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Tony Bennett 1
Traducción libre: Nicolás Javaloyes
Introducción (pp.59-69)
En su revisión del estudio de Michel Foucault sobre el manicomio, la clínica y el sistema carcelario
como articulaciones institucionales de las relaciones del poder y el conocimiento, Douglas Crimp
propone que “existe otra institución de confinamiento (el museo) y otra disciplina (la historia del
arte) que se prestan a análisis en los términos de Foucault” (Crimp 1985:45). Sin duda, Crimp tiene
razón, aunque los términos de su propuesta son engañosamente restrictivos, puesto que la aparición
del museo de arte se relacionó de manera muy estrecha con una gama más amplia de instituciones –
los museos de historia y ciencias naturales, los dioramas y los panoramas, las exposiciones nacionales
y, con el tiempo, las Exposiciones Internacionales, las galerías y las tiendas de departamentos– que
se vincularon con el desarrollo y la circulación de las nuevas disciplinas (historia, biología, historia del
arte, antropología), sus formaciones discursivas (el pasado, evolución, estética, el hombre), así como
para el desarrollo de las nuevas tecnologías visuales.
Además, aunque se trata de un conjunto de relaciones institucionales y disciplinarias en intersección,
que pueden analizarse productivamente como articulaciones particulares del poder y el
conocimiento, la idea de que deben interpretarse como instituciones de confinamiento es curiosa.
Parece implicar que, con anterioridad, las obras de arte deambulaban sin rumbo por las calles de 1
Europa como los barcos de los tontos en la Historia de la Locura de Foucault; o que los especímenes
geológicos y de historia natural se habían exhibido ante el mundo como los condenados en el
patíbulo, en lugar de retirarse de la vista pública, ocultos en el studiolo de un príncipe, o accesibles
sólo a la mirada de la alta sociedad en los cabinets des curieux de la aristocracia. Tal vez, los museos
encerraron objetos dentro de sus paredes, pero en el siglo XIX sus puertas se abrieron al público en
general, testigos cuya presencia era tan esencial para una exhibición de poder como lo fue la gente
que presenciaba el espectáculo del castigo en el siglo XVIII.
Así pues, estas instituciones, no son de confinamiento sino de exhibición y formaban un complejo de
relaciones disciplinarias y de poder cuyo desarrollo sería más provechoso yuxtaponerlo a la
formación del “archipiélago carcelario” de Foucault, más que alinearlas con él. En el movimiento que
detalla Foucault en Vigilar y Castigar, los objetos y cuerpos –el cadalso y el cuerpo de los
condenados– que en un principio formaban parte de una exhibición pública de poder luego fueron
retirados de la mirada pública a medida que el castigo cobraba la forma de encarcelamiento. Ya no
inscrito en una dramaturgia pública del poder, el cuerpo de los condenados quedó atrapado en una
red de relaciones de poder que mira hacia su interior.
El cuerpo, sometido a formas omnipresentes de vigilancia para hacerlo dócil, sirvió como la superficie
sobre la cual, a través del sistema de marcas de represalia infligidas en nombre del soberano, las
lecciones de poder fueron escritas para que otros las lean:
1
Fragmentos extraídos de Bennett, Tony, The birth of the museum. History, theory, politics. New
York, Routledge, 2005. Part 1 History and theory (2. The exhibitionary complex pp. 59-88)
“El cadalso donde el cuerpo del supliciado se exponía a la fuerza ritualmente manifiesta
del soberano, el teatro punitivo donde la representación del castigo se ofreciera
permanentemente al cuerpo social, fue sustituido por una gran arquitectura cerrada,
compleja y jerarquizada que se integra en el cuerpo mismo del aparato estatal.”
(FOUCAULT 1977: 115-16).
Al contrario, las instituciones que integran “el complejo expositivo” se dedicaron a la transferencia de
objetos y cuerpos de los dominios cerrados y privados en los que se habían expuesto antes (a un
público restringido) hacia ámbitos cada vez más abiertos y públicos donde, a través de las
representaciones a las que fueron sometidos, formaron los vehículos para inscribir y transmitir los
mensajes del poder (aunque de un tipo distinto) a toda la sociedad.
Así pues, son dos grupos diferentes de instituciones y relaciones que conllevan entre sí conocimiento
y poder, cuyas historias, en este respecto, corren en direcciones opuestas. Sin embargo, también son
historias paralelas. El complejo expositivo y el archipiélago carcelario se desarrollaron más o menos
en el mismo período –de finales del siglo XVIII a mediados del siglo XIX– y lograron articulaciones
entre los nuevos principios que representaban a uno y a otro con diferencia de menos de una
década. Foucault considera que la inauguración de la prisión de Mettray, en 1840, fue un momento
clave en la evolución del sistema carcelario. ¿Por qué Mettray? Porque, sostiene Foucault, “es la
forma disciplinaria en el estado más extremo, el modelo en el que se concentran todas las
tecnologías coercitivas del comportamiento que antes se encontraban en el claustro, la prisión, la
escuela o el regimiento, y que reunidas en un solo lugar, sirvieron como guía para el futuro desarrollo
de las instituciones penitenciarias” (Foucault 1977:293). En Gran Bretaña, la inauguración de la
prisión modelo de Pentonville, en 1842, a menudo se considera desde la misma perspectiva. Menos
de una década después, la Gran Exposición de 1851 reunió un conjunto de disciplinas y técnicas de
exhibición que se habían desarrollado con anterioridad en los museos, los Panoramas, las 2
exposiciones del Instituto de Mecánica, en las galerías de arte y en los salones. Al hacerlo, las
convirtió en formas expositivas que iban a tener una influencia profunda y duradera, debido a que
ordenaban los objetos para inspección pública y simultáneamente ordenaban al público que los
inspeccionaba.
Estas historias tampoco están separadas por completo. En ciertos momentos se superponen, a
menudo con una transferencia de significados y efectos entre las dos. Sin embargo, para comprender
sus interrelaciones será necesario, recurriendo a Foucault, puntualizar los términos que propone
para investigar el desarrollo de las relaciones entre poder y conocimiento durante la formación del
período moderno, puesto que el conjunto de relaciones asociadas con el desarrollo del complejo
expositivo sirven como límite a las conclusiones generalizadas que Foucault deduce de su examen del
sistema carcelario. En particular, hay que cuestionar su propuesta de que la penitenciaría se limitó a
perfeccionar las tecnologías individualistas y normalizadoras asociadas con un enjambre de formas
de vigilancia y mecanismos disciplinarios que llegaron a permear la sociedad con una nueva y
dominante economía política del poder. Esto no quiere decir que las tecnologías de vigilancia no
tuvieran lugar en el complejo expositivo, sino que, más bien, su interpenetración con formas nuevas
de espectáculo produjo un grupo más complejo y matizado de relaciones mediante las cuales se
ejercía el poder y se transmitía (en parte, a través de y por) a la plebe, de lo que permite el análisis de
Foucault.
Por supuesto, la preocupación primaria de Foucault es el problema del orden. Foucault concibe el
desarrollo de las nuevas formas de disciplina y vigilancia, según lo plantea Jeffrey Minson, como un
“intento por reducir el populacho ingobernable a una población diversa y diferenciada”, parte de “un
movimiento histórico que pretende transformar conflictos económicos sumamente negativos y
formas políticas de desorden en problemas cuasi técnicos o morales para administración social”.
Estos mecanismos suponen, continúa Minson, que el principal problema cuando se enfrenta a la
rebeldía social radica en la ‘opacidad’ del populacho para las fuerzas del orden” (Minson 1985:24).
El complejo expositivo fue también una respuesta al problema del orden, pero que funcionó de
manera diferente, ya que trataba de transformar ese problema en uno de la cultura: una cuestión de
ganarse los corazones y las mentes, además de disciplinar y entrenar los cuerpos. Como tal, sus
instituciones constitutivas invirtieron las orientaciones de los aparatos disciplinarios para que las
fuerzas y los principios del orden fueran visibles al pueblo (transformado aquí en pueblo, en
ciudadanía) Ya no trataron de trazar un mapa del cuerpo social para conocer al oueblo y volverlo
visible para el poder. En cambio, mediante la impartición de lecciones objetivas de poder (el poder
para ordenar y disponer objetos y cuerpos para exhibición pública) trataron de permitir que el
pueblo, en más que en lo individual, conociera más que ser conocido, y se convirtiera en sujeto más
que objeto de conocimiento. No obstante, idealmente, también trataron de permitir que la gente se
conociera y, por tanto, se regulara, para llegar a ser, viéndose desde el lado del poder, tanto sujeto
como objeto del conocimiento, conociendo el poder y lo que el poder conoce y conociéndose a sí
mismo como (idealmente) lo conoce el poder, interiorizando su mirada como principio de
autovigilancia y, por consiguiente, de autorregulación.
Es así, como un conjunto de tecnologías culturales que tienen que ver con organizar a una ciudadanía
que voluntariamente se autorregula, que propongo examinar la formación del complejo expositivo.
Al hacerlo, me basaré en la perspectiva de Antonio Gramsci de la función ética y educativa del Estado
moderno para explicar las relaciones de este complejo con el desarrollo de la política democrática
burguesa. No obstante, aunque querría resistirme a la tendencia en Foucault hacia las
generalizaciones fuera de lugar en Foucault, recurriré al su trabajo de Foucault para desentrañar las
relaciones entre conocimiento y poder que producen las tecnologías de la visión, plasmadas en las 3
formas arquitectónicas del complejo expositivo.
Figure 2.2 The Great Exhibition, 1851: the Western, or British, Nave, looking East
Source: Plate by H. Owen and M. Ferrier.
Disciplina, vigilancia, espectáculo
Al analizar las propuestas de los reformadores penales de finales del siglo XVIII, Foucault señala que
el castigo, aunque seguía siendo una “lección legible” organizada en relación con el cuerpo del
ofendido, se concebía como “una escuela más que una fiesta; un libro siempre abierto antes que una
ceremonia” (Foucault 1977: 111)]. Por tanto, en los planes para usar el trabajo forzado de los
prisioneros en contextos públicos, se contemplaba que el condenado pagara dos veces su deuda con
la sociedad: una, por el trabajo que realizaba, y otra, por los signos que producía. Una significación
que sirve como recordatorio, siempre presente, de la conexión que hay entre el crimen y el castigo.
“Sería preciso que los niños pudieran acudir a los lugares donde se ejecuta la pena; allí tomarían sus
clases de civismo. Y los hombres hechos volverían a aprender periódicamente las leyes. Concibamos
los lugares de castigo como un Jardín de las Leyes que las familias visitaran los domingos”. (Foucault
1977: 111).
Con el transcurso del tiempo, el castigo tomó un camino distinto con el desarrollo del sistema
carcelario. Tanto en el ancien régime como en los proyectos de los reformadores de finales del siglo
XVIII, el castigo había formado parte de un sistema público de representación. Ambos regímenes
obedecían a una lógica según la cual “pena secreta, pena casi perdida” (Foucault 1977; 111). En
contraste, con el desarrollo del sistema carcelario, la pena se sustrajo a la mirada pública, ya que se
ejecutaba tras las paredes cerradas de la penitenciaría, y tenía en mente no la producción de signos
para la sociedad, sino corregir al infractor. En virtud de que dejó de ser un arte de efectos públicos, el
castigo tenía como objetivo una transformación calculada del comportamiento del convicto. El
cuerpo del transgresor, que había dejado de ser el medio para transmitir los signos del poder, se
dividió en zonas como blanco de las tecnologías disciplinarias que intentaban modificar el 4
comportamiento mediante la repetición.
El cuerpo y el alma, como principios de comportamiento, forman el elemento que se propone ahora
a la intervención punitiva. Más que con un arte de representación, la intervención punitiva debe
basarse en una manipulación reflexiva del individuo [...] En cuanto a los instrumentos utilizados, no
son ya complejos de representación que se refuerzan y se hacen circular, sino formas de coerción,
esquemas de coacción, aplicados y repetidos. Ejercicios, no signos [...] (Foucault 1977: 128).
No es esta explicación la que se cuestiona aquí, sino algunas de las aseveraciones más generales que
Foucault elabora partiendo de esta base. En su análisis del “enjambre de mecanismos disciplinarios”,
Foucault sostiene que las tecnologías disciplinarias y las formas de observación creadas en el sistema
carcelario (en el especial, el principio panóptico, que todo lo vuelve visible para el ojo del poder)
muestran cierta tendencia a ‘“desinstitucionalizarse’, a salir de las fortalezas cerradas en que
funcionaban y a circular en estado ‘libre’” (Foucault 1977: 211).
Estos nuevos sistemas de vigilancia, que correlacionan el cuerpo social para volverlo conocible y
dispuesto a la regulación social, significan, según argumenta Foucault, que “se puede hablar, pues,
de la formación de una sociedad disciplinaria [...] que va de las disciplinas cerradas, una especie de
‘cuarentena’ social, hasta el mecanismo indefinidamente generalizable del ‘panoptismo’” (Ibídem
216). Una sociedad, según Foucault en su cita aprobatoria de Julius, que “es no del espectáculo, sino
de la vigilancia”.
La antigüedad había sido una civilización del espectáculo. “Hacer accesible a una multitud de
hombres la inspección de un pequeño número de objetos”: a este problema respondía la
arquitectura de los templos, los teatros y los circos. [...] En una sociedad donde los elementos
principales no son ya la comunidad y la vida pública, sino los ciudadanos particulares, por una parte,
y el Estado, por la otra, las relaciones no pueden regularse sino en una forma que sea el inverso
exacto del espectáculo. A la era moderna, a la influencia siempre creciente del Estado, a su
intervención cada día más profunda en todos los detalles y todas las relaciones de la vida social, le
estaba reservada la tarea de aumentar y perfeccionar sus garantías, utilizando y dirigiendo hacia este
gran fin la construcción y la distribución de edificios destinados a vigilar al mismo tiempo a una gran
multitud de hombres. (Foucault 1977: 216-217).
Figure 2.3 The South Kensington Museum (later Victoria and Albert): interior of
the South Court, eastern portion, from the south, 1876 (drawing by John Watkins)
Una sociedad disciplinaria: esta caracterización general de la modalidad del poder en las sociedades
modernas ha resultado ser uno de los aspectos más influyentes de la obra de Foucault. Sin embargo,
se trata de una generalización poco cauta y producida por un tipo peculiar de falta de atención,
puesto que de ningún modo se deduce del hecho de que el castigo haya dejado de ser un
espectáculo que la función de exhibir el poder (de hacerlo visible para todos) haya quedado a su vez
en suspenso. En efecto, como Graeme Davison propone, el Palacio de Cristal podría servir como
emblema de una serie arquitectónica que podría compararse con la del manicomio, la escuela y la
prisión en su continua preocupación por la exhibición de objetos ante una gran multitud.
“El Palacio de Cristal invirtió el principio panóptico ya que fijó los ojos de la multitud en
una aglomeración de artículos glamorosos. El Panóptico se diseñó para poder ver a
todos; el Palacio de Cristal se diseñó para que todos pudieran ver”. (Davidson 1982-
83:7).
Esta oposición está un poco exagerada, ya que una de las innovaciones arquitectónicas del Palacio de
Cristal consistió en el arreglo de las relaciones entre el público y las exhibiciones para que, aunque
todos pudieran ver, también hubiesen puntos de vista desde los cuales se podía ver a todos,
combinando así las funciones de espectáculo y vigilancia. Sin embargo, por el momento, vale la pena
preservar el cambio de énfasis, especialmente porque su incidencia no se limita a la Gran Exposición.
Incluso una mirada superficial como The Shows of London de Richard Altick convence de que el siglo
XIX no tenía precedentes en el esfuerzo social que dedicó a la organización de espectáculos
organizados para públicos cada vez más grandes e indiferenciados (Altick 1978). Varios aspectos de
estos desarrollos merecen consideración preliminar.
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1851 The Great Exhibition. The Crystal Palace in Hyde Park, London
Peter Stallybrass y Allon White argumentan que esta perspectiva de Wordsworth fue una tendencia
típica en el público culto, de principios del siglo XIX, de abstenerse de participar en las ferias públicas,
pero también para tratar de tener cierto control ideológico sobre las ferias por medio de la
producción literaria de puntos panorámicos elevados desde los cuales observarlas. Hacia finales del
siglo, el dominio imaginario sobre la ciudad que brindaba el artista se había transformado en una
realidad de hierro, en tanto que la feria, que había dejado de ser un símbolo de caos, se convirtió en
el espectáculo máximo de la totalidad ordenada. Además, la sustitución de la participación por la
observación era una posibilidad abierta a todos. El principio del espectáculo (que era, según lo
resume Foucault, el de volver un número pequeño de objetos accesibles a la inspección de una
multitud) no quedó en el olvido en el siglo XIX: fue superada por el desarrollo de las tecnologías de
visión que volvieron a la multitud accesible a su propia inspección.
Conclusión
En este artículo, he intentado trazar una línea delicada entre las perspectivas de Foucault y Gramsci
sobre el Estado, pero sin tratar de borrar sus diferencias, para forjar una síntesis de las dos. Tampoco
existe una razón apremiante para tal síntesis. El concepto del Estado es sólo una abreviación
conveniente de una gama de agencias gubernamentales que (como Gramsci fue uno de los primeros
en sostener que había que distinguir entre los aparatos de coerción del Estado y los que se dedican a
la organización del consentimiento) no necesitan concebirse como unitarias en relación con su
funcionamiento o las modalidades del poder que representan. Dicho lo anterior, sin embargo, mi
discusión ha sido sobre todo con (pero no en contra de) Foucault. En el estudio ya mencionado,
Pearson distingue entre los tratamientos “duros” y “suaves” sobre el papel del Estado en la
promoción del arte y la cultura en el siglo XIX. El primero consta de “un cuerpo sistemático de
conocimiento y habilidades promulgadas de manera sistemática para audiencias específicas”. Su
campo abarca a las instituciones educativas que ejercieron control enérgico o cierta medida de
restricción sobre sus miembros y a las cuales emigraron sin duda las tecnologías de auto vigilancia
desarrolladas en el sistema carcelario. En contraste, el tratamiento “suave” funcionó “por el ejemplo,
más que por la pedagogía; por entretenimiento, más que por educación disciplinada; y por sutileza y
estímulo” (Pearson 1982:35). Su campo de aplicación comprende las instituciones cuyo control sobre
sus públicos dependía de la participación voluntaria de éstos. No parece haber ninguna razón para
negar los diferentes grupos de relaciones entre conocimiento y poder que representan estos
tratamientos contradictorios, ni para buscan su reconciliación en algún principio común, puesto que
las necesidades a las que respondieron eran diferentes. El problema al que respondía el “enjambre
de mecanismos disciplinarios” era el de conseguir que las poblaciones grandes fueran gobernables.
Sin embargo, el desarrollo de las políticas democráticas burguesas requería que el populacho no sólo
fuera gobernable, sino que aceptara ser gobernado, con lo que se creó la necesidad de obtener el
apoyo popular activo para los valores y objetivos consagrados en el Estado. Foucault conoce muy
bien el poder simbólico de la penitenciaría: El alto muro, no ya el que rodea y protege, no ya el que
representa el poder y la riqueza, sino el muro cuidadosamente cerrado, infranqueable en uno y otro
sentido y que encierra el trabajo ahora misterioso del castigo, será, próximo y a veces incluso en
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medio de las ciudades del siglo XIX, la figura monótona, a la vez material y simbólica, del poder de
castigar. (Foucault 1977: 116) Por lo general, los museos también estaban situados en el centro de las
ciudades donde se erguían como representaciones, tanto materiales como simbólicas, del poder de
“mostrar y decir”, el que, al desplegarse en un espacio abierto y público recién constituido, trataba
retóricamente de incorporar al pueblo a los procesos del Estado. Si el museo y la penitenciaría eran
así representados por Jano como rostro del poder, había no obstante, por lo menos en términos
simbólicos, una economía de esfuerzo entre ellos. Puesto que quienes no adoptaban la relación
tutelar con el ser promovido por la educación popular, o cuyos corazones y mentes no podían ser
conquistados por las nuevas relaciones pedagógicas, los muros cerrados de la penitenciaría
amenazaban con impartir una educación mucho más severa de las lecciones del poder. Ahí donde la
enseñanza y la retórica fallaban, comenzaba el castigo.
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