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La leyenda de
Lucía Miranda
Damián Stiglitz
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La leyenda de Lucía Miranda – Damián Stiglitz
Damián Stiglitz
"...la historia que tenemos es una historia incompleta, escolar. La verdad nos ha
espantado siempre..." Ezequiel Martínez Estrada. Muerte y transfiguración del
Martín Fierro
A mi abuelo le gustaba contarnos historias sobre Puerto Gaboto, nuestro pueblo. Durante
sus largos relatos, mis hermanos y mis primos pequeños solían quedarse dormidos sobre la
mesa. Mi madre, mi tía y mi abuela, los llevaban a la cama una a uno. Yo, en cambio, era
la única que se quedaba despierta, escuchándolo atenta. Nos quedábamos en la cocina
de su casa, sentados alrededor de una mesada, hasta altas horas de la noche:
- ¡Lo que escuchás! Acá estuvieron los primeros conquistadores. Esta ciudad
tiene una historia desconocida, pero tan importante como lo fueron las
invasiones inglesas o la Revolución de Mayo.
- ¿Abuelo, qué estás diciendo? Puerto Gaboto fue fundada hace poco más de
un siglo… ¿En 1891 era?
- Sí, Dani, pero, mucho antes de la fundación de Puerto Gaboto, varios siglos
antes, existió acá el primer asentamiento de Argentina y uno de las primeras
de Sudamérica. En realidad, era un fuerte rodeado por una empalizada.
- ¿Y cómo se llamaba?
- Sancti Spiritus
- ¿Y hace cuánto fue eso?
- Hace casi quinientos años.
- ¿Quinientos años?
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- Casi… Fue en 1527 ¡Nueve años antes de que se fundara Buenos Aires!
Yo no lo sabía pero, en efecto, mi pueblo tenía casi cinco siglos de historia. En junio de
1527, había llegado aquí un navegante veneciano llamado Sebastián Gaboto y se
asentó justo en la confluencia del río el Coronda y el Carcarañá. Allí levantó un fuerte al
que llamó ‘Sancti Spiritus’ y en el que los conquistadores vivieron durante casi tres
años.
- Gaboto había viajado desde Sevilla, por orden del rey Carlos I de España, con el
objetivo de seguir la ruta de Magallanes.
- ¿Y quién era Magallanes? –pregunté
- Fue un marino que, seis años antes de que llegara Gaboto, había descubierto el
paso marítimo que conectaba el Océano Atlántico con el Pacífico –prosiguió mi
abuelo-, paso que hoy se conoce como “Estrecho de Magallanes”. El rey le
ordenó volver a hacer esa ruta: cruzar ese estrecho, atravesar el Pacífico y
alcanzar las islas de Oriente.
- ¿Y para qué…?
- Para comerciar las especias y demás riquezas que había en las Indias –
Mi abuelo se quedó unos segundos en silencio. Estaba tan entusiasmada que lo interrumpí:
- ¡Seguí contando, abuelo!
- Entonces, salieron de Sevilla cuatro barcos con casi doscientos hombres... Cuando
Gaboto llegó a Santa Catarina, Brasil, en noviembre de 1526, se encontró ahí con
algunos españoles que habían sobrevivido durante diez años.
- ¿Y por qué había españoles ahí?
- Habían quedado en ese lugar tras naufragar su barco en una expedición anterior :
la de Juan Díaz de Solís de 15161, la que descubrió el Río de La Plata.
Mi abuelo se detuvo para tomar agua. La extensión y la fluidez del relato le secaban
la garganta.
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Juan Díaz de Solís fue un marino español, nacido en Lebrija, que es considerado el
descubridor del Río de La Plata en enero de 1516.
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- Unos españoles que estaban en Santa Catarina, llamados Enrique Montes y Alejo
García, le explicaron a Gaboto que, entrando por el Río de La Plata, había otro
río que desembocaba en él, llamado Paraná. ¡Hasta entonces ningún español
había remontado el Paraná! Y le dijeron que, remontando ese río, iban a
encontrar una legendaria ciudad en las sierras llamada El Dorado, que estaba
construida toda de oro y plata: sus calles y sus palacios. Allí vivía un rey de piel
blanca: César. Desde ese momento, encontrarlo se convirtió en la gran obsesión
de todos los conquistadores del siglo XVI.
- …lo cierto es que Gaboto, después de escuchar esas historias sobre el oro y la
plata y el rey César, tentado, decidió desobedecer la orden del Rey e ir en busca
de las Sierras de Plata –continuó el abuelo- Entró entonces en el Río de La Plata
y, sobre la costa oriental, fundó un primer fuerte al que llamó “San Lázaro”2. En
ese mismo sitio, se encontró a otro jovencito español llamado Francisco del
Puerto, que había quedado viviendo en el Río de La Plata desde hacía once años,
sobreviviente también de la expedición de Juan Díaz de Solís.
- ¿Viviendo solo? –pregunté, mientras echaba agua caliente en el tazón.
- Solo no. Se quedó viviendo con los indios
- ¿Con los indios?
- Sí. Se llamaba Francisco del Puerto. Había sido un grumete de esa expedición
de Juan Díaz de Solís. Cuando salió de Sevilla tenía solo catorce años, y fue el
único que sobrevivió después de desembarcar, en ese mismo sitio donde lo
encontraron, junto a Solís y a otros hombres que murieron atacados a
flechazos por los salvajes indios…
- ¿Y por qué los mataron? – pregunté conmovida.
- Creían que los españoles los iban a atacar. Y, después, ¡los asaron en el fuego!
Mi rostro quedó helado…
- ¿Los asaron en el fuego?
- Sí. Y se los comieron…
- ¡Esos indios eran muy malos, abuelo! –dije, con cierta inocencia.
- Sí, eran caníbales… Lo cierto es que a Francisco del Puerto lo sumaron a la tribu y
quedó viviendo entre los indios guaraníes durante once años, como único y
primer europeo en el Río de La Plata…
- Después, para de seguir el camino hacia El Dorado, se adentró por aquel río
desconocido, al que llamaban “Paraná”. Por eso, decimos que Gaboto fue el
descubridor europeo del Río Paraná.
- ¿Guiado por Francisco del Puerto?
- Así es… -contestó mi abuelo- …y por el Río Paraná llegó hasta el Carcarañá. Y,
acá, cerca de la confluencia entre el Carcarañá y el Coronda, desembarcaron y
fundaron un tercer fuerte: Sancti Spiritus, el 9 de junio de 1527.
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- …al principio -continuó- la convivencia con los indios del lugar, los
querandíes, fue muy pacífica. Pero, después de tres años, por una historia
que mañana te voy a contar, los querandíes decidieron incendiar el Fuerte,
atacar a sus habitantes y los españoles que sobrevivieron tuvieron que huir.
- ¡Qué horrible! ¿Y dónde estaba el Fuerte? –pregunté.
- En el patio de la casa de Regina Durán, la señora que es amiga de la abuela
- ¿De verdad?
- Antes se creía que era en otro lugar, sobre el Río Carcarañá, donde hoy está esa
plaza empalizada –explicó entusiasmado mi abuelo- Esa plaza es, en realidad, una
reproducción del Fuerte. ¡Una reconstrucción! Pero hace poco, se descubrió que
no estuvo ahí el Fuerte. Aparecieron los restos en el patio de Regina…
- ¡Increíble! ¡Las ruinas del pueblo más antiguo de Sudamérica en el patio de
Regina!
- Ahí todavía están los arqueólogos desterrando los restos de Sancti Spiritus...
Encontraron cerámica, cuentas de vidrio españolas de aquella época y ¡hasta un
dado!
Estaba fascinada con el relato de mi abuelo. Regina Durán era una vecina de Puerto
Gaboto, amiga de mis abuelos. Vivía en una casa grande, que daba al Río Corondas,
desde los años ‘60. No podía creer que en el patio de su casa se encontraran los restos
de una de las ciudades más viejas de América.
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- Mañana te cuento. Era una joven andaluza que llegó con Gaboto, y que los
indios, enamorados de ella, la raptaron, antes de incendiar el Fuerte. ¡Mañana
seguimos! Ahora, ¡a la cama!
Me quedé toda la noche inquieta. Me costó conciliar el sueño. Pensaba cómo ese
adolescente Francisco del Puerto habría pasado once años viviendo solo entre los
indios y cómo podía ser que esos indios salvajes se hubieran comido a los españoles de
Solís. Y me maravillaba pensar que hace casi quinientos años, a escasos metros de mi
casa, habían llegado cientos de españoles para fundar uno de los primeros
asentamientos de todo el continente. Pero, sobre todo, me intrigaba la historia de
Lucía Miranda que mi abuelo prometió contarme al día siguiente…
Al otro día, me desperté y, sin desayunar, me fui pedaleando hasta la casa de Regina, en la
calle Pérez, número 1935. La noche anterior, mi abuelo me había explicado que los
arqueólogos habían hallado los restos del Fuerte Sancti Spiritus en el patio de su casa.
Yo, de niña, solía quedarme mirando el atardecer sobre la barranca del río Carcarañá
que lindaba justo con ese patio… La señora, muy amiga de mi abuela, me llevaba hasta
allí una taza de chocolate caliente y algunas facturas mientras miraba el río y
acariciaba a los perros que se acercaban a mendigar algún resto de comida.
Ahora sabía que, unos arqueólogos habían descubierto que, justo en su jardín, se
hallaban los restos de aquel fuerte. ¡El primero de nuestra historia! Ahora, que tanto
me interesaba entrar a ese jardín, no podía hacerlo, porque los arqueólogos habían
cercado el lugar con un alambrado que estaba cerrado con un candado… ¡Le tenía que
pedir permiso a Regina!
Llegué a la puerta de su casa y llamé al timbre, pero nadie atendía… Esperé un buen rato,
pero la dueña de casa no apareció. ¿Dónde estaba? ¿Se habría ido a pasar el día a
Rosario? ¡Yo quería entrar a las ruinas del fuerte! Quería ver el lugar en donde se había
levantado el primer asentamiento de nuestro país. Pero también quería que llegara la
hora de la cena para que mi abuelo me relatara esa historia intrigante que me había
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- Lucía Miranda era una andaluza casada con el soldado Sebastián Hurtado.
Ambos provenían de Écija, España y como sus padres no estaban de acuerdo con
su relación, escaparon de sus casas y terminaron formando parte de la expedición
de Gaboto… Durante los años que duró el Fuerte Sancti Spiritus, Sebastián
Gaboto conservó la paz con los nativos, en especial con los indios querandíes.
Mantuvo una muy buena relación con los dos caciques principales que eran
hermanos: Mangoré y Siripo. Ellos les regalaban comida y bebida.
- ¿Cómo eran los caciques? ¿Hay retratos de ellos?
- ¡No, no hay retratos! Pero tendrían alrededor de unos cuarenta años, eran
grandes guerreros, muy respetados en sus pueblos vecinos. Uno de ellos,
Mangoré, tras conocer a la española Lucía Miranda, quedó completamente
enamorado.
- ¿Un cacique enamorado de una española? - pregunté
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- Por un libro llamado “La Argentina” de un tal Ruy Díaz de Guzmán –dijo y me lo
mostró-. El abuelo sujetó el libro y leyó en voz alta:
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- Sí, pero la historia no termina ahí: Visto por Siripo la muerte de su hermano, no
dejó de derramar muchas lágrimas, y considerando el ardiente amor que le había
tenido su hermano a Lucía Miranda, y el que en su pecho iba sintiendo por esta
española, de todos los despojos que en el Fuerte se ganaron, sólo quiso tomar
por su esclava a la que por otra parte era señora de los otros, a Lucía Miranda.
Ella, una vez puesta en su poder, no podía disimular el sentimiento de su gran
miseria con lágrimas de sus ojos, y aunque era bien tratada y servida por los
criados de Siripo, no por eso iba a dejar de vivir con mucho desconsuelo, por
verse poseída de un bárbaro…
- ¿Los hombres de Siripo raptaron a Lucía Miranda?
- Sí. -dijo el abuelo- Oída la sentencia por su triste mujer, con innumerables
lágrimas, rogó a su nuevo marido, el cacique, no se la ejecutase. Antes le
suplicaba le otorgase la vida para que ambos se empleasen en su servicio, y
como verdaderos esclavos, de lo que
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- ...mas como quiera que el amor no se puede ocultar –leí– olvidados de lo que el
bárbaro les prohibió, y perdido el temor, siempre que se les ofrecía ocasión para
verse no la perdían, teniendo siempre los ojos clavados el uno en el otro, como
quienes tanto se amaban. Y fue de tal manera que fueron notados por algunos de
la casa, y en especial por una india, mujer que había sido muy estimada de Siripo
que, movida de rabiosos celos por la española, le dijo a Siripo con gran denuedo:
«Muy contento estás con tu nueva mujer, mas ella no lo está de ti, porque estima
más al de su nación y antiguo marido, que a cuanto tienes y posees: por cierto,
pago muy bien merecido, pues dejaste a la que por naturaleza y amor estabas
obligado, y tomaste la extranjera y adúltera por mujer». Siripo se alteró oyendo
estas razones, y sin duda ninguna ejecutara su saña en los dos amantes, mas no
lo hizo hasta certificarse de la verdad de lo que se le decía. Y disimulando andaba
de allí adelante con cuidado por ver si podía encontrarlos juntos: al fin se le
cumplió su deseo y los vio! Con infernal rabia, mandó hacer un gran fuego y
quemar en él a la buena Lucía; y puesta en ejecución la sentencia, ella la aceptó
con gran valor, sufriendo el incendio, donde acabó su vida como verdadera
cristiana, pidiendo a Nuestro Señor hubiese misericordia y perdonase sus grandes
pecados
- ¿¿La quemaron viva?? - pregunté indignada.
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- Así es, niña. Y en unos años te la enseñarán en la escuela, como nos la han
enseñado a todos en este pueblo. Pero ahora ya la conocés…
- Gracias abuelo
- Y dicen aquí que, desde entonces, el alma de Lucía Miranda vaga por el pueblo,
echando maldiciones por 500 años...
- ¿500 años? –pregunté– Falta muy poco entonces.
- Sólo unos años más... Ahora, a dormir, niña. Ya tendremos tiempo mañana
para seguir hablando de esta historia.
Mi abuelo se fue a dormir. Yo me fui a mi habitación y me recosté. Cerré los ojos. Pero,
otra vez, no podía dormirme. Estaba sumamente horrorizada con la historia pero, a la
vez, intrigada.
¿Cómo podían ser tan crueles esos indios? En la primera expedición a estas tierras
habían matado y se habían comido a Solís y a los otros españoles que habían
desembarcado con él. En la expedición de Gaboto quemaban en la hoguera a Lucía
Miranda y mataban a flechazos a su marido, Sebastián Hurtado…
No estaba cansada. Había dormido una larga siesta y mis incesantes rumiaciones
sobre el tema me mantenían despabilada… Hice un gran esfuerzo para dormirme,
pero esa noche el misterio y la ansiedad me desvelaron completamente.
No aguanté más la intriga y me levanté de la cama. Decidí dirigirme nuevamente a lo
de Regina y, aprovechando que era de noche, estaba oscuro y todos dormían, trepar al
alambrado allí instalado y entrar al patio para ver los restos arqueológicos de aquel
fuerte donde había ocurrido esta fascinante historia. ¡No podía esperar hasta el día
siguiente!
serenidad. Era muy poco lo que se veía: había mucha neblina y, para colmo, en Puerto
Gaboto la mayoría de las calles del pueblo no estaban alumbradas.
Pedaleé con mi bicicleta hacia la casa de Regina. El andar entre la oscuridad, el silencio
y la neblina me erizaba la piel. ¡Parecía una escena de una película de terror! De
pronto, un coro de ladridos interrumpió el silencio nocturno. Una jauría me perseguía
mientras pedaleaba. Yo estaba sola en la calle, en un pueblito de dos millares de
habitantes que dormían totalmente indiferentes a mi travesía. Sentía, a la vez, miedo y
fascinación.
Pedaleé por la calle paralela al río, hasta llegar a la puerta de la casa de Regina en la
calle Pérez al 1935. Seguramente ella estaría durmiendo. Caminé sigilosamente. ¡No
quería despertarla! La neblina era tal que solo veía la chapa con el número 1935 de su
casa y, arriba, el tejado. Las paredes blancas se confundían con la niebla.
Comencé a caminar bordeando el costado lateral de la casa en dirección al patio donde
debían estar las ruinas del Fuerte Sancti Spiritus. Había un cerdo recostado contra la
pared trasera de la casa de Regina. Ese cerdo siempre estaba ahí, molestando el paso...
Regina me decía que era inofensivo, que no me hacía nada. El cerdo, al verme, profirió
un guarrido. Retrocedí unos pasos y me quedé quieta, asustada.
Pocos segundos después, el cerdo se quedó dormido y, entonces, caminé en dirección al
patio.
De pronto, algo sucedió… Vi unos hombres que aparecieron en el patio de la casa de
Regina. “¿Qué hacen esos hombres a estas horas acá?”, pensé. “¿Serán delincuentes?”
No, no podían ser delincuentes. ¡Yo conocía uno por uno todos los ‘chorros’ de mi
pueblo! Algunos eran incluso amigos de mis hermanos o de mis primos y otros,
parientes lejanos míos. Estos hombres eran personas extrañas. ¡Nunca las había visto en
el pueblo! Estaban vestidos de manera exótica. Yo los observaba agachada y oculta
detrás de unos palos largos que bordeaban el patio de Regina. Esos palos estaban justo
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lugar del alambrado que debía estar ahí. ¿De dónde habían salido esos hombres? ¿Qué pasó
con el alambrado que pusieron los arqueólogos sobre las ruinas del Fuerte? Allí no había allí
alambrado si no una empalizada.
Tal vez me había equivocado por la neblina y no estaba en el patio de la casa de Regina si no
en aquella empalizada que reproducía el Fuerte Sancti Spiritus por donde había pasado un
rato antes. Pero enseguida me di cuenta de que eso era imposible: había reconocido el
número “1935” de la casa y también el inconfundible cerdo que sólo dormía y gruñía. No
cabían dudas: estaba en la casa de Rogelia, pero el alambrado había desaparecido.
Los hombres que conversaban estaban vestidos de manera extraña. Con trajes muy
arcaicos, sombreros y birretes con plumas. ¿Sería una fiesta de disfraces a la
madrugada en el patio de Rogelia? No. Nada de lo que sucedía allí tenía sentido. Un
hombre alto, canoso y barbudo apareció justo en el centro del patio, donde había tres
mástiles con banderas de España…
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Estaba muy oscuro y era muy poco lo que se podía ver. En el extremo del Fuerte, un
patíbulo con una hoguera aguardaba a una persona que iba a ser quemada viva. ¿Se
trataba de Lucía Miranda? El mito se confirmaba…
Sobre el suelo del patíbulo, justo debajo de la hoguera, varios troncos apiñados
esperaban la llamarada que iniciara el ritual salvaje de los indios. Pude ver a la mujer
que iba a ser ejecutada. Estaba tirada en el suelo, tumbada boca abajo. Apenas
alcanzaba a ver su cabello oscuro: el resto de su cuerpo no se veía por la oscuridad. “Es
Lucía Miranda”, pensé. ¡No lo podía creer! Estaba reviviendo en carne y hueso la historia
que me había contado mi abuelo esa misma noche. Ahora podía confirmar que era
verdad y no se trataba de una simple leyenda: Lucía Miranda existió.
Lucía Miranda, cuyo rostro no podía ver por la oscuridad, fue levantada del suelo, subida
al patíbulo y amarradas sus manos y pies a una estaca con sogas. El verdugo, un indio
alto y musculoso, encendió los troncos y el fuego de la hoguera empezó a arder con
viveza. ¡Indios bárbaros! ¡Salvajes! ¡Asesinos!
Las llamas iluminaron por primera vez aquel escenario hasta entonces oscuro y
desconocido para mí. Ahora podía ver algo en el reflejo de las llamas. Lucía Miranda
estaba de espaldas. ¡No podía ver su cara! Veía sólo la espalda oscura de la condenada.
Me acerqué unos pasos más. Aunque casi no veía nada, escuché cómo gritaba la mujer
cuando las llamas llegaban hasta las plantas de sus pies. Me dio furia. ¡Quería detener
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ese acto espantoso! ¿Podría yo, una niña del siglo XXI, evitar la legendaria ejecución de
la española Lucía Miranda, cinco siglos atrás?
¡Indios salvajes! ¡Esas bestias no tienen corazón! ¡Son bárbaros! Caminé hasta la
esquina de la empalizada, para poder ver la escena desde otro ángulo. Quería verle
la cara a la condenada, quería conocer su rostro antes de la tragedia.
- Lucía Miranda, –dijo un hombre con acento español, en voz alta- yo te traje a la
civilización, te enseñé el castellano y te di un nombre y un apellido español para
que abandonaras tus costumbres bárbaras... Te hice mi señora… ¡La señora de Don
Sebastián Hurtado! Y lo único que te pedí fue que no vieras más a este cacique
Siripo –dijo señalando a un indio que estaba atado a un tronco, a punto de ser
ejecutado– ¡Prohibición que incumpliste…!
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