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GERONIMA

JORGE PELLEGRINI

(Año - 1998)

INDICE

UN LIBRO QUE NOS ENSEÑA A DUDAR......................................... 2


GERONIMA......................................................................................... 5
AHI NOMAS ESTOY YO.................................................................. 6
EN EL HOSPITAL MIS HIJOS NO CANTAN................................... 8
ESOS SE TERMINARON. AHORA NO HAY ..................................12
TODOS NACIMOS EN UN SOLO LUGAR .....................................15
EPILOGO........................................................................................17
VOCABULARIO..............................................................................17
MAPUCHES: VIDA, LOCURA Y MUERTE* ......................................18
LAS GENTES DE ESTA TIERRA ...................................................18
VIVIR EN SUICIDIO ........................................................................20
LAS CABRAS SE PONEN LOCAS ................................................21
LONCO LUAN ................................................................................24
IDENTIDAD Y ENAJENACION..........................................................26
DOMINGO EN LA COLONIA.............................................................30
Y en tu mente vacía
sólo dejaron
una tenue línea horizontal
y en tus ojos reflejado
un absurdo paisaje
de cruces y de rejas.

Juan Sánchez
Escultor y artista rionegrino

UN LIBRO QUE NOS ENSEÑA A DUDAR

La historia de Gerónima es la historia de Latinoamérica. Pero es más, es la


historia de la tierra, el destino de la naturaleza frente a la técnica, frente al
industrialismo, a la cruz y la espada, al misil y la computadora, al consumismo
superfluo, a la “libertad” de someter y obtener dividendos, a la ciencia pervertida o
a la ciencia sin sabiduría. La historia de Gerónima, de El Cuy, es la historia del
mundo. El fin de Gerónima es la historia de los ríos envenenados, de los bosques
secos, del agujero de ozono. Gerónima es el pez del Mar del Norte lleno de llagas
y sin capacidad ya de respirar por la polución que arroja la sociedad industrial
ahíta de lujos y de estupidez política. Pero la historia de Gerónima es también la
historia de Auschwitz, de Hiroshima, de Chernobyl. Es la historia de las mariposas
desaparecidas por los insecticidas, de las cigüeñas ahuyentadas por el estruendo
vano y vacuo del motor.
Una historia triste de la impotencia por un lado, y de la ignorancia
irresponsable de la ciencia deshumanizada. O sólo ingenuamente irresponsable
por su vanidad.

¡Qué belleza pura la de Gerónima! No protesta pero reacciona. No quiere


cambiar su vida. Es coherente con su pasado y en su rechazo contra el invasor.
No se deja engañar por los vidrios de colores de los nuevos conquistadores hoy
preocupados por “sanarla”, por llevarla al mundo híbrido de probetas y
cardiogramas, por asimilarla, en el postrer intento de la conquista total. Pero ella
no se entrega, quiere escuchar el silencio de su tierra, el alerta del pájaro, tener en
el rostro la tierra, esa única cosmética que bronceaba el rostro de sus
antepasados. (Lo primero fue bañarla. Rápidamente perdió el polvo de su piel y
más lentamente la tierra que guardaban sus entrañas. Esta estampa bíblica nos la
escribe Jorge Pellegrini, ese escritor rionegrino. Y ya nos dice todo. Pero el baño
no la bautiza. La memoria sigue reteniendo la tierra. Esa otra forma de vivir.)

Vuelve y muere, porque es el único regreso a su vida, a su autenticidad.

La buena voluntad de los biznietos tuvo el efecto del rémington de los


bisabuelos. Aquéllos, asesinos por ignorancia y por fe soberbia en una ciencia
sólo de técnica y laboratorio; éstos, asesinos uniformados enviados por los ávidos
defensores de la “economía libre” y el alambrado.

Gerónima, la parábola real del individuo frente al mundo real. Es el macizo


rocoso de la Sierra del Medio en Gastre, sí, allí también, en la Patagonia, frente a
los tecnócratas que quieren instalar en ese lugar el basurero nuclear. Y que se
atosigan de números, cálculos y estadísticas para hacernos creer que nada va a
pasar, que nadie ni nada corre peligro. Basurero en la tierra de los mapuches para
que los “blancos” sigan fabricando sus basuras consumistas, sigan gastando la
energía para lo superfluo, para las vanidades de una ciudad deshumanizada que
dejará como herencia paisajes lunares del cemento de autopistas y de chatarra de
automóviles que marchan todo el día y no saben para qué.

Gerónima es ese macizo rocoso de la Sierra del Medio hoy todavía


incólume en su fuerza hacia el cielo con sus eternos rumores del viento y de la
eternidad. Frente a ella, la civilización, los tecnócratas que van a derramar las
heces de la sociedad empachada, heces estériles que van a esterilizar para
siempre el vientre de la tierra.

Gerónima es la Libertad. (No quiero que me den una mano, quiero que me
saquen las manos de encima.) Pero la Libertad compartida, solidaria con la
naturaleza, que es ser solidario con el porvenir, con los seres grandes y pequeños
que poblarán el mundo. No la libertad de explotar, de humillar, de rapiñar a la
naturaleza. (Lo vi en Berlín occidental: la familia turca del segundo piso donde yo
vivo, traída de Anatolia para mantener bajo el salario y producir con menos costo y
exportar más barato, se compró un automóvil a los dos años de trabajar en una
fábrica. El auto es su orgullo: lo tienen todo el día frente a la casa. No lo manejan.
Y los domingo a la tarde, el marido, la mujer y los tres chicos suben al automóvil y
se quedan sentados en el mismo, sin ponerlo en marcha, y pasan los otros turcos
recién llegados y los miran con envidia y como modelos a seguir. De Anatolia al
paraíso. Un paraíso con ruidos de motores, aire con gases de escapes y noches
donde las estrellas se ven en el televisor. Y esos inmigrantes agradecen su nueva
“libertad” al sistema de “libre empresa”.) Gerónima no quiso el televisor, prefirió el
gran espectáculo de su paisaje estático. (Jorge Pellegrini advierte: Olvidamos que
son parte de un todo expropiado, despojado violentamente de sus antiguas raíces,
que intenta resistir el lento exterminio refugiándose en los restos de la tierra.)
(Gerónima lo ha notado: sus hijos no cantan en la civilización, son pájaros
enjaulados que ya no sienten los olores de la tierra seca ni oyen los ruidos del
amanecer.) Gerónima: Los chicos saben cantar, pero así nomás. ¡Pero qué van a
cantar acá, acá no cantan! (en el hospital).

La tierra violada se resiste. El mundo ha quedado pequeño. No hay


refugios. Sólo resta el derecho a rebelarse. Pero la rebelión termina en holocausto.
(En el hospital, Gerónima podía caminar por donde quisiera, comer lo que quisiera
pero siempre y cuando fuera dentro de ese ámbito no elegido, desconocido,
irreal.) La “libertad” que se nos permite es absoluta en tanto no pongamos en duda
el sistema. La rebeldía está reglamentada: puede demostrar, puede hasta
sentarse, puede hasta disentir. Pero, dentro del sistema. Que reconoce el
alambrado. Y que permite a unos pocos o a unos cuantos ir “corriendo” ese
alambrado. (Jorge Pellegrini: Pero fuimos los médicos sólo ciegos observadores
porque nuestros ojos están preparados para ver como valores universales los que
en realidad son valores de un determinado estamento social.)

El sistema envió a los “héroes del desierto” y sus rémingtons. Una y otra
vez, no sólo al sur. Para alambrar, para exportar, para ganar más. A los
mapuches, gente de la tierra, se los dejó sin tierra, se los condeno a “vivir en
suicidio”. Y ahora se los lleva al hospital para “curarlos”. Ese corredor de seguros
de Praga, ese tuberculoso joven de ojos asustados, ese Franz Kafka, había escrito
ya la historia de Gerónima hace setenta años en un paisaje menos luminoso pero
igual de cruel.

Para los hijos de Gerónima, la asimilación ante la violencia o la violencia


contra la violencia. Para Gerónima, la tierra, “la locura o la muerte”. Los elementos
clásicos de la tragedia.

Un pequeño libro que contiene todo. Pone en duda los cimientos. Ve


asombrado hasta dónde hemos llegado con nuestra arrogancia y nuestra
inteligencia. El afán de los médicos de “curar” a Gerónima es la misma frescura de
los que proponen “la energía atómica con fines pacíficos”.

Un pequeño libro manso, sorprendido, que resulta con su verdad un camino


de sabiduría; con su perplejidad, un desmoronador de conceptos. Sin necesidad
de decirlo, de proclamas ni de teorías pone en dudas a todo un sistema. Gerónima
es la sal de la tierra. Ha muerto. ¿La enterramos? ¿O leemos juntos su historia
para aprender, para dudar, para enseñar a dudar, para defender al colibrí y a la
dignidad?

Osvaldo Bayer
GERONIMA

-En Trapalco nací. Mi papá también vivía allí. Le falleció la mujer. El


también. Nosotros nos quedamos allí, en ese puesto, donde estamos nosotros.
Nacidos y criados. Se llamaba Domingo Sande. Mi mamá se llamaba Ignacia
Changomil. También nació allí. Tengo un hermano mayor nacido de ahí. Eduardo
Sande.
-¿Cómo cuántos años tendrá usted?
-¡Quién sabe cuánto me pueden decir! No tengo la enrolamiento, me la llevó
el oficial de El Cuy. Se lo llevó todo. Los papelitos de los chicos también.

¿Cómo llegó desde Trapalco? Podría decirse que no llegó: la llegaron. Una
patrulla policial de El Cuy acertó a pasar por su playa, la cargó y la trajo con sus
hijos. Así fue como entró al hospital sin estar enferma; simplemente por ser
Gerónima, vivir en Trapalco en una cueva, calentarse en invierno con fuego y
piedra calientes, “hablar la lengua” y portar en su presente ese pasado sólo
registrado en el olvido. Lo no asimilable a nuestros valores no existe o no debe
existir.
Trapalco figura en alguno que otro mapa de la provincia de Río Negro
¿como paraje? ¿Como meseta? ¡Vaya uno a saber! Aparece el nombre impreso
en el corazón de la planicie desértica, sin vías de comunicación ni poblaciones. Lo
más cerca − ¿a cuántas leguas?− es un caserío reducido al que llaman El Cuy,
como homenaje al pequeño roedor que puebla esos parajes. Un ratón que sirve
para designar el inmenso territorio en el que se desparraman apenas escasos
habitantes. Cola de león... cabeza de ratón. Según como se piense. O también
cola de ratón.
Zona de Gerónima y sus hijos. Zona de guanacos y de cuises, de mata
achaparrada pegada al suelo para aguantar la nieve y el viento. Tierra donde
alguna que otra noche se agrandan los campos corriendo las alambradas. Menos
para Gerónima o Eliseo que a fuerza de esos misterios catastrales nocturnos han
ido cayéndose cada vez más de “la mapa” como ellos suelen decir.
Hasta hace menos de cien años los campos eran fijos, las alambradas se
quedaban quietas, y la gente paisana le daba su nombre a la tierra, así como ésta
los nombraba, en una especie de bautismo mutuo. Luego al correr el tiempo y los
alambres, Gerónima, Eliseo, fueron perdiendo su nombre y su acta bautismal. Se
fueron desconociendo cada día más, hasta no saber casi quién es cada uno y el
otro.

− ¿De quién es el campo en que están ustedes?


−Nosotros somos los dueños. Está así nomás sin alambrar, nada, campo
así nomás. Nunca alambramos, ni cuando mi papá fue rico. Los vecinos sí están
todos alambrados. Nosotros estamos afuera. Mi finado padre tenía papeles, y el
cuñado Currillanca lo retiró en préstamo y ahora no quiere cuidar ovejas, chivas,
nada. Nosotros tenemos unas chivas, pero no las quiere entregar. Las tiene
cerquita, no habrá un tranco...
− ¿En Trapalco tiene gallinas?
−Gallinas no tenemos, murieron todas. Tenemos dos perros nomás.

Parece que en medio de tanto lento naufragio, Gerónima pudo anclar en


esa cueva de Trapalco y allí quedó mirándose al espejo de su playa, de las
recorridas de Eliseo, de la única comida diaria, del rito renovado de buscar leña, y
del arrancar un yuyo “para las aguas” o el empacho.
Por eso al entrar al hospital venía tan llena de tierra. Lo primero fue bañarla.
Rápidamente perdió el polvo de su piel y más lentamente la tierra que guardaba
en sus entrañas. El espejo fue “crisándose” dentro de ella, y Trapalco pasó a ser
una sucesión de imágenes recreadas en las que se replegó buscando refugio.
Cavó su cueva en pleno hospital de un centro urbano.
Por entonces –18 de agosto de 1976- ella era una presencia ambulante, por
los pasillos del hospital. Sin historia, “escasa colaboración” como consignan los
historiales abiertos de sus hijos Emiliana, Paulino, Floriano, Eliseo. Edades
desconocidas, y calculadas más o menos. Tres, cuatro,... ¿? y once años
respectivamente.
¿Qué se consigna en cada una de estas historias? Con motivo de
internación se repite en todas ellas: Pésima condición social. En estudio. Como
enfermedad y estado actual: “Niño encontrado en una cueva. Pésimo estado.
Impresiona levemente enfermo. Examen físico: desnutrición y raquitismo”.

AHI NOMAS ESTOY YO

-¿La casa donde están ustedes en Trapalco, es la misma que tenían su


papá y su mamá?
-Sí, la misma casa, ahí nomás estoy yo, yo me he criado y he nacido en ese
rancho. Y ahí también está mi cuñado, cerca.
-¿Y cómo es esa casa?
-Y... casa de pared, pa’ todos los lados tiene pared... y chapa, con techo.
Chapa y tirantes, todo tiene.
-¿Es una casa que está parada en el medio del campo?
-No, está afuera del campo.
-¿Cómo es su casita adentro? ¿Qué tiene adentro?
-Y... no tiene nada. Así nomás.
-¿Cuántas frazadas tienen?
-Frezadas no tenemos nada, señor. Tenemos una sola, nomás. Nos
tapamos con la frezada. Sabemos dormir todos juntos. En el suelo tenemos
pilches para tender. Arriba ponemos la frezada y un poncho.
-¿Hace mucho frío en Trapalco?
-Poco frío.
-¿Y cuando nieva?
-Cuando nieva hace frío.
-¿Cuándo llueve entra agua?
-No señor, no gotea porque es de chapa de cinc.
-¿Calienta la casa con algo?
-Con fuego. Tenemos un fierro para cocinar, y ponemos la olla arriba.
Adentro de la casa. En Trapalco sabe haber leña. Leña de alpataco, uña de gato,
molle. Arboles no tenemos nada nosotros, los vecinos sí tienen. Hay pocos
árboles: alguna parte hay, en otra parte no hay nada.

Los cuatro ingresan sin patología, si bien en Eliseo se detectarán quistes


hidatídicos pulmonares, y se señala un cuadro bronquial en Emiliana. Pero el
centro de los ingresos está puesto en estudios que descarten patologías, en
general pulmonares (muy frecuentes en la provincia y en las clases más humildes
de la población), mientras que los diagnósticos señalan raquitismo y desnutrición.
-¿Qué cocina usted?
-Carne; compramos por ai; si no hacemos puchero, fideos. Siempre
comemos carne. Cuando trabajo compramos carne. De repente un capón, de
repente media res. Una bolsa de harina, fideos y arroz. Pulenta. Hay almacén
cerquita: Dos leguas debe haber.
-¿Comen todos los días?
-Algunas veces comemos, otras no comemos.
-¿Con la harina qué hace?
-Pan, tortas en el horno. Y cuando tengo grasa tortafritas.
-¿Por qué a veces comen, y otras veces no?
-Somos de comer poco nosotros.
-¿Cuántas veces por día cocina?
-Y... todas las veces que amanece, se pone la olla. La carne cocida otra vez
hasta el otro día. Al otro día vuelve a poner la olla otra vez. Comemos dos veces
por día cuando tenemos hambre; cuando estamos llenos, una vez por día. Un día
comemos, otro día no comemos. Así sabemos pasar nosotros. Cuando no
comemos salimos por ai, a trabajar, y traímos vicios otra vez. Así sabemos hacer
nosotros. Carne de capón, chiva alguna vez. Por ai está barato pa’ conseguir
chiva, la carne.

¿Dónde queda Trapalco? ¿Será ése el diagnóstico?


Departamento de El Cuy. El más despoblado de Río Negro: 0,2 habitantes
por kilómetro cuadrado. Para juntar una persona se requiere una superficie de 5
kilómetros.
Departamento de El Cuy. El de mayor índice de masculinidad de la
provincia. Para tres hombres hay dos mujeres. Y la que falta está trabajando de
empleada doméstica o criada en el vecino Alto Valle.
Departamento de El Cuy. De cada cinco chicos en edad escolar sólo uno
asiste al colegio. Y casi la mitad de la población nunca asistió. Como Eliseo. Siete
personas (sobre 3.125 con posibilidades) conocieron estudios secundarios.
Departamento de El Cuy. La tercera parte de las viviendas son rotuladas
por el último censo como precarias o ranchos. Faltan las cuevas, como la de
Gerónima “con piso de tierra, en las que entra el agua o la nieve, con cueros por
lecho, escaso abrigo, agua de jagüel, sanitarios afuera”, tal cual reza textualmente
la Historia Clínica-Estado Actual. “Comiendo lo que puede. Lo que le dan.
Alimentándose de osamentas y comidas esporádicamente”. “Con los cuatro partos
domiciliarios. Nunca atención médica”. Anamnesis básica.

EN EL HOSPITAL MIS HIJOS NO CANTAN

Hasta el 30 de agosto estudios y descartes, mientras Gerónima va


recorriendo el hospital, comiendo regularmente cuatro veces por día una dieta
balanceada, durmiendo en una cama, rodeada de calefacción central, seguridad,
techos impermeables, pisos como corresponde. La noche deja de ser la oscuridad:
basta con que alguien (ni siquiera ella misma) encienda la luz. Y la noche ya
tampoco es sólo los sueños que adivinan la suerte o anuncian desgracia: nuevas
imágenes, las televisivas, poblarán su mundo interno. No hace falta pedir: una
mano invisible todo lo alcanza en el hospital. No se sabe dónde hay alguien que
se encarga de conocer todas las necesidades de Gerónima, Eliseo y los demás.
Y sin embargo la curva de peso desciende. ¿Por dónde se les irá lo que
comen? Eso: ¿por dónde? Porque luego de diez días la historia señala que
Gerónima no usa los baños. ¡Como para que no se le forme un globo vesical! Los
estudios, las radiografías, las baliscopías son negativas, salvo en el caso de
Eliseo. Pero las toses continúan. Comienza a aparecer la palabra “hospitalismo”.
Los diagnósticos presuntivos se descartan y van quedando cada vez más ralas las
hojas de indicaciones y tratamientos. Los tres chicos menores están sanos. Y una
Gerónima cada día más trashumante entre paredes blancas, huraña y agresiva, va
siendo engullida por la institución protectora.
¿Cómo habrán vivido Paulino, Emiliana, Floriano y Eliseo los cuidados
médicos, los estudios, el despliegue técnico dispuesto para atenderlos? ¿Qué es
este lugar oscuro donde me ponen, me miran, me entran y me sacan? ¿Qué es
este dolor que me da tanto miedo? ¿Qué es este encierro donde no elijo nada?
¿Dónde esta mamá que no duerme conmigo? ¿Quiénes son estos que me rodean
y no conozco? ¿Qué quieren de mí? ¿Para qué me dan de comer tanto? ¿Me
engordan para comerme?
Paulino recibirá penicilina intramuscular durante once días. Emiliana a los
veinte días de internación comienza a rechazar la alimentación, pierde peso, luego
de haber establecido un buen vínculo con el alimento en los primeros días de
internación. Tiene tos emetizante. Recibió también penicilina, varios días, pero las
primeras dos semanas no tuvo manifestaciones clínicas de ningún tipo.
¿Y Gerónima? Ella ve todo esto. Que sus hijos están en otro lado. Que los
pinchan. Que les hacen lavados gástricos, que van, que vienen con un cuidador
de blanco al lado. ¿Hasta cuándo?
El día 31 de agosto se abre la historia de Gerónima. Es su turno.
Luego de trece días de internación tiene patología respiratoria de etiología y
diagnóstico entre interrogantes. Recibirá nueve días de penicilina en su habitación
de aislamiento. No colabora. El 8 de septiembre se anota: rechaza a sus hijos,
habla de irse sola, llora mucho. ¿Crisis depresiva? ¿Tendrá Gerónima una
depresión? Mejor dicho: ¿podrá ella tener un cuadro psicológico? Al día siguiente
se niega a ingerir alimentos, se registra su “actitud negativista”. Se pide Inter
Consulta con psiquiatría. El 11 de septiembre la consulta psiquiátrica informa del
brote psicótico de Gerónima como reacción a la hostilidad del medio en que se
encuentra, y advierte que el desmejoramiento orgánico (desnutrición, infecciones)
tiene origen psíquico, lo que si no se revierte, llevará al óbito precoz a la paciente.
El día anterior había sido medicada con Ampliactil por su excitación psicomotriz,
teniendo una respuesta “desproporcionada”. Gerónima había agredido a sus hijos
con violencia.
El día doce se hace una reunión conjunta de médicos clínicos, pediatras y
psiquiatra: “para evaluar la situación médica y social y decidir conducta,
concluyéndose que las causas médicas de internación han cesado y están
controladas, y dado que todo el grupo familiar manifiesta su deseo de reintegrarse
a su medio habitual, debe respetarse esa voluntad, sin tratar de imponer pautas
culturales que significarían por su brusquedad una agresión imposible de asimilar.
Se gestionará el traslado a El Cuy solicitando colaboración a la policía
proponiéndose que el servicio de Asistencia Social se encargue de una progresiva
incorporación a un medio social más evolucionado y protector”. Luego la historia
clínica de Gerónima consignará para el último día: “13-9-76: más tranquila en la
fecha, después de comunicársele la vuelta a su medio. Colabora para
alimentarse”.
-Sí, Gerónima: Tuvo que aparecer la sombra de la muerte para que
pudieras sobrevivir. Todo ese enorme miedo, todo el pánico que sentía frente a
quienes te cuidaban, luego se volvió contra ellos. “No quiero que me den una
mano, quiero que me saquen las manos de encima”. La institución de la salud no
pudo aguantar el miedo a la locura y la muerte y recién entonces se pudo dar el
alta. Sólo entonces se habló de la voluntad de Gerónima. Es decir: recién
entonces su voluntad coincidió con la de los guardianes de la salud. Recién
entonces se pudo decretar el cese de las “causas médicas”. Pero ¿cuáles habían
sido esas “causas médicas”? ¿Hubo “agresiones imposibles de asimilar”?
Los espejos, Gerónima, los espejos que se hicieron trizas. Ese que te
devolvía la imagen de Eliseo volviendo de la recorrida. Aquel otro con los cuatro
chicos durmiendo o comiendo a tu alrededor, sin tiempo, con paisaje, al compás
de la escasa vida vegetal; la tierra con sus movimientos de cámara lenta, como
diríamos en las ciudades. Los espejos de tu mundo, los que te devolvían tus
imágenes, tus historias. Esas que quizás nunca conoceremos, atrincherados en
nuestra propia historia. ¿Dos mundos sin contacto, acaso?

-¿Cuando trabaja le pagan con plata o con comida?


-Con plata. Contado. Con plata tiene que comprar carne. Y le sobra todavía.
Y ahí traímos alguna cosa: fideos, arroz, comida que falta.
-¿De qué trabaja usted?
-Me están mandando la pobrería de allá. ¿No ve que yo hice trámitos?
Mandan plata de Viema. De por ai debe ser, porque Soteras me la trajo. Compré
dos bolsas de harina y todavía quedó harina en la casa mía. Y sobró plata todavía.
-¿Quién le mandó esa plata? ¿El gobierno?
-Sí, el gobierno. Los pobres. Todas las semanas me manda. Quedaron en
dejarme más esta semana. No sé dónde me la irán a dejar. Pero allá no me van a
encontrar. Me la saben ir a dejar allá en el puesto. Me lo lleva Soteras.
-¿Usted, además de hilar, teje?
-Tejer, no, no me enseñaron. El hilado son de los vecinos, tengo que
entregarle. Y allí me pagan una plata, un contadito.
-¿Alguien más de ustedes cinco trabaja?
-Sí... éste (Eliseo) sabe trabajar por ai.
-¿Y vos de qué trabajás, Eliseo?
-Cuidando chivas, todos los días. Me pagan cien mil por día (para la época
eso era imposible). Cuido chivas, caballos. Sé montar, sé manear. Tiro agua.
-¿Qué animales hay por ahí?
-Piches hay muchos. Algunas veces sabemos pichear. En verano. Liebres
también hay. Choique también.
-¿Hay fiesta por allá?
-Sí, los vecinos saben hacer fiesta. Baile hay. Yo nunca he salido en una
fiesta. No me gusta la fiesta.
-¿Sabe cómo son esas fiestas?
-Y... bailan. Tiran la taba. A la noche, amanecen.
-¿Algún vecino toca música?
-Sí, música saben.
-¿Y qué tocan?
-Radio.
-¿No hay algún instrumento?
-No, bailan con la radio.
-¿Qué toman?
-Vino, bebidas, anisado, grapa. Eso toman. Bailan mucho. Amanecen
jugando a la taba, al pase.
-¿Se apuesta plata?
-Ahá, se juega con plata. El que va ganando va retirando y el que no gana
queda seco. También saben jugar al naipe truco. Naipe, ponen arriba de la mesa y
juegan. Los que ganan levantan la plata y los que quedan secos se van.
-¿Se les acabó la fiesta?
-(Sonriendo)... se les acabó la fiesta.
-¿Hay peleas a veces en las fiestas?
-Ahá... algunas veces sí, por ai. Se cagan a palos y después se van (ríe).
Los borrachos pasan así. Por ai siempre juegan en las señaladas.
-¿Alguna vez fue por ahí algún cura, algún sacerdote?
-No, por ahí no.
-¿Iglesias hay por ahí?
-Por ahí no hay nada señor.
-¿En Trapalco hay alguna persona que cure?
-No hay, curanderos no hay. Para la Aguada Guzmán hay, pero para ir allá
hay que agarrar el colectivo.
-¿Usted sabe hacer algún remedio casero?
-Algunas veces sí. Y... huey. Ese es para la fiebre. Se hace hervir así
nomás y se da, como agua. Es un palito así. Me lo dieron, los vecinos, por ai. Por
ai en el boliche.
-¿Qué otro remedio le da a los chicos?
-Y... como ser geniol. Para la cabeza. El huey es bueno para la fiebre. Con
ese nos fuimos curando, estábamos todos en la cama. Y geniol para la cabeza.
-¿Qué otro trabajo hace en su casa?
-Yo sé salir a juntar leña. Aparte tengo que barrer la playa mía. Y algún
vecino me manda a llamar pa’barrer. Playa de tierra, afuera de la casa, playón
grande. Para que quede limpia la casa. Siempre sabe haber viento. Si no barro la
playa sabe estar sucia. Mucha basura que trae el viento; remolinea mucho. Los
vecinos cuando me llaman para barrer me saben pagar harina, yerba. Carne
algunas veces.
-¿Los chicos juegan algún juego?
-A las bochas, a las bochitas. La tiran pa’ arriba. Y la barajan. Como una
bocha.
-¿Esa bocha es de piedra?
-No es de goma.
-Una pelota.
-Sí, una pelota, comprada en el boliche. Después saben jugar por ai.
Caminan por ai.
-¿Juegan al fútbol?
-No.
-¿Cantan ustedes?
-No, no cantamos nada. Mis padres sí que cantaban. Cantaban la lengua.
-¿Usted se acuerda?
-No, no me acuerdo señor. El cantaba solo, y sabía muchos cantos. Los
chicos saben cantar, pero así nomás. ¡Pero qué van a cantar acá, acá no cantan!
(en el hospital).
-¿Hay escuela en Trapalco?
-No, en El Cuy sí. A Eliseo nunca lo mandé a la escuela. Los vecinos tienen
a los chicos en la escuela de El Cuy, pero tienen que ir a vivir a El Cuy.
-¿Algún vecino tiene, o en el boliche hay televisión?
-Televisión... no, no hay ningún boliche.
-¿Usted conoce la televisión?
-No, no la conozco señor. Pero en el boliche no hay.
-¿Hay electricidad, bombitas de luz como éstas?
-No, no hay nada, se alumbran con farol.
-¿De dónde saca la ropa Gerónima?
-Cuando trabajo me saben dar ropa.
-¿Nunca tejió ropa usted?
-No señor. Nunca aprendí.
-¿Sus vecinos tejen?
-Sí, ellos tejen. Matras, tejidos. Les ponen anilinas, estiran bien el hilo.
Colorado, verde, azul, todos los colores. Y amarillo. Negro también me saben dar.
-¿Nadie sabe hacer cosas de barro?
-No por ahí no hay nadie. Hornos hay, pero de hacer pan.
Espejos apoyados en la tierra. La tierra de la cueva, la de las matas
achaparradas, la que Gerónima barría cada tanto. La que pisaban día a día y los
había bautizado. En el hospital, el apoyo de los espejos ya no estuvo, y el mundo
interno se fue desmoronando. Fue necesaria la promesa de volver, y el propio
regreso, para que las imágenes internas volvieran a componerse. El chofer de la
ambulancia relató que llegados al lugar, Gerónima recuperó el habla, comenzó a
reír, dejó de delirar.
Pero: ¿de qué historia nos olvidamos? Hay tantas Gerónimas, Eliseos,
Florianos, que es imposible retenerlos a todos. Justamente: olvidamos la historia
de todos ellos, la historia común que los unifica, que los representa e identifica. La
historia pasada y presente de su modo de vivir. Su vínculo con la tierra. Su
pertenencia al pueblo mapuche. Sus creencias y lenguaje. Olvidamos que son
parte de un todo expropiado, despojado violentamente de sus antiguas raíces, que
intenta resistir el lento exterminio refugiándose en los restos de la tierra. Restos
que por error o negligencia catastral aún quedan para ser ocupados por “intrusos”.
Un todo que intenta preservar su identidad en el secreto de la lengua, en “la falta
de colaboración”.
O quizá psicotizándose en el hospital.

ESOS SE TERMINARON. AHORA NO HAY

-¿Hay algún dios por ahí?


-¿Eh? Ah, sí... dios hay por ai. Nosotros no tenemos.
-¿Sus papás tenían dios?
-Ellos sí tenían. De dios eran.
-¿Cómo era?
-Y... de dios nomás. Rezaban. Ellos sabían porque eran de antiguo, gentes
de antes.
-¿Cómo hacía la gente de antes?
-Ellos rezaban, por ai tiraban yerba. Mi finado padre sí. Tirar y así. El tenía
dios. La yerba se tira así nomás, en el sol, cuando estaba jodido, para que el dios
lo levante. Después pasó una cosa, cuando no comió, se fue nomás. Se turó las
carnes, no le pasaba la sopa, nada. Y se fue seco.
-¿No mataban animales para Dios?
-No.
-¿Cómo hablaban sus papás con Dios?
-En lengua, señor. En catí. En lengua algunas veces yo comprendo.
-¿Sabe usted alguna palabra?
-En lengua no sé nada, señor.
-¿Ni una palabra?
-¿Cómo era? Yo sabía. Me estoy olvidando. Sabía pero ahora me olvidé.
Ellos (los hijos) son muy chiquititos para saber.
-¿Como le hablaban sus padres a Dios?
-En catí y en lengua. Pero no me acuerdo cómo era en lengua. En catí es
hablar así nomás, como habla la gente. En lengua no me puedo acordar nada
ahora, señor. (Se turba). Claro... ¿cómo era?... ellos sí, sí que eran lenguaraces,
sabían lengua, en casa se hablaba en lengua nada más; así como hablamos
nosotros no hablaban. No sé cómo era en lengua, no me acuerdo.
-¿Y en Trapalco hay alguien que hable en lengua con Dios?
-No hay, señor. Terminaron ésos; antes sabía haber mucha gente de esa,
pero ahora no hay. ¿Desde dónde olvidamos esa historia? Desde la nuestra. Una
historia social que concebimos como única y representativa de “el hombre”. Con
las Gerónimas y los Eliseos, hay de común y de distinto una vida cotidiana, un
pasado, necesidades y posibilidades de satisfacción. ¿Expresión de qué vida
distinta es “la lengua”? ¿Qué valor encierra para ellos la existencia cuando todo lo
que les pertenece e identifica lo pierden, se termina o muere? En definitiva:
¿producto de qué momento histórico son parte, de qué proceso social, qué
desarrollo tiene entre ellos la realidad material y qué formas tiene la vida
cotidiana?
Estos interrogantes no explicitados, fueron simplificados otorgándoles un
lugar histórico social que en realidad es el que ocupamos nosotros, los
poseedores (no propietarios) del hospital y cuidado de la salud. Gerónima, Eliseo y
los demás en el mejor de los supuestos fueron “un caso”, vale decir, una
experiencia que “se salía” de los marcos de ese mundo nuestro al cual están
referidos y pertenecen los modelos de normalidad y anormalidad, terapeutas
incluidos, inmersos y determinados por nuestro propio lugar en el mundo de las
relaciones sociales. Para Gerónima ese lugar fue el de los dueños de un poder
que la sometió, transformó en objeto, provocó dolor, determinó su salida de la
tierra, e ingresó a un lugar sin elección. ¿Para ella era normal ese mundo en que
la violencia estaba encubierta como plan de estudios y tratamiento? ¿Para ella era
claro el mensaje de libertad durante la internación? (Podía caminar por donde
quisiera, comer lo que quisiera, etc., pero siempre y cuando fuera dentro de ese
ámbito no elegido, desconocido, irreal).
¿Era planteable el psicoanálisis en Gerónima? ¿Qué hacer ante el
hospitalismo y el brote psicótico? ¿Qué significa en tal caso tomar la posición del
psicoanalista?
En primer lugar comprender dos realidades: la de Gerónima y los suyos por
un lado, la de la institución hospitalaria por el otro. Porque por un lado se vió la
imposibilidad de “los pacientes” de vivir en el hospital sin enfermarse. Y por otro,
nuestra incapacidad para comprender qué eran esos hombres que teníamos frente
a nosotros. El encuentro ellos-nosotros que se dió en agosto de 1976, fue mucho
más que eso; fue el encuentro de emergentes de distintas realidades e historias
colectivas. Historia, en el sentido no ya sólo de pasado individual, sino de
experiencia común recorrida por hombres y mujeres que ocupan un espacio y un
lugar distinto en el mundo. Un mundo en el que a algunos se les delega el papel
de albaceas de la institución y a otros, los más, el de casos fuera de la norma que
deben volver a los cauces de ella.
La posición del psicoanalista era mostrar la iatrogenia de un acto médico
“técnicamente correcto”, parte de una violencia que no tomó en cuenta la vida
concreta de los “pacientes”. Era mostrar que la protección que se ofrecía,
implicaba un sometimiento encubierto de buenos tratos, y por eso casi imposible
de enfrentar sin confundirse. La única respuesta posible fue el delirio, la “falta de
colaboración”. “Yo debo ser loca, en este mundo de cuerdos que luchan por la
normalidad”.
La posición del psicoanalista era mostrar dónde estaba la locura y dónde la
salud. Que todo estaba patas para arriba.
La posición del psicoanalista es interrogarse siempre. En este caso: ¿el de
Gerónima, Eliseo, Floriano, Emiliana, Paulino y nosotros, es un “caso” revelador o
una esencia de la trama médico-paciente? O lo que sería un matiz diferente: ¿ésto
es válido solamente para una experiencia institucional, o nos habla de una
temática propia del psicoanálisis?
La historia clínica da cuenta de una secuencia: “falta de colaboración”,
agresión a los hijos, brote psicótico. La agresión física fue un hecho abrupto,
impensable. La figura de Gerónima recorriendo los pasillos del hospital con Eliseo
y los más pequeños era la de un racimo que se desplaza. Por otra parte, sin un
afecto importante y protector ¿cómo se podían haber enfrentado las dificultades
cotidianas en Trapalco? Impresionaba como una madre que sabía lo que sus hijos
necesitaban para vivir, y también cómo dárselo. Pero un día la agresión violenta.
¿Por qué? Esa agresión intentó luego repetirse: ¿qué estaba marcando?
Gerónima fue el brazo ejecutor de un mandato social: ¡Desaparezcan! El
mundo de las relaciones sociales está organizado de un modo que los margina,
que los condena a vivir en los flecos del poncho. A la vez la presencia misma de
Gerónima, Eliseo y los demás cuestionan la lógica y las bases de todo ese
ordenamiento. El hospital, corporización institucional de esa estructura, se vio en
la picota, desafiado en su propia esencia por pacientes que no estaban enfermos,
pero que enfermaban a medida que progresaba la internación. Gerónima va a
parar a la sala de aislamiento, se psicotiza, va camino al óbito. ¿Cómo imaginar
siquiera que esto es producto de los ciudadanos para la cura? En el alta hubo
bastante de sacarse el problema de encima, como modo de negar lo que estaba
pasando. La institución “resolvía” el problema derivándolo a otra institución que
participó originalmente: la policía.

-Usted quería preguntarnos algo...


-Quería preguntar a ver cuándo me van a hacer ir; y a ver si me llevan para
El Cuy. Cómo los saco a los chicos de acá.

Se dirá quizás que no hubo premeditación y alevosía. Sin duda que es así.
Pero fuimos los médicos observadores ciegos porque nuestros ojos están
preparados para ver como valores universales los que en realidad son valores de
un determinado estamento social; a pensar que en un país de criollos, aborígenes,
gringos, hay sólo una historia posible; a creer en un modelo abstracto de familia y
de vida; a trabajar en instituciones presuntamente asépticas; a manejar un
conocimiento psicológico que habla de El Hombre en términos ahistóricos y
asociales. Nuestro saber es un saber, sólo eso. Hay otros saberes, que devienen
de otras experiencias e historias humanas. La vida de Gerónima debe ser
comprendida y no valorada según nuestro pensamiento.

TODOS NACIMOS EN UN SOLO LUGAR

- ¿Qué hacía su papá, de qué trabajaba?


-Y... hacía de todo, trabajaba de lazo, y por ai peonar, cuidaba ovejas,
chivas. Tenía animales. Era rico. Luego quedamos pobres con la nevazón grande.
Mató las ovejas. Sabíamos ser ricos nosotros, tener yeguas, de todo. Cuando
falleció era bien viejo. Murió turando la carne, no pudo comerla más, y eso se lo
llevó. No podía comer. La finada mamá igual.
- ¿Conoció a sus abuelos?
-No, no señor. Sabíamos tener abuelo. Vivieron en Trapalco también.
Tenían animales. Yeguas, chivas, ovejas. Vacas nunca. Mi abuelita se llamaba
María. Tengo dos hermanas cerca de Trapalco: Herminia Sande y Adelina Sande.
Mi hermano falleció viejo. Con el pelo blanco. También turaba la carne. Todos
nacimos en un solo lugar. Mi mamá sabía hacer matras; hilar también sabía. Papá
sabía trenzar lazos, bozales, maneas. Cuando éramos ricos vivíamos en la misma
casita de ahora. Todos por allá quedaron casi pobres.
- Cuéntenos cómo conoció a su segundo marido Morales.
-No lo conocí nada señor; ese vino por prepo, en prepo nomás vino. Vino
por acá y lo trajo el cuñado mío Currillanca. Le había dicho que yo estaba sola,
con éste (con Eliseo). Vino y me arregló así, que me iba a tener: me junté con ese
marido, pero había sido marido malo.
-Antes había tenido otro marido...
-Había tenido, pero lo aparte. A éste lo dejó de chiquito (a Eliseo). No lo
quiso reconocer. Lo reconocí yo. Ese marido sabía estar cerca de Trapalco. Se fue
quién sabe adónde.
- ¿Cómo se juntaron ustedes?
-Y... me dijo que me iba a tener. Después me dejó, de chiquito, de pañales,
sin ropa, lo tuve que criar bajo la pobreza. Trabajé, le dí de comer; mi hermano
mayor, ése lo vistió y todo. El padre no se acordó más. Se fue pensando y no lo
vide más. Después el cuñado Currillanca que está acá cerca lo trajo a Morales.
- ¿Qué le dijo Morales?
-Y... me dijo que me iba a tener. “Acá tengo a una cuñada que está sola:
llévela”. Entonces yo, parece que era buen marido, pero mejor no me hubiera
juntado nada con él. Después me anduvo trompeando. Era muy mala bebida. Me
cagaba a palo. Me apaleaba mucho. Me llevó para allá. Cuando me quedé sola
me vine para el rancho. Viví unos cuantos años con él. Él era el que traía la
comida. Trabajaba en Tripailao. Era peón, cuidaba ovejas, de repente recorría
alambres, peón por día. Y allá me iba a dejar vicios, y así los mantenía a los
chicos, poco tiempo.
- ¿Qué le dijo él para arreglarse con usted?
-Dijo que iba a tenerme, “sos una mujer seria”. “Lo vas a pasar mejor que lo
que estás pasando”. Pero cuando estaba sola parece que lo pasaba mejor.
Cuando no tenía marido parece que lo pasaba mejor, me lo pasaba trabajando.
– ¿Qué tenía que darle usted a Morales?
-Y... que yo trabajaba y comía el vicio mío también. Yo trabajaba y me
encargaban hilados por ai. Sabía hilar, por ai salía a los vecinos, iba a lavar los
platos, y así trabajaba. Los dos trabajábamos.
- ¿De dónde saca la lana para hilar?
-Los vecinos me dan. Lana de oveja y lana de chiva. Yo aprendí sola a hilar.
Sabía salir por los vecinos y aprendí a hilar. Mi mamá no me había enseñado
nada. No alcancé a aprender cuando falleció. Me quedé sola. Era muy chica
cuando me dejaron. Después me crié sola.

Tampoco hubo premeditación y alevosía institucional. El mandato:


¡Desaparezcan! ha tenido distintas traducciones y mediaciones. Hubo épocas en
el siglo pasado en que la cuestión se resolvía enviando enfermos de viruela a las
tolderías, que diezmaban a los que nunca habían estado en contacto con la
enfermedad. No tenían defensas. Luego la conquista mostró que tampoco hubo
defensas posibles contra el Remington y el telégrafo. Junto con ellos las creencias
e historias fueron impuestas. Como dice Gerónima “la gente habla castilla” y sus
abuelos hablaban la lengua. El idioma mapuche, último reducto de la resistencia,
pasó a ser hablado en voz baja, en círculos cerrados. Escasa defensa por cierto,
pero único modo de aferrarse a la sobrevida entre tanto exterminio. Y la tierra,
sobre la cual están escritas miles de historias, pasó a ser de otros. También sin
defensas. De ese mandato se hace cargo Gerónima en el hospital, cuando éste
repite bajo su manto de estudios y cuidados la práctica de la segregación. Para tus
hijos la asimilación o la violencia. Para vos, Gerónima, el camino de la locura y el
óbito.
El papel del psicoanalista “es llenar las lagunas mnémicas”. Aquí es
recordar siempre de dónde venimos y de dónde vienen nuestros pacientes y
explicitar esas construcciones para hacerlas patrimonio común de pacientes y
terapeutas.
La de Gerónima es una historia vivida hace cinco años, y este es un intento
de rescatar del olvido –memoria dormida- aquellos sucesos, sus vicisitudes,
descifrando los mensajes que latentes se abrieron paso más de una vez con
ropaje diferente hacia la conciencia. Historia pasada. Historia presente. Sucesos
de Gerónima, la paciente; sucesos de nosotros sus médicos; sucesos de las
instituciones que la transformaron en este intento de rescate; sucesos que la traen
de un tiempo y lugar sin existencia previa aparente para nosotros y la depositan en
este otro espacio poblado de delantales blancos, horarios, reglamentos y cerco
sanitario que separa del mundo. ¡Ah! esa caprichosa contaminación de la
enfermedad por la vida. Gerónima para ser paciente tuvo que pasar de su libertad
a nuestro reino hospitalario.
EPILOGO

El 15-11-76 a las 12,30 horas se produce el reingreso al hospital de


Gerónima y sus cuatro hijos.
Paulino: Muerto el día anterior por aspiración de un vómito producto de la
coqueluche contraída en la internación anterior. No tuvo defensas.
Emiliana: Morirá el 17-11-76 a las 5,55 horas por aspiración de un vómito
producido de la coqueluche contraída en la internación anterior. No tuvo defensas.
Floriano: Morirá días después. Había ingresado con coqueluche contraída
en la internación anterior. No tuvo defensas.
Eliseo: Ingresa con coqueluche contraída en la internación anterior.
Sobrevivirá.
- ¿Y Gerónima? Dejemos que su historia clínica hable:
“15-11-76, 12,30 horas: la madre parece estar lúcida pero se niega
obstinadamente a su traslado y a entregar al hijo muerto”.
Poco después se psicotiza.
La interconsulta psiquiátrica pide el urgente alta de Gerónima y su retorno a
Trapalco para evitar la muerte.
Gerónima muere.
No tuvo defensas.

General Roca. Octubre 1981. Hace cinco años.

VOCABULARIO

Piche: animal roedor común en la zona, parecido al peludo.


Choique: avestruz.
Señalada: actividad anual que consiste en la separación de los animales del
patrón y del arrendatario, y en su marcación; es motivo de fiesta campesina.
MAPUCHES: VIDA, LOCURA Y MUERTE*

Los indígenas de Río Negro y Neuquén son hoy predominantemente de


origen mapuche, pero es posible rastrear raíces tehuelches (aborígenes que
poblaron nuestra tierra en siglos anteriores). A principios del siglo pasado la
presencia mapuche, venida del otro lado de la Cordillera, se hace dominante y
luego de derrotar a los tehuelches se extiende hacia el Norte y el Este de nuestro
país.
Al hablar en este trabajo de lo mapuche, nos estamos refiriendo a los
indígenas de estas dos provincias.

LAS GENTES DE ESTA TIERRA

Mapu (tierra), che (gente). Gente de la tierra; así se denominaban nuestros


aborígenes. El propio nombre identificatorio señala una relación de los nombres
con la tierra, algo así como una doble acta bautismal. Los mapuches le dieron a la
tierra -mapu- y ésta los bautizó.
Cuando se traducen a nuestra lengua los nombres de familias y tribus es
habitual encontrar nombres de animales, plantas u otros elementos propios de la
naturaleza. Así encontramos a los Curá, como Callfucurá y Namuncurá por citar a
los más conocidos. Curá es piedra, y en el primer caso sería piedra azul (Callfu) y
piedra con pie (Namun) en el segundo. Curá sería la denominación de la estirpe,
según nuestra visión: el apellido. Se trata de los Curá. Los Piedra. Callfu y Namun
definiría las individualidades: los nombres. Quitando los nombres castellanos que
anteceden (por ejemplo: Ceferino o Manuel en el caso de los Namuncurá) y que
son producto del cristianismo introducido por las misiones, queda la denominación
mapuche compuesta de dos partículas. En general la primera expresa el nombre y
la segunda el apellido, pero entre nuestros indígenas éste tenía el sentido de
señalar todo un linaje, una pertenencia totémica que define y defiende a los
miembros del grupo. Profundamente ligados a la tierra, fue de ella que surgieron
los apelativos.
Así es frecuente encontrar los huenu (cielo, firmamento), los anti (sol), los
pan (puma), pangui (león), curá (piedra), milla (oro), lemu (selva), ñamcu
(aguilucho), leufu (río), nahuel (tigre), cheuque (avestruz), lonco (cabeza), filu
(culebra), lican (cristal de roca). No debe extrañarnos esta impregnación de
hombres y tierra en el caso de los mapuches, gente de hábitos campesinos
allende la cordillera en la que fueron cultivadores.
Luego el nomadismo que los caracterizó en la llanura los vinculó más al
caballo (que reemplazó al guanaco como alimento y transporte), al vacuno y a las
tareas del arreo, aunque también construyeron asentamientos estables (el Azul,
en la zona serrana de Buenos Aires, etc.). Pero se mantuvo la ligazón con la
madre tierra, aún cuando las tolderías reemplazaron a las rukas, y todos los
hábitos tuvieron que adaptarse a las nuevas condiciones que impuso la pampa.
Pasar de caminadores a ecuestres implica un largo proceso de aprendizaje
comunitario, y la transmisión de ese aprendizaje. Pensemos solamente en el
tiempo y esfuerzo que implicó el establecimiento de esa simbiosis caballo-hombre,
y en la adaptación de los hábitos domésticos a esa relación. A la vez, la vida en la
llanura también exigió modificar esa misma cotidianeidad.
Vemos entonces, como primer apunte, que el agregado de un nombre del
santoral católico al nombre y apellido araucano registra como verdadero estigma a
llevar de por vida la impronta de aquellos que historiadores eclesiásticos llaman “la
conquista espiritual del salvaje”. A cada apelativo identificatorio se le anticipa el
nombre provenido e impuesto desde otra cultura, desde otra historia. A la vez ese
estigma es el recuerdo permanente en cada uno del precio a pagar para
“incorporarse a la civilización”, vale decir para subsistir. Bautizarse. Adoptar un
nuevo Dios. Estructurar una familia sobre bases distintas. Rezar en el idioma del
conquistador. En la propia Constitución Nacional esto parece consagrado; es a la
Iglesia Católica que le corresponde la catequización del indígena, único habitante
de la nación para el que no rige el principio de la libertad de cultos que ese mismo
documento proclama. Este lento, persistente y constante proceso de aculturación
va generando una situación en la que el mapuche identifica lo propio de su extirpe,
de su ser social, de su propio antepasado personal como ligado a la muerte. Para
seguir viviendo hay que ser de otro modo, el modo del conquistador; dejar de ser
lo que se es. Todos y cada uno amputados en sus propias raíces, las que pasan a
ser renegadas, repudiadas y aún desconocidas. En otro nivel se registra lo
contradictorio de este proceso, porque el sistema de creencias mapuche mestiza –
tal como sucede en el altiplano- al cristianismo triunfante, y en secreto se
mantienen ritos, festividades y ceremonias colectivas.
El mapuche tenía una cosmovisión propia, en la que el Bien y el Mal
convivían y luchaban entre sí. Formaban un par dialéctico. Esto se ve en esferas
como la medicina, en la que la lucha contra la enfermedad o la locura es
concebida como la lucha entre la machi, agente y delegada del Bien, y el
padecimiento producto del Mal. Hay un ciclo del Bien y otro del Mal. Hay espíritus
buenos y espíritus malos. Tenían un modo de pensamiento distinto del occidental,
con nociones distintas de tiempo y espacio, por ejemplo. Todas estas bases
ideológicas, culturales, respondían a un ordenamiento social que las fundaba y
que estaba cristalizado en el lenguaje, “la lengua”, como los mapuche designan a
su idioma. Sabemos que existe toda una valorización social del lenguaje, que hace
del lenguaje del sometido un sub-lenguaje, así como en términos generales las
culturas indígenas son desvalorizadas como sub-culturas.
Pero esto encierra un valor enorme para comprender el presente araucano
en nuestro país. “Tienen una lengua, pero no la ocupan”, dice un poblador
neuquino en un reciente trabajo publicado sobre el problema. “Hay que hablarlo
porque es el idioma de nosotros”, dice otro informante. Es la enajenación del
lenguaje, determinada por un mecanismo ideológico que lo hace ver como algo
despreciable y aún peligroso, en tanto hablarlo es resistirse a la aculturación.
En la escuela, al servicio de este proceso de imponer modelos sociales
ajenos, los maestros hablan el “cati”, el castellano, que pertenece a otro
ordenamiento ideológico y a otro modo de pensar la realidad. El niño mapuche
pasa a ser entonces “el que no entiende”, el que ingresa en la categoría de los
sub-cocientes intelectuales, y aquél que vive todo lo propio, lo familiar, lo étnico, y
lo que lo identifica como ser y como perteneciente a un grupo, como algo que no
tiene lugar en este mundo. “Ya no hay más lugar en este mundo para nosotros”,
decía un Cheuquepan explicando por qué no había tenido hijos y había dejado de
tejer. “Esto (el tejido) nos viene con la sangre y debe irse a la tumba con nosotros”,
dijo luego.

VIVIR EN SUICIDIO

Los nombres. Las creencias. La lengua. Enajenados; pervertidos en su


traducción, que depende, por ejemplo, del oído y la voluntad del empleado de
turno del Juzgado de Paz; rota la referencia al pasado, destruida la organización
social. Hoy los mapuches viven en reservaciones indígenas, o en los suburbios de
las ciudades. Las reservaciones son lo único que queda de la antigua organización
social, que guardaba similitudes con la incaica. La estructura basal de aquélla se
correspondía aproximadamente con las actuales reducciones, pero al ser
desmantelado el conjunto social, esas reducciones han quedado como verdaderos
ghettos, estructurados en torno de una unidad familiar y de la posesión –no
propiedad- de tierras fiscales.
El número de pobladores oscila entre sesenta y seiscientos para las treinta
y una reducciones neuquinas, mientras que el número de familias va de diez a
ochenta y seis. El nombre de la reducción lo da la familia fundadora. Así están los
Antipan, los Curruhuinca, los Namuncurá, los Callfucurá, etc. Identidad basada
entonces en la sangre y en la tierra.
Esa estructura comunitaria, fuertemente cerrada, aislada y pegada a la
tierra, permite la subsistencia de elementos culturales, religiosos, y lingüísticos,
pero la actividad de las escuelas y de los cultos religiosos –fundamentalmente
católicos y evangélicos- a llenado a los habitantes de estas comunidades de
mensajes contradictorios, e impuesto valores que arrasan, confunden e
imposibilitan una justa lectura de la realidad. Dado que en las comunidades
conviven dos o tres generaciones –abuelos, padres, tíos e hijos- estos mensajes
contradictorios se traducen en verdaderos conflictos generacionales en los que los
ancianos –la “gente de antiguo”- tratan de conservar tradiciones, creencias y
lengua; mientras que los jóvenes ignoran todo eso. “¿Por qué se deja de hablar en
mapuche?”. “Porque viven muchos blancos y les da vergüenza (a los indígenas)”.
Los jóvenes son los que más fácilmente se transforman en la comunidad, en
receptores y transmisores de los valores sociales dominantes, enfrentándose con
sus mayores atrincherados en el secreto de la lengua, sólo hablada en pequeños
círculos. Esto se vio claramente en el múltiple homicidio ritual de Lonco Luan,
detonado por la penetración de un mensaje evangélico pentecostal resistido por el
hombre más viejo de la tribu. Podríamos decir que estos conflictos explosivos del
mundo exterior también se escenifican en el mundo interno de cada mapuche, y
que así como aquellos conflictos desembocaron en la muerte araucana, éstos que
se libran en el psiquismo conducen al extrañamiento, la locura y la muerte.
Sensación de extrañamiento por la pérdida de valores identificatorios e imposición
de otros extraños de los que portaron la muerte genocida. (El blanco conquistador
es denominado huinca en mapuche, derivación del verbo matar en el mismo
idioma). Confusión y locura. Muerte por homicidio, suicidio, o por la simple
decisión de no seguir procreando. Excluimos toda la muerte que “viene de afuera”
y es derivada de las condiciones miserables de sobrevida que les ha sido
impuesta desde la derrota del siglo pasado. Nos referimos aquí a la sentencia de
muerte dictada por la propia etnia indígena contra sí misma como respuesta al
mandato social de extinción.
“Aquí estoy fuera de Parques, la gente fuera de Parques suspira más
tranquila. Los que están dentro están siempre en suicidio que no se sabe si van a
quedar, por los temores de que Parques los pueda mover, porque tienen un
permiso precario”: palabras de don Hilario Aigo, de la comunidad de Ruca Choroy,
en Aluminé, que relacionan vida, muerte y tierra. La amenaza siempre presente de
perder el asentamiento, para Don Hilario es vivir “en suicidio”, vale decir
imponerse la muerte, en tanto la tierra es la que nos proporciona vida, y su pérdida
importa una pérdida del ser. Mapuche sin tierra. Gente de la tierra sin tierra.
Despojados de ella, quedan sin nombre, sin creencias, sin historia común, sin
espejos que los reflejen.

LAS CABRAS SE PONEN LOCAS

La medicina practicada por nuestros indígenas es representativa de su


sistema de creencias, y nos permite entrever el choque gigantesco que se opera
cuando son atendidos por instituciones sanitarias como las nuestras formadas
sobre las bases de un conocimiento fragmentario del hombre, cientificista,
somatista, deshumanizado y deshumanizante, donde el paciente es el objeto
inerte que presta su cuerpo al sujeto omnisapiente que cree ser el médico
asistencial. La ligazón con la naturaleza permitió un amplio saber botánico, del que
surgió una basta farmacopea aún en uso. En este sentido al llegar los españoles
con la Conquista, conocieron una farmacopea indígena que incluía la clasificación
y acción terapéutica de tres mil hierbas. Pero sin duda la cuestión más rica de
enseñanzas es la vinculada con la existencia de las machis, médicos araucanos
que sintetizan bastante de la figura de los chamanes. En tanto la enfermedad es
concebida como producto del Mal, de los espíritus malignos, su curación es sólo
posible partiendo del Bien. Esa lucha es mediatizada por el machi, que sabe
convocar a los fantasmas y derrotarlos. (Dije fantasmas, quizá porque me dejé
arrastrar por las asociaciones que me surgen entre el rol de machi y el del
terapeuta en un contexto diferente). Llegar a ser machi es todo un proceso de
formación, con ritos de iniciación, y donde la transmisión de conocimientos de
otros machis mayores es de enorme importancia, y así de ese modo van
perpetuando el conocimiento colectivo, la experiencia grupal, de la cual el machi
se va transformando en recopilador, trasmisor, coordinador. La formación de un
machi es una tarea comunitaria; es el grupo mapuche el que deposita en uno de
sus miembros la función y éste la asume progresivamente. Va transcurriendo por
una serie de pruebas y evaluaciones que hacen otros machis reconocidos ya
como tales. Vale decir que es la propia comunidad la que asume la tarea de
formarlo, con la cual así como el curador se reconoce asimismo como tal, el grupo
también le va confiriendo ese rol. Esto tiene importancia para comprender que la
relación terapéutica está desde el vamos signada por una transferencia positiva,
por un buen reconocimiento mutuo que posibilita el éxito terapéutico. El machi
tiene atributos médico-mágico-religiosos, según podríamos definirlo nosotros,
partiendo de nuestra concepción de la ciencia y la medicina. Para el mapuche se
trata simplemente de curar, y en función de ese objetivo poner todo su saber, un
saber grupal. El acto médico le confiere valor a la palabra, concebida como
verdadero instrumento para la cura, y a la relación médico-paciente. Tiene
contenido ritualista y es frecuente la prescripción de hierbas. Como se ve el
abordaje de la enfermedad supone una visión unitaria del hombre, y no de un
parcelamiento entre psiquis y soma. La curación es posible con la participación del
psiquismo del paciente, al que se le habla, y del que se ha recibido el
reconocimiento previo como médico curador. La palabra, instrumento para la cura,
supone que se convoca la participación del otro como escucha, como psiquismo
que se moviliza tras un objetivo común con el machi. Los elementos emocionales
son canalizados hacia la lucha por la salud, y el mundo interno del paciente entra
en sintonía con el mundo interno del machi. Fácil es ver lo patogénico que puede
resultar el contacto con la medicina oficial, o con la institución hospitalaria, en la
que tan habituales son los cuadros depresivos, los rótulos de oligofrenia, la
consignación de “falta de colaboración” en las historias clínicas, o las
descompensaciones psicóticas siempre remitidas a una predisposición o terreno
propio del paciente, cuando en rigor de verdad no se trata sino de una
consecuencia de la propia tarea hospitalaria. La asistencia médica parte de
exigirle al mapuche que deje de creer en lo que cree, y acepte un saber ajeno,
presentado como superior y sacralizado como científico.
A lo anterior podemos agregarle algunas ideas sobre cómo observan
nuestros aborígenes la salud y la enfermedad mental. La dicotomía cuerpo-psiquis
tan típica de nuestra concepción del mundo, y reflejo de la oposición trabajo
manual-trabajo intelectual que abrió la revolución industrial, no es tal entre
nuestros mapuches.
Ellos tienen una idea más del hombre como unidad, y el cuerpo y el alma
guardan una interrelación profunda. Quizá esto se deba a dos razones: una
economía en la que no hay un desarrollo productivo importante y por tanto una
jerarquización del trabajo intelectual despegado del trabajo físico. En segundo
lugar el contacto con la naturaleza del que depende toda su vida, los ha vinculado
a la observación de la vida animal, y las consecuencias que sobre ella tiene la
penetración de modos de producción y vida pertenecientes a sistemas sociales
con eje urbano. Un puestero paisano de El Cuy contaba cómo la construcción de
una carretera asfaltada –fuente de progreso según nuestro prisma- había
trastrocado la vida en la zona. Hacía referencia a sus chivas que
desacostumbradas al ritmo de paso de los camiones, a los nuevos ruidos, etc., “se
ponían locas” y dejaron de parir, o las pequeñas se retrazaron en su desarrollo.
Para él no había ninguna duda de que la nueva situación había enfermado al
rebaño a punto de ponerlo nervioso. Podemos hacer referencia también al llamado
“mal de ojo”, cuadro de tipo depresivo que afecta a los niños de corta edad, y cuya
etiología se refiere a la existencia de alguien que quiere dañar a la criatura
provocándole el mal. El niño ojeado debe ir a la curandera que enfrenta al mal y al
poder de quien lo provoca. Este cuadro en el que el niño está muy triste, va
acompañado de manifestaciones somáticas de tipo digestivo. Podríamos también
hablar del empacho, pero interesa más señalar que se trata de enfermedades –y
curas- que tienen que ver con la cosmovisión de la gente, con sus ideas sobre la
enfermedad y la muerte. El etnocentrismo que nos caracteriza y la formación
cientificista que creemos superior nos ha llevado a negar o desvalorizar esto que
no conocemos y que pertenece a una sub-cultura, sin profundizar en su estudio.
Pero esta relación estrecha con la naturaleza, y con condiciones difíciles de vida
en ella, ha llevado a los mapuches a indagar sobre los fenómenos naturales, sobre
las formas de lucha contra la adversidad, sobre las armas para sobrevivir. Parte de
esta necesidad es que hayan desarrollado su pensamiento mágico, en un intento
de superar las complejidades que surgen del enfrentamiento cotidiano con lo
desconocido de la naturaleza, y a la vez hayan ido acumulando un enorme
conocimiento empírico producto de la observación, comparación y trasmisión de
ese saber de generación en generación. El machi puede ser analizado como un
brujo que usa de la sugestión según nuestras ideas; pero a poco que se lo pueda
ver como producto de una necesidad común, se comprenderá que representa todo
un modo grupal y social de enfrentar las angustias y miedos colectivos propios del
sistema de creencias aborigen, sistema de creencias del que surgen modelos de
salud y enfermedad.
Las durísimas condiciones objetivas de existencia tienen que ver incluso
con algunas cuestiones de la estructura familiar. Observando el valor medio de
miembros de cada familia indígena en la treinta y una reducciones neuquinas
vemos que van de un mínimo de 4,82 a un máximo de 9,37 personas por núcleo
familiar. Esto parecería contradictorio como poder afrontar en mejores condiciones
la miseria, pero justamente son esas condiciones las que determinan ese
ordenamiento familiar. Un estudio sobre la incidencia del aborto provocado entre
los mapuches chilenos, muestra que la incidencia es mucho menor que en la
población no mapuche de la misma zona, pese a que las condiciones de vida son
muy inferiores entre los araucanos. ¿Cómo explicarlo? El indígena, conocedor
más que nadie de la situación de exterminio a la que ha sido condenado busca
perpetuar su sangre, y para ello tener muchos hijos, sabiendo además que
muchos de ellos no llegarán a adultos. Por otro lado la religión mapuche corre a
apuntar estas ideas, haciendo una condena muy estricta del aborto. Otro sector
frente al exterminio ya no procrea, como decía la señora Cheuquepan.
Es dable ver también en la relación padres e hijos un mayor contacto físico
que el que nosotros conocemos en nuestras familias. Hay una comunicación
corporal importante, que reconoce como causa esas condiciones de existencia tan
adversa. Resulta imposible pensar que las criaturas pudieran superar las crudas
jornadas del invierno, por ejemplo, si no hubiera una madre, una abuela, un padre
que pudieran descifrar los reclamos del niño. El estrecho contacto surge entonces
como una necesidad para sobrevivir, y el lenguaje de los cuerpos como modo de
transmitir esa necesidad.

LONCO LUAN

Hasta ahora hemos hecho la descripción del proceso recorrido por la etnia
mapuche. Pero, ¿Cuáles han sido desde nuestro campo de tareas las
consecuencias de todo ese camino andado? Por supuesto que este lento
genocidio ha transitado diversas sendas, en las que la enajenación de la tierra ha
ocupado un papel fundante. “Una tierra para ser, no solamente para tener, porque
la ‘ñuque mapu’ (la tierra madre) es la madre, sin la cual los aborígenes nos
sentimos huérfanos”. Así dice un mapuche en un trabajo reciente. La expropiación
del lenguaje y la imposición de otro identificado como el del conquistador. Un
sistema de creencias proscripto, y un Dios venido de otra cultura. ¿A dónde
hemos llegado?
Vemos una experiencia concreta, la matanza de Lonco Luan en el año
1978.
En una comunidad indígena de la zona de Aluminé (provincia de Neuquén)
–la de los Catalán- se produce un cuádruple homicidio ritual, en el que mueren
tres niños de corta edad y la madre de dos de ellos. Hacía un año había penetrado
en la tribu un mensaje evangélico pentecostal, que tiene contenidos revivalistas,
vale decir que propone a una población cuyo sistema de creencias se halla en
crisis nuevos contenidos esperanzadores que revitalicen el ánimo colectivo. El
éxito logrado por estas sectas se basa en un previo conocimiento a fondo de la
cosmovisión mapuche, a la cual “aggiornan” con una alta dosis de pragmatismo. El
objetivo es penetrar en la comunidad, y a ese objetivo ajustan todas sus
consideraciones religiosas. De ahí el carácter cismático que tienen, dado que
existe una gran cantidad de iglesias surgidas de un tronco común que parecen
adaptarse muy precisamente a la necesidad de propagar ese mensaje revivalista a
cada comunidad. El conocimiento previo de la cultura mapuche les permitió
rescatar la importancia del protagonismo comunitario en la práctica religiosa.
Cualquier miembro de la comunidad puede ser pastor de esa iglesia, siendo
reconocido como tal por sus pares. Y el papel del pastor es ser transmisor del
mensaje divino en la lucha contra el Mal. Vale decir un mediador entre lo divino y
lo terreno, entre lo humano y lo celestial. Mediador en la lucha entre el Bien y el
Mal, pero un mediador que al recibir el mensaje del Espíritu Santo lucha contra la
enfermedad y el Mal. Aquí se articula con la figura del machi. En el hecho relatado
el pastor dirige el rito del que participa casi toda la reducción y ante el pedido de
una mujer de “recibir sanidad” por hallarse “atormentada” se inicia el rito que dura
días, en el que el grupo va buscando el origen de su tormento entre los miembros
de la familia. Este proceso es coordinado por el pastor, al que en determinado
momento la situación se le escapa de control, sucediendo los homicidios por
depositarse rotativamente en distintos miembros el Mal, vinculado con el estado
de enfermedad y de tormento y confusión. Durante días la colectividad familiar
ayuna y entra en estado de éxtasis, buscando en su seno la causa de las
penurias, al amparo de un mensaje bíblico leído e interpretado desde la trayectoria
histórica de ese grupo sometido al exterminio lento. Es significativo que de los
cuatro muertos tres son niños de corta edad, y un cuarto halla huido, lo cual
recuerda un hecho ritual sucedido por la misma época también en una comunidad,
donde la víctima fue un niño de tres años. Ante la enorme presión social homicida,
la propia etnia se hace cargo de su desaparición para apaciguar al perseguidor.
También es significativo que el sujeto más viejo de la tribu, no haya participado del
rito, como si su mayor afianzamiento en las creencias de “la gente de antiguo” le
hubiera permitido resistir el mensaje pentecostalista.
¿Pero de dónde venía el mal que se buscaba entre los integrantes de la
comunidad familiar? ¿De dónde venía el tormento? El estado de pauperización del
núcleo venía de largo tiempo. Hubo un hecho considerable como detonante.
Cuatro meses antes un ente oficial había extendido las alambradas desalojando a
los Catalán de sus predios. Se iniciaron los reclamos que no dieron frutos. Luego
al analizarse los hechos, esto no fue suficientemente valorado, recayendo el
acento sobre la influencia del evangelismo en la tragedia. Pero tres años después
un miembro de la misma comunidad, una madre de un niño muy pequeño, intenta
extraerle los malos espíritus a su hijito introduciendo una manguera por la boca,
salvándose providencialmente la vida de éste. Y en este caso la religión profesada
era la católica. Por tanto se hace necesario estudiar la cuestión desde una
perspectiva más totalizadora. Ella es que los grupos familiares comunitarios se
hayan sometidos a mensajes permanentes de confusión, y extrañamiento.
Extraños respecto de su propia historia y del mundo en el que viven. Mensajes
que pueden adquirir contenidos religiosos, educacionales, propagandísticos,
culturales. Así es que en Lonco Luan las víctimas lo fueron de sus propios
familiares, planteándose que la salvación de unos dependía de quitar al Maligno
del cuerpo de otros, aún a costa de su vida. La causa se veía en ellos, en su
propia existencia como grupo.
En otro trabajo –“Gerónima”- hemos planteado el caso de una familia
mapuche ingresada al hospital urbano desde el campo sin ninguna patología y su
desenlace. Madre y cuatro hijos fueron transitando la experiencia de la asistencia
hospitalaria y de la institución centrada en la cura de la enfermedad. A las cuatro
semanas de internación, o mejor dicho estadía, la madre hace un cuadro psicótico
luego de intentar castigar violentamente a sus hijos, desmejorando velozmente su
estado general colocándola al borde de la muerte. Se negaba a alimentarse y a
vivir. El alta, y aun antes la comunicación del alta, y su retorno al campo, hicieron
remitir el cuadro de negativismo desapareciendo su estado psicótico al volver su
terruño. Tiempo después ingresaron un hijo muerto de una coqueluche contraída
en el hospital, muriendo posteriormente dos más por la misma causa y finalmente
la madre que enloquece y muere. Se deja morir. El único hijo sobreviviente, al
realizarse trámites para su adopción por un tío que vivía en la cuidad, escapa y
aparece más tarde en el campo del que había provenido. Había tenido claro el
origen de la muerte de su familia. Esta experiencia muestra cómo a través de otras
sendas, incluso encubiertas de cuidados para vivir y luchar por la salud, el
desenlace es la locura y la muerte cuando la familia es desgajada de la tierra en
que se apoya, cuando se le rompen los espejos de la vida cotidiana, y se la
somete a mensajes contradictorios de violencia encubierta.
Otra experiencia que recordamos es la del cacique Quilapi, en la reducción
del mismo nombre. Durante una visita realizada por funcionarios provinciales a su
comunidad, preguntaba encolerizado quién mandaba, y cuál era su poder. Poco
tiempo después ese jefe comunitario se suicidaba, adelantándose seguramente al
desenlace que él preveía para todos.
Aproximarse a la cuestión indígena es en primer lugar atreverse a saber.
Saber que tenemos un problema indígena, que él existe. Que pertenece a este
mundo social en que vivimos y en el que ellos agonizan. La cuestión aborigen es
un enorme y silencioso espejo que nos refleja imágenes de nuestro mundo
externo que escotomizamos y negamos.
Que a quienes trabajamos en salud mental el abordaje de esta problemática
nos muestra los distintos mundos que conviven en esta sociedad, así como que
nuestro saber, al que alguna vez supusimos de aplicación y utilidad universal, sólo
refleja parcialmente a alguno de esos mundos. Si gris es toda teoría y verde el
árbol de la vida, quizá podamos pensar que en nosotros ese árbol tuvo
malformaciones que debemos corregir. Sin temerle a la violencia que abre el
camino hacia otros saberes, violencia necesaria para penetrar los bosques.

IDENTIDAD Y ENAJENACION

Hay una cuarteta mapuche que dice:

La rana en el agua
el sapo en la arena
cada cual en su sitio:
esa es la problema

Cada cual en su sitio. Cada uno en su pago, dice nuestro criollo. Pago:
palabra de dos acepciones. Una de ellas es la retribución que se recibe a cambio
de un trabajo, y que resulta necesaria para vivir. La otra acepción es la noción de
paisaje, terruño, pasado familiar, escenario de los espejos cotidianos; un pago que
como el otro resulta necesario para vivir. Yo soy de los pagos de Río Negro,
donde muchas ranas fueron sacadas del agua por la violencia conquistadora, y
desde entonces muchos perdieron su sitio. Esa es la problema.
Y hay que escuchar la cuarteta mapuche, porque ¿quiénes sino los hijos-
de-la-tierra, Mapu-che, pueden hablarnos de todo lo que se pierde cuando nos es
enajenada la base sobre la que están parados nuestros espejos interiores?
Enajenados, dije. Se enajena la razón, se nos hace ajena. Pero en nuestra
Provincia hubo y hay otra enajenación tan trágica como la locura: la enajenación
de la tierra a sus legítimos e históricos dueños: los mapuche. Mapu: tierra; che:
gente. Gente de la tierra como ellos se han bautizado. Gente de la tierra sin tierra
como los ha bautizado la violencia enajenadora. Quien pierde su nombre, pierde
su identidad. Es un N.N. ¿Qué pensarán de sí mismos nuestros hermanos
indígenas, que han perdido el terreno sobre el que se apoyan sus historias y
recuerdos? ¿Qué pensarán de nosotros? ¿Y qué pensamos nosotros de todo
esto?
Agosto/1978. Lonco Luan. Cabeza de Guanaco. Paraje cercano al Lago
Aluminé en la pehuenia neuquina. Asiento de la tribu de los Catalán. Unos 155
sobrevivientes, en una de las treinta y una reducciones de la Provincia.
Veinticuatro familias constituidas por entre seis y siete miembros. El país se
sacude con un homicidio múltiple de carácter ritual. Durante una reunión del culto
evangélico pentecostal, en la que participan una veintena de miembros de la
familia, son asesinados tres niños de corta edad, y la madre de dos de ellos.
“Cosas de indios” rezan algunos titulares de serios medios de comunicación. “Son
salvajes”, se murmura por lo bajo. Mientras tanto en todos los rincones del país,
ágiles coches Falcon negros sin patentes siguen practicando el genocidio, sin la
menor repercusión periodística.
¿Qué había pasado? La información daba cuenta de la penetración de un
rito evangélico desde hacía pocos meses, al cual se responsabilizaba
ideológicamente.
Pero rebobinemos: efectivamente en la década del veinte penetraron en las
zonas campesinas del Sur de Chile las sectas evangélicas. Lo hicieron
simultáneamente con levantamientos de pobladores que exigían la propiedad de la
tierra, y con un profundo conocimiento de la historia, la cultura y la región
mapuche. Se fueron distribuyendo en las áreas poblacionales mapuches y así
pasaron a la Argentina, portadoras de un mensaje milenarista, revivalista, que
desprecia lo terrenal e idealiza el otro mundo y la redención final. Tienen una
enorme capacidad de adaptación, y como todas las sectas se subdividen en
mitosis rápidas que van penetrando en la sociedad. Así llegaron a Lonco Luan e
hicieron pastor a un miembro de la comunidad tribal, funcionando en casas de la
gente. Ni iglesias ni sacerdotes ordenados tras largos cursos realizados lejos del
lugar. Estos credos toman a un miembro surgido de la comunidad, y lo ungen
pastor, cabalgando sobre la experiencia de nuestros indígenas que también
formaban su machi, o curador chamán en un proceso social comunitario. Las
machis viejas tomaban aquellas adolescentes que habían recibido el anuncio de
su vocación, y les iban transmitiendo el saber colectivo histórico. Esto hacía que la
palabra de la machi tuviera un peso profundo, dado que surgía de la confianza
depositada en ella por su propio pueblo. Esta es la herencia capitalizada por las
sectas en la institución de los pastores.
Tras dos días continuos de plegarias, cantos y ayuno, el pastor reúne a los
fieles y en esa extraña situación busca entre los presentes el causante de los
males sufridos. El señalado será sacrificado expiatoriamente, para salvar a todos.
Así caen muertos a golpes tres niños y una mujer entre gritos y estados
confusionales condicionados por el ayuno prolongado. Los más viejos de la tribu,
aún apegados a las creencias de sus antepasados no han participado de la
ceremonia. Con ayes y tristes letanías, los Catalán explicarán luego que hicieron
esto por “estar en tormento” y que era necesario expulsar al Maligno provocador
del tormento. Evidentemente una muestra del homicidio transcultural. Una cuenta
más del rosario genocida, esa constante de la historia de nuestro pueblo. Pero:
¿por qué esa penetración tan rápida? ¿De dónde venía el tormento? ¿Cuál era
exactamente el culebrón?
Meses antes, los Catalán habían sido despojados -enajenados- de las
tierras que poseían desde antiguo, y echados a un pedazo árido. Ahí estaba su
tormento. Habían buscado dentro de sí lo que estaba fuera; se habían identificado
con el agresor, y habían terminado haciéndose cargo del mandato social:
“¡Desaparezcan!” (En este momento recuerdo una carta enviada al Ministro de
Guerra hace cien años desde Choele Choel. Su texto decía: “El objetivo final de
esta campaña es que no quede ningún infiel vivo”. Firmaba: Gral. Julio A. Roca).
Los Catalán sin tierra. Enajenados de ella, perdían su nombre, su razón, su
vida. Como decía Don Fonseca, de Ruca Choroi: “Los que viven en tierra ajena,
están siempre en suicidio”.
Hoy en Lonco Luan no hay una religión evangélica, sino tres, a las que se
agregaron otros dos credos distintos más. Cinco iglesias para ciento cincuenta
habitantes que han perdido sus sistemas de creencias; su tierra, sobre la cual
habían crecido esas creencias; y algunos de ellos, su vida. Tiempo después de
estos episodios, en Cutral Co una madre joven enajenada casi mata a su hija
introduciéndole una manguera por la boca para expulsarle el Maligno. Oportuna
ayuda impidió que muriera por asfixia la niña. Esta mujer era una de las Catalán, e
inmediatamente se volvió a hablar de cuestiones religiosas que pronto cesaron
cuando se supo que la señora era católica. Evidentemente el tormento y el
culebrón estaban en otro lado: en su historia de enajenaciones y despojos
violentos. Quizás sea como me decía Doña Cheuquepan de Quila Quina: “Es que
en este mundo ya no hay más lugar para nosotros”. O como dice aquel poema
mapuche:

Aquí donde no hay nada


tenemos esperanzas
Chao Ñuke Mapu
Tengamos todos fe
que tarde o temprano
volveremos los mapuches a ser dueños
como antes.
Confiemos en nuestro Dios
y roguémosle por nuestra tierra
por la que sigo soñando.
Sin tierra parecemos huérfanos
pero yo no desmayo
tenemos el largo aliento
de recuperar nuestra Ñuke Mapu.
Y sin embargo nuestra gente paisana, pese a tanta violencia abierta o
encubierta, pese al pisoteo de todo lo suyo, sigue adelante y busca renacer. Tres
son las columnas a las que se aferró para capear la tempestad: sus sistemas de
creencias, su lengua, y su apego a la tierra. Siguen realizando sus rogativas
anuales, en las que renuevan sus lazos con la Ñuke Mapu. Siguen bailando su
Loncomeo. Siguen levantando banderas celestes para el cielo, blancas para las
nubes y amarillas para el Sol. Siguen custodiando la lengua los más ancianos,
transmitiéndola a veces: es que los jóvenes se avergüenzan de su estirpe y se
hacen portadores de los valores culturales dominantes. Lo mismo de siempre: oro
a cambio de cuentas de vidrio.
Pero hay otros que han comenzado a agruparse, a recuperar su identidad
dormida o subestimada, y a medida que lo hacen van levantando un enorme
espejo para que los argentinos tratemos de mirarnos. Se trata de nosotros. Decía
Raúl Scalabrini Ortiz que la tristeza principal de los argentinos es que no sabemos
quiénes somos. Me gustaría agregar: pero podemos saberlo. Podemos aprenderlo
de maestros que nunca escuchamos como los hombres y mujeres llamados
pacientes –quizás por la paciencia que nos tienen- y que pueblan los hospitales.
Por ahí andan miles de Carmelas Llanquinahuel, u Octavios Leyes que pueden
conectarnos con historias de vida llenas de sabiduría.
Hace años conocí a Gerónima Sande y sus cuatro hijos. De la experiencia
que atravesamos en el Hospital de Gral. Roca surgió el libro en el que intenté
retenerla para la vida. Luego un video que contaba esa historia me llevó a
decenas de sitios en los que hay quienes intentan con mayor o menor susto
mirarse al espejo. ¿Quiénes somos realmente? Y de la mano de esa experiencia,
un día llegó a mi casa una carta de alguien que me trasmitía sus sentimientos.
Nunca conocí personalmente a este hombre, pero estoy seguro que caminamos
los mismos senderos. Quiero leerles como fin de este pequeño trabajo esa carta
en la que creo están los elementos claves de cordura y locura, vida y muerte,
identidad y transculturación, enajenación y búsqueda afanosa de la Verdad.

“10-10-84
Dr. Pellegrini:
Termino de leer el breve libro (pero tan extenso en sabiduría humanística)
que lleva su firma.
Le escribo estas líneas no para felicitarlo; sí para recriminarle la falta de
piedad con que me asoma a la realidad, la que a pesar de haber abierto los ojos y
destapado mis oídos, todavía no quería ver ni escuchar. Porque todavía, y hasta
no hace mucho tiempo, estaba intacta la cobardía que me acorazaba contra las
verdades concretas.
Dr. Pellegrini: yo conozco, y estoy en contacto cotidiano con muchas
Gerónimas. A la mayoría de ellas las soslayo, a pocas las saludo: a veces con
alguna broma insípida, a veces con una seriedad agresiva (depende mi estado
anímico; o si Usted lo prefiere: del funcionamiento de mi psiquis).
Dr. Pellegrini: yo conocí a muchos Cuys. Algunos en el interior del país,
más específicamente en el Chaco; otros en cualquiera de las villas de emergencia
en esta tan loada Bs. As. Pasé por esos Cuys vendiendo sábanas, frazadas...
(perdón, Gerónima: frezadas). Usaba mis argumentos de vendedor y después de
ganar mi jornal escapaba por miedo a intoxicarme.
Dr. Pellegrini: yo recién ahora con su “Gerónima” y su “Cuy” puedo
interpretar el significado del sistema social que para mantener su vigencia necesita
silenciar a los pocos que como Usted osan gritar para ser escuchados. Porque no
es su voz, es la voz de las Gerónimas a las que no se les permite gritar: “¡No
quiero que me den una mano, quiero que me saquen las manos de encima!”
Dr. Pellegrini: su Gerónima me da miedo, mucho miedo.
Dr. Pellegrini: su Gerónima me da valentía, mucha valentía.
Porque soy un internado en el Hospital Neurosiquiátrico “Dr. Alejandro
Korn”.

Por lo que pude averiguar, esta persona desde hace años internada, figura
con el diagnóstico de esquizofrenia. Desconozco el diagnóstico con el que figura la
institución que sigue recluyéndolo.

Octubre 1986.

*
DOMINGO EN LA COLONIA

Trepado a su bicicleta de rodado grande la llevaba a Irma como en ancas.


El mediodía entibiaba los últimos instantes de esa mañana de julio.
La sombra de los dos rebotaba silenciosa en las desnudas hileras de
álamos: grises algunos y casi negros los otros. Apenas se oía el rodado entre las
piedras sueltas, alejándose de la escuela.
Gerardo parecía un remero de pie en aguas del río haciendo zafar el vote
varado. La bicicleta le queda grande, y él lo sabe porque así la eligió
especialmente. Para todo es igual: un agrandado. Por eso estiba más cajones que
nadie en el galpón. También fue el primero en domar el tractor, amaestrándolo
tanto que cuesta concebirlos separados. El dice que es suyo, aunque eso es un
decir, porque la máquina, la chacra y el rancho son de la Compañía. Como la
bodega y el almacén.
Pasaban tranqueras saludando.
En su cabeza se repetían las escenas vistas sobre el tablado de la escuela.
Todos los años presenciaba la obra sobre la vida de Bairoletto como para
descubrirle algo nuevo. Conocía su vida de memoria. Una tarde había leído hojas

* Este cuento recibió Mención Especial del Jurado en el Certamen de la Patagonia (1992).
que contaban de Juancho. Lo llamaban delincuente. Formas de ver las cosas –
según se le ocurría a él- porque en ruedas de fogón, o en alguno que otro baile,
había escuchado historias diferentes.
Que había robado para ayudar a los pobres. Que había enfrentado a los
milicos. Que para los patrones era mala palabra.
Lo sentía propio: una pertenencia.

En eso iba calle abajo después de la función a beneficio.


Gerardo no es de dominguear, pero ese día, año tras año, deja de trabajar.
Como tantos peones de la Colonia espera la llegada de los actores: una
ceremonia siempre igual que empieza antes del amanecer. Se levanta a prender
el fuego, Mientras Irma acarrea el agua desde al bomba. El la mira venir, y ahora
que está embarazada imagina que trae un balde más. Los chicos remolonean
dormidos, tapados con las pilchas escasas para todos.
Sopla las brasas y se queda pensando en pequeñeces quizá, pero que lo
ocupan largamente. Su cabeza gira sobre el pedazo de tierra de la Compañía en
el que cada año sembró verduras para engordar el jornal. Esta vez el Encargado
se viene haciendo el distraído, y, aunque las semanas pasan, no le da permiso
para sembrar a medias. Nunca había sucedido algo así en doce años que lleva
trabajándoles a los patrones.
Había mateado con Irma ese clarear de domingo.
Ella después de calentar el agua, había alineado sobre la mesa el peine, la
toalla chica, el jabón y el fijador.
Gerardo nunca sale sin estar bien peinado: se mira críticamente en el
espejito redondo de la cocina haciendo morisquetas al retocarse el cabello. Ella lo
estudia desde el fondo, con el mate entre las manos, como si rezara. Luego es su
turno; un turno cortito para que no se les enfríe el agua a los chicos. Irma le
escapa al espejo: apenas lo enfrenta cuando se pinta los labios. El lavado de los
hijos es maquinal: el trapo húmedo y el jabón por la cara, con movimientos
circulares, como lavando los vidrios en la casa del Encargado. Después el cuello:
un par de vueltas enérgicas. Y al final las rodillas, donde la mugre empecinada
resiste los fregados.

II

Yo suelo preguntarme cómo habrán nacido los hijos de Gerardo.


Sin haberlo presenciado, sé que ante el cercano alumbramiento la Irma
preparó su bolsito. Ese de cierre maltrecho. Sin llenarlo con la poca ropa
disponible.
Habrá marchado seguramente por la calle, del brazo de la cuñada, a paso
lento, girando la vista hacia el lejano ruido del tractor. Se encontró quizás con
Gerardo en la tranquera hasta separarse: ella al hospital; él de vuelta al surco.
Es probable que algún vecino la haya alcanzado hasta el pueblo. O que el
colectivo suburbano la alzara, corriendo al máximo que permite su motor asmático,
con las puertas cerradas para no levantar más pasajeros.
Callada fue Irma a la sala de partos; callada la cuñada espero afuera;
callados los médicos manipularon guantes y camillas. Es un hecho cotidiano, sin
colores excesivos ni tonos discordantes. Algo previsto, habitual, casi uniforme
como las filas de camas una al lado de otra, con madres acostadas mirando el
techo.
Conversándoles a esas manchas del cielorraso no es más Irma: es un
número. Un número tuteado que ni sueña hacer lo mismo.
La tratan de vos, y ella siente que se hunde en un establo pleno de
manoseos, entrándole una rabia, o quizá muchas ganas de faltar el respeto. Se ve
a sí misma como a Gerardo en la oficina de la Compañía el día de pago,
atropellando por el sobre que envuelve la quincena con números, códigos y
abreviaturas.
Irma recuerda a ese Gerardo rebelde, y sabe que lo de él es pura
desconfianza hecha de gestos, cabildeos, preguntas bruscas. Un irse pero
quedarse frente al escritorio queriendo descifrar los secretos de la estafa sufrida
por todos: sus padres, sus abuelos y todas sus raíces. Siempre gana el gallo de la
oficina, ése de camisita planchada, que esquiva el sol de la siesta, y no distingue
manzanos de ciruelos. Un jodido amaestrado por cifras, letras y recibos.
En algo le resultan lo mismo el hospital y la oficina del Encargado. Tal vez
sea el tuteo insolente; quizás esa dificultad para ver dónde está la trampa. Pero
que te joden, te joden. Eso sí.

III

Gerardo había terminado de inflar las ruedas de la bicicleta, repasando el


asiento, ajustando el almohadón para Irma, tanteando los frenos como jinete que
acaricia su caballo en la largada.
Allá van para la Escuela llena de banderas y maestros generosos de
almidón, junto a los de la Cooperadora resplandecientes de puro traje. Más acá,
ancha y muda ronda, el mujerío reparte miradas entre el suelo y los recién
llegados. Alguna comedida se atreve a saludar en voz alta. Las demás entran al
grupo con un simple cabeceo. Otras tempraneras ya ganaron sitio en la cocina,
junto al fogón, espalda contra la pared, silenciosas y pacientes.
Ellos, en cambio, se animan más: no los achica tanto la autoridad que
exudan esas paredes letradas. Cuentean con risas juguetonas, ahumándose con
el fuego de las leñas húmedas por la escarchilla. Se estrechan manos, abrazos y
palabras fraternas.
No es que falten rencillas en la Colonia. ¡Cuántas veces Gerardo riñó por
cosas de boliche, se fue a las manos jugando un partido, o insultó a algún orejero!
Pero en esta ocasión el estar todos juntos los pone alegres y plenos.
Bairoletto logra reunirlos para comentarse sus novedades atrasadas: los techos
que se llueven, alguno que volvió de buscar mejor pique, otro tractor nuevo en la
chacra, la poda adelantada.
Y ahora ese asunto que corre de chacra en chacra: peones se andan
agremiando para poder reclamar. Empezaron los del otro lado del desagüe
parándole la chata al gringo por la limpieza de las acequias. Que no somos
animales de carga. Que a mí no me pasan a llevar más. Eso le dijimos. Y además
que hay una ley que beneficia.
Gerardo mira para otro lado y escucha como ausente, con una ramita entre
los labios, haciendo garabatos con la punta del pie en el mosaico sucio. El se sabe
defender solo: si un domingo no quiere salir a trabajar, se lo dice al Encargado y
no pasa nada. Incluso cuando se enfermó del pecho le descontaron los días, pero
el gringo lo dejó quedarse en cama hasta estar curado. Las reuniones en el galpón
con el bahiense meta hablar no lo convencen nada. Que uno va, que el otro no va,
y él no es hombre de andar rogándole a nadie. Si necesita algo, endereza para la
oficina, lo encara al paliducho de camisita y le dice. Si se puede, se puede, y si no,
quedan como antes. En doce años no le gustó tener problemas.
Pensando eso, observa a Crisanto entre los suyos. Se comenta que viene
del puerto, donde saben de leyes y agremiaciones.

Pasados unos minutos, lentamente, todos entran al salón de actos.

IV

Varias veces estuve en esas representaciones.


El Director, los maestros, los de la Cooperadora, hasta a veces el
Comisario, ubicados adelante. Más atrás el montón de los chicos y las madres,
sentados, pidiendo permiso en casa ajena.
Al costado del buffet que recauda fondos.
El asunto está al final, al fondo del salón: sentados en las últimas filas o
recostados contra la pared están los que nunca llegan a ser de la Comisión porque
no saben hablar, o no se animan a presentarle una nota al Intendente.
En un momento dado el Director –después de mirar a todos lados, como
avestruz en el llano- cabecea delicadamente a los artistas.
Y así se larga.
V

LA UNION OBRERA RURAL

Boletín Nº 3

Baile para hacer fondos

Compañero: la Comisión Provisoria hará un baile para recaudar fondos.


Habrá cantina para beneficio del Sindicato. Venga con su familia. Los
compañeros que puedan colaborar con empanadas se les agradecerá. Se
rifará un cordero y una damajuana de vino. El sábado a la caída del sol en
el salón de la parroquia. Hay que perder el miedo, compañeros. No
podemos andar asustados todo el día por lo que dicen los patrones. Nos
dan casas que son chiqueros y ellos les dicen casas. Los hijos nuestros en
patas, y ellos cambian el coche todos los años. Y buenas casas que tienen.
Yo les digo compañeros. Que así no podemos seguir. Y si nos echan
podemos ir a trabajar a otro lado. Hay que reclamar lo que nos pertenece.
Se los dice un compañero.

Habían dejado el papel enganchado en la tranquera. Gerardo lo encontró.


Lo deletreó primero, lo releyó después.
Volvió sobre sus pasos. Dejó caer la hoja de sus manos. Quedó flotando en
la acequia como los barquitos que hiciera de chico para que navegaran en los
charcos de otoño.

VI

Desde un rincón estudia los aprontes. Los chistidos pidiendo silencio no le


llegan: calla, como todos, acostumbrado a no opinar, a guardarse las palabras.
Por ahí alguno osa cacarear, festejando de antemano la entrada de Juancho en
escena. Y cuando el pampeano aparece lo saluda un griterío medio tibio, que
entona a los callados y enmudece a los de adelante.
Durante dos horas los del fondo sienten que también a ellos puede salirles
fuerte la voz. Se imaginan, tal vez, subiendo al escenario, entreverados en
partidas donde milicos y mandones se rinden antes del telón final.
Bairoletto enfrenta a la comisión policial y todos miran de reojo hacia el
buffet donde el suboficial del destacamento atiende veloz y prolijo. Es lindo verlo
nervioso falsificar una sonrisa para confundirse con las peonadas. El cree que así
se borran las diferencias y muestran los parecidos.
Juancho huye; Juancho le hace la pata ancha a la adversidad; Juancho
jugándose en las patriadas. Gerardo disfruta para adentro, como todos. Cada cual
respira con Bairoletto. Y al final, cuando cae baleado, el salón se llena de
evocaciones llenas de la impotencia milenaria que acompaña a las derrotas. Por
un momento uno de ellos había sido capaz de zafar del humillante cepo cotidiano.
Cuando baja el telón cuesta creer que algún paisano sea capaz, él solo, de
dar vuelta la historia de todos.

VII

Me tocó estar en una de esas ruedas, verdaderos mítines del pobrerío,


buscando a tientas la salida. Fue el día que se toparon Gerardo y Crisanto
Piedras, el bahiense del desagüe, sabedor de largas vigilias nocturnas entre
hermanos de sudor portuario.
Crisanto explicaba, pacientemente, a todos su verdad: la de juntarse.
Lo vi alejarse a Gerardo reculando hacia la puerta. Volvía al rancho, pero no
podía dejar su lealtad a Juancho así como así. Mirando a la calle alcanzó a
deslizar una frase medio finta y medio puñalada:
-Este bahiense se anda haciendo el sabio...
Yo sé que Crisanto lo escuchó, porque hubo una fracción de mirada que se
cruzaron. A Piedras el cuerpo se le bamboleó listo para la respuesta. Sin embargo
optó por el silencio; y no por eso quedó achicado ante los presentes. Era la
decisión de quien sabe largo el camino, con tiempo sobrado para reencuentros.
Esto también se lo llevó Gerardo adherido a su piel, habiendo cotejado valor
de hombre ante el otro sin haber perdido ni ganado. En aquel regreso a la chacra
le costó mensurar sus agallas. Quizás de orgulloso, pero también por haber
descubierto un toro que no embestía a ciegas.

VIII

Amparaba al que debía,


al pobre, al necesitao,
al que era castigao,
y a aquel que nada tenía.
Lo acusaron de bandido
milicos y poderosos,
y políticos golosos
que intereses protegían.
Cuando arrancaba milongueando, Gerardo se desdoblaba. La primera
estrofa la cantaba con una guitarra todavía fría. Pero su voz nasal lograba
redondearse con el relato fogonero.
Juancho aparecía con el pañuelo al cuello, los mechones rubios por el sol
pampeano, y sus ojos verdosos. Muchos sesentones de la Colonia lo habían visto,
y hasta amparado alguna noche.
El encordado siempre se caldeaba al llegar a la misma palabra: bandido. En
ese lugar el verso tenía una puerta abierta para que ricos, comisarios, y
politiqueros del pueblo entraran al estilo de comparsa circense. Un circo trágico
desfilando marcial. Ahí el canto ya no se quebraba y, desde la garganta, los
personajes odiados se desparramaban bajo el parral.
Para Irma ese momento tenía significado claro: Gerardo había estado en la
oficina o venía del boliche sacando pesadas cuentas en la libreta.

Más ya ha de llegar el día


que se sepa la verdad
y así la comunidad
grite al cielo con respeto
¡San Bautista Bairoletto
la Pampa te ha de vengar!

El acorde final traía silencios pensativos. Los versos lo dejaban pleno y a la


vez vacío, con una debilidad. La historia no se daba vuelta. Además Gerardo no
se lo imaginaba a Juancho un santo parecido a esas figuras de labios pintados y
ropas como pañales que había visto en la capilla cuando el bautismo del
mayorcito. El no es de pisar iglesias, pero aquella vez, por darle el gusto a Irma,
hasta había comprado velones nuevos que el cura guardó sin encender.
En la milonga se encontraban un parecerse y un distinguirse.
No puede ser que siempre te jodan.
¡Tanto hizo Juancho y, sin embargo, la derrota!
Gerardo no tiene resignación de perdedor. Por agrandado y por rebelde
como sus pelos, a los que ningún fijador pudo aplacar.
Agrandado, rebelde, pelitieso.
¡Ese Gerardo!

IX

Termina la función y cuesta despegar de la escuela.


Los de adelante se saludan entre sí. Rodean el escenario esperando a los
artistas, queriéndolos atrapar.
El resto, despacito, se retira habiendo cumplido su cita ritual con los iguales.
Rota la ficción, cada cual vuelve a su sitio con el ropaje que le cuadra.
La bicicleta está lista. Irma monta. Gerardo trepa al asiento, y arranca
viboreando calle arriba.
Luego la marcha se hace más segura, cruzándose con uno, saludándose
con otro. El pedalea casi parándose, sentándose, volviendo a erguirse.
Las sombras caracolean en la alameda y se cortan en cada tranquera,
donde los estacionados queman las horas tibias del domingo.
Se repiten saludos, manos levantadas, cabezas que se inclinan.
Más allá pasarán el desagüe, donde otros quedaron enredados en
comentarios.
Siguen su avance acortando la distancia, hasta parecer que el grupo,
Gerardo, Irma, todos, van a juntarse. Un aproximarse lento, silencioso, como el
reencuentro que Crisanto intuyó aquella tarde en el boliche.
Casi se tocan, y Gerardo sigue mirando hacia adelante entre parado y
sentado. Ella, en cambio, más tímida, responde con un gesto al saludo del
bahiense y los demás.
Ya quedan atrás los hombres que, junto al desagüe, dan tanto que hablar
en la Colonia, y Gerardo siente que algo lo llama a detenerse.
Esa mañana una duda le agrietó sus adentros: quiere saber si hay algo
mejor que andar solo. No se anima a volver. Le cuesta aplacar el orgullo y
abandonar la desconfianza compañera de tantos años.
Afloja la pedaleada tomándose tiempo. La bicicleta viborea falta de impulso.
Hay un desesperado hurgar en la cabeza de ese hombre, persiguiendo ideas que
se le escapan. Necesita pensar, pero se exige poder concluir algo ahora, ya.
Cada golpe de pedal es un trabajoso cabildeo que le evita detenerse.
El boliche. Sí: el boliche. Ahí está la respuesta. En el duelo inconcluso que
dejó aquella tarde.
La bicicleta renueva su andar casi con firmeza.
Habrá otra tarde en el mismo boliche. Otra escena como las que acaba de
ver en el tablado de la escuela.
Pero será él quien pregunte. O quizás no. Quizás alcance con quedarse a
escuchar.
Siguen pasando tranqueras, hasta apearse en el puentecito. Luego cubren
el último tramo. Gerardo pedalea dominguero, subiendo y bajando, a los brincos y
ceremonioso, llevando a Irma con hambre y sin urgencias.
Marido y mujer enderezan para el rancho.

Vasos desparejos, una jarra, trapo limpito y alisado, dos sillas y un cajón,
platos y cubiertos entreverados.
La mesa se anuncia.
-Irma: el sábado amasate unas empanadas para el baile ése. Teneme el
saco gris y el pañuelo blanco.
Ella se queda mirándolo.
Comienzan a comer.
El pan casero se desgrana sobre el hule ajado y brillante. Los sorbos
ruidosos meten bulla en el caldo.
Por la ventana entra un sol casi blanco, bien de julio.
La habitación se ilumina. Los cabellos relumbran. Las pestañas se
entrecierran.
Todo se entibia: es Domingo en la Colonia.

*** FIN ***

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