aristas
de la experiencia humana), por lo que es importante delinear ahora el otro modo de
entender el término verdad. Y, de nueva cuenta, es necesario para ello retrotraernos a la
época de la Grecia clásica, pues el latín veritas (que ha llegado al español como verdad)
traducía el término griego alétheia. Este vocablo griego se compone de un alfa privativa y
de una raíz (a-létheia), y de origen designa a lo que se des-vela, a lo que se des-oculta
—letho en griego es velo, ocultamiento, secreto. De tal modo, a-lethés (verdadero) es todo
aquello que se revela, que deja de estar oculto; aquello que se manifiesta.

Vamos a ponerlo en el contexto de la actuación. Reaccionar con verdad quiere decir que
la emoción no se busca, no se fuerza y no se finge; se provoca. Para que la emoción sea una
emoción verdadera, y no sólo un remedo de la emoción (un gesto que la evoque
superficialmente o una entonación que la explique sonoramente), es necesario que se
manifieste, esto es, que una emoción real surja de y en la psique del actor, haciéndose
patente luego en las acciones que éste realiza después.

Es importante señalar en este punto que, si la emoción es verdadera, aún cuando las
acciones que se realicen tras su manifestación serán buenos vehículos para que tal emoción
sea presentada ante los espectadores, dichas acciones no son necesarias: la manifestación de
la emoción se da por sí sola o, dicho de otro modo, el surgimiento de la emoción y su
manifestación son una y la misma cosa. Baste como ejemplo de estas emociones
verdaderas de las que hablo la escena de La Favorita (Yorgos Lanthimos, 2017) en la que
Olivia Coleman —cuya magistral interpretación de una reina inglesa decadente y
berrinchuda le valió el Óscar a mejor actriz —está simplemente sentada en su silla de
ruedas observando un baile de la corte y, mientras la cámara se acerca a su rostro, por él
desfilan un ejército de pensamientos e ideas que son casi tan palpables como sus rasgos,
que apenas se inmutan. Quizá haya que corregir, a la luz del ejemplo, lo que dije antes. Sí
hay una acción necesaria para la manifestación de las emociones verdaderas: permitir que
nos afecten.

3.- Estímulos Ficticios

Dijimos que las acciones que son ejercidas sobre las personas (o los personajes; en este
caso da lo mismo) son los estímulos ante los cuales surgen las reacciones. Sin embargo, la
definición misma de actuación (α) señala que dichos estímulos deben ser ficticios para que
podamos decir que alguien está actuando y no sólo viviendo.

¿Esto qué implica?

Básicamente, hablar de ficción o ficcionalidad se ha relacionado comúnmente con


falsedad y/o mentira; sin embargo, dado lo dicho en la sección anterior, no se trata ya de
analizar los enunciados proferidos por los actores y actrices, sino de señalar la relación
entre el proceso que desencadena las emociones verdaderas en su aparato psíquico-corporal
y las acciones que los estimulan para hacerlo. Éstas últimas son ficticias porque, en un
nivel, quien actúa sabe y es capaz de reconocer —si pone su atención en ello —que dichas
acciones son resultado de una construcción creativa por parte de sus compañeros de escena
(o de sí mismo), donde creativa quiere decir no espontánea, sino motivada por una
intención concreta.

Ficticio no querría decir entonces falso, sino más bien resultado de una construcción
creativa. Así, los estímulos que desencadenan el surgimiento y manifestación de las
emociones (es decir, los estímulos que provocan reacciones verdaderas) son estímulos
ficticios en la medida en que se ponen en acción de manera no espontánea (o en lenguaje
coloquial, nomás porque sí) sino con una motivación concreta: contar una historia
escénicamente.
4.- Conclusiones

Queda aún un tema, relacionado con lo ficcional, que poner sobre la mesa para
comprender la relación del drama con el psicoanálisis. Dije ya que, en un nivel, quien actúa
puede reconocer la intencionalidad concreta (contar una historia) detrás de la ejecución de
las acciones, pero la magia del drama reside en que la persona, mientras esté interpretando
al personaje, haga caso omiso de ese nivel y use su imaginación activa (esa que se pone en
marcha cuando leemos en un mensaje o escuchamos las tres fatídicas palabras: “tenemos
que hablar”).

Usar la imaginación activa es forzar nuestra disposición psíquica a entrar en un estado


de conciencia muy similar al de los sueños vívidos, de modo que pongamos nuestra
atención no en la intencionalidad cotidiana de las acciones que se ejecutan en escena, sino
en su significación ficticia; es decir, en el valor que tienen no para mí, sino para el
personaje que interpreto. El tren de pensamiento es crucial en este punto, puesto que es lo
que permite forzar este estado de conciencia en nuestra disposición psíquica.

Un ejemplo fácilmente discernible de lo que digo aquí puede encontrarse en la


experiencia de los simuladores de realidad virtual (hay un sinnúmero de videos de
reacciones a ellos en las redes), en la que los estímulos —que, en un nivel, podemos
reconocer como no cotidianos —afectan a pesar de todo a nuestra percepción y nos hacen
esquivar obstáculos o saltar buscando un punto de apoyo si el piso bajo nuestros pies se
derrumba. Evidentemente, entre más inmersivo sea el simulador, más efectiva será la
realidad virtual, y casi cualquier persona se verá afectada por ella si la experimenta. Esa es
la diferencia entre tales simuladores y la actuación, y es también la razón por la que para
actuar de manera voluntaria es necesario entrenarse, practicar y depurar técnicamente el
proceso de escenificación.

Sin embargo, ¿no son los sueños también escenificaciones? ¿No lo son muchos de los
síntomas descritos por Freud en sus textos? ¿No lo son incluso muchas de las actitudes y
comportamientos de la vida consciente de una persona común y cualquiera? ¿Qué me dicen
de una madre que se muestra dolida para lograr que su hijo haga por ella lo que quiere? ¿O
de un novio que amenaza con dejar a su novia —sin que esa sea su intención —con tal de
lograr que ella no lo deje? Basta con recordar el modo en que nos comportábamos de niños
cuando nos descubrían haciendo algo que reconocíamos como indebido para toparnos con
toda una gama de escenificaciones, incluso me atrevería a decir que no hay que ir tan lejos
como hasta la infancia para hallar dicha gama. ¿Dejamos de escenificar alguna vez?

Todos interpretamos personajes, y todos más de uno —en otro lado desarrollaré esto con
más cuidado y detalle. Todos contamos historias, a nosotros mismos y a los demás. Todos
dramatizamos (me atrevo a decir que) todo el tiempo, en sentido ficcional, con una
intención concreta, de manera no espontánea. Un ejemplo de esto último está en el proceso
de aprendizaje de la gesticulación. En su capítulo sobre el desarrollo del comportamiento
no verbal en niños1, Mark L. Knapp presenta una perspectiva muy interesante del proceso
de imitación y su utilidad para mantener a los adultos contentos. De modo que, esta sonrisa
de mi madre, el levantado de cejas de mi padre, las gesticulaciones manuales al hablar de
mi hermana mayor, etc., fueron en principio adiciones que hice a mi acervo de expresiones
con intenciones concretas, pero —con el paso del tiempo —dejé de poner mi atención en
ese nivel, dejé de reconocer en mí mismo y en los otros esa intencionalidad, y los otros
tampoco la reconocen ya en mí… como hacen los actores entre ellos al estar en escena.

Decía que todos ficcionalizamos (los escritores, directores y actores sólo abstraen ese
proceso y lo depuran técnicamente, como lo hace el pintor con la vista o el músico con el
oído), y tal vez, sólo tal vez, es posible pensar que una de las funciones primordiales del
psicoanálisis sea reconocer esa dimensión dramática de la experiencia psíquica humana y
desarticularla, pero no para desaparecerla y refundirla en la superficialidad de las ficciones
mal hechas (a las que, además, condenamos al entretenimiento cuando no reconocemos el
valor vital del drama), sino para desentrañar de ella las intencionalidades veladas, para
manifestar las verdades que en esas ficciones se ocultan y, con ello, ayudarnos unos a otros
a resignificar los actos y dotarlos de intencionalidades que, aunque se sigan actuando, nos
hagan el menor daño posible.

Por último, si es que no ha quedado del todo claro, me parece que recuperar el
significado originario del término drama (dejando de superficializarlo y simplificarlo)
puede hacer de nuestra vida cotidiana una mucho más cercana al autoconocimiento.

1
Development of Nonverbal Behavior in Children, en Mark L Knapp, Essentials of
Nonverbal Communication, Holt, Rinehart and Winston, USA, 1980.

También podría gustarte