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TURISMO. ENTRE EL OCIO Y EL NEGOCIO. CAPÍTULO 2.

2. EL TURISMO COMO PARTE DEL “TIEMPO DE OCIO”


Del “Homo sapiens” al “Homo ludens”

“¡O Meliboe, Deus nobis hoec otia fecit!”.


(“¡Oh, Melibeo, esta ociosidad nos la ha dado un dios”!)
VIRGILIO, “Bucólicas”

Una inteligente mirada sobre el turismo no es aquella que se circunscribe a lo específico del
sector como tal, sino la que lo enmarca en un campo más amplio y totalizador que es el del
llamado “tiempo de ocio”, una instancia que ha merecido reflexiones y políticas por parte algunas
naciones desarrolladas, en particular después de la Segunda Guerra –incluso algunas naciones
llegaron a tener sus ministerios o secretarías gubernamentales del “tiempo libre”- pero que
adolece todavía de preocupación alguna por parte de las políticas oficiales de los países
subdesarrollados e incluso de investigadores y cientistas locales.  Carencia que sólo es
equiparable a la que existe sobre el tiempo de trabajo sea para posibilitarlo efectivamente –lo
cual sería un verdadero éxito en el contexto de desempleo y exclusión que muchos países
padecemos- o bien para, una vez instalado, hacer del mismo un recurso que exceda la simple
labor productiva y sirva a los trabajadores para el desarrollo de su formación y aptitudes
integrales. Con el consecuente beneficio del conjunto del tiempo –tiempo de trabajo y tiempo
libre y de ocio- como integralidad.

Cabe distinguir en este punto, lo que algunos estudiosos han demostrado como las diferentes
categorías de tiempos sociales que coexisten en la sociedad actual: tiempo de trabajo obligado y
remunerado que incluye los momentos relacionados con él, por ejemplo, los que ocupan el
desplazamiento al lugar de trabajo; tiempo de trabajo no remunerado, el dedicado al estudio o a
la formación profesional, por ejemplo; tiempo familiar, de atención y relaciones en el interior de la
familia; tiempo biológico, destinado a la alimentación y al sueño para recuperar energías; y
tiempo libre que incluye las actividades libremente destinadas a prácticas políticas, sociales,
religiosas, artísticas, de entretenimiento y de ocio. Es dentro de estas últimas donde ubicamos
las de carácter turístico.
En última instancia, se trata de enfocar el tema del turismo como parte inseparable del tiempo
libre de los individuos –en particular del tiempo de ocio- y a éste en su estrecha interdependencia
del tiempo de trabajo. Tiempos ambos que deberían ser concebidos, como una posibilidad y una
necesidad social que es la de potenciar las capacidades de los individuos, para el ejercicio pleno
de su libertad.
El turismo y el tiempo de ocio o tiempo libre, son dos elementos inherentes a la naturaleza
humana y pueden ser encontrados juntos o por separado a través de todas las culturas, desde la
aparición del hombre sobre la tierra. Pero a diferencia del tiempo de ocio que fue enaltecido y
disfrutado por las primeras grandes filosofías de la historia, el tiempo de ocio, tal como hoy lo
conocemos, apareció hace poco más de un siglo, como producto de una conquista sobre el
tiempo de trabajo. Un tiempo de relativa libertad que nació a su vez de otras conquistas
adquiridas en el marco de cierto progreso social.
La relación resulta clara: mientras mayores sean los derechos que una sociedad posea sobre su
tiempo de trabajo (actividad heterónoma), mayores serán los existentes sobre su tiempo libre
(actividad autónoma). O, de igual modo, a menores derechos en uno de esos tiempos, menores
serán también las posibilidades en el otro.
O también, a tiempo de trabajo enajenado, corresponderá por igual un tiempo libre enajenado.
Tal como señalaba Carlos Marx hace casi siglo y medio, en la sociedad capitalista que define o
al menos condiciona fuertemente el sentido y el valor del tiempo que vivimos, el trabajador no es
desde que nace hasta que muere, más que fuerza de trabajo. “Por tanto, todo su tiempo
disponible es, por obra de la naturaleza y por obra del derecho, tiempo de trabajo y pertenece,
como es lógico, al capital para su incrementación. Tiempo para formarse una cultura humana,
para perfeccionarse espiritualmente, para cumplir las funciones sociales del hombre, para el trato
social, para el libre juego de las fuerzas físicas y espirituales de la vida humana –aun en la tierra
de los santurrones adoradores del precepto dominical: todo es pura tontería. En su impulso ciego
y desmedido, en el hambre canina devoradora de trabajo excedente, el capital no sólo derriba las
barreras morales, sino que derriba también las barreras puramente físicas de la jornada de
trabajo”.
La explicación es simple: el tiempo del hombre, como el de las leyes de la naturaleza, es uno
solo e indivisible. Son los conflictos entre fuerzas y clases sociales los que han proyectado sus
antagonismos en el tiempo a manera de escisiones. Tiempo libre o de ocio y tiempo de trabajo,
término este último que denota claramente la inexistencia de libertad (no libre) que lo caracteriza,
con lo cual el llamado tiempo libre tampoco es tal, dado que para serlo dicha libertad debería
existir también en el de trabajo. De lo cual se deduce que sólo cuando éste último se viva como
tiempo libre, y a su vez éste como tiempo productivo y creativo, se restituirá la unidad e
integridad del tiempo, sin aditamentos de ninguna clase. Todo esto tiene que ver con el turismo,
dado que cualquier definición que se haga del mismo, alude a los dos tiempos referidos.
En la década de los 60, la Unión Internacional de Organismos Oficiales de Turismo (UIOOT),
actual Organización Mundial de Turismo (OMT), definía al turismo como “la suma de relaciones y
de servicios resultantes de un cambio de residencia temporal y voluntario, no motivado por
razones de negocios o profesionales” ; es decir, por razones de lo que conocemos hoy como
“trabajo”.
Con ligeras variantes, casi todas las definiciones posteriores coinciden en los mismos criterios,
asociando el turismo al empleo del llamado tiempo libre y excluyéndolo de los asuntos
relacionados con el trabajo y los negocios. La actividad turística queda sí enmarcada en el
espacio de lo que la cultura griega concebía como schole, y la latina como otium. Opuesta, por lo
tanto, a los propósitos de quienes practican el a-schole o el negare-otium , es decir, el neg-otium
o  neg-ocio.
Partiendo de estas definiciones, queda claro que el turismo resultaba impensable hasta el siglo
XIX en los términos con que lo concebimos en la actualidad.
Hasta el siglo pasado, ni en los pueblos más primitivos, ni en toda la Europa de la Edad Media y
del Renacimiento, podemos encontrar un solo ejemplo de sociedad que considere el trabajo
como fuente de virtudes cívicas. El trabajo, antes que derecho, era simplemente un castigo
divino, tanto para los egipcios como para la tradición judeo-cristiana y, con ligeras variantes, para
la civilización greco-latina.
A este respecto, dice así un antiguo texto elaborado en el apogeo de la civilización egipcia:
“Escribe en tu corazón que debes evitar el trabajo duro de cualquier tipo y ser magistrado de
elevada reputación. El escriba está liberado de tareas manuales; él es quien da las órdenes”. Los
propietarios de esclavos de Egipto o de Grecia no concebían al hombre en el trabajo manual,
sino en el servicio de los dioses, los juegos corporales o el ejercicio de la inteligencia. Esto es lo
que los griegos denominaban schole. “Yo he visto al metalúrgico cumpliendo su tarea en la boca
del horno, con los dedos como los de un cocodrilo —agrega el texto egipcio— Hiede peor que la
hueva del pescado. ¿No quieres adquirir la paleta del escriba? Ella es la que establece la
diferencia entre tú y el hombre que maneja un remo”.
Los griegos repiten, sin mayores variantes, la misma concepción. Platón, sentencia al respecto:
“La Naturaleza no hace zapateros ni herreros, tales ocupaciones degradan a quienes las ejercen:
mercenarios, miserables sin nombre que son excluidos por el Estado de sus derechos políticos.
En cuanto a los mercaderes, acostumbrados a mentir y a engañar, sólo serán tolerados en la
ciudad como mal necesario. El ciudadano que resulte envilecido por el comercio será perseguido
por tal delito. Si lo ha hecho por convencimiento será condenado a un año de prisión. Y a cada
reincidencia la pena le será doblada”. 
El hombre libre de ese entonces, no el esclavo, obviamente, tenía la obligación de dedicarse
exclusivamente a los juegos corporales y al ejercicio de su inteligencia. Era un auténtico y
específico homo sapiens y tenía la irrenunciable necesidad de cultivar su inteligencia, además de
su físico, por lo cual le estaba vedada cualquier otra actividad considerada inferior. La política
incluso, no constituía un fin en si misma, sino un medio del que se servían los ciudadanos –los
nobles de la época-  para conservar su privilegiada condición de hombres libres.
“Economizad el brazo que hace girar la muela, molineras, y dormid plácidamente. ¡Que el gallo
os advierta en vano la llegada del día!…¡Vivamos la vida de nuestros padres y divirtámonos
ociosos de los dones que la diosa nos concede!”, tal era el canto del poeta griego Antíparos,
según Paul Lafargue, yerno de Carlos Marx, quién a su vez nos recordaba también en 1883:
“Jehová, el dios barbudo y hosco, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal:
tras seis días de trabajo, descansó toda la eternidad”.
El trabajo y el negocio estaban, de esta manera, aceptados antes de Cristo como “males
necesarios”, luego se reducirían a maldición divina. “La inmensa mayoría de la población
europea medieval tiene la necesidad de ganarse el pan con el sudor de su frente, pero ni
siquiera la Iglesia pretende extraer virtudes de ese aspecto de la condición humana. El pueblo
trabaja porque no tiene más remedio, pero quien logra llegar al lugar selecto del grupo de
holgazanes, dedicará el resto de sus días a consolidar la nueva situación”.
La justificación filosófica, religiosa o moral se correspondía con la necesidad de conservar los
privilegios de los “hombres libres” o de los “ciudadanos”, y luego, de las clases sociales
dominantes. Además, el ocio no era improductivo, ya que a través del ejercicio de la religión, el
pensamiento, las artes o la política, participaba activamente en la conducción de civilizaciones,
por otra parte imposibles en un sistema económico y social democrático justo, según lo
entenderíamos hoy.
Legitimado el ocio durante siglos en el Viejo Continente, fue literalmente abolido tras la
Conquista en el nuestro. La acumulación de riquezas que con auxilio de la Cruz y la Espada
guiaba a la Corona Española, impedía el disfrute de dicho tiempo inclusive a quienes estaban a
cargo de evangelizar o de ganar batallas. Los vencidos entraron de lleno en el trabajo
esclavizado -aunque algunos evangelizadores lo condenasen en nombre de la Divinidad- y la
ociosidad, que tampoco era  legitimada en algunas de las civilizaciones precolombinas, pasaría a
figurar en el léxico común como una mala palabra. “Vicio de gastar el tiempo inútilmente”: tal la
definición que se incorporaría tiempo después al “Pequeño Diccionário da Lingua Portuguesa”,
conocido popularmente como “Aurélio”. (Aún hoy, el “Petit Larousse” define a la ociosidad como
“vicio de no trabajar: perder el tiempo”).
Sin embargo, en la vieja Europa, el ocio fue un ideal que rigió durante muchos siglos en las elites
ilustradas y en los dueños del poder, concebido como un tiempo necesario al disfrute de sus
privilegios. Incluso se mantuvo hasta ya muy avanzado el proceso de descomposición de la
monarquía en el siglo XVIII. Aquellos hidalgos españoles, por ejemplo, que la novela picaresca
nos muestra optando por una espantosa miseria antes que sufrir la degradación del trabajo, o
aquella nobleza tambaleante y exhausta que se aferraba todavía a sus desmesurados privilegios
en momentos que la Revolución Francesa ya había difundido a los cuatro vientos una nueva
visión de la justicia y de los derechos del hombre, estaban defendiendo, aun sin saberlo, el ideal
humano de los griegos, aunque luego no supieran qué hacer con sus vidas.
Pero si no existía el derecho al ocio, salvo para las elites y los nobles, tampoco existía como tal
el derecho al trabajo, ni en Europa ni en América. Este, como ya se sabe, aparecía como
maldición, lo que obligaba al hombre ejecutarlo en esos mismos términos desde antes que
saliera el sol hasta mucho después de que aquél se ocultase, y sin otros momentos “libres” que
fueron los dedicados a cumplir con las obligaciones religiosas. Todo tiempo de no-trabajo era
impuesto desde afuera, a manera de fatalidad, por causa de sequías, heladas, epidemias,
guerras o catástrofes.
Las condiciones de vida eran tan precarias que la propia idea de felicidad, por inimaginable, fue
desconocida en Europa y por su intermedio en nuestro continente, hasta finales del siglo XVIII.
“Desde el inicio de la civilización hasta la Revolución Industrial —recuerda Bertrand Russell— un
hombre podía producir por regla general y con arduo trabajo poco más de lo que requerían para
subsistir él y su familia, aunque su esposa trabajara cuando menos tan duramente como él, y sus
hijos contribuyeran con su trabajo apenas llegaran a la edad posible. El pequeño excedente por
encima de las necesidades puramente dichas no quedaba para quienes lo producían, sino que
era apropiado por los guerreros y los sacerdotes”.
El derecho a trabajar, como hoy lo concebimos, data desde hace dos siglos aproximadamente;
se origina particularmente a partir de la Revolución Industrial, cuando el naciente capitalismo se
ve forzado a incorporar a sus fábricas a masas de trabajadores miserablemente remunerados,
pero remunerados al fin. Entonces apareció la posibilidad de concebir o asumir el tiempo de
diferentes formas. Mientras que la población campesina seguía sin reconocer la existencia de
horas de trabajo claramente diferenciadas de las del descanso —como sigue ocurriendo hoy con
las grandes masas rurales de nuestro continente—, los trabajadores industriales y de servicios
comenzaron a regirse por una hora de entrada y una hora de salida, situación ésta radicalmente
distinta a la que había sido común a lo largo de las civilizaciones pasadas. Sin importar que a
principios del siglo XIX la jornada de trabajo fuera de 15 horas en los adultos y de 12 en los
niños, lo cierto es que el hombre tomaba conciencia de un tiempo cedido al dueño de la fábrica o
de la oficina, y de otro tiempo que, al menos teóricamente, le correspondía: un tiempo de
sufrimiento y un tiempo de goce. Además, comenzaba a disponer de algunos días feriados
decretados por ley, pese a la indignación de algunos sectores de las clases altas.
El capitalismo se resistía inicialmente a conceder otro tiempo “libre” que no fuera el de descanso
indispensable para la reposición de fuerzas y el mayor aprovechamiento de la capacidad física
de los trabajadores. Tal como señalaba Paul Lafargue, “la moral capitalista, piadoso remedio de
la moral cristiana, flagela con sus anatemas las carnes del trabajador; su ideal es reducir a un
mínimo sus necesidades, suprimir sus ocios y condenarle al papel de máquina sin pasiones, que
trabaja sin descanso ni protestas.”
Desde mediados del siglo XIX, cuando la nueva clase capitalista se afirmó en el poder con los
avances de la Revolución Industrial, para el hombre medio “el trabajo es el padre de todas las
virtudes y la holganza la madre de todos los vicios. La palabra ocio aparece siempre como
contrapuesta a trabajo y bastará aplicare a éste toda clase de virtudes para que aquel aparezca
necesariamente como el abismo donde se esconden las peores abominaciones”.
En la Francia que surge con la Revolución y proclama los “Derechos del Hombre”, Napoleón
sostiene, en 1807: “Mientras más trabajen mis pueblos, menos vicios habrá. Soy la autoridad… y
estaría dispuesto a ordenar que el domingo y después de la hora de los oficios, se abriesen las
tiendas y los obreros fuesen a trabajar”.
La Iglesia completaría esta necesidad de desarrollo capitalista y de incrementar la masa de
trabajo en las flamantes fábricas, así como el número de horas dedicado al mismo. De ese
modo, Thiers sostendrá a su vez en la Comisión para la Instrucción Primaria de la República
Francesa: “Quiero hacer poderosa la influencia del clero porque tengo puestas mis esperanzas
en él para que propague la buena filosofía que enseña al hombre que sólo está aquí abajo para
sufrir, y no esa filosofía que, por el contrario, le dice al hombre: ¡Goza!”.
Con el sólido respaldo de la Iglesia, el imperio español ya se había ocupado un siglo antes de
denunciar y censurar en América Latina las prácticas que eran comunes en los momentos de
ocio de los pobladores rurales y urbanos, en particular de los sectores más relegados. Así por
ejemplo, el gobernador del Río de la Plata prohibía en 1715 que se pronunciasen palabras
“sucias y deshonestas” en las pulperías y que se jugase a las cartas mientras los sacerdotes
celebraban misa en la iglesia. De igual modo, el cura de San Nicolás, un pueblo de la campaña
bonaerense, denunciaba en 1809 a los pobladores del lugar por cuanto “pasan el día en la
taberna o en una de las muchas casas destinadas al abrigo de las gentes de este jaez y la noche
en el fandango y deshonestidad. Para alimentar estos vicios necesitan de dinero, pero con la
habitual holgazanería les es un obstáculo la ocupación y el trabajo y se arrojan sin moderación a
los bienes del pobre hacendado”.
Cabe recordar también que en la Argentina rigió durante casi todo el siglo XIX la llamada “Ley de
Vagos”, mediante la cual el juez del lugar disponía de la persona, la familia y los bienes del
gaucho, aunque en nuestro caso no era para obligarlo a incorporarse a las fábricas que no
existían, sino “para ensanchar el hinterland del progreso agropecuario o a ser milicos de la
conquista del desierto que conquistaron para otros”.
El “Martín Fierro” de José Hernández se ocuparía de describir poética y dramáticamente esa
situación del gauchaje –la “chusma civil” de la que hablaba Sarmiento- como no lo hizo ningún
otro producto cultural de la época. Una realidad que erigía el trabajo forzado y la sumisión como
fatalismos ineludibles y vigilaba celosamente las formas de entretenimiento o de “ocio” que eran
propias de los sectores relegados.
Entretanto, el otium en su sentido más estricto sólo estaba reservado a las clases dominantes y
a las elites vinculadas al poder económico y político en sus veladas sociales, sea en los
aristocráticos y afrancesados palacios y residencias porteñas, en los salones literarios –en los
que el mate era desplazado por el té y los bailes típicos de la colonia por danzas europeas- o en
los flamantes teatros líricos de diseño italiano  programados según los patrones europeos en
boga.
El desarrollo de las nuevas fuerzas sociales en las naciones en vías de rápida industrialización,
exigía una transformación de la imagen del hombre. Si para los griegos y los romanos el hombre
libre había sido el homo sapiens, es decir, el cultivador de la inteligencia, para el capitalismo la
nueva imagen  valorada no era otra que la establecida por las aptitudes físicas laborales. El ocio,
antes que ser una virtud indiscutible, se había convertido en un serio obstáculo para el desarrollo
de la nueva sociedad. Era, por consiguiente, un privilegio imposible de mantener en momentos
en que las flamantes clases capitalistas sabían del valor que había empezado a tener el tiempo.
Los trabajadores, por su parte, también comenzaban a establecer la valoración de su capacidad
laboral y las horas que dedicaban al trabajo.
Las primeras insurrecciones obreras del siglo XIX proclamaban por ello consignas tan elocuentes
como aquellas de ¡Quien no trabaja no come! o ¡Plomo o trabajo!.  Poco después comenzarían
las campañas para la reducción de las horas de trabajo y en consecuencia por la aplicación del
llamado tiempo “libre”.
Para Carlos Marx, dicho tiempo empieza solamente allí donde cesa el trabajo determinado por la
necesidad y la finalidad exterior; por su naturaleza, se encuentra más allá de la esfera de la
productividad propiamente dicha. A lo cual agrega: “Solamente se puede considerar tiempo libre
aquél que permite el desarrollo de las cualidades humanas”.
El capitalismo fue el primero en percibir la nueva posibilidad lucrativa del tiempo de ocio. El
desarrollo tecnológico le permitió mantener la producción y ampliar los márgenes del tiempo no
ocupado. Si las movilizaciones obreras exigían menor cantidad de horas de trabajo, y la
tecnología en su revolución permanente posibilitaba lograr lo mismo en menor cantidad de
tiempo, ¿por qué no comenzar a estudiar la manera de hacer también lucrativo el llamado tiempo
libre de las grandes masas proletarias?
La interrogante tuvo pronta respuesta: hacia fines del siglo pasado confluyeron tanto los avances
tecnológicos capaces de facilitar nuevas formas de empleo del tiempo de ocio, como la
ampliación gradual de éste, que dejó realmente de ser tal, es decir, libre, para convertirse en una
nueva forma de apropiación por parte de industriales y comerciantes y, también, de los primeros
exponentes del turismo como industria.
Si en el siglo XIX la semana de trabajo era de 70 a 90 horas, y en los países industrializados ella
oscila actualmente alrededor de las 40, no puede afirmarse, a no ser de manera polémica, que el
hombre disponga hoy de un tiempo verdaderamente libre. Y no sólo porque de las 128 horas
semanales restantes —suponiendo que trabaje 40 a la semana— deben deducirse las dedicadas
a desplazamientos cada vez más prolongados y complicados entre el hogar y el trabajo, o a
realizar infinidad de tareas imprescindibles para la  sobrevivencia física (adquisición de
alimentos, atención del hogar, cuidado de los hijos, etc.) sino, principalmente, porque la totalidad
del tiempo disponible para una actividad autónoma encuentra al individuo de la sociedad
industrial prácticamente desprevenido.
Sin saber realmente qué hacer, el trabajador de las grandes urbes vive entre la inacción y el
hastío, situación que aprovechan los industriales y comerciantes del tiempo libre para ejercer su
labor persuasiva e instalar, las más de las veces, necesidades falsas, manipuladas a través de
los medios masivos de comunicación y de infinidad de recursos cada vez más atractivos y
sofisticados. De esta manera el uso del tiempo comienza a ser heterónomo, es decir, manejado
por otros.
En relación a este tema, los trabajadores de los países industrializados, sin duda los más
beneficiados con el incremento del tiempo libre, han exteriorizado en reiteradas oportunidades su
opinión crítica. Hace pocos años una de las más poderosas centrales sindicales de Francia, la
CFDT, denunciaba la situación en estos términos: “En el estadio actual del desarrollo capitalista,
la situación de los trabajadores está cada vez más marcada por su existencia fuera de la
empresa (...), por el cuadro de vida (transportes, vivienda, medio ambiente, etc.), la información,
la cultura, la enseñanza, la salud, el consumo, el tiempo libre, etc. A través de su acción en esos
dominios, la sociedad industrial capitalista tiende a modelar un tipo de ser humano subordinado
al funcionamiento del sistema, pudiendo explotarle así en esos nuevos mercados. Lo que el
capitalismo se ve obligado a ceder en la empresa, tiende a recuperarlo a nivel del cuadro de
vida, desatendiendo los equipamientos colectivos en su conjunto, salvo evidentemente los que
son necesarios como infraestructura o desarrollo desde el punto de vista capitalista”.
El llamado tiempo libre en una sociedad industrializada de tipo capitalista no es un tiempo
realmente de ocio, o un tiempo no ocupado, antes bien, constituye una mercancía que tiene para
el sistema dominante un proceso específico, costos de producción y redes de distribución y
consumo. El capitalismo, allí donde le resulta conveniente y cuando ello le reditúa beneficios,
estimula el empleo del tiempo libre —su producción y consumo— como puede hacerlo con
automóviles, videocaseteras o computadoras. En la medida que se adueña del tiempo de trabajo
de la población, la sociedad de consumo se ha apropiado también del resto del tiempo; ha
impuesto gradualmente nuevas formas de “trabajo” sobre los momentos de ocio: por ejemplo,
programas de TV que la persona no elige, pero sin cuyo consumo la sociedad capitalista no se
retroalimentaría, razón por la cual el individuo los ve o, privado de alternativas para un uso
realmente creativo del tiempo libre, es condenado al hastío. Las leyes del consumismo se
convierten todo el tiempo en una unidad indivisible de producción y consumo mercantil e
“imponen progresivamente un régimen de explotación del tiempo total, según el cual el llamado
ocio constituye un tiempo en el que, a pesar de que el hombre o individuo no realiza labores
remuneradas, sufre una explotación tan efectiva como la del trabajo propiamente dicho. En
pocas palabras, podríamos decir que el capitalismo no deja tiempo alguno disponible “.
Cabe recordar además que la importancia económica que alcanzó el tiempo de ocio, supera a la
de muchas de las más decisivas actividades económicas de la sociedad. Por ejemplo, los
norteamericanos invierten en dicho tiempo –en lo que llaman “industria del entretenimiento”- un
volumen igual o superior al que se destina en el presupuesto nacional a los gastos de defensa.
Asimismo, se estima que en los países más industrializados los ingresos de la población
dedicados a actividades relacionadas con el tiempo libre alcanzan porcentajes considerables: los
trabajadores industriales y agrícolas gastan en él más del 20 por ciento de sus ingresos y los
ejecutivos un promedio del 30 por ciento.
Dentro de este contexto global de la importancia del tiempo libre y de su evolución a través de la
historia, se deben ubicar también los antecedentes del turismo, en tanto este recurso no puede
ser explicado al margen de la situación referida. Sin embargo, cabe recordar que junto al análisis
global de este problema, se debe insistir en las características diferenciadas y peculiares de
nuestros países. Se habla, por ejemplo, de “derecho al trabajo” y “derecho al ocio”, pero tales
derechos no tienen la misma vigencia en las naciones industrializadas y hegemónicas que en las
nuestras. Allí el trabajo está, cuando menos, relativamente garantizado; por lo tanto, también lo
está el ocio, sea cual fuere el uso que se haga del mismo.
En los países subdesarrollados, en cambio, el derecho al trabajo todavía no existe para las
grandes masas; en consecuencia tampoco podemos hablar del derecho al ocio, en su sentido de
disfrute del tiempo. Abunda y se multiplica el subempleo y el desempleo, el hastío, la
marginalidad, la frustración más o menos generalizada, y el aprovechamiento de ese estado de
inacción social por parte de las empresas multinacionales o locales incapaces de concebir otra
práctica que la del consumismo, incluso allí donde la capacidad de consumo es reducida o nula.
En este sentido podríamos afirmar con certeza que, en nuestra situación, el derecho al descanso
y al ocio proclamado en la “Declaración Universal de los Derechos Humanos” en 1945 todavía no
nos pertenece. Es por eso que hablar de tiempo libre y de turismo en un sistema como el nuestro
significa hacerlo, en el mejor de los casos, a manera de un derecho relativo que han conquistado
solamente reducidos grupos sociales de clase media y alta, importantes en algunos países pero
de escasa significación si se los visualiza en el marco de la situación global latinoamericana.

Entre los grandes éxodos y los grandes “resort”

“Se debe viajar para conocer el espíritu de los países que se recorren
y sus costumbres y para frotar y limar nuestro cerebro con los demás.
Yo quisiera que los viajes empezaran desde la infancia
y en primer término… por las naciones vecinas, en donde la lengua
difiera más de la nuestra”.
Miguel DE MONTAIGNE, “Ensayos”
Los cambios de lugar y los desplazamientos han sido una constante en la historia del hombre.
Ellos fueron simultáneos a la voluntad de ampliar sus posibilidades, de descubrir nuevos
horizontes y conocer aquello que otros hombres ya conocían, de enriquecerse con información e
ideas vitales para su desarrollo. Hubo, es cierto, filosofías y doctrinas que proclamaron en
cambio las presuntas virtudes del inmovilismo. Entre ellas recordamos las de los benedictinos
que dominaron la época medieval y las de los mendicantes que hacían votos de estabilidad.
Para Tomás de Kempis era muy difícil que el viajero llegase a la santidad; incluso la mentalidad
fixista se conservaría hasta muy entrada la época moderna en algunos filósofos y escritores
liberales como Poggio o poetas como Alfieri.
Pero a pesar de estas resistencias, diversos factores obligaron al hombre a desplazarse de un
espacio a otro, forzado o por propia elección, con lo que incrementó sus aptitudes frente a
quienes elegían o se veían compelidos a aceptar el inmovilismo.
Las grandes civilizaciones del planeta alcanzaron su consolidación entre otras cosas por su
movilidad física, lo que implicó la existencia de una movilidad espiritual y pensante, y una mayor
posibilidad para transformar la realidad. Petrarca sostenía al respecto: “Si la inmovilidad es
sinónimo de constancia, los más constantes de todos son los muertos”.
En la Biblia, los versículos de Daniel refieren el ir de un lado hacia otro como una virtud para el
conocimiento. Recorrer las extensas geografías, era en la antigüedad, y lo sigue siendo hoy, una
manera no sólo de saber más sino de sentir bajo los pies una tierra que pertenece a todos los
hombres. Desplazarse, viajar, recorrer el planeta, aventurarse —como ya está ocurriendo—
hacia el espacio sideral, forma parte indispensable y natural del ideal humano de aprehender lo
conocido y lo imaginado. Hace de algún modo a la Gran Utopía de la existencia misma.
“Para el hombre bueno y prudente, toda tierra es patria suya”, afirma Demócrito varios siglos
antes de Cristo, y lo hacía naturalmente desde el interior de una tierra y una patria: la potencia
helénica en plena expansión sobre el mundo entonces conocido. Una potencia que ya en el siglo
VIII A.C. asistía al desplazamiento de grandes masas de su población para presenciar las
competencias deportivas que tenían lugar cada cuatro años en Olimpia. Las conquistas de
Alejandro el Grande, en siglo IV A.C., marcaron un nuevo tipo de  desplazamiento, abriendo
nuevas rutas que permitirían la movilización y el control político y militar, con lo cual se facilitaría
a los sectores privilegiados hacer de los viajes formas de distracción.
Heródoto, por ejemplo, habría empleado su otium para viajar por las tierras vecinas a fin de
observar y reflexionar sobre sus costumbres, formas de vida y de organización social. A través
de ese aprendizaje, los griegos consolidaron su influencia sobre el mundo entonces conocido, y
tras los filósofos y los Homo sapiens  irían los ciudadanos y los esclavos para establecerse
permanentemente. Los escritos reunidos en “Peregrinaciones helénicas” o “Descripción de
Grecia” que produjo Pausanias en ese período, podrían definirse como un libro de geografía o
una de las primeras guías de prototurismo, ya que, elaborado 150 años A.C., daban una
descripción de los sitios que era recomendable visitar desde Delfos hasta Olimpia, pasando por
Atenas.
Los viajes no eran, como hoy los conocemos, viajes de placer, salvo el que podían producir
quienes se habían reservado la aptitud de ejercitar el pensamiento; por lo tanto, poco tenían que
ver con la noción actual de turismo, aunque ésta de algún modo se hallaba implícita, por lo
menos, en los hombres “libres” de la época.
Menos relación tenían con el turismo los éxodos obligados de muchos pueblos o los grandes
movimientos nómadas, cuyas finalidades no eran otras que las de ubicarse en espacios más
satisfactorios para su sobrevivencia. Pero en términos generales, en la antigüedad la mayor
parte de la población transcurría su vida inmovilizada en el espacio donde nació. Muy raramente,
excepto por razones impuestas desde el exterior, se accedía al desplazamiento hasta más allá
de donde alcanzaba la mirada. El mundo entero era un enigma salvo para los que, sostenidos en
esa sujeción e inmovilismo de las grandes masas, disponían de otium suficiente para introducirse
en las grandes rutas religiosas y comerciales, o en el placer de la aventura y el descubrimiento
de otros espacios.
Los historiadores del turismo han encontrado antecedentes de los viajes de placer y del
sofisticado empleo del tiempo libre en todas las civilizaciones, pero ese disfrute siempre se
monopolizó en quienes conformaban la aristocracia de turno, en las épocas de la expansión de
los imperios. Así, el imperio romano estuvo asociado a un desarrollo importante de las
comunicaciones.
“La situación política y también económica exigían una homogeneización del imperio. Ella fue
obtenida técnicamente por la construcción de una grandiosa red de rutas romanas” , lo cual
convirtió a los nuevos espacios en centros de distracción, estimulando la aparición de casas de
hospedaje, conexiones marítimas para otros lugares del imperio, haciendo que estas formas de
prototurismo ya estuvieran vinculadas al desarrollo económico, social y político de la época.
De ese modo, las playas del Lacio o de la Campania, y las costas de la Etruria, se poblaban, por
lo menos una vez al año, de elegantes familias patricias, las dueñas del imperio, que a su vez ya
habían pasado largas temporadas invernales en las villas que rodeaban la Roma imperial. El
propio Cicerón, que al parecer distaba mucho de contarse entre los más ricos, llegó a poseer
diecinueve residencias entre Roma y Bayas. La vida de esos patricios, una vez llegados a las
playas, transcurría en medio de una fastuosidad y un lujo nunca igualados, y de sus excesos han
llegado hasta nosotros numerosos ejemplos, a cual más asombroso. Pero como puede
imaginarse, tal género de vida estaba reservado a una selecta elite, ya que para los ciudadanos
vulgares (y no digamos nada de los esclavos, auténtica columna vertebral sobre la que
descansaba la casi totalidad de las fuerzas productivas del Imperio) los 182 días de asueto que
llegó a marcar el calendario romano en su mejor momento, transcurrían en unas condiciones
materiales notoriamente inferiores.
Con posterioridad a la caída del Imperio Romano, creció el número de viajantes intrépidos que
recorrían Europa y llegaban hasta la China, tratando de reforzar o inaugurar intercambios
comerciales, pero tales desplazamientos, que se incrementaron en la Edad Media, tenían
finalidades muy precisas, que podríamos asociar más a la voluntad del neg-ocio que a las del
disfrute del tiempo libre.
Los célebres viajes del veneciano Marco Polo a fines del siglo XIII, al igual que los promovidos
desde España y Portugal en el siglo XV y XVI, poco tenían que ver con nuestra idea del turismo,
ya que expresaban simplemente la voluntad de expansión comercial o de conquista de lejanas y
desconocidas latitudes.
Experiencias más aproximadas al concepto moderno de turismo podrían ser, junto con el disfrute
del ocio por parte de las elites aristocráticas, los desplazamientos promovidos por razones
religiosas. Ellos partían con regularidad hacia lugares considerados santos e involucraban a
peregrinos de muy diversas creencias, fueran cristianos, musulmanes, budistas o hindúes. A
través de esos viajes, particularmente los orientados en la época medieval hacia Roma y
Santiago de Compostela, fueron elaborándose crónicas e informaciones —guías prácticas en su
tiempo para otros peregrinos—, así como una importante infraestructura de conventos-
albergues; en resumen, un claro pero rudimentario antecedente de la actividad turística. Según
refiere Augusto A. Maya, se elaboró incluso una especie de guía para peregrinos que redactó
Amerege Picaud en 1140.
En el Renacimiento, el fin de los viajes cambió nuevamente, existiendo ya condiciones para que
los mismos retomaran sus características culturales, convirtiendo a Italia en el centro de los
desplazamientos europeos por su mayor tradición cultural. Pero no fue sino hasta el siglo XVII
que el número de visitantes de centros culturales y grandes poblaciones adquirió dimensiones
importantes para la época. La aparición de la burguesía y su creciente influencia en las
decisiones económicas y políticas se sostenía, de algún modo, en los desplazamientos en el
interior de cada país y en las relaciones con los países vecinos, a través de los cuales se
consolidaban las posibilidades de cambio histórico.
Estos grupos de viajeros incorporaron también actividades propias del ocio, preparatorias del
turismo moderno. En una guía de los extranjeros en viaje por Francia, publicada en 1672 por De
Saint Morice —según refiere Oscar de la Torre Padilla—, “se daba detalle de los caminos y sitios
de interés, así como información sobre las modalidades de la lengua y los dialectos. También
describió los atractivos y sitios de diversión en los alrededores de París. A estos recorridos los
designó con las expresiones de “le grand” y “le petit tour”. En el siglo XVIII ya se empleaba en
Inglaterra la frase de origen francés “faire le grand tour”, para referirse a aquellos jóvenes que,
tanto para complementar su educación como por preocupaciones de cultura, organizaban largos
recorridos por diferentes países del continente europeo. A tales viajeros se les empezó a
denominar “turistas”, término que se utilizó después en Francia para designar a toda persona
que viajaba por placer o curiosidad, o por motivos culturales”.
A través de esos desplazamientos la burguesía europea también se apropiaba del conocimiento
de las regiones visitadas, a la manera de lo que habían hecho los griegos antes de Cristo. “Cada
turista que regresaba a Inglaterra debía llevar con él la prueba de que su viaje había sido un
baño de cultura del Viejo Continente. Las casas del Siglo XIX de la nobleza inglesa, no eran más
que copias idénticas de aquellas del siglo XVI en Italia. Por ejemplo, la fachada del “Burlington
House” era una imitación casi perfecta del “Palladio´s Palazzo Porto”.
Junto a los desplazamientos en el interior del Viejo Continente aparecían, como en la época del
Imperio Romano, los lugares estables para el disfrute del ocio. Propietarios de campos y aldeas
—que los burgueses habían sabido retirar del dominio aristocrático— las nuevas clases
dirigentes comenzaron a utilizar dichos espacios para instalar en ellos la casa de campo, a
manera de segunda residencia. Poco después inauguraron las primeras colonias de vacaciones.
El ocio comenzaba realmente a serlo, aunque de manera distinta a como lo concebían las
antiguas civilizaciones. Contribuía a ello el hecho de que la economía dejaba de ser de mera
subsistencia y se convertía en patrimonio de un sector social privilegiado que, además de pensar
y cultivar la inteligencia, hacía política, fomentaba las artes y trabajaba sin pudor alguno al lado
del misérrimo proletariado; aquel que según los egipcios tenía los dedos como los de un
cocodrilo. De esta manera, el triunfante sistema capitalista permitía que los nuevos burgueses y
empresarios dispusieran simultáneamente de un tiempo de ocio y de un tiempo de neg-ocio. La
primitiva dicotomía era de este modo superada en la nueva realidad histórica.
La Revolución Industrial, con sus explosivas innovaciones tecnológicas, posibilitó la rápida
inserción de las actividades turísticas en el tiempo de las minorías privilegiadas –dentro de las
cuales comienza a desarrollarse la clase media- que estaban en condiciones de utilizarlo.
Transportes e infraestructura hotelera fueron los dos soportes en los que se asentó la floreciente
actividad turística. En relación a los primeros, la utilización del vapor en las locomotoras permitió
en los inicios del siglo XIX un crecimiento vertiginoso del ferrocarril que modificó las nociones de
tiempo y espacio.
Fue en Gran Bretaña donde se acuñó, hacia 1800, la palabra “tourist”, que desplazó a la de
origen francés “grand tour”, destinada a referir el viaje por el continente europeo que todo joven
inglés bien educado debía cumplir para terminar su educación. “Desde 1811, el vocablo “tourist”
significaba de modo explícito la teoría y la práctica del viaje de placer, siendo éste su motivación
principal. El viaje era siempre muy largo, a caballo o en coche, aunque el viaje en diligencia era
penoso y confortable, seguía siendo peligroso y costaba muy caro. Sólo la aristocracia se
interesaba en ello. Pero entre 1840 y 1960, la situación cambió rápidamente con la invención del
ferrocarril. En 1839, fecha clave para el turismo, se lanzó la primera guía impresa por Karl
Baedeker, “Un viaje por el Rhin”, editada en Coblenza, sobre la base de un manuscrito de J. A.
Klein. En esa época, John Murrau, lanzaba en Gran Bretaña un “Manual para viajeros en Suiza”.
En espacio de medio siglo, toda Europa estaría cubierta de guías, al mismo tiempo que por
ferrocarriles. Es la época del boom turístico italiano, un siglo antes del boom turístico español. En
ambos casos se podía viajar muy barato. Es también la época de la playmanía (manía del
juego). En 1822 se crea en Dieppe la primera “Sociedad de Baños”. Luego vendrían la “belle
epoque” de la Cote d´Azur, los casinos, las estaciones termales. Oriente, el Extremo Oriente y el
Norte de América, se convierten en destinos turísticos y no ya solamente en países de
emigración o comercio”.
En 1841, Thomas Cook movilizó cerca de 600 personas con motivo del “Congreso
Antialcohólico” de Leicester, inaugurando con un viaje redondo los desplazamientos en grupos
con fines lucrativos. En 1846, Cook organizó su primer viaje con guías, y cinco años después, en
1851, creó la agencia de viajes “Thomas Cook and Som”, que sería el origen de millones de
viajes, organizados a través de sus oficinas en 68 países. Poco después, en 1862, introdujo los
viajes individuales al por mayor con todos los gastos incluidos. También inventó el “cheque del
viajero”, que sería retomado y ampliamente difundido por “American Express” a partir de 1882.
La articulación empresarial de los distintos rubro del servicio turístico ya estaba hecha.
Entre quienes hicieron alabanzas de esa integración de servicios estuvo el escritor
norteamericano Mark Twain. Al respecto escribía: “Cook ha hecho fácil y placentero viajar. Les
venderá un pasaje a cualquier lugar del mundo… Les proporcionará hoteles en cualquier parte…
y no les cobrará suplementos, pues en los cupones se indica cuánto debe pagar. Los empleados
de Cook se ocuparán de su equipaje en las principales estaciones, le conseguirán un taxi… le
facilitarán las guías… o cualquier cosa que pueda desear, y le harán pasar una estancia cómoda
y satisfactorias. Cook será su banquero allá donde vaya, y sus oficinas le protegerán de la lluvia.
Le recomiendo que viaje con Cook, y hago esto sin compromiso ni comisión alguna. No conozco
a Cook”.
En esta descripción nos estamos refiriendo, obviamente, a la situación que estaban
experimentando las naciones dueñas del poder mundial y no a la de los países, como los
nuestros, ubicados en la periferia, colonizados por aquel o dependientes del mismo. No existían
en nuestro caso ni los grandes hoteles, ni las agencias de viajes, ni menos aún, los “American
Express”. Los ferrocarriles, inclusive, no eran construidos por los ingleses en la Argentina o en
otros países de América Latina para facilitar o promover los desplazamientos de las clases
adineradas hacia los espacios internos más atractivos. Estas preferían viajar a Europa antes que
a las provincias del interior, omitiendo aquello que era más valorado en la burguesía del Viejo
Continente: su propia geografía. Los ferrocarriles estaban destinados entonces, una vez
concluida la “Conquista del Desierto” junto con el exterminio del indio y el gauchaje, a transportar
la riqueza agrícola y ganadera del país hacía la Ciudad Puerto que era Buenos Aires, con
destino a la cabecera del Imperio Inglés.
Como próspera neocolonia británica, la Argentina de ese período ignoraba prácticamente todo
en relación al turismo en ascenso, sin conocer las elites dominantes otra forma de veraneo que
los viajes a las principales ciudades europeas o algunas semanas en las grandes estancias
bonaerenses. Por su parte, los trabajadores y peones rurales estaban obligados a utilizar la
“papeleta” que les otorgaba el dueño de la estancia donde trabajaban, cuando debían realizar
algún tipo de desplazamiento fuera de la misma, so pena de ser castigados como “gaucho
malos” o “matreros”.
En cuanto al “turismo internacional” este todavía era una noción inexistente: los únicos que
venían al país, eran inmigrantes de las regiones más pobres de Europa o revolucionarios
expulsados de las sangrientas rebeliones en el Viejo Continente. Y si en éste, las clases
socialmente acomodadas apelaban al ferrocarril o a los lugares de veraneo para disfrutar de su
tiempo de ocio, “los únicos ingleses que vinieron al Plata –recuerda Arturo Jauretche- fueron
gerentes ferroviarios. Del país no les gustaban ni las mujeres, pues importaban, por las
estipulaciones de la Ley Mitre, no sólo carbón, vagones y tinta para escritorio, sino también
esposas”.
En Europa, en cambio, simultáneamente con la expansión colonial del capitalismo sobre amplias
regiones del planeta, nació entonces lo que hoy conocemos como “veraneo”, espacio de tiempo
durante el cual las familias burguesas se desplazaban de un lugar a otro, llevando consigo la
mayor parte de los signos que le permitían identificarse y reconocerse. “Se los lleva no a un lugar
exótico y excitante, sino precisamente allí donde exista un ambiente social idéntico al que se ha
frecuentado durante el invierno. La aspiración máxima es convertirse en “veraneantes de toda la
vida” y el mayor temor es que los advenedizos (generalmente de clase inferior) lleguen a ser tan
numerosos como para hacer ostensible el descenso del “tono” ambiental”.
El turismo practicado por las viejas clases dominantes, ejemplificado principalmente en los
hoteles termales, fue cediendo paso al de playas cálidas, donde las familias burguesas se valían
del ocio para ejercer conocidos negocios como los de concertar relaciones públicas, tramar
matrimonios y cimentarse como nueva clase hegemónica. A ello contribuía el acelerado avance
tecnológico en los transportes, primero ferroviarios y después, a fines del siglo XIX,
automovilísticos. El motor de combustión interna reforzó con éxito la labor del vapor como fuerza
motriz, y el caucho convertido en neumático en 1888, hizo otro tanto con los “caminos de hierro”.
Pronto aparecieron los clubes automovilísticos que se unieron a los dedicados a la náutica,
alpinismo, ciclismo y prácticas pedestres. En 1898 se creó la “Liga Internacional de Asociaciones
Turísticas”, basada en los touring clubes y organismos nacionales dedicados a las actividades
del turismo deportivo, misma que se integró a la Unión Internacional de Hotelería, fundada en
1869, y a otras organizaciones nacionales e internacionales, llevando en 1925 —siete años
después de la creación de la Sociedad de Naciones— a constituir en La Haya la “Unión
Internacional de Organismos Oficiales de Publicidad Turística” (IUOPTP), que después de la
Segunda Guerra se convertiría en la “Unión Internacional de Organismos Internacionales de
Turismo” (UIOOT).
El desarrollo de la hotelería y de las agencias de viaje se presentó junto con la revolución de los
transportes terrestres. Se dice que ya en 1829 existía en Boston un hotel, considerado el mejor
del mundo, donde se ofrecieron por primera vez habitaciones privadas y servicios muy cercanos
a los que hoy ya son comunes en la actividad turística.
Asimismo, en las postrimerías del siglo XIX, el hotelero Charles Ritz dio un impulso sin
precedentes a la hotelería de lujo, al abrir el “Gran Hotel” de Roma, en 1893, el “Ritz” de París,
en 1898, y el “Carlton”, de Londres, en 1899, haciendo apreciar a la alta sociedad de la época el
confort y refinamiento de cierto tipo de turismo. Al mismo tiempo, comenzaba a desarrollarse en
la mayor parte de Europa una pequeña y mediana hotelería que iba a servir de base al auge del
turismo de masas a partir del siglo XX.
Sin embargo se vivía aún una época de transición. No se trataba ya del turismo elitista apropiado
por quienes conservaban todavía el primer ideal del otium, pero tampoco del turismo de masas
de nuestro tiempo.
Durante la primera mitad del presente siglo la actividad turística creció en volumen, aunque con
lentitud y dramáticos altibajos como fue el provocado por la depresión de los años 30. Pese a
ello, experimentó avances importantes, dados a través de la multiplicación del número de hoteles
como unidades tipo de hospedaje (en 1908 se inauguró en los EE.UU. el hotel “Buffalo Statler”,
considerado como el primer hotel comercial moderno) y del surgimiento de escuelas de hotelería,
principalmente en el centro de Europa.
En ese entonces aparecieron las carreteras modernas y se mejoraron los ferrocarriles; asimismo,
se generalizó el uso del automóvil (en 1913 la empresa Ford tardaba 12 horas en producir un
vehículo; en cambio, en 1925 lo hacía en 10 segundos) y se multiplicaron las posibilidades del
transporte aéreo. Cuando en 1927 la Ford terminó de producir sus primeros 15 millones de
automóviles, el primer avión había cruzado el Atlántico y faltaría poco más de una década para
que, en 1939, volase el primer jet de la compañía Powers.
Paralelamente, la población de los países más industrializados comenzó a gozar de mejores
condiciones de vida y de leyes sociales más favorables. El descanso dominical se instituyó en
algunos países de Europa a principios de siglo, y en 1918 importantes sectores de la clase
trabajadora conquistaron la jornada de ocho horas. Asimismo, el derecho a las vacaciones
pagadas sería incorporado en 1936 en algunas legislaciones.
En las naciones dominantes las bases estaban dadas para que el turismo se convirtiera en el
fenómeno de carácter masivo que hoy posee. Sin embargo, debió superarse la tragedia de la
Segunda Guerra para que todo lo producido durante la época de transición sirviera de trampolín
a las nuevas demandas. Entonces el proceso se potencializó, lo cual se verificaría en los
transportes con el desarrollo acelerado del jet que duplicaría por dos la velocidad de vuelo y las
aeronaves de gran capacidad como el “Jumbo” y el “DC-10”, sustituyendo cada vez más lo que
hasta los años 50 era privativo de los grandes transatlánticos “Queen Elizabeth”, “France”,
“Giulio Cesare, etc.; la expansión del automóvil y la proliferación de líneas de ferrocarril; la
modernización y diversificación de la actividad hotelera; las agencias de viaje convertidas en ejes
de organización turística a través de sistemas de reservaciones; los tours; la aparición de los
travelers checks y los modernos sistemas de crédito; la intervención creciente de los organismos
estatales en la actividad turística; la aparición de normas y criterios que uniformaron la nueva
industria y le imprimieron un estilo y un idioma universales.
El sector turístico internacional se organizó en instituciones representativas de los países
participantes y de las empresas privadas. En 1946 la “Unión Internacional de Organismos
Oficiales de Publicidad Turística” (IOPTP) se transformó en la “Unión Internacional de
Organismos Oficiales de Turismo” (UIOOT), organismo rector del turismo internacional hasta
1975, año en que daría lugar a la actual “Organización Mundial del Turismo” (OMT). A su vez, las
agencias de turismo se agruparon en 1949 en la “Asociación Mundial de Agencias de Viajes”
(WATA), y las compañías de aviación lo hicieron en 1945, en la “Asociación Internacional de
Transporte Aéreo” (IATA). A su vez, el sector hotelero quedó nucleado en la “Asociación
Internacional de Hotelería” (AIH).
Diversos organismos internacionales se han sumado también en las últimas décadas a la
cooperación con el sector turístico, considerando su incidencia en los campos de la economía, el
empleo, la cultura y el medio ambiente. Entre ellos figuran las Naciones Unidas y algunos de sus
programas más relevantes, como UNESCO, Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo (PNUD), Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA),
Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el Desarrollo (CNUCED); el Fondo
Monetario Internacional (FMI), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
(OCDE), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), etc. Distintas conferencias mundiales
entre estos y otros organismos han servido para coordinar o promover a escala internacional las
actividades de los principales agentes del sector.
Si el crecimiento de la actividad turística desde principios de siglo hasta la Segunda Guerra, pese
a su irregularidad, era constante, este se convertiría luego en permanente y acelerado. El
volumen de 12 millones de turistas que arribó a Europa en los preámbulos de la Guerra, crecería
a 23 millones en 1953 y a 120 millones, en 1975, cuando se constituyó la OMT. Otro tanto
ocurrió en las regiones turísticas principales dominadas por las naciones industrializadas.
Este veloz desarrollo se asentó en dos factores principales: uno de ellos fue la rápida
acumulación por parte de las naciones centrales de cuantiosos recursos económicos, producto
de la situación interna imperante en cada país, pero también de su poder sobre las economías
de las regiones llamadas periféricas. Esto permitió a las grandes potencias incrementar los
niveles de su renta nacional y proceder a una distribución de la misma en sectores sociales más
amplios. El “consumo de masas” se hizo extensivo a la mayoría de la población europea y
norteamericana, lo cual, unido a las conquistas de derechos laborales de la clase media y
trabajadores fabriles, amplió los márgenes del tiempo libre estimulando la recreación y los
desplazamientos turísticos.
A esto se agregó también el rápido crecimiento de las empresas multinacionales, y las nuevas
formas en que se integraron las diversas actividades económicas y financieras en las áreas de
producción, el comercio, el crédito y los servicios. Aquello que había comenzado a incrementarse
en los inicios de nuestro siglo, se consolidó después de la guerra de manera casi definitiva.
Grandes compañías aéreas, gigantescas cadenas de hoteles, poderosos grupos bancarios,
agencias mundiales de viajes, empresas internacionales de renta de automóviles, medios
masivos de promoción y publicidad, fueron tejiendo a nivel transnacional redes empresariales
hasta convertirse en esa especie de “cadena de cadenas” que maneja la mayor parte de la
actividad turística mundial. “Las firmas multinacionales turísticas, bajo las cuales se integran
cada vez más los servicios, van a controlar, ajustar y repartir los mercados, con lo cual se eleva
la tasa de ganancia, se moviliza el capital y los productos, es decir se dinamiza la circulación de
los mismos. A partir de la aparición del capital financiero es posible desarrollar la industria
turística a nivel mundial, pues han sido los créditos a empresas y gobiernos los que han
posibilitado desde sus orígenes su ulterior desarrollo tal como existe actualmente: sin el crédito,
esta industria no hubiera existido”.
En ese proceso el papel de los países subdesarrollados ha sido simular al cumplido en otros
sectores de la economía: de sumisión en algunos casos, y claramente dependiente y
complementario en la mayoría de las situaciones. La brecha entre los países ricos y pobres,
antes que reducirse, se ha incrementado cada vez más, y algo semejante está ocurriendo entre
los países pobres.  En América Latina, el 50 por ciento más pobre de la población tiene el 13,4
por ciento del ingreso, mientras que el 50 por ciento más rico, acapara el 86,6 por ciento,
tendencia que antes que reducirse se acentuó en los últimos años.
El privilegio del “consumo de masas”, generalizado en las naciones dominantes, se reduce en
nuestro caso a apenas el 5% de la población latinoamericana, aquella cuya renta anual es de 1
300 dólares o más. La demanda de dicho consumo representa, por ejemplo en México, que es
una de las naciones más desarrolladas de América Latina, alrededor de 6 mil millones de dólares
al año; ello equivale a menos de la tercera parte de solamente el mercado de automóviles en los
Estados Unidos.
Por ello cabría afirmar que los tours operators, es decir, las grandes compañías transnacionales
de turismo, se sostienen y actúan para una ínfima minoría de la humanidad: aquella que se elevó
al nivel del “consumo de masas”. En cambio, las grandes masas del Tercer Mundo, quienes
conforman más de las dos terceras partes de la población del planeta soportan, respecto al
disfrute efectivo del turismo, carencias de alguna manera parecidas a las que caracterizaban en
la antigüedad a los hombres excluidos de las categorías de “ciudadanos” o “libres”.

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