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EL COMPLEJO EXPOSITIVO (fragmentos)

Tony Bennett 1
Traducción libre: Nicolás Javaloyes

Introducción (pp.59-69)
En su revisión del estudio de Michel Foucault sobre el manicomio, la clínica y el sistema carcelario
como articulaciones institucionales de las relaciones del poder y el conocimiento, Douglas Crimp
propone que “existe otra institución de confinamiento (el museo) y otra disciplina (la historia del
arte) que se prestan a análisis en los términos de Foucault” (Crimp 1985:45). Sin duda, Crimp tiene
razón, aunque los términos de su propuesta son engañosamente restrictivos, puesto que la aparición
del museo de arte se relacionó de manera muy estrecha con una gama más amplia de instituciones –
los museos de historia y ciencias naturales, los dioramas y los panoramas, las exposiciones nacionales
y, con el tiempo, las Exposiciones Internacionales, las galerías y las tiendas de departamentos– que
se vincularon con el desarrollo y la circulación de las nuevas disciplinas (historia, biología, historia del
arte, antropología), sus formaciones discursivas (el pasado, evolución, estética, el hombre), así como
para el desarrollo de las nuevas tecnologías visuales.
Además, aunque se trata de un conjunto de relaciones institucionales y disciplinarias en intersección,
que pueden analizarse productivamente como articulaciones particulares del poder y el
conocimiento, la idea de que deben interpretarse como instituciones de confinamiento es curiosa.
Parece implicar que, con anterioridad, las obras de arte deambulaban sin rumbo por las calles de 1
Europa como los barcos de los tontos en la Historia de la Locura de Foucault; o que los especímenes
geológicos y de historia natural se habían exhibido ante el mundo como los condenados en el
patíbulo, en lugar de retirarse de la vista pública, ocultos en el studiolo de un príncipe, o accesibles
sólo a la mirada de la alta sociedad en los cabinets des curieux de la aristocracia. Tal vez, los museos
encerraron objetos dentro de sus paredes, pero en el siglo XIX sus puertas se abrieron al público en
general, testigos cuya presencia era tan esencial para una exhibición de poder como lo fue la gente
que presenciaba el espectáculo del castigo en el siglo XVIII.
Así pues, estas instituciones, no son de confinamiento sino de exhibición y formaban un complejo de
relaciones disciplinarias y de poder cuyo desarrollo sería más provechoso yuxtaponerlo a la
formación del “archipiélago carcelario” de Foucault, más que alinearlas con él. En el movimiento que
detalla Foucault en Vigilar y Castigar, los objetos y cuerpos –el cadalso y el cuerpo de los
condenados– que en un principio formaban parte de una exhibición pública de poder luego fueron
retirados de la mirada pública a medida que el castigo cobraba la forma de encarcelamiento. Ya no
inscrito en una dramaturgia pública del poder, el cuerpo de los condenados quedó atrapado en una
red de relaciones de poder que mira hacia su interior.
El cuerpo, sometido a formas omnipresentes de vigilancia para hacerlo dócil, sirvió como la superficie
sobre la cual, a través del sistema de marcas de represalia infligidas en nombre del soberano, las
lecciones de poder fueron escritas para que otros las lean:

1
Fragmentos extraídos de Bennett, Tony, The birth of the museum. History, theory, politics. New
York, Routledge, 2005. Part 1 History and theory (2. The exhibitionary complex pp. 59-88)
“El cadalso donde el cuerpo del supliciado se exponía a la fuerza ritualmente manifiesta
del soberano, el teatro punitivo donde la representación del castigo se ofreciera
permanentemente al cuerpo social, fue sustituido por una gran arquitectura cerrada,
compleja y jerarquizada que se integra en el cuerpo mismo del aparato estatal.”
(FOUCAULT 1977: 115-16).
Al contrario, las instituciones que integran “el complejo expositivo” se dedicaron a la transferencia de
objetos y cuerpos de los dominios cerrados y privados en los que se habían expuesto antes (a un
público restringido) hacia ámbitos cada vez más abiertos y públicos donde, a través de las
representaciones a las que fueron sometidos, formaron los vehículos para inscribir y transmitir los
mensajes del poder (aunque de un tipo distinto) a toda la sociedad.
Así pues, son dos grupos diferentes de instituciones y relaciones que conllevan entre sí conocimiento
y poder, cuyas historias, en este respecto, corren en direcciones opuestas. Sin embargo, también son
historias paralelas. El complejo expositivo y el archipiélago carcelario se desarrollaron más o menos
en el mismo período –de finales del siglo XVIII a mediados del siglo XIX– y lograron articulaciones
entre los nuevos principios que representaban a uno y a otro con diferencia de menos de una
década. Foucault considera que la inauguración de la prisión de Mettray, en 1840, fue un momento
clave en la evolución del sistema carcelario. ¿Por qué Mettray? Porque, sostiene Foucault, “es la
forma disciplinaria en el estado más extremo, el modelo en el que se concentran todas las
tecnologías coercitivas del comportamiento que antes se encontraban en el claustro, la prisión, la
escuela o el regimiento, y que reunidas en un solo lugar, sirvieron como guía para el futuro desarrollo
de las instituciones penitenciarias” (Foucault 1977:293). En Gran Bretaña, la inauguración de la
prisión modelo de Pentonville, en 1842, a menudo se considera desde la misma perspectiva. Menos
de una década después, la Gran Exposición de 1851 reunió un conjunto de disciplinas y técnicas de
exhibición que se habían desarrollado con anterioridad en los museos, los Panoramas, las 2
exposiciones del Instituto de Mecánica, en las galerías de arte y en los salones. Al hacerlo, las
convirtió en formas expositivas que iban a tener una influencia profunda y duradera, debido a que
ordenaban los objetos para inspección pública y simultáneamente ordenaban al público que los
inspeccionaba.
Estas historias tampoco están separadas por completo. En ciertos momentos se superponen, a
menudo con una transferencia de significados y efectos entre las dos. Sin embargo, para comprender
sus interrelaciones será necesario, recurriendo a Foucault, puntualizar los términos que propone
para investigar el desarrollo de las relaciones entre poder y conocimiento durante la formación del
período moderno, puesto que el conjunto de relaciones asociadas con el desarrollo del complejo
expositivo sirven como límite a las conclusiones generalizadas que Foucault deduce de su examen del
sistema carcelario. En particular, hay que cuestionar su propuesta de que la penitenciaría se limitó a
perfeccionar las tecnologías individualistas y normalizadoras asociadas con un enjambre de formas
de vigilancia y mecanismos disciplinarios que llegaron a permear la sociedad con una nueva y
dominante economía política del poder. Esto no quiere decir que las tecnologías de vigilancia no
tuvieran lugar en el complejo expositivo, sino que, más bien, su interpenetración con formas nuevas
de espectáculo produjo un grupo más complejo y matizado de relaciones mediante las cuales se
ejercía el poder y se transmitía (en parte, a través de y por) a la plebe, de lo que permite el análisis de
Foucault.
Por supuesto, la preocupación primaria de Foucault es el problema del orden. Foucault concibe el
desarrollo de las nuevas formas de disciplina y vigilancia, según lo plantea Jeffrey Minson, como un
“intento por reducir el populacho ingobernable a una población diversa y diferenciada”, parte de “un
movimiento histórico que pretende transformar conflictos económicos sumamente negativos y
formas políticas de desorden en problemas cuasi técnicos o morales para administración social”.
Estos mecanismos suponen, continúa Minson, que el principal problema cuando se enfrenta a la
rebeldía social radica en la ‘opacidad’ del populacho para las fuerzas del orden” (Minson 1985:24).
El complejo expositivo fue también una respuesta al problema del orden, pero que funcionó de
manera diferente, ya que trataba de transformar ese problema en uno de la cultura: una cuestión de
ganarse los corazones y las mentes, además de disciplinar y entrenar los cuerpos. Como tal, sus
instituciones constitutivas invirtieron las orientaciones de los aparatos disciplinarios para que las
fuerzas y los principios del orden fueran visibles al pueblo (transformado aquí en pueblo, en
ciudadanía) Ya no trataron de trazar un mapa del cuerpo social para conocer al oueblo y volverlo
visible para el poder. En cambio, mediante la impartición de lecciones objetivas de poder (el poder
para ordenar y disponer objetos y cuerpos para exhibición pública) trataron de permitir que el
pueblo, en más que en lo individual, conociera más que ser conocido, y se convirtiera en sujeto más
que objeto de conocimiento. No obstante, idealmente, también trataron de permitir que la gente se
conociera y, por tanto, se regulara, para llegar a ser, viéndose desde el lado del poder, tanto sujeto
como objeto del conocimiento, conociendo el poder y lo que el poder conoce y conociéndose a sí
mismo como (idealmente) lo conoce el poder, interiorizando su mirada como principio de
autovigilancia y, por consiguiente, de autorregulación.
Es así, como un conjunto de tecnologías culturales que tienen que ver con organizar a una ciudadanía
que voluntariamente se autorregula, que propongo examinar la formación del complejo expositivo.
Al hacerlo, me basaré en la perspectiva de Antonio Gramsci de la función ética y educativa del Estado
moderno para explicar las relaciones de este complejo con el desarrollo de la política democrática
burguesa. No obstante, aunque querría resistirme a la tendencia en Foucault hacia las
generalizaciones fuera de lugar en Foucault, recurriré al su trabajo de Foucault para desentrañar las
relaciones entre conocimiento y poder que producen las tecnologías de la visión, plasmadas en las 3
formas arquitectónicas del complejo expositivo.

Figure 2.2 The Great Exhibition, 1851: the Western, or British, Nave, looking East
Source: Plate by H. Owen and M. Ferrier.
Disciplina, vigilancia, espectáculo
Al analizar las propuestas de los reformadores penales de finales del siglo XVIII, Foucault señala que
el castigo, aunque seguía siendo una “lección legible” organizada en relación con el cuerpo del
ofendido, se concebía como “una escuela más que una fiesta; un libro siempre abierto antes que una
ceremonia” (Foucault 1977: 111)]. Por tanto, en los planes para usar el trabajo forzado de los
prisioneros en contextos públicos, se contemplaba que el condenado pagara dos veces su deuda con
la sociedad: una, por el trabajo que realizaba, y otra, por los signos que producía. Una significación
que sirve como recordatorio, siempre presente, de la conexión que hay entre el crimen y el castigo.
“Sería preciso que los niños pudieran acudir a los lugares donde se ejecuta la pena; allí tomarían sus
clases de civismo. Y los hombres hechos volverían a aprender periódicamente las leyes. Concibamos
los lugares de castigo como un Jardín de las Leyes que las familias visitaran los domingos”. (Foucault
1977: 111).
Con el transcurso del tiempo, el castigo tomó un camino distinto con el desarrollo del sistema
carcelario. Tanto en el ancien régime como en los proyectos de los reformadores de finales del siglo
XVIII, el castigo había formado parte de un sistema público de representación. Ambos regímenes
obedecían a una lógica según la cual “pena secreta, pena casi perdida” (Foucault 1977; 111). En
contraste, con el desarrollo del sistema carcelario, la pena se sustrajo a la mirada pública, ya que se
ejecutaba tras las paredes cerradas de la penitenciaría, y tenía en mente no la producción de signos
para la sociedad, sino corregir al infractor. En virtud de que dejó de ser un arte de efectos públicos, el
castigo tenía como objetivo una transformación calculada del comportamiento del convicto. El
cuerpo del transgresor, que había dejado de ser el medio para transmitir los signos del poder, se
dividió en zonas como blanco de las tecnologías disciplinarias que intentaban modificar el 4
comportamiento mediante la repetición.
El cuerpo y el alma, como principios de comportamiento, forman el elemento que se propone ahora
a la intervención punitiva. Más que con un arte de representación, la intervención punitiva debe
basarse en una manipulación reflexiva del individuo [...] En cuanto a los instrumentos utilizados, no
son ya complejos de representación que se refuerzan y se hacen circular, sino formas de coerción,
esquemas de coacción, aplicados y repetidos. Ejercicios, no signos [...] (Foucault 1977: 128).
No es esta explicación la que se cuestiona aquí, sino algunas de las aseveraciones más generales que
Foucault elabora partiendo de esta base. En su análisis del “enjambre de mecanismos disciplinarios”,
Foucault sostiene que las tecnologías disciplinarias y las formas de observación creadas en el sistema
carcelario (en el especial, el principio panóptico, que todo lo vuelve visible para el ojo del poder)
muestran cierta tendencia a ‘“desinstitucionalizarse’, a salir de las fortalezas cerradas en que
funcionaban y a circular en estado ‘libre’” (Foucault 1977: 211).
Estos nuevos sistemas de vigilancia, que correlacionan el cuerpo social para volverlo conocible y
dispuesto a la regulación social, significan, según argumenta Foucault, que “se puede hablar, pues,
de la formación de una sociedad disciplinaria [...] que va de las disciplinas cerradas, una especie de
‘cuarentena’ social, hasta el mecanismo indefinidamente generalizable del ‘panoptismo’” (Ibídem
216). Una sociedad, según Foucault en su cita aprobatoria de Julius, que “es no del espectáculo, sino
de la vigilancia”.
La antigüedad había sido una civilización del espectáculo. “Hacer accesible a una multitud de
hombres la inspección de un pequeño número de objetos”: a este problema respondía la
arquitectura de los templos, los teatros y los circos. [...] En una sociedad donde los elementos
principales no son ya la comunidad y la vida pública, sino los ciudadanos particulares, por una parte,
y el Estado, por la otra, las relaciones no pueden regularse sino en una forma que sea el inverso
exacto del espectáculo. A la era moderna, a la influencia siempre creciente del Estado, a su
intervención cada día más profunda en todos los detalles y todas las relaciones de la vida social, le
estaba reservada la tarea de aumentar y perfeccionar sus garantías, utilizando y dirigiendo hacia este
gran fin la construcción y la distribución de edificios destinados a vigilar al mismo tiempo a una gran
multitud de hombres. (Foucault 1977: 216-217).

Figure 2.3 The South Kensington Museum (later Victoria and Albert): interior of
the South Court, eastern portion, from the south, 1876 (drawing by John Watkins)

Una sociedad disciplinaria: esta caracterización general de la modalidad del poder en las sociedades
modernas ha resultado ser uno de los aspectos más influyentes de la obra de Foucault. Sin embargo,
se trata de una generalización poco cauta y producida por un tipo peculiar de falta de atención,
puesto que de ningún modo se deduce del hecho de que el castigo haya dejado de ser un
espectáculo que la función de exhibir el poder (de hacerlo visible para todos) haya quedado a su vez
en suspenso. En efecto, como Graeme Davison propone, el Palacio de Cristal podría servir como
emblema de una serie arquitectónica que podría compararse con la del manicomio, la escuela y la
prisión en su continua preocupación por la exhibición de objetos ante una gran multitud.
“El Palacio de Cristal invirtió el principio panóptico ya que fijó los ojos de la multitud en
una aglomeración de artículos glamorosos. El Panóptico se diseñó para poder ver a
todos; el Palacio de Cristal se diseñó para que todos pudieran ver”. (Davidson 1982-
83:7).
Esta oposición está un poco exagerada, ya que una de las innovaciones arquitectónicas del Palacio de
Cristal consistió en el arreglo de las relaciones entre el público y las exhibiciones para que, aunque
todos pudieran ver, también hubiesen puntos de vista desde los cuales se podía ver a todos,
combinando así las funciones de espectáculo y vigilancia. Sin embargo, por el momento, vale la pena
preservar el cambio de énfasis, especialmente porque su incidencia no se limita a la Gran Exposición.
Incluso una mirada superficial como The Shows of London de Richard Altick convence de que el siglo
XIX no tenía precedentes en el esfuerzo social que dedicó a la organización de espectáculos
organizados para públicos cada vez más grandes e indiferenciados (Altick 1978). Varios aspectos de
estos desarrollos merecen consideración preliminar.

6
1851 The Great Exhibition. The Crystal Palace in Hyde Park, London

Primero, la tendencia de la sociedad misma, en sus partes constituyentes y en su conjunto, a


convertirse en un espectáculo. Esto fue especialmente claro en los intentos de hacer que la ciudad
sea visible y, por lo tanto, conocida como una totalidad. Mientras las profundidades de la vida de la
ciudad fueron penetradas por el desarrollo de redes de vigilancia, las ciudades abrieron cada vez más
sus procesos a la inspección pública, dejando sus secretos abiertos no solo a la mirada del poder sino
a todos; poniendo el dominio especular del ojo del poder al alcance de todos. Para el cambio de siglo,
observa Dean MacCannell, los turistas en París hacían recorridos por las alcantarillas, la morgue, un
matadero, una fábrica de tabaco, la imprenta del gobierno, una fábrica de tapices, la casa de
moneda, la bolsa de valores y el tribunal superior en sesión (MacCannell 1976: 57). Sin duda, tales
recorridos solo conferían un dominio imaginario sobre la ciudad, una visión de control ilusoria más
que sustantiva, como sugiere Dana Brand, en el caso de los panoramas anteriores (Brand 1986). Sin
embargo, el principio que representaban era bastante real y, en el intento por volver conocibles a las
ciudades con la exhibición del funcionamiento de sus instituciones organizadoras, no tiene paralelo
alguno con los espectáculos de los regímenes anteriores en los que la visión del poder era siempre
“desde abajo”. Esta ambición de alcanzar un dominio especular sobre una totalidad fue aún más
evidente en la concepción de las exposiciones internacionales, las cuales, en su apogeo, trataron, en
sentido metonímico, de hacer accesible el mundo entero, pasado y presente, en las colecciones de
objetos y personas que reunían y, desde sus torres, colocarlo frente a una visión controladora.
Segundo, la creciente intervención del Estado en la oferta de tales espectáculos. En el caso inglés, y
todavía más en el estadounidense, dicha intervención fue típicamente indirecta. Nicholas Pearson
señala que, mientras el ámbito de la cultura caía cada vez más bajo la regulación gubernamental en
la segunda mitad del siglo XIX, la forma preferida de administración de museos, galerías de arte y
exposiciones era (y sigue siendo) por medio de una junta directiva. Gracias a éstas, el Estado podía
retener la dirección eficaz de la política en virtud del control que ejercía sobre las designaciones,
pero sin intervenir en la conducción cotidiana de los asuntos, infringiendo así, al parecer, el
imperativo kantiano de subordinar la cultura a las necesidades prácticas (Pearson 1982: 8-13, 46-47).
Aunque en un principio el Estado se animó a regañadientes a participar en esta esfera de actividad,
no cabe duda sobre la importancia que cobró con el tiempo. Los museos, las galerías y, de manera
más intermitente, las exposiciones, desempeñaron un papel decisivo en la formación del Estado
moderno y son fundamentales en su concepción, entre otras cosas, como agencias educativas y
civilizadoras. Desde finales del siglo XIX, han ocupado los puestos más altos en las prioridades de
financiamiento de todas naciones-Estado desarrolladas y han resultado ser tecnologías culturales
notablemente influyentes en la medida en que reclutado el interés y la participación de la
ciudadanía.
Finalmente, el complejo expositivo proporcionó un contexto para la exhibición permanente de
poder/conocimiento. En su discusión sobre la exhibición de poder en el antiguo régimen, Foucault
destaca su calidad episódica. El espectáculo del cadalso se formó a la par de un sistema de poder que
"en ausencia de supervisión continua", buscaba una renovación de su efecto en el espectáculo de sus
manifestaciones individuales; de un poder que se recargó en la exhibición ritual de su realidad como
"superpoder" (Foucault 1977: 57). No es que el siglo diecinueve prescindiera por completo de la
necesidad de una magnificación periódica del poder a través de su exhibición excesiva, ya que las
exposiciones desempeñaron este papel. Sin embargo, lo hicieron en relación con una red de
instituciones que proporcionaban mecanismos para la exhibición permanente del poder. Y para un
poder que no se redujo a los efectos periódicos sino que, por el contrario, se manifestó con precisión
en forma continua y que muestra su capacidad para ordenar, ordenar y controlar objetos y cuerpos, 7
vivos o muertos.
Hay, entonces, otra serie en la que Foucault examina el desplazamiento del interés en la ceremonia
del cadalso a los rigores disciplinarios de la penitenciaría. Sin embargo, es una serie que tiene ecos y
que en algunos aspectos, se basa en el aparato socio-jurídico: el juicio. La escena del juicio y la del
castigo se entrecruzaron mientras se movían en dirección opuesta durante los primeros tiempos del
período moderno. Cuando el castigo se retiró de la mirada pública y se transfirió al espacio cerrado
de la penitenciaría, los procedimientos de juicio y sentencia –los cuales, salvo en Inglaterra, se habían
realizado hasta entonces en secreto en la mayoría de los casos y eran “opacos no sólo para el
público, sino también para el propio acusado” (Foucault 1977:35) – se volvieron públicos como parte
de un nuevo sistema de verdad judicial que, para funcionar como verdad, necesitaba darse a conocer
a todos. Si la asimetría de estos movimientos es convincente, no lo es más que la simetría del
movimiento que siguieron el juicio y el museo en la transición que hicieron de contextos cerrados y
restringidos a abiertos y públicos. Además, como parte de la transformación profunda de su
funcionamiento social, fue a estas instituciones a las que en última instancia –y no presenciando el
castigo ejecutado en las calles, ni, como Bentham había imaginado, abriendo las penitenciarías a la
inspección pública– fueron invitados los niños y sus padres a tomar lecciones de civismo.
Sin embargo, tales lecciones no consistieron en una muestra de poder que, en un intento de
aterrorizar, posicionaba a las personas del otro lado del poder como sus potenciales receptores, sino
que buscó colocar a las personas, concebidas como una ciudadanía nacionalizada, de este lado del
poder, como su beneficiario.
Identificarse con el poder, no directamente con él, sino indirectamente como una fuerza regulada y
canalizada por los grupos gobernantes de la sociedad, pero para el bien de todos. Esta era la retórica
del poder encarnada en el complejo de exhibición: un poder que no se manifiesta en su capacidad de
infligir dolor, sino en su capacidad de organizar y coordinar un orden de cosas y de producir un lugar
para cada persona en dicho orden. Por eso, estudios detallados de las exposiciones del siglo
diecinueve constantemente resaltan la economía ideológica de sus principios organizativos:
transforman exhibiciones de maquinaria y procesos industriales, de productos terminados y objets d'
art, en significantes materiales del progreso, pero del progreso como un logro nacional colectivo con
el capital como el gran coordinador (Silverman 1977, Rydell 1984).
De este modo, este poder subyugante por adulación, se coloca del lado de la gente al
proporcionarles un lugar dentro de su funcionamiento; un poder que colocó a la gente detrás de él,
haciéndolo cómplice más que atemorizándola para someterlao. Y este poder marcó la distinción
entre los sujetos y los objetos no dentro del cuerpo nacional sino, como lo organizan las muchas
retóricas del imperialismo, entre ese cuerpo y otros "no civilizados" sobre cuyos cuerpos se
desataron los efectos del poder con tanta fuerza y teatralidad como se habían manifestado en el
cadalso. En otras palabras, fue un poder que tenía el propósito de producir un efecto retórico más
que un efecto disciplinario, mediante su representación de la otredad.
Pese a todo, el complejo expositivo no debe evaluarse meramente en términos de la economía
ideológica. Aunque los museos y las exposiciones pueden haber comenzado con la resolución de
ganarse el corazón y la mente de sus visitantes, estos también llevaban sus cuerpos consigo y crearon
problemas arquitectónicos tan molestos como los que planteaba el desarrollo del archipiélago
carcelario. El nacimiento del segundo, sostiene Foucault, planteó toda una nueva problemática
arquitectónica:
“[...] la de una arquitectura que ya no está hecha simplemente para ser vista (como el
fausto de los palacios), o para observar el espacio exterior (cf. la geometría de las 8
fortalezas), sino para permitir un control interior, articulado y detallado; para hacer
visibles a quienes se encuentran dentro, en términos más generales, una arquitectura
que habría de ser un operador para la trasformación de los individuos: que obre sobre
aquellos a quienes abriga, que proporcione un asidero para su conducta, que lleve hasta
ellos los efectos del poder, que haga posible conocerlos, modificarlos.” (Foucault
1977:172)
Como señala Davison, el desarrollo del complejo expositivo también planteó una nueva exigencia:
que todos debían ver, y no sólo la ostentación de las fachadas imponentes, sino también su
contenido. Esto dio lugar, asimismo, a una serie de problemas arquitectónicos que finalmente se
resolvieron con una “economía política del detalle” semejante a la que se aplicó en la regulación de
las relaciones entre cuerpos, espacio y tiempo dentro de la penitenciaría. En Gran Bretaña, Francia y
Alemania, a finales del siglo XVIII y principios del XIX hubo una avalancha de concursos
arquitectónicos patrocinados por el Estado para el diseño de museos, en los que paulatinamente se
desvió la atención de organizar espacios de exhibición para el placer privado del príncipe o
aristócrata, para centrarla en la organización del espacio y la visión que permitirían que los museos
funcionaran como órganos de instrucción pública (Seling 1967). Sin embargo, como ya he indicado,
es engañoso pensar que la problemática arquitectónica del complejo expositivo simplemente invirtió
los principios panópticos. Foucault sostiene que el efecto de estos principios fue abolir a la multitud
concebida como “masa compacta, lugar de intercambios múltiples, individualidades que se funden,
efecto colectivo” y sustituirla por “una colección de individualidades separadas” (Foucault 1977:201).
Sin embargo, como señala John MacArthur, el Panóptico es sólo una técnica y no un régimen
disciplinario o parte esencial de uno y, como todas las técnicas, sus posibles efectos no se agotan con
su despliegue dentro de cualquiera de los regímenes en los que por casualidad se usa (MacArthur
1983:192-193). La peculiaridad del complejo expositivo no se encuentra en la inversión de los
principios del Panóptico. En cambio, reside en la incorporación de ciertos aspectos de esos principios
a los del panorama, para formar una tecnología de visión que sirvió no sólo para atomizar y dispersar
a la multitud, sino para regularla, y al lograrlo, hacerla visible para sí misma, convirtiendo a la
multitud en el espectáculo supremo.
Una instrucción de una “Breve amonestación para los turistas” en la Exposición Panamericana de
1901 advertía: “Recuerde que después de cruzar las puertas, pasará a formar parte del espectáculo”
(citado en Harris 1978:144). Esto es tan válido para los museos como para las grandes tiendas que,
como muchas de las principales salas de exhibición y las exposiciones, con frecuencia contaban con
galerías que ofrecían una vista superior desde el cual se podía observar la distribución del todo y las
actividades de otros visitantes. No obstante, en las exposiciones se desarrolló esta característica más
que en ninguna otra parte, porque se construyeron miradores desde los cuales se podía observarlas
como totalidades: por ejemplo, la función de la Torre Eiffel en la exposición de París de 1889. Para
ver y ser visto; para escrudiñar, pero estar siempre bajo vigilancia; el objeto de una mirada
desconocida, pero controladora; en este sentido, como micro mundos que constantemente se
vuelven visibles para sí mismos, las exposiciones realizaron algunos de los ideales del panoptismo
porque transformaron a la multitud en un público constantemente observado, autovigilante,
autorregulador y, como deja entrever el registro histórico, siempre ordenado: una sociedad que se
vigila a sí misma.
Dentro del sistema jerárquicamente organizado de miradas de la penitenciaría, en el que cada nivel
de mirada es supervisado por otro superior, el interno constituye el punto donde todas estas miradas
convergen, pero no puede devolver una mirada propia ni moverse a un nivel más alto de visión. En
contraste, el complejo expositivo perfeccionó un sistema de miradas “autovigilantes”, en el que las
posiciones de sujeto y objeto pueden intercambiarse, en el que la multitud entra en comunión y se 9
regula por medio de la interiorización del ideal y la vista ordenada de sí misma, tal como se ve desde
la visión controladora del poder, un punto de vista accesible a todos. Así fue que como, en la
democratización del ojo del poder, las exposiciones realizaron la aspiración de Bentham de llegar a
un sistema de miradas cuya posición central estuviera disponible para el público en todo momento,
una lección modelo de civismo donde la sociedad se regulara a sí misma mediante la
autoobservación. Aunque, desde luego, la auto observación ocurriera desde una cierta perspectiva.
Como Manfredo Tafuri comenta:
“Las galerías y las grandes tiendas de departamentos de París, así como las grandes
exposiciones importantes, eran sin duda los lugares donde la multitud se convertía en
espectáculo y encontraba el medio espacial y visual para una autoeducación desde el
punto de vista del capital.” (Tafuri 1976: 83).
Sin embargo, no fue sólo un logro de la arquitectura. También deben tomarse en cuenta las fuerzas
que definieron el complejo expositivo y formaron sus públicos y sus retóricas.

Las disciplinas expositivas. p.75-79


El espacio de representación constituido por el complejo expositivo fue moldeado por las relaciones
entre una serie de nuevas disciplinas: historia, historia del arte, arqueología, geología, biología y
antropología. Mientras que las disciplinas asociadas con el archipiélago carcelario se preocupaban
por definir grupos de individualidades –haciendo que esta última sea visible para el poder y
susceptible de control–, la orientación de estas mismas disciplinas, desplegadas en el complejo de
exhibición, podría resumirse mejor como un “mostrar y contar”. También tendían a generalizar su
enfoque. Cada disciplina, en su despliegue museológico, tenía como objetivo la representación de un
tipo y su inserción en una secuencia de desarrollo para su exhibición al público.
“[…] A principios del siglo XIX, la aparición en los museos de un marco historizado para la exhibición
de artefactos humanos fue una innovación significativa, pero no aislada. Como lo muestra Stephen
Bann, la aparición de un 'marco histórico' en los dispositivos de exhibición coincidió con el desarrollo
de una serie de prácticas disciplinarias (y de otro tipo) que apuntaban a la reproducción realista de
un pasado autenticado y su representación como una serie de etapas que conducen al presente, por
ejemplo: las nuevas prácticas de escritura de historia asociadas con la novela histórica y el desarrollo
de la historia como disciplina empírica.” (Bann 1984). Ambos, constituyeron un nuevo espacio de
representación preocupado por reflejar el desarrollo de pueblos, estados y civilizaciones a través del
tiempo concebido como una serie progresiva de etapas de desarrollo.
La revolución francesa, sugiere Germaine Bazin, jugó un papel clave en la apertura de este espacio de
representación al romper la cadena de sucesión dinástica que previamente había asegurado una
unidad y organización al flujo del tiempo (Bazin 1967:218). Ciertamente, fue en Francia donde se
desarrollaron por primera vez los principios de exhibición en los museos con un criterio historicista.
Bazin enfatiza la influencia formativa del Musée des Monuments Français (1795) al exhibir obras de
arte en galerías dedicadas a diferentes períodos, demarcando una ruta para el visitante que conduce
de períodos anteriores a posteriores, con el fin de demostrar las convenciones propias de cada época
y su desarrollo histórico. Otorga un significado similar a la colección de Alexandre du Sommerard en
el Hotel de Cluny que, como muestra Bann, apuntaba a “una construcción integradora de totalidades
históricas”, creando la impresión de un entorno históricamente auténtico al sugerir una conexión
esencial y orgánica entre los artefactos exhibidos en habitaciones clasificadas por período (Bann
1984: 85).
10
Bann argumenta que estos dos principios –la galería progresiva y la sala de época, a veces empleadas
individualmente, en otras en combinación– constituyen la poética distintiva del museo histórico
moderno. Sin embargo, es importante agregar que esta poética mostró una marcada tendencia a ser
nacionalizada. Si, como sugiere Bazin, el museo se convirtió en "una de las instituciones
fundamentales del estado moderno" (Bazin 1967:169), ese Estado también era cada vez más un
Estado nacional. La importancia de esto se manifestó en las relaciones entre dos nuevos tiempos
históricos, el nacional y el universal, que resultaron de un aumento del espesor del tiempo histórico,
ya que ambos se empujaron más y más al pasado y se actualizaron cada vez más. Bajo el ímpetu de la
rivalidad entre Francia y Gran Bretaña por el dominio en el Medio Oriente, los museos, en estrecha
asociación con las excavaciones arqueológicas de pasados progresivamente más remotos,
extendieron su horizonte temporal más allá del período medieval y las antigüedades clásicas de
Grecia y Roma para abarcar los restos de las civilizaciones egipcia y mesopotámica. Al mismo tiempo,
el pasado reciente se historizó a medida que los nuevos Estados-nación emergentes buscaban
preservar y desmemorizar su propia formación como parte de ese proceso de nacionalización de su
población, lo que era esencial para su posterior desarrollo. Como consecuencia del primero de estos
desarrollos, la perspectiva de una historia universal de la civilización se abrió al pensamiento y se
materializó en las colecciones arqueológicas de los grandes museos del siglo XIX. Sin embargo, el
segundo desarrollo llevó a que estas historias universales se anexen a las historias nacionales, ya que,
dentro de la retórica de cada complejo de museos nacionales, las colecciones de materiales
nacionales se representaron como el resultado y la culminación de la historia universal del desarrollo
de la civilización.
Tampoco se habían organizado muestras con un criterio histórico de especímenes naturales o
geológicos en las instituciones precursoras de los museos públicos del siglo XIX. A lo largo de la
mayor parte del siglo XVIII, los principios de las clasificaciones científicas testificaron una mezcla de
sistemas de pensamiento teocrático, racionalista y protoevolucionista. Traducido a principios de
exhibición museológica, el resultado fue la tabla, no la serie, con las especies organizadas en
términos de similitudes/diferencias culturalmente codificadas en sus apariencias externas en lugar de
ser ordenadas en relaciones de precesión/sucesión temporalmente organizadas. Los desafíos
cruciales a estas concepciones surgieron de los desarrollos dentro de la geología y la biología,
particularmente cuando sus investigaciones se superpusieron en el estudio estratigráfico de restos
fósiles. Sin embargo, los detalles de estos desarrollos no nos preocupan aquí. En lo que respecta a
sus implicaciones para los museos, su principal significado era permitir que la vida orgánica se
concibiera y representara como una sucesión ordenada temporalmente de diferentes formas de vida
donde las transiciones entre ellos no se debían a choques externos –como había sido en el siglo
XVIII– sino como consecuencia de un impulso interno inscripto en el concepto de la vida misma.
Si los desarrollos dentro de la historia y la arqueología permitieron la aparición de nuevas formas de
clasificación y exhibición a través de las cuales las historias de las naciones podrían contarse y
relacionarse con la historia más larga del desarrollo de la civilización occidental, las formaciones
discursivas de la geología y la biología del siglo XIX permitieron que estas series culturales se
insertarán dentro de las series de desarrollo geológico y natural, mucho más extendidos en el
tiempo. Los museos de ciencia y tecnología, herederos de la retórica del progreso desarrollado en
exposiciones nacionales e internacionales, completaron la imagen evolutiva al representar la historia
de la industria y la fabricación como una serie de innovaciones progresivas que condujeron a los
triunfos contemporáneos del capitalismo industrial.
Sin embargo, en el contexto del imperialismo de fines del siglo XIX, posiblemente fue el empleo de la
antropología dentro del complejo de exhibición lo que resultó ser más central para su
funcionamiento ideológico. Porque jugó el papel crucial de conectar las historias de las naciones y 11
civilizaciones occidentales con las de otros pueblos, lo hizo separando a las dos para establecer una
continuidad interrumpida en el orden de los pueblos y razas, un orden en el que los “pueblos
primitivos” abandonaron la historia para ocupar una zona crepuscular entre la naturaleza y la cultura.
Esta operación está presente, a principios de siglo, en la exhibición museológica de peculiaridades
anatómicas que parecían confirmar las concepciones poligénicas de los orígenes de la humanidad. El
ejemplo más celebrado fue el de Saartjie Baartman, la "Venus Hotentote", cuyas nalgas
sobresalientes, interpretadas como un signo de desarrollo separado, ocasionaron una oleada de
especulaciones científicas cuando se exhibió en París y Londres. A su muerte en 1815, una autopsia
reveló supuestas peculiaridades en su genitalidad que, comparadas con las del orangután, fueron
tomadas como prueba positiva para afirmar de que los pueblos negros eran producto de un linaje
aparte –por supuesto, inferior, más primitivo y bestial–. Cuvier prestó su apoyo a esta concepción al
hacer circular un informe de la autopsia de Baartman y presentar sus órganos genitales –"preparados
de tal manera que permitan ver la naturaleza de los labios" (Cuvier, citado en Gilman 1985a:214-15)
a la Academia Francesa que organizó su exhibición en el Musée d'Ethnographie de Paris (ahora el
Musée de l'homme).
La refutación de Darwin a las teorías de la poligénesis exigía que se encontrasen diferentes medios
para restablecer y representar la unidad –hasta aquí fracturada– de la especie humana. En general,
esto se logró mediante la representación de “pueblos primitivos” como instancias de desarrollo
detenido, como ejemplos de una etapa anterior de desarrollo de especies que las civilizaciones
occidentales habían superado hace mucho tiempo. De hecho, tales pueblos fueron representados
como los ejemplos aún vivos de la etapa más temprana del desarrollo humano, el punto de transición
entre la naturaleza y la cultura, entre el mono y el hombre, el eslabón perdido necesario para
explicar la transición entre la historia animal y humana. Al haber negado su propia historia, fue el
destino de los “pueblos primitivos” abandonar el fondo de la historia humana para que pudieran
servir, representativamente, como su apoyo, subrayando la retórica del progreso al servir sus
contrapuntos, representando el punto en el que la historia humana emerge de la naturaleza pero en
el que aún no ha comenzado adecuadamente su curso.
En lo que respecta a la exhibición museológica de artefactos de tales culturas, su disposición y
exhibición –como en el Museo Pitt-Rivers– se ajusta al sistema genético o tipológico que reúne todos
los objetos de naturaleza similar, independientemente de su agrupaciones etnográficas, en una serie
evolutiva que va de lo simple a lo complejo (van Keuren 1989). Sin embargo, fue en la exhibición de
restos humanos donde estos principios de clasificación se manifestaron de forma más dramática. En
los museos del siglo XVIII, tales exhibiciones habían puesto el acento en las peculiaridades
anatómicas, vistas principalmente como un testimonio de la rica diversidad de la cadena del ser
universal. Sin embargo, en el siglo XIX, era común que los restos humanos se mostraban como partes
de series evolutivas, y a los restos de los pueblos aún existentes se les designó la primera posición
dentro de ellas. Esto fue particularmente cierto para los restos de los aborígenes australianos. En los
primeros años de asentamiento, los museos de la colonia habían mostrado poco o ningún interés en
los restos aborígenes (Kohlstedt 1983). El triunfo de la teoría evolutiva transformó esta situación,
llevando a una violación sistemática de sitios sagrados aborígenes –por los representantes de
museos británicos, europeos y estadounidenses, así como australianos– en busca de materiales para
proporcionar una base sólida a la historia de la evolución dentro de la historia natural.
Así, el espacio de representación, constituido por las relaciones entre conocimientos disciplinarios
desplegados dentro del complejo expositivo, permitió la construcción de un orden temporal de cosas
y pueblos. Además, un orden totalizador que abarcaba metonímicamente todas las cosas y todos los
pueblos en sus interacciones a través del tiempo. Y un orden que organizó al público implícito –la
ciudadanía blanca de las potencias imperialistas– en una unidad, la construcción de un "nosotros" 12
concebido como la realización, –y por lo tanto, beneficiario– de los procesos de evolución. Un
“nosotros” concebido como unidad en oposición a la otredad primitiva de los pueblos conquistados.
Esto era completamente nuevo. Como señalan Peter Stallybrass y Allon White, las ferias populares de
finales del siglo XVIII y principios del XIX habían exotizado las imágenes grotescas de la tradición del
carnaval al proyectarla sobre los representantes de las culturas ajenas. Entonces, al crear una función
normalizadora mediante la construcción de un Otro radicalmente diferente, la exhibición de otros
pueblos sirvió como vehículo para la edificación de un público nacional y la confirmación de su
“superioridad imperial” (Stallybrass y White 1986:42). Si, en su desarrollo, el complejo expositivo se
aferró a este espacio representativo preexistente, lo que agregó fue una dimensión histórica.

Figure 2.5 The Crystal Palace: animals embalsamados y figuras


etnográficas. Fuente: Delamotte.
Figure 2.6 The Chicago Columbian Exposition, 1893.

Los aparatos expositivos p.80-88


El espacio de representación constituido por las disciplinas expositivas, además de conferirle un
grado de unidad, estaba ocupado de manera diferente –y con efectos distintos– por las instituciones
que conformaban el complejo. Si los museos daban a este espacio solidez y permanencia, esto se
lograba a costa de una falta de flexibilidad ideológica. Los museos públicos instituyeron un orden de
cosas que estaba hecho para durar. Con ello proporcionaron al Estado moderno un telón de fondo
ideológico profundo y continuo, aunque para desempeñar esta función, no podía modificarse para
responder a requerimientos ideológicos a corto plazo. Las exposiciones cubrieron esta necesidad, 13
inyectando nueva vida en el complejo expositivo y haciendo que sus configuraciones ideológicas
fueran más flexibles al adaptarlas para servir a las estrategias hegemónicas coyunturalmente
específicas de las diferentes burguesías nacionales. Daban dinamismo al orden y lo movilizaban
estratégicamente en relación a las exigencias políticas e ideológicas más inmediatas dictadas en un
momento particular.
En parte, esto fue efecto de los discursos secundarios que acompañaban a las exposiciones. Desde la
magnificencia estatal de las ceremonias de inauguración y clausura, pasando por los artículos
periodísticos, hasta los auténticos enjambres de iniciativas pedagógicas –organizadas por
asociaciones religiosas, filantrópicas y científicas para aprovechar los públicos que las exhibiciones
producían– a menudo forjaban conexiones muy directas y específicas entre la retórica expositiva de
progreso y las reivindicaciones de liderazgo de ciertas fuerzas sociales y políticas. Sin embargo, la
influencia específica de las exposiciones consistió en lograr una articulación entre la retórica del
progreso, las retóricas del nacionalismo y el imperialismo y, a través de su control sobre sus ferias
populares adyacentes, una esfera cultural ampliada para el despliegue de las disciplinas expositivas.
Por supuesto, lo característico de las exposiciones consistía en la presentación de exhibiciones sobre
procesos de fabricación y productos. Antes de la Gran Exposición, el mensaje de progreso había sido
transmitido por la disposición de las exhibiciones, como dice Davison, "en una serie de clases y
subclases que se inicia en productos naturales en bruto, para luego considerar diversos productos
manufacturados y dispositivos mecánicos, hasta llegar a "formas más elevadas de arte aplicado y las
bellas artes" (Davison 1982/83:8). Como tal, las articulaciones de clase de esta retórica estaban
sujetas a alguna variación.
Las exposiciones de los Institutos de Mecánica enfatizaron la centralidad de las contribuciones del
trabajo a los procesos de producción que, en ocasiones, permitieron una apropiación radical de su
mensaje. “La maquinaria de la riqueza, que se exhibe aquí –señaló el Leeds Times al informar sobre
una exposición de 1839– ha sido creada por hombres de martillos y gorras; más honorables que
todos los cetros y coronas del mundo” (citado en Kusamitsu 1980:79). La Gran Exposición introdujo
dos cambios que influyeron decisivamente en el futuro desarrollo de la forma.
Primero, el énfasis mudó de los procesos a los productos, despojados de las marcas de fabricación y
presentados como signos del poder productivo y coordinador del capital y el Estado. Después de
1851, las ferias mundiales funcionarían menos como vehículos de educación técnica de las clases
trabajadoras que como instrumentos para asombrarlos ante los productos reificados por su propio
trabajo, "lugares de peregrinación para el fetiche Mercancía", como señala Benjamín (Benjamín
1973:165).
Segundo, aunque no abandonada por completo, la temprana taxonomía progresista basada en las
etapas de producción, quedó subordinada a la influencia dominante de principios de clasificación
basados en las naciones y las entidades supranacionales de imperios y razas. Este principio se plasmó
en el Palacio de Cristal bajo la forma de espacios nacionales o áreas de exhibición que luego dieron
lugar a pabellones para cada país participante. Por otra parte, luego de la Exposición del Centenario
celebrada en Filadelfia en 1876, se innovó haciendo que, por lo general, estos pabellones agruparan
en zonas según grupos raciales. Los latinos, teutones, anglosajones, americanos y orientales eran las
clasificaciones más favorecidas. A los pueblos negros y a las poblaciones aborígenes de los territorios
conquistados se les negaba un espacio propio y quedaban representados como apéndices
subordinados a las exposiciones imperiales de las principales potencias. El efecto de estos
dispositivos era transferir la retórica del progreso de las relaciones entre las etapas de producción a
las relaciones entre las razas y las naciones mediante la superposición de las asociaciones de las 14
primeras en las segundas. En el contexto de las exposiciones imperiales, la representación de los
pueblos súbditos ocupaba los niveles más bajos de la civilización industrializada. Reducidos a
exhibiciones de artesanías “primitivas” y cosas por el estilo, se los representaba como culturas sin
ímpetu, salvo por lo que benévolamente se les confería desde el exterior a través de la misión de
ayuda que llevaban a cabo las potencias imperialistas. A las civilizaciones orientales se les asignaba
una posición intermedia, donde se las presentaban como poseedoras de alguna época pasada de
desarrollo pero que posteriormente habían degenerado y caído en el estancamiento; o como
representativas de una civilización que, aunque se había desarrollado por sus propios medios, ahora
se juzgaba inferior a las normas establecidas por Europa (Harris 1975). En resumen, una taxonomía
progresista para la clasificación de bienes y procesos de fabricación que se plasmó en una concepción
teleológica crudamente racista de las relaciones entre los pueblos y las razas, que culminó en los
logros de los poderes metropolitanos que se muestran invariablemente en los impresionantes
pabellones del país anfitrión.
Así, las exposiciones situaban a sus audiencias preferidas en el pináculo expositivo del orden de cosas
que construían. También las instalaban en el umbral de las mejores cosas por venir. Aquí, también, la
Gran Exposición lideró el camino al patrocinar una exhibición de proyectos arquitectónicos para la
mejora de las condiciones de vivienda de la clase trabajadora. Este principio se convertiría, en
exposiciones posteriores, en exhibiciones de proyectos elaborados para mejorar las condiciones
sociales en las áreas de salud, saneamiento, educación y bienestar: promesa de que los motores del
progreso se aprovecharían para el bien general. De hecho, las exposiciones llegaron a funcionar
como promesas de pago, encarnando, aunque solo fuera por una temporada, los principios utópicos
de organización social que, cuando llegara el momento de canjear los billetes, eventualmente se
realizarían a perpetuidad. Conforme las ferias mundiales caían cada vez más bajo la influencia del
modernismo, la retórica del progreso tendió, como señala Rydell, a “traducirse en una declaración
utópica del futuro”, que prometía la inminente disipación de las tensiones sociales, una vez que el
progreso hubiera llegado al punto en que sus beneficios pudieran generalizarse (Rydell 1984:4).
Iain Chambers ha argumentado que las culturas de clase media y trabajadora se hicieron claramente
distintas a fines del siglo XIX, en Gran Bretaña, a medida que se desarrolla una cultura popular
comercial y urbana más allá del alcance de la economía moral de la religión y la respetabilidad. Como
consecuencia, argumenta, “la cultura oficial se limitó públicamente a la retórica de los monumentos
en el centro de la ciudad: la universidad, el museo, el teatro, la sala de conciertos; por lo demás,
estaba reservada para el espacio ‘privado’ de la residencia victoriana” (Chambers 1985:9). Aunque no
se discuten los términos generales de este argumento, se omite cualquier consideración sobre el
papel de las exhibiciones como recurso de la cultura oficial para establecer poderosos nexos con la
cultura popular recientemente desarrollada. Obviamente, las zonas oficiales de exposiciones
ofrecieron un contexto para el despliegue de las disciplinas expositivas que llegaron a un público más
extenso que el que normalmente alcanza el sistema de museos públicos. El intercambio, tanto de
personal como de muestras, entre museos y exposiciones era un aspecto normal y recurrente de sus
relaciones y constituía el eje institucional de la implementación social ampliada de un conjunto de
disciplinas distintivamente nuevo. Incluso dentro de las zonas oficiales de las exposiciones, las
disciplinas expositivas lograron tener contacto con públicos muy extensos que incluso hasta las
formas más comercializadas de cultura popular podían reivindicar: 32 millones de personas asistieron
a la Exposición de París de 1889, 27.5 millones fueron a la Exposición Colombina de Chicago en 1893
y casi 49 millones visitaron la exposición “Un Siglo de progreso”, también en Chicago, en 1933-1934;
la Exposición Imperial de Glasgow, de 1938, atrajo a 12 millones de visitantes, y más de 27 millones
asistieron a la Exposición Imperial de Wembley en 1924-1925 (MacKenzie 1984: 101). Sin embargo, el
alcance ideológico de las exposiciones a menudo se extendía considerablemente más allá, ya que 15
establecía su influencia en las zonas populares de entretenimiento; aunque las autoridades de las
exposiciones deploraron al principio la existencia de estas zonas populares, después se manejaron
como anexos planeados planificados a las zonas de exposición oficiales y, a veces, se incorporaban a
éstas. A través de esta red de relaciones, la cultura pública oficial de los museos llegó a la cultura
popular urbana en vías de desarrollo, definiendo y dirigiendo su desarrollo al someter la temática
ideológica del entretenimiento popular a la retórica del progreso.
El desarrollo más crítico consistió en la extensión del ámbito disciplinario de la antropología a las
zonas de entretenimiento. Fue ahí donde se realizó el trabajo crucial de transformar a los propios
pueblos no blancos, y no sólo sus vestigios o artefactos, en objeto de lecciones de la teoría de la
evolución. París abrió el camino con la ciudad colonial que construyó como parte de su Exposición de
1889. Poblada por pueblos asiáticos y africanos en aldeas "nativas" simuladas, la ciudad colonial
funcionó como la obra maestra de la antropología francesa y, a través de su influencia en los
delegados al décimo Congreso Internacional de Antropología y Arqueología Prehistórica, en
asociación con la exposición, tuvo una influencia decisiva en los modos futuros del despliegue social
de la disciplina. Si bien esto fue cierto internacionalmente, el estudio de Rydell de las ferias
mundiales estadounidenses ofrece la demostración más detallada del papel activo desempeñado por
los antropólogos de museos en la transformación de los Midways en demostraciones vivas de la
teoría evolutiva al organizar a los pueblos no blancos en una 'escala móvil de humanidad' , desde la
barbarie hasta los casi civilizados, lo que subraya la retórica exhibicionista del progreso al servir como
contrapuntos visibles para sus logros triunfales. Fue aquí donde las relaciones de conocimiento y
poder continuaron invirtiéndose en la exhibición pública de cuerpos, colonizando el espacio de
espectáculos de monstruos y monstruosidades anteriores para personificar las verdades de un nuevo
régimen de representación.
El desarrollo más crítico consistió en la extensión del ámbito disciplinario de la antropología a las
zonas de entretenimiento. Fue ahí donde se realizó el trabajo crucial de transformar a los propios
pueblos no blancos, y no sólo sus vestigios o artefactos, en objeto de lecciones de la teoría de la
evolución. París abrió el camino con la ciudad colonial que construyó como parte de la exposición de
1889. Poblada de asiáticos y africanos en aldeas “nativas” simuladas, la ciudad colonial funcionó
como ejemplo sobresaliente de la antropología francesa y, a través de su influencia en los delegados
que asistieron al décimo Congrés Internationale d´Anthropologie et d'Archéologie Préhistorique
celebrado en asociación con la exposición, tuvo un papel decisivo en las modalidades futuras de la
implementación social de la disciplina. Aunque esto era cierto a nivel internacional, el estudio de
Rydell de las ferias mundiales que se celebraron en los Estados Unidos ofrece la demostración más
detallada del papel activo que desempeñaron los antropólogos de los museos para transformar los
terrenos del parque Midway en demostraciones vivientes de la teoría evolutiva, mediante la
organización de los pueblos no blancos en una “escala móvil de humanidad” que iba desde lo
bárbaro hasta lo casi civilizado, subrayando así la retórica expositiva del progreso al servir como
contrapunto visible de sus logros triunfales. Fue ahí que donde las relaciones de conocimiento y
poder continuaron invirtiéndose en la exhibición pública de cuerpos, que colonizó el espacio de los
espectáculos anteriores de fenómenos y monstruosidades para personificar las verdades de un
nuevo régimen de representación.
Así, en sus interrelaciones, las exposiciones y las ferias constituyeron un orden de cosas y de pueblos
que, en virtud de que se adentraban en las profundidades del tiempo prehistórico y abarcaban todos
los confines del globo, hacían presente, como una metonimia, a todo el mundo, subordinado a la
mirada dominante de los blancos, burgueses y (aunque ésta es otra historia) del ojo masculino de las
potencias metropolitanas. Pero un ojo de poder que, gracias al desarrollo de la tecnología de visión –
asociada con las torres de las exposiciones y los puestos para verlas en relación con las ciudades 16
ideales en miniatura de las propias exposiciones–, se había democratizado, ya que estaba a la
disposición de todos. Los primeros intentos por establecer un dominio especular sobre la ciudad
habían sido, huelga decirlo, numerosos (la cámara oscura, el panorama) y a menudo fantásticos en
sus imaginaciones tecnológicas. Además, la ambición de representar todo el mundo en colecciones
de artículos, subordinadas a la visión controladora del espectador, estuvo presente en las
exposiciones mundiales desde el principio. Esto se representó por sinécdoque en la Gran Exposición
con el Gran Globo de Wyld, una rotonda de ladrillos en la que entraban los visitantes para ver moldes
de yeso de los continentes y océanos del mundo. Los principios plasmados en la Torre Eiffel,
construida para la Exposición de París de 1889 y repetida en innumerables exposiciones posteriores,
unió estas dos series e hizo factible el proyecto de dominio especular al ofrecer un punto de vista
elevado sobre un micromundo que pretendía ser representativo de la totalidad.
Roland Barthes resumió acertadamente los efectos de la tecnología de la visión que se materializaron
con la Torre Eiffel. En su comentario, afirma que la torre supera “el divorcio habitual entre ver y ser
visto” por lo que adquiere un poder distintivo por su capacidad de circular entre estas dos funciones
de la vista.
“…un objeto cuando la miramos, se convierte a su vez en mirada cuando lo visitamos, y
constituye a su vez en objeto, a un tiempo extendido y reunido debajo de ella, a ese
Paris que hace un momento la miraba.” (Barthes 1979:4).
Una vista en sí misma, se convierte en sitio para una vista; un lugar tanto para ver como para ser
visto, que permite al individuo circular entre las posiciones de objeto y sujeto de la visión dominante
que ofrece sobre la ciudad y sus habitantes. En esto, en su efecto de distanciamiento, argumenta
Barthes, “la torre convierte a la ciudad en una especie de naturaleza; constituye el enjambre de
hombres en paisaje, agrega al mito urbano, con frecuencia deprimente, una dimensión romántica,
una armonía, una mitigación”, y ofrece “un consumo inmediato de una humanidad vuelta natural por
esa mirada que la transforma en espacio” (Barthes 1979: 8). Es por la visión dominante que ofrece,
continúa Barthes, que para el visitante “la torre es el primer monumento obligatorio; es una puerta,
marca la transición hacia un conocimiento” (Ibídem 14). Y hacia el poder asociado con ese
conocimiento: el poder de ordenar objetos y personas en un mundo por conocer y desplegarlo ante
una visión capaz de abarcarlo como una totalidad.
En The Prelude, William Wordsworth, buscando un punto de vista panorámico desde el cual sofocar
el estado de ruido y confusión de la ciudad, invita al lector a ascender con él “Por encima de la
presión y el peligro de la multitud / Sobre la plataforma de algún actor”, en la Feria de San
Bartolomeo, equiparada con chusmas, disturbios y ejecuciones como ocasiones en que las pasiones
del populacho de la ciudad se manifiestan con expresión desenfrenada. Sin embargo, el punto de
vista panorámico no brinda ningún control:

"Todos los móviles de maravilla, de todas partes,


Todos aquí: albinos, indios pintados,
Enanos, El caballo del conocimiento y el Cerdo erudito,
El devorador de piedras, el hombre que traga fuego,
Gigantes, ventrílocuos, la niña invisible,
El busto que habla y mueve sus ojos saltones,
El muñeco de cera, el autómata, toda la artesanía maravillosa
De Merlines modernos, Bestias salvajes, Espectáculos de marionetas,
Todas las cosas pervertidas, descabelladas y extravagantes, 17
Todos los monstruos de la naturaleza, todos los pensamientos prometeicos
Del hombre, su torpeza, locura y sus hazañas.
Todos mezclados para componer
Un Parlamento de monstruos." (VII, 684-5; 706-18)

Peter Stallybrass y Allon White argumentan que esta perspectiva de Wordsworth fue una tendencia
típica en el público culto, de principios del siglo XIX, de abstenerse de participar en las ferias públicas,
pero también para tratar de tener cierto control ideológico sobre las ferias por medio de la
producción literaria de puntos panorámicos elevados desde los cuales observarlas. Hacia finales del
siglo, el dominio imaginario sobre la ciudad que brindaba el artista se había transformado en una
realidad de hierro, en tanto que la feria, que había dejado de ser un símbolo de caos, se convirtió en
el espectáculo máximo de la totalidad ordenada. Además, la sustitución de la participación por la
observación era una posibilidad abierta a todos. El principio del espectáculo (que era, según lo
resume Foucault, el de volver un número pequeño de objetos accesibles a la inspección de una
multitud) no quedó en el olvido en el siglo XIX: fue superada por el desarrollo de las tecnologías de
visión que volvieron a la multitud accesible a su propia inspección.

Conclusión
En este artículo, he intentado trazar una línea delicada entre las perspectivas de Foucault y Gramsci
sobre el Estado, pero sin tratar de borrar sus diferencias, para forjar una síntesis de las dos. Tampoco
existe una razón apremiante para tal síntesis. El concepto del Estado es sólo una abreviación
conveniente de una gama de agencias gubernamentales que (como Gramsci fue uno de los primeros
en sostener que había que distinguir entre los aparatos de coerción del Estado y los que se dedican a
la organización del consentimiento) no necesitan concebirse como unitarias en relación con su
funcionamiento o las modalidades del poder que representan. Dicho lo anterior, sin embargo, mi
discusión ha sido sobre todo con (pero no en contra de) Foucault. En el estudio ya mencionado,
Pearson distingue entre los tratamientos “duros” y “suaves” sobre el papel del Estado en la
promoción del arte y la cultura en el siglo XIX. El primero consta de “un cuerpo sistemático de
conocimiento y habilidades promulgadas de manera sistemática para audiencias específicas”. Su
campo abarca a las instituciones educativas que ejercieron control enérgico o cierta medida de
restricción sobre sus miembros y a las cuales emigraron sin duda las tecnologías de auto vigilancia
desarrolladas en el sistema carcelario. En contraste, el tratamiento “suave” funcionó “por el ejemplo,
más que por la pedagogía; por entretenimiento, más que por educación disciplinada; y por sutileza y
estímulo” (Pearson 1982:35). Su campo de aplicación comprende las instituciones cuyo control sobre
sus públicos dependía de la participación voluntaria de éstos. No parece haber ninguna razón para
negar los diferentes grupos de relaciones entre conocimiento y poder que representan estos
tratamientos contradictorios, ni para buscan su reconciliación en algún principio común, puesto que
las necesidades a las que respondieron eran diferentes. El problema al que respondía el “enjambre
de mecanismos disciplinarios” era el de conseguir que las poblaciones grandes fueran gobernables.
Sin embargo, el desarrollo de las políticas democráticas burguesas requería que el populacho no sólo
fuera gobernable, sino que aceptara ser gobernado, con lo que se creó la necesidad de obtener el
apoyo popular activo para los valores y objetivos consagrados en el Estado. Foucault conoce muy
bien el poder simbólico de la penitenciaría: El alto muro, no ya el que rodea y protege, no ya el que
representa el poder y la riqueza, sino el muro cuidadosamente cerrado, infranqueable en uno y otro
sentido y que encierra el trabajo ahora misterioso del castigo, será, próximo y a veces incluso en
18
medio de las ciudades del siglo XIX, la figura monótona, a la vez material y simbólica, del poder de
castigar. (Foucault 1977: 116) Por lo general, los museos también estaban situados en el centro de las
ciudades donde se erguían como representaciones, tanto materiales como simbólicas, del poder de
“mostrar y decir”, el que, al desplegarse en un espacio abierto y público recién constituido, trataba
retóricamente de incorporar al pueblo a los procesos del Estado. Si el museo y la penitenciaría eran
así representados por Jano como rostro del poder, había no obstante, por lo menos en términos
simbólicos, una economía de esfuerzo entre ellos. Puesto que quienes no adoptaban la relación
tutelar con el ser promovido por la educación popular, o cuyos corazones y mentes no podían ser
conquistados por las nuevas relaciones pedagógicas, los muros cerrados de la penitenciaría
amenazaban con impartir una educación mucho más severa de las lecciones del poder. Ahí donde la
enseñanza y la retórica fallaban, comenzaba el castigo.

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