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Vértebra literaria #2

El rol del lenguaje en el mito de la creación


S. P. Sánchez

Bereshit bara Elohim et hashamayim ve'et ha'aretz1


Génesis 1:1

La mente primigenia deambula en sus aposentos, se detiene y se decide a crear la vida, pone

manos a la obra y da luz a la existencia. No estoy hablando Yahveh, el dios de Abraham, ni

de Brahma, dios creador en el hinduismo, me refiero a John Ronald Reuel Tolkien

escribiendo El Silmarillion y dando origen a la “Tierra Media” y todo lo que allí se

desarrollaría. Tolkien como filólogo que era, reconocía el poder del lenguaje y dotaría a sus

personajes, ya bastante exóticos, con sus propios sistemas de comunicación (Alrededor de 15,

contempladas en su Legendarium). Me veo también en la necesidad de señalar que Tolkien

era un fanático de la mitología (como si en este punto se pudiera poner en duda tal cosa) y fue

en su momento detractor de idiomas artificiales como el Esperanto, a razón de que su autores

nunca escribieron o inventaron mitos o leyendas en dicho idioma. El lector pensará (y le daré

la razón) en que la crítica no viene al caso, pues un idioma como el Esperanto no fue

concebido bajo las máximas creativas de la Tierra Media y que su carácter pertenece

exclusivamente al ámbito académico y no al literario, pero hagamos peso al otro lado de la

balanza.

En la tradición judeocristiana se nos enseña que Dios crea a través de la palabra, él dice

“Hágase la luz” y la luz se manifiesta de inmediato. Yahveh moldería después al primer

hombre y lo dotaría de vida con el soplo divino, para después instruírlo en las normas del

Edén y en su propósito en esta vida. En El Silmarillion, el dios creador Eru Iluvatar da vida a

los Ainur y por medio de la música, este le enseña a su progenie una visión del mundo a

crear.

1
En el principio creó Dios los cielos y la tierra (Hebreo)
Palabra, aliento y música, lo que sea que salga de nuestras gargantas, es algo que tenemos en

común los humanos y los dioses, incluso para Pāṇini, gramático de la India antigua, el

lenguaje es una facultad heredada exclusivamente al género humano, cortesía del género

divino. Tal papel juega el idioma en la conciencia colectiva, que varias civilizaciones

(históricas y ficticias) le otorgarían a sus lenguas grados de respeto.

Tomemos por ejemplo al Imperio Romano y al Reino de Gilead, este último creado por

Stephen King para la saga de La Torre Oscura, en donde la realeza utilizaría la “Alta

Lengua” para marcar su estirpe, mientras que la gente del común se comunicaría en una

variación del inglés moderno llamada la “Baja Lengua” (Nombre otorgado sin duda alguna,

con propósitos despectivos y clasistas). De esta misma forma, el Imperio Romano delegaría

el latín clásico a la escritura de textos académicos y políticos, mientras que en la práctica, los

romanos (y a quienes éstos conquistaron) hablarían versiones vernáculas del latín (vernacular

siendo sinónimo de “el común”). Así como se usa el hebreo para la Torah y el árabe para el

Corán, el latín clásico sería también el lenguaje obligatorio de los estudios bíblicos, tradición

cristiana que se mantendría hasta la reforma religiosa liderada por Martín Lutero y mediante

la cual, la biblia podría ser leída en tantos idiomas como nacionalidades profesen su fe.

Esta iniciativa del teólogo alemán traería consigo la proliferación del Cristianismo como no

se había visto antes (antes, cuando solo se recurría a la guerra y la conquista, por supuesto),

pero más importante aún, retrataría una de las consecuencias de la “Revolución Cognitiva”,

presentada y elaborada por Yuval Noah Harari en su libro Sapiens: de animales a dioses,

revolución ligada fuertemente al lenguaje y la religión.

Entre muchos indicios antiguos de inteligencia humana, el desarrollo de un lenguaje concreto

nos muestra las facultades de nuestra gente para formar lazos sociales y políticos con

desconocidos a través de la construcción de entidades abstractas. Siguiendo a Harari, dichas

abstracciones válidas únicamente para los hombres como el Estado, la Iglesia y la Patria,

tienen
el poder de convertir a los vecinos que nunca se han dirigido la palabra en compatriotas y

feligreses. El imaginario colectivo de compartir dios y bandera nos vuelve soldados y

misioneros, hermanos que se reúnen alrededor de una fogata a contar leyendas o frente a un

altar para inclinarse y orar. Conocemos la historia de hombres que lucharon por tomar

soberanía de una fracción de tierra a la que se le dibujaron líneas imaginarias y año tras años

nos batimos con nuestros vecinos geográficos por defender dicha soberanía (no menos válida

por ser imaginaría).

La religión y el Estado son solo dos ejemplos de muchas otras instituciones a las que el

hombre le confía su vida, si tenemos en cuenta a la RAE, por ejemplo, que a su manera trata

de regular nuestro idioma o la declaración de los derechos humanos, establecida como un

intento de evitar que nos matemos los unos a los otros. Vivimos rodeados de abstracciones

creadas por nosotros y para nosotros que vieron la luz cuando los homo sapiens se sentaron a

hablar (literal y figurativamente).

Intentaré en estas últimas líneas desarrollar un poco más la idea del dios que crea a partir del

habla, apoyado en la frase introductoria del Salmo 82 “Ustedes son dioses e hijos del

altísimo”. Ya sea en este lado del globo, en oriente medio, en la antigua Grecia o en las tribus

primigenias, dotamos a nuestros colectivos con el nombre de naciones y dotamos a nuestra

historia con mitología y creatividad. Le damos a nuestros seres divinos la palabra, la pasión y

la sabiduría que encontramos en nuestra conciencia. Nosotros somos los dioses creadores que

hablan y dan lugar a la luz.

Agradecimientos
Este texto está dedicado a la orden de los 6, de quienes no he recibido otra cosa más que
amor y sabiduría y dentro de los cuales, soy un hermano.

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