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Los Libros Profeticos
Los Libros Profeticos
Los libros proféticos constituyen uno de los bloques más importantes del Antiguo Testamento.
Para la Iglesia primitiva fueron de sumo interés. En nuestro tiempo, los profetas están de moda.
Nada de esto debe extrañarnos, porque los profetas ejercieron un influjo decisivo en la religión
israelí.Pero estos libros tan interesantes resultan también de los más difíciles para un lector
moderno. Ante todo, porque los profetas se expresan a menudo en lenguaje poético, y todos
sabemos que la poesía es más densa que la prosa, menos atractiva para gran número de
personas. Por otra parte, el mensaje de los profetas hace referencias continuas a las
circunstancias históricas, políticas, económicas, culturales y religiosas de su tiempo. Numerosas
alusiones, evidentes para sus contemporáneos, resultan enigmáticas para el hombre actual.
¿Qué es un profeta?
Para la mayoría de la gente, el profeta es un hombre que «predice» el futuro, una
especie de adivino. Esta concepción tan difundida tiene dos fundamentos: uno, erróneo,
de tipo etimológico; otro, parcialmente justificado, de carácter histórico. Prescindo del
primero para no cansar al lector con cuestiones filológicas. En cuanto al segundo, no
cabe duda de que ciertos relatos bíblicos presentan al profeta como un hombre
capacitado para conocer cosas ocultas y adivinar el futuro: Samuel puede encontrar las
asnas que se le han perdido al padre de Saúl (1 Sm 9, 6-7.20); Ajías, ya ciego, sabe que
la mujer que acude a visitarlo disfrazada es la esposa del rey Jeroboán, y predice el
futuro de su hijo enfermo (1 Re 14, 1-16); Elías presiente la pronta muerte de Ocozías
(2 Re 1, 16-17); Eliseo sabe que su criado, Guejazí, ha aceptado ocultamente dinero del
ministro sirio Naamán (2 Re 5, 20-27), sabe dónde está el campamento arameo (2 Re 6,
8s), que el rey ha decidido matarlo (2 Re 6, 30s), etc. Incluso en tiempos del Nuevo
Testamento seguía en vigor esta idea, como lo demuestra el diálogo entre Jesús y la
samaritana; cuando él le dice que ha tenido cinco maridos, y que el actual no es el suyo,
la mujer reacciona espontáneamente: «Señor, veo que eres un profeta». Y en la novela
de José y Asenet, escrita probablemente en el siglo I, se dice: «Leví advirtió el
propósito de Simeón, pues era profeta y veía con anterioridad todo lo que iba a suceder»
(23, 8); cf. Apócrifos del Antiguo Testamento III (Ed. Cristiandad, Madrid 1982) 189-
238, cita en p. 231.
Se trata, pues, de una concepción muy divulgada, con cierto fundamento, pero que
debemos superar. Los ejemplos citados de Samuel, Ajías, Elías, Eliseo, nos sitúan en la
primera época del profetismo israelí, anterior al siglo VIII a.C. Leyendo los libros de
Amós, Isaías, Oseas, Jeremías, etc., advertimos que el profeta no es un adivino, sino un
hombre llamado por Dios para transmitir su palabra, para orientar a sus contemporáneos
e indicarles el camino recto.
A finales del siglo VI a.C., Zacarías sintetizaba la predicación de sus predecesores con
esta exigencia: «Convertíos de vuestra mala conducta y de vuestras malas acciones»
(1,4). Esta exhortación a convertirse va acompañada con frecuencia de referencias al
futuro, prediciendo el castigo o prometiendo la salvación. En determinados momentos,
los profetas son conscientes de revelar cosas ocultas. Pero su misión principal es
iluminar el presente, con todos sus problemas concretos: injusticias sociales, política
interior y exterior, corrupción religiosa, desesperanza y escepticismo.