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Beatriz Sarlo
***
Máscara secundaria
Soy una bola de pelos atascada en un desagüe y no pido más.
Gozo de mi propia agregación y apelmazamiento, humedeciendo mi
ser, infértil y más fuerte que la muerte. En mi pasividad de residuo
encuentro la base para una filosofía: nada cambia la esencia,
esencia prístina de los valores nacionales, del campo nacional, de la
propiedad agraria de la que yo soy el opuesto complementario.
Porque no tendría modo de tomar la palabra si no estuviera
supuesto por las toneladas de bosta de vaca necesarias para
conformar las moléculas de las que estoy hecho. Soy oscuro y no
tengo centro, y bajo el gran sol de York parloteo entre borgorigmos a
mitad de mi tubería, hecho una arpía, a salvo de la policía. Me
pregunto si hay versiones más grandes de mí, capaces de atascar
una desembocadura fluvial, pero luego me río de la idea y me
conformo, me atengo a mis límites e insisto en molestar hasta que
una mano que haya vencido el asco termine con mi existencia.
¿Pero termina mi existencia en el tacho de basura? Incluso si me
devoraran saldría por el otro lado intacto, o casi. Más fuerte, repito,
que la muerte porque no sé lo que es la vida, burla final de todas las
promesas, caca jactanciosa que permanece y resiste.
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Frío de miedo
Contemplo el próximo capítulo de esta novela -la fiesta- como el
que se tira por primera vez de un trampolín mira el agua lisa, a una
distancia incontable, allá abajo. Tengo los huevos de corbata. Es
que con tantas dilaciones e interposiciones no he hecho más, me
temo, que crear una expectativa a cuya altura sé que no estaré. Me
digo a mí mismo: ánimo, hombre, hay que apretarse la nariz y
largarse. Pero si pudiera seguir divagando con seudopoemas en
prosa más o menos eléctricos, lo haría. El vacío que encaro cuando
pienso en la fiesta es la boca abierta de una ballena que me traga
sin notarlo. Nunca me gustaron las fiestas. El ruido, el humo, la
obligación de ser alegre, de conversar. Yo soy un bicho bolita: me
siento bien compacto, duro, quieto y callado. Hasta hace un rato
estaba a oscuras, Genoveva dormía, aguzando el oído se podía
sentir un eco de puertas golpeándose, una detrás de otra, siempre a
la misma distancia, ni lejos ni cerca, y pensé en esa persona que
ponía orden, tal vez, en unas oficinas, vaciaba ceniceros, corría
jarrones, ponía agua en los floreros, guardaba elementos de oficina
en los cajones, decidido y relajado a la vez, ya con un pie afuera,
rumbo a casa, al descanso merecido, y pensé en mi eterna
vagancia, en mi dejarme estar, y me dije que a los ojos de los
verdaderos triunfadores esa persona y yo tal vez éramos iguales,
pero ella tenía, por lo menos, toda mi admiración y mi
reconocimiento de su superioridad, simplemente por moverse sin
hacer preguntas, ni lerda ni perezosa. Mi parálisis me asombra, me
avergüenza y es lo que me va a matar. El puro miedo al próximo
movimiento ocupa toda mi campo mental, no deja lugar para
imágenes ni esperanzas, me sobrecoge en este rincón, me garcha
de arriba abajo. Penetrado y roto por dentro alcanzo a mover los
dedos para inscribir mi lamento de jumento, acá: sabiendo que es
puro cuento todo lo que uno pueda decir para excusar su cobardía.
Pero hay un goce en ese ser la última basura, hay un goce en
saberse el peor; no se los recomiendo, tiene un sabor fuerte y
punzante, como orín. En ese derretirse, ese irse de toda solidez y de
todo nervio, dejando solo una carne de adentro blanda e indefensa,
hay una postrer defensa: la de ser tan despreciable que se demora
el golpe mortal, se suspende el hachazo, y uno tiene todavía un
lapso indefinido para seguir gozando en su inmundicia. Pero basta
de palabras: un acto.
***
Testigo intrépido
Trepa por el angosto espacio entre la cocina y la mesada y
emergen sus antenas por el borde, capta la señal de comida, se
lanza hacia afuera bravía, corretea por el borde de fórmica rosa,
engulle rápida dos migas de pan, hace una excursión entre las
bases de las botellas de vino de calidad mediocre, no encuentra
nada, retrocede,0 baja, se mete en un zapato negro con olor
bacterial, se caga de risa, sale. Percibe un cortinado anaranjado y
verde, se mete debajo, hay zapatillas, papel, mucho papel, defeca
ahí, su cuerpo recuerda que pronto tiene que aparearse, busca
afanosa una rejilla, sale al patio: a la derecha al lado de la puerta.
Se mete, encuentra una hembra, la pone, rápido, se va: vuelve.
Capta lavandina en el aire, odia la lavandina, pero no se encuentra
en la cantidad suficiente para ahuyentarla, se caga de risa, se queda
quieta en la luz que decae, es ella y nada más, se siente bien,
rápida y eficaz: se distrae. Un pie descalzo casi la aplasta, huye,
trepa por la pared a la que le hace falta una mano de pintura para
exteriores, mira arrobada las baldosas rojizas, se entretiene,
relampaguea: huye, se mete adentro. Siente la humedad eléctrica
en el aire, empieza a gotear, hay ruidos de voces humanas, sus
sentidos los captan, son peores que el trueno, piernas blancas
desnudas, un par peludas, otro par depiladas, y las risas, si Dios
hubiera oído alguna vez el sonido de sus risas los hubiera
degollado, pero producen muchos desechos, importantes en el
ecosistema, producen, desechan: importantes. El movimiento se
acrecienta, sabe que en cualquier momento la van a descubrir y
perseguir, ¿qué es eso allá adelante?, un pie, un pan, si es un pie la
aplastarán, si es un pan lo comerá, duda, tercera posición: se aleja.
Trepa a la cama, allá puede haber más restos, los hay, los cerdos
comieron tostadas con mermelada ahí, no les importa acostarse
entre migas, no les importan los seres como ella, peor para ellos,
serán cancelados y superados: es nazi, siente así. Pero ahora hay
más, las ondas cruzan el aire en todas direcciones, debe
esconderse, pero hay una guardia de zapatos esperando para
pisarla, lo sabe, lo siente, debe irse, baja de la cama y siente el
horror, el horror de otro, la han visto, pisotones, se escapa como
puede, afuera gotea, llega a la rejilla, siente un tremendo dolor en
una pata trasera, se la han pisado y arrancado, venganza, pronto,
cuando el plan de Zardoz se haya cumplido, pero ahora huye,
herida, por la cañería, hacia el vientre de la ciudad.
***
Al fin
Pasado el chaparrón, intercambian agudezas sobre la mala
suerte y el mal tiempo y destapan cervezas y vinos. Kino, un amigo
de Lisandro, ex estudiante, actual ayudante de su tío en la
inmobiliaria de su propiedad en San Justo, le pasa el brazo por el
hombro a Estela y le susurra algo, y Estela ríe, una risa corta y
cruel. No tengo idea de qué va a pasar. La guirnalda de luces
colgada entre un clavo ganchudo sobre la puerta que da ingreso a lo
techado y otra clavo en la pared opuesta al lado del cual cuelga de
un brazo de plástico blanco una pequeña maceta con un malvón
barrial que a ojos de Pablo es hermoso porque la chica de quien se
enamoró a los doce años olía a malvones (nunca la tocó) con sus
ocho pequeñas bombitas amarillas deja extensas franjas de sombra
a ambos lados del amplio patio, donde se refugian las parejas a
beber y besarse. Dos gordos, amigos de la adolescencia de
Lisandro, se reparten fifty-fifty los sanguchitos de miga cortados en
triángulos. Eva Krieger, despampanante y fuera de lugar con sus
botas blancas de media caña, es la única que toma vodka desde tan
temprano, sus ojos fulgen, sus sonrisa es una navaja afilada, no
aparta la vista de Estela, que ahora charla animadamente con Pablo
sobre la actualidad política, de la que apenas sabe lo que ve de vez
en cuando en 678. Hay que encontrar un lugar mullido en cualquier
polo de la polarización. Eva toma y piensa, sus pensamientos se
desenrollan suavemente como un rollo de seda china, preciosa, ante
el párpado insomne que nunca se cierra, bebe de a sorbitos
comedidos, ella, que supo mandarse una botella de Dom Perignon
del pico sin respirar. Pero está en la segunda etapa de la juventud,
cuando ya no es de piolas arruinar el físico. Piensa en la ubicación
de la generación de Pablo en la Historia, tal como ella la ve: una
máquina de apisonar izquierdistas. ¿Futuros asesores del
peronismo gerencial o chivos expiatorios? La experiencia militante
para algo servirá, no será Facundo Moyano el que porte los laureles
de la victoria. Pero sabe que por ahora sus ideas no tienen oídos
apropiados. Ella, la profetisa, se dice que sabe esperar, para decir lo
fatal un minuto antes de que sea evidente para todos. En la
cacofonía general de las voces, sobre los aullidos de las perras en
celo, poco puede sacarse en limpio, salvo ese prístino, repetido,
tedioso optimismo histórico que tan mal le queda a cualquier
argentino. No es que el sufrimiento y la derrota sean necesarios, es
que son inevitables, a algunos les toca antes y a otros después.
Disfruta con la imagen de vieja chota que le dan estos pensamientos
que se desenrollan como seda imperial, disfruta el contraste con su
cuerpo deseable, el de ésta su alma podrida tan desde el principio.
Estela, mientras tanto, y Pablo encuentran divertidísima su
conversación. De hecho Pablo nunca pensó que esta empleada
menor y callada tuviera tantas cosas atinadas que decir sobre el
monopolio. Habla apenas un poco menos rápido que Jorge Dorio,
pero con mucha mejor dicción. Se le ocurre que podrían hacerse
varias réplicas del programa en diversos canales abiertas gracias a
la ley nueva. Él y Estela podrían estar en uno, Militancia Ya o algo
así, algo menos burdo, seguro, pero le gusta el Ya, el tono
lucaprodiano de ese adverbio. Sus primos escuchaban Sumo
cuando él era demasiado menor y no entendía de qué iba el punk.
Después leyó el libro de Greil Marcus y no encontró razón suficiente
para que desocupados del siglo XX hubieran querido comportarse
como herejes del XVI, pero comprendió que las amplias síntesis
históricas y las genealogías de profundas raíces son niñas mimadas
del mundo intelectual. Lisandro charla con sus amigos filósofos
mientras la música cumbianchera suena y algunas irónicas parejas
bailan sin ningún respeto por el paso.
***
La fiesta no despega
Salir a bailar desnudos por las calles del barrio pequebú es una
posibilidad, mas no una probabilidad. Lisandro tiene que mantener
cierta imagen ante sus vecinos y sus amigos e invitados lo
comprenden perfectamente. En efecto, siempre tenemos ganas,
pero jamás haremos algo realmente loco. Porque sabemos el precio
de la locura. La fiesta no despega, la seguidilla de temas de la
Bersuit solo llama a la pachanga a un par de parejas, que pronto se
irán a alguna fiesta mejor o a garchar como se merecen. Estela
ahora está sola en un rincón penumbroso del patio, con su vaso alto
de cerveza, y Pablo le está echando una ojeada a los estantes de
libros. Le llama la atención la presencia de La formación de la
conciencia nacional entre tanta deconstrucción y Frankfurt. Se le
ocurre preguntarle al dueño de casa si alguna vez supo qué era el
peronismo, pero Lisandro está muy ocupado con una ex aventura de
una fiesta de borrachos que no ha envejecido tan mal, a pesar del
desgaste de casi diez años en secundarios públicos del conurbano.
Sus ojos siguen teniendo brillo, su piel es lozana, sus piernas están
firmes, la postura del torso es insinuante. Lisandro, entrevistado en
televisión, no sabría discernir con claridad entre lo permitido y lo
prohibido en su relación con Estela; entre medias palabras y
sobreentendidos, la pareja parece acordar con eso de que ojos que
no ven...Pero ahora Estela está presente y Lisandro deberá beber
todavía mucho más para atreverse a humillarla y a afrontar las
consecuencias. Eva está conversando con un ex filósofo, ahora
taxista y soplador de quena, acerca de la idea de Fogwill sobre la
inanidad de un título en lo que respecta al éxito económico. El joven
vapuleado y estresado habla como si pensara que la filosofía da de
comer, a otros, tal vez no acá, pero sí en la cuna de la civilización a
la que mal que mal pertenecemos, y se pregunta a sí mismo, bajo la
atenta mirada perdonavidas de Eva, qué condiciones sociales y
educativas deberían cumplirse para que Platón encontrara su tirano
en Formosa, o al menos para que hacer filosofía solventara un
modo de vida similar al del dueño de una ferretería. Como se ve,
nada más lejos de una fiesta sacada e inolvidable. Habrá que
esperar un poco más.
***
¿Por qué somos tan aburridos?
Una contractura grupal, una parálisis sociable, un cortocircuito
cerebral que hace que no entre ni salga nada: es exagerado, pero
es la imagen que Lisandro se hace de la fiesta, ahora que se
desgrana en minúsculas conversaciones y gente que sale a comprar
cigarrillos. Parado en su sitio al lado de la PC, cree captar en el
rumor de los murmullos y pies que se arrastran el viejo frufrú de su
cadena. Todo empezó cuando era chico, o todo empezó cuando el
Nono se cagaba de hambre en Italia, o todo empezó en 1975: la
enfermedad, la parálisis, la contractura. El sabe que hay personas
que no están afectadas, compatriotas, vecinos incluso. No entiende
cómo. ¿Por qué Estela está parado sobre sus zapatos chatos, con
esa mirada ausente, y al mismo tiempo su boca parece a punto de
romper a cantar una triste canción pero una canción de amor,
porque Estela, como todas, solo tiene amor para ofrecer? ¿Quiénes
son los que viven, lejos o cerca y afuera, vidas plenas, quiénes son
los que nunca vieron la boca abierta del tedio, su paladar sucio?
¿Por qué medios se logra la espontánea efectividad que uno
considera natural en tantas películas de Hollywood? ¿Esa gracia al
caminar, ese movimiento fluido, esa risa cristalina, ese felino
dominio del espacio, ese pelaje canino que acolcha todas las
agresiones? ¿Por qué son tantos los llamados y tan pocos los
elegidos? ¿Dónde está la ventanilla de quejas del cosmos, a dónde
uno puede dirigirse para exigir una explicación por sus defectos y
minusvalías, por su miedo pánico a vivir? Una ciudad repleta de
expertos en salud mental que mitigan, fumando en largas boquillas,
el dolor del rebaño, sin lástima, sin empatía, solo por dinero y poder.
Una aldea donde un solo dictador vestido domina docenas de almas
desnudas, que muestran sus llagas y esconden sus cuerpos, él, el
único, ordena y manda, y se alimenta del miedo y el odio de sus
súbditos, creciendo como un chancro, una herida supurante en la
superficie de la tierra que con un solo sacudón, que no acontece,
borraría tanta miseria que apenas soportamos ver, pero vemos, en
la pantalla del cine rumoroso de nuestros barrios quietos. Una casa,
igual a otras casas, limitada en un lote de una manzana, cuyas
paredes y baldosas parecen exudar un líquido pegajoso cuyo olor a
muerte adormece y asusta, y como núbiles blancanieves
suspendidas fuera del mundo intentamos preguntar, a alguien que
sepa, padre, doctor, juez o dios, por qué somos tan aburridos.
***
Duda
¿Cuál es el sonido exacto que hacen las ojotas de mi padre
sobre las baldosas del pasillo cuando las camina para ir al baño?