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EDMUNDO ARAY

Los cuentos
de Alfredo Alvarado
El Rey del Joropo

Memoria
Los cuentos
de Alfredo Alvarado
El Rey del Joropo
1.a edición digital, Fundación Editorial El perro y la rana, 2020
1.a edición impresa, Editorial Domingo Fuentes, 1975

© Edmundo Aray
© Fundación Editorial El perro y la rana

Diagramación
Mónica Piscitelli

Diseño de portada
Arturo Mariño

Edición
Luis Enríquez

Corrección
Francisco Romero

Transcripción
Ingrid Sánchez

Hecho el Depósito de Ley


ISBN: 978-980-14-4616-3
Depósito legal: DC2020000163

Alvarado, Alfredo, 1922-


Los cuentos de Alfredo Alvarado El Rey del Joropo /
[compilador] Edmundo Aray. – 1a edición digital.
Caracas : Fundación Editorial El perro y la rana,
2020. -- 180 p. – (Memoria)

ISBN: 9789801446163
DL: DC2020000163

1. Alvarado, Alfredo, 1922- . 2. Joropo.


I. Aray, Edmundo, 1936-2019, comp. II. Título.

793.319092
A472
EDMUNDO ARAY

Los cuentos
de Alfredo Alvarado
El Rey del Joropo
Nota editorial

La Fundación Editorial El perro y la rana atenta siempre a rescatar


y preservar nuestro inmenso acervo cultural presenta Los cuentos
de Alfredo Alvarado, el Rey del Joropo, compilación de narraciones
anecdotarias de un particular y pícaro artista venezolano del siglo
xx, presentado por nuestro poeta, crítico, cineasta, promotor cultural
y eterno ballenero Edmundo Aray, recientemente fallecido.
En particular, la presente compilación muestra la intensa vida
artística, el desenfreno, los viajes y su paso por distintas cárceles
venezolanas de un personaje que representa una particular época
venezolana, distribuida entre las décadas de los treinta a los
sesenta. Fue Alvarado un artista, un bandolero, pícaro, viajero e
inquilino frecuente de distintas prisiones en Venezuela. Como
una ironía del destino, el Rey nació un primero de mayo de 1922,
como él mismo relata cuando fue entrevistado en la redacción de
Últimas Noticias, cuando ingenuamente fue a buscar apoyo como
artista y solo consiguió el oportuno amarillismo de la prensa
de entonces que publicaron un artículo en las llamadas páginas
rojas: “Ladrón con lágrimas de cocodrilo”, lo que le valió una
persecución policial y posterior encarcelamiento sin motivo
alguno. Su leyenda fue disminuyendo con el paso de los años y
murió en Caracas en el año 1988 a los sesenta y seis años.
El Rey conoció de cerca la glamorosa etapa de los teatros,
cabarés y presentaciones en vivo en Venezuela, México, Cuba y
Estados Unidos. De esa etapa fue muy conocido el desencuentro
que tuvo con el afamado y muy “refinado” director musical
Xavier Cugat. Luego del estreno de Escuela de Sirenas, musical
hollywoodense de la década de los cuarenta. Causó un gran revuelo
dicho enfrentamiento en la visita realizada a nuestro país, luego
que Cugat se negara a compartir escenario con el Rey delJoropo
por considerar poco relevante el acto de Alfredo Alvarado y que su
música no era para “indios”. A este desplante le respondió el Rey con

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una bofetada en un acto en Radio Continente, fue detenido por los
cuerpos de seguridad y alabado por la prensa escrita y el incidente fue
conocido como “La mano vengadora”. Los periodistas de entonces
alabaron al Rey como un defensor de nuestro gentilicio ante las
agresiones a nuestra cultura por parte de Cugat. El propio Cugat
se disculpó públicamente y retiró los cargos, y es recordado este
reencuentro por la promesa de Cugat de una presentación juntos que
nunca ocurrió. Más tarde este episodio le cobraría al Rey un veto en
México, país en el cual no pudo actuar más.
Edmundo Aray compiló y publicó estas anécdotas en la década
de los setenta. En un principio fue un proyecto de cuatro tomos,
pero lamentablemente nunca se logró completar por motivos
desconocidos. Esta edición sirvió para que los cineastas Thaelman
Urgelles y Carlos Rebolledo llevaran a cabo la realización de un
film biográfico del Rey del Joropo donde el propio Alvarado se
representó a sí mismo, en una película estrenada en el año 1978.
La presente biografía ha sido tomada de la primera edición
realizada por la Editorial Fuentes publicada en el año 1975. Ha
sido revisada y corregida, conservando la misma distribución
original y respetando la rica oralidad presente en todo el texto
que le otorga un singular valor literario. También son conocidas
una edición realizada por Ediciones Balumba en 1977 y la más
reciente incluida en una antología de Edmundo Aray llamada
Alias el Rey, donde también se incluyen textos como Sube para
bajar (1972) y Baje la cadena. Allegro jocoso, pero no demasiado (1973),
editado por la editorial merideña Ediciones Solar en 1997.
La Fundación Editorial El perro y la rana presenta esta
edición de Los cuentos de Alfredo Alvarado, el Rey del Joropo como un
pequeño homenaje a estas figuras de nuestra venezolanidad, tanto
a Alfredo Alvarado como a nuestro gran poeta Edmundo Aray.
En las próximas páginas se hace un recuento de nuestra cultura y
tradiciones que, aunque suenen ya lejanas, conservan su huella en la
actualidad.

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Cuentos de la infancia
Yo tuve una niñez muy fuerte

Yo tuve una niñez muy fuerte. Fuerte, digo, porque era muy
tremendo, quizás debido a mi espíritu inquieto que buscaba el
río, la caza de chicharras, los mangos, las metras. Un espíritu que
prefería las chinas a la escuela.
Un día, mi papá decidió llevarme a casa de una tía en el callejón
Peniche. Allí me pusieron unos grillos para tranquilizarme el
espíritu, unos grillos de esos que usaban en La Rotunda. Tengo
las marcas en los tobillos, de los ganchos remachados en los pies.
Asimismo, con grillo y todo, y llaga y todo, yo saltaba y brincaba
por esos techos. ¡Claro!, dando salticos muy corticos.
Al año de tener los grillos vino otra tía de Maracay y me
encontró con los grillos. “¡Ay, cómo es posible que a este niño
le tengan esos grillos… eso es un salvajismo! Yo me lo llevo para
Maracay”. Me quitaron los grillos, pero estuve más de dos meses
caminando a saltitos.

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Mis primeros pasos

Mi papá era profesor de baile. El Tuerto Alfredo Alvarado. Dice


Lucas Manzano en su libro Caracas de mil y pico, acerca de mi padre:
“Quien no conoce a Alfredo Alvarado, no conoce Caracas”. Mi
padre fue el que trajo por primera vez a los toreros. La temporada
monstruo. Bombita, Gaona y el Gallo. Mi padre fue empresario
de un circo y de grandes espectáculos. Tenía fama como buen
empresario, pero en su juventud fue un hombre violento, lo
llamaban el Tuerto Alfredo. Y cuando decían el Tuerto Alfredo,
decían Alambre de Púa. Era una especie de “guapo”, pero no el
guapo buscador de pleitos, sino guapo que se hacía respetar. En
los barrios de San Juan, porque él era sanjuanero, lo respetaban
mucho.
Un día decidió salirse de aquella cuestión de guapería y del
Molino Rojo, y de estar tirando golpes.
Se puso delicado en París. Recibió clases de baile del profesor
Malassof. Regresó a Caracas. Instaló una pensión, Europa, de
Muñoz a Pedrera. Allí mismo puso una academia de baile, la
primera del país. Por esa academia desfiló la sociedad venezolana,
para aprender el chotis, la polca, la mazurca, el pasodoble, el valse
y el merengue venezolano.
En la pensión se hospedaban empresarios, hombres de arte,
comerciantes.
La Pavlova llegó a la pensión. Yo tenía unos cuatro o cinco
años, cuando ella me hizo dar mis primeros pasitos de equilibrio
en el movimiento clásico.
Una pensión de calidad era la de mi padre. Entonces muchas
de las calles de Caracas eran empedradas y la leche se repartía con
la vaca en la puerta. Con una totuma se ordeñaba la vaca. Una
Caracas bonita. Caracas de mil novecientos veinticinco. En esa
Caracas fui campeón de charlestón a los nueve años. Me gané una

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copa en un lugar que quedaba de Gradillas a Sociedad. Mi papá la
guardó. La India. Así se llamaba el lugar.
Campeones de boxeo llegaban a la pensión. Argentinos
cantadores y bailadores de tango. En ese ambiente crecí con mi
afición por el baile.
Mi papá, al observar mis cualidades, me buscó a lo mejor del
baile venezolano, a Mamerto García, el Rey del Joropo, el Tuerto
Mamerto. Lo más grande que había. Mamerto se caracterizaba
por un baile de joropo fuerte, sin floreo, brusco, dominante.
En esa época los pisos de las casas eran de tabla. Cuando
Mamerto bailaba, se caían los floreros, las lámparas temblaban,
empezaban a caer vainas de todas partes, tam, tam, pam, pam,
porque Mamerto usaba un joropo de ta, ta, ta,ta, ta, ta, ta, un
zapateo fuerte. A mi papá le gustaba. Agarró a Mamerto por un
brazo y le dijo: “A este muchacho me lo enseñas a bailar joropo”.
Y comenzó a enseñarme. Cuando estuve listo en el joropo, le dijo
a mi papá: “Préstame al muchacho, que me lo voy a llevar por ahí,
a que lo vean bailar en las fiestecitas”. La verdad es que él pasaba
raqueta en las fiestecitas, se guardaba los reales y a mí me daba
caramelos, unos caramelos gordotes, de bola.
Un día me llevó a casa del general Juan Vicente Gómez, en
Maracay. Me acuerdo de que el General tenía un sombrerote,
unas bototas, con un bastón en la mano. Sentado en una sillota lo
recuerdo. Allá llegamos. “Mi General –le dice Mamerto–, aquí le
traigo al muchacho para que lo vea”. “Ajá, ajá –dijo–, muy bien,
que baile”. Y yo bailé mi joropo. El General aplaudió. Después
sacó la carterota, y de ella un puño de billetes. A mí me dieron
mis caramelotes otra vez. Regresé a Caracas, contentísimo.

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Yo era malo

Yo era malo cuando niño. Víctor García, el jefe de la Policía


de Caracas, frecuentaba la casa. Mi papá lo enseñaba a bailar.
Él se sacaba el revólver, lo metía en un sombrero y lo ponía en
la sombrerera. Yo tenía un grupo de muchachos amigos en el
callejón Peniche. En el callejón había unas escalinatas que las
llamaban Las Escalinatas de la Amargura. Allí nos juntábamos
a jugar vaqueros, y policía y ladrón, con revólveres de palo y
caballos de palo y carros de palo y esas cosas, y yo me saqué el
revólver del señor comandante de la Policía, y me lo llevé para
La Escalinata de la Amargura a jugar: “Aquí tienen un revólver
de verdad”. “¡Cuidado, tiene balas! Se le puede salir un tiro”.
“No, hombre, vamos a jugar. Yo soy ladrón”. En eso veo venir
un panadero, con una cestota y un rollete en la cabeza, y le digo:
“¡Manos arriba!, nosotros somos los bandidos”. El panadero, al
mirar el revólver, soltó la cesta y los panes salieron rodando por las
escalinatas, y él más adelante en una sola carrera. Vino la policía.
Me sacó de abajo de una cama con todo y revólver. ¡A la jefatura!
Llegó mi papá: “¿Bueno, y quién es el que le va a pegar?”. Nadie
me quería pegar. Entonces agarró un fuete que había allí y me dio
una gran paliza.

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Me vistieron de niña

En la casa me vistieron de niña. Me encerraron en un cuarto.


Pusieron un gran candado en la puerta. Solo abrían la puerta
cuando me traían la comida o un vaso de cama para que defecara.
Allí pasé seis meses. Naturalmente, como ahí pasaron los meses,
el pelo me creció bastante, me creció como a una muchachita,
y parecía una niña. Pero un día se descuidaron, porque siempre
hay un descuido. Un día se descuidaron y salí del cuarto y me
fui al corral, salté la tapia y me perdí por la quebrada vestido de
muchachita. En el camino me encontré con un hombre que me
quería coger, porque se sacó el pipí y me dijo: “Ven acá, niña, ven
acá”. Entonces tuve que arrancar a correr y el tipo arrancó detrás
de mí, pero no me alcanzó.
Empecé a vagar por las calles. Me hice de un perolito y tocaba
en las puertas de las casas: “¿Señora, me regala un poquito de
comida?”. “¡Ay, niña, por Dios!, ¿y qué haces tú?, ¿dónde está tu
mamá?, ¿y no tienes familia?”. “No, no tengo”. “¡Ay, pobrecita!
Pasa, siéntate en la mesa, come”. Después de comer, esperaba el
descuido, y a correr. Tenía unas piernas veloces.
Luego estuve viviendo unos días en casa de una señora muy
buena. Me quería mucho. Era todo cariño. Me regaló unos
trajecitos de niña muy lindos. La cuestión se descompuso el día
que se empeñó en bañarme. “Niña, tienes que bañarte. Te vas a
poner ropa nueva y limpia. ¡Vamos!, ¡al baño!”. Y yo: “A mí no me
gusta el agua”. Pero me metió al baño y comenzó a desnudarme
con la muchacha de servicio. Entonces vino el grito: “¡Ay, Dios,
si es un varoncito!”, y se dejó caer en una silla. Yo aproveché para
coger mi vestidito y salir a toda carrera.

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Prendí las piernas

Conseguí trabajo en el cine El Dorado, un teatro, como vendedor


de caramelos y chicle y chocolates. Un tipo me dio una cestota.
Yo entraba en el teatro y decía: “¡Caramelos, pastillas de limón,
chocolates, chicles, caramelos de menta!”. Éramos varios
muchachos. La única niña era yo, porque andaba disfrazado de
muchachita. Pero duró horas el trabajo. Me paseé por todo el
teatro, mientras comenzaba la función: “¡Caramelos, chicles,
pastillas de limón!”. Cuando apagaron las luces, prendí las piernas.
Me fui con cesta y caramelos.

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Comencé a conocer delincuentes en la policía

A los días caí preso por primera vez, pues las veces anteriores
había caído por vago, pero no por cometer un delito. Resulta
que me hacía falta una bicicleta que alguien había dejado en el
hotel y decidí robármela. Así fue. A las dos horas estaba preso y
me ficharon. Me fichó un tal Frías, jefe en la Sección de Robos
de la Comandancia General de Policía. Me sacaron mi foto, me
pusieron el número 911 en la ficha y me metieron en un calabozo
para muchachos. Ahí me hice hombre. Para ir al baño tenía que
atravesar un largo pasillo. Los burragones, esos que les gusta
coger muchachos, estaban atentos a los que salían para el baño.
A mí me tocó ir a mear, pero salí mosca y con una especie de
chuzo que había hecho de una lata de sardina. En el camino
me salió un burragón. Le dije: “¡No me agarre, vale!”; pero
el tipo se me vino encima y me agarró las nalgas. Yo saqué el
chuzo y se lo bajé desde la garganta hasta el pecho. “¡Coño, me
jodiste!”, alcancé a oír en la carrera. Al rato me llamaron a rendir
declaración. Al burragón se lo llevaron para el hospital. “¿Qué
pasó?”, me preguntó el sargento. “Pues que ese burragón –el
sargento tosió fuertemente–, que ese burragón intentó cogerme
y me agarró las nalgas y ¡qué vaina es esa!”. “Vaya para su celda
–me dijo el sargento– antes que le mande a dar una paliza”. “Pues
me voy”, le dije. Desde ese momento me sentí un hombre, un
macho. Empezaron a respetarme. Cuando salía para el escusao,
me decían: “¡Qué hubo, mijo!, ¿quieres un cigarro?”. Y tal, y me
congratulaban. “¡Este carajito es jodío!”. Allí pasé una semana.
Empecé a conocer delincuentes y a conocer la delincuencia.
Nadie se ocupaba de correcciones ni de aconsejar. Salí hombre,
dispuesto a continuar mi vida que se asomaba.

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Del correccional al hospital

Fui a parar a un correccional en Maracay. Mi papá me echó el


guante en la calle por medio de un homosexual que se llamaba
Jerónimo, y me mandó para La Trinidad. Un correccional que
era peor que lo malo, administrado por unos curas alemanes que
daban el palo que daba tristeza. Uno de los curas mataba gatos
con una escopeta. La diversión de él era matar gatos. Unos sádicos
esos curas, poseían a los muchachitos allá dentro. Claro, ellos
estudiaban a los niños. Al que tenía alguna tendencia feminoide
lo mariqueaban. Yo me salvé de que me corrompieran porque
se me infestó la pierna, la parte de los tobillos que tenía la piel
muy sensible a causa de los grillos. Los curas me mandaron para
el hospital. Y al hospital fui a parar con un gato en la bolsa de
la ropa. Cuando llegué, me quitaron la bolsa para revisarla. Al
abrirla, saltó el gato. “¡Un gato!”, gritó la enfermera. “Y vivo”, le
dije yo.
En el hospital comenzaron a tratarme la pierna. Me trataban
la llaga con permanganato y polvos de sulfatiazol, que era lo que
había. Entonces yo sí veía que las personas que se morían en la
sala donde yo estaba quedaban desvalijadas, pues llegaban los
enfermeros con la camilla y lo primero que hacían era registrar
debajo del colchón y de la almohada, y, si había un bojote, un
pañuelo con billetes y tal, se lo cogían. Empecé a ver, pues, que los
enfermeros robaban a los muertos, que si sortijas, que si cadenas,
que si correas, que si zapatos, toda vaina, cigarrillos, galleticas. Y
me puse a cazar a los que se ponían graves.
Al lado mío había un hombre que tenía hidropesía y yo oí
que el médico le dijo a la enfermera en una de esas que estuvo
de visita: “Este hombre se muere”. Y me dije: “¡Coño! Este se
va a morir. ¿Cómo hago para quitarle los reales a este hombre
antes de que se lo vayan a quitar los enfermeros?”. Me hice amigo
del hombre esa misma tarde. Se llamaba Tiburcio. Le dije: “Estoy

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a su orden, cuando usted quiera una vaina cualquiera, usted me
avisa, que yo soy el que le va a atender desde ahora en adelante
porque a usted no le para nadie. No moleste al enfermero ni a la
enfermera ni a nadie, que yo le atiendo”. “¡Ay, mijito! Caramba,
muchas gracias, eres como un hijo”. Me llamaba: “¡Ay, mijito!,
quiero agua”. Enseguida. Buscaba el agua. Aquí está el agua. Le
trajo naranjas la familia. Yo le pelé las naranjas. Yo le botaba el
pato. Pasaron siete días. Las enfermeras muy contentas, porque les
quitaba trabajo. Tiburcio muy contento porque no le faltaba nada.
La familia de Tiburcio encantada conmigo. Hasta me traían mis
naranjitas y mis galleticas y mis juguitos. A los veinte días, como
a las once de la noche, oí que dijo: “¡Aaaay!”. Y templó el cacho.
Yo dije: “Se murió”. Entonces metí mi mano por debajo de su
almohada y jalé mi herencia, lo que me pertenecía en realidad.
Cogí mi bojotico, un pañuelo con reales, y me fui al jardín. Un
jardincito que quedaba al frente de la sala nuestra. Un jardincito
de rosas. Abrí mi hueco y enterré el pañuelo. Y me vine a acostar
sin decirle a nadie que Tiburcio se había muerto, y me quedé
tranquilo. No sé si me dormí. De repente, oí el run, run. “¡Se
murió el dieciocho!” –dijo alguien. Llegaron los camilleros con
la burra, una bicha de palo que alzaban para montar los muertos.
Montaron a Tiburcio y comenzaron a registrar debajo del colchón,
debajo de la almohada, en la funda. Registraron los zapatos. Hasta
se pusieron a registrarle los bolsillos. Volvieron una zaranda todo
aquello. Entonces, al no encontrar nada, me llamaron: “Mira,
chico, mira, se murió el hombre que tú atiendes”. “¡Cómo va
ser!”, respondo. “Pobre Tiburcio. ¡Ay! Tiburcio, qué desgracia,
qué dirá su familia que lo quería tanto”. Y me puse a llorar hasta
que me alzó uno de los camilleros: “¡Mira, niño!, ¿tú no has visto
el pañuelo que él tenía debajo de la almohada?”. “¡Ay Tiburcio,
pobre Tiburcio!, no, yo no he visto ningún pañuelo, no, no puede
ser, pobre Tibur...”. “A mí me huele –dice el camillero– que tú te
cogiste el pañuelo”. “No, señor, yo soy incapaz”. “¿Incapaz?”.

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La cosa quedó ahí. Se llevaron a Tiburcio. La familia vino a
buscarlo al día siguiente. La mamá de Tiburcio me fue a ver a mi
cama. “¡Hijo!, te has portado muy bien con Tiburcio. Dios te lo
pague”. Y me dio dos bolívares y un beso en la frente. Me puse
muy triste y hasta lloré. “Adiós, señora, usted es muy buena”.
A la noche siguiente me fui al jardín, desenterré el pañuelo,
salté por la pared y me fui.
En el pañuelo tenía cuatrocientos bolívares y unas monedas de
oro, unas morocoticas.
De un solo trancazo fui a parar a Maracaibo.

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De Maracaibo a Caracas

A Maracaibo fui a trancar. Me compré unos pantalones, muy


de moda entonces. Me compré una pajilla, así muchacho como
estaba, y empecé a gastar mis centavitos hasta que me quedé pelao
y limpio. Ya limpio me dijeron que había una fiesta en el Moján.
Me dije: “Voy para la fiesta”. Me fui a pie, por la línea del tren,
por ahí me fui y cuando vine a ver ya era la cosa lejísima y tuve
que dormir en el monte y beber agua en un pozo y llegué a los
tres días al Moján. Se había acabado la fiesta. Solo quedaban los
papelitos pegados en las paredes y en los postes de la plaza. Pero
me encontré con un aviso que decía: “Se solicita un muchacho”.
Era una bodega. Pregunté: “¿Usted solicita un muchacho?”. “Sí,
yo solicito un muchacho”, me dijo un hombresote barrigón.
“Usted va a ganar un real diario. Un real es lo que pagamos y
tiene, pues, que ir a buscar los plátanos con el burro”. “Pero, ¿a
dónde?”, pregunto. “No se preocupe, el burro sabe –me dice el
hombresote–. Usted se monta en el burro y el burro va a buscar
los plátanos. Lo que tiene es que montar el burro”.
En la tarde salí con el burro. Fui a parar al río. Regresé con
los plátanos. Pero el trabajo no terminaba ahí. El hombresote me
mandó a barrer la bodega, a limpiar los peroles, a colocar el papelón,
a cambiar el casabe y picarlo. No, ahí no se paraba de trabajar.
Al otro día cobré mi real y me vine para atrás en una colita
que me dieron en un camión de carbón.
Llegué enfermo a Maracaibo, con una disentería. Traía
un parásito que llaman tenia enana, una solitaria de perro, una
cantidad de bilarzia y amibas. Fui a parar al hospital y estuve
ocho días hasta que un médico decidió operarme. Me fugué del
hospital con todo y batola. Pero terminé preso por andar vagando
en el mercado.
A los dos días estaba en Caracas otra vez, porque mi papá
había puesto el denuncio y el denuncio funcionó.

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De Caracas a Maracaibo

Estuve pocos meses en Caracas. Tiempo en el que aprendí a bailar


rumba con Carlitos Pons y compañía.
Cuando terminaron su contrato en el Teatro Nacional, me
dispuse a irme con ellos, pero mi papá no me dejó, y decidí
fugarme otra vez, y otra vez fui a parar a Maracaibo, de cola en
cola, fraguando la idea de convertirme en un gran artista, pues la
gente de Carlitos se había emocionado con mi disposición para el
baile.
Cuando llegué a Maracaibo: “¡Muchacho, qué tal, tú otra
vez por aquí!”. Era la gente de Carlitos y compañía que estaban
presentándose en un gran teatro. Pero en vez de ponerme a
bailar, me pusieron a comprar café con leche y a buscar arepas
y a comprarles sus cervecitas, y me di cuenta que no era ningún
artista, sino un sirviente de la Compañía, hasta que se fueron.
Cuando los despedí, me dijeron: “Vas a ser un gran artista”.

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De Maracaibo a Barranquilla, de Barranquilla
a Puerto Cabello, de Puerto Cabello a Caracas

Ellos se embarcaron para el Caribe y yo me embarqué para


Barranquilla en uno de esos barcos de ruedas. Me embarqué
escondiéndome en un tanque de agua.
La primera noche me picó el hambre. Salí del tanque y me fui
directo al comedor. En plena investigación de los comensales pasó
una familia, marido, mujer e hijo. Con la misma me fui detrás de
ellos y me senté en una mesa larga, al lado de ellos, con las buenas
noches de por medio. Y me trajeron la cena. Nadie dijo nada.
Ni ellos, ni los mesoneros ni yo. Después de la cena y las buenas
noches me metí en mi tanque de agua.
En la mañana me puse en la misma, a esperar la familia. Pasó
para el comedor y seguí detrás de ellos, previo un saludo más
familiar. Sirvieron el desayuno y comimos los cuatro. El negocio
se repitió en el almuerzo y en la cena, pero en medio de la cena se
formó una bailadera de charlestón con guitarras y sinfonías, y con
aquella fibra que llevaba por dentro me puse a bailar, y muchos
aplausos, y repitieron el charlestón y volví a bailar y volvieron
lo aplausos; pero se apareció el capitán y preguntó: “¿Y quién es
este?, ¿de quién es hijo?, ¿con quién anda?”. Y con la misma me
llevaron por las orejas delante del capitán: “¿Tú quién eres?”. “Soy
Alfredito y tengo enferma a mi mamá en Barranquilla. Como
no tenía manera de ir a verla me metí en este barco”. “¡Ah!, ¡qué
bandido! Llévelo para la cocina”, y me dio por las nalgas. “¡Vamos!
A lavar platos”. Y a lavar los platos hasta que me aflojaron en
Barranquilla.
Dormí debajo de un banco. Al rato y a golpes me despertó
un policía. “¿Tú, quién eres?”. La misma historia, pero esta vez
no sabía dónde vivía mi madrecita y fui a parar a la Dirección de
la Policía. Allí me dieron una camita, en la que dormí durante
siete noches mientras en el día hacía de mandadero, hasta que

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un sargento se antojó de mí y me llevó con él y me presentó a
su mujer. “Aquí te traigo –le dijo– a este muchacho para que lo
criemos. Es trabajador y despierto”. “¡Ay, qué bien, caramba!, que
a nosotros nos hace falta un muchachito, y hay que educarlo muy
bien”.
Me dieron un pico y una pala para que abriera un jardín.
Cuando no estaba en el jardín, estaba barriendo o en la batea
lavando la ropa del sargento y de la mujer del sargento. Aquella
gente no necesitaba un hijo, sino un burro.
Un día me llama el sargento: “¡Alfredo!”. “Ya voy”, contesté.
“A mí no se me contesta así”, y ¡pam!, un guamazo por la cara.
“Y respéteme que yo soy su padre”. “No –dije–, usted no es mi
padre, usted es un perro”. “¡Mujer –gritó–, alcánzame la pistola
que le voy a dar su merecido a este muchacho del carajo!”. Salí
corriendo, mientras el sargento gritaba: “¡La pistola, la pistola!”.
El pistola era él, que no se pegó atrás. Salí por encima, pero
antes me detuve para recoger la carterita de la mujer, ¡tan!, y
me perdí durante varios días hasta que me hizo preso un agente
del Servicio de Investigación. Y era que mi papá me andaba
buscando. Le dijeron que estaba en Barranquilla y allá pasó el
dato a los Servicios de Investigación. Total, que me metieron en
un barco rumbo a Puerto Cabello. Allí me recibió la policía y
me pusieron a barrer las calles de noche, mientras esperaban la
llegada de mi papá. Así estuve varias noches, barriendo las calles
con unas escobas de chamisas y haciendo un jueguito que me
resultó: al barrer me adelantaba a los otros presos, barre que te
barre, y me alejaba y el policía de turno me decía: “No te alejes,
cuidado, no te alejes”. La historia se repitió durante varias noches.
Me dejaban avanzar y alejarme de los otros presos, hasta que me
dejaron avanzar mucho, y doblé la esquina y después que doblé la
esquina ni el polvo me vieron. Cogí carretera y levanté una cola
para Caracas.

23
Mis primeros billetes

De nuevo en Caracas, en la Plaza de Capuchinos. Pensando.


Pensando. ¿Ahora qué hago? Ni intenciones de volver a la casa.
Me senté en la plaza a ver las palomas, primero; después, a
tirarle piedritas. Muy vivas las condenadas, todas iban cogiendo,
seguidas por las piedritas, camino del palomar. Me miraban de
soslayo. Estaban esperando que me fuera. De pronto, se me acerca
un tipo y me dice: “¡Coja esa maleta, muchacho!”. Cogí la maleta.
“Arranque conmigo”. Arranqué con él, ras, ras, ras. De repente,
el tipo se para, abraza a otro tipo: “¿Qué hubo, fulano?”. “¡Coño!,
¿cómo estás?, ¡tanto tiempo!”. “Sí, hombre, chico, y tú qué tal y la
María y la otra”. Yo con mi maleta en el hombro, oyendo la vaina.
En eso pasa un tranvía y de un salto me monté en el tranvía con
todo y maleta. Era el primer choreo que hacía en mi vida, y sin
proponérmelo, el primer choreo de verdad.
Abrí la maleta: maleta de turco porque estaba llena de
pantaletas y sostenes y sábanas y telas. Debajo de aquel trapero
encontré un maletincito, lo abrí y aquel billetero y un montón
de fuertes. Me fui a un baño del primer bar que encontré, cerré
mi puerta y me puse a contar. “¿Quién está ahí, carajo?”. “Yo,
cagando”. Qué cagando ni qué cagando, lo que estaba era cagado
de tanto billete: siete mil bolívares conté, con un realito. Fueron
los primeros billetes que tuve en mi vida. Con el realito me
compré dos Pepsi para quitarme la sedalón que tenía. “¿Qué te
pasa, muchacho?”, me preguntó el mesonero. “Tengo fiebre”, le
dije. “Pues vete para tu casa”. “Para allá voy”, y arranqué, pero
arranqué a caminar por la calle y a pensar y pensar hasta que
me metí en un restaurant. Allí conocí, mientras me comía un
bistezote, a un chofer de alquiler. Comenzó a hablar conmigo, de
esto, de lo otro hasta que se dio cuenta de que estaba enredado en
algo. Le conté la historia, y se hizo mi amigo. Andaba conmigo
para arriba y para abajo. Me llevó a un hotel donde, decía él,

24
vivía. Compré un flover, compré una bicicleta, compré unos
patines aunque no era diciembre. El chofer me especulaba y me
especulaba. Hoy no he hecho nada. La vaina está muy difícil.
Préstame un marrón, préstame dos. Yo le daba para el hotel, para
la comida, para la mujer que metía en el cuarto. Al mes de estar
en el hotel, el chofer, para terminarme de joder, le dio el dato a la
policía y me hicieron preso. El chofer se quedó con el maletín y
la maleta. Yo me quedé con un traje de pantalón y paltó, zapatos
nuevos, camisa nueva, un reloj y una cadena con la Virgen de
Coromoto. Perdí los patines, la bicicleta, el flover. Llegó mi papá
a la Jefatura: “¡Muchacho!, ¿y qué es esto?”. Nunca le conté la
historia. Le dije: “No, un señor que se compadeció de mí y me
vistió”.

25
De la vida artística
Poco a poco comencé a levantar mi vida artística

Poco a poco comencé a levantar mi vida artística. Trabajé por


primera vez frente a un público en el Teatro Bolívar, con una
muchacha que se llamaba Eva, una cubana que acababa de llegar
de La Habana. Bailábamos joropo. La entrada al espectáculo la
vendían con el anuncio de una rifa de un gran tocadiscos. Primero
había una comedia, unos chistes, luego el sorteo, después venían
las variedades y, por último, Eva y yo bailábamos el joropo. Eva lo
bailaba en la punta de los pies, como ballet, con una malla y unos
zapatos de punta de pie. Yo bailaba mi joropo típico, criollo. La
gente se divertía.
Un día se armó un zaperoco. Nadie se ganaba el tocadiscos
porque el número ganador siempre caía en alguno del grupo
de variedades. Esa noche estaba yo en el público. El número
ganador: ¡siete mil quinientos! “Es mío”, grité. Cuando iba a
enseñar mi tique, alguien del público gritó: “¡Trampa! Ese trabaja
de joropero”. Yo salí directo para el camerino, como si la cosa no
fuese conmigo. Cuando estaba en la tarea de recoger mis vainas
y perderme, se apareció Guerrita, el hombre que nos manayaba.
Vamos Alfredo, que salga el Alma llanera, píntate esa cara y sal a
bailar. ¡Vamos, Eva! Salimos. Tan, tan, tan, tan, tan, taracará, y
me abro zapateando el Alma llanera y entra Eva baleteando, pero
entonces empezaron a llover sillas por el aire, pedazos de palos.
“¡Un momento, caballero! –le dice Eva al público–. ¿Qué es lo
que pasa?”. Fue peor. La lluvia se convirtió en aguacero de mil
vainas. Hasta las dos de la mañana estuvimos escondidos en el
teatro porque la policía no tomaba cartas en el asunto.

28
¡El Rey, el Rey!

Comencé a bailar en el Teatro Nacional, en los chou de la esposa


de Saavedra. Murió Mamerto. Y asumió la corona de Mamerto
otro joropero un poco estilizado. Lo llamaron el Rey del Joropo.
Subió ese otro rey y estuvo reinando mucho tiempo, pero también
murió. Muchos creen que el título de Rey de Joropo es un título
de ladrón. No, si yo no fui Rey del Joropo porque era ladrón. Un
día un tipo me dijo: “Tú eres el Rey del Joropo porque te robaste
unos cuatros y unas arpas y unas maracas”. Le dije: “No, no me
llaman Rey por robar cuatros, a mí me llaman Rey desde la Gran
Feria Exposición de Venezuela en El Paraíso”.
En esa feria recibí el título del Rey del Joropo. Para darle
alegría se citaron a los mejores arpistas, maraqueros, bailadores de
todos los estados de la República. Vinieron cantadores, grandes
artistas de todas partes de Venezuela. Yo me busqué un hombre,
Jacinto Pérez, el Rey del Cuatro. Le dije a Jacinto: “Vamos a hacer
un dúo los dos. Tú me tocas el cuatro y yo te bailo el joropo.
Tú te vistes de blusa y sombrero de cogollo, y yo me visto de
frac”. “Acepto”, dijo. Con la misma nos pusimos en órbita, y nos
presentamos en la feria. Salgo a bailar, y Jacinto con su tan, tan, ta
ta tan, ta. Aquello era de feria. Emocionado y sudando a chorro,
empiezo a quitarme el frac, que me pesaba mucho. Me lo quito
y lo tiro a un lado. Me abro la camisa y sigo zapateando, y aquel
cuatro agitado. La gente comenzó a gritar: “¡el Rey, el Rey, el
Rey!”. Y se murió Mamerto.

29
Por un bochinche

Una noche salimos de la feria, Jacinto y yo, y nos metimos en una


bodeguita. El pulpero conocía a Jacinto. “¿Qué hubo, Jacinto, qué
te trae por aquí?”. “¿Qué hubo, compadre? Estás nuevecito”. “Es
el cocuy”. “¿Sigues en la feria?”. “En la misma. El Rey tocando,
y el otro Rey bailando. Conócelo”. “Mucho gusto”. “Gusto el
mío”. “Y digan en qué puedo servirles”. Se oye… “¿Qué van a
tomar?”. “Un cocuy”, dice Jacinto. “¿Y tú?…”. “Tómate un palo,
hombre”. Me tomé dos cocuy. “¿Por qué no te tocas algo?”, dice
el pulpero. “Bueno, vamos a hacerle un registro, compai”. Sacó
el cuatro y comenzó a registrar. Y empezó a juntarse gente en
la bodega, tiriquitín, titiquitán, tan, y gente y gente, tiriquití,
y cuando vinimos a ver, la bodega estaba llenita de gente. Pero
comenzó a llegar más porque me arranqué a bailar. “¡Baile!,
colega –me dijeron–, déjese de profesionalismo”; y yo a bailar y
la gente adentro y afuera de la bodega, hasta que aquello parecía
un tumulto y llegó la policía en una camioneta de madera
y un sargento con un sable. El Sargento entra, se enmochila el
sable y pregunta: “¿Qué es lo que pasa aquí? Esto es como un
motín”. “No, no es ningún motín”, y la gente le abrió paso.
“Entre Sargento”. “¿Qué es lo que pasa aquí?”, grita el Sargento.
Murmullos y otros gritos. El Sargento se puso violentísimo.
“¿Qué es lo que pasa? Esto es un tumulto y aquí va todo mundo
preso”. Entonces se le acerca Jacinto: “Mire, compai, aquí no pasa
nada, sencillamente estamos dando una fiesta”. “No –responde el
Sargento –, ustedes están alterando el orden público”. “Sargento
–le dice Jacinto–, usted está equivocado”. “Yo estaré equivocado
–grita el Sargento –, pero usted está preso”. Intervengo yo:
“¡Caramba!, señor Agente, no sea usted tan...”. “¡Usted también
va preso!”. Y uno del público que dice: “Esto es una injusticia”.
“¡Pues usted también está preso!”. “Pero no puede ser”, grita otro
de la barra. “¡Y usted también!”. Nos metieron en la camioneta.

30
Solo se oía un murmullo en la bodega. Fuimos a parar a la
Jefatura. En la Jefatura, el Agente le dice al guardia: “Alteración
del orden público y oposición a la autoridad”. Interviene Jacinto:
“¡Escúcheme, señor Agente!”. “No le escucho, cállese la boca…
Se opusieron y se opusieron, tenían un motín en la calle”. “Anjá,
muy bien –dice el policía desde el escritorio –, déjeme tomar los
datos. ¿Qué número es usted?”. “Agente número tal”. Se fue el
Sargento. “Ahora usted, diga: ¿cédula, estado civil, profesión?”.
“Espere un momento, señor Agente –dice Jacinto –, ¿usted sabe
quién soy yo? Pues yo soy Jacinto Pérez, el Rey del Cuatro”.
“¡Anjá! –le responde el Agente–, usted es Jacinto Pérez, el Rey
del Cuatro,… pues vamos a meterle cuatro días de calabozo”.
Entonces Jacinto le contesta: “¡Caray!, compai, menos mal que
no soy el Rey del Arpa”. Los policías y la gente que estaba de
curiosa se echaron a reír. El Sargento también rio. De pronto dijo:
“Suelten a esta gente que dentro de un rato nos tienen montando
un bochinche”. Regresamos a la bodega para celebrar.

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¡Ta bueno ya!

Me trajeron al Indio Figueredo para que me tocara el arpa en


otra Gran Feria Exposición. A esa feria vino Pérez Prado, y
vinieron las mellizas Dolly y el hombre más grande del mundo y
unas gordas. El Indio Figueredo no sabe medir: el toca muy bien
el arpa, pero no sabe medir. Pues salgo a bailar con el Indio al
arpa.… Al Indio me lo encontré en estos días por la Radiodifusora
Venezuela. Recordamos esa historia, el Indio tocando el arpa, tan
tan tín, tiquin ti, taca tan tan tan tan, tirín, tan tan, taca, taca,
triqui, raca ta...… y yo cansadito, tan tan tín, el joropo se estaba
haciendo largo y yo cansado, hasta que hace ta dam, yo creo que
terminó, pero vuelve otra vez, ta ca, ta ca ti qui tan, ta tran, ta ta
ca, ti qui ti tan, ta tran, ta tran clan, y yo creo que ha terminado,
y ta cata ra ca ta ca tri, bueno, y qué vaina es esta, y me le arrimo
y empiezo a cazarlo y cuando hace tica rica rica tran, le agarré el
arpa y le dije: “¡Ta bueno ya, que me estás matando!”. La gente
aplaudió frenéticamente. Y yo con el arpa en las manos, que no la
soltaba.

32
Se cerró el audio

De la feria salimos a cantar y a bailar a Ondas Populares, en un


programa donde la que reinaba era Celeste Grijo, una española
que cantaba con castañuelas. Nos contrataron a los dos reyes:
Jacinto y Alfredo. Nos presentamos sin bombos ni platillos.
Jacinto tocando su cuatro, su pajarillo, tam, tam, tan tan, ta tam
tatica tan tan tin, ta tan ta tacata taca ta tacata, y yo bailando el
joropo con las maracas en los pies. En el aire, en el audio se oían
las maracas y el cuatro, pero suspendieron el programa porque
Jacinto se emocionó y soltó un grito: “¡Así se baila, carajo!”. El
grito también salió en el aire. Se cerró el audio y clausuraron el
programa.

33
La inauguración del hotel Ávila

La inauguración del hotel Ávila se hizo pomposamente. Trajeron


espectáculos directamente de los Estados Unidos. Cantantes,
orquestas, números, y esto y lo otro. Asistieron los ministros
del Despacho, la jai lai, los cuerpos diplomáticos en pleno.
Paiva Ravengar, que estaba en el coroto, me habló de participar
en la inauguración. Me dijo: “Alvarado, aquí hay una gran
oportunidad. No van a ganar absolutamente nada, pero puede
salirte un contrato para la Yunai, presentaciones importantes.
Jacinto y tú se bailan un joropo, fuera de dinero, y eso puede
ser formidable para la carrera de ustedes”. Yo hablé con Jacinto.
Jacinto me dijo: “No, no colega, eso de que no nos paguen nada.
¡Déjate de Yunai! A mí un billete porque lo mío es pagao”. Le
digo: “Pero, Jacinto, calcula, que nos puede dar buen resultado.
Ahí va todo el mundo, la gente de dinero, los pudientes”. Y me
dice Jacinto: “¿Y va a estar lleno eso?”. “¡Cómo no, colega! van a
estar todos los que pueden”. Jacinto se agarra la oreja, la acaricia y
me dice: “Bueno, vamos a ver cómo es la cosa. Acepto”.
Cuando llegamos al hotel, teníamos una habitación asignada.
¡Caramba!, ¡maravilloso!, ¡bien adornado!, ¡una maravilla!,
¡nuevecito! Aquel olor a nuevo, olor a cera. Nos mandaron
comida: filé Miñón. Jacinto decía: “Esto es vida, caray, champaña,
comida buena, ensalada, pancitos”.
Llegó la hora de la actuación. “Ahora vamos a tener el gusto
de presentarles… (aquello estaba pero precioso), de presentar
para ustedes al Rey del Joropo venezolano, Alfredo Alvarado
(aplausos), y al Rey del Cuatro, Jacinto Pérez (aplausos)”. Yo
salí a quemarme el pecho. ¡Ran, ran, ran!, y bailé un tronco de
joropo. Muchos aplausos. Gritos: “¡Otra, otra, otra!”. Y vuelve
Jacinto con otro pajarillo. “¡Arriba, Alfredo!”, y salgo a bailar.
Aplausos y bis. Salgo agotado, sudando por todas partes. Cuando
voy de retirada, veo el espectáculo más tremendo: Jacinto

34
con el sombrero de cogollo recogiendo por todas las mesas.
Al primero que recogió fue al presidente Medina. “General –
le dijo –, eche aquí algo porque esto aquí es gratis y usté sabe
cómo es la vaina, estamos pelando”. Y el General sacó su billetera
con una gran sonrisota. A Jacinto se le fue llenando el sombrero
de billetes. Cuando lo vio lleno, lo cerró y cogió camino de la
puerta principal. El cuatro lo dejó abandonado. Cogió un carro
de alquiler y desapareció. Yo estaba petrificado. Paiva Ravengar
se paseaba de un lado a otro: “¡Qué desgracia, qué desgracia!”.
El americano que había contratado el espectáculo, decía: “¡Oh
carramba!, ¡cómo serr esto!, ¡cañonerros!, ¡limosnerros!, ¡pedirr
en fiesta serr un descrédito!, ¡usted buscarr esa gente!”. Yo
también busqué a Jacinto durante varios meses como palito de
romero. Pero ni olor.

35
Al año después

Al año de la fiesta del hotel Ávila me encontré a Jacinto.


Refunfuños. Disculpas. “¡Está bien, colega!”. “Vamos para San
Juan de los Morros, Alfredo, a los cuarteles. Tenemos trabajo,
pero no sé cuánto van a pagar. Algo cae”. Y nos fuimos para San
Juan. Nos presentamos frente a los militares. En las primeras
filas los altos oficiales, sus esposas, los curas y los funcionarios.
Detrás los soldados. Conté unos cuentos. Risas en la sala. Jacinto
se tocó unos pajarillos. Aplausos. Después combinamos unos
joropos. Al final, el Comandante se dirigió a Jacinto: “Aquí tiene
y muchas gracias por su espectáculo tan bello”. Jacinto recibió
del Comandante un sobre cerrado, se lo metió en el bolsillo, dio
gracias y se retiró. A todas estas yo miraba muy atento. Había que
estar mosca. Me le acerqué y juntos salimos para el vestuario y
ahí empezamos a quitarnos la indumentaria. Yo me empecé a
quitar las maracas, Jacinto la blusa. Cuando Jacinto me ve con
los pies descalzos en el suelo, me dice: “Voy a orinar, colega”.
Le respondo: “Yo también colega”, y salí con la pata en el suelo
detrás de Jacinto. Cuando estamos orinando, me dice: “¡Caray!,
colega, qué bonito estuvo el chiste, precioso. La verdad es que
hubo mucho entusiasmo”. Regresamos al cuarto. “¡Caramba!,
déjeme ir a buscar un taxi que nos lleve para Caracas”. Y salió,
pero atrás iba yo. Cuando le doy alcance me dice: “¿Colega, usted
como que me está siguiendo?”. “Sí, colega, lo estoy siguiendo
para que abramos juntos el sobre”. Jacinto se rio. Sacó el sobre y lo
abrió: dos mil bolívares. “Partamos, colega. Usté sí ha aprendido,
colega”. De regreso, cada quien traía sus mil en el bolsillo.

36
A Jacinto no le pareció suficiente

Fuimos a trabajar en el Colegio de Abogados. Nos pagaron


quinientos bolívares. Pero a Jacinto no le pareció suficiente. Y me
dice: “Compai, aquí hay que sacar más dinero”. “¿Pero cómo?”,
le pregunto. “Aguántese, ya usted va a ver”. Entonces una vieja lo
interrumpe: “Jacinto, qué bien toca usted. ¿Por qué no nos toca
unos pajarillos aquí en la mesa, fuera del espectáculo?”. “¡Cómo
no!, señora”. Jacinto me picó el ojo. Seguimos a la señora. Nos
sentó en unas sillas situadas frente a una mesa donde estaban unos
mesoneros y un montón de vasos y güisqui. La gente se levantaba
de sus sillas y se acercaba a dejar los vasos y tomar otros. Iban
y venían. Jacinto captó bien el movimiento. En una de esas se
paró un doctor, de paltó cruzado, zapatos brillantes y los ojos
aún más brillantes de los tragos. Un presidente de banco, muy
nombrado. Mientras el hombre esperaba que le sirvieran el vaso
de güisqui, Jacinto le puso el cuatro sobre la silla. El doctor vino a
sentarse y ¡cras, cras, cras! “¡Ay!, ¡qué pasó!”. Y Jacinto que grita:
“¡Ay, mi madre, qué desgracia, mi pan de cada día!, ¡mi cuatro de
pino amarillo! Mi cuatro traído de Panamá”. Y se puso a llorar.
Y la gente: “¡Consuélese, señor! No es nada, Jacinto”. “¡Cómo
que no es nada! Mi pan de cada día. Esto es una desgracia”. El
doctor, todo atribulado, le toma un brazo a Jacinto, se lo lleva
a un rincón y le dice: “Despreocúpese, yo pago lo que sea, todo
tiene remedio, cálmese”. Le hizo un cheque al portador por mil
bolívares. El cuatro no valía más de veinticinco en Barquisimeto.

37
Cerrado el impase

Xavier Cugat vino aquí con toda su orquesta para actuar en Radio
Continente y en algunos clubes. Acababa de filmar Escuela de
Sirenas, en Jolibud. El presidente del Club Venezuela me mandó
a llamar para que bailara un joropo en la gran fiesta del Club,
amenizada por Cugat. “Quiero que te bailes un joropo –me
dice– en medio del espectáculo. Va a ser una cosa muy bonita.
Viene el General y la Junta en pleno. Le vas a bailar a lo mejor de
la alta sociedad. Usted se viene vestido a lo criollo, para que sea
un contraste, una animación, con alpargatas y sombrero de cogollo
y con una muchacha muy criolla también”. Yo habría enseñado a
bailar a la hija de Carmen, y la muchacha me acompañaba muy bien
a bailar el joropo. Así que le dije y ella se vistió muy bonito y tal,
y yo me puse mi sombrero de cogollo, mis alpargatas, mi franela y
una vela en la mano… Cuando me tocó el turno, Ospina se le acerca
a Cugat y le dice: “Cugat, le presento al Rey del Joropo venezolano.
Lo hemos traído para que usted le toque el Alma llanera y él baile”.
Entonces Cugat, con el mayor desparpajo, le dijo: “¡Oh!, carramba,
yo siento mucho no poder acompañarr al indio porque mi música
no es para indios, es una música...”.…Yo no oí más. Ospina se retiró,
me tomó por el brazo y me llevó a la oficina, abrió la caja fuerte
y le firmé un recibo por mil bolívares. Me fui a la casa. Al llegar
me pregunta mi padre: “¿Y cómo te fue, Alfredo?”. “Una linda
fiesta. Estaba el General, la alta sociedad, yo no bailé...”. “¿Cómo
que no bailaste?”. Le conté lo sucedido. Mi papá era un hombre
atravesadísimo, el tuerto Alfredo, le daba una tunda a cualquiera.
Me dijo: “¿Qué es eso? Tú no eres hijo mío, tú eres un sinvergüenza.
¿Cómo es posible que ese hombre te venga a insultar y tú no le
hayas dado siquiera un cabillazo? Te vas de la casa y no regreses
si no tienes una vaina con ese hombre”. Me fui. Al día siguiente
estaba en Radio Continente, donde tocaba Cugat. Me quedé en
la puerta, esperando que saliera. De pronto, un remolino de gente.

38
Cugat venía bajando las escaleras con Lina Romay, una artista que
bailaba rumba y otras cosas. La Lina tenía un ramo grande de flores
enormes. Entonces me metí en el bululú, me acerqué a Cugá y lo
paré: “¿Usted se acuerda que anoche me llamó indio?”. Pero él no se
acordaba de nada. “No, yo no rrrecuerrdo nada”, me contestó. Le
zampé un tanganazo en la boca. ¡Caraj, plum, pam!, y aquel labio
comenzó a echar sangre, y la sangre a chorrearle por el esmoquin
blanco, y gritos “¡Un loco!, ¡un loco!”. La gente corriendo, el ramo
de flores por el suelo, y aquel bochinche, la gente para un lado y
pal otro, y Cugat pegado a la pared con un pañuelo en la boca, y
el militar de guardia, porque en esos días la cosa estaba fea y había
soldados en todas las radios, se me vino encima. “¡Un momento!
–le grité–, el señor insultó a la patria y a Bolívar”. El soldado se
canchó su bayoneta al cinto y se fue a sentar otra vez. Pero me
agarró un policía: “¡Está detenido!”. Y con la misma me metieron
en una camioneta. En la mañana grandes titulares en los periódicos:
“El Rey del Joropo le da una trompada a Xavier Cugat porque
insultó a Venezuela”. En una caricatura salía una mano así, y al
pie: “La mano vengadora”. La cosa se ponía difícil para Cugat y el
empresario, pues había una presentación en el Metropolitano y las
noticias y el bochinche de la prensa podían afectar la popularidad
de Cugat. De manera que un tal Legorburu, empresario, habló con
Cugat y el propio Cugat sacó la boleta de libertad para mí y se fue
con todos los periodistas para La Modelo. Entonces me llamaron:
“¡Alfredo Alvarado!”. Cuando salí del buzón de la cárcel Modelo,
me estaba esperando Cugat con los brazos abiertos. Yo me acerqué
un poco guillao, pero el hombre seguía con los brazos abiertos
y una gran sonrisa y un punto de sutura en un labio. “¡Venga un
abrazo!”, dijo. Y con el abrazo, las fotos. Cerrado el impase Xavier
Cugat-Alfredo Alvarado. Una simple y mala interpretación del
artista criollo. Cugat se interesa por conocer la música venezolana.
Alvarado bailará en el Ávila el Alma llanera tocada por Cugat. No
bailé ninguna Alma llanera, nadie me llamó. Me quedé esperando
el contrato.
39
Hielo y Estrella

Borges Villegas estaba en un momento crucial, casi en quiebra.


Él había traído por primera vez al Hielo y Estrella, un espectáculo
sobre hielo. Lo presentó en los terrenos del que era hotel
Majestic. Fue un gran éxito. Pero la segunda vez no fue tanta
la atracción. El público mermó. Borges solo veía pérdidas. Me
buscó, me encontró y me dijo: “Tienes entrada libre a Hielo y
Estrella, ve al espectáculo y estúdiate las posibilidades de montar
un joropo sobre hielo”. Me fui al espectáculo, una, dos, tres
veces. Los patinadores tenían un serrucho delante del patín que
les permitía caminar en puntica de pie. “Con ese serrucho –me
dije– pueden escobillar”; en sus vueltas y sus movimientos y sus
acciones podían valsear perfectamente. Le dije a Borges: “Sí se
puede”. Buscamos un traductor y empecé a darles clases a los
patinadores, estrellas francesas, inglesas, irlandesas, suizas. Y a
montar un joropo representando a Venezuela, sus veinte estados,
sus territorios federales, y yo bailando en una tarima con Yolanda
Granados. El espectáculo se anunció con gran despliegue “Alma
llanera sobre hielo”. Pedro Elías Gutiérrez asistió a la presentación.
El público colmó el Nuevo Circo. En medio de aplausos se inició
el espectáculo. En la última parte, tacaracá, raca raca can can,
cuando había que picar el hielo, y al encenderse los reflectores
sobre los pies de los patinadores, se levantó un arco iris y el
público vio emocionado los colores de la bandera. A Pedro Elías
Gutiérrez se le salían las lágrimas. Borges Villegas se frotaba las
manos. El público deliraba. A mí me pagaron cien bolívares ese
día, y cien bolívares cada día durante tres meses.

40
¡Tas quemao Alvarado!

Tenía mes y medio bailando joropo en Hielo y Estrella, siempre


lo mismo, siempre lo mismo, siempre lo mismo, la rutina, la
rutina, el valseo y el tacaracatán, raca raca ran. Un día, en medio
de la rutina, una voz me gritó por allá, por galería: “¡Tas quemao
Alvarado!”. Me puyó el amor propio. “¡Ese no sirve!”. Volvió
a gritar. Se me calentó la sangre. “¡Tas quemao!”. Me olvidé de
rutina, me olvidé de todo y empecé a zapatear como un loco, a
echar todo lo que tenía para afuera. Yolanda se quedó paralizada.
No entendía. Fue como un terror artístico, porque ella no conocía
esos movimientos, pues eran movimientos de libre albedrío,
violentos, llenos de rabia. El público se vino abajo. “¡Que se
repita!, ¡que se repita!”. Yo me fui a los camerinos, en medio de
los aplausos y los gritos, sin mirar al público. Yolanda me siguió,
cabizbaja. “¿Cómo me haces eso? –me dijo–; he quedado en
ridículo”. “Pues nada Yolanda, que a mí me dio un sentimiento”.
Se puso a llorar a moco tendido. Me quité el pañuelo rojo, todo
sudado y se lo di.

41
En el Teatro Margot

Llegué a México. Jorge Negrete. Presidente de actores, me dijo que


estaba vetado, que no podía actuar en México porque la Asociación
de Artistas Internacionales me había vetado a causa del golpe que le
había dado a Xavier Cugat. Para vivir, pues tenía ganas de vivir en
México, tuve que trabajar en la sombra, o sea, actuar y no actuar.
Clasecitas por aquí, pedazos de coreografías por allá.
Una tarde me acerqué al Teatro Margot a ver qué veía. En
el jol me consigo con Montañita. Los dos nos pusimos a ver los
cuadros, entre joda y joda. De repente, sorpresa para mí y para
Montañita: “El Rey del Joropo esta noche”. “¡Cómo es la vaina!”,
digo. “Bailarín sensacional”. Debajo, la foto de un muchacho con
maracas en los pies, sombrero e cogollo, pañuelo en el cuello, una
verita en la mano derecha. Igualito a mí, retratado en posición de
danza. Montañita me dice: “¿Qué es esto, chico?, ¿tú no eres el
Rey del Joropo?”. “El mismo”, le respondo. “¡Cómo es posible
que te vayas a dejar chalequear así! Vamos a echarle una vaina a
ese pendejo. Vamos a venir esta noche. Te traes las maracas y las
alpargatas y le avientas un joropo de verdá verdá, porque tú eres
el Rey del Joropo”. Nos despedimos con la idea de encontrarnos
otra vez en el mismo sitio para echarle la vaina al reyecito.
Me fui a la casa: envolví el pañuelo colorao, el sombrero
e cogollo y las maracas amarradas de las alpargatas. A las siete
estábamos Montañita y yo comprando las entradas. Comenzó el
espectáculo. “Es que yo te quiero mucho”, cantó María Victoria.
Le llegó la hora al joropo. Abre el telón: una choza en mitad del
escenario, unas mujeres tirando flores y el tan, tan, tan del Alma
llanera. De la choza sale el muchacho, unas escobilla pacá una
escobilla pallá, corre pa'ca y viene pa'lla, y me dice Montañita:
“¡Ahora, carajo!”. Comienzo a amarrarme mis maracas, me pongo
mi pañuelo y mi sombrero, y salgo corriendo por el pasillo, me
monto en el piano y brinco al escenario.

42
Desconcierto en la sala, unos instrumentos dejan de sonar,
otros siguen sonando, pero yo le di al escobillao y chis chis chis,
chas chas, chas, bailo un peazo e joropo y ¡pam! Me paro y veo al
público y el público se viene en aplausos. Entonces el muchacho
se abre a bailar y la orquesta lo sigue, tan tan tan tacara tan, y
también se para y ve al público. Aplausos para el muchacho. Me
arranco yo y la orquesta, no toda, me sigue, ras, ras, ras, y hago
cosas mías, de las buenas de mi repertorio y pam, me paro. Un
aplauso más grande. Pero comienza a subir la policía al escenario.
Uno me agarra por la manga y se forma el zaperoco, pitos y flautas.
“¡No!, ¡que no se lo lleven!”, pero nada, me sacan. El escándalo
aumentó y empezaron a prender papeles. Cuando me tienen en la
puerta, ya suelto, veo venir un sargento de policía a toda carrera,
y con la misma yo también arranqué a correr. Después me contó
Montañita que el sargento había salido a buscarme para aquietar al
público, pero ni rastros.

43
No había nada que hacer

A la semana del Margot, que por la prensa salieron los comentarios


del zaperoco, vengo caminando por la Alameda, muy tranquilo,
viendo las rosas y los globos, cuando oigo mi nombre: “¡Alfredo,
Alfredo!”. Volteo. “¿No te acuerdas de mí?”, me pregunta un
tipo joven. “No, no me acuerdo”. “Si soy Montes, aquel que en
Nueva York tú enseñaste a bailar joropo, y yo te di clases de jarabe
veracruzano”. “¡Claro!”. “Pues yo soy el que tú aventaste en el
Margot y, no solo eso, me botaron y quedé sin trabajo. Ahora no
tengo trabajo, manito”. “¡Caramba!, me picaste el amor propio
ahí, vestido de Rey, bailando un joropo. ¿Quién es ese Rey? Aquí
el único Rey soy yo, ¿comprendes?”. “Claro que comprendo,
chato, pero me quedé sin trabajo”.
Nos fuimos a tomar un tequila que se convirtió en cinco entre
excusas y excusas.

44
Bailarín venezolano se roba el chou

Me fui a Cuba con un pequeño álbum de mi trabajo artístico.


Estaba Batista en el poder. Me hospedé en un hotel baratico
por el Malecón. Y a buscar al mejor empresario. El hombre se
llamaba Eliodoro García. Es –me dijeron– el que domina todos
los espectáculos internacionales. Tenía la oficina entre Galiano
y San Rafael. Para allá me empujé con mi álbum. Encontré un
escritorio, una señorita detrás del escritorio y la voz de la señorita
que me dijo: “Para hablar con don Eliodoro se necesita una previa
cita. Usted tiene que enviarle un telegrama y solicitar una cita”.
“No –le respondí–, no puede ser, yo vengo de Venezuela y
me urge hablar con Eliodoro”. La mujer se compadeció de mí,
o le caí bien, porque me dijo: “Siéntese ahí, y, en el momento
en que don Eliodoro salga de su oficina, usted se le presenta,
¿comprendido?”. Me quedé sentadito. Y comienzo a ver pasar
gente, tipos encopetados, mujeres bonitas, sin saludar siquiera a la
señorita del escritorio, o bien: “¿Está Eliodoro?”. “Sí, te espera”.
¡Cacham, cham! Y pasaban. Yo decía: “¡Coño!, ¡qué facilidad!
El pobre pendejo aquí no pasa”. En eso llegó un grupo. “¿Qué
desean?”. “Pues bien, señorita, nosotros...”. Ahí aproveché y
me levanté despacito y me fui en puntillita de pie, chim, chim,
cham, abrí la puerta de la oficina de don Eliodoro, y “Buenos
días, don Eliodoro”. El hombre estaba detrás de un gran escritorio
muy pulido con copas y placas y otros objetos de valor. Tenía un
auricular en una mano y unas tijeritas de oro en la otra. Muchos
teléfonos. “¡Muy bien!, ¡cómo no! Estoy de acuerdo... Espérate
un momentito que está sonando el otro teléfono. ¡Diga!”. En eso
me mira, abre los brazos con sorpresa, y me pregunta: “¿Usted,
qué desea?”. “Bueno, yo vine para ofrecerle un baile venezola…”.
“¡No, chico! Eso no es conmigo, anda y háblale a Humberto
Suárez, en el ensayo, y mucho gusto”.

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Entré al ensayo sin pedir permiso: “Un poquito de tu amor
–cantaban las hermanas Lago–, una mirada de tus ojos”. “Un
poquito de suerte es lo que yo necesito –me dije–. ¿Usted es el
señor Humberto?”. “Sí, yo soy, para servirte”. Abro la partitura
y se la pongo sobre el piano. Lee y toca: tan tan ta tan tan tan
tantín, ta ta taca ra cara caran. “Alma llanera –dice–, la conozco”.
Y una de las hermanas Lagos dice: “¡Ay, qué lindo! La podemos
cantar”, dice la otra. “Estoy hecho”, me dije yo. “¡Caramba! La
podemos incluir en el programa –dice Humberto al tiempo que
me pregunta–, ¿y qué es lo que tú quieres, muchacho?”. “Mire,
yo soy bailarín –di unos pasitos–. Hablé con Eliodoro y él me
mandó a hablar con...”. “¡Anjá! –me interrumpe Humberto, y
grita–, Pedro, ven un instante, aquí está un muchacho que envió
Eliodoro”. “¡Mándalo!”, gritó Pedrito. “Está bien –me dijo–, ve al
proscenio y habla con Julián”. “Eliodoro me dijo que le presentara
el baile a Humberto, y Humberto se emocionó con el baile y me
mandó a Pedrito, y Pedrito está de acuerdo con que me incluya
en el programa con las hermanas Lago”. “¡Muy bien! –me dijo–, y
¿cómo te llamas tú?”. “El Rey del Joropo”, le respondí. “Correcto
–dijo–, mañana estrenamos. Ve y ensaya con las hermanas Lago y
está pendiente para cuando te anuncie”. No hubo ensayo. Era una
orden de Eliodoro García. Eliodoro le dijo a Alfredo, Alfredo
le dijo a Humberto, Humberto le dijo a Pedro, Pedro le dijo
a Julián, y yo me fui a mi hotel, planché mi pantalón, lavé mi
pañuelo colorao, enderecé mi sombrero e cogollo, cepillé las
alpargatas, puse sonoras las maracas, y me acosté a esperar el día
siguiente.
Dos horas antes de comenzar el espectáculo estaba en el
Teatro América, pero cuando voy a entrar por la puerta de los
artistas con mi maletín, un tipo me para: “¿Tú dónde vas?”. Le
digo: “Yo soy artista”. “¿Cuál artista?”. “Estoy en el programa”.
“No, hombre. ¡Qué programa ni qué narices!, si te quieres colá,
te equivocaste, anda y paga tu entrada”. No seguí discutiendo con

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el tipo y fui a comprar mi entrada, un dólar cincuenta, y entré
con el público. Conseguí un hueco en el escenario y me metí y
fui a parar donde botan la basura, y al lado del basurero me quité
la ropa y me vestí, ¡listo! para cuando me llamaran. ¡Ahora, como
número especial, número extra, las hermanas Lago cantarán
para ustedes el Alma llanera de Pedro Elías Gutiérrez, joropo
venezolano, y el gran bailarín, el Rey del Guarapo, bailará la
música de Venezuela! Arranqué cuando tan tan tan... “Yo nací
en esta ribera...”, y empiezo a bailar pas pas pan, tacachi chiqui
chis, chiqui chiqui chis, aquellas maracas sonaban de lo lindo,
pero me viene una desgracia, una de las maracas chocó con
la otra y se rompió y por el hueco empezaron a salir todos los
capachos y me quedé con una sola maraca sonando, que era un
sonido discordante porque hacía ¡chii!, ¡chii!, ¡chii!, y me quité
las alpargatas, me quedé pie en el suelo y seguí bailando, cada vez
más fuerte, pero no se oía el chiqui chis; y Humberto se da cuenta
y manda a bajar el tono a la orquesta, y las hermanas y la orquesta
bajaron el tono, y se oyó el charrasqueo de los pies y el público se
puso de pie y oí una de las ovaciones grandes que he recibido en
mi vida. ¡Fue apoteósico! Dos veces más repetí el joropo. Cuando
estaba en el basurero, quitándome la ropa, llegaron Eliodoro,
Pedro, Humberto, Julián. “Yo te lo decía –gritaba Eliodoro– que
el chico era un fenómeno”. Abrazos, palmadas y un contrato por
dos semanas. Al día siguiente apareció en El Diario de la Marina:
“Bailarín venezolano se roba el chou del Teatro América”.

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The King of Joropo

Con la categoría que adquirí en La Habana, tenía carta blanca


para entrar en Nueva York. Me presenté a Benito Collada, dueño
de El Chico. No tenía cupo, pero me dijo que estuviera en plan
de espera. No fue muy larga, porque a los pocos días Damirón y
Chaposeaux, pianista y cantante, no pudieron llegar de Puerto
Rico. Comencé a trabajar en El Chico. El mismo día se presentó,
buscando noticias, una periodista norteamericana que firmaba sus
artículos con las figuritas de unos guantes, un pumpá y un bastón.
Una cosa jai. Vio mi espectáculo y se lanzó con un artículo:
“Alfredo Alvarado, from Venezuela, The King of Joropo”. Me
tradujeron el artículo: “Bailarín formidable, gran habilidad, toca
mejor las maracas con los pies que con las manos”. Abiertas las
puertas de Nueva York. De El Chico salté al Habana Madrid de
Brogüey, contratado por Ángel López, mánager de Kid Gavilán.
Una noche me pasan una tarjeta de un cliente: Isaías Medina
Angarita. Él y su señora querían conocerme. “¡Mucho gusto!”.
“Mucho gusto, General. Mucho gusto, señora”. “Creo que lo
conozco de Venezuela”. “Sí, claro, en el hotel Ávila”. “¡Claro!,
¡claro!”. Y soltó la risa. “Fue muy divertido”. “¿Champán?”.
Tomamos champán. Ambos querían que enseñara a bailar joropo
a sus niños. Acepté. Fui al parque Aveniú a darles clases a los hijos
del General. El General me pagaba bien.
En el Habana Madrid me explotaban, pero la cosa mejoró por
puro azar: en uno de los chou, cuando estaba bailando, un tipo,
medio borracho, comenzó a sacar trocitos de hielo del balde de
champán. Me pegó uno en el sombrero, otro en el cachete, todos
caían en el piso encerado. Se humedeció el piso y yo comencé a
resbalarme y, con la misma, a arrecharme. Cuando sonaron los
últimos compases, paca raca raca pam, me acerqué al tipo y le tiré
un machetazo por encima de la cabeza. El hombre se fue al suelo
con mesa y todo; hasta a la mujer que tenía al lado, una pecosa,

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se la llevó consigo. El público empezó a reír y reír, y salieron
los aplausos y los gritos. Causó tanto furor que Ángel López me
mandó a llamar y me dijo: “¡Tremendo éxito! Desde ahora en
adelante te vamos a poner un tipo que te va a estar molestando
con el hielo mientras tú bailas y, al final, le tiras el machetazo”.
Durante una semana se estuvo repitiendo la historia, hasta que le
corté un brazo.

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La pulmonía me cortó la carrera en Nueva York

La mala racha continuó, porque a la noche siguiente, acalorado,


me fui a la azotea a coger fresco. Había nevado. Me froté nieve
por la cara y por todo el cuerpo para quitarme el calor. Fue
como una puñalada, porque me empezó una fiebre y me tiró
en la cama. Pulmonía, diagnosticaron. La cuestión se agravó,
y me preguntaron a quién conocía en Nueva York. Me acordé
del general Medina. Fue a verme al apartamento. Se preocupó
por mi salud y me envió un médico que tenía mucho éxito en
Nueva York, pues estaba tratando con penicilina. Me pusieron
la penicilina, pero no funcionó del todo, y recomendó que me
mandaran a un país cálido. Durante dos días estuve con una
lámpara de cuarzo en el pecho, mientras el General gestionaba mi
traslado a Venezuela. Me recibieron en el Hospital Vargas y me
curé como a los dos meses, pero se me cortó la carrera en Nueva
York.

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De choreo
Me fui violentando

Para uno poder triunfar en el arte, hay que ser chulo de los
empresarios o de los financistas, o de los chulos de los empresarios.
Uno tiene que ser chulo de una lista interminable de gente. Tú
te conviertes en un portador de drogas para ellos, tú eres un
portador de mujeres para ellos, tú eres un portador de todo lo que
ellos quieran.
Yo no compartía aquella vaina. Cuando tenía que hacerlo,
sentía un gran dolor en los cojones, y no hallaba cómo aliviarlo.
Pues, por ahí me fui violentando. Y me violentaba la peladera,
trabaja aquí, trabaja allá, seis meses pelando, y si trabajas, pelas
porque te pagan cuatro lochas.
Mi mejor trabajo fue “El baile del joropito”, montado en una
tarima de madera, en Hielo y Estrella.
Yo veía que otros buscaban el billete y lo conseguían. Empecé
a violentarme. Bailaba en el Country Club y la gente aplaudía,
llena de perfumes caros y toda mierda. Cuando bailaba en el
Country, me sentía bien, como bailando en un paraíso. Paraíso
era el de ellos. Terminaba la fiesta: tremendo Cadillac, tremendo
Mercedes. Vida. Alguna mujer de pronto: “Profesor Alvarado,
vamos a llevarlo a su casa”. “¡Ah, no, muchas gracias! Yo me voy
en mi auto”. ¡Mentira! Yo no tenía ni bicicleta. Claro, de la fiesta
salía con mi maletica y en la maletica un poco de torta, y una
botellita de güisqui y algún otro choreo. Vainas que me robaba
para venderlas al día siguiente. Total que me fui violentando. ¡Qué
carajo! Voy a apartarme de esta vaina del bailecito y los aplausos,
y a buscar la vida por mi cuenta y riesgo. Claro, comenzaron a
vetarme, comenzaron a sacarme el cuerpo como al que tiene la
lepra o la peste bubónica.

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Napoleón me dio una mano

Cuando uno cae preso, queda fichado para siempre. Ellos tienen
como cien fotografías de uno. Y huellas por todas partes, huellas
dactilares y huellas dactilares y te fichan y te vuelven a fichar y
te retratan así y te retratan asá. Te guardan en los archivos para
siempre, porque esos archivos no desaparecen. Uno les paga a
los empleados para que le borren la ficha, pero qué va, qué ficha
van a borrar, pendejo que es uno y paga. Ellos te dan una ficha,
mientras cien fichas tuyas van a parar a todas partes: Ministerio
de Relaciones Interiores, Identificación, SIFA, Digepol, Disipol,
Jefatura. Cien fichas regadas que uno ni sabe a dónde van a parar.
El tipo a quien tú le pagas te da una ficha. Tres, cuatro, cinco mil
bolívares por esa ficha.
El envío mío a El Dorado se debe por eso, por querer sacar
mi ficha. A mí me ficharon por robar una bicicleta cuando tenía
ocho años de edad. A los ocho años se me fichó. Se me hizo un
número que es novecientos once en mi expediente. Hoy en día
llega, como la cédula de identidad, a seis millones ochocientos
setenticinco mil cuatrocientos veintidós. Para aquella época yo
fui novecientos once. Bueno, yo era un niño. Tenía mi ficha y
eso era un estorbo para mí. Naturalmente, ya venía echando mis
tiritos, como se dice, pero en realidad no tenía antecedentes sino
aquella cosa que me embromaba, aquella cosa de cuando tenía
ocho años, que era un antecedente. Entonces, Napoleón, que era
alto empleado del Servicio de Inteligencia Militar, que tenía una
placa como las de hoy en día las tiene el SIFA, me echó la mano.
Una mañana me dice: “Tú tienes esto”. Era mi ficha, mi
fotografía de niño, el antecedente y la vaina, novecientos once.
“Sí –le digo–, yo tengo eso”. “Bueno, chico –me responde–,
esto ha desaparecido, y ahora a trabajar. Nosotros tenemos algo
chévere para hacer dinero. Tú tienes que decirnos hoy mismo
si vas o no vas. Si vas, te comprometiste y tienes que ir. Ahí

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no hay cosa, no hay, no hay pele. Si dices no, no vas, no se te
dice nada. Pero –se queda pensando–, pero –repite– ya todo
está listo, todo está arreglado”. Y dije: “Voy”. “Muy bien –me
respondió–, vamos a buscar un carro. Se trata de un asalto a un
‘cinco y seis’ ”. Fue el primer asalto que se hizo a un “cinco y seis”.
Lo hicimos en La Florida. Veintiséis mil bolívares. Llegamos al
lugar. Muy movido. Napoleón y el Español se bajaron del auto.
Yo manejaba. Desde el auto los miraba. Napoleón, muy ágil, y el
Español se presentaron con pistola en mano. “Y arriba las manos
todo el mundo”. Agarraron la plata, dijeron “Buenas noches”, se
metieron en el carro y nos fuimos. Yo dije: “Concha, esto es una
mantequilla”. Un poco de billetes, uno para ti, uno para ti, uno
para mí, como repartir barajas, uno, dos, tres, chan, chun, chan,
chan, chan… sobre uno, vamos a dejarlo por aquí. Los de a diez
ahora. Uno para ti, uno para ti, uno para ti, uno para mí, uno para
ti. Vengan los de cien.

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Napoleón

Napoleón tiene una historia grande. A los doce años mató a


su padrastro porque estaba maltratando a su mamá. La señora
lo mandó a estudiar en el exterior. Estudió en el FBI y llegó
aquí de oficial. Entonces aquí, con todos los títulos que traía,
dactiloscopista, de balística, campeón de tiro en pistola, se metió
en cuestiones de perseguir ladrones robagallinas y cosas de esas.
Claro, el hombre se desilusionó. Por allá le dio un alerta a un
ladrón en La Pastora, a quien lo llamaban Gallinero, y Gallinero
no se paró, y Napoleón le metió un tiro en la cabeza. Entonces lo
pusieron a saltar. Que si para la brigada aquella, que si para la otra,
que si para la de robo, que si para la de estupefacientes.
Estando en un sitio que lo llamaban El Molino Rojo, el Molin
Rush, yo no sé qué cosa, al lado de la plaza Bolívar, donde estaba
Billo’s Jai, la primera Billo’s, Billo’s Jai, Billo’s Happy Boys, con
Rafael Mercado de pianista, el que murió en México, muerto por
contrabando de cocaína; sí, lo mató la Rata, allí en ese Molino
Rojo que también llamaban el Rouge Garden, estando allí,
Napoleón sintió un olorcito y se puso a buscar el olorcito y vio a
dos militares, uno de ellos era Mayor, y el otro Capitán. Viendo
que se iban para el excusado, se les pegó atrás y los sorprendió
fumando marihuana en el excusado, in fraganti, y los puso presos.
“No se muevan”, les dijo. Y les metió la mano en los bolsillos y
les sacó un puño de tabaquitos, se los pasó para acá, les quitó las
pistolas, los metió encañonados en el ascensor, los llevó a un carro
de alquiler directo para la Seguridad que quedaba en El Paraíso.
Y allá los metió: “Camina pallá, camina, carajo”; y llegó a la sala
de novedades y dijo: “Aquí tienen a estos señores de marihuana,
aquí están sus charreteras y aquí sus chicharras, aquí las pistolas
de los señores. Los encontré fumando marihuana”. El agente de
guardia se quedó mirando a Napoleón sorprendido como una
lechuza. Entonces dice el Capitán: “Este señor no tiene autoridad

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para detenernos. Nosotros tenemos nuestro Comando y el Estado
Mayor, nosotros somos militares. ¿Qué cuestión es esta?, ¡deme
acá mi pistola!”. Y el otro dice: “¡Deme acá la mía!”. Y todo el
mundo agarró su vaina y a Napoleón lo metieron preso. Estando
en el calabozo, comenzó a distorsionarse el cerebro de Napoleón.
A pensar que todo era una porquería, y se olvidó de militares y
pendejadas, y desde entonces se metió a echar vainas.

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El español

Napoleón entró en conocimientos con un español empleado en el


hotel Ávila, que era mesonero. El tipo había estado en mil y una
vainas, y se las sabía todas. Era un bandido y empezaron los dos a
meterle al atraco.
Pero necesitaban a un tercer hombre. Ese era yo.
¿Qué sucede? Que un día, estando en una cuestión que
llamaban el Olympia, bailando y tal y qué se yo, se me acerca
Napoleón y me dice: “Alvarado, quiero hablar contigo”. Y me
presentó al español. “Te presento aquí al español”, me dijo.
Empezamos a tomar todos juntos. Napoleón, a mitad de la vaina,
se paró para irse con una mujer. Yo me quedé con el español,
bebiendo y bailando. A las cuatro de la mañana nos habíamos
quedado limpios de perinola, sin un centavo, sin cigarros que
fumar y sin nada. A la salida me dice el español: “¡Hombre,
qué broma! Estamos completamente desgraciados, no tenemos
ni cigarrillos”. “Bueno –le digo yo–, vamos hasta la esquina”.
Nos fuimos a la esquina de Miracielos. Allí había una churrería
y un restaurancito frutería. Era frutería, churrería, “restauran”,
botiquín. Funcionaba de día. Nos llegamos al negocio, cojo
mis llaves, abro las puertas, entramos. Le digo al español: “¿Qué
quieres que te prepare?”. “¡Hombre, si tienes un Toddy!”, me
responde. Yo le preparé un Toddy, un “sanduich” de queso
amarillo con jamón. “Hombre, ponle bastante”, me dice. “Sí,
hombre, cómo no”, y le preparo un sanduichote y me preparo
el mío y nos sentamos en una mesita. “¡Hombre! –me dice el
español–.… ¡Y tú trabajas aquí!”. Y le digo: “¡No!, yo no trabajo
aquí”. “¿Esto es del tío tuyo o...?”. “De ningún tío, le digo,
simplemente que yo he hecho una llave para esa puerta y de vez
en cuando entro a chorear”. Me dice: “¡Coño! –y se le atragantó
el sanduich–, entonces estamos choreando. Vámonos, ¡coño!”.

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Un gran asalto

Un día nos dice Napoleón: “Bueno, chico, necesitamos otro


hombre porque vamos a asaltar el Hipódromo Nacional. Vamos
a dejarnos de vainas ya. ¿Hasta cuándo vamos a seguir en esta
vainita? Vamos a llevarnos todo completo”. Como él estaba
empleado en el Servicio de Inteligencia Militar y era, al mismo
tiempo, adjunto a Seguridad Nacional, él se las sabía todas. Él
sabía cuándo había comisiones, cuándo se trasladaba el dinero
del hipódromo, que si era toda la recaudación, que pasarían
por la pista de noche, que si con tres empleados del hipódromo
y un policía. Planificamos el atraco: nosotros pasamos por ese
sector con una motocicleta a partir de las diez, brrr, brrr, con el
escape libre. Después volvemos a pasar como a las doce, después
volvemos a pasar como a la una y media, de manera que la gente
se acostumbre a ese pa, pa, pa, pa, pa, por si hay plomo. Esa es la
primera parte. La segunda parte es esperarlos nosotros en la pista.
En lo que pasen les salimos, pan, dinero, venga y tal. Una vez que
tengamos el dinero viene la parte más difícil, trasladarlo. Hay que
trasladarlo a Puerto Cabello. Para los efectos, ya tengo un médico
comprometido que va a firmar un documento por un muerto
que no existe, un certificado de defunción. Ese certificado de
defunción se lleva a la Gobernación, se corre, se pagan todos
los trámites de traslado del cadáver, etcétera; y otro tipo, que
también ya está comprometido, hay que pagarle (porque estamos
sacando cuentas; al médico había que darle diez mil bolívares; a
la Equitativa, que iba a alquilar unos carros y una vaina, había
que darle siete mil bolívares, carro de muerto y todo. Al otro
comprometido, diez mil). Todos los reales van dentro de la urna,
con el certificado de defunción para pasar la urna por las alcabalas,
algunas mujeres llorando “Ay, mi muerto”, y la cuestión y qué
sé yo, y nosotros en el carro mortuorio con las ametralladoras
debajo de los asientos para Puerto Cabello. En el Puerto se sacaba

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la cuestión, se metían unas piedras, venía el cura, bendecía la
urna y ese cadáver se enterraba. Después, pagarle unos veinte mil
bolívares a un margariteño para que nos trasladara a Curazao.
A buscar el cuarto hombre, porque Alfredo no puede
manejar más. Alfredo pasa a ser integrante del atraque. A revisar
los archivos de la Policía para buscar el hombre que convenía.
Napoleón encontró dos canarios. Uno estaba empleado de
mesonero en un restaurante situado al frente del Coney Island.
Un español, canario, que llamaban Martín, de bigotes negros.
Mesonero en el restaurante, pero con su fichita. Napoleón dijo:
“Este puede servir”. Habló con él y habló con el otro, que llamaban
Pedro Grande, otro canario que trabajaba en un restaurante del
Este. Una noche los trajo a la reunión. Teníamos un apartamento
alquilado en la esquina de Miracielos. Arriba había un cabaré que
llamaban El Alcázar, y en el edificio alquilaban apartamentos a
chulos, putas, maricos, cabrones, eso era un zaperoco.
Entramos en reunión, alrededor de una mesita. Todo a media
oscuridad. Parecía una sesión de espiritismo aquella vaina. En
la cocina estaban los instrumentos: cizallas, vainas, torniquetas,
bichos para abrir, alicates, tornillos, escopetas recortadas, pistolas
e instrumentos de trabajo. “He traído a los españoles –dice
Napoleón– porque estos son los tipos que pueden acompañarnos”.
Interrumpe Pedro Grande: “Hombre, con esto no se me escapa
nadie”, y pela por un cuchillo como de treinta metros, una
vaina muy grande. “A cuchillazos, hombre, porque así no chilla
nadie ni se hace ruido”. Y el otro español sacó una cachiporra.
Hablamos y hablamos. Quedamos en que el sábado siguiente
íbamos a probarlo para observar cómo estaban en la ejecución. El
trabajo: un asalto a otro sellado de cinco y seis. Llegó el sábado.
Llegó la hora del atraco, pero no llegaba Napoleón. Asumí las
responsabilidades. “Bueno, vamos. Toma tú, tu pistola, y tú, tu
pistola, y vamos a buscar un carro”. Fuimos a buscar un carro y
nos encontramos con una camioneta Willys y nos fuimos al lugar

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del hecho. Cuando estábamos en el lugar esperando el momento
oportuno, disfrazados, con cejas pobladas y bigotes, metidos en la
camioneta, se apareció Napoleón con Jorge, un tipo que también
le metía a la pachanga.
“Bien, qué es esto”, pregunta Napoleón. “Lo que ves –
respondo– y, además, ¿por qué llegan tan tarde?”. “No, qué tal
y qué sé yo, pero no importa, hagan la vaina que nosotros nos
quedamos en la esquina de arriba”. “Bueno –digo yo–, uno
por el lado derecho, otro por el izquierdo, yo en el centro,
directamente, a buscar el dinero”. “¡No se mueva nadie!”. Ese fue
el momento culminante. El sellador levantó las manos al máximo
y el que estaba vendiendo los cuadros y el de la contabilidad.
“¡Manos arriba!”. Cuando entro a recoger el dinero, también
entra un muchacho corriendo. “¡Mire, hágame el favor, vale,
séllame este cuadro que se me...!”. Y vio lo que estaba pasando
y automáticamente levantó las manos como diciendo: “Bueno,
esto es un atraco”. En esa los españoles arrancaron a correr y me
quedo yo embarcado, con el revólver apuntando a todos lados. El
sellador agarró la mesa por los extremos, me la tiró encima, y botó
todos los fuertes y los billetes por el suelo, y se me vino encima...
“¡Socorro!”, gritó el otro. “¡Ladrones!”, gritó aquel. Eso fue un
desastre. Salí corriendo, echando tiros al aire, pa, pa, pa, llegué a
la camioneta y en ese momento una vieja se asoma a un balcón,
me ve con el revólver y se desmaya. Quedó guindando del balcón.
“Salta y corre, ¡carajo!”. Por el camino encuentro a uno de los
españoles, que había botado la pistola en un jardín. “¡Móntate!”.
Y se montó. Al otro lo agarró Napoleón en una esquina. Cuando
iba a toda carrera, lo paró en seco, lo montó en un carro y se lo
llevó. Fuimos a parar al apartamento de Miracielos. “¡Bueno, y
qué fue lo que pasó! –grita Napoleón–. Yo oí los tiros”. Le digo:
“Sencillamente esto y esto y esto y esto y me embarcaron, porque
cuando llegamos, ¡manos arriba! Y tal, llegó un muchacho y estos
señores han salido corriendo”. Napoleón se me queda viendo,

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voltea furioso hacia uno de los españoles: “¡Cómo es posible!”,
paff, y le dio un cachetada. “¡Ay, no me pegue!”. “Pero si tú eres
un sinvergüenza”. “¡No, señor, vaya hombre, lo más terrible
es que ha matado a uno, fíjese usté los tiros, oh, qué horror!
Nosotros nos vamos y nos vamos”, dice el español, todo cagado.
Y se fueron. Esa noche se fueron a La Guaira y se metieron en un
barco que no sabían qué destino llevaba y los llevó de polizontes.

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El Loco Alegre me entrampó

Después de aquel fracaso Napoleón comenzó a pensar con más


cuidado. El trabajo exigía hombres bien puestos. Como a la
semana se me aparece y me dice: “Alfredo, necesitamos un buen
tipo o se nos cae todo. Hay que buscarlo”. Y volvió a los archivos
y buscó y siguió buscando hasta que tropezó con un chico que
llamaban el Loco. Tenía buenas entradas y le gustaba la cosa.
El tal Loco había sido un poco violento, ya había participado
en atracos, estaba fichado por atracador. Napoleón lo consiguió
y se nos aparece una noche de reunión en Miracielos. “Señores –
nos dice– este es el hombre que nos va a acompañar. Con ustedes,
el Loco Alegre”. “Mucho gusto, Loco, mucho gusto”. El tal Loco
era una oveja descarriada, con familia burguesa. Napoleón me
dice entonces: “Alfredo, pruébalo tú”.
“Vamos a dar un paseíto, Loco”, le digo. “Pues vamos”, me dice
el Loco. Echamos a caminar, conversandito. De pronto, pasamos
por una mueblería. Saqué el revólver y se lo puse en la mano.
“¡Vamos, Loco, asalta esa mueblería!”. “Pero, ¿cómo es eso?”. “Así,
como estás oyendo. ¿Tú no dices que tú eres?”. “No, que yo no”.
“Bueno, entonces volvemos al apartamento y cuenta la vaina”.
Me responde el Loco: “Dame acá el revólver”. Entra. “¡Manos
arriba!”, abre la caja y recoge todo el dinero que allí había: dieciséis
cincuenta. Pero probó que sí podía meterle a la cosa. Cuando pasé la
novedad, dije: “El hombre cumplió, aquí están dieciséis cincuenta
que se trajo de una mueblería”. Aplausos. El Loco funcionaba.
A ejecutar lo planificado para la acción del hipódromo,
que nos lo íbamos a llevar. Sí, dos millones y pico de bolívares.
“Todo bien. Todo bien”, nos dice Napoleón una tarde. Pagado el
médico, certificado listo, pagada la funeraria, arreglado el traslado
del cadáver, pagados los veinte mil bolívares del margariteño. Yo
no sé de dónde sacaría la plata, pero todo estaba pagado. “Golpe y
acción”, dijo. Motocicleta lista.

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Pero resultó que el Loco Alegre tenía una mujer, llamada la
Negra. Muy conocida, la Negra Lucy. Estaba en estado, iba a tener
un loquito; y el Loco, encantado, muy bien, y él, en confianza
con su Negra, le dice: “Negra, pronto se van a acabar nuestras
vicisitudes, vamos a ser ricos, y fíjate tú, mi amor”. Y dijo esto y
lo otro y aquello y lo de más allá. “¿Y eso no va a ser peligroso, mi
Loco?”, le pregunta la Negra. “No, mujer, qué va a ser peligroso,
figúrate tú que esto y esto y así. Además, los tipos con quienes voy
a hacer el trabajito, el Rey del Joropo, fulano de tal, fulano de tal,
todos somos firmes, todos somos chéveres”. Pero la Negra tenía
un hermano que trabajaba de oficial en la Seguridad Nacional.
Y sale la Negra a contarle lo que está pasando. El hermano no se
siente capaz para echarle bolas a la cosa, pero se la cuenta a su jefe.
Entonces se preparan tremendo peine, tremenda redada. Yo estaba
jugando dominó en los altos del Olympia, que se jugaba dominó
y había billares, cuando entraron pistola en mano. “¡Quieto!”. Me
registraron, pum, preso. El español estaba acostado con una negrita,
porque le gustaban las negritas más que el carrizo, y lo hicieron
preso en la cama con todo y negrita. Y a Napoleón lo hicieron
preso cuando entraba a firmar el libro en la Seguridad Nacional.
Estando muy parados y esposados en la Seguridad Nacional, entró
el Loco Alegre. Sí, estos son. Este es Alvarado, este es Napoleón y
este es el español. Se armó el alboroto. Entró la prensa, y comenzó
la mamadera de gallo por los periódicos. En El Morrocoy Azul me
sacaron retratado con las maracas en los pies, amarrado con cadenas
hasta arriba y un candado. Al lado, un tipo gordito, que parecía un
investigador, con un libro que decía: “Pero, Alvarado, ¿cómo es
posible que hayas formado una banda?”. Y abajo yo decía: “Ay, fue
que no pude conseguir una orquesta”. Mamaderas de gallo por aquí,
destrozos por allá. La prensa gozando una bola. Como Napoleón
era de la Seguridad, su retrato salió chiquitico, con una leyenda:
“Exagente de la Seguridad Nacional complicado en el caso. El Rey
del Joropo, jefe de la banda”. El gran culpable era yo, el Rey con
maracas y todo.
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El Loco Irureta

El Loco Irureta era un loco que hablaba francés, inglés, pero


era loco. Loco porque se cortaba con hojillas. Irureta estaba
cortado por todas partes. La manía de Irureta en la calle era la
de hacerse pasar por personajes importantes. Un día se presentó
en Maracaibo, que lo mandaba el ministro de la Defensa
a inspeccionar a las Fuerzas Armadas. Y en el cuartel se le
cuadraron. Todo el mundo firme. Vestido de capitán, cómo no, y
le rindieron honores militares. Mandó a cambiar la comida de los
soldados porque estaba mala. Pidió que le expusieran sus quejas.
Los atendió con mucho esmero. Después se fue para el Hotel del
Lago, hasta que llegó un telegrama de Caracas de que no habían
mandado un carajo a nadie. A él lo mandaron para El Dorado.
Después lo soltaron. Y entonces se fue para Valencia como adjunto
del ministro de Sanidad. Inspeccionó una cantidad de boticas,
una cantidad de vainas, hizo un robo, lo volvieron a mandar para
El Dorado. En este momento, es doctor de la Sanidad en la zona
del canal. Tiene un escritorio, una oficina, una cosa.

64
¡A quemar esta mierda!

Conmigo trabajaba un negrito. Una vez le preguntó: “Negrito,


y cuál es tu profesión”. Me responde: “Ladrón”. “Pero –le digo–,
eso no es una profesión”. “¿Cómo no? –me dice–, si ese es mi
trabajo, esa vaina la trabajo yo. ¿Cómo no va a ser una profesión?
Soy ladrón, ¿qué quiere usté que sea?”.
El negrito está pagando ahora causa por el secuestro de las
hijas de Renny. Él es de la quebrada de Caraballo. Su mamá, que
no lo crio su mamá, es su abuelita. Una viejita con ochenta y dos
años. Una pasita. Él es su adoración. Pues en la quebrada comenzó
a robar cuando salía con la caja de limpiar botas. Con esa caja se
hizo ladrón, robando tapas de carros. A los diecisiete años era un
gánster.
Un día me dicen: “¡Coño!, Alvarado, tú no conoces a Víctor.
Ese es un negrito a quien le roncan los aguacates, a ese no se le
enfría el ojo ni nada”. “Pues no lo conozco”, digo. Al día siguiente
era amigo del negrito. Un negrito simpatiquísimo, de bellísimos
sentimientos, con aquella viejita que no hallaba dónde ponerla...
su adoración. Sin embargo, en los momentos de la acción se
ensañaba. Cuando llegábamos a casa de un millonario, me decía:
“¡A quemar esta mierda! Que ese carajo tiene mucho real”.

65
¡Ese hombre está loco!

Un día se nos presenta el Loco Ítalo: “Vengo con un dato fantástico.


Algo maravilloso. Algo que es una mantequilla. Solo hay que
ir, recoger y venirse”. Debajo del brazo derecho tenía un bulto
envuelto en papel periódico... El brazo muy quieto. Cuando
hablaba, agitaba el otro. “¿De qué se trata, Loco?”. “No les puedo
decir. Además, el trabajo lo voy a hacer yo solo, nadie más va a
intervenir. Yo voy, entro, ejecuto mi cosa y salgo. Si quieren
venir, me esperan en el carro. Nada más. No hay violencia.
Todo exquisito”. “Muy bien”. Los muchachos me preguntan:
“¿Alfredo, qué te parece?”. “No sé –les digo–, tengo mis dudas”.
“No, hombre –me contestaron–, vamos a acompañar al Loco”. “¿A
dónde es, Ítalo?” “Avenida principal de Sabana Grande”. Salimos.
Todo mundo muy festivo en el carro. Llegamos a Sabana Grande.
Grita Ítalo: “¡Negro!, métete aquí, en ese huequito”. Así lo hizo
el Negro. “Me esperan un momentico –dice Ítalo–; cuando yo
venga, arrancamos”. Se baja del carro, cruza la acera, se para frente a
la vitrina de una joyería y ¡vaya sorpresa!, desenvuelve el periódico
y pela por tremendo ladrillo, ¡pam, pam! Se lo pega a la vidriera
y revienta aquella vaina, y aquel zaperoco y el timbre de alarma
¡riiiiiiiin! Mientras tanto, el Loco agarrando relojes y pulseras y
joyas, como loco, y metiéndolas en los bolsillos. “¡Ese hombre está
loco!”, grita el Negro, y le pasa el suiche al carro. Cuando ya íbamos
a salir, el Loco se vino en carrera y, ¡prim!, se metió de cabeza por
una ventana. Le quedaron las dos patas colgando. Venía lleno e
sangre, las manos cortadas por los vidrios. “¡Piérdete, Negro!”, le
grité. “¡Yo les dije! ¡Yo les dije! Que era una mantequilla”. “¡Coño,
vale, tú estás loco!”. “¿Looooco, yo?, ¿y esto?”. Empezó a sacar
relojes y pulseras de los bolsillos. “Guárdate esa vaina, nojoda”.

66
El cura y el colombiano

¡Maravilloso! El colombiano fue a que’se un cura en el Valle, y


le entró de la siguiente manera: tocó la Sacristía, el cura salió y
él le dijo: “¡Padre!, por favor, necesito hablar con usté, pero en
secreto, en confesión”. “Pasa por aquí, mijo”. “¡Que esto no
salga de usted, padre!”. “¡Cómo no! Rece Dios te Salve María,
llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres. Dominus
Vobiscum, amén. Rece un padre nuestro que estás...¡tas, tas, ta!…
Muy bien, ¡dime!”. “Padre, yo soy ladrón y he robao. En realidad,
lo que quiero es irme, ¡irme!, ¡irme! Yo vivo en Cali, allá tengo
toda mi familia y mis muchachitos. Quiero irme, irme sin pecao,
¡arrepentío! –se le salían las lágrimas–. ¡Sí!, padre, ¡sniff! –sacó un
pañuelo con un poco e prendas–. Mire estas cadenas de oro. Me
las llevé de una joyería, y estas medallas, pero yo lo que quiero es
llegar a Colombia, limpio de pecado. No necesito el valor de esto,
sino unos centavitos nada más, ¡sniff!. Cualquier cosa pa llegá”.
Entonces el cura le dijo: “Bueno, mijito, vamos a darte algo”.
Fue y buscó mil doscientos bolívares. “Esto es lo único que tengo.
Dame las prendas que yo las voy a devolver”. “Gracias, padre,
deme el perdón y la bendición de Dios”. Todo ese mierdero era de
cobre. “Dios se lo pague, padre, y se fue”.

67
Un atraco ciego

“Tenemos un atraco. ¡Qué atraco! Algo fantástico, todo está


combinado, todo está listo. Solo ir y nada más”. “No, Loco, no
voy a un solo atraco ciego contigo”. Ya de por sí los trabajos ciegos
son peligrosísimos, con el Loco Ítalo tienen olor a cárcel... “Lo
sentimos mucho, Loco, pero no podemos ir”.
El Loco hizo el trabajo y de la siguiente manera: atracó un
policía y le quitó la ropa, el rolo y el revólver. Lo dejó desnudo. El
trabajo clave lo hacían dos personas: uno, vestido de policía; otro,
vestido de civil, muy elegante. El elegante entraba con dos más:
manos arriba todo el mundo, recogían la plata y se iban. Antes,
el policía hacía amistad con el policía de guardia, lo mandaba a
comprar cigarrillos o lo desarmaba cuando se hiciera el atraco y
apoyaba la acción.
La cosa salió mal. Entró el elegante con sus dos amigos. “¡Todo
el mundo manos arriba!”. Al rato entró el atracador vestido de
policía con una metralleta. La gente creyó que era un policía de
verdad y comenzaron a salir revólveres y sonó un disparo y otro y
otro. A correr todo mundo. Al elegante le destrozaron un dedo.

68
El cuento del diploma para ejercer la brujería

Había una vieja muy célebre, aquí, en el cerro. Iba un gentío


a consultarle la cuestión de la brujería. Era una sicóloga de
nacimiento, una mujer de una gran experiencia en sicología.
Cuando venía el cliente, le veía la pinta, desde la trenza de los
zapatos parriba, le veía el bolígrafo y la camisa y el pelo y tal y qué
sé yo. Detectaba más o menos a qué clase social podía pertenecer,
y cuáles eran sus gustos. Una vieja de mucha experiencia. Iba la
gente que daba tristeza: Volkswagen, Cadillac y ¡gente!, y ¡gente!
a consultarse allá arriba. Yo me encontré con un gran carrizo
que se llamaba Espinoza, un sinvergüenza estafador, y me dijo:
“Vamos a echarle una vaina a esa vieja, vamos pallá a hacerla presa
y le exprimimos unos riales”. “¡Okey!”. Nos fuimos bien vestidos
y llegamos: “Buenas tardes”. “Buenas tardes. Pasen adelante,
siéntense, ya la señora los va a recibir”. Cuando salió: “¡Pasen
adelante! Entramos: uno primero y el otro después. “Digan”.
“Señora, es la policía –saqué una placa–. Venimos por aquí en
son de ‘iperticia’. Señora, usté está actuando fuera de ley”. “¡No,
mijo! Yo no hago nada de particular, yo lo que tengo aquí es un
consultorio. No le hago mal a nadie. Además por aquí ya han
venido agentes de la policía que también se han consultado. Y
consulto al coronel tal y al general cual y voy a su casa”.
Y era verdad. La vieja tenía una clientela exquisita de jai lai,
porque también la burguesía tiene sus problemas. De repente, el
señor burgués está cogiendo una mujer por ahí y la burguesa está
angustiada y se va a ver una bruja pa ver cómo le quita la mujer
porque como no se la puede quitar de otra manera. “Señora, no es
el caso. Nosotros vinimos aquí específicamente a decirle a usté que
usté está mal, porque está ejerciendo la brujería sin los diplomas
correspondientes”. “¿Cómo es eso?”. “Usté para ejercer la brujería
necesita un diploma universitario. ¿Dónde está aquí el diploma?
Usté no tiene aquí algo que diga que está graduada en alguna

69
parte, y nosotros hemos venido justamente porque le pueden pegar
una multa. El día que descubran que usté está ejerciendo la brujería
sin autorización, usté va a quedar, ¡figúrese! Es un problema,
así conozca al general tal y al general cual”. “¡Ay!, ¿cómo hago,
mijito?”. Le digo: “Esto le va a costar dos mil bolívares, pero le
vamos a solucionar el problema sin necesidad de moverse de su
hogar, sin abandonar su consultorio, sin que su clientela se vaya y
sin escándalo. Nosotros le arreglamos eso”. “Mijo, yo les puedo
dar mil bolívares ahora y mil cuando me entreguen el diploma”.
Mandamos a hacer el diploma: La Universidad de Venezuela
certifica que la señora Patricia Pérez de Rodríguez está autorizada
para ejercer la brujería. Los males de amores, los problemas
económicos, la mala suerte y tal y qué sé yo. Firmado el Rector,
¡chas!, ¡cham! Un sello. Nos costó cincuenta bolívares. Lo hicieron
en una tipografía. ¡Bellísimo! Lo montamos en un cuadro. Se
lo llevamos a la señora. “Aquí está el diploma”. “¡Ay, mijo!, ¡qué
lindo! Lo único malo es que llegaron en un mal momento. Hoy es
jueves. Vengan el sábado a buscar los otros mil bolívares”. “¡Cómo
no!”. Nos fuimos. “¡Coño!, tamos de pinga, pues la vieja cayó”.
Pero me quedo espantao cuando veo las noticias al siguiente día.
Con diploma universitario, la bruja yo no sé qué vaina certifica
que… Yo dije: “Esta es una paja. ¡Mira! La vieja ha sacado un
anuncio en las noticias. Va a caer la policía”. “No, hombre, qué
va a caer. A eso no le paran ni bola”. Le dije yo: “¡Mira, marico!
Esto nos va a traer un inconveniente. Aquí dice que cura el mal de
lombrices y graduada en la Universidad. Esta vaina va a traer peo”.
“No, hombre, no le pares”. Le dije: “Bueno, tú sabes cómo es, yo
no voy el sábado a un carajo. Yo me quedo con mis quinientos
bolívares que me correspondieron, y abandono”.
El sábado, muy de mañana, Espinoza fue a buscar sus otros
mil. Lo estaba esperando la policía.

70
Me lo mandó Dios

Me sorprendieron robando un reló y una cadena. Estás detenido.


Directo para la Policía Judicial. Nombre, cédula, profesión. A
una celda colectiva en un sótano. Inmediatamente que llegué
me di cuenta de que a la gente la sacaban a oriná en grupos.
“¡Vamos, vamos! To el mundo a oriná y a cagá, nada de esa vaina
después”. Me quedé escondío debajo de un colchón. Se fueron.
Me levanté. Arreglé rápidamente mi ropa. Saqué un lápiz y un
papelito. Salí del calabozo, caminé por el pasillo y le llegué a un
oficial por detrás y lo toqué: “¿Mira, cuántos están orinando?”.
“Veinte”, me contestó. Anoté: veinte. “Quince están en los
interrogatorios”. “¡Anjá!, muy bien. Quince en el interrogatorio”.
Seguí caminando, subí las escaleras, llegué al final y me voltié:
“¡Cuando los metas, vuelves a contá!”, le grité. Sigo. Un guardia
con fusil: “¡Qué hubo!”. “¡Qué hubo!”. Pasé a su lado. Cuando
había recorrido unos cinco metros, me grita: “¡Oye!”. Dije yo:
“¡Ay, mamá, listo!”. “Pásame un cigarro”. Me volvió el alma al
cuerpo. “Toma, quédate con la caja”. “Gracias, vale”. Seguí
caminando, bajé unas escaleritas, saqué un pañuelo porque el
sudor me corría por la cara. Cuando voy a tomar la acera, me dice
un tipo que está en la puerta: “¡Mira, oye!, ¿tú vas de comisión?”.
“Sí”, le dije. “Toma estos cuarenta bolívares –me dice– y tráeme
estas medicinas –me extiende una receta–, que son para mi
mujer”. “A la vuelta”, le digo. Salí a todo dar. ¡Este me lo mandó
Dios!

71
De El Dorado
Nos llegaban las 4 a.m.

Nos llegaban las cuatro de la mañana. Un pito. ¡Fuiiiii! Ese pito


significaba que hay que, con la velocidad del rayo, enrollar la
hamaca, amarrarla inmediatamente del palo, irse a lavar con una
rapidez tremenda, limpiarse los dientes si tienes tiempo, pues ya
suena el otro pito para hacer la cola porque ya el “fororo”, maíz
con agua, maíz, agua y azúcar, están esperando para el desayuno,
con una otra cosa que llaman “bollitos”, un bollo de maíz
amarillo, bollo que lo usábamos muchas veces para jugar pelota,
jugábamos con el bollo y le pegábamos y no se desbarataba, le
pegábamos y salía rodando como una pelota de goma. Durísimo
el bollo. Bollo de maíz amarillo. Nos llegaban las cuatro y treinta
y ¡fuiz!, la cola. En esa cola, todas las mañanas, el Zurdo le dio
libre albedrío al asunto homosexual. Se ponía el pantalón con la
bragueta para atrás, de manera que lo poseyera todo el que viniera
en la cola del desayuno. La gente se peleaba el puesto para meterse
en el desbarajuste. La guardia lo sabía. Escuchaban el peo y veían
la vaina, y se hacían los locos. A la carrera las platinas, las bandejas
para recibir el bollo y el fororo. A la carrera cogían al Zurdo, y
a la carrera se sentaban en las banquetas del comedor porque el
guardia, que no se sabía cómo había amanecido, te atestaba un
palo por la espalda.

74
¡A comer, carajo!

Un día, en el comedor, estaba comiendo mi desayuno y un


gracioso cogió un bollo y se lo pegó a un guardia por el sombrero,
un casco de aluminio. Da la cosa que le pega el bollo por el casco
y yo volteo cuando volteaba el guardia. “Mira –me dijo–, tú, ven
acá. ¿Por qué carajo me pegaste la vaina esa por el sombrero?”.
“Mi guardia –le digo yo–, yo no, yo no le he pegado a nadie”.
“Tú fuiste –me dice–, porque tú fuiste el único que volteaste”.
Naturalmente que nadie volteó, todo el mundo quedó comiendo,
calladito, que ni sonaba una mosca, y yo cometí la pendejada de
voltear. “Caramba, guardia –le digo–, yo no”. “Tú sí –me dice–.
¡Quítate la camisa, no joda!”. Me quito la camisa y él agarra una
verga de toro empetrolada que tenía en la cintura y se la enrolla,
y cuando doblo el lomo, oigo una voz: “¡Un momento!, guardia,
yo fui el que tiró el bollo”. Recordaré siempre ese instante, al tipo
lo recordaré siempre, lo llamaban Diablo sin Cacho, no lo podré,
cará, olvidar nunca. Un negro sanjuanero, medio boxeador,
Diablo sin Cacho. Y entonces: “¡Ah! Tú fuiste”. “Sí, y me voy
a quitar la camisa de una vez”. Y se quitó la camisa y dobló el
lomo. El guardia se le queda mirando. Nos mira a todos, lo vuelve
a mirar y le dice: “Anda, vete pa tu vaina, váyanse los dos. ¡A
comer, carajo!”.

75
¡Ronda, voy al baño!

Algunas noches me quedaba con el grupito de los interesantes:


Carlos María, el estudiante, Alejandro, un español, Vicente, Félix,
El Cumanés, y en fin, muchas personas. Se empezaba a hablar
de política, de toda vaina, cada quien a su modo y a su criterio,
hasta que sonaba el pito, ¡piiii! Era una cosa de admirar aquel
murmullo, bu, buu, bur, uuuuuu, la gente hablando, y sale ¡fuiz!
El pito y aquello era un silencio que se oía una mosca… Y una
voz: “¡Todo el mundo adentro!”. Y otra vez por allá: “¡Fulano de
tal, que se presente a la Alcaldía!”. Entonces decía la gente: “¡Ay,
vaina, se enredó!, ¿qué vaina será?, ¿quién sabe qué será?”. Sonaba
ese pito a dormir todo el mundo con una velocidad tremenda
para colgar la hamaca. ¡Ran, ran, pim, pum, pram, pum, pan! Y a
meterse ahí. Un silencio. Hasta que alguien decía: “¡Ronda, voy
al baño!”. “¡Vaya!”. Pero si te parabas sin decir ¡ronda!, te echaban
un rondín de palos. Y otra vez el día siguiente a las cuatro de la
mañana, otra vez la misma cosa, el mismo plan, el mismo trabajo,
los mismos palos.

76
¡Caray! Una comisión

¡Caray! Una comisión del ministro de Justicia en el penal, y tal


y qué sé yo. No es porque en realidad va a cambiar el sistema
interno, porque no va a cambiar nada, sino que van a botar a
muchos y como nadie quiere que lo boten por la teta y la vaina
y el sueldo, entonces todo el mundo empieza un tal y qué sé yo,
porque hay un alboroto en el penal, un corri corri, los maestros
por su lado, los del grupo técnico de manualidades por otro.
Ese día llaman a todo el mundo: “Va a venir una comisión,
ya ustedes saben cómo hay que recibirlos y tal, mucho cuidado
con las malas interpretaciones y mala vaina”. ¡Pan! Llegaba la
comisión. El Himno Nacional, aplausos, presentaciones por aquí,
presentaciones por allá y tal y qué sé yo, y uno del Ministerio: “He
sido enviado por el ministro de Justicia para traerles su palabra
cordial”, y se botaba por ahí, cuarenta palabras y tal, y de repente
alguno: “Mire aquí la comida es muy mala, nos están matando
aquí, puro hueso, por la mañana unos bollitos que al que se lo
peguen le rompen la cara. Eso es terrible y tal”. “Ah, muy bien,
tomaré nota”. Ese firmaba su sentencia, porque después que se iba
la comisión lo llamaban, ¡anjá! Y lo llevaban para el kilómetro
uno y, si regresaba, regresaba directo para la enfermería, con la
lengua guindando.

77
El pergamino de Mijarito

Mijarito era el maestro de escuela. Me dio el tercer grado. Buen


tercer grado. Vendió los pupitres de la escuela en el pueblo y de
vaina no lo mataron a vergajazos.
Mijarito se llamaba. Ahora está pagando condena en México.
Mijarito era de una familia de Valencia, un personaje bastante jai,
se puede decir de la burguesía, pero él torció por otro lado y su
gente lo abandonó. Mijarito había estudiado dibujo técnico, y
era buen dibujante. Por ser buen dibujante se metió a falsificador.
Falsificaba firmas y vainas. Buen falsificador. Te veía la firma y
te la hacía de seguida. Mijarito estaba de maestro de escuela en
el penal y por vísperas de navidad se puso a hacer tarjetas para
venderlas, en tipo chino, en tinta china, unas tarjetas así como
cosa de manualidades.
Hizo un pergamino para mandárselo al Ministerio de
Justicia, Urbaneja que se llamaba. Yo me lo encontré después en
Cuba, cuando Batista. Un día me lo encontré. Ya estaba raspado
Urbaneja. Un pergamino estaba haciendo Mijarito, felices pascuas
y próspero año nuevo. Le digo: “Eso está mal. Tú debes hacer
una cosa original al ver qué te sale. Pinta unas nubes preciosas,
palomitas volando. Dos palomitas aquí sujetan dos cintas que esas
cintas vienen a juntarse, pero antes de juntarse se funden en una
nube, en esa nube sale una mano, de esa nube hacia abajo, muy
bonita la mano, con un anillo muy bello, una leyenda que dice:
Ministro de Justicia. Esa mano hacia abajo así. Primer cuadro de
arriba. Ahora, a lo de abajo vamos a ponerle una cosa tétrica, una
cosa árida, la tierra completamente surca, así como cuando hay un
terremoto que cuartea todo; una calavera por allá, hundida, se le
ven los dientes, por allá unos cuernos de vaca ya podridos, unos
cactus rotos, y desde allí unas calaveras medio salidas. Entonces,
otro tipo volviéndose calavera, pero todavía no, y tiene pelos y
una mano huesuda con una esposa guindando así, queriendo

78
agarrar aquella mano así”. Mijarito copió la idea. Hizo el cuadro.
Y me regaló unas botas porque le dieron la libertad. Le dieron
la libertad para el 24 de diciembre. Le vino muy justo para el
veinticuatro. Me regaló unas botas, muy bonitas las botas. Yo le
dije: “Concha, Mijarito, esas botas tuyas sí son buenas para andar
por aquí”. Me las regaló. Eso fue lo que me regaló, las botas, y se
fue.

79
El pavo

Había un pavo de la Guardia Nacional. Ese tipo estaba loco. Un


pavo. Estaba loco, pero él era Guardia Nacional. Cuando uno
venía con un haz de leña, cualquier preso, con un haz de leña, el
pavo le salía y se le plantaba al frente: “Oye, tú, qué llevas ahí”,
le preguntaba. Uno no le podía decir que llevaba un haz de leña,
porque lo medio mataba a palos. Ya lo conocíamos. Uno tenía
que decirle cosas como esta: “Es una caja fuerte”. “Pues sigue
–respondía el Guardia–, sigue con cuidado, me guardas mi parte”.
Una noche venía yo con un balde de agua y se me aparece
el loco: “Pss, epa, epa, para dónde vas y qué llevas en ese baúl”.
“Voy ganando –le respondo–, voy ganando con una joyería”.
“Me guardas mi parte”, me dice. Y yo le digo: “No hay para dos,
soldado”. ¡Coño!, me estuvo persiguiendo toda la noche por el
penal con la peinilla en el aire.

80
Le pasó como al Hamlet

Castillito se volvió loco de la simulación. Le pasó como al


Hamlet de la obra de “Chespir”. Simulaba que simulaba, hasta
que paró en loco de perinola. Era un trinitario. Me dice un día:
“Alfredo, yo va queré, tú va vé, yo hacé papé loco”. Y le dije:
“No te metas en esa vaina”. “No importa –me dice–, yo comel
mielda, cualquier cosa, yo no sé maltratá más Guardia Nacional,
yo comer todo”. Le dije: “No, hombre, pero cómo te vas a poner
a comer mierda. Ya sabes lo que es eso, chico, tan desagradable”.
“No, yo hacé loco”. A los pocos días andaba todo lleno de mierda,
ja, ja, riéndose y tal. Pero no paró la cosa ahí, sino que cuando fui
a verlo a la jaula, llego y lo saludo: “¡Qué hubo!, ¿cómo sigue el
paro?”. “Buhhhhh”, me salió con un ladrido y me tiró las manos
como un gorila. “¡Qué vaina es esta!”, grité y salí espantado por el
demonio.

81
Aquí hay que tener muchos padrinos

Si quieres vivir, tienes que estar empatado. Si tú eres el médico, tú


tienes que tener tu ayudante, tu enfermero, tu equipo. El maestro
tiene su equipo, el cocinero tiene su equipo. Tú tienes que estar
en el equipo; si no te empatas, eres un desempatado. O buscas
tu colita, o tu media colita o te jodes. Espantar los pájaros es una
cola. En el arroz, ta, ta, ta, ta, con una lata para que salgan los
pájaros. Eso es una cola, porque no haces nada más que eso. ¿Estar
con los oficiales?, esa es una colota, esa no es ninguna colita.
El que se empata con el Cuerpo Mayor, con el director, con el
subdirector, el cura, el comandante, ¡caramba!, ese es intocable.
Pero son amparos muy peligrosos, porque se te cae el padrino y te
cae la desgracia. ¡Ay, cambiaron al comandante Guzmán, que lo
mandan pa Guasdalito!, ¡trágame tierra!, porque lo que viene es
eneas, el penal en contra y la Guardia en contra. No, yo capté eso y
dije: “No, yo no puedo tener un padrino”. Yo dije: “Aquí hay que
tener muchos padrinos, no un padrino sino muchos padrinos”.
Al cura yo le atendía su cuestión y conocía sus vagabunderías.
También al teniente Payares y tal. Al teniente Payares le enseñaba
a jugar ajedrez, le enseñaba a nadar. Al director le pasaba ciertas
cuartillas a máquina. Al dactiloscopista por aquí, a todo el mundo,
de modo que no fuera a haber un zafarrancho de repente, y me
quedara sin empate.

82
El santo cura

Yo era sacristán. Una vez el cura estaba diciendo la misa y había


un tipo en el comando con un tambor, chitibúm, bum, bum,
bum, bum, bum, bum, bum, y el español que estaba dando la
misa, dominus vobiscum se voltea y “oremus”, y en el momento en
que dijo “oremus”, me dice: “Dile a ese coño de su madre que se
calle”. “Ya voy padre”, le digo. Pero, ah no, yo no le voy a decir al
coño ese, el coño de su madre, porque me mata a palos. Yo le dije:
“De parte del padre que haga el favor y la bondad de que estamos
diciendo misa, que no toque el tambor”. El hombre dejó de tocar
y yo me volví a parar en mi lugar. Amén.

83
Cuando aquel se para, uno se para

La misa es una comedia, un teatro que hay que cumplir y más


nada, qué se va a hacer, lo que hace el cura, uno lo hace. O
bien uno se fija en los versados, porque los tipos que son medio
beaticos en realidad, que sí han estado en eso y saben cuándo hay
que arrodillarse y cuándo pararse. Uno sigue los movimientos de
aquel. Cuando aquel se arrodilla, pues todo el mundo se arrodilla,
y cuando aquel se para, todo el mundo se para.

84
El conecte

Y cuando el cura voltea y te mira, todo el mundo baja la cabeza


y se pone en santidad, y cuando te da la espalda, todo el mundo
negocia porque la misa sirve para pasarse la marihuana unos a
otros. Es el conecte, el conecte del conecte, de la conexión. El
mejor momento es el de la consagración. Las manos se mueven
sigilosas, ras, ras, una papeleta de marihuana, pásame dos fuertes,
pásame tres, ras, ras. La papeleta, coño, ras, ras, toma tu vaina,
dominus vobiscum, “oremus”.

85
El sermón

El cura comenzaba el sermón. Abría los brazos, cerraba los brazos,


juntaba las manos, separaba las manos. “El hombre tiene que
corregirse. El Señor dice: ‘No robarás y no matarás’. Son cosas
que tenéis que cumplir. Estáis pagando una condena aquí. ¿Por
qué? Habéis faltado a la ley de Dios y a la ley de la justicia de
los hombres. Habéis cometido un acto contra la ley divina y la
humana. (Natural, las mentadas de madre son horribles, pero en
voz baja). Cuando salgáis de aquí, corregidos, encontraréis un
mundo mejor. (Claro, mejor que esto el infierno). Tenéis que
cumplir con las leyes sagradas que ordenan que os portéis bien
porque… ¿Por qué sois así? Sabéis demasiado que hacéis mal. De
ahora en adelante, tendréis que regeneraros y seguir por el camino
de la bondad y el bien, que marca el camino de Cristo, el camino
de Dios”.
Después, el muy santo se iba a coger un marico.

86
De vuelta con el santo cura

El cura llevaba los historiales de todos los presos. Yo le llevaba


los archivos. “Pasa adelante –le decía al preso–, pasa adelante,
hijo mío”. Y al que le gustaba le agarraba la barbilla. “Tengo que
hablar contigo, siéntate”. Y yo al lado del cura, viendo la vaina
y escribiendo preguntas y respuestas: “¿Tú, dónde naciste?”, y
tal y qué sé yo, ras, ras, ras, ras. “¿Estás dispuesto a entrar en la
vida social?”. “Sí, padre, yo, pues yo quiero componerme, yo
no quiero seguir en esto”. “¡Ah!, muy bien, tú no deseas coger
más cárcel. ¿No deseas? Bueno, vamos a ver si te ayudamos. Dios
te bendiga, mijo, y vete tranquilo”. Por un lado, salía el preso,
y por el otro, me decía: “Escribe”. Entonces yo abría la carpeta
y escribía la sentencia del cura: “Incorregible”. ¡Desgraciado! El
único incorregible era el cura.

87
El subdirector

Cuando había una invitación muy cordial para algún personaje


importante, ya sea del ministro de Prisiones o del Militar, me
llamaban para que les bailara un joropo, porque era indispensable,
y les presentara un acto cultural, pues yo tenía mis actores y
mi equipo dispuesto y listo: “Vámonos, muchachos”. Esa era la
cola. “Vámonos rápido”. Llegó una visita y tal, y a divertirlos, y
a tocarles y a bailarles, y el cantante y el trompetista y la cosa, y el
cocinero a hacer unos pasteles y hacer tortas y hacer vainas.
El subdirector, que tenía mucho tiempo de subdirector y no
había llegado a ser director, tomaba mucho aguardiente. Pero su
aguardiente encapillado, siempre en su casa. Un día me mandó
llamar y me dijo: “¿Qué le parece, el director se fue?”. Yo sabía que
si me ponía a echarle paja al director, me echaba una vaina, y le
dije: “¡Caramba!, señor Rondón, yo no tengo de qué quejarme del
director que se fue, pues se portó conmigo excelentemente, como
se ha portado todo el mundo. Yo aquí no tengo que quejarme
de nadie. Yo vine, en realidad, a cumplir una condena y estoy
más bien agradecido que se me haya prestado esa colaboración
para mi reivindicación, para regenerarme”. Entonces la palabra
que me dijo fue: “Alvarado, tú eres muy vivo, te felicito. Sigue
en tu vaina, en tu cola, en tu eso. Sigue muy bien”. “No, no es
vivo, señor Rondón”. “Está bien –me contestó–, y ahora tómate
un güisqui, pon un joropo y baila”. “Como usted diga, señor
Rondón”.
Estuvimos bebiendo hasta muy tarde.

88
Una comisión y pal río

En El Dorado hay campo grande para la cuestión del débil. Una


cantidad de hombres, natural, no obligados. Porque ahí no se
obliga como se obliga en las cárceles. En las cárceles sí obligan a los
hombres a las posesiones. Lo obligan a uno por medio de chuzos y
puñaladas. Eso es corriente en La Modelo. En la Penitenciaría no,
porque en la Penitenciaría el 90% de los hombres que están ahí
son hombres que están pagando 20, 25 y 30 años por crimen y no
importa pagar otro muerto.
Hombres que tú, en tu vida, tú los conociste normales. ¿Vas a
creer que son maricos? Los encuentras pintados, con un paño en
la cabeza y hablando como mujeres. Yo me decía: “¿Qué vaina
es esta?”. Pues yo conocía a este. “¿Qué fue lo que pasó aquí?”.
Uno dirá: “Bueno, será que se convirtió, o ya estaba, o no había
tenido la oportunidad de hacerlo”. Eran los encargados de lavar y
planchar. Lavado y plancha. Les lavaban a la Guardia Nacional y a
la Guardia Civil.
Tú comprabas al guardia, le pasabas un billete, 20 o 30
bolívares. Tú los arreglabas con el guardia. El guardia venía
un día y decía: “¡Ese Chivo Ronco, vámonos, tenemos una
comisión!”. Y se lo llevaba. Se llevaba al marico. ¡Qué comisión
ni que nada! Tú estabas por ahí, escondido en el río, esperando al
marico. Llegaban el guardia y el marico. Entonces el guardia se
hacía el loco. Y tú hacías tu trabajo. Para esos viajes siempre salían
los mismos: Chivo Ronco, la Peón de Camión, que era un marico
forzudo, Cara e Mango, que tenía relaciones con el cura del penal.
Cara e Mango era el monaguillo, el que decía “espíritu ‘tuo’ ”
cuando se arrodillaba. Siempre eran los mismos. Una comisión y
pal río.

89
La Marilú

A las cinco de la tarde se iniciaba la hora de los romances, junto


a la jaula, donde vivían unos doscientos maricos. El romance
se hacía por los agujeros que quedaban libres entre palo y palo.
Como cuarenta o cincuenta hombres pegados a los palos con los
maricos pintados del otro lado. Caía la tarde y aquellos quejidos y
las frasecitas de amor. “Y ven para acá, vida mía”. “¡Marica!, me
tienes olvidado”. “Ponme la cosa cerca, mi negro”. Recuerdo a
la Marilú, un negro de facciones culisas, de culi, las perfecciones
finas, uno de los maricos más finos y más codiciados. Todos
querían vivir con la Marilú, la más fina de la jaula.

90
El sicoanalista

Vino un sicoanalista, un tal Venturini, que era sicólogo oficial,


pues lo mandó el Ministerio como muy bueno. Iba a hacerles
sicoanálisis a los presos para aumentarle o rebajarle la pena. La
vaina se trataba de unas rayitas. Lo ponían a uno a hacer una
raya así. Había una raya así, y otra raya así, una rayita horizontal
y una vertical. De repente, le tapaban los ojos a uno y uno
quedaba ciego haciendo la cosa. Está bien, oías lo que te decían.
Eran muchas pruebas que te hacían. La prueba de inteligencia,
la prueba esquizofrénica, la prueba de criminalidad, etcétera. A
mí me pusieron a ayudar al sicoanalista y me aprendí la vaina.
El que se iba con la rayita para allá, tenía tendencia a matar, y
el que se venía para acá, tendía a matarse él. Yo le decía al tipo:
“Cuidado con vainas, no te vayas a ir para arriba, porque es que
tú quieres matar gente. De aquí para abajo es mejor, pues es
preferible que te mates tú a que vayas a matar a los demás”. Un
día me dice Venturini, el sicólogo: “¿Eh, qué pasa con los tuyos?
Tute le que tu esamina, tute le pabajo”. Entonces le digo yo: “Será
accidental, porque yo no le digo nada a los tipos”. “Sabe que ta
prohibito –dice Venturini– decirle a ellos que se pongan así o así
no”. Venturini contestaba: “Yo, yo no digo nada…”. Pues de ahí
salieron tipos rematados con cinco años más. Cinco años más de
pena por esa rayita. Otros tipos salieron en libertad y a los cinco
días estaban otra vez presos en Ciudad Bolívar porque se habían
robado una caja fuerte, o se habían guardado una cartera llena de
billetes.

91
Nadie como el sargento Cabaña

Después del desayuno hacíamos formación. Aparecía el sargento


Cabaña. Muy conocido el sargento Cabaña en El Dorado. A bicho
para tener velocidad. Tenía una velocidad tan grande que salía de
la punta de allá, corría, corría a una velocidad tremenda que ya
estaba del otro lado de la cola, y allí gritaba: “¡Mil trescientos!”.
Y eso era así. Eso era así porque eso era así. Nos contaba uno a
uno el sargento Cabañas después del desayuno. Entonces venía un
receso. Murmullos, saludos, “qué hubo compadre”, “y tú aquí”,
“tenía tiempo”, mientras nos preparábamos para cuando entrara
la Guardia Nacional ya armada y tal, que es el momento de salir
para el trabajo. “¡Grupos de cien hombres, Caporal!”. Le sonaban
unos palos para calentarlo y después le daban la batuta para que
calentara a los demás. “¡Vamos, formación!”. Era como quien va
a la guerra. Se veía en la gente los rostros desencajados, aquella
angustia, aquella carrera, aquella metedera de último en la cola
a ver si uno se quedaba en el penal. “¡Vamos, vamos!”, y ese palo.
Entraban los guardias civiles y las vergas de toro empetrolados.
Entraban los guardias civiles repartiendo palos para hacer la
formación. Y cien hombres, cien hombres, cien hombres. Unos
iban para la tala, otros iban para el arroz. ¿El arroz? Al que se le
quedaba un ramito de arroz en la mata tenía que comérselo. Esa
era la ley. Otros iban para la caña. Todos con una carrera, todos a
gran velocidad. Pero nadie como el sargento Cabaña. Nadie.

92
Voy a cortar flores para la Virgen

Venía la noche. Nos encontrábamos y hablábamos y tal y qué sé


yo. A veces uno se las arreglaba para salir fuera del penal. En vez
de la conversadera yo buscaba salir fuera del penal. De ahí no salía
nadie, pero yo me hice fuerte, de esos que tienen la facilidad de
ir saliendo poquito a poquito fuera del penal con algún motivo.
Y yo inventé mi motivo. Agarraba una Virgen del Carmen y me
la ponía aquí, en el lado del corazón, y me iba a la puerta y decía:
“Voy a cortar las flores para la Virgen”. Me abrían la puerta. Salía,
cortaba mis flores, volvía a entrar con mi Virgen, le daba la vuelta
a la cocina y regresaba con algún plátano frito en el bolsillo y un
bisté en algún lado.

93
La vaca loca

Había un preso que tenía una siembra de marihuana muy guillada


por el lado del río. Un día comenzó a aparecer una vaca que
se tiraba peos, y al que encontraba por delante se lo llevaba a
trompazos. En el pueblo la gente se ponía mosca cuando veía a
la vaca. “Allá viene la vaca loca”, decía alguno, y todo el mundo
se trancaba en su casa. Hasta que apareció una comisión de
Tumeremo, gente que sabía, enviada por la Sanidad. Vieron a la
vaca tirándose peos y empujando a la gente y riéndose de toda
vaina. Entonces preguntaron: “¿Qué pasa con esa vaca?”. “Que
está loca”, le dijeron. Pero esa gente no creía en vacas locas. Sí, que
está loca. La otra vez se metió en el botiquín Suba-Suba y tumbó
unas botellas y se bebió el ron y cachó al botiquinero. La comisión
no creyó en la vaca loca, y se puso a seguirla, y siguiéndola,
llegaron hasta el río. Encontraron la siembra de marihuana toda
comida por la vaca. Y se acabó la historia.
La vaca se puso toda seriecita.

94
La horqueta

En El Dorado había una horqueta. La horqueta era una horqueta


como una china gigante, una cosa como de treinta metros, bien
pelada y pulida. Allí clavaban a los presos, en el centro del penal.
Los hacían subir a palos. Naturalmente, para que no le pegaran a
uno ahí abajo, la pata del palo, uno subía como un desesperado
para arriba, como gato asustado. Uno llegaba a la horqueta y
se horqueteaba, como montarse a caballo. Allí uno duraba dos
o tres días, horqueteado. Si uno caía, se mataba. Se orinaba
horqueteado, se defecaba horqueteado, se dormía horqueteado.
Naturalmente, se hinchaban los pies, el culo, los testículos. Por
más que uno conociera la horqueta y se acomodara a ella, era
molestoso.
Una vez llegó un cura, vestido con una sotana negra, en
comisión, con dos o tres más. Enviados del Ministerio de Justicia.
Comenzaron a pasar requisa por aquí y a hablar con los presos.
Y los presos calladitos para evitar algún castigo por lengua larga.
Mientras menos se hablara, mejor. Pero cuando llegó el cura al
patio, se fijó en la horqueta, aquella cosa monstruosa en la mitad
del patio. Y preguntó el cura en voz alta: “¿Qué es eso?, ¿qué
aparato es este que está aquí?”. Nadie se atrevía a contestar. Y dice
el cura: “¿Pero qué es lo que pasa?, ¿nadie me va a decir qué es
eso?”. Entonces uno, siempre un expuesto a todo, le dijo: “Padre,
esa es la horqueta”. “Bueno, ¿y qué es eso de la horqueta? –
pregunta el cura–. ¿Para qué sirve esto?”. Y responde el tipo: “Eso
sirve para castigarnos, padre. Ahí nos montan. Allá arriba nos
horquetan”. “¿Pero cómo es eso de que los montan allá arriba?”,
dice el cura. “Sí padre –le responde el tipo–, nos pegan y nos
pegan hasta que, naturalmente, uno se monta arriba para evitar el
palo, y ahí uno dura dos o tres días, sí, allá montado arriba”. “Ah,
pero eso es bestial –grita el cura–, esto no es cristiano. Vamos a
ver, usted, usted y usted –escogió unos cinco presos de los más

95
fuertes–… Vamos, agárrense ahí, y denle paquí y denle pacá, y
denle pallí y denle pallá, hasta que se afloje, hay que tumbar eso”.
Cuando estaban en ese movimiento y el cura dirigiendo, los cinco
reclusos ordenados por el cura, para allá y para acá aflojando la
horqueta de su base, que tenía más o menos como dos metros para
abajo, que era muy fuerte, que ya estaba aflojando, el cura pidió
más refuerzos: “¡Vamos, más reclusos, vengan, vengan!, ¡cinco,
diez más, a aflojar esta horqueta!”. Cuando ya la estaban aflojando,
el teniente de la Guardia Nacional, Payares, se acerca a la carrera,
se le planta al cura y le dice: “Un momento, padre, esto no está
dentro de sus funciones. Esto es una forma de castigo ordenado,
porque usted no conoce a esta gente. Aquí hay que buscar un
castigo fuerte para ellos y hemos encontrado la horqueta”.
Entonces el padre le responde: “No, teniente, esta horqueta no
funciona más”. Y el teniente le vuelve a repetir: “Padre, esto no
está dentro de sus funciones. Usted es cura, y no puede meterse
en lo que uno ordena aquí adentro en las funciones específicas
de la Dirección y del Comando”. Entonces ¿qué pasó? El cura se
ha arrancado, porque los botones saltaron, la sotana, y debajo de
la sotana apareció un uniforme de mayor. Y le dice al teniente
Payares: “Pues, entonces, usted está arrestado, mi teniente, usted
está arrestado desde este mismo instante. Es el mayor Fulano de
Tal que le habla y usted está arrestado”. Hubo un silencio enorme,
hasta que los reclusos comenzaron a aplaudir, y vinieron los gritos
y las vivas, y aquello parecía una manifestación o una fiesta de
reclusos, y al cura lo alzaron, vestido de mayor y todo lo alzaron
en hombros. Al teniente lo arrestaron.

96
El parto

Cuando la española que estaba conmigo consiguió irse por medio


del Ministerio de Justicia para una casita cerca de El Dorado, me
trasladaron a las orillas del río Cuyuní. Me fui a vivir al lado de
Porciano Figueredo. Y allí daba mis clasecitas de baile y mis actos
culturales. La española salió en estado y la barriga comenzó a
crecerle. Cuando llevaba unos seis meses, comencé a pensar en
el doctor Planas, un doctor macabro, a quien le gustaba coger los
cráneos de los presos y ponerlos así, en palitos. Recuerdo que a
un preso le salieron unos papilomas por cuestiones homosexuales,
le salieron unos papilomas en el ano. Y el doctor Planas agarró
y calentó un bicho de esos que sirven para soldar canales, que
hacían pshhh y salía humo, y después que estaba al rojo vivo,
mandó a agarrar al tipo entre cuatro y se lo puso en el ano y le
formó una tronera horrible, una llaga tremenda. El hombre no se
murió, pero quedó defectuoso porque perdió el esfínter. Se hacía
evacuaciones solo. Entonces yo, con aquel miedo, aquella cosa,
yo dije: “No, nada, este hijo no lo va a partear el doctor Planas.
Aprendiendo yo, me siento competente para atender este parto”.
Pues con ciento veinte bolívares que le di a un individuo para que
me comprara un libro de ginecología en Ciudad Bolívar, aprendí
un montón de cosas sobre el parto: cómo venía el niño, si venía
de piernas, si venía parado, si venía acostado, y tal y qué sé yo,
cuándo se le metían los dedos en la boca, si el cordón umbilical
estaba enrollado. Estudiar y estudiar. Tenía que hacerme de un
equipo, de una tijerita, de las vendas, del algodón. Me mandé a
hacer una batola, me puse un gorro, me busqué un tapabocas,
unas botas, todo exacto. Con un pequeño muñeco que había en la
casa practicaba mi cuestión.
Llegó el día del parto. Inmediatamente me puse en órbita.
Cogí mis guantes y preparé todo mi equipo. Cuando venía el
niño, que asomaba así, que hacía así, que iba a salir la cabeza y

97
que no salía, que se iba para adentro, que se venía para fuera, me
desmayé. Entonces una india que estaba al lado mío, sucia, así
como estaba, me sacó del cuarto, bajó las arepas que tenía en el
fogón, se encargó del parto y lo hizo. A mí me puso una inyección
de aceite alcanforado.

98
¡Noticias, noticias!

Pasé dos años en El Dorado, y muchos meses más. De repente:


¡Alfredo!, con sus corotos, que se va en libertad. Muy bien,
salí en libertad. Me quedé unos días en el pueblo hasta que me
largué a Ciudad Bolívar. A Ciudad Bolívar llegué con unas ansias
tremendas de honradez. Salí con deseos de trabajar, de emprender
el camino de la regeneración, como dicen muchos. Cierto, así
es, dicen. Por el camino de la regeneración, vuelves al seno de la
sociedad. Pero me di cuenta que esa era una teta sin leche.
Un chino me dio trabajo en una cosa que llamaban El
Mirador, en el paseo del malecón, donde está el río y allí me jalé
unos joropos hasta que salí para Caracas, y me presenté en Últimas
Noticias, casa del señor Capriles. “¿Qué es lo que quieres tú?”,
me preguntaron. “Bueno, que estoy cansado de aventurerismo
y de esta cosa, que soy un hombre que quiero reintegrarme a la
sociedad y quiero que ustedes me ayuden”. “¡Cómo no, chico!,
siéntate. ¡Eh! Manuel, tómale un ‘closot’ a Alfredo”. Chac, chac,
una, dos fotografías. “Tómalo aquí, dándome la mano”. Chac,
chac. “Muy bien. Ahora vamos a las declaraciones. ¿En qué año
naciste?”. “En 1922”. “¿Qué día?”. “Primero de mayo”. “¡Ah,
naciste el día del trabajador!”. “Anjá, primero de mayo, día del
trabajador, año de mil novecientos veintidós”. “Dime una cosa,
¿cuál es el día de mayor emoción en tu vida de choreo?”. “Bueno,
pero yo no vengo a relatar choreos, yo vengo a que me ayuden,
a buscar un trabajito, una cosa para bailar, yo soy artista, estoy
saliendo del paquete”. “¡Ah, no vale, tú debes ir a la Asociación
de Artistas, no aquí, este es un periódico, esta es la prensa, vale!”.
Me fui a la Asociación de Artistas, a la oficina de un señor
Eduardo. “¡Chico –me dice–, vente el año que viene!”. “¡Cómo,
si faltan nueve meses para el año que viene!”. “¡No, yo no puedo
hacer nada, chico, tú sabes cómo son las cosas!...”. “Pero, me voy
a morir de hambre si no bailo”. “Paciencia”, contesta. “Bueno

99
–le digo–, entonces me cierran las puertas… yo vengo a que me
abran”. “No te preocupes, Alvarado, te vamos a ayudar, vete
tranquilo, acuéstate tranquilo”. “¡Ah, sí, me acuesto tranquilo!, ¿y
a qué hora vengo el año que viene?”.
La realidad fue que esa noche no dormí. En la mañana oí:
“¡Noticias!”, salí como un loco para la calle. “¡Noticias, Noticias!”.
El muchacho me vendió las Noticias. Y en última página leo:
“Ladrón con lágrimas de cocodrilo”. ¡Qué vaina es esta, si yo!...
“Hampón ampliamente conocido, Alfredo Alvarado, tristemente
célebre... ¡Y qué tristemente! Dice que se quiere corregir. He
aquí su récord: robó en mil novecientos tal, robó aquello en tal,
y aquello en tal, se enredó en tal, esto, lo otro. Fue enviado a El
Dorado. Salió y tal y qué sé yo”. Total que esa mañana salió la
policía a buscarme. Me metieron nueve meses en El Obispo.

100
Así es la vaina

Así es la vaina. Tú sales a regenerarte, y antes de probar bocado


ya estás otra vez en la cárcel. Claro, te cansas de llevar palo de
la Guardia Nacional, de apretar el culo para que no te cojan, de
comer mierda en los penales, te cansas de toda esa vaina y quieres
entrar, quieres entrar hasta a la iglesia, y te consigues con todo
tipo de paquetes. Si pones, por ejemplo, una tarrayita, una venta
de empanaditas y cocacolita y tal, te cae un policía: “¡Hola!,
Picudo, ¿qué haces por aquí?, ¡coño!, ¡tan gordo!, ¿cómo están tus
muchachos?…”. “Bien, chico, yo aquí, echándole pichón. ¿Y tú?”.
“En la misma, tú sabes, en el cuerpo, porque uno tiene que vivir.
Por cierto, tengo que hablar contigo dos palabras”. Te agarra por
un brazo, te lleva para atrás del negocio y te dice: “Mira, sabes que
hay unas redadas arrechísimas, la policía está que no masca, tipo
que agarran indocumentado, va a parar al Dorado, tipo sospechoso,
para El Dorado. Tú sabes cómo es la vaina. A mí me dieron orden
de vigilar esta zona, y en esta zona hay muchos delincuentes. Por
cierto, tú tienes antecedentes. Claro, yo te considero a ti, estás
trabajando y echando palante”. “¡Claro, vale, yo estoy echándole
bolas al trabajo, desde que salí, pues más nunca me he metido en
un carajo, te lo juro!…”. “No, claro, yo sé, yo sé, eso no tienes que
decírmelo a mí. ¿No lo voy a saber yo?, si te he estado controlando
y te he visto aquí vendiendo tu vainita… pero tú sabes cómo es
la vaina…”. Y el carajo te susurra: “Tengo una necesidad terrible.
Pásame cien bolívares ahí, chico, tú sabes, necesidades que
uno tiene. No vayas a creer que te estoy explotando, que es una
coacción, no, no, es que estoy necesitando de verdad, y tú sabes
lo que eso significa…”. ¿Qué haces? Le das los cien bolívares y se
jodió el pago de las gaveras de cocacola y el maíz y el hielo y los
cigarrillos. Y no para ahí la cosa, porque después te cae la jauría. Los
policías se pasan el dato, hasta que no aguantas, dejas los corotos,
quedas enredado con los acreedores, y a joder otra vez.

101
Negocio que les conviene a ellos

Negocio que les conviene a ellos. Y si no choreas, sino que te


metes en cuatro paredes, pues allí te van a buscar. Robaron en un
banco, te van a buscar. Robaron en una sastrería, te van a buscar.
Robaron en… te van a buscar. ¡Ladrones profesionales robaron
en el Banco de Guatire! Cuáles ladrones profesionales, si fue el
gerente que es apellido cuchi-cuchi, pero tienes que aparecer en
el periódico. ¿Por qué? Porque estás fichado, y sencillamente es
así.
Ellos me acumularon un total de nueve bancos robados.
Pues en ninguno de esos bancos robé. Que si en el banco de La
Victoria, que en el de La Guaira, que en el de Cagua, que si en
tal… En ninguno de esos robé. Pero a los efectos del público, el
Rey robó en el banco tal, el Rey robó en el banco cual, el Rey se
llevó cincuenta mil del banco X.
Otras veces te enredan en un asesinato así nomás: ¡que si el
Rey mató una vieja! A una señora de La Guaira la ahorcaron y
le robaron trece mil bolívares. Salí retratado. Alfredo Alvarado
mató una vieja en La Guaira…
El asesino de la vieja pagó después quince años en San Juan,
pero el que salió en la prensa fui yo.
Así es la vaina. El que está fichado, está listo, está frito, está
acabado.

102
De Maracay
Cuento del corri corri

“Mi amor, me acabo de fugar”. “¡Ay Dios mío, me vas a matar!


Déjame, no puedo vivir así”. “Ta bien, me voy”, ¡pram, pum,
pum! Me fui para Maracay, violentamente. Y me di a vivir de
la manera más común. Hasta me puse a buscar trabajo. Observé
que todo el mundo usaba bicicleta y llevaba sombrero de cogollo.
“¡Coño! –me dije–, tengo que ponerme al día: una bicicleta, una
vaina, un sombrero”.
Una mañana, caminandito, caminandito, atento a todo, veo
venir a un tipo con unos cuadros bajo el brazo izquierdo, mientras
llevaba el volante de la Rali con la derecha. Cuadros con fotos a
colores que los familiares pagan por cuotas. La gente quiere tener
a su abuelito o su mujer o sus hijos guindando en una pared. Pues
el portugués se ha bajado de la bicicleta y ha tocado en una puerta:
“Aquí están sus cuadros, muy bonitos señora”. Yo lo oí mostrando
los cuadros. “Pase adelante”. Mi gran oportunidad, salí directo a
buscar mi bicicleta y punto. De seguro que sintió el movimiento
porque lo oí gritar: “¡Epa!, ¡mi bicicleta!, ¡párate!”. No, hombre,
que me voy a parar.
Ya con mi Rali me compré una viandita de aluminio. Le puse
tenedor, cuchillo y cuchara. Hasta una tacita para el café. Me
compré el sombrero de cogollo. Solo faltaban las alpargatas. Las
conseguí en un descuido de un bodeguero. Con la indumentaria
de trabajador me fui pal barrio San José, buscando. “¿Usté no sabe
por aquí dónde alquilan una habitación?”. “Vaya queje la señora
Luisa, puede ser que ella tenga alguna”. “¡Buenas tardes, doña
Luisa!, ¿usted no tiene una…?”. “Sí, tengo una habitación aquí”.
“Mire, señora, a mí me está pasando una cosa, tengo problemas
con mi mujer, tuvimos un disgusto, y me quiero separar de ella,
y a lo mejor no me separo, pero mientras tanto, mientras pasan
los días, mientras pasa el zaperoco, usted, sabe, necesito una
habitación”. “¡Cómo no, mijo! Yo tengo una piececita. Venga

104
para enseñársela. Veinte bolívares mensuales”. “Bueno, cómo
no, le voy a pagar dos meses por adelantado. Cuarenta bolívares”.
(Tengo que anotar una cosa: en medio de la búsqueda me metí en
un botiquín y me encontré con un paltó mal puesto en una silla.
Doscientos y pico de bolívares tenía junto con unas llavecitas y
una carta que decía algo como: “De verdad que el más afortunado
cupido mirándola con todo ardiente anhelo, envidiaría mucho
nuestra dicha. Como es natural, deseo proceder con prontitud a
fin de presentarla en el altar de la iglesia. Nuestras venas se queman
en ardiente pasión”. Al que se le iban quemando las manos de la
emoción cuando encontró los doscientos y pico de bolívares fue
a mí). Total que alquilé la piececita y me metí ahí. Se presentó el
primer problema: tenía que trabajar o hacer que tenía un trabajo.
Levantarme a las siete de la mañana, ¡tamaño sacrificio! Porque
la señora llegaba muy temprano, tum, tum... “¡Anjá!, ¿no va para
la textilera?”. “Ah, sí, Doña, me estoy vistiendo. Ya salgo”. ¡Qué
vaina, esta vieja, carajo!
Salía con mi bicicleta, ¡ras, ras, ras! Cogía para Las Delicias o
para el Zoológico. A golpe de once y media regresaba. “¿Cómo
estuvo el trabajo?”. “Bien, señora. Pero salgo muy cansado. Es un
trabajo agotador”. “¿Y su señora?”. “No me hable de esa mujer”.
A las dos y media otra vez la misma vaina. ¡Maldito sea! Tener
que salir a trabajar. Ras, ras, ras, con la bicicleta otra vez.
Un día me dije tengo que arreglar este problema. Me voy a
Caracas. Tengo que averiguar qué pasa con mi mujer. Me llegué
a casa de una tía: “¿Cómo está, tía?, ¿cómo está mi mujer?”.
“¡Aayy!, la tienen secuestrada en el 23 de Enero. La policía no deja
que suba ni baje nadie. Dentro del apartamento hay dos policías
más. Al que llega, lo registran y le averiguan la vida. Y todo por
culpa tuya”. “No se preocupe, tía, que yo resuelvo este problema”.
Primer paso: conseguir un revólver. Me conseguí un revólver.
Parecía un cañón. Me fui al 23 de Enero, llegué al bloque, subí
las escaleras poquito a poco y, cuando me enfrenté a la puerta del

105
apartamento, le metí una patada, ¡pam, gam! Y entré revólver en
mano: “¡Quieto todo el mundo!”. No había nadie. La mujer se
estaba comiendo una gelatina y se le cayó de las manos, ¡ras! Y
aquel reguero por el piso. “¡Ayyyy, mi madre!”. “No te asustes.
¿Dónde están?”. “En el apartamento de abajo viendo televisión.
Ahí se la pasan”. “Entonces, vámonos –le dije–, arregla tus cosas”.
¡Ras, pam, pum, pam! Cogí un taxi y me la llevé pa Maracay.
Llegué a casa de la vieja. Me reconcilié con la mujer, señora, y
me la traje. Ahora va a vivir conmigo. “¡Ay, qué bien, mijo! ¡Qué
contenta estoy!”. Comenzaron a pasar los días. Yo seguí saliendo
a las siete de la mañana para mi trabajo: pasear por Las Delicias
o fastidiar a los monos del Zoológico. Una mañana, antes de
salir, voy a hacer mi necesidad en el “escusao” y, cuando cierro la
puertecita, veo un letrerito en la puerta que decía: “Te conocemos
Rey del Joropo”. “¡Ay!, me jodí”. Me subí los pantalones y salí
directo pa que la mujer: “Nos vamos, recoge toa la vaina porque
nos vamos”. “¡Pero!”. “No hay pero, arregla tus vainas”. Y
levantamos carpa otra vez.
(He de anotar que esa gente sabía quién era yo casi desde
el mismo día que me alquilé la habitación. Me lo dijo mucho
después un hijo de la señora. “Nosotros sabíamos que tú eras el
Rey del Joropo, que te estaban persiguiendo. ¿Usté cree que con
ese ñemeo por el periódico no íbamos a reconocerte? Pero tú eres
un buen tipo, y nadie te iba a sapiá tan feo. Lo que pasa es que
algún miedoso escribió esa vaina en el escusao pa amedrentarte”.
Y de verdad que yo había sido muy chévere con esa gente: había
una muchachita que no tenía zapatos, y le compré sus zapaticos; y
al viejo, que tenía unas llagas, le compré sulfatiazol; y a la señora
nunca, mientras estuve allí, le faltó su piazo e cochino y su lata de
leche).

106
¡No, qué va!

Salí con la mujer y aquella barrigota, porque tenía siete meses en


estado. Caminamos y caminamos la mujer, la bicicleta y yo, hasta
que encontramos un rancho abandonado por el piñotal, donde
las serpientes en la noche hacían ¡fuíii fuío! Silbaban las culebras.
Había mapanares y cuaima piña que daba tristeza, y la mujer toa
cagá. “No te preocupes mujer –le dije–, que pronto la vida va a
cambiar”. En la mañana, muy temprano, salimos de aquella vaina.
Del susto no podíamos cerrar los ojos, y como a las cuatro de la
mañana empezamos a enrollar y nos fuimos los tres a caminar
otra vez. No habíamos rodado una hora cuando la suerte abrió.
Vemos un rancho con un papel en la puerta: “Se alquila”. Nos
metimos en el rancho y, ¡pram, pram!, a acomodar las cosas, y a
buscar cachivaches mal puestos para amoblar la casa. Al tercer día
se apareció el dueño. Le dije: “¡Caramba!, lo estaba esperando,
hermano, porque justamente me gustó la casita; hoy entré y casi
estoy mudao. ¿Cuánto es el alquiler?”. “Son treinta bolívares”.
“Muy bien, aquí tiene dos meses por adelantado”, y le puse tres
verdes en la mano.
“Mujer –le dije a mi barrigona–, ahora a buscar plata y a
buscar qué comer, porque los últimos centavitos se los llevé al
casero”. “¡Ay!, Alfredo, ten cuidado, no cometas locuras, ponte a
buscar trabajo”. “Pues a eso salgo” –le dije, y salí. Me monté en la
bicicleta y comencé a rodar y rodar, a pensar en el paquete en que
estaba metido con una mujer en estado y to limpio. De pronto,
mis ojos ven a un tipo pegando un papel en una puerta. Frené la
bicicleta. Me bajé y por curiosidad, porque uno está mosca y anda
en eso, me acerqué a leer el letrero cuando el hombre se montó en
una gandola de leche y se fue. Veo el letrero que dice: “Antonio,
aspeta un momento. Ritorno presto. Io sono andante a manyare”.
“¡Ah!, este se fue a comer. Antonio no está y él se fue”. Entonces

107
le di una patada a la puerta. Entré. Mucho olor a queso y un cajón
debajo de una cama.
En el cajón había un poco de billetes, con los que comencé a llenar
mis bolsillos hasta que se salían por todas partes. Cojo mi bicicleta y,
¡ram!, arranco, pero no había transcurrido como tres cuadras cuando
veo venir a Antonio con una patota. Parece que me vieron doblar la
esquina a toda carrera y se me pegaron atrás. “¡Agárralo!, ¡cógelo!,
¡ese es un ladrón!”. Venían como cincuenta detrás de mí.
Con los nervios me caí de la bicicleta. Pero me levanté
y seguí corriendo hasta que me detuve frente a un patio de
bolas. La gente que estaba jugando, al oír la gritadera, y verme
corriendo, me bloqueó el paso. Todos tenían una bola en la mano,
amenazándome. Total, que, cuando vine a ver, tenía una población
encima. Se me ocurre entonces meterme las manos en los bolsillos
y comenzar a sacar billetes. “¡Estos son los billetes del portugués!
–gritaba agitando los billetes en el aire–. ¿Ustedes lo que quieren
es billete?”. “¡Ladrón!, ¡choro!, ¡ladrón!”, me contestaban. Empecé
a regar billetes parriba. Tenía como ocho mil y pico de bolívares.
Todos los tiré pa que los cogieran. Pero sorpresa nadie se agachó a
cogé billetes. Siguieron acosándome. Me sentí como Cristo y dije:
“¡Cuidado con el que tire la primera bola!”. Hubo una vacilación.
Seguí hablando: “Tú, negrito, qué pasa contigo, porque me vas a
dar un bolazo. ¡No ves que ese es un portugués que viene a robá
aquí y a explotarnos! Yo solo le he quitao unos billetes, billetes pa
comé y darle de comé a mi mujé. Naturalmente que yo odio lo
que hice, pero la necesidad”. En eso oigo: ¡brrurruuuuui… paapass!
¡La Policía Judicial!, que la habían llamado. ¡Pum, pam, pum!,
me metieron en el carro. En la sede de la petejota empiezo a ver
entrar viejas, viejos, muchachos, negros, blancos, chinos. “¡Mire!
que recogí trescientos bolívares”. “Aquí traigo ochocientos”.
“Y yo cuarenta”, gritó un muchachito por allá. Eran tiempos de
Larrazábal. Esa vaina no se vuelve a repetir más nunca. ¡No, qué va!
Nadie se cogió un centavo.

108
La paliza de veneno

— ¿Quién eres?
—Yo soy Antonio Martínez.
— ¿De dónde eres tú?
—De aquí, de la Villa.
Pero llegó un tal Jesús María Labrador:
— ¡Noo, hombre! pero si este es el Rey del Joropo, solicitado
en Caracas.
— ¡Dígame esta vaina!, por donde lo vinimos a agarrá.
—Pues llévenlo a la policía hasta mañana –dijo un oficial– y
mañana se lo llevan pa Caracas a interrogarlo en la petejota.
Me sacaron de la petejota de Maracay pa la Policía de Maracay.
Entre policías andaba. Y a buscar la manera de avisar a mi mujer
que estaba toa preña. Le pregunto a uno de los presos:
—Coño, compañero, ¿cómo hago pa visarle a mi mujé que
me cogieron preso y que la vaina se va a complicar?
—Por ahí anda –me dice– un policía de los de calabozo. Con
él puedes mandá un papelito. Tú sabes, él es buena gente. Claro,
tienes que darle un fuerte.
— ¡No joda!, si yo hubiera tenido un fuerte, no caigo preso.
—No te preocupes –me contesta–, tú le prometes que le vas a
conseguir el fuertecito, y él te da la mano.
— ¡Okey!
Y me puse a escribí mi papelito pa cuando viniera el policía
del caso: “Estoy preso, mi amor, y tal y qué sé yo, mala suerte,
y esto y el otro, trata de hablá, pues, por ahí, a ver si alivias mi
situación…” Llega un policía:
— ¿Qué estás escribiendo ahí?
Por supuesto que no era el policía bueno, porque tenía una
cara de muy pocos amigos. Le contesto:
—Eso no es asunto suyo.

109
—¿Se puede saber qué estás escribiendo? –me pregunta con
voz de arrecho.
—Tampoco es asunto suyo.
— ¡Anjá!, conque eres arrechito. ¡Dame ese papel!
—Pues no se lo doy –y con la misma me lo metí en la boca y
me lo tragué de un solo tirón. Al policía le dio una rabia fantástica.
Le quitó la peinilla a otro policía, se subió los pantalones y me
acomodó dos planazos: uno por el lomo y uno pu el pecho.
— ¡Cooño!
—Eso es pa que sigas siendo guapo. ¡Guapote, pendejo! –me gritó.
— ¡Cooño!, ¡Dios mío!
—Es pa que aprendas cómo se manda –y se marchó.
Después que se fue, digo:
—Yo me cago en el coño e su madre.
Y alguien que me oyó, me dice:
—Ese es Veneno. El azote de esta mierda. Nos cae a plan
cuando le viene en gana, nos quita la comía, nos roba los dulces,
nos pide rial, ese es la mierda aquí, chico.
Yo estaba con la sangre ardiendo. Dije:
—¿Cómo coño hago para jodé a este Veneno? Y me vino el
chispazo, la lucecita. Pasó un rato y maduré la vaina. Llegó la hora
de orinar. Hablé con la patota de presos:
— ¡Oigan! ¿Ustedes quieren quitarse el Veneno de encima?
— ¡Coño! ¿Cómo no vamos a querer? Si nos roba, nos quita
los cigarrillos; por un mandao cobra tres bolívares.
—Bien, muy bien. Yo les voy a decir cómo se lo van a
quitar, pero ustedes tienen que apoyarme. Ustedes van a decir
que él me dio una paliza porque lo mandó la Policía Judicial pa
interrogarme. Para los efectos, ustedes me van a dar una paliza en
el baño, que yo me la aguanto. Y mañana, en los interrogatorios,
ustedes me apoyan.
—¡Tamos de acuerdo! –dijeron.

110
Con la misma nos metimos en el baño. Me mordí un pañuelo
y me crucé de brazos. ¡Dale, carajo!, ¡pum, pam, pam!, ¡duro,
coño!, ¡pam, pam, pam! Me marcaron por todas partes: pecho,
piernas, muslos, culo, espalda. Cuando cambiaron la guardia,
tocó mi turno:
—¡Aaaay, mi madre! ¡Aaaaay, mamaaaaciiiiita miiiiiaaaa!
Entró un policía:
—¿Qué le pasa?
—¡Aaaaaay, virgenciiiiita del cielo!, ¡fue el Veneno! Me iba
matando. ¡Ay, Dios miiito!
—Te jodiste –me contestó– porque aquí no hay nadie, ni en la
enfermería ni en ninguna parte. Tómate este cafenol. Acuéstate y
trata de dormir.
—¿De qué lado? –le pregunté, pero no me oyó.
Estuve gritando un tiempo hasta que me callé y me tiré largo
a largo en el suelo a esperar la mañana.
Al siguiente día:
—¡Alfredo Alvarado! ¡Traslado pa la Judicial!
—¡Aaay, si no puedo caminar!
—Ese es un paro del tipo –oí que dijo alguien.
Se acercó un petejota:
—A ver, ¿qué pasa? Levántate que vas pa la Judicial.
— ¿Así cómo estoy? –y me quité la camisa.
— ¿Qué vaina es esa? ¡Si estás too morao!
—Claro, ¡y no me mandaron ustedes a pegá! Ustedes son unos
salvajes.
— ¿Nosotros? Tas equivocao. Desde que cayó el General
cambiaron las cosas.
— ¿Y esta paliza?
—Bueno, vamos pa la petejota, pa que conozcas tu caso.
Entre dos me montaron en el carro y entre dos me bajaron en
la Judicial.

111
—¡Que llamen al jefe! –gritó un petejota–, para que vea esta
berenjena.
Al ratico llegó el jefe:
—¿Qué es lo que pasa?
—Pues mire –le digo, y me quité la camisa.
—¡Coño, una paliza!
—Y doble –le agregué.
—¿Quién dio orden de pegarle?
—Aquí nadie ha dado orden pa que maltraten a ese hombre.
—Fue en la Policía –dijo otro.
—Por orden de ustedes –respondí yo.
—Ninguna orden de nosotros –contestó el jefe.
Aquí el único que ordena soy yo, y yo no he mandado a nadie
darle palizas a nadie.
—Pues así dijo Veneno cuando me estaba interrogando en la
Policía.
—¿Quién es ese Veneno?
—Un verdadero veneno –dijo alguien.
—Pa matá elefantes –dije yo.
—Traigan al médico forense –ordenó el jefe–, llamen a los
presos, a los testigos, a todo el mundo.
Llegaron los presos, el médico forense y los periodistas.
Aquella vaina parecía un mitin de Larrazábal…
—¡Orden!, ¡orden! –gritó el jefe–. Habla tú –dijo a un preso.
—A ese hombre por poco no lo mata Veneno –dijo el preso.
—Sí, es cierto –dijo otro–. Veneno llegó con una peinilla
diciendo: “Por orden de la Judicial, pa que cantes”. Y le dio el
plan que da tristeza.
—¿Con qué le daba?
—¿Con qué va a ser? Con un machete.
—Pues que traigan el machete. Tú –le dijo a quien le cayó el
dedo–, ve a buscar el machete y con él te traes al tal Veneno…
Trajeron el machete.

112
—Aquí está el machete.
Trajeron a Veneno.
—Aquí está Veneno.
—¿Usté conoce a este señor?
—¡Oras! Sí, lo conozco.
—¿Usté le pegó a este señor?
—Pa decirle la verdad, le di dos planazos.
—¿Dos planazos?
—Pues dos.
—Quítese la camisa –me dice el jefe.
Me la quité:
—¿Y a eso llama usté dos planazos? –dice el jefe a Veneno.
—¡Ah vaina! ¿Y quién lo puso como una pasa?
—¡Usted! –le dijo el jefe.
—¡Oras!, si apenas fueron dos planazos.
—Menos mal que fueron dos –dijo un periodista.
—Métanlo en un calabozo pa que aprenda a mandar –gritó el
jefe.
Total que aquel peo salió en las noticias: “Veneno por
poco mata a Alfredo Alvarado. A una pregunta del periodista,
respondió: ‘Apenas le di dos planazos’ ”. Yo también salí: salí
retratado en la prensa, enseñando los moretones, y salí en
libertad aquel mismo día porque, con el lío y la corredera y la
preguntadera, se olvidaron del Rey del Joropo.

113
El robo de la ganadera

Sucede un robo en Maracay: treinta y cinco mil bolívares en la


ganadera. Pero, la cosa más extraña, habían abierto la caja fuerte,
no había violación de puertas, de nada. Cuando el cajero llegó
por la mañana, abrió la caja fuerte: faltaban treinta y cinco mil
bolívares. Hicieron presos a los carniceros, a los repartidores de la
carne, a los camioneros. Llevaron para la Policía como a sesenta
personas. Nada, desconcertados totalmente.
El segundo jefe de la Judicial me tenía cierta confianza y cierta
estimación. En una de esas que me visitó en el calabozo, le dije:
“Quiero hablar contigo. Esta gente que tienes aquí, llevan más de
quince días. ¿Por qué no descubres esa vaina?”. “¡Coño!, ¡porque
estamos desconcertados!”. Le digo: “¡Yo te saco ese trabajo para
que esta gente se vaya en libertad!”. “¿Tú crees que sacas esa vaina,
Alvarado?”. Le digo: “¡Tú sabes la experiencia que tengo yo! Te
saco ese trabajo. ¡Eso sí!, tú me das todas las opciones”. “Pero no
te vayas a ir, ¡vale!”. “¡No, hombre!, no me voy a ir”. “Te consigo
la libertad si me sacas ese caso”. “¡Okey!”.
“El cajero tiene en la compañía más de veintisiete años. Es
un hombre que ha manejado cientos y miles y miles y millones
de bolívares que han pasado por sus manos. Gana más de cinco
mil bolívares mensuales y porcentaje. Tiene un sueldo fabuloso,
acciones en la compañía, en fin, no se puede sospechar del tipo.
Aunque fuese, no se puede sospechar. ¡Dejémonos de vaina! Esto
no se abre”. “¡Ábrete sésamo! Aquí no hay fantasía. Esa vaina la
abrieron por combinación, ¿de acuerdo?”. “Estamos de acuerdo
contigo, pero no sabemos quién la ha abierto ni hay pistas”.
“Vamos a hacer una cosa: que me den entrada en las oficinas
de la compañía como un empleado cualquiera. Me ponen en
un departamento de archivo a llevar carpetas, a llevar folios y
memos”.

114
Comienzo a fijarme en el personal. Me fijo en un muchacho
que por allá estaba escribiendo a máquina, con una cara de
pendejo, y voy viendo y tal, pero quién más me llama la atención
es una muchacha secretaria del jefe principal, del chivo más
gordo de la ganadera. Una muchacha con unos dieciocho años.
Un monumento de mujer, una exótica, con unas piernotas, unas
tetotas, un culote. ¡En fin!, un mujerón, ¡vivísima! Me fijé mucho
en ella porque empezó a interrogarme: “¿Quién lo mandó a usted
para esta oficina?, ¿tiene mucho tiempo trabajando?, ¿en qué
escuela estudió?”. Y una sonrisa y una vaina. ¡Coño!, esta mujer
es bien viva. Vi que el cajero con ella era una mantequilla. Cada
vez que se acercaba: “¿Cómo estás?, ¿cómo te ha ido?”. ¡Ay!, se
partía todo; y la mujer, coqueta, provocativa, sin sostén para que
le cogiera un picón de teta. Dije yo: “Aquí hay algo extraño. Por
aquí hay un pescado que está picando”. Me dediqué a seguirla. Un
carro llegó por allá “guillao”. ¡Chum!, se montó rápidamente en
el carro, ¡chas!, ¡chas!, y se fue. No tuve tiempo de arrancar detrás.
Me puse a la cacería. Le dije a otro tipo: “Necesito que cuando
venga un carro rojo y azul, me le cojas la placa”. Efectivamente,
llegó el carro y el tipo disimuladamente le cogió la placa y cogió
todas las señas. Una tarde esperé con otro carro, ¡pam!, ¡pam!,
y los seguí, ¡pram!, entraron en una pensión. ¡Un singadero!, él
y la mujer. Todo bien. Ahora a seguir solo a la mujer. Le sigo
y la voy siguiendo y, ¡pram!, entra a su casa. Averiguo a los que
vivían allí y los visitantes. Observo. Veo que visitaba la casa un
tipo con antecedentes penales y lo abordo de frente y le digo:
“¿Qué hubo fulano?, ¿cómo estás?”. “¡Hola!, ¿qué tal Alvarado?”.
“¿Qué haces por aquí?”. “Bueno, tú sabes, esta muchacha es prima
hermana mía y tal y qué sé yo…”. Por otro lado, pregunto a unos
muchachitos, y no es prima hermana de él ¡nada!, sino un tipo
que concurre a la casa. ¡Ah!, el muy vivo. ¡Coño!, aquí hay gato
encerrado.

115
La mujer, ¡ram!, sale con el hombre del carro rojo y azul. Van
a una especie de laguna donde hay un bailadero. Me consigo a un
tipo que está allí, que saca fotografías nocturnas a los clientes y tal
en el cabaré y le digo: “¿Cuánto cobras tú por la foto?”. “Yo cobro
cuatro fuertes”. Le dije: “Te voy a dar cuarenta si a ese señor que
está ahí, con esa mujer, me lo retratas y, ¡chaqui!, me le sacas una
por aquí y, ¡chaqui!, me le sacas otra bailando”. “¡Okey!”, ¡pum!,
¡pum!, me sacó dos fotos del tipo, me las dio, ¡ran!, y me las llevé.
Comienzo a armar mi rompecabezas. Resulta que el tipo que
va a bailar con la mujer y el tipo que va a singar con la mujer es el
jefe de la Policía Técnica Judicial.
Vamos a ver qué hay detrás de todo esto. Voy siguiéndole la
pista al delincuente y por allá le digo: “Mira, chico, tengo que
hablar contigo. Aquí hay una vaina que es la siguiente: estás
pillao. Quiero advertirte para que te vayas pal carajo, bien lejos,
porque la vaina está jodida para ti por el robo que hubo en la
ganadera. Ya la Judicial sabe que tú estás mezclado”. “¿Cómo va a
ser?”. “Como es. En realidad, todavía no hay orden de detención,
pero en cualquier momento te va a llegar y te van a joder. Lo
mejor es que te desaparezcas”. “¡Coño!, ¡qué bolas!”. Se deschava
y me dice: “Yo no he disfrutado casi nada de esa güevonada. A mí
lo que me dieron fue mil bolívares. El que se cogió esa vaina fue
el director de la Judicial, que la mandó a ella”. “Bueno –le digo–,
cuéntame todo para ver si te saco del paquete”. El muchacho se
me declara y me dice fíjate cómo fue: “Ella empezó a tetiá, a culiá
y a dale jamón y jamón y jamón y jamón al cajero. Cada vez que se
le acercaba, le cogía un número de la combinación, hasta que por
fin le cogió toda la combinación. Después mandó hacer duplicado
de llaves primera puerta, segunda y tercera puerta. Con todas las
llaves y la combinación, el robo era factible. Pero se equivocaron
porque había un dinero grande, más de trescientos mil bolívares
en caja. Cuando dieron el coñazo, lo que dieron fue un coñazo
con treinta y cinco mil bolívares. Nada más. A mí me dieron

116
mil bolívares y el director de la Judicial se quedó con lo demás.
La muchacha había servido de peine”. “¡Okey!, ahora piérdete”.
¡Plas!, se desapareció. Menudo lío. Fue una vaina del otro mundo
cuando le digo al segundo jefe de la Judicial. “¡Ya tengo la vaina!”.
“¿Cómo va a ser? ¿Cuándo podemos detener al ladrón?”. Y le
digo: “¡Cuando tú quieras!”. “¿Dónde está?”. “Aquí en la oficina”.
“¿Cómo va a ser esa vaina?”. “Como lo vas a oír: el director de
aquí, de esta mierda”. “¡¡Coño!!”. Se cayó pa trás. “¡No me digas
esa vaina!, ¡imposible!”. “No es ningún imposible. Tu director,
tu jefe, es el ladrón de esta vaina. Aquí lo tienes retratado con
la mujer, bailando. Aquí lo tienes sentado dándose un besito
en la mesa. Tenemos el burdel donde van a tirar y tenemos la
declaración de la muchacha cuando tú quieras. La muchacha va
a declarar. La hacemos presa, la medio presionamos y declara”.
“¿Cómo se hizo el choreo?, ¿no nos iremos a equivocar? Mira que
nos metemos en un paquete”. “Seguro y clavo que esa vaina es
así”. Inmediatamente, ¡pram!, apresan a la muchacha rápidamente
para que no tenga tiempo de pataleo, ¡ram!, ¡ram!, ¡cham!, ¡cham!;
no la llevan para la Judicial, sino que la meten por allá en una
casa. ¡Chas!, le caemos encima. “¡Usted está pillada! El jefe de la
Judicial ya está preso en Caracas. Confesó, pero le está echando la
mierda a usted. Él dice que usted fue”. “¡Yo no fui!, él me mandó,
me dijo que tal y qué sé yo”. ¡Ram!, ¡pim!, ¡pum!, ¡pam!, la mujer
echa al hombre al agua y el robo se puso clarito, pero como era
el jefe de la Policía Judicial no lo podíamos hacer preso. “¿Cómo
vamos hacer preso al jefe?”. “Pasa el caso a Caracas”.
A la muchacha no se pudo sostener presa porque era menor de
edad. Al soltarla le contó a su hombre y este me manda a buscar
y me dice: “¿Quién carajo lo mandó a usted a meterse en mi
vida?”. Le digo: “Yo no me estoy metiendo en su vida. A mí me
ordenaron un trabajo y yo lo estoy sacando”. “¡No sea pendejo,
hombre!, ¡con qué bolas me va a acusar usted a mí!”. El hombre se
casó con la mujer. ¡Inmediatamente!, se casó con ella para que no

117
pudiera declarar en contra de él. El hombre era abogado, conocía
la ley, la vaina. El mejor ladrón es abogado. Sabe lo que está
haciendo. Se casó con ella de modo que no hubiera testimonio.
¡Plas, plas, plas, plas!, cuando me mandan a llamar a Caracas
tengo que presentarme ante un señor Plaza Márquez. Me dice:
“¿Cómo fue la vaina?”. Le cuento. “¡Anjá!, páselo por escrito”.
¡Ram, ram, ram, ram!, abro mi maletín. “Aquí está mi informe.
Tome usted”. “¡Anjá!”. Lee, ¡ram, ram! “¿Y las pruebas?”. “No
hay pruebas”. “¿Entonces no hay pruebas?”. “No hay”. Plaza
Márquez miró a un petejota y levantó los ojos con cabeza y todo.
Me tomaron de un brazo y regresamos a Maracay.
A mí me metieron en el mismo calabozo.

118
La huelga de hambre

Habían formado una huelga en la cárcel de Maracay. Yo quedé


encargado de hacer los panfletos: “Huelga de hambre. Exigimos
pronta solución de los casos de nosotros aquí. ¿Qué vaina es
esta? La comida es muy mala, es una mierda, aquí lo que dan
son cochochos sancochaos y gorgojos. Firmamos nosotros los
presos del comité”. No era política la huelga. Era una vaina de
delincuentes. Entonces pegamos esa vaina en las paredes y
empezamos. “¡Nadie come carajo en esta vaina!, ¡llévense su
mierda!”, ¡ram!, y le dábamos una patada a la perola de cochochos,
pero antes guardábamos una llena de frijoles. Cuando no veíamos
a nadie, nos hartábamos. Había un italiano que venía y nos decía:
“Siñore estao dos días sin comere…”. “¡Calle carajo!, ¿a usté no le
da pena?, sinvergüenza el carajo, ¿no nos está viendo a nosotros
que no nos hemos desmayado ni nada? ¿No nos ve en pie? Fíjese
cómo estamos fresquecitos”. (Cómo no íbamos a estar bien, si
todos los días comíamos guillao).
Una tarde vino a visitarme la mujer mía con aquel barrigón,
pero no la dejaron entrar. “¡No hay visita! ¡Esos sinvergüenzas
están en huelga de hambre! –dijo el jefe de la Policía–. Su esposo
es uno de los primeros. Hizo unos panfletos y que si huelga, que
si mejor comida. Ese es un sinvergüenza. ¡Váyase de aquí!”. Yo
que estaba viendo y oyendo por la reja, le grité: “¡Anda, vete, no
le hagas caso!, y vienes después, cuando se termine esta cuestión”.
Esa noche vino el jefe de la Policía, y entró a los calabozos.
“Déjense de eso, muchachos, coman mañana, y ustedes van a ver
cómo se les va arreglar la cosa”. Yo, como estaba espinao con la
vaina que le había hecho a la mujer, me paré y le dije: “Mire,
usté le dijo a la mujer esta mañana que se fuera”. “¿Y cómo iba
a darle visita, si usté es uno de los primeros sinvergüenzas?”. Le
escupí la cara, ¡chjuus!... “¡Sinvergüenza es usté!, ¡Una mierda!,
¡una mierda!, ¿entiende?”. El tipo se manotió. “¡Saca tu revólver

119
y mátalo a uno!”. Se limpió la saliva de la cara. Salió. Llamó por el
teléfono al hijo de él, que era teniente y en ese momento estaba de
guardia, patrullando las calles de Maracay con la Policía Militar
llegaron. Dos camionetas llenas. Y bombardearon la Policía con
gas lacrimógeno, y aquel zaperoco y to el mundo metío en el agua
con cobijas y tal. ¡Pam!, entraron con las máscaras, me agarraron
por el pelo, me jalaron y cuando me sacaron, yo tenía una rueda
formada de policías cascos blancos, botas blancas, rolitos de goma
y bayonetas. “¡Ahí ta!, ¡dénle a ese carajo!”. Cerraron el círculo
y empezaron a dame a dame a dame a dame a dame. Uno con
las botas me dio una tremenda patada, como un gol de Pelé. Me
reventó los testículos. Caí como un plátano en el suelo, de ahí
me llevaron pa’entro. No sentí más nada. Al siguiente día estaba
con los testículos completamente inflamados, parecían unos
cocos, y empezaba a oriná la sangre, pero por toneladas. Me
habían reventao los conductos diferentes, todos los bichos ahí. Se
me volvió un zaperoco aquello. Me escachaparon. Los presos me
daban seconal pa que no sintiera los dolores. Fue la única vez que
tomé seconal en mi vida… No me llevaron ni al hospital ni a
ninguna parte. Ahí me dejaron, me dejaron ahí pa que me curara
por la Naturaleza y si no, que me muriera, y ahí me curé.

120
Salí a tomarme un café

Estando ahí, empiezo a planiá una fuga. Veo que había una
claraboya altíísima y que era factible salir a la azotea por esa
claraboya porque había un hueco bastante grande. Me digo: “La
única forma de llegar allá arriba es juntando dos bancos de la
visita, que eran grandííísimos, se amarran esos dos bancos y esos
dos bancos se paran y entonces se puede montar uno parriba”. Así
lo hice, ayudado por una patota e presos, moniamos y salimos
dos a la azotea. Yo llevaba tres sábanas envueltas, amarradas por
si acaso había que descolgar; pero arriba, en la azotea, estaba la
policía haciendo guardia. Tuvimos que rampiar tipo guerra con
los codos y burlar la policía asentándonos muy en silencio, muy
tranquilos por la azotea. Llegamos a un sitio donde había gran
vacío que daba a un patiecito. Ese patiecito, daba a un Banco.
Por ahí nos descolgamos y salimos por una ventana. Corriendo
fui que’se mi mujer. Cuando llegué, mi mujer me vio. “¿Qué?”.
“Me fugué”. “¡Ay!”. Al decirle que me fugué, se cayó patas arriba.
“¡Ay, Dios mío, otra vez!”. “¿Y qué te pasa?”. “¡Ay no!, me voy a
morir. ¡Voy a abortar!”. Yo, como la quería y la quiero tanto, le
dije: “Bueno, bueno, ¿qué es lo que tú quieres entonces?”. “Es
preferible que estés allá, que yo sé dónde estás, en cambio por ahí
no sé si te han matao y yo estoy sufriendo mucho”. Le dije: “Está
bien, me voy a entregar, no te preocupes”. “¿De verdad que te vas
a entregar?”. “Sí, mija, no te preocupes”. Entonces fui casa del
preso fugao y le dije: “Anda, vete tú, que yo me voy a entregá”.
“¿Qué, quééé? ¡No joda, tú estás loco, vale!, ¿cómo te vas a
entregá?”. Le dije: “¡Ah, vaina!, vete, son problemas familiares,
tú no entiendes esa vaina”. Él se fue pal carajo. Entonces yo, por
mis propios pasos, me fui caminando. ¡Cham, cham! Me había
fugao más o menos como a las siete y media. Y eran las nueve y
media de la noche. Ya habían cerrado las puertas de la policía y
toqué, ¡toc, toc, toc! Abrieron un huequito y me salió la cara de

121
un policía. “¿Qué desea?”. “Que me abran la puerta, que voy para
dentro”. “¿Cómo que va para dentro?”. Le dije: “Sí, vale, ábreme
la vaina esa, que voy a entrar pa dentro”. “¿Pero usté viene de
dónde?”. Le digo: “¡Caramba, chico, abre!”. Llamó: “¡Sargento!”.
Al abrir la puerta: “¡Pero si es Alvarado!, ¿qué haces tú afuera?”.
“Salí un momentico a tomarme un cafecito”. “¡Qué bolas tienes!,
¡pásalo paentro!”, ¡pas, pim, pum, pam! Me metieron pa un
calabozo, ¡pito!, formación. “¿Cuántos más se fueron?, ¡falta otro!,
¿y dónde está el otro?”. “Yo no sé de nadie más. Salí por la puerta
a tomarme un café y regresé a dormir. Eso es todo, y punto”.

122
La guerra e mierda

Me tenían en calzoncillo metío en un calabozo, me pusieron


un fusil con un hombre sentao ahí, ni agua me daban, yo dije:
“¡Coño!, pero ¿qué hubo?, ¡coño!, ¿me van a matar?”. Esta vaina se
va a acabar, empecé a inventar. “¿Cómo me quito yo este paquete
de encima?”, me fijé que por las mañanas no había agua en los
escusao; como a las tres de la tarde traían las mangueras, grandes
mangueras con camiones y echaban manguerazos de agua y
lavaban los escusao, pero mientras tanto los doscientos y pico e
presos cagaban toda esa mañana y la mierda se amontonaba hasta
que se derramaban los escusao de mierda; cogí una cobija cuando
me sacaron a oriná, la única cobija que tenía que me habían pasao
en la caleta, que tenía que esconderla pa que no la viera el policía,
la saqué y, ¡raam!, empecé a cogé mierda de los escusao y a echá en
esa cobija mierda, mierda, mierda, mierda, mierda, llené ese poco
e mierda y pasé por el otro escusao y volví a cargá mierda, mierda,
mierda; cuando llegó el momento en que no podía con la mierda
porque la cobija no la podía ni jalá, porque tenía como cuarenta
kilos de mierda, agarré dos plastas y le dije al policía esta vaina:
“Se acabó; tú eres el que me está custodiando; tú eres el primero
que vas a agarrá”, ¡pataplam!, y le atesté aquella plasta e mierda
por el pecho. El policía salió corriendo en un alarido; le dije a
los presos: “¡Ustedes también, carajo, van a cogé mierda!”, ¡vaan!,
mierda por toas partes; se asomaron unos policías con intenciones
de agarrarme y me empecé a llenar de mierda, me llené las patas,
me llené el pecho, me llené la cabeza e mierda, el que se me meta
coge mierda y dije: “¡Bueno, ahora a la guerra e mierda!”. Llegó
un sargento y se asomó y ¡plaassta e mierda!, con él entonces to el
mundo se encerró y huuuumnn… Un sargento que lo llamaban
Bigotes dijo: “¡Ah, no!, Alvarado es amigo mío, ¡vengo a hablar
contigo!”, “¡Plaaasta e mierda contigo también carajo!”. Se formó
un zaperoco, se subieron los policías a la azotea, comenzaron a

123
bombardearme con bombas de gas lacrimógeno, ¡bluum, bluum
y bluum!, bomba que cogía, bomba que sacaba, perseguía las
bombas y las tiraba parriba; aquello era un mierdero horrible y
nadie se atrevía a agarrarme porque parece que la gente le tiene
mucho miedo a la mierda.
Fueron a buscar a mi mujer y la trajeron, me abrieron la puerta
y se asomó mi mujer con una bandera blanca. “¡Alto a la mierda!,
¡mi amor!, ¿qué es eso?”. Le dije: “Bueno, bueno. ¿Qué va a ser?,
¡esta gente me tiene obstinao, me tienen tres días trancao, no me
dejan verte no me dejan na!”. “¡Ay, mi vida!, ¿cómo estás lleno e
mierda por toas partes?, ¡qué horror!”: Le digo: “Es la única forma
de que esta gente entienda, yo cambio plomo por mierda, esto se
acabó”. “Deja la mierda, mi amor, que todo se va a componer. Me
lo prometieron”. “Bueno, mija, está bien, abandono la mierda”.
En la cobija quedaron como treinta kilos de armamento de
mierda y me fui a bañar. ¡Carás!, estuve hediondo como treinta
días y no se me quitaba.

124
Favor con favor se paga…

Me tenían en una celda con puerta de vidrio transparente que


permitía ver de afuera hacia dentro o viceversa. Allí y en otras
ocho celdas con máquina de escribir y escritorio. En el pasillo
había un guardia permanente que, además, atendía a los presos de
las celdas. Me fijé que había una escalera hacia el costado derecho,
que hacía una ele, pero no terminaba en ninguna parte porque
la habían clausurado con unas tablas clavadas. Me dije: “Por aquí
hay un futuro escape”. Mandé a buscar dos pantalones negros
exactamente iguales, dos pares de zapatos negros, dos suéteres
azules. Los trajo mi mujer con cierto recelo. Rellené el pantalón
con una cobija y le di forma de un ser, le metí a las medias papel
periódico, hice el tobillo, hice la canilla, hice los pies, los metí
en los zapatos. Construí un muñeco. El cuerpo en posición de
dormir, acurrucado. La cabeza la tapé con un paño. A las nueve
y media de la noche me paré frente a la puerta de cristal y toqué
varias veces, tac, tac, tac. “¡Anjá!, por favor, ábreme, que voy a
orinar”. El guardia me abrió. Salí para el urinario. Por fortuna
que daba en el pasillo. Pero no entré al urinario, sino que me
quedé a la expectativa de lo que hacía el guardia. Vi que el guardia
se movió hacia la izquierda. Metí velocidad, abrí una puerta de
las celdas y me acurruqué debajo de un escritorio. El guardia
esperó que orinara unos tres minutos. Como no salía del urinario,
fue a verme. ¡Mayor sorpresa!, no estaba en el urinario y salió
corriendo para la celda. Me vio durmiendo, con el paño en la cara
y tomó el cuidado de trancar la puerta. Salí de abajo del escritorio,
cogí una máquina de escribir y le arranqué unos pasadores y
con ellos me fui por las escaleras, llegué a la puerta y comencé a
despegar las tablas. Desde las diez de la noche hasta las tres de la
mañana estuve sacando clavos, poco a poco, sin hacer ruido. Por
fin, abrí la puerta: me encontré con oficinas y un corredor. Asomé
la cabeza por un cuadrito de vidrios y vi a dos petejotas con dos

125
ametralladoras a la mano. Me agaché y en puntillas me metí
en un salón de clases. Por la ventana tomé el techo y comencé
a ramplar hasta aflojarme por un canal y caer en el patio de un
hotel. Atravesé el patio, un pasillo, una sala, di las buenas noches a
un muchacho que asomó la cabeza desde un diván, y salí a la calle.
Al siguiente día, el tipo ese que era yo no se levantaba. El
guardia abrió la puerta: “¡Mira, chico!, ¿no te vas a lavar la cara?
Ya todos los presos hicieron sus necesidades y tú ahí durmiendo
como si tuvieras vacaciones”. El muñeco no se movió. El guardia
se acercó: “¡Mira!...”. Se cayó una pata. “¡Coño!, ¡qué vaina es
esta!”. Se puso blanco, pero recogió la pata y la volvió a colocar en
su sitio, con mucho cuidado. Salió y se hizo el pendejo. Al rato,
cambió la guardia. El nuevo guardia empezó a revisar las oficinas
y, ¡sorpresa!, ve a un tipo durmiendo. Abrió la puerta: “¡Flojo,
despiértate!”, y al agarrar una pierna se le desbarató el muñeco.
“¡Caráss!, ¡qué es esto!”. Movilizó a los petejotas de guardia. Corre
pacá y corre pallá. Al muñeco lo retrataron. Fotos por aquí, fotos,
fotos de este lado, fotos del otro. Al guardia lo botaron.
A la semana de la fuga, paseando por La Pastora, se me ocurre
preguntar la hora a un tipo que conversaba con una muchacha:
“¿Qué horas tienes, mi vale?”. “Las seis”, me dice. “Gracias”.
“¡Coño!, valecito, si eres tú –me dice el hombre–, qué vaina
me echaste”. Yo me asusté. “Te fugaste de Maracay, y a mí me
echaron el ganso, me botaron. Yo soy Sevillano, el que estaba de
guardia la noche de tu fuga. Las bolas me subían y me bajaban”.
“Perdona, chico”, le dije. “No te preocupes, vale, ya no estoy
en esa vaina, por mí puedes tener tranquilidad. Te voy a dar mi
dirección. Yo vivo aquí, en La Pastora, y este es el número de mi
teléfono”. No oía casi, pensando cómo echar la carrera. El tipo me
tomó por un brazo: “¡Coño!, ayúdame, chico, estoy pelando, me
botaron, y me quedé mamando”. “No te preocupes, viejo, no te
preocupes –le dije–, yo te llamo, favor con favor se paga”. Y me
perdí de La Pastora.

126
De Penitenciaría
Mal espectador

Uno entra primero al cristianismo. Después, si alguien te


convence, te haces evangelista. A los meses pasas al espiritismo.
Siempre el más allá. A mí me hicieron creer. Un día me dijeron
que yo había sido Salomón. Y lo creí. Me dijeron que mi mujer
había sido la Virgen de Chiquinquirá. También lo creí. Ahora
eres ladrón, me dijeron, porque fuiste Salomón y estás pagando en
este mundo las vainas que echó el otro.
Un día fui espectador de una comunicación. Un preso
rosacruz se puso un paño negro en la cabeza, prendió unas velas
y se arrodilló frente a un espejo: “¡Hola, mi amor!, ¿cómo estás?”.
“Bien, mijo. ¿Y tú cómo estás?”. “Sin ti, muy solo”. El espejo
era micrófono y parlante. “¡Coño!, ¿quién está aquí?, ¿quién
interfiere?”. Era yo. Me mandó a salir de la celda. “Pajeaste la
vaina”, me gritó.

128
El Cristocosmos

Yo también inventé mi vaina. Como todo el mundo estaba en la


medianería y el espiritismo y el más allá, inventé El Cristocosmos:
una ruleta con unos signos. Yo leía el signo donde cayera la
pelotica: sufres un gran dolor síquico, tienes la mujer enferma,
pronto harás un viaje, tu mujer va a tener un hijo, en este
momento ella está cocinando –eran las siete de la noche–. Una
pila e mentiras. De tantas vainas que uno dice, pega algunas. Con
El Cristocosmos, me ganaba mis cigarrillos, mis empanadas y mi
cafecito. Paraba cuatro y cinco bolívares diarios.
Un día se murió el árabe. ¡Se murió Mahomé, le dio un golpe
extraño! El Marinero y el Gordo me comentaron la muerte de
Mahomé. “Tienes que llamar a Mahomé –me dijo el Gordo–,
a ver si nos dice dónde enterró la plata”. “¿Pero cómo voy a
comunicarme?”. “¡Coño, y tú no tienes El Cristocosmos!, o es
que esa vaina es mentira”. Me picaron el amor propio. “Está bien,
vamos a comunicarnos con Mahomé”. Fuimos a mi calabozo y
nos sentamos en unas almohadas y unos banquitos, alrededor del
Cristocosmos. “Bueno, okey, llámalo”. “¡Coño, deja el apuro!”
Empecé a darle vueltas al Cristocosmos, con sus jeroglíficos
y sus pajaritos que había copiado de una revista. La ruleta daba
vueltas y vueltas. Se paró. La pelotica cayó en un signo. “¡Oh,
Mahomé!, hazte presente en este mundo desde las tinieblas en
que vivís, danos tus manifestaciones”. No había acabado de decir
manifiesta… cuando comenzaron a caerse unos libros y sonó un
perolero y chirriaron las rejas. El Gordo se comió la puerta. Yo
salí detrás de él. El Marinero quedó allí privado, con la ruleta
en el pecho dando vueltas. Esa noche dormí en el patio con un
colchón, preguntándome qué había pasado.

129
El servicio sexual

“¡Mañana va a singá Ramón! Ahí ta, en la lista, le toca el número


nueve”. “Pero Ramón no quiere singá, anda con problemas y no
le da la gana de singá, o prefiere dos fuertes”. “Te vendo el puesto:
¡dame dos fuertes! Tómalos”. Al día siguiente, cuando llaman a
Ramón, pasa Pedro, pues le compró el puesto por dos fuertes. Ese
es el servicio sexual en la cárcel. Con la clasificación del caso: el
martes para los casados, el miércoles para los concubinos, el jueves
para las putas. El jueves es un bochinche y una gritadera: “¡Llegó
la Cara e Diablo!, ¡la Pata e Palo!, ¡la Sin Diente!, ¡la Pulga!,
¡la Rata!, ¿cuántos tienes en la lista?”, pregunta un Guardia
Nacional. Responde otro: “¡Siete! Solo vinieron cinco”. Llaman
a los cinco: Antonio Pérez, Juan Bustamante, Lorenzo Pérez,
Estanislao Alfonso, Rodrigo Fuentes. Cada una de las mujeres,
mientras tanto, recibe un papelito con el nombre del que le toca.
Llegan los singadores. “¿Quién es Antonio Pérez?”, pregunta la
rata. Antonio ve a la mujer: gordiflona, dientes picaos, con un
orzuelo como limón podrío. Y no sabe qué hacer: acostarse con
la mujer o renunciar al singue. De cualquier manera tiene que
pagarle treinta bolívares.
Con las concubinas la cosa mejora un poco. Hay cierta
discreción, pero todo el mundo está informado. Igual con las
esposas. Hay que llenar una ficha de la mujer y entregar dos fotos.
A ti te dan un carné y el Servicio se guarda otro. Cuando quieres
acostarte con tu mujer, vas al servicio: anóteme para el martes.
¿Qué número?

130
Hágaselo usted

Estuve año y medio sin tener relaciones sexuales, pues yo no le iba


a echar aquella vaina del servicio sexual a mi mujer. Me contentaba
con verla en la visita y agarrarle la manito y darle uno que otro
besito en el cachetico. Pero hay días en que a uno se le calienta la
sangre y lo que siente es un hervidero por dentro. Uno de estos
días salí a plantearle el problema al doctor Salmerón: “Doctor,
tengo un problema, año y cuatro meses sin contacto sexual con
mi mujer”. “¿Y qué le pasa a usted? –me dijo–. ¿Por qué no va a la
Cámara?”. “No, doctor, no puedo ir a la cámara de gas –que así se
llama el dormitorio de acueste– por muchos motivos: tengo que
fichá a mi mujer con un número, después una fotografía, luego
un carné. Cuando viene mi mujer tengo que pasarle el carné al
guardia. El guardia, muchas veces, se la queda viendo con cierto
cinismo y cierta morbosidad”. “¿Qué quiere usted que yo haga?
–me interrumpe el doctor–. Aquí todo el mundo lo hace”. “Pues
yo no lo voy a hacer –le dije–… Concédeme un permiso para ir al
pueblo y hacer mi cuestión solito con mi mujer, sin necesidad de
guardias”. “Usted no entiende, Alvarado, eso es imposible. Tenga
calma. Mientras tanto, mientras le llega la libertad, hágaselo usted
mismo que no hace daño ni corre el riesgo de preñar a su mujer”.

131
Monté un casino

En la penitenciaría monté un casino. Nadie me dio un centavo.


Me dijeron: “Aquí hay un salón vacío, como tú eres un hombre
inteligente, invéntate algo. Tiene luz, agua. No pagas salón. No
pagas nada”. Inmediatamente me puse en movimiento. “Dígale
a la Golden Cup que venga por aquí”. Vino la Golden Cup. Le
dije: “Yo necesito que usted me fíe veinte gaveras de Golden Cup
en distintos sabores. Manzanita, colita, naranjita. Yo les pago la
semana que viene”. “Muy bien”, me dijo la Golden. Bajaron las
veinte gaveras.
Al día siguiente, me puse con una carretilla a venderles a los
presos y a los guardias y a los visitantes, a todo mundo. Vendí
las veinte gaveras. Las pagué y pedí cien gaveras. Vendí las
cien gaveras. Comencé a invertir: tantas cajas de cigarrillos,
tantas gaveras de Golden, tantas bolas de caramelos. A los seis
meses, cuando se vino a ver, tenía montado el Casino. Venta
de cigarrillos, Golden, café, caramelos, sanduiches, bolígrafos,
tortas. Compré un billar. Tres mil bolívares me costó. Compré un
televisor: pagué por él mil novecientos bolívares.
Llegó un momento en que tenía quince mil bolívares en
existencia de mercancías, de acuerdo con el inventario, más un
billar, un televisor, muebles, un escaparate, una nevera de puertas
corredizas.
¿Qué hicieron? El director de la cárcel me mandó a meter
en un calabozo y me quitó el negocio. Dijeron que un preso no
podía tener negocio, porque los prohibía el artículo 198 de la
Constitución y el artículo 134 de yo no sé qué Código.

132
En el Economato también tenían su choreíto

En la Penitenciaría cambiaron de director. El nuevo director supo


lo que me habían hecho con lo del casino. Me llamó y me dijo:
“¡Caramba, qué vaina te echaron! Voy a ver cómo te ayudamos”.
A los días me mandó a llamar. Me dio un puesto en el Economato.
Organizar el archivo, las carpetas, los recibos. Al mes asumí la
responsabilidad de llevar el kardex, y conocí las entradas y salidas
de las mercancías en la Penitenciaría, la cuestión del per cápita, la
disponibilidad del dinero.
Por supuesto, me di cuenta que allí sucedía algo, como sucede
en todas las penitenciarías y en todos los Ministerios y en todos los
puestos y en todas las cosas: que todo el mundo chorea. Unos así,
otros asao. Unos chorean legalmente, otros con descaro. El asunto
es no quitar las cosas a la brava, si quieres triunfar, quítalas con
simpatía, con una sonrisa, con una corbata bien bonita y ademanes
muy finos, de manera que sea permitido por la ley. Si yo entro a
un apartamento y cargo con todos los muebles, es un robo. Si el
que lo hace es un abogado y un juez y hacen un embargo, no es
un robo, es un embargo. Mi papá siempre me lo decía: “¿Por qué
tú vas a actuar fuera de la ley? Si tú quieres ser ladrón, ¿por qué le
vas a sacar la cartera a alguien? Métete a abogado y robas con una
gran facilidad, protegido por la ley, o te metes a funcionario del
Gobierno. Si quieres ser limosnero, ¿por qué te vas a parar todo
sucio en una esquina? Métete a cura, y nadie te va a mandar pal
Dorado”.
En el Economato también tenían su choreíto. El trabajo era
muy sencillo: se compraban ochocientos bolívares de carne de
res. La carne no entraba a la cocina, pero el recibo iba a parar a
la Administración. En la Administración hacían un cheque por
ochocientos bolívares. Yo tenía que meter los doscientos kilos
de carne en el kardex, y después los sacaba porque salían para la
cocina. O sea, la carne que no entraba, salía. Así pasaba con las

133
papas, con el azúcar, con el café. ¡Llegaron cien sacos de café y
cien sacos de azúcar! Mentira, llegaban cincuenta sacos de café y
cuarenta de azúcar. Pero yo recibía cien sacos y el kardex también.
Salían treinta kilos de azúcar para la avena, que yo anotaba en el
kardex, pero a la avena entraban diez. Claro, los presos se tomaban
una avena toda desabrida.
Como yo conocía la pomada, tenía que enredarme también.
El jefe del Economato me dijo: “En este negocio tú tienes tus
ventajas, puedes mandar tu papita para tu casa. Todas las semanas
te preparas una cajita, metes espagueti, azúcar, arroz, café y lo
mandas para tu casa en la línea de los Llanos”. Empecé a mandar
mi cajita cada quince días, para no abusar. Hasta que un día,
cuando estoy haciendo mi cajita, llega el Administrador y me
pregunta: “¿Y qué hay en esa caja?”. No respondí nada. “¡Oiga,
Rodríguez!, ¡anjá!, ¿de quién es esta caja?”. Y Rodríguez le
dice: “de Alvarado”. “¿Y quién le dio orden a Alvarado para que
hiciera ese paquete?”. “Yo no sé”, respondió. “¿Cómo que no
sabes?”, salté yo. “Claro que no sé” –dijo. “Pues voy a informar al
director”, dijo el administrador. Al rato llegó el director. “¿Qué
es lo que pasa? Me dijeron que usted está sacando la comida del
Penal”. “¡Ah!, no, yo no estoy sacando ninguna comida –le dije–,
la comida está aquí en el Economato, robo sería si esta comida
estuviera fuera del establecimiento, o la hubieran agarrado en
un carro. Yo solamente estoy esperando que el señor –y señalé a
Rodríguez– dé orden para mandar mi comida para la casa de mi
mujer”. “Aquí, el único que puede dar esas órdenes soy yo –me
respondió el director–. Saque esos corotos y póngalos en su sitio,
y se acabó esta historia”. Dio la espalda, y se fue.
“Quedé picao. Te voy a jodé a ti”, decía mi mente a
Rodríguez. La ocasión se presentó. Al mes llegaron los auditores
del Ministerio de Justicia. La cosa se puso fea porque también
llegaron dos auditores más de la Contraloría General de la
Nación. Comenzó el inventario, porque cada vez que llegan

134
los auditores se hace inventario. Contaron el aceite, el maíz, el
azúcar, la carne, el café. Inventariaron todo. Fueron al kardex. Lo
revisaron. “¿Quién lleva el kardex?”. “Yo”, dije. “¿Qué pasa con
este cochino? En la refrigeradora hay ciento ochenta kilos y aquí
se leen trescientos kilos. ¿Dónde está el resto?”. Me envalentoné.
“Sí, como no, así es, pues aquí hay choreo de cochino y de
azúcar y de maíz y de café”. “¡Cómo va a ser!”, dijeron a coro
los auditores, con las bocas muy abiertas. “Como es”, respondí.
Se formó la zapi, zapi. Llamaron al administrador, al director,
al ecónomo. Ya saqué mis planillas de verdad, y las puse sobre
la mesa. “Lean. Aquí hay un déficit de noventa mil bolívares”.
“¡Usted al calabozo!”, gritó el director. Pero la investigación
siguió. En cuatro años, un déficit de setecientos mil y pico de
bolívares. Vino la Policía Judicial. Se abrió un proceso que se
cerró por la campaña electoral. Los implicados fueron llamados
por el partido para incorporarse a la campaña.

135
Escuela magnético espiritual

Siempre el más allá, porque del más allá venimos según dicen
las escrituras de unos y otros. Escuela Magnético Espiritual de la
Comuna Universal, escribí en un cartón y lo pegué en la puerta de
la celda. “¿Y esto qué es?”. “Esto es espiritismo, vale. Aquí estudio
mis complementos astrológicos, la vida y las cosas científicas”.
Pasó un guardia y leyó el cartel. Tocó. “Sí ¿quién es?”. “Soy
yo, hermano”. “¿Tú?”. “Yo”. “¿Y quién soy yo?”. “Tu hermano
que de seguro te conoció en el más allá”. “¡Ay!, me salió un loco.
Pero tú eres guardia, policía, carcelero, no eres mi hermano”. “¿Y
tú no vienes del más allá?”. “Sí, pero estoy acá”. “¡No!, tú eres
mi hermano, mi hermano, mi hermano”. Y se fue con los ojos
volteados, después de darme un abrazote. Claro, se convirtió en
un aliado. Me traía cigarrillos y fósforos y chocolates. Me dijo que
me cuidara porque otro guardia me había puesto el ojo, ya que
era evangelista. Un día se me presentó el evangelista. “Usted sabe
–me dijo– que está prohibido terminantemente poner carteles
y pintar paredes. Mire esos muñecos y esos signos en la pared.
¿Quién te autorizó para rayar en esta vaina?”. Le dije: “Usté está
equivocado, ni son garabatos ni son muñecos, son los signos y las
fórmulas de mis estudios científicos”. “¿Y me va a decí entonces
que usté es un científico?”. “No soy científico, simplemente estoy
estudiando cosas de la ciencia”. “Pues ya te vamos a poner con
la otra ciencia”. Y salió disparado y que a pasar un informe al
director del penal. El chisme le llegó al director del pabellón de
observación, porque al rato se apareció con tres guardias, abrió
el calabozo y me dijo: “¡Buenas tardes!”. “Buenas”. “¿Qué es lo
que pasa aquí?”. “Nada”. Se paseó por la celda. “Anjá”. Le pasó
un dedo a la pared. “Anjá”. Me miró de arriba abajo. “Anjá”.
Se sentó en la cama y me dijo: “¡Caramba!, vengo a hablar con
usted”. “Estoy a sus órdenes”, le dije. “¿Qué son estas cosas que
usté tiene pintadas aquí en la paré?”. Le dije yo: “Bueno, ¿usted

136
quiere que le explique?”. “Cómo no”, me respondió, y se cruzó
de brazos. “¡A ver! Bien –le dije–, por aquí, por esta pared,
tenemos un complemento de partículas elementales… Usted
sabe que esos son los cuerpos más pequeños que existen… Y estos
son los micros objetos que hoy son observados por la ciencia más
alta… Y por aquí se habla de una promateria, algo que todavía
está muy en embrión, pero ya se habla de ella”. “¡Anjá!, ¿usted
ve estas partículas?”. “Sí, las veo. Pues bien, son inestables. Por
ahí fue que se cayeron las teorías de que el átomo era una cosa
indivisible y fija”. “¿Usted ve estos símbolos?”. “Los veo, sí”.
“Estos símbolos son de partículas completamente cambiables,
ellas se transforman unas a las otras. ¿Usted las conoce?”. “No
las conozco”. El hombre tenía la boca abierta, pero seguía con
los brazos cruzados a la altura del cuello. “Debería conocerlas”,
le digo subiendo el volumen. “Bueno, en realidad, sí, creo que,
como no, yo las conozco”. El hombre se sonrió. Si hubiera tenido
mostachos, le habría dado su vueltica. De manera que optó por
rascarse la patilla. “Prosigamos. Fíjese usted, aquí tenemos el
complemento en la cuestión del mundo, como usted sabe. El
hombre primitivo usaba el trueque y se agrupaba en el trabajo
para la explotación de la naturaleza y…”. El hombre se paró con
desgano. “Equivoqué el discurso”, me dije. “Todo eso que usté
está diciendo es muy interesante, todo está muy bien, pero aquí
está prohibido pintá las paredes. No se puede estar pintando
paredes porque si no, figúrese, todo mundo pintando paredes, a
dónde vamos a pará. Yo lo que voy a hacé es traerle un pizarrón
y así acabamos la cosa”. “Le agradezco bastante, mi director”, le
dije. “Bueno –me dice–, dígame una cosa… ¿Este estudio que
usté está haciendo tiene alguna escuela?”. “¡Cómo no! Venga para
que vea. Y le enseñé el cartel: Escuela Magnética Espiritual de la
Comuna Universal”. “¡Eloi, Eloi!, ¡siempre el más allá!, ¡caramba,
qué bien!, ¿entonces usté es espiritista?”. “Como lo está diciendo,
y de los buenos, yo soy medium desarrollado”. “¡Cómo no! Y

137
me transporto perfectamente”. El hombre se fue convencido.
Me mandaron mi pizarrón. Y ahí murió la cosa porque a los días
el director salió de vacaciones o lo cambiaron, y yo me salvé de
tener que llamarle a su mujer, que ya tenía varios años bajo tierra.

138
Si no respondes así, te jodiste…

—Si tú vas por la esquina de Las Gradillas y ves que vienen


una señora y una niña, ¿a quién le da paso?
—A la niña.
—Si en vez de una señora y una niña, vienen dos niñas, ¿a
quién le das paso?
—A la más fea.
— ¿Por qué?
—Porque a la bonita todo el mundo le da paso.
— ¿Qué ves aquí? –me enseña un pedazo de hígado lleno e
sangre.
—Veo una mariposa. ¡Bellísima! De lindos colores, las alas
volando.
—Y aquí, ¿qué ves? –me enseña un hombre con las tripas
afuera.
— ¡Ay!, ese es un caso para la técnica judicial.
— ¿Pero usté no ve nada de particular?
—Sí, para un periodista, sí, porque él se ocupa de esos
crímenes y goza un puyero poniendo esa vaina en el periódico.
— ¿Entonces usté ve un crimen?
—Yo no lo veo, lo ve el periodista.
—Si usté violenta la puerta de un apartamento y se encuentra
con esto, ¿qué hace? –me enseña una mujer desnuda en un diván.
—Digo, ¡ay!, Dios mío, me equivoqué.
— ¿Usted no entra?
—Usted está loco. ¿Cómo voy a entrar?
— ¿Esto es un revólver? –me enseña una pistola.
—Sí, es un arma.
— ¿Qué acción le ve a ese revólver?
—Una pistola no es para cepillarse los dientes ni para comer.
— ¿Y no le ve alguna utilidad?

139
—Bueno, sí, podría serví pa clavá un clavo en la paré; pero
no es así, pues un revólver es para matar así como un cepillo de
diente es para cepillarse los dientes. Ahora, que usté lo coja para
echarle betún a los zapatos, es otra cosa.
—¿A usted le gustaría tener un revólver?
—Para mí no tiene ninguna utilidad. Ninguna, porque yo
no soy empleado de la justicia. Aquí solo tienen derecho a usá
revólver los empleados del Gobierno.
—Y así sucesivamente, porque, si no respondes así, te jodiste.

140
Mi complemento numérico

—¿Qué piensas tú de la cuestión sexual?


—Doctor, usted no me entiende.
—¿Qué piensas tú de la unión de los seres?
—Ahora sí. Le voy a decir: hasta el presente creo que eso anda
muy mal, porque yo, por lo menos, estoy considerado como un
hijo ilegítimo, o sea, que no sé si nací en una incubadora. Soy
ilegítimo, y eso me tiene arrecho porque por qué voy a ser un hijo
ilegítimo, si soy hijo de una mujer y un hombre, de una esperma
y un óvulo que se fecundaron. ¿Qué vaina es esa de ilegítimo?
Parece que no fuera de este mundo, sino de Venus, de Marte.
¡Ilegítimo!
—¿Pero qué piensas de la relación entre un hombre y una mujer?
—Lo que dice la película.
—¿Cuál película?
—La de un hombre y una mujer.
—No la he visto.
—Yo tampoco, pero me la contaron, así como le voy a decir lo
siguiente: la cuestión sexual es una finalidad que hay que cubrir,
pero es necesario estudiar los medios de lograr una estabilidad de
grado anímico para llegar al conocimiento de la complementación
amorosa normal. Por ejemplo, yo he tenido pocas mujeres para
cubrir necesidades fisiológicas. Ahora, que de pronto sale un niño.
¡Natural! Pero no un hijo ilegítimo, porque si yo me acuesto con
una mujer, tiene que nacer un niño, no puede nacer una burra.
—Párate un momento. Por lo que veo, tú no me comprendes.
Yo te he preguntado por la relación entre un hombre y una mujer.
—Ni usted me comprende ni yo le comprendo, pero le voy a
responder. Yo he tenido algunas mujeres, algunas cuantas, hasta
que me encontré la parte que a mí me corresponde.
—¿Y cuál es la parte que a ti te corresponde? –se interesó, pues
se arrimó al escritorio y puso los codos encima.

141
—Hablo de números. Usted sabe que el número cien no existe.
Usted sabe que todo, al llegar al noventinueve, cambia. Al ser
humano le pasa lo mismo en lo que complementa la sexualidad. Yo,
por ejemplo, no sé cuánto tendrá del masculino ni cuánto tendré
del femenino, pero vamos a ponerle al masculino un ochenta y el
resto al femenino. Entonces tengo que tener una mujer con esa
estabilidad. Si, verbo y gracia, tengo un masculino de noventa y
me encuentro con una mujer de noventa masculino, me va a caer
a coñazos. No sirve. Tengo, para conseguir la complementación
numérica, que lograr la estabilidad hombre-mujer.
El hombre se puso más serio. Se arregló los lentes, pasió la
mano izquierda por la barbilla y me dijo:
—Explícame eso de la complementación numérica.
—Fíjese usted: hay maricos “hormónicos”. Cuestión
embrionaria, biológica. La naturaleza le dio vellos suaves, senos
desarrollados, nalgas mofletudas y bonitas, una cara más o menos
lampiña. Digamos que ese hombre busca su macho, es decir, un
macho-mujer. Pues para lograr la estabilidad, el complemento
numérico, él tiene que encontrar una lesbiana, o sea, una mujer
que tenga más de hombre que de mujer. Entre el femenino de uno
y el masculino de la otra, y el masculino de uno y el femenino
de la otra tiene que producirse el complemento para lograr la
estabilidad.
—Explícate mejor, porque si no, vamos a cortar esta entrevista.
—Me explico: unos somos menos femeninos que otros, pero
el femenino siempre lo tenemos. Unos lo tenemos tan guillao que
solamente nos partimos todo en el espejo, y eso cuando tenemos
el baño trancao, que nos vemos y nos vemos la cara y nos la
tocamos y nos vemos así de medio lao, y eso es una vainita que
la tenemos todos, ya que no vamos a decir que somos macho cien
por cien. Todos tenemos, unos más, otros menos, la femineidad.
Así como lo oye. Y todas las mujeres tienen su masculinidad. Eso
es lo que hay que estudiar. Cada uno tiene que buscarse su cosita.

142
El hombre su hombre. La mujer su mujer. Yo, por lo menos, me
busqué mi hombre. Mi hombre se llama Inés. Esa es mi macho
mío, mi macho mujer. No estoy violando la ley ni cometiendo
aberración. Simplemente encontré adónde me aprieta el zapato.
¿Usted la conoce?
—Claro que la conozco. Es una buena mujer.
—Doctor, es más que una buena mujer. Es mi complemento
numérico.

143
El dinero es una causa social

—¿Por qué estás tú aquí?


—Yo estoy aquí por una causa social.
—¿Tú no estás aquí por atraco?
—Bueno, si usté lo llama atraco, yo lo llamo intervención.
—Sí, intervine un establecimiento que tenía dinero.
—Pero lo interviniste armado.
—Bueno, era la única forma de que lo entregaran.
—¡Ah! ¿Y tú querías que te lo entregaran así por las buenas?
—Justamente, ellos por las buenas no me lo iban a dar. Si yo
se lo pido: tenga la bondá, déme el dinero que tiene ahí en la caja
fuerte, me dicen que estoy loco.
—¿Entonces tú dices que estás por una causa social?
—Por la misma.
—¿Y cómo explicas tú que es por una causa social?
—Si nosotros agarramos a los tres mil presos que hay aquí y los
llevamos a todos pal patio y les decimos: se van a poner pa la parte
derecha todos aquellos que están aquí por acciones de dinero, o
sea que hayan atracado, que hayan firmado cheques, que hayan
robado, que hayan escalado o hayan roto un apartamento o hayan
sacado una cartera en un autobús; y se van a poner pa la izquierda
los que están por violación o porque se casaron dos veces o porque
le hayan dado una puñalada a otro o hayan metido cuatro plomos
a una vieja. ¿Usté sabe qué va a pasar? Pues que pal lado derecho
se van a poner dos mil novecientos ochenticinco. Por eso le digo
que estoy aquí por una causa social. Unos buscan el dinero de una
manera, otros de otra, pero todos buscan el dinero.
—¿Y tú no crees que estaban haciendo mal buscando el dinero
de una manera violenta?
—Claro que estaba haciendo mal, porque si hubiera estado
agrupado en una institución de tipo legalizado para buscá el
dinero, no habría pasado nada.
—¿Entonces no estás preso por atracar?
—Ya le dije, estoy preso por una causa social.
¿……..?
—¿Qué piensas tú de la unión de los seres?
—Que es un hecho de la naturaleza.
—Yo creo que es, como tú dices, una causa social.
—¡Ah, no! Yo no he dicho eso. Yo dije que el dinero es una
causa social.
—¿Y la sexualidad qué es?
—Es un hecho de la naturaleza.
—¿Por qué?
—Bueno, porque si usté tiene a su mujer preñada, no le va a
caer a patadas porque esté preñada, sino que le va a decir: ¡Mujer,
qué bello, un niño!
—¿Tú has cogido alguna vez alguna gallina?
—Bueno, doctor, ¿usted me está viendo cara e gallo?
Otros cuentos
Perdí una novia evangelista

Había una muchacha que a mí me gustaba, pero ella tenía un


inconveniente, era evangelista. Todo era con Cristo. Si le iba a agarrar
las manos, estaba presente Cristo. En fin, era un embarque. Yo no
podía ni atacarla, porque siempre estaba con la cuestión de hermana
de David. Siempre la religión estaba metida de por medio. Me salía
con una biblia y con un número. Nunca iba pal cine y no quería nada
de nada y yo decía: “¡Caramba!, pero ¿cómo haré?, ¡carás!, con esta
cuestión”. Un día me invitó al culto y fui al culto, ahí, en La Pastora,
un sitio donde se reunían y empezaban a cantar y a llorar y después
paraban un rato, contaban una anécdota de David y volvían a cantar
y volvían a llorar y era una lloradera y una cantadera.
Yo quería conquistar a la mujer. Dije: “Si tengo que meterme
a evangelista, pues me meteré a espiritista, a evangelista, a brujo, a
lo que sea, con tal de que yo conquiste a esta mujer”. “¡Hermanos!
–oigo que dice alguien–, si algún hermano presente quiere tomar
la palabra de amor para orientar a nosotros, las ovejas descarriadas,
que se haga presente aquí en el púlpito”. Entonces yo levanté la
mano. “El hermano, que suba”. La muchacha no sabía ni cómo
me llamaba yo, ni quién era ni lo que hacía. Yo le había dicho que
me llamaba Andrés y ella me llamaba por Andrés. A veces estaba
conversando con el papá y me decía: “¡Andrés!, ¿quieres café?”. Y
yo no volteaba porque yo no me llamaba Andrés. “¡Andrés, te estoy
llamando!”. “¡Ah, sí!, ¡sí, sí! Dame un poquito e café”. “Entonces,
¿cómo se llama usted?”. “Andrés”. “¡El hermano Andrés va a tomar
la palabra! Todos tenemos derecho a oír la palabra de Dios, aunque
no estemos muy versados en el verbo de Cristo. No hay que subes-
timar a los hermanos”. Cogí mi púlpito y empecé: “¡Hermanos!,
dentro de poco llegará la hora trágica en que todos tendremos que
entregar cuentas a Cristo”. Por ahí me fui. Yo, que estaba arrebatao
porque me había metío un tabaco e marihuana, estaba en el
lenguaje vernáculo y criollo, estaba hasta el culo, como dicen los

148
muchachos. Me explayé con aquella palabra expresiva de Dios y a
los diez minutos de estar hablando tenía a todo el mundo llorando.
“¡Arrodíllense!”, y todo el mundo se arrodilló. “¡Siéntense!”, todo
el mundo se sentó. Me dije: “Esta gente es mía”. (Ellos después
dijeron que yo tenía pasta de pastor). “Cristo está en todas partes,
está en la comida que nosotros comemos cada día, porque Él es el
autor. Él nos da esa comida, Él nos da el aliento, Él nos da el Sol, Él
nos da momentos de felicidad y también momentos de tristeza y de
agonía, pero eso es transitorio porque el que vive en Cristo, vive
feliz… ¡Hermanos!, ¡arrodillaos!… ¡Oremos por Él!”. ¡Qué caray!,
me comí aquella gente. Yo creía, en realidad, que estaba en algún
mitin. Cuando terminé mi cuestión, ooh, me aplaudieron. “¡Cristo!
¡Amén!”. Vinieron las felicitaciones. “Lo felicito, hermano Andrés.
En realidad, usté tiene un conocimiento muy grande en la teoría del
Evangelio. ¿Usté ha estudiado en otros cultos?”. “No, eso no. Lo
que pasa es que yo tengo un hermano pastor. Es pastor y anda por
el mundo”. “Hermano Andrés, usté nos será de gran ayuda”. Me
llevaron a un escritorio y me anotaron en el grupo de los oradores.
A la salida me esperaba la muchacha. “¡Ay!, encantadísima. No
me habías dicho, hermano, lo que tú eras en realidad”. Entonces
yo le agarré una mano por primera vez. “Todo sea por el amor a
Cristo. Tú sabes que yo estoy locamente enamorado de ti, y tú
nada conmigo, no me quieres tirar ni una pelotica. Tengo que
manifestarte que todos somos hijos del Señor… Como tú y yo
somos hijos del Señor, vamos a hacer un señor solo”. Entonces ella
me aceptó. El papá estaba encantado. Me dijo que nunca había
oído una oración tan hermosa, unas palabras tan bellas de Cristo.
Entré en la fraternidad de los hermanos. Empecé a ir al culto.
Para prepararme y tal, me dije yo tengo que documentarme. Y
me documentaba por allí, con libros que hablaban ciertas frases
que yo no conocía, de Abraham, del Jehová, de yo no sé quién, del
hijo que mató a fulano. Los muchachos de la Plaza e la Concordia
me preguntaban: “¿Qué te pasa?, ¿por dónde te metes de noche?

149
–me decían mis amigos, Palmarito y otros: anteriormente nos
veíamos y nos metíamos unos tabacos–. Ahora tú faltas. ¿Qué
es lo que pasa?, estás faltando a la rueda”. Les dije: “Estoy en un
problema evangelístico, ayudando en la cuestión del pastoreo y la
cosa”. “¿Cómo va a ser?”. “El amor, el puro amor”.
A los días me sorprendieron. Fue la patota completa. Yo tuve
que presentarlos como hermanos. “¿De qué escuela?”. “Yo estoy
en San Agustín”, dijo uno. Y el cojo Badaraco: “Pues, yo estoy
en la San José”. Todos estaban en escuelas evangelistas. Al rato
dice una vieja: “¡Huelo como a paja quemada!”. Y era que los
muchachos se estaban metiendo unos tabacos e marihuana en
un cuarto medio desocupado, donde guardaban trastes y bancos
rotos. Empezó la cosa. Los muchachos tomaron asiento. Cuando
tocó mi turno de pastor, los muchachos metieron la pata, porque
comenzaron a aplaudir. “Aquí no se aplaude. Esto no es ningún
teatro”. Entonces pidieron disculpas. Terminó la sesión sin
contratiempos. Me despedí de la novia y nos fuimos para la Plaza
Miranda. Comentarios y risas… “¿Tú viste a la vieja que lloraba
a cada rato y se arrodillaba y se paraba y se sentaba?”. “¡Qué voy a
ver!”. Pasamos a la cuestión seria. “Badaraco dijo que vio al pastor
sacando unas cuentas. Parece que piensan hacer una capilla”. “Sí.
Van a necesitar trabajos de albañilería y allí podríamos trabajar”. Les
digo: “Bueno, yo les informo”. Todo el mundo se veía trabajando.
Fui y averigüé. “Sí. Vamos a construir una capilla nueva”. “¡Ah no!,
yo tengo unos constructores magníficos. Se los puedo traer por aquí
para que hablen”. Entonces fueron dos de los muchachos a hablar.
Contrataron a seis. Empezó la construcción. Naturalmente, ellos
lo que estaban haciendo era un trajín. Pasó una semana, pasó otra.
Los evangelistas estaban emocionados. Hasta que un día me dijeron
los muchachos: “No vayas más por allá, porque nos llevamos tres
mil setecientos bolívares de las cabillas y de los adoboncitos. No
vuelvas porque te linchan. Aquí tenemos quinientos bolívares para
que matices”. Perdí a la novia. La tenía enganchada. La tenía lista
con Abraham.
150
Las cosas del subconsciente

Un día en la Plaza de la Concordia me encontré con un amigo


que venía de Nueva York y me dijo: “¡Tú no sabes lo que aprendí
en Nueva York!, ¡hipnotismo!”. Le dije yo: “¿Y qué vaina es
esa?, ¡tchs!”. “Una ciencia que controla la mente humana”. “Yo
no puedo creer”. “¡Cómo no chico!, ¡créeme! Yo pertenecía en
Nueva York a una sociedad de esas, científica. Claro, no a toda
persona se puede hipnotizar, eso lo hacen en el teatro, que si
párate ahí… ¡Abra cadabra pata de cabra!... Y la gente se queda
tiesa”. “Mentira, truco, le pagan a un tipo pa que se quede tieso
ahí y ¡co, co, co, co, có!, haga como una gallina”. “El hipnotismo
es una ciencia. Naturalmente, contra la voluntad no hipnotiza
ni Mandraque, pero si el tipo presta su colaboración y tiene,
en realidad, afinidades para ser hipnotizado, tú puedes hacer
maravillas con él, lo llevas, lo traes, lo transportas”. Yo no quise
creer nada: “Tú lo que estás es loco. Uno duerme cuando tiene
sueño, pero esa vaina de dormirse así, ¡no!”. Entonces quiso
demostrarme la vaina y me dijo: “Vamos a probar. Siéntate aquí.
Relajamiento de músculo. Tranquilo. Así, flojito, ¡eso es!, pon
los brazos. ¡Anjá! Bien, ahora veme este dedo –me puso el deo
a la altura e la nariz–, velo, velo fijamente, eso es, un poquito
así, reclina la cabeza, anjá, muy bien. Ahora te vas a sentir como
flotando en el aire, como una boomba, ¿te sientes?”. “Anjá, muy
bien. Y los párpados los voy sintiendo pesados poquito a poco”.
“Te va a entrar así como una cosa sabrooosa, un sueño sutiiil, te
vas a transportar”. Y la verdad es que me volví una mantequilla.
El asombro mío fue que eso me lo hizo en la Plaza e la Concordia
y me desperté en la casa de él… y estaban las hermanas sentadas
y estaba su mamá y todo el mundo riendo… Y yo: “¿Qué pasó,
qué fue?”. “No, nada, chico, ¿tú no me dijiste que no podías ser
hipnotizado? Y mira ha transcurrido más de una hora desde que

151
te sentaste en la Plaza e la Concordia, y te traje pacá y me bailaste
un joropo y le hablaste a mamá del zumba que zumba”.
Entonces la cogí por hipnotizar de acuerdo con todo lo
que él me había dicho y las clasecitas que me dio. A to el que
me hablaba quería hipnotizar. Pero qué va. Solamente dio
resultado en seis, ocho, diez personas que hipnoticé de verdad.
Si averigüé, por experiencia propia, que la persona que tiene
instinto en ese subconsciente hay cosas que hace que no hace en
estado consciente. Yo hipnoticé a una puta y después que estaba
hipnotizada la quería coger y no se dejó coger. Era más honesta
que el carajo. Me dijo que no. Se despertó, formó un peo, se puso
a llorar y se fue. ¡Pero si a esa puta le pagaban y se dejaba cogé!,
¿cómo es posible que no se dejara dormida?, ¡no!, no se pudo, no
se dejó, porque los instintos de ella en ese momento no podían ser
de puta. En cambio, un muchacho que trabajaba en una compañía
de cuestiones de ópera, en Maracaibo, me hizo pasar vergüenza.
Cuando estaba hipnotizado dijo que el mánager de ellos lo
cogía po’el culo. ¡Dígame esa vaina!, ¡qué vergüenza! Y quedó
deschavao delante de todo el mundo. Yo le dije: “Cuéntame
alguna cosa, ¿tú no tienes nada que contar?”. “Sí, señor, tengo
que contar que el que nos guía y nos enseña, me coge”. Nosotros,
quedamos locos. Yo no deseaba que aquello hubiera sucedido, sin
embargo, aquello sucedió. ¿Qué quiere decir eso?, que él en el
subconsciente era homosexual y en el consciente no.

152
Curabién

Yo conocí en Barquisimeto a un hombre que llamaban Curabién.


Este Curabién, un barquisimetano, usaba una trenza como un
chino, una trenza que le llegaba hasta la cintura. Se trenzaba
esa trenzota de pelo. Vendía una pomada, la pomada Curabién.
Natural, esa pomada, ¡qué caray! No era ninguna Curabién. Él
agarraba y compraba un poco e sebo e ganao, lo hervía, lo pasaba
varias veces por una filtración de algodón, y, cuando ya estaba
bien blanquito, le echaba que si esencia e vainilla, esencia e canela
y una pila e vaina y, con una cafetera, las iba regando en cajitas
de las que se usan para la vaselina, ¡rrrrreee!, ¡rrree! Después le
pasaba una paletica y les ponía un sellito que decía: “Pomada
Curabién”, contra el dolor de oídos, dolor de muelas, para curar
los salpullidos, contra los anquilostomos, para el amor, filtro y
talismán. Una cantidad e vaina decía el sellito. Había personas,
¡qué caramba!, a quienes les había ido muy bien con la pomada.
Llegaba Curabién a los pueblos y lo primero que hacía era ir a
la Seguridad Nacional. “¡Buenas!, por aquí les traigo un regalito
para la fiesta”. Daba quinientos, doscientos y trescientos bolívares,
de acuerdo con el cargo del seguranal, pa que lo dejaran trabajar.
Entonces le extendían un permisito… “El señor Curabién y tal
y qué sé yo, y esto y el otro, cura los males y tal con su pomada
Curabién”.
Curabién tenía unas cajas de serpientes: cascabel, mapanares,
cuaima piña. Tenía también dos pichonas anacondas. Las
llevaba al mercado, las sacaba de las cajas y decía: “¿Ustedes ven
estas serpientes? De aquí he extraído los poderes de mi pomada
Curabién. Ellas son de orígenes de la India, del Paquistán”, una
cantidad e vaina, una cantidad e disparates, pero naturalmente la
gente ignorante oía aquella vaina con la boca abierta. “¡Cooño!
Y tal, ¡qué bien!”. A bolívar se vendía esa vaina, pero él para
completar aquello, decía: “Les voy a dar una demostración”.

153
Cogía unos alfileres especiales, con una cabezota, muy largos, y se
atravesaba el gañote, los cachetes, la lengua; se atravesaba el cuero
de la barriga, se atravesaba los brazos, las piernas, y la gente boca
abierta.
Curabién me dijo: “Vas a trabajar conmigo y yo te doy la
comida, el hotel donde lleguemos y un fuertecito diario”. Así
empecé a trabajar con mi tipo y poco a poco me fue enseñando.
Me decía: “Observa el sistema nervioso”. El tipo en realidad era
como esos dentistas que no han estudiado “dentísteria” y, sin
embargo, sacan muelas. Un tipo que no sabía nada y sabía mucho,
porque él explicaba las vainas a su manera, no las explicaba con
palabras “pirofláuticas”, pero sí daba su entender y uno lo entendía
perfectamente bien. Me decía: “El sistema nervioso se puede
controlar. El cerebro del hombre es lo que manda; lo más exquisito
que tiene el hombre es el cerebro, pues con el cerebro se hace todo
y se dominan las cosas. Los nervios los maneja el cerebro, manejas
el dolor. Cuando yo me atravieso, no uso ninguna pomada del
carajo, yo le hago ver al público que unto la pomada y que es una
anestesia, el filtro del dolor que cura los dolores de muerte. ¿Tú
no viste una vieja que el otro día vino con un dolor de muelas
y le echamos la vaina y se le quitó el dolor?, ¡qué carajo se le va a
quitar el dolor! Una vaina sugestiva. Ella seguía con su dolor de
muelas, su vaina, porque esa es una infección, tiene que sacarse
esa pudrición y, sin embargo, con la pomada que no es sino puro
sebo y esencia e vainilla y canela se curó, pero hay que ver la coba
que le di. Yo le dije: ‘¡Señora!, en estos momentos va a actuar el
filtro del dolor’. Se untó la vaina, se le quitó el dolor. La vieja, ¡ay!,
no hallaba cómo pagarme, y vendimos como quinientas vainas de
esas. Aprende, Alfredo, aprende, que es un buen negocio”.

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Las cartas es un albur

Las cartas son muy fácil echarlas. Uno agarra una persona, agarra
las cartas, ¡ras! Un momentico, por favor, ponga las manos sobre la
mesa, muy bien. ¡Piense, piense! En el más allá, ponga su cerebro
en blanco, muy bien, bra, bra, ra, ra, bra, ra, ra, ra… re… rezaíto,
¡pam, pam! Y empezamos a tirar las cartas, ¡ras, ras, ras! Ponemos
un montón de cartas y mientras las vamos echando ya estamos
pensando en la mentira que vamos a decir. ¡Ras, ras, ras! Porque
ya hemos estudiado al personaje, ¡ram, ras, ras, ras, ras!, ¡ra... ra...
ra... aff!, ¡aj!, ¡muy bien! “Usté tiene niños”. “Sí”. (Claro, quién no
tiene niños). “Una hembra, aquí veo una hembrita muy bonita,
por cierto, muy linda la hembrita”. “¡Ah sí!, esa es Nohemí”.
“Nohemí, correcto, ¡muy bien! Usté ha venido a consultar aquí,
porque está en un trance difícil (de bola, si una persona va a una
vaina de esas, es porque está en un coge nalga; eso es lógico…).
Aquí hay un hombre, aquí está en carta, es un hombre no muy
alto, ni muy bajito (¡Figúrate!, ni muy alto ni muy bajito), de color
trigueño (no puede ser rubio con los ojos azules), muy simpático.
Este hombre la ama a usté, pero usté, pero usté sabe, no se le ha
entregao de todo corazón. (¡Uuh! Uno va viendo sicológicamente
la reacción de ella). ¿Usté conoce a ese hombre?”. “Sí, cómo no,
ese es Ricardo, él trabaja en la compañía de autobuses. No se me
ha declarado, pero… ¡Ay!… Yo sé que él pues, sí, ¡no!, ¡no! Y
lo peor de todo es que él tiene otra mujer”. “Sí, como no. (Él
tiene otra, pero aquí en este país quién no tiene dos mujeres). Esa
mujer la odia a usté a muerte”. “¡Sí!, ¡cierto!, ¡Matilde!”. “Esa
es, Matilde. Es una mujer gordita ella, no, más bien delgada…
No, ahorita está delgada (si uno ve que está metiendo la pata,
que la mujer dice es gorda, tú dices: ‘¡Justamente!, adelgazó
últimamente, pero ella era gorda, se ve gorda en la carta’). No
tenga miedo. Esa mujer no le va a hacer ningún daño. Usté va a
triunfar, porque aquí, un momentico, déjeme ver, una, dos, y tres,

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justamente, mire, aquí está, mire, el As de Espada, el As de Espada
quiere decir que usté va a triunfar, el amor de ella será aniquilado
por usté, porque usté tiene la fuerza de las Tres Marías porque,
fíjese, esto lo dice la Sota, la Sota de Basto. Déjeme partir por aquí
las cartas. Vuelva a poner las manos sobre la mesa. ¡Muy bien!,
¡piense! (Uno le ve la mano a la mujer y le pone la de uno encima,
porque hay que darle un jamón de repente). ¡Chéévere!, ¡ah!,
sí, piense, piense, sí, sí, piense, pero no piense relativamente en
nada. ¡Muy bien!, ¡correcto!, acá las cartas, una, dos, tres, cuatro,
cinco, seis cartas. Bueno, aquí tiene el pasado: usté fue muy pobre
(claro, si la estamos viendo con los zapatos rotos) y sigue pobre;
usté ha pasado una vida muy dura, de sacrificio. (Sí, natural,
le vimos las manos llenas de callos). La vida la ha tratado mal.
¡Un momentico!, déjeme ver el presente. ¡Una, dos, tres, cuatro,
cinco, seis!, ¡ajá!, ¡muy bien!, ¡el presente! Aquí hay dinero. Usté
va a coger una platica y va a ser muy buena, una platica, ¡extra!
Pero tenga mucho cuidado porque parece que tienen malas
intenciones con usté. No se deje conducir a la ciega ni mucho
menos, le puede traer malos resultados. ¡Un momentico! Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, por la salud. Usté sufre de dolores
de cabeza”. “Sí (de bola). ¡Ay!, sí, de noche no puedo dormir con
esos dolores de cabeza”. “Justamente, los dolores de cabeza son
motivados a los problemas. Yo le voy a recomendar que se levante
el sábado a las cuatro de la mañana, sin que haya salido el sol, y
diga estas palabras que yo le voy a decir: ‘Osú, Osá’. Anótelas por
ahí en un papelito, ‘Osú, Osá’, que todo el mal se vaya para allá. Y
venga la semana que viene para saber cómo están los problemas.
Mucho gusto. Encantado, mija, no te preocupes, que todo va a
ir bien”. “¿Cuánto le debo?”. “¿Cómo se te ocurre? Lo que tú
quieras dar… porque esto no es un asunto que se cobra, estos son
asuntos que, naturalmente, uno tiene que vivir, porque uno tiene
que subsistir, tú sabes que uno no vive del aire, aquí se paga la luz,
se paga el panadero, se paga el teléfono, uno tiene que vivir. Esto

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no tiene precio, son sabidurías que le vienen a uno del más allá,
son cosas imponentes del destino, de la vida, cosas infinitas, que
nadie puede predicarlas porque son poderes que uno tiene. Yo
no le puedo cobrar, mija, porque eso sería lamentable, sería un
comercio, yo acepto lo que tú me des, lo que esté a tu alcance”.
Y lo que está a su alcance son dos fuertes, cuatro fuertes; pero
si le va bien, te trae un regalito de doscientos bolívares.

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La ciencia termina en brujería

Si tienes un dolor aquí en la costilla, vas casa del médico. ¿Qué


te dice?, vamos a ver. “¿Dónde te duele?”. “Aquí”. “Acuéstate,
respira”. “¡Usssff!”. “Vuelvo a respirar”. “¡Ussff!”. “¡Muy bien!,
¿qué comes?, ¿qué comes tú?, ¿qué comiste?”. “Bueno, yo me
comí unas caraotas negras”. “¡Ajá!, ¡muy bien! Caraotas negras.
¿Tú fumas mucho?, ¿bebes?”. Te hace un historial y al final, dice:
“Diagnóstico provisional: cólico hepático”. Pero él no puede
basarse en ese diagnóstico. Entonces te dice: “Traes las heces
en una cajita y el orine también lo vas a traer. Tráete el esputo,
escupes en una cajita, así, y te vienes mañana para sacarte la
sangre”. Los exámenes salen del laboratorio. “¡Negativos!, ¿y el
dolor?”. “¡Ay!, sigue”. “Francamente, aquí no hay nada, todo está
negativo. Vamos a hacerte una raquidia”. “¿Qué es eso, doctor?”.
“No preguntes. ¡Acuéstate!, ¡dame la aguja acá!”, ¡chás! Te sacan
el líquido encéfalo raquídico, lo llevan al laboratorio. “¡Negativo!
Entonces, mi hermano –dice el médico–, esto no es un caso
mío. Ve al doctor Fonseca, que es sicólogo y siquiatra, lo tuyo
es siquiatría”. Vas al doctor siquiatra. “Pase adelante. ¡Siéntese!,
historial: ¿en su familia ha habido locos?”. “¡No, doctor!”. “¿Le
duele la cabeza?”. “No”. Escribe: “No le duele la cabeza”. “¿Bebe
aguardiente?”. “Muy poco, una cervecita de vez en cuando”.
“¡Caramba!, ¡tráigame los exámenes!”. “Aquí están los exámenes”.
“¡Negativo! Mire, usté no tiene ningún dolor”. “¡Cómo no,
doctor!, ¡me duele más que el carajo! Un dolor horrible”. “Vamos
a ponerle un electroshock”. “¿Cómo es esa vaina?”. “No tenga
cuidado. Tómese estas pastillas, que son tranquilizantes, y duerma
feliz”. Te empiezan a suministrar fenobarbital y una cantidad de
vainas que lo ponen a uno a mover los deos raros, y a moverse
como una serpiente, con un mal de sambito, pero el dolor persiste.
“¡Ay, mi madre!, sigue el dolor”. ¿Qué recurso te queda? ¡Un

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brujo!, ¡qué médico ni que consultorio, ni qué siquiatra! “Vete a
Barlovento. Allí hay un brujo que se las sabe todas”.
El brujo te dice: “Váyase a La Guaira y se come cuatro
pescados crudos, ¡eso sí!, a las seis de la mañana, y que no le pegue
el sol. Inmediatamente corre para Caracas. Llega y se tranca en un
cuarto oscuro durante cinco horas, prenda una vela y, en lo que
se termine la vela, echa un poquito de sal en el suelo, escupe tres
veces pal lado izquierdo y ¡ya está! Se le quita ese dolor”. El tipo
va desesperao, como es un dolor psíquico lo que tiene, es un dolor
mental, no es un dolor físico, porque la ciencia dice que no tiene
un carajo, se encierra en el cuarto, prenda la vela, ¡tan!, se termina
la vela, se echa un poco e sal, escupe tres veces pa la izquierda,
“¡ay!, se me quitó el dolor”. ¡Ahh!, ¡naturalmente! Se te quitó el
dolor. ¡Listo!, no hay dolor. Entonces, ¿qué tienes? Un hombre
nuevo, gran creyente de todos los brujos y de todos los sortilegios
y de todos los amuletos y de todas las vainas de María Lionza.

159
Usté tiene un problema

“Usté tiene un problema, señora, un problema muy grave.


Le han echado un daño terrible. Alguien que la odia. El daño
se lo echaron en su casa. Voy a descubrir dónde está”. “¡Ay!, no
puede ser. ¡Un daño!, ¡a mí, un daño!”. “Pues sí puede ser, señora
–le respondió René–, le voy a hacer el trabajo antes de que sea
demasiado tarde. Venga el viernes”.
A la casa de la señora fueron a parar dos tipos. Pusieron un frasco,
con gusanos, yerbas y pepsicola, debajo de una batea. “Se ganaron
cien bolívares”, les dijo René. Y les dio un marrón a cada uno.
Días después regresó la mujer a consultarse con René. “Señora,
confirmado, a usté le han hecho un daño, y se lo ha hecho un tipo
en combinación con una mujer. Los dos la odian. En su casa, debajo
de la batea, hay un frasco con gusanos y malas intenciones. Regrese
a su casa, recoja ese frasco y tráigamelo”. La mujer se levantó, fue
a su casa, metió las narices debajo de la batea y encontró aquella
gusanera: “¡Ay, qué horror!”. Se presentó casa de René. “Aquí está
el frasco. Usted decía la verdad. ¡Qué bueno es usted, qué bueno!”.
“Señora, esto no ha terminado. Hay que hacerle una limpieza
general para alejarle los malos espíritus. Hay que hacerle un ensalme
y un despojo. Traer cariaquito, mucha canela y hervirla, para
sacarle la materia”. “¡Ay, señor, cómo es eso de sacarme la materia!”.
“Usté venga mañana, y no se preocupe”. Salió a buscarnos René:
“Mañana tengo un chévere, un bonche, una mamazón y una vaina.
Están invitados”. Al día siguiente nos metió en un “close” con un
montón de huecos. René se envolvió en unas ropas rojas con unas
vainas negras y unas tiras colgando y un turbante. Prendió unas
velas negras, enormes. Preparó un altarcito con una calavera. La
señora llegó muy compuesta. Tenía unos labios gruesos, más rojos
que las ropas de René. Buena moza la mujer. “Venga por aquí”.
La sentó en un cojín situado en medio de una alfombra persa. La
señora no decía nada. Calladita. “¡Yansor! Leba –comenzó René–.

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¡Cosó yenmayá changó, em mi que besum cañum que su abasi
tévere, tévere monina e an cucu yayó, evacúa murcuruguá le
grande mosongo, chango, elegua y tal! Señora, en este momento
hemos entrado en contacto con los espíritus infernales. Aquí están
presentes. Tome este Cristo. El Cristo en la mano derecha. Tome
este Cristo. El otro Cristo en la mano izquierda. ¡Arrodíllese!”.
Cuando la mujer se arrodilló con las dos manos y los dos Cristos
en alto, empezó a desnudarla. “¡Rece, rece! Rece el padre nuestro.
No afloje los Cristos. Si afloja los Cristos, se esconden los espíritus
antes de arrancárselos de su cuerpo”. Le sacó por encima el vestido
y el fondo. La mujer quedó en sostén y pantaleta. “Padre nuestro
que estás en los cielos. ¡Veamos qué dicen los pulmones!”. Acercó
el oído por la espalda, mientras le desabrochaba el sostén. “¡Cayó el
sostén!, llegó la hora del primer despojo”. La tomó por los hombros
y comenzó a echarla hacia atrás. “Así, así. ¡No suelte los Cristos!”,
quedó en una posición muy extraña, con los pies debajo del cuerpo.
René, muy suavecito, le sacó los pies. Allí estaba, acostada, con las
manos en alto y por ropa las pantaletas. En aquel close: “Cállate la
boca. Hazte la paja y tranquilízate que vas a pajear la vaina”. Todo
mundo tranquilo. En tensión. Se arrodilló René. “¡Salgan los
espíritus!”. Más suave: “Fuera los malos espíritus del cuerpo de esta
buena mujer”. Las pantaletas iban bajando con las manos de René.
“¿Qué hacéis en este cuerpo?”, le metió la mano en la vagina.
“¿Qué buscáis en este cuerpo?”, la mano dando vueltas en la vagina,
buscando el clítoris. La mujer: “¡Ay, ay, ay!, ¡Virgen María!”. René
bajó los brazos de la señora. “Permanezca con los Cristos. Rece el
Ave María en voz alta”. René se arrodilla frente a la mujer, se quita
la túnica de un solo movimiento y dice a la señora: “Ha llegado el
momento sublime. Le he sacado la materia. Ahora que le entre la mía
para que el espíritu de Eleguá vaya a lo lejos y venga Changó”. Diga
usted: “Que ven- ga Changó, que venga Changó”. Cuando la
mujer dijo: “Que venga Changó”, le entró aquella vaina, soltó los
Cristos y se agarró a las nalgas de René.

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La Maracucha

En la Isla del Burro había una jaula en el medio del patio. Una jaula
hecha para “Petróleo Crudo”, Cruz Mejía, porque él se escapaba
cuando le venía en gana. Había una jaula y en esa jaula murió un
individuo que le llamaban la Maracucha, que fue el primer hombre
que se casó con otro hombre aquí en Venezuela, por la iglesia y
lo civil. ¡Se casó!, un célebre matrimonio el de la Maracucha. Al
matrimonio lo consideraron un acto de depravación. Sin embargo,
antes de la boda, el gobernador y ciertos ministros iban de noche a
visitarla.
Aquella era una cuestión hecha por la Naturaleza, una
desviación completa. Era un ser femenino. Los testículos los tenía
tan atrofiados que parecían dos garbanzos, y el pene una cosa
mínima, se confundía dentro de los pelos. Y las formas, los senos
desarrollados, las caderas pronunciadas, una tez suave. En fin, era
una mujer. Tenía toda su vida trabajando en casa de millonarios
como sirvienta. Y nunca la llegaron a descubrir. Cuando su mamá
lo fue a registrar en el Registro, le pusieron José del Carmen
González, pero no escribieron el José y quedó Carmen González.
Y se casó por la iglesia y lo civil. Todas las damas de honor
que la llevaron al altar eran maricos, individuos disfrazados. El
matrimonio se efectuó en La Pastora. El cura comió el cuento y
los casó. Los casó y les echó la bendición y hasta el acepta usted por
esposo, y tal y qué sé yo, y hasta que Dios y hasta que la muerte los
separe. Y de la iglesia al bonche. Ahí fue donde se formó la torta.
Aquel era un matrimonio caro, porque los maricos habían
gastado una barbaridad en flores y en regalos y en adornar la
casa con gustos exquisitos. Los homosexuales llegaron con sus
maricos y sus novios y sus machos y su cosa, y llegaron del brazo,
de esmoquin, con vestidos costosísimos y lujosísimos. Cuando el
matrimonio tenía a avanzadas horas de la noche, a los maricos ya
rascados se les comenzaron a ladear y a caer las pelucas, y todo

162
el mundo volteado y empezó el relajo. La gente que estaba en la
barra a todas esas empezó a ver y a darse cuenta. Alguien llamó a la
Policía y vino un allanamiento tremendo. Policías por todos lados
y maricos gritando y llorando, y “¡Ay!, ¡Dios mío!, ¡qué pasa!”.
“A la Maracucha la metieron en la jaula de la Isla del Burro”. Allí
murió de tristeza. De tristeza, de no comer y de abandono. No
duró sino diecisiete días.

163
La vendedora de cigarrillos

Frente al hotel Barberini, en Roma, conocí una muchacha que


me descojonaba el alma. Vendía cigarrillos con un azafatico.
Dieciocho años, rubia, ojos azules, uno setenta y cinco, tobillos
gruesos y rosados. Cada vez que yo pasaba, entrando o saliendo
del hotel, me decía: “Cigarrete, siñore”. “¿No tiene chéster?”, le
preguntaba inmancablemente. Volteaba para todos lados, miraba
como de reojo, se metía la mano por los pechos y sacaba su cajita
de chéster. Le pagaba con propina y todo. “Grazia, siñore, grazia
a lei, bonitura”.
Me decidí a conversar con ella. “¿No volge chéster, siñore?”.
“No, yo volgo a lei”. “¡Ay!, siñore”. Y así un día conversaba un
ratico, y otro día otro ratico y fui armando un rompecabezas.
A ella la había violado el ejército americano, cuando pasaron
por un pueblo en la vaina de la invasión. Vivía con su papá
y su mamá y dos hermanas. Las violaron a las cuatro. Yo creo
que hasta el viejo se lo pegaron. Al mes un par de barrigas. Mi
italianita parió su muchacho, se lo dejó a la abuela y se vino a
Roma, a vender cigarrillos. A mí me conmovió la historia. Un
día le dije: “¿Chéster, no te gustaría salir conmigo?”. “Io sono
molto povera, siñore”. “Non preocuparte, Chéster, salimos y yo
comprarte un vestido”. Salimos. Le compré el vestido. Me invitó
a su casa, en el pueblito, y allí me brindaron mozzarella, y comí
con ellos un pasticho y bebí un vinito y tomé cafecito molido en
una maquinita que parecía una vitrola. En la tarde, “Adío siñore,
molto cuidado, porta bene a Graziela”.
Me cité con Chéster para el día siguiente. Le dije: “Tú
no vende cigarrete domani. Andiamo de compra”. “Tá bene,
Alfredo, io te aspeto. Non faltare, Alfredo”. A las diez de la
mañana andaba yo con Chéster por la Vía Veneto. La metí en una
tienda: le compré un vestido lindo, una cartera, guantes, zapatos.
La llevé a una peluquería, y llamé a una manicura para que la

164
pusiera como a la Cenicienta. La pusieron hermosa, y con ella me
fui a Casino de la Rosa, y me metí por Vía Veneto otra vez y
fuimos al cabaré y saltamos, brincamos y tomamos champán y
después fuimos a lo que teníamos que ir. Fuimos al mismo hotel
donde yo vivía y ella vendía “cigarretes”. Subimos por el ascensor
donde meten las sábanas, y entramos encantados a la pieza.
Me levanté muy temprano y me fui a hacer mis diligencias.
Cuando regreso, al mediodía, me dice el que da las llaves, un
tipo nuevo que hablaba español: “Siñore, su siñora trajo todo
el equipaje”. Yo le dije: “¿Cuál señora?”. “La siñora suya”, me
respondió. Subí por las escaleras. Abro la puerta y me consigo
a Chéster planchando unas medias. “¿Qué pasó, Chéster?”.
“Niente, Alfredo, io sono andata casa de mis padres y le he deto
lo que tú decirme note”. “¿Y qué decirte yo, Chéster?”. “Tú dire
casarte con io. La mama darme la bendicione y la autorizacione.
Alfredo, io sono feliche. Tuta la familia, tute il popolo sapere que
io casarme con el venezuelano”. Yo me dije: “¡Ah, vaina!, ¡en qué
paquete me metí!”. “Tá bene, Chéster, tá bene. Ritorno pronto”.
Salí a pensar cómo salirme del paquete con Chéster. Me
busqué un amigo venezolano-italiano que trabajaba de chulo en
un burdel y le plantié el problema. “La verdad es que te obliga a
casarte –me dijo–; pero tengo una solución: le dices que te vas a
casar, pronto, pero que necesita la partida de nacimiento y la de
bautismo y la presentación. Con la misma se irá para el pueblo a
buscar sus partidas y, mientras tanto, tú te esfumas”. Así fue. Le
inventé la historia a Chéster y, al rato, estaba haciendo su maleta
para irse al pueblo a buscar sus partidas. “Adío, Chéster, ritorna
pronto. Adío, Alfredo, amore mío, pronto ritornaré”. Quien no
“ritornó” más nunca al hotel fui yo.

165
En el burdel del cura

Para conocer a Roma es necesario conseguir un cicerone. Yo


me conseguí uno. Se las sabía todas, conocía todos los sitios
que a mí me interesaban: casas de cita, burdeles, casinos, bares,
restaurantes, espectáculos, teatro, farándula. Domingo, que
se llamaba el cicerone, cada vez que sabía de algo novedoso, me
llegaba presto. “Alfredo, encontré algo bueno, ‘especiale’ para ti”.
Un día me dijo: “Te voy a llevar a un sitio ‘particolare’, propiedad
de un cura, exquisito”.
En la noche estábamos tocando la puerta del sitio. Un gran
palacio con jardines oscuros, fuentes, estatuas, caminos de
piedritas y faroles como los de la Plaza Bolívar. Tocamos. Por una
puertecita se asomó la carita de una señora. “E Domingo, siñora,
buona sera”. “Buona sera, Domingo. Pase”. “Te traigo un amico
venezuelano”. “Molto piacere, siñore”. “El piacere è mío, siñora”.
“¡Avanti, avanti!”. Entramos. “Venite cui, siñores”. Caminamos
por un largo corredor. Subimos unas escalerotas de mármol.
Lámparas y cortinas rojas por todas partes. Cuadros con mujeres
desnudas y mujeres con niños en los brazos. Parecía una iglesia
aquella vaina. Entramos a un gran salón. “Aspetare cui, siñores”.
En el salón había hombres. Unos en divanes, otros en cojines,
otros en un barcito, otros frente a una chimenea. Algunos,
haciéndose los locos, viendo los cuadros. Había uno leyendo
junto a una biblioteca. Aquello estaba medio raro. Sentí olor a
marihuana. Le digo a Domingo: “Esto es un burdel de hombres,
andiamo Domingo”. Y me contesta: “Aspeta, no te impacientes,
aspeta un po”. “Pero solo un po, Domingo”. Pedimos dos güisqui
a un mesonero, muy delicado él. Cuando estábamos saboreando
el güisqui, se abre una puerta, entra una señora muy elegante, de
traje largo y peinado de copete: “Buona note, siñores. ¡Presto!”.
Dio unas palmadas, clap, clap, clap. “¡Andiamo presto!”. Clap,
clap. “¡Andiamo bambinas!”. Comenzaron a salir mujeres

166
desnudas: blancas, trigueñas, negras, nalgudas, flacas, viejas, cojas.
“Tú porta la que te volge, Alfredo, piano, piano”. Aquello era un
desfile, te miraban, se reían, te picaban el ojo, daban su vueltica
con la cabeza de medio lado, otras se agarraban los pechitos o se
daban una palmadita en las nalgas. El tipo que estaba a mi lado
se metió la mano derecha en el bolsillo y empezó a jamaquearse.
“Este se volvió loco”, dije. A mí se me puso el pantalón como
carpa e circo. No hallaba cuál escoger y todo el mundo metiendo
mano. “Andiamo, Alfredo, la tuya”, me decía Domingo. Y yo
paralizado. Entonces Domingo me dio un empujoncito cuando
pasaba una rubiecita linda. “¿Tú me quiamas, amore?”. “Sí, io te
quiamo, preciosa”. Me tomó por un brazo y me llevó a un diván.
“¿Te piace la nena?”, me preguntó. “Me piache molto. Subamos,
nena, que me tienes loco”. Subimos, tomados del brazo, como
quien va a casarse.
Me enamoré de la nena. Parecía una ardillita, me hacía
cosquillas por todas partes. Se las sabía todas. “Jugamos a questo
e mío, e questo e di lei. ¿Cómo si quiama questo?”. “Il tuo
capezzolino”. “¿Y questo cómo si quiama?”. “El ombeliquito para
ti”. Cuando estoy montado en mi ardillita, tocan la puerta: ¡pum,
pum! “¡Siñore!, ¡siñore!, ¿qué pasa?, ¿ei sono di Venezuela?”.
“Sí, io sono de Venezuela”. “Presto, siñore, prestisimo andiamo
presto, un siñore diplomático venezuelano si muore”. Me puse los
pantalones y abrí la puerta. “¡Andiamo, andiamo, si muore! Io no
sono dotore. ¡Andiamo, per favore!” “Tú te quedas, tú no vienes
así, desnuda”, le grité a la nena. El hombre caminaba como un
desaforado.
Llegamos al cuarto del venezolano. “Anjá, qué pasa”.
“¡Mamma mía, si muore!”. Estaba tirado en la cama, con un paño
mojado en la frente. Una muchacha desnuda le frotaba los pies.
Otra corría de un lado para otro: “¡Povero, povero!”
Se había metido con seis mujeres. Tenía sesenta años y le dio
una pataleta en medio del jaleo. Estaba frío. Le toqué el pulso.

167
Ni pulso tenía. Acerqué el oído al corazón. Sonaba un poco.
“Non preocuparse –dije–, le dio un golpe de viela”. Llamaron
un médico. “¡Presto, un médico!”. Pedí una bolsa de hielo y se
las puse en las bolas. Al rato llegaron dos médicos. La cosa era
más grave. Pidieron una ambulancia, y se lo llevaron en camilla.
Yo me fui a buscar a la nena, pero no quiso nada, estaba muy
nerviosa. “Tu sei venezueliano –me decía–, tu sei venezueliano.
Vieni, domani, Alfredo, io te aspeto”.

168
Un enganche en Roma

Llegué al Casino de la Rosa, en Villa Burguesa. Allí usan unas


mujeres muy hermosas y muy bellas, tipo exótico para conquistar.
Según el tipo le lanzan la mujer. Una cosa estudiada para
enganchar a uno. Después la mujer se lleva al enganchado para el
botalón de la ruleta. Ahí lo sientan y ahí, poquito a poco, le van
sacando los dólares, hasta que queda pelao.
A mí me enganchó una catira muy bella. Fuimos y nos
tomamos un martini y un no sé qué. Medio parlando en italiano,
medio parlando en español, ya estábamos en el bar de un hotel,
huyéndole al enganche de la ruleta, hablando de mis cosas
artísticas y “amore mío, io te volgio bene”; y al día siguiente, yo
me daba una pelota con mi italiana, porque era altísima, sí tenía
uno noventa, y se ponía un sombrerote de verano, y en el brazo
una sombrilla, y yo con mi máquina de retratar, como todo un
turista, con un cochezote. Alfredo, del Guarataro, con esa patada,
con ese coche y aquella máquina y aquella italiana que me daba
pellizquitos y me hablaba a la oreja y me decía: “Questa la Fontana
de Trevi, aquí ve, e la tradicione que se echa una monedita y tú
ritorna a Roma”. Tremendo enganche. Piazza Navona, Jardín
de las Delicias, Villa Burguesa, Coliseo Romano. “Cui Coliseo,
–me dice un italiano–, mataron al César”; y la italiana me decía:
“Eso e mentira, no han matado a César un carajo cui”. Yo quería
comprarme un medallón que tenía pelos de Cristo y palitos de
la Cruz. Entonces ella me dijo: “Eso e una vaina de pelo de la
barbería y eso palito ser vagabundería. No compra, Alfredo”.
Pero me llevaba a las boutiques a comprarle que si unas pantaleticas
rosadas y unos sostenes carmesí; y “questo vestido e molto belo,
io lo volgio, Alfredo”, y le compraba el vestido, y andimo a lo
restaurante y a lo espectáculo y a lo todas partes. Fue un enganche
tremendo. Al mes no tenía “ni chento lire”. Por fortuna, no fui al
Botalón.

169
El ciego de Nueva York

Las mejores expresiones de mi vida artística nunca fueron delante


del soberano público, ¡nunca! Mis mejores expresiones fueron
manifestaciones espontáneas. Un día vengo caminando por Taime
Escuar y veo a un ciego tocando un acordeón de mano. Cositas
tristes, melancólicas. Me dio un escozor por todo el cuerpo y me
paré a oírlo. La gente pasaba sin pararle al cieguito, uno que otro
le echaba moneditas en el sombrero. Cada vez que sentía caer una
moneda fuerte, paraba el acordeón y la recogía. De pronto, no sé
por qué caray, comienza a tocar tacacán, tarán, tatirín, tintacán,
carancán, carancancán... “Ay, Josefina querida del alma mía”.
Me dio una alegría, y con la misma me puse a bailar en medio
de la calle sin importarme un comino nada, acompañado por
mi ciego, sin importarme ciego ni público. Se juntó un gentío
enorme, y al terminar la cosa, tarantán, comenzaron a caer en el
sombrero billetes y billetes. El ciego no entendía, la mano la tenía
como petrificada en el sombrero, y seguían cayendo los billetes.
Finalmente, levantó el sombrero, cuando ya vio que no caían
más billetes, se lo puso en las piernas y comenzó a ordenarlos y
metérselos en el bolsillo del paltó. Cuando terminó su trabajo,
comenzó a tocar tacacán, tarán, tarara... “Ay, Josefina querida
del alma mía”. Yo seguí caminando, bailandito, con ganas de
devolverme y pedirle mi parte.

170
Índice

Nota editorial 7

Cuentos de la infancia  9
Yo tuve una niñez muy fuerte  10
Mis primeros pasos  11
Yo era malo  13
Me vistieron de niña  14
Prendí las piernas  15
Comencé a conocer delincuentes en la policía  16
Del correccional al hospital  17
De Maracaibo a Caracas  20
De Caracas a Maracaibo  21
De Maracaibo a Barranquilla, de Barranquilla 
a Puerto Cabello, de Puerto Cabello a Caracas  22
Mis primeros billetes  24

De la vida artística  27
Poco a poco comencé a levantar mi vida artística  28
¡El Rey, el Rey!  29
Por un bochinche  30
¡Ta bueno ya!  32
Se cerró el audio  33
La inauguración del hotel Ávila  34
Al año después  36
A Jacinto no le pareció suficiente  37
Cerrado el impase  38
Hielo y Estrella  40
¡Tas quemao Alvarado!  41
En el Teatro Margot  42
No había nada que hacer  44
Bailarín venezolano se roba el chou  45
The King of Joropo  48
La pulmonía me cortó la carrera en Nueva York  50

De choreo  51
Me fui violentando  52
Napoleón me dio una mano  53
Napoleón  55
El español  57
Un gran asalto  58
El Loco Alegre me entrampó  62
El Loco Irureta  64
¡A quemar esta mierda!  65
¡Ese hombre está loco!  66
El cura y el colombiano  67
Un atraco ciego  68
El cuento del diploma para ejercer la brujería  69
Me lo mandó Dios  71

De El Dorado  73
Nos llegaban las 4 a.m.  74
¡A comer, carajo!  75
¡Ronda, voy al baño!  76
¡Caray! Una comisión  77
El pergamino de Mijarito  78
El pavo  80
Le pasó como al Hamlet  81
Aquí hay que tener muchos padrinos  82
El santo cura  83
Cuando aquel se para, uno se para  84
El conecte  85
El sermón  86
De vuelta con el santo cura  87
El subdirector  88
Una comisión y pal río  89
La Marilú  90
El sicoanalista  91
Nadie como el sargento Cabaña  92
Voy a cortar flores para la Virgen  93
La vaca loca  94
La horqueta  95
El parto  97
¡Noticias, noticias!  99
Así es la vaina  101
Negocio que les conviene a ellos  102

De Maracay  103
Cuento del corri corri  104
¡No, qué va!  107
La paliza de veneno  109
El robo de la ganadera  114
La huelga de hambre  119
Salí a tomarme un café  121
La guerra e mierda  123
Favor con favor se paga…  125

De Penitenciaría  127
Mal espectador  128
El Cristocosmos  129
El servicio sexual  130
Hágaselo usted  131
Monté un casino  132
En el Economato también tenían su choreíto  133
Escuela magnético espiritual  136
Si no respondes así, te jodiste…  139
Mi complemento numérico  141
El dinero es una causa social  144

Otros cuentos  147


Perdí una novia evangelista  148
Las cosas del subconsciente  151
Curabién  153
Las cartas es un albur  155
La ciencia termina en brujería  158
Usté tiene un problema  160
La Maracucha  162
La vendedora de cigarrillos  164
En el burdel del cura  166
Un enganche en Roma  169
El ciego de Nueva York  170
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Los cuentos de Alfredo Alvarado, El Rey del Joropo
se terminó de editar en formato digital
en la República Bolivariana de Venezuela,
en Caracas, en el mes de octubre de 2020

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