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Los cuentos
de Alfredo Alvarado
El Rey del Joropo
Memoria
Los cuentos
de Alfredo Alvarado
El Rey del Joropo
1.a edición digital, Fundación Editorial El perro y la rana, 2020
1.a edición impresa, Editorial Domingo Fuentes, 1975
© Edmundo Aray
© Fundación Editorial El perro y la rana
Diagramación
Mónica Piscitelli
Diseño de portada
Arturo Mariño
Edición
Luis Enríquez
Corrección
Francisco Romero
Transcripción
Ingrid Sánchez
ISBN: 9789801446163
DL: DC2020000163
793.319092
A472
EDMUNDO ARAY
Los cuentos
de Alfredo Alvarado
El Rey del Joropo
Nota editorial
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una bofetada en un acto en Radio Continente, fue detenido por los
cuerpos de seguridad y alabado por la prensa escrita y el incidente fue
conocido como “La mano vengadora”. Los periodistas de entonces
alabaron al Rey como un defensor de nuestro gentilicio ante las
agresiones a nuestra cultura por parte de Cugat. El propio Cugat
se disculpó públicamente y retiró los cargos, y es recordado este
reencuentro por la promesa de Cugat de una presentación juntos que
nunca ocurrió. Más tarde este episodio le cobraría al Rey un veto en
México, país en el cual no pudo actuar más.
Edmundo Aray compiló y publicó estas anécdotas en la década
de los setenta. En un principio fue un proyecto de cuatro tomos,
pero lamentablemente nunca se logró completar por motivos
desconocidos. Esta edición sirvió para que los cineastas Thaelman
Urgelles y Carlos Rebolledo llevaran a cabo la realización de un
film biográfico del Rey del Joropo donde el propio Alvarado se
representó a sí mismo, en una película estrenada en el año 1978.
La presente biografía ha sido tomada de la primera edición
realizada por la Editorial Fuentes publicada en el año 1975. Ha
sido revisada y corregida, conservando la misma distribución
original y respetando la rica oralidad presente en todo el texto
que le otorga un singular valor literario. También son conocidas
una edición realizada por Ediciones Balumba en 1977 y la más
reciente incluida en una antología de Edmundo Aray llamada
Alias el Rey, donde también se incluyen textos como Sube para
bajar (1972) y Baje la cadena. Allegro jocoso, pero no demasiado (1973),
editado por la editorial merideña Ediciones Solar en 1997.
La Fundación Editorial El perro y la rana presenta esta
edición de Los cuentos de Alfredo Alvarado, el Rey del Joropo como un
pequeño homenaje a estas figuras de nuestra venezolanidad, tanto
a Alfredo Alvarado como a nuestro gran poeta Edmundo Aray.
En las próximas páginas se hace un recuento de nuestra cultura y
tradiciones que, aunque suenen ya lejanas, conservan su huella en la
actualidad.
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Cuentos de la infancia
Yo tuve una niñez muy fuerte
Yo tuve una niñez muy fuerte. Fuerte, digo, porque era muy
tremendo, quizás debido a mi espíritu inquieto que buscaba el
río, la caza de chicharras, los mangos, las metras. Un espíritu que
prefería las chinas a la escuela.
Un día, mi papá decidió llevarme a casa de una tía en el callejón
Peniche. Allí me pusieron unos grillos para tranquilizarme el
espíritu, unos grillos de esos que usaban en La Rotunda. Tengo
las marcas en los tobillos, de los ganchos remachados en los pies.
Asimismo, con grillo y todo, y llaga y todo, yo saltaba y brincaba
por esos techos. ¡Claro!, dando salticos muy corticos.
Al año de tener los grillos vino otra tía de Maracay y me
encontró con los grillos. “¡Ay, cómo es posible que a este niño
le tengan esos grillos… eso es un salvajismo! Yo me lo llevo para
Maracay”. Me quitaron los grillos, pero estuve más de dos meses
caminando a saltitos.
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Mis primeros pasos
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copa en un lugar que quedaba de Gradillas a Sociedad. Mi papá la
guardó. La India. Así se llamaba el lugar.
Campeones de boxeo llegaban a la pensión. Argentinos
cantadores y bailadores de tango. En ese ambiente crecí con mi
afición por el baile.
Mi papá, al observar mis cualidades, me buscó a lo mejor del
baile venezolano, a Mamerto García, el Rey del Joropo, el Tuerto
Mamerto. Lo más grande que había. Mamerto se caracterizaba
por un baile de joropo fuerte, sin floreo, brusco, dominante.
En esa época los pisos de las casas eran de tabla. Cuando
Mamerto bailaba, se caían los floreros, las lámparas temblaban,
empezaban a caer vainas de todas partes, tam, tam, pam, pam,
porque Mamerto usaba un joropo de ta, ta, ta,ta, ta, ta, ta, un
zapateo fuerte. A mi papá le gustaba. Agarró a Mamerto por un
brazo y le dijo: “A este muchacho me lo enseñas a bailar joropo”.
Y comenzó a enseñarme. Cuando estuve listo en el joropo, le dijo
a mi papá: “Préstame al muchacho, que me lo voy a llevar por ahí,
a que lo vean bailar en las fiestecitas”. La verdad es que él pasaba
raqueta en las fiestecitas, se guardaba los reales y a mí me daba
caramelos, unos caramelos gordotes, de bola.
Un día me llevó a casa del general Juan Vicente Gómez, en
Maracay. Me acuerdo de que el General tenía un sombrerote,
unas bototas, con un bastón en la mano. Sentado en una sillota lo
recuerdo. Allá llegamos. “Mi General –le dice Mamerto–, aquí le
traigo al muchacho para que lo vea”. “Ajá, ajá –dijo–, muy bien,
que baile”. Y yo bailé mi joropo. El General aplaudió. Después
sacó la carterota, y de ella un puño de billetes. A mí me dieron
mis caramelotes otra vez. Regresé a Caracas, contentísimo.
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Yo era malo
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Me vistieron de niña
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Prendí las piernas
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Comencé a conocer delincuentes en la policía
A los días caí preso por primera vez, pues las veces anteriores
había caído por vago, pero no por cometer un delito. Resulta
que me hacía falta una bicicleta que alguien había dejado en el
hotel y decidí robármela. Así fue. A las dos horas estaba preso y
me ficharon. Me fichó un tal Frías, jefe en la Sección de Robos
de la Comandancia General de Policía. Me sacaron mi foto, me
pusieron el número 911 en la ficha y me metieron en un calabozo
para muchachos. Ahí me hice hombre. Para ir al baño tenía que
atravesar un largo pasillo. Los burragones, esos que les gusta
coger muchachos, estaban atentos a los que salían para el baño.
A mí me tocó ir a mear, pero salí mosca y con una especie de
chuzo que había hecho de una lata de sardina. En el camino
me salió un burragón. Le dije: “¡No me agarre, vale!”; pero
el tipo se me vino encima y me agarró las nalgas. Yo saqué el
chuzo y se lo bajé desde la garganta hasta el pecho. “¡Coño, me
jodiste!”, alcancé a oír en la carrera. Al rato me llamaron a rendir
declaración. Al burragón se lo llevaron para el hospital. “¿Qué
pasó?”, me preguntó el sargento. “Pues que ese burragón –el
sargento tosió fuertemente–, que ese burragón intentó cogerme
y me agarró las nalgas y ¡qué vaina es esa!”. “Vaya para su celda
–me dijo el sargento– antes que le mande a dar una paliza”. “Pues
me voy”, le dije. Desde ese momento me sentí un hombre, un
macho. Empezaron a respetarme. Cuando salía para el escusao,
me decían: “¡Qué hubo, mijo!, ¿quieres un cigarro?”. Y tal, y me
congratulaban. “¡Este carajito es jodío!”. Allí pasé una semana.
Empecé a conocer delincuentes y a conocer la delincuencia.
Nadie se ocupaba de correcciones ni de aconsejar. Salí hombre,
dispuesto a continuar mi vida que se asomaba.
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Del correccional al hospital
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a su orden, cuando usted quiera una vaina cualquiera, usted me
avisa, que yo soy el que le va a atender desde ahora en adelante
porque a usted no le para nadie. No moleste al enfermero ni a la
enfermera ni a nadie, que yo le atiendo”. “¡Ay, mijito! Caramba,
muchas gracias, eres como un hijo”. Me llamaba: “¡Ay, mijito!,
quiero agua”. Enseguida. Buscaba el agua. Aquí está el agua. Le
trajo naranjas la familia. Yo le pelé las naranjas. Yo le botaba el
pato. Pasaron siete días. Las enfermeras muy contentas, porque les
quitaba trabajo. Tiburcio muy contento porque no le faltaba nada.
La familia de Tiburcio encantada conmigo. Hasta me traían mis
naranjitas y mis galleticas y mis juguitos. A los veinte días, como
a las once de la noche, oí que dijo: “¡Aaaay!”. Y templó el cacho.
Yo dije: “Se murió”. Entonces metí mi mano por debajo de su
almohada y jalé mi herencia, lo que me pertenecía en realidad.
Cogí mi bojotico, un pañuelo con reales, y me fui al jardín. Un
jardincito que quedaba al frente de la sala nuestra. Un jardincito
de rosas. Abrí mi hueco y enterré el pañuelo. Y me vine a acostar
sin decirle a nadie que Tiburcio se había muerto, y me quedé
tranquilo. No sé si me dormí. De repente, oí el run, run. “¡Se
murió el dieciocho!” –dijo alguien. Llegaron los camilleros con
la burra, una bicha de palo que alzaban para montar los muertos.
Montaron a Tiburcio y comenzaron a registrar debajo del colchón,
debajo de la almohada, en la funda. Registraron los zapatos. Hasta
se pusieron a registrarle los bolsillos. Volvieron una zaranda todo
aquello. Entonces, al no encontrar nada, me llamaron: “Mira,
chico, mira, se murió el hombre que tú atiendes”. “¡Cómo va
ser!”, respondo. “Pobre Tiburcio. ¡Ay! Tiburcio, qué desgracia,
qué dirá su familia que lo quería tanto”. Y me puse a llorar hasta
que me alzó uno de los camilleros: “¡Mira, niño!, ¿tú no has visto
el pañuelo que él tenía debajo de la almohada?”. “¡Ay Tiburcio,
pobre Tiburcio!, no, yo no he visto ningún pañuelo, no, no puede
ser, pobre Tibur...”. “A mí me huele –dice el camillero– que tú te
cogiste el pañuelo”. “No, señor, yo soy incapaz”. “¿Incapaz?”.
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La cosa quedó ahí. Se llevaron a Tiburcio. La familia vino a
buscarlo al día siguiente. La mamá de Tiburcio me fue a ver a mi
cama. “¡Hijo!, te has portado muy bien con Tiburcio. Dios te lo
pague”. Y me dio dos bolívares y un beso en la frente. Me puse
muy triste y hasta lloré. “Adiós, señora, usted es muy buena”.
A la noche siguiente me fui al jardín, desenterré el pañuelo,
salté por la pared y me fui.
En el pañuelo tenía cuatrocientos bolívares y unas monedas de
oro, unas morocoticas.
De un solo trancazo fui a parar a Maracaibo.
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De Maracaibo a Caracas
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De Caracas a Maracaibo
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De Maracaibo a Barranquilla, de Barranquilla
a Puerto Cabello, de Puerto Cabello a Caracas
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un sargento se antojó de mí y me llevó con él y me presentó a
su mujer. “Aquí te traigo –le dijo– a este muchacho para que lo
criemos. Es trabajador y despierto”. “¡Ay, qué bien, caramba!, que
a nosotros nos hace falta un muchachito, y hay que educarlo muy
bien”.
Me dieron un pico y una pala para que abriera un jardín.
Cuando no estaba en el jardín, estaba barriendo o en la batea
lavando la ropa del sargento y de la mujer del sargento. Aquella
gente no necesitaba un hijo, sino un burro.
Un día me llama el sargento: “¡Alfredo!”. “Ya voy”, contesté.
“A mí no se me contesta así”, y ¡pam!, un guamazo por la cara.
“Y respéteme que yo soy su padre”. “No –dije–, usted no es mi
padre, usted es un perro”. “¡Mujer –gritó–, alcánzame la pistola
que le voy a dar su merecido a este muchacho del carajo!”. Salí
corriendo, mientras el sargento gritaba: “¡La pistola, la pistola!”.
El pistola era él, que no se pegó atrás. Salí por encima, pero
antes me detuve para recoger la carterita de la mujer, ¡tan!, y
me perdí durante varios días hasta que me hizo preso un agente
del Servicio de Investigación. Y era que mi papá me andaba
buscando. Le dijeron que estaba en Barranquilla y allá pasó el
dato a los Servicios de Investigación. Total, que me metieron en
un barco rumbo a Puerto Cabello. Allí me recibió la policía y
me pusieron a barrer las calles de noche, mientras esperaban la
llegada de mi papá. Así estuve varias noches, barriendo las calles
con unas escobas de chamisas y haciendo un jueguito que me
resultó: al barrer me adelantaba a los otros presos, barre que te
barre, y me alejaba y el policía de turno me decía: “No te alejes,
cuidado, no te alejes”. La historia se repitió durante varias noches.
Me dejaban avanzar y alejarme de los otros presos, hasta que me
dejaron avanzar mucho, y doblé la esquina y después que doblé la
esquina ni el polvo me vieron. Cogí carretera y levanté una cola
para Caracas.
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Mis primeros billetes
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vivía. Compré un flover, compré una bicicleta, compré unos
patines aunque no era diciembre. El chofer me especulaba y me
especulaba. Hoy no he hecho nada. La vaina está muy difícil.
Préstame un marrón, préstame dos. Yo le daba para el hotel, para
la comida, para la mujer que metía en el cuarto. Al mes de estar
en el hotel, el chofer, para terminarme de joder, le dio el dato a la
policía y me hicieron preso. El chofer se quedó con el maletín y
la maleta. Yo me quedé con un traje de pantalón y paltó, zapatos
nuevos, camisa nueva, un reloj y una cadena con la Virgen de
Coromoto. Perdí los patines, la bicicleta, el flover. Llegó mi papá
a la Jefatura: “¡Muchacho!, ¿y qué es esto?”. Nunca le conté la
historia. Le dije: “No, un señor que se compadeció de mí y me
vistió”.
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De la vida artística
Poco a poco comencé a levantar mi vida artística
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¡El Rey, el Rey!
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Por un bochinche
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Solo se oía un murmullo en la bodega. Fuimos a parar a la
Jefatura. En la Jefatura, el Agente le dice al guardia: “Alteración
del orden público y oposición a la autoridad”. Interviene Jacinto:
“¡Escúcheme, señor Agente!”. “No le escucho, cállese la boca…
Se opusieron y se opusieron, tenían un motín en la calle”. “Anjá,
muy bien –dice el policía desde el escritorio –, déjeme tomar los
datos. ¿Qué número es usted?”. “Agente número tal”. Se fue el
Sargento. “Ahora usted, diga: ¿cédula, estado civil, profesión?”.
“Espere un momento, señor Agente –dice Jacinto –, ¿usted sabe
quién soy yo? Pues yo soy Jacinto Pérez, el Rey del Cuatro”.
“¡Anjá! –le responde el Agente–, usted es Jacinto Pérez, el Rey
del Cuatro,
pues vamos a meterle cuatro días de calabozo”.
Entonces Jacinto le contesta: “¡Caray!, compai, menos mal que
no soy el Rey del Arpa”. Los policías y la gente que estaba de
curiosa se echaron a reír. El Sargento también rio. De pronto dijo:
“Suelten a esta gente que dentro de un rato nos tienen montando
un bochinche”. Regresamos a la bodega para celebrar.
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¡Ta bueno ya!
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Se cerró el audio
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La inauguración del hotel Ávila
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con el sombrero de cogollo recogiendo por todas las mesas.
Al primero que recogió fue al presidente Medina. “General –
le dijo –, eche aquí algo porque esto aquí es gratis y usté sabe
cómo es la vaina, estamos pelando”. Y el General sacó su billetera
con una gran sonrisota. A Jacinto se le fue llenando el sombrero
de billetes. Cuando lo vio lleno, lo cerró y cogió camino de la
puerta principal. El cuatro lo dejó abandonado. Cogió un carro
de alquiler y desapareció. Yo estaba petrificado. Paiva Ravengar
se paseaba de un lado a otro: “¡Qué desgracia, qué desgracia!”.
El americano que había contratado el espectáculo, decía: “¡Oh
carramba!, ¡cómo serr esto!, ¡cañonerros!, ¡limosnerros!, ¡pedirr
en fiesta serr un descrédito!, ¡usted buscarr esa gente!”. Yo
también busqué a Jacinto durante varios meses como palito de
romero. Pero ni olor.
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Al año después
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A Jacinto no le pareció suficiente
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Cerrado el impase
Xavier Cugat vino aquí con toda su orquesta para actuar en Radio
Continente y en algunos clubes. Acababa de filmar Escuela de
Sirenas, en Jolibud. El presidente del Club Venezuela me mandó
a llamar para que bailara un joropo en la gran fiesta del Club,
amenizada por Cugat. “Quiero que te bailes un joropo –me
dice– en medio del espectáculo. Va a ser una cosa muy bonita.
Viene el General y la Junta en pleno. Le vas a bailar a lo mejor de
la alta sociedad. Usted se viene vestido a lo criollo, para que sea
un contraste, una animación, con alpargatas y sombrero de cogollo
y con una muchacha muy criolla también”. Yo habría enseñado a
bailar a la hija de Carmen, y la muchacha me acompañaba muy bien
a bailar el joropo. Así que le dije y ella se vistió muy bonito y tal,
y yo me puse mi sombrero de cogollo, mis alpargatas, mi franela y
una vela en la mano
Cuando me tocó el turno, Ospina se le acerca
a Cugat y le dice: “Cugat, le presento al Rey del Joropo venezolano.
Lo hemos traído para que usted le toque el Alma llanera y él baile”.
Entonces Cugat, con el mayor desparpajo, le dijo: “¡Oh!, carramba,
yo siento mucho no poder acompañarr al indio porque mi música
no es para indios, es una música...”.
Yo no oí más. Ospina se retiró,
me tomó por el brazo y me llevó a la oficina, abrió la caja fuerte
y le firmé un recibo por mil bolívares. Me fui a la casa. Al llegar
me pregunta mi padre: “¿Y cómo te fue, Alfredo?”. “Una linda
fiesta. Estaba el General, la alta sociedad, yo no bailé...”. “¿Cómo
que no bailaste?”. Le conté lo sucedido. Mi papá era un hombre
atravesadísimo, el tuerto Alfredo, le daba una tunda a cualquiera.
Me dijo: “¿Qué es eso? Tú no eres hijo mío, tú eres un sinvergüenza.
¿Cómo es posible que ese hombre te venga a insultar y tú no le
hayas dado siquiera un cabillazo? Te vas de la casa y no regreses
si no tienes una vaina con ese hombre”. Me fui. Al día siguiente
estaba en Radio Continente, donde tocaba Cugat. Me quedé en
la puerta, esperando que saliera. De pronto, un remolino de gente.
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Cugat venía bajando las escaleras con Lina Romay, una artista que
bailaba rumba y otras cosas. La Lina tenía un ramo grande de flores
enormes. Entonces me metí en el bululú, me acerqué a Cugá y lo
paré: “¿Usted se acuerda que anoche me llamó indio?”. Pero él no se
acordaba de nada. “No, yo no rrrecuerrdo nada”, me contestó. Le
zampé un tanganazo en la boca. ¡Caraj, plum, pam!, y aquel labio
comenzó a echar sangre, y la sangre a chorrearle por el esmoquin
blanco, y gritos “¡Un loco!, ¡un loco!”. La gente corriendo, el ramo
de flores por el suelo, y aquel bochinche, la gente para un lado y
pal otro, y Cugat pegado a la pared con un pañuelo en la boca, y
el militar de guardia, porque en esos días la cosa estaba fea y había
soldados en todas las radios, se me vino encima. “¡Un momento!
–le grité–, el señor insultó a la patria y a Bolívar”. El soldado se
canchó su bayoneta al cinto y se fue a sentar otra vez. Pero me
agarró un policía: “¡Está detenido!”. Y con la misma me metieron
en una camioneta. En la mañana grandes titulares en los periódicos:
“El Rey del Joropo le da una trompada a Xavier Cugat porque
insultó a Venezuela”. En una caricatura salía una mano así, y al
pie: “La mano vengadora”. La cosa se ponía difícil para Cugat y el
empresario, pues había una presentación en el Metropolitano y las
noticias y el bochinche de la prensa podían afectar la popularidad
de Cugat. De manera que un tal Legorburu, empresario, habló con
Cugat y el propio Cugat sacó la boleta de libertad para mí y se fue
con todos los periodistas para La Modelo. Entonces me llamaron:
“¡Alfredo Alvarado!”. Cuando salí del buzón de la cárcel Modelo,
me estaba esperando Cugat con los brazos abiertos. Yo me acerqué
un poco guillao, pero el hombre seguía con los brazos abiertos
y una gran sonrisa y un punto de sutura en un labio. “¡Venga un
abrazo!”, dijo. Y con el abrazo, las fotos. Cerrado el impase Xavier
Cugat-Alfredo Alvarado. Una simple y mala interpretación del
artista criollo. Cugat se interesa por conocer la música venezolana.
Alvarado bailará en el Ávila el Alma llanera tocada por Cugat. No
bailé ninguna Alma llanera, nadie me llamó. Me quedé esperando
el contrato.
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Hielo y Estrella
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¡Tas quemao Alvarado!
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En el Teatro Margot
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Desconcierto en la sala, unos instrumentos dejan de sonar,
otros siguen sonando, pero yo le di al escobillao y chis chis chis,
chas chas, chas, bailo un peazo e joropo y ¡pam! Me paro y veo al
público y el público se viene en aplausos. Entonces el muchacho
se abre a bailar y la orquesta lo sigue, tan tan tan tacara tan, y
también se para y ve al público. Aplausos para el muchacho. Me
arranco yo y la orquesta, no toda, me sigue, ras, ras, ras, y hago
cosas mías, de las buenas de mi repertorio y pam, me paro. Un
aplauso más grande. Pero comienza a subir la policía al escenario.
Uno me agarra por la manga y se forma el zaperoco, pitos y flautas.
“¡No!, ¡que no se lo lleven!”, pero nada, me sacan. El escándalo
aumentó y empezaron a prender papeles. Cuando me tienen en la
puerta, ya suelto, veo venir un sargento de policía a toda carrera,
y con la misma yo también arranqué a correr. Después me contó
Montañita que el sargento había salido a buscarme para aquietar al
público, pero ni rastros.
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No había nada que hacer
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Bailarín venezolano se roba el chou
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Entré al ensayo sin pedir permiso: “Un poquito de tu amor
–cantaban las hermanas Lago–, una mirada de tus ojos”. “Un
poquito de suerte es lo que yo necesito –me dije–. ¿Usted es el
señor Humberto?”. “Sí, yo soy, para servirte”. Abro la partitura
y se la pongo sobre el piano. Lee y toca: tan tan ta tan tan tan
tantín, ta ta taca ra cara caran. “Alma llanera –dice–, la conozco”.
Y una de las hermanas Lagos dice: “¡Ay, qué lindo! La podemos
cantar”, dice la otra. “Estoy hecho”, me dije yo. “¡Caramba! La
podemos incluir en el programa –dice Humberto al tiempo que
me pregunta–, ¿y qué es lo que tú quieres, muchacho?”. “Mire,
yo soy bailarín –di unos pasitos–. Hablé con Eliodoro y él me
mandó a hablar con...”. “¡Anjá! –me interrumpe Humberto, y
grita–, Pedro, ven un instante, aquí está un muchacho que envió
Eliodoro”. “¡Mándalo!”, gritó Pedrito. “Está bien –me dijo–, ve al
proscenio y habla con Julián”. “Eliodoro me dijo que le presentara
el baile a Humberto, y Humberto se emocionó con el baile y me
mandó a Pedrito, y Pedrito está de acuerdo con que me incluya
en el programa con las hermanas Lago”. “¡Muy bien! –me dijo–, y
¿cómo te llamas tú?”. “El Rey del Joropo”, le respondí. “Correcto
–dijo–, mañana estrenamos. Ve y ensaya con las hermanas Lago y
está pendiente para cuando te anuncie”. No hubo ensayo. Era una
orden de Eliodoro García. Eliodoro le dijo a Alfredo, Alfredo
le dijo a Humberto, Humberto le dijo a Pedro, Pedro le dijo
a Julián, y yo me fui a mi hotel, planché mi pantalón, lavé mi
pañuelo colorao, enderecé mi sombrero e cogollo, cepillé las
alpargatas, puse sonoras las maracas, y me acosté a esperar el día
siguiente.
Dos horas antes de comenzar el espectáculo estaba en el
Teatro América, pero cuando voy a entrar por la puerta de los
artistas con mi maletín, un tipo me para: “¿Tú dónde vas?”. Le
digo: “Yo soy artista”. “¿Cuál artista?”. “Estoy en el programa”.
“No, hombre. ¡Qué programa ni qué narices!, si te quieres colá,
te equivocaste, anda y paga tu entrada”. No seguí discutiendo con
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el tipo y fui a comprar mi entrada, un dólar cincuenta, y entré
con el público. Conseguí un hueco en el escenario y me metí y
fui a parar donde botan la basura, y al lado del basurero me quité
la ropa y me vestí, ¡listo! para cuando me llamaran. ¡Ahora, como
número especial, número extra, las hermanas Lago cantarán
para ustedes el Alma llanera de Pedro Elías Gutiérrez, joropo
venezolano, y el gran bailarín, el Rey del Guarapo, bailará la
música de Venezuela! Arranqué cuando tan tan tan... “Yo nací
en esta ribera...”, y empiezo a bailar pas pas pan, tacachi chiqui
chis, chiqui chiqui chis, aquellas maracas sonaban de lo lindo,
pero me viene una desgracia, una de las maracas chocó con
la otra y se rompió y por el hueco empezaron a salir todos los
capachos y me quedé con una sola maraca sonando, que era un
sonido discordante porque hacía ¡chii!, ¡chii!, ¡chii!, y me quité
las alpargatas, me quedé pie en el suelo y seguí bailando, cada vez
más fuerte, pero no se oía el chiqui chis; y Humberto se da cuenta
y manda a bajar el tono a la orquesta, y las hermanas y la orquesta
bajaron el tono, y se oyó el charrasqueo de los pies y el público se
puso de pie y oí una de las ovaciones grandes que he recibido en
mi vida. ¡Fue apoteósico! Dos veces más repetí el joropo. Cuando
estaba en el basurero, quitándome la ropa, llegaron Eliodoro,
Pedro, Humberto, Julián. “Yo te lo decía –gritaba Eliodoro– que
el chico era un fenómeno”. Abrazos, palmadas y un contrato por
dos semanas. Al día siguiente apareció en El Diario de la Marina:
“Bailarín venezolano se roba el chou del Teatro América”.
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The King of Joropo
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se la llevó consigo. El público empezó a reír y reír, y salieron
los aplausos y los gritos. Causó tanto furor que Ángel López me
mandó a llamar y me dijo: “¡Tremendo éxito! Desde ahora en
adelante te vamos a poner un tipo que te va a estar molestando
con el hielo mientras tú bailas y, al final, le tiras el machetazo”.
Durante una semana se estuvo repitiendo la historia, hasta que le
corté un brazo.
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La pulmonía me cortó la carrera en Nueva York
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De choreo
Me fui violentando
Para uno poder triunfar en el arte, hay que ser chulo de los
empresarios o de los financistas, o de los chulos de los empresarios.
Uno tiene que ser chulo de una lista interminable de gente. Tú
te conviertes en un portador de drogas para ellos, tú eres un
portador de mujeres para ellos, tú eres un portador de todo lo que
ellos quieran.
Yo no compartía aquella vaina. Cuando tenía que hacerlo,
sentía un gran dolor en los cojones, y no hallaba cómo aliviarlo.
Pues, por ahí me fui violentando. Y me violentaba la peladera,
trabaja aquí, trabaja allá, seis meses pelando, y si trabajas, pelas
porque te pagan cuatro lochas.
Mi mejor trabajo fue “El baile del joropito”, montado en una
tarima de madera, en Hielo y Estrella.
Yo veía que otros buscaban el billete y lo conseguían. Empecé
a violentarme. Bailaba en el Country Club y la gente aplaudía,
llena de perfumes caros y toda mierda. Cuando bailaba en el
Country, me sentía bien, como bailando en un paraíso. Paraíso
era el de ellos. Terminaba la fiesta: tremendo Cadillac, tremendo
Mercedes. Vida. Alguna mujer de pronto: “Profesor Alvarado,
vamos a llevarlo a su casa”. “¡Ah, no, muchas gracias! Yo me voy
en mi auto”. ¡Mentira! Yo no tenía ni bicicleta. Claro, de la fiesta
salía con mi maletica y en la maletica un poco de torta, y una
botellita de güisqui y algún otro choreo. Vainas que me robaba
para venderlas al día siguiente. Total que me fui violentando. ¡Qué
carajo! Voy a apartarme de esta vaina del bailecito y los aplausos,
y a buscar la vida por mi cuenta y riesgo. Claro, comenzaron a
vetarme, comenzaron a sacarme el cuerpo como al que tiene la
lepra o la peste bubónica.
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Napoleón me dio una mano
Cuando uno cae preso, queda fichado para siempre. Ellos tienen
como cien fotografías de uno. Y huellas por todas partes, huellas
dactilares y huellas dactilares y te fichan y te vuelven a fichar y
te retratan así y te retratan asá. Te guardan en los archivos para
siempre, porque esos archivos no desaparecen. Uno les paga a
los empleados para que le borren la ficha, pero qué va, qué ficha
van a borrar, pendejo que es uno y paga. Ellos te dan una ficha,
mientras cien fichas tuyas van a parar a todas partes: Ministerio
de Relaciones Interiores, Identificación, SIFA, Digepol, Disipol,
Jefatura. Cien fichas regadas que uno ni sabe a dónde van a parar.
El tipo a quien tú le pagas te da una ficha. Tres, cuatro, cinco mil
bolívares por esa ficha.
El envío mío a El Dorado se debe por eso, por querer sacar
mi ficha. A mí me ficharon por robar una bicicleta cuando tenía
ocho años de edad. A los ocho años se me fichó. Se me hizo un
número que es novecientos once en mi expediente. Hoy en día
llega, como la cédula de identidad, a seis millones ochocientos
setenticinco mil cuatrocientos veintidós. Para aquella época yo
fui novecientos once. Bueno, yo era un niño. Tenía mi ficha y
eso era un estorbo para mí. Naturalmente, ya venía echando mis
tiritos, como se dice, pero en realidad no tenía antecedentes sino
aquella cosa que me embromaba, aquella cosa de cuando tenía
ocho años, que era un antecedente. Entonces, Napoleón, que era
alto empleado del Servicio de Inteligencia Militar, que tenía una
placa como las de hoy en día las tiene el SIFA, me echó la mano.
Una mañana me dice: “Tú tienes esto”. Era mi ficha, mi
fotografía de niño, el antecedente y la vaina, novecientos once.
“Sí –le digo–, yo tengo eso”. “Bueno, chico –me responde–,
esto ha desaparecido, y ahora a trabajar. Nosotros tenemos algo
chévere para hacer dinero. Tú tienes que decirnos hoy mismo
si vas o no vas. Si vas, te comprometiste y tienes que ir. Ahí
53
no hay cosa, no hay, no hay pele. Si dices no, no vas, no se te
dice nada. Pero –se queda pensando–, pero –repite– ya todo
está listo, todo está arreglado”. Y dije: “Voy”. “Muy bien –me
respondió–, vamos a buscar un carro. Se trata de un asalto a un
‘cinco y seis’ ”. Fue el primer asalto que se hizo a un “cinco y seis”.
Lo hicimos en La Florida. Veintiséis mil bolívares. Llegamos al
lugar. Muy movido. Napoleón y el Español se bajaron del auto.
Yo manejaba. Desde el auto los miraba. Napoleón, muy ágil, y el
Español se presentaron con pistola en mano. “Y arriba las manos
todo el mundo”. Agarraron la plata, dijeron “Buenas noches”, se
metieron en el carro y nos fuimos. Yo dije: “Concha, esto es una
mantequilla”. Un poco de billetes, uno para ti, uno para ti, uno
para mí, como repartir barajas, uno, dos, tres, chan, chun, chan,
chan, chan
sobre uno, vamos a dejarlo por aquí. Los de a diez
ahora. Uno para ti, uno para ti, uno para ti, uno para mí, uno para
ti. Vengan los de cien.
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Napoleón
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para detenernos. Nosotros tenemos nuestro Comando y el Estado
Mayor, nosotros somos militares. ¿Qué cuestión es esta?, ¡deme
acá mi pistola!”. Y el otro dice: “¡Deme acá la mía!”. Y todo el
mundo agarró su vaina y a Napoleón lo metieron preso. Estando
en el calabozo, comenzó a distorsionarse el cerebro de Napoleón.
A pensar que todo era una porquería, y se olvidó de militares y
pendejadas, y desde entonces se metió a echar vainas.
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El español
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Un gran asalto
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la cuestión, se metían unas piedras, venía el cura, bendecía la
urna y ese cadáver se enterraba. Después, pagarle unos veinte mil
bolívares a un margariteño para que nos trasladara a Curazao.
A buscar el cuarto hombre, porque Alfredo no puede
manejar más. Alfredo pasa a ser integrante del atraque. A revisar
los archivos de la Policía para buscar el hombre que convenía.
Napoleón encontró dos canarios. Uno estaba empleado de
mesonero en un restaurante situado al frente del Coney Island.
Un español, canario, que llamaban Martín, de bigotes negros.
Mesonero en el restaurante, pero con su fichita. Napoleón dijo:
“Este puede servir”. Habló con él y habló con el otro, que llamaban
Pedro Grande, otro canario que trabajaba en un restaurante del
Este. Una noche los trajo a la reunión. Teníamos un apartamento
alquilado en la esquina de Miracielos. Arriba había un cabaré que
llamaban El Alcázar, y en el edificio alquilaban apartamentos a
chulos, putas, maricos, cabrones, eso era un zaperoco.
Entramos en reunión, alrededor de una mesita. Todo a media
oscuridad. Parecía una sesión de espiritismo aquella vaina. En
la cocina estaban los instrumentos: cizallas, vainas, torniquetas,
bichos para abrir, alicates, tornillos, escopetas recortadas, pistolas
e instrumentos de trabajo. “He traído a los españoles –dice
Napoleón– porque estos son los tipos que pueden acompañarnos”.
Interrumpe Pedro Grande: “Hombre, con esto no se me escapa
nadie”, y pela por un cuchillo como de treinta metros, una
vaina muy grande. “A cuchillazos, hombre, porque así no chilla
nadie ni se hace ruido”. Y el otro español sacó una cachiporra.
Hablamos y hablamos. Quedamos en que el sábado siguiente
íbamos a probarlo para observar cómo estaban en la ejecución. El
trabajo: un asalto a otro sellado de cinco y seis. Llegó el sábado.
Llegó la hora del atraco, pero no llegaba Napoleón. Asumí las
responsabilidades. “Bueno, vamos. Toma tú, tu pistola, y tú, tu
pistola, y vamos a buscar un carro”. Fuimos a buscar un carro y
nos encontramos con una camioneta Willys y nos fuimos al lugar
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del hecho. Cuando estábamos en el lugar esperando el momento
oportuno, disfrazados, con cejas pobladas y bigotes, metidos en la
camioneta, se apareció Napoleón con Jorge, un tipo que también
le metía a la pachanga.
“Bien, qué es esto”, pregunta Napoleón. “Lo que ves –
respondo– y, además, ¿por qué llegan tan tarde?”. “No, qué tal
y qué sé yo, pero no importa, hagan la vaina que nosotros nos
quedamos en la esquina de arriba”. “Bueno –digo yo–, uno
por el lado derecho, otro por el izquierdo, yo en el centro,
directamente, a buscar el dinero”. “¡No se mueva nadie!”. Ese fue
el momento culminante. El sellador levantó las manos al máximo
y el que estaba vendiendo los cuadros y el de la contabilidad.
“¡Manos arriba!”. Cuando entro a recoger el dinero, también
entra un muchacho corriendo. “¡Mire, hágame el favor, vale,
séllame este cuadro que se me...!”. Y vio lo que estaba pasando
y automáticamente levantó las manos como diciendo: “Bueno,
esto es un atraco”. En esa los españoles arrancaron a correr y me
quedo yo embarcado, con el revólver apuntando a todos lados. El
sellador agarró la mesa por los extremos, me la tiró encima, y botó
todos los fuertes y los billetes por el suelo, y se me vino encima...
“¡Socorro!”, gritó el otro. “¡Ladrones!”, gritó aquel. Eso fue un
desastre. Salí corriendo, echando tiros al aire, pa, pa, pa, llegué a
la camioneta y en ese momento una vieja se asoma a un balcón,
me ve con el revólver y se desmaya. Quedó guindando del balcón.
“Salta y corre, ¡carajo!”. Por el camino encuentro a uno de los
españoles, que había botado la pistola en un jardín. “¡Móntate!”.
Y se montó. Al otro lo agarró Napoleón en una esquina. Cuando
iba a toda carrera, lo paró en seco, lo montó en un carro y se lo
llevó. Fuimos a parar al apartamento de Miracielos. “¡Bueno, y
qué fue lo que pasó! –grita Napoleón–. Yo oí los tiros”. Le digo:
“Sencillamente esto y esto y esto y esto y me embarcaron, porque
cuando llegamos, ¡manos arriba! Y tal, llegó un muchacho y estos
señores han salido corriendo”. Napoleón se me queda viendo,
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voltea furioso hacia uno de los españoles: “¡Cómo es posible!”,
paff, y le dio un cachetada. “¡Ay, no me pegue!”. “Pero si tú eres
un sinvergüenza”. “¡No, señor, vaya hombre, lo más terrible
es que ha matado a uno, fíjese usté los tiros, oh, qué horror!
Nosotros nos vamos y nos vamos”, dice el español, todo cagado.
Y se fueron. Esa noche se fueron a La Guaira y se metieron en un
barco que no sabían qué destino llevaba y los llevó de polizontes.
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El Loco Alegre me entrampó
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Pero resultó que el Loco Alegre tenía una mujer, llamada la
Negra. Muy conocida, la Negra Lucy. Estaba en estado, iba a tener
un loquito; y el Loco, encantado, muy bien, y él, en confianza
con su Negra, le dice: “Negra, pronto se van a acabar nuestras
vicisitudes, vamos a ser ricos, y fíjate tú, mi amor”. Y dijo esto y
lo otro y aquello y lo de más allá. “¿Y eso no va a ser peligroso, mi
Loco?”, le pregunta la Negra. “No, mujer, qué va a ser peligroso,
figúrate tú que esto y esto y así. Además, los tipos con quienes voy
a hacer el trabajito, el Rey del Joropo, fulano de tal, fulano de tal,
todos somos firmes, todos somos chéveres”. Pero la Negra tenía
un hermano que trabajaba de oficial en la Seguridad Nacional.
Y sale la Negra a contarle lo que está pasando. El hermano no se
siente capaz para echarle bolas a la cosa, pero se la cuenta a su jefe.
Entonces se preparan tremendo peine, tremenda redada. Yo estaba
jugando dominó en los altos del Olympia, que se jugaba dominó
y había billares, cuando entraron pistola en mano. “¡Quieto!”. Me
registraron, pum, preso. El español estaba acostado con una negrita,
porque le gustaban las negritas más que el carrizo, y lo hicieron
preso en la cama con todo y negrita. Y a Napoleón lo hicieron
preso cuando entraba a firmar el libro en la Seguridad Nacional.
Estando muy parados y esposados en la Seguridad Nacional, entró
el Loco Alegre. Sí, estos son. Este es Alvarado, este es Napoleón y
este es el español. Se armó el alboroto. Entró la prensa, y comenzó
la mamadera de gallo por los periódicos. En El Morrocoy Azul me
sacaron retratado con las maracas en los pies, amarrado con cadenas
hasta arriba y un candado. Al lado, un tipo gordito, que parecía un
investigador, con un libro que decía: “Pero, Alvarado, ¿cómo es
posible que hayas formado una banda?”. Y abajo yo decía: “Ay, fue
que no pude conseguir una orquesta”. Mamaderas de gallo por aquí,
destrozos por allá. La prensa gozando una bola. Como Napoleón
era de la Seguridad, su retrato salió chiquitico, con una leyenda:
“Exagente de la Seguridad Nacional complicado en el caso. El Rey
del Joropo, jefe de la banda”. El gran culpable era yo, el Rey con
maracas y todo.
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El Loco Irureta
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¡A quemar esta mierda!
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¡Ese hombre está loco!
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El cura y el colombiano
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Un atraco ciego
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El cuento del diploma para ejercer la brujería
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parte, y nosotros hemos venido justamente porque le pueden pegar
una multa. El día que descubran que usté está ejerciendo la brujería
sin autorización, usté va a quedar, ¡figúrese! Es un problema,
así conozca al general tal y al general cual”. “¡Ay!, ¿cómo hago,
mijito?”. Le digo: “Esto le va a costar dos mil bolívares, pero le
vamos a solucionar el problema sin necesidad de moverse de su
hogar, sin abandonar su consultorio, sin que su clientela se vaya y
sin escándalo. Nosotros le arreglamos eso”. “Mijo, yo les puedo
dar mil bolívares ahora y mil cuando me entreguen el diploma”.
Mandamos a hacer el diploma: La Universidad de Venezuela
certifica que la señora Patricia Pérez de Rodríguez está autorizada
para ejercer la brujería. Los males de amores, los problemas
económicos, la mala suerte y tal y qué sé yo. Firmado el Rector,
¡chas!, ¡cham! Un sello. Nos costó cincuenta bolívares. Lo hicieron
en una tipografía. ¡Bellísimo! Lo montamos en un cuadro. Se
lo llevamos a la señora. “Aquí está el diploma”. “¡Ay, mijo!, ¡qué
lindo! Lo único malo es que llegaron en un mal momento. Hoy es
jueves. Vengan el sábado a buscar los otros mil bolívares”. “¡Cómo
no!”. Nos fuimos. “¡Coño!, tamos de pinga, pues la vieja cayó”.
Pero me quedo espantao cuando veo las noticias al siguiente día.
Con diploma universitario, la bruja yo no sé qué vaina certifica
que… Yo dije: “Esta es una paja. ¡Mira! La vieja ha sacado un
anuncio en las noticias. Va a caer la policía”. “No, hombre, qué
va a caer. A eso no le paran ni bola”. Le dije yo: “¡Mira, marico!
Esto nos va a traer un inconveniente. Aquí dice que cura el mal de
lombrices y graduada en la Universidad. Esta vaina va a traer peo”.
“No, hombre, no le pares”. Le dije: “Bueno, tú sabes cómo es, yo
no voy el sábado a un carajo. Yo me quedo con mis quinientos
bolívares que me correspondieron, y abandono”.
El sábado, muy de mañana, Espinoza fue a buscar sus otros
mil. Lo estaba esperando la policía.
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Me lo mandó Dios
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De El Dorado
Nos llegaban las 4 a.m.
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¡A comer, carajo!
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¡Ronda, voy al baño!
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¡Caray! Una comisión
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El pergamino de Mijarito
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agarrar aquella mano así”. Mijarito copió la idea. Hizo el cuadro.
Y me regaló unas botas porque le dieron la libertad. Le dieron
la libertad para el 24 de diciembre. Le vino muy justo para el
veinticuatro. Me regaló unas botas, muy bonitas las botas. Yo le
dije: “Concha, Mijarito, esas botas tuyas sí son buenas para andar
por aquí”. Me las regaló. Eso fue lo que me regaló, las botas, y se
fue.
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El pavo
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Le pasó como al Hamlet
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Aquí hay que tener muchos padrinos
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El santo cura
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Cuando aquel se para, uno se para
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El conecte
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El sermón
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De vuelta con el santo cura
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El subdirector
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Una comisión y pal río
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La Marilú
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El sicoanalista
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Nadie como el sargento Cabaña
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Voy a cortar flores para la Virgen
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La vaca loca
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La horqueta
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fuertes–… Vamos, agárrense ahí, y denle paquí y denle pacá, y
denle pallí y denle pallá, hasta que se afloje, hay que tumbar eso”.
Cuando estaban en ese movimiento y el cura dirigiendo, los cinco
reclusos ordenados por el cura, para allá y para acá aflojando la
horqueta de su base, que tenía más o menos como dos metros para
abajo, que era muy fuerte, que ya estaba aflojando, el cura pidió
más refuerzos: “¡Vamos, más reclusos, vengan, vengan!, ¡cinco,
diez más, a aflojar esta horqueta!”. Cuando ya la estaban aflojando,
el teniente de la Guardia Nacional, Payares, se acerca a la carrera,
se le planta al cura y le dice: “Un momento, padre, esto no está
dentro de sus funciones. Esto es una forma de castigo ordenado,
porque usted no conoce a esta gente. Aquí hay que buscar un
castigo fuerte para ellos y hemos encontrado la horqueta”.
Entonces el padre le responde: “No, teniente, esta horqueta no
funciona más”. Y el teniente le vuelve a repetir: “Padre, esto no
está dentro de sus funciones. Usted es cura, y no puede meterse
en lo que uno ordena aquí adentro en las funciones específicas
de la Dirección y del Comando”. Entonces ¿qué pasó? El cura se
ha arrancado, porque los botones saltaron, la sotana, y debajo de
la sotana apareció un uniforme de mayor. Y le dice al teniente
Payares: “Pues, entonces, usted está arrestado, mi teniente, usted
está arrestado desde este mismo instante. Es el mayor Fulano de
Tal que le habla y usted está arrestado”. Hubo un silencio enorme,
hasta que los reclusos comenzaron a aplaudir, y vinieron los gritos
y las vivas, y aquello parecía una manifestación o una fiesta de
reclusos, y al cura lo alzaron, vestido de mayor y todo lo alzaron
en hombros. Al teniente lo arrestaron.
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El parto
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que no salía, que se iba para adentro, que se venía para fuera, me
desmayé. Entonces una india que estaba al lado mío, sucia, así
como estaba, me sacó del cuarto, bajó las arepas que tenía en el
fogón, se encargó del parto y lo hizo. A mí me puso una inyección
de aceite alcanforado.
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¡Noticias, noticias!
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–le digo–, entonces me cierran las puertas… yo vengo a que me
abran”. “No te preocupes, Alvarado, te vamos a ayudar, vete
tranquilo, acuéstate tranquilo”. “¡Ah, sí, me acuesto tranquilo!, ¿y
a qué hora vengo el año que viene?”.
La realidad fue que esa noche no dormí. En la mañana oí:
“¡Noticias!”, salí como un loco para la calle. “¡Noticias, Noticias!”.
El muchacho me vendió las Noticias. Y en última página leo:
“Ladrón con lágrimas de cocodrilo”. ¡Qué vaina es esta, si yo!...
“Hampón ampliamente conocido, Alfredo Alvarado, tristemente
célebre... ¡Y qué tristemente! Dice que se quiere corregir. He
aquí su récord: robó en mil novecientos tal, robó aquello en tal,
y aquello en tal, se enredó en tal, esto, lo otro. Fue enviado a El
Dorado. Salió y tal y qué sé yo”. Total que esa mañana salió la
policía a buscarme. Me metieron nueve meses en El Obispo.
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Así es la vaina
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Negocio que les conviene a ellos
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De Maracay
Cuento del corri corri
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para enseñársela. Veinte bolívares mensuales”. “Bueno, cómo
no, le voy a pagar dos meses por adelantado. Cuarenta bolívares”.
(Tengo que anotar una cosa: en medio de la búsqueda me metí en
un botiquín y me encontré con un paltó mal puesto en una silla.
Doscientos y pico de bolívares tenía junto con unas llavecitas y
una carta que decía algo como: “De verdad que el más afortunado
cupido mirándola con todo ardiente anhelo, envidiaría mucho
nuestra dicha. Como es natural, deseo proceder con prontitud a
fin de presentarla en el altar de la iglesia. Nuestras venas se queman
en ardiente pasión”. Al que se le iban quemando las manos de la
emoción cuando encontró los doscientos y pico de bolívares fue
a mí). Total que alquilé la piececita y me metí ahí. Se presentó el
primer problema: tenía que trabajar o hacer que tenía un trabajo.
Levantarme a las siete de la mañana, ¡tamaño sacrificio! Porque
la señora llegaba muy temprano, tum, tum... “¡Anjá!, ¿no va para
la textilera?”. “Ah, sí, Doña, me estoy vistiendo. Ya salgo”. ¡Qué
vaina, esta vieja, carajo!
Salía con mi bicicleta, ¡ras, ras, ras! Cogía para Las Delicias o
para el Zoológico. A golpe de once y media regresaba. “¿Cómo
estuvo el trabajo?”. “Bien, señora. Pero salgo muy cansado. Es un
trabajo agotador”. “¿Y su señora?”. “No me hable de esa mujer”.
A las dos y media otra vez la misma vaina. ¡Maldito sea! Tener
que salir a trabajar. Ras, ras, ras, con la bicicleta otra vez.
Un día me dije tengo que arreglar este problema. Me voy a
Caracas. Tengo que averiguar qué pasa con mi mujer. Me llegué
a casa de una tía: “¿Cómo está, tía?, ¿cómo está mi mujer?”.
“¡Aayy!, la tienen secuestrada en el 23 de Enero. La policía no deja
que suba ni baje nadie. Dentro del apartamento hay dos policías
más. Al que llega, lo registran y le averiguan la vida. Y todo por
culpa tuya”. “No se preocupe, tía, que yo resuelvo este problema”.
Primer paso: conseguir un revólver. Me conseguí un revólver.
Parecía un cañón. Me fui al 23 de Enero, llegué al bloque, subí
las escaleras poquito a poco y, cuando me enfrenté a la puerta del
105
apartamento, le metí una patada, ¡pam, gam! Y entré revólver en
mano: “¡Quieto todo el mundo!”. No había nadie. La mujer se
estaba comiendo una gelatina y se le cayó de las manos, ¡ras! Y
aquel reguero por el piso. “¡Ayyyy, mi madre!”. “No te asustes.
¿Dónde están?”. “En el apartamento de abajo viendo televisión.
Ahí se la pasan”. “Entonces, vámonos –le dije–, arregla tus cosas”.
¡Ras, pam, pum, pam! Cogí un taxi y me la llevé pa Maracay.
Llegué a casa de la vieja. Me reconcilié con la mujer, señora, y
me la traje. Ahora va a vivir conmigo. “¡Ay, qué bien, mijo! ¡Qué
contenta estoy!”. Comenzaron a pasar los días. Yo seguí saliendo
a las siete de la mañana para mi trabajo: pasear por Las Delicias
o fastidiar a los monos del Zoológico. Una mañana, antes de
salir, voy a hacer mi necesidad en el “escusao” y, cuando cierro la
puertecita, veo un letrerito en la puerta que decía: “Te conocemos
Rey del Joropo”. “¡Ay!, me jodí”. Me subí los pantalones y salí
directo pa que la mujer: “Nos vamos, recoge toa la vaina porque
nos vamos”. “¡Pero!”. “No hay pero, arregla tus vainas”. Y
levantamos carpa otra vez.
(He de anotar que esa gente sabía quién era yo casi desde
el mismo día que me alquilé la habitación. Me lo dijo mucho
después un hijo de la señora. “Nosotros sabíamos que tú eras el
Rey del Joropo, que te estaban persiguiendo. ¿Usté cree que con
ese ñemeo por el periódico no íbamos a reconocerte? Pero tú eres
un buen tipo, y nadie te iba a sapiá tan feo. Lo que pasa es que
algún miedoso escribió esa vaina en el escusao pa amedrentarte”.
Y de verdad que yo había sido muy chévere con esa gente: había
una muchachita que no tenía zapatos, y le compré sus zapaticos; y
al viejo, que tenía unas llagas, le compré sulfatiazol; y a la señora
nunca, mientras estuve allí, le faltó su piazo e cochino y su lata de
leche).
106
¡No, qué va!
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le di una patada a la puerta. Entré. Mucho olor a queso y un cajón
debajo de una cama.
En el cajón había un poco de billetes, con los que comencé a llenar
mis bolsillos hasta que se salían por todas partes. Cojo mi bicicleta y,
¡ram!, arranco, pero no había transcurrido como tres cuadras cuando
veo venir a Antonio con una patota. Parece que me vieron doblar la
esquina a toda carrera y se me pegaron atrás. “¡Agárralo!, ¡cógelo!,
¡ese es un ladrón!”. Venían como cincuenta detrás de mí.
Con los nervios me caí de la bicicleta. Pero me levanté
y seguí corriendo hasta que me detuve frente a un patio de
bolas. La gente que estaba jugando, al oír la gritadera, y verme
corriendo, me bloqueó el paso. Todos tenían una bola en la mano,
amenazándome. Total, que, cuando vine a ver, tenía una población
encima. Se me ocurre entonces meterme las manos en los bolsillos
y comenzar a sacar billetes. “¡Estos son los billetes del portugués!
–gritaba agitando los billetes en el aire–. ¿Ustedes lo que quieren
es billete?”. “¡Ladrón!, ¡choro!, ¡ladrón!”, me contestaban. Empecé
a regar billetes parriba. Tenía como ocho mil y pico de bolívares.
Todos los tiré pa que los cogieran. Pero sorpresa nadie se agachó a
cogé billetes. Siguieron acosándome. Me sentí como Cristo y dije:
“¡Cuidado con el que tire la primera bola!”. Hubo una vacilación.
Seguí hablando: “Tú, negrito, qué pasa contigo, porque me vas a
dar un bolazo. ¡No ves que ese es un portugués que viene a robá
aquí y a explotarnos! Yo solo le he quitao unos billetes, billetes pa
comé y darle de comé a mi mujé. Naturalmente que yo odio lo
que hice, pero la necesidad”. En eso oigo: ¡brrurruuuuui… paapass!
¡La Policía Judicial!, que la habían llamado. ¡Pum, pam, pum!,
me metieron en el carro. En la sede de la petejota empiezo a ver
entrar viejas, viejos, muchachos, negros, blancos, chinos. “¡Mire!
que recogí trescientos bolívares”. “Aquí traigo ochocientos”.
“Y yo cuarenta”, gritó un muchachito por allá. Eran tiempos de
Larrazábal. Esa vaina no se vuelve a repetir más nunca. ¡No, qué va!
Nadie se cogió un centavo.
108
La paliza de veneno
— ¿Quién eres?
—Yo soy Antonio Martínez.
— ¿De dónde eres tú?
—De aquí, de la Villa.
Pero llegó un tal Jesús María Labrador:
— ¡Noo, hombre! pero si este es el Rey del Joropo, solicitado
en Caracas.
— ¡Dígame esta vaina!, por donde lo vinimos a agarrá.
—Pues llévenlo a la policía hasta mañana –dijo un oficial– y
mañana se lo llevan pa Caracas a interrogarlo en la petejota.
Me sacaron de la petejota de Maracay pa la Policía de Maracay.
Entre policías andaba. Y a buscar la manera de avisar a mi mujer
que estaba toa preña. Le pregunto a uno de los presos:
—Coño, compañero, ¿cómo hago pa visarle a mi mujé que
me cogieron preso y que la vaina se va a complicar?
—Por ahí anda –me dice– un policía de los de calabozo. Con
él puedes mandá un papelito. Tú sabes, él es buena gente. Claro,
tienes que darle un fuerte.
— ¡No joda!, si yo hubiera tenido un fuerte, no caigo preso.
—No te preocupes –me contesta–, tú le prometes que le vas a
conseguir el fuertecito, y él te da la mano.
— ¡Okey!
Y me puse a escribí mi papelito pa cuando viniera el policía
del caso: “Estoy preso, mi amor, y tal y qué sé yo, mala suerte,
y esto y el otro, trata de hablá, pues, por ahí, a ver si alivias mi
situación…” Llega un policía:
— ¿Qué estás escribiendo ahí?
Por supuesto que no era el policía bueno, porque tenía una
cara de muy pocos amigos. Le contesto:
—Eso no es asunto suyo.
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—¿Se puede saber qué estás escribiendo? –me pregunta con
voz de arrecho.
—Tampoco es asunto suyo.
— ¡Anjá!, conque eres arrechito. ¡Dame ese papel!
—Pues no se lo doy –y con la misma me lo metí en la boca y
me lo tragué de un solo tirón. Al policía le dio una rabia fantástica.
Le quitó la peinilla a otro policía, se subió los pantalones y me
acomodó dos planazos: uno por el lomo y uno pu el pecho.
— ¡Cooño!
—Eso es pa que sigas siendo guapo. ¡Guapote, pendejo! –me gritó.
— ¡Cooño!, ¡Dios mío!
—Es pa que aprendas cómo se manda –y se marchó.
Después que se fue, digo:
—Yo me cago en el coño e su madre.
Y alguien que me oyó, me dice:
—Ese es Veneno. El azote de esta mierda. Nos cae a plan
cuando le viene en gana, nos quita la comía, nos roba los dulces,
nos pide rial, ese es la mierda aquí, chico.
Yo estaba con la sangre ardiendo. Dije:
—¿Cómo coño hago para jodé a este Veneno? Y me vino el
chispazo, la lucecita. Pasó un rato y maduré la vaina. Llegó la hora
de orinar. Hablé con la patota de presos:
— ¡Oigan! ¿Ustedes quieren quitarse el Veneno de encima?
— ¡Coño! ¿Cómo no vamos a querer? Si nos roba, nos quita
los cigarrillos; por un mandao cobra tres bolívares.
—Bien, muy bien. Yo les voy a decir cómo se lo van a
quitar, pero ustedes tienen que apoyarme. Ustedes van a decir
que él me dio una paliza porque lo mandó la Policía Judicial pa
interrogarme. Para los efectos, ustedes me van a dar una paliza en
el baño, que yo me la aguanto. Y mañana, en los interrogatorios,
ustedes me apoyan.
—¡Tamos de acuerdo! –dijeron.
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Con la misma nos metimos en el baño. Me mordí un pañuelo
y me crucé de brazos. ¡Dale, carajo!, ¡pum, pam, pam!, ¡duro,
coño!, ¡pam, pam, pam! Me marcaron por todas partes: pecho,
piernas, muslos, culo, espalda. Cuando cambiaron la guardia,
tocó mi turno:
—¡Aaaay, mi madre! ¡Aaaaay, mamaaaaciiiiita miiiiiaaaa!
Entró un policía:
—¿Qué le pasa?
—¡Aaaaaay, virgenciiiiita del cielo!, ¡fue el Veneno! Me iba
matando. ¡Ay, Dios miiito!
—Te jodiste –me contestó– porque aquí no hay nadie, ni en la
enfermería ni en ninguna parte. Tómate este cafenol. Acuéstate y
trata de dormir.
—¿De qué lado? –le pregunté, pero no me oyó.
Estuve gritando un tiempo hasta que me callé y me tiré largo
a largo en el suelo a esperar la mañana.
Al siguiente día:
—¡Alfredo Alvarado! ¡Traslado pa la Judicial!
—¡Aaay, si no puedo caminar!
—Ese es un paro del tipo –oí que dijo alguien.
Se acercó un petejota:
—A ver, ¿qué pasa? Levántate que vas pa la Judicial.
— ¿Así cómo estoy? –y me quité la camisa.
— ¿Qué vaina es esa? ¡Si estás too morao!
—Claro, ¡y no me mandaron ustedes a pegá! Ustedes son unos
salvajes.
— ¿Nosotros? Tas equivocao. Desde que cayó el General
cambiaron las cosas.
— ¿Y esta paliza?
—Bueno, vamos pa la petejota, pa que conozcas tu caso.
Entre dos me montaron en el carro y entre dos me bajaron en
la Judicial.
111
—¡Que llamen al jefe! –gritó un petejota–, para que vea esta
berenjena.
Al ratico llegó el jefe:
—¿Qué es lo que pasa?
—Pues mire –le digo, y me quité la camisa.
—¡Coño, una paliza!
—Y doble –le agregué.
—¿Quién dio orden de pegarle?
—Aquí nadie ha dado orden pa que maltraten a ese hombre.
—Fue en la Policía –dijo otro.
—Por orden de ustedes –respondí yo.
—Ninguna orden de nosotros –contestó el jefe.
Aquí el único que ordena soy yo, y yo no he mandado a nadie
darle palizas a nadie.
—Pues así dijo Veneno cuando me estaba interrogando en la
Policía.
—¿Quién es ese Veneno?
—Un verdadero veneno –dijo alguien.
—Pa matá elefantes –dije yo.
—Traigan al médico forense –ordenó el jefe–, llamen a los
presos, a los testigos, a todo el mundo.
Llegaron los presos, el médico forense y los periodistas.
Aquella vaina parecía un mitin de Larrazábal…
—¡Orden!, ¡orden! –gritó el jefe–. Habla tú –dijo a un preso.
—A ese hombre por poco no lo mata Veneno –dijo el preso.
—Sí, es cierto –dijo otro–. Veneno llegó con una peinilla
diciendo: “Por orden de la Judicial, pa que cantes”. Y le dio el
plan que da tristeza.
—¿Con qué le daba?
—¿Con qué va a ser? Con un machete.
—Pues que traigan el machete. Tú –le dijo a quien le cayó el
dedo–, ve a buscar el machete y con él te traes al tal Veneno…
Trajeron el machete.
112
—Aquí está el machete.
Trajeron a Veneno.
—Aquí está Veneno.
—¿Usté conoce a este señor?
—¡Oras! Sí, lo conozco.
—¿Usté le pegó a este señor?
—Pa decirle la verdad, le di dos planazos.
—¿Dos planazos?
—Pues dos.
—Quítese la camisa –me dice el jefe.
Me la quité:
—¿Y a eso llama usté dos planazos? –dice el jefe a Veneno.
—¡Ah vaina! ¿Y quién lo puso como una pasa?
—¡Usted! –le dijo el jefe.
—¡Oras!, si apenas fueron dos planazos.
—Menos mal que fueron dos –dijo un periodista.
—Métanlo en un calabozo pa que aprenda a mandar –gritó el
jefe.
Total que aquel peo salió en las noticias: “Veneno por
poco mata a Alfredo Alvarado. A una pregunta del periodista,
respondió: ‘Apenas le di dos planazos’ ”. Yo también salí: salí
retratado en la prensa, enseñando los moretones, y salí en
libertad aquel mismo día porque, con el lío y la corredera y la
preguntadera, se olvidaron del Rey del Joropo.
113
El robo de la ganadera
114
Comienzo a fijarme en el personal. Me fijo en un muchacho
que por allá estaba escribiendo a máquina, con una cara de
pendejo, y voy viendo y tal, pero quién más me llama la atención
es una muchacha secretaria del jefe principal, del chivo más
gordo de la ganadera. Una muchacha con unos dieciocho años.
Un monumento de mujer, una exótica, con unas piernotas, unas
tetotas, un culote. ¡En fin!, un mujerón, ¡vivísima! Me fijé mucho
en ella porque empezó a interrogarme: “¿Quién lo mandó a usted
para esta oficina?, ¿tiene mucho tiempo trabajando?, ¿en qué
escuela estudió?”. Y una sonrisa y una vaina. ¡Coño!, esta mujer
es bien viva. Vi que el cajero con ella era una mantequilla. Cada
vez que se acercaba: “¿Cómo estás?, ¿cómo te ha ido?”. ¡Ay!, se
partía todo; y la mujer, coqueta, provocativa, sin sostén para que
le cogiera un picón de teta. Dije yo: “Aquí hay algo extraño. Por
aquí hay un pescado que está picando”. Me dediqué a seguirla. Un
carro llegó por allá “guillao”. ¡Chum!, se montó rápidamente en
el carro, ¡chas!, ¡chas!, y se fue. No tuve tiempo de arrancar detrás.
Me puse a la cacería. Le dije a otro tipo: “Necesito que cuando
venga un carro rojo y azul, me le cojas la placa”. Efectivamente,
llegó el carro y el tipo disimuladamente le cogió la placa y cogió
todas las señas. Una tarde esperé con otro carro, ¡pam!, ¡pam!,
y los seguí, ¡pram!, entraron en una pensión. ¡Un singadero!, él
y la mujer. Todo bien. Ahora a seguir solo a la mujer. Le sigo
y la voy siguiendo y, ¡pram!, entra a su casa. Averiguo a los que
vivían allí y los visitantes. Observo. Veo que visitaba la casa un
tipo con antecedentes penales y lo abordo de frente y le digo:
“¿Qué hubo fulano?, ¿cómo estás?”. “¡Hola!, ¿qué tal Alvarado?”.
“¿Qué haces por aquí?”. “Bueno, tú sabes, esta muchacha es prima
hermana mía y tal y qué sé yo…”. Por otro lado, pregunto a unos
muchachitos, y no es prima hermana de él ¡nada!, sino un tipo
que concurre a la casa. ¡Ah!, el muy vivo. ¡Coño!, aquí hay gato
encerrado.
115
La mujer, ¡ram!, sale con el hombre del carro rojo y azul. Van
a una especie de laguna donde hay un bailadero. Me consigo a un
tipo que está allí, que saca fotografías nocturnas a los clientes y tal
en el cabaré y le digo: “¿Cuánto cobras tú por la foto?”. “Yo cobro
cuatro fuertes”. Le dije: “Te voy a dar cuarenta si a ese señor que
está ahí, con esa mujer, me lo retratas y, ¡chaqui!, me le sacas una
por aquí y, ¡chaqui!, me le sacas otra bailando”. “¡Okey!”, ¡pum!,
¡pum!, me sacó dos fotos del tipo, me las dio, ¡ran!, y me las llevé.
Comienzo a armar mi rompecabezas. Resulta que el tipo que
va a bailar con la mujer y el tipo que va a singar con la mujer es el
jefe de la Policía Técnica Judicial.
Vamos a ver qué hay detrás de todo esto. Voy siguiéndole la
pista al delincuente y por allá le digo: “Mira, chico, tengo que
hablar contigo. Aquí hay una vaina que es la siguiente: estás
pillao. Quiero advertirte para que te vayas pal carajo, bien lejos,
porque la vaina está jodida para ti por el robo que hubo en la
ganadera. Ya la Judicial sabe que tú estás mezclado”. “¿Cómo va a
ser?”. “Como es. En realidad, todavía no hay orden de detención,
pero en cualquier momento te va a llegar y te van a joder. Lo
mejor es que te desaparezcas”. “¡Coño!, ¡qué bolas!”. Se deschava
y me dice: “Yo no he disfrutado casi nada de esa güevonada. A mí
lo que me dieron fue mil bolívares. El que se cogió esa vaina fue
el director de la Judicial, que la mandó a ella”. “Bueno –le digo–,
cuéntame todo para ver si te saco del paquete”. El muchacho se
me declara y me dice fíjate cómo fue: “Ella empezó a tetiá, a culiá
y a dale jamón y jamón y jamón y jamón al cajero. Cada vez que se
le acercaba, le cogía un número de la combinación, hasta que por
fin le cogió toda la combinación. Después mandó hacer duplicado
de llaves primera puerta, segunda y tercera puerta. Con todas las
llaves y la combinación, el robo era factible. Pero se equivocaron
porque había un dinero grande, más de trescientos mil bolívares
en caja. Cuando dieron el coñazo, lo que dieron fue un coñazo
con treinta y cinco mil bolívares. Nada más. A mí me dieron
116
mil bolívares y el director de la Judicial se quedó con lo demás.
La muchacha había servido de peine”. “¡Okey!, ahora piérdete”.
¡Plas!, se desapareció. Menudo lío. Fue una vaina del otro mundo
cuando le digo al segundo jefe de la Judicial. “¡Ya tengo la vaina!”.
“¿Cómo va a ser? ¿Cuándo podemos detener al ladrón?”. Y le
digo: “¡Cuando tú quieras!”. “¿Dónde está?”. “Aquí en la oficina”.
“¿Cómo va a ser esa vaina?”. “Como lo vas a oír: el director de
aquí, de esta mierda”. “¡¡Coño!!”. Se cayó pa trás. “¡No me digas
esa vaina!, ¡imposible!”. “No es ningún imposible. Tu director,
tu jefe, es el ladrón de esta vaina. Aquí lo tienes retratado con
la mujer, bailando. Aquí lo tienes sentado dándose un besito
en la mesa. Tenemos el burdel donde van a tirar y tenemos la
declaración de la muchacha cuando tú quieras. La muchacha va
a declarar. La hacemos presa, la medio presionamos y declara”.
“¿Cómo se hizo el choreo?, ¿no nos iremos a equivocar? Mira que
nos metemos en un paquete”. “Seguro y clavo que esa vaina es
así”. Inmediatamente, ¡pram!, apresan a la muchacha rápidamente
para que no tenga tiempo de pataleo, ¡ram!, ¡ram!, ¡cham!, ¡cham!;
no la llevan para la Judicial, sino que la meten por allá en una
casa. ¡Chas!, le caemos encima. “¡Usted está pillada! El jefe de la
Judicial ya está preso en Caracas. Confesó, pero le está echando la
mierda a usted. Él dice que usted fue”. “¡Yo no fui!, él me mandó,
me dijo que tal y qué sé yo”. ¡Ram!, ¡pim!, ¡pum!, ¡pam!, la mujer
echa al hombre al agua y el robo se puso clarito, pero como era
el jefe de la Policía Judicial no lo podíamos hacer preso. “¿Cómo
vamos hacer preso al jefe?”. “Pasa el caso a Caracas”.
A la muchacha no se pudo sostener presa porque era menor de
edad. Al soltarla le contó a su hombre y este me manda a buscar
y me dice: “¿Quién carajo lo mandó a usted a meterse en mi
vida?”. Le digo: “Yo no me estoy metiendo en su vida. A mí me
ordenaron un trabajo y yo lo estoy sacando”. “¡No sea pendejo,
hombre!, ¡con qué bolas me va a acusar usted a mí!”. El hombre se
casó con la mujer. ¡Inmediatamente!, se casó con ella para que no
117
pudiera declarar en contra de él. El hombre era abogado, conocía
la ley, la vaina. El mejor ladrón es abogado. Sabe lo que está
haciendo. Se casó con ella de modo que no hubiera testimonio.
¡Plas, plas, plas, plas!, cuando me mandan a llamar a Caracas
tengo que presentarme ante un señor Plaza Márquez. Me dice:
“¿Cómo fue la vaina?”. Le cuento. “¡Anjá!, páselo por escrito”.
¡Ram, ram, ram, ram!, abro mi maletín. “Aquí está mi informe.
Tome usted”. “¡Anjá!”. Lee, ¡ram, ram! “¿Y las pruebas?”. “No
hay pruebas”. “¿Entonces no hay pruebas?”. “No hay”. Plaza
Márquez miró a un petejota y levantó los ojos con cabeza y todo.
Me tomaron de un brazo y regresamos a Maracay.
A mí me metieron en el mismo calabozo.
118
La huelga de hambre
119
y mátalo a uno!”. Se limpió la saliva de la cara. Salió. Llamó por el
teléfono al hijo de él, que era teniente y en ese momento estaba de
guardia, patrullando las calles de Maracay con la Policía Militar
llegaron. Dos camionetas llenas. Y bombardearon la Policía con
gas lacrimógeno, y aquel zaperoco y to el mundo metío en el agua
con cobijas y tal. ¡Pam!, entraron con las máscaras, me agarraron
por el pelo, me jalaron y cuando me sacaron, yo tenía una rueda
formada de policías cascos blancos, botas blancas, rolitos de goma
y bayonetas. “¡Ahí ta!, ¡dénle a ese carajo!”. Cerraron el círculo
y empezaron a dame a dame a dame a dame a dame. Uno con
las botas me dio una tremenda patada, como un gol de Pelé. Me
reventó los testículos. Caí como un plátano en el suelo, de ahí
me llevaron pa’entro. No sentí más nada. Al siguiente día estaba
con los testículos completamente inflamados, parecían unos
cocos, y empezaba a oriná la sangre, pero por toneladas. Me
habían reventao los conductos diferentes, todos los bichos ahí. Se
me volvió un zaperoco aquello. Me escachaparon. Los presos me
daban seconal pa que no sintiera los dolores. Fue la única vez que
tomé seconal en mi vida… No me llevaron ni al hospital ni a
ninguna parte. Ahí me dejaron, me dejaron ahí pa que me curara
por la Naturaleza y si no, que me muriera, y ahí me curé.
120
Salí a tomarme un café
Estando ahí, empiezo a planiá una fuga. Veo que había una
claraboya altíísima y que era factible salir a la azotea por esa
claraboya porque había un hueco bastante grande. Me digo: “La
única forma de llegar allá arriba es juntando dos bancos de la
visita, que eran grandííísimos, se amarran esos dos bancos y esos
dos bancos se paran y entonces se puede montar uno parriba”. Así
lo hice, ayudado por una patota e presos, moniamos y salimos
dos a la azotea. Yo llevaba tres sábanas envueltas, amarradas por
si acaso había que descolgar; pero arriba, en la azotea, estaba la
policía haciendo guardia. Tuvimos que rampiar tipo guerra con
los codos y burlar la policía asentándonos muy en silencio, muy
tranquilos por la azotea. Llegamos a un sitio donde había gran
vacío que daba a un patiecito. Ese patiecito, daba a un Banco.
Por ahí nos descolgamos y salimos por una ventana. Corriendo
fui que’se mi mujer. Cuando llegué, mi mujer me vio. “¿Qué?”.
“Me fugué”. “¡Ay!”. Al decirle que me fugué, se cayó patas arriba.
“¡Ay, Dios mío, otra vez!”. “¿Y qué te pasa?”. “¡Ay no!, me voy a
morir. ¡Voy a abortar!”. Yo, como la quería y la quiero tanto, le
dije: “Bueno, bueno, ¿qué es lo que tú quieres entonces?”. “Es
preferible que estés allá, que yo sé dónde estás, en cambio por ahí
no sé si te han matao y yo estoy sufriendo mucho”. Le dije: “Está
bien, me voy a entregar, no te preocupes”. “¿De verdad que te vas
a entregar?”. “Sí, mija, no te preocupes”. Entonces fui casa del
preso fugao y le dije: “Anda, vete tú, que yo me voy a entregá”.
“¿Qué, quééé? ¡No joda, tú estás loco, vale!, ¿cómo te vas a
entregá?”. Le dije: “¡Ah, vaina!, vete, son problemas familiares,
tú no entiendes esa vaina”. Él se fue pal carajo. Entonces yo, por
mis propios pasos, me fui caminando. ¡Cham, cham! Me había
fugao más o menos como a las siete y media. Y eran las nueve y
media de la noche. Ya habían cerrado las puertas de la policía y
toqué, ¡toc, toc, toc! Abrieron un huequito y me salió la cara de
121
un policía. “¿Qué desea?”. “Que me abran la puerta, que voy para
dentro”. “¿Cómo que va para dentro?”. Le dije: “Sí, vale, ábreme
la vaina esa, que voy a entrar pa dentro”. “¿Pero usté viene de
dónde?”. Le digo: “¡Caramba, chico, abre!”. Llamó: “¡Sargento!”.
Al abrir la puerta: “¡Pero si es Alvarado!, ¿qué haces tú afuera?”.
“Salí un momentico a tomarme un cafecito”. “¡Qué bolas tienes!,
¡pásalo paentro!”, ¡pas, pim, pum, pam! Me metieron pa un
calabozo, ¡pito!, formación. “¿Cuántos más se fueron?, ¡falta otro!,
¿y dónde está el otro?”. “Yo no sé de nadie más. Salí por la puerta
a tomarme un café y regresé a dormir. Eso es todo, y punto”.
122
La guerra e mierda
123
bombardearme con bombas de gas lacrimógeno, ¡bluum, bluum
y bluum!, bomba que cogía, bomba que sacaba, perseguía las
bombas y las tiraba parriba; aquello era un mierdero horrible y
nadie se atrevía a agarrarme porque parece que la gente le tiene
mucho miedo a la mierda.
Fueron a buscar a mi mujer y la trajeron, me abrieron la puerta
y se asomó mi mujer con una bandera blanca. “¡Alto a la mierda!,
¡mi amor!, ¿qué es eso?”. Le dije: “Bueno, bueno. ¿Qué va a ser?,
¡esta gente me tiene obstinao, me tienen tres días trancao, no me
dejan verte no me dejan na!”. “¡Ay, mi vida!, ¿cómo estás lleno e
mierda por toas partes?, ¡qué horror!”: Le digo: “Es la única forma
de que esta gente entienda, yo cambio plomo por mierda, esto se
acabó”. “Deja la mierda, mi amor, que todo se va a componer. Me
lo prometieron”. “Bueno, mija, está bien, abandono la mierda”.
En la cobija quedaron como treinta kilos de armamento de
mierda y me fui a bañar. ¡Carás!, estuve hediondo como treinta
días y no se me quitaba.
124
Favor con favor se paga…
125
ametralladoras a la mano. Me agaché y en puntillas me metí
en un salón de clases. Por la ventana tomé el techo y comencé
a ramplar hasta aflojarme por un canal y caer en el patio de un
hotel. Atravesé el patio, un pasillo, una sala, di las buenas noches a
un muchacho que asomó la cabeza desde un diván, y salí a la calle.
Al siguiente día, el tipo ese que era yo no se levantaba. El
guardia abrió la puerta: “¡Mira, chico!, ¿no te vas a lavar la cara?
Ya todos los presos hicieron sus necesidades y tú ahí durmiendo
como si tuvieras vacaciones”. El muñeco no se movió. El guardia
se acercó: “¡Mira!...”. Se cayó una pata. “¡Coño!, ¡qué vaina es
esta!”. Se puso blanco, pero recogió la pata y la volvió a colocar en
su sitio, con mucho cuidado. Salió y se hizo el pendejo. Al rato,
cambió la guardia. El nuevo guardia empezó a revisar las oficinas
y, ¡sorpresa!, ve a un tipo durmiendo. Abrió la puerta: “¡Flojo,
despiértate!”, y al agarrar una pierna se le desbarató el muñeco.
“¡Caráss!, ¡qué es esto!”. Movilizó a los petejotas de guardia. Corre
pacá y corre pallá. Al muñeco lo retrataron. Fotos por aquí, fotos,
fotos de este lado, fotos del otro. Al guardia lo botaron.
A la semana de la fuga, paseando por La Pastora, se me ocurre
preguntar la hora a un tipo que conversaba con una muchacha:
“¿Qué horas tienes, mi vale?”. “Las seis”, me dice. “Gracias”.
“¡Coño!, valecito, si eres tú –me dice el hombre–, qué vaina
me echaste”. Yo me asusté. “Te fugaste de Maracay, y a mí me
echaron el ganso, me botaron. Yo soy Sevillano, el que estaba de
guardia la noche de tu fuga. Las bolas me subían y me bajaban”.
“Perdona, chico”, le dije. “No te preocupes, vale, ya no estoy
en esa vaina, por mí puedes tener tranquilidad. Te voy a dar mi
dirección. Yo vivo aquí, en La Pastora, y este es el número de mi
teléfono”. No oía casi, pensando cómo echar la carrera. El tipo me
tomó por un brazo: “¡Coño!, ayúdame, chico, estoy pelando, me
botaron, y me quedé mamando”. “No te preocupes, viejo, no te
preocupes –le dije–, yo te llamo, favor con favor se paga”. Y me
perdí de La Pastora.
126
De Penitenciaría
Mal espectador
128
El Cristocosmos
129
El servicio sexual
130
Hágaselo usted
131
Monté un casino
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En el Economato también tenían su choreíto
133
papas, con el azúcar, con el café. ¡Llegaron cien sacos de café y
cien sacos de azúcar! Mentira, llegaban cincuenta sacos de café y
cuarenta de azúcar. Pero yo recibía cien sacos y el kardex también.
Salían treinta kilos de azúcar para la avena, que yo anotaba en el
kardex, pero a la avena entraban diez. Claro, los presos se tomaban
una avena toda desabrida.
Como yo conocía la pomada, tenía que enredarme también.
El jefe del Economato me dijo: “En este negocio tú tienes tus
ventajas, puedes mandar tu papita para tu casa. Todas las semanas
te preparas una cajita, metes espagueti, azúcar, arroz, café y lo
mandas para tu casa en la línea de los Llanos”. Empecé a mandar
mi cajita cada quince días, para no abusar. Hasta que un día,
cuando estoy haciendo mi cajita, llega el Administrador y me
pregunta: “¿Y qué hay en esa caja?”. No respondí nada. “¡Oiga,
Rodríguez!, ¡anjá!, ¿de quién es esta caja?”. Y Rodríguez le
dice: “de Alvarado”. “¿Y quién le dio orden a Alvarado para que
hiciera ese paquete?”. “Yo no sé”, respondió. “¿Cómo que no
sabes?”, salté yo. “Claro que no sé” –dijo. “Pues voy a informar al
director”, dijo el administrador. Al rato llegó el director. “¿Qué
es lo que pasa? Me dijeron que usted está sacando la comida del
Penal”. “¡Ah!, no, yo no estoy sacando ninguna comida –le dije–,
la comida está aquí en el Economato, robo sería si esta comida
estuviera fuera del establecimiento, o la hubieran agarrado en
un carro. Yo solamente estoy esperando que el señor –y señalé a
Rodríguez– dé orden para mandar mi comida para la casa de mi
mujer”. “Aquí, el único que puede dar esas órdenes soy yo –me
respondió el director–. Saque esos corotos y póngalos en su sitio,
y se acabó esta historia”. Dio la espalda, y se fue.
“Quedé picao. Te voy a jodé a ti”, decía mi mente a
Rodríguez. La ocasión se presentó. Al mes llegaron los auditores
del Ministerio de Justicia. La cosa se puso fea porque también
llegaron dos auditores más de la Contraloría General de la
Nación. Comenzó el inventario, porque cada vez que llegan
134
los auditores se hace inventario. Contaron el aceite, el maíz, el
azúcar, la carne, el café. Inventariaron todo. Fueron al kardex. Lo
revisaron. “¿Quién lleva el kardex?”. “Yo”, dije. “¿Qué pasa con
este cochino? En la refrigeradora hay ciento ochenta kilos y aquí
se leen trescientos kilos. ¿Dónde está el resto?”. Me envalentoné.
“Sí, como no, así es, pues aquí hay choreo de cochino y de
azúcar y de maíz y de café”. “¡Cómo va a ser!”, dijeron a coro
los auditores, con las bocas muy abiertas. “Como es”, respondí.
Se formó la zapi, zapi. Llamaron al administrador, al director,
al ecónomo. Ya saqué mis planillas de verdad, y las puse sobre
la mesa. “Lean. Aquí hay un déficit de noventa mil bolívares”.
“¡Usted al calabozo!”, gritó el director. Pero la investigación
siguió. En cuatro años, un déficit de setecientos mil y pico de
bolívares. Vino la Policía Judicial. Se abrió un proceso que se
cerró por la campaña electoral. Los implicados fueron llamados
por el partido para incorporarse a la campaña.
135
Escuela magnético espiritual
Siempre el más allá, porque del más allá venimos según dicen
las escrituras de unos y otros. Escuela Magnético Espiritual de la
Comuna Universal, escribí en un cartón y lo pegué en la puerta de
la celda. “¿Y esto qué es?”. “Esto es espiritismo, vale. Aquí estudio
mis complementos astrológicos, la vida y las cosas científicas”.
Pasó un guardia y leyó el cartel. Tocó. “Sí ¿quién es?”. “Soy
yo, hermano”. “¿Tú?”. “Yo”. “¿Y quién soy yo?”. “Tu hermano
que de seguro te conoció en el más allá”. “¡Ay!, me salió un loco.
Pero tú eres guardia, policía, carcelero, no eres mi hermano”. “¿Y
tú no vienes del más allá?”. “Sí, pero estoy acá”. “¡No!, tú eres
mi hermano, mi hermano, mi hermano”. Y se fue con los ojos
volteados, después de darme un abrazote. Claro, se convirtió en
un aliado. Me traía cigarrillos y fósforos y chocolates. Me dijo que
me cuidara porque otro guardia me había puesto el ojo, ya que
era evangelista. Un día se me presentó el evangelista. “Usted sabe
–me dijo– que está prohibido terminantemente poner carteles
y pintar paredes. Mire esos muñecos y esos signos en la pared.
¿Quién te autorizó para rayar en esta vaina?”. Le dije: “Usté está
equivocado, ni son garabatos ni son muñecos, son los signos y las
fórmulas de mis estudios científicos”. “¿Y me va a decí entonces
que usté es un científico?”. “No soy científico, simplemente estoy
estudiando cosas de la ciencia”. “Pues ya te vamos a poner con
la otra ciencia”. Y salió disparado y que a pasar un informe al
director del penal. El chisme le llegó al director del pabellón de
observación, porque al rato se apareció con tres guardias, abrió
el calabozo y me dijo: “¡Buenas tardes!”. “Buenas”. “¿Qué es lo
que pasa aquí?”. “Nada”. Se paseó por la celda. “Anjá”. Le pasó
un dedo a la pared. “Anjá”. Me miró de arriba abajo. “Anjá”.
Se sentó en la cama y me dijo: “¡Caramba!, vengo a hablar con
usted”. “Estoy a sus órdenes”, le dije. “¿Qué son estas cosas que
usté tiene pintadas aquí en la paré?”. Le dije yo: “Bueno, ¿usted
136
quiere que le explique?”. “Cómo no”, me respondió, y se cruzó
de brazos. “¡A ver! Bien –le dije–, por aquí, por esta pared,
tenemos un complemento de partículas elementales… Usted
sabe que esos son los cuerpos más pequeños que existen… Y estos
son los micros objetos que hoy son observados por la ciencia más
alta… Y por aquí se habla de una promateria, algo que todavía
está muy en embrión, pero ya se habla de ella”. “¡Anjá!, ¿usted
ve estas partículas?”. “Sí, las veo. Pues bien, son inestables. Por
ahí fue que se cayeron las teorías de que el átomo era una cosa
indivisible y fija”. “¿Usted ve estos símbolos?”. “Los veo, sí”.
“Estos símbolos son de partículas completamente cambiables,
ellas se transforman unas a las otras. ¿Usted las conoce?”. “No
las conozco”. El hombre tenía la boca abierta, pero seguía con
los brazos cruzados a la altura del cuello. “Debería conocerlas”,
le digo subiendo el volumen. “Bueno, en realidad, sí, creo que,
como no, yo las conozco”. El hombre se sonrió. Si hubiera tenido
mostachos, le habría dado su vueltica. De manera que optó por
rascarse la patilla. “Prosigamos. Fíjese usted, aquí tenemos el
complemento en la cuestión del mundo, como usted sabe. El
hombre primitivo usaba el trueque y se agrupaba en el trabajo
para la explotación de la naturaleza y…”. El hombre se paró con
desgano. “Equivoqué el discurso”, me dije. “Todo eso que usté
está diciendo es muy interesante, todo está muy bien, pero aquí
está prohibido pintá las paredes. No se puede estar pintando
paredes porque si no, figúrese, todo mundo pintando paredes, a
dónde vamos a pará. Yo lo que voy a hacé es traerle un pizarrón
y así acabamos la cosa”. “Le agradezco bastante, mi director”, le
dije. “Bueno –me dice–, dígame una cosa… ¿Este estudio que
usté está haciendo tiene alguna escuela?”. “¡Cómo no! Venga para
que vea. Y le enseñé el cartel: Escuela Magnética Espiritual de la
Comuna Universal”. “¡Eloi, Eloi!, ¡siempre el más allá!, ¡caramba,
qué bien!, ¿entonces usté es espiritista?”. “Como lo está diciendo,
y de los buenos, yo soy medium desarrollado”. “¡Cómo no! Y
137
me transporto perfectamente”. El hombre se fue convencido.
Me mandaron mi pizarrón. Y ahí murió la cosa porque a los días
el director salió de vacaciones o lo cambiaron, y yo me salvé de
tener que llamarle a su mujer, que ya tenía varios años bajo tierra.
138
Si no respondes así, te jodiste…
139
—Bueno, sí, podría serví pa clavá un clavo en la paré; pero
no es así, pues un revólver es para matar así como un cepillo de
diente es para cepillarse los dientes. Ahora, que usté lo coja para
echarle betún a los zapatos, es otra cosa.
—¿A usted le gustaría tener un revólver?
—Para mí no tiene ninguna utilidad. Ninguna, porque yo
no soy empleado de la justicia. Aquí solo tienen derecho a usá
revólver los empleados del Gobierno.
—Y así sucesivamente, porque, si no respondes así, te jodiste.
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Mi complemento numérico
141
—Hablo de números. Usted sabe que el número cien no existe.
Usted sabe que todo, al llegar al noventinueve, cambia. Al ser
humano le pasa lo mismo en lo que complementa la sexualidad. Yo,
por ejemplo, no sé cuánto tendrá del masculino ni cuánto tendré
del femenino, pero vamos a ponerle al masculino un ochenta y el
resto al femenino. Entonces tengo que tener una mujer con esa
estabilidad. Si, verbo y gracia, tengo un masculino de noventa y
me encuentro con una mujer de noventa masculino, me va a caer
a coñazos. No sirve. Tengo, para conseguir la complementación
numérica, que lograr la estabilidad hombre-mujer.
El hombre se puso más serio. Se arregló los lentes, pasió la
mano izquierda por la barbilla y me dijo:
—Explícame eso de la complementación numérica.
—Fíjese usted: hay maricos “hormónicos”. Cuestión
embrionaria, biológica. La naturaleza le dio vellos suaves, senos
desarrollados, nalgas mofletudas y bonitas, una cara más o menos
lampiña. Digamos que ese hombre busca su macho, es decir, un
macho-mujer. Pues para lograr la estabilidad, el complemento
numérico, él tiene que encontrar una lesbiana, o sea, una mujer
que tenga más de hombre que de mujer. Entre el femenino de uno
y el masculino de la otra, y el masculino de uno y el femenino
de la otra tiene que producirse el complemento para lograr la
estabilidad.
—Explícate mejor, porque si no, vamos a cortar esta entrevista.
—Me explico: unos somos menos femeninos que otros, pero
el femenino siempre lo tenemos. Unos lo tenemos tan guillao que
solamente nos partimos todo en el espejo, y eso cuando tenemos
el baño trancao, que nos vemos y nos vemos la cara y nos la
tocamos y nos vemos así de medio lao, y eso es una vainita que
la tenemos todos, ya que no vamos a decir que somos macho cien
por cien. Todos tenemos, unos más, otros menos, la femineidad.
Así como lo oye. Y todas las mujeres tienen su masculinidad. Eso
es lo que hay que estudiar. Cada uno tiene que buscarse su cosita.
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El hombre su hombre. La mujer su mujer. Yo, por lo menos, me
busqué mi hombre. Mi hombre se llama Inés. Esa es mi macho
mío, mi macho mujer. No estoy violando la ley ni cometiendo
aberración. Simplemente encontré adónde me aprieta el zapato.
¿Usted la conoce?
—Claro que la conozco. Es una buena mujer.
—Doctor, es más que una buena mujer. Es mi complemento
numérico.
143
El dinero es una causa social
148
muchachos. Me explayé con aquella palabra expresiva de Dios y a
los diez minutos de estar hablando tenía a todo el mundo llorando.
“¡Arrodíllense!”, y todo el mundo se arrodilló. “¡Siéntense!”, todo
el mundo se sentó. Me dije: “Esta gente es mía”. (Ellos después
dijeron que yo tenía pasta de pastor). “Cristo está en todas partes,
está en la comida que nosotros comemos cada día, porque Él es el
autor. Él nos da esa comida, Él nos da el aliento, Él nos da el Sol, Él
nos da momentos de felicidad y también momentos de tristeza y de
agonía, pero eso es transitorio porque el que vive en Cristo, vive
feliz… ¡Hermanos!, ¡arrodillaos!… ¡Oremos por Él!”. ¡Qué caray!,
me comí aquella gente. Yo creía, en realidad, que estaba en algún
mitin. Cuando terminé mi cuestión, ooh, me aplaudieron. “¡Cristo!
¡Amén!”. Vinieron las felicitaciones. “Lo felicito, hermano Andrés.
En realidad, usté tiene un conocimiento muy grande en la teoría del
Evangelio. ¿Usté ha estudiado en otros cultos?”. “No, eso no. Lo
que pasa es que yo tengo un hermano pastor. Es pastor y anda por
el mundo”. “Hermano Andrés, usté nos será de gran ayuda”. Me
llevaron a un escritorio y me anotaron en el grupo de los oradores.
A la salida me esperaba la muchacha. “¡Ay!, encantadísima. No
me habías dicho, hermano, lo que tú eras en realidad”. Entonces
yo le agarré una mano por primera vez. “Todo sea por el amor a
Cristo. Tú sabes que yo estoy locamente enamorado de ti, y tú
nada conmigo, no me quieres tirar ni una pelotica. Tengo que
manifestarte que todos somos hijos del Señor… Como tú y yo
somos hijos del Señor, vamos a hacer un señor solo”. Entonces ella
me aceptó. El papá estaba encantado. Me dijo que nunca había
oído una oración tan hermosa, unas palabras tan bellas de Cristo.
Entré en la fraternidad de los hermanos. Empecé a ir al culto.
Para prepararme y tal, me dije yo tengo que documentarme. Y
me documentaba por allí, con libros que hablaban ciertas frases
que yo no conocía, de Abraham, del Jehová, de yo no sé quién, del
hijo que mató a fulano. Los muchachos de la Plaza e la Concordia
me preguntaban: “¿Qué te pasa?, ¿por dónde te metes de noche?
149
–me decían mis amigos, Palmarito y otros: anteriormente nos
veíamos y nos metíamos unos tabacos–. Ahora tú faltas. ¿Qué
es lo que pasa?, estás faltando a la rueda”. Les dije: “Estoy en un
problema evangelístico, ayudando en la cuestión del pastoreo y la
cosa”. “¿Cómo va a ser?”. “El amor, el puro amor”.
A los días me sorprendieron. Fue la patota completa. Yo tuve
que presentarlos como hermanos. “¿De qué escuela?”. “Yo estoy
en San Agustín”, dijo uno. Y el cojo Badaraco: “Pues, yo estoy
en la San José”. Todos estaban en escuelas evangelistas. Al rato
dice una vieja: “¡Huelo como a paja quemada!”. Y era que los
muchachos se estaban metiendo unos tabacos e marihuana en
un cuarto medio desocupado, donde guardaban trastes y bancos
rotos. Empezó la cosa. Los muchachos tomaron asiento. Cuando
tocó mi turno de pastor, los muchachos metieron la pata, porque
comenzaron a aplaudir. “Aquí no se aplaude. Esto no es ningún
teatro”. Entonces pidieron disculpas. Terminó la sesión sin
contratiempos. Me despedí de la novia y nos fuimos para la Plaza
Miranda. Comentarios y risas… “¿Tú viste a la vieja que lloraba
a cada rato y se arrodillaba y se paraba y se sentaba?”. “¡Qué voy a
ver!”. Pasamos a la cuestión seria. “Badaraco dijo que vio al pastor
sacando unas cuentas. Parece que piensan hacer una capilla”. “Sí.
Van a necesitar trabajos de albañilería y allí podríamos trabajar”. Les
digo: “Bueno, yo les informo”. Todo el mundo se veía trabajando.
Fui y averigüé. “Sí. Vamos a construir una capilla nueva”. “¡Ah no!,
yo tengo unos constructores magníficos. Se los puedo traer por aquí
para que hablen”. Entonces fueron dos de los muchachos a hablar.
Contrataron a seis. Empezó la construcción. Naturalmente, ellos
lo que estaban haciendo era un trajín. Pasó una semana, pasó otra.
Los evangelistas estaban emocionados. Hasta que un día me dijeron
los muchachos: “No vayas más por allá, porque nos llevamos tres
mil setecientos bolívares de las cabillas y de los adoboncitos. No
vuelvas porque te linchan. Aquí tenemos quinientos bolívares para
que matices”. Perdí a la novia. La tenía enganchada. La tenía lista
con Abraham.
150
Las cosas del subconsciente
151
te sentaste en la Plaza e la Concordia, y te traje pacá y me bailaste
un joropo y le hablaste a mamá del zumba que zumba”.
Entonces la cogí por hipnotizar de acuerdo con todo lo
que él me había dicho y las clasecitas que me dio. A to el que
me hablaba quería hipnotizar. Pero qué va. Solamente dio
resultado en seis, ocho, diez personas que hipnoticé de verdad.
Si averigüé, por experiencia propia, que la persona que tiene
instinto en ese subconsciente hay cosas que hace que no hace en
estado consciente. Yo hipnoticé a una puta y después que estaba
hipnotizada la quería coger y no se dejó coger. Era más honesta
que el carajo. Me dijo que no. Se despertó, formó un peo, se puso
a llorar y se fue. ¡Pero si a esa puta le pagaban y se dejaba cogé!,
¿cómo es posible que no se dejara dormida?, ¡no!, no se pudo, no
se dejó, porque los instintos de ella en ese momento no podían ser
de puta. En cambio, un muchacho que trabajaba en una compañía
de cuestiones de ópera, en Maracaibo, me hizo pasar vergüenza.
Cuando estaba hipnotizado dijo que el mánager de ellos lo
cogía po’el culo. ¡Dígame esa vaina!, ¡qué vergüenza! Y quedó
deschavao delante de todo el mundo. Yo le dije: “Cuéntame
alguna cosa, ¿tú no tienes nada que contar?”. “Sí, señor, tengo
que contar que el que nos guía y nos enseña, me coge”. Nosotros,
quedamos locos. Yo no deseaba que aquello hubiera sucedido, sin
embargo, aquello sucedió. ¿Qué quiere decir eso?, que él en el
subconsciente era homosexual y en el consciente no.
152
Curabién
153
Cogía unos alfileres especiales, con una cabezota, muy largos, y se
atravesaba el gañote, los cachetes, la lengua; se atravesaba el cuero
de la barriga, se atravesaba los brazos, las piernas, y la gente boca
abierta.
Curabién me dijo: “Vas a trabajar conmigo y yo te doy la
comida, el hotel donde lleguemos y un fuertecito diario”. Así
empecé a trabajar con mi tipo y poco a poco me fue enseñando.
Me decía: “Observa el sistema nervioso”. El tipo en realidad era
como esos dentistas que no han estudiado “dentísteria” y, sin
embargo, sacan muelas. Un tipo que no sabía nada y sabía mucho,
porque él explicaba las vainas a su manera, no las explicaba con
palabras “pirofláuticas”, pero sí daba su entender y uno lo entendía
perfectamente bien. Me decía: “El sistema nervioso se puede
controlar. El cerebro del hombre es lo que manda; lo más exquisito
que tiene el hombre es el cerebro, pues con el cerebro se hace todo
y se dominan las cosas. Los nervios los maneja el cerebro, manejas
el dolor. Cuando yo me atravieso, no uso ninguna pomada del
carajo, yo le hago ver al público que unto la pomada y que es una
anestesia, el filtro del dolor que cura los dolores de muerte. ¿Tú
no viste una vieja que el otro día vino con un dolor de muelas
y le echamos la vaina y se le quitó el dolor?, ¡qué carajo se le va a
quitar el dolor! Una vaina sugestiva. Ella seguía con su dolor de
muelas, su vaina, porque esa es una infección, tiene que sacarse
esa pudrición y, sin embargo, con la pomada que no es sino puro
sebo y esencia e vainilla y canela se curó, pero hay que ver la coba
que le di. Yo le dije: ‘¡Señora!, en estos momentos va a actuar el
filtro del dolor’. Se untó la vaina, se le quitó el dolor. La vieja, ¡ay!,
no hallaba cómo pagarme, y vendimos como quinientas vainas de
esas. Aprende, Alfredo, aprende, que es un buen negocio”.
154
Las cartas es un albur
Las cartas son muy fácil echarlas. Uno agarra una persona, agarra
las cartas, ¡ras! Un momentico, por favor, ponga las manos sobre la
mesa, muy bien. ¡Piense, piense! En el más allá, ponga su cerebro
en blanco, muy bien, bra, bra, ra, ra, bra, ra, ra, ra… re… rezaíto,
¡pam, pam! Y empezamos a tirar las cartas, ¡ras, ras, ras! Ponemos
un montón de cartas y mientras las vamos echando ya estamos
pensando en la mentira que vamos a decir. ¡Ras, ras, ras! Porque
ya hemos estudiado al personaje, ¡ram, ras, ras, ras, ras!, ¡ra... ra...
ra... aff!, ¡aj!, ¡muy bien! “Usté tiene niños”. “Sí”. (Claro, quién no
tiene niños). “Una hembra, aquí veo una hembrita muy bonita,
por cierto, muy linda la hembrita”. “¡Ah sí!, esa es Nohemí”.
“Nohemí, correcto, ¡muy bien! Usté ha venido a consultar aquí,
porque está en un trance difícil (de bola, si una persona va a una
vaina de esas, es porque está en un coge nalga; eso es lógico…).
Aquí hay un hombre, aquí está en carta, es un hombre no muy
alto, ni muy bajito (¡Figúrate!, ni muy alto ni muy bajito), de color
trigueño (no puede ser rubio con los ojos azules), muy simpático.
Este hombre la ama a usté, pero usté, pero usté sabe, no se le ha
entregao de todo corazón. (¡Uuh! Uno va viendo sicológicamente
la reacción de ella). ¿Usté conoce a ese hombre?”. “Sí, cómo no,
ese es Ricardo, él trabaja en la compañía de autobuses. No se me
ha declarado, pero… ¡Ay!… Yo sé que él pues, sí, ¡no!, ¡no! Y
lo peor de todo es que él tiene otra mujer”. “Sí, como no. (Él
tiene otra, pero aquí en este país quién no tiene dos mujeres). Esa
mujer la odia a usté a muerte”. “¡Sí!, ¡cierto!, ¡Matilde!”. “Esa
es, Matilde. Es una mujer gordita ella, no, más bien delgada…
No, ahorita está delgada (si uno ve que está metiendo la pata,
que la mujer dice es gorda, tú dices: ‘¡Justamente!, adelgazó
últimamente, pero ella era gorda, se ve gorda en la carta’). No
tenga miedo. Esa mujer no le va a hacer ningún daño. Usté va a
triunfar, porque aquí, un momentico, déjeme ver, una, dos, y tres,
155
justamente, mire, aquí está, mire, el As de Espada, el As de Espada
quiere decir que usté va a triunfar, el amor de ella será aniquilado
por usté, porque usté tiene la fuerza de las Tres Marías porque,
fíjese, esto lo dice la Sota, la Sota de Basto. Déjeme partir por aquí
las cartas. Vuelva a poner las manos sobre la mesa. ¡Muy bien!,
¡piense! (Uno le ve la mano a la mujer y le pone la de uno encima,
porque hay que darle un jamón de repente). ¡Chéévere!, ¡ah!,
sí, piense, piense, sí, sí, piense, pero no piense relativamente en
nada. ¡Muy bien!, ¡correcto!, acá las cartas, una, dos, tres, cuatro,
cinco, seis cartas. Bueno, aquí tiene el pasado: usté fue muy pobre
(claro, si la estamos viendo con los zapatos rotos) y sigue pobre;
usté ha pasado una vida muy dura, de sacrificio. (Sí, natural,
le vimos las manos llenas de callos). La vida la ha tratado mal.
¡Un momentico!, déjeme ver el presente. ¡Una, dos, tres, cuatro,
cinco, seis!, ¡ajá!, ¡muy bien!, ¡el presente! Aquí hay dinero. Usté
va a coger una platica y va a ser muy buena, una platica, ¡extra!
Pero tenga mucho cuidado porque parece que tienen malas
intenciones con usté. No se deje conducir a la ciega ni mucho
menos, le puede traer malos resultados. ¡Un momentico! Uno,
dos, tres, cuatro, cinco, seis, por la salud. Usté sufre de dolores
de cabeza”. “Sí (de bola). ¡Ay!, sí, de noche no puedo dormir con
esos dolores de cabeza”. “Justamente, los dolores de cabeza son
motivados a los problemas. Yo le voy a recomendar que se levante
el sábado a las cuatro de la mañana, sin que haya salido el sol, y
diga estas palabras que yo le voy a decir: ‘Osú, Osá’. Anótelas por
ahí en un papelito, ‘Osú, Osá’, que todo el mal se vaya para allá. Y
venga la semana que viene para saber cómo están los problemas.
Mucho gusto. Encantado, mija, no te preocupes, que todo va a
ir bien”. “¿Cuánto le debo?”. “¿Cómo se te ocurre? Lo que tú
quieras dar… porque esto no es un asunto que se cobra, estos son
asuntos que, naturalmente, uno tiene que vivir, porque uno tiene
que subsistir, tú sabes que uno no vive del aire, aquí se paga la luz,
se paga el panadero, se paga el teléfono, uno tiene que vivir. Esto
156
no tiene precio, son sabidurías que le vienen a uno del más allá,
son cosas imponentes del destino, de la vida, cosas infinitas, que
nadie puede predicarlas porque son poderes que uno tiene. Yo
no le puedo cobrar, mija, porque eso sería lamentable, sería un
comercio, yo acepto lo que tú me des, lo que esté a tu alcance”.
Y lo que está a su alcance son dos fuertes, cuatro fuertes; pero
si le va bien, te trae un regalito de doscientos bolívares.
157
La ciencia termina en brujería
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brujo!, ¡qué médico ni que consultorio, ni qué siquiatra! “Vete a
Barlovento. Allí hay un brujo que se las sabe todas”.
El brujo te dice: “Váyase a La Guaira y se come cuatro
pescados crudos, ¡eso sí!, a las seis de la mañana, y que no le pegue
el sol. Inmediatamente corre para Caracas. Llega y se tranca en un
cuarto oscuro durante cinco horas, prenda una vela y, en lo que
se termine la vela, echa un poquito de sal en el suelo, escupe tres
veces pal lado izquierdo y ¡ya está! Se le quita ese dolor”. El tipo
va desesperao, como es un dolor psíquico lo que tiene, es un dolor
mental, no es un dolor físico, porque la ciencia dice que no tiene
un carajo, se encierra en el cuarto, prenda la vela, ¡tan!, se termina
la vela, se echa un poco e sal, escupe tres veces pa la izquierda,
“¡ay!, se me quitó el dolor”. ¡Ahh!, ¡naturalmente! Se te quitó el
dolor. ¡Listo!, no hay dolor. Entonces, ¿qué tienes? Un hombre
nuevo, gran creyente de todos los brujos y de todos los sortilegios
y de todos los amuletos y de todas las vainas de María Lionza.
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Usté tiene un problema
160
¡Cosó yenmayá changó, em mi que besum cañum que su abasi
tévere, tévere monina e an cucu yayó, evacúa murcuruguá le
grande mosongo, chango, elegua y tal! Señora, en este momento
hemos entrado en contacto con los espíritus infernales. Aquí están
presentes. Tome este Cristo. El Cristo en la mano derecha. Tome
este Cristo. El otro Cristo en la mano izquierda. ¡Arrodíllese!”.
Cuando la mujer se arrodilló con las dos manos y los dos Cristos
en alto, empezó a desnudarla. “¡Rece, rece! Rece el padre nuestro.
No afloje los Cristos. Si afloja los Cristos, se esconden los espíritus
antes de arrancárselos de su cuerpo”. Le sacó por encima el vestido
y el fondo. La mujer quedó en sostén y pantaleta. “Padre nuestro
que estás en los cielos. ¡Veamos qué dicen los pulmones!”. Acercó
el oído por la espalda, mientras le desabrochaba el sostén. “¡Cayó el
sostén!, llegó la hora del primer despojo”. La tomó por los hombros
y comenzó a echarla hacia atrás. “Así, así. ¡No suelte los Cristos!”,
quedó en una posición muy extraña, con los pies debajo del cuerpo.
René, muy suavecito, le sacó los pies. Allí estaba, acostada, con las
manos en alto y por ropa las pantaletas. En aquel close: “Cállate la
boca. Hazte la paja y tranquilízate que vas a pajear la vaina”. Todo
mundo tranquilo. En tensión. Se arrodilló René. “¡Salgan los
espíritus!”. Más suave: “Fuera los malos espíritus del cuerpo de esta
buena mujer”. Las pantaletas iban bajando con las manos de René.
“¿Qué hacéis en este cuerpo?”, le metió la mano en la vagina.
“¿Qué buscáis en este cuerpo?”, la mano dando vueltas en la vagina,
buscando el clítoris. La mujer: “¡Ay, ay, ay!, ¡Virgen María!”. René
bajó los brazos de la señora. “Permanezca con los Cristos. Rece el
Ave María en voz alta”. René se arrodilla frente a la mujer, se quita
la túnica de un solo movimiento y dice a la señora: “Ha llegado el
momento sublime. Le he sacado la materia. Ahora que le entre la mía
para que el espíritu de Eleguá vaya a lo lejos y venga Changó”. Diga
usted: “Que ven- ga Changó, que venga Changó”. Cuando la
mujer dijo: “Que venga Changó”, le entró aquella vaina, soltó los
Cristos y se agarró a las nalgas de René.
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La Maracucha
En la Isla del Burro había una jaula en el medio del patio. Una jaula
hecha para “Petróleo Crudo”, Cruz Mejía, porque él se escapaba
cuando le venía en gana. Había una jaula y en esa jaula murió un
individuo que le llamaban la Maracucha, que fue el primer hombre
que se casó con otro hombre aquí en Venezuela, por la iglesia y
lo civil. ¡Se casó!, un célebre matrimonio el de la Maracucha. Al
matrimonio lo consideraron un acto de depravación. Sin embargo,
antes de la boda, el gobernador y ciertos ministros iban de noche a
visitarla.
Aquella era una cuestión hecha por la Naturaleza, una
desviación completa. Era un ser femenino. Los testículos los tenía
tan atrofiados que parecían dos garbanzos, y el pene una cosa
mínima, se confundía dentro de los pelos. Y las formas, los senos
desarrollados, las caderas pronunciadas, una tez suave. En fin, era
una mujer. Tenía toda su vida trabajando en casa de millonarios
como sirvienta. Y nunca la llegaron a descubrir. Cuando su mamá
lo fue a registrar en el Registro, le pusieron José del Carmen
González, pero no escribieron el José y quedó Carmen González.
Y se casó por la iglesia y lo civil. Todas las damas de honor
que la llevaron al altar eran maricos, individuos disfrazados. El
matrimonio se efectuó en La Pastora. El cura comió el cuento y
los casó. Los casó y les echó la bendición y hasta el acepta usted por
esposo, y tal y qué sé yo, y hasta que Dios y hasta que la muerte los
separe. Y de la iglesia al bonche. Ahí fue donde se formó la torta.
Aquel era un matrimonio caro, porque los maricos habían
gastado una barbaridad en flores y en regalos y en adornar la
casa con gustos exquisitos. Los homosexuales llegaron con sus
maricos y sus novios y sus machos y su cosa, y llegaron del brazo,
de esmoquin, con vestidos costosísimos y lujosísimos. Cuando el
matrimonio tenía a avanzadas horas de la noche, a los maricos ya
rascados se les comenzaron a ladear y a caer las pelucas, y todo
162
el mundo volteado y empezó el relajo. La gente que estaba en la
barra a todas esas empezó a ver y a darse cuenta. Alguien llamó a la
Policía y vino un allanamiento tremendo. Policías por todos lados
y maricos gritando y llorando, y “¡Ay!, ¡Dios mío!, ¡qué pasa!”.
“A la Maracucha la metieron en la jaula de la Isla del Burro”. Allí
murió de tristeza. De tristeza, de no comer y de abandono. No
duró sino diecisiete días.
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La vendedora de cigarrillos
164
pusiera como a la Cenicienta. La pusieron hermosa, y con ella me
fui a Casino de la Rosa, y me metí por Vía Veneto otra vez y
fuimos al cabaré y saltamos, brincamos y tomamos champán y
después fuimos a lo que teníamos que ir. Fuimos al mismo hotel
donde yo vivía y ella vendía “cigarretes”. Subimos por el ascensor
donde meten las sábanas, y entramos encantados a la pieza.
Me levanté muy temprano y me fui a hacer mis diligencias.
Cuando regreso, al mediodía, me dice el que da las llaves, un
tipo nuevo que hablaba español: “Siñore, su siñora trajo todo
el equipaje”. Yo le dije: “¿Cuál señora?”. “La siñora suya”, me
respondió. Subí por las escaleras. Abro la puerta y me consigo
a Chéster planchando unas medias. “¿Qué pasó, Chéster?”.
“Niente, Alfredo, io sono andata casa de mis padres y le he deto
lo que tú decirme note”. “¿Y qué decirte yo, Chéster?”. “Tú dire
casarte con io. La mama darme la bendicione y la autorizacione.
Alfredo, io sono feliche. Tuta la familia, tute il popolo sapere que
io casarme con el venezuelano”. Yo me dije: “¡Ah, vaina!, ¡en qué
paquete me metí!”. “Tá bene, Chéster, tá bene. Ritorno pronto”.
Salí a pensar cómo salirme del paquete con Chéster. Me
busqué un amigo venezolano-italiano que trabajaba de chulo en
un burdel y le plantié el problema. “La verdad es que te obliga a
casarte –me dijo–; pero tengo una solución: le dices que te vas a
casar, pronto, pero que necesita la partida de nacimiento y la de
bautismo y la presentación. Con la misma se irá para el pueblo a
buscar sus partidas y, mientras tanto, tú te esfumas”. Así fue. Le
inventé la historia a Chéster y, al rato, estaba haciendo su maleta
para irse al pueblo a buscar sus partidas. “Adío, Chéster, ritorna
pronto. Adío, Alfredo, amore mío, pronto ritornaré”. Quien no
“ritornó” más nunca al hotel fui yo.
165
En el burdel del cura
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desnudas: blancas, trigueñas, negras, nalgudas, flacas, viejas, cojas.
“Tú porta la que te volge, Alfredo, piano, piano”. Aquello era un
desfile, te miraban, se reían, te picaban el ojo, daban su vueltica
con la cabeza de medio lado, otras se agarraban los pechitos o se
daban una palmadita en las nalgas. El tipo que estaba a mi lado
se metió la mano derecha en el bolsillo y empezó a jamaquearse.
“Este se volvió loco”, dije. A mí se me puso el pantalón como
carpa e circo. No hallaba cuál escoger y todo el mundo metiendo
mano. “Andiamo, Alfredo, la tuya”, me decía Domingo. Y yo
paralizado. Entonces Domingo me dio un empujoncito cuando
pasaba una rubiecita linda. “¿Tú me quiamas, amore?”. “Sí, io te
quiamo, preciosa”. Me tomó por un brazo y me llevó a un diván.
“¿Te piace la nena?”, me preguntó. “Me piache molto. Subamos,
nena, que me tienes loco”. Subimos, tomados del brazo, como
quien va a casarse.
Me enamoré de la nena. Parecía una ardillita, me hacía
cosquillas por todas partes. Se las sabía todas. “Jugamos a questo
e mío, e questo e di lei. ¿Cómo si quiama questo?”. “Il tuo
capezzolino”. “¿Y questo cómo si quiama?”. “El ombeliquito para
ti”. Cuando estoy montado en mi ardillita, tocan la puerta: ¡pum,
pum! “¡Siñore!, ¡siñore!, ¿qué pasa?, ¿ei sono di Venezuela?”.
“Sí, io sono de Venezuela”. “Presto, siñore, prestisimo andiamo
presto, un siñore diplomático venezuelano si muore”. Me puse los
pantalones y abrí la puerta. “¡Andiamo, andiamo, si muore! Io no
sono dotore. ¡Andiamo, per favore!” “Tú te quedas, tú no vienes
así, desnuda”, le grité a la nena. El hombre caminaba como un
desaforado.
Llegamos al cuarto del venezolano. “Anjá, qué pasa”.
“¡Mamma mía, si muore!”. Estaba tirado en la cama, con un paño
mojado en la frente. Una muchacha desnuda le frotaba los pies.
Otra corría de un lado para otro: “¡Povero, povero!”
Se había metido con seis mujeres. Tenía sesenta años y le dio
una pataleta en medio del jaleo. Estaba frío. Le toqué el pulso.
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Ni pulso tenía. Acerqué el oído al corazón. Sonaba un poco.
“Non preocuparse –dije–, le dio un golpe de viela”. Llamaron
un médico. “¡Presto, un médico!”. Pedí una bolsa de hielo y se
las puse en las bolas. Al rato llegaron dos médicos. La cosa era
más grave. Pidieron una ambulancia, y se lo llevaron en camilla.
Yo me fui a buscar a la nena, pero no quiso nada, estaba muy
nerviosa. “Tu sei venezueliano –me decía–, tu sei venezueliano.
Vieni, domani, Alfredo, io te aspeto”.
168
Un enganche en Roma
169
El ciego de Nueva York
170
Índice
Nota editorial 7
Cuentos de la infancia 9
Yo tuve una niñez muy fuerte 10
Mis primeros pasos 11
Yo era malo 13
Me vistieron de niña 14
Prendí las piernas 15
Comencé a conocer delincuentes en la policía 16
Del correccional al hospital 17
De Maracaibo a Caracas 20
De Caracas a Maracaibo 21
De Maracaibo a Barranquilla, de Barranquilla
a Puerto Cabello, de Puerto Cabello a Caracas 22
Mis primeros billetes 24
De la vida artística 27
Poco a poco comencé a levantar mi vida artística 28
¡El Rey, el Rey! 29
Por un bochinche 30
¡Ta bueno ya! 32
Se cerró el audio 33
La inauguración del hotel Ávila 34
Al año después 36
A Jacinto no le pareció suficiente 37
Cerrado el impase 38
Hielo y Estrella 40
¡Tas quemao Alvarado! 41
En el Teatro Margot 42
No había nada que hacer 44
Bailarín venezolano se roba el chou 45
The King of Joropo 48
La pulmonía me cortó la carrera en Nueva York 50
De choreo 51
Me fui violentando 52
Napoleón me dio una mano 53
Napoleón 55
El español 57
Un gran asalto 58
El Loco Alegre me entrampó 62
El Loco Irureta 64
¡A quemar esta mierda! 65
¡Ese hombre está loco! 66
El cura y el colombiano 67
Un atraco ciego 68
El cuento del diploma para ejercer la brujería 69
Me lo mandó Dios 71
De El Dorado 73
Nos llegaban las 4 a.m. 74
¡A comer, carajo! 75
¡Ronda, voy al baño! 76
¡Caray! Una comisión 77
El pergamino de Mijarito 78
El pavo 80
Le pasó como al Hamlet 81
Aquí hay que tener muchos padrinos 82
El santo cura 83
Cuando aquel se para, uno se para 84
El conecte 85
El sermón 86
De vuelta con el santo cura 87
El subdirector 88
Una comisión y pal río 89
La Marilú 90
El sicoanalista 91
Nadie como el sargento Cabaña 92
Voy a cortar flores para la Virgen 93
La vaca loca 94
La horqueta 95
El parto 97
¡Noticias, noticias! 99
Así es la vaina 101
Negocio que les conviene a ellos 102
De Maracay 103
Cuento del corri corri 104
¡No, qué va! 107
La paliza de veneno 109
El robo de la ganadera 114
La huelga de hambre 119
Salí a tomarme un café 121
La guerra e mierda 123
Favor con favor se paga… 125
De Penitenciaría 127
Mal espectador 128
El Cristocosmos 129
El servicio sexual 130
Hágaselo usted 131
Monté un casino 132
En el Economato también tenían su choreíto 133
Escuela magnético espiritual 136
Si no respondes así, te jodiste… 139
Mi complemento numérico 141
El dinero es una causa social 144
atencionalescritorfepr@gmail.com
comunicacionesperroyrana@gmail.com
www.elperroylarana.gob.ve
www.mincultura.gob.ve