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Los individuos libres deben


construir una nueva sociedad que
permita la expresión de la libertad
artística y de los impulsos narcisistas
y que tuviese sus propias leyes,
prioridades y sistemas,

HERBERT MARCUSE
...la etnia veragüense lo había logrado...
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EL MUNDO DE LAS MARACAS


MARTINGALAS
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Irrumpiendo entre el nutrido grupo de guardaespaldas, reporteros y agentes

locales, un encuestador, de origen austríaco, armado con una grabadora del

tamaño de la palma de la mano, logró preguntarle al famoso actor

hollywoodense cómo le había parecido el Valle Central. Es el país más triste

que he conocido, respondió el actor dejando ver en la cara tal gesto de

disgusto como si acabara de presenciar algo escabroso. Rápidamente, y

visiblemente enojado el actor rechazó con un indiscreto empujón el artefacto

sostenido por el encuestador y se introdujo en el medio de más de una docena

de vigilantes trajeados de negro, caminando veloz por el vestíbulo con rumbo

al avión. El encuestador austríaco estuvo seguro de que el concepto, «país

triste», era la variante permanente de los años noventas del siglo XX para la

tercera región del mundo sobre la cual se habían escrito más biografías

después de Egipto y la asombrosa Isla de Pascua. País triste, era, sin lugar a

dudas, uno de esos conceptos que, no con poca dificultad, se adquieren de la

franqueza del niño que todo humano lleva dentro y se trataba de una variante
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notable dentro de la frágil escala cultural del Valle Central si se tenía en

cuenta que en los célebres tiempos de la etnia tica, o etnia veragüense, en

pleno apogeo de la canción, gorrioncito de mi vida, a ritmo de maracas, el país

resplandecía por su colorido musical y el bailar frenético de aquel

conglomerado de gentes que permanecieron durante más de doscientos años

olvidados del resto del mundo, después de que los mares se habían

transformado en una zona de nadie, dada la proliferación de temibles

corsarios, piratas y bucaneros, y la humanidad, como nunca antes fomentaba

la ingratitud y la codicia sin freno. En un envejecido y monumental cuaderno,

el sudoroso y pacienzudo encuestador austríaco conservaba ordenadamente las

pautas más sobresalientes, dirigidas por toda clase de visitantes extranjeros al

boscoso país centroamericano, desde la época de la conquista española,

cuando fueron condenados a morir quemados vivos a tres castellanos y un

sevillano por el flagrante delito de alimentarse a base de indios chibchas en

vez de indios aztecas, por ser aquellos menos ñatos que estos. En aquellos

tiempos del descubrimiento del Nuevo Mundo, o, Las Indias, como se le

denominaba a la incalculable franja de mundo, se tenían por indios aztecas a

las tribus ubicadas del Río El Desaguadero hacia el norte. Los Reyes Católicos

habían dado la orden de juntar a las razas de indios ñatos con las razas de

indios narigones, para que las futuras generaciones de indios salieran con

mejor nariz. Los conquistadores nunca explicaron a los reyes que los indios

narigones estaban ubicados en la zona del Alto Perú, en tanto que los indios

ñatos se encontraban esparcidos por toda Mesoamérica, a medio mundo de

distancia de las tribus incaicas. En realidad, eran tantas las etnias indígenas, y

de tan diferente etnografía, que cada una tenía su lengua propia, y el común
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denominador con respecto a las etnias del resto del mundo consistía en el

desconocimiento total de su verdadero origen, y en la inconfundible mirada de

caníbales insatisfechos, pero los conquistadores más diestros en humanidades

conservaban la ilusión de sembrar rápidamente las trochas primitivas con

santos de yeso, tal y como lo hicieron en Europa en los tiempos de la peste

bubónica, aquella memorable pandemia de la que nunca se supo a ciencia

cierta si fueron los aditamentos para el exterminio de las ratas, la inmediata

develación de santuarios por doquier, la persecución a muerte de los judíos, o

si serían las tres fórmulas juntas las exterminadoras de la mortal peste

documentada a la manera de crónica, al mejor estilo del encuestador austríaco,

pues la tal peste bubónica había matado en tan solo dos siglos a más de la

mitad de la población del Viejo Mundo.Doscientos años después, en pleno

imperio veragüense, el motivo y la razón de la llamada “peste negra” la

divulgó el famoso maraquero Sacramento Loria, compositor y cantante del

cadencioso tema musical El Gato Gregorio que narraba el caso de los

desnudos indios encontrados en el Nuevo Mundo, la existencia veraz de los

indios de la lejana India asiática, y de cómo fue que el papa Gregorio IX fue el

único culpable de la aparición de la “peste negra” por declarar a los gatos

como animales diabólicos, lo que causó la extinción de los felinos en todo el

Viejo Mundo. Respecto a la primera remesa de indios del Nuevo Mundo que

le llevó el Almirante Colón a los Reyes Católicos luego del primer viaje de

descubrimientos en ultramar, como es natural, se tuvo la duda en el palacio del

Tinell y en sus alrededores, de la verdadera procedencia de las seis muestras

de sexo masculino, de apariencia subhumana, principalmente por la ignota

lengua de los mismos, tan idénticos a los indopaquistaníes de las mesetas del
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Pamir. Al respecto, la inteligencia eclesiástica allegada al palacio del Tinell

había logrado rescatar de lo poco que había de la Historia de la humanidad en

los estantes de los archivos administrativos de la Casa de la Santa Hermandad,

la amarga crónica del hijo de Filipo de Macedonia. Se trataba de Alejandro El

Grande, el guerrero del Mediterráneo quien mil ochocientos años atrás, al

mando de un ejército de doce mil hombres armados con espadas, lanzas,

caballos y elefantes se había constituido en el dominante indiscutible de las

comarcas del Indo, merced a una imprevista estrategia de guerra que consistió

en el casamiento de él mismo con Roxana, la hija del Rey Poro quien

gobernaba aquellos territorios, con lo cual se superaron toda clase de

oposiciones comarcanas en aquel sector del mundo inundado de lenguas

ignotas y etnias de muy variado color de piel -decía el informe-, a lo largo y a

lo ancho de una extensión de tierras del tamaño de treinta Grecias juntas. Las

grandes gestas de la humanidad – pregonaban los estupefactos investigadores

en Roma-, llegan a parecer increíbles hasta muchos años después, a veces

como presentes traumáticos, otras veces como presentes gloriosos, todos ellos

anclados en la memoria humana. Dado el actual imaginario de las comentadas

treinta Grecias juntas ubicadas en el culo del mundo según lo referían

húngaros y ucranianos, parecían haberse desintegrado por completo las

matemáticas de la Historia. Todo apuntaba a un nuevo orden mundial, y en

efecto, lo era. Pero surgieron múltiples razones para la suspicacia. Para la

Europa nórdica y oriental, inclusive, los hispánicos, gestores de las novedosas

noticias de descubrimientos en ultramar apenas eran uno de los tantos pueblos

mediterráneos inmersos desde siempre en sus frágiles fantasías babilónicas,

hábiles constructores de ermitas, grandes fanáticos de la resurrección después


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de la muerte, una creencia nefasta: nadie ha resucitado ni resucitará jamás.

Con justificadas razones el comentario de los checos discípulos del

desaparecido reformador Zizka vislumbraba el temible germen de la pobreza,

la ignorancia, y el feudalismo salvajes que invadirían aquellas tierras de

ultramar cuando los eclesiásticos hispánicos impusieran el rigor de la fe y la

desinformación. En otras latitudes, las seis muestras de indios de sexo

masculino presentadas por los aventureros hispánicos en el palacio del Tinell

se convirtieron inmediatamente en el trabajo apresurado de los mejores

académicos europeos encargados de repasar y examinar las razas arábigas y

las del Mar Mediterráneo hacia arriba con miras a depurar la veracidad de la

gran hazaña hispánica en ultramar. En esos minuciosos estudios de laboratorio

estuvieron mucho tiempo hasta que el conocido astrónomo polaco, Copérnico,

les insinuó: «si buscan a los tales indios entre fenicios y persas terminarán

diciendo que son santos, ángeles, querubines y serafines babilónicos; mas

sensato sería buscar esa raza de descamisados en el ombligo del mundo». Lo

más acertado de todas las opiniones respecto a los seis personajes traídos por

Colón refería que no eran nada más que el producto de los fugitivos de las

sangrientas Guerras Púnicas, pero este concepto se derrumbó cuando el Papa

CamilloBorghese condenó las posiciones científicas del famoso astrónomo

Copérnico, ya calificante para ser procesado bajo el estricto régimen de la

Inquisición. Gracias al informe eclesiástico se aclaró todo respecto a las seis

muestras de aquellos nuevos humanos presentados por el Almirante Colón. El

informe decía: Los indios, de piel bronceada y ojos oscuros pertenecen a las

etnias taínas concentradas en el área del mar Caribe. Además se aclaró el

significado de la palabra taíno como, gente que se alimenta de carne humana.


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En lo referente al área del Valle Central americano donde habría de surgir la

fenomenal etnia tica caracterizada por su tolerancia etrusca y el orden cultural

de su sistema democrático solidarista, el encuestador austríaco tenía registrado

en el viejo cuaderno el sugestivo título: MÁS ALLÁ DEL ORIGEN DE LOS

SANTOS DE YESO, legiblemente escrito por él mismo, a mano, en la rústica

cubierta acartonada y, seguidamente, el primer concepto, en orden de

importancia, emitido por la misma escuadra de conquistadores españoles que

recibieron la orden del Gobernador Felipe Gutiérrez, de quemar vivos a los

cuatro compañeros de aventuras -los tres hombres castellanos y el sevillano-,

tan pronto como fuera posible, incidente que se transformó en el único caso en

particular acontecido en la agreste costa veragüense descubierta por el

Almirante Colón en su cuarto y último viaje a Las Indias. De acuerdo con el

espectacular manuscrito, el concepto, emitido por el sudoroso escuadrón de

verdugos delante del Gobernador Felipe Gutiérrez, atormentados por el

desagradable olor a chamusquina en el patio trasero del Fuerte Veragua,

rezaba en el envejecido cuaderno del encuestador: Es imposible penetrar en el

interior de estas oscuras y peligrosas cordilleras. Para entonces el Valle

Central era un perfecto hervidero de serpientes ponzoñosas, y en las

pendientes de ríos y quebradas había una gran peste de cocodrilos, mosquitos,

tórsalos y papalomoyos que ya habían obligado a retroceder a cuatro décadas

de expedicionarios españoles, incluidas las remesas enviadas por doña Juana,

comandadas por el experto veterano Diego de Nicuesa. Doña Juana, la

flagrante reina sucesora del trono, comparaba las inmensas tierras de la

Veragua con los bosques Pirineos pero habitada por desnudos indios

caníbales, con sus cachetes pintados con bija roja -según se lo habían
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explicado los aventureros allegados al palacio-, armados con flechas de

proyectil envenenado. En su preocupante búsqueda del oro, el nombre y la

dirección de Veragua le fue dado al Almirante Colón por los famélicos indios

habitantes del Cabo Gracias a Dios (Honduras). Doña Juana, inclusive, estuvo

bien enterada del hundimiento de una embarcación por exceso de oro en los

compartimientos, en la zona de Veragua durante la misma fructuosa travesía

de Colón que culminó en Castilla del Oro (Panamá). Desde mucho antes de la

muerte de sus padres, los Reyes Católicos, la futura doña Juana, se había

involucrada con gran pasión en el mundo de los conocimientos de los

aventureros de ultramar, se había formado cartógrafa sin darse cuenta, y

estuvo segura hasta su muerte de que las supersticiones no eran más que las

extraordinarias facultades sobrenaturales que envolvían el mundo.

Posteriormente, doña Juana, con la ayuda del Papa, logró aclarar todo lo

relacionado con el asunto de los indios ñatos y los narigones, y durante mucho

tiempo estuvo enferma de consternación, producto del parte dictado en Santa

Fe por el fracasado Gobernante Felipe Gutiérrez, al enterarse de la horrorosa

forma como agonizó en Veragua uno de los hombres procesados en la

hoguera, quien nunca se cansó de gritarle a sus verdugos, ojos de tórsalo, de

forma que los desgarradores gritos ofensivos del moribundo se repitieron de

forma asombrosa en el cañón de las impenetrables cordilleras. El Almirante

Colón, quien descansó durante quince días en la pequeña isla de Quiribirí,

cercana al lugar donde veintisiete años después se llevaron a cabo las

ejecuciones en la hoguera, le había asignado el nombre de Veragua a toda la

región, no se tenía idea de si aquella sucesión de jungla, ríos y misterio

podrían tratarse de la parte de un continente. Hasta entonces era una inmensa


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zona calurosa, pluviosa, siniestra, pantanosa, reconocida en los mapas como la

antesala del infierno. De noche la luna y las estrellas brillaban con fulgor, pero

aún las carabelas mejor ancladas y sus arriesgados tripulantes no dejaban de

ser el inicio de una misión imposible ante la rampante premura de aquella

monótona geografía caracterizada por un montón de desembocaduras de

importantes ríos sin nombre, rodeados de gaviotas, lagartos y monos de largas

colas prensiles. Erróneamente, en el palacio del Tinell, se entendió durante

muchos años que las costas del litoral Atlántico eran el único frente desde el

cual se debía penetrar hasta lo más profundo de la ardorosa manigua

veragüense. Se desconocía la existencia del Océano ubicado al otro lado de la

Veragua impenetrable, el que hoy en día se conoce con el nombre de Océano

Pacífico. Inclusive, el istmo, la parte más reducida de las cordilleras

permanecía oculto por la desconocida y misteriosa selva de apariencia infinita,

pero también por el silencio de sus extraños habitantes aborígenes

identificados como «indios». Los conquistadores estaban convencidos de

encontrarse en territorios de la China y de la India, de acuerdo con el sagrado

manuscrito de San Isidoro de Sevilla, titulado: «EL ETYMOLOGIORIUM»,

también conocido como el libro de «LAS ETIMOLOGÍAS». El

Etymologiorium, era una carta grande de tendencia didáctica, que hizo época

después de la Edad Media, al punto de transformarse en el referente de los

aventureros de ultramar, y trataba de una forma efectiva de localizar el Paraíso

Terrenal al este del Edén, en el mero círculo del mundo, pero fue suficiente el

paso del hábil cartógrafo italiano Américo Vespucio, por las tierras recién

descubiertas, para terminar con ochocientos años de las creencias

sobrenaturales del libro de Las Etimologías. Américo Vespucio quien visitó


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Las Indias en la expedición de Alonso de Ojeda, llegó a la genial conclusión

de que aquellas costas con sus selvas y sus ríos no eran más que la

continuación de un Nuevo Mundo. Diego de Nicuesa, el segundo

expedicionario español en intentar penetrar en el Valle Central, merodeó por

la pequeña Isla de Quiribirí, identificada en el nuevo mapa con el nombre de

Isla La Uvita, llegó con sus ciento noventa hombres, a pie, por la boca del rió

la Estrella, hasta cierta parte de la jungla, pero fue repelido drásticamente por

los nativos con sus flechas y sus lanzas impregnadas con veneno de sapos

talamancas. Cuando los hombres de Nicuesa eran heridos por tales proyectiles,

caían en convalecencia y morían de un día para otro como si hubieran sido

picados por alguna serpiente. Nombrado como Gobernador de la Veragua

comprendida desde el río El Desaguadero hasta el Golfo de Urabá, Diego de

Nicuesa solo encontró sufrimiento. Muchos de sus hombres perecieron en las

duras guerras con los indios, e imperó el desorden entre soldados de rango y

subalternos, llegando al punto del derramamiento de sangre. Una de estas

riñas intestinas se registró en el poblado «Nombre de Dios» (Portobelo)

cuando se quiso fundar una ciudad con el nombre de San Basilio y una

columna opuesta insistió en que la futura ciudad debía llamarse San Elías. Un

sangriento altercado entre católicos, apostólicos y romanos dejó un saldo de

tres muertos y dos hombres desaparecidos en la jungla. Finalmente el caserío

se bautizó como «Nombre de Dios». Apenas era el inicio de nombres y

develaciones de tendencia idealista, derivado de aquél conglomerado de

aventureros provenientes de un mundo casi sin bases científicas, en cambio,

embargados de supersticiones y valentía. El afán de los aventureros a la hora

de bautizar ríos, islas y casi todo con nombres de santos no se debía tanto a los
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fueros eclesiásticos como al ideario colectivo de una cultura de fe ciega y sin

bases pero además sin ninguna alternativa de rectificación a largo plazo,

concluyendo por siempre en ayudas sobrenaturales por parte de los tales

santos. Nicuesa, quien también consultó en su juventud el extraordinario

tratado de san Isidoro de Sevilla, luego de la riña disuadió al enardecido

personal comentándoles que: con un nombre así de fermoso tendrían la

bendición de Dios para llevar a cabo una mejor gobernatura en el Nuevo

Mundo. Ya establecido en «Nombre de Dios», Nicuesa comienza a prepararse

para regresar a luchar contra los indios chiriquíes y contra los indios del Valle

de la Estrella que lo habían derrotado. Entonces era de difícil comprensión por

los aventureros que si el oro fuera leche, los indios serían vacas difíciles de

lidiar. En efecto, lo eran. En la conquista del «Nuevo Mundo», se había

llegado a un punto en el que se entendía perfectamente que existían miles de

indios, quizá millones de ellos escondidos en las sombras umbrías de la

candente selva. Pero además, se podía estar seguro de que alguien había

pasado por cada uno de los poblados indígenas y los había alertado respecto a

la pasión frenética de los «hombres blancos» por el oro y la plata infaltables

en abundancia en las casas y malocas de los nativos. Los llamados «hombres

blancos», mientras tanto, ya invadían las costas de Veragua. El Gobernador

Diego de Nicuesa, inclusive, carecía de embarcaciones de confianza a pesar

del reverente baño de alquitrán que parecía sostenerlas firmes delante de la

inclemencia del óxido tropical. Un día se presenta en «Nombre de Dios» su

lugarteniente Rodrigo de Colmenares con la noticia de que en el Golfo de

Urabá existía una ciudad recientemente fundada por el Bachiller Fernández de

Enciso con el nombre de «Santa María la Antigua del Darién». Para Nicuesa,
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lo más encolerizante de las informaciones de Colmenares era la noticia de que

Vasco Núñez de Balboa había destronado del mando de la expedición al

fundador Enciso, a quien lo mantenía acaudillado en el mismo punto, con

quince o veinte fieles. La reconocida crueldad de Núñez de Balboa databa

desde la época en que se hizo dueño de haciendas en La Española a fuerza de

asesinar y esclavizar indios y traicionar a sus colegas de aventura. El escapado

Colmenares concretó, además, que Núñez de Balboa estaba llevando a cabo

grandes rescates de oro con los nativos del Darién. Nicuesa alista un viejo

bergantín y en cuatro días llega a Santa María la Antigua del Darién a imponer

su autoridad, con tan mala suerte que cae prisionero en manos de Fernández

de Enciso quien lo amenaza con ahorcarlo y lo obliga a abandonar el golfo en

el mismo viejo bergantín mal aparejado. Sofocado, Nicuesa, sugirió dialogar

personalmente con Núñez de Balboa, pero este se encontraba con un mayor

número de hombres en las rutas del río Atrato. Ante las repetidas amenazas de

ahorcamiento por parte de Enciso y sus enfurecidos hombres que, en realidad,

pasaban de treinta, a Nicuesa no le queda más alternativa que devolverse, pero

naufraga y muere con sus pocos seguidores entre los que se encontraba

Colmenares. Al día siguiente Núñez de Balboa enjuicia a Fernández de Enciso

por la muerte del Gobernador legítimo de toda la Veragua que era don Diego

de Nicuesa, y lo obliga a salir para España con sus seguidores. De esta manera

Núñez de Balboa se permite gobernar la aurífera provincia con mayor

tranquilidad, a diferencia de la irritante guerra fría que venía sosteniendo con

Enciso y sus colonos. Años atrás, cuando aún se desconocía de la existencia

de Veragua, el Darién y el Golfo de Urabá, Balboa había participado en la

expedición de Rodrigo de Bastidas en las Antillas, en Palo Brasil, y tenía una


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amplia experiencia en el trato con los indios. Por sus buenos modales, el

Cacique Careta le había obsequiado a su hermosa hija Anayansi, en el término

de una visita que Balboa le hizo para tratar asuntos relacionados con la paz por

haber sido Careta despojado cruelmente del asentamiento donde fue fundada

Santa María la Antigua del Darién. Durante aquella memorable visita se llevó

el Conquistador Balboa otra sorpresa, a parte del regalo de la doncella

Anayansi, a la cual ni la tocó supuestamente por temor a contraer liendres y

piojos en el pelo; entre la gente del Cacique Careta se encontraban dos

españoles. Al igual que todos los indios andaban desnudos y pintadas las

mejillas con bija roja, tenían cicatrices de espadas recientes en el pecho y los

brazos, el semblante medroso y exaltados. Los dos españoles habían sido

miembros de la expedición de Nicuesa en las costas de Veragua, habían

participado en varias riñas, pero desertaron en Nombre de Dios al enterarse de

que Nicuesa pretendía regresar a enfrentarse con los peligrosos indios del

Valle de la Estrella cuyas lanzas tenían veneno de sapos talamancas. Un día

entre ambos españoles se produjo un duelo a espadas en el patio del caserío al

no ponerse de acuerdo en los nombres de San Toribio y San Alejandro que

habría de llevar la recién establecida tribu de Careta. En medio del altercado el

Cacique Careta preguntó qué significaba la palabra «san». Le explicaron que

la palabra «san» es un apócope para designar a alguien que fue una buena

persona en el término de su existencia. Careta concretó que su tribu llevaría el

nombre de San Careta, que no olvidaran que él los había acogido en su tribu

desde la época en que fueron cazados por sus hombres para ser pasados por las

brasas, y hasta el momento no les había faltado nada en la tribu. La tribu en

cuestión, en un claro del bosque, permaneció sin nombre, un nombre que no


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era necesario pues cada tribu llevaba el nombre de su cacique. A uno de los

españoles, de nombre Juan Alonso, que había dejado muy mal herido al otro,

Careta lo nombró su capitán y consejero, y a ambos se les trataba las heridas

con compresas de telaraña rayada. Los dos españoles contaron a Núñez de

Balboa que habían sido muy bien tratados por el Cacique Careta y su pueblo,

por lo que Balboa le prometió a Careta ayudarlo en sus sangrientas luchas

contra el Cacique Ponca, con quien desde hacía años sostenía litigios

indescifrables por tierras y robo de mujeres y cacería de hombres para carne

de brasas. Ya sin la presencia de Enciso en la provincia, Núñez de Balboa

sometió a los Caciques Cemaco y Chiamba, y estableció relaciones amistosas

con el Cacique Comogro. Pero, aunque había logrado penetrar muy adentro de

la costa, a partir de la tribu de Comogro la selva era tan impenetrable que era

imposible intentar subir a las cordilleras de Veragua. Entonces Balboa baja

hasta Santa María de Belén, un pueblo que había sido fundado por Colón en la

orilla del río Panamare, y aprovecha para enviarle al Rey de España su

relación sobre el descubrimiento junto con el quinto real, que ascendía a

veinte mil castellanos, doscientas perlas y algunas curiosidades de la región, a

título de reverencia, teniendo en cuenta lo mal informado que debía estar

desde el momento en que Enciso llegó a España. Un acontecimiento

imprevisto entre los múltiples trabajos del legendario Balboa llegaría a gestar

una forma más efectiva de intentar penetrar en la profundidad de las

cordilleras del Valle Central de la Veragua descubierta por Colón. Durante

una ronda ocasional por las tierras del Cacique Comogro se presenta un joven

indio identificado como Panquiaco, precisamente, hijo del Cacique Comogro,

y le comenta a Balboa sobre el Mar del Sur y sus riquezas. La franqueza del
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indio Panquiaco resumía la existencia de un gigantesco océano muy cercano a

las tierras de los peligrosos Caciques Ponca y Cuareca. Hasta entonces eran

tribus desconocidas por Balboa, una de esas tantas sabidurías escondidas que

irritaban pero también alegraban a cualquier buscador de oro. Inmediatamente

Balboa pasó a las tierras del Cacique Ponca e hizo la paz con él. Buscando la

ruta indicada por el indio Panquiaco, Balboa y sus hombres se ven obligados a

guerrear con el Cacique Cuareca. Para Balboa la misión de encontrar otro

océano tan grande como el Atlántico sembrado de poblaciones ricas en oro,

era poco más que alucinante. Fue suficiente un día de lucha para eliminar a

Cuareca y a sus hombres. Al día siguiente, Balboa se encamina a una gran

sierra, desde donde divisó, efectivamente, el Mar del Sur, inmenso, delicado,

majestuoso, su color verde turquesa coqueteante en el horizonte infinito.

Balboa, que tenía cierta noción de las sagradas pistas de Las Etimologías de

San Isidoro de Sevilla, al ver el horizonte del nuevo océano en contacto con el

mundo cerúleo de las dos de la tarde entendió las razones por las cuales no

podía ser fácil dar con el punto exacto donde debía quedar el «trono de Dios»,

pero el indio Panquiaco le había confidenciado que por las costas de ese mar,

tanto arriba como hacia abajo habían tribus con oro, plata y mercurio a más no

poder. Ya en la costa del Mar del Sur, Balboa sometió a los más inmediatos

Caciques Chiape y Coquera dueños de perlas y pequeñas embarcaciones

fondeadas por doquier en los recodos de las tribus costeñas. El quinto real que

Balboa había enviado a la Corona desde Santa María de Belén como pago de

impuestos reales había hecho que se le adjudicara el nombre de Castilla del

Oro a la región de los caciques gobernados por Vasco Núñez de Balboa, el

primero en captar la urgente necesidad de santas canonizadas para ponerles


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nombres a los pueblos y ciudades del mundo entero, pero menos a los del

sultán Saladino por ser pueblos apóstatas. Con el descubrimiento del Mar del

Sur, la gran variedad de conceptos respecto al mundo había cambiado

drásticamente. La ocupación laboral sin límites y por ende la economía

repartida impulsaron la infraestructura de lúgubres pueblos recientemente

vejados por el estancamiento, y hasta los viejos mapas gordos fueron

modificados con nuevas formas alargadas de norte a sur, principalmente los

mapas del Nuevo Mundo que comenzaron a aparecer con una diminuta nuca

en la zona gobernada por el Adelantado del Mar del Sur, el honorable título

que la Corona había designado para Balboa desde que se comprobó la

existencia del Mar del Sur. Sin embargo, las acusaciones de Fernández de

Enciso en España provocaron la destitución del cargo de Gobernante al

Adelantado del Mar del Sur. En su lugar se presentó en Castilla del Oro el

nuevo Gobernador Pedrarias Dávila al mando de diez embarcaciones y mil

quinientos hombres armados con mosquetes, ballestas y espadas. Con una

voluminosa caravana formada por hombres y mujeres de la misma expedición,

Pedrarias se introdujo territorio adentro y fundó la ciudad de Acla en una

llanura de las selvas del Darién. Inicialmente Pedrarias quería un nombre de

santo para el poblado pero la comunidad, incluidas las mujeres proclamaron el

nombre de Acla, que en lengua indígena significaba huesos. En realidad, la

llanura era un claro de la selva que fue utilizado como cementerio de alguna

tribu indígena que estuvo asentada no lejos de la llanura. A menudo, Balboa

visitaba el caserío de Acla que en cuestión de unos pocos meses se transformó

en el pueblo más parecido a España en toda la región, pero nunca estuvo nada

satisfecho con su destitución a la que calificaba de injusta, y ya había enviado


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varias cartas al Rey quejándose de los excesos cometidos contra los indios por

los hombres de Pedrarias, señalando que a causa de los malos tratos la

mayoría de los indígenas se habían revelado, sin que el Gobernador Pedrarias

tomara acciones para controlar la situación. De su antigua hegemonía de

gobernador, a Balboa solo le quedaba una deslucida categoría de armador de

embarcaciones en el astillero que construyó en la costa del Mar del Sur. En

realidad, a Pedrarias no le quedaba tiempo para vigilar lo que estaba pasando

entre sus soldados y los caseríos indígenas. Acla había crecido mucho con la

llegada permanente de familias enteras, inclusive las esposas de sus

lugartenientes y sus hijos de todos que empezaban a morir a causa del

paludismo y la malaria, sin que nadie hubiera logrado dar con el remedio;

además, en Acla y sus alrededores, corría la voz de que una de las hijas de

Pedrarias era la prometida de Balboa. Muy a sabiendas de la Provincia de

Castilla del Oro, Balboa era un apuesto rubio malquerido por su suegro, pero

no por el hecho de que pudiera llegar a ser un mal marido sino porque era el

hombre que lo podía despojar del poder en la provincia donde Balboa

permanecía con sus buenas influencias intactas sobre los nativos. A parte de lo

poco que se sabía respecto a la india Anayansi, Pedrarias llegó a saber de la

hermosa india Dabeiba localizada por Balboa en la zona de Urabá, en un

poblado ubicado en las orillas del río Sucio, pero los tertuliantes del gobierno

de Pedrarias deducían que Balboa era más empresario que mujeriego. Para

paliar los estragos de las enfermedades y del hambre generada por la llegada

masiva de colonos a Acla, Pedrarias envió numerosas expediciones a

diferentes partes del Darién. En la extenuante búsqueda de las cordilleras de

Veragua, tan solicitadas y recomendadas por la Corona, Pedrarias ya entendía


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respecto a la peligrosidad de la parte Oeste de Castilla del Oro habitada metro

a metro por caníbales poco amigables, a diferencia de los indios del Este con

los cuales se podía guerrear perfectamente a pedradas, tal y como se lo había

recomendado a sus soldados, con el fin de economizar pólvora. En dos

ocasiones había visitado la costa del recién descubierto Mar del Sur donde

aprovechaba para descansar con toda confianza en el amplio astillero del

joven Balboa. Para la inteligencia gubernamental en pleno, el Mar del Sur era

la parte trasera de la obsesionante Veragua, pero los indios del Darién se

abstenían de dar explicaciones pertinentes al camino para llegar a las

cordilleras de Veragua por tierra. El único dato rescatado a duras penas se

refería a la existencia de treinta y siete ríos habitados por caimanes y entre

quince y veinte tribus habitadas por indios caníbales, todos estos ingredientes

ubicados en la inmensa zona agreste, calurosa y costera del océano recién

descubierto por Balboa. Al respecto, Pedrarias alertó a las expediciones de

colones a fin de que lo pusieran al tanto de cualquier detalle, como también el

caso de su hija Eulalia, en el supuesto caso de que ésta optara por escaparse

con Balboa. Pedrarias suspendió, inclusive, los ahorcamientos de indios

acusados de poco colaboradores con la colonia. Por el dogal ya habían pasado

más de trescientos intransigentes, en el término de sus dos años de gobierno.

Los nativos estaban desesperados. La principal tensión se disipó desde el

momento en que Balboa, de forma intempestiva, se casó con Eulalia durante

una misa dominical oficiada por el Obispo fray Juan de Quevedo, encargado

de la capilla en el marco de la plaza de Acla, uno de los pocos hombres

enterado de que todas las tierras que se descubrieran en el mar del sur serían

sembradas con milagrosos santos de yeso, vírgenes y cristos crucificados. Pero


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las relaciones entre suegro y yerno no eran nada buenas. Balboa por su parte,

había logrado construir varias embarcaciones, y se preparaba para zarpar por

el desconocido Mar del Sur entusiasmado con las historias costeras de los

nativos de la zona donde regentaba el astillero. Un día se presentó al astillero

una columna de soldados del Gobernador Pedrarias, tomaron prisionero a

Balboa y lo trasladaron al Fuerte de Acla, a poca distancia de la capilla donde

recientemente se había casado. Allí, Pedrarias, lo condena a muerte por

hostigamiento. Para la gente de Acla, aquella parecía una captura de poca

importancia por la popularidad de Balboa, por poseer el título real de

Adelantado del Mar del Sur, y por ser yerno del Gobernador Pedrarias Dávila.

Pero la plana mayor del ejército responsabilizaba a Balboa de la poca

colaboración de los nativos a la hora de pagar tributos. A eso de las once de la

mañana una turba de niños había llegado al río gritando que a Balboa lo

llevaban amarrado en las manos. Las mujeres que lavaban ropa sucia

entendieron la seriedad del asunto. Era la primera vez que los soldados

llevaban capturado a un hombre no indio. La gente que salía al camino para

verlo de cerca, de inmediato descubrieron el trágico peso de la muerte en la

mirada de aquel hombre que inspiraba afectuosidad y nostalgia. Balboa iba

caminando cabizbajo con su inconfundible chamarra roja. Era increíble la

forma como Balboa había envejecido tanto en tan solo seis días, los mismos

seis días desde el momento en que fue capturado. El despeinado cabello de

Balboa había pasado de rubicundo a completamente blanco. La plaza de Acla

que durante años fue el cementerio de los indios emberá, lucía aún con los

troncos de los árboles que fueron cortados a punto de hacha y serrucho

durante los días del acomodamiento del caserío en el claro de la selva.


21

Amarrado Balboa contra uno de aquellos troncos, fue decapitado desde la

parte trasera de la nuca por un único golpe de cimitarra asestado por el

verdugo de confianza del ejército. Pedrarias amplió el astillero y el puerto del

fallecido Balboa, y envió una gruesa columna de soldados bordeando la costa

del Mar del Sur, identificada como la parte trasera de Veragua. Al cabo de seis

días de difícil navegación, dadas las condiciones del tiempo, la expedición,

dirigida por Fernández de Córdoba, localizó, en las horas de la mañana, una

tribu de indios desarrapados. Sorprendidos, estáticos, de aspecto exaltado,

daba la impresión de que los nativos se hubieran tragado la lengua. Tenían

todo el aspecto seco de los camaleones, la piel quemada, el nostálgico silencio

de la eternidad. A todo lo que se les preguntaba decían no saber nada. En

realidad, la expedición había llegado al camino que conducía directamente a

las cordilleras de Veragua, pero todo el azar colaboraba para que no se diera el

descubrimiento. Inclusive, Pedrarias, absorto en sus proyectos, se olvidó de

recomendarles a sus hombres respecto a la importancia de la detectación de

una ruta que llevara a las cordilleras de Veragua. La expedición no logró

detectar algún camino importante en ninguno de los alrededores de la

ranchería indígena anclada entre bromelias y jalapas; además, durante más de

dos horas, los aventureros, incluido Fernández de Córdoba, se habían

enfrascado en un delicado alegato desde el momento en que alguien dijo que

no habían llegado a Rostello donde los manjares estaban al alcance de la

mano, ni a las esquinas de Gibraltar donde abundaban las damiselas de Triana

y los escotes de voluptuosas lusitanas. Antes de abandonar el caserío, poco

después de las dos de la tarde del mismo día, se enteraron del nombre del

poblado gracias a unos ancianos que se encontraban en el pasillo donde


22

estuvieron a punto de resolver las diferencias a espadazos. Se llamaba

Landecho. La tropa quería ponerle el nombre de Santa María de la Trinidad,

pero Fernández de Córdoba aprovechó para advertirles a los nativos que a

partir de ahí el caserío llevaría el nombre de Villa Bruselas. El Mar del Sur no

era ni más ni menos denso que el Atlántico, ni negligente, ni menos familiar,

pero después de dejar el caserío de Villa Bruselas, la expedición debió

navegar dieciocho días más antes de llegar al muy poblado territorio de los

indios Nicaráos. Allí mismo descubrieron el importante lago Nicaráo. Los

sorprendidos expedicionarios lo enfocaron como un maravilloso océano de

agua dulce anclado en el Nuevo Mundo. Fernández de Córdoba fundó en sus

orillas la ciudad de Granada. Radicado en tierras de los indios Nicaráos,

Fernández de Córdoba se olvidó de enviarle tributos al gobernador de Castilla

del Oro. Las travesías por el Mar del Sur se popularizaron en gran manera.

Los hábiles rescatistas de oro, plata y perlas, todos ellos comerciantes de

España, se adentraron hasta las planicies de Nicoya pero estos mercaderes en

rescates simplemente no pasaban por Acla para no pagarle tributos al

Gobernador Pedrarias; de esta indiscreta patraña estaba más enterada la gente

de Algeciras, Barcelona y Madrid, que el mismo Pedrarias. Para entonces

había llegado a Acla la increíble historia de las exóticas mujeres Amazonas,

residentes del recién descubierto río Amazonas; el mismo celebre cuento

europeo que, por supuesto, llegó a Viena despertando entre los hombres

comentarios optimistas para el medio de renuentes al uso de antifaces,

miriñaques y brasieres de alambre navaja. Muy encolerizado por la

irresponsabilidad de su subalterno Fernández de Córdoba, Pedrarias se

embarcó hacia las tierras de los indios nicaráos donde lo condenó a la


23

decapitación. Instalado en Granada, Pedrarias vislumbró la posibilidad de salir

hacia el Atlántico navegando por el lago de Nicaráo. En efecto, se embarcó.

Pero dos semanas después, sólo consiguió llegar a Granada muy enfermo de

calenturas y un violento vómito crónico que lo llevaron a la tumba. A partir de

la muerte de Pedrarias, el hecho de navegar por el lago Nicaráo buscando una

salida hacia el Atlántico se transformó en un reto para los expedicionarios. Ya

se tenía información de la existencia del río El Desaguadero habitado por

cocodrilos e indios caníbales en las planicies. Cada año un sin número de

expediciones merodeaban la agreste zona del Desaguadero pero regresaban

decepcionados y enfermos a Granada. Los honores de la travesía al Atlántico

pasando por el lago Nicaráocorrespondió, por fin, a los valientes capitanes

Diego Machuca y Alonso Calero, identificados por el Rey Felipe II como,

Expertos del Nuevo Mundo. Para la Corona, localizar las cordilleras de

Veragua parecía al alcance de la mano, máxime por la opinión de los

consagrados Machuca y Calero para quienes llegar al Atlántico a través del río

El Desaguadero era relativamente fácil de no ser por la abundancia de insectos

y la lluvia constantes. La gente del Mediterráneo entendían EI Desaguadero

como un río que naciendo en los Pirineos iba a desembocar al Mar

Mediterráneo. No estaban equivocados. Solo que El Desaguadero era y sería

por siempre lodoso y malsano. La conclusión de los expertos Machuca y

Calero era que no había tribus indígenas en la margen derecha del

Desaguadero. El rey Felipe II aprovechó para enviar, directamente a las

cordilleras de Veragua al Capitán Diego Gutiérrez acompañado del genovés

GirolanoBenzoni. Mucho antes de ser nombrado rey de España, un navegante

le había explicado que los indios del Mar del Sur no sabían dónde estaban
24

parados, «pero si uno volviera a visitarlos dentro de mil o dos mil años, pronto

entendería que los indios aún no sabían dónde estaban parados». El rey Felipe

II nunca había escuchado una explicación tan absolutista y particular, pero,

aquella era una de las tantas sumas de conceptos respecto al Nuevo Mundo,

similar a la extraordinaria aventura del Conquistador Francisco Pizarro quien

con apenas ciento cuarenta hombres acabó con el imperio inca. Para el rey

Felipe II la zona del desaguadero y toda la costa caribeña era, sin duda,

lúgubre, pero desde niño entendía perfectamente la escolar enseñanza

consistente en que los caminos espinosos siempre anteceden los buenos sitios.

Pero un año después de haber sido enviada al Nuevo Mundo la expedición

dirigida por el Capitán Diego Gutiérrez, la única noticia respecto a la suerte

corrida por el capitán, la había logrado llevar a España el genovés Benzoni.

Impactado, el rey Felipe II le hizo repetir a Benzoni varias veces el recuento

de la odisea vivida en Veraguas. «Los indios suerres del Valle del río La

Estrella se presentaron un día en el Fuerte e hicieron un agasajo con obsequios

de oro para Diego Gutiérrez en quien se despertó gran codicia. Al día

siguiente Diego Gutiérrez decidió irse con los indios hacia el interior de la

selva donde fue torturado y muerto en el caserío de Tayutic de Veragua». La

sorprendente historia de Benzoni concluía que, luego de que los indios

tuvieron a Diego Gutiérrez amarrado en el piso lo asfixiaron con oro derretido

que le empujaron por boca, nariz y oídos. Con la trágica muerte de Diego

Gutiérrez, la conquista de las cordilleras de Veragua cayó en un nuevo y largo

período de depresión y olvido. En otra expedición anterior a la de Diego

Gutiérrez también murieron Hernán Dianes y Alonso Gonzáles, pero estos

fueron comidos por sus mismos compañeros de expedición. Sin embargo, en


25

los renovados mapas de la Corona el comentado poblado de Tayutic figuraba

como la capital de las cordilleras de Veragua en el centro de un verde infinito

donde ya no existían las poblaciones de Santa María la Antigua del Darién ni

Acla por haber sido ambas poblaciones absorbidas por la rápida voracidad de

la selva. Un marino conocido como Elcano le había dado por primera vez la

vuelta al mundo. Desde hacía años, en el Valle de México, el Cacique

Monctezuma había sido reemplazado por Hernán Cortés. Mediante una nueva

estrategia la Corona envió a Juan de Cavallón, reconocido estudioso de

Castilla, hacia las cordilleras de Veragua, con la consigna de capturar vivo o

muerto a cualquiera que estuviera gobernando en esa zona. Desde que Juan de

Cavallón llegó a las costas del lago Nicaráo los pobladores se enteraron de que

dominaba el náhuatl, la lengua de los aztecas. Juan de Cavallón sale al mando

de noventa hombres, pero no por el lago de Nicaráo. Cavallón decide

internarse por las calurosas planicies de Guanacaste. Sus más eficaces armas,

sin embargo, fueron los hatos de cerdos, vacas y gallinas que trajo consigo

previniendo la lentitud que tendría que poner a prueba en los valles y las

montañas hasta llegar a lo más profundo de las cordilleras. Siguiendo la ruta

de los ascenos dictados por ríos y quebradas, al cabo de tres meses descubrió

nubes de mariposas multicolores revoloteando sobre la floresta en las llanuras

donde la neblina era menos intensa. El Conquistador Juan de Cavallón había

llegado al Valle Central. Hasta donde la vista se perdía, el Valle Central era

una continua sucesión de bosques planos rodeados de cordilleras cubiertas por

la neblina. Para descubrir un nuevo valle repleto de bosques y aguas frías era

suficiente atravesar una montaña. Pero llegó el día en el que la expedición de

Cavallón comenzó a detectar la presencia de una tribu indígena por cada valle,
26

dentro de un mundo de valles sin norte ni sur donde desconocidas aves locas

desaparecían entre las sombras umbrías de la selva. Entonces Cavallón, ya

muy cansado, penetró en un caserío indígena y fundó a Castilla de

Garcimuñoz, en honor a un pueblo de Cuenca donde él había nacido treinta y

cinco años atrás. Pronto el poblado se identificaba solo como Garcimuñoz.

Tiempo después los mercaderes descubrieron la ruta Villa Bruselas,

Garcimuñoz, y a la región se le identificaba como el Valle de Garcimuñoz.

Entonces, un rebelde irrumpió en el mundo de los colonos. Cavallón debió

construir rápidamente una cárcel para encerrar a peligrosos: eran los indios.

Un día llegaron el presbítero Estrada Rávago y el culto Conquistador Juan

Vázquez de Coronado. Con ellos venían cuarenta expedicionarios. Eran los

primeros en llegar al Valle Central por la ruta de los indios suerres, los

mismos que acabaron con Diego Gutiérrez. Los recién llegados aún no sabían

cómo lo lograron pero, atravesaron el lago de Nicaráo, pasaron al río

Desaguadero y luego el valle del río La Estrella. Con las indicaciones de los

indios pronto estuvieron en Garcimuñoz donde ya cundía el pánico por la

presencia de un jefe de emboscadas. El jefe era un nativo conocido como el

Cacique Garabito. Cavallón lo había buscado mucho en todas las tribus, sin

lograr encontrarlo. Garabito, el tal jefe de la peligrosa cuadrilla dedicada a

asaltar extranjeros en los caminos era un narizón desnudo, de ojos montaraces

y piel de bronce. Estuvo en la aldea de Villa Bruselas el mismo día de su

fundación y fue allí donde escuchó el nombre de Garabito entre los

subalternos de Fernández de Córdoba. Cansado de buscar al rebelde Garabito,

sin ningún éxito, Cavallón encerró en la cárcel a la india Biriteca, una de las

mujeres preferidas de Garabito. Una tarde encerró a un falso Garabito que el


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rebelde había mandado a sondear la situación. En el mejor momento, en un

año duro que ya parecía un siglo, solo alimentado por el entusiasmo de

capturar renegados, el Conquistador Cavallón fue nombrado Fiscal de la

Audiencia de Guatemala. De aquellos renegados era concretamente donde

provenían indiscretos comentarios comarcanos. Uno de esos comentarios

decía que las misas de los blancos eran más aburridas que una sopa de erizos.

Era una época en la que los colonos se sentían ciudadanos de última categoría

dentro de un florido paraíso de heliconias, bromelias y platanares. Pero

además se podía estar seguro de la benevolencia de un clima eternamente

espléndido, a diferencia de Acla donde imperaba el paludismo y la malaria. En

el camino de salida hacia Guatemala inclusive, Cavallón estuvo a punto de

morir bajo una lluvia de flechas y piedras tiradas por el Cacique Garabito y su

tropa. Vázquez de Coronado, el nuevo gobernador del Valle Central trasladó

la población de Garcimuñoz varias leguas al este, a una rica planicie conocida

como Guarco, a la que asignó el nombre de Cartago. Motivado por la

espectacularidad del recién descubierto mini mundo señalado de océano a

océano optó por conocer todos los rincones posibles del Valle Central. En esa

misión invirtió poco más de un año trasladándose a pie y a caballo. Cuando

regresó a Cartago, las gentes lo creían muerto. Los caseríos indígenas eran

escasos, pero donde Vázquez de Coronado se presentaba los indios lo recibían

con bailes y fiestas. Vázquez de Coronado encuentra que los indios de la zona

eran muy parecidos a los egipcios. Un cacique de las costas del Mar del Sur le

había regalado una maravillosa águila del tamaño de una garza adulta. Cuando

Vázquez de Coronado regresó a España a dar informes respecto a las

características de las tierras que había descubierto el rey Felipe II le brindó


28

una magnífica acogida y le dio el título de Adelantado Mayor de la Provincia

del Valle Central, así como también el de Gobernador de la Provincia del

Valle Central, y privilegios para sus capitanes y para la ciudad de Cartago. En

los archivos del rey quedaría escrito que a la Provincia del Valle Central se

enviaría solamente gente culta; se decretaron rigurosas pesquisas tendientes a

encarcelar a todo aquel comerciente que viajara al Nuevo Mundo en la

búsqueda de mujeres amazonas, pero la gedarmeria estaba tan ocupada

ahuyentando la flora salvaje, combatiendo contra el espanto de jarcias

invernales, que olvidaron muchas recomendaciones jurídicas, incluida la de

localizar a las tribus de indios narigones y juntarlas con las tribus de indios

ñatos para que las futuras generaciones salieran con mejor nariz.

Lamentablemente, la nave en la que Vázquez de Coronado venía de regreso

para el Valle Central naufragó y toda la tripulación pereció. Vázquez de

Coronado jamás imaginó la enorme influencia de aquella visita al rey respecto

a la posterior transformación de la etnia del Valle Central identificada

trescientos cuarenta años después como la etnia tica. El presbítero Estrada

Rávago, el más destacado compañero de Vázquez de Coronado durante la

aventura por el río El Desaguadero, ya conocía a Guadalajara del Valle de

México desde antes de llegar al Valle Central, y hablaba un náhuatl perfecto,

pues fue en las tierras jalicienses donde lo aprendió. Pronto entendió el

presbítero la gran diferencia entre los nativos del Valle de México, aplicados

con docilidad a la devoción y a la asistencia a las misas, a diferencia de los

nativos del Valle Central que ya le habían incendiado en dos ocasiones la

capilla. En efecto, su propósito había sido el de construir un templo cada dos y

tres cuadras, al mejor estilo de Guadalajara, pero en esa dura misión


29

evangelizadora ya se había salvado de perder la vida en manos de los nativos

en varias ocasiones. Antes de partir para Guadalajara le había dejado claro al

gobernador de turno que los nativos del Valle Central no eran laicos, eran

autárquicos, «son tribus que han vivido toda la vida con todo al alcance de la

mano», había concretado el presbítero Rávago, marcado por la decepción,

pues las carencias son útiles para el camino de la Fe. En vano, el Gobernador

Pedro Anguciana de Gamboa, persiguió a Garabito en las alejadas aldeas de

Turucaca, Cotú y Villa Bruselas. Era indiscutible que por doquier las tribus

estaban de parte del forajido Garabito. Aun no había llegado el presbítero

Rávago a la ciudad de Guadalajara, donde moriría muchos años después

cuando ya el Valle Central se había poblado de curas franciscanos, los cuales

instalaban sus iglesias hasta en las más alejadas rancherías indígenas. Estando

muy viejo y cansado por la persecución de los gobernantes, Garabito se dejó

bautizar por los franciscanos, a cambio de que lo dejaran vivir en paz. Aquel

fue un contrato tan franco y tan cordial que cuando el viejo cacique Garabito

murió a la edad de ochenta y tres años, los franciscanos bautizaron el caserío

donde residía el mercenario con el nombre de Santa Catalina de Garabito, una

zona costera del Mar del Sur donde las más dulces frutas se daban de forma

silvestre. Para entonces, además del poblado de Tayutic, en el nuevo mapa de

la Corona regida por los Felipes figuraban en puntos rojos los poblados de

Pacaca, Curridabat, Aserrí, Ujarrás, Cot, Tobosi y Cubujuquí. La capital del

Valle Central, Cartago se había transformado en una residencia madrileña en

el Valle del Guarco. El antiguo selvático Atlántico cuyas inclemencias hacían

que los hombres se transformaran en caníbales, pasó a ser una zona de fácil

acceso, de tal forma que los viajeros del Viejo Continente no tenían que llegar
30

hasta Castilla del Oro para dar la enorme vuelta por el Mar del Sur hasta llegar

a Cartago. Aquella vieja ruta de Pedrarias en la que se invertían de dos a tres

meses se redujo a cuatro días por la ruta del muelle de Moín a Cartago, y en

seis días si se pernoctaba en Turrialba y en Orosi. A pesar de la sangrienta

guerra surgida entre religiosos y renegados, ahora de la mano del aguerrido

cacique Pablo Presbere, en Barcelona, Alicante y Algeciras, sabían de la

domesticación de la jungla del río La Estrella, y de la movida canción titulada:

me gusta el ron de vinola, la cual se bailaba candorosamente, y el rey llegó a

enterarse de que en el Valle Central la gente estaba dedicada a sacarle chispas

a los patios bailando hasta altas horas de la madrugada, algo nada extraño para

la Corona quien siempre tuvo en cuenta que la gente del norte del Nuevo

Mundo serían por siempre hábiles constructores de catedrales y apasionados

por el espiritismo, mientras que la gente del Sur serían siempre guerreros

como los suizos y apasionados por las fiestas. A estas alturas del acontecer

universal era difícil estar equivocados respecto a razas, etnias, costumbres y

comportamientos. A diferencia de los indios de las costas del Mar del Sur

condenados por la naturaleza a no saber jamás dónde estaban parados, los

indios de las costas del Atlántico como el rebelde Pablo Presbere siempre

habían sido renegados íntegros hasta que aparecieron el sarampión y la

viruela, enfermedades infectocontagiosas que acabaron con tribus enteras.

Como reacción a las mortales epidemias nunca antes vistas en el Valle

Central, el aguerrido Cacique Pablo Presbere y su tropa hicieron temblar la

comarca de océano a océano protagonizando una lucha encarnizada contra los

blancos. Un día el ejército colonial logró capturar vivo al indio Pablo Presbere

y lo trasladaron a Cartago donde lo amarraron a una mula de enjalme.


31

Posteriormente lo arrastraron por las empedradas calles hasta que murió.

Entonces le cortaron la cabeza y la colgaron de un poste en la entrada de la

ciudad para escarmiento de rebeldes y apóstatas. Entre los logros del indio

Pablo Presbere se contabilizaron, en el término de nueve años de luchas,

veintidós curas muertos, dieciocho civiles asesinados, había incendiado

veintisiete iglesias, además de haber reducido a cenizas varios poblados,

conventos y casas de cabildo dedicadas a esclavizar. A partir de este

escandaloso acontecimiento los colonos y los criollos estuvieron condenados a

hacer su vida solos durante más de doscientos años. Las mitas, encomiendas y

repartos habían sido en vano con aquellos nativos acostumbrados a la libertad.

La viruela y el sarampión habían desaparecido, pero también los nativos. Los

colonos se sintieron solos. Cuando tuvieron tiempo para reflexionar sintieron

que debieron haber tomado medidas menos drásticas con los indios, pero ya

era muy tarde. Las nuevas directrices gubernamentales entendieron que los

nativos solamente pedían que los dejaran vivir a su manera, sin religión ni

presiones laborales pero ya era muy tarde. Las llanuras, los bosques, los

caseríos, quedaron para el que los quisiera, siempre y cuando desculebrizaran

lo máximo posible, una divisa ovárica dictada por ancentros escasamente

olvidados. Los colonos lo tenían todo como alguna vez lo tuvieron los indios,

pero faltaba la alegría, el dinamismo y la presencia de aquellos nativos

acostumbrados a reír, cantar y bailar. Los océanos se habían llenado de

piratas, corsarios y bucaneros, y nada funcionaba con la vigorosidad de antes.

Los confundidos y enclaustrados vallecentraleños llegaron a desconocer en

dónde estuvo el error que culminó con la desaparición de los indios. Como si

algo hubiera quedado de los descendientes de Garabito, era normal que dentro
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de los nuevos locales nadie supiera que en los inicios de la conquista, a la

tierra donde estaban parados la llamaban las Cordilleras de Veragua. En

realidad, la educación se reducía a lo poco que los niños aprendían en los

improvisados claustros eclesiásticos, prácticamente era una pobre educación

romana. La noticia de que los océanos estaban llenos de piratas llegó,

inclusive, tarde al Valle Central, pero por razones desconocidas, mucho había

quedado entre los nuevos locales del desasosiego y la indiferencia de los

indios. Con la presencia de piratas, corsarios y bucaneros rondando los mares,

la selva llegó al punto de borrar importantes rutas terrestres pero los caminos

hacia el muelle de Moín y a Puerto Caldera, antiguamente conocido como

Villa Bruselas o Landecho eran la columna vertebral de los comerciantes de

sebo de reses, tabaco, trigo, totoposte, miel y cacao. La ruta de Pedrarias por

el océano Pacífico, antiguamente conocido como Mar del Sur, había

desaparecido, salvo por las pocas embarcaciones que transportaban el sebo y

el cuero desde Puerto Caldera hasta Panamá, el nuevo nombre de Castilla del

Oro. Desde allí, los comerciantes regresaban con abalorios y toda clase de

preciosidades artesanales que se vendían con gran fluidez entre los pueblos

vallecentraleños. Nunca se supo dónde, ni cómo, ni cuándo, los

vallecentraleños o veragüenses habían aprendido a decir, «no tengo dinero»,

pero el pleno empleo de la mano de obra sustentaba un progreso envidiable, al

mismo tiempo que se lidiaba con el cacao para la exportación, un novedoso

producto apetecido por los paladares del mundo. Empero, en esta parte del

planeta, ya el continente era mejor conocido como América, y no Nuevo

Mundo, ni Las Indias, ni Cipango, como en los inicios del colonialismo. Hasta

producía susto la forma como se renovaba el mundo de la noche a la mañana.


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Particularmente el sebo y el cuero se adquiría en grandes cantidades en las

planicies de Bagases donde proliferaba la ganadería salvaje que dejaron

abandonadas los antiguos gobernantes y colonizadores del Valle Central al no

lograr encaminar a los animales por las empinadas cordilleras. Entonces las

planicies de Bagases eran un interesante emporio económico en donde

cualquiera podía matar las reses que lograba capturar, las mismas que eran

despellejadas en el mismo lugar, hasta que los malos olores, los

desangramientos y las nubes de gallinazos pasaron a ser un tema de atención

pública. El Gobernador don Juan Francisco Sáenz tuvo que emitir una ley

urgente que penaba con la muerte a cualquier persona que matara gallinazos,

ya que estos devoraban la carroña de las reses que quedaban dispersas,

evitando la putrefacción que traería consigo la infección del aire.

Afortunadamente, los gobernantes del Valle Central fueron siempre gente

honrada, generosos y preocupados por el bienestar de las poblaciones y su

progreso, pero también el amplio espacio legado por las providencialidades

del destino era tan generoso que la gente optó por vivir en las montañas,

haciendo sus casas lo más alejado posible unas de otras, para evitar pasar por

la incomprensible tristeza de las ceremonias religiosas, una áspera

circunstancia de categoría obligatoria que no contrastaba con las maracas y la

charrasca cuya música tenía la doble utilidad de alegrar los atardeceres y

espantar a las fieras. De hecho, cualquier nostalgia ya había sido disuelta por

el incontenible paso de los años, por el olvido de la historia, por el olvido de

los mismos orígenes mediterráneos, nórdicos e ibéricos, y era entendible por

este subgrupo de apariencia vikinga, respecto a la razón xenofóbica de

aquellos indios exterminados a punto de arcabuz, víctimas del embargante


34

celo por las tierras que fueron el dulce hogar de sus ancestros con raigambre

lingüística en la sabana de Bogotá, al sur del continente. Pero, la historia más

real y contundente entendida por los nuevos criollos de las montañas de

Veragua era un comentario que iba de boca en boca, de aldea en aldea, y tenía

carácter de catequesis: la historia veragüense había comenzado en el poblado

de Tarbaca de Aserrí, el punto donde el Conquistador Vázquez de Coronado

se enteró por boca de los indios «aserríes» de la paradisíaca existencia del

Valle del Guarco. Claro que, en lo tocante al tema de los inicios de la historia

local, las opiniones más acertadas eran sin duda las de los académicos del

momento, las de los empíricos de la selva, las de los curanderos de picaduras

de víboras, tórsalos y papalomoyos; las opiniones de los hombres versados en

caminos reales, todos los cuales eran ante todo hábiles conversadores de

estancias quienes al contrario de la hipótesis de Aserrí consideraban el

peligroso paso de los pioneros antiguos por la ruta de los ríos como las

aventuras más atrevidas de la conquista veragüense por estar aquellos ríos

plagados de caimanes. Pero, una nota escrita al margen de la página, con el

mismo puño y letra del encuestador, decía: «también el sabio Anacarsis en los

tiempos del dominio escita, en vano trató de resolver el oscuro dilema del

origen de las cuarentainueve tribus caucásicas por la razón de no tener al

alcance de la mano ningún documento escrito en el período pleistoceno». Y la

espectacular aventura continuaba: «tal como en los tiempos del imperio

Babilónico, la única prensa informativa consistía en el comentario

gubernamental, siempre sentencioso, basado en las suposiciones, en los más

oscuros presentimientos, y hasta en los augurios dictados en la penumbra de

los desiertos por lobos y águilas invisibles». Entonces, en una Veragua con
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olor a cacao, la voz fortuita de la gente tenía sus razones para el

obstinamiento. La paradisíaca etnografía de libertades, jolgorio y trabajo, al

mejor estilo etrusco, de repente había sido herida cuando nadie se lo esperaba.

Un día el correo local se presentó ante el comisario y gobernador para hacerle

saber de la existencia de un voluminoso grupo de aquellos maleantes

conocidos como piratas quienes se encontraban en ese momento saqueando el

poblado de Matina en la costa Atlántica. Cuando los soldados de la defensa

llegaron apresurados desde Cartago, los piratas habían partido de Matina,

como siempre, adentrándose en el océano. Según lo comentado por los

vecinos, cuando los desarrapados no saqueaban en Matina, saqueaban en el

puerto de Suerre. Otro reconocido pirata del Caribe, Francis Drake, había dado

la vuelta por Cabo de Hornos, al Sur del continente, y se había establecido en

La Isla del Caño del Pacífico vallecentraleño, lo cual había obligado a que

Cartago y sus alrededores permanecieran en estado de guerra. Eran tiempos de

enemigos gratuitos, de persecuciones y fatigas, y los soldados veragüenses

padecían la presión rutinaria de ahorcar, arcabucear y enterrar enemigos donde

quiera que se les sorprendiera infragantes. Pronto se supo que los tales piratas

estaban patrocinados por Inglaterra, para establecer un acoso sin fin en

cualquier parte del mundo. El hábil Gobernador vallecentraleño, don Juan

López de La Flor debió ensanchar urgentemente su ejército hasta la costa

Pacífica, concretamente hasta las poblaciones de Esparza y Nicoya, logrando

mantener a raya a los expertos del saqueo. Los piratas se veían aparecer desde

cualquier charral. Los más asiduos enemigos eran los peligrosos vecinos

caribeños conocidos como los «zambos mosquitos», cuyas rapaces y oscuras

improvisaciones estaban igualmente dirigidas al saqueo. Estos eran una


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mezcla de negros con aborígenes «sumos» y «ramas», habitantes de la

conocida costa Mosquitos. Inicialmente, los ingleses habían descargado

grandes columnas de negros del África en la costa de Mosquitos con el fin de

adquirir una colonia similar a la que existía en la Isla de Jamaica. Cansados de

luchar con el mal clima de la zona, los ingleses se fueron, habiendo quedado

los negros al mando de la región habitada por los indios. Así se formó la feroz

y sanguinaria etnia «zambos mosquitos», encargada de saquear todo cuanto

encontraban atractivo en el litoral Atlántico desde el Cabo Gracias a Dios

hasta Panamá, apoyados por los ingleses de Jamaica y por los piratas

Mansfield y Morgan. A su vez, estos estaban integrados por griegos,

portugueses, ingleses, genoveses, franceses, negros e indios reclutados en

Europa y el Caribe. Llegó el momento en que la voluminosa sociedad entre

piratas y zambos mosquitos no estaban conformes con saquear. Se interesaron

en matar el ganado y quemar los sembrados. Entonces le correspondió al

Gobernador don Juan Francisco Sáenz poner a los facinerosos en su lugar y

hacerles saber que no sabían dónde estaba el tronco donde se rasca el tigre.

Erróneamente, los piratas dominaban el Valle de Matina cuando optaron por

atravesar el continente de norte a sur, pasando por Cartago. Enterado, el

Gobernador Juan Francisco Sáenz los sorprendió en el camino de Turrialba

donde les ocasionó más de doscientas bajas, mientras otros tantos, entre ellos

Mansfield y Morgan lograron escapar huyendo por el mismo camino. Entre

los caídos en combate se encontraba el conocido jefe zambo mosquito

Timothy Colville, dueño de un prolongado historial de saqueos en puerto

Suerre y Portete. En el Valle Central se contabilizaban ciento cincuenta

trapiches productores de panela de exportación. Al vislumbrarse una tregua en


37

la zozobrante guerra se reiniciaron con tranquilidad las exportaciones de

biscochos, harina, gallinas y panela, por tierra, hacia Nicaragua y Panamá. El

importante auge de las exportaciones fue interrumpido, de pronto, por la

presencia del conocido corsario John Cock quien se encontraba en el Pacífico

entusiasmado incendiando y robando rancherías en Nicoya. «Los malditos

nunca pasarán de Cutú», dijeron en Cartago, la capital vallecentraleña. Los

soldados del gobernador acudieron al llamado de los vecinos logrando

expulsarlos de la zona. En el Viejo Continente, el Peñón de Gibraltar fue

invadido por la armada británica. Después de ochenta años de luchas con los

piratas todo parecía volver a la calma cuando la Corona española le cedió a

Inglaterra el Peñón de Gibraltar. Sin embargo, fue el General zambo mosquito

Carlos Matías Yarrince quien llegó al Valle Central a vengar la muerte de su

lugarteniente Timothy Colville. Cuando el temible General Carlos Matías

Yarrince llegó al neblinoso poblado de Orosi, al mando de trescientos

hombres fuertemente armados, sintió vergüenza al ver en las calles gente

blanca como la leche, bien vestida, de mirar tranquilo y pacífico. En cambio,

su ejército estaba integrado en su totalidad por hombres de piel negra, de

aspecto amenazante como él, y era sospechable que el pueblo había salido a

las calles atraídos por la presencia acarbonada de sus jinetes negros. Anduvo

por las calles de Orosi preguntándole a la gente de donde eran y cómo se

llamaban. Por doquier proliferaban los nombres de Braulio, Luis y María. En

cuanto al origen, la gente simplemente respondía: «de aquí». El mundo era tan

cambiante que los mismos vallecentraleños no sabían, y al parecer, ni les

interesaba saber que provenían de los antiguos colonos que llegaron muchos

años atrás dispuestos a desculebrizar los bosques. Pero también el General


38

Carlos Matías Yarrince, amo y señor del Caribe, oriundo de la Isla de Perlas,

Nicaráo, dueño de la guarnición zambo mosquita de Laguna de Tuapí,

entendía la historia del mango, un apetitoso fruto dulce que aún continuaba

mitigando el hambre de los esclavos en las largas travesías ultramarinas que

partían del continente africano hasta América. El mismo fruto que terminó

llamándose mango indio desde Punta Caxinas hasta el Valle del río Tiribí,

pasando por Pacaca, Dulce Nombre y Tiquisirrì, y continuó proliferando en

los potreros y caminos realengos hasta Portete y Punta Espadas. Según el

concepto del zambo mosquito General Yarrince, la humanidad desconocía el

origen del mango; desconocían el África, la justicia y la Ley. «Desde que no

halla una distribución equitativa de la riqueza - comentaba- en el mundo

siempre habrá guerra». El General Yarrince había venido al Valle Central a

saquear y a vengar la muerte de sus más de doscientos hombres muertos en

manos del gobernador y capitán Juan Francisco Sáenz pero, de pronto, el

General Yarrince cambió de opinión. Le ordenó a sus hombres,

«don’ttochnothing». Tomó su caballo por las riendas y desapareció para

siempre del Valle Central. El General Carlos Matías Yarrince hubiera querido

haber nacido en el neblinoso poblado de Orosi para tener la piel de color

blanco como la leche, el cabello rubio como el del pirata Mansfield, y la

mirada refrescante como la de los campesinos de Orosi. Pero la gente de Orosi

nunca olvidaría el aspecto reflexivo y atlético de aquel carbón escondido

debajo de su propia gorra alada. Cuando en Cartago se enteraron de lo que

acababa de suceder en Orosi tan solo a nueve leguas de distancia, creyeron

que había sido un milagro de la Virgen La Negrita. La comentada virgen era

un pequeño cuerpo de yeso, de color oscuro y sucio, del tamaño de un


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antebrazo humano con figura de una mujer vestida de beduina, con una manta

azul celeste estilo bufanda. Los cartagineses, ahora fanáticos espirituales, la

tenían colocada en el altar de una iglesia, dentro de un cubo de vidrio para que

todos pudieran pasar a verla y a pedirle milagros. Este vacío humano de

categoría supersticiosa no tenía nada de particular en un mundo donde reinaba la

aflicción y la desesperanza tan fuerte y traumática que nadie se interesó por la

existencia de las ninfas amazónicas como en tantos lugares de la Tierra. En los

tiempos del apogeo de Carlomagno, mucho antes del descubrimiento del

Nuevo Mundo, Austria renunció a ser catalogada como una potencia católica;

en cambio, más de medio mundo asumió la propuesta pontifical como una

virtud divina, y los nombres ancestrales de los pueblos comenzaron a ser

rebautizados con nombres de santos que nadie conoció. El encuestador

austriaco aclara en un costado de la página: en Austria nos cuidamos de

cualquier brote de ataque fundamentalista.En el Valle Central, La Negrita se

había convertido en una virgen excepcional. Conocida también como la

«Virgen de Los Ángeles» por estar la iglesia en el céntrico barrio Los Ángeles

de la ciudad de Cartago, a los lugareños les constaba que ya La Negrita había

logrado erradicar del primer lugar a la venerada virgen que trajeron de Europa

los primeros colonos que llegaron al Valle Central. Esta era una virgen blanca,

vestida de beduina, con una manta azul celeste estilo bufanda. Pero desde

siempre, el agudo sentido perspicaz de las damas la identificó como la Virgen

de Nuestra Señora de La Concepción; además los lugareños aseguraban que,

en sus mejores tiempos, la virgen europea fue capaz de apagar las retumbantes

erupciones del volcán Irazú, con la ayuda del Gobernador quien ordenó la

ejecución de tres salvas cerradas infringidas por cien fusileros profesionales.


40

«Ante aquellas salvas milagrosas el volcán cesó el bombardeo de ceniza que

amenazaba con hundir los techos de las casas». Dada la explosión sucesiva de

milagros, la gente se había vuelto devota al mejor estilo europeo donde no

faltaba alguien asegurando haber sido salvado por la virgen antes de ir a

comparecer ante los Tribunales de la Santa Inquisición. Cuando Carlomagno

se tomó el Occidente europeo y lo entregó a las jerarquías eclesiásticas, jamás

imaginó el desfile de vírgenes y santos en el que se transformarían sus logros

de guerra. Efectivamente, en el Valle Central no faltaba alguien asegurando

haber sido salvado por la virgen en el momento de cruzar un río borrascoso.

De hecho, en el cuaderno de paréntesis del encuestador austríaco, la forma

abreviada de la metamorfosis de una etnia felizmente efímera aparecida en las

montañas de Veragua rezaba así: «escépticos y bailadores; escépticos,

agnósticos, bailadores; bailadores, cantadores, guerreros, etruscos», y por

último: «agnósticos, devotos, etruscos, bailadores, locos, cantadores,

nostálgicos, xenófobos, suicidas, etruscos, etruscos, etruscos, hipies».Siempre

interesante, el inquieto austriaco, de nombre Harmand especifica en la página

doscientos de su tratado a mano y en tintas oscuras: ´´La propedéutica de la

poesía como la historiografía, así como el arte de hacer nada, son ciencias que

solo sirven para entrar en miseria económica, pero después de descubrir la

existencia de los pueblos ´´diosilavirgen´´, el motivo y la razón megalítica de

sus circunstancias, me he permitido el reto de dilucidarlos antes de partir sin

despedirme permitiéndome ser tan anónimo como siempre´´. En realidad

no había invierno en el que un alto índice de personas perdieran la vida al

arriesgarse a cruzar los ríos, incluidos hombres, mujeres y niños. Por doquier

aparecían los decesos por mordeduras de serpientes, y no faltaba quién


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desapareciera entre las fauces de los cocodrilos. La ardua labor de diezmar

esta clase de animales salvajes, incluidos los tigres, panteras y zorros que a

menudo acababan con gallineros enteros, tenía categoría de verdadera hazaña,

y las comunidades agradecían el gesto titánico de sus héroes. Con la

desaparición de los temibles piratas, corsarios, bucaneros y zambos mosquitos,

se reiniciaron las migraciones alrededor del mundo. Al Valle Central,

concretamente, los nuevos viajeros penetraban al interior por la vieja ruta de

los piratas y los zambos mosquitos, la de Puerto Matina, la misma zona donde

antiguamente los aventureros se transformaban en caníbales.

Condescendiendo con el legado cultural del franco Carlomagno, ahora más

que nunca se habían incrementado los nombres de santos que nadie conocía

para bautizar poblaciones, aldeas, y hasta centros de enseñanza. Llegó el

momento en el que el santoral amenazaba con agotarse pero gracias a la

astucia de los gobernantes se ideó la forma de repetir los santos de una zona

en otra provincia mientras llegaba la lista de los nuevos canonizados, siempre

procurando que la misteriografía importada no llegara a afectar el natural

espíritu de alegría, exuberancia y candidez de los locales acostumbrados a

bailar ritmos frenéticos como, ya que no nos comprendemos procuremos no

mirarnos frente a frente. De entre los constantes impactos musicales, el

prolongado y recordado título era una amarga canción que narraba una historia

de la vida real, y su ritmo apasionado, alternativo, tenía la capacidad de fundir

a las parejas en la amistad y el enamoramiento al quedar fundidos en el

confort maraquero; con mucha razón la gente decía, a la manera de adagio,

que las canciones arrancaterrones transcendían mucho más allá de las

circunstancias. Por alguna extraña razón faltó la palabra, sentimentales, en el


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cuaderno de paréntesis del encuestador austriaco, pero siempre fue evidente el

ortodoxo mecanismo utilizado por el extranjero de Viena para enfocar la

metamorfosis de los montañeses de Veragua. Posteriormente se puso de moda

la canción, «ahí viene el tábano». De todos los rincones se aparecían los

músicos con sus maracas, guitarras, charrascas y quijongos. Y no se sabía de

dónde, ni cómo ni cuándo aprendieron a interpretar instrumentos pero, -

decían los libros- llevaban el arte en las venas y en la memoria diestra a la

hora de corregir e improvisar las nuevas canciones. De tal manera que,

canciones como «el tábano» y «la purruja» permanecieron activas hasta cuatro

generaciones desde que aparecieron al calor del entusiasmo por el vino de

coyol, las mismas que se proyectaron desde Cutú hasta las lejanas tierras de

Cot donde mejor se le sacaba brillo al piso los fines de semana en unos

bailongos que se prolongaban hasta las cuatro de la madrugada. «El Tábano»

por su parte, era una melodiosa canción que no se podía terminar. Cuando esto

sucedía, en el cenit de la fiesta, se producía en los salones un murmullo

contumaz de gran exultación, arrebato, locura, y las consabidas bromas de los

traviesos exigiendo «el tórsalo» en lugar de «el tábano». «Ultimadamente que

toquen las avispas» -gritaban-. «Qué los músicos vuelvan a tocar el tábano!.

De tal manera que se hacía difícil darle término a la función, de no ser por el

cansancio y el excesivo sueño, los ingredientes que hacían su aparición en el

escenario en las horas de la madrugada. Hubo una época en la que en San

José, la nueva capital del Valle Central, los bailadores proclamaban «el

papalomoyo» y «la purruja» en lugar de«el tábano». Entonces la escolaridad

luchaba para que las futuras generaciones distinguieran el vacilón del respeto

y el trabajo en serio. La posterior conclusión relacionada con el estado de


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desarrollo, libertinaje, concupiscencia y devoción en el que se encontraba

sumida la población vallecentraleña no podía ser más exacta; el vacilón y el

trabajo en serio eran y seguirían siendo el ingrediente vital de cualquier

sociedad clínicamente cuerda. Tan diferentes eran las características de la

prosapia veragüense acostumbrada a matar tigres y serpientes, y comer

picadillo de chayote que, bien podrían creer en cualquier virgen, pero a

diferencia del resto de la humanidad, jamás creyeron en la alucinante historia

de las mujeres amazonas, ni en dinosaurios viviendo en paraísos perdidos, ni

en ninfas espectaculares, y aún la mitología griega nunca pasó de ser una

vergüenza literaria por el alto índice de dioses, triunfos, amores y hazañas

inauditas. Para entonces era ya tanto el fervor de la gente hacia vírgenes y

santos que no había quien se atreviera a diagnosticar respecto a la categoría de

enfermos mentales con la que los calificarían las futuras generaciones dentro

de dos mil años. En realidad, el recurso del vacilón y el trabajo en serio como

ingredientes vitales para la mente no eran más que una fórmula para la

obnubilación. Pero era una fórmula eficaz aplicada por el gobierno para

ponerse de acuerdo con un pueblo altamente homogéneo acostumbrado a

saber por dónde entrarle a las dificultades desde que fueron olvidados del resto

del mundo hacía más de doscientos años, pero con la aparición de alegres

temas bailables identificados como arrancamontes, ó, arrancaterrones,

interpretados por el conocido maraquero Sacramento Lorìa y su grupo,

prácticamente, el furor se hizo gloria al ritmo de chaca chacas. Por supuesto

nunca hubo ningún pronunciamiento donde se aclararan las razones por las

cuales las callejuelas locales siempre serían demasiado angostas, curveadas y

borrachas como en su tiempo lo fueron las callejuelas etrurias hasta que fueron
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corregidas por los romanos. Recientemente, una tribu entera de indios

desapareció de la noche a la mañana ante la llegada de colonos sedientos de

fincas en el área conocida como Puriscal, pegada a la selva. Los colonos, que

ya habían construido una iglesia, salieron a buscarlos para regalarles ropa y

medicinas, pero no los encontraron. Los ranchos de los indios lucían

tristemente abandonados, y las cenizas de los fogones en las cocinas aún

estaban calientes. Los tiempos de la esclavitud y la evangelización obligatoria

habían pasado, pero los indios odiaban a los blancos tanto como en tiempos

pasados los cartagineses odiaban a los piratas. En medio de la contemplación

de la ranchería indígena con categoría de santuario, los colonos llegaron a la

conclusión que de nada serviría la ropa que le iban a regalar a los indios ya

que estos vivían desnudos, ni las medicinas, ya que los indios no padecían de

enfermedades, ni siquiera de la mente, ni la amistad y la admiración franca, ya

que el pasado fue tan horrendo que solo ellos habían logrado esconderse

durante trescientos años en las selvas de Puriscal, y ya nadie se atrevía a

hablar del indio Pablo Presbere ni del Cacique Garabito por tratarse de un par

de personajes nativos sinónimos de muy tristes e ingratos recuerdos de odios y

rebeldía. En Europa se había apaciguado el áspero régimen apostólico de la

Santa Inquisición, encargada de procesar mediante la hoguera a apóstatas y

renegados, pero el emperador Napoleón Bonaparte, a fuerza de guerras

dominaba el continente desde Rusia hasta Inglaterra. Fue esta la época en la

que se tuvo que bautizar al próspero caserío de Cutú con el nombre de Santa

Catalina de Garabito, ante la ausencia de una nueva lista de santos

canonizados. Pero había un montón de caseríos sin nombre. Entonces se tuvo

la sospecha de que la lista con los santos había pasado derecho hacia Filipinas
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como solía suceder. Normalmente los comunicados por escrito iban y venían

en el término de tres meses. Pero en los tiempos de las guerras napoleónicas

los mensajes más urgentes llegaban al Valle Central con cuatro años de atraso.

Unos emigrantes italianos aclararon en Alajuela que Napoleón mantenía a

raya a los papas haciéndolos pasar más tiempo en la cárcel que en las oficinas

del Vaticano, y Europa era un campo de batalla donde más valía ser soldado

napoleónico que comerciante o peregrino. Por referencias de Cockburn, un

aventurero inglés que se salvó de morir en las fauces de los cocodrilos del

Pacífico vallecentraleño tratando de encontrar en las riveras de los ríos a las

hermosas sirenas amazónicas, los soldados de Napoleón sabían de la

existencia de un país de ensueño donde exóticas damas les decían «amor» a

cualquiera, aún sin conocerlo. Al principio parecía increíble que pudiera

existir en el mundo un lugar donde la vida carecía de drasticidades y reclamos

pero los manuales del aventurero Cockburn, un hombre que le había dado la

vuelta al mundo en tres ocasiones, terminaban destacando las cualidades

autárquicas como resultado de la frugalidad y el buen clima de la zona de un

subgrupo europeo que vivió y proliferó entre las montañas y llanuras, sin

contacto con el resto del mundo, durante trescientos años. Los manuales del

aventurero inglés se referían al Valle Central, con el sugestivo título de, «Mis

Crónicas Veragüenses». No menos sorprendentes fueron las declaraciones del

fracasado pintor Emmanuel Eloy, amigo del maestro del claroscuro,

Rembrandt, en París, quien explicaba en los mercados de Constantinopla

haber tenido durante tres años una céntrica tienda de abarrotes en el Valle

Central, la cual quebró debido a que le era imposible tratar a los clientes de

«mí amor», en el mundo veragüense donde se vivía en función del amor, y aún
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el reclamo más exagerado consistía en decirle al agraviado, «no seas tan mi

amor». El mundo nunca se había nutrido con tantos aportes sociológicos como

hasta entonces. Integraban las tropas napoleónicas, entre tantos miles de

infantes, aventureros excorsarios, expiratas y exbucaneros quienes

permanentemente comentaban en las filas respecto al Valle de México, donde

las mujeres, por muy feas que fueran, jamás responderían al saludo de los

hombres por temor a ser asesinadas por sus maridos. Pero no faltó quién

explicara en el regordete mapa universal de entonces, la enorme distancia que

separaba al Valle de México del Valle Central, la tierra donde las mujeres no

solo eran libres aún estando casadas sino que además eran bellas como las

ninfas y alegres y complacientes como ninguna, por lo cual se contabilizaban

más de mil canciones de marimbas y tambor con el poco impactante título de:

«ingratas de la noche». Respecto a las enormes ínfulas existentes en el

comportamiento de las mujeres feas y no tan feas, la conclusión de los

trotamundos de Napoleón reposaba en el comportamiento atávico de la

humanidad en general donde el común denominador a la hora del máximo

premio consistía en la doncella como Alfa y Omega; la doncella como objeto

de rapto entre las diferentes tribus; la doncella como ingrediente de amor.

Nunca se supo porqué medios los soldados napoleónicos se enteraron del

desagradable rito precolombino, exclusivo de las montañas de Veragua, donde

los nativos acostumbraban arrojar una doncella viva al volcán, en

agradecimiento a los dioses. En cambio era bien sabido por los soldados de

todo el mundo que el Conquistador Vasco Núñez de Balboa nunca tuvo la

osadía de acercársele a la doncella Anayansi por temor a contagiarse de

piojos. En realidad, la abundancia de hongos y de niguas eran defectos que


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desanimaban los impulsos hacia la vida entre las escuadras napoleónicas

cargadas de pulgas y carangas, mientras Napoleón hacía todo lo posible por

darles un mejor nivel de vida y hasta lo había logrado con relación al estilo de

vida de los imperios anteriores. En términos generales, el sinnúmero de

anécdotas relacionadas con las frugalidades vallecentraleñas donde no había

mucho vino pero en cambio había mucho aguardiente de caña eran algunas de

las novedades más creíbles y alucinantes que se aparecían día con día en una

Europa inquisitiva donde mucha gente aseguraba haber visto en América a

hombres y mujeres que tenían rabos; exóticas ninfas habitantes de los ríos, y

paraísos tropicales habitados por dinosaurios, y el mundo era tan distante y

misterioso que era factible preguntarse, porqué no. Al respecto, un basto

número de reyes de todos los rincones de la Tierra tenían por sentada la idea

de no viajar jamás “por esos mares infectados de fieras impredecibles”. Un

soldado napoleónico originario del Peñón de Gibraltar pero que había sido

reclutado en Prusia, estuvo a punto de ser fusilado en los alrededores de La

Bastilla acusado de conspirador, pero se le perdonó la pena cuando llegó a

oídas del Emperador Napoleón el comentario de que el tal sentenciado era el

gibraltarense Sandro Trabert Mairena, el mismo soldado que se pasaba los

días asegurándole a las guarniciones que en América las mujeres se mutilaban

un seno para disparar sus flechas. Sin embargo, lo que hizo que el Emperador

se interesara en conocer personalmente al soldado gibraltarense fue el

comentario respecto al Valle de México en el que el más astuto enamorado

podía tardar hasta quince años para llevarse una mujer a la cama, de tal

manera que a estas alturas la mujer pretendida estaría rancia de años. Como

abnegado productor de leyes, el Emperador siempre tuvo la sospecha de que la


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diversidad de características de las pasionalidades deberían estar incluidas

dentro de una materia única como las matemáticas, y le agradecía a la vida y

al destino que lo formó como dirigente de masas por el simple hecho de no

tener que enfrentarse jamás delante de las intransigencias del amor, aunque

Josefina, su esbelta esposa lo amara por puro temor. Mediante la amena

entrevista de carácter privado en la misma celda donde se tenía recluido al

soldado gibraltarense, el Emperador Napoleón harto de presiones y

desengaños, concibió la idea de perdérsele a todo el mundo incluida a

Josefina, mediante el mecanismo de viajar al Valle Central disfrazado de

curtimbrero. Pero se llevó la mano al pecho cuando el soldado le comentó que

allí, en esa parte de América, nadie era importante, incluido el presidente. En

la fría celda del gibraltarense era inocultable el nerviosismo delante de aquel

hombre inquieto, sinónimo de muerte como lo era el Emperador, capaz de

todo.El enorme vagaje terráqueo del gitano Trabert Mairena le permitía

comprender a ciencia cierta que era en otras partes del mundo donde la humanidad

entendía más respecto a la sanguinaria carrera del Emperador Napoleón Bonaparte

quien bien podía pasar desapercibido en cualquier calle de Manila, Bariloche o la

Medina si se despojare del sombrero bicornio y su indumentaria militar impregnada

de sudor de equinos. El valiente gitano le hace saber a su categórico esbirro francés

que en la Medina se le admira y se le quiere. El Emperador ni se inmutó. Bonaparte

reconoce al gitano que visitó la tumba de Jesús el Nazareno en tierras niponas, uno

de los tantos comentarios en las dependencias de La Bastilla, suficiente mérito para

dejar libre de cualquier culpa al gitano cuya gélida estampa era la de un albatros

moruno de alto vuelo. “Cuéntale a todo el mundo –dijo el Emperador- que visitaste

la tumba de Jesús”. El gitano dudó de la aparente amabilidad del Emperador.

Parecía una recomendación sin franqueza, pero el Emperador agregó: “No tendrás
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la oposición de la Santa Inquisición porque tengo un par de Sumos Pontífices en la

cárcel, pero sin duda tropezarás con muchas piadosas brutas y tercas”. Los

pacientes ojos negros del gitano Trabert Mairena logran captar el agudo perfil de

neófito del Emperador en asuntos hemisféricos. Claro estaba que darle la vuelta al

mundo había dejado de ser una hazaña desde que se descubrieron las culebras y las

maracas más vibrantes y ponzoñosas de la Tierra en la República del Valle Central.

En todo caso al Emperador se le notaba lo crudo que estaba en materia de ultramar;

a decir verdad, el Emperdor era una criatura recién salida del cascaron, cual polluelo

que a duras penas lidia con su pesado pescuezo. Empero, fue en ciudad Jorco de la

República del Valle Central donde Trabert Mairena escuchó de boca de los Judíos

del Sión que “al enjuto Napoleón le fascinan las bayonetas mucho más de lo que

los Beduinos adoran las cimitarras”, un implemento de carnicería que hizo su debut

en la Era de bronce. En efecto el Emperador ha sido enfático y reiterativo: “con las

bayonetas –dice- se puede hacer de todo, excepto sentarse en ellas”. Trabert Mairena

temía por su vida. Desde la ventanería, todos los gritos, murmullos y zapateos

militares de la vulgar gendarmería parecían aproximar el triste momento del

fusilamiento. El eco de las marchas y trompetas lejanas irrumpían

escandalosamente en el abovedado y gélido zaguán de la sección de celdas. El

afligido reo encontró la forma de transportar al Emperador como a un niño,

por las tres más sorprendentes etnias universales: «los Tuareg»: vigilantes del

desierto del Sahara; «los aborígenes patagones»: habitantes de la Patagonia; y

«los gauchos»: habitantes de las pampas argentinas. El Emperador nunca

había imaginado que existiera gente, con el pie de un tamaño que duplicara el

suyo, correspondiente al caso de los aborígenes patagones. Lo sorprendente

del nuevo grupo universal descrito por el soldado de la Bastilla durante la

insólita entrevista era el placer y la tranquilidad naturales en medio del cual


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giraba entre lirios, heliconias y piñuelas aquella subfracción europea que al

cabo de haber perdido las cuentas de su propia historia, se identificaban a sí

mismos como, «de aquí». En la amplia sabiduría del Emperador Bonaparte, el

atractivo comentario sonaba a helechos, palmeras, guayacanes y guarumos de

la envidiable Veragua montañosa que ya se comentaba con fervor en los

tiempos de los Luises. Sin embargo el momento de mayor exultación y el que

motivó al Emperador a dejar libre al prisionero gilbratarense Sandro Trabert

Mairena, consistió en el comentario respecto a la facilidad con la que se podía

adquirir en el Valle Central una gran hacienda de cacao de exportación o un

viñedo en aquel fresco espacio tan parecido a Suiza, pero donde se podían ver

víboras reales, según lo aseguraba Sandro Trabert Mairena. El Emperador

Bonaparte estaba casi seguro de que las serpientes europeas fueron

extinguidas en forma de caldos y guisos hacía ya muchos años por las

famélicas tropas de Anibal en los tiempos de las Guerras Punicas, y que para

ver víboras reales –decía el Emperador– se necesitaba ir al Africa. En

términos financieros, el Emperador Napoleón Bonaparte era uno de los

hombres más acaudalados de la Tierra con un haber de más de ciento

cincuenta millones de francos, pero ya era muy tarde cuando se enteró de la

esclavitud en la que lo sumía su misma condición económica además de su

condición de jerarca del planeta Tierra. Por su parte, Sandro Trabert Mairena,

jamás olvidaría lo satisfecho que se tornó el Emperador cuando ante la

pregunta de sí se podía conseguir carne de cerdo en el Valle Central tuvo

como explicarle respecto a la existencia de tepeizcuintes y cerdos de

monte,dejando claro que se trataban de presas muy superiores a las de las

liebres tiernas en aceite de oliva, exquisito aroma que cubría toda la Bastilla
51

en el momento en el que el Emperador le ordenaba a la guardia del portón

trasero dejar libre al caballero gibraltarense, testigo vivo de lejanas canciones

arrancamontes interpretadas con maracas en tierras veragüenses. Ya en la

calle, Trabert Mairena aprovechó para advertirle al Emperador en el oído que

no se fiara si en el Valle Central la gente lo llamara «Napito» en lugar de

Napoleón, «pues es una forma de tratar a la gente, aparte de que allá no

existen títulos de señor ni de doña ni de señora por ser calificativos de vejez y

de jerarquías ambiguas». El Emperador asintió quitándose el aplastado

sombrero, y el gibraltarenseTrabert Mairena se alejó caminando por la calle

con rumbo a Mongmatre. En la época en que el aventurero Cockburn fue

soldado del ejército inglés, se enteró de las penurias que se pasaban en las

guarniciones al no poder estar con mujer alguna durante años, y aún de las

dificultades de los hombres célibes incapaces de condescender con los

indiscretos rituales de apareamiento por ser tan idénticos al encelamiento de

los animales. En los batallones no había vestidor ni baño donde no faltaran los

escritos hechos a mano y a la ligera, proclamando encuentros de amor

desesperado, dibujos procaces de chicas desnudas pintadas en las paredes, así

como penes apuntando al centro de redondeadas nalgas. El infante Cockburn

había descubierto un problema universal: los soldados del mundo sufrían con

la impertinencia de su propia lascivia. Definitivamente para solucionar el

grave problema de los suicidios, extraños berrinches entre soldados, y

principalmente, la falta de estimulantes para las buenas guerras, era

incuestionable que se necesitaban hembras. Además, el joven soldado

Cockburn jamás olvidaría su encuentro con un letrero escrito con sangre

detrás de la puerta de un pabellón de armas, el cual rezaba, «Se necesitan


52

féminas aunque sean genéricos de peluche». Suponía Cockburn que la lascivia

animal aparecida en todas partes había sido por los siglos de los siglos natural

y salvaje, pero drástica, desmedida y condenante desde los tiempos en que el

inmenso desierto del Sahara era fondo de mar y el imponente macizo de

Cumberland y Los Peninos estaban habitados por ballenas y tiburones

prehistóricos, y ya hacia muchos millones de años que un olor particular se

imponía en el mundo: el olor a pescado. Años después cuando, por casualidad,

conoció la fascinante historia de las hermosas mujeres amazonas, insaciables y

sumisas según estaban descritas en el libro, Cockburn concibió la idea de

enriquecerse transportando cantidades de aquellas ensoñadoras doncellas. Por

supuesto el asunto tenía todas las probabilidades de llegar a ser un negocio

redondo, máxime por la genial opinión de Brayan Phoenix, su amigo y

confidente de la misma escuadra militar, quien resolvió que, con un poco de

suerte Cockburn subsanaría el agudo problema del sexo masculino si lograra

demostrar la eficacia de un genérico menos pretencioso, ojalá con suficiente

busto. A diferencia del Valle Central donde la interactuación y la fiesta eran

un recurso clínico aparecido en la época del aislamiento, en Inglaterra el

problema del individualismo derivaba de las entrañas mismas de la sociedad,

sin que nadie supiera en qué lejana época arrancó el período de un puritanismo

capaz de hacer que las cárceles estuvieran llenas de violadores y sicópatas.

Inclusive ya desde tiempos remotos, se venía diciendo en los ejércitos sajones

que en el mundo había una cosa más importante que la comida, pero ningún

capitán de gendarmería ni filósofo alguno había encontrado la forma de

aclarar ni decir cuál era esa cosa más importante que la comida. Los

instructores de artillería concluían diciendo: «Nos estamos muriendo de


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hambre», para no tener que advertir acerca de la cualidad por la cual los

ejércitos permanecían en estado tambaleante ante la falta de sexo. Las

explicaciones más exactas las manifestaba la misma infantería acostumbrada a

rayar las paredes con indicaciones contumaces, las mismas que tenían que ser

repintadas año con año desde los retretes hasta la cocina, y aún por debajo de

los más de treinta mil camarotes. Era entendible que si alguien pagaba con

creces el puritanismo reinante era la nueva juventud nórdica, reacia a la

metodología convencional de las nupcias como único mecanismo de desahogo

de la lascivia, y por supuesto, comúnmente se le reiteraba a los vacacionistas,

como si se tratara de un secreto a voces: «Sí va para el Valle Central, cuídese

de que el capitán de la tripulación no lo aborde en el Valle de México porque

allí el puritanismo es tan fuerte que usted se moriría de hambre; si va para los

Estados Unidos, acostúmbrese a pasarse la vida viendo bailar el charlestón; si

va para Australia, acostúmbrese a pasarse la vida leyendo los santos

evangelios». Cockburn iba más allá de cualquier circunstancia: teniendo en

cuenta que las exóticas amazonas estaban más desamortizadas que los

aguacates de Tabasco pronto llegaría el momento en que tendrían un valor

bursátil como el cacao. Para solucionar los grandes problemas de su ejército,

Napoleón Bonaparte había llegado a contratar una cifra record de

veintinuevemil prostitutas, ingrediente vital de los glamorosos éxitos en

cuarentaiseis batallas importantes registradas en un período de dieciséis años.

Entonces los soldados constataban respecto a lo agradable y honroso que era

pertenecer a las escuadras de Napoleón y las madres de los infantes entendían

las razones por las cuales sus hijos no llegaban a casa en tiempo de

vacaciones. En tiempos de premura, cada una de aquellas prostitutas tenía la


54

responsabilidad de solucionar el inconveniente sexual a una lista de cuarenta

soldados en el término de dos días. Para esta labor exclusiva, las tiendas de

campaña estaban localizadas en puntos estratégicos en las proximidades de los

campos de batalla, dado que los soldados galos reclamaban como último deseo

el no empuñar las armas sin antes haber tenido la oportunidad de pasar por

aquellas relajantes sesiones de amor y placer en vísperas de combate. Aún así

se presentaban muchos crímenes intestinos entre las guarniciones, tanto por la

multiplicidad de caracteres de soldados como por el inconveniente de los

malos modales, mañas, estrategias, caprichos y negligencias de las prostitutas,

muchas de las cuales habían logrado fama y remoquete. Un caso memorable

aconteció en la campaña de Egipto donde una de las reconocidas féminas

contratada en la Isla de Creta conocida como «La Resbaladiza» fue

denunciada delante del General Bonaparte por engañar a los soldados en el

momento de la eyaculación, haciéndolos tirados fuera del petate. La

Resbaladiza fue enjuiciada y condenada a tener que realizar su trabajo en

forma perfecta, pero con setenta hombres y en el término de un solo y único

día de veinticuatro horas, lo que causó la muerte de la mujer al caer la tarde.

Eran contados en la palma de la mano los que sabían que, indirectamente eran

las prostitutas las héroes de las batallas napoleónicas. De ahí que,

permanentemente se necesitaban en Europa, gran variedad de prostitutas,

según los encargados: «Que no fueran muy gordas, que no fueran muy bajitas,

que fueran preferiblemente altas como La Resbaladiza, que no protestaran,

que no fueran feas, que no exigieran llevarles serenatas de amor a las tres de la

madrugada, que fueran preferiblemente de Mongmatre, que no repararan

mucho, que no estuvieran muy llenas de estrategias de cama, que tuvieran


55

buena dentadura, que tuvieran su cabello bonito sin importar el color, que

tuvieran buena resistencia, que no inspiraran rencor, que no rechazaran a los

soldados cuando estos se presentaban con mal olor en los pies y en las axilas,

o con cicatrices repugnantes en el cuerpo, que no le pusieran problemas a los

soldados cuando estos se presentaran sin afeitar, que fueran sumisas». Ante la

gran escasez de trabajadoras sexuales, los supervisores de los ejércitos se

vieron en la obligación de aceptar féminas hasta de sesenta años de edad, sin

importar si tenían piojos, carangas o cualquier tipo de criadero de ladillas en

las partes cabelludas. Se rechazaban aquellas que tenían erupciones muy

visibles en las partes íntimas o excoriaciones sospechosas de ser algún tipo de

lepra indisimulable con el trato de las pomadas y lavandas de alelí

suministradas por el botiquín de las artillerías. De todos modos, las

contratadas damicelas encantadoras se llenaban de regalías como producto de

cada encerrona, lo cual era la clave del negocio generado por la formalidad de

los castrenses al despojarse de toda clase de obsequios: diademas, brazaletes,

talismanes para la buena suerte con la efigie del rey Tamerlán, buditas traídos

de la India, cristaleria, curtimbres, amuletos del dios Baal, todo un sin fín de

preciosidades que las trabajadoras sexuales iban acomodando en los rincones

del recinto tapadas con frazadas, lo que les permitía instalar una impresionante

cacharrería de abalorios en tan solo un par de años.BereniceMadrione, La

Resbaladiza, no logrò completar una cuarta cacharrería en Atenas: poseía tres.

En honor a Berenice Madrione el hábil compositor Sacramento Loria se luciò

con el bonito tema musical titulado, Tengo un Dardo Clavado en mi Pecho.

Pero fueron las rameras samarcandesas y moldavianas las que identificaron la

divisa tailandesa, “yo te la cambio por una cosa”, en su constante mercadéo


56

con los ejércitos magiares, rusos y otomanos que carecían del beneplácito de

los gobernantes y luchaban exclusivamente coaccionados por la defensa de la

patria desde tiempos lejanos; en tanto que, para entonces en el imperio

veragüense el cantante Sacramento Lorìa y un apabullante séquito de

maraqueros espanta muertos ya tocaban la pieza de corte arranca polvo, “yo

te lo cambio por una cosa”, inspirada en los mismos propósitos de los objetos

de valor bursàtil que pudieron existir en la época de las cavernas, la màs

grande explicación en forma cantada de lo antiguo que podría ser el negocio

del sexo, la pràctica que impulsò la separación de las razas con la espectacular

ayuda de las maracas. Pero lo más entendible por un reservista agudo como

Cockburn era el miedo a las malas formas de la batalla, más que el miedo a las

enfermedades infectocontagiosas y, luego de haber recorrido el río Amazonas,

desde su desembocadura hasta Manaus, el miedo a la explosión demográfica.

Un continente que hasta hacía poco era conocido como el Nuevo Mundo,

ahora tenìa todo el perfil de ser una metrópoli desde la Patagonia hasta el

Estrecho de Bering. Para Cockburn algo cambió un poco cuando pasó a las

desoladas selvas del Pacífico panameño. Para entonces estaba convencido de

que América era más una cátedra de antropología que un posible criadero de

genéricos sexuales de gendarmería. Había navegado por el río Orinoco hasta

su desembocadura y el río Magdalena desde su desembocadura hasta la

población de Mompós. Era indiscutible que había existido y continuaba

sucediendo el deslumbrante fenómeno planetario de mezclas y remezclas entre

las más extrañas etnias de la Tierra, en un continente donde, para conseguir un

pez, bastaba con meter la mano en cualquier río. Por doquier las mujeres

llegaban a parir hasta veinte hijos. Dentro de doscientos años el continente


57

estaría transformado en una sólida plasta de hormigón, y los tomates tendrían

que ser sembrados en el mar. Las calles estaban llenas de niñas y niños sucios

y desnudos como en ciertas poblaciones de la India y el África. Cockburn

sentía además, que se había encontrado con la gente más extrovertida y alegre

del mundo y llegó a estar seguro de que los habitantes de las costas

suramericanas provenían de las mujeres amazonas. De hecho era una intuición

casi certera de no ser porque no había forma de demostrarlo científicamente.

La gente de las costas suramericanas eran el vivo retrato de los desnudos

nativos del rió Amazonas, de la misma manera que los caimanes del

Amazonas eran el vivo retrato de los cocodrilos del Pacífico vallecentraleño

con sus escuetos tamaños de hasta veinte pies. El largo brazo de la

extroversión y la alegría naturales de las gentes tampoco faltaba en el

vallecentraleño poblado de Quepos donde Cockburn trabó amistad con un

hombre que, más que burgomaestre de la población tenía todas las cualidades

de un talentoso médico en el anonimato en aquellos recodos del universo. Ese

hombre era don Tomassi. A base de lavados con tibias aguas amoniacales y

yerbas silvestres, don Tomassi curó en el término de cinco días al enfermo

aventurero Cockburn, de una repugnante plaga de niguas y hongos

prehistóricos que laceraban sus pies, así como hinchazones en todo el cuerpo,

producto de sanguijuelas, moscas carnívoras, y, los niños fueron los primeros

en enterarse de que a misterCockburn lo habían picado todos los insectos de la

Tierra más varios dientazos de caimanes cuyos rayones sanguinolentos

figuraban en sus pantorrillas. Tenía la espalda y la nuca en carne viva, y

nacidos supurantes en las nalgas. Para evitar que se rascara, don Tomassi le

cortó las uñas de los pies y de las manos con la ayuda de un municipal y lo
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lavaba dos veces al día con aguardiente casero y jabón de bola. En Quepos,

Cutú y en Esparta lo recordarían por muchos años como: «Aquel marinero

inglés que no era pirata», pero lo recordarían más por las recomendaciones

que el mismo Cockburn explicaba donde quiera que llegaba: «En el caso de

que me coman los cocodrilos -decía-, favor incinérenme y tiren mis cenizas en

cualquier lugar». La gente veía en él a un hombre osado y valiente desde el día

en que mató un tigre en Marañonal de Esparta de un solo disparo de escopeta.

Llegó el momento en que Cockburn sacó fuerzas para preguntarle a don

TomassiGebor si por casualidad alguien había visto sirenas en los ríos

vallecentraleños. Don Tomassi captó rápidamente la dimensión de la empresa

de su protegido visitante por tratarse de una pregunta ya muy acostumbrada

por los comerciantes del Viejo Continente. «La triste historia de las hermosas

mujeres amazonas -explicó el alcalde- no podría ser nada más que la

inspiración de un hombre solitario en el momento en que observó por primera

vez el indiscutible aspecto de damas voluptuosas retozando desnudas en la

figura de los manatíes de los grandes ríos suramericanos». Era una explicación

tan efectiva y tan franca como el continente mismo, y don Tomassi se abstuvo

de comentarle respecto a fulanejo, perencejo y menganejo, suevos, corsos,

dacios, cosacos, gente que ya habían pasado por el pueblo en procura de las

mismas perspectivas macabras. Los primeros comerciantes que pasaron por

Quepos preguntando por los prototipos de amor y comentando mil cosas

respecto a la extraordinaria lectura de las hermosas hembras amazonas cuyo

tratado alucinante se extendió rápidamente desde Noruega hasta Egipto fueron

los judíos del Sión. En aquella ocasión don Tomassi tuvo que disuadirlos

tratando el asunto como un caso inveterado, pero nunca imaginó nada respecto
59

al desenvolvimiento del tema, ni la urgencia ni la importancia económica de

los tales prototipos, pero en todo caso fueron los mismos judíos del Sión

quienes explicaron respecto a las gitanas como las únicas dueñas del

envidiable mercado del sexo desde Inglaterra hasta Alejandría. También

explicaron respecto a la ausencia de tratamientos bucodentales en un universo

mueco en el cual hombres y mujeres escasamente se limpiaban la boca con el

dedo, las partes más delicadas del cuerpo con el palo de escoba, las tres

piedras continuaban siendo la única fórmula de las cocinas modernas, y la

damajuana era un utensilio de lujo a la hora de acarrear agua de los ríos. Claro

está que los infaltables comentarios entre los buscadores de prototipos de

amor eran con respecto a las toninas. Se referían los judíos del Sión a unas

femeninas y exóticas criaturas del río Orinoco, más elegantes y atractivas que

los manatíes y que las mujeres comunes y corrientes, pero incompetentes para

los propósitos de exportación por poseer una bacteria vaginal capaz de matar a

un amante en el término de dieciocho horas, lo cual hizo que la farándula se

desdoblara al extremo del fracaso total según el enfoque del comerciante

Ahasverus, perito en la materia, quien descubrió a las toninas mientras

navegaba por el río Orinoco con los muchachos de Puerto Carreño en la zona

de los Llanos Orientales de la Gran Colombia; de tal manera que los

muchachos de Puerto Carreño habían tenido que advertirle: Mucho ojo don

Ahasverus -le dijeron- , no son chiquillas asoleándose sobre las rocas, son las

toninas. El comerciante Ahasverus y su comitiva nunca olvidarían aquellos

insólitos cuadros de mujeres desnudas y vulgares pero respetables; indiscretas

y atrevidas pero espléndidas; celosas y apacibles pero magníficas; inquietas y

veloces pero desenfadadas. Unas criaturas nunca imaginadas ni comentadas en


60

Jerusalén ni en Hasburgo,ni en Liverpool. Pero como decían los muchachos

puertocarreñenses, «no son mujeres, son toninas». La descripción más exacta

del técnico Ahasverusdecía: En el fabuloso paraninfo orinoquial las toninas

son animales majestuosos, displicentes, atractivas e introspectivas, pero

peligrosas, remotas, pusilánimes, incompetentes e indomesticables. En efecto,

Cockburn recordó haber visto aquellos extraños animales en los remansos del

río Orinoco. Eran exóticos, de veras, y provocaba tocarlas con la mano, pero

cuando uno se les acercaba, las toninas desaparecían en el agua. Cockburn se

esforzó por acortar cualquier detalle relacionado con el ridículo en el caso de

que el burgomaestre local lo hubiera captado. Don Tomassi no podía ser más

franco: --Las mujeres amazonas podrían estar en el Africa, dijo acomodado

placidamente en la poltrona forrada con sacos de gangoche.El joven inglés

respiró profundo, derrotado:

--Buena suerte para ellas -dijo refiriéndose a las mujeres- que no tienen que ir

hasta los confines del mundo a buscar hombres amazónicos.

En el Valle Central, los muy perseguidos nombres del santoral comenzaron a

desaparecer en la época en que los sacerdotes franciscanos fueron desterrados

del país por intervenir en política. Aquellos nombres de santos importados,

casi se agotaron por la baja popularidad de los papas cuando Napoleón los

redujo al presidio. Pero desaparecieron con más fuerza por las duras críticas

que hacían los escritores de biografías quienes aseguraban que pronto los

nacionales deberían llevar en las bolsas de la ropa un frasco, una jícara, o un

cuerno de res con suficiente tinta para escribir los prolongados nombres

personales, dado que las madres de sus hijos estaban convencidas de que
61

mientras más santos le metieran al nombre de los recién nacidos más ayuda

tendrían desde los santos cielos a lo largo de la pesada lucha por la vida en

esta viña del Señor. Los biógrafos eran individuos que llegaban de otros

continentes y al tiempo desaparecían sin que nadie supiera que, aquella, o,

aquellas personas que anduvieron de pueblo en pueblo, de escuela en escuela,

de templo en templo, de bailongo en bailongo, de hotel en hotel, de putero en

putero, de convento en convento, de seminario en seminario, vestidos

corrientemente, sin ningún distintivo que los acreditaran como escritores,

eruditos, sociólogos, eran esa clase de individuos conocidos como

«biógrafos». Eran hombres caracterizados por la destreza con que utilizaban la

pluma para denigrar a Raimundo y a todo el mundo menos a ellos ni a sus

países de donde eran originarios. En cambio, los poetas, eran un gremio

escasamente envidiable. Al principio fueron conocidos con el vulgar nombre

de «cocorreros» por lo hablantinosos y lo sombrío de sus costumbres, pero

llegaron a ser tan proliferantes, irritantes y fanáticos de sus rimas y su léxico

inentendible que terminaron siendo identificados como personajes

«bombetas» y «faruscas». La palabra «cocorra» fue acuñada por los indios en

los tiempos de la colonia. Generalmente los indios identificaban a los colonos

como «espantapájaros o chapetones», pero «cocorrero» era la palabra utilizada

por los indios para identificar a los curas, dueños de un verbo difícil de aceptar

y de una lengua hábil en el tema del cielo, el infierno, la resurrección, el limbo

y el fin del mundo y el diablo, representante de una horrorosa pintura

enmarcada en vidrio, la cual era vendida por los comerciantes, al por mayor y

al detalle, tratante del rapto de un moribundo por siete gráciles diablos negros

con cachos y con cola, muy aplicados ellos arrastrando al moribundo por los
62

pies, dentro de la lúgubre habitación de puro luto. Aquella terminología de

faruscas y bombetas parecía sepultada desde el momento en que

desaparecieron los indígenas, pero trescientos años después la palabra

«cocorréo» fue quedando en el modo de ser de las nuevas generaciones de las

montañas de Veragua, de cuya chota no se salvaban los malos políticos. A

diferencia de los biógrafos, de acento inconfundible por ser gente extranjera,

los poetas andaban por las calles con su distintivo de categoría intelectual

consistente en un clavel en el ojal de la solapa, o una cinta roja elegantemente

anudada a la altura del brazo derecho. La gente entendía perfectamente que

mientras éstos eran Demóstenes de la palabra y la cultura, aquellos, los

biógrafos, eran extranjeros enemigos del pragmatismo, la bohemia y la

parranda, amantes del puritanismo y las reglas de la religión; pero, además, los

locales consideraban que esta clase de forasteros eran simples individuos

obsesionadas por las tajadas de plátano maduro fritas con natilla hecha a base

de leche de yeguas.Eran esa clase de puritanos de tiempo completo que

aspiraban a que no pasaran de moda los miriñaques con zunchos y estoperoles

invertidos que alejaban los encantos de las damas hermosas, de las manos de

los bailadores atrevidos. Aún, los poetas de cantina conseguían encantar con la

rima de sus versos, como suele suceder, preciosos versos que el viento se

llevó. En cambio eran nefastos los libros de los biógrafos que referían de

forma censurable el estilo de vida vallecentraleña, en lugar de exponer y

admirar el estilo de economía participativa entre misas y fiestas como

mecanismo eficaz de ahuyentar cualquier pequeño brote de tristeza y

amargura, aún al mismo diablo. Lo que menos se les perdonó a los indiscretos

biógrafos fue el no haber divulgado que al río El Desaguadero se le cambió el


63

nombre por el de río San Juan para que el santo judeopalestino, quien siempre

fue uña y carne con Dios – según la rigurosidad de la fe importada desde el

Mediterráneo-, se encargara de proteger, no solo a los caimanes, sino también

al criadero de tórsalos, papalomoyos y purrujas del indómito estuario de

musgos milenarios. Gracias a este cambio de nombre se supo en el Vaticano

de dónde provenía una curtida carta con cuarentainueve años de haber sido

enviada, en la que se notaban más la labor de las polillas que las letras a mano

y en tinta negra aclarando: «por favor papas, produzcan más carajos

milagrosos, pues hemos tenido que repetir a los mismos venerables del

santoral para asignarles nombres a las nuevas aldeas». La folklórica carta

debía provenir de algún lejano país de ultramar, pero la noticia era halagüeña:

se registraron cuarenta y dos aldeas con el nombre de San Antonio. Los

lugareños aprendieron su gentilicio, antonienses; pero se filtraron direcciones

incómodas para la plana mayor castrense, como: soy de San Antonio del Bajo

de la Yuca; soy de San Antonio del Valle del Mariguanal; Soy de San Antonio

de la curva del Aguacate;yo soy de San Antonio de Palo Alto de Chachalia.

Con todo y las guerras napoleónicas, el lucrativo negocio de la fe iba viento en

popa y a toda vela desde las islas Bahamas hasta las Filipinas, y los nuevos

viajeros del Mediterráneo lograban localizar al Valle Central perfectamente,

entre Mesoamérica y Panamá, por medio de la inconfundible panorámica del

parque color turquesa bajo la bruma paquidérmica de apariencia celestial. Una

de las pinceladas más edificantes en un mundo distorsionado por viejas

declaraciones procedentes de los más bajos instintos las dio mister Cockburn

de regreso en Londres, al lograr rechazar aspectos que se habían transformado

en realidades cotidianas como la versión de la existencia de gentes que tenían


64

los ojos en los hombros y la boca en el pecho, según lo aseguraba el pirata Sir

Walter Raleigh.Cockburn rechazó y tildó de simple versión imaginaria, las

aseveraciones de que existían en Venezuela indios de orejas tan grandes que

las arrastraban por el suelo. Opiniones generalizadas clamaban por una ley que

penara con cárcel a todo aquel promotor de especulaciones absurdas. Más

exacto habría sido referir la abundancia de sabios de la talla de Aristóteles,

prácticos de la talla de Arquímedes, políticos de la talla de Perícles, y hasta

historiadores de la talla de Suetonio, decía el profesor Cockburn en

Manchester, y más de tres décadas después recordaba a Macario Brenes, un

ocasional conversador veragüense promotor de una afirmación inexistente en

ningún libro universal, un comentario de carácter serio que se refería a uno de

los tantos tiempos del oscurantismo mundial: «Los europeos -había dicho el

conversador veragüense en una de las tantas haciendas recorridas por

Cockburn en sus tiempos de comerciante fracasado en la República del Valle

Central- se dedicaron a construir ermitas como antídoto contra la peste

bubónica, pero en poco tiempo llegaron a ser competentes constructores de

catedrales, aún a sabiendas de que la peste se debió a las pulgas de las ratas

asiáticas y no a la presencia judía ni a ninguna maldición divina». Pero la

lejana época del encuentro con Macario Brenes y con Diógenes Jiménez era

un momento de tanta confusión y angustia para el joven inglés que nada

parecía relevante, mucho menos la Historia ni la Pedagogía ni la política ni la

estereometría en aquellos territorios de caimanes e infinitos caminos realengos

donde lo más apremiante era conseguir la ruta de regreso a Inglaterra.

Producto del mal vicio y la vulgar charlatanería aún persistía el popular

enunciado, «si la brújula no miente, los océanos tampoco», un dicho aparecido


65

entre los atrevidos navegantes del recien descubierto mar del sur, ante la

sospecha de aquel océano cuyas malas lenguas aseguraban estar habitado por

monstruos marinos insaciables. Cockburn rechazó la versión de que en el río

Amazonas los hombres tenían los pies al revés, y menos aún que las indias se

mutilaran un seno para disparar sus flechas, una versión inconcebible en una

mente cuerda. Cuando los hombres no inventan religiones, inventan ficción.

Primero lo hacen para entretenerse. Por consiguiente, el peligro de la ficción

acontece cuando con el pasar del tiempo se transforma en realidad algo que

fue confeccionado con premeditación y alevosía. Era más sensato y útil

recordar que el garrote continuaba siendo un arma eficaz y el ser humano

continuaba batiéndose con las fieras alrededor del mundo, de la misma manera

que cuando apareció en la Tierra. En cambio, aquellas eran, sin lugar a dudas

un sin fin de argumentaciones de aventureros sedientos de celebridad. Claro

que ya lo había diagnosticado un clarividente de los bosques de Fraijanes en

los días en que Cockburn se preparaba para salir del Valle Central hacia

Inglaterra: «primero se extinguiría la especie humana antes de que alguien

lograra desculebrizar la Tierra». En este caso Cockburn no tuvo que pensarlo

mucho para considerar que el clarividente tenía razón luego de haber conocido

el inmenso territorio de las anacondas en los ríos Orinoco y Amazonas, y de

haber sido víctima de desmayos de muerte, producto del extenuante calor

húmedo de aquellas inhóspitas tierras donde hasta una planta representaba una

amenaza inminente y antes de sostenerse de una liana se debía cerciorar de no

estar prendido de una serpiente pitorá. Diógenes Jiménez, el clarividente de

los bosques de Fraijanes era además un conocedor de agricultura local, uno de

los tantos mata tigres de Cóbano de Puntarenas, y un hábil bailador de


66

pasodobles ampliamente reconocido en toda la región, renuente a matar una

serpiente para evitar que aparecieran veinte, solía decir: «Para qué matar una

serpiente si al instante se aparecen veinte». También era un extraordinario

recolector de cacao, pero a la vez era dueño de un pregón absolutista con

categoría de Talmud que había llegado hasta Tenochtitlán en forma de cartilla,

en el que se recomendaba no aprender nada a menos que fuera aprender a

tocar las maracas. En Tenochtitlán no le prestaron atención pero cuando en

otras latitudes del planeta tropezaron con la cartilla que decía: «El que aprende

matemáticas no se da cuenta que está aprendiendo avaricia; el que aprende

religión no se da cuenta que está aprendiendo a ser bruto; el que estudia ética

no se da cuenta que terminará convertido en un esquizofrénico; el que estudia

artillería no se da cuenta que está aprendiendo a esclavizar; el que se dedica a

profetizar no sabe que está jugando de brujo, y así sucesivamente hasta que al

final de la cartilla recomendaba: «Aprende a tocar las maracas». El tema de la

cartilla y las maracas parecía un asunto de retrogradas, pero el rural estaba tan

adelantado a sus días que, en cierta ocasión, conversando con respecto a

brahmanes y profetas, Cockburn asumió la comparación entre los dos aspectos

teológicos con un envejecimiento de tres mil años. El rural Diógenes Jiménez

se interpuso indiscretamente:

_los profetas y brahmanes son los mismos pajudos del período paleolítico_.

Cockburn se sintió incordiado al escuchar el atrevido esbozo del veragüense.

Un hombre que nunca estuvo en Europa ni en Nueva Delhi, donde están los

mejores sabios; ni estuvo en ningún claustro académico, integrante de unas

gentes comunes y corrientes. En los tiempos de la colonia eran apodados las


67

orugas andantes. Se les veía transmontando las cordilleras del Nuevo Mundo,

en fila india, vestidos con hojas del monte sostenidas con guascas. Las huestes

armadas de los reyes católicos las obligaron a trepar a los barcos, a las

volandas, en situación precaria.

El calificativo, “pajudos del período paleolítico”, en efecto, era una opinión

fuera de orden. El rural había resuelto siete mil años más lejos la iniciación de

los profetas y los brahmanes, cuando apenas se iniciaba la agricultura. El rural

alegó que los primeros brahmanes y profetas fueron las hembras cavernícolas

basadas en pesadillas e imaginaciones de chismosas. Los hombres

cavernícolas tomaron aquellas chismografías como si fuera un asunto real. Y

qué difícil fue concretar con el rural que no había razón alguna para juzgar

aquellos hombres y mujeres cavernícolas acosados, en su momento, por fieras

y tempestades. El joven inglés lo escrutaba, aparentemente desenfadado,

preguntándose aspectos arcanos respecto al sexagenario rural. Si por algún

motivo, razón o circunstancia -pensaba- existieron los caldeos, a quienes

imaginaba como unos hombres larguiruchos, de piel acanelada y cabello

acolochado, vagando sobre camellos en las inmensas dunas del desierto, el

veragüense Diógenes Jiménez era, sin duda, una extensión de aquellos talentos

babilónicos que se comunicaban en hebreo, arameo y acadio en los tiempos

del imperio asirio, solo que ahora andaban de a caballo, y se distinguían por

sus habilidades de jungla y su inconfundible acento de maraqueros. De manera

que cuando Diógenes Jiménez aseguró que hasta las señoras de patio

producían religiones sin darse cuenta, Cockburn se acordó de las placentas en

salsa de curry que se comían las mujeres recién paridas, a escondidas de las
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migraciones asiáticas para que no les pidieran un pedacito; en el tráfico

internacional de saliva de camello para evitar los embarazos; en el rezo de los

pesarios en cruz; en el entierro de las fortunas con la cabeza de un incauto

para que nadie intente encontrarlo; en el lago Ness donde se aparece una

figura mitológica; en los sortilegios para navegar en ultramar sin que se hunda

el buque; y en un sin fin de ritualidades, conjuras y milagros explicables

solamente mediante el tarot de las pitonisas nórdicas.

Desde entonces Cockburn aprovechó el corre-corre de tanto trashumante

europeo en fondas y caminos reales para decirles, “yo conozco de dónde

provienen estos maraqueros”, “los conozco como la palma de mi mano”, “con

tan solo verles la nariz y los ojos”, “son el trabajo de los visigodos cuando se

propusieron desinfectar el Mediterráneo de tanta judería”. Otras veces les

decía a los trashumantes al oído: “estos provienen de Canarias”, “estos

provienen de Palma”, “aquellos provienen de Málaga”, “con tan solo verles el

modo de caminar yo los conozco”. Con estas insidias de la historia real

Cockburn sentía desquitarse del rural Diógenes Jiménez, el hombre que echó

por la borda a Zaratustra, a Buda, a Confucio, al Nazareno, y a toda la

osamenta ínclita esparcida por el mundo desde Mahoma hasta el inicio de los

mamíferos.

Poco antes de embarcarse para Liverpool, Cockburn se encontró por

casualidad, con la tropa de Ahasverus, durante un reventón bailable

amenizados por ochenta maraqueros alumbrados con fogatas y canfineras en

la aldea de Coco Pelado de Drake, donde tuvieron tiempo para conversar de

todo, sin que nadie les entendiera, porque hablaban en inglés. Los nativos de
69

Coco Pelado habían de asegurar, setenta años después, que el baile, tipo

swing, surgió en la época en que aparecieron en Coco Pelado de Drake, unos

forasteros semidesnudos que bailaban haciéndose saludos ligeros, en torno a

las fogatas, en los revolcones festivos de la zona de Drake, pero que aquel

modo de bailar de los ingleses no era tan intrépido, ni tan difícil como cortar

pelos en el aire, aunque sí con un gancho de manos muy recortado con el

mini-brinco y las vueltas galantes, casi idéntico a las formas circulares del

hibridaje cocopelaense. Pero, en palabras de cualquier maraquero, el swing no

es más que la extensión de la danza desde el momento en que una piedra le

golpeó en el pie a un homo sapiens. En realidad, Cockburn y la tropa de

Ahasveruz aprendieron el baile del swing en Yakarta. Respecto a los

comentados saludos en inglés, inentendibles para los lugares de la zona

drakense, los forasteros referían una traducción distinta: mi Java encantada,

Liverpool, Liverpool, Liverpool; Indonesia mía, Liverpool; Mekong de mis

amores, Liverpool, Liverpool, Liverpool. Al cabo de tres meses de aquella

parranda memorable en Coco Pelado donde lo único solemne eran las puertas

abiertas de la ranchería para que cualquiera pudiera entrar a comer pescado

con tajadas de plátano maduro fritas, los lugareños interpretarían la traducción

aproximada del lamentoso bailar frenético de aquellos aventureros de

ultramar, como el dolor tardío de quienes dejaron mujeres embarazadas en

tierras lejanas y en tierras presentes _ en Coco Pelado_, más la nostálgica

evocación de encontrarse tan lejos de Liverpool. Las razas del mundo se

estaban fusionando más rápido que antes del descubrimiento del Nuevo

Mundo. Los aventureros de Liverpool continuarían su viaje por los océanos,

con gran deseo de llegar a su lejana tierra donde debían existir maracas
70

infinitas, permanentes, manjares al alcance de la mano; un Liverpool, quizá,

con la anuencia de la tierra veragüense separada del mundanal ruido de las

guerras y de los pregoneros religiosos, con capacidad para despertar el ánimo

festivo de los genios muertos, de los melancólicos, de los deprimidos, de los

iracundos, de los infelices. Solo el viento sabría dónde irían a parar.

Entonces la gente extranjera se interesó por venir al Valle Central en la

búsqueda de vivir un estilo de vida sin complicaciones a la manera de

Diógenes Jiménez sin importar que tuviesen que pasarse la vida matando

tigres y comiendo tepeizcuintles con sal. Después de todo había pasado tanto

tiempo que a nadie en el Mediterráneo se le ocurría amedrentar a los viajeros

como en la época en la que le decían a la gente: «si va para el Valle Central,

cuídese de que el capitán de la tripulación no lo vaya a dejar en un país donde

se pueda morir de hambre; si va para el Valle Central cuídese de que el

capitán no lo vaya a dejar en Colombia donde está el fusilador español Pablo

Murillo; si va para el Valle Central, cuídese de que el capitán no lo vaya a

dejar en el estuario del Plata donde no hay sirenas amazonas». Ahora la gente

llegaba, de veras, al Valle Central pero en lugar de preguntar por el muy

reconocido monadólogo y clarividente Diógenes Jiménez de los bosques de

Fraijanes, los viajeros de ultramar necesitaban saber si era cierto que una

mujer vallecentraleña había descalabrado de una pedrada, en la ciudad de San

José, al General hondureño Francisco de Morazán quien pretendía introducir

el país en la Confederación Centroamericana. Así como el tema de los

franciscanos expulsados, el de Morazán era un comentario permanente


71

atestiguado por los viajeros a lo largo de la caminata de dos días entre el

muelle de Moín y la capital, pasando por Turrialba. Por medio de los

biógrafos e historiadores, el mundo sabia del destierro del que fueron víctimas

los curas franciscanos por intervenir en política, los cuales fueron

reemplazados por sacerdotes locales menos interesados en continuar

bautizando a las personas con los envejecidos y horribles nombres que

llenaban el día con día de los almanaques y santorales. Para esos días de la

nueva remodernización se dio el caso de una mujer que pretendió bautizar a su

hijo con el nombre de Argemiro de la Flor. El cura local rechazó el nombre

por considerarlo femenino, sin importar que fuera el nombre de un antiguo

gobernante del país. Se había presentado otra mujer a bautizar a su hija con el

nombre de Santa Filomena. El cura no aceptó el nombre considerando que le

arruinaría la vida a la criatura a lo largo de su existencia. Prontamente se notó

que, en aras de la fe, la gente había llegado muy lejos. La tal Filomena fue una

mujer canonizada casi inmediatamente luego de preferir el gesto de morir

cruelmente antes de aceptar casarse con el Emperador Dioclesiano. Se había

presentado una señora a bautizar a su hija con el nombre de Clemencia, en

memoria de una virgen; el cura le colocó el nombre de María Cristina,

alegando que Clemencia era muy parecido al nombre de Socorro, cuyo

crispante llamado de auxilio era tan alarmante que hería la paz de los barrios.

Una furiosa mujer a quien el cura no le aceptó el nombre de Santos

Constantino Leguizamón trató el cura de ateo y le dijo además que su apellido

«Romero» era también muy feo puesto que era el nombre de una simple planta

medicinal que se usa para bajar las calenturas. El cura le respondió que: -A

mucho honor, el nombre Romero provenía de Roma, del lugar por donde
72

quedaba el Vaticano, y no de los pantanosos charrales de Turrubares de donde

era ella. -¡Pero si usted es de Vuelta de Jorco! -le respondió la mujer- ¡Cuántas

ínfulas!. El cura soportó la vergonzosa afrenta, pero en el sermón del domingo

siguiente hizo saber que: -Vuelta de Jorco, el lugar donde había nacido un día

de enero de hacían ya cuarenta años: «Era la capital del mundo», no porque él

lo dijera sino porque no había en la Tierra montañas más lindas ni más verdes

que esas. Poco después el cura Romero fue ascendido a obispo por el gesto

heroico de haber rechazado un bautizo en el que le querían poner a una

criatura el sospechoso nombre de Nicolás de Garabito. El cura explicó que, ni

riesgos, puesto que Garabito había sido el nombre de un indio guerrillero. La

gente insistió que Garabito era el apellido del español Andrés de Garabito, uno

de los fundadores de Villa Bruselas. El cura insistió que no, puesto que

Andrés de Garabito había sido el individuo que decapitó a Vasco Núñez de

Balboa, de un certero golpe de cimitarra en la nuca dado que en ese momento

Andrés de Garabito era el verdugo oficial en el poblado de Acla. La gente

alegó que Andrés de Garabito mató a Núñez de Balboa porque el Gobernador

de Castilla del Oro le dio la orden para que lo matara. El altercado que duró un

par de semanas había servido para que el cura descubriera el estado de olvido

y conmiseración en el que se encontraba tanta gente que ni siquiera sabían

cuáles eran sus apellidos, puesto que no los tenían. Desde mucho antes de la

época en que explotó el volcán Irazú un gran número de gentes se venían

identificando con nombres de árboles, de plumas de animales, de nombres de

metales, de sustancias sulfurosas y de los diferentes peces que agarraban

mediante el método del sumo de barbasco machacado. Ya ascendido, el

Obispo Romero organizó a sus clérigos de todo el Valle Central para que:
73

«hicieran el favor de ponerles el apellido «Rodríguez» a todos aquellos

hombres, mujeres y niños que no tuvieran apellidos. Que a los que no tuvieran

nombres humanos se les pusiera Carlos, y a las de sexo femenino se les

pusiera María. Que a los que tuvieran apellidos con preposición e indicativo

de la Cuesta, de la Halla, del Olmo, de la Espriella, se les eliminara el

indicativo y la preposición considerando que en el Valle Central había que

poner en alto el buen nombre del presbítero vallecentraleño, Florencio del

Castillo, a quien se le debía el heroísmo de haber hecho eliminar las mitas y

las encomiendas en las cortes de Cádiz. Además, cada individuo debía ser

libre y no de nadie, mucho menos desde el punto de vista de esa clase de

apellidos mediterráneos. De paso por las diferentes provincias, el Obispo

Romero les recomendó a sus clérigos no ponerles a las criaturas de sexo

femenino nombres ni con san ni con santa, ni Concepción». Astutamente,

apareció el muy gustado nombre de «Marielos», equivalente al resumen

abreviado de la Virgen María de los Ángeles. Había sido inventado por las

madres piadosas para engañar al Obispo Romero y a sus subalternos a la hora

de bautizar a las criaturas hembras, pero principalmente para que la muy

milagrosa Virgen de los Ángeles, disimuladamente, socorriera a las niñas de

las tropelías de los hombres cuando llegaran a ser jovencitas. El país se llenó

de Marielos. En realidad Marielos fue el único nombre de mujer que perduró

hasta los tiempos de la invasión nica en el Valle Central, pero, en cuanto a

apellidos se refería, el de «Cabeza de Vaca» quedó eliminado y cambiado por

el de «Fallas» en memoria revolucionaria dirigida a aquel rincón de Europa

donde acometieron el gran fallo de nombrar tan soezmente a una criatura con

un producto de carnicería que se come en sopa acompañado con chayotes,


74

tiquizque y ñampí. «Por lo tanto -había recalcado el obispo- tampoco

bautizaremos a nadie con el nombre de Apolonio ni con el apellido Consuegra

para que nadie resulte perjudicado». En cambio fueron aceptados por los

nuevos eclesiásticos los apellidos «Batalla, Guerrero» y «Cienfuegos», todos

de categoría violenta, inventados en las tierras del norte como mecanismos de

defensa para amedrentar a problemáticos e insolentes foráneos atraídos por las

ingentes ganancias del cacao, el cuero y el totoposte. Con la ayuda de

cantantes, maraqueros y viejas rezanderas se improvisaron los apellidos

Guerra, Armas, Bravo y Cañones, para condescender con la tal improvisada

técnica de amedrantamiento silencioso hacia los pelioneros e imprudentes, y

ya para los tiempos de la primera Guerra Mundial, comentaban los emigrantes

de Bretaña que a las escuadras inglesas y francesas se les ponía la piel de

gallina con tan solo enterarse de los tenebrosos apellidos de la gendarmería

vallecentraleña. Aunque el General hondureño Francisco Morazán había

tenido la oportunidad de leer algunos de los libros escritos por los mejores

biógrafos de la Tierra donde se decía, que los vallecentraleños, ansiosos por

separarse de la Confederación Centroamericana eran, además, un pueblo

imposible de ser avasallado por la razón de sus grandes convicciones

patrióticas, las frecuentes tertulias entre adeptos y agnósticos de Morazán

dedujeron que la hipótesis carecía de suficientes argumentos por la carencia de

intervenciones de importancia dentro del reducido historial de las defensas

ticas. Mientras estas se reducían a sus encuentros con los zambos mosquitos,

con los piratas ingleses, y con el insoportable volcán Irazú que fue apagado a

punto de salvas de fusilería delante de la presencia de la Virgen de la

Concepción, el General Francisco Morazán brillaba por sus gallardas victorias


75

en las batallas del Cerro de la Trinidad, la batalla de Las Charcas, la sangrienta

batalla de San Miguelito, la batalla de Espíritu Santo, y la de aquella mañana

espléndida en San Pedro de Perulupán en la que, al mando de trescientos

setenta y cinco bisoños indios texiguat se lanzó sobre el enemigo al grito de

¡Bayoneta!, y en dos horas se hizo dueño del campo poblado de un gran

número de cadáveres de los más de mil federales comandados por el General

Milla, el contrincante derrotado. De hecho, el Valle Central era entendido

como un afortunado territorio que, a diferencia de muchos países, había

adquirido su independencia de España sin tener que derramar ni una gota de

sangre. Asfixiada por las guerras napoleónicas y por los libertadores de

Sudamérica, España, en estado agonizante delegó funciones en la persona del

diestro valisolentano Agustín de Iturbide, el entonces Emperador del Imperio

Mesoamericano comprendido desde el río Bravo hasta la Gran Colombia en

Centroamérica. En las inmediaciones del inmenso territorio bañado por la

jungla, Guatemala declaró su independencia de México, centro de actividades

del Emperador Iturbide. En sus mejores momento el Emperador Agustín de

Iturbide escasamente existía por medio de sus decretos y cartas que tardaban

hasta tres y cuatro meses para llegar a las diferentes provincias del sur en el

caso de que los carteros no hubieran sido comidos por los tigres, caimanes,

ocasionales caníbales, o arrastrados por caudalosos ríos. En su último intento

por salvar a la patria española, el Emperador despachó desde Tlapantla hacia

el sur a ochocientos hombres bien apertrechados en tres vuelos realizados por

doscientos treintaitrés estorninosaurios recomendados por el domador don

Teodoro Bejarano quien le había asegurado al emperador y a su gabinete que

los estorninosaurios eran aves seguras, fuertes, de vuelo rápido, y él mismo se


76

prestó para dar una demostración encaramado en una de ellas por las montañas

de Tlapantla, sostenido por un único mecate con el que guiaba al animal desde

el pico. El tercer despacho, desde el embarcadero de la base de Tlapantla en el

término de un solo día, fue de trescientos treintaicuatro hombres, habiendo

tenido que ayudar a encaramar, en muchos casos, a dos hombres en un solo

animal, pero ninguno de los soldados regresó jamás, ni escribió ni se volvió a

saber nada de los estorninosaurios ni del ejército que tenía instrucciones

precisas para organizar una guarnición en Matagalpa de Nicaragua, con miras

a eliminar revolucionarios y detractores entre los que figuraba el polémico

vallecentraleño Braulio Carrillo. Los estorninosaurios eran hermosas aves de

color celeste, con una envergadura cuatro veces superior a la del cóndor de los

Andes suramericanos, con cara de búho y ojos humanos que se aparecían por

el continente cada dos o tres siglos, sin que nadie supiera de dónde provenían.

Pero en Tlapantla se les tenía por amigables aunque se alimentaran de sangre

de animales, y los ganaderos locales aspiraban a saber dónde ponían los

huevos para domesticar a los pichones y organizar empresas de transporte

rápido hacia cualquier lugar de Mesoamérica, inclusive a Europa. Al no

encontrar ayuda de España y en cambio si mucho acoso de parte de

encolerizados subalternos y políticos, por la lamentable desaparición de

ochocientos hombres, incluido el empresario indígena don Teodoro Bejarano,

que fue fusilado en Tlapantla, el Emperador Agustín de Iturbide, simplemente

dimitió. Al suceder esto, Guatemala, el centro de actividades centroamericanas

optó por la diplomacia, y emitió un comunicado en el cual autorizaba a las

cuatro provincias restantes, Honduras, El Salvador, Nicaragua y el Valle

Central, a hacer su vida independiente. España, la madre patria, no reaccionó.


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No tenía fuerzas para reaccionar: a su jubilosa hegemonía vivida en los

recientes tres siglos de riquezas y aventuras sin límite, tomados desde la época

en que el Almirante Colón descubrió las tierras de Las Indias se habían

sumado las oscuras sombras de sus detractores, vecinos y no tan vecinos,

enfermos de envidia y codicia, los que no descansaron hasta dejarla

emparejada con la precaria economía continental donde escasamente se

bailaba el vals en Viena y se vendían alfombras, curtimbres y empanadas de

carne de gato en Constantinopla donde la única diversión consistía en apreciar

los seis formidables minaretes de la mezquita del recordado sultán Sulimán.

Empero, aquí el mercado estaba como siempre, en manos de judíos y

libaneses. En Constantinopla el pueblo se estaba muriendo de hambre. Para un

hombre experimentado como el General Francisco Morazán, estudioso y

puntual activista del movimiento de los cabildos y las campañas

latinoamericanas jefeadas por el Libertador Simón Bolívar en la Gran

Colombia, el litoral del Valle Central era materia harto conocida. Se trataba de

un país de gente exclusivamente blanca, por cuya razón los vallecentraleños

no se resignaban a ser vistos como parte de Mesoamérica. Era entendible por

Morazán, quien vivió en Suramérica que, en México se hablaba el náhuatl, en

Guatemala el maya, en El Salvador el texiguat, en Honduras el olmeca, en

Nicaragua el zapoteca, en el Valle Central una mezcla de castellano morisco,

francés, inglés y chibcha. Por supuesto estaba comprobado que los modales

indígenas inclinados a la violencia, eran muy diferentes a los modales

vallecentraleños inclinados al permisivismo. El común denominador

solamente era el maíz, el cual había llegado a constituirse como uno de los

reyes de la canasta básica. El hecho de que estuviera inscrito en la


78

Confederación Centroamericana había sido una clara estrategia de Tío Conejo

en una época en la que eran muy frecuentes las invasiones de los ejércitos

poderosos contra las comarcas débiles. Por su parte, los líderes del Valle

Central, encabezados por Braulio Carrillo aspiraban a que los líderes de la

Confederación comprendieran que el Valle Central nunca perteneció a

Mesoamérica. A la llegada de los primeros colonos solo habían en aquellas

montañas vallecentraleñas, unos pocos indios chibchas provenientes de la

sabana de Bogotá. Para los confederados centroamericanos jefeados por el

General Morazán, la existencia del aspecto segregante, no dejaba de ser un

gran obstáculo a la hora de llevar a cabo la empresa de formar un único país

con la suma de los cinco estados. Además había en el Valle Central un feroz

semillero de hombres de estudio, preparados en diferentes claustros de

Europa. Al principio, desde poco antes de que se aparecieran los fervores de

independencia, los vallecentraleños acudían masivamente a estudiar ciencias

en la universidad católica de León de Nicaragua, pero últimamente estaban

realizando sus licenciaturas en diferentes claustros de Europa. Recientemente,

el gobernante vallecentraleño Braulio Carrillo había logrado la exclusión de su

país de la Confederación Centroamericanas con sede en Guatemala, mediante

la cancelación del pago de una deuda importante que el Valle Central tenía

desde hacía mucho tiempo. Poco antes de asumir el poder, Carrillo le había

exteriorizado a su pueblo que, el temperamento agreste de los nativos del

norte eran la razón por la que permanecían en estado caótico, enzarzados en

guerras civiles y luchas intestinas, mientras que en el Valle Central, por su

decencia, la gente vivía en paz. Hacía muchos años siendo muy joven, Carrillo

había llegado desde Cartago del Valle Central hasta el Valle de México,
79

viajando a pie, a caballo, y a lomo de mulas, en una improvisada y

decepcionante excursión que lo llevaría a la triste conclusión de que América,

entera, incluido el Valle Central, llegaría a ser dentro de un par de siglos un

criadero de espantadores de pájaros. Se refería al desgarbado aspecto físico de

una nueva raza humana que ya se comenzaba a notar en todas partes. Era una

mezcla entre mestizos, indios, negros y blancos. Nunca pudo entender cómo la

basta naturaleza produjo aquellas mazas humanas del Norte, sin nada de

estética en el aspecto físico, pero olvidaba que a él mismo le tenían el bien

ganado apodo de «Sapo de Loza» desde que estaba en la escuela primaria. El

primero en enterarse de la exclusión del Valle Central de la Confederación

Centroamericana no podía ser otro que el General Morazán, quien fungía al

mismo tiempo como Presidente de la Confederación Centroamericana. De ahí

que cuando le solicitaron ayuda para derrocar en el Valle Central a su

gobernante Braulio Carrillo, mejor conocido como «Sapo de Loza» por la

blancura de su piel y su efectivo aspecto de sapo, Morazán no tuvo que

pensarlo mucho para desembarcar en la Bahía de Caldera del Valle Central a

quinientos hombres bien apertrechados a los que se sumarían otros doscientos

que ya iban por tierra desde la Villa de Liberia del Valle Central, donde se

enteraron de que, efectivamente, «Sapo de Loza» hacía cinco años venía

actuando de una manera dictatorial. Últimamente, para el pueblo

vallecentraleño era un hombre siniestro, no tanto por el inconfundible aspecto

de «Sapo», ni por cabalgar siempre escoltado por una rigurosa escuadra de

jinetes bien armados sino, por el ingrato recuerdo de tantos fusilados.

Cualquier ciudadano que cayera en la desgracia de tener que cometer un

crimen podía estar seguro de que Braulio Carrillo lo condenaría al


80

fusilamiento en el escaso término de un mes. Cuando Carrillo se enteró en la

mañana del día siguiente del desembarco del General Morazán en Puerto

Caldera, antiguamente conocido como Villa Bruselas, se desesperó en gran

manera y envió al Brigadier Vicente Villaseñor al mando de seiscientos

hombres a hacerle frente al enemigo. Pero Villaseñor era el hombre que,

secretamente había pedido ayuda a Morazán para derrocarlo. En la soleada

mañana josefina un fuerte olor a boñiga fresca se precipitaba desde las

montañas, exactamente igual que dieciocho años atrás cuando, siendo

estudiante de Derecho había logrado salvar a su hermano el cura Joaquín

Carrillo de ser fusilado a la par del Teniente Coronel español José Zamora,

quien estuvo a punto de tomarse el cuartel militar de Alajuela en esa época.

José Zamora fue descubierto infragante en Ojo de Agua como el esbirro quien

estaba en sociedad con el cura Joaquín Carrillo oriundo de Cartago del Valle

Central y pretendían recuperar los estados de América para devolvérselos al

rey Fernando VII. Cuando las Fuerzas Armadas del General Morazán se

unieron en el Acuerdo del Alto del Jocote con las fuerzas del Brigadier

Villaseñor, a Carrillo no le quedó más que aceptar el destierro al lejano y

áspero estado de El Salvador, pero antes de partir le dijo a Morazán: -General,

guárdese mucho de que lo sacrifiquen mañana, usted no conoce el terreno

escabroso que pisa-. Qué de raro tiene el terreno-, le preguntó Morazán. -Es

todo cuánto puedo decirle-, respondió Carrillo embargado por la nostalgia y el

abatimiento al no saber qué camino coger. Fueron sus últimas palabras antes

de que una escuadra de vasallos mesoamericanos lo trasladaran a caballo a

Puerto Caldera. Nunca supo si gobernó bien o mal, ni si su pueblo lo

recordaría como caudillo o como benefactor por haber sido el hombre que les
81

hizo entender que eran un pueblo civilizado, ni si se mereció el desagradable

apodo de «Sapo de loza», un apodo que le estuvieron gritando durante la

travesía de siete horas hasta Puerto Caldera, pero mientras viajaba en la mula,

abrumado y preso de la cólera, antecedido y precedido por soldados de a

caballo sentía como nunca que llevaría por siempre en sus entrañas el estigma

de su pueblo sencillo, homogéneo, alegre y versátil; entonces recordó que la

política por ser una ciencia tan miserable se nutre más de lo malo que de lo

bueno, y, sacudido por el torpe caminar de la mula, meditó en el reciente

comentario de un viejo agricultor,compañero de celda durante la pasada

noche, quien dijo haber estado presente, siendo muy joven, en la toma del

poblado de Orosí por el General zambo mosquito Carlos Matías Yarrince y su

ejército de jinetes negros, y haber salido con los lugareños hasta la Loma de

Orosi desde donde vieron partir con cariño y respeto a la tropa de jinetes

negros cuando el General Matías Yarrince resolvió dejar el pueblo intacto para

nunca jamás volver. Él, en cambio, en su dura calidad de desterrado, nunca

pudo saber quiénes eran los montunos indiscretos que le gritaban Sapo de

Loza desde ambos lados del camino, menos aún cuando poco antes de ser

confiscado en la Goleta Lorenza que aguardaba en el muelle, próxima a partir

para el Puerto de La Libertad en el lejano estado de El Salvador, se acercó a la

escalerilla un agreste compatriota descalzo tan solo para decirle con gesto

irónico: Sapo de Loza, del mismo cuero se sacan las correas. El General

Morazán no puso en duda la advertencia de muerte del recién desterrado

Carrillo. Ya había sentido profundos deseos de devolverse para Honduras, un

día en el que fue sorprendido en su cabeza por una piedra salvajemente

lanzada por una mujer mientras cabalgaba por las céntricas calles de San José.
82

El enigma jamás confidenciado por Carrillo, nacido en San Rafael de

Oreamuno de Cartago, consistía en la influencia gubernamental que tenía la

mujer vallecentraleña, un poder que trascendía desde la época en que ellas

mismas se encargaban de matar tigres, zorros y culebras, en su lucha tenaz por

defender a las gallinas y a las liebres traídas de España, mientras sus maridos

andaban en Bagases despellejando reses, espantando gallinazos y ahorcando

piratas y zambos mosquitos. En realidad tenían un poder muy superior al de

las mujeres de cualquier estado mesoamericano donde sólo se les enfocaba

como hábiles artesanas del maíz, de los molcajetes y de la producción y el

cuidado de las crías. Durante el escandaloso «caso de la pedrada», que fue en

el lado izquierdo de la frente, el avergonzado General Morazán se limitó a

limpiarse la sangre con un pañuelo blanco, mientras un soldado se bajó del

caballo para recogerle el sombrero de fatiga. Desde la altura del caballo el

General vio a la mujer entre la multitud, de aspecto albanesa, pero sabía desde

muchos años que en la tierra que pisaba no se le quería a nadie que no fuera

del Valle Central, mucho menos a un hondureño que ya fungía como

gobernante sin haber sido formalmente electo, y por supuesto no era nada

halagüeño escuchar a la gente en las calles gritando enardecidos: «¡fuera

extranjeros!. ¡fuera usurpadores!». Era un ejército integrado por salvadoreños,

hondureños, nicaragüenses, guatemaltecos, todos de aspecto hosco; más el

ejército nacional asignado por el Brigadier Villaseñor. Por todas partes reinaba

la exasperación entre los nativos. Ahora entendían que «Sapo de loza» tenía

razón cuando decía que: «en el Norte, para decir, vos qué querés pues

hijueputa», los mesoamericanos decían: «voj qué queréjpuejmmjijueputa», la

expresión más usual en aquellas tierras donde se vivía permanentemente en


83

estado desafiante, principalmente por cosas de mujeres. En cierta ocasión un

niño vallecentraleño le preguntó a un soldado extranjero: «Usted porque habla

así». El soldado le respondió: «Puej porque no soy de aquí, jodío». Sin

embargo Morazán, proclamaba en sus discursos que él era el Libertador del

Valle Central, y aspiraba a que muy pronto llegaría el día en el que los

vallecentraleños lo recibirían con vítores y adoración así como en los pueblos

y ciudades de Colombia recibían al Libertador Simón Bolívar, sin importarles

que este era venezolano. Si por alguna circunstancia Morazán se sentía feliz,

era por haber destronado a Carrillo, quien tres años atrás le había negado unas

visas para un grupo de reaccionarios salvadoreños en la Bahía de Caldera, por

lo que tuvieron que reembarcarse para ir a dispersarse en el Perú. Con el

propósito de imponer el orden cuando Centroamérica fuera un solo país,

Morazán decretó fuertes impuestos, a fin de solidificar al ejército. Esto

ocasionó que se dieran las primeras reyertas a balazos contra el Cuartel

Principal. Varios de los revoltosos fueron capturados y pasados por las armas.

En el Valle Central, la economía nunca había estado tan buena hasta que llegó

Morazán. Por los caminos circulaban diariamente entre setecientas y

ochocientas carretas entre Puerto Caldera y San José, trasladando productos de

exportación e importación en el modelo conocido en Persia como estilo

«hormiguita». Para que los vallecentraleños se fueran acostumbrando al nuevo

régimen de los mesoamericanos, Morazán organizó la Asamblea

Constitucional por medio de la cual se proclamó» «Benemérito de la Patria» y

«Libertador del Valle Central», y nombró como jefe del ejército a Villaseñor.

Este encopetado gesto motivó que los militares vallecentraleños desertaran del

sumario ejército de Morazán y se organizaran por su cuenta en varios frentes


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que asfixiaron rápidamente los principales cuarteles ocupados por los soldados

extranjeros en las principales ciudades de Alajuela, Heredia, Cartago y San

José. La bayoneta y los arcabuces nunca habían sido tan útiles desde los

tiempos de las guerras con los piratas y los zambos mosquitos en Turrialba y

en Moín. De conformidad con los furtivos comentarios provenientes de los

desertores locales, quitarse un imperio de encima costaba ríos de sangre, pero

más valía luchar duro y a muerte antes que padecer la vergüenza de vivir

esclavizado. Apenas habían pasado cinco meses desde que Morazán se tomó

el poder, y ya los nativos vallecentraleños habían encontrado la forma de

solidarizarse para la lucha armada, contra el alto costo de la vida. En las

primeras refriegas, Morazán había logrado salvarse de una bala que le rozó la

mejilla izquierda mientras se cubría con su gente en el pabellón del cuartel en

San José. -Cuánto le vale ser pequeño General-, le dijo a Villaseñor -Esta bala

era para usted y me ha tocado a mí-. Su lugarteniente se había salvado de ser

herido gracias a su baja estatura. Veintiséis ventanas y cuatro puertas

principales habían sido desprendidas a balazos y era imposible arriesgarse a

trancar por dentro dos puertas y tres ventanas que aún permanecían aseguradas

desde sus goznes. En los demás cuarteles, los soldados

morazanistaspreguntaban desesperados hacia qué lado quedaban los puertos

de Matina y de Caldera. Sin ningún mapa al alcance de la mano, necesitaban

saber urgentemente cuál de los dos océanos vallecentraleños les quedaba más

fácil a la hora de lograr escapar del acoso de los nacionales. La única

coordinación intercuartelaria se calculaba por el estruendo de los ataques y por

la ausencia de los soldados que salían pero no regresaban. Cercado por la

tropa vallecentraleña en el Cuartel Principal de San José, Morazán aprovechó


85

la torrencial lluvia de la madrugada septembrina para escapar hacia Cartago en

compañía de Villaseñor, esperando allí ser auxiliado por una escuadra leal.

Como la mencionada escuadra mesoamericana ya se había escapado hacia el

puerto de Matina en el Atlántico, a Morazán y a Villaseñor, profundamente

agotados, no les quedó más remedio que entregarse. Producto de la decepción

y la furia, Villaseñor se hirió en el pecho con su propia bayoneta. Morazán

nunca había sabido lo que era tener un pueblo en contra. En la misma casa de

doña AnacletaArnesto donde fueron capturados en Cartago, Villaseñor ejecutó

un nuevo intento de suicidio dejándose caer estrepitosamente desde el grillete

hasta un leño astillado que le rayo horriblemente el abdomen, pero el ejército

local no tuvo ningún inconveniente para trasladarlo en camilla, en la mañana

siguiente a la ciudad de San José, y a Morazán esposado y a caballo, mientras

los cadáveres de los caídos en combate eran trasladados en carreta, por

voluntarios municipales, a los cementerios más cercanos. Cuando la gente

salía al camino a presenciar el triste paso de los usurpadores capturados en

Cartago, preguntaban, a cuál de los dos una mujer le había zampado una

pedrada en la frente. Los conocedores respondían: -Al que llevan de a

caballo-. Entonces la gente sabía que, aquel hombre de contextura gruesa y

piel trigueña era el General Francisco Morazán, a quien llevaban a fusilar en

San José, en compañía de su fiel amigo Vicente Villaseñor. Apenas habían

transcurrido veintiocho horas desde que Morazán y Villaseñor se aparecieron

muy de mañana en Cartago, extenuados por los últimos cinco días de acoso y

ya era natural el comentario de que doña AnacletaArnesto, la casera que los

atendió, les rogó que huyeran hacia Matina como lo hicieron los demás

soldados, pero Morazán no se inmutó. Los dos hombres estaban agotados y


86

afligidos. Aún no habían pasado los militares con Morazán y Villaseñor por la

aldea de Tres Ríos, y ya las esquinas josefinas estaban agolpadas por los

curiosos comentando que la orden para el fusilamiento del General Morazán

estaba en manos de un general vallecentraleño de apellido Blanco a quien la

esposa le aseguró que si no mandaba a fusilar a Morazán y a Villaseñor, lo

abandonaría para siempre. La exaltación bulliciosa subió de tono cuando el

séquito de militares y la inconfundible presencia de los reos se aparecieron en

la Cuesta de Moras. Lucían demacrados, sucios y en situación precaria. A

Morazán se le ordenó desmontar. A Villaseñor lo traían en camilla. Todo

mundo sabía que Vicente Villaseñor era salvadoreño, fusilero de oficio,

experimentado militar, exiliado en el Valle Central; estando viviendo en San

José había sido contratado por Carrillo para que se encargara del ejército.

Acostado en la camilla, exánime, sus ojos denotaban gravedad, y tenía la

camisa y la chamarra sucias de barro y sangre. Ante el paso de la tropa con los

dos extranjeros detenidos, las calles agolpadas de gente fueron presa de un

silencio solemne, salvo cuando la gente gritaba: «aquél es», «aquél es»,

refiriéndose a Morazán. La gente se fue caminando detrás del sudoroso

comando hasta que entraron con los capturados en la casa de gobierno. Como

ambos eran católicos de religión, al día siguiente los visitó el cura local para

que se confesaran. La ejecución se llevó a cabo el mismo día del encuentro

con el cura, antes de la caída de la noche. Todo el día había estado opaco,

producto de la temporada de invierno. Ya ante el paredón de fusilamiento, a

Villaseñor lo colocaron sentado en una rústica banqueta ya que estaba herido y

muy débil, pero de espaldas, por haber sido sentenciado como traidor.

Morazán estaba de pie frente al pelotón de fusilamiento a la par de Villaseñor.


87

Nadie mejor que Morazán comprendía el interés de su querido amigo

Villaseñor por ser fusilado lo antes posible, no porque se lo hubiera dicho en

varias ocasiones, inclusive en la oscura bodega del Cuartel General donde

pasaron la fría noche, sino por los más de treinta años de conocer las

determinaciones bravías de los indios texiguat, además de las fuertes

calenturas que aquejaban a Villaseñor desde el día en que se autoapuñaleó

horriblemente el pecho y el estómago. De manera que en la pequeña banqueta

donde estaba tranquilamente sentado de espaldas al pelotón de fusilamiento,

Villaseñor era ya el único muerto contento de este mundo desde que cinco

gendarmes lo pusieron allí para que fuera fusilado; nunca entendió cuando en

dos ocasiones Morazán le recriminó que no eran tres mil maraqueros, que los

veragüenses eran más de ciento cincuenta mil, y contrario a la perplejidad, la

preocupación y la amargura de los setenta y seis hombres que el mismo

Morazán recordaba haber fusilado en sus tiempos gloriosos en San Miguelito,

Las Charcas y San Pedro de Perulupán, Villaseñor simplemente rodó desde la

banqueta como un saco de carne empujada por la estrepitosa y unísona

descarga de los siete gatilleros uniformados de verde. Luego Villaseñor

tembló un instante y se durmió de costado con el brazo izquierdo tumbado

hacia atrás mientras la sangre teñía el piso de tierra. Seguidamente Morazán se

abrió la chaqueta y enseñó su pecho al público que se encontraba agolpado en

el parque desde el medio día. Él mismo había pedido permiso para dirigir al

pelotón de fusilamiento. Con voz fuerte ordenó que apuntaran y de inmediato

dio la orden de fuego. La descarga, seca, impactante, rompió el silencio

solemne en el parque central. Increíblemente quedó vivo, tambaleante, pero un

tiro de gracia en la cabeza lo terminó de matar. A raíz de esta acción


88

relámpago en la que fueron destrozadas las peligrosas estructuras militares del

General Morazán, los biógrafos escribirían nuevos libros en los que aclaraban

que los vallecentraleños no eran precisamente un subproducto europeo

acostumbrado a vivir una vida en forma de cámara lenta excepto a la hora de

llevar a cabo sus particulares bailes estilo frenético, sino que habían logrado

inventar un nuevo estilo de vida íntegramente opuesto al estilo de vida

medroso de los países regidos por sátrapas de tal manera que, el ciudadano de

las montañas de Veragua, el «tico», como se le comenzó a identificar en su

entorno vecinal a raíz de la última reyerta, era un modelo representativo de

hegemonía y libertades. En efecto, se habían perdido muchos hombres durante

las arduas reyertas contra Morazán, pero, salvo por el desbordamiento del rio

María Aguilar que arrastró terneros, gallinas y potrancas durante el invierno,

la gente sentía que todo estaba inmejorablemente bien después de los duros

encontronazos con tantos enemigos gratuitos, una situación que en palabras

del cura Romero se traducía en desesperanza y estado de alerta. Si. Habían

desaparecido los piratas, los ejércitos napoleónicos, y el mismo Napoleón

Bonaparte había muerto en su presidio de Santa Elena donde lo tenían

confinado por usurpador, pero el insuperable resabio de la indiscreción y la

codicia serían siempre el alma de los ejércitos hambrientos de poder y riqueza.

Los que se encargaron de explicar qué significaba la palabra «tico» fueron los

mismos soldados de Morazán que lograron escapar por Matina y Puerto

Caldera. Todo se reducía al uso frecuente de los diminutivos entre la gente del

Valle Central. Y el término «tico» se regó por la Tierra. Además de ser un

estado autárquico, era el único país donde se habían logrado dar a la

perfección los postulados del genial ateniense Solón de Utica, y los sociólogos
89

constataban que: «los ticos eran la única gente que aún permanecía con el

acento y la pronunciación intactos de los personajes del Quijote de la

Mancha.» Lo que más sorprendía a los sociólogos y tratadistas de etnografías

era la poca influencia de un poder eclesiástico que se conformaba con papeles

secundarios como el de confesar a los moribundos y bautizar voluntarios,

después de las infaltables fiestas conocidas como «fiestecillas», las cantinas

conocidas como «cantinillas», los prostíbulos conocidos como «puterillos», y

los salones de baile conocidos como «saloncillos» tenían capacidad para

albergar a cien y doscientas parejas de alborotados bailadores sacándole

chispas al piso. Pero nadie mejor que los locales entendía que a lo largo de

más de doscientos años no había llegado nadie que no fuera con los firmes

propósitos de usurpar, tergiversar y transgredir la cultura y por ende la Ley, de

dónde provenía la razón de ser de un incipiente auge de xenofobia. Entonces

se aspiraba a que llegaría el día en el que un gobernador aguerrido como lo fue

el viejo Perafán de Rivera quien pobló el país con reses, mulas, gallinas,

construyera un par de murallas superiores a La Gran Muralla China, con el

objetivo de que ningún advenedizo se atreviera a traspasar la línea de las

neblinas veragüenses. Pero el novedoso comercio transatlántico por donde

inclusive, se despachaban las exportaciones de café con rumbo a la Gran

Bretaña y a Chile, parecía ser el nuevo dueño de este mundo donde no existía

nadie a quien ponerle la queja respecto a la vulgar tropelía de los usurpadores,

y la gente se preguntaba: «si ante tanta injusticia llegaría el día en el que

tendrían que irse a vivir a la orilla de un barranco en San Ignacio de Acosta, o

a espantar culebras ponzoñosas en Nosara de Nicoya». Después de las

sangrientas reyertas contra Morazán la selva amenazaba con reventar los


90

techos de las casas y el sol apenas se notaba en las planicies de los ríos

Tárcoles y Térraba. Por supuesto esto sucedía todos los años después del

invierno pero faltaba la mitad de la población laborable. En las cañadas y

huertas los bananos se maduraban y se pudrían en sus propios racimos.

Faltaba tiempo para espantar alacranes, zorrillos come gallinas, cienpiés, y se

notaba con profunda nostalgia la ausencia de los hombres que murieron en la

guerra contra Morazán, muchos de ellos encargados de corregir los timones de

las carretas con las que se acarreaban las mercancías hacia los puertos, pero

había confianza en que pronto llegarían otra vez y mejor los tiempos de

maracas. El único satisfecho por el momento era el gobernante de turno quien

acababa de comentarle secretamente a su escaso gabinete, «esta guerra contra

Morazán la ganamos nosotros con sudor y con sangre, ojalá y al pueblo no se

le ocurra decir que la guerra la ganó la virgen de la Negrita, pero si esto

ocurriera no lo tomemos en cuenta para no vernos en guerra con nuestro

propio pueblo». Y por primera vez en tantas guerras y luchas contra los

volcanes el pueblo estuvo absorto rellenando charcas en las calles, corrigiendo

cañerías, reacomodando los esqueletos de los maraqueros en criptas

recarpeteadas y pintadas con cal, afinando techos, vigilando las hogueras para

espantar los insectos y el frío, preparando totoposte y espantando gallinazos y

pájaros negros. En los portones de los cementerios donde durante muchos

años permanecían unos acostumbrados letreros anunciando “resucitaremos”

las voluntariosas comunidades lo cambiaron por otro letrero menos triste: “que

vivan los maraqueros”. Los religiosos lucharon por restablecer el letrero

anterior pero los regidores cutuenses se opusieron alegando que los muertos

no sabían leer y, en todo caso, no era nada ejemplar engañar a los vivos que sí
91

sabían leer. Muchos años después con la invasión de extranjeros surgieron los

cementerios personalizados donde cada raza diagnosticaba sus ínfulas aún

después de la muerte, y hasta los clérigos montaron sus cementerios privados

con el objetivo de que a Dios no le quedara difícil localizarlos el día del

llamado juicio final y así los clérigos pudieran pasar directamente a ejercer

puestos burocráticos en el cielo donde nunca faltaría el vino, los macarrones

con pollo y la salsa de tomate. En los colegios locales se comentaba el

advenimiento de vehículos terrestres capaz de desplazar a las carretas jaladas

por animales, y naves voladoras con las que se llegaría más rápido de un lugar

a otro, inclusive, saltando por encima de los océanos. El ingeniero escocés

James Watt había inventado el regulador de fuerza centrífuga y el

paralelogramo articulado. Los comentarios del estudiantado eran

desconcertantes como los malos milagros de los santos incapaces de doblegar

el amor de las mujeres ni neutralizar el veneno de la mordedura de serpientes

ni de desviar el apetito de los caimanes a la hora de pasar el río Tárcoles, pero,

después de muchos años de haber logrado el desprendimiento de la

Confederación, el pueblo se sentía profundamente complacido por no tener

que volver a saber nada de guerras intestinas entre las diferentes castas

indígenas de Mesoamérica donde no se terminaba un conflicto cuando ya se

iniciaba el otro. Al sur, en la persona de la República de Panamá,

antiguamente conocida como Castilla de Oro, se tenía a un vecino

condescendiente, pacífico, organizado y buen cliente. Mientras en Viena se

disfrutaba de las exuberantes composiciones de Haydn, en el Valle Central se

regalaban parcelas para que la gente sembrara café, se abrían caminos para

acarreo de mercancías y se disfrutaba de la novedosa canción, «ya que no nos


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comprendemos procuremos no mirarnos frente a frente», en la nueva versión

del extraordinario compositor y cantante marimbero Tino Cuevas en ritmo de

swing. Para entonces, en el Valle Central se decía que después de los

chayotes, no había otra cosa mejor que los sonidos exultantes de la marimba,

un instrumento artesanal hecho a base de maderas de bambú, del tamaño de un

piano de cola, que llegó del África a Guatemala en los tiempos de los piratas,

y se distribuyó por el Pacífico con gran suceso. Por su parte, el chayote, era el

ingrediente secreto del cutis terso de la mujer vallecentraleña, una planta

cucurbitácea, trepadora, reina de los deliciosos picadillos de cocina, una

generosa planta que se aparecía sin haber sido sembrada en todas las huertas

de la cordillera, por ser exclusivamente de climas frescos. Por esas ironías de

la vida, los biógrafos la describían, de forma repugnante, como, «la comida de

los pobres», sin percatarse de la tradicionalidad del producto, tal como lo era

el maíz en Mesoamérica, las castañas en el Mediterráneo, las papas en Bolivia,

el trigo en la Mesopotamia. De la noche a la mañana se hizo presente el libro

más mordaz, más lleno de intriga y desdén que se hubiera podido escribir en

contra de los tranquilos pobladores del Valle Central. Esta vez eran los

escritores alemanes Mortiz Wagner y Carl Scherzer, dos visitantes

clandestinos que habían estado en el país durante los años en que estuvieron

de moda las muy movidas canciones: «ahí viene la culebra», y, «las maracas

locas», las cuales, como todos los temas tropicales contrastaban en forma

abismal con las clásicas melodías de Beethoven exhibidas en cierta ocasión

por aquellos alemanes en los colegios locales, los mismos clásicos que

hicieron bostezar a los estudiantes nacidos y criados a ritmo de guacharaca. El

famoso libro de los alemanes Mortiz y Scherzer se fincaba en una variedad de


93

temas rebuscados para concluir que los vallecentraleños no eran caballeros ni

damas de costumbres pragmáticas sino, gente de baja cultura con actitudes

concentradas en un estilo de vida de carnaval, donde, al no existir la cerveza,

se bebía abundante chirrinche y vino de coyol, propio de los países donde no

hay gente de sangre azul ni una nobleza hereditaria.Los escritores Mortiz y

Scherzer no tenían ni idea de la historia mediática acaecida a la reina

Pechuga, un sano pasaje de la vida real que producía estupefacción y

carcajadas en la mesa de los ejércitos europeos desde que presentaron la yuca

como un novedoso comestible traido del Nuevo Mundo. Decia la historia

que al ver la yuca en el plato la reina hizo un gesto de desaprobación, y

declarò a la yuca como un producto indigno de ser comida para la gente de

sangre azul; pero a las dos de la madrugada encontraron a la reina Pechuga en

la cocina del palacio real atragantándose con yucas y morcillón. Pero lo más

grave del libro de los alemanes eran las recomendaciones de tipo sarcástico

que ofrecían a todo aquel que a bien pudiera, al explicar que el Valle Central

era, «una pequeña república fácil de ser invadida por un reducido grupo de

gente de valor, decisión y disciplina para que se tomara aquel terruño por la

vía de la violencia y fundar una patria nueva con gente distinguida». Las

intenciones de un oscuro ejército integrado por asesinos internacionales

conocidos como los filibusteros del norteamericano William Walker, no se

hicieron esperar. Aquel ejército de enemigos gratuitos se componía de

irlandeses, franceses, norteamericanos, italianos, alemanes, prusianos y

hombres de las islas de Samos y de Corfú. El objetivo de William Walker no

era precisamente el de traer gente fanática de la música de Beethoven sino el

de restablecer la esclavitud en Centroamérica en vista de que los del norte de


94

los Estados Unidos se encontraban en guerra con los del Sur por insistir en el

comercio de los negreros que ya tenían saturado el país norteamericano. Los

amplios conocimientos de Walker llegaban hasta el punto de considerar que

en Centroamérica el tema de los negros había sido olvidado debido a que la

esclavitud fue prohibida por la Corona española desde los tiempos de la

conquista, con la misma radicalidad, con que las provincias hispánicas

prohibieron la implementación de títulos de nobleza. Concretamente, el

objetivo de Walker y sus socios del sur de los Estados Unidos consistía en

eliminar a los centroamericanos, y en su lugar ubicar en el futuro emporio

algodonero a los esclavos negros que se traerían del África más los negros que

se desterrarían de los Estados Unidos. El punto estratégico de Walker era el

Gran Río San Juan, por medio del cual se proyectaba construir un canal

interoceánico dadas las excelentes condiciones fluviales. La idea había sido

concebida por Walker pocos años atrás cuando logró ser presidente de

Nicaragua mientras los líderes de allí trataban de ponerse de acuerdo en un

sangriento conflicto entre ideologías locales de los partidos liberal y

conservador. Un razonamiento claro del experimentado Walker había bastado

para entusiasmar a sus patrocinadores: «la naturaleza los ha dotado de todo,

pero ellos no lo han sabido aprovechar». Con este pregón se refería Walker a

los centroamericanos. No obstante, para nadie era un secreto que el mundo

estaba siendo repartido con todo y gente entre cuatro o cinco inescrupulosos

países enfermos de codicia, de paso, imponiéndole a sus pueblos conquistados

antojadizas religiones nada concordantes con la realidad. La conclusión de los

académicos de entonces, refiriéndose al tema de la fe pregonaba que si el

continente americano hubiera sido conquistado por chinos, en América


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estarían practicando la filosofía budista en lugar de la filosofía cristiana.

Empero, Walker entendía mucho respecto a la distracción musical y bailable,

y el aspecto de que en el Valle Central se continuaba teniendo gran devoción

por la guacharaca, la marimba, el timbaleo y el quijongo, exultantes

instrumentos musicales capaces de producir el bendito milagro de la

adrenalina, aunque no paraban de llegar, importados de Europa, una avalancha

constantes de santos de yeso con aspecto de beduinos, y redentores

crucificados, con una corona de espinas ajustada en la cabeza. Procedente de

San Francisco de California, Walker desembarcó en el puerto de Realejo, en

las costa Pacífica de Nicaragua, al mando de una expedición armada

compuesta por mil quinientos hombres reclutados en el Sur de los Estados

Unidos, dirigidos a celebrar una victoria rápida en la ciudad de San José del

Valle Central. Gracias a los oportunos informes del embajador vallecentraleño

en Washington, el gobernante del Valle Central estaba al tanto de todo. Como

en los lejanos tiempos de los frecuentes ataques de piratas y zambos

mosquitos, dos mil quinientos vallecentraleños se organizaron rápidamente,

esta vez en la Ciudad de Alajuela. Para entonces ya corría de boca en boca la

infausta noticia de que en la Bahía de Salinas del Valle Central habían sido

fusilados ocho indefensos campesinos, entre ellos una mujer, por una columna

de filibusteros comandada por el Coronel alemán Schlessinger. Tres

mensajeros vallecentraleños que habían sido enviados por el gobierno central

desde San José cayeron en manos de los filibusteros en Nicaragua, y fueron

ahorcados. Sin embargo, uno de los mensajeros logró escapar trayendo en el

cuello las señales del dogal y el torso marcado a latigazos. Al mando de

trescientos filibusteros, el coronel Schlessinger entró en Guanacaste, conocida


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como la parte de las Bajuras en el Valle Central, protagonizando agravios

nunca antes vistos a lo largo del camino. El coronel se apodera de la Hacienda

Santa Rosa donde secuestra cinco campesinos y varias mujeres. Lo poco que

conocían los filibusteros respecto a los vallecentraleños eran las escasas

aportaciones manifestadas por los aborígenes del vecino país de Nicaragua,

quienes les habían explicado que se les conocía con el apodo de «los ticos»

por expresar las palabras en forma de diminutivos. Ni los más perspicaces

biógrafos se habían percatado de describir cómo se habían defendido los

vallecentraleños durante los más de doscientos años que vivieron solos entre

el vaivén de las neblinas cordilleriles, ni cómo se libraron de los eructos

infernales del volcán Irazú en las cercanías de Cartago. El peor concepto, el

más vago, a la postre el más crucial, provenía del mismo General filibustero

William Walker, quien habiendo sido presidente de Nicaragua durante dos

años, aseguraba que: «los vallecentraleños eran un criadero de bailadores,

prostitutas y tomadores de aguardiente, amantes de toda clase de

parlanpanerías», sin haber visitado nunca el Valle Central. No muy bien

habían dormido los filibusteros comandados por Schlessinger la primera

noche en el amplio caserón colonial de la Hacienda Santa Rosa cuando muy

de madrugada, fueron sorprendidos por un atronador ataque de fusilería y

carga a la bayoneta. Eran los ticos. En veinte minutos, la vieja casa de Santa

Rosa y sus alrededores se encontraban bañados por un humarascal de pólvora

de guerra y chingletes de sangre, quejidos y muerte entre los pasadizos y los

portones. Los filibusteros apenas tuvieron tiempo para repeler el ataque

mañanero pero, en un dos por tres huyeron hacia Nicaragua a pie, a la

estampida en medio de la apremiante confusión. En el campo de Santa Rosa


97

habían quedado muertos treintaidós filibusteros y veinticinco valientes

vallecentraleños. Olfateando las columnas de filibusteros, dos mil soldados

ticos invaden la república de Nicaragua, ávidos de encontrar a los facinerosos

atrincherados en algún puerto del Pacífico o en el poblado nicaragüense

conocido como La Virgen, ubicado en las márgenes del Lago de Nicaragua.

Al cruzar el río Sapoa, se apresó a un filibustero rezagado, al que se le fusiló

inmediatamente, no tanto por filibustero sino porque el ejército tico estaba

seguro de que se trataba del Coronel Schlessinger, un rubio desgarbado que

resolvía sus deficiencias de la lengua castellana con violaciones y

fusilamientos, y hasta mató a media docena de perros zaguates de la hacienda

Santa Rosa. Poco después se supo que el recién fusilado era un belga; se había

quedado sin fuerzas después de la precipitada huida de la Hacienda. El

candente sol tropical había ardido desde la siete de la mañana sobre la agreste

planicie exclusiva para serpientes de cascabel. Posterior al fusilamiento del

belga fue fusilado otro filibustero aquejado con un bala de fusil en el tobillo a

quien se le localizó mientras descendía por un desecho hacia el mar. Igual

suerte corrió un filibustero estadounidense al que se le sorprendió en la costa

del Pacífico en el poblado de San Juan del Sur. De regreso al camino real que

comunica a Sapoá con el poblado de Rivas, bordeando el Lago de Nicaragua,

fueron capturados infragantes veinte filibusteros, los cuales fueron trasladados

a Liberia donde se les sometió a un Consejo de Guerra y en la misma tarde

fueron pasados por las armas. El ejército tico se apoderó del puerto de San

Juan del Sur, sobre el Pacífico; el puerto de La Virgen a orillas del Lago de

Nicaragua, y la Ciudad de Rivas que había sido abandonada por el ejército

filibustero ante las fortuitas advertencias del Coronel Schlessinger quien pasó
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en las primeras horas de la mañana con muchos de sus hombres heridos. Tres

días después, una madrugada, se dio un ataque sorpresivo a la guarnición tica

ubicada en Rivas. El propio General Walker y su ejército habían regresado,

utilizando un camino imprevisto por los solados ticos, gracias a las

explicaciones que le dio un hombre de la región, capturado por él en el camino

entre Granada y Rivas. Se proponía capturar al Presidente del Valle Central

quien tenía a su Estado Mayor en una casa ubicada en el marco de la plaza,

pero en ese momento fue repelido por un grupo de soldados que se

encontraban escondidos en la esquina del cuartel. Fue el inicio de una batalla

sangrienta entre los setecientos cincuenta hombres del General Walker, entre

ellos doscientos nicaragüenses, contra los mil quinientos soldados ticos,

muchos de los cuales se encontraban fuera de la ciudad esperando la llegada

de Walker, cuando en realidad este había entrado por el camino de San Jorge.

Los filibusteros lograron rodear al Estado Mayor de apariencia débil, pero,

cuando nadie se lo esperaba aparecieron los batallones ticos que se habían ido

a esperar a Walker por los caminos equivocados. Los filibusteros se vieron

obligados a introducirse en las casas que rodeaban la plaza, principalmente

dentro de una vieja construcción de madera y techo de palma conocida como

Mesón de Guerra por pertenecer a un conocido vendedor de abarrotes y

espermerías, de apellido Guerra. Durante todo el día se vivieron encarnizados

ataques. Los aguerridos soldados ticos trataban de sacar a los filibusteros de

las casas, pero, a menudo caían víctimas de los disparos filibusteros. El sitio

de donde el enemigo causaba más estragos al ejército vallecentraleño era, sin

duda el Mesón de Guerra. Por este motivo se dispuso en las horas de la tarde

prenderle fuego, antes de que cayera la noche y el enemigo aprovechara la


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oscuridad para escapar. Las calles de Rivas se habían transformado en un

cementerio de hombres muertos desde las horas de la mañana cuando se inició

la batalla. Entre los caídos habían hombres agonizantes, merodeados por

perros hambrientos. Habían hombres tratando de arrastrarse, sin convicción

aparente, ni energía para espantar a los indiscretos perros. Gritos de dolor,

detonaciones constantes, y el inconfundible olor a sangre, pólvora y sudor,

parecían acrecentar la furia de ambos bandos. Una desmesurada rabia animal,

más enfermiza que sensata había obligado a los soldados ticos a arrojarse

abruptamente, tratando de reventar las puertas de las casas de los civiles

rivenses donde se sabía que se encontraban columnas de filibusteros, pero

pronto comprendieron que era un mecanismo suicida, las puertas estaban

fuertemente trancadas por dentro y los filibusteros disparaban desde las

hendijas, logrando causar bajas. A menudo los filibusteros se jugaban el azar

del escape furtivo saliendo por los patios traseros de las casas, pero eran

sorprendidos fácilmente por las balas ticas. Los filibusteros que estaban

escondidos dentro de la iglesia, no tenían por dónde escapar, la iglesia estaba

rodeada desde sus tres callejones. Tampoco podían escapar los filibusteros que

se encontraban con Walker dentro del Mesón de Guerra, el cual con su techo

de palma seca a la altura de un hombre de tamaño normal daba la apariencia

de una estopa en el camino. A menudo los filibusteros se gritaban desde la

iglesia hasta el Mesón de Guerra mensajes que por ser en el inentendible

inglés eran enfocados como estrategias de ataque, pero cuando cometían el

error de salir corriendo de la iglesia al Mesón de Guerra o de éste a la iglesia

eran sorprendidos por las balas ticas, yendo a caer muertos en las aceras y en

las calles enmontadas con arbustos. El silencioso pánico volvía a llenar el


100

ambiente. Nadie quería moverse de su sitio para no caer víctima de las balas.

Un encolerizado y valiente tico se ofreció a prenderle fuego al Mesón por el

lado de la esquina Suroeste, la más vulnerable. Las calles permanecían

desiertas, pero en manos de los soldados ticos. Se tenía la sospecha de que en

algún lugar en torno a la plaza debía estar el alemán Schlessinger quien fue

visto por última vez en el camino de La Ye reiterándole muy enojado a unos

subalternos que: «si hubiera nacido en los territorios árabes en este momento

sería un califa de alcurnia en lugar de andar matando indios en estos

infiernos». Esta misiva había sido dada en el cuartel tico por tres hombres

nicas que fueron liberados luego de comprobarse que se trataba de

comerciantes de sebo. No faltó quienes aseguraban que Schlessinger se

encontraba con Walker dentro del Mesón. El atrevido soldado que había

propuesto la idea de prenderle fuego al Mesón se desprendió de su cuartel

portando una flamante tea en la mano derecha. Corrió toda la cuadra, atravesó

la calle y aplicó la tea en el alero de palma seca logrando producir un rápido

brote de candela y chispas que se desvanecieron. El atrevido soldado regresó

sano y salvo a su cuartel, en la esquina de la plaza, centro de las principales

reyertas. Diez minutos después salió con otra tea más flamante que la anterior,

trazó como un rayo el mismo recorrido, cruzó la calle y aplicó la tea en el

mismo alero, en forma tan efectiva y tan sorprendente que de inmediato se

propagó el incendio. Se disponía a retirarse el pirómano tico cuando fue

sorprendido por una lluvia de balas que le arrebataron la vida aún después de

que el joven cuerpo del soldado continuaba caminando a la deriva. Trastabilló

sobre la polvorienta calle, olvidó la acera que lo conduciría hasta su cuartel,

hizo un último arranque alternativo habiendo logrado erguir la quijada al cielo,


101

pero prefirió caer tendido estrepitosamente en la calle frente al caserón

incendiado. El Mesón de Guerra se transformó en un infierno. Los filibusteros

que observaban el incendio desde las ventanas de la iglesia lograban

advertirles a los del Mesón lo que estaba sucediendo. En efecto, guarecerse en

la iglesia, era la única alternativa. En medio de la desesperación, buscando las

puertas de la iglesia, docenas de filibusteros caían muertos. Una y otra vez, el

oscuro humarascal de la pólvora de la fusilería opacaba el brillo del soleado

día en toda la ciudad. Protegido, Walker había logrado guarecerse en la

iglesia. En la medida en que caía la tarde, el combate fue perdiendo

intensidad. En realidad la batalla había llegado a un punto rutinario de

cualquier reyerta en el que los contrincantes se permiten la cortesía sin darse

cuenta que estaban muertos de hambre, de sed y de sueño, pero locamente

enamorados de la bronca. Ya en medio del éxtasis de la riña con «bisturí»,

como le decían los soldados ticos a la bayoneta, y mientras la ciudad caía

sumergida en la oscuridad, las tropas ticas planeaban un ataque formidable

para el día siguiente, en procura de capturar vivos o muertos a William Walker

y el Coronel Schlessinger en el caso que aún estuvieran vivos. Pero en las

horas de la madrugada, y amparados en la oscuridad, los filibusteros huyeron.

En las calles habían quedado un total de setecientos cuarentainueve cadáveres

entre soldados de ambos bandos. A sabiendas de que Walker, tenía varias

bases militares a lo largo del río San Juan, los soldados ticos llegaron a la zona

y se apoderaron de ocho vapores filibusteros mediante cerradas contiendas.

Walker logró llegar a los Estados Unidos, y regresa con más hombres pero cae

preso en Honduras y es pasado por las armas en el puerto de Trujillo, cerca de

lo que antiguamente se conocía como Punta Caxinas. Este horrible proceso de


102

invasión y defensa había dejado en la palestra internacional el nombre de los

ticos ahora reconocidos como aguerridos defensores de su terruño. Pero

también se hizo presente una tempestad de murmuraciones y reclamos al ser

ubicado como materia de análisis, en una sola carpeta titulada: «El caso de los

filibusteros fusilados en el Valle Central». Afortunadamente, las diversas

autoridades estadounidenses y europeas encargadas del caso, pronto llegaron a

la conclusión de cambiarle el título a la carpeta por el de: «El caso de los

rufianes fusilados en el Valle Central». Aquellos aventureros eran además

facinerosos comunes y corrientes que pretendían surtirse de tierras para

posteriormente abastecerse de esclavos africanos. Era una época en la que ya

habían sido descubiertos y colonizados todos los rincones de la Tierra.

Entonces el apoderarse de grandes extensiones de territorios con gente

incluida era lícito. En lo que a los filibusteros respecta, era evidente, desde

siempre, que se trataba de una empresa infame, pero las autoridades

encargadas del caso de la carpeta filibustera necesitaban recrear una salida

honrosa al escándalo mientras se olvidaba el triste y ya fracasado episodio que

causó gran consternación entre ganadores y perdedores. En la mayoría de los

casos eran los familiares de los filibusteros los que, por medio de cartas

dirigidas al Gobierno Central de San José del Valle Central, solicitaban

encarecidamente alguna respuesta relacionada con sus familiares

desaparecidos en la guerra. La diplomacia tica respondía aquellas dolorosas

cartas reiterando que: «La salvaje tropa del Coronel alemán Schlessinger, del

que nunca se volvió a saber nada a ciencia cierta desde que lo vieron unos

nicas, por última vez, discutiendo con sus hombres en Rivas, no solo fusiló a

ocho campesinos en la Bahía de Salinas, entre los que se encontraba una mujer
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sino que de paso apresó a un gran número de nativos de Liberia, varios de los

cuales fueron encontrados asesinados dentro de la casa de la Hacienda Santa

Rosa cuando, no con poco esfuerzo, aquellos mercenarios filibusteros fueron

desalojados del lugar». Llegaban afligidas cartas, firmadas con sangre,

preguntando respecto a la fisonomía de las personas que fueron encontradas

muertas en la ciudad de Rivas, o fusiladas en Liberia. Con mucha paciencia y

dolor, los diplomáticos ticos colaboraban lo mejor posible reiterando que: «De

los cadáveres retirados en Rivas, muchos de ellos no tenían dentro de su

vestimenta de color café, documento alguno de identificación, además lucían

hinchados, desfigurados y mordidos por los perros callejeros que como

ustedes deben saberlo, abundan en los pueblos y ciudades de Mesoamérica; de

manera que los cadáveres estaban irreconocibles luego de haber permanecido

durante mucho tiempo expuestos al sol y a la intemperie; que la gran mayoría

de ellos habían sido enterrados en fosas comunes, en el cementerio de Rivas,

revueltos con los más de doscientos soldados vallecentraleños que también

perdieron la vida en la batalla». En cuanto a los familiares que averiguaban

por los filibusteros que fueron fusilados en Liberia, con mucho cariño, la

diplomacia tica les colaboraba con los nombres, apellidos, y con una lista en

orden de nacionalidades: «Siempre agradeciéndoles la bondad, el deferente

saludo y el agradecimiento denodado por enviar correspondencia de tan lejos,

y luego de este corto saludo pasamos a entregarle la lista de los filibusteros

fusilados en orden de nacionalidades, para que usted tenga a bien tener una

idea de dónde pudo haber terminado su doliente: cinco irlandeses, un

prusiano, tres alemanes, uno de la Isla de Samos, tres estadounidenses, uno de

las Isla de Corfú, un romano, un francés, un inglés, un panameño, sin contar al


104

norteamericano que fue fusilado en el parque de San Juan del Sur, ni a un

belga que fue fusilado contra un palo de jocote en Sapoá, esto con el fin de

que ustedes los dolientes se enteren del círculo de amistades que tuvieron los

suyos en la triste hora de la muerte». Se notaba en aquellas fúnebres cartas

europeas mucho estado de desinformación sociológica, etnográfica y

geográfica y evidente rencor cuando decían que: «Qué autoridad tenía el

ejército indígena del Valle Central para fusilar vilmente y sin ninguna razón a

los integrantes de una marinería decente». Pero las ínfulas de superioridad que

jamás desaparecerán del femenino humano quedaban plasmadas en las cartas

que referían a los filibusteros como: «marinería de sangre azul». La bondadosa

diplomacia tica respondía que: «Los vallecentraleños no eran indígenas, que

los indígenas estaba en Mesoamérica cantando canciones rancheras y bailando

corridos de despechos de amor por aquellas acostumbradas negligencias de las

mujeres ingratas; que bien se hubiera podido masacrar a los más de doscientos

filibusteros que salieron heridos y renqueando por el camino de Nandaime

antes y después de haber incendiado el Mesón de Guerra, en cambio se les

dejó ir a sabiendas de que se necesitaba saldar una cuenta pendiente con el

Coronel alemán Schlessinger el cual se nos esfumó». Una madre afligida, de

la remota Isla de Samos preguntó que: «A qué lugar de la Isla de Puerto Rico

podía llegar para trasladar los restos de su hijo Andrés Constantino, y si tenía

que pasar por el triángulo de las Bermudas». Con gran paciencia los

diplomáticos ticos le respondieron que: «El Valle Central no era una isla sino

una república localizada al costado Noroeste de la vertiente del Rio

Tamarindo que desemboca en el Mar del Sur, el mismo rio donde perdieron la

vida en las fauces de los lagartos muchos de los hombres que buscaban los
105

criaderos de damas amazonas; que para llegar a Liberia donde fue enterrado

su hijo Andrés Constantino no tenía que pasar por el triángulo de las Islas

Bermudas donde se desaparecen las embarcaciones». Tres años después

continuaban llegando cartas insultativas dirigidas al gobierno tico de turno,

tratándolo de: «canalla y de infame». Con todo el respeto del caso, la

diplomacia tica les respondía que: «canalla era un porro que ahora estaba muy

de moda en el Valle Central, del maestro Albeiro El Grillo Garcia, tratante,

por supuesto, de los malos modales de una ingrata damisela, que el ejército

tico hubiera podido apoderarse de todo Mesoamérica de la misma manera que

lo hacía Bonaparte y Alejandro Magno El Grande de Macedonia en aquellos

otros infiernos de la Tierra, pero que el ejército tico ni el gobierno nunca ha

tenido ningún interés en avasallar a nadie, más que el honor de defender el

terruño, como sì lo estarían haciendo los filibusteros con los negros del África,

si no hubiéramos tenido la fuerza y el valor para ponerles «El estate quieto a

tiempo». Aquellas cartas insultativas, dejaron de llegar a la Jefatura

Gubernamental cuando se le comunicó al Mundo que el célebre dirigente tico

que había masacrado a los filibusteros acababa de ser fusilado por su propio

pueblo, con dos de sus lugartenientes, en la ciudad de Puntarenas del Valle

Central, por haber regresado de la república mesoamericana de El Salvador

donde se le tenía desterrado por otros motivos. Poco después llegó una carta

procedente de Belfast, Irlanda. La carta decía: «Generalísimo de las Fuerzas

Armadas del Valle Central: soy la madre del soldado filibustero de nombre

PhilipeEganToohey, mi hijo fue muerto en el encuentro contra su ejército en

el pueblo de Rivas; deseo saber si los restos de mi hijo pueden ser localizados

en algún lugar específico para ir a traerlo. Gracias, Mrs. LizethEgan». La


106

Plana mayor tica le respondió: «Adorable señora Egan: lamentamos

profundamente todo cuánto sucedió en contra del soldado filibustero Philipe

Egan Toohey; este desafortunado caballero no aparece en la lista de cadáveres

que se lograron registrar entre los caídos en la batalla de Rivas. Pero si

aparece en la lista de una columna filibustera capturada anterior a la batalla de

Rivas durante una ronda de nuestras fuerzas en el camino de San Juan del Sur

a la Virgen, la misma columna que fue trasladada a Liberia del Valle Central

donde se les sentenció a muerte. Al estar a punto de ser fusilado por los

nuestros, el referido caballero Egan manifestó haber venido con los

filibusteros pero en calidad de Corresponsal del Periódico El Informador de

New Orleáns. Uno de nuestros cirujanos debió amputarle el brazo izquierdo

donde tenía una grave herida producto de un balazo. Nuestro Presidente tuvo

la generosidad de perdonarle la vida. El apacible joven de diecinueve años

permaneció en el Valle Central el tiempo que quiso; al tiempo se trasladó a los

Estados Unidos pero se volvió a embarcar para Centroamérica con tan mala

suerte que cayó en poder de las tropas nicaragüenses, siendo condenado a ser

pasado por las armas, es todo cuanto podemos confidenciarle de este amable

joven con quien tuvimos la oportunidad de hermanarnos durante el año y dos

meses que permaneció en la ciudad de San Blas donde se desempeñó como un

hábil tiquetero de bailongos y, tan buen recepcionista de hoteles que, de veras,

parecía un auténtico caballero vallecentraleño, desafortunadamente el

reverente Philipe resolvió irse del país a pesar de que el Presidente de la

república le ofreció una credencial de residencia permanente. En muchas de

aquellas dolorosas cartas deseaban saber con quién contactar para aprender a

tocar las maracas. A todos se les dio, con mucho gusto, su respectiva
107

contestación: déjense venir; tenemos una academia de maracas en cada

esquina donde pueden aprender una serie de magnos arracamontes como la

caída de la hoja, el mirolai, el gavilan pollero y la caída de la hoja

perfeccionada en el Sudán por el maestro Sacramento Loria quien les dará la

oportunidad para que suenen el tambor con los huesos de camello que

trajo de Jartúm. Trascendió que después de dos años de haber

llegado la diplomática correspondencia vallecentraleña a la república

de Argelia y posteriormente a Jartún con el comentario escrito en

perfecto francés respecto a los huesos de camello, un dia de verano

se presentaron en Cutú tres hombres de piel ceniza y un mulato alto

con cara de mapuro buscando la casa del maestro Sacramento Loría.

Las mujeres cutuenses se agolparon frente a la casa del músico

procurando saber de qué se trataba la presencia de los forasteros.

Pronto se hizo presente e indisimulable una turbulencia mal vestida y

descalza conformada por los críos del pueblo. Dos horas después,

pasadas las tres de la tarde, se le vio salir al maestro Loría con los

forasteros portando un paquete de tela negra amarrada con lazos

rematados en borlas. En Cutú nunca olvidarían aquella singular

despedida a base de gestos deferenciales con besos en las mejíllas

del maestro Loría quien correspondía con naturalidad. Muy pocos

sabían en toda la república que el maestro Loría era un musulmán

íntegro a tal punto que disfrutaba viendo a las mujeres con un trapo en

la cabeza. Pero el vulgar cuchichéo de los mirones apostados a la

sombra de los árboles de mango ya vulneraban indiscretas opiniones

respecto al carácter varonil del músico que besó en las mejillas a los
108

forasteros, como si nada, inclusive al mulato con cara de mapuro. Pero

sí se escuchó muy clarito cuando le decían “papi”, “papi” al popular

compositor de la canción “arroz con loro” y “no me mates con tu

olvido”. Poco después cuando los forasteros desaparecieron por la

cuesta del camino real precediendo al mulato que cargaba el paquete

bajo el brazo, el maestro Loria aprovechó para explicar que tuvo que

entregar los huesos de camello y que los forasteros provenían de la

república de Sudán.

__ Los huesos pertenecen a un camello que hace milagros -dijo-.

Las mujeres quedaron paralizadas por la noticia. La muchedumbre

exaltada y zafia le exigió al maestro dar una explicación más clara. El

camello en cuestión era Nefer quien perteneció en vida al

imámMehmel al-Neimeiry sepultado en el siglo IX en una cripta junto a

los huesos del milagroso animal en el panteón Norte de Jartúm. La

congoja general por la pérdida de los milagrosos huesos permaneció

incolumne durante mucho tiempo en Cutú hasta que se escuchó decir

que el maestro Loría sentía haberse quitado un peso de encima, la

misma época en que las mujeres del pueblo desistieron de suplicarle

al cura párroco que construyera un altar con la estatua del camello

Nefer, pues hacía milagros: era el encargado de apaciguar la violencia

de las avispas, disipar arañas, y espantar a los huracanes para que

fueran a caer lejos de la cordillera central, allá por Dominicana,

Jamaica y Barbados.
109

La nutrida proclama maraquera de carácter internacional fue un claro

diagnóstico clínico que constataba el buen estado de salud de un pueblo

basado en meros recursos autárquicos donde las auras discordes de las

lavanderas llegaban hasta las tapias del Plenario ávido de tintas negras, plumas

importadas y papelería en blanco para los nuevos proyectos siderales. Entrada

la tarde se hacía presente una riada de fastos con procesiones de vestales con

antorchas y veladas artísticas interpretando con tambores y trompetas bandos

terminantes en el ámbito de la algarabía de los pericos del mes de agosto, y de

un relente a canfineras sin precedentes, hasta que las lluvias de octubre se

encargaron de disipar el júbilo de los triunfos de guerra y la ciudad capital

quedó doblegada a la presencia multitudinaria de cuervos y gallinazos en la

techumbre de las tapias capitalinas.

Los primeros libros de adeptos a la cultura reconocida universalmente como

«Unidimensionalismo tico» aparecieron en pleno período de la primera guerra

mundial, en los que se afirmaba que los dolientes de los filibusteros muertos

en centroamérica podían estar seguros de que los nombres de sus hijos serían

develados en los futuros parques, liceos y avenidas del Valle Central, por el

exceso de sensibilidad humana, únicamente existente en aquella etnia de las

montañas de Veragua donde ya existía el Parque Morazán en memoria de

quien fuera uno de sus más grandes enemigos. Lo más detestable del tema
110

titulado «Unidimensionalismo tico», que le dio la vuelta al mundo era sin

duda el despliegue hospitalario generalizado de aquel pueblo raro a tal punto

que cuando alguien era mordido por una serpiente ponzoñosa en las montañas

de Veragua, se capturaba la serpiente y se le partía la cabeza con el machete,

en venganza de la muerte del mordido, al no haber hospitales ni antibióticos,

ejemplo que pronto imitaron los países vecinos, de la misma manera que los

nativos de Constantinopla terminaron siendo buchones al cabo de imitar las

rigurosas técnicas de la avaricia comercial más la eterna avaricia entre judíos y

libaneses. Para constancia de que las demás gentes pueden llegar a conocerlo

mejor a uno, mucho más de lo que uno mismo cree que se conoce, cuando los

intelectuales ticos revisaron las nuevas biografías traducidas al idioma

castellano, apenas tuvieron tiempo para retroceder un proyecto de apariencia

formidable que consistía en bautizar dos autopistas recién terminadas con los

nombres de «Autopista William Walker» y «Autopista Schlessinger», el

coronel alemán que había pasado por el dogal a varios caballeros ticos, fusiló

a otros tantos en Guanacaste, se violó en el término de tres días a media

docena de bellas mujeres, mató a los únicos seis perros de la Hacienda Santa

Rosa, y se desapareció del mapa cuando el ejército tico ya casi le pisaba los

talones en el camino de la Virgen a Rivas. Para los gobernantes, el escándalo

de los bautizos a las novedades gubernamentales era preocupante. Daba la

impresión de que la nueva generación de hombres cívicos no tenía buen gusto

ni criterio para inmortalizar personajes históricos y el mundo carecía de

escuelas de especialización en la materia, y a lo único sensato que se apuntaba

por el momento era a bautizar las obras gubernamentales con nombres de

reconocidos árboles y plantas medicinales que no le hacían daño a nadie, ya


111

que se tenía una lista de las mejores plantas del reino vegetal en los que se

encontraban la yuca, el aguacate, el cacao, la malanga, el ñampí, el abacá, el

algarrobo, el maíz negro, las papas, los tomates, el rábano, el plátano, el

pejibaye, el marañón, la ipecacuana, el tomillo, el cilantro, la yerbabuena,

exceptuando las plantas de la marihuana y la coca que según decían le hacían

daño al cerebro. Poquito a poco se comprendió que era más fácil fabricar

maracas y santos de yeso. El escándalo no paraba, ni el pueblo, ya hóstil e

inquieto con los sagrados santos se acostumbraba a tanto maltrato. Cuando

los biógrafos no hablaban de rameras, hablaban de cantantes, de chamicanes

de Escazú, de los chulos del barrio Keith, de los gallinazos escrutando desde

las tapias del mercado, del totoposte al que se debía tanto, y hacía muchos

años no se presentaban felicitaciones extranjeras que abundaban en los

tiempos de las guerras contra los piratas y zambos mosquitos. La defensa local

en boca de los más reconocidos compositores de música estuvo de acuerdo

con lo difícil que resultaba bautizar obras gubernamentales en una sociedad

igualitaria a diferencia de lo fácil y rápido que resultaba componer canciones

como El Tábano y El Alacrán. Entonces se entendió que desde tiempos

inmemoriales ya en diversas rutas transaharianas cada cual cantaba su alacrán

a su manera. Así se concluyó que en el mundo entero cada cual tenía derecho

a cantar sus alacranerías en su idioma y a su manera y a bautizar sus

carreteras, edificios y ciudades con el nombre de cualquier banano. Se

esperaba que el buen curriculum logrado a capa y espada por los gobernantes

del pasado no lo fueran a malversar los del futuro con los pies.

Afortunadamente el pueblo estaba muy distraído en Llano Grande de Cartago

observando la forma como la Virgen de los Ángeles eliminaba una plaga de


112

chapulines que invadía las casas, enloquecía las vacas y diezmaba la

agricultura, y el milagro se estaba convirtiendo en un acontecimiento

memorable. Antes de que los medios se enteraran de la existencia de un

poblado al que hacía muchos años se le había bautizado con el nombre de

Bahía Drake en honor al pirata inglés que enloqueció a los habitantes del

Pacífico vallecentraleño a punto de saqueos, se enviaron curas para que

rebautizaran aquello, preferiblemente con el nombre de algún santo del

almanaque gregoriano, así mismo se enviaron agrimensores, un buen alcalde y

un notario a rebautizar la comarca con el nombre de San Jeremías. Empero el

cura Retana, párroco de la iglesia de Bahía Drake no se cansaba de explicar

durante sus prolongadas misas, la antigua divisa del padre Romero, fallecido

ya hacía mucho tiempo, de que no nos podíamos oponer al legado de nuestros

antepasados, por alienantes que hubiesen sido sus apegamientos a santos y

santas, todos ellos nativos del Mediterráneo. Para el pueblo no dejaban de ser

simples y aburridas peroratas de pulpito. Legalmente en Bahía Drake, en

donde se bailaba con fervor la movida canción: «me voy de tu lado porque

eres cobarde», las obligaciones religiosas no habían cambiado nada desde los

tiempos en que los indios hostigados por la presión de los conquistadores y

colonos le adjudicaron el repugnante nombre de «cocorreo» a todos los temas

eclesiásticos; además, las aburridas peroratas del cura Retana nunca lograron

aclarar quién fue a ciencia cierta Jeremías, ni qué clase de milagros hacía

Jeremías, desde su estancia en las alturas del Cáucaso donde decía Retana «se

encontraba el cielo, ni si Jeremías ya le había puesto la pata a Dios, el hombre

que fue capaz de hacer el mundo en siete días, ni cual era el apellido de

Jeremías». Motivo por el cual los naturales prefirieron continuar con el


113

nombre de pila de aquel querido y recordado glotón sin sosiego que recorría

las aldeas en compañía de una tropa de famélicos de cabellos amarillos y

barbas de chango, permanentemente atropellados por el extenuante calor

costero, quienes pedían mucho pero no se les entendía más que la palabra

«okey». El último bautizo de la aldea con el nombre de un santo se le había

asignado recientemente a uno de los tantos ríos que discurrían por el poblado

de Escazú después de que uno de estos se creció con tanta fuerza que arrastró

piedras nunca antes vistas del tamaño de un vagón de tren, a lo largo de treinta

kilómetros, hasta que el fuerte invierno se calmó. En una acostumbrada acción

promovida por el líder de la iglesia local, mediante una misa solemne, se

bautizó al agitado rio con el nombre de San Rafael, y se colocaron tres

estatuas del mencionado santo en puntos estratégicos a fin de que los ruegos

de la comunidad no tuvieran la oportunidad de ser desviados por los vientos

escazuceños. En procura de prevenir estas desmesuras de la naturaleza un

ciudadano español experto en milagrología donó la Virgen del Rosario, cuya

estatua impoluta traida de España, tan perfecta, piadosa y beduina sirvió

además para bautizar una vecina aldea con el nombre de El Rosario de

Naranjo, aunque era entendido por los habitantes de las aldeas circunvecinas

que a la estatua la trajeron de España para que le hiciera la competencia a

médicos y curanderos, y de paso saneara al avisorado futuro de toda la

comarca por encontrarse plagada de sombras ténues, beneficios que le

permitieron al donador español asegurar por doquier que con una sola piedra

había logrado matar a varios pájaros. Lo único que consiguió el padre Retana

quien estuvo durante tres años en la zona de Bahía Drake fue alarmar a la

Curia Central respecto a la aparición de poblaciones de niños y adultos con el


114

desagradable nombre de Telésforo, sin duda originado en el nombre del Papa

San Telésforo, llegando a la conclusión de no aceptar más ese nombre para las

nuevas generaciones de criaturas católicas, apostólicas y romanas, por la

similitud que tenía con el de un aparato electrónico, ya en uso en Inglaterra,

conocido con el nombre de teléfono, capaz de asociar a dos interlocutores a

larga distancia mediante una línea cablegráfica. Por supuesto que en el Valle

Central todo el mundo sabía de la muy reciente y lamentable historia del niño

Fulgencio Ramírez, quien casi pierde un ojo de una pedrada por culpa de la

mala costumbre de andar llamando a un compañero escolar, de características

obesas, con el repugnante apodo de «hipopótamo». De forma loable el padre

Retana impidió rápidamente que a las futuras generaciones de escolares se les

apodara con el nombre del aparato recién inventado, cosa que le agradecieron

mucho los padres de familia quienes se habían abstraído de sus aburridas

peroratas de púlpito desde la misa de un domingo en que alguien le preguntó

qué había pasado con la esposa de Lot. El preguntante se refería al viejo

cuento bíblico de Sodoma y Gomorra en el cual la mujer de Lot quedó

transformada en una estatua de sal sobre una colina, por volverse a mirar la

forma en que las dos ciudades ardían con fuego de azufre. El padre Retana

respondió que: «La estatua de sal de aquella desdichada mujer había sido

derretida años después por una peste de huracanes provenientes de los

infinitos espacios celestiales del Cáucaso». Los bahíadrakenses nunca

discutieron el tema, pero estaban seguros de que aquello no podía ser cierto, y

por mucho tiempo comentaron a escondidas del cura que esa estatua de sal

había sido molida y vendida envueltas en hojas de bijáo por los judíos en la

misma Palestina, pero los comentarios que más aumentaban la desconfianza


115

en todas las comarcas habían sido difundidos en cada parranda por el

extraordinario maraquero Rómulo Francisco Agonía Matarrita, un conocido

músico de la región, de fuerte vibrato a la hora de cantar, mejor conocido por

enfocar las felonías de la vida desde el punto de vista de los colmillos del

mundo y las parlanpanerias religiosas. Obstinado por los cuentos bíblicos con

categoría de mandato y resignación hacia estas creencias, a menudo se

escuchaban del maraquero Agonía Matarrita serias opiniones, y era así como

los aldeanos apasionados con el genial músico de todas las semanas entendían

que “la gente que vive de las religiones y de la política tienen grandes

colmillos para la desinformación”. El pueblo estaba perplejo ante la invasión

de crucifijos y santos de yeso supuestamente milagrosos. La curiosidad de la

gente no paraba. Por doquier andaban tratando de adoptar los bonitos nombres

de Sodoma y Gomorra para ponerles nombres a las nuevas criaturas, esta vez

de sexo femenino, pero los tales nombres de semblanza mujeril fueron

drásticamente rechazados por los curas vallecentraleños por estar relacionados

con las peores historias de corrompimientos humanos, en cambio se les dio

inmediata salida al fenómeno de las cosechas de nombres inspirados en las

recientes migraciones del Norte de Europa que habían llegado en grandes

cantidades como producto de las devastaciones causadas por la primera guerra

mundial. Aprovechando la ausencia de enemigos gratuitos como todos los del

reciente pasado tenebroso, con la ayuda de jamaiquinos, ingenieros

estadounidenses e ingleses, los «ticos» realizaron en cuarenta años el milagro

de la luz eléctrica, las líneas telefónicas y el ferrocarril entre el Atlántico y el

Pacífico, pero se le agradeció mucho a don Thomas Alva Edison la invención

del disco en forma de acetato en el que se grabó: «Ahí viene la perra con la
116

lengua afuera», una alegre canción que llegó a ser más popular que el himno

nacional, ensombreció el sonido melancólico de guitarras y violines, y su

ritmo cadencioso alegraba en todas partes, principalmente causó gran

exultación entre braceros de las bananeras de ambos océanos donde el

empresario mister Keith tenía contratados a trescientos hombres,

exclusivamente encargados de matar todo tipo de serpientes y culebras, a fin

de que estas no diezmaran con sus mortales picaduras a la población de

trabajadores. Al final de la tarde varios capataces experimentados se

encargaban de supervisar las montañas de serpientes muertas a garrotazos, al

tiempo que se les asignaba a los culebreros profesionales su cancelación en

vales y derechos a ser atendidos en el dispensario de salud, de acuerdo con la

cantidad de reptiles que hubiesen logrado matar durante el día mientras la

salvaje floresta se reverdecía con la emocionante canción,¨Las lágrimas bañan

mi alma desde que te vi partir¨, un tema de gran despecho y remordimiento

que las lavanderas en las orillas de los ríos cantaban de forma desgalillada

durante todo el día, cuando no era la otra canción, ¨Que fué lo que faltó que

nunca te lo di¨, ó, la muy mediática melodía ¨No trates de fingir, tampoco he

de llorar, tampoco he de reír¨, cuya explosión de júbilo alborotaba a las

guacamayas en las enramadas. Con todo un pueblo iluminado por la luz

eléctrica, la vitrola, los vehículos de doble tracción, la ópera, no solo se había

duplicado la alegría en los salones y cantinas, ni en los claustros dedicados a

las ciencias; como suele suceder, el producto total de todos los logros en

cualquier sociedad sería la inconformidad. Así, un reconocido intelectual

vallecentraleño de la época del gran apogeo económico de las bananeras,

pregonaba: «La igualdad política, el sufragio universal, las garantías


117

individuales, la alternabilidad en el Poder, la responsabilidad del Gobierno, la

libertad de industria y comercio y muchas hermosas y bellas conquistas más,

no son el todo para asegurar el bienestar de un pueblo». De conformidad con

un estilo de vida aún inidentificable por sociólogo alguno, otro político de la

época aseguraba: «Feliz no es aquel pueblo que se come las mejores manzanas

sino el que vive inmerso en actividades aplaudidas por todos aunque estas

actitudes sean extravagancias». Este brillante pensamiento era, precisamente,

un punto de apoyo para una canción bahiadraquense, maraquera, bailada y

tocada en todas las esquinas, la misma que no fue calificada para ser grabada

en los discos de acetato, censurada como vulgar, titulada, «el licor que le meto

a la barriga prontamente se me sube a la cabeza». Eran tiempos felices para

una generación de veragüenses signada por el instinto de la defensa,

acostumbrada a tener el mosquete y las maracas sinónimo de gritería y

jolgorio colgando en sendos clavos de acero de cuatro pulgadas detrás de las

puertas de las casas. Mientras tanto, jamás se olvidaría un memorable

comentario con categoría noticiosa, instructiva y prehistórica flotando en el

ambiente como una canción de moda: uno de los mejores logros académicos

aparecido en los salones de baile aseguraba que la danza había sido inventada

por cavernícolas nepalíes en el momento en que alguien se golpeó un pie, pero

nadie sabía nada del periódico ni de la persona que manifestó tan importante

información prehistórica. Exaltada o no la gente estaba acostumbrada a

comentar toda clase de asuntos mediáticos en los salones, en la calle, en los

potreros… Hace cincuenta mil años -comentaban- nuestros antepasados vivián

en las cavernas. Nuestros antepasados portaban un garrote en la mano para

defenderse. Nuestros antepasados carecían de ropa. De acuerdo con la opinión


118

generalizada de músicos y humanistas modernos, el asunto de la danza parecía

haber quedado saldado de la manera más infantil, acertada y natural: la caída

de una piedra jamás completaría una partitura, pero el dolor que produce un

objeto contundente sobre un pie puede obligar a una persona a brincar como

un danzante. Sin embargo, la noticia más contundente no era el asunto de la

invención de la danza. Más emocionante fue la noticia relacionada con el

descubrimiento de un grupo de arqueólogos ingleses quienes encontraron siete

pares de maracas de coco con una antigüedad de más de cuarenta mil años

dentro de una caverna localizada en Asia septentrional, lo que certificaba el

período de la prehistoria en el que el homosapiens sintió interés por el arte

exactamente en el paleolítico superior. El tema del licor y la barriga abarcaba

cinco minutos de baile candela, pero los maraqueros acostumbraban

proyectarla hasta el amanecer, y solia suceder que los hacendados y los

pescadores se desgargantaban cantando esa melodiosa canción a toda hora del

día, y durante muchas generaciones las lavanderas dejaron de cantar

entretenidas cantinelas como El Alacrán, La Pava y Toma este Puñal y

Ábreme las Venas, por el fascinante tema musical El Licor que le meto a la

barriga prontamente se me sube a la cabeza. Se habían aparecido expertos en

un sin número de humanistas reconocidos, entre ellos, Parménides,

Aristóteles, Hume, Maeterlink. Estas estrategias de intelectuales y políticos

dedicados a lo suyo con toda franqueza enriquecían la sociedad desde siempre

permisiva de expresiones y libertades artísticas, a tal punto que un día

cualquiera se develó en el mismo parque y lugar donde fue fusilado el General

Morazán, el primer busto de un revolucionario local: el indio Pablo Presbere.

Se trataba de una generación de estudiosos vallecentraleños acostumbrados a


119

ir a especializarse en las universidades de Francia y de Bélgica, los mejores

centros para realizar estudios de humanidades del mundo. Sorprendentemente,

eran los europeos quienes mejor entendían respecto a la versatilidad cultural

de este lado del mundo, basados en canciones conocidos como, la canalla, el

titiqui, y ahi viene la perra con la lengua afuera, cuyo cadencioso aire de

charanga y maraquerismo constituían un esplendor nunca antes visto en el

mundo, incluido el esplendor etíope de los tiempos del imperio egipcio. De

hecho, aquellas generaciones que frecuentaban en la capital josefina el

conocido salón de baile Villanueva de la Boca del Bosque, no olvidarían las

comparaciones del extranjero Daniels, el bailador sajonio: a diferencia de la

melancolía de nuestras gaitas nórdicas y nuestros valses instrumentalizados

-decía-, las alegres maracas de estas tierras de santos y vírgenes inventadas

tienen el poder mágico de contagiar el cuerpo con una extraña emoción y un

ritmo sobrenaturales. El sajonio no salía de los salones de baile, a escondidas

le decían por apodo El Quiebra, y se transformaba en un hombre frenético

cuando bailaba la pieza, Cójanle la cola a Lola, una picante canción que no

podía faltar en ningún salón de baile. Desde mucho antes de la develación del

busto del indio Pablo Presbere, estos mismos humanistas nacionales ya habían

logrado impedir que se le pusiera nombre de santo a un precioso teatro similar

al edificio de la Opera de Viena que el pueblo había logrado terminar en la

época del apogeo de la canción, «O me amas con pasión y con locura o me

dejas de querer y se acabó». En realidad, gobernantes e intelectuales, eran

principalmente expertos en José Martí, un revolucionario cubano que

habiendo desembarcado en puerto Limón causó gran suceso en el Valle

Central, expuso su tesis. «América es una sola raza», pero debido a su efímero
120

paso por el país no tuvo tiempo para captar nada respecto a la singularidad de

la etnia tica como otra raza entre todas las razas. Dejó claro que había llegado

a la región más estable del mundo pero, en el fondo, el pueblo, amo y señor de

conocimientos respecto a las variantes de su entorno, no se apartaban del

delicado perfil del escepticismo ante las inesperadas debacles del destino,

aspectos de los que se tenía plena conciencia en la vida diaria, exclusivamente

en el arduo medio de las selvas donde no escaseaban los temibles tábanos ni

las serpientes zopilotas, ni los peregrinos comidos por caimanes, y se sabía del

pregón de Lisímaco Hernández, un parrandero del poblado del Mojón de

Esparta quien aseguraba que , «el experimentalismo y la ficción embargantes

del momento llegarían a hacer desaparecer del mapa al Valle Central». Bien

podía tratarse de una de las tantas premoniciones salidas del elixir causado por

las noches pasadas bajo la luz de la luna en medio del frenetismo inspirado en

el emocionante tema «Ahí viene la perra con la lengua afuera», a ritmo de

marimba, maracas y charrasca, pero una noche, en uno de los Bailes del

Recuerdo que se amenizaban multitudinariamente en el puerto de Puntarenas,

otro parrandero le aseguró a Lisímaco que si de supersticiones se trataba ya

ningún país se encontraría en el mapa, «pues todo el mundo era creyencero de

algo». A lo cual el parrandero Lisímaco Hernández respondió, «me refiero al

mapa de los sensatos». Después del solitario paso de tres largos siglos todo

constaba respecto de aquellas nuevas generaciones con plena conciencia del

vacilón y el trabajo en serio para quienes las malas famas sobraban y las

utopías eran rútiles de este mundo pero las maracas y los tambores por ser

infaltables ingredientes de fiesta, eran más efectivos y vitales que el cúmulo

de desinformación del que se nutren los gamberros y las malas políticas. No


121

obstante, estas asperezas eran tenidas como trivialidades por no presentar algo

tan extremo como encontrarse con un caimán en la cocina, lo cual solía

suceder; además sobraba tiempo hasta para espantar a los gallinazos, y a las

cinco de la mañana no faltaba el tropel de los lecheros con sus mulas y sus

canecas a cuestas, ni los panaderos encargados para dejar el saco con el pan en

el clavo de las puertas, como si fueran inminencias laborales de gorriones y

yigüirros. Mientras los encargados municipales trataban de impedir los

bautizos de las instituciones con nombres de santos, el pueblo disfrutaba desde

Bagaces hasta Bahía Drake, a ritmo de parlanpanes, pero nadie, en un medio

tan lleno de supersticiones, podía adivinar cuál sería la próxima guerra, ni en

donde se originaría, ni cuál sería la última guerra, ni si los «ticos» llegarían a

ser hermaniticos hasta el final, ni en qué condiciones de riquezas, pobreza o

enfermedad, ni sí permanecerían invencibles como los tuareg o frágiles como

los patagones. Por el momento, las superfluidades tan necesarias en la vida

humana eran disipadas por un millar de sastres y costureras virtuosas

aparecidas de entre los seiscientos mil habitantes ticos censados poco antes de

la primera guerra mundial, y en los Estados Unidos, y en Europa tenían

conocimiento de que los rivales ticos se vestían de frac y sombrero de fieltro

negros a la hora de resolver sus duelos a pistoletazos. El duelo más reciente

había sido ocasionado por el representante gubernamental y egregio

intelectual Eusebio Figueroa quien acusó al reconocido empresario y caballero

don León Fernández de haber sido la persona que escribió los ofensivos versos

de «La Mamografía», los cuales trataban de forma burlesca y sarcástica de las

debilidades gubernamentales del ofendido. La cita fatal se había llevado a

cabo a las seis de la mañana en el Parque La Sabana, sin que los pocos testigos
122

lograran disipar el odio y el rencor entre los rivales. «El problema tenía que

resolverse como corresponde entre caballeros», dijo finalmente el muy

ofendido don Eusebio Figueroa, pero al conteo de los veinte pasos

reglamentarias cayó muerto por el único balazo que le atravesó el tórax.

Tembloroso sobre la yerba mojada, don Eusebio se enroscó en su frío frac,

como si la neblina mañanera hubiera sido la culpa de su lentitud a la hora de

tratar de dispararle a «Berrigueyegua», el apodo escolar de Fernández, el

hombre que salió airoso. A don Eusebio Figueroa, el hombre que murió en el

duelo, se le recordaría, inclusive como uno de esos fundadores y catedráticos

completos de la época. A «Berrigueyegua», se le odió sobremanera, pero

pronto el dolor se disipó cuando el pueblo tuvo que resignarse ante un nuevo

duelo a pistoletazos, igualmente lamentable. Por esos baches humanos de las

palabras empeñadas, jamás se olvidaría el trágico final de un prolongado e

histórico debate entre dos excelentes diputados que llegaron al punto de

resolver sus diferencias mediante otro de esos duelos a pistoletazos en el cual

ambos perecieron, masacre que sirvió de inspiración para la muy popular

canción, con ritmo de pasodoble, titulada, «Un hombre como yo no tiene

miedo». La epidemia de duelos entre políticos e intelectuales parecía

generarse, según los comentarios, en la variedad de corrientes filosóficas

adoptadas de Europa cuyas técnicas novedosas para las nuevas democracias

entusiasmadas en el cobro de impuestos afectaban en gran manera el modelo

de «permisivismo» artesanal que se inició en la ya remota época de la

desaparición de los indios del Valle Central. Afortunadamente, políticos,

demagogos y gobernantes, entendían el delicado aspecto de la afectuosidad y

las igualdades en el trato con los demás como el mejor mecanismo para
123

permanecer apreciado por el pueblo, entendido como el dueño de más de dos

mil seiscientos salones de baile y cinco mil ochocientas cantinas, pero también

para mendigos callejeros como el eterno Azulito, un barbudo hombre que se

desquició en su época de seminarista, al no poder entender porqué la gente

decía de sus difuntos familiares que estaban en el cielo, en lugar de decir que

sus restos reposaban en el cementerio; un hombre lamentable cuyo placer era

cargar en los hombros todos los trapos azules que lograba rescatar de la

basura. Por supuesto que ningún imperio de la Tierra incluido el imperio

vienés y el otomano, habían tenido la oportunidad de disfrutar de tantos

beneficios basados en el permisivismo y la permanente lucha contra los

sátrapas, ni de tener el arrebato de declararle la guerra a Adolfo Hitler como lo

hizo el imperio tico en sus mejores momentos y al Japón, al enterarse del

sangriento ataque a Pearl Harbor cuyo saldo fue la masacre total de un

desembarco de marines estadounidenses en la mencionada isla.

Inmediatamente Hitler respondió con la cólera que lo caracterizaba, al

enterarse del hundimiento de una de sus embarcaciones en el Pacífico

vallecentraleño, pero hubo de suspender los ataques aéreos sobre el Valle

Central al percatarse de que sus pilotos jamás regresaban a sus bases en

Alemania ni a ninguna base de los países dominados. Desde los tiempos de los

filibusteros no se había presentado una noticia tan espeluznante ni tan

emergente para los libres vallecentraleños como lo fueron las extras repetitivas

de la radio anunciando que Hitler se apoderaría del mundo para establecer un

nuevo orden mundial. En los territorios de los bárbaros, ahora, dominados por

Hitler ya habían sido sacrificados más de cinco millones de judíos, los mismos

que habían sido los dueños del comercio en la Europa nórdica, a lo largo de
124

cuatrocientos años desde la época en que fueron expulsados de España por los

Reyes Católicos. El proyecto del Tercer Reich era borrarlos de la Tierra. Los

retratos de Hitler alrededor del mundo dejaban ver a un hombre

extremadamente riguroso, obsesivo y sátrapa. Los vallecentraleños, altamente

celosos de sus libertades, no tuvieron que pensarlo mucho para enviarle al

Fürer una carta sincera, preocupante, traducida del castellano al idioma

alemán, en la que le declaraban la guerra al no considerar correctos los

objetivos nazis. No era la primera vez que los «ticos», dueños de un país tan

pequeño como Suiza se atrevían a las peligrosas osadías del desafío militar.

Ya en los lejanos tiempos del acoso por parte de los corsarios, piratas y

zambos mosquitos, el Gobernador don Juan Francisco Sáenz le había hecho

llegar un mensaje traducido del castellano al idioma inglés, al temible corsario

Barbarroja en el que le decía: «Barbarrojita hijo de perra, cuando usted guste,

déjese venir al Valle Central para que se permita el placer de morir ahorcado

desde la rama de un árbol de pochote. Sin más por el momento, su enemigo

Juan Francisco Sáenz». Pero ahora con Hitler, el asunto era más difícil de lo

que se pensaba. Una noche tenebrosa y fría, la capital vallecentraleña

amaneció herida por una noticia desgarradora permanentemente repetida

desde todas las emisoras radiales como una extra histórica: en el puerto de

Matina un barco vallecentraleño había sido hundido por un submarino alemán,

y en el hecho habían muerto veintidós trabajadores. Por primera vez se había

entendido, en la vida real, la enorme diferencia de tener el placer de ver al

enemigo cara a cara, y de tener el gusto de despedazarlo con el bisturí, aquél

encantador puñal al que los soldados reclutas mal llamaban bayoneta; a

diferencia de las guerras del mundo moderno donde el enemigo permanecía


125

oculto, atento, escondido en lo profundo de los mares, o desaparecía como un

rayo en el infinito cielo por medio de un avión. Los repetidos y novedosos

incidentes de guerra llegaron al punto de afectar al tranvía y al comercio

capitalinos. Durante varios días la macilenta máquina de transporte urbano se

vio obligada a penetrar a marcha forzada en un casco metropolitano

embarrado con harinas, vidrios reventados a pedradas, tiliches y aceites de

comer en el centro josefino. Como reacción por lo sucedido en Puerto Limón,

concretamente en el muelle de Matina, las manifestaciones populares en San

José habían apedreado y saqueado las tiendas de alemanes, españoles e

italianos de quienes se sospechaba que estaban de acuerdo con los

planteamientos de Hitler. Cuando la parte civilista vallecentraleña, al cabo de

mucha lucha, logró contener los ánimos de la contraparte enfurecida, se

contabilizaron doscientos cincuentaidos heridos, tres muertos, varios

desaparecidos, y ciento treintaicuatro negocios seriamente afectados. La

singularidad de la insólita revuelta que hizo recordar los tiempos del renegado

Pablo Presbere, sin embargo, fue la desaparición de los gallinazos del casco

metropolitano y la presencia de millares de quetzales provenientes de los

bosques de Monte Verde picoteando el maíz amarillo que había quedado

esparcido en toda la Avenida Central, la misma avenida donde un siglo atrás el

general Francisco Morazán montado en su caballo recibió una pedrada en la

frente. Posteriormente se entendió que no fueron las atronadoras bombetas de

los revoltosos las culpables de la erradicación de los gallinazos de la capital

sino, la proliferación de unos gallos de pelea que ya habían sido traídos de

Chilpansingo con el propósito de ahuyentar a los dañinos pájaros zanates de

los gallineros domésticos, pero los gallos chilpansingos o filibusteros como se


126

les llamaba popularmente, habían resultado tan machos y tan raros que, en

lugar de perseguir a las gallinas y a los zanates, correteaban todo el día a los

gallinazos, con evidentes intenciones procaces. La gente llegó a la conclusión

de que tanto los pájaros zanates como los gallos de pelea de la especie

chilpansinga eran, sin duda aves filibusteras tanto por lo violentas como por

ser de procedencia norteña. De esta época databan los primeros diagnósticos

populares de apedreamiento contra los pájaros zanates, culpables de la

desaparición masiva de azulejos y colibríes desde la época en que aún nadie

sabía a ciencia cierta quién era Adolfo Hitler. Pero la sola palabra «fürer» se

había constituido en una escena espantosa y preocupante desde que se apreció

en el Valle Central en forma hablada y escrita. Y no era necesario que alguien

explicara que la palabra» «fürer» quería decir «caudillo» en el idioma alemán

para captar que se vivían tiempos de bayoneta calada. Pero también, la aguda

malicia tica resolvió la nueva palabra alemana, casi a priori, como el nuevo

descalabro universal consistente en una tenebrosa línea de crueles verdugos

adeptos a la ideología del aparecido libro escrito por el mismo Hitler. Se

trataba del libro «MeinKampf» (Mi Lucha). Su popularidad arrancó desde el

momento en que se constituyó como la crónica de una guerra anunciada, algo

altamente preocupante, a tal punto que la muy melodiosa canción del

momento: «Guararé, guararé, guararé la tierra del zucuzucu», pasó

desapercibida desde Bahía Drake hasta Nicoya. El pueblo vivía en estado de

alerta como en los tiempos de los piratas; pero, no tanto basados en el libro

«MeinKampf» sino en las extras radiales, el común de los veragüenses

entendían claramente que los tales nazis eran un grupo de gente hitleriana

capaz de ordenar la extinción de la etnia tica en el caso de que se les ocurriera


127

considerar que los vallecentraleños estaban mezclados con indios y con

negros. Mientras se aclaraba de dónde llegarían las balas del nuevo enemigo

gratuito, el ejército tico ubicó a los italianos, alemanes, judíos y españoles

residentes en el Valle Central en refugios separados. A los escoceses y

noruegos los mandaron a pescar al río Tempisque, a los franceses y turcos los

mandaron a matar culebras a Río Claro y a los ingleses los mandaron a

pisotear cal con los pies en las minas de Patarrá. La situación era embarazosa

y delicada, y si la gente decía de los malévolos pájaros zanates, siempre de

color negro y mirada circunspecta, que eran la venganza de los antiguos

enemigos zambos mosquitos por haber sido drásticamente masacrados en la

batalla de Turrialba, no faltó quién asegurara que los zanates eran la venganza

de Hitler por ser un hombre de características rapaces, a quien no se le debió

haber declarado la guerra por ningún motivo, sin saber el potencial de un

submarino ni un avión de guerra, ni de una granada de perdigones, y no había

a quién echarle la culpa por el inmenso atraso en el campo de la artillería

veragüense. En cuanto a los gallos de pelea de Chilpansingo, que no tuvieron

el placer de empollar huevos con gallinazos por mucho que lucharon, hasta

donde se les siguió la pista, incluida la calidad de la enfundia, las ollas de las

cocinas vallecentraleñas fueron testigos de la falta de carne en aquellos gallos

rebosantes de bravura. A la hora de preparar la sopa de gallos con su yuca,

papas, guineos y culantro, había que ponerle entusiasmo a la olla agregándole

costilla de cerdo y suficiente jengibre, a fin de que las presas perdieran el

relente a mezcal y a tequila embodegado, y así, a punto de sopas y caldos se

había ido saliendo poco a poco de aquellos gallos filibusteros, con la ayuda de

rótulos en los portones de las huertas, donde se anunciaban: «lleven gallos».


128

En otros portones el rótulo decía: «Si quieren gallos, pueden llevar», o:

«pueden llevar gallos para sopa». Un rótulo más espléndido decía: «¿Gusta

usted llevar gallos? Pues entre y cójalos». En Mozotal, un rótulo en un portón

aclaraba: «Lleve gallos filibusteros gratuitamente». Otro rótulo amarrado en

un portón de Turrubares decía: «Los gallos son el maná del cielo, aproveche,

si no lo cree pregúntele al padre Thiel». A los pocos meses se comenzaron a

desaparecer las aves de corral, incluidas las gallinas y los gallos criollos.

Entonces los granjeros, campesinos y dueños de huertas se vieron obligados a

eliminar los rótulos viejos y cambiarlos por otros más nuevos y explicativos

que decían: «Pueden llevar gallos pero solamente chilpansingos» o, «Si busca

usted aves, no se lleve las gallinas ni los gallos criollos, agarre solamente

gallos filibusteros». Un rótulo muy formal decía: «Lleve gallos filibusteros,

pero déjeme los criollos quietos». Un granjero que pasó de generoso a enojado

colocó su rótulo donde se leía en letras rojas: «Prohibido robarse los gallos,

además hay perro bravo». Uno de los más insólitos era el rótulo de una granja

en Turrúcares: «Si quiere entrar a robarme los gallos criollos cuídese de mi

tigre». Al sastre conocido con el apodo de «El Caribe», dueño de los criaderos

de gallos en Chilpancingo, Guerrero, se le localizó en la calle Manuel Acuña,

en la ciudad de Acapulco. Hasta allí la empresa importadora de los gallos de

pelea le mandó una nota que decía: «Caribe, gracias por tu buena voluntad en

aquel negocio de los gallos de pelea, los cuales no sirvieron para desterrar a

los pájaros zanates, en cambio, para entusiasmarlos había que ponerles un

gallinazo al frente, o, la bandera de México con un rótulo a la par que dijera:

«¡Viva Méjico!». o «¡Cómo Méjico no hay dos!». Dentro de una etnografía

donde no podían faltar los gallinazos, nunca, durante los tiempos de los caldos
129

de gallos chilpansingos, se había recordado de tan buena forma al viejo

gobernante vallecentraleño don Juan Francisco Sáenz, el hombre que los

protegió con su ley, el mismo hombre que masacraba piratas, ahorcaba

zambos mosquitos, amenazó al corsario Barbarroja con ahorcarlo desde la

rama de un árbol de pochote, y sin embargo no figuraba entre los tantos

monumentos dedicados a los benefactores de la patria, los mismos que, como

suele suceder se partieron el lomo cuando los santos y las benditas vírgenes

estaban ocupadas, quién sabe dónde. Apenas tres años atrás de la revuelta

popular que dejó la Avenida Central de la capital josefina transformada en un

basurero desde el Hospital San Juan de Dios hasta Cuesta de Moras, se había

hecho muy recordada la triste aventura acontecida en la persona de

novecientos treintaisiete judíos que venían huyendo de Alemania en el

trasatlántico Saint Louis, de la línea Hamburgo-América. Aventura conocida

universalmente como: «El viaje de los Malditos», luego de que aquellos

desafortunados emigrantes no lograron ser aceptados en ningún país

americano por considerar que se trataba de gente rápida en el área de acumular

capitales y bienes raíces. La versión más discreta respecto a los judíos, decía

que, tratándose de una etnia ahorradora compulsiva, pronto pasaban a ser

usureros adictos. Al trasatlántico Saint Louis del Capitán Gustav Schroeder no

le quedó más remedio que regresar con sus viajeros judíos al punto de su

inmolación, a hacerle frente a la dura guerra que se vivía en Europa. Sin

embargo, para nadie era un secreto el hecho de que los dueños del comercio

en el Valle Central eran los judíos y seudo judíos desde los tiempos de la muy

sonada canción, prisionero de amor, concretamente desde la época en que los

judíos del sión andaban en Quepos preguntándole a don Tomassi por las
130

mujeres amazónicas, también conocidas como prototipos de amor. La

diferencia filosófica consistía en el sistema de bonos y variadas prebendas

organizadas por el gobierno, exclusivamente para un país adicto al jolgorio, de

tal manera que mientras los judíos y seudo judíos podían ser felices vendiendo

y ahorrando, los otros podían ser felices comprando y bailando.

Aparentemente, las balas de Hitler no se repitieron en el Valle Central, pero,

más de cuarenta años después de la Segunda Guerra Mundial se encontrarían

por pura casualidad de cazadores de tepezcuintles, a algunos de los

carcomidos fuselajes de la aviación alemana semienterrados por la invernal

jungla vallecentraleña. De repente, poco después de la desaparición de Hitler,

surgió una época en la que los más destacados intelectuales de la Tierra

calculaban que todo el mundo llegaría a ser comunista, una forma de gobierno

de tipo centralista que, de la mano de Lenin en Rusia ya se había extendido

por el Este europeo y pronto cobró su base de operaciones en la Isla de Cuba,

frente a la costa centroamericana. Sorprendentemente, en la República de

Cuba, ya bajo el régimen comunista, se había prohibido la adoración de los

santos, incluidos los santos de yeso, las mismas figuras de beduinos que

cobraron gran popularidad en los tiempos de la efervescencia del Volcán Irazú

del Valle Central donde, en la actualidad, se les venía implorando con fervor

el regreso del don de la puntualidad que había desaparecido de la noche a la

mañana. Para un pueblo donde, hasta las mordeduras de serpientes se curaban

con el poder de la fe y un poco de la ayuda de los beduinos de yeso, aquella

forma de gobierno comunista no tenía razón de ser. Inclusive, las

aproximaciones científicas apuntaban a que muy pronto llegaría el momento

en el que se les podría pedir milagros a los árabes en persona, y hasta verlos
131

en vivo y a todo color a través de una pantalla de televisión. Para el común de

la gente estaba claro que los santos de yeso servían para exultar las

sensibilidades del corazón y para paliar los males de la desesperanza que se

sintieron llegar al Valle Central desde que el mundo se llenó de carreteras y

los santos cielos de aviones. A su vez, los santos debían entender que cuando

se les imploraba el regreso del don de la puntualidad no se le estaba refiriendo

a la puntualidad del compás y el ritmo en el momento de bailar el bolero

marcado, sino, de la puntualidad en la palabra empeñada como en los tiempos

de los antepasados cuando ésta clase de faltas interpersonales llegaban a

significar un duelo a muerte. En realidad, con la aparición del comunismo

científico como forma de gobierno, había llegado la gran debacle para una de

las tantas etnias de la Tierra, en este caso, la etnia tica. Una etnia, inclusive,

poco consciente de su record, ni de su carácter homogénea, ni de sus

objetivos, ni de su historia; como si entendiera que por más que quisiera no

podría contrarrestar los embates que ya se veían y se sentían, mientras a duras

penas se lograba pasar el mal tiempo al son de la canción: «Alondra de mi

vida». El vecino país, Nicaragua, de donde en otras épocas se habían

aparecido los temibles zambos mosquitos, piratas y filibusteros, había acudido

a la forma de gobierno comunista como el único medio de derrocar a una

lacerante dictadura hereditaria de más de treinta años de existencia. El Valle

Central comenzó a llenarse masivamente de aquella gente vecina, conocida

como los «nicas», por ser de la República de Nicaragua. De inmediato los

vallecentraleños muestran su rechazo total hacia aquellos inmigrantes

mesoamericanos, pero entienden que en Nicaragua existe un derrame de

sangre, producto de la guerra contra la dictadura. Los vallecentraleños llegan a


132

un punto en el que protestan delante del gobierno central por no hacer nada

para combatir a aquellas masivas migraciones de lo que ellos llaman «nicas».

El Gobierno Central Tico, adopta la medida de colaborar con la guerrilla nica

a fin de que derroquen a la dictadura hereditaria, lo más pronto posible, y

evitar así las oleadas de inmigrantes nicas hacia el Valle Central. Para los

vallecentraleños, los «nicas» eran una especie del tipo zambo mosquito, de

evidente etnografía indígena, de muy ingratos recuerdos desde los tiempos de

los piratas, incultos, de acciones impredecibles, problemáticos, amantes de la

pelea, y con el acento insoportable de aquella masa de indeseables

usurpadores que fueron los soldados de Morazán. Por su parte, las madres

ticas, no querían saber que sus hijos tuvieran que asistir a las escuelas llenas

de niños nicas. Desde hacía muchos años los vallecentraleños tenían su

xenofobia dirigida hacia aquellos países de donde salían las biografías que

denigraban sus libertades etruscas, pero nunca habían imaginado, ni en

sueños, que fueran a ser invadidos y suplantados por una etnia que nunca

habían querido, que los trataba de «tiquillos», que apoyó a los filibusteros

desde los inicios de aquellas sangrientas luchas. No había forma de mirar a los

ojos a un problemático vecino que sobre todas las cosas fue además la cuna de

los temibles zambos mosquitos. En la moribunda Asamblea Legislativa ya no

sabían qué resolver respecto al problema de Nicaragua, pero, era una época en

la que mucho antes de caer la noche la neblina vallecentraleña se transformaba

en un manto fúnebre con fantasmas aciagos fáciles de avistar desde Río Jesús

hasta el río Pacuare, pero era imposible para alguien entender y menos aún

deducir respecto al lamentable final de lo único bueno y admirable que dejó el

Conquistador Juan de Cavallón al partir para siempre del poblado de


133

Garcimuñoz. Los vallecentraleños entendían muy bien que cuando los «nicas»

recién entraban en el Valle Central se comportaban humildemente, pero

cuando prosperaban, se transformaban en temibles capataces, vigilantes de

todo, con gran determinación para despedir a cualquier trabajador por lo más

mínimo. La cultura del vacilón era entendida como una buena base para

socializar a la cual todo tico tenía derecho, lo cual no era entendido fuera del

Valle Central, ni mucho menos la popular convicción local, con categoría de

adagio que recordaba: «somos de la muerte». El tal pronunciamiento necrófilo

que muy a menudo se dejaba escuchar en momentos de tristeza y alegría era

equivalente a no extrañarse ni alborotarse por nada en la vida: después de esta,

la espalda tendría muchos miles de años para reposar en el silencio de los

sepulcros. Casi de la noche a la mañana, y como si se tratara de un nuevo

orden mundial, la excelencia de épocas pasadas había adquirido un

desagradable sabor agridulce que ninguna canción de baile lograba disipar. La

radio pasaba toda clase de noticias, novelas y música, incluida, la perra con la

lengua afuera, El zucozuco y La cocaleca, pero la obstinación y la

desesperanza locales estaban concentradas en el nuevo orden mundial y en la

neblina fantasmal que afloraba desde el río Pacuare y río Jesús

inmediatamente después del almuerzo, y se vivía en tal éxtasis de congoja que

nadie sabía ni le interesaba saber el significado de la palabra «Cocaleca», la

canción más repetida en las emisoras radiales. Sorprendentemente, fue el

presidente John Kennedy, en el término de una visita al Valle Central quien se

le ocurrió sugerir si la repetitiva canción de moda no sería un himno alusivo a

la cocaína. Pero la palabra «Cocaleca» también resultó harto desconocida para

el multitudinario público del aeropuerto que apenas tenía ojos para posarlos en
134

aquel hombre de aspecto mitológico que era el presidente, de tal forma que ni

siquiera vieron el momento en el que llegó muy disimuladamente el raponero

vallecentraleño conocido en el argot del hampa con el remoquete de

«Muertico» y se llevó la valija presidencial. Prontamente se apareció un

médico local quien dio la definición de la palabra «cocaína» como: «Un

alcaloide usado en medicina». El mismo médico le comentó al presidente que

la tal canción se bailaba mucho en el Valle Central, aunque nadie sabía lo que

significaba la palabra «cocaleca». Para entonces, los vallecentraleños, ya hacía

muchos años habían comenzado a abandonar su querida patria, yendo a parar

a Europa y a los Estados Unidos. Un reconocido poeta vallecentraleño,

basándose en la pequeña dimensión de la tierra ocupada por la etnia tica, con

relación a los mega imperios, emitió una curiosa advertencia: «Si la patria es

pequeña uno grande la sueña». A decir verdad, el preclaro poeta de la reseña

también era parte del reducido puñado de lo que quedaba de ticos en las

montañas, pero solamente un hombre experto en etnografía de conjunto, en el

conocimiento, degradación y desaparición de las etnias de la Tierra, como el

encuestador austriaco, pudo comprender, basado en la reseña del poeta, en los

motivos de la desaparición de los etruscos, y en los factores contaminantes, el

estado de gravedad en el que ya se encontraba la etnia tica desde que los

caminos de arriería de mulas fueron transformados en carreteras. El período

glorioso de la etnia tica, en cambio, se remontaba al tiempo de mucho más

atrás de la aparición de la melódica canción titulada, ahí viene la perra con la

lengua afuera. Para el encuestador austriaco, el período glorioso de la etnia

tica fue aquel en el que se vivía exclusivamente para derrotar a las

beligerantes columnas extranjeras, el mismo período en el que la eficacia


135

milagrosa de los santos de yeso fueron capaz de superar las expectativas del

sabio Toscanelli, y la olla de carne con verduras, culantro y pecho de res se

habían transformado en el mejor recurso de campaña en tiempos de guerra, y

en el extenso almanaque del santoral ya no quedaba santo para bautizar aldeas,

y el cadencioso músico Tino Cuevas extasiaba a las multitudes con su

canción, gorrioncito de mi vida, y la humanidad era testigo de que en el Valle

Central habían logrado transformar los gallos de pelea de Chilpansingo en

suculentos caldos de gallina criolla, y las prostitutas no eran catalogadas como

putas sino como trabajadoras sexuales. En la larga lista de espectacularidades

imperialistas no podía faltar la alta cifra de entierrados patios de baile de tipo

arrancamonte, el referente visual de las bases castrenses encargadas de

identificar, mediante el detrito de la floresta flotando en el ambiente, què

estaban haciendo los veragüenses del lado del norte y los del lado del sur

allende las montañas: si los remolinos de polvos con lianas, matas de plátano y

frailejones flotaban en el sur, en forma de huracán, a ciencia cierta, el

conglomerado de pueblos y aldeas se encontraban bailando La Pollera Colorà,

con el maraquero Wilson Choferena;

en cambio, si el tornado tierroso, con cascaras de coco, alacranes, matas de

plátano, zanates y ramas de noro, flotaban sobre las montañas del norte, a

ciencia cierta, la población estaba parrandiando con los novedosos temas, La

Vieja Cotorra, y, Yo te La Cambio Por Una Cosa, del extraordinario músico

Tino Cuevas y Los Maraqueros del Ritmo. Y claro que repercutía en el

ambiente un desbarajuste de palmeras y grillos extraviados pegando contra las

puertas y ventanas de las comisarias, y, mirando por las hendijas, se veían


136

pasar por el zaguán a los mapaches, armadillos y gatos montunos

desconcertados restregándose los ojos. Era de ahí que las bases castrenses

deducían la verdad absoluta en la persona de las maracas como el

medicamento responsable de tanta trascendencia circense; además,

responsable de obligar a retroceder a tigres y caimanes durante tantos años.

Definitivamente, la etnia veragüense había logrado todo en el campo de la

expresión de las libertades artísticas.Total, eran doscientos gloriosos años,

contabilizando desde el momento en que comenzaron a sonar en Viena las

catorce misas de Haydn, y de este lado del océano se escuchaba por doquier, a

ritmo de guitarras, la melancólica canción titulada: «Nos cruzamos las miradas

y al instante nos quisimos». Llegó el momento en el que, por fin, en

Nicaragua, el vecino y conflictivo país del Valle Central, los guerrilleros

habían logrado derrocar a la dictadura hereditaria, y organizarse en su estilo de

vida comunista, pero las migraciones de nicas hacia el Valle Central eran cada

vez más dantescas. Hacía ya muchos años, por la época en que se inició la

construcción del ferrocarril al Atlántico, los ingenieros anglosajones

encargados de aquella obra habían traído a Puerto Limón a muchos negros de

Jamaica, capacitados para soportar los rigores de la jungla caribeña. Al poco

tiempo surgió un comentario venido de los negros, y llegó a oídas de los

locales. El comentario decía que: «A los negros los habían traído a construir el

ferrocarril debido a que los ticos no servían para nada y hablaban con el pico

como los pájaros, mientras que los negros hablaban el inglés de los reyes de

Inglaterra». Este comentario motivó airadas protestas dirigidas al Gobierno

Central por parte de resentidos ciudadanos que a menudo sugerían por medio

de la prensa: Qué quiere el gobierno que seamos los ticos: negros o blancos».
137

Claro está que el inconformismo local era grande no solo por el parentesco de

aquella gente con los antiguos enemigos zambos mosquitos, sino también por

el desconocimiento total de la etnografía de aquellas oscuras remesas

provenientes del África. Además, los celosos vallecentraleños estaban seguros

de que los negros trabajarían en la construcción del ferrocarril pero se

quedarían residiendo en el Valle Central. Para despistar un poco la insistente

protesta de la ciudadanía, el Gobierno Central emitió una ley en la que se le

prohibía a los negros de Puerto Limón pasar del poblado de Siquirres hacia la

capital. Esta ley perduró y se cumplió por casi un siglo hasta que un

presidente, de tendencia revolucionaria, la eliminó. Entonces las nuevas

generaciones de afro descendientes veragüenses tuvieron derecho a

establecerse en cualquier lugar del Valle Central. Un envejecido dictamen de

aquellos expedientes encargados del caso de los negros había diagnosticado:

«Es tan fuerte la explosión demográfica que dentro de muy poco tiempo la

especie humana será declarada peste en todo el planeta». En realidad, la gente

había estado tan entretenida disfrutando del cadencioso sabor del bongo y el

acordeón que no tuvieron tiempo ni disposición para reaccionar ante la

benevolente ley del presidente de turno hacia los negros de Puerto Limón, ni

mucho menos ánimo para alarmarse a sabiendas de que la deferente y

permisivista ley se debió al agradecimiento del gobernante por haber llegado

al poder con la ayuda de los negros limonenses. Al respecto, aunque nadie

entendía las razones por las cuales en los últimos tiempos todas las protestas

se olvidaban tan rápidamente, el ámbito gubernamental, siempre generoso y

protector nunca dejó de considerar el ya histórico bombardeo ocasionado por

el submarino alemán en el muelle de Matina de Limón en el que murieron


138

veintidós hombres, ocho de los cuales eran de la raza negra, la misma raza que

colaboró con la vigilancia en toda la zona del caribe vallecentraleño hasta que

Adolfo Hitler terminó suicidándose en Berlín; la misma raza experta como

ninguna en el amplio campo del matado de serpientes, cuyas sorprendentes

habilidades quedaron demostradas en los tiempos del apogeo de las bananeras

en el Atlántico donde los nativos, inclusive, aún continuaban comentando el

hecho de que los negros no le daban garrote a las serpientes sino que les daban

con la selva entera. Claro que, aquellas aclaraciones gubernamentales, de tipo

segregante, no pasaron de ser un despiste demasiado trivial en medio del

trajín, la desesperanza y la zozobra generalizada ante el típico problema de

convivencia, propiedad privada e inminencias intraespecíficas, ya que el

mismo presidente de turno sabía del «desgarraito», un ritmo de baile recién

inventado por los ticos en el Salón «Bosque Mar», un difundido estilo de

ritmo de la nueva ola en el que las claviculas parecían salirse de sus

coyunturas y la columna vertebral recordaba a las culebras atravesando ríos

caudalosos, en el instante de la fusión musical entre voces veragüenses,

tambores y timbales. Ahora, como en una de esas tantas noches tenebrosas y

frías, los periodistas vallecentraleños y la opinión pública escribían mil

protestas dirigidas al Gobierno Central con el único fin de que hiciera algo por

detener la «invasión nica», a la manera del gobierno panameño que si lo había

logrado tomando como base el desinterés mesoamericano por ayudar a

corregir e informar respecto al peligro de la explosión demográfica, la

pobreza, el analfabetismo, la sumisión a las religiones, crueles aspectos

afincados en el diario vivir como irremediables epidemias en aquellas vecinas

comarcas norteñas donde las parejas acostumbraban a procrear hasta dieciséis


139

hijos, regularmente apegados a la tradición machista y a las recomendaciones

mesopotámicas inculcadas por los eclesiásticos, una de las cuales pregonaba,

«creceos y multiplicaos». En la historia de la humanidad el fenómeno de la

migración era un evento recursivo en el que el individuo busca por todos los

medios mejorar su estilo de vida, e inclusive, salvarse de morir, pero la

economía local se tambaleaba. Los allegados al presidente concluían que

ninguna comarca de la Tierra estaba preparada para enfrentarse a migraciones

masificadas y hasta pueblos vecinos correrían a cerrar sus puertas para evitar

contagiarse con las necesidades apremiantes de los emigrantes, cuyas

necesidades eran las mismas que ya traen los bebés desde el momento en el

que nacen, inclusive el peligro de ser tragados por boas mientras la madre

anda buscando leña en el monte. Por supuesto, no solo se tambaleaba la

economía vallecentraleña sino que las calles y aldeas se habían ido llenando

poco a poco de mendigos y pedigüeños. Si en algo eran conscientes los locales

veragüenses era en el sentido en que jamás el gobierno encontraría una

fórmula capaz de salvar el bienestar conseguido a fuerza de iniciativa

hereditaria desde la época en que el valiente gobernante don Juan Francisco

Sáenz acabó con los piratas. En un medio, en el que aún casi todos se

conocían y sabían a qué se dedicaban, se llegó a recordar y a entender respecto

a la vida del parrandero de Puntarenas, Lisímaco Hernández, quien en su

tiempo fue desterrado de Orosi por sostener que no fue la Virgen de «La

Negrita» la que obligó a retroceder al zambo mosquito General Carlos Matías

Yarrince sino el temor pánico que éste le tenía al Capitán Juan Francisco

Sáenz. Claro está que lo que había sido dicho por el parrandero Hernández en

el Valle de Orosi era cierto. Durante aquella última visita de los zambos
140

mosquitos al Valle Central, el General Yarrince tuvo miedo de ver a su

ejército masacrado por el Gobernador Sáenz, pero también fueron suficientes

unas pedradas para que el parrandero Hernández aprendiera a respetar la fe de

los pueblos subdesarrollados. El profesor Cockburn se enteró en Manchester

de la casi masacre a pedradas de aquel conocido conspirador solitario de la

República del Valle Central. En cierta ocasión lo había identificado como el

Zizca de América, el Zaratustra de Veragua, el modernista de las tesis

económicas de los pueblos humildes y los santos de yeso. Lisímaco

Hernández era, en realidad, el personaje central de un ensayo de carácter

vanguardista que Cockburn tituló El Solitario Moral y las Maracas

Martingalas, en el que concluyó que era normal que lo apedrearan por ser las

conspiraciones y los conspiradores un gremio de la Historia sinónimo de

pedradas así como los cultivadores de café son sinónimo de cafetaleros; como

los cazadores de culebras son sinónimo de culebreros, pero los proboscidios y

lagartos del mundo estarían muy felices al saber que hubo alguien capaz de

probar que continuamos en estado paleolítico mientras no depongan las

religiones de la Tierra y se adopte al sentido de la racionalidad. A alguien que

no recordaba entre los cafetales de los bosques de Fraijanes, Cockburn lo

había elogiado como extraordinary collector coffee, pero en aquel momento

crucial sentía con desesperación la urgencia de abandonar aquel mundo de

reptiles, y, ante, todo evitar encontrarse cara a cara con los comerciantes

buscadores de mujeres amazonas, una búsqueda de encrucijada y sacrificio

extenuante de viejos tiempos en el Nuevo Mundo, transformada en un logro

común y corriente en el caso de un personaje de nombre Brayan Phoenix,

quien vino a Inglaterra, de visita, en compañía de una dama amazona, su


141

esposa Araminta, para dejar constancia de que toda la zona de Coco Pelado de

Drake, bullía de ninfas amazonas. Pintor de oficio. Excompañero del profesor

Cockburn en el ejército británico en la época napoleónica, fue Brayan el

hombre que más colaboró con Cockburn para que se lanzara a la proeza de

ultramar, el mismo ultramar con sus palmeras, relieves y establos de

caballerizas que adornaban los lienzos que pintó en Coco Pelado para su

amigo de Manchester. En los treinta y dos autorretratos expuestos en la

residencia del profesor Cockburn se aprecia la hermosura de Araminta, de

cabello largo escarlata y cuerpo de guitarra, dentro de un entorno radiante de

sol reforzado con colores amarillos, con Brayan Phoenix y los críos de ambos,

hasta que en los últimos seis lienzos se puede adivinar la presencia de nietos,

nietas y bisnietos, con el mismo color de la piel tropical y los mismos rasgos

caucásicos de los abuelos radicados en Coco Pelado de Veragua, la imprevista

zona de las ninfas que nadie logro identificar por haberse centrado en los

montazales de verdolagas y palmeras, en el bullicio maraquero, en lugar de

captar la elegancia y el candor festivo e irresistible de las hembras, y al

derroche de concupiscencia desbordante que apenas le hacía mella a la

alucinante historia de los etruscos.

Pero tampoco el pueblo veragüense estaba hecho para la discreción delante del

fenómeno de las migraciones, mucho menos la migración nica, de tan

desagradable historial, además sospechosa de ser la gestora de haber llevado el

apelativo «tico» a la palestra universal, allá por la época de los filibusteros.

Aún a sabiendas de que no habían soluciones al alcance de la mano, el

fenómeno de atizar al gobierno se había transformado en un recurso clínico


142

con el que se lograba a duras penas creer un poco en el futuro con la ayuda de

Dios y «La Negrita», más otro sin número de recomendaciones de burro

llevadas por el viento. Indudablemente existían delicados aspectos que

laceraban los tendones de un estilo de vida que ya no era. Sin embargo, el

gobierno vallecentraleño tenía razones para aclarar que, para Panamá era muy

fácil resolver el problema de las migraciones de nicas puesto que ellos no

tenían frontera alguna con Nicaragua. El presente se transformó en martirio y

el pasado en añoranzas, pero a estas alturas de la evolución jurídica era

novedoso entender que los gobernantes de la Tierra no estaban preparados

para resolver el problema de las grandes migraciones. En los anales de la

historia de la humanidad, la migración más memorable y antigua, producida

por hambrunas, databa de dos mil doscientos años. Había acontecido en la

China de la dinastía de los «Han» quienes paliaron el problema quitándole a

los que más tenían riquezas para redistribuirla entre los que menos tenían. Un

milenio atrás en los Bajos de la Mesopotamia, se inició la sangrienta extinción

de los sumerios por las tribus caucásicas documentada en el libro bíblico con

el infame argumento de que fueron órdenes dictadas por dios. Para el Valle

Central, el país de los más de dos mil seiscientos salones de baile, el fenómeno

de la migración nica había llegado a extremos alienantes desde el momento en

el que la paz, la tranquilidad y el rompimiento de las sanas costumbres se

vieron amenazadas dentro de una sociedad acostumbrada a aplaudir sus

particulares arrebatos, risas, picardías, cuentos y tolerancias. Se desconocía

por completo la palabra «parlampán», sinónimo carnavalesco de tiempos que

no volverían, pero además ya se presentía el trágico final de la caída de todos,

incluidas las cantinas y los salones de bailes. De la noche a la mañana habían


143

comenzado a proliferar escritos de categoría mordaz en las márgenes de las

carreteras, en las calles de pueblos y ciudades, detrás de las puertas de los

sanitarios, en los orinales de cantinas y salones de billar, y por supuesto los

infaltables rótulos a la par de los teléfonos públicos. Eran escritos vulnerantes,

en contra de la presencia nica en el país. Las notas más comunes eran: «fuera

nicas del Valle Central, «fuera extranjeros», «fuera nicas hijos de…». En la

puerta de un pequeño sanitario del Mercado de «La Cococola», en el centro

capitalino había un sobresaliente rótulo color carbón que decía: «Para qué

maté a tantos judíos, si lo que tuve que haber matado fue a todos los nicas».

Letras feas y mensajes sin rostro en ámbitos plurifacéticos caracterizados por

cocineros, billaristas, bailadores, comerciantes, estudiantes, taquilleros de

clubes nocturnos; ante todo, hombres y mujeres vallecentraleños frustrados,

sin poder entender qué camino tomar para sí mismos, para sus hijos, para sus

dolientes, delante de la fuerte invasión de las tribus nicas en sus cantones y en

sus folclóricos centros de esparcimiento; celosos de su privacidad, pero muy

bien enterados por todos los medios de difusión, de los espantosos combates

intestinos imperantes en el vecino país nicaragüense. Prácticamente se trataba

de un encontronazo involuntario entre dos culturas harto diferentes. Y aunque

la lengua fuera la misma el acontecimiento no dejaba de ser un disparo al

centro neurálgico de las raíces gestoras del permisivismo, las más escuetas

libertades, el jolgorio y por ende, la paz. La razón más heroica, por supuesto la

tenían los hombres, mujeres y niños nicaragüenses que lograban llegar con

vida a los caminos, carreteras y trechos ticos, y como un acto de solidaridad

con los desplazados nunca surtieron ningún efecto las versiones de los

finqueros de la zona limítrofe quienes denunciaban ante las comisarías


144

cercanas, la presencia de otros organismos beligerantes conocidos como

«Contras» y «Recontras», además de los desplazados, quienes aprovechaban

la soledad de las haciendas de frontera para entrar furtivamente a las casas.

Pero de la misma manera que nadie puede adivinar quién ganará una guerra,

así mismo nadie se aventuraría a suponer ni a captar el oscuro ingrediente de

la xenofobia como talón de Aquiles, y por ende la facilidad con la que se

aniquilaría una etnia tan frágil como la tica, herida de muerte, por intermedio

de algo tan imprevisto como una cascada de desplazados ingresando en su

territorio durante un tiempo indeterminado de años, tal como en el lamentable

caso del antiguo imperio etrusco cuando estos comenzaron a ser atacados por

las etnias griegas, luego por los suavos, luego por los dacios, luego por los

romanos y prontamente por todo el mundo. En realidad, las luchas cívicas

veragüenses, las luchas cívicas ticas, equivalente a lo mismo, ya estaban

aniquiladas desde los tiempos de la ardorosa canción, «nos cruzamos las

miradas y al instante nos quisimos». Había surgido, de la noche a la mañana,

en el Valle Central el deshonroso defecto de la mentira a gran escala, tal como

si se tratara de una virtud elogiable de los tiempos modernos, a la par de una

tendencia por querer aparentar ser más burgués que los verdaderos burgueses,

algo horrorosamente notable al rememorar unos pocos años atrás cuando la

gente decía, sin temor a avergonzarse: «No tengo dinero». Ya se venía

notando la medida de la escala social desde el punto de vista de las posesiones

supérfluas como el coche, y la cascada de electrodomésticos, a diferencia de

los buenos modales de tiempos recientes. El triunfo en un accidente vehicular

se resolvía fácilmente con testigos falsos al mejor postor. Si se presentaban

robos en las empresas, nadie fue. Los comisarios no podían dar con los
145

estafadores: nadie fue. A la hora de los asesinatos, nadie fue. A la hora del

cumplimiento a citas, se llegaban a escuchar respuestas como: «no pude asistir

porque vivímos en un país democrático».Imperaban toda clase de conceptos

callejeros de profundo dolor, y, como siempre, los tigres, los reptiles,las

avispas, hacían su agosto con los despistados bajo el manto crisoprasa

veraguense. No paraban de proliferar los escritos furtivos tan abundantes en

los retretes públicos, pero se habían equiparado dentro de la misma calidad de

bandos sin rostro, con letras y hasta con dibujos cada vez más procaces e

inclusive geniales, llegando al punto de acompañar los espacios literarios con

dispendiosos dibujos referentes a las partes íntimas del cuerpo humano, en

cuyas notas se enviaban mutuamente a ser atravesados por penes de seres

mutantes nunca vistos. Entre los alegatos sin rostro, el más común decía:

«fuera nicas del Valle Central». Entonces, a la par de este era suficiente una

flecha: «Que se vayan los ticos». Las aceras se habían transformado en

dormitorios. Cualquier jardín, umbral, recodo de esquina, servía de sanitario,

sin que las nuevas capas de oscuros gobernantes de dudosa procedencia

lograran resolver si aquello era democracia, inmundicia, hippiecracia, o qué

otra forma de gobierno. Se usaba el cabello largo entre los jóvenes de ambos

sexos, los mismos hippies reiterantes de la importancia del amor y la paz.

Reconocidos indigentes de la capital, entre ellos el ex seminarista «Azulito», y

la hermosa loca conocida como «La Coronela», quien quedó desquiciada

desde el lejano día en que su prometido no se presentó al casorio,

corroboraron a las autoridades que eran los nicas los responsables de la amplia

proliferación de toda clase de sucias patrañas. Los nicas acusaron a La

Coronela de puta y de haber transformado al Parque Central en un vulgar


146

burdel. Al supuesto mendigo «Azulito» lo acusaron de cínico y de ser

prestamista de dinero. En realidad, no era tan prestamista, ni andaba ya el muy

conocido «Azulito» con trapos azules en los hombros, ni lo hacían paranoico

las erróneas aseveraciones vernáculas de difuntos descansando en el cielo. La

cura demencial había sido una reprimenda proferida por un zapatero en el

término de una acalorada discusión con el supuesto demente: «Si quiere hablar

con hombres de verbo científico -le había dicho el zapatero- pregunte por el

sueco Olof Palme o por el cubano Fidel Castro». De tal manera que hasta los

expertos en psiquiatría se asombraban con el notable cambio de Azulito pero

más aún con la improvisada fórmula del zapatero. Así qué, el gobierno tico

hubo de construir más cárceles a fin de encerrar peleoneros, escandalosos,

asesinos, marihuaneros, indocumentados, maleducados, majaderos,

deshonestos, espantapájaros, vendedores ambulantes, timadores, estafadores,

rateros, y a todos aquellos individuos semisalvajes que acostumbraban a

piropear y a tocarle las nalgas a las ticas, aún delante de la presencia del

esposo, quien regularmente era un hombre decente, ajeno a los problemas y a

los escándalos, vestido de traje y corbata, amante de la tranquilidad, el trabajo

y los estudios e igual de atento y generoso que cualquier policía

gubernamental. Un exiliado venezolano, familiar de un dictador de aquel país

suramericano fue sacado del Valle Central por la mala costumbre de

responder: «Adiós muertos de hambre», cada vez que los caballeros ticos lo

saludaban amablemente con: «¡Adiós, don Matute Gómez!». La gente nunca

olvidaría aquel hombre hosco, adinerado e inculto, de quien se decía había

tenido la oportunidad de escaparse de Venezuela con varios baúles repletos de

joyas y billetes de gran denominación auspiciado por su primo el dictador


147

Vicente Gómez. Al partir, para nunca jamás volver aquel extraño y

circunspecto Matute Gómez, solo quedó una gran casa, imitación castillo, que

él mismo había ordenado construir, donde permaneció hasta el día de su

deportación irrevocable. Para entonces los escépticos locales se atrevían a

esbozar, basados en la extraordinaria locura de sus ancestros, aquellos que

bautizaron pueblos, ciudades y hasta casas con infinidad de nombres de santos

milenarios, que, para envenenar una etnia no solo servia el folidol, bastaba una

buena dosis de evangelización. Claro que desde los tiempos de la muerte de

Hitler la excesiva turbiedad social veragüense no era un producto exclusivo de

las creencias espirituales. En las universidades se habían eliminado desde

hacía mucho tiempo las cátedras de Teología por ser culpables de hacer perder

el tiempo, pues todo el mundo entendía a la perfección que los únicos

conocedores del punto exacto del trono donde permanecía instalado Dios eran

los italianos por albergar en su seno al Vaticano, y la gente de Medina por

albergar en su seno a «La Meca», el mismo par de confidentes que le caían

gordo a todo el mundo por no revelar el tan perseguido misterio celestial.

Excepcionalmente, en Guayabal de Cutú la gente opinaba diferente: tanto

comer carne y verduras durante miles de años y todavía la humanidad no ha

podido captar que jamás han existido las divinidades. La Asamblea

Legislativa, mientras tanto, basada en la abundancia de suicidios y

desplazamientos de los nacionales hacia lejanos países, había llegado a la

conclusión de que para fabricar un infierno no había necesidad de encender un

cerillo: basta con una buena dosis de desplazados gota por gota y un país en

estado de anarquía. Mientras tanto, en los hogares se les enseñaba a los niños:

si alguien en la calle o en la carretera llega a preguntarles por una dirección,


148

digan que no saben, aunque sepan. Ya en los diccionarios de las lenguas de la

Tierra no quedaban palabras capaces de describir este nuevo modelo de

comportamiento social por la razón de ser un nuevo fenómeno universal

donde las sociedades son altamente burgueses, oligarcas y exquisitas pero

pobres, rastreras, y arrastradas. En vano habían servido de algo las tablas

pegadas en las puertas de los comercios donde se leía escuetamente:

«Prohibido el ingreso de nicas». Empero, los más despistados respecto a la

debacle nacional desde el punto de vista de los suicidios, las riñas de tipo

xenófobo y los desplazamientos de los nacionales contabilizados en la sección

de pasaportes, eran los habitantes de la zona sur del país, concretamente el

área de Bahía Drake, Golfito y Villa Briceño donde se bailaba hasta la

madrugada la picante canción: «En el Puerto de Golfito donde yo me

enamoré». Recientemente se había llevado a cabo un sepelio multitudinario

nunca antes visto en Villa Briceño. Se trataba de la desafortunada muerte del

muy querido joven empresario ganadero conocido como «Tablilla», quién

había sido asesinado de una certera puñalada en el corazón en el Salón de

Villa Briceño en una disputa por el amor de una hermosa prostituta. El

lamentable acontecimiento que ensombreció al país, cuya infausta noticia

llegó hasta Panamá, había sido aprovechado por los emigrantes nicas para

defenderse: «Qué conste que a Tablilla no lo mataron los nicas - decían- lo

mató otro tico igual que él». En efecto, estos emigrantes malqueridos eran

dueños de una inteligencia brillante, con grandes capacidades y talento para la

superación. En otras esferas era entendible el sin numero de razones por las

cuales los diferentes grupos humanos suelen llegar al punto de detestarse. Lo

más triste para los lugareños de Villa Briceño había sido el ver la mansión
149

donde vivió «Tablilla» transformada en un refugio de jaguares, murciélagos y

termitas hasta que la casa fue derretida por la lluvia quedando en su lugar un

desparpajo de ventanas y puertas retorcidas y el sempiterno aullido de los

monos congos hiriendo el espacio desde las selvas vírgenes. Al pasar los años,

muchos ticos que se habían ido del país huyéndole a la presencia nica,

regresaban de los Estados Unidos y de Europa con el ánimo de morir en la

tierra que los vio nacer. Se trataba de una costumbre muy tica, el permanecer

en la posteridad al lado de sus ancestros, en sus criptas privadas. Pero muy

pronto optaban por retornar hacia aquellos infiernos de nieve, tráfago, soledad

y persecución antes de continuar viendo a su querida tierra demarcada por un

panorama lacustre, pobre, sórdido, imposible, contaminante, repleto de

diminutas máscaras escondidas bajo la luna de los paraguas. Las cantinas y

salones de baile, antiguamente agradables centros de diversión se habían

transformado en peligrosos escenarios de riñas, robos y encuentros a balazos.

Aquellos millares de centros de diversión y esparcimiento del otrora imperio

tico donde las viandas eran gratuitas, increíblemente habían sido condenadas a

desaparecer por ironías del destino, y de la mayoría de los salones solo

quedaban lúgubres tapias destechadas. Aunque el gobierno tico no podía

decretar leyes segregantes por razones humanitarias y por pertenecer a la

Organización de los Estados Americanos, en los salones de billar, hoteles,

bares y restaurantes, se permitió durante muchos años la contratación de

guardas privados encargados de impedir el ingreso de nicas, todo esto para

impedir riñas. Desde entonces el tedio invadía todos los espacios de una patria

sin tendones ni raíces, ni patricios, donde el triste cántico de las chicharras

eran la tónica de los atardeceres veraniegos y el crepitar de la lluvia derretía


150

los techos de zinc en el invierno. En el Valle Central nunca se olvidaría el

macabro incidente del nica del rifle, acontecido en Guanacaste, en el que fue

vilmente asesinada, para robarle, a toda una familia anglosajona integrada por

el padre, la madre, y tres niños que venían vía terrestre desde los Estados

Unidos de Norteamérica a residir en el Valle Central. El triste escenario de la

masacre en el cual los cadáveres se encontraban tendidos entre la camioneta y

la solitaria carretera, daba a entender que los estadounidenses dueños de la

camioneta cayeron en el mortal error, al trasladar por formalidades, dentro del

mismo vehículo a algún nica armado de un rifle. El despiadado asesino, en

efecto, un nica, fue capturado en San José, dos días después de haber sido

cometidos los crímenes, dentro de un cuarto de hotel, con el mismo rifle que

había cometido los crímenes. De esta época databan las primeras migraciones

de los timoratos vallecentraleños hacia los Estados Unidos, Europa, y, a otros

países de difícil tanteo como el bochornoso Venezuela y el violento Chile del

dictador Pinochet. Un excomandante chileno exiliado en el Valle Central,

habría de contar el particular caso de la masacre que se llevaría a cabo en un

conocido bar de Valparaíso señalado por los escuadrones de la muerte del

régimen de Augusto Pinochet contra posibles reaccionarios «allendistas». El

exiliado chileno en el Valle Central concluía: «En aquel bar de Valparaíso nos

salvamos de ser asesinados más de cuarenta personas entre hombres y

mujeres». En el momento del alboroto ante la llegada de la policía de Pinochet

alguien dentro del bar gritó que con él no se metieran puesto que era tico.

Cuando los escuadrones de la muerte verificaron que el hombre dentro del bar

era de verdad tico, bajaron las armas y desalojaron el bar aclarando que no

podían hacer lo que iban a hacer delante de la gente más pacífica de la Tierra.
151

Efectivamente, aquel ciudadano tico había ido a parar al Chile del General

Pinochet por equivocación. Debido a la efervescencia nunca antes sentida en

aquel país suramericano, era una época en la que los chilenos no

desperdiciaban la oportunidad para emigrar hacia cualquier país de la Tierra,

dada la zozobra nacional. Si se sabía de historias de ticos en Sydney, en Tokio

y en Moscú, eso quería decir que en treinta años de desplazamientos, los ticos

se encontraban en todos los rincones de la Tierra, mientras no hubieran optado

por el suicidio, renglón en el que ocupaban el segundo lugar después de

Alemania. Los vallecentraleños reacios a abandonar el terruño por razones de

incapacidad o por desdén se habían dedicado a encerrar sus viviendas con

jaulas al estilo «pajarera de hierro», como perseguidos por el síndrome chino

que los motivó a construir una inmensa muralla, inspirada en evitar todo

contagio con sus vecinos los mongoles. Pero pronto descubrieron la inutilidad

de las pajareras de hierro como ingrediente para evitar roces con los

extranjeros. La proliferación de los extranjeros era tan fuerte que cualquier

zapatero remendón podría calcular a ciencia cierta que los nicas llegarían a

poblar todo el Valle Central en la medida en que la enferma y decepcionada

etnia local desapareciera poco a poco. No solo habían desaparecido los locales

vernáculos de la categoría del Salón «Bosque Mar» en cuya pista de baile

había surgido en otros tiempos el swing criollo, el bolero marcado y el

desgarraito: había desaparecido el interés por cantar, bailar, coger el café y

alimentarse. Efectivamente, el delicado trajín internacional de aquel momento

era, además, el clásico acontecimiento millones de veces repetido alrededor

del mundo en los duros y costosos procesos de supervivencia donde los

lamentos y las reyertas brotan instantáneamente con el sello indeleble de la


152

nulidad histórica transformándose en una clara importación de enfados y

abatimientos para unos y paciencia y resignación para otros. La frágil etnia

veragüense no podía estar menos afectada. En este sentido todo parecía

contrastar con las aseveraciones del recordado bailador sajonio, mejor

conocido en los tiempos de los buenos salones de baile, como El Quiebra

Bombillos. El mismo recordado extranjero del desaparecido salón Villa Nueva

de la Boca del Bosque, aquel ambientososajonio que hablaba de las

comparaciones entre la música nórdica europea y el alegre maraquerismo de

«estas tierras de santos y vírgenes inventadas», aquel mismo sajonio

recordado por la picante pieza musical titulada, cójanle la cola a Lola, también

conocido como el popular Quiebra. En realidad el sajonio era un joven tan

espectacular como artístico. Todo lo bailaba en forma de swing, incluidas las

cumbias y el merencumbé, con la singularidad de saltar tan alto que cabeceaba

los bombillos contra el techo de las pistas, lo cual producía aplausos, alboroto

entre las damas y exaltación en el público. «No es que yo sea alto -solía decir

el sajonio entre risas-, lo que sucede es que ustedes son muy bajos de

estatura». Se llamaba DanielsJemlich; experto en la fabricación y registro de

órganos sonoros, incluido el registro francés, corneta y ecocorneta; vinculado

al mundo del parroquianismo, la desinformación y la tristeza solamente en las

treguas laborales a la hora de ajustar rubatos,paletas tímbricas, y enfoques

laxos. Con el advenimiento de las modificaciones sentimentales y hasta las

formas desquiciadas de la sociedad nativa, eran contados en la palma de la

mano los extranjeros a quienes se les quería como si fueran parte de la gran

familia veragüense. Entre ellos estaba el sajonioDanielsJemlich, Beethoven y

Napoleón Bonaparte, mejor conocido como Napillo, a quien se le seguía


153

queriendo aún después de que alguien explicó en el Bar La Bicicleta que

Bonaparte no vivía en Mata Redonda, setecientos metros al oeste del Bar El

Piabe, que inclusive Napillo ya había muerto hacía más de doscientos años, y

que lo tenían sepultado en París. El mismo hombre explicó que Beethoven no

vivía en Barrio Amón ni en Barrio Tournón como muchos creían, pues había

muerto pocos años después que Napoleón. Fue una nostálgica noticia pero al

mismo tiempo un dato histórico intrascendente en un medio donde primaban

la existencia de las maracas y los santos milagrosos, y a nadie le interesaba

aprenderse de memoria las tablas de multiplicar, y los gobernantes se cansaron

de ser buenos, y hasta desapareció de los centros académicos la pedagógica

cartilla escolar El pescado Nadador. A pesar de que el mundo artístico

continuaba siendo tan remoto y tan informal con relación al mundo científico

el delicado caso veragüense obligaba a condescender con la sabiduría

pitagórica: la decadencia de los pueblos se detecta cuando sus habitantes

pierden el interés por aprender las tablas de multiplicar. Para el

sajonioDaniels, el único extranjero aceptado y querido en el Valle Central,

aquella declaración pitagórica era muy real. Después de la pérdida total de las

matemáticas, el siguiente paso sería el de la confusión interna de cualquier

pueblo en decadencia. Como constancia histórica, después del glorioso

período del esplendor etrusco, la grave confusión provocada por las presiones

externas inclusive había obligado a la lengua vernácula etrusca a confundirse

con la lengua sabina, la osca, la umbra, la griega, la germana, la latina.

Finalmente, después de haber pasado centenares de años, aquel galimatías

etrusco logró su establecimiento en la conocida lengua toscana, pero para

entonces ya no existía ni un solo etrusco, y DanielsHemlich lo sabía, no


154

porque se lo dictaron en algún liceo sajón, sino por ser uno de tantos impactos

históricos condenados a ir de boca en boca. La única advertencia, de carácter

prohibitivo, indicada por los locales veragüenses al bailador Daniels consistía,

precisamente, en que no anduviera por ahí diciendo que con el paso de los

años los ticos terminarían hablando en lengua nica. Y era, inclusive, una

advertencia atrevida y drástica, pues ya era tanto el tamaño de la confusión

interna que muy a menudo, en pleno baile, acudían a preguntarle a Daniels si

era cierto que Nerón, Morazán y Adolfo Hitler eran nicas. Para evitar

problemas Daniels desviaba esta clase de preguntas argumentando que no era

lo mismo bailar la bolt o el minué que el vals y el pirateado, de la misma

manera que no era lo mismo bailar la opereta El Murciélago que Las Bodas de

Fígaro o Ahí viene la perra con la lengua afuera. De todos modos no hubo

forma de detener la amarga partida del bailador sajonio, el insigne inventor del

pirateado, para quien no quedaba ninguna alternativa laboral a corto ni a largo

plazo. Los preocupados lugareños no olvidarían sus largos dientes de perlas en

el maxilar superior tal y como quedó tantas veces destacante en los murales

bailables del pintor Rodolfo Stanley. Desmoralizado, Daniels, no entendía

cómo habían hombres que se enriquecían hasta vendiendo agujas. Siendo el

inventor del pirateado dejó claro que los mejores inventos de la Tierra nunca

en la vida habían arrojado las ganancias esperadas, y el mismo DanielsJemlich

aseguró que su profesión de fabricante de órganos sonoros había caído en

desgracia desde el momento en que se inventaron las maracas en el Periodo

Pérmico, el mismo período donde el hombre logró dominar el fuego; un

hombre que durante seis años anduvo con una carta doblada en la billetera por

ser una constancia de felicitaciones asiáticas donde se le acreditaba como el


155

inventor del alarmante rótulo, “cuidado, perro bravo”, el mismo anuncio en

letras rojas que comercializó con éxito en Osaka y en Nagoya en los tiempos

del célebre gobernante Hiro Hito, poco antes de desembarcar en Bahía Drake.

Si. Los tiempos eran malos. Empero, la celosa comunidad veragüense,

adolecida del síndrome del cavernícola comenzaba a entender la poca eficacia

de los mil setecientos cincuentaitrés santos de yeso instalados con mucho

esfuerzo a lo largo de varias generaciones en las orillas de las carreteras en

prevención de inviernos catastróficos e impredecibles hostilidades. Aun así,

las escasas remesas de sacerdotes conventuales, con aspecto de adolescentes,

llegaban convencidos de la resurrección después de la muerte, del juicio final,

de la existencia del cielo y el infierno, de la existencia de ángeles y arcángeles,

y, hasta se presentaba mucho quien asegurara que la desaparición total de la

etnia etrusca se debió al error de los mismos etructos al no haber previsto la

eficacia de los santos de yeso en la vera de los caminos etruscos.

Evidentemente había una clara confusión en cuanto al orden y al conocimiento

en las pautas de la Historia de la humanidad. El sajonio debió explicarles a los

sacerdotes conventuales que en los tiempos de los etruscos no existían santos,

ni mucho menos santos de yeso, pues todavía no habían sido inventados por

los grandes pícaros de la humanidad, y ni se tenía idea de los grandes

dividendos comerciales que arrojarían los tales santos desde el punto de vista

religioso. Cualquier persona medianamente desarrollada en el campo histórico

se habría quedado perpleja con aquel diálogo respecto a los santos de yeso y

los etruscos, pero los bailadores compulsivos como el sajonioDaniels son

quienes mejor entienden la virtud de la vida como el arte de saber ser un buen

loco hasta la muerte, y si bien se necesitarian varias vidas para aprender algo
156

de la cultura de un solo pueblo estaba satisfecho con haber visto de reojo en

tan solo doce años lo que consideraba una improvisación eufórica de la

naturaleza en la persona de la gran familia veragüense, estos adorables colegas

de jolgorio que daban la vida por una fiesta, consiente, además, de que si

regresara dentro de veinte años no encontraría ni a uno solo de estas gentes de

ojos inquietos, sencillos, multiexpresivos, pero lastimosamente incáutos, al ser

producto de la aberrante desinformación que arranca en la absurda creencia de

un hombre que, supuestamente, resucitó en Jerusalem en la época del

Imperio Romano, el mismo Jesús cuyos restos, en realidad reposan en una

modesta cripta de un cementerio en Villa Shingo, Japón, donde la parte

biográfica aclara que vivió ciento seis años luego de haber escapado de la

crucifixión; un pueblo amigo al que merecía dejarlo vivir con su

desinformación intacta, su evidente xenofobia, su infantilismo tercermundista,

antes de verlo paranóico si llegara a perder la esperanza de vivir en otra vida

rodeado de sus santos,de sus vírgenes nacionales e importadas, pero sin

extranjeros. Aunque todavía no había llegado al Valle Central tanto religioso

chupa sangre la desaparición de los apetitosos gallos chilpansingos había

generado la caída total del lucrativo negocio de la producción de rótulos en

letras rojas para las haciendas. La plaza vallecentraleña había quedado en

manos de judíos y chinos, el único negocio de subsistencia era salir de

bombetas a vender empanadas con carne de gato y de perro al Parque Central,

y la desmedida ambición salarial de los gobernantes ya encarecía el país de

manera insoportable. Pese a todo, el pirateado era un ingrediente de la vida en

un medio todavía autárquico, llegando a extenderse hasta las ciudades de

David y Puerto Armuelles en la vecina República de Panamá. Los panameños


157

respondieron con muchas visitas navideñas de tamborileros, bailarinas y

bailarines negros cuyas virtuosidades majestuosas las llevaban a cabo

gratuitamente en bares, cantinas y en cualquier calle josefina, como decían los

veragüenses de la zona de Acosta, a ritmo de tambor batiente. Para disfrutar

de los tamborileros panameños llegaba gente de todos los rincones nacionales.

Aquel agite tamborelir relampagueante sin creyendo ni diminuendo se anclaba

en la mente hasta la muerte. La gente se aglomeraba a apreciar y a aplaudir

aquellas rutinas protocolarias panameñas, tan llenas de erotismo y fantasía sin

límites. Después de que el bailador sajonio se marchó para la República de

Ucrania la única repugnancia local continuaba siendo el extranjerismo

acelerado; los infaltables pleitos entre nicas, y peor aun, entre nicas y ticos,

delicadas riñas que desembocaban en crímenes nunca vistos en los grandes

claustros de los salones veragüenses, generando la consecuente desaparición

de los centros de diversión y esparcimiento, un derrotero inesperado, el

preámbulo de una etnia desgastada, donde alguien llegaba a la tienda a

comprar un kilo de huevos y los tenderos respondían que no habían huevos

pero habían esponjas y alambrinas para lavar los platos. Mas como si se tratara

de la ley más primitiva de la naturaleza universal no quedaban mecanismos

para impedir el incremento de aquellos modales de guerra migratorios donde

no existían las disculpas ni la buena educación en los aparecidos medios del

cosmopolitismo multifacético. Entonces, en vano los ticos escribían en las

paredes y en los peñascos de las carreteras, fuera nicas ojos de sapo, fuera

extranjeros, fuera todos. Los precios de los materiales para la construcción de

viviendas, inclusive, permanecían estables, la madera y los lotes de tierra para

las casas estaban al alcance de las clases más desfavorecidas, se viajaba en


158

tren cómodamente a ambos océanos, en tanto que hacía muchos años las calles

no olían a boñiga por culpa de aquellos desaparecidos vehículos de tracción a

base de equinos, pero la gran diferencia con los tiempos presentes era

precisamente el protagonismo glorioso de los veragüenses en aquel ayer de

unidad familiar, en comparación con el advenimiento de un individualismo

impulsado cada día por toda clase de superfluidades. Un poco más abajo de

los cerros frailejonezcos en el actual mapa de la Tierra figuraban las blancas

veredas entre fértiles cafetales, guineas e itabos floridos como plegarias verdes

bajo la fresca bruma donde poco importaba para sus habitantes conocer de

dónde emergieron en estas tierras de indios donde las matemáticas, la historia

y la nomenclatura carecían de importancia y las premuras del tiempo eran un

vacilón que se curaba con maracas, pero ya era fácil captar desde la óptica de

la noticia escrita el motivo y la razón de las carcomientes directrices que

amenazaban drásticamente el singular estilo de vida local. Particularmente,

uno de esos duros vacíos en el alma se sintió de repente con la desaparición de

los muy queridos tambolireros panameños y sus virtuosidades bailables

acostumbradas todos los años en la primera semana de diciembre. La

consternación por la desaparición de los tamborileros no se hizo esperar;

reinaba el acoso y la amargura, pero además los santos y las pocas vírgenes

que habían en el Valle Central no escuchaban plegarias, parecían sordos de

veras. Así como en los lejanos tiempos posteriores a la colonización española,

nada sabía el mundo de esta clase de odiseas de xenofobia mal logradas en la

lotería de los medios, concretamente en una Veragua donde la causa seguía al

efecto como la sombra al cuerpo. Por supuesto, nadie podía entender el dolor

de los locales a la hora de abandonar el amado terruño. En cuanto a odiseas


159

del momento, el mundo lograba entender la protagonizada por los Estados

Unidos en su sangrienta guerra en tierras vietnamitas; la odisea vivida por los

alemanes en ambos lados del Muro de Berlín; la odisea de los ugandeses

delante del régimen de terror del dictador Idi Amín Dada; la odisea de los

chilenos enfrentados a la rigurosa dictadura de Pinochet; la odisea de los

camboyanos enfrentados al genocidio protagonizado por Pol Pot, mientras

todas las noticias de la época no pasaban de ser simples alimentos de tertulia

en el Sótano «Le Papillón» del centro de París, un café bar de más de

doscientos años de fundado donde músicos y filósofos ticos consiguieron

resolver sus inconvenientes de emigrante y los clientes parisienses habían

descubierto la noticia más insólita del siglo XX: los carros se habían inventado

para arrollar ciclistas y peatones solitarios en el Valle Central. Napoleón

Bonaparte, quien en su tiempo frecuentaba el mismo sótano a escondidas de

los militares habría encontrado el caso del Valle Central, con sus extraños

crímenes y suicidios, como víctima de una sociedad colapsada por múltiples

factores, teniendo en cuenta que varios de sus valerosos soldados llegaron al

punto de suicidarse por la trágica muerte de «La Resbaladiza», quién después

de haber sido asfixiada por los sesenta soldados, fue arrojada al mar para que

fuera comida por las langostas. En cuanto a aquellos que por algún motivo,

razón o circunstancia fueron sorprendidos echándoles encima el carruaje con

todo y caballos a los peatones, nunca se salvaron de haber sido drásticamente

castigados por la ley napoleónica. Ya desde la época de Napoleón, poco a

poco «Le Papillón» se había ido transformado en un lugar ameno, en un centro

de fuentes fidedignas bien informadas, en un lugar donde llegaron a salir a la

luz óperas de prestigio, célebres compositores; en un centro histórico donde


160

cualquier cliente recibía una carta grata o ingrata en el momento menos

esperado, tal como le llegó a suceder al mismo Bonaparte poco antes de su

última campaña en Waterloo: una cálida noche parisiense, en Le Papillón Café

Bar, le había sido entregada una determinante respuesta del Valle Central

firmada por Cleto González Víquez, de tema reducido y gramática fácil, cuya

carta decía: «Agradecido y asombrado el suscrito acusa recibo de su amable

carta de felicitaciones por haber sido nombrado Presidente del Valle Central;

ante su pregunta de si es cierto o falso que en esta parte del mundo un

presidente es visto por el pueblo con la misma categoría de un lustra botas

debo responderle que es cierto». Napoleón Bonaparte introdujo el papel en la

bolsa de la guerrera, y los guardaespaldas y clientes más cercanos fueron

testigos de haber visto en ese momento al hombre más triste y solitario de la

Tierra. Ciento cincuenta y un años después, en Le Papillón Café Bar, le

correspondió al tenor tico Murillito aclarar la verdad respecto a aquel cruce de

correspondencia entre el emperador Napoleón Bonaparte y el presidente

vallecentraleño don Cleto González Víquez. La carta de felicitaciones que

había sido enviada por el Emperador Bonaparte existía intacta, bien

conservada, protegida en el Museo Nacional del Valle Central, pero la parte

más atractiva del comentario entre los comensales de «Le Papillón Café Bar»,

surgió cuando el tenor Murillito aclaró que los nombres de Cleto y Anacleta

fueron prohibidos por los eclesiásticos vallecentraleños en el siglo XVII por

feos y por tener la apariencia de los nombres de las epidemias mortales como

el crup y la malaria. Últimamente había sido un violinista tico, quien trabajaba

en la Opera de Viena, el que se presentó en «Le Papillón Café Bar», con la

desagradable noticia de que la capital vallecentraleña estaba transformada en


161

un sanitario público, de tal manera que al caminar por aquellas calles uno

debía cuidarse de resbalar en una caca humana. Posteriormente comentó el

violinista que el puente más encantado del mundo no era el de la Torre Eiffel

sino el Puente de «Los Anonos» en la ruta hacia el Cantón de Escazú y el

Puente Zurquí, al este de Tibás, por ser los dos lugares estratégicos desde

donde se estaban lanzando los ticos impulsados por su necrófilo entusiasmo de

dejar de existir. Hablando de fauna, ecología y árboles universales en «Le

Papillón Café Bar», el violinista tico había llegado a aclarar que el árbol

genealógico no era el más importante de la humanidad sino «El Ratoncillo»,

un corpulento árbol de follaje frondoso donde ya se habían ahorcado varios

centenares de ticos, ubicado en las afueras de la ciudad de San Ramón de

Alajuela, el cual la policía había tenido que prestarle verdadera atención, antes

de tener que cortarlo, lo cuál estaba rotundamente prohibido por el Organismo

de Reforestación Ambiental que había hecho su debut en la época en que se

apareció en el Valle Central una generación de jóvenes indeseables, ordinarios

por naturaleza, dedicados a gritarle toda clase de vulgaridades e insultos a los

peatones, y prontamente se daban a la fuga. El violinista tenía razón. Además,

de la noche a la mañana había surgido en el Valle Central el conocido timo del

amarraperrismo (amarrar el perro: gente acostumbrada a esconderse de los

acreedores para no pagar las deudas en las que había incurrido). Aquellos

nuevos veragüenses o, espantapájaros como se les llamaba, eran una extraña

clase de jóvenes marrulleros, de veras, vestidos de algodón, que no se robaban

un hueco porque no encontraban la forma de arrancarlo de la tierra; un

ingrediente social difícil de resolver para cualquier psicólogo, incluidos los

doctores del Hospital Siquiátrico que ya tenían suficiente trabajo con los
162

pregoneros del fin del mundo, un gremio de hombres de Biblia en mano que

habían llegado procedentes de Honduras y El Salvador poco antes de la

histórica visita del presidente John Kennedy. Por supuesto aquel feo

ingrediente social, solo servía para empeorar la crisis de suicidios,

desplazamientos y alienaciones entre la frágil y mermada población de la etnia

ancestral, mientras los trabajadores de las municipalidades escasamente

habían logrado sanear un poco las calles de la abundancia de perros callejeros

en procura de impedir la presencia de tanta caca en las aceras; todo lo cual era

un trabajo perdido ante la proliferación de indigentes, alcohólicos y

drogadictos, quienes dormían en las aceras y hacían sus necesidades

fisiológicas en la vía pública. «Era preferible la tolerancia de los

espantapájaros», decía la gente, a pesar de que se sabía a ciencia cierta que

habían sido estos malditos los que le habían robado la valija con la plata al

Presidente Kennedy a su llegada al aeropuerto, los mismos malditos

espantapájaros que acostumbraban a llamar por teléfono a las casas ajenas, a

cualquier hora del día o de la noche, preguntando por la casa de la Familia

León; y cuando el casero respondía que no, los indecentes respondían: «Qué

clase de animales viven ahí». El mundo no dejaría de ser raro; después de

doscientos cincuenta años, ya nadie comía totoposte, ni en la Tierra ni en los

mares, ni sabían el significado de la palabra «totoposte», ni los ingredientes

para la preparación del totoposte, ni quién inventó el totoposte cuya

exportación introdujo tantos dividendos al país en los tiempos de Castilla de

Oro, pero en las comisarías estaban convencidos de la urgente necesidad de

inventar un totoposte capaz de solucionar los inconvenientes modernos

tomando como basamento las afligidas opiniones de los ancianos y las


163

ancianas quienes añoraban los lejanos tiempos de El Alacrán donde la única

escolaridad eran las maracas, las labores agrícolas, la pezca, las técnicas para

entrar en la cocina en tiempos de invierno para no verse sorprendido

repentinamente en las fauces de un cocodrilo hambriento, y de veras eran

rescatables las opiniones de los ancianos en el sentido en que en los tiempos

de El Alacrán cualquier gobernante se habría encargado de fusilar brujos,

gamberros y horoscopistas por tratarse de personas que dificultan la vida

como quien insiste en ponerle cinco patas al gato, y al observar con

obstinación la carcomida impronta ancestral, francamente con las empolvadas

maracas colgando de clavos en las viejas paredes, y la forma vergonzosa como

iban desapareciendo los hombres agrestes de aquella época en que los

problemas se solucionaban con la bayoneta calada, los viejitos aseguraban:

«Hoy en día se necesita ser joven para ser bien güebón». En este momento la

disconformidad no solo era una renuncia a la naturaleza de todas las cosas;

más bien era una réplica del clásico encuentro entre nuevas y viejas

generaciones, entre patriarcas y novicios, entre foráneos y nativos, entre gente

que prefería no hablar cuando los patriarcas nativos aseguraban con fervor que

si tuvieran veinte años menos de edad se arriesgarían a mudarse a otro

hemisferio, inclusive a pie; que uno está aferrado y vivo gracias a lo poco que

le queda de vida; que la humanidad logra madurar hasta con los fenómenos

sucedidos a larga distancia obligando e toda clase de animales a huir de los

embates de la guerra y de la misma naturaleza; que uno prefiere volverse loco

para mantenerse cuerdo. Sin diploma de académicos pero con la sabiduría que

da el tiempo, esta clase de patriarcas eran en este momento la única gente que

se atrevía a silvar y cantar traqueteantes canciones que nunca lograron llegar


164

al pentagrama por lo apresurado de las circunstancias, principalmente por la

muerte del compositor, maraquero y cantante Tino Cuevas acontecida en un

octubre de ciento tres años atrás al naufragar la canóa en la que pescaba

pargos rojos en Bahía Drake. Antes de meter la pata o tartamudear delante de

estos caballeros de los años viejos, valía la pena decir que era correcto que la

economía y el hambre continuaban siendo la más dura de las guerras, «cuando

en estos momentos de tensión mundial la gente emigra en vehículos aéreos y

terrestres –comentaban los patriarcas veragüenses-, la gente de hace seis mil

años lo hacía en camellos, elefantes y a pie». Empero, para las señoras de

avanzada edad, la munición de vida continuaban siendo los milagros del

camello Nefer, encargado de espantar los huracanes e impedir el óxido de los

picaportes en las fallebas, y el orgullo de haber conocido a gente importante

como Sacramento Loría y a Magnolia Moliranes, la mujer que descalabró al

general Morazán al zamparle una pedrada en la cara. Espectacularmente entre

las personas de mucha edad habían quienes se idenficaban con nombres como,

Pèrgamo, Sodoma, Gomorra, Babilonia, y, Babilonio, nombres que fueron

solemnemente rechazados en los lejanos tiempos del cura Romero. Si. Antes

de caerles antipático por indiscreto había que darles la razón a los patriarcas al

asegurar lo beneficioso de todas las guerras -según ellos, por tratarse de gestas

heróicas donde los ejércitos procuraban recuperar de los yugos económicos y

prejuiciales a las criaturas aún no nacidas para sustentar la carga del comercio

injusto, la caprichología de los reyes y hasta la avaricia de la industria-. Lo

más extraño para el encuestador austriaco quien se protegió en los bunkeres

romanos de los bombardeos entre aliados y alemanes consistió en que no

podía ser posible que gente como la veragüense a quienes se les dificultaba
165

explicar la dirección para llegar a cualquier parte en su propio territorio fueran

capaz de asegurar que la reciente guerra sellada hacía un par de décadas en la

Conferencia de Yalta, estaba erróneamente nombrada y titulada como la

Segunda Guerra Mundial por descartar las miles de guerras mundiales desde

el surgimiento de la agricultura y la recolección de alimentos, en el paleolítico.

Concretamente, la taza se había llenado para los veragüenses cuando por

primera vez en toda la vida se comenzó a ver gente anclada, asando tortillas de

maíz en el comal, debajo de los puentes de las ciudades y en las orillas de los

botaderos de basura, y la floresta que en un ayer demasiado reciente olía a

jazmines y azahares ahora olía a vapor de frijoles hirviendo en ollas de

chabola por toda la jungla, y las calles de la ciudad capital estaban

impregnadas con el popó de los indigentes y los perros callejeros, y para

almorzar era preciso retirarse hacia los alrededores del centro donde no se

viera mucho arcángel orinando en las aceras. Entonces en el «Café Bar Le

Papillón» de París, los emigrantes ticos estaban seguros de haber sido

traicionados por la nueva sucesión de gobernantes modernos, los posteriores al

periodo del descarrilamiento del tren sobre un conocido puente llamado El

Virilla, la misma casta de gobernantes que tenían entre la espada y la pared a

los compatriotas que permanecían en el terruño. Claro que un analista agudo

como el tenor «Murillito» había dicho en «Café Bar Le Papillón», con mucha

razón, que de los ticos solo quedarían en pie los bustos de algunos de sus

próceres, baluartes y estandartes en los pocos parques, y unos pocos retratos y

videos a blanco y negro que alguien filmó por casualidad. Efectivamente, uno

de esos retratos a blanco y negro ya estaba colgando de un clavo en la Casa de

Gobierno del Valle Central. En él reposaba el rostro de un hombre de piel


166

blanca cuyos ojos de sapo lucían la misma actitud de desconcierto y tristeza

que lo embargó aquella tarde de abril al verse cara a cara con el General

Morazán, el hombre que lo había condenado por sátrapa, y lo confinó al

destierro inmediato: era el cuadro del antiguo gobernante Braulio Carrillo, el

recordado «Sapo de Loza», quien en su tiempo llegó a ordenar el fusilamiento

de, hasta seis incautos campesinos por día. En el «Café Bar Le Papillón», se

entendía que la mejor forma de encontrarse con la historia de la humanidad

arrancaba desde el momento en que nos encontramos por primera vez en un

país lejano, de tal manera que la repetición de la misma alucinante historia

producía el fenómeno de la recivilización constantes, pero sin dejar de ser un

gato a la deriva como el General De Gaulle quien aún no había terminado de

solucionar un problema cuando ya se le presentaba otro más complicado.

Inmediatamente el General Charles De Gaulle le aplicaba su consabida

sabiduría de la regla de tres simple directa. Se trataba de un método que ya

había sido inventado sesentaidos años atrás por el Presidente Oreamuno, un

gobernante vallecentraleño. El método consistía en dejar correr el río. Así, en

esa época cuando la gente acosó al Presidente Oreamuno para que sacara los

prostíbulos del centro de las ciudades hacia partes más alejadas, el sabio

Presidente respondió: «Para solucionar el problema de los prostíbulos habría

que ponerle un techo a todo el Valle Central». El encuestador austriaco, en

este caso, fue más parco: «El pueblo que no logra vitalizarse con equis

migración -decía- se menoscaba. Si aquel pueblo finalmente desaparece el

acontecimiento no deja de ser un fenómeno en el que nadie tuvo la culpa».

Cuando la gente acudió de nuevo al Presidente Oreamuno para que eliminara

la prostitución de una vez y por todas, el presidente respondió: «La


167

prostitución es la única forma eficaz para que los pueblos menos brutos se

liberen de los prejuicios del machismo». En efecto el Valle Central era el

pueblo menos machista del mundo, y los eclesiásticos nunca volvieron con su

queja, y el pueblo continuó siendo feliz hasta la llegada de los extranjeros con

sus nuevas vírgenes, y sus recomendaciones de santos y talismanes

milagrosos, incluido «El Sagrado Diente de Buda», y los nigromantes

capacitados para saberlo todo. En la variabilidad del nuevo ambiente

vallecentraleño sumido en la paranoia, pueblos, parques, casas clandestinas,

paradas de autobuses, se habían llenado de sospechosos y exaltados profetas

mesoamericanos, de Biblia bajo el brazo. En medio de su pregón religioso

algunos decían no saber mucho más que el enciclopedista San Isidoro de

Sevilla en asuntos de cielos, dioses y paraísos terrenales. El recién fundado

Hospital Siquiátrico permanecía lleno de enfermos mentales de verbo

incoherente, famélicos hombres y mujeres recogidos deambulando en calles y

carreteras. Según los expertos de la mente aquella epidemia de

esquizofrénicos era comparable con cualquier acontecimiento de acoso

excesivo padecido por los humanos en cualquier parte de la Tierra, incluido el

acoso mesiánico, los acosos económicos, los acosos de supervivencia, de

guerra, de calamidades; los diferentes tipos de acoso congénito, el acoso

pasional, el síndrome del fugitivo. Dada la singularidad de las incoherencias y

la esencia de las mismas, la proliferación de desquiciados en el Valle Central

entre los que abundaban redentores y profetas era producto de la pobreza, la

desintegración social y las ambiciones mesiánicas entre analfabetas teniendo

en cuenta que en tan solo un par de décadas el país había dejado de

comportarse comunitariamente para caer en el individualismo. Recientemente


168

se internó a un desarrapado hombre de la calle caracterizado por asegurar

haber visto a dios sin tener tiempo para tomarle una foto debido a que tenía la

cámara empeñada en las compra ventas de la zona roja. Tres días después

recobró su libertad al haber denunciado al siquiatra Gabriel Gaitán Uribe

acostumbrado a abochornar a los internos con una reprimenda poco ortodoxa:

«si no están capacitados para desquiciados -les decía a los internos- para qué

se meten a locos». El doctor Gabriel Gaitán Uribe fue despedido

inmediatamente. En cambio, la policía preventiva consideraba que a los

nigromantes se les debían las cátedras relacionadas con la existencia de los

«cachimalos» de Buenaventura, la única gente sobre la faz de la Tierra capaz

de robarse un hueco. Parecían clarividentes aunque cachetones como los nicas.

Además, los nigromantes andinos hicieron la demostración de la forma como

los malditos «cachimalos» lograban robar un par de calcetines sin tocarle los

zapatos al ofendido. Como expertos en la naturaleza bucólica y espuria del

diario acontecer veragüense difundieron la eficacia milagrosa de los santos de

yeso, los talismanes para la buena suerte, el origen simio de la raza humana, el

carácter mutante de los estorninosaurios, las Eras de la decadencia; el

advenimiento de la cumbia barulera, un fenómeno musical que no alcanzarían

a degustar los últimos rezagados autoctonos que merodeaban dia y noche en

los alrededores de los parques esperando algún pequeño milagro de La

Damasquita por el amor de Dios; el carácter primitivo de las lámparas de

canfín, y comentaban respecto a la reciente desaparición en la lejana Patagonia

Argentina de una etnia conocida como los onas cuyos rasgos físicos eran

idénticos al de los egipcios de los tiempos de los faraones. Los tales onas eran

los mismos patagones dueños de un triste historial de enfermedades virulentas


169

y guerras perdidas desde los tiempos de la colonia. Una tienda exclusiva

dedicada a la venta de burkas milagrosas con categoría de talismanes de la

buena suerte, importadas de Persia, quebró por culpa de su propio dueño, el

conocido señor Paul Bernanko quién fue descubierto maniobrando los linos

para las mencionadas prendas en su propio taller de costura en la Calle

Central. Mejor suerte corrieron los vendedores de una santita de yeso de

veinticinco centímetros de alto conocida como La Damasquita, de la que se

vendían cada año más de diez mil ejemplares durante los cinco días de la Fista

de los Milagros que se llevaba a cabo en los primeros días del mes de agosto,

a ritmo de romeros, en una prolongada caminata de más de cuarenta

kilómetros hasta llegar al Templo de Monte Claro. El país estaba lleno de

«cachimalos» y «cachimalas». Por el momento, el raponero conocido en el

argot del hampa con el remoquete de «Muertito», el único ladrón de la valija

del dinero del presidente Kennedy, estaba en la mira de los nigromantes. Ya

en los tiempos del apogeo de la canción «Gorrioncito de mi vida» los

veragüenses más ancianos advertían respecto a la forma vertiginosa como el

país se había llenado de gente cachetona, amante de vírgenes lejanas, santos

cristos y manos poderosas, todo un saldo epidémico, algo que irritaba sobre

manera como una papa caliente en la boca a la reducida y enloquecida casta

veragüense enterada del fallecimiento del último de los onas a la edad de

treinta y nueve años en la ciudad de Ushuaia en Tierra del Fuego, mientras el

encuestador austriaco enterado de tanta sorna por parte del extranjerismo

reinante, no podía menos que detestar al gremio de los nigromantes por

comentar de mala manera el fracaso en los ejercitos napoleónicos de Berenice

Madrione, La Resbaladiza, y sobre todo cuando estos advenedizos aseguraban


170

con toda displiscencia que en las zonas polares no había espacio para las

maracas por ser tierra de osos y pingüinos; por lo demás, un contumáz gremio

de chamanes de etiqueta con el que solo estaba de acuerdo en el sentido de

que la fe es un fenómeno democrático al igual que las romerías religiosas son

claros diagnósticos del índice de desinformación de los pueblos; a fin de

cuentas, nunca hubo quien advirtiera que las etnias son como los cuerpos que

mueren poco a poco por falta de defensas delante de tanto inescrupuloso;

además, la intuición histórica había dejado de ser local desde la época del

fonógrafo y las vitrolas para transformarse en la historia de deprimentes

personajes babilónicos extraídos de libros beduinos, cábalas, reverendos y

chamicanes, mientras que lo único moderno en el campo de la folletería

callejera eran las portadas del difunto Adolfo Hitler, mejor conocido como

“Dolfillo”, y el libro de los instrumentos didácticos para el hábil aprendizaje

de la biomáticamaraqueristica acelerada del olvidado compositor

bahíadrakense Agonía Matarrita, el mismo pregonero de la desinformación

experimentalista basada en los colmillos, el desaparecido cantautor del tema,

el licor que le meto a la barriga prontamente se me sube a la cabeza. Hace

pocos días, los encargados del archivo veragüense le echaron la culpa a

ochenta y seis láminas de zinc que salvaguardaban de la lluvia la Casa del

Archivo Histórico. Toda la documentación histórica desde los tiempos de Sir

Francis Drake fue derretida por el moho, pero un talentoso mecanógrafo logró

recuperar suficiente Historia con la colaboración de la Biblioteca Pública de

Guadalajara, donde se recuperó la cartilla, En el marco pondré tu retrato, con

las técnicas para sembrar el flamboyán amarillo y la jacaranda. Recalcante e

intrépido don Harmand estaba seguro –y estaba escrito en su tratado- que lo


171

bueno de cualquier confusión consiste en que todas las confusiones pueden

llegar a ser entendibles. «Cuando en un país desaparece la austeridad

económica -les había dicho el encuestador austriaco- el siguiente paso suelen

ser las trampas de subsistencia». Y aunque parecía increíble que el Santo

Cristo de Esquipulas o La Virgen de Coromoto de las Montañas del Torves

del Yaracuy de Venezuela fueran capaz de ejecutar algún milagro, ya los

ancianos ticos le habían dedicado un mundo de plegarias a La Gran Medalla

Milagrosa, una medalla que nadie había visto. Los nigromantes en cambio,

aseguraban la eficacia del «Sagrado Diente de Buda». «El mero retrato del

diente en la cartulina -decían- era capaz de impedir la llegada de los

extranjeros y hasta de ayudar a ganar el premio de la lotería, y no había

necesidad de irse a residir a la República de Bután donde las camas para

dormir estaban empotradas en las partes más altas de las peñoleras». Por

supuesto, el «Sagrado Diente de Buda» fue puesto en la lista de esa clase de

importaciones de la Tierra especializadas en hacer milagros. Aunque

inorgánico por el rápido paso de los años, el logro más importante había sido

el de los nigromantes colombianos por la deslumbrante peculiaridad con la

que detectaron las hábiles manos del incógnito raponero «Muertito» después

de dieciséis años, cuatro meses y veinticinco días contados a partir del

momento en el que alguien en el aeropuerto se llevó la valija más importante

correspondiente a la delegación integrada por los cuarentaidós especialistas

del Presidente Kennedy. Por supuesto, después de más de diez años de haber

pasado el vergonzoso incidente de la valija, el caso había caducado. De entre

los más peligrosos raponeros señalados e investigados en el Departamento de

Criminología, respecto al robo de la valija, no fueron los europeos, como se


172

sospechaba en las altas esferas de la policía, ni fue Mino, el uruguayo, ni

fueron los nicas ni los salvadoreños. Fue «Muertito», un hombre de más de

cuarenta años, reconocido tahúr, habitante de los bunker de la zona roja donde

se decía que: «Hasta le daban la dormida sobre las mesas de billar». Ya

transformado en un caballeroso empresario de bares, siempre vestido de traje

y corbata, «Muertito», el turrialbeño, regentaba uno de sus bares ubicados en

las inmediaciones del Monte Nacional de Piedad, por lo cual siempre se dijo

que: «Los nigromantes colombianos debieron haber llegado al país por lo

menos cien años antes de haber sido contactados, no tanto para que ayudaran a

capturar malhechores como para que impidieran la llegada de los extranjeros,

principalmente los nicas acusados de ser los culpables de los suicidios entre

veragüenses». Por el momento, el peor fiasco de la historia había sido no

haber logrado dar con gente tan eficaz como los nigromantes colombianos.

Particularmente, el nigromante Hipólito Bermúdez, nativo de Fusagasugá, se

había popularizado mucho desde una tarde de enero en la que descifró una

acalorada tertulia multitudinaria en el Parque Central donde el mayor número

de gentes ubicaba a la canción, ahí viene la perra con la lengua afuera, como

el máximo tema musical en los últimos doscientos años. El nigromante

Hipólito Bermúdez simplemente atrajo a los enfurecidos tertuliantes hacia la

pared norte de la Catedral, extrajo de un saco sucio una linterna del tamaño de

un brazo, proyectó el aparato metálico contra la pared de la Catedral, y

presentó una película a todo color en la que se destacaba una orquesta

integrada por veinte maraqueros vestidos de rojo interpretando frenéticos un

swing de los tiempos de los filibusteros. El atractivo tema musical se titulaba,

«el licor que le meto a la barriga prontamente se me sube a la cabeza». Había


173

sido escrita y musicalizada por el talentoso compositor bahíadraquense

Agonía Matarrita. Ese tema musical desplazó al de la perra con la lengua

afuera. En el tercer lugar apareció en la pizarra el espectacular tema musical

El Gato Gregorio, del extinto compositor Sacramento Loria, que pudo haber

sido el ganador – por la fuerza de su rítmica caliente-, de no ser porque la letra

se refería al papa Gregorio del siglo XIV, de quien, según el jurado calificador

“no valía la pena rememorar a un hombre tan nefasto para la humanidad, el

mismo papa que diagnosticó exterminar a los gatos por diabólicos, causante de

la peste negra”. Los del jurado calificador, envejecidos bailarines del siglo

anterior, se preguntaban cómo es posible que la humanidad continúe

aceptando cosas tan falsas como las religiones. El compositor Agonía

Matarrita figuraba en el filme del nigromante Hipólito Bermúdez en el que se

veían todos los músicos amenizando una tumultuosa fiesta. En el filme,

escalofriante y funesto, el músico Agonía Matarrita era el más cachetón y

moreno de todos, tenía ojos y dientes de chimpancé, y cantaba su canción e

interpretaba las maracas de jícara con ritmo contagiante. El inesperado

fenómeno de la gran debacle veragüense saltaba a la vista desde la época de la

expulsión del millonario Matute Gómez. En vano los gobernantes procuraron

reforzar el deteriorado sistema educativo con miras al restablecimiento del

desgastado sentido de la amabilidad, la prudencia, el optimismo. Pero, el

efecto dominó fue más drástico, arrasante y despiadado cuando de la noche a

la mañana desaparecieron los salones de baile, las cantinas con comida

gratuita para la clientela, la generosidad de los cafetaleros, la solidaridad

ancestral. Se había hecho presente el individualismo y la indiferencia social.

Unos pocos veragüenses lograban entender que del pasado no quedaban ni


174

fusiles ni bayonetas ni cuero ni totoposte, ni marimbas ni dulzainas y, en

comparación a una fuerza de brazos caídos, se podía estar seguro de la

elegancia y el aplomo del recordado ejército zambo mosquito del General

Carlos Matías Yarrince. Sin embargo, para el encuestador austriaco la pista

más contundente respecto a la extinción de la etnia tica o «etnia veragüense»,

según el carcomido cuaderno del mismo, no fue la declaración del indiscreto

actor hollywoodense, desde aquel momento en el que declaró respecto al Valle

Central: «Que era el país más triste que había conocido». Menos volcánico

pero más filosófica había sido la declaración del timbalero y cantante

puertorriqueño identificado como Daniel Santos de León quien, ante la misma

pregunta de cómo le había parecido el Valle Central, lo había dicho muy claro:

«Un país sin pachanga es un país muerto en vida». A diferencia del

encolerizado actor hollywoodense quien solo había estado dos días en el país,

el pachanguero puertorriqueño había estado todo un mes, habiendo padecido,

al igual que el actor, el mismo desdén de soledad y de melancolía solo

comparable con las pompas necrófilas. Lamentablemente, Santos de León

nunca logró conseguir trabajo de timbalero, ni de cantante, ni de animador de

pachangas, pues hasta los empresarios de conciertos y turnos callejeros habían

clausurado sus negocios desde la Semana Santa de hacía ya muchos años. Para

colmo de males, el pachanguero puertorriqueño, apático al triste sonido de los

violines, tropezaba diariamente con un repetitivo título en los periódicos,

recalcando: «Para qué tractores sin violines». El pachanguero entendía

perfectamente que se encontraba en un país donde reinaban los tractores y los

violines aunque estos no se veían por ninguna parte. En realidad, el

comentario nacional trataba en ese momento de la frase de un antiguo


175

gobernante vallecentraleño, el mismo que había invertido dinero en una fuerte

remesa de tractores y violines, en aras de fomentar nuevos derroteros para las

nuevas generaciones de veragüenses, tan parecidos a la estatua del indio

Garabito ubicada en el Parque Central, vértice de información del diario

acontecer, principalmente desde «El Café y Restaurante El Diamante»,

permanentemente abastecido las veinticuatro horas del día, por una clientela

de mariachis vestidos de negro. Todas las tardes, entrada la noche, una

procesión multitudinaria perfumada de incienso, daba la vuelta al parque

llevando cristos y santos de yeso cargados en palanquines por sexagenarias

damas de rostros desconsolados. Cuando la procesión pasaba frente al «Café y

Restaurante El Diamante», los mariachis se encerraban solemnemente dentro

del restaurante, en una manifestación de profundo respeto al acto religioso.

Todos los días, desde las seis de la mañana los alrededores del parque se

llenaban con los buses urbanos y los pregoneros del fin del mundo. Estos

gamberros y desquiciados sin ley eran conocidos como pastores, pero eran tan

estorbosos, coléricos y gritones que la gente poco más o menos culta se

preguntaban para qué descubrió Núñez de Balboa la ruta de Veragua. Esta

efervescencia mesiánica progresiva se debía a la presencia masiva de

reconocidos «pueblos diosilavirgen», un extenso conglomerado de castas

aborígenes que daban gracias a dios y a la virgen por todos los menesteres de

la vida diaria, inclusive hasta por el acto de defecar, y databan desde los

lejanos tiempos del Emperador Agustín de Iturbide y de los recordados

estorninosarios de Tlapantla, la época en que abandonaron sus arcos, sus

flechas, su predilección por la carne humana, y en poco tiempo terminaron

arrodillados delante de supuestas imágenes de santas milagrosas pintadas


176

dentro de marcos de vidrio. Por el momento, suponían lugareños y

nigromantes que el gobierno central veragüense sería la persona indicada para

capturar a todas las pregoneras y pregoneros religiosos y mandarlos a matar

culebras a Puerto Jiménez, a recoger basura, a destaquear cañerías, a enderezar

calles, a echarle veneno a las ratas que proliferaban por doquier, pero

principalmente capturar a esos cachetones de Niquinomo, Quetzaltenango y

Tlapantla y mandarlos directamente a recoger excrementos y borrachos en las

aceras de la zona roja; y si la ley no era capaz de poner los puntos sobre las

íes, era sin lugar a dudas porque se trataba de un gobierno integrado por

retrógradas, lo cual no era extraño en un medio donde ya reinaban la

informalidad, la mentira, la mala intención, y en lugar del saludo cordial de la

gente civilizada se detectaba en todas partes un gruñido de perros

hambrientos. Dadas las circunstancias, al pachanguero y maraquero Santos de

León lo invadía el infortunio en estas tierras de profunda tristeza invernal,

ranchería e ignorancia sin límites, al punto de tener que solicitar la posada

diaria en la cárcel municipal de Cuesta de Moras. Cuando no habían

procesiones religiosas llegaban los bulliciosos pregoneros fanáticos de la

Virgen de «La Purísima» de Nicaragua. Los fines de semana llegaban los

pregoneros celestiales, los brujos de Chinandega, los tahures de la bolita, los

pachucos de Paso Ancho, los nigromantes de Barrio Luján, los expertos en los

poderes del Palo Mayombe de Barrio Cuba. En tan solo diez días, el

Pachanguerito de Puerto Rico, radicado en Barlovento de Venezuela, había

llegado a transformarse en un exacto reloj vallecentraleño: a las ocho de la

mañana se desayunaba gallo pinto con huevos picados y café en «El

Diamante» de los mariachis; a las dos de la tarde llegaban los vendedores de


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paraguas; a las tres de la tarde caía el primer chaparrón; a las cuatro de la tarde

pasaban los carros perrera de la policía capturando maleantes, sospechosos y

prostitutas boconas; a las cinco de la tarde la neblina de las montañas cubría

toda la ciudad; a las siete de la noche desaparecían del parque los pregoneros

del fin del mundo; a las nueve de la noche la ciudad lucía fantasmal; a las diez

de la noche había que ir a buscar a los policías de la cárcel de Cuesta de

Moras; a las seis de la mañana los carceleros repartían el café caliente y daban

la orden para que se fueran todos los capturados durante las noches; a las once

de la mañana salía el avión Siete Dos Siete, Líneas Aéreas del Caribe, desde el

aeropuerto internacional de Veragua del Valle Central, en vuelo directo al

aeropuerto internacional de Macuto, La Guaira, Venezuela. Para el

parranderito venezolano, como lo llamaban en la calle, en el parque y en la

cárcel de Cuesta de Moras, el Valle Central no solo era un país triste donde los

borrachos frecuentaban dormir en las aceras, también era uno de esos lugares

del mundo donde se podía detectar inmediatamente el alto índice de

subdesarrollo social, partiendo del punto de vista de los mismos compañeros

de celda, quienes inclusive no dejaban dormir por estar hablando, comentando

y repitiendo toda la noche respecto al poder de las vírgenes y los santos. Para

el extranjero Santos de León era alucinante y majestuoso observar las

parvadas de oropéndolas revoloteando sobre sus descolgantes nidos pero era

claro que a diferencia de los mansos y cristalinos ríos del refrescante bosque

veragüense, en las ciudades el ambiente estaba plagado de múltiples y

sospechosos ingredientes de subsistencia, dificultades y exasperaciones.

Inclusive, en una de esas lúgubres celdas donde cada noche metían hasta

cuarenta capturados, un melancólico veragüense expresó su deseo de pedirle a


178

dios el favor de no resucitarlo en el día del juicio final para no tener que

volver a sentirse entre extranjeros. Era un sentir popular muy conocido y

generalizado, pero Santos de León no tenía forma de echar una maldición para

que los veragüenses se extinguieran más rápido de la cuenta por la razón de

entender que también en su anhelado país del exuberante Roraima y el dulce

piñonate detestaban a los «musiues» por tacaños y extranjeros, de la misma

manera que los veragüenses detestaban a los extranjeros de los «pueblos

diosilavirgen» por tráfugas, desgarbados y por el maldito vicio de comer carne

de iguanas. En cuanto al melancólico sangre de yuca que dijo las ofensivas

palabras xenofóbicas, no había que tomarlo en cuenta pues su efectiva

identidad denotaba la gloria y la derrota ancestrales de una gran familia en

vísperas de muerte, una familia que de veras se extinguía como el suplicio

latente de ciertos pájaros enjaulados, y si por casualidad esa gran familia había

llegado al punto de entender que la desinformación religiosa, política y

cultural eran el vivo retrato de nuestras cualidades cavernícolas ya era muy

tarde para corregir nada por ser la xenofobia un asunto exclusivamente

individual que no se puede curar con ninguna vacuna. Por su parte, el capitán

Blanco, el buen jefe de los carceleros, jamás olvidaría la respuesta del

extranjero De León cuando, durante una fría mañana de su última entrevista

en el férreo portón de salida del reclusorio al preguntarle porqué se iba del

Valle Central, el extranjero respondió reflexivo: -Ya que por desgracia me

correspondió haber nacido en uno de tantos países subdesarrollados -dijo-, a

fin de evitar tanta vergüenza, prefiero pasar el resto de mi vida tocando el

tambor en Barlovento. El capitán Blanco no pudo entender mucho respecto a

la perorata con acento venezolano del extranjero De León por encontrarse en


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ese momento entretenido comiendo arroz con leche. Era evidente la

desaparición de los nativos veragüenses en tan poco tiempo; imperaba el

estado de torpeza local en la nueva población vallecentraleña pletórica de

nubes negras con sus habitantes mustios de aspecto desorientado, sin camisas

ni blusas ni enaguas ni fragancia ninguna; estaba muy claro el punto de

inflexión de las etnias que pasan a la historia por carecer de programas de

defensa, y hasta se podía coincidir con el extranjero De León en el sentido de

que no eran suficientes el sol ni las estrellas si no habían maracas ni tambores;

pero además en la oficina de la Comandancia de Guardia corroboraron

alarmados, como quien descubre el agua tibia, la existencia de los pueblos

diosilavirgen más allá de Cutú y Bahía Drake, «un ingrediente supersticioso y

dañino incrustado en nuestra carne desde quién sabe cuándo», comentó De

León,¨ y hay que ver a las señoras dándole gracias a dios y a la virgen por que

se secó la ropa en el alambre¨. De ahí que la más crítica y lamentable

enfermedad de la Tierra no eran las guerras ni las migraciones ni el

capitalismo ni el destronamiento de la capa de ozono sino la espectacular

pandemia de santos, dioses pedernales y vírgenes milagrosas merodeando

desde el Valle de México hasta La Patagonia, lo más desafortunado: la

evolución de los demagogos religiosos transformados en una nueva forma de

peste paleolitica. En los tiempos de La Canalla, en pleno período del imperio

veragüense se desestimó un pedido de ciento cincuenta santos milagrosos

provenientes de España, por cachetones; luego se descubrió que las imágenes

de tamaño normal no habían sido vaciadas en Barcelona sino en los moldes

artesanales de una ladrillera clandestina en Managua; los muy rastreros

incluyeron en la remesa de santos la imagen exacta del coronel filibustero de


180

origen alemán, Schlessinger, con unas indiscretas letras en la espalda,

«Agarren a Schlessinger». Hasta entonces en esta parte del mundo unas pocas

personas se percataban de lo que había sucedido durante tantas centurias en

estas tierras de serpientes y oropéndolas estando acorralados por vírgenes

desde los dos océanos. Y claro estaba que ya no se escuchaban por ningún

lado aquellas viejas canciones como El Zucu-zuzu, El licor Que Le Meto a La

Barriga Prontamente Se Me Sube a la Cabeza, ni Ahí Viene La Perra Con La

Lengua Afuera, pero a diferencia de los tiempos de la peste bubónica cuando

los ingredientes de la tristeza y la nostalgia universal eran las ratas y las

pulgas, en la actualidad era una contienda de lobos humanos, un crisol

integrado por dogmáticos, paranoicos e insulsos y por alguna razón estaba

escrito en el envejecido texto del encuestador austriaco, con su mismo puño y

letra en tinta negra la desgarradora aseveración de, «érase una vez un pueblo

que prefería morir antes que ser bautizado en la creencia de la fe pero pronto

terminó lamentablemente arrodillado».En la siguiente página el Encuestador

escribió al margen de la hoja: “los culpables de tanto montaraz arrodillado son

sus gobernantes montaraces”. Dentro de esas horribles variantes del destino, el

Valle Central, el país amante e inventor de las más artísticas libertades y de

los impulsos narcisistas, del otrora swing criollo, del bolero marcado, parecía

condenado a continuar siendo además, la cuna del absurdo, de lo

impredecible. Nunca dejaría de ser, en cambio, la fría y neblinosa Veragua de

los conquistadores, el Cipango de Colón, la amada tierra de los rebeldes

Garabito y Pablo Presbere; el punto de partida del Gobernador Juan Francisco

Sáenz, enemigo a muerte del corsario Barbarroja, el defensor de los

gallinazos, el ambicioso sueño de ver vívoras reales del Emperador Napoleón


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Bonaparte. La amada tierra de la etnia tica se tambaleaba como un barco a la

deriva absorbida por una nueva subespecie de humanos de diferentes colores,

con evidentes características unidimensionales convencidos de las facultades

depredadoras de “los asolapados aviones por ser los culpables de distribuir

razas, religiones y agravantes de forma efectiva y rápida”. De un modo muy

particular, unos forenses municipales, muy similares a las tropas indígenas que

acompañaron al General Morazán habían rescatado el cadáver de un hombre

en estado putrefacto dentro de una rústica cabaña escondida en los cerros del

Monte de La Cruz de Monte Oscuro, donde revoloteaban los gallinazos, según

la denuncia de los agricultores de la zona. Era el cadáver de uno de los últimos

ticos, posiblemente el mejor de los veragüenses de taxonomía efectiva. La piel

putrefacta que aún no había sido despedazada a picotazos por los hambrientos

gallinazos permanecía aferrada a la estructura ósea con aspecto de momia,

como cualquier humano de cientoveintidós años que hubiese tenido la

oportunidad de haber bailado en los salones de Puerto Jiménez y en Ciudad

Neily, ahí viene la perra con la lengua afuera, en los tiempos del cadencioso

marimbero Tino Cuevas. Los forenses, con sus manos enguantadas, se

apresuraron a enderezar lo que parecía el cuerpo de algún indigente

extranjero: «Observen ustedes a donde vino a morir Santa Claus», dijo en

cambio el principal guanacasteco quien había estudiado criminología en la

Academia Policial de Londres, había conocido el Palacio de Buckingham y,

últimamente pasaba los fines de semana en el Bar «La Cañada», por la gracia

de la roconola del lugar, a la hora de hacer girar en el acetato la despechante y

contundente melodía, «fui feliz y dichoso sin ti», el reverso de Tan Solo te

Diré Cinco Palabras, en el disco de acetato de setenta y ocho revoluciones por


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minuto. Cuando fue arrastrado por los pies hacia el patio de tierra del humilde

rancho, el desnudo y putrefacto cadáver de aquel hombre lucía blanco

amoratado; el enmarañado cabello de color blanco plateado resplandecía con

el sol. De veras, parecía un Santa Claus, pero en piltrafas, y hasta el forense

guanacasteco estaba seguro de tener en sus manos enguantadas el último

yaciente espécimen de un veragüense legítimo, pues el cadáver conservaba la

nariz perfilada de los colonos antiguos, y aunque los gallinazos que se habían

colado por la ventana ya se le habían comido los ojos, en el parte forense se le

había identificado como de ojos verdes por la persistencia de los casos de

defunción donde la única diferencia consistía en la huella grafológica del

fallecido por infarto de miocardio, exhibida en las carcomidas tablas de la

parte frontal de la humilde cabaña techada con latas de zinc. Además, la huella

grafológica encontrada en aquellas tablas de la pared, decía con evidente

sarcasmos y vulgaridad: «Nunca volverán al Valle Central aquellos tiempos de

cuando no había tanta rata hifueputa». Era la letra inequívoca del occiso

identificado como Pedro Pablo Jiménez, el mismo nombre de su padre quien,

según el Registro Público, había sido Regidor municipal en el Cantón de Tres

Ríos, pero igual se habría llamado Manolo Jiménez, de no haber sido por la

inmediata intervención, en aquellos tiempos, de los subalternos del cura

Romero, quienes se opusieron al nombre «Manolo» por considerarlo una

forma efectiva de cómo los padres de familia se burlaban de las criaturas

españolas sin darse cuenta. Dentro de la pequeña cabaña con piso de tierra

cochambrosa y fétida la comisión del forense integrada por veintidós hombres

localizó en un rincón de la sala una vieja rocola que había sido robada del Bar

La Chicharra en la época del Tiqui-Tiqui. En las siguientes dos habitaciones,


183

incluida la más putrefacta donde fue localizado el cadáver, los forenses

encontraron treinta y dos pares de maracas bellamente decoradas al estilo

precolombino en tres cajas de cartón entre ropa vieja, polilla, cucarachas y

manuales de música de pachanga, todo lo cual fue quemado en el patio en una

hoguera grande que atemorizó a los gallinazos y espantó la fauna vecina entre

los arrayanes. Antes de trasladar el cadáver envuelto en cal viva dentro de un

féretro de madera rústica al panteón de la zona, el comisario ordenó incendiar

la vieja cabaña con todo lo que había adentro y no se fue hasta que vió con sus

propios ojos la gran barba flamígera ardiendo como estopa. En circunstancias

parecidas, un amante ocasional del poblado de Cerbatana de Puriscal del Valle

Central quien había encontrado ahorcada a su amante y amiga guindando de

un mecate, estuvo a punto de ser condenado a la pena máxima por homicidio

calificado, de no ser por un letrero grande, escrito a mano en la puerta de la

casa de la mujer ahorcada, donde decía: «Lacandonas y lacandones hifueputas,

ahí les dejo las llaves de mi alma». Parecía una canción de moda, tipo

merengue pero, con la ayuda del vecindario, en su totalidad gente nica, las

autoridades pudieron corroborar que la letra escrita en la puerta principal de la

casa correspondía a la letra de la occisa; que la rigurosa mujer fallecida era de

nombre MarielosTonlayPersall; que la letra había sido escrita por ella misma

dos días antes del día en que fue encontrada por su amante correspondiente al

nombre de Matías Hans Arguedas, nacido en Cerbatana de Puriscal; que la

rigurosa y joven mujer consideraba su casa como si fuera su alma, por lo cual,

antes de tomar la fatal decisión de ahorcarse ella misma se percató de dejar la

argolla con dos llaves más, una de ellas dentro del cerrojo de la puerta, la cual

había dejado de par en par. Conocido como uno de los tantos niqueríos del
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Valle Central, el vecindario admitió tener cero relaciones con la occisa,

máxime por las agresiones verbales procedentes de la ahora occisa, la misma

que vivía quejándose a viva voz por no poder ir a los salones de baile debido a

que: «Ahora solo nicas hijueputas la sacan a bailar a una». Desagradables

diferencias que muy a menudo eran resueltas a pedradas entre los niquenses y

la tica Marielos. Sin embargo, una semana después de haber sido sepultada la

occisa, ante una queja del recién salido de la cárcel Matías Hans Arguedas, la

policía tuvo que ir a sacar de la casa de la difunta a una turba de nicas que ya

ocupaban todos los cuartos, quienes sostenían que la casa no pertenecía a

Matías el amante de la occisa sino a ellos por ser los verdaderos lacandones

del letrero que aún estaba intacto en la misma puerta donde Marielos Persall lo

había escrito con un pincel. De Hans Arguedas nunca se supo nada más. Era

una trágica época en la que los pocos ticos que quedaban optaban por

replegarse hacia las montañas ante la poca eficacia de «La Negrita» la virgen

local que finalmente había sido derrotada por «La Purísima» de los nicas. La

versión más exacta respecto a la virgen de los nicas, narrada por ellos mismos,

la ubicaba como, nacida en la pequeña población de Cuapa de Nicaragua

donde se había hecho famosa a principios del siglo anterior luego de haberse

presentado en forma de esencias florales en la casa de un lugareño moribundo

quien, prontamente se paró de la cama y se fue derechito a los corrales a

domar potrancas, a encerrar terneros, a echarles maíz a las gallinas. Para

Matías Hans, la tal virgen era la culpable de espantar las serpientes

ponzoñosas que él mismo introducía en horas de la noche por debajo de las

puertas de las casas niquenses. A Matías Hans lo mató su exceso de confianza,

su despecho moral y su atrevida terquedad una noche en la que fue agarrado e


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introducido drásticamente por una turba de nicas hacia un patio interior.

Estando allí, la enconada turba se dedicó a puñetarle el rostro y a susurrarle en

el oído, «diaverga», estúpido, «diaverga» maldito mantenido hijo de perra. En

ese momento de infinito dolor, dos fornidos extranjeros sin camisa,

amenazaban con desdoblarle ambas manos a la altura de la espalda. «Perro

mantenido», le decían, hasta que arrojaron a Matías, peor que a un perro,

contra las raíces de un árbol de mango. «Una de nuestras mujeres fue mordida

por una serpiente», le comentó uno de los nicas sin camisa. «Me extraña que

haya sido solo una serpiente -le respondió sollozante el tico Matías-, si le

introduje veintisiete serpientes por debajo de la puerta». Matías fue ahorcado y

enterrado furtivamente en el mismo patio de la difunta MarielosPersall,

arrojado en la profunda fosa desnudo y blanco cual pálido cirio. Para los pocos

veragüenses solo quedaba la remota esperanza de que llegaran rápido los

contratados misioneros asiáticos con el milagroso y «Sagrado Diente de

Buda», recomendado por los nigromantes en tiempos mejores, el cual lo

tenían intacto, amarillento pero tangible dentro de un delicado sagrario de

cristal puro, adornando el pedestal, en el centro de la Catedral Mayor de Sri

Lanka, pero basado en la seriedad y el aplomo de alguno de tantos maraqueros

de los tiempos antiguos uno podía estar seguro de que la desinformación

universal y los colmillos tendrán que ser por siempre una cualidad

correspondiente a nuestros más remotos instintos cavernícolas. Habiendo

dilucidado la razón megalítica de las circunstancias de los pueblos

"diosilavirgen", don Harmand, el encuestador austriaco, tomaba satisfecho su

vuelo de hombre anónimo en el mismo aeropuerto donde logró preguntarle al

famoso actor hollywoodense cómo le había parecido el Valle Central, y la


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pregunta, pero también la repuesta, sirvieron para caer en cuenta que, de veras

estaba en un país triste cual hoja al viento; como una maraca que cae

estrepitosamente esparciendo en el suelo todas sus partículas internas; a fin de

cuentas, una sola maraca no hace milagros. Los últimos renglones

encontrados en el viejo libro del encuestador austriaco explicaban: ``Desde

que aterricé por primera vez en este territorio, allá por la época de la canción

de moda titulada, ahí viene la perra con la lengua afuera, supe que se trataba

de un pueblo de amorritas, amantes del rigor de la economía a tal punto de

construir sus casas en la calle para que la vivienda parezca más grande, de

donde se deducía el porqué de las calles culebreadas, abruptas, sin salidas, y

el agudo instinto de rezagados sin tierras, sin trigo, sin ovejas, sin maracasʺ.

Escazú, Costa Rica, Mayo 10 de 2008

Escritor: Iván Flórez Villa

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