Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
El cuento, de poco más de 500 palabras (un cuento que bien podría pasar por
microficción), abre con la ilusión de encontrar a una hija al salir de la escuela y
concluye con un parricidio (eso, claro, si admitimos que la mariposa sí es la hija, y
no una extraña coincidencia).
Al final, sabiendo que comer pájaros no es lo peor que podría hacer su hija, decide
llevarle él mismo un pájaro a la habitación para que lo coma.
Basta preguntar, hasta este punto, ¿es acaso probable que la asunción de lo
fantástico se deba a los lectores, más que al contenido en sí de lo narrado o a los
medios a través de los cuales se cuenta?
Algunas de sus historias dan cuenta de una realidad insospechada, extraña, pero
perfectamente plausible. Real. En otros cuentos, algunos más difusos en esa línea,
recurre a la misma peculiaridad en el modo de omitir lo que ocurre (como ese «no
pude ver lo que hizo») para generar la sensación de irrealidad, de que hay algo más
que se le escapa al lector. Que no es, en el caso citado por ejemplo, solo una niña
que come pájaros, sino que esa niña debe ser algo más, debe esconder esa imagen,
poderosa eso sí, algo de irreal.
Lo mismo sucede con «Mariposas»: ¿acaso la autora nos da una pista de que los
niños no van a salir? Los otros padres miran extrañados al protagonista pisando la
mariposa, pero ¿no lo haría cualquiera, siendo las mariposas uno de los insectos
que socialmente se consideran de mayor belleza? ¿No es en ese caso el lector quien
asume que está frente a una historia fantástica, como en el de «Pájaros en la boca»?
La misma pregunta podría hacerse no solo a los cuentos de Samanta, sino a lo que
entendemos por literatura fantástica en general. ¿Dónde está el género fantástico:
en el texto o en los códigos del lector para leer la realidad? Y en esa sospecha,
quizá, es donde se halla la riqueza de un género al que le queda muchísimo por
explorar.