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CAP. 1. EL CONCEPTO DE ACTO ADMINISTRATIVO


RAÚL BOCANEGRA SIERRA
Catedrático de Derecho Administrativo

Capítulo primero
El concepto de acto administrativo
I. Introducción
Pese al tiempo transcurrido desde que fue formulada, la afirmación de Otto MAYER de que el Derecho
administrativo moderno está dominado por el concepto de acto administrativo es todavía hoy rigurosamente
cierta. El acto administrativo es una institución capital de la disciplina, la más característica y definitoria, con
toda seguridad, de las que le son propias, construida como una institución dirigida a producir seguridad
jurídica en las relaciones entre la Administración y los particulares y dotada, por ello, de una estabilidad y
fijeza desconocidas en el Derecho privado. Las relaciones jurídicas propias del Derecho administrativo no
se traban únicamente mediante actos administrativos en sentido estricto, pero sí se exteriorizan
especialmente a través de ellos, componiendo en todo caso el más original instrumento de la actividad
administrativa, el que más se aparta de las formulaciones propias del Derecho privado. Podría llegar a
afirmarse sin exageración que la figura del acto administrativo constituye la institución por excelencia del
sistema jurídico-administrativo entero porque el acto no constituye sólo el modo de actuación más común
de las Administraciones públicas; simboliza, en su sustantividad, más allá de la mera modulación de una
figura propia del Derecho privado, una institución realmente característica, exclusiva, del Derecho
administrativo, carente de correspondencia o paralelo alguno en las técnicas e instituciones propias de otros
sectores del Ordenamiento.
Esta posición medular del acto administrativo en la dogmática del Derecho administrativo exige
inexcusablemente una configuración rigurosa de la figura como una institución jurídica precisa y de perfiles
netos, dotada de un régimen jurídico unitario y capaz de desempeñar la función sistematizadora propia de
la dogmática jurídica, sin lo cual no sería en realidad nada, una pura cascara vacía de contenido. La
afirmación de que una determinada actuación administrativa constituye un acto administrativo implica
inexcusablemente la aplicación de unos criterios primarios y seguros en relación con el procedimiento de su
formación, con su validez y con su eficacia o su revisión, de manera que permitan conocer con exactitud
cuáles son las reglas del juego, muy lejos, desde luego, de lo que es usual entre nosotros, en donde el
tratamiento del acto administrativo ca rece de la seriedad necesaria para el cumplimiento de la función
institucional que le es propia, formulándose unos u otros conceptos al margen de sus consecuencias de
régimen, de modo puramente académico, en el peor sentido de la expresión. La mayor parte de la doctrina
española maneja, en efecto, un concepto excesivamente amplio de acto administrativo, que no permite el
establecimiento de un conjunto de reglas firmes e inequívocas, privando de toda utilidad a la figura y
desplazándola hacia una suerte de limbo sin contenido efectivo, desconectada por completo de la realidad.
Esta perspectiva mayoritaria, que tiene origen italiano, entiende que (prácticamente) todas las declaraciones
con valor jurídico dictadas por la Administración son actos administrativos, incluyendo, incluso, algunos
autores, las normas reglamentarias, reduciendo el régimen común de la institución hasta niveles que impiden
el cumplimiento de su finalidad sistemática y de su propia función institucional. Es literalmente imposible
encontrar unidad alguna en manifestaciones de la actividad administrativa tan sumamente heterogéneas
como las que llegan a cobijar estas concepciones, con grave padecimiento de su función sistematizadora,
que impide que los conceptos cumplan el cometido técnico que les corresponde. La jurisprudencia, por su
parte, va todavía más allá de las posiciones de la doctrina, considerando actos administrativos actuaciones
de la administración, o de otros poderes públicos, puramente materiales o técnicas. En realidad, tal como
señala el Tribunal Constitucional, toda actuación administrativa, cualquiera que ella sea, que se entienda
que debe ser objeto de tutela jurisdiccional, será un acto administrativo: «en la expresión "actos de la
Administración pública sujetos al Derecho Administrativo" y otras similares con las que las leyes vigentes...
definen el objeto del recurso contencioso-administrativo han de entenderse comprendidos los actos
administrativos expresos, tácitos y presuntos, y las actuaciones de la Administración que constituyen
simples vías de hecho». Debe decirse, sin embargo, que estos planteamientos jurisprudenciales no
pretenden, a diferencia de lo que ocurre con la doctrina, la construcción de un concepto, respondiendo
simplemente desde una perspectiva garantizadora a las deficiencias del contencioso. El acceso de los
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ciudadanos a la tutela judicial sólo es posible con carácter general previa la impugnación de un acto
administrativo expreso o tácito, con lo que el acto administrativo pasa a cumplir una función que en realidad
no le corresponde, la de convertirse en la principal puerta de entrada a la tutela judicial efectiva, en el criterio
de acceso a la jurisdicción contencioso-administrativa. La gravísima tensión que de aquí surge entre la
necesidad esencial de contar con un acto administrativo institucionalmente consistente y unitario en cuanto
a su funcionalidad, sus fines, sus principios y su régimen jurídico y la no menos terminante exigencia del
aseguramiento de la tutela judicial a los ciudadanos frente a la actividad administrativa, ha conducido
irremisiblemente a una quiebra efectiva de la noción de acto administrativo, con muy importantes
consecuencias prácticas, necesitada, por ello, de un urgente e inaplazable arreglo.
Hace ya muchos años que Otto MAYER sentó las bases para la configuración del acto administrativo
como una institución en virtud de la cual la Administración aplica unilateralmente el Derecho mediante una
declaración destinada a adquirir firmeza y a asegurar así la necesaria estabilidad de las situaciones jurídicas
creadas o declaradas por ella misma. La analogía entre actos administrativos y sentencias judiciales, cuyas
semejanzas y diferencias subraya didácticamente el propio Otto MAYER, se encuentra en la base de su
concepción del acto administrativo, cuya construcción sigue vigente en la doctrina alemana contemporánea,
coincidiendo sustancialmente, por lo demás, en cuanto exige que se trate de una decisión vinculante, con
la que maneja la doctrina francesa e, incluso, con la noción de acto administrativo propia del Derecho de la
Unión Europea.

II. La función institucional del acto administrativo


El acto administrativo, en cuanto determina de forma coactiva para el ciudadano qué es lo que el Derecho
sea para él en el caso concreto, se presenta como una institución dirigida a garantizar la seguridad jurídica
y la estabilidad de las situaciones que el propio acto administrativo reconoce o crea, cumpliendo, pues, una
esencial función de clarificación y equilibrio de las relaciones jurídicas, precisamente al servicio de la
seguridad jurídica. Por ello, frente a otros modos de acción de la Administración y, sobre todo, frente a los
negocios jurídicos privados, cuya ilicitud comporta como regla la nulidad absoluta de los mismos, la
producción de actos administrativos en infracción del Ordenamiento jurídico lleva consigo simplemente, con
carácter general, la mera anulabilidad del acto afectado, que se convertirá fatalmente en firme si no se
impugna en el brevísimo término de los plazos preclusivos de recurso. La actuación mediante actos
administrativos garantiza a la Administración que sus decisiones, muchas veces tomadas en complejos
procedimientos que tienen en cuenta los más diversos intereses para asegurar una solución conforme con
el interés público implicado o las adoptadas en el marco del tráfico en masa que le caracteriza, no podrán
ser indefinidamente cuestionadas, en perjuicio del interés público y del de los particulares afectados, para
quienes es imprescindible la estabilidad y la claridad de sus relaciones jurídicas con la Administración como
un requisito constitucional esencial de la seguridad jurídica. La presencia de un acto administrativo, con su
exclusiva eficacia jurídica, que se convierte en firmeza una vez agotados los plazos de recurso, constituye
ciertamente una ventaja para el particular favorecido por su contenido (por ejemplo, el titular de una licencia),
ventaja que puede perderse cuando, por ejemplo, se liberaliza una actividad eliminándose el requisito de la
obtención de una autorización administrativa previa, siendo la pérdida superior en muchos casos a la
ganancia inmediata obtenida por no tener que esperar a la autorización. Al no contar con el respaldo de un
acto administrativo, el ciudadano se encuentra expuesto a que la Administración adopte, en cualquier
momento, y por iniciativa propia o como consecuencia de una denuncia, medidas contra su actividad por
considerarla ilegal. El acto administrativo cumple así, como quería Otto MAYER, una función semejante a la
de las sentencias judiciales, en cuanto ambas sirven, con un sólido respaldo constitucional, a la seguridad
jurídica y a la estabilidad y claridad de las relaciones fundadas en el Derecho. El Tribunal Constitucional
alemán ha sabido resumir magistralmente esta idea, en su Sentencia de 20 de abril de 1982, en los
siguientes términos:
«En el ámbito de la protección jurídica, los plazos procesales sirven, ante todo y junto a la cosa juzgada,
a la seguridad jurídica. En la firmeza de los actos administrativos se encuentra un interés semejante del
Estado de Derecho fundado en la seguridad jurídica. Es cierto que en el orden constitucional de la Ley
Fundamental, constituye una tarea prioritaria de los jueces asegurar el Ordenamiento jurídico a través de la
determinación última y vinculante de lo que sea Derecho en el caso concreto, pero esta exigencia de
seguridad jurídica no es menor en otros ámbitos de eficacia del Ordenamiento y especialmente en un campo
que puede ser objeto de una futura contienda judicial. Tal exigencia supone también que dondequiera que
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existan actos que tengan la pretensión de ser vinculantes jurídicamente, se ofrezca al interesado, a poder
ser de forma rápida, seguridad sobre aquello que de forma vinculante le ha tocado en suerte. Esto vale
sobre todo para el Derecho Administrativo, que está caracterizado por la posibilidad de una resolución de
autoridad y vinculante, constitutiva o declarativa, del Derecho. Precisamente en un Estado que está
sometido a controles jurídicos tan amplios, resulta imprescindible que la firmeza de los actos administrativos
se produzca dentro de plazos razonables, si no se quiere provocar su incapacidad para actuar y, con ello,
todo tipo de daños a la libertad. Si el Ordenamiento jurídico ofrece al órgano administrativo, en el marco de
su competencia, la posibilidad de declarar, Constituir o modificar, de forma vinculante y a través de un acto
de autoridad, lo que sea Derecho para el caso concreto, entonces existe también un interés constitucional
en que se produzca la firmeza de esa actuación. Esa firmeza del acto administrativo tiene, si bien en otra
dimensión, el mismo interés para la seguridad jurídica que la cosa juzgada de las resoluciones judiciales.
Los plazos para los recursos administrativos y contenciosos en relación con los actos administrativos son
instrumentos para la garantía de la seguridad jurídica en la misma medida que los plazos para los recursos
contra las resoluciones judiciales» (la traducción es mía).
Esta doctrina podría ser incorporada, sin más, entre nosotros, habida cuenta de la identidad de los
principios constitucionales en juego y, en particular, de que los principios de eficacia y de seguridad jurídica
en que se sostiene se encuentran expresamente recogidos en la Constitución. De hecho, el Tribunal
Constitucional español se ha pronunciado en el mismo sentido, aunque sin la precisión de su homólogo
alemán, en el Auto de 24 de julio de 2000, que en su Fundamento Jurídico 3.° señala que:
«... la Ley de la jurisdicción Contencioso-administrativa de 1956 determina que la Sentencia declarará la
inadmisibilidad del recurso contencioso-administrativo cuando el mismo tuviere por objeto la impugnación
de actos administrativos que sean reproducción de otros anteriores que sean definitivos y firmes y los
confirmatorios de acuerdos consentidos por no haber sido recurridos en tiempo y forma [arts. 40.a) y 82.c)
de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa de 1956, que se corresponden con los arts. 28 y
69.c) de la vigente Ley de la jurisdicción Contencioso-administrativa], regla que puede encontrar
fundamento, por otra parte, en el principio de seguridad jurídica, consagrado en el artículo 9.3 de la
Constitución» (la cursiva es mía).
La calificación de una actuación administrativa como acto administrativo no implica necesariamente,
sin embargo, una garantía o una situación ventajosa para el particular, en cuanto el Ordenamiento anuda
estrechamente a tal calificación determinadas consecuencias jurídicas, como la firmeza del acto en caso de
falta de impugnación en plazo o la excepción de acto consentido, que pueden perjudicar gravemente la
posición de los ciudadanos, de tal modo que la extensión de la firmeza de los actos más allá de lo
imprescindible, es decir, fuera de los supuestos estrictos en que constituye una exigencia institucional,
entraña graves riesgos para ellos, cuyas consecuencias no pueden ser, de ningún modo, infravaloradas .
Así, la consideración de una nómina, por ejemplo, que no es otra cosa que el documento que acredita la
realización del acto material del pago de una retribución, como un acto administrativo —tan frecuente en
nuestra jurisprudencia—, abre ciertamente la posibilidad de impugnación de la determinación de los haberes
correspondientes pero, al mismo tiempo, puede ser utilizada —y, de hecho, lo es— para afirmar su firmeza,
si no fueron impugnadas nóminas anteriores de idéntico contenido, cegando con ello (absurdamente) la
posibilidad de impugnar lo que se entendería un acto consentido. Podría decirse, desde luego, que si las
nóminas no cumplen —y no los cumplen— los requisitos propios de una notificación formal, como la
ausencia de indicación de los recursos procedentes, no podrían, en realidad, llegar a producir los efectos
de la firmeza; pero lo que con ello verdaderamente se prueba es la inadmisible conclusión de que cada vez
que se considera como acto administrativo una actuación de la Administración que no es, en puridad, un
acto, se produce una aplicación contra cives de una calificación jurídica que no se corresponde en absoluto
con la auténtica naturaleza de la actividad desplegada.
Es en este contexto, en donde no puede aceptarse sin más una habilitación genérica o absoluta para
actuar en todo caso mediante actos administrativos, en el que la doctrina se ha planteado la necesidad de
exigir a la Administración una competencia o un poder específico para poder dictar actos administrativos, un
instrumento que por sus características de firmeza y ejecutividad entraña una inmisión de especial riesgo
en los derechos del destinatario, sobre el que pesa la carga de la impugnación cuando es una persona
privada, o una afección en el ámbito de la competencia de la otra Administración, cuando el destinatario es
otro ente de carácter público. La mayor parte de la doctrina considera que la competencia para dictar un
acto administrativo debe buscarse en el sector material del Ordenamiento que se pretenda hacer valer en
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cada caso y no en habilitación genérica alguna, pero, en la práctica, la falta de competencia para dictar el
acto llevará consigo normalmente la meta anulabilidad del mismo, con lo que, paradójicamente, el órgano
que ha actuado utilizando actos administrativos careciendo de competencia para ello podría beneficiarse de
su firmeza si el sujeto afectado no hace un uso diligente de los mecanismos de impugnación.

III. El acto administrativo como presupuesto de acceso al contencioso y los actos administrativos a
efectos puramente jurisdiccionales
El contencioso-administrativo español se ha construido históricamente como el proceso a un acto, como
un procedimiento dirigido al enjuiciamiento de una declaración administrativa previa en la que la
Administración fijaba su posición y sin cuyo acto previo no era posible sencillamente abrir el procedimiento,
el proceso judicial. El carácter revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa continúa siendo todavía
hoy un elemento básico de nuestro sistema jurisdiccional y, aunque sea difícil de creer, parece prácticamente
imposible de eliminar, habida cuenta de la firmeza de su arraigo en los operadores jurídicos, como puede
comprobarse diariamente en la práctica judicial. Hasta tal punto somete este carácter revisor, esclaviza
realmente, todo el sistema del contencioso que el enjuiciamiento entero de la inactividad de la Administración
se ha hecho depender nada menos que de una ficción legal que dota de un sentido negativo o positivo al
silencio administrativo. Esta tosca pero esencial característica de nuestro contencioso tiene su origen en el
modelo clásico francés del recurso por exceso de poder, que es, al menos en teoría, un proceso objetivo
que enjuicia un acto administrativo previo, cuyo modelo proyecta sobre nuestro sistema todo el peso de una
importante tradición, de muy sencillo y cómodo funcionamiento. Así, aunque el contencioso español se
configura, como debe, como un proceso de naturaleza subjetiva en el que su objeto lo constituyen las
pretensiones de las partes, estas pretensiones deben deducirse en relación con las actividades u omisiones
de la Administración que se califican como impugnables, tasadas en la propia Ley jurisdiccional, lo que da
lugar a una estructura procesal realmente paradójica y, lo que es más grave, con consecuencias
verdaderamente perniciosas. El mantenimiento de una arquitectura procedimental propia de un proceso
objetivo en el interior de un proceso, constitucionalmente obligado, de base subjetiva, dirigido, por tanto, a
garantizar la tutela judicial efectiva frente a toda lesión de derechos o intereses legítimos, conduce, de forma
inexorable, a violentar las vías de acceso al contencioso, ampliando extraordinariamente, sin justificación
técnica alguna, lo que deba entenderse como acto administrativo, que viene a ser, así, toda aquella actividad
(toda, prácticamente) susceptible de ser enjuiciada jurisdiccionalmente. Por lo demás, la Ley jurisdiccional
de 1998, que amplía los supuestos de actividad administrativa susceptible de recurso (recursos frente a la
vía de hecho y frente a la inactividad administrativa, con un estrechísimo campo de aplicación), no alcanza
—ni lo pretende— a eliminar, en absoluto, al acto administrativo impugnable como la pieza esencial para la
entrada en el contencioso, que sigue pivotando, en efecto, alrededor de la figura del acto administrativo.
En la medida misma en que el derecho a la tutela judicial efectiva exige ampliar el concepto de acto
administrativo más allá, mucho más allá, de lo que son los actos administrativos, para permitir el acceso a
la jurisdicción de toda pretensión susceptible de tutela jurisdiccional, estaremos ante piezas jurídicas que,
aunque la jurisprudencia las califique como actos administrativos, no lo serán, en realidad, en absoluto, sino
únicamente a los meros efectos jurisdiccionales, esto es, a la finalidad exclusiva de hacer posible su
enjuiciamiento jurisdiccional, a cuya funcionalidad reducen su alcance. Estas actuaciones administrativas
que, aun no reuniendo los caracteres propios de los actos administrativos, se tienen por tales, se construyen
sobre una nueva ficción jurídica que opera únicamente en el ámbito de lo procesal y que no entraña, por
tanto, la aplicación material de ninguna de las demás características propias del régimen jurídico de los
actos administrativos, especialmente de aquellas que, como la firmeza, pueden acarrear consecuencias
extremadamente perjudiciales para el particular afectado. El paradigma de la figura del acto administrativo
a los meros efectos jurisdiccionales se encuentra en el estatuto del silencio administrativo negativo,
orientado a permitir la impugnación contenciosa de la desestimación presunta de una solicitud por parte de
la Administración pero que, más allá de esa mera posibilidad de apertura del proceso, no implica aplicación
alguna de los efectos materiales propios de un acto administrativo, de cuya funcionalidad institucional,
lógicamente, carece. Aunque también pueden identificarse con nitidez actos administrativos a los meros
efectos jurisdiccionales en el terreno de los actos de trámite cualificados cuando no reúnan los caracteres
propios del concepto de acto administrativo, debe decirse, como es evidente, que este tipo de, así llamados,
actos administrativos no pueden ser predeterminados a priori, abiertos como están a la enorme riqueza de
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la casuística que, a veces, compone ejemplos verdaderamente sorprendentes y, en muchas ocasiones,


imprevisibles.
Debe subrayarse, aunque ya se haya dicho, que la figura del acto administrativo a los meros efectos
jurisdiccionales pierde completamente su sentido cuando el acceso al contencioso pueda hacerse depender
de otro tipo de actividad impugnable distinta de la del acto o se permita simplemente, como ocurre en el
Derecho alemán, el ejercicio directo por los particulares de un abanico de acciones judiciales (declarativas,
constitutivas y de condena) que no sean sólo impugnatorias como instrumento de la efectividad de la tutela
judicial. Nada exige, sino todo lo contrario, que el requerimiento constitucional de tutela judicial efectiva y la
garantía de los derechos de los ciudadanos frente a la Administración —y el consiguiente completo control
de toda la actuación administrativa— tenga que articularse forzosamente a través de la impugnación de
actos administrativos, como nada impone tampoco que sea precisamente mediante el recurso frente a actos
administrativos previos como deban asegurarse las posiciones privilegiadas que hayan de reconocerse a la
Administración. Todo ello puede ser perfectamente cubierto mediante un sistema jurisdiccional que obligue
a la impugnación de actos administrativos cuando deba hacerlo, pero que posibilite también el acceso al
proceso mediante el ejercicio de acciones diferentes a la impugnatoria en los casos en los que aquélla no
sea necesaria, como sucede con toda evidencia, por ejemplo, en la inactividad de la Administración, en la
vía de hecho o en la actuación administrativa de carácter material o técnico. No es dudoso que el
desgajamiento del acto del acceso al contencioso facilitaría extraordinariamente la construcción de una
figura jurídica precisa de acto administrativo, todavía por hacer en nuestro Derecho.
Se ha sostenido que la nueva Ley jurisdiccional de 1998 puede posibilitar una mudanza sustancial en
este punto, por lo menos por lo que se refiere a la inactividad de la Administración o a la vía de hecho —no
tanto respecto a actuaciones administrativas materiales o técnicas—, bien por deducirse directamente de la
Ley o mediante una interpretación uti valeat. Es posible que así sea, pero debe decirse, con todo, que la Ley
de 1998, en su redacción actual, no pasa, en la configuración de un contencioso que permita desprenderse
del acto administrativo previo y de su perturbador corolario del carácter revisor del contencioso, de la
condición de una simple estación intermedia, aunque el camino para la construcción técnica de un concepto
de acto administrativo pueda parecer ahora, desde esta perspectiva, más abierto.
La experiencia del contencioso alemán prueba que este camino puede recorrerse sin mayores
dificultades. Cuando, tras la segunda guerra mundial, los aliados impusieron la exigencia de una tutela
judicial plena para erradicar los aspectos autoritarios del Derecho público alemán, el sistema jurisdiccional
contencioso-administrativo, que estaba en manos de la legislación de los Länder aparecía volcado sobre la
impugnación de actos administrativos, de tal modo que, como ahora sucede entre nosotros, el concepto de
acto, administrativo quedó absolutamente desvirtuado, desvinculado de su función original, transmutado ya
en el criterio definidor del campo de juego de la jurisdicción contencioso-administrativa. Ello supuso,
lógicamente, una interpretación jurisprudencial extremadamente extensiva del concepto y su conversión en
el centro del sistema del Derecho administrativo, orillando y suplantando la utilidad de otras figuras jurídicas
capitales, como la relación jurídica, y una situación ciertamente insostenible. La aprobación, el 21 de enero
de 1960, de la Verwaltungsgerichtsordnung (VwGO) como norma reguladora de la Jurisdicción contenciosa
en toda la República Federal permitió superar esta situación al establecer un sistema de acciones abierto,
capaz de acoger todo tipo de pretensiones frente a la Administración sin necesidad de hipertrofiar la figura
del acto administrativo, lo que hizo posible, a su vez, que la posterior Ley federal de procedimiento
administrativo —Verwaltungsverfahrensgesetz (VwVfG)—, y las leyes de procedimiento de los distintos
Länder que siguen el mismo modelo, pudiera ofrecer una definición legal del acto administrativo acomodada
a la tradición y a las exigencias institucionales de la figura, desprendida ya de su papel delimitador del
acceso al contencioso.
El contencioso-administrativo alemán se sostiene, como ocurre en el proceso civil, en la existencia de
un sistema de acciones declarativas, constitutivas y de condena, aun cuando las acciones que pueden
ejercitarse están en principio abiertas, no circunscritas a un numerus clausus, porque la competencia de la
jurisdicción contenciosa se afirma respecto de cualquier litigio jurídico-público que no tenga naturaleza
constitucional (§ 40.1 VwGO). Así, las pretensiones que se reconocen como deducibles ante la Jurisdicción
contencioso-administrativa son, en síntesis —y excluyendo las pretensiones de carácter provisional, las
referidas a los Reglamentos y las relacionadas con la ejecución de Sentencias—, las que seguidamente se
indican. Entre las pretensiones de carácter constitutivo la VwGO reconoce la pretensión de anulación, la
impugnación, de un acto administrativo (Anfechtungsklage), que presupone, entre otros requisitos, el previo
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agotamiento de la vía administrativa de recurso y que está próxima, por tanto, aun con muchos matices, al
recurso contencioso contra actos administrativos de nuestro sistema. En el campo de las pretensiones de
condena se reconocen dos figuras: la pretensión de que se condene a la Administración a dictar un
determinado acto administrativo (Verpflichtungsklage) y la dirigida a que la Administración realice una
determinada prestación o a que cese una determinada actividad administrativa (allgemeine Leistungsklage).
Por último, por lo que se refiere a las pretensiones de carácter declarativo, se reconoce la posibilidad del
ejercicio de una acción dirigida a la declaración de la existencia o inexistencia de una relación jurídica o a
que se declare la nulidad de un acto administrativo (Feststellungsklage).
Un sector de la doctrina alemana subraya la necesidad de admitir una pretensión constitutiva general
(allgemeine Gestaltungsklage) que, no dependiendo tampoco en absoluto de un acto administrativo, estaría
dirigida a la impugnación de todas aquellas actuaciones administrativas no constitutivas de actos
administrativos en sentido estricto, impidiendo, con ello, cualquier posibilidad de desnaturalización de la
institución por motivos procesales. La mayor parte de la doctrina rechaza, sin embargo, el reconocimiento
de esta particular figura procesal porque el objeto que persigue —la impugnación de actuaciones que no
integran actos administrativos— puede alcanzarse a través de otros cauces procesales ya conocidos,
fundamentalmente, la pretensión general de condena (allgemeine Leistungsklage).
Debe decirse que esta nítida independencia, esta separación resuelta entre el enjuiciamiento
jurisdiccional de las pretensiones de las partes y la existencia de un acto administrativo previo permite
abordar con todo rigor, sin influencias ajenas al papel institucional de la propia figura, la construcción
dogmática del acto administrativo. Pese a todo, esa misma rigurosa construcción institucional es posible
también ahora entre nosotros, sin esperar a las necesarias reformas jurisdiccionales que tanto facilitarían
las cosas, porque la figura de los actos administrativos a efectos jurisdiccionales resuelve los problemas
derivados de la imbricación de la tutela judicial efectiva y el acto previo, permitiendo aislar el acto
administrativo como una institución central en el Derecho administrativo, al servicio de la claridad y de la
seguridad jurídicas, desprendida ya de su función delimitadora del contencioso.
IV. El concepto de acto administrativo
1. El negocio jurídico y el acto administrativo.
La voluntad de la Administración como voluntad normativa
Un problema importante, tan presente en nuestra doctrina (y en su modelo italiano) pero tan pocas veces,
si alguna, abordado frontalmente entre nosotros, debe ser todavía dilucidado aquí antes de introducirnos
definitivamente en el concepto de acto administrativo y en la explicación de sus características: la
determinación de la posible aplicación de la teoría del negocio jurídico a los actos administrativos, argumento
éste que, lejos de presentarse como una mera cuestión académica, parece revelarse como una premisa
esencial en la dogmática del acto administrativo. Se emprende, pues, el examen del uso de la doctrina
privatista del negocio jurídico para la explicación de los actos administrativos, defendida como si tuviera una
importancia práctica de primer orden por la casi totalidad de la doctrina partidaria de una concepción amplia
del acto administrativo y por algunos de los autores que se deciden por un concepto estricto del acto, aun
cuando su resultado consista únicamente en la comprobación de que se trata de una disquisición carente
completamente de sentido, como seguidamente podrá comprobarse.
Al menos desde 1910, año en el que aparece la obra de Karl KORMANN, System der rechtsgeschäftlichen
Staatsakte, constituye un tópico el uso de la expresión negocio jurídico o declaración de voluntad en relación
con los actos administrativos, en los siguientes sentidos: o bien se utiliza para caracterizar justamente lo
que se entiende por acto administrativo o bien se emplea para referirse a lo que se concibe como un tipo
específico o determinado de acto administrativo, según que el autor opte en cada caso por un concepto
estricto o amplio del acto. En el primer supuesto, lógicamente, que el acto constituya una declaración de
voluntad implica una condición sine qua non de su consideración como acto administrativo, mientras que en
el segundo se trata de aislar un tipo, una clase, la más importante y característica, de acto administrativo.
La expresión declaración de voluntad ha sido acuñada en el Derecho privado, en donde puede funcionar
como un equivalente a la locución negocio jurídico, en cuanto un concepto de declaración de voluntad
distinto del de negocio jurídico sólo tendría sentido en aquellos negocios en los que concurren distintos
sujetos y para destacar el hecho de que el negocio se produce por la unión de varias declaraciones de
voluntad. Por el contrario, «los conceptos de negocio jurídico y declaración de voluntad coinciden cuando el
acto de autoconfiguración de una relación jurídica estructurado por el Ordenamiento jurídico solamente
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consiste en la manifestación de la autodeterminación de una persona, es decir, sólo consta de una


declaración de voluntad».
Constituye, cuando menos, una grave incorrección técnica utilizar esta figura en relación con el acto
administrativo pese a la generalización de su uso. Por de pronto, mientras que el negocio jurídico privado
se define por constituir una autodeterminación de la persona que pone en vigor una reglamentación que el
Ordenamiento jurídico reconoce, el acto administrativo se caracteriza por la heterodeterminación de la
persona que actúa: no hay en él una configuración creadora conforme a la voluntad del sujeto actuante sino
que ésta viene dada ya por la Ley que se va aplicar a un caso concreto previsto en el supuesto de hecho
de la norma. El propio Ordenamiento puede determinar con detalle cuál debe ser el contenido concreto de
la declaración administrativa pero también si se ha de producir o no y cuándo, al margen, por supuesto,
además, de que el criterio para determinar la validez de un acto administrativo no consiste en comprobar si
se ajusta o no a la voluntad del sujeto que actúa sino en verificar si es conforme o no con el Ordenamiento
jurídico.
La doctrina partidaria de la aplicación del concepto de negocio jurídico al Derecho administrativo puede,
desde luego, afirmar, en caso de ejercicio de potestades discrecionales, la existencia de un ámbito de
autodeterminación administrativa, en cuanto aquí la voluntad del órgano actuante juega un papel seguro al
disponer de una cierta libertad de actuación. Una primera valoración de esta posición consiste, sin embargo,
obviamente, en su parcialidad. Quien admite que sólo los actos discrecionales son negocios jurídicos no
puede definir el acto administrativo como negocio jurídico, so riesgo de excluir del concepto a la totalidad de
los actos reglados, lo que evidencia una conclusión verdaderamente importante, a la que debe prestársele
atención: justamente por esta circunstancia, la virtualidad del uso del concepto de negocio jurídico en la
teoría del acto administrativo alcanzaría, a lo sumo, únicamente a clasificar los actos administrativos pero
no, en ningún caso, a delimitarlos de otras figuras, a definirlos, en definitiva. Además, toda equiparación
entre acto administrativo discrecional y negocio jurídico debe ser rechazada desde luego porque el ámbito
de la discrecionalidad en los actos administrativos ha de ser necesariamente utilizado siempre, so pena de
nulidad, en beneficio del interés público que subyace a la potestad ejercitada en aplicación de la Ley,
mientras que los motivos que persiga el ciudadano, y si satisface o no su interés, constituyen, a la hora de
juzgar la validez del negocio, algo perfectamente irrelevante en el Derecho privado. Conviene retener, no
obstante, la analogía —que no identidad— entre el negocio jurídico y el acto administrativo discrecional.
Esta analogía puede servir, al enjuiciar una declaración discrecional, para tomar en consideración las reglas
de validez propias de la declaración de voluntad privada, reglas que, por su propia naturaleza, no tendría
sentido aplicar a una declaración reglada (el hecho de que una licencia de obras se haya obtenido por
coacción o violencia no es relevante para determinar su validez si la misma es conforme con el
Ordenamiento). En puridad, los llamados vicios de la voluntad sólo afectarán a la validez del acto
administrativo discrecional en el que concurran si su presencia impide saber cuál pudiera ser la decisión
acertada, pero existen múltiples supuestos en los que a pesar de su concurrencia, dados los elementos
reglados presentes en la decisión o los principios aplicables, no hubiera podido adoptarse otra solución. Por
tanto, estos vicios simplemente sirven de indicio a un uso incorrecto del poder discrecional pero no siempre
lo determinan concluyentemente.
Se ha notado ya que en el sector doctrinal partidario de un concepto amplio de acto administrativo existen
autores que admiten la existencia de negocios jurídicos administrativos para delimitar un tipo específico de
actos administrativos, remitiendo la figura a los actos fruto del ejercicio de potestades discrecionales pero
sin aclarar, al menos expresamente, si tal clase de actos agota las declaraciones de voluntad administrativas
o caben, dentro de dicho concepto, otros actos no negociales (no discrecionales). Frente a estas posiciones,
no deja de ser importante destacar aquí que KORMANN, que puede ser señalado como representante de
la doctrina que inicia la introducción del concepto de negocio jurídico en la teoría del acto administrativo,
limitaba el concepto de acto estrictamente a los negocios jurídicos, sin extenderlo a los actos no negociales,
al entender muy escasa la utilidad de un concepto de acto administrativo que incluyese esta última figura,
habida cuenta de la distancia de régimen jurídico entre los actos administrativos negociales y los no
negociales. Sin embargo, el principal criterio que KORMANN propone para diferenciar unos de otros, aun
cuando admita la posibilidad de negocios jurídicos reglados, remite a la distinción entre actos fruto del
ejercicio de una potestad reglada y actos discrecionales.
La propia distinción entre declaraciones de voluntad y otro tipo de declaraciones, que a veces no es
sencilla, carece por completo de virtualidad para definir los actos administrativos porque su concepto está
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completamente mediatizado por exigencias constitucionales que impiden la adopción de argumentaciones


dogmáticas previstas más para el manejo de conceptos propios del Derecho privado que para el
aseguramiento del principio de legalidad en la actuación administrativa. La única voluntad que manifiestan
los actos administrativos es la voluntad de la Ley, que la Administración debe cumplir estrictamente, con
independencia de que la similitud de su contenido —un mandato o regulación— con el que es propio de los
negocios jurídicos privados haga conveniente distinguirlos de otro tipo de manifestaciones de la
Administración que no alteran ningún tipo de relación jurídica (por ejemplo, aquellos actos que sólo acreditan
un hecho). Pero en los actos administrativos no se ejercita un supuesto poder administrativo de
autoconfiguración, que no existe, ni puede existir, al estar sometida la Administración al principio de legalidad
y carecer de otra voluntad que la voluntad de la Ley, aun disponiendo en ocasiones de un margen de
decisión para poder alcanzar el objetivo de interés público fijado en el caso. La Administración no ejerce sus
potestades en beneficio propio, ni de su estructura ni, por supuesto, de los titulares de los órganos que la
componen, sino que subordina su actuación a la consecución de los fines que justifican la atribución de las
potestades, en aplicación del principio de legalidad.
La peculiaridad de la declaración de voluntad en el Derecho administrativo, lo que la distingue frente a
otros tipos de declaraciones, reside justamente en que, en realidad, no es una declaración de voluntad,
porque su contenido crea, modifica o extingue relaciones jurídicas determinadas normativamente y no
derivadas del estado intelectual de quien la anima, de donde se sigue, indubitadamente, que el problema
del negocio jurídico de Derecho público no es sino una mera disquisición carente de contenido práctico. En
definitiva, cuando los autores que defienden la analogía entre acto administrativo y declaración de voluntad
señalan que la voluntad administrativa discrecional es semejante a la privada, no sólo incurren en un
evidente error técnico (no tienen en cuenta que la «voluntad» administrativa es una voluntad normativa),
sino también en una contradicción insuperable. Desde el momento en que, siguiendo a KORMANN, utilizan
la declaración de voluntad para distinguir el acto administrativo del resto de la actividad de la Administración
dejan automáticamente fuera del concepto de acto administrativo, sin explicación o justificación alguna y sin
reparar siquiera, increíblemente, en esta consecuencia, nada menos que a la totalidad de los actos reglados,
con lo que consiguen un concepto perfectamente inútil de acto administrativo; pero si usan la declaración
de voluntad para distinguir diferentes especies de actos administrativos, como hace F. GARRIDO tras los
pasos la doctrina italiana (o la propia doctrina italiana), lo que obtienen, muy lejos de su intención, no es sino
reiterar lisa y llanamente la distinción entre actos administrativos reglados y discrecionales. Sólo la referencia
al carácter regulador del acto administrativo, que no depende de analogía o semejanza alguna con las
instituciones propias del Derecho privado y que se sostiene sobre un soporte jurídico diferente y superior,
puede servir al objetivo que estos autores pretenden desde una base dogmática deficiente.
2. El concepto de acto administrativo
Despejado este argumento, debe ahora volverse a la afirmación de que la desconexión de los actos
administrativos del acceso al contencioso, permite, en efecto, la construcción técnica de una figura jurídica
de acto administrativo con perfiles propios, dotada de regímenes jurídicos operativos y de una funcionalidad
específica en el sistema del Derecho administrativo al servicio de la seguridad jurídica en las relaciones
entre la Administración y los ciudadanos, que es, como vimos, su sentido original, al margen de su utilidad
revolucionaria inicial para separar la actividad administrativa de la Justicia.
La formulación más precisa de un concepto restringido o estricto de actos administrativos, de verdaderos
actos administrativos desprendidos de su función delimitadora del contencioso, se encuentra en el Derecho
alemán, en donde, a diferencia de lo que sucede en España —y aun en otros Ordenamientos extranjeros—
, es la propia Ley (parágrafo 35 de la VwVfG) la que define positivamente el acto administrativo, haciéndolo
del siguiente modo: «acto administrativo es toda disposición, resolución u otra medida de autoridad adoptada
por un órgano administrativo y dirigida a la regulación de un caso particular en el ámbito del Derecho Público,
con efectos inmediatos en el exterior (frente a terceros) (la traducción es mía)». El concepto así expuesto,
plenamente aceptable en su formulación general, refleja con claridad la tradición jurídica alemana que, a
partir de la obra de Otto MAYER, como hemos visto, construye la figura del acto administrativo al hilo de sus
similitudes con las resoluciones judiciales (lo que no es ajeno, por cierto, salvadas las distancias, al Ministro-
juez francés, o a alguno de nuestros planteamientos del siglo XIX), tradición que llega hasta nuestros
días, como el precepto citado expresa y como ha podido notarse también en la Sentencia del Tribunal
Constitucional alemán que más arriba se ha recogido, carente, hoy, por completo, por lo demás, de tinte
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autoritario alguno (que algún autor ha querido ver, indebidamente, en el contexto en que surgió la doctrina
del acto administrativo
—anticipadamente respondido por O. BACHOF, por cierto). La existencia de una definición legal de acto
administrativo, que tiene sin duda muchas ventajas, entre otras, la de la claridad, podría hacer pensar, por
otro lado, en una excesiva rigidez del concepto. No tiene, sin embargo, por qué ser así necesariamente, y
no lo es, de hecho, en este caso, en la medida en que el concepto legal responde a posiciones dogmáticas
firmemente asentadas y sobre las que existe un sólido cuerpo de doctrina. El impacto del derecho
fundamental a la tutela judicial (del que, con todo, no puede prescindirse nunca) y las dificultades impuestas
por la práctica, con una rica casuística difícil de subsumir en un concepto dogmáticamente satisfactorio
(mucho más difícil de maniobrar si está fijado en una definición legal), animan, a veces, como no podría ser
de otra manera, discusiones sobre la interpretación extensiva de algunos de los elementos del concepto de
acto administrativo, lejos, no obstante, de cualquier formulación que pudiera calificarse (convencionalmente)
como amplia, y a mucha distancia, por supuesto, de las posiciones italianas que sirven de modelo a las
nuestras y aun, como es lógico, de estas mismas.
El concepto de acto administrativo estricto que hemos visto, definido por el parágrafo 35 VwVfG, gira,
sustancialmente, alrededor de cinco atinadas ideas (o notas características, si se quiere), que permiten
caracterizar con fidelidad una noción de acto administrativo como una figura jurídica identificable, como una
institución con sustantividad propia y con un régimen jurídico operativo. Tales ideas, notas o elementos
requieren, sin duda, alguna explicación, que seguidamente se aborda, no sin antes indicar que, sobre ellas,
podría intentarse, tal vez, la formulación de un concepto más accesible a nuestro sistema que el legalmente
previsto en la VwVfG alemana, diciendo que acto administrativo es toda decisión o resolución administrativa,
de carácter regulador y con efectos externos, dictada por la Administración en el ejercicio de una potestad
administrativa distinta de la reglamentaria. El punto de partida de esta definición, absolutamente fundamental
para la comprensión del concepto, lo constituye, sin duda, la afirmación del carácter regulador de los actos
administrativos («... resolución... dirigida a la regulación de un caso particular...», dice el texto, citado, del
parágrafo 35 VwVfG), en cuanto las decisiones administrativas que lo integran deben, como condición
inexcusable, disponer de tal carácter regulador —que, por definición, en ningún caso, refiere norma jurídica
alguna—, sin el cual, sencillamente, no podrían ser consideradas actos administrativos. Segundo, las
disposiciones, resoluciones o medidas de autoridad reguladoras, en que los actos administrativos consisten,
deben producir efectos externos, ser adoptadas o dictadas, en tercer lugar, por órganos administrativos, en
el ejercicio, cuarto, de una potestad de Derecho administrativo que, por último, no puede ser la potestad
reglamentaria.
Las notas particulares o los elementos que integran este concepto de acto administrativo en sentido
estricto, único reconocible cuando se le aplican las consecuencias que el Ordenamiento jurídico anuda a la
presencia de actos administrativos (la eficacia, la firmeza o el régimen de la invalidez o revisión, etc.),
dotadas de un gran valor sistematizador (como lo prueba el hecho de que, nacidas en la tradición alemana,
son compartidas por casi todos los sistemas europeos y por el propio concepto de acto administrativo que
se desprende de la experiencia comunitaria), se describen a continuación.
A) El carácter regulador
El carácter regulador de su contenido es, sin duda, la característica definitoria más importante del
concepto estricto de los actos administrativos y la que puede parecer, aparentemente, más ajena a nuestro
sistema, resultando, por ello, imprescindible descifrar con precisión y explicar con claridad en qué consiste.
Cuando, desde el notable consenso doctrinal que hoy existe, se habla del carácter regulador de los actos
administrativos, lo que se quiere destacar particularmente (específicamente) es que los actos administrativos
deben dirigirse precisamente «a la producción o al establecimiento de una consecuencia jurídica,
consecuencia que consistirá en la creación, la modificación o la extinción de un derecho o un deber, o en su
declaración vinculante, o, también, en cuanto se reconoce la existencia de actos administrativos reales
(dingliche Verwaltungsakte), a la determinación de la condición jurídica de una cosa». Ello significa, parece
claro, que, como consecuencia de su carácter regulador, los actos administrativos, para serlo, deben ser
dictados para la creación, la modificación o la extinción de una determinada relación jurídica, o para la
declaración (o a la negación de la declaración) de un derecho (o de otra circunstancia jurídicamente
relevante), respecto de una persona, cosa o situación, aunque no es imprescindible que haya realizado
efectivamente dicha regulación. La cuestión no es retórica porque la regulación que pretenda un acto
administrativo nulo de pleno derecho no se hará nunca efectiva en la práctica, lo que no significa que los
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actos nulos no puedan incluirse en el concepto de acto administrativo. Estas precisiones, inexcusables en
su rigor, explican cabalmente en qué consiste el carácter regulador de los actos administrativos, mostrando
qué es lo que se quiere decir aquí cuando se incorpora esa característica como condición necesaria de su
existencia, y describen el exacto contenido que resume la existencia de actos administrativos en sentido
estricto. La referencia al carácter regulador de los actos administrativos (en cuanto dirigidos a la creación, a
la modificación o a la extinción de una determinada relación jurídica, o a la declaración [o a su negación] de
un derecho, respecto de una persona, cosa o situación) hace inútil, por otra parte, lo que es muy importante
destacar, la necesidad de recurrir al estado intelectual del órgano que dicta los actos administrativos para
poder definirlos. La referencia al estado intelectual del órgano que produce un acto administrativo,
constituye, en efecto, como ya hemos notado, un antropomorfismo inaceptable (en realidad, completamente
indiferente) cuando se trata de describir la actividad de la Administración, porque la voluntad administrativa
no consiste sino en el cumplimiento de la Ley y en la consecución de los fines públicos que la propia Ley le
encomienda, lo que el carácter regulador de los actos administrativos contribuye también a poner de
manifiesto. Si no existe (y no existe, desde luego, como ya se ha dicho), una voluntad administrativa
autónoma, independiente de la Ley, no es posible tampoco, en absoluto, tomar en préstamo del Derecho
privado el negocio jurídico o la declaración de voluntad para explicar la actuación administrativa en la
producción de los actos administrativos.
Explicado positivamente, con cierta precisión, en qué consiste el carácter regulador de los actos
administrativos, que permite individualizar el concepto con toda nitidez frente al resto de la actividad
administrativa en general, importa ahora señalar algunos supuestos en los que la ausencia de carácter
regulador lleva consigo que las correspondientes actuaciones administrativas no constituyan, en realidad,
actos administrativos. Así, queda excluida del concepto de acto administrativo, por falta de carácter
regulador, la actividad puramente material de la Administración, es decir, todas aquellas intervenciones
administrativas de ejecución puramente material o técnica, Son, sin embargo, actos administrativos las
declaraciones de la Administración que anteceden a la ejecución material y en las que se decide y justifica
el medio de ejecución a emplear. Tampoco tienen carácter regulador las llamadas declaraciones
administrativas de conocimiento o de juicio, que pueden también considerarse como meras actuaciones
materiales, tales como las certificaciones o los informes. En el caso de las certificaciones, los documentos
administrativos y otros actos destinados a constatar una realidad (como el acto que documenta un deslinde)
un importante sector de la doctrina considera que pueden llegar a ser actos administrativos de carácter
documental, con carácter regulador, si establecen por primera vez la efectividad de una determinada
situación jurídica o si pueden ser utilizadas como prueba no rebatible en un procedimiento posterior. Quedan
asimismo fuera del concepto de acto administrativo, por falta de carácter regulador, las meras informaciones
administrativas, los consejos o las advertencias. Por idéntica razón, las promesas administrativas no se
consideran tampoco, en general, actos administrativos, aunque un sector muy importante de la doctrina
entiende que la garantía por parte de la Administración, prestada por escrito, de que se va a dictar, o de que
no se va a dictar, un determinado acto administrativo con un contenido preciso (la llamada Zusicherung)
constituye un acto administrativo en sentido propio. Del mismo modo, la doctrina niega la condición de acto
administrativo a ciertas declaraciones cuyo efecto vinculante no considera autónomo, aunque produzcan
efectos jurídicos al exterior, como la compensación, las fijaciones de plazos, la resolución por la que se
decide el ejercicio de un derecho de retracto o de tanteo o el ejercicio de una opción. Esta exclusión, al
margen de los supuestos en los que pudiese tratarse de un acto de trámite, parece más discutible: es
evidente que aunque el contenido del acto esté perfectamente previsto en otra regulación, su ejercicio
supone la declaración de eficacia de esa regulación en el caso concreto, alterando la posición jurídica de
los sujetos a los que se dirige, del mismo modo que sucede con muchos otros actos declarativos, como las
autorizaciones puramente regladas a las que nadie niega su condición de actos administrativos (al margen
quedan, por supuesto, todos aquellas resoluciones de efecto vinculante no autónomo dictadas en el marco
del Derecho privado, que no serían actos administrativos). Se excluyen también con carácter general del
concepto de acto los actos de trámite y los preparatorios, en tanto no contengan una regulación final que
discipline una relación jurídica determinada, como ocurre con los actos de trámite cualificados a los que se
refiere el artículo 107.1 LPC, que son generalmente actos administrativos a efectos jurisdiccionales. Por eso
son actos administrativos en sentido estricto aquellos actos de trámite que tengan una eficacia constitutiva
o declarativa al extra —como la orden a un funcionario de someterse a una prueba médica en el transcurso
de un procedimiento— o aquellos en los que un órgano administrativo toma una decisión en un ámbito de
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actuación propio que el órgano formalmente competente para resolver no puede revisar ni modificar. Se
descarta, por último, la consideración de acto administrativo, como consecuencia de la falta de carácter
regulador, de todos aquellos actos que se limitan a confirmar otro acto anterior en tanto no reabran los plazos
de impugnación.
Debe decirse, por lo demás, que el carácter regulador es una nota esencial también del acto
administrativo en el ámbito comunitario europeo. Así, el propio Tratado Constitutivo de la Comunidad
Europea define, en su artículo 230, como objeto del recurso comunitario de anulación —la figura del
contencioso comunitario de impugnación por excelencia— los actos adoptados conjuntamente por el
Parlamento Europeo y el Consejo, los actos del Consejo, de la Comisión y del Banco Central Europeo que
no sean recomendaciones o dictámenes, y los actos del Parlamento Europeo destinados a producir efectos
jurídicos frente a terceros. A partir de aquí, el Tribunal de Justicia afirma que «constituyen actos o decisiones
que pueden ser objeto del recurso de anulación, a efectos del artículo 173 (hoy art. 230 TCE), la medidas
que producen efectos jurídicos obligatorios que puedan afectar a los intereses del demandante, modificando
de forma caracterizada la situación jurídica de este último».
B) Los efectos externos
El segundo elemento del concepto arriba expuesto viene constituido por la necesidad de que la decisión
administrativa de carácter regulador en que el acto administrativo consiste deba producir, además efectos
externos, lo que significa que la extensión de los efectos de los actos administrativos alcanza a la posición
jurídica de terceros, fuera o más allá de la administración que los dicta o, para ser más exactos, más allá,
incluso, de las posibles relaciones interadministrativas producidas en el interior de un procedimiento.
Esta característica de los actos administrativos permite distinguirlos de determinadas actuaciones
administrativas con las que, acaso, pudieran confundirse, como ocurre con las instrucciones y órdenes de
servicio, o con las aprobaciones, los informes vinculantes u otras declaraciones o actos de tutela que, siendo
necesarias en un procedimiento, sólo producen efectos al exterior a través de la resolución final del
procedimiento a la que sirven de presupuesto. En este sentido, el artículo 21 LPC sitúa a las instrucciones
y órdenes de servicio lejos de los actos administrativos, habida cuenta de su carencia, con carácter general,
de efectos externos. Por otra parte, tiene efectos externos, y debe ser considerada, por tanto, como un acto
administrativo (o como un Reglamento, según su carácter innovador o no del Ordenamiento), la orden que
afecta al círculo de derechos y obligaciones personales del funcionario o autoridad a la que se dirige, esto
es, no cuando tienen que ver con sus derechos y posiciones jurídicas dentro de la relación orgánica, sino
cuando actúan en el ámbito de su esfera jurídica general, incluida su relación de servicio, como sería el caso
de una orden que le impusiera una conducta que fuera más allá de sus obligaciones legales. Es importante
destacar que la doctrina actual, como ya tuvimos ocasión de ver, considera actos administrativos, y no
instrucciones internas, a las resoluciones dictadas en el ámbito de las relaciones administrativas especiales,
es decir, en las hasta hace poco llamadas relaciones de sujeción especial. Las decisiones adoptadas en el
seno de estas antes denominadas relaciones especiales de sujeción constituyen, cuando cumplen todos los
demás requisitos del concepto, verdaderos actos administrativos y no instrucciones internas, pues ningún
sentido tiene hoy ya, bajo los principios constitucionales vigentes, sostener que la integración de una
persona en la organización administrativa, ya sea por una relación de empleo (funcionarios, incluidos los
militares), como usuario de la misma (servicios públicos en general, en particular los estudiantes) o para el
cumplimiento de una resolución judicial (reclusos en centros penitenciarios), anula su individualidad hasta
el extremo de considerar como puramente internas las decisiones que la Administración adopte con respecto
a ella.
Por lo que se refiere a las declaraciones de otros órganos, de la misma o de distinta Administración, que
se insertan en procedimientos complejos como presupuesto de la resolución final, debe señalarse que tales
declaraciones pueden tener eficacia directa más allá del procedimiento en que se incluyen y reunir, por
tanto, las condiciones para ser considerados actos administrativos, cuando producen efectos inmediatos
respecto a los ciudadanos implicados en el procedimiento. Para determinar si esos efectos se han producido
o no, constituye un indicio importante el hecho de que el órgano que dicta el acto aprobatorio o el que informa
sea el competente para tomar en consideración determinado interés público o determinada tarea dentro del
procedimiento, a lo que no es ajeno, en nuestro sistema, el artículo 107 LPC (ya que estos actos vendrían
de hecho a determinar el fondo del asunto en lo que a una determinada materia o función se refiere, y su
ilegalidad no podría ser subsanada por el acto final), lo que podría permitir la consideración de este tipo de
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declaraciones, cuando estuviesen cualificadas por la especial función reservada al órgano en cuestión, como
actos de trámite cualificados y, eventualmente, en consecuencia, como actos administrativos.
Debe decirse, por lo demás, que esta regla de la producción de efectos externos rige también en el
ámbito comunitario, no resultando posible con carácter general la impugnación autónoma de los actos de
trámite.
C) El acto administrativo como actuación de una Administración pública
Los actos administrativos, para serlo, deben proceder de una Administración pública, en el sentido del
artículo 2 LPC, de sus organizaciones y agentes, sin que esta cuestión plantee mayores problemas, ni deban
tampoco aquí suscitarse expresamente. Sólo serán, pues, actos administrativos aquellas resoluciones que
procedan de una Administración pública en sentido estricto —esto es, de uno de los entes enumerados en
el art. 2 LPC— y de sus agentes descentralizados. No es admisible en nuestro sistema, dados los
presupuestos normativos y constitucionales de que se parte, la concepción alemana que extiende el
concepto de acto a las actuaciones de idéntico contenido de otros órganos constitucionales distintos de la
Administración. Así, nuestra mejor jurisprudencia excluye con acierto actuaciones como la policía de
estrados del concepto de acto administrativo, con independencia de que a algunas actuaciones de
determinados organismos constitucionales les resulten de aplicación aspectos propios de la regulación del
acto administrativo por disposición de la Ley apoyándose en una cierta analogía funcional, siendo necesario
advertir, no obstante, la tendencia de nuestros Tribunales a no extender más allá de lo expresamente
regulado la identidad de régimen jurídico
En cuanto a los actos dictados por el Gobierno, no es posible, de ningún modo, en un Estado de Derecho
tratar de aislar una figura de acto de gobierno o político exenta de control jurisdiccional. Ello no significa que
toda la actuación del Gobierno se plasme en actos administrativos, debiendo imponerse un criterio funcional
según el cual serán actos administrativos aquellas resoluciones dictadas por el Gobierno en el ejercicio de
sus potestades de naturaleza administrativa. No obstante, puesto que es difícil determinar en la práctica
cuándo el Gobierno actúa como vértice de la Administración y cuándo como órgano constitucional titular del
Poder Ejecutivo —sin que un criterio puramente académico pueda resultar aquí de utilidad—, pueden
calificarse como actos administrativos todas las actuaciones que reúnan el resto de los elementos propios
del concepto arriba reseñado —significativamente el carácter regulador y la eficacia externa—, cuyo
enjuiciamiento no esté sometido a la competencia exclusiva del Tribunal Constitucional, posición que ratifica
la amplia atribución de funciones a la Jurisdicción contencioso-administrativa en el enjuiciamiento de la labor
del Gobierno que contiene el artículo 2.a) de la Ley jurisdiccional de 1998, precepto que viene a enterrar
definitivamente la doctrina del acto político.
De la necesidad de que el acto administrativo sea dictado por un órgano extrae la doctrina alemana otras
dos consecuencias que sí son relevantes a la hora de delimitar la figura del acto administrativo estricto en
nuestro sistema: de una parte, que las medidas adoptadas por personas privadas no son actos
administrativos (salvo cuando se trate de agentes desconcentrados de la Administración: concesionarios,
colegios profesionales) y, por otra, la exclusión del concepto de todas aquellas medidas que no son
unilaterales de la Administración, como los contratos sobre potestades administrativas.
D) El ejercido de una potestad de Derecho administrativo
Los actos administrativos deben dictarse, además, en el ejercicio de una potestad de Derecho público,
más concretamente, de Derecho administrativo, lo que tampoco suscita mayores complicaciones, aunque
puede tener alguna importante consecuencia.
Este elemento, que tiene unas consecuencias similares a las que la doctrina alemana extrae de la
expresión medidas «de autoridad», sirve para deslindar los actos administrativos de cuantas actuaciones
pueda realizar la Administración con sometimiento al Derecho privado, pero también para destacar que no
son actos administrativos aquellas actuaciones de los órganos administrativos en las que se ejercen
potestades reguladas por el Derecho constitucional, el procesal o el internacional, al carecer de sentido
conceptualizar las mismas como actos administrativos cuando su régimen jurídico habrá de ser
forzosamente muy diverso del propio del Derecho público común de la Administración.
Igualmente, a partir de esta nota, es posible delimitar los actos de los contratos administrativos, en cuanto
en la celebración de estos últimos la Administración no actúa una potestad de imperio.
E) El ejercicio de una potestad distinta de la reglamentaria
Finalmente, los actos administrativos deben ser consecuencia del ejercicio de una potestad
administrativa distinta de la reglamentaria, para decirlo en los términos de una conocida expresión, con lo
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que pretende subrayarse la limitación del concepto de acto administrativo al fenómeno de la aplicación del
Derecho y no al de su creación, cuyo criterio de distinción no es, en términos generales, nada problemático
entre nosotros, a partir de la afirmación de que el acto administrativo no innova el Ordenamiento jurídico,
sino que lo aplica, mientras que el Reglamento supone una alteración del Derecho objetivo, un episodio de
creación del Derecho.
El punto de partida en el Derecho alemán no es exactamente el mismo que el nuestro —que no parece,
sin embargo, necesario alterar, en absoluto—, al decirse en la definición legal que los actos administrativos
se dirigen «a la regulación de un caso particular» (o concreto, si se quiere), lo que remite el criterio de
distinción al carácter concreto del acto, frente al carácter abstracto-general del Reglamento, Acostumbra a
entenderse, aunque el tema no es enteramente pacífico, que la «regulación de un caso particular» alude al
carácter concreto de la medida, y no al carácter más o menos amplio de sus destinatarios
Debe decirse que aun empleando como criterio de distinción el dato de que la regulación lo sea de un
caso concreto, se admite también la existencia de actos administrativos generales, esto es, dirigidos directa
o indirectamente a una pluralidad de destinatarios. Los problemas de delimitación entre normas y actos en
algunos casos concretos y, sobre todo, la necesidad de dar respuesta a cuestiones específicas relacionadas
con la tutela de los derechos individuales ante determinadas medidas administrativas, especialmente en lo
relativo a la necesidad, o no, de notificación individual, al trámite de audiencia o a la motivación y a los
plazos de recurso, han llevado a la doctrina y al legislador alemanes a configurar una subespecie de actos
dentro del acto administrativo, que es la llamada Allgemeinverfügung o resolución general, de la que, según
la previsión de la frase segunda del § 35 VwVfG, caben tres supuestos, Primero, el acto administrativo
general dirigido a una pluralidad de personas determinables por una característica genérica, es decir, un
acto que regula un supuesto concreto pero tiene por destinatarios un grupo de personas que resulta
determinable por su pertenencia a un círculo concreto como, por ejemplo, los propietarios de viviendas o
los participantes en una manifestación. La diferencia con la norma reglamentaria viene aquí dada por el
hecho de que la regulación se refiere únicamente a un supuesto concreto —nunca contendrá una regulación
abstracta—, a una aplicación que no altera el Ordenamiento. Pertenecen a este género, por ejemplo, la
orden para que cese una concentración ilegal o la que prohíbe la circulación de vehículos por un exceso
momentáneo de contaminación. En general, se clasifican en esta categoría las medidas que tratan de
prevenir un peligro concreto en cuanto se dirigen a una colectividad, como los conductores o los
consumidores, sin referencia a una cosa precisa (no sería lo mismo una orden que prohíbe transitar por una
carretera específica que aquella que lo hace por todas debido a un exceso de contaminación) , En segundo
lugar, los actos que se refieren a una cosa, determinando su naturaleza jurídica de forma que sólo afectan
a las personas indirectamente, en la medida en la que éstas tengan relación con el objeto regulado. El
ejemplo típico es aquí la afectación de una vía como carretera que supone su apertura al uso público y el
consiguiente derecho por parte de cualquiera al uso común general. Por último, aunque la solución sea
discutida para algunos casos, la norma alemana incluye entre los actos administrativos generales los actos
por los que se regula el uso de una cosa por un conjunto indeterminado de personas fijando los derechos y
obligaciones de los mismos. En estos casos se está, más que ante un supuesto novedoso, ante un caso
más de acto administrativo general dirigido a una pluralidad de personas determinables por una
característica genérica , ya que aquí se trata de los usuarios de una cosa.
Bajo esta fórmula del acto administrativo general se incluyen, según la doctrina y la jurisprudencia
mayoritarias en Alemania, las señales de tráfico, en cuanto las mismas vienen a sustituir la orden singular
que al conductor dirige un agente del orden y, por supuesto, siempre que tengan carácter regulador —lo
que deja fuera a las señales no obligatorias—, El régimen de este tipo singular de actos administrativos
parece hoy claro en la jurisprudencia alemana que ha considerado que para la eficacia de las señales basta
su mera instalación —con lo que este tipo de acto tiene un régimen de «notificación» singular— y que su
firmeza se produce cuando a partir de la misma transcurra el plazo de recurso previsto, con independencia
de que un usuario concreto haya podido percibir la señal.
El principal problema que plantea la cuestión de los actos administrativos generales, y muy
especialmente el de la naturaleza jurídica de las señales de tráfico, es el de su firmeza, puesto que al estar
abierto el círculo de los potenciales destinatarios de las medidas generales, puede haber ciudadanos que
ignorando la propia existencia del acto se encuentren con que éste ya no resulta impugnable en el momento
en el que se enfrentan a la situación regulada. La fuerza de esta argumentación, propugnada con su habitual
brillantez por Klaus VOGEL, no debe, en nuestra opinión, llevar a negar la figura del acto administrativo
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general —claramente admitida en nuestro sistema en el art. 59.5.a) LPC en cuanto permite la sustitución de
la notificación personal por la publicación en los actos destinados a una «pluralidad indeterminada de
personas»—, pero sí a considerar las exigencias de la tutela judicial efectiva cuando se trata de clasificar
una determinada actuación administrativa como acto o como norma, lo que conduce a evitar una
interpretación extensiva de la figura, sobre todo en cuanto, como es el caso de la señales de tráfico, supone
una alteración sustancial de las reglas de notificación sin ofrecer de facto al ciudadano la posibilidad
abstracta de conocimiento previo del acto que sí se garantiza con la publicación.

Capítulo segundo
Las condiciones de validez del acto administrativo
I. Introducción
Los actos administrativos son válidos, es decir, conformes con el Ordenamiento jurídico cuando, como
ocurre con todo acto jurídico, cumplen determinadas condiciones o requisitos que el propio Ordenamiento
les impone. Las condiciones de validez del acto administrativo se exponen y se clasifican entre nosotros, sin
excepción, siguiendo el arcaico modelo propio de la doctrina italiana de principios del siglo XX, bajo la
etiqueta del análisis de los elementos del acto administrativo. La presentación, de este modo, de las
condiciones de validez de los actos administrativos, es decir, como un análisis de los llamados elementos
de los actos, que aquí se objeta resueltamente, constituye un planteamiento inaceptable, que oscurece
notablemente la cuestión, al menos, por dos razones. En primer lugar, porque la exposición de los requisitos
de validez de los actos se distancia de sus consecuencias prácticas, lo que conduce derechamente a incurrir
con toda frecuencia en alardes estrictamente académicos carentes de relevancia práctica alguna y, en
segundo lugar, porque, con ello, se parte, un vez más, del arquetipo del negocio jurídico privado para
examinar las condiciones de validez del acto, introduciendo consideraciones antropomórficas absolutamente
ajenas al proceso de formación de la voluntad administrativa y marginando, cuando no ignorándolos pura y
simplemente, requisitos de validez esenciales en el Derecho administrativo, en cuya virtud la Administración
no siempre tiene, por ejemplo, libertad en la elección del medio de actuación ni, desde luego, la tiene en la
determinación del contenido de su actuación, en cuanto su voluntad es una voluntad normativa, no
psicológica.
Parece mucho más juicioso, pues, alejar la teoría dé las condiciones de validez de los actos
administrativos de la dogmática del negocio jurídico que, como hemos visto, nada tiene que ver con la del
acto administrativo, definitivamente separada ya de prejuicios iusprivatistas y sólidamente asentada en
postulados propios del Derecho público. Desde esta perspectiva, mucho más luminosa, por llana y clara,
además de mucho más práctica a la hora de identificar las irregularidades del acto administrativo, deben
considerarse las siguientes condiciones de validez: por de pronto, la admisibilidad misma, en cada caso, de
la actuación de la Administración mediante acto administrativo; después, las condiciones formales de validez
del acto, lo que incluye el respeto de los requisitos subjetivos —especialmente de competencia—, los de
procedimiento y los de forma, para examinar finalmente el cumplimiento de las condiciones materiales de
validez, entendiendo por tales todos aquellos requerimientos que el Ordenamiento impone al contenido del
acto administrativo.
Importa, no obstante, antes de entrar a analizar con detalle cada una de estas categorías de condiciones
de validez del acto administrativo, resolver la cuestión previa, de gran trascendencia práctica, de la
determinación del momento al que debe referirse el examen de validez del acto administrativo. La doctrina
mayoritaria viene sosteniendo que el momento al que debe referirse la validez o invalidez de un acto
administrativo es el momento en el que se dicta, sin que un posterior cambio de las circunstancias de hecho
o de Derecho que fueron tenidas en cuenta para su nacimiento pueda convertir en inválido al acto que nació
conforme a Derecho, Por ello, en la hipótesis de una modificación sobrevenida de tales circunstancias
supuesto que ocurrirá normalmente en los actos con efectos prolongados en el tiempo— que determine que
el mantenimiento de la eficacia del acto sea contrario a Derecho, debe hablarse de ineficacia del acto y no
de invalidez sobrevenida del mismo. Si a todo concepto jurídico deben poder asignársele unas
consecuencias jurídicas coherentes, sería absurdo, en efecto, pretender la invalidez de un acto
administrativo por el cambio de circunstancias, cuando ese cambio ni convierte en errónea la valoración
jurídica que se adoptó al dictar el acto ni reabre plazo de impugnación alguno ni, mucho menos, justifica la
puesta en marcha de los poderes de revisión de oficio de la Administración. El ciudadano afectado por un
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acto que ha devenido inoportuno tendrá, en su caso (esto es, cuando el Ordenamiento imponga la necesidad
de alterar las situaciones creadas por los actos dictados bajo la vigencia de una norma anterior o que ya no
cumplan alguna de las condiciones de hecho a las que se ha subordinado su eficacia), el derecho a que la
Administración le prive de eficacia mediante su revocación, aun cuando no podrá impugnar ese acto
originario cuya regulación ya no es eficaz pero continúa siendo válida, es decir, conforme con el Derecho
que la justificó. La Administración, por su parte, no necesitará tampoco acudir al recurso de lesividad para
dejar sin efecto aquellos de sus actos que con el tiempo se hayan convertido en inoportunos por un cambio
de circunstancias fácticas o jurídicas. En estos casos, cuando existe una base normativa que lo justifica y
no hay ningún principio jurídico que lo impida, la Administración podrá revocar los actos, retrotrayendo si
fuera necesario los efectos de la revocación al momento en el que se produjo el cambio de circunstancias.
Un problema plantea, no obstante, la rigidez de la LPC en la regulación de los supuestos de revocación de
actos favorables y su ambigüedad cuando se trata de actos desfavorables (en contraste con el Derecho
alemán que permite en este tipo de supuestos una generosa revocación incluso, en algunos supuestos, con
efectos retroactivos hasta el momento del cambio de circunstancias), aunque la cuestión se aclara
considerablemente en la legislación especial, en donde abundan los supuestos de revocación por cambio
sobrevenido de circunstancias.
II. La admisibilidad de la actuación administrativa mediante actos administrativos
Ya tuvimos ocasión de comprobar cómo el Ordenamiento jurídico no respalda siempre y en todo caso la
actuación de la Administración mediante actos administrativos, con lo que la existencia de habilitación para
actuar por medio de un acto, es decir, para elegir el acto administrativo como modo de actuación frente a
otros posibles, se convierte en un primer requisito o condición de validez de cada resolución administrativa.
Las consideraciones, de relevancia constitucional, que laten detrás de esta idea son diferentes según que
el acto administrativo se dirija a un particular o a una Administración distinta a la que lo dictó. En el primer
caso, la actuación mediante un acto administrativo supone situar a los destinatarios del mismo en la
necesidad de impugnarlo en caso de desacuerdo, ante la amenaza de la firmeza y de la ejecutividad del
acto, por lo que un amplio sector de la doctrina alemana entiende que el propio uso del acto administrativo
constituye en sí mismo una inmisión en la esfera jurídica de la libertad del ciudadano afectado y, por ello,
debe estar amparado, en virtud del principio de reserva de Ley, en una norma de rango legal que justifique
esta agresión o ataque de la actuación administrativa. La jurisprudencia exige también que la actuación
mediante actos administrativos frente a otros entes públicos deba ampararse en la Ley, por lo menos cuando
afecte a la distribución de competencias entre ellos y la competencia esté igualmente atribuida por la Ley.
El problema surge a la hora de determinar cuándo puede asegurarse que la Ley legitima a la Administración
a actuar mediante actos administrativos. Algún autor, como DRUSCHEL, considera que la afirmación del
principio de firmeza de todo acto administrativo con independencia de su contenido es fundamento suficiente
para afirmar la aptitud de la Administración para actuar mediante actos, en cuanto la inmisión derivada de
la forma de actuación se produce por efecto de la propia Ley, al margen del contenido del acto en cuestión.
Esta posición no es, sin embargo, generalmente compartida y confunde los planos del ser y del deber ser,
porque el mero hecho de que el Ordenamiento no impida ese ataque a la esfera de la libertad del ciudadano
que el acto implica no significa que lo santifique, como lo prueba el que la mera alegación de falta de
habilitación o aptitud para actuar mediante un acto administrativo es suficiente para obtener su anulación,
sin necesidad de aportar otros motivos. La opinión mayoritaria mantiene, con diversos matices, que no puede
afirmarse una habilitación general en favor de la Administración para actuar a través de actos
administrativos, haciéndose depender la respuesta, con carácter general, de la norma concreta de
aplicación, que no tiene por qué establecer expresamente la habilitación para actuar mediante un acto
administrativo, puesto que puede entenderse implícita en todo caso en su regulación o deducirse, incluso,
por analogía.
Esta cuestión no se ha planteado nunca, que yo sepa, entre nosotros, pero no es fácil negar que se trata
de un asunto de interés. No deja de guardar, desde luego, un cierto paralelismo con los problemas derivados
de la elección de los medios de ejecución forzosa de los actos administrativos, en donde nuestro sistema
opta, por exigencia de los principios de proporcionalidad e intervención mínima, por ordenar la aplicación
del medio menos gravoso para el particular. Es sencillo, por ello, inclinarse por una solución semejante
cuando la Administración se enfrenta a la necesidad de decidir sobre la utilización de su propio instrumento
de actuación, sobre todo si se tiene en cuenta que el particular afectado por la elección del medio de
ejecución ha incumplido un mandato administrativo, situación en la que puede no estar el ciudadano sujeto
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a la elección del medio de acción administrativa. La importancia de asegurar la eficacia de la actuación de


la Administración y, sobre todo, la función clarificadora y estabilizadora de las situaciones jurídicas que
cumple el acto administrativo, que juega, en muchas ocasiones, en favor de sus destinatarios, son
consideraciones que conviene subrayar también en este momento. A diferencia de otros instrumentos de la
actuación administrativa, el acto administrativo supone una inmisión en la esfera jurídica de los particulares
en cuanto puede imponerles unilateralmente deberes y obligaciones que les vinculan sin su
consentimiento y, además, les coloca en la alternativa de impugnarlo en un plazo breve de tiempo o de tener
que asumir como firmes e inatacables sus determinaciones, aunque sean ilegales (siempre que el acto no
sea nulo). Siendo esto así (y sin olvidar que el acto también tiene aspectos positivos para los particulares,
porque las ventajas reconocidas por un acto administrativo tienen una solidez jurídica superior a las que no
disponen de ese título), es inevitable preguntarse en qué casos puede la Administración utilizar ese
instrumento, y en cuáles no. Al margen de lo dicho, no existen normas en nuestro Ordenamiento que
habiliten a la Administración para su empleo, limitándose las Leyes a regular los efectos y los requisitos de
los actos, pero no estableciendo precisión alguna acerca de cuándo pueden dictarlos las Administraciones
públicas, lo que podría significar, acaso, que lo dan por supuesto con carácter general —lo cual sería, sin
duda, mucho suponer. Aun cuando exigir que cada acto se apoye en una habilitación normativa para su
producción sería, hoy por hoy, entre nosotros, excesivo —seguramente, no dentro de no mucho tiempo,
habida cuenta de los derechos fundamentales en juego—, no parece exagerado sostener que, puesto que
los actos administrativos constituyen un instrumento de la Administración para el ejercicio de sus potestades,
como prueba la propia legislación procedimental reguladora de los actos, la Administración sólo pueda
utilizarlos justamente para el ejercicio legítimo de sus potestades, es decir, no sólo allí donde actúa en
régimen de Derecho administrativo, sino también en donde el Ordenamiento la haya dotado de la posibilidad
de ejercitar precisamente potestades en sentido técnico, no, por tanto, cuando actúe en régimen de Derecho
privado o cuando disponga simplemente de capacidad para actuar, al estar en juego la tutela de intereses
públicos de su competencia, pero no tenga atribuida expresamente la posibilidad de intervenir cabalmente
mediante el ejercicio específico de potestades.
III. Las condiciones formales de validez
Las condiciones formales de validez de los actos administrativos incluyen todos aquellos requisitos
legales que se imponen al acto administrativo para su elaboración y obtención, al margen, por tanto, por
completo, de su contenido. Así, los actos administrativos deben ser dictados por los titulares legítimos del
órgano competente, siguiendo el procedimiento legalmente establecido y con la forma prescrita.
1. La competencia y otras condiciones subjetivas
Los actos administrativos sólo pueden ser dictados por una Administración pública, lo que excluye la
posibilidad de considerar actos administrativos tanto a los actos de entes o poderes públicos que no son
Administraciones públicas (las Cortes o el Poder judicial), como a los actos de los particulares, salvo en
aquellos supuestos excepcionales en los que éstos actúan por delegación de una Administración
(fundamentalmente en supuestos de autoadministración o de concesionarios).
Las potestades que el Ordenamiento jurídico otorga a cada Administración pública no son, por otra parte,
ejercidas por todos los órganos de la misma indistintamente. Cada Administración, dotada de personalidad
jurídica, se integra por un conjunto de órganos jerárquicamente ordenados, en el que cada uno podrá
ejercitar sólo aquella fracción de la capacidad, de las potestades y de las funciones que el Ordenamiento
atribuye a la Administración en la que se integra; esto es, cada órgano podrá desempeñar únicamente las
funciones propias de su competencia. Siendo la competencia la medida de la potestad que corresponde a
cada órgano, su determinación concreta la realiza la norma jurídica que la atribuye, conforme a distintos
criterios. La competencia puede ser asignada por razón de la materia (es decir, por razón de su contenido
u objeto), por razón de la jerarquía (cuando, según el grado, se otorgan funciones sobre una parte más o
menos amplia de la materia) o por razón del lugar, aunque, también, en algunos supuestos, por razón del
tiempo, cuando se condiciona el ejercicio de una competencia a un determinado término fuera del cual, el
órgano, competente en función de otros criterios» no puede actuarla (un ejemplo típico sería la competencia
de uso de los créditos presupuestarios, que sólo cabe ejercitar durante el período de tiempo al que se
extiende el presupuesto). Para determinar con precisión, en el caso concreto, si el órgano puede o no actuar
deben tomarse en consideración también los supuestos, legalmente previstos, de transferencia del ejercicio
de competencias entre órganos, tales como la delegación (art. 13 LPC) o la avocación (art. 14 LPC).
Siéndoles posible, pues, a los órganos administrativos actuar válidamente sólo en el ámbito de sus
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competencias, o sea, si cumplen los requisitos exigidos por sus normas atributivas, cualquier incumplimiento
de éstas, es decir, toda, actuación de un órgano administrativo que se produzca fuera de ese estricto y
expreso marco competencial, dará lugar a la invalidez, a la ilegalidad de los actos administrativos dictados,
pudiendo comportar, incluso, la nulidad de pleno derecho de los mismos, si la incompetencia es manifiesta
y afecta a la materia o al territorio [art. 62.1.b) LPC].
Otras condiciones subjetivas hacen referencia al propio titular del órgano actuante, que debe reunir una
serie de requisitos cuya eficacia invalidatoria es, sin embargo, variable:
— Que esté correcta o legalmente investido, como suele habitualmente exponerse: esto es, que el
titular del órgano lo sea una autoridad o funcionario regularmente nombrado, que haya tomado posesión y
que esté en activo como titular de ese órgano o como su suplente en los términos legalmente previstos.
— Que no incurra en las causas legales de abstención y recusación (arts. 28 y 29 LPC).
— Que actúe conforme a las condiciones formales que las normas establecen para posibilitar la
imputación de su actuación al órgano (aspecto que es especialmente relevante en relación a los miembros
de los órganos colegiados, cuya actuación sólo se imputará a éstos si se cumplen las reglas esenciales para
la formación de su voluntad, tales como la regularidad de la convocatoria,
la inclusión del asunto en el orden del día, el quórum de constitución o la correcta aplicación de las
normas sobre votación. En otro caso podría estarse ante una causa de nulidad de pleno derecho).
La infracción de los requisitos señalados no conduce sin más, como se ha observado, a la invalidez del
acto administrativo así dictado. Respecto a las causas de abstención y recusación, el propio artículo 28.3
LPC señala que «[la actuación de autoridades y personal al servicio de las Administraciones públicas en los
que concurran motivos de abstención no implicará, necesariamente, la invalidez de los actos en que hayan
intervenido». Por su parte, por lo que se refiere a los actos dictados por persona no investida legalmente,
hay que contar con la doctrina del funcionario de hecho que, por imposición de la seguridad jurídica, implica
la imputación a la Administración de determinados actos realizados por personas que no cumplen todos los
requisitos legales que justificarían, normalmente, aquella imputación.
Debe subrayarse, finalmente, que los llamados vicios de la voluntad que puedan afectar al titular del
órgano administrativo que dictó el acto no producen automáticamente la invalidez del mismo. Ello es así,
una vez más, porque la voluntad administrativa es una voluntad legalmente vinculada y la existencia de un
error en la persona que actúa o, incluso, el uso de la violencia sobre ella no convierte en ilegal la resolución
que objetivamente es conforme a Derecho. Aun tratándose de actos discrecionales, la existencia de estas
circunstancias sólo constituye un indicio de la invalidez, que podrá, no obstante, no concurrir si se demuestra
que la resolución adoptada era, en el caso, la única jurídicamente posible o la más conveniente a los
intereses públicos. Todo ello, desde luego, sin perjuicio de la sanción penal que eventualmente deba
imponerse a quien coaccione o violente al titular del órgano, aunque lo haya hecho para conseguir algo a lo
que tenía pleno derecho.
2. El procedimiento
El procedimiento es el conjunto concatenado de actos o actuaciones administrativas de trámite
destinadas a asegurar la legalidad, el acierto y la oportunidad de la resolución que le pone término, y a
garantizar los derechos de los ciudadanos afectados y las exigencias de los intereses públicos en juego. Se
trata de un conjunto de actos con sustantividad propia que, en ocasiones, cuando constituyen actos de
trámite cualificados, pueden llegar a ser objeto de una impugnación independiente del acto administrativo
definitivo, aunque lo usual sea su impugnación concentrada con la resolución que pone fin al procedimiento
por razones de economía procesal. La exigencia de un procedimiento reglado para la producción de los
actos administrativos tiene en nuestro sistema una larga tradición, que se remonta a finales del siglo XIX, y
rango constitucional [art. 105.c) de la Constitución]. El procedimiento tiende a asegurar que, antes de dictar
un acto la Administración cumpla una serie de trámites, impuestos por la propia Constitución o por la
legislación ordinaria, que se corresponden estrictamente con derechos de los particulares (como ocurre con
el derecho a la defensa en el procedimiento sancionador o con el derecho a la audiencia de los interesados)
o con el respeto a la competencia de otros órganos públicos (así, en el caso de la existencia de informes
vinculantes en el procedimiento que, en realidad, esconde el ejercicio compartido de las competencias).
3. La forma
En cuanto a la forma de los actos administrativos, el principio general es la forma escrita de producción
del acto, como claramente señala el artículo 55.1 LPC, al decir que «Los actos administrativos se producirán
por escrito a menos que su naturaleza exija o permita otra forma más adecuada de expresión y constancia».
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La opción general por la forma escrita viene justificada en la conveniencia de una constancia del contenido
del acto que posibilite su ejecución y por la necesidad, con carácter general, de que los actos sean
notificados o, en su caso, publicados para adquirir eficacia.
Las excepciones a esta regla general se justifican, como precisa el artículo 55 LPC, por la naturaleza del
acto de que se trate. Así, la urgencia puede exigir que determinadas órdenes (de policía general o de otra
clase) se produzcan de forma oral. La necesidad de que sean reconocidas por cualquier conductor justifica
que las señales de tráfico —en el caso de que puedan considerarse como actos administrativos y no como
reglamentos— se manifiesten por signos convencionales internacionales. A veces la naturaleza del acto
aconseja una forma de manifestación acústica (un semáforo para invidentes); en otras ocasiones, el propio
modo de actuación de la Administración impone la forma oral (es el caso, generalmente, de los órganos
colegiados). La forma oral de producción de los actos administrativos no evita, sin embargo, que, cuando
sea necesario hacerlos constar por escrito (generalmente para garantizar su eficacia y la seguridad jurídica),
se pueda plasmar el contenido en un escrito, que estará redactado y firmado, bien por el funcionario
subordinado (en el caso de órdenes verbales del superior), bien por el secretario, en el caso de actos
dictados en forma oral por órganos colegiados (art. 55.2 LPC).
En cuanto al contenido del escrito en que se materializa el acto administrativo, la LPC no ofrece una
regulación satisfactoria. No obstante, la práctica suele consistir en que el acto tenga un encabezamiento en
el que se identifica el órgano emisor, un preámbulo que hace referencia a las normas tenidas en cuenta y a
los trámites cumplidos para dictarlo (si se incorporó al procedimiento un dictamen del Consejo de Estado la
Ley Orgánica 3/1984, de 22 de abril, que regula este órgano consultivo impone en su artículo 2.6 que se
incluya la fórmula «de acuerdo con el Consejo de Estado», si el acto sigue el parecer del mismo, y la fórmula
«oído el Consejo de Estado», si se discrepa del dictamen no vinculante del alto órgano consultivo), la
motivación, en los casos en que legalmente proceda, con sucinta referencia a los hechos y los fundamentos
de derecho que justifican la resolución, la parte dispositiva y, al final del escrito, el lugar, la fecha y la firma.
De entre todos estos aspectos destaca, sin duda, la motivación de los actos administrativos en cuanto
con ella no se trata sólo de cubrir una mera formalidad, sino que, a su través, se asegura la formación de la
voluntad de la Administración y la garantía los derechos de los ciudadanos porque la motivación posibilita
el ejercicio de las potestades de control en vía de recurso, sea éste administrativo o judicial, de la resolución
dictada. La omisión de la motivación no debe provocar por sí misma la anulación del acto administrativo, si
el examen del expediente permite comprobar que estaba correctamente fundamentado o si la Administración
aporta la motivación en el seno del propio proceso ya entablado frente al acto inicialmente no motivado. En
estos casos, el daño que la omisión de la motivación ocasiona al particular, al que se obliga a acudir al
contencioso para conocer las razones de la Administración podría compensarse por otras vías distintas de
la anulación, como, pudiera ser la condena en costas de la Administración. La motivación puede ser sucinta
(así lo impone, de hecho, el propio art. 54 LPC), pero debe ser suficiente para ilustrar sobre las razones de
hecho y de derecho que justifican la resolución. En particular, se deben conocer a través de la motivación
las razones de la adecuación del acto a la finalidad pública que lo justifica y, en caso de ejercicio de una
potestad discrecional, las circunstancias que aconsejaron la opción por una determinada solución de entre
las demás legalmente posibles. La jurisprudencia admite la motivación por remisión a informes o al
expediente, siempre que no se produzca indefensión material, lo que implica que el ciudadano haya tenido
acceso a los fundamentos del acto que se dicta. En cuanto a los supuestos en los que la motivación es
necesaria, a diferencia de lo que ocurre en el Derecho alemán, en donde el parágrafo 39 de la VwVfG (Ley
Federal de Procedimiento Administrativo) parte de la necesidad de fundamentar todos los actos dictados o
recogidos por escrito, con excepciones (fundamentalmente los supuestos en los que el contenido del acto
ya es conocido por el destinatario [porque se admite su solicitud o porque tuvo conocimiento del mismo en
el procedimiento], o los actos producidos en masa o con un destinatario plúrimo), nuestro sistema se
construye sobre la afirmación de una lista de actos administrativos que deben ser motivados.
Concretamente, serán motivados, «con sucinta referencia de hechos y fundamentos de Derecho» (art. 54.1
LPC), cuando limiten derechos subjetivos o intereses legítimos; cuando resuelvan procedimientos de
revisión de oficio de disposiciones o actos administrativos, recursos administrativos, reclamaciones previas
a la vía judicial y procedimientos de arbitraje; cuando se separen del criterio seguido en actuaciones
precedentes o del dictamen de órganos consultivos; cuando acuerden la suspensión de actos por cualquiera
de los motivos previstos o la adopción de medidas provisionales; cuando acuerden la ampliación de plazos
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o la tramitación de urgencia; cuando se dicten en ejercicio de potestades discrecionales y cuando así lo


disponga una norma legal o reglamentaria expresa.
IV. Las condiciones materiales de validez
La Constitución española, siguiendo en este punto, como en tantos otros, la estela de la Ley Fundamental
de Bonn, somete la totalidad de la actuación administrativa «a la Ley y al Derecho» (art. 103.1 CE),
colocando el principio de legalidad como auténtica piedra angular de nuestro sistema jurídico-administrativo
y cumpliendo, con ello, con las exigencias del Estado de Derecho y, en particular, con las propias del
principio democrático. La primera manifestación del sometimiento pleno a la Ley y al Derecho, por lo que se
refiere al acto administrativo, consiste en el llamado principio de primacía de la Ley, según el cual todo acto
administrativo debe cumplir con el conjunto de normas jurídicas previas que forman el Ordenamiento en el
momento de ser dictado, incluidas las normas del Derecho comunitario que disponen de aplicación directa,
con inaplicación de las normas internas que colisionen con las comunitarias al quedar desplazadas por
éstas. Este sometimiento de la Administración a la Ley y al Derecho no se limita, por otra parte, a la mera
vinculación negativa al Ordenamiento, expresada en una actuación libre mientras no interfiera con él, porque
siendo la actividad de la Administración una actividad de pura ejecución de los mandatos jurídicos en los
que se concreta el interés general a cuyo servicio está constitucionalmente vinculada es necesario que la
Administración actúe no ya en el marco externo del Ordenamiento sino en pura ejecución del mismo, de
acuerdo con el principio de vinculación positiva al Derecho. El instrumento técnico que explica esta dinámica
específica del principio de legalidad de la Administración es la potestad. La Administración actúa siempre
en ejercicio de potestades, de posiciones de poder abstractas que sólo mediante su actuación se traducen
en relaciones jurídicas concretas, y cuyas potestades deben ser previamente habilitadas por el
Ordenamiento, con lo que sin la intervención del mismo la Administración, sencillamente, no podría actuar.
Es evidente, no obstante, que las potestades administrativas en general, y las que habilitan para dictar actos
administrativos en particular, pueden ser también atribuidas por una norma reglamentaría que la propia
Administración se proporciona a sí misma en un fenómeno de auto atribución de potestades. Pero esta
técnica conoce su límite fundamental en el principio de reserva de Ley, que excluye la posibilidad de que un
Reglamento defina una potestad administrativa sin contar con la necesaria habilitación legal, de manera
que, en cuanto aplicable el principio de reserva de Ley, el acto administrativo no sólo debe ser fruto de la
aplicación del Derecho, sino que debe tener una fundamentación específica en una norma con rango de Ley
—o de Derecho comunitario— que lo ampare. Al principio de reserva de Ley están sometidos la totalidad de
actos de gravamen o desfavorables, que deben ser dictados bajo la correspondiente habilitación legal en
cuanto suponen una inmisión o una lesión de la esfera jurídica general de la libertad o de la propiedad del
ciudadano. Es de destacar que en el Derecho alemán, en el que nació la doctrina de las antes llamadas
relaciones especiales de sujeción, se ha llegado a la sustancial conclusión, hoy enteramente pacífica, de
que también en ellas es estrictamente necesario que todo acto de gravamen deba traer causa de la
correspondiente habilitación en una norma con rango de Ley. La reserva material de Ley se extiende,
además, más allá de los meros actos de gravamen, al aplicarse sin mayor reparo dogmático a todos aquellos
actos en los que el contenido favorable viene asociado a un gravamen, siempre y cuando dicho gravamen
constituya algo más que una mera condición accesoria que trate de asegurar el cumplimiento de los
requisitos legales a los que se somete la ventaja jurídica definida. Todo contenido desfavorable necesita de
la reserva de Ley, salvo que sólo sea un medio para asegurar que el beneficio se otorga en las condiciones
legalmente exigidas, sin imponer un contenido negativo adicional. El ámbito cubierto por la reserva material
de Ley se extiende también, incluso, a los actos de contenido favorable, al menos en cuanto los mismos
afecten de forma esencial al desarrollo de los derechos fundamentales, como hoy destaca la generalidad de
la doctrina alemana y como impone también nuestra Constitución, en el artículo 53.1, al referirse a la
regulación en general de los derechos fundamentales como objeto de la reserva de Ley. Esta conclusión
viene garantizada por la necesidad de asegurar en el Estado social de Derecho no únicamente las libertades
frente al Estado sino también la posibilidad efectiva de disfrutar de las libertades a través de medios que
sólo la comunidad puede poner a disposición del individuo que sufre la menesterosidad social propia de una
sociedad avanzada. Es necesario, pues, afirmar el principio de la reserva de Ley para asegurar que las
relaciones entre el ciudadano y la Administración que afectan esencialmente al círculo vital de aquél se
establezcan desde el Parlamento y no queden al arbitrio de la Administración, que dispondría, de tener
libertad de actuación en este terreno, de un poder para determinar la esfera jurídica de los particulares
análogo o mayor al que le resulta posible actuar mediante actos de gravamen. No es dudoso, en efecto,
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que la negativa de un beneficio por una Administración que realiza tareas de procura asistencial, puede
llegar a ser más gravosa para el ciudadano que depende de esas prestaciones que una actuación
administrativa de inmisión o de ataque directo a sus derechos.
Conviene destacar que la ausencia del debido fundamento normativo, o la nulidad de pleno derecho del
mismo por contradecir una norma superior, produce la ilegalidad del acto administrativo, aunque no
presupone, en principio, el grado de dicha invalidez. Concretamente, el que un acto administrativo se dicte,
por ejemplo, sobre el solo soporte de un Reglamento en materia reservada a la Ley, basándose en una Ley
nula o sin base normativa alguna, no produce en principio otra consecuencia que su mera anulabilidad salvo
que se den los presupuestos de especial gravedad y carácter manifiesto de la infracción que justifican la
nulidad de pleno derecho.
La relación entre el acto administrativo y la norma habilitante se define también en la necesidad de que
el acto se acomode al fin público perseguido por la norma que atribuyó a la Administración la potestad para
dictarlo. Para asegurar la adecuación del acto a dicho fin se ha desarrollado la técnica de la desviación de
poder, irregularidad del acto administrativo que consiste, según la clásica definición legal contenida hoy en
el artículo 70.2 LJ en «el ejercicio de potestades administrativas para fines distintos de los fijados por el
Ordenamiento jurídico». La desviación de poder existe tanto en el caso de que el acto persiga fines privados
(por ejemplo, el uso de las normas sobre fijación de complementos de productividad de los funcionarios con
la finalidad de gratificar a quienes son afines ideológicamente) como en el caso de que persiga fines públicos
distintos de los previstos en la norma atributiva de la potestad (así, el empleo de la potestad sancionadora
con un fin recaudatorio); también es posible tanto en el ejercicio de potestades regladas como en el caso de
actos producto de la utilización de potestades discrecionales. La prueba de la desviación de poder puede
hacerse (y será lo usual dada la dificultad de una prueba directa) a través de indicios racionales que creen
en el juzgador la convicción de la existencia en el acto administrativo de esa finalidad desviada.
Más allá de las condiciones de validez del acto administrativo, que vienen determinadas por la necesidad
de una norma habilitante para la actuación administrativa, el sometimiento de la Administración a la Ley y al
Derecho supone, como explícitamente indica la fórmula empleada, que la actuación administrativa en
general y los actos administrativos en particular quedan condicionados en su contenido por su adecuación
a los principios generales del Derecho como elementos vertebradores esenciales del sistema jurídico entero.
En este sentido, el sometimiento a los principios generales del Derecho, y a los derechos fundamentales en
particular, implica un afinado instrumento de control frente a las potestades discrecionales de la
Administración, respecto de las cuales no son sólo un límite objetivo a la decisión discrecional sino
elementos que forman parte de sus consideraciones. En particular, juega aquí un papel relevante el
sometimiento al principio de proporcionalidad, que implica que el acto debe ser adecuado a los fines que
persigue, esto es, que debe ser idóneo, necesario y guardar relación con el fin propuesto. Una medida es
idónea cuando es adecuada al fin, y es necesaria cuando no hay otros medios más adecuados para alcanzar
el fin y menos gravosos para el destinatario o la comunidad.
Los actos administrativos están también vinculados en su contenido al principio de precisión o
determinación, que impone, justamente, que el acto tenga un contenido preciso y consecuente, de forma
que el destinatario pueda conocer sin lugar a duda qué es lo que el órgano ha declarado, lo que presupone
que el propio órgano ha adoptado una decisión libre de incertidumbre. Este principio, reconocido entre
nosotros en el artículo 53.2 LPC, se deriva de la propia naturaleza del acto administrativo como
determinación en el caso concreto de lo establecido por las normas generales y de la necesidad de que, con
el acto, la Administración cumpla con las exigencias de la seguridad jurídica.
Por último, el acto no sólo debe ser jurídicamente posible, sino que el propio Ordenamiento exige que
haya de serlo también desde el punto de vista de los hechos, por lo que será nulo de pleno derecho el acto
que tenga un contenido materialmente imposible [art. 62.1.c) LPC], La jurisprudencia del Tribunal Supremo
(que, al equiparar, en algunos casos, la indeterminación con la imposibilidad del contenido, une este requisito
al anterior) ha sido resumida en el fundamento de derecho segundo de la Sentencia de 19 de mayo de 2000,
que establece que «actos nulos por tener un contenido imposible son,..., los que resultan inadecuados, en
forma total y originaria, a la realidad física sobre la que recaen. Son también de contenido imposible los
actos que encierran una contradicción interna en sus términos (imposibilidad lógica) por oponerse a las leyes
físicas inexorables o a lo que racionalmente se considera insuperable».

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