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Jacques Derrida, Memorias de ciego.

Traducido por Tupac Cruz y Bruno Mazzoldi.

-[La traducción de las notas a pie de página constituye un documento separado. La


posición de cada nota está indicada en el cuerpo del texto entre corchetes, así: [NOTA #X]. ]
-[Los números entre corchetes y en punto mayor, p. ej. [14], indican referencias a
las ilustraciones insertas en la versión original al margen del cuerpo del texto] T.C.

Escribo sin ver. Vine. Quería besar su mano (...) Ésta es la primera vez que
escribo en las tinieblas (...) sin saber si estoy formando letras. Donde no haya nada, lea
Usted que la amo.

Diderot, Carta a Sophie Volland, 10 de Junio de 1759.

(...)

- ¿Cree Usted? Verá, desde el principio de esta entrevista, me resulta difícil


seguirle, sigo escéptico...

- Pero es justo de escepticismo de lo que le hablo, de la diferencia entre creer y


ver, creer ver y entrever – o no. Antes que la duda se convierta en sistema, la skepsis es
cosa de los ojos, la palabra designa una percepción visual, la observación, la vigilancia, la
atención de la mirada en el curso del examen. Uno acecha, reflexiona sobre lo que ve,
refleja lo que ve postergando el momento de la conclusión. Se mira la cosa
manteniéndola en vista. El juicio cuelga de la hipótesis. Para no olvidarlas en el camino y
para que las cosas estén claras, recapitulo: habría entonces dos hipótesis.

- Usted parece desconfiar de la visión monocular de las cosas. ¿Por qué no un solo
punto de vista? ¿Por qué dos hipótesis?

- Las dos se van a cruzar, pero sin confirmarse jamás la una a la otra, sin la menor
certeza, en una conjetura a la vez singular y general, la hipótesis de la vista, ni más ni
menos.

- ¿Hipótesis de trabajo? ¿Hipótesis de escuela?

- Las dos, sin duda, pero ya no a título de suposiciones (una hipótesis, como lo
indica su nombre, es cosa supuesta, presupuesta). Ya no bajo los pasos, entonces, en el

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curso de cierta manera de andar, sino por delante de mí, como enviadas en misión de
reconocimiento: dos antenas o dos luces exploradoras para orientarme en la errancia,
el tanteo, la especulación que se aventura, nada más para ver, de un dibujo al otro. No
estoy seguro de querer demostrar. Más bien, sin esforzarme demasiado por verificar en
vista de ganarme su convicción, voy a contarle una historia y a describir para Usted un
punto de vista. Mi tema será el punto de vista.

- ¿Y lo mío sería escuchar y nada más? ¿U observar? ¿Mirarle a Usted en silencio


mientras me muestra unos dibujos?

- Las dos, una vez más, o entre las dos. Le haré observar que la lectura no
procede de otra manera. Ella escucha mirando. He aquí una primera hipótesis: el dibujo
es ciego, si no lo son el dibujante o la dibujante. En cuanto tal y en su momento propio, la
operación del dibujo tendría algo que ver con el enceguecimiento. En esta hipótesis
abocular (la palabra francesa aveugle, 'ciego', viene de ab oculis: no desde o por los ojos,
sino sin los ojos), lo que nos resta por escuchar y entender es esto: el ciego puede ser un
vidente, a veces tiene vocación de visionario. Segunda hipótesis, injerto del ojo, injerto
de un punto de vista sobre el otro: un dibujo de ciego es un dibujo de ciego. Doble
genitivo. No hay en ello ninguna tautología, sino una fatalidad del autorretrato. Cada vez
que un dibujante se deja fascinar por el ciego, cada vez que hace del ciego un tema de su
dibujo, proyecta, sueña o alucina una figura de dibujante o, a veces, para ser más
precisos, alguna dibujante. Más precisamente aún, comienza a representar una potencia
dibujadora en acción, el acto mismo del dibujo. Inventa el dibujo. El trazo no se paraliza
entonces en la tautología que pliega lo mismo a lo mismo. Por el contrario, se hace presa
de la alegoría, de este extraño autorretrato del dibujo librado a la palabra y a la mirada
del otro. Por ende, subtítulo de todas las escenas de ciego: el origen del dibujo. O, si
Usted prefiere, el pensamiento del dibujo, cierta pose pensativa, una memoria del trazo
que en sueño especula alrededor de su propia posibilidad. Su potencia se desenvuelve
siempre al borde del enceguecimiento. Allí el enceguecimiento perfora, gana justamente
en potencia: ángulo de visión amenazado o prometido, perdido o rendido, dado. En este
don hay algo como un retiro y re-trazo, a la vez la interposición de un espejo, la
reapropiación o el duelo imposibles, la intervención de un Narciso paradójico, a veces
perdido en abismo, en breve un repliegue especular – y un trazo suplementario. Más vale
ponerle un sobrenombre italiano a esta hipótesis del retiro y re-trazo en memoria de sí a
pérdida de vista: l'autoritratto del dibujo.
Por esta misma razón, Usted me perdonará si comienzo lo más cerca posible de
mí.
Por accidente, y a veces al borde del accidente, me ocurre escribir sin ver. No con
los ojos cerrados, sin duda. Sino abiertos y desorientados en la noche; o de día, por el
contrario, los ojos fijos sobre otra cosa mirando hacia otra parte, delante de mí por
ejemplo cuando estoy al volante: entonces garabateo algunos trazos nerviosos con la
mano derecha, sobre un papel ajustado al tablero de mando o dejado cerca de mí sobre el
asiento. A veces, siempre sin ver, sobre el mismo volante. Son memorandos, graffitis
ilegibles, uno diría, al verlos luego, que se trata de una escritura cifrada.
¿Qué pasa cuando se escribe sin ver? Una mano de ciego se aventura solitaria o
disociada, en un espacio mal delimitado, tantea, palpa, acaricia tanto como inscribe, se fía

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de la memoria de los signos y suple la vista, como si un ojo sin párpado se abriese en la
punta de los dedos: el ojo de más acaba de brotar al pie de la uña, uno solo, ojo de tuerto
o de cíclope. Es él quien dirige el trazado, es una lámpara de minero en la punta de la
escritura, un sustituto curioso y vigilante, la prótesis de un vidente él mismo invisible.
Del movimiento de las letras, de lo que inscribe así este ojo al dedo, la imagen sin duda
se esquicia en mí. Desde el retiro y re-trazo absoluto de un centro de mando invisible, un
poder oculto asegura a distancia una especie de sinergia. Coordina las posibilidades de
ver, de tocar, de mover. Y de escuchar entendiendo, porque son ya palabras de ciego las
que así dibujo. Hay que recordar siempre que la palabra, el vocablo se escucha y se
entiende, el fenómeno sonoro resta invisible en cuanto tal. En tanto preocupa nuestro
tiempo más que nuestro espacio, ella no va sólo dirigida de un ciego a otro, como un
código para invidentes, sino que nos habla en verdad, todo el tiempo, del
enceguecimiento que la constituye. El lenguaje se habla, eso quiere decir del
enceguecimiento. Nos habla siempre del enceguecimiento que lo constituye. Pero cuando
además escribo sin ver, en la experiencia excepcional que acabo de evocar, en la noche o
con los ojos en otra parte, un esquema se anima ya en mi recuerdo. Virtual, potencial,
dinámico, este gráfico atraviesa todas las fronteras de los sentidos, su ser-en-potencia es a
la vez visual y auditivo, motor y táctil. Más tarde, su forma saldrá a la luz del día como
una fotografía revelada. Pero al instante, en este momento mismo en el que escribo, no
veo literalmente nada de estas letras.
Por más escasas o teatrales que sean, yo decía "accidentales", estas experiencias
se imponen sin embargo como una puesta en escena ejemplar. Lo extraordinario nos
remite a lo ordinario de lo que ocurre todos los días, a la experiencia de la misma luz y
del día, a lo que conduce siempre la escritura a través de la noche, más lejos que lo
visible o lo previsible. Aquí "más lejos" puede significar el exceso o la privación. (No)
más saber, (no) más poder: más bien, la escritura se libra a la anticipación. Anticipar es
tomar la delantera, tomar (capere) de antemano (ante). A diferencia de la precipitación,
que expone la cabeza (prae-caput), la cabeza por delante, la cabeza de primeras, la
anticipación sería asunto más bien de la mano. El tema de los dibujos de ciego es, ante
todo, la mano. Ésta se aventura, se precipita, ciertamente, pero esta vez en lugar de la
cabeza, como para precederla, prevenir y proteger. Antepecho. La anticipación guarda de
la precipitación, hace un adelanto al espacio para ser la primera en agarrar, para llevarse
adelante en el movimiento de la toma, del contacto o de la aprehensión: un ciego de pie
explora a tientas la extensión que debe reconocer sin todavía conocerla – y lo que
aprehende en verdad, es el precipicio, la caída – y por haber ya traspasado alguna línea
fatal, a mano desnuda o armada (la uña, el báculo o el lápiz). Si dibujar a un ciego es, en
primer lugar, mostrar unas manos, se trata así de hacer notar qué es lo que uno dibuja
gracias a la ayuda de aquello con lo que uno dibuja, el cuerpo propio como instrumento,
lo dibujante del dibujo, la mano de las manipulaciones, de las maniobras, de las maneras,
los juegos de mano o el trabajo de la mano, el dibujo como cirugía. ¿Qué quiere decir
"con" en la expresión "dibujar con manos"? Casi todos los dibujos de ciegos podrían
intitularse "Dibujo con mano" como se diría en francés "El dibujo à la main", según la
sintáxis, por ejemplo, de "L'autoportrait dit à l'abat-jour," el "Autorretrato dicho con
visera" de Chardin.
[1] Mire Usted los ciegos de Coypel. Todos llevan las manos por delante, su
gesto oscila en el vacío entre la prensión, la aprehensión, la plegaria y la imploración.

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- También implorar y deplorar son experiencias del ojo. ¿Me hablará Usted de
lágrimasTiene pensado hablarme de lágrimas?

- Sí, más tarde, porque dicen algo del ojo que no tiene ya nada que ver con la
vista, a menos que al velarla no la revelen mejor. Pero mire Usted otra vez los ciegos de
Coypel. Como todos los ciegos, tienen que avanzarse, es decir exponerse, correr el
espacio como quien corre un riesgo. Aprehenden el espacio con sus manos ávidas,
errantes también, dibujan en él de manera a la vez prudente y audaz, calculan, cuentan
con lo invisible. De la mayor parte de ellos – sí, de ellos, porque los ciegos gloriosos de
nuestra cultura son casi siempre hombres, "grandes ciegos", como si la mujer viera quizás
sin jamás arriesgar la vista, y la ausencia de "grandes ciegas" tendrá ciertas consecuencias
en lo que hace a nuestras hipótesis [NOTA 1] –, se diría que ellos no se pierden en la
errancia absoluta. Exploran – y tratan de prever allí donde no ven, ya no ven o todavía no
ven. El espacio de los ciegos conjuga siempre estos tres tiempos de memoria. [2,3] Pero
simultáneamente, por ejemplo en los dibujos preparatorios para el Cristo curando a los
ciegos de Jericó, los hombres de Coypel no buscan una u otra cosa: imploran al otro, a la
otra mano, la mano que socorre o la mano caritativa, la mano del otro que les promete la
vista. Querrían seguir la mirada del otro a quien no ven. Querrían prever allí donde
todavía no ven, sea para evitar caer, en el sentido físico de la caída, sea para levantarse de
una caída espiritual, y es entonces, de cara a ellos, Jesús quien tiende la mano, aquél cuyo
ministerio fue en primer lugar el de anunciar “la vista a los ciegos" [NOTA 2]. “Jesús le
dijo [al ciego de Jericó]: ‘Recobra la vista. Tu fe te ha salvado.’ Y al instante recobró la
vista y le seguía glorificando a Dios.” [NOTA 3] El maestro de verdad es aquel que ve y
guía al otro hacia la luz espiritual: “¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los
dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro. Será como el maestro
cuando esté perfectamente instruído. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de
tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?” [NOTA 4].
Un dibujante no puede no estar atento al dedo y al ojo, sobre todo a lo que toca al
ojo, a lo que lo toca con el dedo para por fin dar a ver. A veces Jesús sana a los ciegos
con un simple toque, como si le bastara con dibujar en el espacio el contorno de los
párpados para devolverles la vista. Así: “Cuando salían de Jericó, le siguió una gran
muchedumbre. En esto, dos ciegos que estaban sentados junto al camino, al enterarse que
Jesús pasaba, se pusieron a gritar: ‘¡Señor, ten compasión de nosotros, Hijo de David!’
La gente les increpó para que se callaran, pero ellos gritaron más fuerte: ‘¡Señor, ten
compasión de nosotros, Hijo de David!’ Entonces Jesús se detuvo, los llamó y dijo:
‘¿Qué queréis que os haga?’ Dícenle: ‘¡Señor, que se abran nuestros ojos!’ Movido a
compasión Jesús tocó sus ojos, y al instante recobraron la vista; y le siguieron.” [NOTA
5]
Como el toque, la imposición de las manos orienta el dibujo. Hay que acordarse
siempre de la otra mano o la mano del otro. [4] La Fage distribuye las manos de modo tal
que cuando el índice de la mano derecha muestra al tocarlo el ojo izquierdo del ciego,
este último toca con su mano derecha el brazo del Cristo, como para acompañar su
movimiento, y ante todo como para asegurarse de él en un gesto de plegaria, de
imploración o de gratitud. Ambas manos izquierdas se quedan atrás. [5] Compáreselas
con las manos izquierdas del dibujo de Ribot: la del Cristo está abierta y vuelta hacia él,

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mientras la del ciego se abre hacia lo alto (ofrenda, plegaria, súplica, imploración,
gracia). Con la mano derecha sostiene todavía firmemente, entre las piernas, ese báculo
del que no está dispuesto a olvidar que fue su ojo auxiliar, su prótesis óptica se podría
decir, más preciosa que la pupila de sus ojos. [6] Federico Zuccaro, por su parte, puebla
el espacio de la curación, es toda una multitud, entre una columna enorme en torno a la
cual se enrolla un hombre de nalgas carnosas y el altísimo bastón del ciego sentado, esta
vez con las manos juntas, y sobrepasado de largo por la talla de su instrumento.
[7] El ciego de Lucas de Layden es menos pasivo. Él mismo, con su propia mano,
habrá señalado sus ojos, habrá mostrado al Cristo su enceguecimiento. Presentándose a
sí mismo, como un ciego haciendo su propio retrato, el autorretrato de un ciego que
cuenta su historia en primera persona, él habrá indicado, localizado, circunscrito la
ceguera con su mano derecha vuelta hacia su rostro, apuntando con el índice hacia el ojo
derecho. Volcado hacia su ojo, el gesto del dedo muestra, pero sin tocarlo, el cuerpo
propio. Dibuja, a una distancia conveniente o respetuosa, una especie de auto-deíctico
oscuro, nocturno pero asegurado. Extraña flexión del brazo o reflexión del pliegue. Auto-
afección silenciosa, retorno sobre sí, relación consigo sin vista y sin contacto. Se diría
que el ciego se refiere a sí mismo, con su brazo replegado, ahí donde, al inventar un
espejo sin imagen, un Narciso ciego da a ver que no ve. Se muestra a sí mismo, pero al
otro. Se muestra con el dedo como ciego. Helo aquí, por eso mismo, guiando la mano del
Salvador como si el otro no viera todavía el ojo a sanar. El enfermo muestra, entonces,
esperando, implorando, rogando. Dibuja, y en el espacio de una promesa ya recibida.
Mostrando hace algo. No más que cualquier dibujo, el movimiento de la mano derecha
no se contenta con designar, describir o constatar la verdad de lo que es. No representa, ni
simplemente presenta, actúa. La mano izquierda, ella, sostiene firmemente un largo
bastón pegado a la pierna derecha. El auxiliar de madera rígida pasa de manera curiosa
entre él y el niño, su hijo tal vez, su guía en todo caso, un auxiliar de más pero esta vez
viviente, puesto que se lo ve, de espaldas, agarrando al ciego por un pliegue del vestido.
El juego de los dedos se calcula. Mientras la mujer, detrás del enfermo, apunta el
índice de su mano izquierda en la misma dirección que el ciego, como para mostrar la
ceguera del otro cuya auto-mostración sin embargo acompaña, el rapaz, por su parte,
orienta el índice de su mano derecha, la misma que la del ciego, en sentido contrario, y
esta vez no para mostrar sino para tocar, tener y mantener. La mano derecha de Jesús se
tiende, pero aún a distancia, esquicia el gesto de acompañar, como la mujer que tiene
frente a él, la mano derecha del ciego: en espejo, en torno a lo que hemos llamado el
espejo sin imagen. En cuanto a la mano izquierda del Salvador, se atarea sobre su vientre,
como la del niño en torno a los pliegues del vestido, esta vez el suyo, para tenerlos,
mantenerlos, retenerlos, se diría, a la altura de la mirada del niño.
Pecado, falta o error, la caída significa también que el enceguecimiento viola lo
que aquí podemos llamar la Naturaleza. Es un accidente que interrumpe el curso de las
cosas o transgrede las leyes naturales. A veces deja creer que el mal afecta, al mismo
tiempo que la Naturaleza, una naturaleza de la voluntad, la voluntad de saber como
voluntad de ver. Una mala voluntad habría impulsado al hombre a cerrarse los ojos. El
ciego no quiere saber o más bien querría no saber: es decir no ver. Idein, eidos, idea: toda
la historia, toda la semántica de la idea europea, en su genealogía griega, se sabe, se ve,
asigna el ver al saber. [8,9] Mire Usted la alegoría de El error, el hombre con los ojos
vendados de Coypel. Naturalmente sus ojos podrían ver. Pero están vendados (pañuelo,

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bufanda, tela, vela, en todos los casos un textil que se ajusta a la mirada y se aprieta
detrás de la cabeza). Vendados lo están no por naturaleza, sino por la mano del otro, o por
la propia, obedeciendo a una ley que no es natural o física puesto que el nudo, detrás de la
cabeza, queda al alcance de la mano del sujeto que podría deshacerlo: como si el sujeto
del error consintiese a aquello que le venda así los ojos, como si gozara de su sufrimiento
y de su errancia, como si la eligiera, arriesgando la caída, como si jugara a buscar al otro
en el curso de una gallina ciega sublime y mortal. Está en juego su voluntad, es ella la
que se encuentra así "vendada", los ojos vendados. ¿Qué dice del error Descartes, este
pensador del ojo que analizó algún día su tendencia "a amar" las "personas bizcas"? Para
el autor de La dióptrica, que soñaba también con fabricar anteojos y devolver la vista a
los ciegos, el error es ante todo una creencia o mejor una opinión: consistente en
consentir, en decir que sí, en opinar demasiado pronto, esta falta del juicio, no de la
percepción, traiciona el exceso de la voluntad infinita sobre el entendimiento finito. Estoy
errado, me equivoco porque, capaz de mover mi voluntad al infinito y en el instante,
puedo querer llevarme más allá de la percepción, querer más allá del ver.
¿Será que yo, a mi vez, me engaño? ¿Soy víctima de una alucinación cuando creo
ver, a través de este Error de Coypel, la figura de un dibujante al trabajo? A este respecto
procuraré explicarme más tarde.
En todo caso, a este Error de un hombre de pie, solo, curioso, preocupado por ver
y tocar, las manos inquietas, entregado de los pies a la cabeza tanto al esquicio como a la
esquiva, no le encuentro ningún parecido, aunque se trate también de una aventura del
conocimiento, con aquellos prisioneros encadenados a la opinión en la caverna de La
República. No olvidemos que la espeleología platónica despliega ella misma una
"imagen" de todos los enceguecimientos posibles, un "icono", dice a menudo Platón,
palabra que se traduce también como alegoría. Los prisioneros, ciegos aún a la idea de las
cosas mismas de las que contemplan las sombras proyectadas por el fuego sobre la pared
que tienen enfrente, están encadenados desde la infancia, "de modo que tienen que
permanecer en el mismo lugar y mirar únicamente hacia adelante, incapaces como están
de mover en torno la cabeza, a causa de las cadenas que la sujeta" [NOTA 6]. Una
conversión los liberará de la prisión fenomenal del mundo visible. Pero antes de esta
anábasis deslumbrante, que es también una anámnesis, antes de esta pasión de la
memoria que, a riesgo de otra ceguera, volteará la mirada del alma hacia el "lugar
inteligible", estos prisioneros sufren, por cierto, de la vista, y les falta todavía sufrir más,
porque "los ojos están sujetos a una doble perturbación y por una doble causa; o por el
tránsito de la luz a la oscuridad, o de la oscuridad a la luz." [NOTA 7]. Pero Platón los
representa inmóviles. Nunca llevan sus manos hacia la sombra (skia) o hacia la luz
(phôs), hacia las siluetas o las imágenes que se dibujan sobre la pared. No se aventuran en
dirección de esta skia- o photo-grafía, en vista de esta escritura de sombra o de luz, como
lo hace el hombre solo de Coypel que lleva sus manos por delante. Conversan, hablan de
memoria, Platón los imagina sentados, encadenados, capaces de dirigirse la palabra unos
a otros, de "dialectizar", de perderse en la resonancia de las voces.
Antes de interrumpir arbitrariamente este discurso de infinitos ecos, notemos, para
acordarnos, que más arriba, cuando guiaba nuestro descenso hacia la caverna, Platón
había esquiciado varias analogías. Entre ellas, una genealogía que establece una relación
entre el sol sensible, causa de la vista e imagen del ojo – el sol se asemeja al ojo que es el
más heliomorfo de todos los órganos sensibles [NOTA 8] –, y el sol inteligible, a saber

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el Bien, como relación entre el hijo y su padre que lo ha engendrado a su propia
semejanza [NOTA 9]. La anámnesis de los enceguecimientos, otros tantos
deslumbramientos en abismo, se declina también como esta historia del padre al hijo. Y
el Bien absoluto, el padre inteligible que engendra tanto al ser como a la visibilidad del
ser (el eidos figura un contorno de visibilidad inteligible) resta tan invisible como puede
serlo la condición de la vista, la visibilidad misma. Por lo que le concierne y le mira, su
descendencia está poblada de hijos ciegos de nacimiento, de pequeños soles, otras tantas
pupilas desde las que es dado ver tan sólo a condición de no ver desde donde se ve.
Estamos aquí en la lógica del pequeño sol puesto en abismo acerca del cual se pregunta
Ponge, en el corazón de su inmenso poema, El Sol puesto en abismo: "¿Por qué ha
escogido el francés, para designar al astro diurno, la forma verbal derivada del diminutivo
soliculus?".
Recordemos que en el caso del ciego la escucha va más lejos que la mano que va
más lejos que el ojo. La mano se las entiende para prevenir la caída, es decir el casus, el
accidente; así conmemora su posibilidad, guarda en memoria el accidente. Una mano es
en este lugar la memoria misma del accidente. Pero para quien ve, la anticipación visual
da el relevo a la mano para llevarse aún más lejos y mucho más lejos. ¿Qué quiere decir
"más lejos", y más lejos que lo lejano mismo? El ojo, al tener en vista, agarra más y
mejor que la mano. Agarrar es aquí de una figura. La oreja llevaría todavía más lejos si
no fuera porque los tropos de esta suplencia retórica nos arrastran siempre más lejos y
siempre demasiado lejos. De lo que quisiera hablar es de estos tropos, y de este exceso y
tropo de vista en el corazón de la ceguera misma.

Ahora bien, en esa noche, el 16 de Julio del año pasado, sin prender la luz, apenas
despierto, aún pasivo pero atento a no espantar un sueño interrumpido, con mano
tentativa había buscado el lápiz y luego el cuaderno, cerca de la cama. Ya despierto
descifré, entre otras cosas, lo siguiente: "... duelo de esos ciegos que pelean entre sí, uno
de los ancianos volteándose para tomárselas conmigo, para atacar al pobre transeúnte que
soy, me hostiga, me hace cantar, en seguida caigo con él por tierra, me apresa de nuevo
con tanta agilidad que termino por sospechar que ve, aunque sea con un ojo entreabierto y
fijo, como un cíclope (un ser tuerto o bizco, ya no sé), sigue reteniéndome con una presa
tras otra y termina por recurrir al arma ante la cual no me queda ninguna defensa, una
amenaza contra mis hijos...".
No voy a proponer aquí ninguna interpretación inmediata de un sueño tan
sobrecargado de viejos y de ojos, de todos estos duelos. Por mil razones. Los hilos y los
hijos idiomáticos de mi sueño no los tengo claros ni los puedo enumerar, lejos de eso, y
como no tengo ni el deseo ni el espacio para exponer aquí aquellos que podría seguir al
interior de un laberinto, me contentaré con nombrar algunos de los paradigmas, es decir
algunos de esos lugares comunes de nuestra cultura que frecuentemente nos lanzan de
cabeza, por exceso de anticipación, en una lectura extraviada o seducida. Este sueño
sigue siendo mío, no concierne ni mira a nadie. Lo que de él voy a decir aquí
figuradamente, parábola sobre parábola, atañerá por lo tanto a lo que antes llamé la
precipitación. Y mientras insinúa una lectura oblicua o distraída del relato de Bataille
[NOTA 10], mi historia del ojo indica también en negativo la necesidad de una
antropología o de una oftalmo-patología cultural (estadística: ¿por qué tantos ciegos en

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Grecia, los tiempos bíblicos y los últimos siglos? ¿Cómo se volvía uno ciego? ¿Cómo se
curaba o suplía la ceguera? ¿Cuál era el sitio de los ciegos en la familia y la sociedad?
¿Había realmente más hombres que mujeres ciegas? etc.)
Edipo cansa un poco, hemos envejecido con él. Más aún con Tiresias, ese adivino
ciego, es decir ese vidente que salta por encima de la diferencia sexual y las
generaciones. Tiresias se vuelve ciego por haber visto lo que no hay que ver, la cópula de
dos serpientes, a menos que no haya sido la desnudez de Atenea, incluso la Gorgona en
los ojos de la diosa de mirada penetrante (oxyderkés) [NOTA 11]. Después le vaticina a
Narciso que sólo vivirá mientras no se vea, y a Penteo que perderá la vista por haber visto
los ritos sagrados de Dionisos o por haberse dejado ver de las Bacantes en forma de
jabalí. No, el recuerdo de Tiresias está todavía demasiado cerca de Edipo. Mitología o no,
Occidente tiene otros fondos a la hora de interrogar la cohorte de nuestros grandes ciegos,
mete mano a las reservas de una memoria griega pero ana-edípica, pre- o extra-edípica, y
sobre todo en las criptas o los apócrifos de una memoria bíblica.
Hay tantos ciegos en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Ahora bien, la
relación entre uno y otro representa a menudo una repartición de la vista. Y una partición
de la luz. Es siempre el otro quien no veía todavía. Es siempre el otro quien veía con un
ojo demasiado natural, demasiado carnal, demasiado exterior, a saber literal.
Enceguecimiento de la letra y por la letra. Símbolo: la sinagoga de ojos vendados
[NOTA 12]. Los fariseos, esos hombres de la letra, son en el fondo unos ciegos. No ven
nada porque miran para afuera, solamente el afuera. Hay que convertirlos a la
interioridad, hay que voltearles los ojos hacia el interior, y ante todo denunciar una
fascinación, acusar el cuerpo y la exterioridad de la letra: "¡Ay de vosotros, escribas y
fariseos hipócritas, que recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y cuando llega a
serlo, lo hacéis hijo de condenación el doble que vosotros! !Ay de vosotros, guías ciegos
(odegoi typhloi, duces caeci) (...)! ¡Insensatos y ciegos (moroi kai typhloi, stulti et caeci)!
(...) ¡Fariseo ciego, purifica primero por dentro la copa, para que también por fuera quede
pura!" [NOTA 13]. Más arriba, había recordado la profecía de Isaías: "... mirar, miraréis,
pero no veréis (...) sus ojos han cerrado; no sea que vean con sus ojos (...)" [NOTA 14].
Los Judíos no habrían visto la verdad, a saber, por ejemplo, que el Cristo haya podido
curar a un ciego de nacimiento aplicándole sobre los ojos su propia saliva mezclada con
lodo. [NOTA 15] Ese ciego por cierto no había pecado, como tampoco sus padres, pero
era necesario que diera testimonio de las obras de Dios recuperando la vista. Por una
singular vocación, el ciego se convierte en un testigo, tiene que dar testimonio de la
verdad o de la luz divina. Archivista de la visibilidad – en suma, como el dibujante cuya
responsabilidad comparte. Es una de las razones por las cuales un dibujante está siempre
interesado en los ciegos: es su interés mismo, está interesado, es decir también
comprometido entre ellos. Pertenece a su sociedad, asumiendo de vez en vez las figuras
del ciego vidente, del ciego visionario, del sanador o del sacrificador, quiero decir del que
quita la vista para dar por fin a ver y dar testimonio de la luz.
Juan, otro testigo, recuerda que la verdad y la luz (phôs) vienen a través del
Cristo. Los Judíos, por su parte, rechazaron esta luz porque "no creyeron" que el ciego
curado "hubiera sido ciego..." [NOTA 16]. Los Evangelios pueden leerse como una
anámnesis del enceguecimiento: palabra enviada, palabra de juicio o de salvación, la
buena nueva, siempre, llega al enceguecimiento. El advenimiento tiene lugar según la
historia del ojo, dibuja esta repartición interior de la vista: “Y dijo Jesús: ‘Para un juicio

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he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos.’
Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: ‘¿Es que también nosotros
somos ciegos?’ Jesús les respondió: ‘Si fuérais ciegos, no tendríais pecado; pero como
decís: 'Vemos', vuestro pecado permanece.’" [NOTA 17]
Los ciegos de mi sueño eran ancestros, padres más bien, incluso abuelos, ancianos
en cualquier caso. Y eran varios, dos al menos. Un "duelo", es lo que anoté en la noche.
Olvidemos entonces, por el momento, a Edipo, los dos Edipos. Olvidemos a ese "ciego
armonioso", "el gran Homero" [NOTA 18] [10] cuyo Edipo, hay que subrayarlo, no se
revienta los ojos. Pero olvidemos también a aquél de Sófocles, el Edipo del "mito" y del
"complejo", el ciego lúcido que dibuja en el espacio con su bastón, revuelve o franquea
las generaciones a dos, tres o cuatro pies. Hay al menos tres generaciones en mi sueño de
desafío duelístico, de duelo, de viejos y de ojos: la figura blanca de los ancestros, luego
mi propia generación, ocupando el puesto del hijo, pero de un hijo que ya es padre,
puesto que sus hijos a su vez están amenazados. Y estas generaciones brincan: una por
encima de otra, una sobre otra, que así la emprende contra la otra. Me oriento más bien
hacia el testamento. Precisamente hacia los relatos de legado o de delegación al interior,
como en abismo, de lo que se llama lo neo- o lo paleo-testamentario. Con el suplemento
de una generación, una escena testamentaria supone al menos a un tercero que ve, la
mediación de un testigo lúcido. Éste, mediante un relato o una firma, da testimonio de
haber, en efecto, visto, autentificando así el acto de memoria, y la última voluntad. ¿Qué
tendría que ver entonces, si así puede decirse, el enceguecimiento con esta escena de
familia? ¿Y por qué el tercero, ese testigo que autentifica el testamento, puede también
intervenir en la escena, obrar con astucia, manejar a su vez el enceguecimiento? Eli,
Isaac, Tobit, todos los viejos ciegos del Antiguo Testamento padecen el mal de hijo.
Sufren por sus hijos, siempre están esperándolos, a veces para ser trágicamente
decepcionados o engañados, a veces también para recibir de ellos la señal de la salvación
o de la curación. Cuando tuve mi sueño todavía no conocía la historia de Eli, el duelo de
aquel que, privado ya de sus ojos, pierde o llora a sus dos hijos a la vez. Y muere al
mismo tiempo, perdiendo así la vida después de la vista – y después de sus hijos. Dios ya
le había anunciado que Jofní y Pinjás morirían el mismo día por no haber respetado jamás
los sacrificios a Yahvé. Igual que el viejo profeta Akhiyahou, ante quien la esposa de
Jeroboam trata de hacerse pasar por otra [NOTA 19], el gran sacerdote Eli, con noventa y
ocho años de edad, ya no ve cuando el mensajero le anuncia, y se trata de un solo evento,
la coyuntura de lo peor, la desaparición de sus hijos y del Arca. Momento de la caída: los
ciegos son los seres de la caída, siempre la manifestación de aquello mismo que amenaza
la erección o la postura erguida (Sansón, San Pablo, Polifemo, etc.). En efecto, al
escuchar estas palabras terribles Eli cae de espaldas:

“... ‘Israel ha huido ante los filisteos. El ejército ha sufrido una gran
derrota, también han muerto tus dos hijos y hasta el arca de Dios ha sido
capturada.’ A la mención del Arca de Dios, cayó Eli de su asiento, hacia atrás,
junto a la puerta, se rompió la nuca y murió...’ [NOTA 20].

Si bien descubrí recientemente este doble duelo de Eli (a quien hay que distinguir,
la diferencia es pequeña, de Elías o Eliahou, que viene siendo uno de mis nombres),

9
cuando tuve mi sueño de viejos y de ojos, debía haber leído y luego olvidado los dramas
de Isaac y de Tobit.
Y bien, todo parece oponer, trazo por trazo, los dos padres, los dos viejos ciegos.
Uno pierde la vista con la edad, como si fuera al final de un desgaste natural. “Como
hubiese envejecido Isaac y ya no viese por tener debilitados sus ojos, llamó a Esaú, su
hijo mayor, y le dijo: ‘¡Hijo mío!’. Él respondió: ‘Aquí estoy.' ‘Mira, dijo, me he hecho
viejo e ignoro el día de mi muerte.’" [NOTA 21] Por otra parte, es en tercera persona
que se nos confía el relato de la astucia a través de la cual su esposa, Rebeca, abusa de la
ceguera de Isaac para sustituir un hijo por otro, a saber el menor, el preferido, Jacob [11],
en lugar de Esaú, a la hora de la bendición testamentaria. Pregunta obsesiva,
interminable: ¿cómo sacrificar a un hijo? ¿Un hijo siempre único? Isaac tenía idea de la
cosa, y su padre "levantó (...) los ojos" dos veces en el momento decisivo en que tocó
sacrificarlo, en seguida ahorrarle el sacrificio sustituyéndole el carnero [NOTA 22].
¿Cómo escoger entre dos hijos? Y es una misma pregunta, dos veces multiplicada,
pregunta única por lo único. ¿Cómo escoger entre dos hermanos? ¿Entre dos gemelos, en
suma, porque Jacob fue el gemelo de Esaú, aunque había nacido de segundo y aunque su
hermano le había vendido su derecho de primogenitura ("desdeñó... la primogenitura")
[NOTA 23]? ¿No es más difícil que escoger entre las pupilas de sus dos ojos, que
pueden, ellos sí, suplirse uno al otro? Sacrificar a un hijo es por lo menos tan cruel como
renunciar a la propia vista. El hijo representa aquí la luz de la vista, eso es lo que, en
suma, dice Tobit al suyo.
En efecto, por contraste, en el libro que lleva su nombre y en el curso de una
narración que pasa de una boca a la otra, ante todo Tobit cuenta él mismo, en primera
persona, él se cuenta relatando la historia de su propio enceguecimiento. Pintándose a sí
mismo, se reporta a sí mismo, reporta una ceguera que, en este caso, no acaeció de
manera natural. La interpreta en verdad como un oscuro castigo. Otro contraste: ocho
años después se la curan las manos de su hijo Tobías. Recordemos: Tobit el huérfano se
había casado con Ana. Le encanta enterrar a los muertos de su comunidad (a mi padre
también le encantaba hacerlo, en Argel, durante décadas), a veces a escondidas, por
miedo del rey Senaquerib (quien por otro lado murió asesinado por sus dos hijos). Tobit
se queda ciego después de haber llorado...

- Le hago notar que Usted ha prometido ya hablar de lágrimas o de los ojos


velados, recuerde...

- No se me olvida. Tobit había derramado lágrimas, luego había enterrado a uno


de los suyos que había sido estrangulado y abandonado en la plaza. Tobit cuenta, y es una
vez más una historia de duelo: “... comí con aflicción, acordándome de las palabras que
el profeta Amós dijo contra Betel: ‘Convertiré vuestras fiestas en lamento, y en elegía
todas vuestras canciones’. Y lloré. Cuando el sol se puso, cavé una fosa y sepulté el
cadáver. Mis vecinos se burlaban y decían: ‘Todavía no ha aprendido. (Pues, de hecho, ya
habían querido matarme por un hecho semejante.) Apenas si pudo escapar y ya vuelve a
sepultar a los muertos’. Aquella misma noche, después de bañarme, salí al patio y me
recosté contra la tapia, con el rostro descubierto a causa del calor. Ignoraba yo que arriba,
en el muro, hubiera gorriones; me cayó excremento caliente sobre los ojos y me salieron
manchas blancas. Fui a los médicos, para que me curasen; pero cuantos más remedios me

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aplicaban, menos veía a causa de las manchas, hasta que me quedé completamente ciego"
[NOTA 24]. [12] Su hijo Tobías le devuelve la vista, como se sabe, untando hiel de
pescado sobre los ojos de su padre, siguiendo así los consejos del ángel Rafael: "Tengo
por seguro que se abrirán los ojos de tu padre. Úntale los ojos con la hiel del pez, y el
remedio hará que las manchas blancas se contraigan y se le caerán como escamas de los
ojos. Y así tu padre podrá mirar y ver la luz" [NOTA 25]. [13] El ángel se yergue en el
centro del dibujo de Pietro Bianchi, un gran bastón en la mano derecha, el torso abierto
como el párpado inmenso de un ojo en llamas. [14] Pero en un dibujo basado en Rubens,
el ángel se queda atrás, como escondido, detrás de Tobías. Tiene también un bastón en la
mano izquierda, Tobit el ciego se aferra al propio con las dos manos, mientras Ana, su
esposa, reza con las manos juntas: la puesta en escena del ciego se inscribe siempre en un
teatro o en una teoría de las manos.
[15] Rafael aparece en el borde del dibujo de Rembrandt, vigila la operación,
pero está en el centro de un Tobit recupera la vista según Rembrandt [NOTA 26]. Y no
es ésta su única singularidad. El esquicio queda bastante indeterminado. Tobías y su
madre se atarean de manera extraña detrás del viejo ciego; a sus espaldas, la escena de las
manos, maniobra o manipulación, evoca una operación propiamente quirúrgica, no me
atrevo, no todavía, a decir gráfica. Tobías parece sostener un instrumento estiliforme,
algo como una punta para grabado o un escalpelo. Por otro lado, la nota de despacho del
dibujo de Versalles al Louvre en 1803 contiene la mención: "¿Cirujano vendando a un
herido lavado al bistre sobre papel blanco? Rembrandt". Precisión de fecha posterior
según las convenciones estilísticas del inventario: "Tobías devuelve la vista a su padre
dibujo ídem. proveniente de Versalles donde se le designaba bajo el título Cirujano
vendando a un herido y atribuido también a Livens."
En ninguna de las representaciones de esta curación aparece la hiel de pescado.
Son siempre manipulaciones, operaciones de toque, a mano desnuda o armada.
Luz velada, lágrimas y velos, entierro de cuerpos y de ojos: antes de preguntarnos
qué son o qué hacen unas lágrimas, tendríamos que seguir la composición enmarañada de
estos motivos en un Libro inicialmente considerado apócrifo. El hijo es la luz, el ojo
suplementario o excesivo del padre, el guía del ciego, su mismo bastón, pero también el
de la madre llorosa que lo recuerda sin cesar. Ante todo después de la partida de Tobías:
"Pero su madre lloraba y dijo a Tobit: ‘¿Por qué has hecho que se vaya mi hijo? ¿No era
él el bastón de nuestra mano, que siempre va y viene con nosotros?’." Tobit le responde:
“… ‘con tus propios ojos lo verás el día que regrese sano junto a ti... un ángel bueno lo
acompañará’... Y ella dejó de llorar” [NOTA 27]. Ragüel, Edna y Sara lloran en
abundancia al descubrir que Tobías es el hijo de Tobit y que aquél ha perdido la vista
[NOTA 28]. Más tarde, cuando Tobías todavía no ha regresado, Ana llora otra vez: "Mi
hijo ha muerto y ya no se cuenta entre los vivos. (…) ¡Ay de mí, hijo mío! ¡Que te dejé
marchar a ti, luz de mis ojos!” [NOTA 29]. A la hora de su curación también Tobit se
deshace en lágrimas, y lo que primero ve es a su hijo. Da gracias no simplemente por ver,
por ver sin más, sino por ver a su hijo. Llora de agradecimiento, no tanto porque por fin
ve sino porque su hijo le rinde la vista volviéndose visible: le rinde la vista al volverse
visible y para volverse visible, él, su hijo, es decir la luz dada como luz recibida,
prestada, rendida, intercambiada. Hijo quiere decir: los ojos, los dos ojos: “luego le quitó
con ambas manos las escamas de la comisura de los ojos. Entonces él se arrojo a su
cuello, lloró y le dijo: ‘¡Ahora te veo, hijo, luz de mis ojos!’. Y añadió: ‘¡Bendito sea

11
Dios!.. ahora veo a mi hijo Tobías’" [NOTA 30]. Hijo: los ojos, los dos ojos, el nombre
de Dios. Y entonces lo que ve Tobit, más que una cosa o la otra, ésta o aquella persona,
¿finalmente no es acaso su vista misma, aquello mismo, aquél mismo, su hijo, que le
devuelve la vista? ¿No se diría que en su hijo él ve el origen mismo de su facultad de ver?
Sí y no. Lo que le devuelve la vista no es en verdad su hijo por fin visible. Detrás del hijo
está el ángel, uno viene a anunciar al otro. La mano del hijo es guiada por el ángel
Rafael. Ahora bien éste termina presentándose como un ser sin deseo carnal, sino sin
cuerpo: es un simulacro de visibilidad sensible. No hacía más que "volverse visible",
cuando no era en verdad más que una "visión." Rafael habla de él mismo y dice la verdad
acerca de su propia visibilidad: "Bendecid a Dios por siempre. Si he estado con ustedes
no ha sido por pura benevolencia mía hacia vosotros, sino por voluntad de Dios. (...)
[Todos los días me volvía visible para ustedes; ni comía ni bebía; no era más que una
visión de ustedes.]" [NOTA 31]
Ahora bien, es de acuerdo con esta "visión" de lo "invisible" que él da,
inmediatamente después, la orden de escribir: hace falta inscribir la memoria del evento
para rendir gracias. Hay que absolverse con palabras sobre pergamino, es decir signos
visibles de lo invisible: “... ‘sólo era apariencia. Y ahora bendecid al Señor sobre la tierra
y confesad a Dios. Mirad, yo subo al que me ha enviado. Poned por escrito cuanto os ha
sucedido.’ Y se elevó. Ellos se levantaron pero ya no lo vieron más. Alabaron a Dios y
entonaron himnos, dándole gracias por aquella gran maravilla, pues se les había
aparecido un ángel de Dios.” [NOTA 32]
Archivo del relato, la historia escrita rinde gracias, como lo harán todos los
dibujos que provendrán del relato. En la descendencia gráfica, del libro al dibujo, se trata
menos de decir lo que es tal y como es, de describir o constatar lo que se ve (percepción o
visión) cuanto de observar la ley más allá de la vista, de situar la verdad en el orden de la
deuda, de rendir gracias a la vez al don y a la carencia, a lo debido, a la falta del "hace
falta", aunque fuese al "hace falta" de "hace falta ver" o al de un "resta por ver" que
connota a la vez la sobreabundancia y el desfallecimiento de lo visible, lo demasiado y lo
demasiado poco, el exceso y la falencia. Lo que guía la punta gráfica, la pluma, el lápiz o
el escalpelo, es la observación respetuosa de un mandamiento, el reconocimiento antes
del conocimiento, la gratitud del recibir antes de ver, la bendición antes que el saber. Por
ello he insistido en la aparición central del ángel Rafael seguida por su desaparición en
las curaciones de Tobit. Dependiendo de la ausencia o la presencia del ángel, podríamos
clasificarlos en "dibujos con visión" y "dibujos sin visión". ¿Qué pasa, por ejemplo en
Rembrandt, cuando el dibujo se ve desertado por el ángel, por la aparición de la criatura
invisible que devuelve la vista pero que también dicta el libro? ¿Ha desaparecido Rafael
porque la escena comienza a convertirse en simple cirugía natural? ¿O es porque, como
lo relata literalmente el Libro de Tobías, tan pronto el ángel dio la orden de rendir gracias
los actores humanos "se levantaron y no lo vieron más"?
Trátese de escritura o de dibujo, del Libro de Tobías o de las representaciones que
a él se remiten, la gracia del trazo significa que en el origen del graphein, más que la
fidelidad representativa, está la deuda o el don. Más precisamente, la fidelidad de la fe
importa más que la representación, cuyo movimiento ella comanda y por ende precede. Y
la fe, en su momento propio, es ciega. Sacrifica la vista, aún cuando lo que tiene en vista
en fin sea ver. El performativo que se pone aquí en escena es el de un "rendir la vista"
más que el objeto visible, más que la descripción constativa de lo que es o de lo que se

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advierte ante sí. La verdad pertenece a este movimiento de la absolución que trata en
vano de volverse adecuado a su causa o a la cosa. Por el contrario ésta no surge más que
en el hiato de la desproporción. La justa mesura del "rendir" es imposible – o infinita.
Rendir, es la causa de los muertos, de la muerte dada o demandada. Tobit no fue tan sólo
el hombre del entierro, el hombre del "último deber", el que asumía la obligación de dar
el último manto. Este padre no cesa de pedir además a su hijo que a su vez lo entierre
decentemente cuando habrá llegado el momento de cerrarle los ojos. Se lo pide antes y
después de su curación, antes de la partida y después del regreso de Tobías. Todo esto en
medio de escenas de endeudamiento, de dinero puesto en depósito, de cuenta saldada y de
limosna: “Aquél día se acordó Tobit del dinero que había dejado en depósito (...) y se dijo
para sí: ‘Yo estoy deseando ya la muerte. Así que voy a llamar a mi hijo Tobías y le voy
a hablar de ese dinero antes de morirme.’ Llamó, pues, Tobit a su hijo, que se presentó
ante él. Tobit le dijo: ‘Cuando yo muera, me darás una digna sepultura’ (...) Y cuando
(Ana) muera, sepúltala junto a mí, en el mismo sepulcro’" [NOTA 33]. El ruego, que fue
también una orden, se repite tras la curación: "Ahora, pues, hijos, yo os recomiendo que
sirváis a Dios en verdad y hagáis lo que es agradable en su presencia. (...) ‘El día que
sepultes a tu ,adre junto a mí, ya ese mismo día, no te quedes en este territorio (...) Mira,
hijo, lo que hizo Nadab con Ajicar, que lo había criado. ¿No le hizo bajar vivo a la tierra?
Pero Dios lo cubrió de infamia ante su misma víctima. Sacó a Ajicar a la luz y metió a
Nadab en las tinieblas eternas (...)’Lo tendieron en el lecho y expiró, y se le dio honrosa
sepultura. Cuando murió su madre, Tobías la sepultó al lado de su padre." [NOTA 34]
Lo que puede parecer oscuro o demasiado evidente. Pero este deber de entierro se
enlaza con la deuda y con el don del "rendir la vista". El manto de la muerte se teje como
un velo de la visión. Lo que puede parecer insignificante o recargado de sentido, pero el
ángel Rafael, el invisible que rinde la vista y que no aparece él mismo sino en una
"visión", es también el que acompaña a Tobit, sin ser visto, durante los entierros. Lo
recuerda en el curso de su última aparición, cuando habla al ciego curado – curado
además sin duda en recompensa por su respeto a los muertos: “Cuando tú y Sarra hacíais
oración, era yo el que presentaba y leía ante la Gloria del Señor el memorial de vuestras
peticiones. Y lo mismo hacía cuando enterrabas a los muertos. Cuando te levantabas de la
mesa sin tardanza, dejando la comida, para esconder un cadáver, era yo enviado para
someterte a prueba. También ahora me ha enviado Dios también para curarte a ti y a tu
nuera Sarra." [NOTA 35]
Observe que, en la fecha en que me llega este sueño de ciego y de hijo, de viejos y
de ojos, todavía no ha sido escogido el tema de esta exposición pero ya estoy pensando
en él. ¿Tengo que recordar esas fechas? ¿Tengo el deber de inscribirlas? ¿A quién se le
debe eso? ¿Qué interés tomar en la descripción de esos oscuros encadenamientos?

- Definitivamente eso se parece a una exposición de Usted. Usted inscribe en sus


memorias, en suma, la crónica de una exposición.

- No, yo sería más bien tentado por el autorretrato de un ciego. Leyenda: "Éste es
un dibujo de mí." Retomo mi relato. De manera que la exposición misma ya está
perfilada, cuando tengo que cancelar una primera cita, en el Cabinet des Dessins, con
Françoise Viatte, Régis Michel e Yseult Séverac [NOTA 36]. Es el 5 de Julio. Llevo
trece días sufriendo de una parálisis facial de origen viral, de la que llaman a frigore

13
(desfiguración, el nervio facial inflamado, el lado izquierdo del rostro atacado de rigidez,
el ojo izquierdo fijo y terrible visto en un espejo, el párpado ya no se cierra de manera
normal: privación del "parpadeo", por ende, de ese instante de enceguecimiento que
asegura a la vista su respiración). El 5 de Julio la curación de esta dolencia banal empieza
a vislumbrarse. Queda confirmada tras dos semanas de terror, lo inolvidable mismo, y de
celosa inspección médica (vigilancia hiperequipada, se entiende, de parte de esos
instrumentos de escucha – anópticos o ciegos – que dan a saber ahí donde ya no se ve, no
los rayos luminosos de la radioscopia o radiografía, sino el juego de las ondas y los ecos,
el electromiograma por "estimulación galvánica de los músculos orbiculares de los
párpados y de los labios", la medida de los “reflejos de parpadeo” mediante “registro
orbicular de los párpados”, el "Balance Ultrasonoro Cervical", con doppler transcraneal,
ecotomografía en busca de un "eco intraluminal", el scanner cuyo ordenador transcribe
ciegamente las señales codificadas de las células foto-eléctricas).

- A Usted le pasan muchas cosas: noche y día.

- Hace falta creer, es verdad, las habría visto, en estos últimos tiempos. Y todo eso
queda archivado, no soy el único que puede atestiguarlo. De manera que el 11 de Julio
estoy curado (sentimiento de conversión o de resurrección, el párpado guiña de nuevo,
mi rostro sigue hechizado por un fantasma de desfiguración), es la primera cita en el
Louvre. Esa misma noche, mientras regreso a casa en automóvil, se me impone el tema
de la exposición. Como de golpe, en un solo instante. Garabateo al volante un título
provisional, para uso privado, para organizar mis apuntes: L'ouvre ou ne pas voir, El
aobra o no ver, que a mi regreso deviene icono, o sea una ventana por "abrir" sobre la
pantalla de mi computador.
No hay que leer esto, ya se lo he dicho, como el diario de una exposición.
Retengo solamente la ocasión o el espacio para una pregunta pensativa: ¿qué podría ser
un diario de ciego, el íntimo o el otro, y por lo tanto el día, el ritmo de los días y de las
noches sin luz ni día, las fechas y los calendarios que escanden las memorias? ¿Cómo se
escribirían unas memorias de ciegos? Digo las memorias, y no todavía los cantos, ni los
relatos, ni los poemas de ciegos, dentro de la gran filiación de noche que sepulta a
Homero y a Joyce, a Milton y a Borges. Dejemos que esperen en la sombra. Por el
momento me contento con acoplar entre sí a estos dos veces dos grandes ancianos
ojimuertos de nuestra memoria literaria, como en la doble rivalidad de un duelo. El autor
del Ulysses, una vez escrita su propia odisea (ella misma hechizada por un "blindman"),
termina su vida casi ciego, una operación de la cornea tras otra. Entonces los temas del
iris o del glaucoma invaden Finnegans Wake (... the shuddersome spectacle of this
semidemented zany amid the inspissated grime of his glaucous den making believe to
read his usyllessly unreadable Blue Book of Eccles, édition de ténèbres... [NOTA 37].
Toda la obra joyceana cultiva los bastones vivientes.
En cuanto a Borges, entre los ancestros ciegos que identifica o revindica en la
galería de la literatura occidental, visiblemente es con Milton que rivaliza, con Milton
que desearía identificarse, es de él de quien espera, con o sin modestia, el certificado
nobiliario de su propia ceguera. Esta herida es también un signo de elección que hay que
saber reconocer en sí, el privilegio de una destinación, la misión asignada: en la noche,
por la noche misma. Para evocar la gran tradición de los escritores ciegos, Borges gira

14
entonces en torno a un espejo invisible. Esquicia al mismo tiempo una celebración de la
memoria y un autorretrato. Pero se describe a sí mismo designando al otro ciego, a
Milton, sobre todo al Milton autor de ese otro autorretrato que fue Samson Agonistes. El
título de la confidencia es Ceguera:

"Wilde se dijo: ‘Los griegos sostuvieron que Homero era ciego para significar que
la poesía no debe ser visual, que su deber es ser auditiva’. (...) Pasemos al
ejemplo de Milton. La ceguera de Milton fue voluntaria. Supo desde el principio
que iba a ser un gran poeta. Esto le ocurrió a otros poetas (...) yo también, si es
que puedo mencionarme. Siempre he sentido que mi destino era, ante todo, un
destino literario; es decir, que me sucederían muchas cosas malas y algunas cosas
buenas. Pero siempre supe que todo eso, a la larga, se convertiría en palabras (...)
Volvamos a Milton. Gastó su vista escribiendo folletos en defensa de la ejecución
del rey por el Parlamento. Dice Milton que la perdió voluntariamente,
defendiendo la libertad; habla de esta noble tarea y no se queja de estar ciego (...)
Milton pasaba buena parte de su tiempo solo. Componía versos y su memoria se
había acrecentado. Podía tener cuarenta o cincuenta endecasílabos blancos en la
memoria y luego los dictaba a quienes venían a visitarlo. Así compuso el poema.
Recordó y pensó en el destino de Sansón, tan parecido al suyo, porque ya
Cromwell había muerto y había llegado la hora de la Restauración (...). Pero
Carlos II – hijo de Carlos I ‘El Ejecutado’ –, cuando le trajeron la lista de los
condenados a muerte, tomó la pluma y dijo, no sin nobleza: ‘Hay algo en mi
mano derecha que se niega a firmar una sentencia de muerte’. Milton se salvó, y
muchos otros con él. Escribió entonces el Samson Agonistes.” [NOTA 38]

Singular genealogía, singular ilustración, ilustración de sí entre todos estos ciegos


ilustres que se guardan en memoria, se saludan y se reconocen en la noche. Borges
había comenzado con Homero, termina con Joyce y, siempre tan modestamente, con un
autorretrato del autor como ciego, como hombre de la memoria, justo después de aludir a
la castración:

“Joyce trajo una música nueva al inglés. Y dijo valerosamente (y mendazmente)


que ‘de todas las cosas que me han sucedido creo que la menos importante es la
de haberme quedado ciego’. Ha dejado parte de su vasta obra ejecutada en la
sombra: puliendo las frases en su memoria (...) Demócrito de Abdera se arrancó
los ojos en un jardín para que el espectáculo de la realidad exterior no lo
distrajera; Orígenes se castró. He enumerado suficientes ejemplos; algunos tan
ilustres que me da vergüenza haber hablado de mi caso personal; salvo por el
hecho de que la gente siempre espera confidencias y yo no tengo por qué negarles
las mías. Aunque, desde luego, parece absurdo poner mi nombre junto a los
nombres que he tenido ocasión de recordar." [NOTA 39]

Hice notar que Borges había "comenzado con Homero". En verdad había
comenzado con Wilde, quien, a su vez, hablaba de Homero. Ahora bien, Wilde es el autor
del Retrato de Dorian Gray, historia de asesinato o de suicidio, de ruina y de confesión.
Es también el relato de una representación portadora de la muerte: primeramente, un

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retrato mortífero refleja el progreso de la ruina sobre el rostro de su modelo que es
también su espectador, el sujeto así contemplado, después condenado por su imagen:

"It was his beauty that had ruined him. (...) There was blood on the painted feet,
as though the thing had dripped – blood even on the hand that had not held the
knife. Confess? Did it mean that he was to confess? To give himself up, and be put
to death?" [NOTA 40].

Literatura de las obras asesinas. En el muro de la misma exposición, hubiera


tenido que colgarse El retrato oval de Poe: retrato a la vez visto y leído, historia de un
artista que mata a su modelo exhausto, a saber a su mujer, después de haber condenado su
cuerpo a la ruina. La experiencia del pintor que hace pareja con su modelo es la de un
marido que

“... no quería ver cómo esa luz que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba
la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de
la suya (...) el pintor (...) bregando noche y día para pintar a aquella que tanto le
amaba (...) no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las
mejillas de aquella mujer sentada a su lado." Habiendo ya casi terminado el
retrato, el marido "púsose pálido y tembló mientras gritaba: '¡Ciertamente, ésta es
la Vida misma!', y volvióse de improviso para mirar a su amada… ¡Estaba
muerta!" [NOTA 41]

Así que éste no es el diario de una exposición. La invitación que me habían hecho
no sólo me había honrado. Me había intimidado, me había incluso producido una grave
inquietud. Y sin duda lo hace todavía, más allá de lo razonable. Con la angustia, a no
dudarlo, se mezclaba un júbilo oscuro. Es que mi experiencia del dibujo fue siempre la de
una discapacidad, y peor, de una discapacidad culpable, ¿me atreveré a decir de un
oscuro castigo? Doble discapacidad: aún hoy día pienso que nunca sabré ni dibujar ni
mirar un dibujo. En verdad me siento incapaz de seguir con la mano la prescripción de un
modelo: como si, en el momento de dibujar, ya no viera la cosa. Ésta se evade al punto,
desaparece a mis ojos, de ella ya no queda casi nada, desaparece bajo mis ojos que ya no
perciben en verdad más que la arrogancia socarrona de esta aparición que desaparece. En
la medida en que se queda enfrente de mí la cosa me desafía produciendo, como por
emanación, una invisibilidad que ella me reserva, una noche de la que yo sería de alguna
manera el elegido. Me enceguece mientras me hace asistir al espectáculo lamentable.
Exponiéndome, las toma conmigo pero me toma también de testigo. De donde una
especie de pasión del dibujo, una pasión negativa e impotente, los celos de un dibujo
dolorosamente suspendido. Y que veo sin ver. El niño se dice en mí: ¿cómo pretenden
mirar a la vez un modelo y los trazos que con su propia mano son consagrados
celosamente a la cosa misma? ¿No hay que ser ciego por un lado o por el otro?
¿Contentarse en cada caso con la memoria del otro? La experiencia de esta vergonzosa
discapacidad pertenece a una novela familiar de la que retengo un único trazo, un arma y
un síntoma sin duda, no menos que una causa: los celos heridos ante un hermano mayor
cuyo talento de dibujante yo admiraba, a la par que todos a su alrededor – y el ojo, en
suma, que no ha cesado jamás de acusar y aguzar en el fondo de mí, aparte de mí, un

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deseo fratricida. [16] Sus obras, me toca decirlo con toda fraternidad, no eran más que
copias: con frecuencia retratos en lápiz negro o tinta china que reproducían fotografías
de familia (recuerdo el retrato de mi abuelo tras su muerte, gorra, pequeña perilla y
anteojos redondos) o pinturas ya reproducidas en libros (recuerdo todavía ese viejo rabino
orando; pero mi abuelo Moisés, sin ser rabino, encarnaba para nosotros la conciencia
religiosa: una venerable rectitud le colocaba por encima del sacerdote).
Sufría al ver los dibujos de mi hermano en exposición permanente, religiosamente
enmarcados sobre los muros de todas las habitaciones. A mi vez intentaba imitar sus
copias: una lamentable torpeza me confirmaba en la doble certeza de haber sido
castigado, privado, lesionado, ciertamente, pero también, y por ello mismo, secretamente
elegido. Yo me había enviado a mí mismo, el que todavía no existía, el mensaje
indescifrable de una convocación. Como si, en lugar del dibujo, al que el ciego en mí
renunciaba de por vida, yo fuera llamado por otro trazo, esta grafía de palabras invisibles,
este acuerdo del tiempo y de la voz que se llama verbo – o escritura. Substitución,
entonces, intercambio clandestino: un trazo por otro, trazo por trazo. Hablo de un cálculo
tanto como de una vocación, y la estratagema fue casi deliberada. Estratagema, estrategia,
tiempo de guerra. Consigna fratricida: economía del dibujo. Del dibujo visible, del dibujo
en cuanto tal, como si me hubiera dicho: yo, yo voy a escribir, yo me consagraré a las
palabras que me llaman. Y aquí mismo Usted ve bien que las prefiero todavía, lanzo
redes de lengua en torno al dibujo, tejo más bien, con la ayuda de trazos, bastones y
letras, una túnica de escritura para capturar en ella el cuerpo del dibujo, en su nacimiento
mismo, comprometido como lo estoy en comprenderlo sin artificio, porque todo eso nos
acaece en verdad, ¿no es cierto?, en un movimiento de ojos y de viejos, por los dioses y
el dos, el duelo por la muerte y el duelo a muerte (algo de "ella" tal vez nos espera, y
algo de "él", y debido/isla, y "debido/ella" y toda la familia de ojos "persas" o “garzos” :
Atenea Glaukopis –, "penetrantes": Atenea Oxyderkès o Gorgopis –, o "penetrados",
todos los "per" a los que imploramos en secreto, a través de la filiación homonímica de
los "padres" ciegos, de los "pares" de ojos, de la vista "perdida", librado al albur de los
significantes o a la gallina ciega de los nombres propios (Perseo) cuya Fortuna de ojos
vendados parece pródiga. Entre las dos series que acabo de evocar, el padre y el ojo, se
dibuja la figura del antepasado (avus). Los ancianos ciegos atraviesan en multitud, es la
experiencia misma de los padres, el espacio de nuestras memorias. Si la experiencia es la
autoridad, como decía Bataille, ¿no es también la ceguera? No se trata aquí de ceder al
júbilo lúdico, ni de manipular victoriosamente palabras o vocablos. Por el contrario,
Usted los oye resonando ellos solos al fondo del dibujo, a veces a ras de su piel; porque el
rumor de estas sílabas viene por adelantado a manar en él, lo parasitan trozos de palabras,
y para percibir este hechizo, hace falta abandonarse a los fantasmas del discurso cerrando
los ojos).
Economía del dibujo, entonces. El dibujo reviene siempre. ¿Se renuncia alguna
vez? ¿Se hace alguna vez el duelo del dibujo? Mi hipótesis de trabajo significaba
también: trabajo del duelo. El inconsciente no renuncia a nada. En mi vida nunca más he
dibujado, ni siquiera intentado dibujar. Salvo el invierno pasado, y todavía tengo
guardado el archivo de ese desastre, cuando me vino el deseo, y la tentación de esquiciar
el perfil de mi madre mientras velaba cerca de su cama de hospital. Guarda cama desde
hace casi un año, sobreviviente, entre la vida y la muerte, casi emparedada en el silencio
de este letargo, ya no me reconoce y sus ojos están velados por la catarata. Hasta qué

17
punto ve, y qué sombras pasar enfrente de ella, por ende si se ve morir, de eso no
sabemos más que por hipótesis. (¿Acaso he dicho espontáneamente de mi madre que
estaba "emparedada"? En lo que podríamos llamar la retórica de la ceguera, es una de las
figuras típicas. El ciego de Rilke (die Blinde, esta vez es una mujer [NOTA 42], y la
gramática de "l'aveugle" en francés no permite distinguir a un ciego - un aveugle - de una
ciega - une aveugle) dice sus "ojos enmurados" (vermauerten Augen). Estos muros
plúmbeos encierran en la noche del panteón (los fariseos ciegos son "sepulcros
blanqueados", el Sansón de Milton se presenta como un muerto viviente, exiliado de la
luz, enterrado en sí mismo en una tumba ambulante: "Myself my sepulchre, a moving
grave, buried..." [NOTA 43]), enclaustran también tras las paredes de una prisión.
Sansón se dice dos veces confinado, "en prisión en la prisión", sin saber cuál "deplorar"
(bewail) más, si la literal, la de piedra, o la otra, todavía más interior, como "en abismo"
tras las paredes del ojo ("Which shall I first bewail, / Thy bondage or lost sight, / Prison
within prison / Inseparably dark? Thou art become (O worst imprisonment) / The
dungeon of thyself" [NOTA 44]). Así la enclaustración del ciego puede aislarlo tras duras
paredes. Allí debe entonces ejercitar sus manos o sus uñas. Pero el abismo del
aislamiento puede también quedarse líquido, como la sustancia del ojo, como las aguas
de un Narciso que ya no vería nada distinto a sí mismo, nada en torno a sí. En ese
momento el aislamiento especular convoca la insularidad de la imagen o aún, para
reflejar el "abandono" del ciego y su soledad enlutada, la imagen de la isla: "Soy una
isla", dice ella. Die Blinde: "Ich bin von allem verlassen. – / Ich bin eine Insel." Y al
extranjero que vino a través del mar: "Ich bin eine Insel und allein" [NOTA 45]. Pero la
soledad es "rica", la insularidad no aísla o "priva" de nada porque "todos los colores están
traducidos (übersetzt) en sonidos y olores (in Geräusch und Geruch)”.
Estamos en Julio, ya estoy curado. Una vez escogido el tema (ahora hay que
acelerar y trazar un esquema a grandes rasgos), dudo entonces entre dos paradojas, dos
grandes "lógicas" de lo invisible al origen del dibujo. Se dibujan por ende dos
pensamientos del dibujo y, por correlación, dos "enceguecimientos".

- Nómbrelos: por memoria.

- Los apodo: el trascendental y el sacrificial. El primero sería la invisible


condición de posibilidad del dibujo, el dibujar mismo, el dibujo del dibujo. No sería
nunca temático. No podría ponerse o tomarse como el objeto representable de un dibujo.
Al devenir el tema del primero, el segundo, a saber el evento sacrificial, lo que ocurre a
los ojos, el relato, el espectáculo o la representación de los ciegos, digamos que reflejaría
aquella imposibilidad. Representaría aquel irrepresentable. Entre los dos, en el pliegue de
los dos, el uno repitiendo al otro sin reducírsele, el evento puede dar lugar a la palabra del
relato, al mito, a la profecía, al mesianismo, a la novela familiar o a la escena de la vida
cotidiana, proporcionando así al dibujo su provisión de objetos o espectáculos temáticos,
sus figuras, sus héroes, sus cuadros de ciegos. El dibujo cuenta cuadrar con las
representaciones procuradas por el evento, por lo que pudo pasarle a los ojos – o a la
vista, y no es necesariamente de la misma cosa. Quedará siempre por verse si uno de los
dos enceguecimientos no precipita el otro. Y si, por ejemplo, aquello que estoy por
exponer bajo el título de enceguecimiento trascendental no está motivado por la violencia
de una economía sacrificial, los ojos reventados o quemados, la castración y todas sus

18
metonimias aboculares, el resentimiento o la venganza contra los hermanos que detentan
el poder de dibujar, la sublimación o la interiorización (las artes de lo invisible, la luz
inteligible, la revelación interior o sobrenatural).
¿Cómo se demuestra que el dibujante es ciego o más bien que cuando dibuja no
ve? ¿Se conocen dibujantes ciegos? Hay músicos sordos, muy grandes. Hay cantantes y
poetas ciegos, muy grandes, de los que hablaremos más adelante. También hay escultores
ciegos [NOTA 46]: [17] observe Usted el dibujo de la escuela del Guercino, Della
scoltura si, della pittura no. Este mendigo tiene todos los atributos de los ciegos de la
Escritura. Su gesto es de escultor, pues aunque sostiene un bastón en la mano izquierda,
reconoce con su mano derecha el busto de una mujer que bien podría ser ciega, ella
también, el rostro ofrecido a una caricia y los ojos volteados hacia lo alto, desorientados
como los del hombre pero en un movimiento que titubea entre la imploración y el éxtasis
("¿Qué buscan – me pregunto – los ciegos en el cielo?", última pregunta para Los ciegos
"Vagamente ridículos; (...) Terribles, singulares igual a los sonámbulos" de Baudelaire.
[NdT]) Pero si los dedos mudos del ciego significan "sí" a la escultura, "no" a la pintura,
basta con la palabra para invertir las cosas – y para convertir. La palabra es decir la
retórica:

"Hace tiempo se disputa cuál de las dos Artes, la Pintura o la Escultura, sería la
más excelente: y se cuenta que alguna vez pusieron la decisión en manos de un
ciego, que se pronunció a favor de la primera, según lo que le habían dicho, que
aquello que, al tocarlo, en un cuadro parecía plano y unido, a la vista parecía tan
redondo cuanto la Pieza de Escultura." [NOTA 47].

Apoyado en el pedestal de la estatua, por debajo de ella y como abandonado en


el suelo, el dibujo está sin duda sumiso: sumiso en la jerarquía de las artes, sumiso al
juicio del ciego que toca pero que escucha también lo que se le dice del relieve. De
hecho, ¿qué toca el ciego? Reconociendo las líneas del rostro a la altura de los ojos,
inspeccionando con la mano, pero como de memoria, lleva sus dedos hacia la frente de la
otra: gesto de amor o de bendición, gesto protector también (parece esconderle o cerrarle
los ojos: no ves, no veas, te cierro los ojos, ves: ¿qué se hace al cerrar los ojos del otro?).
A menos que no lo imaginemos, Pigmalión animando una estatua, devolviéndole la vista
por imposición de manos: un ciego devuelve la vista a una ciega (no ves, ve, tú, tú ves,
has visto, habrás visto, ya viste). Por otra parte los ojos de escultura están siempre
cerrados, "enmurados" en todo caso, como decíamos, o volcados hacia adentro, más
muertos que vivos, más muertos que los de las máscaras.
¿Pero qué es una máscara? Nos falta decir la memoria del ciego como experiencia
de la máscara.

- Le interrumpo un momento, antes de que se vaya demasiado lejos. Si no hay


memoria de ningún dibujante ciego, propiamente privado de la vista y de los ojos (ab
oculis), ¿acaso no es ir en contra del mismo buen sentido, no es ceder a una fácil
provocación el pretender exactamente lo contrario, a saber que todo dibujante es ciego?
Que sea presa de una devoradora proliferación de lo invisible, eso nadie lo discute, pero
¿basta con eso para convertirle en ciego? ¿Y para justificar esta contra-verdad? El mismo
Monet estuvo tan sólo a punto, al fin y al cabo, de perder la vista.

19
- Aquí estamos hablando de dibujo, no de pintura. Desde este punto de vista hay
para el ojo, a mi parecer, al menos tres especies de impoder, digamos más bien tres
aspectos para subrayar aún con un trazo lo que consagra al enceguecimiento la
experiencia de la mirada (aspicere). Aspectus, es a la vez la mirada, la vista y lo que se da
a ver: de un lado el espectador y del otro el aspecto, otramente dicho espectáculo.
Spectacles: anteojos en inglés. Este impoder no es impotencia o desfallecimiento, por el
contrario otorga a la experiencia del dibujo su recurso quasi trascendental.

El primer aspecto, apodémoslo así, yo lo vería en la aperspectiva del acto gráfico.


En su momento de efracción originaria, en la potencia trazante del trazo, en el instante en
que la punta en la punta de la mano (del cuerpo propio en general) se avanza al contacto
de la superficie, la inscripción de lo inscribible no se ve. Improvisada o no, la invención
del trazo no sigue, no admite como regla lo presentemente visible, y que seria puesto allí,
delante de mí, como un tema. Incluso si el dibujo es mimético, como se dice,
reproductivo, figurativo, representativo, incluso si el modelo da presentemente la cara al
artista, hace falta que el trazo proceda en la noche. Escapa al campo de la vista. No sólo
porque no es aún visible [NOTA 48], sino porque no pertenece al orden del espectáculo,
de la objetividad espectacular – y lo que entonces hace advenir no puede ser en sí
mimético. La heterogeneidad sigue siendo abismal entre la cosa dibujada y el trazo
dibujante, aunque fuese entre una cosa representada y su representación, el modelo y la
imagen. La noche de este abismo puede interpretarse de dos maneras, sea como la
velación o la memoria de la luz y del día, dicho de otra manera una reserva de visibilidad
(el dibujante no ve presentemente pero ha visto y verá: la aperspectiva es la perspectiva
anticipadora o la retrospectiva anamnésica), sea como radical y definitivamente extraña a
la fenomenalidad de la luz y del día. Esta heterogeneidad de lo invisible a lo visible
puede hechizar este último como su misma posibilidad. Que se lo subraye con las
palabras de Platón o con las de Merleau-Ponty, la visibilidad de lo visible, por definición,
no puede ser vista, ni más ni menos que la diafaneidad de la luz de la que habla
Aristóteles. Mi hipótesis, recuerde Usted que permanecemos en la lógica de la hipótesis,
es que el dibujante se ve siempre presa de esto, de algo que es cada vez universal y
singular, lo que habría que llamar lo invisto, como se dice en francés l'insu, “lo insabido”.
Él se lo invoca y se lo recuerda, es convocado, fascinado o invocado y recordado por él.
Memoria o no, y el olvido como memoria, en memoria y sin memoria.
[18] Por un lado, entonces, anámnesis: anámnesis de la memoria misma.
Baudelaire reporta la invisibilidad del modelo a la memoria que lo habrá portado.
"Rinde" la invisibilidad a la memoria. Y lo que dice el poeta de los Ciegos es tanto más
convincente en cuanto está hablando de la imagen gráfica, del dibujo representativo. Lo
que vale a fortiori para el otro. Habría que citar aquí todo El arte mnemónico. Por
ejemplo:

"Quiero hablar del método de dibujo de M.G. Dibuja de memoria, y no según el


modelo (...) todos los buenos y verdaderos dibujantes dibujan según la imagen
escrita en su cerebro y no según la naturaleza. Si se nos objetan los admirables
croquis de Rafael, de Watteau y de muchos otros, diremos que eso son notas, muy

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minuciosas, es cierto, pero simples notas. Cuando un verdadero artista ha llegado
a la ejecución definitiva de su obra, el modelo le resultaría más bien un estorbo
que un socorro. Hasta ocurre que hombres como Daumier y M.G., acostumbrados
desde mucho tiempo a ejercitar su memoria y a llenarla de imágenes, se
encuentran con que ante el modelo y la multiplicidad de detalles que comporta, su
principal facultad queda como perturbada y paralizada." [NOTA 49]

Es verdad, Baudelaire interpreta entonces la memoria como reserva natural, sin


historia, sin tragedia, sin evento, como la matriz naturalmente sacrificial, la expresión es
suya, de un visible expurgado, elegido, filtrado. Rompe con el presente de la percepción
visual tan sólo para mirar mejor cómo dibujar. Memoria creadora, esquematización,
tiempo y esquema de la imaginación trascendental según Kant, con su "síntesis" y sus
"fantasmas". "Duelo", ésta también es una palabra de Baudelaire, duelo, como en mi
sueño, entre dos ciegos que se baten por la apropiación del exceso: la plus-visión, la
visión visionaria del seer que ve más allá del presente visible, la sobre-vista o la
sobrevivencia de la vista. Y el dibujante que se confía a la vista, a la vista presente, aquel
que tiene miedo de suspender la percepción visual, el que no quiere hacer su duelo, ése
mismo comienza a volverse ciego por puro miedo de perder la vista. Este discapacitado
está ya camino a la ceguera, es "miope o présbite". La retórica baudelairiana echa mano
también de figuras políticas.

"Se establece entonces un duelo (yo subrayo, J. D.) entre la voluntad de verlo
todo, de no olvidar nada, y la facultad de la memoria que ha tomado la costumbre
de absorber vivamente el color general y la silueta, el arabesco del contorno. Un
artista que tenga el sentido perfecto de la forma, pero que esté acostumbrado a
ejercitar ante todo su memoria y su imaginación, se encuentra entonces como
asaltado por una sedición de detalles, que reclaman todos justicia con la furia de
una turba enamorada de la igualdad absoluta. Toda justicia se ve forzosamente
violada; toda armonía destruida, sacrificada (yo subrayo, J. D.); más de una
trivialidad se vuelve enorme; más de una pequeñez, usurpadora. Mientras con
más imparcialidad se inclina el artista sobre el detalle, mayor es la anarquía. Así
sea él miope o présbite, toda jerarquía y toda subordinación desaparecen. Este es
un accidente que ocurre a menudo..."

Y es entonces el orden de la memoria lo que precipita, para Baudelaire, más allá


de la percepción presente, la velocidad absoluta del instante (el tiempo del guiño que
sepulta la mirada en un batir de párpado, el instante llamado Augenblick o wink, blink, y
lo que se hunde in the twinkling of an eye), pero también la "síntesis", pero también el
"fantasma", el "miedo", el miedo de ver y de no ver lo que no se debe, por ende eso
mismo que se debe ver, el miedo de ver sin ver el eclipse entre los dos, "la ejecución
inconsciente" y sobre todo las figuras que sustituyen un arte por otro, la retórica
analógica o económica (es decir familiar) de la que hablábamos hace un instante, el trazo-
por-trazo:

“Así, en la ejecución de M.G. se manifiestan dos cosas: una, la presencia de la


memoria resurrectora, evocadora, una memoria que dice a cada cosa: ‘Lázaro,

21
levántate’; la otra, un fuego, una embriaguez del lápiz y del pincel que se parecen
casi a un furor. Es el temor de no proceder lo suficientemente rápido, de dejar que
se escape el fantasma antes de que su síntesis haya sido captada y extraída; es ese
terrible temor que posee a todos los grandes artistas y que les hace desear tan
ardientemente apropiarse todos los medios de expresión para que jamás las
órdenes del espíritu se vean alteradas por las vacilaciones de la mano; para que
finalmente la ejecución, la ejecución ideal, llegue a ser tan inconsciente, tan
corriente como lo es la digestión para el cerebro del hombre sano que ha
comido.”

Al asignar el origen del dibujo a la memoria, y no a la percepción, Baudelaire a su


vez hace acto de memoria. Se inscribe en una tradición iconográfica que remonta por lo
menos a Charles Le Brun [NOTA 50]. En ella la pregunta por el origen del dibujo y el
origen de la pintura dan lugar a múltiples representaciones que sustituyen la percepción
por la memoria. Primero porque son representaciones, luego porque la mayoría de las
veces derivan de un relato ejemplar (el de Dibutade, la joven amante de Corinto que
llevaba el nombre de su padre, un alfarero de Sición), finalmente porque este relato
remite el origen de la representación gráfica a la ausencia o a la invisibilidad del modelo.
Dibutade no ve a su amante, sea porque le da la espalda, más constante que un Orfeo, sea
porque es él quien le da la espalda a ella o porque, de una u otra manera, sus miradas no
pueden cruzarse [19] (es el ejemplo de Dibutade o el Origen del Dibujo, de J. B. Suvée):
como si para dibujar fuera prohibido ver, como si condición necesaria para dibujar fuera
no ver, como si el dibujo fuera una declaración de amor destinada o subordinada a la
invisibilidad del otro, a no ser que nazca del ver al otro substraído al ver. Que Dibutade,
la mano guiada a veces por Cupido (un Amor que ve y cuyos ojos no están aquí
vendados), siga entonces los trazos de una sombra o de una silueta, que dibuje sobre la
pared de un muro o sobre un velo [NOTA 51], en todos los casos una skiagraphia, esa
escritura de la sombra, inaugura un arte del enceguecimiento. La percepción pertenece
desde el origen al recuerdo. Escribe, por ende ama ya en la nostalgia. Desprendida del
presente de la percepción, caída de la cosa misma que así se reparte, una sombra es una
memoria simultánea, la baqueta de Dibutade es un bastón de ciego. Sigamos su trayecto,
en el cuadro de Regnault (Dibutade trazando el retrato de su pastor o El origen de la
pintura), como lo hicimos con todos los dibujos de ciegos: va y viene del amor al dibujo.
Rousseau quería rendirle la palabra. Ensayo sobre el origen de las lenguas:

"El amor, se dice, fue el inventor del dibujo. Pudo también inventar la palabra
pero con menor fortuna. Poco satisfecho de ella, la desdeña, pues tiene maneras
más vivas de expresarse. ¡Cuántas cosas decía a su amante quien con tanto placer
dibujaba su sombra! ¿Qué sonidos habría empleado para expresar el movimiento
de esa varita? [NOTA 52]"

De otra parte, y en la anámnesis misma, hay la amnesia: el huérfano de memoria,


porque también lo invisible puede perder la memoria, como quien pierde a sus padres.
Sobre una pista diferente que tal vez vuelve a ser la misma, el dibujante se vería librado a
aquella otra invisibilidad, librado a ella como un cazador se encarniza él mismo, se

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vuelve una carnada fascinante para la bestia acorralada que le mira. Por ser
absolutamente ajena a lo visible e incluso a lo visible en potencia, a la posibilidad de lo
visible, esta invisibilidad habitaría aún lo visible, vendría más bien a hechizarlo hasta
confundirse con él para asegurar, desde el espectro de esta misma imposibilidad, su más
propio recurso. Lo visible en cuanto tal sería invisible, no como visibilidad,
fenomenalidad o esencia de lo visible, sino como el cuerpo singular de lo visible mismo,
a ras de lo visible – que de este modo produciría enceguecimiento, por emanación,
como si secretara su propio medium. Programa para toda una relectura del último
Merleau-Ponty. Contentémonos con algunos indicios, a falta de espacio, en Lo Visible y
lo Invisible. Más que recordar la "telepercepción" o las cuatro "capas" de lo invisible,
acerca de las cuales Merleau-Ponty explica [NOTA 53] por qué no pueden ser reunidas
"lógicamente" (1. "aquello que no es actualmente visible pero podría serlo;" 2. el
entramado de los existenciales no visibles de lo visible; 3. lo táctil o lo kinestésico; 4. lo
decible, los "lekta" o el "cogito"), yo habría más bien seguido las trazas de la invisibilidad
absoluta. Por ser lo otro de lo visible, ésta no debe tener lugar en otra parte ni constituir
un otro visible, como lo que no aparece aún o lo que ya ha desaparecido y cuyo
espectáculo de ruinas monumentales convocaría a la reconstitución, la recolección de
memoria, la remembranza. Este no-visible no califica un fenómeno presente en otra parte,
latente, imaginario, inconsciente, escondido, pasado, es un "fenómeno" cuya inapariencia
es de otro orden; y lo que aquí convenimos en llamar trascendentalidad no carece de
relación con la "trascendencia pura, sin máscara óntica" de la que habla Merleau-Ponty:

“Enero de 1960. Principio: no considerar lo invisible como un otro visible


‘posible’, o un ‘posible’ visible para un otro (...) Lo invisible está allí sin ser
objeto, es la trascendencia pura, sin máscara óntica. Y los ‘visibles’, a fin de
cuentas, no son sino centrados ellos mismos sobre un núcleo de ausencia. Plantear
la cuestión: la vida invisible, la comunidad invisible, el prójimo invisible, la
cultura invisible. Hacer una fenomenología del ‘otro mundo’ como límite de una
fenomenología de lo imaginario y de lo ‘escondido’" [NOTA 54]. “Cuando digo
entonces que todo visible es invisible, que la percepción es impercepción, que la
conciencia tiene un ‘punctum caecum’, que ver es siempre ver más de lo que se ve
– no hay que entenderlo en el sentido de una contradicción. No hay que figurarse
que estoy añadiendo a lo visible (...) un no-visible. Hay que comprender que es la
visibilidad misma la que comporta una no-visibilidad” [NOTA 55]. O todavía:
“Lo que ella (la conciencia) no ve, es por razones de principio que no lo ve, es por
ser conciencia que no lo ve. Lo que ella no ve, es lo que en ella prepara la visión
del resto (como la retina es ciega en el punto desde el cual se distribuyen en ella
las fibras que permitirán la visión)” [NOTA 56]. “Tocarse, verse (...), no es
captarse como objeto, es estar abierto a sí, destinado a sí (narcisismo) – (...). El
sentir que se siente, el ver que se ve, no es pensamiento de ver o de sentir sino
visión, sentir, experiencia muda de un sentido mudo”. [NOTA 57]

La aperspectiva nos obliga entonces a considerar la definición objetiva, la


anatomo-fisiología o la oftalmología del "punctum caecum" a su vez como una simple
imagen, un indicio analógico de la visión misma, de la visión en general, la que,

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viéndose ver, sin embargo no se refleja, no se "piensa" según el modo especular o
especulativo – y por ende se enceguece, por ello mismo, en ese punto del "narcisismo,"
en eso mismo donde se ve mirar.

- Que en la punta originaria del trazo, éste sea invisible y que entonces allí el
dibujante se enceguezca, ya lo creo, pero después, ¿una vez trazada la línea?

Veamos ahora el segundo aspecto. No es un aspecto segundo o secundario.


Aparece o más bien desaparece sin retardo. Lo apodaría el retiro y re-trazo o la eclipse,
la inapariencia diferencial del trazo. Acabamos de interesarnos por el acto de trazar, por
el trazamiento del trazo. ¿Qué pensar ahora del trazo una vez trazado? ¿No de su
efracción y del trayecto inaugural de la traza, sino de lo que resta de ello? Un trazado no
se ve. Se debería no verlo (no digamos sin embargo: "Toca no verlo") en la medida en
que lo que le resta de espesor coloreado tiende a extenuarse para marcar el mero borde de
un contorno: entre el adentro y el afuera de una figura. Alcanzado este término, ya no hay
nada que ver, ni siquiera blanco y negro, de la figura / forma, y es el trazo, he aquí la
línea misma: que entonces ya no es lo que es, pues desde ese momento no se relaciona
jamás consigo misma sin dividirse al instante, ya que la divisibilidad del trazo interrumpe
aquí toda identificación pura, y da forma, lo que ahora sin duda se habrá entendido, a
nuestra hipoteca general para todo pensamiento del dibujo, en último término por
derecho inaccesible. Nunca se alcanza presentemente este término, pero el dibujo alude
siempre a esta inaccesibilidad, al umbral en que aparece tan sólo el entorno del trazo, lo
que éste espacia delimitando y que por lo tanto no le pertenece. Nada pertenece al trazo,
por lo tanto al dibujo y al pensamiento del dibujo, ni siquiera su propia "traza". Nada
siquiera participa de él. No junta ni adjunta a no ser separando.
¿Será por casualidad que, para hablar de esto, volvemos a toparnos con el
lenguaje de la teología negativa o de los discursos que se dan a la tarea de nombrar el
retiro del dios invisible o del dios escondido? ¿De Aquél a quien no hay que ver de cara
ni representar ni adorar, es decir idolatrar bajo los trazos del icono? ¿Aquél a quien es
peligroso incluso nombrar con uno u otro de sus nombres propios? Fin de la iconografía.
La memoria de los dibujos-de-ciegos, es demasiado evidente desde hace mucho tiempo,
se abre como una memoria-Dios. Es teológica de parte a parte, hasta el punto, ora
incluso, ora excluso, en el que el trazo que se eclipsa no puede decirse ya siquiera en
presente, porque no se recoge en ningún presente, "Yo soy el que soy" (fórmula cuya
gramática original, como se sabe, implica el futuro). El trazado separa y se separa a sí
mismo, no retraza sino fronteras, intervalos, una reja de espaciamento sin apropiación
posible. La experiencia del dibujo (y la experiencia, su nombre lo indica, consiste
siempre en viajar más allá de los términos) atraviesa y al mismo tiempo instituye estas
fronteras, inventa el Shibboleth de estos pasajes (el coro de Samson Agonistes recuerda lo
que ata el Shibboleth, esa circuncisión de la lengua, con la sentencia de muerte: "... when
so many died / Without reprieve adjudged to death, / For want of well pronouncing
Shibboleth" [NOTA 58].
Un término linear, ése del que hablo, no tiene sin embargo nada de ideal o de
inteligible. Dividiéndose a sí mismo en su elipsis, partiendo de sí mismo se desparte de sí
mismo, no se establece en ninguna identidad ideal. En este parpadeo la elipsis no es un
objeto sino un batir de la diferencia que la engendra, o, si Usted prefiere, una celosía

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(blind) de trazos que cizallan el horizonte y a través de los cuales, entre los cuales Usted
observa sin ser visto, entreve Usted lo que quiero decir: ley de la entrevista. Por la misma
razón, el trazo no es sensible, como lo sería lo pleno de un color. Ni inteligible ni
sensible. Hablamos aquí de ceguera gráfica y no cromática, de dibujo no de pintura, si
bien en ocasiones tal pintura puede agotarse pintando el dibujo, incluso representando,
para ponerla en cuadro, la alegoría de un “origen del dibujo”. Si hace poco salimos de la
caverna platónica, no fue para ver finalmente el eidos de la cosa misma, tras conversión,
anábasis o anámnesis. Hemos abandonado la caverna porque esa espeleología de Platón,
incapaz de tenerlo en cuenta sino de verlo, no le atina a la inapariencia de un trazo que no
es ni sensible ni inteligible. No le atina justamente porque cree verlo o darlo a ver. La
lucidez de la dicha espeleología carga a otro ciego dentro de sí, no al cavernoso sino al
que cierra los ojos sobre este enceguecimiento – de aquí. (Dejemos para otra ocasión el
tratamiento que Platón reserva a esos grandes ciegos que fueron Homero y Edipo.)
"Antes" que todas las "manchas y tareas ciegas" que, en sentido literal o figurado,
organizan el campo escópico y la escena del dibujo, "antes" que todo aquello que puede
ocurrirle a la vista, "antes" que todas las interpretaciones, las oftalmologías, los teo-
psicoanálisis del sacrificio o de la castración, habría entonces el ritmo eclíptico del trazo,
la celosía, la contracción abocular que da a ver "desde" lo invisto. "Antes" y "después"
dibujan en el tiempo o el espacio un orden que no les pertenece, ¿no es demasiado
evidente?

- Si tal fue en efecto la primera idea de esta exposición, se podrá siempre decir,
sin riesgo de error, que con ello Usted está intentando trascendentalizar, es decir
ennoblecer una discapacidad o una impotencia: su enceguecimiento al dibujo ¿no
responde acaso a una necesidad universal? ¿y por excelencia a una esencia del trazo, a
una invisibilidad inscrita a ras del trazo? En su pasión celosa, y hasta envidiosa, en su
impotencia herida, ¿no pretendería Usted ser más fiel al trazo, en su fin mas fino? En
cuanto al "gran dibujante", siguiendo su sugerencia, ¿no se esfuerza también él en vano,
hasta el agotamiento de un ductus o de un estilo, por capturar ese retiro del trazo, por
subrayarlo, por firmarlo finalmente – en una escarificación sin fin?

- Pero si lo confesara, ¿sería eso suficiente para descalificar mi hipótesis? Esta


retórica de la confesión en la que usted quiere confinarme, nos conduce al tercer aspecto:
la retórica del trazo. El retiro y re-trazo de la línea, lo que la retira en el momento en el
que el trazo se tira, ¿no es lo que deja la palabra? ¿Y en el mismo lance prohíbe separar el
dibujo del murmurio discursivo cuyo estremecimiento lo pasma? Esta pregunta no se
propone restaurar una autoridad del decir sobre el ver, de la palabra sobre el dibujo o de
la leyenda sobre la inscripción. Se trata más bien de comprender cómo pudo imponerse
esta hegemonía. Dondequiera que el dibujo hace consonancia y se articula con una onda
sonora y temporal, su ritmo compone con lo invisible: incluso antes de que retumbe la
máscara de una Gorgona [44] (pues un grito horrible podía acompañar su mirada), antes
de que haga de Usted un ciego de piedra. Es aún de manera figurada que hablamos de
retórica, para designar con un tropo suplementario este dominio inmenso: el dibujo de los
hombres. Porque aquí dejamos en reserva la pregunta por aquello que se llama
oscuramente el animal y que no es incapaz de traza. El límite que aquí dejamos en la
sombra parece tanto más movedizo por cuanto allí nos cruzamos necesariamente con las

25
"monstruosidades" del ojo, figuras zoo-teo-antropomorfas, injertos inestables o
proliferantes, híbridos inclasificables entre los cuales las gorgonas y los cíclopes son
apenas los ejemplos más conocidos. Se dice que la vista de algunos animales es más
potente, más aguda, más cruel también que la del hombre, y sin embargo carente de
mirada.
En todo caso el dibujo de los hombres no se moviliza nunca sin articularse con la
articulación, sin la orden dada con unas palabras (acuérdese del ángel Rafael), la orden
sin más, la orden del relato, por ende de la memoria, la orden de sepultar, la orden de la
plegaria, la orden de los nombres que hay que dar o bendecir. El dibujo viene en lugar del
nombre que viene en lugar del dibujo: para oírse llamar, como Dibutade, el otro o por el
otro. Tan pronto viene un nombre a hechizar el dibujo, incluyendo el sin-nombre de Dios
en cuanto abre el espacio de la nominación, un ciego se confabula con el vidente. Un
duelo y un dual interno se arman en el corazón mismo del dibujo.
El retiro y re-trazo trascendental convoca y prohíbe a la vez el autorretrato. No el
del autor y presunto signatario sino el del "punto-fuente" del dibujo, el ojo y el dedo, si se
quiere. Este punto se representa y al mismo tiempo se eclipsa. Se libra al autógrafo de ese
guiño que lo hunde en la noche, o mejor en el tiempo de ese día que declina donde el
rostro se sumerge: se arrebata a sí mismo, se descompone o se deja devorar por una boca
de sombra. Es lo que muestran algunos autorretratos de Fantin-Latour. [21-27] Es
aquello de lo que serían más bien las figuras, o la de-mostración. A veces en ellos la
invisibilidad se reparte, si se puede decir, entre los dos ojos. Por una parte está la fijeza
monocular de un cíclope narciso: un solo ojo abierto, el derecho, y firmemente arrestado
sobre su propia imagen. No la soltará pero es que la presa se le escapa necesariamente,
arrebata la carnada. Los trazos de un autorretrato son también los trazos y dardos de un
cazador fascinado. El ojo fijo se parece siempre a un ojo de ciego, a veces al ojo del
muerto, en ese preciso momento en que el duelo comienza: está todavía abierto, una
mano piadosa debería cerrarlo sin tardar, evocaría el retrato de un agonizante. Al mirarse
viendo, se ve también desaparecer en el momento en el que el dibujo trata
desesperadamente de recapturarlo. Pues este ojo de cíclope no ve nada, nada excepto un
ojo al que así priva de la visión de cualquier cosa. Vidente del vidente y no de lo visible,
él no ve nada. Este vidente se ve ciego. Por otra parte, y sería como la verdad nocturna
del ojo, el otro ojo se hunde ya en la noche, aquí ligeramente escondido, velado, retraído,
allí completamente indiscernible y fundido en una mancha, allende absorbido por la
sombra que le hace un sombrero de copa a modo de visera. De un enceguecimiento el
otro. En el momento del autógrafo, con la más intensa lucidez, el vidente ciego se
observa, hace observar...

- Usted dice todo el tiempo observar, hacer observar, etc. Le encanta la palabra...

- Sí, asocia la atención escópica con el respeto, con la deferencia, con la atención
de una mirada que sabe también cuidar sus miramientos, con el recogimiento de la
memoria que conserva o tiene en reserva. Aquí el signatario, que es también el modelo, el
objeto o el sujeto del autorretrato, hace observar entonces que se mira viendo el modelo
que es él también en un espejo del que nos da a ver la imagen: un dibujo de ciego que, en
dos tomas, en blanco y en negro, se muestra mientras dibuja. Muestra el movimiento o el
tocar y el tacto, con el gesto seguro de un cirujano. Pero de un cirujano que no mira, no

26
más que un ciego, sus manos. No voltea sus ojos ni hacia aquello que permanece entre
sus manos, la punta vertical u oblicua de un escalpelo, de un bastón o de un lápiz, ni
hacia aquello que reposa bajo sus manos, el cuerpo, la piel escarificada, el suelo o la
superficie de inscripción.
Nos aproximamos a lo que llamaba para comenzar la hipótesis de la vista – o
hipótesis intuitiva, hipótesis de la intuición. En general conjetura y percepción se
disocian. Incluso se opone la hipótesis a la intuición, es decir a la inmediatez del "veo"
(video, intueor), "miro" (aspicio), “estoy a la mira”, me sorprendo de ver, admiro (miror,
admiror). Aquí mismo, y es un paradigma, no podemos más que suponer la intuición. En
efecto en estos dos últimos casos (autorretrato del dibujante mientras dibuja y visto de
cara), es solo por hipótesis que le imaginábamos dibujándose a sí mismo en frente de un
espejo, y por ende haciendo el autorretrato del dibujante que está haciendo el autorretrato
del dibujante. Pero no es más que una conjetura, Fantin-Latour puede también mostrarse
en el momento de dibujar otra cosa (Autorretrato dibujando). Puede dibujarse de cara, de
cara a otras cosas o de cara a nosotros, pero no necesariamente de cara a sí mismo, como
otros se dibujan también de perfil; así El pintor dibujando (a la manera de Bruegel el
Viejo) [29] o el dibujante sentado de Van Rysselberghe [28] a quien se puede identificar
con el pintor, al menos por metonimia, pero de quien se puede también aprender, por
indicios necesariamente exteriores, que se trata de otro artista (para la ocasión
Charpentier).
¿Qué pone en luz esta conjetura? Para formar la hipótesis del autorretrato del
dibujante como autorretratista, y visto de cara, el espectador o el intérprete que somos
debe imaginar que el dibujante no fija sino un punto, uno solo, el foco de un espejo de
cara a él, es decir desde el puesto que nosotros ocupamos, cara a cara con él: lo que
puede ser el autorretrato de un autorretrato tan sólo para el otro, para un espectador que
ocupe el puesto de un foco único, pero en el centro de lo que debería ser un espejo. El
espectador entonces reemplaza y oscurece el espejo, enceguece al espejo produciendo,
poniendo en obra la especularidad buscada. La performancia del espectador, tal como es
esencialmente prescrita por la obra, consiste en dar un golpe de ceguera al signatario, y
por ende en reventar del mismo golpe los ojos del modelo o hacer que él, él mismo, el
sujeto (a la vez modelo, signatario y objeto de la obra) se reviente los ojos para verse y
así mismo para representarse con las manos a la obra. El autorretrato, si lo hubiera,
consistiría principalmente en asignar, por ende en describir al espectador su puesto, al
visitante, al vidente enceguecedor, desde la mirada de un dibujante que por una parte ya
no se ve, siendo el espejo necesariamente reemplazado por el destinatario que le da la
cara, por nosotros mismos, pero por nosotros que, de otra parte, en el mismo momento
en que somos instituidos como espectadores en lugar del espejo, ya no vemos al autor en
cuanto tal, no podemos ya en todo caso identificar al objeto, al sujeto y al signatario del
autorretrato del artista como autorretratista. En este autorretrato de autorretrato, la figura
de Fantin-Latour debería mirarnos mirándole según la ley de una reflexividad imposible y
enceguecedora. Para verse o mostrarse, no debería ver más que sus dos ojos, los suyos,
pero dos ojos de los que debe al punto hacer su duelo, justamente para verse, ojos que
debe al punto reemplazar, a este fin, en vista de esta representación, en lugar del espejo,
por otros, y que le vean, por los nuestros. Nosotros somos, por cierto, la condición de su
vista, y de su propia imagen, pero es también así que, como en El hombre de la arena de
Hoffmann [NOTA 59], hacemos saltar sus ojos para reemplazarlos en el instante: somos

27
sus ojos o el doble de sus ojos. Endeudamiento sin fondo, prótesis terrífica, y se puede
siempre suponer este espanto en la mirada del que dibuja, pero la hipótesis es tan
meduseante para el uno como para el otro.
No es apenas la hipótesis de lo especular o del duelístico dual imaginario. Pues un
espejo se inscribe también necesariamente en la estructura de los autorretratos de
dibujantes que están dibujando otra cosa. Pero entonces, además del espejo, hay que
suponer otro objeto, que por su parte no mira, un objeto sin ojos, objeto abocular, o al
menos (porque puede tratarse de un tercer ser provisto de ojos o de un aparato óptico) un
objeto que, desde su lugar, no tiene nada en vista. Sola, la tópica de un objeto abocular
salva a Narciso del enceguecimiento. Así al infinito, porque no hay objeto, como tal, sin
espectador supuesto: hipótesis de la vista.
Todavía, y todavía, hay que observar las diferencias: esta vez entre los retratos de
otro dibujante que está dibujando otra cosa (pero en todos los casos estos alogramas son
las figuras de autorretratos) y el autorretrato del autor como dibujante dibujando otra
cosa. [28] De cara al caballete, muy cerca de él, ¿es Van Rysselberghe o su modelo,
Charpentier, él mismo como otro dibujante sentado, anteojos sobre la nariz, los párpados
bajos, apretando un cigarrillo entre los dedos de una mano izquierda apoyada sobre una
pierna replegada mientras está visiblemente, ahora mismo, dibujando con la mano
derecha esa cosa sobre la cual se inclina pero que es también hurtada a nuestra vista? De
cara al caballete, pero con la distancia marcada por cierta reculada, no es acaso el autor,
él mismo (¿de quién decir él mismo en este caso?), de este "Pintor dibujando" ([29] a la
manera de Bruegel el Viejo)? Esta vez está de pie, sin anteojos y con los párpados bien
abiertos, apretando una paleta entre los dedos de su mano izquierda, el brazo replegado
sobre su pecho, mientras, con esa larga lanza que se queda así suspendida en la mano
derecha, no está visiblemente dibujando sino mirando, con ojos de pintor, a la distancia
conveniente, la linea ducta de un dibujo que esta vez vemos y leemos bajo sus pies, más
exactamente bajo su firma que es también la firma de un otro, y cuyas líneas miman el
ritmo de toda la escena, de una escena ella misma reflejada y desplazada, recogida en un
rincón: el alumno del maestro, humilde, es decir cercano a la tierra o al suelo, sentado, las
piernas replegadas, visiblemente dibujando, a la manera del maestro, esa cosa sobre la
que se inclina pero que es también hurtada a nuestra vista.
Se debería diferenciar aún más el esquicio de esta tipología. Pero en todos los
casos de autorretrato, sólo un referente no visible en el cuadro, sólo un indicio extrínseco
podrá permitir una identificación. La que restará siempre indirecta. Se podrá siempre
disociar al "signatario" y al "sujeto" del autorretrato. Trátese de la identidad del objeto
dibujado por el dibujante o del dibujante dibujado él mismo, sea el autor del dibujo o no,
la identificación resta probable, es decir incierta, substraída a toda lectura interna, objeto
de inferencia y no de percepción. De cultura y no de intuición inmediata o natural (aquí
se situaría en todo rigor la condición de una sociología del arte gráfico y de una
pedagogía de la mirada). Es por ello que el estatuto del autorretrato del autorretratista
conservará siempre un carácter de hipótesis. Depende siempre del efecto jurídico del
título, ese evento verbal que no pertenece al interior de la obra, solamente a su reborde
parergonal. El efecto jurídico convoca el tercero a testimonio, a su palabra dada, a su
memoria más que a su percepción. Como las Memorias, el Autorretrato aparece siempre
en la reverberación de muchas voces. Y la voz del otro comanda, hace retumbar el
retrato, lo convoca sin simetría ni consonancia.

28
Si lo que se llama autorretrato depende de este hecho de que se le llama
"autorretrato", un acto de nominación debería permitirme, a justo título, llamar
autorretrato cualquier cosa, no solamente cualquier dibujo ("retrato" o no) sino todo lo
que me pasa y de lo que puedo afectarme o dejarme afectar. Como Nadie y Persona, dirá
Ulises a punto de enceguecer a Polifemo. Aún antes de intentar una historia razonada del
retrato, aún antes de diagnosticar su declinación o su ruina ("el retrato periclita" decía
Valéry [NOTA 60]), se debe decir siempre del autorretrato: "si lo hubiera...", "si restara
alguno". Es como una ruina que no viene después de la obra sino que resta producida,
desde el origen, por el advenimiento y la estructura de la obra. En el origen fue la ruina.
Al origen llega la ruina, es lo que le ocurre ante todo, al origen. Sin promesa de
restauración. Esta dimensión de simulacro ruinoso jamás amenazó, por el contrario, el
surgimiento de una obra. Simplemente, hace falta saber, por ende sin duda hace falta ver
eso, que la ficción performativa que compromete al espectador en la firma de la obra no
da a ver si no a través del enceguecimiento que ella produce como verdad suya. Como
entrevista por los celos de una celosía. Aunque estuvieramos seguros que Fantin-Latour
se dibuja a sí mismo dibujando, no se sabrá nunca, al observar la sola obra, si se
muestra dibujándose o dibujando otra cosa – o incluso a sí mismo como otro. Y, además,
puede siempre dibujar justo esta situación, el hurto de aquello que le mira a Usted, y le
observa fijamente mientras Usted no ve de qué y de quién se trata. ¿Ve el signatario él
mismo lo que él le hace observar a Usted, lo habrá visto en algún presente?
Fantin osó decir de sí mismo: "Es un modelo que está siempre dispuesto; ofrece
todas las ventajas: es exacto, sumiso, y se le conoce antes de pintarle" [NOTA 61].
¿Tranquilidad estupefaciente o estupefacta? ¿Ironía soberbia del retratista como modelo?
El uno, el otro sabe al menos una cosa: que no podrá nunca ser accesible en cuanto tal, y
sobre todo al conocimiento, ni antes ni después. Se ha roto toda simetría entre él y él,
entre él, el espectáculo, y el espectador que también es él. No hay más que espectros.
Hace falta al menos, para salir de ahí, repartir los roles en el hétero-retrato, incluso ver en
la diferencia sexual. Así Picasso a Gertrude Stein: "Cuando la veo a Usted, no la veo."
Ella: "Yo sí, por fin me veo".
Desde el momento en que se considera, fascinado, congelado sobre la imagen,
pero desapareciendo a sus propios ojos en el abismo, el movimiento según el cual un
dibujante intenta desesperadamente recapturarse es ya, en su presente mismo, un acto de
memoria. Baudelaire lo sugería en El arte mnemónico, la puesta en obra de la memoria
no está al servicio del dibujo; ni tampoco lo conduce, como su amo o su muerte, ella es la
operación misma del dibujo, y justamente su puesta en obra. El fracaso de la recaptura de
la presencia de la mirada por fuera del abismo en el que se hunde no es un accidente o
una debilidad, figura el mismo chance de la obra, el espectro de lo invisible que ella da a
ver sin presentarlo jamás. Así como la memoria no restaura aquí un presente pasado, así
mismo la ruina del rostro – y del rostro arrostrado en el dibujo – no significa el
envejecimiento, el deterioro, la descomposición anticipada o esa mordedura del tiempo
de la que con frecuencia un retrato traiciona la aprensión. La ruina no sobreviene como
un accidente a un monumento ayer intacto. En el comienzo hay la ruina. Ruina es aquí lo
que le pasa a la imagen desde la primera mirada. Ruina es el autorretrato, este rostro
arrostrado como memoria de sí, lo que resta o reviene como un espectro tan pronto se
eclipsa una figuración a la primera mirada sobre sí. La figura ve entonces su visibilidad
encentada, pierde su integridad sin desintegrarse. Pues la inconclusión del monumento

29
visible se refiere a la estructura eclíptica del trazo, tan sólo notada, impotente para
reflejarse en la sombra del autorretrato [30]. Otras tantas proposiciones reversibles.
Podemos también leer los cuadros de ruinas como las figuras de un retrato, incluso de un
autorretrato.
De ahí el amor a las ruinas. Y que la pulsión escópica, el voyeurismo mismo, [31,
32] acecha la ruina originaria. Melancolía narcísica, memoria en duelo del amor mismo.
¿Cómo amar algo distinto de la posibilidad de la ruina? ¿De la totalidad imposible? El
amor tiene la edad de esta ruina sin edad – a la vez originaria, infante incluso, y ya vieja.
Dispensa trazos y dardos suyos, pone la mira, visita y ve sin ver, amor de ojos vendados,
"Este viejo infante, ciego arquero, y desnudo" dice Du Bellay de Cupido [NOTA 62].
La ruina no está ante nosotros, no es un espectáculo ni un objeto de amor. Es la
experiencia misma: ni el fragmento abandonado pero aún monumental de una totalidad,
ni únicamente, como pensaba Benjamin, un tema de la cultura barroca [NOTA 63]. No es
un tema, justamente, eso arruina el tema, la posición, la presentación o la representación
de cualquier cosa. Ruina: más bien esta memoria abierta como un ojo o el boquete de una
órbita ósea que le deja ver sin mostrarle a Usted nada del todo. Por y para no mostrarle
nada del todo. "Por y para" no mostrar nada en absoluto, es decir a la vez porque la ruina
no muestra nada del todo, y en vista de no mostrar nada del todo. Nada de la totalidad
que no se abra, se perfore o se ahueque al punto. Máscara de este autorretrato imposible
cuyo signatario se ve desapareciendo bajo sus propios ojos a medida que intenta
desesperadamente recapturarse en él. Memoria pensativa y ruina de lo que de antemano
es pasado, duelo y melancolía, espectro del instante (stigmè) y del estilo cuya punta
misma quisiera tocar el punto ciego de una mirada que se mira en los ojos y no está lejos
de hundirse en ellos hasta perder la vista por exceso de lucidez. Augenblick sin duración
"durante" el cual, con todo, el dibujante finge fijar el centro de la mancha ciega. Aunque
no pase nada, ni evento alguno tenga lugar, el signatario se enceguece para el resto del
mundo. Pero incapaz de verse, de manera propia y directa, mancha ciega o trazo
trascendental, se contempla también ciegamente, ataca su vista hasta el agotamiento del
narcisismo. La verdad de sus propios ojos de vidente, según el doble sentido de este
término, es la última cosa que se pueda sorprender, y desnuda, sin atributos, sin anteojos,
sin sombrero, sin venda sobre la cabeza, en un espejo. El rostro desnudo no puede
mirarse de cara, no puede mirarse en un espejo.
Esta última locución dice algo de la vergüenza o del pudor que hace parte del
cuadro. Lo compromete en el movimiento irreprimible de una confesión. Incluso cuando
todavía no hay crimen (realidad o fantasma), incluso si no hay Gorgona, ningún espejo-
escudo, gesto agresivo o apotropáico. Vergüenza o pudor, por cierto, superados apenas
para ser observados, guardados y resguardados, respetados y mantenidos a raya de
respeto, a condición de una parte de sombra. Pero también el miedo librado al
espectáculo, el ver-se-visto-sin-ser-visto, histrionismo y curiosidad, exhibicionismo y
voyeurismo: el sujeto del autorretrato deviene el miedo, se da y se hace miedo.
Pero como el otro, allá lejos, resta irreductible, como resiste a toda interiorización,
subjetivación, idealización en un trabajo de duelo, la astucia del narcisismo no termina
nunca. Lo que no se puede ver, uno puede todavía intentar reapropiárselo, calcular su
interés, el beneficio, la usura. Se puede describirlo, escribirlo, ponerlo en escena.
Se dibujará por una parte el artefacto: objetos técnicos destinados, como prótesis,
a suplir la vista, y ante todo a paliar esta ruina trascendental del ojo que lo amenaza y

30
seduce desde el origen, por ejemplo el espejo, los catalejos, los anteojos, los gemelos, el
monóculo [37, 38]. Pero como la pérdida de la intuición directa, ya lo vimos, es la
condición o la hipótesis misma de la mirada, la prótesis técnica tiene lugar, su lugar, antes
de toda instrumentalización, en la máxima proximidad del ojo, como un lente de
sustancia animal. Ella se desprende inmediatamente del cuerpo propio. El ojo se
desprende [NOTA 64], se lo puede desear, desear arrancarlo, incluso arrancárselo. Desde
siempre: la historia moderna de la óptica no hace más que representar o notar según
nuevas modalidades, una deficiencia de la vista llamada natural, comenzando en inglés
por los spectacles, como lo notábamos hace un momento, los anteojos del dibujante. De
ahí los autorretratos con anteojos. [34] El Autorretrato dicho con visera de Chardin por
cierto dice la visera, pues sumerge o protege los ojos del pintor en la sombra (como ese
otro fetiche desprendible, el sombrero cuyos bordes casi esconden los ojos de Fantin-
Latour en un autorretrato [23]). Mas por añadidura, y con igual celo, abriga y muestra a
la vez los mismos ojos detrás de unos anteojos cuyos montantes son visibles. El pintor
parece posar de cara, lo encara a Usted, inactivo e inmóvil. En el Autorretrato con
antiparras [35] (anteojos sin montantes, tal vez binóculo de trabajo), Chardin se deja ver
o se hace observar de perfil, parece más activo, tal vez un instante interrumpido, y
desviando los ojos del cuadro. [36] Pero es dibujando o pintando, la mano y el
instrumento visibles al borde del lienzo, como se representa en otro autorretrato. A este
respecto, se puede siempre considerar este autorretrato como un ejemplo entre otros en la
serie de Dibujantes de Chardin [NOTA 65]. ¿Alrededor de qué anda la brega, del
autorretato o de alguna otra cosa, de algún otro modelo? No sabríamos decidir. En los
tres casos, anteojos sobre los ojos, venda sobre la cabeza – no los ojos vendados sino esta
vez una cabeza vendada, expresión que puede siempre hacernos pensar, entre otras cosas,
en una herida: a ras del rostro al que no pertenecen, desprendibles del cuerpo propio
como fetiches, la venda y las antiparras siguen siendo los ilustres suplementos de estos
autorretratos y los mejor exhibidos. Tanto distraen cuanto concentran. Aquí el rostro no
se muestra desnudo, sobre todo no, lo que por supuesto desenmascara la desnudez misma.
Es lo que se llama mostrarse desnudo, mostrar la desnudez, el desnudo que no es nada sin
el pudor, el arte del velo, del cristal o del vestido.
Es posible también, por otra parte, sorprender lo que no se deja sorprender, se
pueden dibujar los ojos cerrados [39, 42]: visión extática, plegaria o sueño, [NOTA 66]
[40, 41, 43] máscara del muerto o del hombre herido (véanse los ojos del Autorretrato
dicho el hombre herido de Courbet [1854]) [NOTA 67].

- ¿Diría Usted entonces que el autógrafo del dibujo muestra siempre una máscara?

- Sí, con tal de recordar todos los valores de la máscara. Ante todo la
disimulación: [33] la máscara todo lo disimula salvo (de ahí la fascinación celosa que
ejerce) los ojos desnudos, única parte del rostro a la vez visible, por ende, y vidente, el
único signo de desnudez viviente que creemos substraído a la vejez y a la ruina. En
seguida la muerte: toda máscara anuncia la máscara mortuoria, participa siempre de la
escultura y del dibujo. Finalmente (en consecuencia, y esta deducción cuasi trascendental
no tiene ninguna necesidad de mito, de evento o de nombre propio) el efecto
"meduseante": la máscara muestra unos ojos en un rostro recortado que no es posible

31
mirar de cara sin verse significar la objetividad petrificada, la muerte o el
enceguecimiento.
Cada vez que se lleva una máscara, cada vez que se la muestra o dibuja, se repite
la hazaña de Perseo. A sus riesgos y peligros. Perseo podría llegar a ser el patrono de
todos los retratistas. Firma todas las máscaras. "Cada vez", decíamos, cada vez que una
máscara es llevada, sobre sí o a la mano, mostrada, exhibida, objetivada, designada, cada
vez es Perseo a la prueba del dibujo. De aquí que la historia de este hijo heroico no da
lugar solamente al relato de un evento. El mito figura también un índice, el dedo de un
dibujante o el trazo de una estructura. Sin encarar la mirada fatal de Medusa [44]
[NOTA 68], tan sólo a partir de su reflejo en el escudo de bronce pulido como un espejo,
Perseo ve sin ser visto, [47] cuando mira de lado para decapitar al monstruo o cuando
exhibe su cabeza para ahuyentar a sus enemigos amenazados de petrificación. [46, 45]
Ahí, una vez más, ninguna intuición directa, sólo ángulos y la oblicuidad de la mirada.
No olvidemos que todas estas escenas siguen siendo escenas de videncia, de predicción y
de filiación. El oráculo había anunciado a Dánae que, si tenía un hijo, éste mataría a su
abuelo. Éste último, Acrisios, el rey de Argos, hace encerrar a su hija, pero Zeus se
transforma en lluvia de oro para visitarla. El nacimiento subsiguiente es por lo tanto
heroico, mitad divino y mitad humano, como el de Dionysos a quien Perseo detesta y
cuyo padre, su padre común, se había mostrado como tal, por una vez, en el momento del
acoplamiento. Para cercenar la cabeza de Medusa tras el reto de Polidectes, el héroe había
tenido que multiplicar las etapas, y cada vez es una historia del ojo. Tiene que recibir de
las Ninfas el casco de Hades, la Kunea que vuelve invisible. Pero en su búsqueda de las
Ninfas visita primero a las abuelas, las Greas, hermanas de las Gorgonas: entre las tres no
tienen más que un ojo y un solo diente. Una de ellas vigila, mantiene el ojo siempre
abierto, y el diente presto a devorar. Perseo las expropia en el momento en que, en el
relevo de la guardia, por así decirlo, el ojo y el diente pasan de mano en mano y por ende
no pertenecen a nadie. Roba una especie de vigilancia sin sujeto. (Y el ojo único además
se desprende, circula entre los sujetos como un órgano instrumental, una prótesis
fetichizada, un objeto de delegación o de representación. Por otro lado, al hacer de él un
objeto parcial, todas las representaciones del ojo disociado o trabajado por un injerto se
inscriben en esta escena. Esto vale tanto para las representaciones anatómicas y
"objetivas" del ojo como, por ejemplo, para el Ojo con amapola de Odilon Redon). Tras
cercenar la cabeza de Medusa, tras haber escondido en su alforja esta potencia de muerte
que fascina, redobla y extravía la mirada del otro, Perseo escapa de las otras Gorgonas
gracias al casco de invisibilidad.
Es cada vez la astucia de una mirada oblicua o indirecta. Consiste en esquivar en
vez de enfrentar a la muerte que viene por los ojos. La muerte amenaza sea según el cruce
especular de las miradas (Perseo pone a jugar entonces un espejo contra el otro, mira a
Medusa en un espejo para no cruzar su mirada), sea según la unicidad del ojo fijo, la
vigilancia insomne, pero también el ojo de menos o de más, el ojo expropiable que se
puede robar, tomar en préstamo con usura, el ojo que hace falta no ver o el ojo abierto
como una herida, incluso dilatado como una boca abierta, cuyos labios párpados podrían
también abrirse, para exponerlo, sobre un sexo de mujer. Difícil no asociar a las Greas
con los Cíclopes. La historia de Polifemo [49] es la de un Cíclope, de un monstruo por
ende, mitad bestia, mitad dios, hijo de Poseidón, enamorado de Galatea, y de un gigante
embriagado y luego adormecido por la astucia de Ulises que entonces hinca en su ojo una

32
estaca endurecida al fuego: ojo único, ojo cerrado, ojo reventado. Por la astucia más que
por la fuerza (dolô oudè bièphin), y por alguien que se llama "nadie y persona" [NOTA
69]. Metis de Outis, el engaño que enceguece es astucia de nadie (outis, me tis, metis),
Homero juega más de una vez con estas palabras cuando Polifemo hace eco a la pregunta
del coro: (e me tis... e me tis): "¡La astucia, amigos míos! ¡la astucia! ¡y no la fuerza! ...
¿y quién me mata? ¡nadie!" Y Ulises, a su vez, hace retumbar las mismas palabras
firmando su astucia con su nombre de nadie y con su "metis". Al presentarse como Nadie
y Persona, se nombra y se borra al mismo tiempo: como persona y como nadie, lógica del
autorretrato. La astucia cruel de Nadie y Persona no deja sin embargo de dar en
espectáculo su triunfo. Es, en nuestra memoria poética, una de las descripciones más
terríficas de ojo reventado. ¿Ha sido dibujada alguna vez? ¿Se ha representado alguna vez
este movimiento de palanca del mochlos, de esa estaca con la punta de fuego que dibuja
un trayecto de barrena en el ojo ensangrentado de Polifemo?

"Y hacia atrás se tumbó, cayó de espaldas.


(...)
Metí entonces la estaca en el rescoldo (...)
Pronto estuvo la estaca muy caliente,
No obstante ser muy verde aquel madero;
entonces la saqué de entre el rescoldo,
se acercaron allí mis compañeros,
y los Dioses nos dieron valor firme.
Entre todos, los míos la cogieron
y en el ojo del Cíclope la hincaron
por la parte afilada puesta al fuego,
y la hacían girar con toda fuerza.
(…)
y así como hace el hombre algún taladro
de un bajel en el mástil con barreno,
y le ayudan abajo con correas,
así los míos, de la estaca asiendo,
hacíanla girar en aquel hueco.
De la rota pupila se elevaron
turbios vapores arrojando fuego,
y párpados y cejas se abrazaron.
[Como el broncista retemplando el hierro,
sumerge en agua fría el hacha al rojo,
o la grande segur, que en el momento
rechina con fragor, de igual manera
el ojo rechinaba del protervo,
alrededor de la afilada estaca.] [NOTA 70]
Mas despertando el monstruo de su sueño,
un rugido lanzó tan espantoso,
que tembló la montaña en sus cimientos.
Raudos huímos, mientras él sacaba
la estaca con humor sanguinolento,

33
lanzándola a distancia mientras a gritos,
en su ayuda llamaba compañeros
que vivían muy cerca en las cavernas
aledañas al antro del protervo .” [NOTA 71].

Ciclopia, cerca de Nápoles, nombre de un país cuyos primeros habitantes fueron


llamados Opikoi (nación de los ojos) por los primeros colonos griegos y cuyo otro
nombre fue oinotria, lo que los griegos interpretaban como "país del vino" (oinos =
vinum). Polifemo, famoso y charlatán, como su nombre podría indicarlo, parece escupir
lavas y rocas. Su clamor ebrio encarna la potencia volcánica (además los cíclopes,
gigantes errantes pero acostumbrados a las fraguas, pertenecen frecuentemente, como lo
vemos aquí [50], a las corporaciones de vulcanistas, de magos metalurgos [NOTA 72]),
es decir ese país horadado de cráteres, como otros tantos ojos en erupción. La Ciclopia,
"país de los ojos", escupe sin cesar lágrimas de cólera. El ojo de los Cíclopes da lugar a
representaciones heterogéneas. La descripción rara vez es fría o neutra. Un ojo, el
ojo-uno, el monóculo, jamás es un objeto. A veces [51] parece abierto a la manera de
una llaga cuyos labios carnosos sangran todavía: obscenidad de una cicatriz, sutura
imposible de la raja, genitalidad frontal. [49, 52] A veces la anomalía parece invisible o
banalizada: representación prohibida, como lo fue en ocasiones, o espectáculo a evitar,
exhibición de una discapacidad, exposición de un estrabismo equívoco o siniestro.
Hay que añadir a esta tipología una posibilidad: el dibujo de la propia máscara en
trampantojo. [53] El Autorretrato al trompe-l'oeil de Faverjon sería aquí ejemplar. El
presunto rostro del autor sale de un marco, pero al interior del marco. Desborda el retrato
para verle a Usted mirar lo que finge mostrarle con un índice replegado hacia el centro, a
saber un tercer ojo abierto cuyo párpado es levantado como un telón de teatro sobre una
escena que a su vez desborda el ojo, en la efusión indefinida del fantasma entóptico o de
la alucinación fascinada que se puede siempre interpretar – o prestar al autor.
Tomémoslo como pretexto para situar una traducción o una transferencia. Se
trata también de un titubeo tembloroso, así como la mano del dibujante o del ciego saca
su firmeza decisoria de un tanteo dominado, aquí el titubeo entre un pensamiento
trascendental y un pensamiento sacrificial del dibujo de ciego, un pensamiento de la
condición de posibilidad y un pensamiento del evento. Lo que importa es el titubeo entre
los dos, incluso si parece superado en la decisión incisiva, la que hace de los dos
pensamientos el suplemento o el vicario del otro. Porque no hay ni trascendentalidad pura
ni sacrificio puro. El pensamiento sacrificial parece apelar a un evento, más que a una
estructura. Por ello mismo parece más histórico, y el sacrificio significa siempre alguna
violencia (violencia de la astucia y del engaño, violencia del castigo, violencia de la
conversión y del martirio, enceguecimiento de los ojos heridos o del deslumbramiento),
incluso si aquello que entonces acontece a la vista oscila entre el fantasma y lo "real".
Esta violencia infligida está siempre en el origen del relato mítico o de la revelación que
abre los ojos y hace pasar de la luz sensible o del lumen naturale a la luz inteligible o
sobrenatural. Pero el evento, aquí lo que acontece a la vista, parece también anularse en la
estructura, es decir en el círculo del intercambio. Y es por eso que esta lógica histórica se
parece y puede siempre substituirse a una lógica trascendental que la figura o la especie
del evento trae cada vez a la memoria. Tal intercambio, vamos a verlo, puede tomar las
formas típicas – y siempre económicas – de la conversión entre la ceguera y el

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suplemento de clarividencia, incluso de providencia. El ciego puede siempre devenir el
vidente o el visionario. A título provisional, podríamos distinguir al menos entre los tres
tipos de violencia que acabamos de nombrar, el yerro (astucia o engaño), el castigo y la
conversión. Pero la lógica trascendental es bastante poderosa o retorcida para que estos
tres tipos se conviertan precisamente el uno en el otro. Se intercambian en verdad o se
toman el uno por el otro.
El ciego ante todo está sujeto al yerro, es el sujeto del yerro.
[8] El error de Coypel, por ejemplo, pone en escena a un hombre de ojos
vendados, más que a un ciego. Se engaña, sea que se engañe a sí mismo, casi
voluntariamente, o sea engañado, se deje engañar por deficiencia de su voluntad, sea que
intente a tientas engañar su propia ceguera. Pero ya que no ve, y es por ello ante todo que
está expuesto, desnudo, ofrecido a la mirada, a la mano, incluso a la manipulación del
otro, es también un sujeto engañado. Acechado por la caída o por el yerro. El otro puede
abusar de él: para hacerle caer o para substituirle esto por aquello. Paradigma: El ciego
engañado, de Greuze [54], el viejo ciego de quien se aprovecha una joven. Por ejemplo
(¿un ejemplo entre otros? me preguntaba sin duda mi sueño de duelo, de viejos y de
ojos), ¿no puede este mismo engaño favorecer a un hijo en lugar de otro, hacer pasar a un
hermano por otro, en el momento fatal de la bendición testamentaria o de la elección? El
engaño último e irreversible, el más monstruoso, el más trágico, el que compromete una
destinación histórica, ¿no es la substitución de infante en el momento de la herencia? A
Isaac, el viejo ciego, Rebeca hace creer que extiende la mano de la bendición sobre
Esaú, su hijo mayor, mientras lo ha substituido por Jacob. A través de su dimensión
ligera, infantil y lúdica, ¿acaso la intriga de la gallina ciega no alude a esa dirección que
se busca en la punta de los brazos extendidos, como en la Gallina ciega de Fragonard o la
Escena de Gallina Ciega de Bramer? [55, 56] ¿Acaso no se trata de designar un relevo
tocando, pero también nombrando a un sucesor en la noche? [57] ¿No se trata siempre
de un juego de manos, como en El ciego engañado, donde Greuze muestra la mano de un
viejo marido que sostiene la de su joven esposa, como si este contacto le tranquilizara en
la confianza y la certeza en el momento en que nosotros vemos a los dos jóvenes amantes
en el acto de traicionar y quizás muy pronto traicionados ellos mismos por la caída del
cántaro? [NOTA 73].

- Yo no lo juraría, pero poco importa: ¿acaso el paradigma de la bendición de


Jacob por Isaac no construía también secretamente el guión de su sueño de duelo, de
viejos y de ojos (los viejos ciegos, la amenaza sobre los hijos o los hermanos) o el duelo
con su hermano en torno a la potencia del dibujo, la astucia del hermano menor que
convierte su discapacidad en signo de elección secreta? Albur o arbitrariedad de los
significantes, Fortuna de ojos vendados que asigna los nombres propios: su sueño reparte
entre dos generaciones – es Usted más joven que los viejos ciegos pero también el padre
de los hijos amenazados – aquél cuyo nombre más visible, a menudo se lo recuerdan, está
en consonancia tanto con el de Jacob como con el de Isaac, comienza por uno, acaba por
el otro.

- Esa bendición de ciego es bien conocida, pero muchas veces mutilan su relato.
Dos inversiones, que son también repeticiones, convierten al enceguecimiento en
clarividencia providencial. En primer lugar, no es, como se cree a menudo, una astucia

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pérfida la que empuja Rebeca a engañar a Isaac, viejo y ciego, sustituyendo a Esaú por
Jacob. Su astucia anticipa, responde por adelantado al designio de Yahvé, que le había
anunciado: "Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se
dividirán. La una oprimirá a la otra; el mayor servirá al pequeño." [NOTA 74]. Rebeca
ve lejos hacia adelante, con los ojos de Dios, en el destino de Israel. En el momento en
que el anciano ciego bendice a Jacob cuyas manos están recubiertas con pieles de cabrito
para simular el cuerpo velludo de Esaú, uno hasta se pregunta si Isaac no presiente de
manera oscura, para acogerla desde ya, la decisión insondable de un Dios invisible, de
ese Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob que no se muestra nunca de cara y cuyos
caminos son secretos. Todo pasa entonces entre la palabra y las manos.
Ahora bien, ¿por qué acepta Isaac acepta bendecir a un hijo cuya piel velluda cree
reconocer al tacto, pero cuya voz declara no reconocer (“Jacob se acercó a su padre Isaac,
que lo palpó y dijo: ‘La voz es la de Jacob, pero las manos son las manos de Esaú’”
[NOTA 75])? Una vez descubierto el engaño, ¿por qué confirma sin reservas la
bendición que ha dado? ¿Por qué da a Esaú la orden de servir a su hermano? En segundo
lugar, ¿por qué Jacob, después del sueño de la escalera y la visión de Dios que le dice en
sueños: "Yo soy el Yahvé, el Dios de tu padre Abrahán y el Dios de Isaac. La tierra en
que estás acostado te la doy a ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo
de la tierra y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al mediodía; y por ti se
bendecirán todos los linajes de la tierra, y por tu descendencia. Yo estoy contigo..."
[NOTA 76], por qué Jacob enceguece a su vez y bendice a su vez al hijo menor de su hijo
Joseph, Efraín, y no al mayor, Manasé? ¿Por qué el viejo ciego Jacob, convertido en
Israel mismo, repite así la substitución que le había elegido y cruza sus manos en el
momento de la bendición? ¿Cómo se puede escoger, es decir también sacrificar a un hijo
o a un nieto, y por qué dos veces? ¿Cómo se capitaliza la ceguera sobre la cabeza de los
padres y de los abuelos? ¿Cuál interés? ¿Por qué esta usura de los ojos? ¿Por qué la
ceguera no es sólo el efecto de un sacrificio particular (se pierden los ojos o la vista, que
así serían sacrificados en el curso o a través de tal sacrificio – pero hay otros)? ¿Por qué
la ceguera es principalmente la experiencia misma del sacrificio en general, esta vez por
el lado del sacrificante? ¿Por el lado de la mano del sacrificante? En exergo a su ensayo
sobre Las afinidades electivas de Goethe, Benjamin cita a Klopstock: "A quien elige a
ciegas, el humo del sacrificio se le mete en los ojos" [NOTA 77]. ¿Por qué el sacrificio
enceguece en su momento mismo, sin ningún miramiento posible por lo que está en
juego? Y ello sea que se trate del acto de elección o de los seres elegidos – a menudo
elegidos para ser sacrificados: el hijo único, un hijo por otro – o la hija más invisible que
nunca. A menos que no sea lo contrario: ya no se ve porque se ve demasiado lejos y
demasiado bien – pero entonces resulta lo mismo, la misma hipótesis de la vista. ¿Por
qué por segunda vez este ciego, Jacob, tras haber sido él mismo elegido o bendito por un
padre ciego, Isaac, invierte a su vez el orden natural de las generaciones con miras a
obedecer a la providencia divina y a la observancia de su orden secreta?

"Los ojos de Jacob se habían nublado por la vejez, y no podía ver (...) José los
tomó a los dos, a Efraín con la derecha, a la izquierda de Israel [Jacob], y a
Manasés con la izquierda, a la derecha de Israel, y los acercó a éste. Israel
extendió su diestra y la puso sobre la cabeza de Efraín, aunque era el menor, y su

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izquierda sobre la cabeza de Manasés; es decir, que cruzó las manos, puesto que
Manasés era el primogénito." [NOTA 78]

Al representar el sueño de Jacob, como lo hace por ejemplo Rembrandt, [59]


quizás se recogen en la misma escena una visión (Dios aparece a Jacob), los ojos
cerrados del sueño y la videncia de los dos ciegos, Isaac y luego Jacob, la oscura lucidez
con la cual llevan a cumplimiento la providencia divina. Ésta pasa por sus manos de
ciego. Se inscribe al interior de estas manos guiadas por la mano de Dios, como si el
designio de Yahvé orientara sus líneas en la superficie de su piel, como si él hubiera
"trazado el retrato sobre la mano", para retomar una expresión de Diderot. Su Carta sobre
los Ciegos para uso de quienes ven describe en dos ocasiones esta visión "por la piel".
No solamente es posible ver "por la piel", sino que la epidermis de las manos sería como
un "lienzo" templado para el dibujo o la pintura:

"Saunderson, entonces, veía por la piel, esta envoltura era en él de una


sensibilidad tan exquisita, que se puede asegurar que con un poco de costumbre
habría llegado a reconocer a uno de sus amigos del que un dibujante le hubiese
trazado el retrato sobre la mano, y que habría pronunciado, a partir de la sucesión
de sensaciones excitadas por el lápiz: Es el señor fulano. Hay, por lo tanto, una
pintura para los ciegos, ésa para la cual su propia piel serviría como lienzo (...) A
las historias del ciego de Puisaux y de Saunderson podría añadir la de Dídimo de
Alejandría, de Eusebio el Asiático, de Nicasio de Méchlin, y algunos otros que
han parecido elevarse tan alto por encima del resto de los hombres, con un sentido
de menos, a tal extremo que los poetas habrían podido fingir, sin exageración, que
los dioses celosos les privaron de aquél por miedo a tener iguales entre los
mortales. Pues ¿qué era aquel Tiresias, que había leído en los secretos de los
dioses, y que poseía el don de predecir el porvenir, sino un filósofo ciego cuya
memoria nos ha conservado la Fábula?" Y en la Adición a la carta precedente:
“Sólo me falta exponer para Usted sus ideas en torno a la escritura, el dibujo, el
grabado, la pintura; no creo que al respecto sea posible tener ideas más cercanas a
la verdad (...) Fue ella la primera en hablar. ‘Si usted hubiera trazado sobre mi
mano, con un pequeño estilo, una nariz, una boca, un hombre, una mujer, un
árbol, con toda certeza no me equivocaría; incluso, si el trazo fuera exacto, no
dudaría en absoluto de mi capacidad de reconocer a la persona cuya imagen usted
hubiera producido: mi mano se volvería para mí un espejo sensible; pero la
diferencia de sensibilidad entre este lienzo y el órgano de la vista es grande.
Supongo entonces que el ojo sea un lienzo tela viviente de una infinita delicadeza;
el aire golpea el objeto, de este objeto es reflejado hacia el ojo (...) Si la piel de mi
mano igualara la delicadeza de sus ojos, vería por mi mano como Usted ve por sus
ojos, y a veces me hago a la idea de que hay animales que son ciegos y que no son
por ello menos clarividentes (...) Es la variedad de la sensación, y en consecuencia
de la propiedad de reflejar el aire en las materias que Usted emplea, lo que
distingue a la escritura del dibujo, el dibujo de la estampa, y la estampa del
cuadro’”. [NOTA 79]

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El autor de una Carta sobre los ciegos... y de los Salones no fue sólo un pensador
de la mimesis hechizado por la ceguera, supo también escribir, "en las tinieblas", una
carta de amor a ojos vendados, una carta "por primera vez” dibujada "sin ver". Supo
escribir:

"Escribo sin ver. Vine. Quería besar su mano y regresar. Regresaré sin esa
recompensa. Pero no sería yo acaso recompensado a suficiencia, al haberle
mostrado cuanto la amo. Son las nueve. Le escribo que la amo, al menos quiero
escribírselo; pero no sé si la pluma se presta a mi deseo. ¿No vendría usted para
yo decírselo y huir? Adiós, mi Sophie, buenas noches. Así que su corazón no le
dice que estoy aquí. Ésta es la primera vez que escribo en las tinieblas. Esta
situación debería inspirarme cosas muy tiernas. Sólo experimento una, y es que no
podría salir de aquí. La esperanza de verla un momento me retiene, y sigo
hablándole, sin saber si estoy formando letras. Donde no haya nada, lea Usted que
la amo." (a Sophie Volland, 10 de Junio 1759).

Sujeto a yerro, el ciego es también el sujeto del castigo. Al prestársele un sentido,


el golpe que hace perder la vista inscribe el sacrificio en la representación económica de
una justicia. Fatalidad tanto más implacable por cuanto sigue una ley de retribución o de
compensación, de intercambio y de equivalencia. La lógica del castigo recubre la ley de
la absolución. La punición puede anular el mal o producir incluso un beneficio (interés,
usura de los ojos perdidos). Orión se ve en dos ocasiones sancionado por la violencia de
su deseo. Pierde la vista, luego la vida. Pero el fuego solar le devuelve la vista cuando,
con los ojos reventados por Enopión, el padre de Mérope, y guiado por Cedalión a quien
carga sobre los hombros, Orión se encamina hacia el astro deslumbrante, ese otro ojo,
[60, 61] ese ojo del otro que le ve venir. Es verdad que, de revancha, el veneno solar de
un escorpión le da la muerte por orden de Artemisia. Pero una revancha restablece
también la equivalencia o la equidad.
Volviéndose así martirio, por ende testimonio, el enceguecimiento es a menudo el
precio a pagar para quien debe por fin abrir los ojos, los propios o los de otro, a fin de
recobrar una vista natural o el acceso a una luz espiritual. La paradoja estriba en que el
ciego deviene así el mejor testigo, un testigo elegido. Por lo demás un testigo, en cuanto
tal, es siempre ciego. El testimonio substituye el relato a la percepción. No puede ver,
mostrar y hablar al mismo tiempo, y el interés de la atestación, como del testamento, se
refiere a esta disociación. Ninguna autentificación puede mostrar, presentemente, lo que
ve el más seguro testigo, o mejor lo que ha visto y de lo que guarda memoria si no ha
sido llevado por el fuego (y en cuanto a los testigos de Auschwitz, como de todos los
campos de exterminio, he aquí un recurso abominable para las denegaciones
"revisionistas").
Así que se trata siempre de regresar de un extravío, de restituir una destinación,
de rendir lo que se debería haber tenido en vista para no perderlo. El mismo castigo de
Elimas, [62] a quien por lo demás será rendida la vista, rinde al procónsul una fe de la
que el mago procuraba desviarlo. Saúl, que es también Pablo, le "mira entonces fijamente
en los ojos". Se le ve también apuntar su dedo en la misma dirección, a la izquierda del
dibujo de Giulio Clovio, y las manos de todos los personajes están extendidas: las unas

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hacia las otras, pero también hacia el centro de una presencia invisible que orienta todos
los cuerpos. Previendo lo que va a ocurrir, Pablo anuncia entonces a Elimas que la mano
del Señor está a punto de entenebrecerle, pero provisoria y providencialmente. "‘Tú,
repleto de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia, ¿no
dejarás ya de torcer los rectos caminos del Señor? Pues ahora, mira la mano del Señor
sobre ti. Te quedarás ciego y no verás el sol hasta un tiempo determinado.’ Al instante
cayeron sobre él oscuridad y tinieblas y daba vueltas buscando quien le llevase de la
mano. Entonces, al ver lo ocurrido, el procónsul creyó, impresionado por la doctrina del
Señor.” [NOTA 80]
¿Se traducirá enceguecimiento por castración? ¿Hay todavía algún interés en esa
cuestión? Para ilustrar la "verdad" masiva de este axioma freudiano (pero lo que ponemos
aquí en observación – o en memoria, y de ciego – es la cuestión de la verdad), está
disponible todo el material de una demostración fácil y clamorosa en la historia de
Sansón. Éste pierde todos los atributos o todos los substitutos fálicos, los cabellos y luego
los ojos, una vez que la astucia de Dalila ha burlado su vigilancia para librarle a una
suerte de sacrificio, un sacrificio físico. No es sólo una figura de la castración,
figura-castración, él mismo se convierte, de pies a cabeza, en cierto modo como todos los
ciegos, los tuertos o los cíclopes, en una imagen faloide, un sexo develado, vagamente
obsceno e inquietante ("¿Qué buscan en el cielo, todos estos ciegos?"), tendido hacia el
lugar invisible y amenazante de su deseo, en un movimiento enérgico, determinado pero
incontrolable, todo en potencia, potencialmente violento, a tientas y a la vez seguro, entre
la erección y la caída, tanto más carnal, animal incluso, en cuanto desde que la vista no le
resguarda, especialmente de los gestos impúdicos. Más desnudo que cualquier otro, un
ciego deviene virtualmente su propio sexo, se confunde con él porque no lo ve, y al no
verse expuesto a la mirada del otro, es como si hubiese perdido hasta el sentido del pudor.
En suma, decía Lutero [NOTA 81], el ciego no tiene vergüenza. Siguiendo la analogía
entre el sexo y el ojo, ¿no se puede decir que el ojo del ciego, el ciego mismo, recibe su
extraña familiaridad, su inquietante extrañeza del hecho de ser más desnudo? ¿Expuesto
desnudo sin saberlo? ¿Indiferente a su desnudez, a la vez menos y más desnudo que
cualquier otro por este hecho? Más desnudo porque se ve entonces el ojo mismo,
exhibido de golpe en su cuerpo opaco, órgano de carne inmóvil, despojado de la
significación de la mirada que llegaba simultáneamente a animarle y velarle.
Inversamente, el cuerpo mismo del ojo, en cuanto ve, desaparece en la mirada del otro.
Cuando miro a alguien que ve, la significación viviente de su mirada me disimula, en
cierto modo y en cierta medida, ese cuerpo del ojo que en el ciego, por el contrario,
puedo fácilmente fijar, y hasta la indecencia. De lo que se deduce que en regla general –
una regla muy singular, y apta para disociar el ojo y la visión – tanto más somos ciegos al
ojo del otro cuanto más este último se muestra capaz de ver y nosotros de intercambiar
con él una mirada. Ley del quiasmo en el cruce o el no-cruce de las miradas: la
fascinación por la vista del otro es irreductible a la fascinación por el ojo del otro, incluso
incompatible con ella. Este quiasmo no excluye, por el contrario convoca el hechizo de
una fascinación por otra.
¿Acaso no es sensible la obscenidad fálica en ese dibujo holandés del siglo XVII
[64] en el que se ven tantas manos que se levantan o se abaten sobre Sansón? El cuerpo
es poderoso, demasiado poderoso. Tenso al extremo, oblicuo, expuesto, casi desnudo, se
ve ofrecido a presas violentas y como atravesadas por el deseo. Gestos ávidos, codiciosos

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e impacientes de todos estos soldados que buscan el contacto de su piel con el pretexto de
dominar la fuerza sobrehumana de este falo turgente e inasible. Se piensa en una escena
de violación colectiva. Mientras unas manos inmovilizan el cráneo liso, se ve un puñal
que revienta el ojo derecho. Mechones abundantes ya son recortados, algunos
abandonados en parte sobre el suelo, pero casi todos recogidos en una fuerte melena en
la mano derecha de un Filisteo que en la mano izquierda sostiene unas tijeras victoriosas
y amenazantes.
Sansón, la víctima del castigo, es también un elegido de la providencia divina.
Durante el cautiverio de Israel entre los Filisteos (el pueblo había sido ya castigado y
obligado a expiar sus pecados), el ángel de Yahvé anuncia a la madre estéril de Sansón
que tendrá un hijo. Él dará inicio a la salvación de Israel, pero "la navaja de afeitar no
pasará por su cabeza". Después de haber tomado esposa entre los Filisteos no circuncisos,
después de todas las peripecias que le conducen al cautiverio y luego al enceguecimiento,
después de haberse Dios "retirado lejos de él", invoca a Yahvé que le rinde sus fuerzas.
Sansón va a salvar a su pueblo sacrificándose junto con los Filisteos tras haber podido
empinar una vez más su energía. Columna contra columna, columna entre las columnas,
y que se abaten: la una hace caer a las otras, sobre todos y sobre ella misma. Este
sacrificio significa también el intercambio, la venganza capital, y capitalizada (no sólo
ojo por ojo, sino "una sola venganza para dos ojos"), es decir una usura de la memoria:
“Sansón invocó a Yahvé y exclamó: ‘Señor Yahvé, dígnate acordarte de mí, hazme fuerte
aunque sólo sea esta vez, oh Dios, para que de un golpe me vengue de los filisteos por
mis dos ojos.' Y Sansón tanteó las dos columnas centrales sobre las que descansaba el
edificio, se apoyó en ellas, en una con su brazo derecho, en la otra con el izquierdo, y
grito: ‘¡Muera yo con los filisteos!’. Apretó con todas sus fuerzas y el edificio se
derrumbó sobre los tiranos y sobre toda la gente allí reunida. Los muertos que mató al
morir fueron más que los que había matado en vida” [NOTA 82] "Una sola venganza por
dos ojos", "los muertos... más": en esta lógica del suplemento sacrificial, hay siempre una
recompensa de la ruina, el beneficio de una usura, en breve una hipoteca de los ojos y una
prima de enceguecimiento.
Es este cálculo ciego y providencial, esta apuesta sobre el enceguecimiento que
Milton traduce en el autorretrato que Samson Agonistes no deja de ser. Como Sansón, el
poeta ciego es el elegido de Dios, un castigo terrible llega a ser el precio a pagar por una
misión nacional y una responsabilidad política. Y el ciego recobra, conserva y guarda en
mira, compensa en luz espiritual o interior así como en lucidez histórica eso a lo que sus
ojos de carne deben renunciar. La ceguera no hace más que iluminar los "ojos de
adentro":
"But he, though blind of sight,
Despised and thought extinguished quite,
With inward eyes illuminated,
His fiery virtue roused
From under ashes into sudden flame..." [NOTA 83]

Pero la pregunta sigue viva para Sansón, en carne viva, aunque cerrada sobre un
secreto: si la interioridad de la luz es la vida del alma, ¿por qué fue confiada a la
exterioridad del cuerpo, encarcelada, "confinada" en un globo tan vulnerable como el
ojo?

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"Since light so necessary is to life,
And almost life itself, if it be true
That light is in the soul,
She all in every part, why was the sight
To such a tender ball as th'eye confined?" [NOTA 84]

Conjetura bastante difundida: los ataques de los que Milton fue objeto habrían
empeorado el estado de su glaucoma. Sus enemigos no dejaron de ver en el
enceguecimiento que lo azotó hacia 1652 un castigo que él mismo interpretaba como el
sacrificio a una "noble causa" (la revolución, el regicidio, la defensa del divorcio).
Sacrificio, por cierto, pero un sacrificio recompensado o sin más motivado por un don de
profecía visionaria. Es lo que le dice su amigo Marvell, el autor de "Eyes and tears", que
lo compara con Tiresias:
"Where couldst thou words of such compass find?
Whence furnish such a vast expense of mind?
Just Heav'n thee like Tiresias to requite
Rewards with Prophecy thy loss of sight" [NOTA 85]

Es, en suma, en el curso de una guerra contra los Filisteos no circuncisos que el
héroe de Gaza perdió la vista. Su prueba pertenece entonces también a un archivo de la
justicia o del castigo político-militar. Se podría citar ante un tribunal imaginario o colgar
al muro de la misma galería todos los generales condenados a perder la vista o a ver sus
ojos vendados, todos los "Belisario" de la Antigüedad, el de David y el de su rival
Peyron, y todos los "Drouot" de los concejos de guerra modernos [NOTA 86]. [64, 65]

- Suponiendo que yo le crea, si de verdad el ciego es el sujeto del yerro o del


castigo, ¿puede ello dar lugar a esa conversión que Usted anunciaba? ¿Cómo puede el
enceguecimiento subvertir, revolcar así al sujeto? ¿Volteándole hacia qué? ¿Una versión
hacia quién?

- Cada vez que un castigo divino se abate sobre la vista para significar el misterio
de una elección, el ciego se convierte en el testigo de la fe. Una conversión interna parece
transfigurar ante todo la luz misma. Conversión del adentro, conversión por dentro: para
iluminar por dentro el cielo espiritual, la luz divina hace la noche por fuera en el cielo
terrestre. Este velo entre dos luces es la experiencia del deslumbramiento, ese mismo que
por ejemplo derriba a Pablo sobre el camino de Damasco. Una conversión de la luz le
hace literalmente caer de espaldas. [66, 67] Muchas veces también el caballo es
violentamente echado al suelo, volcado o derribado en la misma caída, a veces también
sus ojos volteados, como su amo, hacia la fuente enceguecedora de la luz o de la palabra
divina. En la pintura del Caravaggio (Roma, Santa Maria del Popolo), [68] sólo el
caballo queda de pie. Tendido de espaldas sobre la tierra, los ojos cerrados, los brazos
abiertos y levantados al cielo, Pablo yace volteado hacia la luz que le hizo caer de revés.
La claridad parece descender sobre él como si fuera reverberada por su misma bestia.
Además de su llamado en la Epístola a los Gálatas [NOTA 87], la conversión aparece
descrita en tres ocasiones en los Hechos de los Apóstoles. El primer relato no es de la
boca de Pablo (o Saúl) y constituye una narración más visual del evento:

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“... cuando estaba cerca de Damasco, de repente le envolvió una luz venida del
cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: ‘Saúl, Saúl, ¿por qué me
persigues?’. Él preguntó: ‘¿Quién eres, Señor?’. Y él: ‘Yo soy Jesús, a quien tú
persigues. Pero levántate, entra en la ciudad y te dirán lo que debes hacer’. Los
hombres que iban con él se habían detenido mudos de espanto, pues oían la voz,
pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo y, aunque tenía sus ojos bien
abiertos, no veía nada. Le llevaron de la mano y le introdujeron en Damasco. Pasó
tres días sin ver, y sin comer ni beber.” [NOTA 88]

Es en el curso de una visión que Dios aparece ante el discípulo Ananías al que
confía la misión de posar las manos sobre Saúl durante una plegaria (y también en el
curso de una visión de Saúl: relato de una visión en la visión). Y ello "para hacerle ver":
“Y el Señor (a Ananías): ‘Levántate y vete a la calle Recta y pregunta en casa de
Judas por uno de Tarso llamado Saulo; mira, está en oración y ha visto que un
hombre llamado Ananías entraba y le imponía las manos para recobrar la vista.’
(...) Fue Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y le dijo: ‘Saúl, hermano,
me ha enviado a ti el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde
venías, para que recobres la vista y te llenes del Espíritu Santo’. Al instante
cayeron de sus ojos unas como escamas y recobró la vista; se levantó y fue
bautizado. Tomó alimento y recobró las fuerzas." [NOTA 89]

Las dos otras versiones son así mismo memorias, las confesiones o el autorretrato
de un converso. Saúl habla en primera persona. Insiste mayormente en la figura del ciego
como testigo. Privilegio del ciego, habrá escuchado, no menos que visto:
“caí al suelo y oí una voz que me decía: ‘Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?’ (...)
Los que estaban vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba.” Luego
es la palabra de Ananías: " ‘El Dios de nuestros padres te ha destinado para que
conozcas su voluntad, veas al Justo y escuches la voz de sus labios, pues le has de
ser testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído.' (...) Habiendo vuelto
a Jerusalén y estando en oración en el Templo, caí en éxtasis; y le vi a él que me
decía: ‘Date prisa y marcha inmediatamente de Jerusalén, pues no recibirán tu
testimonio acerca de mí’.” [NOTA 90]

En el segundo relato autobiográfico, el testimonio de la conversión ve su


destinación aún mejor asignada. Se trata esta vez de convertir a los otros y de voltear
hacia la luz sus ojos por fin abiertos, de desviarlos de las tinieblas y de Satán (ángel de
luz pero también del enceguecimiento) para llamarlos de vuelta a Dios:
“... pues me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas
que de mí has visto como de las que te manifestaré. Yo te libraré de tu pueblo y
de los gentiles, a los cuales yo te envío, para que les abras los ojos; para que se
conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios (...) ‘Así pues,
rey Agripa, no fui desobediente a la visión celestial, sino que (...) he predicado
que se convirtieran y que se volvieran a Dios haciendo obras dignas de
conversión.’” [NOTA 91]

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Enceguecimiento de tornasol, conversión que tuerce la luz y la hace girar sobre sí
misma hasta el vértigo, desvanecimiento del deslumbrado que se ve pasar de la claridad a
más claridad, quizás al exceso de sol. Esta clarividencia de lo demasiado evidente, es la
locura de Pablo. De la que se acusa a los libros, en otras palabras la visibilidad de la
palabra invisible: "Estás loco, Pablo, las muchas letras te hacen perder la cabeza" le grita
Festo. Apostemos, la confesión de Pablo, el autorretrato de esta luz loca, habrá
representado el modelo del autorretrato, del que nos ocupa aquí en su misma ruina...

- ¿Del suyo?

- De cualquiera que diga "el mío", entre nosotros, en nuestra cultura. Es lo que
llamo también la hipótesis de la vista, es decir el suspenso de la mirada, su "época"
(epoché quiere decir interrupción, arresto, suspensión, y a veces suspensión del juicio,
como en la skepsis de la que hablábamos al comenzar). Ningún autorretrato sin confesión
en la cultura cristiana. El autor del autorretrato no se muestra, no enseña nada a Dios que
ya lo sabe todo de antemano (Agustín no cesa de recordarlo). El autorretratista por ende
no lleva al conocimiento, confiesa una falta y pide perdón. "Hace" la verdad, es la palabra
de Agustín, hace la luz de este relato para acrecentar el amor de Dios en él, por "amor de
tu amor" [NOTA 92]. En el corazón de las Confesiones, cuando el autorretratista conjura
las tentaciones de la vista e invoca esta conversión de la luz a la luz, del afuera al adentro,
lo que desfila entonces es una teoría de los ciegos. Todos los Tobit de la Escritura son
convocados en su memoria, e Isaac y Jacob. Excepto Pablo, en razón o a pesar del hecho
de que es él aquí el modelo más próximo, la mancha ciega en este punto de las
Confesiones que giran ellas también en torno a una conversión.
Y el mal viene tanto de las formas como de los colores:
"Resta el deleite de estos ojos de mi carne (...) Aman los ojos las formas bellas y
variadas, los claros y amenos colores. No posean estas cosas mi alma; poséala
Dios (...) Porque la misma reina de los colores, esta luz, bañando todas las cosas
que vemos, en cualquier parte que me hallare durante el día, me acaricia
(blanditur mihi) y se me insinúa de mil modos, aun estando entretenido en otras
cosas y sin fijar en ella la atención. Y con tal vehemencia se insinúa, que si de
repente desaparece es buscada con deseo, y si falta por mucho tiempo se contrista
el alma. ¡Oh luz!, la que veía Tobías cuando, cerrados sus ojos, enseñaba al hijo
el camino de la vida y andaba delante de él con el pie de la caridad, sin errar
jamás. O la que veía Isaac cuando, entorpecidos y velados por la senectud sus ojos
carnales, mereció no bendecir a sus hijos conociéndoles, sino conocerles
bendiciéndoles. O la que veía Jacob cuando, ciego también por la mucha edad,
proyectó los rayos de su corazón luminoso sobre las generaciones del pueblo
futuro, prefigurado (praesignata) en sus hijos, y cuando puso a sus nietos, los
hijos de José, las manos místicamente cruzadas, no como su padre de ellos
exteriormente (foris) corregía, sino como él interiormente (íntus) discernía. Ésta
es la verdadera luz, luz única, y que cuantos la ven y aman se hacen uno (ipsa est
lux, una est et unum omnes, qui vident et amant eam). Pero esta luz corporal de
que antes hablaba, con su atractiva y peligrosa dulzura, sazona la vida del siglo a
sus ciegos amadores (condit vitam saeculi caecis amatoribus); mas cuando
aprenden a alabarte por ella, ¡oh Dios creador de cuanto existe!, la convierten

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(assumunt eam) en himno tuyo, sin ser asumidos por ella (non assumuntur ab ea)
en su sueño." [NOTA 93]

San Agustín denuncia la luz del siglo, y el siglo mismo está definido por la luz
carnal, y al mismo tiempo el sueño que cierra nuestros ojos a la verdadera luz del adentro.
Pero acusa también a las obras de arte, especialmente las pinturas, otras tantas
seducciones que “han añadido los hombres a los atractivos de los ojos, siguiendo fuera lo
que ellos hacen dentro, y abandonando dentro al que los ha creado, y destruyendo aquello
que les hizo”. Las Confesiones se dan como un testimonio destinado a los hermanos
cristianos, pero esta atestación es un discurso en forma de autorretrato sobre esta ruina y
sobre este sacrificio. La confesión “erige ojos invisibles” contra la “concupiscentia
oculorum”:
“Resisto a las seducciones de los ojos, para que no se traben mis pies, con los que
me introduzco en tu camino. Y levanto hacia ti mis ojos invisibles (et erigo ad te
invisibiles oculos), para que tú libres de lazo a mis pies. Tú no cesarás de
librarlos, porque no cesan de caer en él. Sí, no cesarás de librarlos, no obstante
que yo no cese de caer en las acechanzas esparcidas por todas partes, porque tú,
que guardas a Israel, no dormirás ni dormitarás. ¡Cuán innumerables cosas, con
variadas artes y elaboraciones en vestidos, calzados, vasos y demás productos por
el estilo, en pinturas y otras diversas invenciones (picturis etiam diversisque
figmentis) que van mucho más allá de la necesidad y conveniencia y de la
significación religiosa que debían tener, han añadido los hombres a los atractivos
de los ojos, siguiendo fuera (foras) lo que ellos hacen dentro, y abandonando
dentro (intus) al que los ha creado, y destruyendo (exterminantes) aquello que les
hizo. Mas yo, Dios mío y gloria mía, aun por esto te canto un himno y te ofrezco
como a mi santificador el sacrificio de la alabanza.” [NOTA 94]

¿Acaso San Agustín estaría así condenando la seducción de toda pintura


cristiana? Para nada, con tal que la salve una conversión. Una especie de alegoría ordena
entonces la visión carnal a la visión divina. La alegoría, en este caso, no excluiría la
analogía – al contrario. Tal conversión alegórica recordaría una relación de semejanza
entre el ojo humano y ese ojo divino que es a la vez la única fuente de luz, la visibilidad
misma, y el lugar de una visión monocular. El himno cantaría la alabanza del ojo divino
sólo al mirarlo, mirándose guardado y resguardado a la mira de Dios. Así como los
“ciegos amadores del siglo” pueden salvarse porque toman en sí y asumen (assumunt) “la
luz corporal” para alabar la luz del señor, así salva el pintor su pintura al mostrar este
intercambio de miradas, a la vez especular y jerarquizado, orientado por lo tanto,
respetuoso de la distancia infinita que contempla, disimétrico (espejo de lo alto a lo bajo
o de lo bajo a lo alto): entre la visión humana y la visión divina. La pintura deviene esta
alegoría, muestra el intercambio de miradas que hace posible la pintura. Sea cual sea su
sobrecarga simbólica [NOTA 95], la Alegoría sagrada de Jan Provost, [69] de la que
no es éste un análisis, debe siempre poder contemplarse como la representación o la
reflexión de su propia posibilidad. Pone en escena la apertura de la pintura sagrada, una
auto-presentación alegórica de ese “orden de la mirada” al que debe someterse un dibujo
cristiano. No más que cualquier otra vez, esta puesta en obra de la auto-presentación no
suspende la referencia al afuera, como se cree tan a menudo y tan ingenuamente. El deseo

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de auto-presentación nunca coincide consigo mismo, y es por eso que el simulacro tiene
lugar. Jamás el ojo del Otro lo convoca tan soberanamente al afuera y a la diferencia, a la
ley de desproporción, de disimetría y de expropiación. Y es la memoria misma. Para así
“contemplar” este cuadro, la mirada debe volverse cristiana, no ya convertida sino en
curso de conversión, aprendiendo a ver la condición divina del cuadro mismo.
Aprendiendo a ver bajo esta condición, cosa imposible sino es en el himno o en la
plegaria.
Un dibujo cristiano debería ser un himno, una alabanza, una plegaria, un ojo que
implora, un ojo de manos juntas, la imploración erigida, una imploración de surrección y
de resurrección (todo aquí se vuelve ascensión y verticalidad de la mirada, salvo el ojo de
Dios sin el cual todo se enceguecería), como los ojos del hijo y de la madre que miran en
la misma dirección. Imploración, revelación, sacrificio (el Cordero inmolado tiene él
también entre sus patas, como tantos otros ciegos, el estandarte levantado de la
salvación), esta alegoría no muestra el ojo del Otro sino es desvelando la alegoría del
apocalipsis misma, la alegoría del dibujo como apocalipsis. Porque éste muestra un
apocalipsis, como lo sugiere la alusión al Apocalipsis de Juan, al libro “sellado con siete
sellos” [NOTA 96]. Ahora bien, su nombre lo indica, el apocalipsis no es más que
revelación o puesta al desnudo, desvelamiento que hace visible, verdad de la verdad: la
luz que se muestra ella misma. Éste es un apocalipsis de la pintura – como pintura
cristiana. Todo está aquí a la vez volcado y puesto de nuevo en orden, de arriba abajo y
del principio al fin. Pero el segundo sentido del apocalipsis no viene a injertarse de
manera secundaria sobre el primero, y si la revelación o la contemplación (Hazôn)
ilumina aquello que desde ya y desde siempre estaba allí, si el apocalipsis muestra este
allí, desvela también según el evento de una catástrofe o de un cataclismo. El orden y la
ruina ya no se disocian en el origen del dibujo, ni la estructura trascendental y el
sacrificio, menos aún cuando este último muestra a la vez su origen, la condición de su
posibilidad y la venida de su evento: una obra. Una obra es a la vez el orden y su ruina.
Que se lloran. Deploración e imploración velan una mirada al momento mismo de
desvelarla. Rezando al borde de las lágrimas, la alegoría sagrada hace algo. Hace llegar,
hace venir a los ojos produciendo un evento; es apocalipsis, de lo cual sería incapaz la
visión ella sola si diese lugar únicamente a una constatación representativa, a la
perspicacia, a la teoría o el teatro, si no estuviese ya en potencia de apocalipsis.
Encegueciéndose a la visión, velándose la vista, por ejemplo implorando, quizás algo se
hace de y con sus ojos. Se hace algo a los ojos.
Memorias y autorretrato, las Confesiones de San Agustín cuentan sin duda una
prehistoria del ojo, de la visión o de la ceguera. Pero antes de decir por qué las he leído
siempre como el gran libro de las lágrimas, quisiera evocar aquí las contra-confesiones
dionisíacas de otro ciego, el Ecce Homo de Nietzsche. Se trata siempre de un duelo a
contra-luz entre Dionisos y su otro, su medio hermano, Perseo o Apolo, dios de la luz y la
mirada, de la forma o de la figura, el éxtasis apolíneo que produce "principalmente la
irritación del ojo que da al ojo la facultad de visión" (El Crepúsculo de los Ídolos). Por
cierto, entre Apolo y Dionisos es posible, si le creemos a Nietzsche, "una alianza
fraternal," [NOTA 97] pero tras una guerra de los ojos y una escena apotropáica entre
hermanos enemigos. Nietzsche ve a Medusa entre los dos, como una figura de muerte. El
nacimiento de la tragedia había descrito las fiestas dionisíacas, el "desenfreno sexual",

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las "bestias más salvajes de la naturaleza", la "atroz mezcolanza de voluptuosidad y
crueldad":

"Contra las febriles emociones de estas festividades, cuyo conocimiento penetraba


hasta los griegos por todos los caminos de la tierra y del mar, éstos, durante algún
tiempo, estuvieron completamente asegurados y protegidos, según parece, por la
figura, que aquí se yergue en todo su orgullo, de Apolo, el cual no podía oponer la
cabeza de Medusa a ningún poder más peligroso que a este poder dionisíaco,
grotescamente descomunal. En el arte dórico ha quedado eternizada esa actitud de
mayestática repulsa de Apolo." Y en seguida "la reconciliación” de los “dos
adversarios" [NOTA 98].

Nietzsche no se sació nunca de palabras crueles contra San Pablo y San Agustín.
Pero por más que su Ecce Homo juegue al Anticristo y al "Dionisos contra el
Crucificado" (Dionysos gegen den Gekreuzigten), el libro no deja de ser el autorretrato
de un ciego, y de un hijo ciego dotado de una segunda, y hasta de una tercera vista. Se
presenta como un experto en sombra al que fue dada la experiencia de la ceguera. En
efecto la ceguera le amenazó al alcanzar la edad en que había muerto su padre:

"En el mismo año en que su vida su hundió, se hundió también la mía: en el año
treinta y seis de mi existencia llegué al punto más bajo de mi vitalidad, – aún
vivía, pero no veía tres pasos delante de mí. (...) sobreviví el verano cual una
sombra (wie ein Schatten) en St. Moritz, y el invierno siguiente, el invierno más
pobre de sol de toda mi vida, lo pasé, siendo una sombra (als Schatten), en
Naumburgo. Aquello fue mi minimum: El viajero y su sombra nació entonces.
Indudablemente, yo entendía entonces de sombras... (...) También la dolencia de
la vista, que a veces se aproxima peligrosamente a la ceguera (dem Blindwerden
zeitweilig sich gefährlich annähernd), es tan sólo una consecuencia, no una causa:
de tal manera que con todo incremento de fuerza vital (Lebenskraft) se ha
incrementado también la fuerza visual (Sehkraft). (...) Soy un doble (ein
Doppelgänger), tengo también la ‘segunda’ vista además de la primera. Y de
pronto también la tercera..." [NOTA 99]

Y Nietzsche lloraba mucho. Se conoce el episodio de Turín, por ejemplo, la


compasión por aquel caballo cuya cabeza tomó entre sus manos sollozando. En cuanto a
las Confesiones, decíamos, es el libro de las lágrimas. A cada paso, a cada página, y no
solamente a la muerte del amigo o de la madre, Agustín describe su experiencia de las
lágrimas, las que le inundan, de las que goza con sorpresa, preguntando a Dios por qué
son dulces las lágrimas para quienes están en desgracia (cur fletus dulcis sit miseris)
[NOTA 100], las que él reprime, sean las suyas o las de su hijo. Ahora bien, si las
lágrimas vienen a los ojos, si entonces pueden también velar la vista, tal vez revelan, en
el curso mismo de esta experiencia, en este curso de agua, una esencia del ojo, en todo
caso del ojo de los hombres, el ojo comprendido en el espacio ántropo-teológico de la
alegoría sagrada. En el fondo, en el fondo del ojo, éste no estaría destinado a ver, sino a
llorar. En el momento mismo en que velan la vista, las lágrimas desvelarían lo propio del
ojo. Lo que hacen brotar fuera del olvido en que la mirada la guarda en reserva no sería

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nada menos que la aletheia, la verdad de los ojos, de los que revelarían así la destinación
suprema: tener en vista la imploración antes que la visión, enderezar la oración, el amor,
el gozo, la tristeza más que la mirada. Incluso antes de iluminar, la revelación es el
momento de los "llantos de gozo".
¿Qué dice el discurso ántropo-teológico (que dejaremos aquí abierto como un ojo,
el más lúcido y el más ciego)? Que si los ojos de todos los animales están destinados a la
vista, y por ahí quizás al saber escópico del animal rationale, sólo el hombre sabe ir más
allá del ver y del saber, porque sólo él sabe llorar. "Pero sólo los ojos humanos pueden
llorar" ("But only human eyes can weep", Andrew Marvell). Sólo él, el hombre, sabe ver
eso, que las lágrimas son la esencia del ojo – y no la vista. La esencia del ojo es lo propio
del hombre. Contrariamente a lo que se cree saber, el mejor punto de vista (nuestro tema
habrá sido el punto de vista) es un punto fuente y un punto de agua, corresponde a las
lágrimas. El enceguecimiento que abre el ojo no es el que entenebra la vista. El
enceguecimiento revelador, el enceguecimiento apocalíptico, el que revela la verdad
misma de los ojos, sería la mirada velada de lágrimas. Ni ve ni no ve, es indiferente a la
vista desdibujada enfocada. Implora: ante todo para saber de dónde descienden y a los
ojos de quién llegan las lágrimas. ¿De dónde y de quién este duelo o estos llantos de
gozo? ¿Y esta agua del ojo?
Al dibujar gente llorando, sobre todo mujeres que lloran (pues, si hay muchos
grandes ciegos, ¿por qué tantas lloronas?), quizás lo que se busca es desvelar los ojos.
Decirlos sin mostrarlos mientras ven. Acordarse. Pronunciar aquello que, en los ojos, y
por ende en el dibujo de los hombres, no tiene nada que ver con la vista. Con la luz del
día de la clarividencia. Se puede ver con un solo ojo, con un golpe de ojo, téngase uno o
dos. Es posible perder o reventarse un ojo sin dejar de ver, es posible parpadear con un
sólo ojo.

- Eso es precisamente lo que le pasó a Usted, ¿no cierto? Eso decía Usted hace un
rato.

- Justamente, eso no me impedía ver. En otras palabras, dos ojos pueden siempre
disociarse del punto de vista de la vista. Del punto de vista de su función orgánica. Pero
es "todo el ojo", el todo del ojo que llora. Imposible llorar con un solo ojo cuando se tiene
dos, o incluso, imagino, cuando se tienen mil, como Argos (cuyo ojo se multiplica sobre
la superficie del cuerpo, según la Estética de Hegel, como la manifestación del alma,
como la luz del adentro en el afuera: "All in every part", decía el Sansón de Milton, todo
entero él mismo, como el alma, en cada parte, en cada lugar, en cada punto de su
superficie).
Es el momento de precisar la hipótesis abocular – o época de la vista. La ceguera
no prohíbe las lágrimas, no priva de ellas. Si el ciego llora al pedir perdón (Sansón: "His
pardon I implore"), si un dibujo de ciego lo recuerda, se entreve la pregunta: ¿a quién
llora el dibujo? ¿Qué llora? ¿Llora la vista o llora los ojos? ¿Y si no fuera la misma cosa?
¿La vista o los ojos de quién? No olvidemos que también es posible ocultar las lágrimas
(lo que equivale a disimular lo que viene a velar la vista: así esa Venus en lágrimas de
Lairesse [71] o la mujer que llora de Daniele da Volterra). En primer lugar uno puede
llorar sin lágrimas. En sus descripciones del "Llanto", el Tratado de las Pasiones de Le
Brun a duras penas menciona las lágrimas. Sobre sus representaciones gráficas no

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aparecen [NOTA 101]. ¿Será porque lo que describe es El Llanto del hombre? [70] ¿Lo
opondría a una lágrima de mujer? ¿Qué hacer aquí de la diferencia sexual? ¿Y de Tiresias
en nosotros?
Marvell comparaba a Milton, amigo suyo, con Tiresias: el poeta de Samson
Agonistes habría recibido el enceguecimiento como una bendición, un premio, una prima,
una "recompensa" divina, un genio de la videncia poética y política, el chance de la
profecía. Nada sorprendente: Marvell creía saber que al perder la vista el hombre no
pierde los ojos. Por el contrario. El hombre comienza entonces a pensar los ojos. Los
suyos propios y no los de cualquier animal. Entre ver y llorar, entreve la diferencia, la
guarda en memoria, y es el velo de llantos, hasta que al fin, y de los "mismos ojos", las
lágrimas ven:
How wisely nature did decree,
With the same eyes to weep and see!
That having viewed the object vain,
We might be ready to complain

(...)
Open then, mines eyes, your double sluice,
And practise so your noblest use;
For others too can see, or sleep,
But only human eyes can weep.

(...)
Thus let your streams o'erflow your springs,
Till eyes and tears be the same things:
And each the other's difference bears;
These weeping eyes, those seeing tears. [NOTA 102]

- Lágrimas que ven... ¿Usted cree?

- No sé, hace falta creer. (...)

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