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DE LAS ARTES
Jean-Luc Nancy
c 2) IÓ ^2V ÍN
CORRESPONDENCIAS
PRE-TEXTOS
♦
45
Lo que queda se divide, por tanto, inmediatamente en dos: la
historia y la verdad. Una y otra tienen el mismo origen y se refieren a
lo mismo: a la misma presencia que se ha retirado. Su retirada1 se
manifiesta, por tanto, como el trazo que separa ambas, la historia y la
verdad.
Llamamos mythos al relato de las acciones y de las pasiones
divinas, entre las cuales siempre está lo que concierne al mundo y a
su marcha, al hombre y a su suerte. Mythos significa el decir de algo,
el decir por el que se da a conocer la cosa, el asunto: en latín, su
narrado, que es su saber. Cuando los dioses se retiraron, su historia
ya no pudo ser sencillamente verdadera, ni su verdad pudo ser
sencillamente contada. Falta ahí la presencia que confirmaría la
existencia de lo que se cuenta, al mismo tiempo que la veracidad del
habla que narra.
Falta el cuerpo de los dioses: Osiris quedó desmembrado, el gran
Pan murió. Falta el cuerpo verdadero que profería su verdad por sí
mismo: su estatua salpicada por la sangre de las víctimas,
impregnada por los vapores del incienso, o bien el bosque sagrado en
el que escuchar susurrar el manantial donde se vierte una presencia
subterránea.
1
En más de una ocasión nos encontraremos en las páginas de este libro con el sustantivo francés
«retrait», que generalmente hemos traducido en castellano por «retirada». No obstante, Nancy suele explotar un
recurso que le permite jugar con la alusión que dicha palabra hace al sustantivo «trait», que se traduce como
«trazo» o «rasgo». En ese sentido, «retrait» también podría traducirse por «re-trazo» (aunque en los dic-
cionarios franceses no hay ninguna indicación explícita al respecto), esto es, algo así como «volver a trazar» y
Nancy juega con esta indicación o guiño del doble trazo que introduciría cierta anfibología en el término para
expresar la necesidad de cierta «retirada» o «suspensión» que exigiría, por sí misma, un movimiento de
«retrazado». La frase «Son retrait se manifesté done eonnne le trait...» y que hemos traducido por «Su retirada se
manifiesta, por tanto, como el trazo...» aplica claramente dicho recurso (N. de la T.)
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Falta ese cuerpo proferidor, queda lo que podemos decir ele él; y
lo dicho se torna incorpóreo, como el vacío, el lugar y el tiempo.
Cuatro son las formas de lo incorpóreo, es decir, del intervalo en el
que pueden encontrarse los cuerpos, pero que 110 es nunca por sí
mismo un cuerpo. El intervalo tiene como propiedad abrirse y
dividirse.
Lo dicho no está ya dado, compacto, con el cuerpo divino,
oración de sus labios: se separa de sí, se distiende, logos.
La verdad y la narración se separan, por tanto. Su separa- i ión se
traza con el mismo trazo con que se marca la retirada de los dioses.
El cuerpo de los dioses es lo que queda entre ambas: queda ahí como
su propia ausencia. Queda ahí como un cuerpo pintado, cuerpo
figurado, cuerpo narrado: pero ya no liene lugar el cuerpo a cuerpo
sagrado.
Entre literatura y filosofía falta este entrelazamiento, este abrazo,
este embrollo sagrado del hombre con el dios, es decir,
' on el animal, con la planta, con el rayo y con la roca. Su dis- iilición
consiste exactamente en su desenlazado, en la separa-
■ ion de su abrazo. El embrollo así desembrollado se divide
mediante el más tajante de los filos: pero el corte mismo lleva para
siempre las adherencias del embarullamiento. Hay algo en Iré las dos
que no se puede desembrollar.
1.1 verdad y la narración se separan de tal suerte que es su ■ I
>,n ación lo que las instituye a la una y a la otra. Sin la sepa- i u ion
no habría ni verdad ni narración: habría el cuerpo di-
\ MIO.
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Esta privación es idéntica a la privación de la verdad; y la verdad,
por principio, pasa aquí al margen, se queda en la retirada,
infigurable, inenarrable. La verdad se transforma en un punto de
fuga que sufre una anamorfosis en punto de interrogación. La
verdad se torna: «¿Qué es la verdad?». Franquear la cuestión, sin
embargo, librarse de ella, sigue siendo el punto de fuga, la
perspectiva infinita de lo que desde entonces se llama ¡ogos.
La narración expone figuras: se concibe como la figurali- dad en
general, es decir, como el trazado de los contornos mediante los
cuales un cuerpo se hace notar y antes que nada se hace cuerpo,
aunque se trata de un trazado del que sigue siendo discutible si el
cuerpo que encierra es verdadero. El trazado narrativo expone la
manifestación de un cuerpo acerca del cual "no está nada claro que
se trate idénticamente de un cuerpo manifiesto.
O, más bien, está claro que no lo es: representándolo, la na-
rración lo declara ausente. Se trata del mismo trazado que hizo el
propio dios -oficiando con la cabeza de un chacal o lágrima de resina
en el flanco de un árbol- y que constituye ahora su figura. Pero ese
trazado se escinde en sí mismo: el cuerpo divino se hace falta a sí
mismo en dicho trazado.
La perspectiva de la verdad apunta por tanto a esa carencia
como al lugar de eso que la verdad desea también, pero cuya
carencia se afana en mostrar. Mostrando la carencia -la propia
figura, la imitación, la representación, la alegoría, la mitología, la
literatura- dice su verdad: que es una falta, que está en falta (error,
ilusión, mentira, engaño). Diciendo esta verdad, no dice empero
sino media verdad: falta ahí la presencia más allá de la figura o en la
propia figura. Pero el discurso de la verdad profiere que esta
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presencia está más allá del ser. Ese discurso a su vez arrastra hacia
ese más allá, donde se abisma en una luz excesiva, deslumbramiento
vertiginoso en medio del cual se abroga toda posible figuralidad.
Entre la figura y el deslumbramiento queda el cuerpo divino
ausente. Queda un singular cuerpo de ausencia con el cual, de cada
lado, lindan la narración y la perspectiva de verdad. Una describe las
formas del cuerpo, otra inscribe su excavación. Entre lo descrito y lo
inscrito, siempre estirado entre dos, descuartizado, solamente queda
lo escrito, interminable grafo cincelado en el lacre de un precinto
adherido en el lugar de la retirada. La escena se representa alrededor
de una tumba vacía, de una momia hueca, de un retrato que no se
parece a nadie: alrededor de un cuerpo que a partir de ese momento
es un cuerpo producido, proferido como «cuerpo», es decir, como
un afuera ausente.
Pero se trata de una escena y se representa de una manera muy
efectiva. Se trata de una escena simultánea de duelo y de deseo:
filosofía, literatura, cada una de duelo por la otra y cada una deseosa
de la otra (de la otra misma), pero cada una rivalizando también con
la otra en el cumplimiento del duelo y del deseo.
Una u otra zozobra en la melancolía, con la garganta atragantada
por el cuerpo perdido, si el duelo la arrastra y se encierra en
derelicción sin fin. Pero ese cuerpo perdido es para cada una
también, y cada vez, la imagen de la otra: la filosofía se atraganta de
literatura imposible -de una literatura que es su propio imposible-. O
bien, se trata de lo contrario.
A veces es la literatura la que conduce el duelo que la filosofía
padece o deniega. A veces es la filosofía la que sostiene la ausencia
que la literatura maquilla. Pero el gesto de la una puede también ser
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precisamente el hecho de la otra. También puede darse ahí un
poema filosófico que se agote en el deseo de lo otro y de hacer
poema. Zaratustra exclama, para acabar:
50
Pieza adjunta2
2
Que responde a una propuesta de escribir «a su guisa».
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de representaciones, afanada por las sabidurías (orientales u
orientadoras), siempre con el diálogo en los labios (en el lenguaje
habitual) y con la ética al alcance de la mano, con abundante
provisión de valores y de sentido.
Pero filosofar no consiste en absoluto en realizar una extracción
de un reservorio de sentido. No es colmar un déficit, es remover la
verdad de arriba abajo. Filosofar comienza exactamente ahí donde el
sentido se interrumpe. Así fue como comenzó el asunto hace unos
veintisiete siglos: por una gran interrupción de las significaciones
disponibles en las orillas del Mediterráneo (esas significaciones que
iban a recibir el estatus de «mitos»). Que actualmente conozcamos
otra suspensión de sentido (por ejemplo de los significantes
«historia», «hombre», «comunidad», «arte») no es nada nuevo; salvo
la apertura de nuevas exigencias y de nuevas posibilidades para el
pensamiento, para el habla y para la escritura del pensamiento.
El pensamiento, para comenzar o para recomenzar-lo que hace
sin cesar, siempre por esencia in statu nascendi-, tiene necesidad de
ímpetus. Filosofar no se da sin impulso, incluso sin un impulso
violento que tire hacia delante y que desarraigue
52
«
53
Crear conceptos, traer las lenguas a maltraer, aguzar los estilos,
agujerear el pensamiento. Éste es, en primer lugar, el trabajo. Y
también es una fiesta, no hay que olvidarlo. No una cuestión de
farolillos, sino asimismo una cuestión de impetuosidad y de puesta
fuera de sí. Una fiebre contraída en lo abierto al que el pensamiento
se expone. Si no se expone, zozobra: tenemos que decirlo sin pathos,
sobriamente, pero con el último aliento. Al final, no es necesario -por
decirlo con Ar- taud- que el runrún filosófico del ser empiece otra veza
joder la vida.
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DECIR DE OTRO MODO
¿Cómo hablar del arte? ¿Podemos siquiera hablar del arte? ¿Hay
desde el habla, desde el discurso o desde la declaración un acceso a
aquello que recibe el nombre de arte? La cuestión es bien conocida,
se trata incluso una cuestión muy trillada (en cualquier caso, lo es
desde el romanticismo: es una cues- lión esencialmente romántica),
y ha servido de coartada tanto para largos desarrollos como para
charlatanerías empalagosas. La cuestión no deja de estar vigente o,
al menos, el efecto que habrá producido.
No solemos preguntar (o lo hacemos muy raramente) si
podemos hablar de las piedras o de las hierbas, cuya ajenidad al
discurso no es menor (al menos) que la de las obras plásticas,
musicales o coreográficas. En cambio, sí planteamos la cues- l ión a
propósito de las obras poéticas, a las que no suponemos ajenas al
orden del lenguaje (ocurre lo mismo con el cine desde que es
sonoro, lo que, por lo demás y no casualmente, no ocu- i rió sin
suscitar la resistencia de muchos artistas del cine).
1
Musil, Robert, Essais, trad. Philippe Jacottet, Seuil, París, 1984, p. 334 (Ensayos y < nulcrcnciiis,
traducción de José L Arántegui, Madrid, Visor, 1992].
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DECIR DE OTRO MODO
también es una fiesta, no hay que olvidarlo. No una cuestión de
farolillos, sino asimismo una cuestión de impetuosidad y de puesta
fuera de sí. Una fiebre contraída en lo abierto al que el pensamiento
se expone. Si no se expone, zozobra: tenemos que decirlo sin pathos,
sobriamente, pero con el último aliento. Al final, no es necesario -
por decirlo con Ar- taud- que el runrún filosófico del ser empiece otra
veza joder la vida.
En un ámbito donde el trabajo preciso es posible, el ensayo es algo
¡pie supone relajación... o es el colmo del rigor accesible en un
ámbito donde el trabajo preciso es imposible.
Trato de demostrar la segunda proposición.
[...]
De la ciencia, [el ensayo j adquiere la jornia y el método. Del arte,
adquiere la materia.1
¿Cómo hablar del arte? ¿Podemos siquiera hablar del arte? ¿Hay
desde el habla, desde el discurso o desde la declaración un acceso a
aquello que recibe el nombre de arte? La cuestión es bien conocida,
se trata incluso una cuestión muy trillada (en cualquier caso, lo es
desde el romanticismo: es una cuestión esencialmente romántica), y
ha servido de coartada tanto para largos desarrollos como para
charlatanerías empalagosas. La cuestión no deja de estar vigente o,
al menos, el efecto que habrá producido.
No solemos preguntar (o lo hacemos muy raramente) si
podemos hablar de las piedras o de las hierbas, cuya ajenidad al
discurso no es menor (al menos) que la de las obras plásticas,
musicales o coreográficas. En cambio, sí planteamos la cues- tión a
propósito de las obras poéticas, a las que no suponemos ajenas al
orden del lenguaje (ocurre lo mismo con el cine desde que es
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DECIR DE OTRO MODO
sonoro, lo que, por lo demás y no casualmente, no ocurrió sin
suscitar la resistencia de muchos artistas del cine).
1
Musí], Robert, Essais, trad. Philippe Jacottct, Senil, París, 1984, p. 334 [Ensayos y ! inferencias,
traducción de José L Arántegui, Madrid, Visor, 1992J.
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Si la cuestión se plantea, y si nos incordia -si el teórico se siente
siempre de nuevo constreñido a explicarse con ella-, es porque el arte,
manifiestamente, se hurta a la captación del lenguaje. Ese rasgo no
sólo es manifiesto, sino que es parte interesada y constitutiva de la
manifestación del arte. «Arte» quiere decir siempre «no-discurso» o
«fuera-de-discurso». Pero, al tiempo que se hurta, el arte se propone
también, o se deja percibir, como un lenguaje diferente, como otro
lenguaje.
La dificultad consiste en hablar de aquello que, sin hablar, parece
sin embargo manejar un analogon de lengua o bien incluso una forma
o manera de decir que no sería otra lengua, sino más bien lo otro de
toda lengua.
Por esta razón, aquel que habla del arte debe comprometerse a
dejarlo hablar. Pero ese «dejarlo hablar» corre el riesgo de convertirse
en no oír nada. ¿Podemos acceder al idioma de un silencio? Esta
cuestión es «idiota» en un sentido, pero no es sino esta singularidad,
esta idiosincrasia, la que persevera desde que nos aventuramos a
hablar del arte.
Pues es preciso aventurarse a ello: el ensayo sobre el arte no podrá
decir nada de su objeto, no podrá ponerlo a prueba, es decir,
experimentarlo, si a su vez no se pone a prueba a sí mismo, si no
ensaya su capacidad de acceder a eso otro del lenguaje. Puesto que no
accederá a eso otro del lenguaje en el modo del propio arte, será
preciso en todo caso que lo afecte: ese contacto no podrá dejarlo
intacto y, por ese motivo, no puede haber ensayo sobre arte que no
tenga efecto sobre el discurso, sobre la declaración, sobre el «decir» e
incluso sobre la lengua del propio ensayo. Un ensayo sobre el arte no
puede descuidar que debe actuar enfeed-back o retroalimentarse,
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volviéndose sobre sí mismo para transformarse (un ensayo está
siempre dispuesto a dejarse transformar). Desde un «ensayo sobre el
arte» se dirige hacia un «ensayo del arte», hacia una «tentativa del
arte». No llega más que a rozarlo, pero va hacia él forzosamente. Es lo
que me gustaría examinar.
El primer efecto del ensayo sobre el arte sería, por tanto, ese tacto
que le afecta de rebote. El discurso del propio ensayo afectado sería a
su vez lo otro del tratado del arte: lo otro de la teoría, lo otro de la
filosofía del arte. Para el tratado, el arte sigue siendo un objeto. Pero es
con el arte en cuanto sujeto -y sujeto que habla de otro modo- con lo
que el ensayo querría establecer contacto. Pero hay que precisar
inmediatamente que no podremos distinguir el ensayo del tratado sino
a partir de marcas o de huellas de ese contacto y no a partir de géneros
codificados o inventariados. Esas marcas o esas huellas, a su vez, no
tienen que ser, en los efectos secundarios del romanticismo,
manifestaciones de éxtasis o de afasia ante una indeci- bilidad del arte.
Se trata solamente de lo que pone a prueba el discurso, de lo que lo
pone a él mismo a prueba, de lo que lo encenta en los dos sentidos de
la palabra: lo que lo esboza o lo que lo corta, lo que hace que se
doblegue a la escritura. Por lo demás, podríamos mostrar cómo uno de
los efectos del dis- i urso sobre el arte de los tiempos modernos (es
decir, del des- ! i ii(i moderno del arte) habrá sido la progresiva
delincación por no decir determinación- a través de Diderot o Baude-
l.i i re, Proust o Benjamín, entre muchos otros, no de un género, sino
de un registro propio de escritura, el que Jean-Christo- plic Bailly, a su
vez ensayista reputado, evoca hablando (a proposito de Baudelaire) del
«gran ensayo, de esta prosa libre,
alternativamente evocadora y teórica, que es sin duda, aunque esté
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siempre rezagada con respecto a lo que sin cesar dicha prosa se
asigna a sí misma, la de la modernidad, [y que] es el fruto de un
movimiento que restituye las obras a su devenir...».3 Pero este
registro propaga a través de nuestra cultura los efectos del ensayo
sobre el arte como los de una prueba específica, «resueltamente
moderna» y necesaria, de la avanzadilla del decir hacia un decir de
otro modo del que se torna indisociable.
***
3
La Surface profonde en La fin de l’Hymne, Bourgois, Paris, 199
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través de la obra de arte, debe tratarse entonces de un ensayo del
sentido del arte: hay que ensayar, experimentar, poner a prueba, un
enunciado susceptible de ser el del propio arte. Hay que hacerle decir
lo que quiere decir. I lay que hacerle hablar o prestarle su voz.
Esto supone, ante todo, que de alguna manera el arte habla.
Supone que el arte es «lenguaje» o que mantiene una relación
determinada y privilegiada con el lenguaje: relación de homol o g í a o
de analogía, relación de imitación o de intención. Esta presuposición a
propósito del arte es casi canónica para toda l.t historia del arte (al
menos en Occidente y desde el arte cris- t i.ino, lo que merecería un
examen más exhaustivo y que, por lo demás, no está expresado aquí
sino por un occidental). Tenemos la impresión, en general, de que a
propósito del arte se repite que: «No le falta sino hablar». Pero,
precisamente, esta i onocida fórmula está ampliamente confirmada
como un proluso estereotipo con respecto al retrato desde el
Renacimiento.
Frente a esta fórmula que califica la excelencia de una re-
presentación pictórica -una excelencia indiscutible, puesto que no le
falta casi nada y, sin embargo, dudosa, puesto que carece del habla-,
frente a esta fórmula y en paralelo con ella, podríamos ofrecer un
florilegio de términos lingüísticos empleados .1 propósito de la música:
su «lenguaje», su «frase», su «léxico» y su «gramática», por último, su
«sentido» (como ocurre, por ejemplo, en esta definición: «una frase
musical [...] presenta por sí misma un sentido autónomo completo y
coherente»,4 donde es evidente que la palabra «sentido» no tiene su
4
Artículo «Fraso, Dictionnaire de la musique, bajo la dirección de Marc Vignal, París, Larousse-Bordas,
1996. [Diccionario de la música, Aljibe, Málaga, 2001}.
60
sentido lingüístico). Pero podemos tratar de enunciar también, a la
vez, en una y otra declaración, la ajenidad y el parentesco, diciendo
como Van Gogh: «el color expresa algo por sí mismo».2
Después de períodos de sobreabundancia, incluso de exageración,
en la metaforización, incluso en la identificación lingüística de las
diferentes artes (la más reciente ha sido el discurso sobre el «lenguaje»
o sobre la «escritura» cinematográficos), se ha vuelto habitual, por el
contrario, el hecho de recusar ese tipo de asimilación e insistir en la
separación entre las artes y el lenguaje: hasta el punto de que no tiene
nada de sorprendente preguntar, por ejemplo, si la poesía es precisa-
mente, o solamente, «arte del lenguaje».
Pero esta reserva, conforme a un esquema general de pensamiento
para el que el orden del sentido debe someterse a cues- tionamiento,
cuando no a suspicacia, tampoco puede quedarse ahí. Si al arte no le
falta sino hablar, no es solamente por quedarse en la retaguardia del
discurso, sino porque también está muy cerca de su borde. Si
separamos el motivo trivial de un deseo de reproducción integral (que
sería un «vivo retrato») es preciso reconocer que en el «no le falta
sino» se expresa también el afloramiento o la emergencia de una
declaración, de un decir. A esa declaración de la pintura, a ese decir de
la pin-
I ni .i, le sería preciso, cabalmente, i|iie pieul.i el h.ilila para
c|iie ■,ea lo que es: pero seria prei. iso también <|iie no lo sea sin ape-
lar al habla o sin evocarla en un ticen i adicalmcntc-otro al que, al
mismo tiempo, ese decir la convoca.
I I pensamiento es convocado, está llamado a ejercerse a prop o s i t o
:
Correspondance générale, Bibos, París, 1990, U, pp. 744-745, citado y comentado por Jean-Clet Martin,
Van Gogh. I.'œil des choses, Les empêcheurs de penser en rond, París, Instituí Synthélabo, 1998, p. 79.
61
del arte. Lo está de dos maneras que se enlazan la una i mi la otra: en
primer lugar, es la obra, muda o al menos sin discurso (el poema), la
que requiere ser pensada («¿qué quiere det. ir», «¿qué quiere de
nosotros?»), pero ocurre que inmediatamente el «arte» al que la obra
se encomienda solicita su sen- lulo a través de ella.
Sucede aquí con la realidad del arte lo mismo que con su nombre.
Cuando decimos que el ensayo sobre el arte es un ensayo sobre el
sentido del arte, hay que entenderlo en dos regis-
II os conexos: ensayo sobre el sentido de la cosa y ensayo sobre
el sentido del nombre. Desde que existe algo así como el «arte», en el
sentido moderno de la palabra, existe una pregunta sobre ese sentido
mismo. Por la vía de la consecuencia: desde que hay ensayo sobre el
arte (es decir, casualmente, casi al mismo i lempo), se trata también,
cada vez, de probar un sentido de la palabra «arte», se especifique o
no. El ensayo sobre el arte es siempre una tentativa, una manera de
poner a prueba una es- i ritura diferente de una palabra cuyo sentido
parece consistir
o decidirse- en esta perpetua reanudación del ensayo de su nombre.
El nombre del arte es un nombre privado de sentido propio, desde
que se desvinculó de las «bellas artes» y desde que lo «bello» se eclipsó
para dejar suspendido el significado del -arte» como «técnica» (techné,
traducido en latín por ars). Se
62
trata de una palabra que tendría un referente -a su vez, por lo
demás, múltiple, constituido por prácticas heterogéneas-, pero no
significación. En estas condiciones, el efecto del ensayo sobre el arte
no puede estar sino en tensión entre dos polos: instituir un sentido de
la palabra y, por tanto, unificar el referente con la significación, pero,
al mismo tiempo, entrar en contacto con la retirada de un sentido que
se ausenta a la vez en la multiplicidad referencial y en la alteridad con
el lenguaje (teniendo la una siempre algo que ver con la otra: no me
detengo aquí en esto) propio a toda forma de arte.
El ensayo experimenta esa doble postulación: se ejercita en una
postura dual en la que representaría la articulación y la tensión entre
presencia y ausencia de sentido, del mismo modo que desplazaría al
arte siempre más lejos hacia su retirada acercándole simultáneamente
—o esforzándose en acercarle- hacia la significación.
Pero eso no es posible sino porque el arte mismo está en juego en
esa articulación tensa. Ni innombrable ni propiamente nombrado, es
el arte el que articula esta posibilidad vibratoria entre dos polos. Lo
articula como un nombre siempre a prueba, como un lenguaje
siempre por retomar y siempre en fuga delante de un decir que
pronuncia más allá o por detrás de sí. El ensayo sobre el arte estimula
esta tentativa de un decir que no dice, pero que tampoco calla: un
decir intenso y sin intención, una sintaxis de fuerzas sin mensaje, pero
acerca de lo cual no es vano sin embargo hacer un ensayo, una
tentativa de sentido.
I ,n un sentido, el ensayo suscita ese decir, esa declaración
• 1111 - 110 es sino su efecto, pero, en otro sentido, el ensayo en-
I ncnIra dicho decir delante de sí y encuentra en él un límite <
63
ley del tacto, ahí se da contacto y distancia, acceso y M-i irada, caricia
y separación, distancia y proximidad infinitesimales: consiste en un
intercambio propiamente infinito que m 1 uega en esta mutua puesta a
prueba. (Éste es, por lo demás,
■ 1 motivo por el que el ensayo sobre el arte puede producir
efec-
II is mnlrastados de revelación y de esfuerzo inútil, de verdad \
de impotencia).
Si se trata precisamente de un contacto es porque es eso lo que se
trata cabalmente de decir por una y otra parte. Consi-
■ t i.mdo espontáneamente que el arte «dice algo» (o que ■
uenta algo»), no nos equivocamos totalmente. Reconoce-
quizás también algo del decir que permanece escondido
I >, 11 < > el decir significante, un decir que dice de otra manera un s ni
ido a su vez sensato de otro modo.
( mando quedamos prendados por la mirada y por los la- l'ins de
Mona Lisa o de El caballero de los ojos grises (por su presión», como
solemos decir, y por su «misterio», como i.mibién solemos decir),
cuando oímos en la primera Varia-
• mu (¡oldberg una especie de declaración, incluso de conver-
• u ion, jovial pero reflexiva, no nos quedamos solamente en la
metáfora. Permanecemos también en el elemento de cierta
metonimia: los significantes tomados en la esfera lingüística 1 u nen
puntos de contacto con la disposición de las pinceladas
■ le pintura o con la colocación de las notas y los compases.
I'n efecto, antes de que haya lugar para hablar de sentido, de lo que
se trata es de disposición, de colocación. Que es decir, sino, en primera
instancia, mostrar, exponer algo según su justa colocación (dicere
64
viene del griego deiknumi, mostrar, del que es pariente diké, la
justicia). Se trata de la mostración (index, Índice, y también el griego
phrasis: ekphrasis, discurso extraído de un cuadro para poder
mantenerlo sobre dicho cuadro) de una colocación, de una
articulación (de una harmonía o incluso de un melos, términos todos
ellos dedicados a la articulación y a la tensión, tonos). Decir es más que
significar: decir no se mantiene, o no solamente, en la separación del
reenvío significante, sino también en la proximidad de la cosa mos-
trada, puesta por delante y expuesta según su orden, en su medida
conveniente e incluso según su logos.
65
mores, códigos, gestos, pinceladas, etcétera. Conduce quizás a la
posibilidad de descifrar ahí un sentido, pero es cierto que •áempre
procede de un sentido en otro sentido, en otro valor del término: del
sentido, precisamente, de la composición, de mi sentido de la relación,
del contraste, de la proporción, de la diferencia, de la compatibilidad,
de la acción recíproca, del «orle, de la textura, del acuerdo y de lo
discorde.
Si me refiero a un «sentido de la relación» (entre colores, i nubres,
fragancias, etcétera), me refiero también a la vez a un sentido
producido por una relación dada (producido pero por aprehender y
por revelar) y del «sentido de la relación» que debió poseer el artista
para hacerme presentir que se propuso mi sentido. Me refiero a su
aptitud, a su capacidad de descula ir o de crear semejante disposición
cuyas relaciones internas formarán una «composición».
lista composición, podríamos, de manera legítima, designarla
como simbólica (a pesar del extremo desgaste de esa palabra...) en el
valor más general de la palabra: el hecho de nmbolizar con...
(conjuntar, syn-bolé), el ensamblaje de ele- 11 u ntos, la convención, el
código, el reconocimiento, tanto como la estrañeza, la separación, la
distensión. El decir acerca del n le toca el arte en la simbolicidad
considerada por sí misma,
11 idcpendientemente de la remisión a algún significado. El decir «1«
be experimentar un «decir de otro modo» en ese sentido de lo
simbólico: debe componer con dicho decir de otro modo e incluso es
solamente con dicho decir de otro modo, finalmente, con lo que debe
componer o simbolizar. Un decir sobre el arte que no concordase en
manera alguna con ese decir de otro modo perdería el sentido de su
objeto; entiendo aquí, una vez más, no el sentido significado, sino la
66
composición de técnica y de dirección, de tacto y de cálculo, que
permite sentir, es decir, llegar al contacto. En el contacto, el ensayo y
el arte hacia el cual se ejercita se simbolizan -o si se prefiere,
componen- el uno con el otro: componen por tanto el uno al otro una
figura que no es ni lo uno ni lo otro...
Aquí, el ensayo sobre el arte se ve obligado a volverse, de alguna
manera, un ensayo del arte, una tentativa del arte. No se trata de que
se ponga a remedar las maneras del arte, muy al contrario: se trata de
que a partir de ese momento debe saber que su objeto, el «arte», está
ya presente en el discurso y en el decir, muy por debajo del estrato
significante, por debajo del lenguaje como el registro más amplio de
una simbolicidad general, que vuelve el lenguaje posible pero que no
se confunde con su querer-decir. Entre el lenguaje y el arte, hay, a la
vez, un abismo (el que separa el sentido inteligible del sentido sensi-
ble) y un contacto: el de la simbólica o de la composición que son,
también, en última instancia, la reunión superior del sentido
inteligible y del sentido sensible. La reunión, por ejemplo, del
pensamiento y de un juego de colores, del pensamiento y de un
silencio entre dos sonidos.
A-
Esta simbolicidad, ¿de qué es, pues, simbólica o lo simbólico?: no
lo es de nada, puesto que no remite sino a su propia posibilidad. Lo
«simbólico», aquí, no remite a nada, no representa nada: compone,
pone juntos, hace que haya distribución.
I o que lo vuelve posible es que libera en nosotros algo como el
pensamiento o como el arte de un mundo: el pensamiento n el sentido
-la sensibilidad o la dirección para la composición de un cosmos, para
su symbolon que sería también su tonos y ■ai melos, su pathos y su
67
logos-. Un cosmos no es, en primera instancia, sino una composición,
una ordenación. Un arte no e s nada más que, en primera instancia, y
para acabar, una man e r a de mantener un cosmos en una obra, como
una obra, en e l t iempo y en el espacio de una obra. Un cosmos
angosto y In eve, fulgurante y fugitivo, furtivo, pero un cosmos, es
decir, una posibilidad de sentido.
Ese «sentido» singularísimo es a su vez siempre un ensayo: pone a
prueba la apertura de un mundo, el hecho de que el inundo se nos
envíe, si se quiere, en unas condiciones sin cesar
* lesplazadas por los acontecimientos del propio mundo. Y,
par- i u alármente, experimenta, desde que el Dios creador ya no ■ .la,
en qué consiste la creación del mundo. No se trata de dud o s a s
contorsiones, ni sobre la divinidad del artista, ni sobre una religión del
arte. Sino que se trata más bien de lo que cónsul uve una simbolicidad
privilegiada de nuestro tiempo, pues «si- tiempo se dirige
expresamente, de ahora en adelante, hacia
• a propia composición (o descomposición) de mundo. Nues-
II o t icmpo simboliza con un mundo en la pérdida o en el naci-
nuento. El arte es la técnica de acceso a la inaccesible . «imposición de
un mundo, la prueba de su apertura -o de su . 11 .ya rr amiento.
El ensayo sobre el arte, que no surgió por casualidad en la
modernidad, saca a la luz esta prueba y esta tentativa: ahí donde el arte
estaba, en primera instancia, tejido en las simbólicas y en las
imaginaciones armónicas de las mitologías y de las teologías, ahí
donde el sentido se daba en abundancia y donde podíamos creer que el
arte no era sino el ornamento de esos simbolismos, ahí es donde
actualmente se ha vuelto necesario exponerse a la prueba de una
simbolicidad despojada que trata siempre de renunciar a una
significación y a un imaginario. Ahí, por tanto, ya no es posible
solamente legislar acerca del arte o codificarlo. Habría que acercarse a
68
la técnica de un mundo hasta tocarla: y eso significaría, para decirlo a
partir de ahora con las palabras de Bailly, penetrar «en ese territorio
móvil donde la potencia de rememoración de las correspondencias
puede retumbar en el interior de un mundo que renunció a la
naturaleza». El ensayo sobre el arte aparece entonces como lo otro del
tratado o de la teoría, y de todo aquello que podía proponer un «arte
del arte» (filosofía, canon, ars poética), porque la teoría, a partir de ese
momento, no puede proceder ya de un orden dado, sino que debería,
por el contrario, llevar a cabo la experiencia de una composición no
sólo inédita sino acaso incomponible. Si bien se piensa, por lo demás,
es exactamente lo que había ya comenzado a ocurrir con Kant, como
una sacudida viva en el interior mismo de la teoría. A partir de Kant, ya
no habrá filosofía normativa del arte. Habrá tentativas de escritura de
lo que pone inmediatamente en juego una extremidad infinita de
sentido, el sentido como exceso infinito y en cuanto tal no
componible. No figurable, no cons- truible y, sin embargo, exigente,
que reclama el arte, un arte, su arte.
El efecto del ensayo sobre el arte consiste, de ese modo, en abrir el
arte, no para dar acceso a una explicación ni a una significación del
arte, sino a su propia condición de ensayo que podríamos llamar
«cosmográfica», en el sentido que queramos entenderlo. Pero eso no
puede ocurrir sino en la medida en que el ensayo abre su discurso -su
escritura- al decir de otro modo del arte con el que su decir debe
simbolizar.
Acabaré sencillamente citando a otro escritor que escribe sobre el
arte, Jean-Louis Schefer, cuya frase basta para resumir y relanzar todo
el desafío del ensayo: «no pruebo ni demuestro nada a propósito de los
textos [o de las pinturas], remuevo sus aguas».1
69
Chases écrites, P.O.L., París, 1988, p. 7.
70
DE LA OBRA Y DE LAS OBRAS
Echando una rápida ojeada desde una atalaya sin duda dis- i
utible, pero que hay que poder ocupar un instante, podemos decir que
la idea de «obra» agita, enerva y excita toda la historia de nuestra
cultura. Llega hasta un primer plano con un pen- ,a miento
preocupado por la realidad, es decir, con un pensamiento para el cual
lo real no está asegurado ni por su > r i teza sensible ni por la pulsión
en dicho pensamiento de un espíritu que no sería, a fin de cuentas,
sino esa certeza misma, l’oi el contrario, debemos más o menos
representarnos el movimiento constituyente de nuestra tradición
mediante la disyunción de la presencia sensible y de un soplo retirado
detrás de ella.
A partir de ahí, se plantea la doble cuestión de la consis- i< ncia de
lo real y de su proveniencia, o la cuestión de su efec- i iv¡ciad y, en
consecuencia, de su efectuación. Lo real en cuanto electo y en cuanto
efectivo, ahí tenemos el segundo plano de
l.i -obra» y, con éste, las cuestiones abarcadas en la posibilidad del
obrar y de la aplicación de la obra, es decir, las cuestiones abarcadas
en la realización de lo real: cuestiones que son también tanto las de la
creación del mundo como las de la producción humana.
71
Se trata del ergon griego, trabajo productivo y producto del
trabajo, cuyo resultado es la enérgeia, lo real en acto donde se
actualiza una potencia propia, una dynamis. El latín traduce ergon por
opus del que nosotros hemos formado «obra» (mientras que el alemán
Werk y el inglés work retoman la raíz erg-). La obra está en acto en el
sentido en que el actus -la culminación- es el participo pasado de ago
y designa, por tanto, la acción efectuada, llevada a su término: a su fin,
por tanto, a su finalidad, que es lo que nos ofrece la palabra
entelecheia en Aristóteles cuando añade a la enérgeia la idea de telos,
de fin acabado.
La obra arrastra con ella el motivo de la producción que comporta
a su vez una triple implicación: la de la acción productora, la del
agente productor y la del acto producido. Como es sabido, el curso de
nuestra cultura ha llegado hasta el punto, en la edad contemporánea -
es decir, a partir del despliegue conjunto de la técnica, de la
democracia y del capitalismo industrial-, de caracterizar la existencia
humana y, tendencial- mente, la del propio mundo como el hecho de
la producción por el hombre de esa existencia. El agente, la acción y el
acto se confunden en la autoproducción de algo real cuya esencia es
su existencia misma, que se confiere así un valor absoluto -el valor
mismo, sustraído a toda evaluación de uso y de intercambio, que no
consiste desde ese momento sino en la capacidad o, mejor dicho, en la
dignidad (esa gran palabra de Kant y de los derechos del hombre) de
la energía autoproduc- tora o en una operatividad general, ontològica
tanto como axio- lógica. A la autoproducción -que puede entenderse
también i orno la autoproducción en la obra y como la obra de su
sujeto (autor, actor, agente)- responde lo que podemos designar i
orno autofinalidad: la obra se culmina como su propio fin, la <
72
leclividad de lo producido es también la efectividad de la producción y
del productor. El desafío del proverbio Finis coronat i>/>»>• (el fin
corona la obra) puede llevarse hasta ese sentido total.
II
73
significativa con lo que representan los «trabajos», por muy valiosos
que éstos sean-. Por el contrario, y de manera paradójica, el uso de la
palabra casi se ha borrado en el lenguaje empleado en los medios ar-
tísticos, donde se prefiere precisamente hablar del «trabajo» de un
artista, cuando no disponemos de términos específicos como el
«libro» en literatura (el término «labor» está anticuado o acaso
resulta erudito, y no ha accedido jamás a la categoría de la «obra») o
el «film» en cine (aunque cuando hay que caracterizar la unidad y la
completud de una producción también nos referimos a la obra de
Ozu o a la obra de Ford).
Existe, por tanto, una tensión sorda que trabaja el uso y el sentido
de la «obra». En un sentido, sabemos muy bien de qué se trata. Por
una parte, esa palabra recogió toda la fuerza de la realización efectiva
de ese tipo de producción al cual hemos reservamos,
aproximadamente en la misma época histórica, la particularísima
concentración de la palabra «arte», tomada a su vez en su sentido
absoluto o restringido, es decir, desligada de los valores distintos de
las diversas habilidades que fueron las artes mecánicas o las liberales,
las artes compañeras de los oficios y, finalmente, las bellas artes. La
obra se ocupa de ese tipo de culminación que excede cualquier clase
de artesanado y de técnica, a la cual se supone que accede un «arte»
desvinculado de cualquier función de transmisión, de representación
o de celebración de un contenido de pensamiento histórico, religioso,
político o moral. La obra se ha pasado ya del lado de la efectuación de
una realidad que excede en cierta manera cualquier otra cosa real de
la naturaleza o de la producción. La obra se produce a sí misma
mucho antes que al hombre o bien, en realidad, el hombre se
produce, más allá de lo «humano demasiado humano», en la obra y
74
como la obra. La obra añade al mundo una efectividad o una energía
excedente.
Así es como la palabra se ocupa de lo que Proust, por ejemplo,
enuncia cuando escribe:
«Le explicaba a Albertine que los grandes literatos no han hecho
jamás sino una sola obra o, más bien, han refractado a través de
diversos medios una misma belleza que aportan al mundo».5
Pero, por otra parte, esta misma carga hiperbólica de la obra la
arrastró más allá de sí misma, por lo menos, en cuanto representación
de una efectuación cumplida y de una entelequia confiada en su fin
último. Podemos fechar ese exceso, que esta vez es el de la obra sobre
sí misma, en el momento -a partir de 1923- en que Joyce adopta la
expresión «work in progress» para caracterizar, incluso, en un
momento determinado, para mular Finnegans Wake. La expresión
acabará por caracterizar el libro no sólo como texto siempre en
construcción, sino también como una labor cuya lectura puede
indefinidamente vol- \ er desde el fin hasta el comienzo. De una u
otra forma, la obra
no acaba y csle inacabamiento desmiente la seguridad y la com-
pletud del objetivo alcanzado.
Ill
5 Proust, Marcel; la Prisonnière, NRP, Paris, 1922, p. 363. [En busca del tiempo p< idilio. 5. La
prisionera, traducción de Consuelo Berges, Madrid, Alianza, 1999.)
75
durante el tiempo que la obra estuvo enfrentada con esta otra
modalidad de incompletud o de desestabilización que representa su
reproductibilidad técnica. En el mismo momento, es el autor quien se
ve desestabilizado como figura del agente o del productor de la obra.
Tanto su poten- v cia operatoria de genio como su expresión, incluso
su hierofa- nía, perdieron su esplendor y su magia bajo los distintos
tipos de la obra.
De todas estas maneras, la obra se abismó en los dos sentidos del
término: se degradó en su exigencia de realización monumental,
renunció a la edificación de lo real arquitectónico que produciría
verdad en lugar, o bien muy por encima, de lo habitual real
imperceptible. Esto último fue, al contrario, lo que ocupó su lugar
en una mimesis y en una méthexis de la inconsistente, inconstante e
inconsciente existencia trivial tanto de las cosas como de las figuras
de un mundo que tiende hacia la insignificancia. La obra se
sustituyó por la maniobra de un auto-engendramiento de las
impresiones, de las combinaciones formales, de las maneras de decir
que no tienen nada que
i le i ii o, al menos, ínula que |hu í la cinnu mi se • odio la
lonmila
• le mui verdad cumplida.
I n ese sentido, la obra y toda la lógica y la simbólica de la
pioducción, de la autoproduccion o del engendramiento de un
mundo, 110 ocuparon durante mucho tiempo el lugar que, de hecho,
se vieron llevadas a ocupar, y que no era otro sino el de un Dios que, a
su vez, desde sus elaboraciones metafísicas, ■••■ representó a imagen
de la energía productora. La muerte de I >ios es la muerte de la
producción y, por pura carencia de in- \ envión, todavía no hemos
iluminado con otra luz la sombra que se extiende ante su tumba: al
contrario, nos hacemos un 11<> con una productividad que no sabe
76
sino reproducir pro- limdísimamente su ausencia de fines.
I’or ese motivo, no añoramos la obra, puesto que no era sino mi
sucedáneo de Dios, sin duda todavía más decepcionante que
• •I propio Dios. Hemos captado otra cosa, otra realidad de la
obra: no su cumplimiento, sino su operación, no su fin, sino .o
infinidad, no su entelequia, sino su energía como acto de u n.i
dinámica que no se reabsorbe en un producto-por mucho que este
debiera ser el «hombre»- sino que actualiza su tensión, su vibración y,
por qué no decirlo con esa palabra: su vida.
IV
' ( .arricio, Juan Manuel; Chances de la pensée, Galilée, París, 2011, p. 38.
6
Veáse la Nota a la edición.
77
Alcanzando su muerte, una vida se sobrepasa a veces en otras vidas,
que pueden ser vidas de seres vivos o bien vidas de obras o bien -pues,
para acabar, como dice Proust, «antes de que, en las generaciones
futuras, brillen las obras de los hombres, sería preciso que hubiera
hombres»-1 ni ser vivo ni obra, sino la simple afirmación de que esta
vida ha vivido, ha sido vivida, se ha esforzado por ser y por dar lugar
al acontecimiento de esta diferencia.
Del mismo modo, la obra cumpliéndose puede dar acceso a otras
obras y a otros autores de obras, pero puede también -excediendo la
duración de las generaciones humanas o antes bien sustrayéndose a
ellas- sobrepasar su propio acabamiento en la afirmación de que ha
habido esa tensión para ser y para dar lugar al acontecimiento que
obra. En cierto sentido, no hay nada más que decir de esta historia sin
historicidad que encadena hasta nosotros 30.000 años de ejecuciones,
desde las
78
operación- se libera de él y manifiesta que lo que realiza, que lo que
actualiza es siempre de nuevo su dynamis, su potencia que a
semejanza de toda fuerza no se ejerce sino por el juego de una
diferencia de fuerzas. La obra es siempre así la activación de una
diferencia entre ella misma y ella misma mediante la cual va siempre
más allá de sí misma.
den de la predicción, ni siquiera precisamente en rigor del proyecto.
Hay siempre un surgimiento que excede la expectativa, como hay
siempre un tanteo que escapa al cálculo. La obra se desborda así hacia
atrás mediante la maniobra que se aventura hacia ella y que la obra
desconoce y se desborda hacia delante mediante el desobramiento
que la sustrae a la terminación en la que, sin embargo, dicha obra se
acaba, aunque también se arruina. Blanchot escribe: «La obra siempre
está en ruinas. La obra se paraliza o se suma a las buenas obras de la
cultura a través de la reverencia, a través de aquello que la prolonga,
que la mantiene, que la consagra (la idolatría propia de un nombre)».7
Eso no impide, sin embargo, que, en todos los aspectos, esta ironía
hacia las «buenas obras» no sea fácil de manejar. Pues esta expresión
nos lleva, al mismo tiempo, hasta una larga serie semántica que, en
efecto, las santurronerías de toda suerte de obras piadosas han
reducido a la figura de un opus dei. Ahora bien, hay que recordar que
las «obras» -las erga de la koiné transcritas inmediatamente en opera-
designaron la acción efectiva por oposición a la disposición espiritual
denominada de la fe (pistis). Si Pablo señalaba que las obras sin la fe
quedan sin valor, Santiago le objetaba con rotundidad la primacía de
las obras y muy precisamente de las obras llamadas del amor (agape,
caritas). No tenemos que entrar aquí en ese debate, sino acaso para
hacer notar que en la operación de la obra la fe, es decir, la confianza
7
Blanchot, Maurice; ¡.’Écriture du désastre, Gallimard, Paris, 1980, p. 12/.
79
en lo que debe exceder toda expectativa, es inseparable de la acción
que obra, que maniobra y que se
80
I
8t
VI
82
tomadas de las que Foucault emplea para caracterizar la obra como
aquello cuya «forma vacía» y cuya «ausencia» (en la medida en que
la una y la otra comparten el carácter de «una palabra que se
envuelve en sí misma»)1 las proporciona la lo- i ura. En la locura este
envoltorio se clausura y se excluye de la significación, en la obra,
desplaza las significaciones recibidas según unos significados
desconocidos.
Pero lo desconocido abierto de ese modo no es algo cono- i ido
por venir que sería el fin de la obra, del mismo modo que el hecho
de significar tampoco es una significación en poten- i ia. Aquí
exactamente tiene lugar la actualidad, la puesta en aelo y en
enérgeia de una dynamis que sigue siendo dynamis.
I a operación de la obra consiste en una revelación a sí misma
l a n í o como a su autor y a sus «receptores», o a sus «aficionados»,
de su propia apertura y de su propia excedencia. Releemos Hamlet,
la representamos una vez más, o bien volvemos a interpretar la Gran
Fuga, preguntamos de nuevo a Madame ( ie/.anne qué luz mancha y
casi desgarra de blanco su vestido .i / 1 1 1 oscuro en medio de las
flores cuyo marrón rosáceo se rel í e l a en sus mejillas.
La vida misma vive en esas mejillas. Vive de esas mejillas, o de
ese golpe del arco. La vida no viviría sin eso.
foucault, Michel; «La folie, l’absence d’œuvre», Dits et écrits, Gallimard, Paris, l'o l, p. 417-419.
83
PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS
ESCRITURA
349
«Autrement dire» en Revue Po&sie n° 89, Paris, Belin, 1999.
«De l’œuvre et des œuvres». Inédito.
«L’art de faire un monde». Inédito.
«Les raisons d’écrire» en Misère de la littérature, Christian
Bourgois, Paris, 1978.
«Faire, la poésie» se publicó por vez primera en Nous avons voué
notre vie à des signes, William Blake & Co., Burdeos, 199(1 y se
retomó en el libro Résistance de la poésie, William Blake & Co/Art &
Arts, Burdeos, 1997.
«Compter avec la poésie» se publicó por primera vez en La
mécanique lyrique. Revue de littérature générale, 95/1, Paris, P.( ). I..
1995 y se retomó posteriormente en el libro Résistance de la poésie,
William Blake & Co/Art & Arts, Burdeos, 1997.
«De l’écriture: qu’elle ne révèle rien» en Revue Rue Des cartes n°
10, Albin Michel, Paris, 1994.
«Récit, récitation, récitatif» se publico en el dossier de ho
menaje a « Philippe Lacoue-Labarthe », en Revue Euro/n’ n° 973,
2010.
ARTES
350
«Techniques du présent». Entretien avec Benoît Goetz, en-
trevista realizada en Estrasburgo el 4 de octubre de 1998 y publicada
en la Revue Le Portique, n° 3,1999, Metz.
«Regard donné» en Portraits par Henri Cartier-Bresson, Thames
& Hudson, Paris, 2006.
«Comment s’écoute la musique?», Revue II Particolare, n° 15-16,
Marsella, 2006.
«Séparation de la danse» se publicó por vez primera en el libro
Danse: langage propre et métissage culturel, dirigido por Chantal
Pontbriand, Parachute, Montreal, 2001. Más tarde apareció
formando parte del libro Allitérations - Conversations sur la danse,
Paris, Galilée, 2005.
«Cinèfile e cinémonde» se publicó por vez primera en italiano en
Filmcritica n° 543, Roma, 2004. El texto apareció más tarde en
francés en Trafic n° 50, P.O.L., París, 2004.
«Le corps en tant que scene» fue una conferencia dictada en
Brescia (Italia) y posteriormente recogida en «Corps-théâtre»,
traducida al italiano por Antonella Moscati y publicada con otros
textos de Jean-Luc Nancy en Corpo Teatro, Cronopio, Nápoles, 2010.
«Eloquentes rayures» se publicó por primera vez en italiano en el
libro Spettri di Derrida, Annali Fondazione Europea del disegno
2009/V, Il Melangolo, Génova, 2010.
V
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realización o su operación depen-
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