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La última utopía.

Los derechos humanos


en la historia

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La última utopía.
Los derechos humanos
en la historia

S a m u e l M oy n

Tr aducción de Jorge Gonz ále z Jácome

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Facultad de Ciencias Jurídicas

Reservados todos los derechos Traducción:


©Pontificia Universidad Javeriana Jorge González Jácome
©Samuel Moyn Corrección de estilo:
©de la traducción Jorge González Jácome Carlos Alberto Morales Espinosa
Título original: The Last Utopia.
Diseño de colección:
Human Rights in History.
Boga Cortés y Triana | www.bogavisual.com
Harvard University Press, 2012.
Primera edición en español: Diagramación:
Bogotá, D. C., diciembre del 2015 Sonia Rodríguez
ISBN: 978-958-716-901-0 Montaje de cubierta:
Impreso y hecho en Colombia Boga Cortés y Triana
Printed and made in Colombia
Impresión:
Editorial Pontificia Universidad Javeriana
Javegraf
Carrera 7a, Núm. 37-25, oficina 13-01
Edificio Lutaima MIEMBRO DE LA

Teléfonos: 3208320 ext. 4752 RED DE


EDITORIALES
www.javeriana.edu.co/editorial UNIVERSITARIAS
Bogotá - Colombia DE AUSJAL
ASOCIACIÓN DE UNIVERSIDADES
CONFIADAS A LA COMPAÑIA DE JESÚS
EN AMÉRICA LATINA www.ausjal.org

Moyn, Samuel, 1972-, autor


La última utopía : los derechos humanos en la historia / Samuel Moyn ; Traducción de Jorge González
Jácome. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Ciencias
Jurídicas, 2015.

340 páginas ; 24 cm
Incluye referencias bibliográficas.
ISBN: 978-958-716-901-0

1. DERECHOS HUMANOS – HISTORIA. 2. DERECHO INTERNACIONAL. 3. UTOPIAS. 4. INTER-


VENCIÓN HUMANITARIA - HISTORIA. I. González Jácome, Jorge, traductor. II. Pontificia Universidad
Javeriana. Facultad de Ciencias Jurídicas

CDD 323.4 edición 21


Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

___________________________________________________________________________________________
inp. Diciembre 11 / 2015

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito
de la Pontificia Universidad Javeriana.

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Contenido

P r e s e n ta c i ó n  7

Prólogo  11

La humanidad antes de los derechos humanos  21

Naciendo muertos  57

¿Por qué la lucha anticolonial no fue un


movimiento de derechos humanos? 101

La pureza de esta lucha  141

El derecho internacional
y los derechos humanos  203

Epílogo: La pesada carga de la moralidad 245

B i bl i o g r a f í a  263

Apéndices  315

Ensayo bibliográfico  323

Agradecimientos  335

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Presentación

Cada investigación necesita guías que le permitan llegar a su fin. Para


una de mis investigaciones1, el libro de Samuel Moyn sobre la historia
de los derechos humanos, que traducimos en esta colección, fue funda-
mental. Me encontraba indagando por qué solamente hasta la década de
los ochenta el discurso de derechos humanos había entrado en la escena
político-constitucional. Tenía algunas intuiciones desde la perspectiva
regional —el marco de la oea— y de los Estados Unidos —la adopción
oficial de este lenguaje por Carter—, pero no tenía conciencia de que ello
fuera un fenómeno global y, por supuesto, no lo podía explicar. Por una
recomendación de Noah Feldman, mi profesor de Derecho Constitucional
en Harvard, leí The Last Utopia de pasta a pasta, casi sin parar, absorbido por
su prosa e hipótesis sugestivas. El libro no solo era una explicación teórica
que cerraba una parte de mi investigación sobre la historia constitucional
latinoamericana de los ochenta, sino que quedé con ese sentimiento de
que era un libro que me encantaría haber tenido la capacidad, el conoci-
miento, la intuición y la gracia para haberlo escrito. Así que un tiempo
después, con esta sensación que no se disipaba, propuse al autor, a Nicolás
Morales en la Editorial de la Pontificia Universidad Javeriana y a Roberto
Vidal en el Instituto Pensar traducir esta fascinante obra. Cada uno de
ellos se entusiasmó con el proyecto, y espero que el lector se contagie de la
emoción que ha producido la publicación de este libro en todos nosotros.
En esta presentación quiero invitar al lector a dos ejercicios mientras
lee: primero, reflexionar sobre algunas de las líneas teóricas que este
texto implícitamente desarrolla en materia de historia del derecho y, en

1
Jorge González, Estados de excepción y democracia liberal en América Latina (Bogotá: Editorial
Pontificia Universidad Javeriana, 2015).

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particular, del derecho internacional de los derechos humanos. Segundo,


proponer una lectura “politizada” del texto particularmente para el Sur
global, la cual puede contribuir a problematizar lecturas tradicionales
sobre el viaje de instituciones jurídicas como un tráfico de una sola vía
del centro a la periferia.
Con respecto a la primera línea de reflexiones, el texto presenta una
narrativa histórica que parte de una pregunta sobre las discontinuidades
en el tiempo de un objeto de estudio: los derechos humanos. A través de
la historia Moyn distingue el movimiento de derechos humanos, el cual
hoy controla buena parte de nuestra imaginación política, de la temprana
formulación de los derechos individuales de las revoluciones liberales y
de la declaración de 1948. La pregunta que guía la pesquisa histórica es
sobre la diferencia entre los modos contemporáneos de pensar y los del
pasado. Se trata de una historia que justifica los derechos humanos actuales
no por su linaje y pasado inmemorial, sino por la relevancia política que
tuvieron al nacer y que conservan (o no) en el mundo contemporáneo2.
Esta posición de Moyn es revisionista en la medida en que enfatiza las rup-
turas y discontinuidades del proyecto de derechos humanos, cuestionando
las búsquedas de los orígenes y enfatizando los cambios ideológicos y la
forma como distintos paradigmas ideológicos del derecho internacional
han limitado o ampliado la imaginación de los seres humanos, constru-
yendo los espacios de lo posible o lo imposible3. Para quienes defienden
la inmanencia de los derechos humanos y celebran su llegada como un
ascenso continuo, la historia es incómoda; para quienes pensamos en cier-
tos problemas, sesgos y paradojas en los derechos humanos como lingua
franca del activismo social, esta historia es una bocanada de aire fresco.
La apuesta de Moyn es por una historia intelectual o de las ideas. No
quiero establecer una distinción entre estas y las planteo como equivalen-
tes. Me refiero a un tipo de historia que se concentra en la forma como se
construyen las doctrinas jurídicas a partir de categorías que la comunidad
que participa en la formación del campo considera pertinentes y váli-
das. Las propias comunidades de conocimiento terminan formando los
argumentos-tipo, los términos y las conexiones entre ellos que resultan
válidos4. Por supuesto, los contextos sociales y los actores son importantes

2
Una síntesis reciente que muestra lo polémico del campo de Moyn y de su tesis sobre el surgi-
miento del movimiento en 1977 puede verse en Bill Bowring, “Why We Should Worry about the
Theoretical Foundations of Human Rights Law and Practice”, Critical Legal Thinking. Law and
the Political, febrero 11, 2015, http://criticallegalthinking.com/2015/02/11/worry-theoretical-
foundations-human-rights-law-practice/.
3
En este contexto, este es un uso de la historia o del pasado similar a lo planteado por Michel
Foucault en Nietzsche, la genealogía y la historia (Valencia: Pre-textos, 1997).
4
Respecto a aspectos políticos de esta práctica puede verse P. G. Monateri, “Gayo el Negro: una
búsqueda de los orígenes multiculturales de la ‘tradición jurídica occidental’”, en La Invención del

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jorge gonzález jácome 9

para entender donde se desarrollan las ideas, pero el enfoque acá se hace
en las reglas de un discurso que la comunidad determina como válidas en
un momento determinado5. Es en este contexto que la pregunta es rele-
vante para el gremio de los abogados internacionalistas (y quizá algunos
constitucionalistas), pues muestra lo contingentes que son algunas formas
de pensar sobre el derecho internacional y los derechos humanos y cómo
la disciplina presenta cambios no solamente con respecto a las fuentes
formales, sino en las maneras de pensar su estructura, su rol, sus fines y
sus relaciones con otras áreas. El texto presenta una interesante forma
para mostrar los debates políticos entre los abogados por determinar los
contenidos válidos de un campo.
Por último, quisiera plantearle al lector, a quien imagino en zonas peri-
féricas o semiperiféricas en materia de producción teórica y dogmática jurí-
dica —América Latina o España—, que cuestione el rol que se ha planteado
para estas zonas del mundo en la construcción del derecho occidental. La
visión clásica las veía como apéndices de las culturas o familias jurídicas
prestigiosas6; algunas visiones reivindicativas del derecho comparado
muestran que los países receptores de la periferia o la semiperiferia no son
apéndices pasivos, sino receptores activos que transforman el significado
inicial de la disposición normativa, institución o teoría transferida7. Pero
la visión que podemos intuir del texto de Moyn es que las construcciones
que se producen en “la periferia” no son solamente impulsadas por el
trasplante, sino por la manera como los actores de ella misma tratan de
impactar el discurso global. No se trata de adaptación de lo que viene del
centro: se trata de juristas yendo a un espacio de debate global disputando
el significado de los términos. Pueden verse al menos dos ejemplos en el
caso de Moyn: la estructuración del debate sobre el derecho a la autode-
terminación de los pueblos y la intervención de africanos y asiáticos, y la
revuelta de los derechos humanos en la que los latinoamericanos influ-
yeron en la activación de un discurso con nuevas categorías y en la puesta
en marcha de un sistema institucional hasta entonces dormido8. Así es
que en esta visión existe una discusión sobre la forma como se construye

Derecho Privado, ed. Carlos Morales et. al. (Bogotá: Siglo del Hombre, Instituto Pensar, Universidad
de los Andes, 2006), 95.
5
Es la idea de Michel Foucault, The Archaeology of Knowledge (New York: Vintage Books, 2011).
6
El ejemplo clásico de esto es René David, Los grandes sistemas jurídicos contemporáneos (Madrid:
Aguilar, 1968).

7
Se trata de la visión brillantemente difundida por Diego López Medina, Teoría impura del derecho.
La transformación de la cultura jurídica latinoamericana (Bogotá: Legis, 2004).
8
Contrástese este argumento con la reconstitución histórica sobre el juicio a las juntas militares
en Argentina el cual ocasionó un efecto de cascada en lo que se refiere a investigaciones judiciales
y juicios por violaciones a derechos humanos. Véase Kathryn Sikkink, The Justice Cascade. How
Human Rights Prosecutions are Changing World Politics (New York: W.W. Norton, 2011).

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el vocabulario global en el que la “periferia” o “semiperiferia” impactan


no solamente por medio de recepciones creativas. Probablemente esto
puede ser más claro en el derecho internacional, pero esta vía ofrece una
alternativa para repensar el rol del Sur global en la producción de los modos
globales de pensar el derecho en occidente.
Invito entonces a lectores interesados en los derechos humanos a
abordar este texto. Para los no abogados, creería que solamente el capítulo
5 representa un interés disciplinar que quizá les puede ser ajeno porque
habla de la configuración del área del derecho internacional de los derechos
humanos como campo en la academia jurídica estadounidense. Incluso
para el abogado hispanoamericano este capítulo puede resultar ajeno, pero
en todo caso invitaría a su lectura por dos razones: en primer lugar porque
muestra la manera como se construye la politicidad de un campo jurídico
—el derecho internacional— que termina por enfrentar a los abogados. En
segundo lugar, la hipótesis de este último capítulo muestra cómo a veces
los desarrollos doctrinales en el derecho, los que tienen que ver con el
vocabulario y las ideas jurídicas como tales, tienen una íntima relación
con los movimientos sociales. El movimiento de los derechos humanos
impactó notablemente el campo del derecho internacional: antes de que
el movimiento naciera, creciera y se reprodujera rápidamente alrededor del
mundo, el derecho internacional no tenía como eje los derechos humanos.
Solamente después de los setenta se produjo este desarrollo. Así, los mapas
de ideas jurídicas y políticas que este libro invita a construir por vía de
ejemplo, cuenta rupturas y continuidades en diversos campos, realzando
sus politicidades y mostrando la conexión con las movilizaciones sociales.
Termino estas líneas agradeciendo a Sam Moyn por su entusiasmo
con el proyecto y confianza con el trabajo del traductor, al equipo de la
Editorial Pontificia Universidad Javeriana por su impecable trabajo y a
Julio Andrés Sampedro, decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas de
la misma universidad, por su incondicional apoyo para esta publicación.
Feliz lectura para todos.

Jorge González Jácome

Barcelona, febrero 17 de 2015

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Prólogo

Cuando las personas escuchan el término “derechos humanos” piensan


en los preceptos morales e ideales políticos más elevados. Y tienen razón
en hacerlo. Tienen en mente una serie de prerrogativas liberales indispen-
sables y algunas veces principios más amplios de protección social. Pero
también hacen referencia a algo más. Este término implica una agenda
para hacer del mundo un mejor lugar y ayudar incluso a crear uno nuevo
en el que la dignidad de cada individuo tenga protección internacional.
A todas luces este es un programa utópico: considerando los estándares
políticos que se aducen y las pasiones que despierta, este programa se
construye a partir de la imagen de un lugar que aún no ha sido posible
erigir; promete penetrar las inexpugnables fronteras estatales y reempla-
zarlas paulatinamente por la autoridad del derecho internacional. Los
“derechos humanos” se ufanan de realizar este programa trabajando de
la mano con los Estados cuando ello sea posible, pero también intentan
denunciarlos y avergonzarlos públicamente cuando violan las normas
más elementales. En este sentido, los derechos humanos han llegado a
definir las aspiraciones más elevadas de los movimientos sociales y las
entidades políticas —estatales e interestatales—, evocando esperanzas y
motivando a la acción.
Es sorprendente que este programa haya alcanzado una difusión con-
siderable alrededor del mundo hasta hace poco tiempo. Durante la década
de los setenta el espacio moral de Occidente se transformó abriendo una
zona que no existía con anterioridad para que se produjera la fusión entre
un cierto tipo de utopismo y el movimiento internacional por los derechos
humanos. Los derechos del hombre fueron proclamados en la era de la
Ilustración, pero eran tan profundamente diferentes a los de hoy sobre

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todo en cuanto a sus consecuencias prácticas —a punto tal de incluir las


revoluciones violentas— que pueden considerarse como una concepción
completamente distinta. En 1948, con posterioridad a la Segunda Guerra
Mundial, se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Pero ello no era tanto el anuncio de una nueva era sino sobre todo una
corona funeraria puesta sobre la tumba de las esperanzas nacidas en el
tiempo de la guerra. El mundo miró hacia arriba por un instante. Luego
reanudó sus agendas de posguerra, las cuales se habían concretado por la
misma época del nacimiento de las Naciones Unidas —organización que
había patrocinado la Declaración—. La prioridad de estas agendas era la
victoria de alguna de las dos visiones de la Guerra Fría, bien para los Estados
Unidos o para la Unión Soviética, y la división del continente europeo que
estaban repartiéndose. De igual modo, la lucha por la descolonización de
los territorios imperiales hizo de la Guerra Fría una lucha global, incluso
a pesar de que algunos de los nuevos Estados intentaron marginarse de
la rivalidad para construir un camino propio. Los Estados Unidos, que
habían inflado las esperanzas globales durante la Segunda Guerra para la
construcción de un nuevo mundo cuando el conflicto terminara e introdu-
jeron tímidamente la idea de “derechos humanos”, pronto abandonaron
esta frase. De otro lado, la Unión Soviética y las fuerzas anticolonialistas
estaban más comprometidas con ideas colectivistas sobre la emancipa-
ción —comunismo y nacionalismo— como el camino para el futuro y
no se interesaban en el reclamo directo de derechos individuales ni en su
consagración en el derecho internacional.
Incluso en 1968, declarado por la onu como el Año Internacional de
los Derechos Humanos, estos derechos continuaron siendo marginales
como concepto articulador, y prácticamente inexistentes como movimien-
to social. La onu organizó el vigésimo aniversario de la conferencia en
Teherán, Irán, para recordar y revivir los malogrados principios. La escena
fue algo fuera de lo común. El dictador, el shah Mohammad Reza Pahlavi,
abrió la conferencia en la primavera atribuyendo el descubrimiento de los
derechos humanos a sus viejos compatriotas; la tradición milenaria del
emperador persa Ciro el Grande, afirmó el shah, había sido perpetuada e
implementada gracias al respeto de su dinastía por los principios morales.
Las reuniones que siguieron, lideradas por su hermana, la princesa Ashraf,
evidenciaron una interpretación de los derechos humanos que hoy no
es plausible: la liberación de las naciones anteriormente sometidas al go-
bierno imperial fue presentada como el avance más significativo hasta el
momento, el resultado de la larga marcha de los derechos humanos y el
modelo que debía ser plenamente realizado —sobre todo en Israel, del cual
se habló particularmente a la luz de sus adquisiciones luego de la Guerra
de los Seis Días contra sus vecinos árabes—. Pero aparte de la onu en 1968,

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Samuel Moyn 13

los derechos humanos no se habían convertido aún en un poderoso con-


junto de ideales y este aspecto es más importante que todo lo que sucedió
en el evento montado por el shah1. A medida que la conferencia avanzaba
conforme a un libreto prestablecido, en el mundo real explotaban las
revueltas. Mayo del 68 llevó a París la mayor convulsión de la posguerra
con estudiantes y trabajadores paralizando el país y demandando la fina-
lización de los compromisos de clase media. En diversos lugares alrededor
del mundo, desde el este de Europa hasta China y a través de los Estados
Unidos desde Berkeley hasta Nueva York, la gente —especialmente la gente
joven— exigía un cambio. Aparte de quienes estaban en Teherán, en medio
de la convulsión global que reclamaba un mundo mejor, nadie consideraba
que ese mundo debía gobernarse por medio de los “derechos humanos”.
El drama de los derechos humanos, entonces, es que emergieron en
la década de los setenta aparentemente de la nada. Si la Unión Soviética
en general había perdido credibilidad (y la aventura vietnamita de Es-
tados Unidos generaba igualmente la indignación internacional), los
derechos humanos no eran los beneficiarios inmediatos de esta situación.
Otras utopías prosperaron durante la crisis del orden global construido
a partir de las superpotencias de los años sesenta. Esta últimas clamaban
por la construcción de comunidad, redimiendo así a los Estados Unidos
del vacío consumismo, por crear un “socialismo con un rostro humano”
en el imperio soviético, o por la ulterior liberación del llamado neocolo-
nialismo en el tercer mundo. Para ese entonces no había nada cercano a
organizaciones no gubernamentales que buscaran trabajar en pro de los
derechos humanos; Amnistía Internacional, una incipiente agrupación,
permaneció prácticamente desconocida. Desde los años cuarenta hasta
1968, las pocas ong que sí vieron los derechos como parte de su misión
lucharon por ellos dentro del marco de las Naciones Unidas, pero la confe-
rencia en Teherán confirmó el agónico sinsentido de este proyecto. Un jefe
de muchos años de una ong, Moses Moskowitz, observó amargamente
luego de la conferencia que la idea de los derechos humanos “aún tenía
que despertar la curiosidad del intelectual, revolver la imaginación del
reformista político y social y evocar la respuesta emocional del moralista”2.
Estaba en lo cierto.
No obstante, en la década siguiente los derechos humanos empezarían
a ser invocados a lo largo y ancho del mundo desarrollado y por muchas
más personas comunes y corrientes que en el pasado. En lugar de referirse

Véase onu, Documento A/Conf.32/SR.1–13 (1968). Compárese con Roland Burke, “From
1

Individual Rights to National Development: The First un International Conference on Human


Rights, Tehran, 1968”, Journal of World History, 19, n.° 3 (2008): 275-96.
2
Moses Moskowitz, “The Meaning of International Concern with Human Rights”, en René
Cassin: Amicorum Discipulorumque Liber, 4 vols. (Paris: A Perdone, 1969), 1:194.

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a la liberación colonial y a la creación de naciones independientes, los


derechos humanos ahora significaban más frecuentemente la protección
individual frente al Estado. Amnistía Internacional se convirtió en una
entidad visible y, como antorcha de nuevos ideales, ganó el Premio Nobel
de la Paz en 1977 gracias a su trabajo. La popularidad de este nuevo modelo
de defensa y promoción de los derechos humanos transformó para siem-
pre lo que significaba movilizarse por causas humanas y dio origen a una
nueva marca para la promoción de estos derechos basada en la idea de un
ciudadano internacional. Los occidentales dejaron atrás el sueño de la revo-
lución —tanto para sí mismos como para el tercer mundo que alguna vez
habían gobernado— y adoptaron otras tácticas, imaginándose un derecho
internacional de los derechos humanos como el administrador de normas
utópicas y como el mecanismo para su satisfacción. Incluso los políticos,
notablemente el presidente estadounidense Jimmy Carter, empezaron a
invocar los derechos humanos como una razón fundamental para guiar la
política exterior de los Estados. Y aún más evidente, la relevancia pública
de los derechos humanos se disparó si se mide simplemente por el número
de veces en que el término apareció en los periódicos, desembocando en la
actual preponderancia de los derechos humanos. Casi sin uso antes de los
años cuarenta, década en la que experimentaron un modesto incremento,
las palabras “derechos humanos” se imprimieron en 1977 en el New York
Times cerca de cinco veces más a menudo de lo que se habían usado en
cualquier otro año anterior en la historia de esta publicación. El mundo
moral había cambiado. “La gente cree que la historia es algo que sucede a
la larga”, dice Philip Roth en una de sus novelas, “pero la verdad es que se
trata de algo muy repentino”3. Nunca esto ha sido tan cierto como en la
historia de los derechos humanos.
No es posible entender el surgimiento reciente y el poder contempo-
ráneo de los derechos humanos sin concentrarse en su aspecto utópico: la
imagen de otro mundo mejor con dignidad y respeto, valores que se en-
cuentran en la base de su atractivo, incluso cuando los derechos humanos
parecen ocuparse de reformas lentas y graduales. Sin embargo, lejos de ser
el único idealismo que ha despertado la fe y el activismo en el curso de los
acontecimientos humanos, los derechos humanos emergieron histórica-
mente como la última utopía —la cual adquirió su poder y preminencia
porque otras visiones colapsaron—. Los derechos humanos solo son una
versión moderna específica del viejo compromiso de Platón y el Deutero-
nomio —y Ciro el Grande— con la causa de la justicia. Incluso entre los

3
Phillip Roth, Pastoral americana (Barcelona: Random House Mondadori, 2010), 115. [N. del T.:
los libros citados por el autor en la edición original están escritos en inglés. He remplazado las
referencias originales por las ediciones en castellano en los casos en los que ello es posible]

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modelos modernos de libertad e igualdad, los derechos humanos son solo


uno entre muchos; están lejos de haber sido los primeros en hacer de las
aspiraciones globales de los seres humanos un asunto capital. Los derechos
humanos tampoco son el único grito de guerra imaginable alrededor del
cual los movimientos populares de base se pueden construir. Tal como lo
entendió adecuadamente Moses Moskowitz justo antes de que adquirieran
la prominencia que hoy tienen, los derechos humanos tendrían que ganar
o perder, en primer lugar, en el terreno de la imaginación. Y para que ellos
ganaran, otros tendrían que perder. En el campo del pensamiento, tal como
ocurre en el de la acción social, los derechos humanos son entendidos
de una mejor manera como sobrevivientes: el dios que no falló cuando
otras ideologías políticas lo hicieron. Si evitaron su fracaso ello se debió,
sobre todo, a que eran entendidos como una alternativa moral frente a la
bancarrota de las utopías políticas.
Los historiadores en los Estados Unidos empezaron a escribir la histo-
ria de los derechos humanos hace una década. Desde entonces un nuevo
campo se ha formado y florecido. Casi unánimemente, los historiadores
contemporáneos han celebrado la aparición y el progreso de los derechos
humanos acompañando los recientes entusiasmos de trasfondos históricos
edificantes y optimistas, difiriendo principalmente sobre la localización del
verdadero momento de ruptura en los griegos o judíos, los cristianos medie-
vales o los filósofos de la edad moderna, los revolucionarios democráticos
o los héroes abolicionistas, los internacionalistas estadounidenses o los
visionarios antirracistas. En la reconstrucción de la historia del mundo
como materia prima para el ascenso progresivo de los derechos humanos
internacionales, los historiadores raramente han aceptado que la historia
dejó abiertos diversos caminos para el futuro en lugar de allanar una sola
vía hacia los modos de pensamiento y acción contemporáneos. Adicional-
mente, en el estudio reciente de los derechos humanos, los historiadores,
al llegar a la escena, han sido reacios a verlos como solo una entre otras
ideologías atractivas. En su lugar, han usado la historia para confirmar su
ascenso inevitable sin registrar las decisiones que se tomaron y los acci-
dentes históricos que ocurrieron. Una aproximación diferente es necesaria
para revelar los verdaderos orígenes de este programa utópico tan reciente.
Los historiadores de los derechos humanos se aproximan a este tema,
a pesar de su novedad, de la misma forma en que los historiadores de la
Iglesia se aproximan al suyo. Consideran los fines fundamentales de los
derechos humanos —tal como el historiador de la Iglesia consideraba a
la religión cristiana— como una verdad salvadora, descubierta en con-
traposición a construida a través de la historia. Si un fenómeno histórico
puede mostrarse como un precursor de los derechos humanos, aquel es
interpretado como si llevara inevitablemente a ellos de forma similar a

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como la historia de la Iglesia trató por mucho tiempo al judaísmo, como un


movimiento protocristiano simplemente confundido sobre su verdadero
destino. Mientras tanto, los héroes que son vistos como movilizadores de
la causa de los derechos humanos en el mundo —tal como los apóstoles y
santos del historiador de la Iglesia— son tratados con una admiración acríti-
ca. Con el propósito de propiciar la imitación moral de quienes persiguen la
llama, la hagiografía se convierte en el género principal. Y las organizaciones
que finalmente parecen institucionalizar los derechos humanos son trata-
das como la Iglesia temprana: una incipiente, y ojalá universal, comunidad
de creyentes luchando por el bien en un valle de lágrimas. Si se fracasa en
la causa es culpa del mal; si se tiene éxito no es por una coincidencia sino
porque la causa era justa. Estas aproximaciones proveen los mitos que
el nuevo movimiento quiere o necesita. Estos mitos coinciden con un
consenso público y políticamente consecuente sobre las fuentes de los
derechos humanos, los cuales aparecen frecuentemente en comentarios
periodísticos y en discursos políticos como una causa tanto antigua como
obvia. Tanto los historiadores como los expertos apuntan, a más tardar, a
la década de los cuarenta como la era crucial del surgimiento y victoria de
los derechos humanos. Observadores sofisticados —por ejemplo Michael
Ignatieff— ven los derechos humanos como un antiguo ideal que finalmen-
te se materializó como respuesta al Holocausto, lo cual puede ser el mito
más repetido universalmente sobre sus orígenes. En la década de los no-
venta, una era de limpieza étnica en el sureste de Europa y en otros lugares,
durante la cual los derechos humanos tuvieron un atractivo literalmente
milenario en el discurso público de Occidente, se convirtió en lugar común
asumir que, incluso desde su nacimiento en un momento de sabiduría
post-Holocausto, los derechos humanos se incrustaron lentamente pero
de manera firme en la conciencia de los seres humanos, ocasionando una
revolución con un tinte moral. En medio de la euforia muchas personas
creyeron que una orientación moral segura nacida de la conmoción que
siguió al Holocausto, y prácticamente irrefutable en sus premisas, estaba a
punto de desplazar el interés y la fuerza como fundamentos de la sociedad
internacional. Esta línea de argumentos hace perder de vista que, sin el
impacto transformador de los eventos ocurridos en la década de los setenta,
los derechos humanos no se hubieran convertido en la utopía del presente
y no habría movimiento alguno alrededor suyo.
Una historia alternativa de los derechos humanos como una cronología
mucho más reciente se ve muy diferente a estas aproximaciones conven-
cionales. En lugar de atribuir sus fuentes a la filosofía griega y a la religión
monoteísta, al derecho natural europeo y a las revoluciones de la temprana
Modernidad, al horror contra la esclavitud estadounidense y a la matanza
judía perpetrada por Hitler, esta historia muestra que los derechos humanos,

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Samuel Moyn 17

como un ideal y movimiento internacional poderoso, tienen un origen


específico en una fecha mucho más reciente. Es cierto, los derechos han
existido desde hace mucho, pero desde el principio eran parte de la autori-
dad del Estado y no se invocaban para trascenderlo. A lo largo de la historia
moderna fueron más visibles en el nacionalismo revolucionario —hasta que
los “derechos humanos” desplazaron al nacionalismo revolucionario—. La
década de los cuarenta terminó siendo crucial, sobre todo por la Declaración
Universal que quedó atrás, pero es fundamental preguntarse por qué los
derechos humanos no lograron interesar a muchas personas —ni siquiera
a los abogados especializados en derecho internacional— en esa época e
incluso en las décadas siguientes. En realidad, los derechos humanos eran
marginales en la retórica del periodo de la guerra y en la reconstrucción de
posguerra, no eran centrales para los resultados que se buscaban. Contrario
a las suposiciones convencionales, en la posguerra no había una conciencia
mundial sobre el Holocausto y por ello los derechos humanos no podían
ser una respuesta a ella. Más aún, ningún movimiento internacional por los
derechos emergió en ese momento. Esta historia alternativa se ve obligada,
en consecuencia, a asumir como su principal reto entender por qué no fue a
mediados de los cuarenta sino a mediados de la década de los setenta que los
derechos humanos vinieron a definir las esperanzas futuras de las personas,
convirtiéndose en el fundamento de un movimiento internacional y una
utopía del derecho internacional.
El ascenso ideológico de los derechos humanos en la memoria viva
fue la consecuencia de una combinación de historias separadas que in-
teractuaron en una explosión impredecible. Las coincidencias tuvieron
un papel, tal como ocurre en todos los acontecimientos humanos, pero
lo que más importaba era el colapso de esquemas universales previos y la
construcción de los derechos humanos como una alternativa atractiva
a ellos. En el umbral están las Naciones Unidas, las cuales introdujeron
los derechos humanos, pero para que el concepto empezara a tener más
importancia la organización a su vez tenía que dejar de ser la institución
esencial en donde se iba a desarrollar este ideal. En la década de los cuarenta,
las Naciones Unidas se erigieron como un concierto de grandes potencias
que se rehusaban a romper tanto con la soberanía como con los imperios.
Desde el principio, ella fue tan responsable por la irrelevancia de los de-
rechos humanos como por su desglose en una lista de prerrogativas. Y el
surgimiento de nuevos Estados nacionales luego del proceso de descolo-
nización, desestabilizador para la organización en otros sentidos, cambió
el significado del propio concepto de los derechos humanos pero los dejó
en una posición periférica en el escenario internacional. En cambio, fue
solamente en la década de los setenta cuando un movimiento social ge-
nuino alrededor de los derechos humanos hizo su aparición, capturando

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18 La última utopía

los espacios políticos de vanguardia y trascendiendo las instituciones


gubernamentales, especialmente las de carácter internacional.
Efectivamente, hubo una cantidad de catalizadores para esta explo-
sión: la búsqueda de una identidad europea por fuera de los términos de
la Guerra Fría; la recepción de disidentes, periodistas e intelectuales sovié-
ticos y unos años después también procedentes de otros países de Europa
Oriental; y el desplazamiento liberal de los Estados Unidos en materia de
política exterior al adoptar términos morales novedosos luego del desastre
en Vietnam. Igualmente significativo, pero menos reconocido, fue el final
del colonialismo formal y la crisis del Estado poscolonial, particularmente
a los ojos de Occidente. La mejor explicación general sobre los orígenes
de este movimiento social y el discurso común alrededor de los derechos
continúa siendo el colapso de otras utopías previas, tanto las que se basa-
ban en el Estado nación como aquellas fundadas en alguna versión u otra
del internacionalismo. Estos eran sistemas de creencias que prometían un
estilo de vida libre pero terminaron en ríos de sangre, u ofrecían emanci-
pación frente al imperio y al capital pero repentinamente se terminaron
convirtiendo en una suerte de tragedias oscuras en lugar de ser esperan-
zas luminosas. En medio de esta atmósfera surgió un internacionalismo
construido alrededor de los derechos individuales, y apareció porque fue
definido como una alternativa pura en una era de traiciones ideológicas
y colapso político. Fue entonces cuando el término “derechos humanos”
entró en el lenguaje común del idioma inglés. Y es desde este momento
reciente que los derechos humanos han definido el presente.
Renunciar a hacer la historia de la Iglesia no es celebrar en su lugar una
misa negra. Escribí este libro a partir de un profundo interés —incluso de
una admiración— por el actual movimiento por los derechos humanos, el
utopismo de masas más inspirador que los occidentales han tenido frente a
ellos en las décadas más recientes. Para los utopistas de hoy el movimiento
es sin duda un punto de partida. Pero especialmente para quienes sienten
su poderosa atracción, los derechos humanos tienen que ser abordados
como una causa humana y no como un proyecto inevitable a largo plazo
y con una autoevidencia moral presumida desde el sentido común. Un
mejor entendimiento de cómo fue que los derechos humanos llegaron
al mundo en medio de la crisis del utopismo revela no solamente sus
orígenes históricos sino su situación contemporánea de manera mucho
más exhaustiva que otras aproximaciones. El surgimiento de los derechos
humanos se dio, así, luego de pagar un precio muy alto en una era en la
que otras viejas y atractivas utopías murieron.
La verdadera historia de los derechos humanos es importante, sobre
todo, para valorar las perspectivas de hoy y del futuro. Si de hecho con-
densan una serie de valores que han existido desde hace mucho tiempo, es

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Samuel Moyn 19

igualmente relevante entender de manera más honesta cómo y cuándo fue


que los derechos humanos tomaron forma y se convirtieron en un pode-
roso conjunto de aspiraciones aceptado por un gran número de personas
para lograr un mundo mejor y más humano. Después de todo, han hecho
mucho más para transformar el terreno de las ideas que para cambiar el
mundo como tal. A través de su surgimiento como la última utopía luego
de que los predecesores y rivales colapsaran, los dilemas más complejos
para el movimiento ya estaban presentes. Aunque nacieron como una
alternativa a los grandilocuentes proyectos políticos —o incluso como
un espacio de crítica moralista contra la política—, los derechos humanos
forzosamente tuvieron que asumir el gran proyecto político de proveer
un trasfondo global para el logro de la libertad, identidad y prosperidad.
Fueron forzados, lentamente pero de manera decidida, a asumir el propio
maximalismo que habían evitado para su propio ascenso.
Este dilema contemporáneo debe ser enfrentado directamente y una
historia celebratoria de sus orígenes es de poca ayuda. Pocos fenómenos po-
derosos en la actualidad, luego de ser investigados rigurosamente, pueden
considerarse eternos e inevitables y el movimiento por los derechos huma-
nos no es ciertamente uno de ellos. No obstante, esto también significa que
los derechos humanos no son tanto una herencia que debe ser preservada
sino una invención que debe rehacerse —o incluso dejarse atrás— si su pro-
grama aspira a ser relevante y vital en lo que ya es un mundo muy distinto
a aquel en el que recientemente surgieron. Nadie sabe a ciencia cierta, a la
luz de la inspiración que ellos proveen y los retos que deben enfrentar, qué
clase de mundo mejor pueden construir los derechos humanos. Y nadie
sabe si otra utopía puede aparecer en el futuro en caso de descubrir que
tienen graves fallas, tal como los derechos humanos alguna vez surgieron
a partir de las ruinas de sus predecesores. Los derechos humanos nacieron
como la última utopía —pero un día podría aparecer otra—.

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La humanidad antes
de los derechos humanos

“Cada escritor crea a sus precursores”, escribe Jorge Luis Borges en una
extraordinaria reflexión sobre la relación de Franz Kafka con la historia de
la literatura. “Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha
de modificar el futuro”1. Desde el filósofo griego Zenón, a través de fuentes
oscuras y famosas a lo largo de los siglos, Borges presenta una colección
de los diversos dispositivos estilísticos de Kafka e incluso algunos de sus
aparentemente exclusivas obsesiones personales —todas existentes antes
de que Kafka naciera—. Borges explica: “Si no me equivoco, las heterogé-
neas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no
todas se parecen entre sí”. ¿Cómo, entonces, pueden interpretarse estos
textos tempranos? Los viejos escritores estaban tratando de no ser Kafka
sino ellos mismos. Y las “fuentes” no eran suficientes por sí mismas para
que Kafka existiera: nadie los hubiera considerado como precursores de
Kafka si este último no hubiera existido. El punto de Borges sobre “Kafka
y sus precursores”, entonces, es que no existen estos últimos. Si el pasado
se lee como una preparación para un sorprendente evento reciente ambos
terminan distorsionados. El pasado es tratado como si fuera simplemente
el futuro a la espera de realizarse. Así, el sorprendente evento reciente es
tratado como si fuera menos sorpresivo de lo que realmente es.

1
Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones (Buenos Aires: Emecé, 1966), 147-48.

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22 La última utopía

Lo mismo puede decirse de los derechos humanos contemporáneos


considerados como un conjunto de normas políticas globales que forman
una especie de credo para el movimiento social transnacional. Desde que
el término fue acuñado en inglés en la década de los cuarenta, y de manera
más frecuente en las últimas décadas, ha habido muchos intentos de explicar
las raíces de los derechos humanos —pero sin la advertencia de Borges de
que la sorprendente discontinuidad no solo deja el pasado atrás sino que
además lo consuma—. Las exposiciones clásicas empiezan con los estoicos
de la filosofía griega y romana, y continúan a través del derecho natural
medieval y los derechos naturales de la modernidad, terminando en las
revoluciones atlánticas de Estados Unidos y Francia, con la Declaración
de Independencia de 1776 y la Declaración de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano de 1789. Para ese entonces, a más tardar, se asume que
la suerte ya estaba echada. Estos son pasados construidos para apoyar
la narrativa: se crean precursores luego de ocurrido el hecho. La peor
consecuencia de estas historias que sostienen el mito de las raíces es que
nos distraen de las condiciones reales de los desarrollos históricos que
intentan explicar. Si los derechos humanos son tratados como si siempre
hubieran estado allí, o como si se viniera trabajando en ellos desde hace
tiempo, las personas no se enfrentarán a las verdaderas justificaciones
que se han vuelto tan poderosas en la actualidad ni evaluarán si ellas son
aún convincentes.
De todas las confusiones más llamativas relacionadas con la búsqueda
de “precursores” de los derechos humanos, hay una que ocupa el palco de
honor. Lejos de ser argumentos para trascender al Estado y a la nación, los
derechos proclamados en las revoluciones políticas modernas y defendidos
desde entonces fueron esenciales para la construcción del Estado nación y
no llevaron a ningún lado hasta hace relativamente poco. Hannah Arendt
vio esto claramente, aunque no hizo explícitas las consecuencias para la
historia del derecho. En un famoso capítulo de Los orígenes del totalitarismo¸
Arendt sostuvo que el llamado “derecho a tener derechos” otorgado por la
membresía a una colectividad siguió siendo el aspecto clave de los nuevos
valores enumerados por la Declaración Universal de los Derechos Huma-
nos: sin la inclusión en una comunidad, la afirmación de los derechos,
por sí sola, no tenía sentido2. Los derechos habían nacido como las prerro-
gativas fundamentales de los ciudadanos; en el presente, de acuerdo con
Arendt, existía el riesgo de que se convirtieran en la última oportunidad de
los “seres humanos” que no eran miembros de una comunidad y por ende
carecían de protección. Estaba en lo cierto: hay una diferencia evidente y
fundamental entre los derechos de las revoluciones modernas, los cuales se

2
Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (Bogotá: Taurus, 1978).

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derivaban de pertenecer a una comunidad política, y lo que eventualmente


se denominó “derechos humanos”. En efecto, los droits de l’homme que
movilizaron las revoluciones modernas y la política del siglo xix deben
ser rigurosamente diferenciados de los “derechos humanos” acuñados en
los 1940 y tan atractivos en las últimas décadas. Los unos implicaban una
política sobre ciudadanía en casa; los otros, una política del sufrimiento
lejos de la nación de origen. Si el movimiento de una a otra concepción
envolvió una revolución en las prácticas y significados, entonces es errado
empezar presentando a los unos como la fuente de los otros3.
Es cierto que los fundamentos conceptuales de los derechos incluso
antes de la Declaración Universal podían ser naturales o incluso “humanos”
para algunos pensadores, en especial en el pico del racionalismo ilustrado.
Sin embargo,incluso en ese entonces había un acuerdo universal de que
esos derechos debían alcanzarse a través de la construcción de espacios
de ciudadanía en donde los derechos se concederían y protegerían. Estos
espacios no solamente proveían las maneras para desafiar la negación de
los derechos ya establecidos; no menos importante, también eran zonas
de lucha sobre el significado de la ciudadanía y el lugar para defender los
viejos derechos y promover los nuevos. En contraste, los derechos humanos
luego de 1945 no establecieron un espacio de ciudadanía comparable, al
menos no fue así al momento de su invención —y quizás no lo han he-
cho desde entonces—. Si ello es así, el evento central en la historia de los
derechos humanos es su reformulación como prerrogativas que pueden
contraponerse a la soberanía del Estado nación desde un lugar externo y
superior, en lugar de considerarse como figuras que sirven para sustentar
sus fundamentos.
Es importante establecer la conexión esencial entre los derechos y el
Estado porque también da nuevas luces a la asociación muy difundida que
se hace de los derechos con el universalismo humanista. Para muchos, los
derechos humanos de hoy son simplemente una versión moderna de una
fe universalista y cosmopolita de vieja data. Generalmente se piensa que si
los griegos o la Biblia anunciaron que la humanidad era solo una, entonces
ellos deben ocupar un lugar en la historia de los derechos humanos. Pero
el hecho es que han existido diversos y opuestos tipos de universalismos
en la historia, estando cada uno de ellos igualmente comprometidos con
la creencia de que los seres humanos son todos parte de un mismo grupo
moral o —tal como lo señala la Declaración de 1948— de una misma
“familia”. De allí en adelante no había acuerdos sobre las características
compartidas por los seres humanos, los bienes que debían reconocerse
como tales y cuáles reglas debían derivarse.

3
Cf. Lynn Hunt, Inventing Human Rights: A History (New York: W.W. Norton & Company, 2007).

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24 La última utopía

A lo largo de la historia del mundo, un universalismo basado en de-


rechos internacionales, por lo tanto, puede considerarse como uno entre
muchos otros. Y de hecho, el enredo de vieja data entre derechos y Estados
ayuda a identificar el lenguaje de los derechos como un cosmopolitismo
muy precario que históricamente instigó la proliferación y competencia
de diferentes Estados y naciones y ayudó poco a imaginar un mundo sin
diferencias morales. Luego de la Ilustración, la búsqueda de los derechos
a través del Estado y la nación daba cuenta de la dificultad de sostener el
propio universalismo que los derechos algunas veces invocaban. Si el Estado
era necesario para crear la política de los derechos, muchos observadores
del siglo xix se preguntaban si los derechos podían tener cualquier otra
fuente real diferente a la propia autoridad estatal y otros fundamentos
distintos a sus significados locales.
Finalmente, la creación del concepto de derechos no significó la ter-
minación inmediata de la rivalidad entre universalismos. A lo largo de la
historia moderna existieron diversos globalismos e internacionalismos,
los cuales tenían que ser superados para que una utopía basada en los
derechos individuales se convirtiera en el lema de quienes esperaban un
mundo mejor. Tal como la doctrina de los derechos incluía un univer-
salismo tardío en la historia del mundo, su reinvención contemporánea
como “derechos humanos”, se entiende mejor como una consecuencia de
su supervivencia luego de una lucha difícil contra viejos y nuevos rivales
internacionalistas. Fue en aquellos desarrollos recientes que la fuente de las
creencias y prácticas contemporáneas puede en buena parte encontrarse;
el resto es historia antigua.
Con alguna regularidad desde que entraron a la arena política, los
derechos humanos han sido proclamados como el “patrimonio de la
humanidad”4. La simple suposición de que los humanos son parte del
mismo grupo puede haber existido desde que las personas se diferen-
ciaron de los dioses y los animales, mucho antes de que se empezara a
escribir la historia, aunque desde entonces los límites entre estos grupos
han sido permeables5. Sin embargo el universalismo humano por sí
solo —incluyendo las versiones del universalismo en la filosofía griega
y la religión monoteísta— no tiene relevancia alguna para la historia de
los derechos humanos por dos razones fundamentales. Una es que estas

4
Jeanne Hersch, ed., Birthright of Man, (Paris: Unesco, 1969), una expansiva publicación de la
Unesco para conmemorar el vigésimo aniversario de la Declaración Universal, sugiriendo la
universalidad temporal y espacial de los derechos humanos.
5
Véase, por ejemplo, Pierre Lévêque, Bêtes, dieux, et hommes: l’imaginaire des premières religions
(Paris: Messidor/Temps Actuels, 1985), y Richard Bulliet, Hunters, Herders, and Hamburgers: The
Past and Future of Human-Animal Relationships (New York: Columbia University Press, 2005),
caps. 2-3.

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fuentes ofrecieron la materia prima para una gran variedad de doctrinas


y movimientos a lo largo de los siglos; la otra es que esto lo hicieron en
conjunción con otros elementos que tendrían que ser eliminados para
llegar más tarde a los “derechos humanos”. Griegos y judíos demandaban
“justicia”, aunque fundamentándola en fuentes naturales y teológicas
muy diferentes. Desde entonces, muchos universalismos sucesores han
aparecido6. Pero sus extrañas concepciones, de la mano de la diversidad
de sus propios legados, hacen simplemente increíble darles crédito por
los orígenes de la moralidad contemporánea. Lo que importa no son los
múltiples avances hacia el universalismo en la historia del mundo, sino
lo que ocurrió para que los derechos humanos parecieran la única clase
de universalismo viable que actualmente existe7.
En las historias convencionales el “cosmopolitismo” de los estoicos
siempre se presenta como el mayor salto hacia las concepciones modernas8.
Para estos filósofos y poetas griegos y romanos, la razón gobierna al mundo;
como todos los seres humanos comparten la razón, entonces pertenecen
a la misma comunidad política. De hecho, fueron los romanos —cuyos
pensadores más importantes fueron profundamente influenciados por
nociones estoicas— quienes acuñaron el propio concepto de “humani-
dad” (humanitas)9. Sin embargo, ni las implicaciones del cosmopolitismo
de los estoicos ni del concepto original de humanidad eran remotamente
similares a las versiones contemporáneas. El tipo de prácticas sociales
excluyentes incentivadas y toleradas en la cultura romana, adoptadas por
los estoicos en principio, sustentan fácilmente este punto en virtud de
las actitudes y el tratamiento hacia los extranjeros, mujeres y esclavos. La
“cosmópolis” estoica unía a todos los hombres pero no lo hacía alrededor

6
Véase Elaine Pagels, “Human Rights: Legitimizing a Recent Concept”, en Annals of the American
Academy of Political and Social Sciences 442 (marzo, 1979): 57-62, también disponible como
“The Roots and Origins of Human Rights”, en Alice H. Henkin, ed., Human Dignity: The
Internationalization of Human Rights, (New York: Aspen Institute for Humanistic Studies/Oceana
Publications/Sijthoff & Noordhoff, 1978).

7
“En la historia han existido”, concluye Sheldon Pollock en su estudio comparado de universalismos
rivales de las zonas lingüísticas del sánscrito y latín, “no solamente uno sino varios cosmopolitis-
mos”. Sheldon Pollock, The Languages of the Gods in the World of Men: Sanskrit, Culture, and Power
in Premodern India (Berkeley: University of California Press, 2006), 280. Véase igualmente Carol A.
Breckinridge et al., eds., Cosmopolitanism (Raleigh: Duke University Press, 2002), 15-54.
8
La versión clásica de este argumento la brinda Ernst Troeltsch, “Das stoisch-christliche
Naturrecht und das moderne profane Naturrecht”, Verhandlungen des ersten deutschen
Soziologentages vom 19.-22. Oktober 1910 in Frankfurt a.-M. (Tübingen: J. C. B. Mohr/Paul
Siebeck, 1911), publicada en inglés como “Stoic-Christian Natural Law and Modern Profane
Natural Law”, en Christopher Adair-Toteff, ed., Sociological Beginnings: The First Conference of
the German Society for Sociology, (Liverpool: Liverpool University Press, 2006).

9
Cf. Richard Reitzenstein, Werden und Wesen der Humanität im Altertum: Rede zur Feier des
Geburtstages Sr. Majestät des Kaisers am 26. Januar 1907 (Strassburg: Kaiser Wilhelms-universität,
1907).

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de un proyecto político reformista; por el contrario, los conducía a una


esfera trascendental de la razón divorciada del ascenso social. En cuanto
a la “humanidad”, el término típicamente implicaba un ideal de diferen-
ciación personal basada en la educación, no impulsaba una noción de
reforma moral, y fue solamente en tiempos modernos que términos como
“humano” y “humanitario” pudieron ser concebidos. Es más, de acuerdo
con Arendt, si la simple humanidad en Roma tenía asociaciones morales
más allá del campo de la formación educativa, ello era poco importante y
no era un valor último.
Un ser humano u homo en el sentido original del vocablo —señalaba
Arendt— designaba a alguien que estaba al margen del derecho y del
cuerpo político de los ciudadanos, por ejemplo un esclavo, pero en eso no
hay duda, un ser irrelevante desde el punto de vista político.10

Al igual que el estoicismo, el cristianismo es evidentemente univer-


salista. Pero si una cosa es estar a favor de algún tipo de cosmopolitismo
y otra cosa es defender específicamente el proyecto de los derechos hu-
manos, entonces el mero hecho de que exista un universalismo cristiano
no lleva a afirmar que la religión abre la posibilidad conceptual y política
de los derechos humanos. Sobre la base de universalismos anteriores,
particularmente aquel de los profetas hebreos, el cristianismo inspiró sus
propias ideas de este tipo a lo largo de los siglos. Sus fundadores, Jesús y
Pablo, elaboraron visiones apocalípticas del inminente reino de Dios en la
Tierra. Tempranamente, la religión ofreció un mensaje esperanzador para
los más humildes que habitaban alrededor del Mediterráneo y, luego de la
conversión del emperador Constantino, contribuyó a que los conceptos
romanos de pertenencia política viajaran de las ciudades a zonas rurales
más apartadas. Mil años más tarde la religión afianzó el derecho natural
medieval. Y a pesar de que su igualitarismo es famoso, las implicaciones
de la cristiandad variaron radicalmente en distintos lugares y momentos
históricos, requiriendo transformaciones muy drásticas para acercarse a
concepciones modernas propias.
La premisa de aquellas narraciones que pretenden defender el origen
religioso de los derechos humanos es que solamente hay que moverse de
las culturas particulares hacia la moralidad universal —y la cristiandad hace
esto posible—. Pero una vez se reconoce que existieron, existen y pueden
existir muchos universalismos, el hecho de que uno u otro movimiento o

10
Hannah Arendt, Sobre la revolución (Madrid: Alianza, 2006), 142. Cf. James Q. Whitman, “Western
Legal Imperialism: Thinking about the Deep Historical Roots”, Theoretical Inquiries in Law 10,
2 (julio, 2009): 313. La propia crítica de Whitman al supuesto origen romano de las fuentes
teóricas y legales aplica igualmente a su tesis de los orígenes cristianos en la medida en que el
imperialismo jurídico es solamente una faceta de los derechos humanos contemporáneos.

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cultura sea universalista —incluso tan llamativa como lo es la cristiandad—


hace que el papel que desempeñe no sea único y necesario en la prehistoria
de los derechos humanos. Del mismo modo, cuando los europeos deja-
ron atrás su propio territorio, y de manera especial en el encuentro con
la desconcertante novedad de las personas que habitaban el continente
americano, se vieron obligados a enfrentar los límites de sus supuestos.
No obstante, en la medida en que para interpretar la diferencia radical con
las culturas indígenas confiaban en las categorías de la filosofía clásica y
la religión medieval, no era tan simple acuñar el término “humanidad”.
Los derechos humanos contemporáneos todavía esperaban su propio
Cristóbal Colón11.
Otra aproximación más prometedora a los “precursores” de los dere-
chos humanos se concentra no en el logro de su alcance universalista sino
en el momento en que las sociedades empezaron a proteger los valores men-
cionados en los listados específicos de las declaraciones revolucionarias y
actuales. Pero esta historia, igualmente, obliga a enfatizar lo accidental y
lo discontinuo. En lugar de ubicar históricamente los universalismos, este
enfoque rastrea la preocupación social aislada por cada derecho, una a la
vez, incluso antes de que estas protecciones se integraran al lenguaje de
los derechos. Este es un ejercicio fascinante y se han propuesto múltiples
fuentes. Dada esta multiplicidad, la lección fundamental es que las preo-
cupaciones que ahora son abordadas a través de una unidad denominada
“derechos humanos” tienen sus propias historias, con diferentes cronolo-
gías y geografías, originadas en tradiciones separadas y por diversas razones.
Eventualmente ellas figuraron en la Declaración Universal y otros listados
canónicos. Sin embargo, tal como en retrospectiva Kafka podría aparecer
como el resultado de un pasado literario dispar una vez Kafka hizo sus
innovaciones, el surgimiento de los derechos específicos no explica en
modo alguno cómo fueron reinterpretados como parte de un listado único
y convertidos más tarde en “derechos humanos”. Nada de lo que resultó
en las declaraciones modernas fue originalmente buscado.
Algunos ejemplos muestran esto con claridad. No es sorprendente
que probablemente el derecho a poseer haya sido uno de los derechos más
frecuentemente afirmados y obstinadamente fortalecidos en la historia del
mundo, aunque típicamente dentro de sistemas jurídicos que no constru-
yeron la reivindicación de derechos basándose en una idea de humanidad.
Luego del derecho romano, los viejos pactos feudales, asegurando aquello
que indistintamente se denominaban libertades, fueros, inmunidades


11
Cf. J. H. Elliot, “The Discovery of America and the Discovery of Man”, Proceedings of the British
Academy n.° 48 (1972): 101-25, y John M. Headley, The Europeanization of the World: On the
Origins of Human Rights and Democracy (Princeton: Princeton University Press, 2008).

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y privilegios, aseguraban la santidad de la posesión; y las protecciones


jurídicas más recientes del capitalismo temprano ponen un peso especial
en la definición y la defensa del derecho de propiedad12. Pero la propia
antigüedad de esta protección y los lenguajes sucesivos construidos para
desarrollarla son piezas de un trasfondo muy distante como para que sirvan
de fundamento para la historia de los derechos modernos.
Irónicamente, los valores incorporados en las que ocasionalmente
se consideran protecciones sociales novedosas son al menos tan antiguos
como la defensa de la propiedad; ambos son anteriores al acuerdo sobre el
alto valor de la inmunidad a las intromisiones sobre el cuerpo de la persona
o los ahora conocidos derechos del proceso penal (incluido el derecho a
no ser torturado). Cuando los derechos humanos explotaron en los años
setenta se enfocaron principalmente en derechos civiles y políticos, y ello
explica que sus parientes cercanos, los derechos económicos y sociales,
vinieron a ser reputados como principios de “segunda generación”. Sin
embargo, a diferencia de muchas protecciones civiles y políticas, la preo-
cupación por la desigualdad y los desequilibrios socioeconómicos aparece
en la Biblia y otras expresiones antiguas de la cultura humana alrededor del
mundo. En la Edad Media europea hubo incluso interesantes defensas de
los “derechos” —por supuesto, no como potestades ciudadanas personales
y garantizadas jurídicamente— que podían usarse en caso de necesitarlas13.
Adicionalmente, aunque la protección de la propiedad privada se convir-
tió en un tema central, la historia de los derechos durante y después de la
Revolución Francesa muestra que hubo un espacio para las preocupaciones
sociales desde un principio.
Si tomamos otro ítem de la lista, tal como la noción de libertad de
conciencia y su inviolabilidad por el Estado, ello implica girar hacia fuen-
tes diversas y más novedosas que también, por accidente, dejaron una
marca en el canon de los derechos humanos modernos. La conciencia
originalmente protestante abrió una brecha entre el aspecto material del
cuerpo humano y un foro interno “libre” desde donde se construía la fe.
La innovación, no exenta de controversia en la sangrienta secuela de la
Reforma, llevó a propuestas para unificar a los Estados bajo la religión de los
príncipes y no simplemente a la aceptación de la pluralidad religiosa dentro
del cristianismo. De manera reveladora, los pensadores que defendieron

12
En este punto hay una historia compleja; véase, por ejemplo, Robert von Keller, Freiheitsgarantien
für Person und Eigentum im Mittelalter: eine Studie zur Vorgeschichte moderner Verfassungsgrundrechte
(Heidelberg: C. Winter, 1933), y Kenneth Pennington, The Prince and the Law, 1200-1600:
Sovereignty and Rights in the Western Legal Tradition (Berkeley: University of California Press, 1993).
13
Véase Gilles Couvreur, Les pauvres ont-ils des droits? Recherches sur le vol en cas d’extrême nécessité
depuis la Concordia de Gratien (1140) jusqu’à Guillaume d’Auxerre (1231) (Rome: Presses de
l’Université Grégorienne, 1961).

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Samuel Moyn 29

los derechos naturales originarios durante el siglo xvii —como el ho-


landés Hugo Grocio y el inglés Thomas Hobbes— consideraron que la
protección de los individuos por parte del Estado era algo primordial y por
ende veían que la aceptación del pluralismo religioso era extremadamente
riesgosa. En su lugar, el valor de la tolerancia fue introducido dentro de
debates religiosos que inicialmente estaban completamente separados
de las elaboraciones teóricas sobre “los derechos”. De hecho, fue forjado
en nombre de la coexistencia de las facciones cristianas y no como una
propuesta secular para hacer de la religión un derecho de carácter privado.
Eventualmente, el aislamiento político de la conciencia como un fuero
interior objeto de protección se convirtió en la afirmación de derechos
relacionados con la libertad de creencias, opinión y quizá incluso con la
libre expresión y libertad de prensa. En su ropaje luterano y calvinista que
enfatizaba la libertad espiritual, el protestantismo había intentado retornar
a los fundamentos de la cristiandad y no quiso destruir el control religioso
sobre el Estado y la sociedad. El llamado a detener la competencia por el
gobierno del Estado entre los cristianos por encima de la conquista de las
almas, sin embargo, terminó formando un compromiso específicamente
moderno acerca de la existencia de una zona privada en la cual el Estado
no tiene justificación alguna para intervenir14.
Otra —y esencialmente distinta— fuente de valores específicos que los
derechos estaban llamados a proteger eran las antiguas y ateóricas tradi-
ciones del common law y el derecho continental, las cuales siglos antes de
la era revolucionaria proveían protecciones mundanas para las personas y
no solo para la propiedad. Los desarrollos del common law, más tarde de la
mano del reformismo de la Ilustración, fueron los principales responsables
de promover las garantías en el procedimiento penal: la protección de los
registros intrusivos, la prohibición de aplicación de penas ex post facto, la
disponibilidad del recurso de hábeas corpus, la posibilidad del acusado de
controvertir a quien lo acusa, el establecimiento de juicios por jurados, y
muchos más. Originalmente, sin embargo, todas estas garantías se aplica-
ban a los “hombres libres” y no a todos los ingleses (mucho menos en ca-
beza de todos los hombres en cuanto tales). Eran entonces completamente
independientes en sus orígenes y significado de los derechos naturales y
universales conceptualizados mucho después. En otras palabras, pudieron


14
Véase Richard Tuck, “Scepticism and Toleration in the Seventeenth Century”, en Susan
Mendus, ed., Justifying Toleration: Conceptual and Historical Perspectives (1987) 21-35, y Jeffrey
R. Collins, “Redeeming the Enlightenment: New Histories of Religious Toleration”, Journal
of Modern History 81, n.° 3 (septiembre, 2009): 607-36. Véase igualmente Patrick Collinson,
“Religion and Human Rights: The Case of and for Protestantism”, en Olwen Hufton, ed.,
Historical Change and Human Rights (New York: Basic Books, 1995), 210, y John Witte, Jr., The
Reformation of Rights: Law, Religion, and Human Rights in Early Modern Calvinism (2007).

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30 La última utopía

ser conservados como simples derechos vigentes en cualquier momen-


to, incorporados en la llamada Constitución de los Antiguos (Ancient
Constitution) y famosamente mencionados en la Carta de Derechos In-
glesa (English Bill of Rights) de 1689, sin que se pasaran de ser parte de la
tradición inglesa a ser considerados como preceptos de carácter natural15.
John Wilkes, defensor de la “libertad” en contra de la Corona, los usó de
esta forma al igual que Edmund Burke cuando fundó la tradición intelec-
tual conservadora sobre la distinción entre los derechos heredados del
pasado y los nuevos derechos naturales. “Estoy lejos de negar en la teoría
los auténticos derechos humanos16 y lejos estoy también de impedir (si se
me diera el poder de conceder o impedir esto) que se practiquen”, Burke
entonaba en su crítica a las abstracciones francesas. “Al negar sus falsas
pretensiones [naturales], no trato de obstaculizar aquellos derechos que
son auténticos, los cuales quedarían destruidos si se realizaran lo que ellos
reclaman”17. Burke consideraba que era un error reinventarse la variada lista
de los derechos históricamente construidos bajo el término de “derechos
del hombre” —y el error no era solamente un asunto político, sino que su
universalización ocultaba sus verdaderos orígenes—.
La enredada historia de cómo surgieron los valores políticos protegi-
dos en la actualidad como “derechos humanos” muestra que no guardan
una relación esencial entre ellos, ni con la creencia universalista de que
todos los hombres (y, recientemente, las mujeres) son parte del mismo
grupo. Esto siguió siendo cierto incluso durante la Ilustración, cuando
una nueva versión secular del viejo imperativo cristiano de la piedad hizo
posible que se apelara de forma más familiar a la idea de “humanidad”,
primero cambiando el significado del término para que ahora implicara,
típicamente, sentir el dolor de los demás. Aunque esta nueva cultura de
comprensión y solidaridad tenía sus límites, claramente ayudó a construir
nuevas normas opuestas a las depredaciones contra el cuerpo, tales como
la esclavitud y la violencia en las penas18. A pesar de ello, la verdadera

15
Cf. Gerald Stourzh, “Liberal Democracy as a Culture of Rights: England, the United States,
and Continental Europe”, en From Vienna to Chicago and Back: Essays on Intellectual History
and Political Thought in Europe and America (Chicago: University of Chicago Press, 2007), 308,
el cual trata de forma muy ligera la distinción entre derechos naturales e ingleses.
16
El texto original de Burke habla de “rights of men”, cuya traducción precisa sería “derechos
del hombre”. Sin embargo el texto del libro traducido al castellano por Alianza usado en esta
traducción habla de “derechos humanos”, lo cual es impreciso a la luz del argumento del autor.
El texto en inglés se encuentra en Edmund Burke, Reflections on the Revolution in France, J. G. A.
Pocock, ed. (Indianapolis, 1987), 51. [N. del T.]
17
Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución en Francia (Madrid: Alianza, 2003), 102-103.
18
Cf. David Brion Davis, The Problem of Slavery in Western Culture (Ithaca: Cornell University
Press, 1966). Una historiadora, Lynn Hunt, recientemente ha sostenido que el sentimiento
de hermandad del humanitarismo secular fue la fuerza más importante en los orígenes tanto
del universalismo como de los “derechos del hombre” de las revoluciones de la temprana

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Samuel Moyn 31

historia de cómo los valores protegidos por los “derechos” se cristalizaron


es una narración sobre las tendencias guerreristas y los proyectos muer-
tos, cuyas contribuciones al conjunto de los derechos modernos fueron
incidentales y no intencionales. En lugar de originarse todos al tiempo
como un conjunto y luego simplemente esperar su internacionalización,
la historia de los valores esenciales objeto de la protección vía derechos es
una construcción en lugar de un descubrimiento y una contingencia en
lugar de una necesidad.
El universalismo de la Ilustración y las eras revolucionarias claramente
guardan alguna afinidad con las formas contemporáneas de cosmopoli-
tismo. No obstante lo que se ponía de manifiesto a través del término los
“derechos inmortales del hombre” era parte de un proyecto político radi-
calmente distinto de los derechos humanos contemporáneos (los cuales
nacieron, de hecho, a partir de una crítica a la revolución). Los derechos
del hombre eran utópicos y despertaban emociones: “Pues quién negará
que se elevó su corazón”, Johann Wolfgang von Goethe exclamaba en 1797,
“cuando se oyó hablar de los Derechos del Hombre comunes para todos,
de la libertad embriagadora y de la hermosa igualdad”19. A diferencia de
los derechos humanos que surgirían más adelante, los de la era revolucio-
naria estaban profundamente conectados con la construcción, a través de
la revolución si fuere necesario, del Estado y la nación. Actualmente está
en el orden del día trascender el foro del Estado para ejercer los derechos,
pero hasta hace muy poco el Estado era su crisol esencial.
Desde muy temprano, los sistemas jurídicos han conferido “derechos”,
notablemente el sistema jurídico de los romanos del cual la mayoría de las
ramas del derecho occidental han encontrado inspiración. El hecho de que
ocasionalmente los derechos del sistema jurídico romano pudieron ser con-
ceptualizados como si estuvieran enraizados parcialmente en la naturaleza
pudo ser consecuencia de la influencia de los estoicos20. Antes del ascenso

Modernidad. Pero esta postura es sorprendentemente débil en virtud de que el humanitarismo


–cuyas fuentes en un principio fueron primordialmente religiosas y no seculares– difícilmente
apuntaba solo en la dirección de los derechos individuales. Tal como lo ha mostrado Lynn
Festa en Sentimental Figures of Empire in Eighteenth-Century Britain and France (Baltimore: John
Hopkins University Press 2006), igualmente era una fuerza que impulsó el imperialismo en
el siglo xviii, y probablemente más decididamente que a otras causas. Pero la noción de que
la compasión por el dolor de los demás incentivó una ampliación de la lista de derechos aún
es una proposición dudosa. Al menos hasta hace muy poco, la historia del humanitarismo es
mejor entendida como un tema separado de la historia de los derechos. Para algunas fuentes
véase mi escrito “Empathy in History, Empathizing with Humanity”, History & Theory 45, n.° 3
(octubre, 2006), 397-415.

19
J. W. von Goethe, “Hermann y Dorotea”, en Obras, José María Valverde, ed. (Barcelona: Vergara,
1963), 916.
20
Philip Mitsis, “Natural Law and Natural Right in Post-Aristotelian Philosophy: The Stoics and
Their Critics”, y Paul Vander Waerdt, “Philosophical Influence on Roman Jurisprudence? The

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32 La última utopía

del Estado moderno, los imperios desde Roma confirieron ciudadanía, o


formas más parciales de subjetividad, así como los derechos supuestos a
partir de esta inclusión; de hecho, así lo hicieron incluso entrado el siglo
xx21. Los derechos de estos espacios imperiales fueron en este sentido más
como los derechos a la inclusión estatal, los cuales descansaban sobre la
idea de prerrogativas por ser miembros del grupo, y menos como los de-
rechos humanos contemporáneos. Dejando a un lado parte del lenguaje
romano, sin embargo, enfoques concienzudos de derechos naturales no
aparecieron antes del siglo xvii y fueron un subproducto del ascenso
del Estado moderno. Las primeras doctrinas de derecho natural eran las
hijas del Estado absolutista y expansionista de la historia de la temprana
modernidad europea, no intentos de pararse fuera y más allá del Estado.
Su surgimiento fue un momento espectacularmente crucial, dado que por
mucho tiempo los derechos fueron identificados y asociados con el Esta-
do —hasta que recientemente esta alianza fue vista como insuficiente—.
El concepto de “derechos naturales” no se construyó de la nada.
Cuando Hobbes se refirió primero al derecho de la naturaleza usó la misma
palabra ius que alguna vez se usó para referirse a la ley natural. La doctrina
anterior, la cual surgió de una combinación del universalismo estoico y
valores cristianos, tuvo su apogeo durante el Medioevo; su versión más
famosa se encuentra en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. Sin
embargo, si la idea de los derechos naturales emergió primero en el viejo
lenguaje del derecho natural, ello era tan diferente en sus intenciones e
implicaciones a punto que podía reputarse como otro concepto. En los
tiempos modernos la mayoría de quienes tratan de revivir el derecho
natural, generalmente los católicos, han señalado que para su credo es
desastroso el hecho de que la vieja noción haya cedido el paso a una ver-
sión apóstata sobre los derechos. Al menos puede ser cierto que el derecho
natural, derivado frecuentemente de la voluntad de Dios y pensado como si
estuviese incrustado en el tejido del cosmos, era la versión cristiana clásica
del universalismo. Para ser desplazada por los derechos naturales, dicha
visión debía volverse plural, subjetiva y dominante. El derecho natural
era originalmente una regla dictada desde arriba, en la cual los derechos
naturales terminaron siendo una lista de ítems separados. El derecho na-
tural era algo objetivo que los individuos debían obedecer porque Dios los

Case of Stoicism and Natural Law”, ambos en Aufstieg und Niedergang der römischen Welt II.36.7
(1994), 4812-4900. El significado del término ius en el derecho romano y su diferencia de la
noción de una demanda “subjetiva” en sistemas jurídicos posteriores es algo disputado, nota-
blemente, por Michel Villey. Véase Villey, “L’idée du droit subjectif et les systèmes juridiques
romains”, Revue historique de droit français et étranger 4, n.° 23 (1946): 201-27.
21
Jane Burbank y Frederick Cooper, “Empire, droits, et citoyenneté, de 212 à 1946”, Annales
E. S. C. 63, n.° 3 (mayo, 2008), 495-531.

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Samuel Moyn 33

hacía parte de un orden natural que él decretaba: las prácticas ilegítimas


se reputaban contra naturam. Pero los derechos naturales eran entidades
subjetivas “poseídas” por la humanidad como prerrogativas. El momento
y causas ideales para la transición entre derecho natural y derechos natu-
rales han recibido una creciente atención en décadas recientes, en parte
por una sobre estimación de su importancia para explicar los derechos
humanos contemporáneos. El establecimiento de las figuras propias de
los derechos naturales fue, sin embargo, todo menos humanitario; desde
una perspectiva teórica, en principio, avalaban una austera doctrina que
renunciaba a proclamar una lista expansiva de prerrogativas básicas. Si
la invención de los derechos naturales importaba por ser algún tipo de
precursor, ello es porque los derechos naturales estaban conectados con
un nuevo tipo de Estado poderoso que despuntaba en un momento deter-
minado. De diversas maneras, la historia de los derechos naturales, igual
que lo ocurrido con los derechos del hombre que vinieron después, es una
historia del propio Estado, el mismo que los “derechos humanos” trató de
trascender más adelante.
Los argumentos a favor de la conexión giran alrededor del hecho de que
el individuo libre y autárquico de los derechos naturales —la persona que
Grocio y Hobbes vieron como portadora de este nuevo concepto— estaba
moldeado explícitamente sobre la base de un nuevo Estado muy activo en
el manejo de los asuntos internacionales de la Modernidad temprana22. Ese
individuo, tal como el Estado, no toleraba una autoridad supraordinaria.
Por esta razón, tal como ocurría en la competencia entre los Estados, los
individuos como categoría emanada de la naturaleza eran imaginados
como si estuvieran envueltos o cercanos a una guerra a muerte, limitados
solamente por momentos de enfriamiento de las hostilidades, pero nunca
por normas universales. Con respecto a los preceptos morales, sostenían
Grocio y Hobbes, todo hombre reconocería que existía solamente uno: la
legitimidad de la autoconservación, la cual se declaraba como el primer
“derecho de la naturaleza”, y el único derecho de este tipo que podía
identificarse.
El derecho de naturaleza —escribía Hobbes— es la libertad que cada
hombre tiene de usar su propia naturaleza, es decir de su propia vida; y
por consiguiente, para hacer todo aquello que su propio juicio y razón
considere como medios más aptos para lograr ese fin.23


22
Véase en especial Richard Tuck, The Rights of War and Peace: Political Thought and the International
Order from Grotius to Kant (Oxford: Oxford University Press, 1999).

23
Thomas Hobbes, Leviatán (México: fce, 1980), 106.

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34 La última utopía

Tal como el Estado moderno no respondía a una autoridad que es-


tuviese por encima de su necesidad básica de conservarse a sí mismo, los
individuos tenían un solo derecho a luchar emanado de la naturaleza
—con licencia para matar si fuera necesario—. Aunque los Estados en
competencia en la esfera internacional no podían hacer nada distinto a
aplazar sus disputas, Hobbes argumentó famosamente que la política do-
méstica solo podía lograr la paz si los individuos en disputa empoderaban
al Estado para gobernar. El fin argumentativo de ese primer derecho —la
motivación para introducirlo dentro del pensamiento político— era dotar
de poder al Estado, no limitarlo. Una motivación clara para este acto de
empoderamiento era que los Estados de la época, dejando a un lado su rol
de proveer una pacificación disciplinada en tiempos de guerra civil en su
territorio, perseguían un proyecto de colonización sin precedentes en otras
partes del mundo24.
El siglo que siguió fue testigo no solamente de una amplia gama de
visiones más generosas de derechos y deberes naturales que no iban a
estar tan estrictamente enfocadas en la autoconservación, sino también
a la construcción de un Estado que podría proveer más que la gracia de la
disciplina y la seguridad. Sin embargo, la apelación a la naturaleza se volvió
más expansiva frecuentemente porque se renunció a hacer reclamos basa-
dos en derechos aislados e individualizados25. La posibilidad de inventar
derechos más allá de la autoconservación dependía, de acuerdo con los
iusnaturalistas del siglo xviii como el pensador suizo J. J. Burlamaqui y
sus seguidores estadounidenses, en las más profundas bases de todas las
prerrogativas que se encontraban en una robusta doctrina de los deberes
impuestos por Dios26. Fue en parte a través de este proceso que algunos de
los valores incubados en diversas tradiciones se convirtieron en derechos
naturales —el derecho a la propiedad privada en la famosa doctrina de John
Locke, y más tarde muchos otros elementos—. Sin perjuicio de la creación
de estos cuerpos más completos que hacían una lista de los derechos natu-
rales, la era de la revolución democrática solamente empujó un poco más la

24
“No puede ser una coincidencia”, escribe Tuck, “que la idea moderna de los derechos naturales
surgió en el periodo en el que las naciones europeas estaban envueltas en una competencia
dramática por la dominación mundial”. Véase Tuck, The Rights of War and Peace, 14. Véase
igualmente Anthony Pagden, “Human Rights, Natural Rights and Europe’s Imperial Legacy”,
Political Theory 31, n.° 2 (2003): 171-99, y Duncan Ivison, “The Nature of Rights and the History
of Empire”, en David Armitage, ed., British Political Thought in History, Literature, and Theory
(2006), 191-212.
25
Cf. Knud Haakonssen, “Protestant Natural Law Theory, A General Interpretation”, en Natalie
Brender y Larry Krasnoff, eds., New Essays on the History of Autonomy: A Collection Honoring J. B.
Schneewind (Cambridge: Cambridge University Press, 2004), 95.
26
Véase Morton White, The Philosophy of the American Revolution (New York: Oxford University
Press, 1978), caps. 4-5.

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Samuel Moyn 35

alianza entre derechos y Estado a través de la cual aparecieron los derechos


de dicha época. Ahora, incluso para el primer derecho de autopreservación
el príncipe necesitaba un consentimiento continuado —al menos para
Locke— y ello fue complementado por una serie de prerrogativas naturales.
Incluso estas significativas transformaciones no cambiaron el hecho de
que la respuesta a una visión reducida de los derechos era un movimiento
hacia un nuevo soberano o un nuevo Estado en lugar de una movida más
allá de la soberanía y del Estado. Más aún, en la era revolucionaria, no solo
los Estados sino también las naciones se convirtieron en el crisol formativo
de los derechos y en su aliado y foro indispensable —en otras palabras, esta
formación fue justamente a lo que los derechos humanos como noción y
práctica tuvieron que oponerse más adelante—.
El verdadero valor de la era de las revoluciones democráticas en Estados
Unidos y Francia, en otras palabras, recae tanto en negar la posibilidad
de que existieran unas doctrinas de derechos humanos al estilo de las
del siglo xx como en abrir el camino para que ellas fueran construidas
posteriormente. Contada adecuadamente, la historia del republicanismo
democrático, o la historia más estrecha del liberalismo, es más sobre cómo
los derechos humanos no surgieron y no sobre su nacimiento. Una prueba
sin intención de ello es la manera tan profunda como el nacionalismo ha
definido no simplemente los derechos del hombre sino sus interpreta-
ciones partisanas en la era de la revolución. Un siglo atrás, el académico
alemán Georg Jellinek causó un contratiempo intelectual sosteniendo la
prioridad del lenguaje de derechos estadounidense (que a su vez conside-
raba que estaba basado en las innovaciones de la era de la reforma luterana
en Alemania) como una fuente de la Declaración Francesa de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano de 1789; previsiblemente los franceses no
estaban muy felices con este intento de robarles su rol como parteros de
los derechos. Estas disputas banales han aparecido de vez en cuando desde
entonces: cuando los franceses conmemoraban sus logros en el bicente-
nario de la Revolución en 1989, la provocadora Margaret Thatcher causó
un revuelo diplomático cuando mordazmente señaló en la televisión
francesa que los franceses no habían inventado los derechos humanos
sino que los habían tomado de otro lugar (y luego habían arrojado por la
borda la deuda que habían contraído por este préstamo al descender en el
terror revolucionario)27.


27
Georg Jellinek, Die Erklärung der Menschen- und Bürgerrechte: ein Beitrag zur modernen
Verfassungsgeschichte (Leipzig: Duncker & Humblot, 1895); Émile Boutmy, “La Déclaration des
droits de l’homme et du citoyen et M. Jellinek”, Annales des sciences politiques 17 (1902): 415-43;
Jellinek, “La Déclaration des droits de l’homme et du citoyen et M. Boutmy”, en Ausgewählte
Schriften und Reden, 2 vols., ed. Walter Jellinek (Berlin: O. Häring, 1911). Véanse los comenta-
rios por Otto Vossler, “Studien zur Erklärung der Menschen- und Bürgerrechte”, Historische

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36 La última utopía

De hecho, los estadounidenses —no tanto en la Declaración de Inde-


pendencia de julio de 1776 sino en la aún más temprana y robusta Declara-
ción de Derechos de Virginia del mes anterior y las que siguieron en otros
estados— sí dieron el paso adelante antes que los franceses al establecer sus
organizaciones políticas sobre la base de una lista de derechos, aun cuando
hubiesen declinado a hacerlo en su confederación nacional28. En 1789, es-
tando en París, Thomas Jefferson ayudó al marqués de Lafayette a redactar
una primera versión de la declaración francesa. Aun así, las fuentes que
inspiraron tanto los documentos revolucionarios estadounidenses como
los franceses han sido difíciles de aislar. Cualquiera que sea la respuesta,
podría decirse que la declaración francesa sí movió la política de los de-
rechos hacia una nueva dirección en el agitado verano de 1789. El abate
Emmanuel-Joseph Sieyès —cuya propuesta triunfó sobre la de Lafayette
en los debates parisinos y quien, con otros revolucionarios, se movió hacia
una defensa de la monarquía constitucional en 1789— sostuvo que el com-
promiso estadounidense con los derechos era demasiado dependiente de
una antigua tradición de derechos aristocráticos que podía trazarse hasta
la Carta Magna, la cual simplemente limitaba “negativamente” las prerro-
gativas del rey en lugar de fundar la organización política a partir de de-
claraciones “afirmativas” sobre los principios contenidos en los derechos.
En El Federalista, escrito hacia el mismo periodo —antes de que una carta
de derechos (el Bill of Rights) fuera introducida en la organización del go-
bierno estadounidense— Alexander Hamilton incluso tomaba este aspecto
anticuado sobre las cartas o declaraciones de derechos como una razón
para no incluirla en la Constitución estadounidense. “Se ha observado con
razón varias veces”, anotó Hamilton, “que las declaraciones de derechos
son originalmente pactos entre los reyes y sus súbditos, disminuciones de
la prerrogativa real en favor de los fueros, reservas de derechos que no se
abandonan al príncipe”29. En otras palabras, al no existir un monarca no
se requería un listado de derechos.
Así, por supuesto, los franceses decidieron que una lista de derechos
tenía que convertirse en los primeros principios de la Constitución y los
padres fundadores estadounidenses se vieron obligados a anexar una carta
de derechos a su obra para ganar el suficiente apoyo popular. Comoquiera

Zeitschrift 142, n.° 3 (1930): 516-45; Wolfgang Schmale, “Georg Jellinek et la Déclaration des
Droits de l’Homme de 1789”, en Mélanges offerts à Claude Petitfrère: Regards sur les sociétés
modernes (xvie-xviie siècle), ed. Denise Turrel (Tours: cehvi, Publication de l’Université de
Tours, 1997), y Duncan Kelly, “Revisiting the Rights of Man: Georg Jellinek on Rights and the
State”, Law and History Review 22, n.° 3 (otoño, 2004): 493-530.
28
De la mano de Jellinek véase Gilbert Chinard, La déclaration des droits de l’homme et du citoyen
et ses antécédents américains (Washington: Inst. français, 1945).
29
A Hamilton, J. Madison & J. Jay, El Federalista, (México: fce, 1943), 367 (lxxxiv).

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Samuel Moyn 37

que se expliquen los acontecimientos de esta época, de seguro ellos docu-


mentaban el ascenso meteórico de la noción de “derechos del hombre” a
lo largo de la segunda mitad del siglo xviii, incluso si no hubiese sido algo
evidente para muchos en ese momento30. Los estadounidenses típicamente
habían invocado los derechos naturales en las etapas más tempranas de
su revolución, e incluso para 1789 el marco naturalista de su afirmación
se había desvanecido. Luego de la defensa que Thomas Paine hiciera de
la Revolución francesa para los republicanos angloamericanos en su libro
The Rights of Man (1791), los destinos de este nuevo término se fueron
concretando a los dos lados del mundo atlántico y más allá. La accidental
variación de Paine al traducir los droits de l’homme como “human rights”
en su libro no llevó a que este término se popularizara como sí ocurriría
un siglo y medio después.
La detallada historia de los derechos en este turbulento periodo es sin
duda fascinante, especialmente cuando el canon original francés cedió el
paso, durante el Terror de 1793, a una nueva declaración que, por primera
vez en la historia, le dio el carácter de derechos a ciertas preocupaciones
sociales. El punto abrumadoramente importante, sin embargo, es que los
derechos de la era revolucionaria estaban enquistados en la política estatal,
cristalizándose en un esquema que estaba a años luz del significado políti-
co que los derechos humanos tendrían más adelante. En un sentido, cada
declaración de derechos del momento (e incluso hasta hace muy poco) era
implícitamente lo que los franceses abiertamente señalaron al redactar
su carta: una declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Los
derechos no eran argumentos independientes ni fuerzas que compensaran
el poder del Estado, sino que siempre fueron anunciados al momento de la
fundación de la organización política para justificar su establecimiento y
frecuentemente su violencia31. Los “derechos del hombre” se referían a un
pueblo entero incorporándose a un Estado, y no versaban sobre la posibili-
dad de que algunos pocos no nacionales de un Estado criticaran a cualquier
organización estatal por sus malas acciones. Después de ello, su principal
preocupación era el significado de la ciudadanía. Esta profunda relación
entre el anuncio de los derechos y el rápido “contagio de la soberanía” del
siglo que siguió no puede dejarse fuera de la historia de los derechos: de
hecho, esta es la característica central de esta historia incluso hasta hace
muy poco. En consecuencia, es mucho más promisorio examinar cómo

30
Lo autoevidente es una categoría intelectual en el pensamiento de la Ilustración; si ello es cierto,
la proclamación de derechos como algo autoevidente no significa de modo alguno que los
historiadores deban asumir que lo fueron. Cf. David A. Bell, “Un dret égal”, London Review of
Books, noviembre 15, 2007.

31
Cf. Dan Edelstein, The Terror of Natural Right: Republicanism, the Cult of Nature, and the French
Revolution (Chicago: University of Chicago Press, 2009).

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38 La última utopía

los derechos humanos se erigieron principalmente en virtud del colapso


de un modelo de derechos revolucionarios en lugar de considerarlos como
una continuación o un renacer. Más aún, la Revolución con su radicalis-
mo no reformista y sus técnicas potencialmente violentas promulgó los
derechos del hombre cuando comenzó la era democrática. En términos
simplistas, los derechos de la era revolucionaria eran revolucionarios: eran
la justificación para la creación o renovación del espacio de la ciudadanía
y no para la protección de la “humanidad”.
Como principios a los que el derecho positivo tenía que ajustarse,
los derechos invocados por muchos pensadores de la Ilustración y luego
en el momento revolucionario estaban en alguna medida por encima del
Estado. Pero solo aparecían a través del Estado, y no había ningún foro
por encima de él, o incluso dentro de él, en donde se pudiera acusar al
propio Estado por sus trasgresiones. De hecho, luego de su declaración,
no era evidente que los derechos tuvieran propósitos independientes al
propio surgimiento del Estado. Por ejemplo, no dieron origen directo a
mecanismos de protección judicial contra la autoridad soberana —aunque
esta parece ser su función más obvia en el presente—. Cuando las primeras
diez enmiendas de la Constitución de Estados Unidos fueron redactadas
en 1789, el control constitucional de legislación de parte de los jueces en
nombre de los derechos fundamentales, la cual es hoy una práctica muy
común, no fue un desarrollo lógico y necesario. Incluso cuando apareció
el control constitucional de los jueces ello no inició una rica tradición liti-
giosa, dados los propósitos inicialmente restrictivos del gobierno nacional.
En Inglaterra se asumía que la opinión sabía y la tradición protegería los
derechos no escritos, haciendo innecesaria su consagración y por ende el
establecimiento de un alto tribunal que los defendiera. Francia, mientras
tanto, se tardó más de 150 años, hasta la Segunda Guerra Mundial, para que
los derechos constitucionales, en los cuales basaron su fundación inicial
las sucesivas repúblicas, se convirtieran en una base para que se llevaran a
cabo procesos judiciales contra el Estado32. Lo que ahora parece un presu-
puesto natural, es decir que el punto fundamental de afirmar derechos es
restringir las actividades del Estado al brindar la posibilidad de demandar
la protección de aquellos ante un tribunal, no era lo que buscaban los
derechos revolucionarios. En su lugar, la compensación principal por la
vulneración de derechos revolucionarios seguía siendo la acción revolu-
cionaria que podía llegar a, e incluía, otra revolución. Y mientras ninguna

32
Sobre los Estados Unidos véase, por ejemplo, Larry D. Kramer, The People Themselves: Popular
Constitutionalism and Judicial Review (New York: Oxford University Press, 2005). Sobre Francia
véase, por ejemplo, Philippe Raynaud, “Des droits de l’homme à l’État de Droit”, Droits 2
(1985), y Alec Stone Sweet, The Birth of Judicial Politics in France: The Constitutional Council in
Comparative Perspective (New York: Oxford University Press, 1992).

Última utopía_03.indd 38 17/12/2015 17:02:58


Samuel Moyn 39

organización no gubernamental contemplaría en el presente este recurso


extremo, esta era la única respuesta imaginable en esta época en nombre
de los derechos del hombre.
Si en esta era los principios abstractos eran invocados principalmente
como fundamento para la creación de nuevos Estados, eran igual de impor-
tantes para justificar la construcción de sus insuperables límites externos.
Mientras que los estados de América del Norte basados en los derechos
naturales entraron en una débil confederación reteniendo su autonomía
local, Francia construyó el modelo para el Estado nación moderno en
su logro de una independencia soberana centralizada para un pueblo
democrático. Lejos de proveer una racionalidad para reclamos externos
o “humanos” en contra de los Estados, las declaraciones de derechos
eran —y así lo fueron al menos durante un siglo— una justificación para
los Estados que nacerían. A diferencia de los documentos fundacionales
de los estados que luego formaron los Estados Unidos, la Declaración de
Independencia no tenía una lista real de prerrogativas, en la medida en que
se dirigía principalmente a afirmar la soberanía frente a las pretensiones
intrusivas europeas33. De hecho, los derechos eran rasgos subordinados a la
creación tanto del Estado como de la nación al inicio de esta era, al punto
que muy pocos se tomaron el trabajo de diferenciar estos dos conceptos34.
Tan solo una década después de que los estadounidenses declararan la in-
dependencia de su nuevo Estado ante el mundo, los franceses insistieron
en su propia revolucionaria declaración de derechos, señalando que “la
fuente de toda soberanía reside esencialmente en la Nación”, añadiendo
como consecuencia de ello que “ningún individuo ni ninguna corporación
pueden ser revestidos de autoridad alguna que no emane directamente de
ella” (artículo 3.o). En una era en la que la unidad popular estadounidense
fue posible gracias tanto a las sangrientas guerras contra los indígenas
como a la invocación de principios superiores, hubiera sido posible para los
franceses estereotipar la identificación de su propia identidad nacional con
la moralidad universal; no veían ningún conflicto en proclamar al mismo
tiempo el surgimiento de una nación soberana de franceses y anunciar
los derechos del hombre entendiendo el hombre como uno solo. Como
resultado, los derechos anunciados en la constitución del Estado nación

33
David Armitage, The Declaration of Independence: A Global History (Cambridge: Harvard
University Press, 2006), 17-18.

34
Cf. Istvan Hont, “The Permanent Crisis of a Divided Mankind: ‘Contemporary Crisis of the
Nation-State’ in Historical Perspective”, Political Studies 42 (1994): 166-231, 191-98, y J. K.
Wright, “National Sovereignty and the General Will: The Political Program of the Declaration
of Rights”, en Dale van Kley, ed., The French Idea of Freedom (Stanford: Stanford University Press,
1994), 199.

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40 La última utopía

soberano —no los “derechos humanos” en el sentido contemporáneo—


eran el gran legado profético de la Revolución francesa a la política mundial.
Sin duda, la transición hacia Estados potencialmente republicanos
no reprodujo simplemente los asuntos internacionales de un mundo en
el que el imperio y la monarquía eran la norma. La Revolución francesa
sí tuvo profundas implicaciones para el orden global, haciendo que va-
rias visiones de la Ilustración sobre la “paz perpetua” inmediatamente
parecieran al alcance solo de unos pocos. Sin embargo, con excepción
del extravagante barón alemán Anacharsis Cloots —quien se unió a la
Asamblea Nacional revolucionaria como representante de la humanidad
no francesa y apoyó una guerra agresiva como un paso para lograr un
verdadero gobierno mundial—, las visiones utópicas tomaron una forma
completamente compatible con la difusión de la soberanía nacional, en
lugar de imaginar reglas o derechos que estuvieran por encima de ella35. En
la práctica, cuando el cerco al Estado revolucionario por parte de los ejérci-
tos de los enemigos europeos forzó a aquel a propagar su incendio fuera de
sus fronteras en la última década del siglo xviii, la república no se movió
hacia un derecho global sino que dio origen a unas naciones “hermanas”
(y así fueron llamadas) y manejó la idea de cierto tipo de comunidad de
nuevas repúblicas36. En la teoría, Emanuel Kant rechazó conscientemente el
radicalismo de Cloost, sosteniendo en su lugar un mínimo Weltbürgerrecht
o “derecho del ciudadano mundial” que contemplaba solamente un de-
recho de asilo para los individuos que estuviera en el lugar equivocado en
un mundo de Estados nacionales. Cierto, Kant, como los estoicos, era un
pensador cosmopolita. Pero no estaba a favor de unos derechos humanos
en el sentido contemporáneo, es decir como una promesa de protección
integral aunque se posicionaran tranquilamente dentro de un orden in-
ternacional compuesto de naciones37.
Como resultado, en el siglo XIX la apelación frecuente y sensible a
los derechos del hombre siempre iba de la mano con la propagación de

35
Alexander Bevilacqua, “Cloots, Rousseau and Peaceful World Order in the Age of the French
Revolution” (M.Phil. thesis, University of Cambridge, 2008), y Albert Mathiez, La Révolution
et les Étrangers: Cosmopolitisme et défense nationale (Paris: La Renaissance du livre, 1918); sobre
las teorías alemanas, véase Pauline Kleingeld, “Six Varieties of Cosmopolitanism in Late
Eighteenth-Century Germany”, Journal of the History of Ideas 60 (1999): 505-524, y Pauline
Kleingeld, “Defending the Plurality of States: Cloots, Kant, and Rawls”, Social Theory and
Practice 32 (2006): 559-578.
36
Véase Marc Bélissa, Fraternité universelle et intérêt national (1713-1795): les cosmopolitiques du
droit des gens (Paris: Kimé, 1996) y Repenser l’ordre européen, 1795-1802: de la société des rois aux
droits des nations (Paris: Kimé, 2006).
37
Cf. Martha Nussbaum, “Kant and Stoic Cosmopolitanism”, Journal of Political Philosophy 5, 1
(marzo, 1997): 1-25 (También disponible como “Kant and Cosmopolitanism”, en Perpetual
Peace: Essays on Kant’s Cosmopolitan Idea, ed. James Bohman and Mathias Lutz-Bachmann
(Cambridge: Harvard University Press, 1997).

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Samuel Moyn 41

la soberanía nacional como su medio indispensable, precondición inhe-


rente y compañía permanente. Si hubo un movimiento por los derechos
del hombre en el siglo XIX, este fue el nacionalismo liberal que buscó
asegurar los derechos de los ciudadanos en el ámbito nacional. Al final
de su carrera, Lafayette se encontró a sí mismo llevando los derechos del
hombre a Polonia, en donde suponía, tal como muchos adherentes de
la revolución moderna, que “los derechos universales y particulares de
cualquier pueblo […] se protegerían de una mejor manera por los Estados
nación soberanos”38. Para tomar la figura más emblemática, el italiano
Giuseppe Mazzini afirmaba que los derechos del hombre de la época revo-
lucionaria eran altos ideales. “El individuo es sagrado”, sostenía Mazzini,
quien tenía escritas “Libertad, Igualdad, Humanidad” a un lado de la ban-
dera de su movimiento, “La joven Italia”. Pero por el otro se engalanaban
“Unidad, Independencia”, en perfecta armonía con las convicciones que
se difundían a través del continente en el sentido de que la libertad y la
nacionalidad estaban íntimamente relacionadas. De hecho, la completa
dependencia de los derechos frente a la autonomía nacional significaba que
“la época de la individualidad ha concluido”, tal como Mazzini anunciaba
firmemente. Ahora, “el hombre colectivo es omnipotente en la tierra que
pisa”. Si el Estado nación no era el principal objetivo a ser alcanzado por
cualquier medio, “no tendremos nombre, símbolo, voz o derechos”, tal
como se lo señalaba a sus compatriotas italianos, “no seremos admitidos
a la comunidad de los pueblos”39.
Mazzini capturó hábilmente el espíritu de los derechos heredados por
la revolución. Como resultado, era imposible que los derechos se liberaran
de la apoteosis estatal, incluso para quienes se preocupaban por el exceso
revolucionario. Pensadores liberales franceses como Benjamin Constant,
François Guizot y Alexis de Tocqueville, ansiosos por el despotismo po-
pular, trataron los derechos como solo un elemento en una larga lista de
herramientas que la civilización liberal había construido para asegurar
la libertad en el Estado. En otros lugares del espectro político francés,
alguna vez epicentro de los derechos del hombre, el lenguaje político fue
abandonado sorprendentemente en el siglo XIX y lo mismo ocurrió en


38
Citado en Lloyd Kramer, Lafayette in Two Worlds: Public Cultures and Personal Identities in an
Age of Revolutions (Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 1996), 255-56.

39
Tomado de Lewis B. Namier, “Nationality and Liberty”, en Eugene C. Black, European Political
History, 1815-1870: Aspects of Liberalism (New York: Harper & Rowm, 1967), 139-41, excepto la
última afirmación tomada de Yael Tamir, Liberal Nationalism (Princeton: Princeton University
Press, 1995), 124. Cf. Michael Walzer, “Nation and Universe”, en Thinking Politically: Essays
in Political Theory (New Haven: Yale University Press, 2007), y Giuseppe Mazzini and the
Globalization of Democratic Nationalism, 1830-1920, ed. C. A. Bayly y Eugene Biagini (Oxford:
Oxford University Press, 2008).

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42 La última utopía

todas partes40. Para el gran filósofo alemán G. W. F. Hegel, los derechos


eran valiosos solamente “en contexto”, en un Estado que reconciliara la
libertad individual y la existencia de la comunidad41. En tierras alemanas,
antes y después de su unificación, los partidarios del liberalismo eran
profundamente estatalistas y nacionalistas en su pensamiento y estrategia
usada para mover a las masas; incluso cuando los motivaban los principios
universales, se aliaron primeramente con el ideal propio del Rechtsstaat de
una burocracia monárquica, y más adelante compartieron la convicción
de que un cosmopolitismo moderado propio de la época de Kant había
cedido el paso a una supremacía absoluta del proyecto nacional. Por ello
mismo, los derechos que los alemanes discutieron en el revolucionario
año de 1848 fueron derechos civiles atados a los límites de la ciudadanía,
y sus cantos triunfales que anunciaban la llegada de la libertad estaban
atados con explosiones de un patrioterismo nacionalista42. En este aspec-
to, lo excepcional de los alemanes era solo en los detalles. Su “liberalismo
nacional” encajaba con aquello que pregonaban quienes invocaban los
derechos en diversos lugares del mundo.
La alianza con el Estado y la nación no fue una suerte de accidente
que trágicamente le ocurrió a los derechos del hombre: fue su esencia
misma durante gran parte de su historia. Luego de la era de la revolución,
el derecho colectivo a la autodeterminación, tal como vino a llamarse
en el siglo XX, ofrecería el marco más obvio para el reclamo de prerroga-
tivas ciudadanas. Y este marco habría de resonar hasta hace relativamente
poco, particularmente durante el proceso de descolonización posterior a la
Segunda Guerra Mundial. Si la promesa de autogobierno de las revolucio-
nes atlánticas inspiró a tantos durante y después del siglo XIX, ello no se
debió a que ellas mismas hubiesen asegurado directamente “los derechos
humanos universales”. Por el contrario, su atractivo descansaba sobre la
promesa de emancipación del despotismo monárquico y de una tradición
retrógrada, en el caso francés, y de una liberación poscolonial del imperio
y la creación de la independencia del Estado en el caso norteamericano.
Tal como lo entendió Arendt, la centralidad del Estado nacional como el

40
Tony Judt, “Rights in France: Reflections on the Etiolation of a Political Language”, Tocqueville
Review 14, n.° 1 (1993): 67-108. Véase también Norberto Bobbio, “Diritti dell’uomo e del
cittadino nel secolo XIX in Europa”, y otros ensayos en Gerhard Dilcher, et al., eds., Grundrechte
im 19. Jahrhundert (Frankfurt, 1982).
41
Véase Steven B. Smith, Hegel’s Critique of Liberalism: Rights in Context (Chicago: University of
Chicago Press, 1991).
42
Véase Herbert A. Strauss, Staat, Bürger, Mensch: die Debatten der deutschen Nationalversammlung
1848/1849 über Grundrechte (Aarau: Sauerländer, 1947); cf. Brian E. Vick, Debating Germany: The
1848 Frankfurt Parliamentarians and National Identity (Cambridge: Harvard University Press,
2002); algunos textos están disponibles en Heinrich Scholler, ed., Die Grundrechtsdiskussion in
der Paulskirsche: eine Dokumentation (Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1973).

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Samuel Moyn 43

crisol para los derechos posee un atractivo entendible si la primera tarea


es construir espacios de una ciudadanía significativa, incluso si el precio
a pagar es que se erijan fronteras políticas.
De hecho, la subordinación de los derechos al Estado nación pudo
haber sido la principal razón histórica para que los derechos fueran cada
vez menos importantes a medida que avanzaba el siglo XIX. Dicho de
otro modo, el cambio en dirección del estatalismo y el nacionalismo en
el siglo XIX ocurrió sobre la base de características propias del discurso de
los derechos. A medida que el tiempo pasaba tuvo que ser cada vez más
claro que lo verdaderamente importante era el logro de una ciudadanía
específica y no la afirmación de principios abstractos. Una vez justificados
como si fueran dados por Dios o por la naturaleza, en todos los lugares
donde el discurso de los derechos había logrado filtrarse adquirió más
y más una fundamentación estatalista o “positivista”. Los derechos del
hombre, como Arendt señaló, fueron
tratados como una especie de hijastro por el pensamiento político del
siglo XIX y […] ningún partido liberal o radical del siglo XX […] conside-
ró conveniente incluirlos en su programa […]. Si las leyes de su país no
atendían a las exigencias de los derechos del hombre, se esperaban que
fueran cambiadas, por la legislación […] o por la acción revolucionaria.43

Aunque fueran humanos en su fundamentación, los derechos huma-


nos fueron, sobre todo, logros políticos nacionales.
Obviamente, hubo muchas otras fuentes y razones para una lenta pero
segura “decadencia de los derechos naturales” en el siglo XIX a medida
que los derechos gradualmente dejaban de ser vistos como una autoridad
natural para el Estado y cada vez más reconocidos como sus criaturas.
Hoy, las tempranas críticas utilitaristas de Jeremy Bentham a los derechos
señalando que eran un “sinsentido en zancos”, de la mano del ácido re-
chazo de Burke hacia su abstracción, son siempre muy fáciles de recordar
en círculos angloamericanos44. Y es claramente cierto que —tal como Elie
Halévy vívidamente observó— la fuerza de las críticas utilitarias significaba
que si los derechos del hombre permanecían circulando entre el público,
eran solamente “del mismo modo en que hacemos nuestros negocios bajo
un régimen republicano con monedas que tienen la imagen de monarcas
caídos, sin siquiera notarlo y sin pensar que ello es importante”45. Pero
incluso en el Reino Unido la centralidad del Estado como el principal

Arendt, Orígenes, 244-245.


43

44
Un buen panorama angloamericano es “The Decline of Natural Right”, en Allen Wood y
Songsuk Susan Hahn, eds., The Cambridge History of Philosophy in the Nineteenth Century
(1790-1870) (2012).

45
Elie Halévy, The Growth of Philosophic Radicalism (Boston: Beacon Press, 1955), 155.

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44 La última utopía

espacio para hablar de los derechos fue aún más relevante, tal como el po-
sitivista John Austin y más tarde el comunitarista y hegeliano T. H. Green
insistieron. El patrón moderno, por consiguiente, es claro: sin perjuicio
de la decadencia del naturalismo, el contexto colectivo —incluso nacio-
nalista— simplemente extendió, de muchas maneras, su alianza con las
políticas del Estado a las cuales desde un principio estaban íntimamente
atadas, incluso las afirmaciones más naturalistas sobre los derechos.
A pesar de la llamativa decadencia de invocar la naturaleza como
fundamento, los derechos —incluidos los derechos del hombre— fue-
ron la consigna de movimientos ciudadanos en la historia moderna.
Las mujeres los proclamaron inmediatamente, y poco tiempo después
los trabajadores hicieron lo propio. A los judíos se les concedieron en la
Revolución francesa, y los buscaron de manera más lenta en otros lugares
del continente europeo. Los negros esclavos los reclamaron, de manera
vívida en la alguna vez poco recordada Revolución haitiana. Dadas las
necesarias fronteras de los Estados, los inmigrantes elevaron preguntas
complejas todo el tiempo, y quienes abogaban por su inclusión y quienes
lo hacían por su exclusión de hecho tuvieron duras batallas. Incluso los
animales, se dijo por unos pocos, merecían tener derechos.
Aunque sea tentador interpretar que estas campañas son precurso-
ras de los derechos humanos en la medida en que ganaron sus batallas,
perfeccionaron los métodos y allanaron el camino para luchas que más
tarde trascenderían la nación, hacer ello deja muchas cosas por fuera y
reconstruye lo que queda dentro de una manera oscura que da pocas luces
sobre algunos aspectos. Después de todo, la principal consecuencia de la
disponibilidad de los derechos en la política nacional no era apuntar hacia
afuera de los Estados sino permitir a varios miembros de la comunidad
política dentro de ellos exigir la autoridad de los derechos. Las disputas
por la ciudadanía siempre tenían diferentes bandos, con interpretaciones
de cada uno de ellos sobre los límites y el significado de la ciudadanía. Este
papel estructural de los derechos —el cual principalmente incentivaba la
movilización ciudadana en lugar de actuaciones judiciales— había sido su
aspecto esencial46. Y comoquiera que se diferenciaran en sus fines progra-
máticos, los llamados a los derechos por parte de conservadores, liberales
y radicales estaban relacionados por ser luchas sobre la forma del Estado
nacional y la ciudadanía que se podía ejercer dentro de este. La revuelta
haitiana, para recordar solamente un ejemplo, buscaba tanto la inclusión
de los negros en la ciudadanía a través de la emancipación de los esclavos
como los derechos propiamente dichos, lo cual explica por qué hasta hace

46
Esta afirmación se le debe a Marcel Gauchet, “Les droits de l’homme ne sont pas une politique”,
Le Débat 3 (julio-agosto 1980), reimpreso en La condition politique (Paris: Gallimard, 2007).

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Samuel Moyn 45

muy poco se le consideraba precursora del nacionalismo revolucionario


de la descolonización, no la precursora del movimiento de los derechos
humanos universales del presente.
Aún es posible, por supuesto, revisar nuevamente la historia moderna
de manera selectiva para identificar algunas causas que se parecen más a los
derechos humanos contemporáneos —la campaña contra el comercio de
esclavos y la esclavitud en el mundo, o los llamados para la intervención
que aparecieron frecuentemente durante la caída del Imperio otomano
en oriente y del Imperio español en occidente, las cuales incentivaron
anexiones de territorio o apoyo a movimientos independentistas, algunas
veces en nombre de los oprimidos—47. Pero sorprendentemente, estas
causas casi nunca fueron formuladas en el lenguaje de los derechos. La
solidaridad transnacional de los cristianos con sus correligionarios y el
judaísmo organizado seguramente no ofrecían una retórica universalista48.
Sin embargo, un lenguaje humanitarista más jerárquico (y frecuentemente
religioso) fue más útil para justificar el despliegue de la ayuda misericordio-
sa sin socavar las actividades y proyectos imperialistas con los que estaba
normalmente atada. En lo que respecta a las primitivas pero interesantes
formas de proteger a minorías dispersas al interior de diversos Estados
nacionales mediante tratados internacionales, lo cual inició a finales del
siglo XIX, ellas fueron promovidas para dar protección a los judíos en Eu-
ropa del este, con las grandes potencias condicionando la soberanía de los
poderes más débiles, exigiéndoles un gobierno suficientemente ilustrado.
De manera reveladora, dicho fenómeno fue concebido como si se derivara
de la existencia de un grupo, incluso cuando se estableció con una desarti-
culada supervisión internacional. La búsqueda de garantías de ciudadanía
subnacional fue lo que aquí importó, en lugar de una consagración directa
a nivel internacional de los derechos individuales. Las garantías ciudadanas
se restringieron para los Estados que presuntamente fuesen poco fiables
al momento de proporcionar prerrogativas civiles. Un modelo similar se
convertiría en la principal forma de protección de derechos bajo la Liga de
las Naciones del periodo de entreguerras. Al ser un intento de proteger los
derechos de otros, también presuponía las naciones de otros49.


47
Véase, por ejemplo, Adam Hochschild, Bury the Chains: Prophets and Rebels in the Fight to Free an
Empire’s Slaves (New York: Houghton Mifflin, 2005), Jenny S. Martinez, “Antislavery Courts and
the Dawn of International Human Rights Law”, Yale Law Journal 117, n.° 4 (enero, 2008): 550-641,
o Gary J. Bass, Freedom’s Battle: The Origins of Humanitarian Intervention (New York: Vintage, 2008).
48
Abigail Green, “The British Empire and the Jews: An Imperialism of Human Rights?”, Past and
Present 199 (mayo, 2008): 175-205; Lisa Moses Leff, The Sacred Bonds of Solidarity: The Rise of
Jewish Internationalism in Nineteenth-Century France (Stanford: Stanford University Press, 2006).
49
Cf. Carole Fink, Defending the Rights of Others: The Great Powers, the Jews, and International
Minority Protection, 1878-1938 (2004) y Mark Mazower, “Minorities and the League of Nations
in Interwar Europe”, Daedalus 26, n.° 2 (1997): 47-64.

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46 La última utopía

Al contrario de todos estos ejemplos, durante el periodo anterior a


la Segunda Guerra Mundial, las batallas en Estados Unidos tuvieron una
propensión notablemente mayor a invocar los derechos individuales,
precisamente porque —a diferencia de los llamados a la “humanidad” en
el extranjero y la protección de las minorías en Estados atrasados— aque-
llas pudieron dar por sentada la existencia de un espacio de ciudadanía
incluyente en el que reclamos como estos podían llenarse de significado.
El senador de Massachusetts y líder de los republicanos radicales Charles
Sumner afirmó poco después de la guerra civil estadounidense, en una de
las muy extrañas alusiones al término en inglés antes de la década de los
cuarenta, “nuestra guerra [significa] que las instituciones de nuestro país
están dedicadas para siempre a los derechos humanos, y la Declaración de
Independencia se convierte en letra viva y no una simple promesa”50. Las
luchas domésticas reforzaron, en lugar de romper, la conexión entre los
fundamentos de los derechos y los de la soberanía, y tal como ocurría en
la revolución ello podía tomar una forma violenta.
Todas las luchas por los derechos para nuevos grupos, o las luchas
por nuevos derechos, ilustran claramente el punto. Los reclamos de la era
revolucionaria por la inclusión de las mujeres en la humanidad —y en las
comunidades políticas— tal como la Declaración de los Derechos de la
Mujer y de la Ciudadana de Olympe de Gouge y la Vindicación de los derechos
de la mujer de Mary Wollstonecraft, son ejemplos clásicos. El movimiento
de las mujeres, que se tomó medio siglo más para surgir, realmente hizo de
los derechos algo central en su activismo. El primer derecho en la agenda
fue el derecho a ser ciudadanas y votar. Desde Wollstonecraft, el activismo
feminista tuvo de seguro fines más generosos; y luego de la adquisición del
voto en la esfera angloamericana con posterioridad a la Primera Guerra
Mundial, los derechos sociales y las condiciones más profundas de la ciu-
dadanía de las mujeres definieron el movimiento. Dado el rol único de la
mujer en la reproducción y en la crianza de los hijos, las primeras críticas
insistieron en que el Estado tenía que ir más allá de la inclusión en forma
de participación electoral para enfrentar las estructuras endémicas de la
dependencia. Esta profundización de las premisas de la ciudadanía, sin
embargo, no implicaba automáticamente la expansión de sus fronteras.
La misma conexión de los usos de los derechos con la definición de la
ciudadanía puede afirmarse con la misma intensidad para todas las campa-
ñas de todo tipo de “derechos sociales” desde que fueron articuladas como
derechos por primera vez en la Revolución francesa. Por un largo periodo
de tiempo, dichas protecciones fueron entendidas particularmente como

50
Citado en David Donald, Charles Sumner and the Rights of Man (New York: Alfred A. Knopf,
1970), 423.

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Samuel Moyn 47

derechos de los trabajadores y fueron buscadas a través de luchas domés-


ticas. En la Revolución francesa, los derechos sociales —siguiendo varios
proyectos del Antiguo Régimen para dar trabajo a los más necesitados—
desde un principio fueron tenidos en cuenta y aparecieron de manera
prominente en la segunda Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano de 1793 (año I de la Revolución)51. Este radicalismo político
cambió el debate a punto tal de incorporar “los comienzos de un lenguaje
de seguridad social basado en la ciudadanía”, y por ende presuponiendo la
inclusión comunal al igual que los derechos universales desde un primer
momento52.
Después de la Revolución, Charles Fourier en Francia y John Thelwall
en el Reino Unido intentaron extender los derechos naturales al trabajo
y al salario.
¡Cuán grande es la impotencia de nuestros actos sociales —escribía Fourier
alrededor de 1806— que no pueden proveer al pobre de una subsistencia
decente y proporcionada a su educación, para garantizarle el primero de
los derechos naturales, el derecho al trabajo! Por estas palabras, derechos
naturales, no entiendo las quimeras conocidas bajo el nombre de libertad,
igualdad. […] ¿Por qué la política se burla de estos desgraciados dándoles
derechos de soberanía, cuando no piden más que derechos de servidum-
bre, el derecho a trabajar para el placer de los ociosos?53

Una generación más tarde, cuando la idea del derecho al trabajo volvió,
lo hizo con un atuendo similar.
Haremos mucho más por la felicidad de las clases más bajas —escribía
el socialista utópico Victor Considérant— para su real emancipación y
verdadero progreso, garantizando a estas clases un trabajo bien remune-
rado en lugar de la consecución de derechos políticos y una soberanía
insignificante para ellos. El derecho más importante para la gente es el
derecho al trabajo.54


51
Sorprendentemente, en su discusión sobre la “invención de los derechos humanos”, Lynn Hunt
omite siquiera mencionar el derecho de propiedad o la articulación de los derechos sociales de
1793. Véase Jean-Pierre Gross, Fair Shares for All: Jacobin Egalitarianism in Practice (1997), 41-46,
64-72 y cap. 6. Sobre el derecho al trabajo, véase Pierre Rosanvallon, The New Social Question:
Rethinking the Welfare State (Princeton: Princeton University Press, 2008), cap. 5.
52
Gareth Stedman Jones, An End to Poverty? A Historical Debate (New York: Columbia University
Press, 2003), 13.
53
Charles Fourier, El extravío de la razón demostrado por las ridiculeces de las ciencias inciertas
(Barcelona: Grijalbo, 1974), 80-81. Sobre Thelwall, véase Gregory Claeys, The French Revolution
Debate in Britain: The Origins of Modern Politics (New York: Palgrave Macmillan, 2007).
54
Citado en Jonathan Beecher, Victor Considerant and the Rise and Fall of French Romantic Socialism
(Berkeley: University of California Press, 2001), 143. Véase igualmente para otras articulaciones
en Francia a Pierre Rosanvallon, The New Social Question: Rethinking the Welfare State (Princeton:
Princeton University Press, 2000).

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48 La última utopía

En la Revolución de 1848 en Francia, organizar el gobierno para que


crease actividades útiles, como en los talleres nacionales, era un fin altamente
relevante. En todos los casos, como T. H. Marshall clásicamente acuñó, los
logros de los derechos sociales fueron primeramente y sobre todo revisiones
de la ciudadanía en el Estado —no la trascendencia más allá del Estado—55.
En otros términos, la elección era entre el temprano ideal del Rechtsstaat
y el generalmente tardío Sozialstaat, como los llamaron los alemanes: un
movimiento del Estado basado en el imperio de la ley a un Estado basado
en el bienestar, cada uno compartiendo la premisa común de la inclusión.
A pesar de todas estas iniciativas, las protecciones de la propiedad
continuaron siendo, de lejos, el reclamo de derechos más persistente e
importante en teoría y en el derecho (incluyendo el derecho constitu-
cional) a lo largo del siglo XIX y de la historia moderna. En respuesta, los
movimientos sociales, en su búsqueda de nuevos términos de inclusión,
fueron frecuentemente forzados a posicionarse ellos mismos en contra de
los derechos en lugar de simplemente proponer nuevos. El conservatismo
del libre mercado, después de todo, pudo y de hecho hizo de los derechos
humanos su propio grito de guerra poderoso. El hecho de que conceptos
como “derechos naturales” y “derechos del hombre” se convirtieran en
los mejores argumentos que los conservadores podían encontrar durante
la crisis económica del periodo de entreguerras para apoyar la libertad
contractual y la inmunidad de la propiedad de cara a regulaciones sociales
—así como el hecho de que estos conceptos fueran asediados por más de
medio siglo antes de la invención de los derechos humanos— es un capítulo
fundamental de la historia moderna de las ideologías56. En Estados Unidos,
un jurista conservador como Stephen Fuel podía constantemente invocar
los derechos naturales y el dios de la naturaleza como una suerte de magia
talismánica, incluso cuando identificaba cada vez más la promoción de
estos derechos con la defensa del capitalismo frente a la intrusión del Esta-
do57. Esta severa interrupción en la trayectoria histórica de los derechos del
hombre entre la era de la revolución y la fundación de las Naciones Unidas
es siempre omitida en los intentos de reconstruir la historia de los derechos
humanos como una celebración porque es un episodio que simplemente no
encaja. Como el principal papel de los derechos era establecer un espacio

55
T. H. Marshall, “Citizenship and Social Class”, en Citizenship and Social Class, and Other Essays
(1950).
56
Véase, por ejemplo, Edward S. Corwin, “The ‘Higher Law’ Background of American
Constitutionalism”, Harvard Law Review 42, n.° 2 (diciembre 1928): 149-85, y 42, n.° 3 (enero
1929): 365-409.
57
Véase Robert Green McCloskey, American Conservatism in the Age of Enterprise, 1865-1910
(Cambridge: Harvard University Press, 1951), cap. 5. Véase igualmente Richard A. Primus, The
American Language of Rights (1999), el cual aparentemente deja por fuera esta época.

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Samuel Moyn 49

de ciudadanía para diversos actores que se disputaban su significado, los


derechos eran una herramienta para la igualdad de oportunidades.
El éxito competitivo de los proponentes del laissez-faire al acudir a los
“derechos del hombre” significaba que sus críticos frecuentemente escogían
el camino de atacar los derechos por considerarlos abstracciones y no bienes
sociales concretos. El ataque progresista contra el laissez-faire estaba muy lejos
de ser siempre o solamente la proclamación de nuevos derechos que dejasen
intacto el propio concepto de derechos. En este sentido, sería difícil señalar
con seguridad si la larga lucha moderna por protecciones sociales se debía
contar como un avance o un retroceso desde el punto de vista del lenguaje de
los derechos. En efecto, ya Fourier y Considérant señalaban desde un principio
que la afirmación de un derecho al trabajo era un desafío significativo al for-
malismo de los derechos y no solamente un nuevo ítem en la lista. Filósofos
como Green complementaron la libertad negativa frente al Estado con la
libertad positiva de la inclusión estatal; un institucionalista como Robert Hale
desmistificó pioneramente los derechos naturales como productos sociales,
mientras que un realista como Wesley Hohfeld mostró que, en lugar de ser
entidades metafísicas sacrosantas, eran una construcción compleja y desorde-
nada que sistemáticamente concedían una serie de reclamos y determinaban
responsabilidades. A pesar de ser diferentes en sus particularidades, todas estas
visiones empezaban con un distanciamiento consciente de la autosuficiencia
o incluso de la creencia en los “derechos individuales”.
Estas variadas críticas, asociadas con el nuevo liberalismo británico
y seguidas por el pragmatismo y realismo estadounidenses, socavaban el
concepto de derechos individuales venerado por los defensores de la liber-
tad contractual en una perspectiva de lejos más progresista, desplazando
el análisis de las retrógradas abstracciones individualistas hacia los bienes
sociales concretos. Y ellas eran particularmente angloamericanas sola-
mente en la medida en que típicamente aparecían bajo un ropaje liberal.
Fuera de la esfera angloamericana, los ataques similares contra la metafísica
individualista fueron incluso más lejos. A medida que se desvanecía el
siglo XIX, y al tiempo que la soberanía del Estado abstracto apareció para
una nueva crítica, una nueva revuelta poderosa contra la “metafísica de
los derechos” se dirigió también contra el individuo abstracto en nombre
de la integración social y el bienestar. Los argumentos más interesantes a
este respecto vinieron del teórico solidarista francés León Duguit, quien
argumentó que las ideas de la personalidad del Estado y la personalidad
del individuo estaban atadas mutuamente y debían entonces caer juntas58.


58
Véase, de manera más accessible, Léon Duguit, “Law and the State”, Harvard Law Review 31, n.°
1 (noviembre, 1917): 1-185 y “Objective Law”, Columbia Law Review 20, n.° 8 (diciembre, 1920):
817-31. Compárese para ver la punta del iceberg de los regímenes antiliberales del siglo XX y los

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50 La última utopía

Dada la relación de larga data entre los derechos individuales y el Estado


soberano, esta no era una conclusión irrazonable; todavía no se le ocurría
a nadie afirmar que uno de ellos estaba por encima o contra el otro. Incluso
los llamados por nuevos derechos para nuevos pueblos frecuentemente
cedían el paso a la tendencia de criticar el individualismo atomista en
nombre de la unidad social. Por ejemplo, al finalizar el siglo XIX, las fe-
ministas francesas articularon reclamos por la igualdad de las mujeres en
nombre del mejoramiento social colectivo, en lugar de hacerlo basado en
las prerrogativas otorgadas por los derechos59. De modo similar, la histo-
ria de los movimientos de los trabajadores muestra que no hay forma de
darle crédito a estos últimos por hacer avanzar los derechos, a menos de
que se omita mencionar que sus reclamos, tal como los de muchos otros,
frecuentemente requerían una crítica al propio concepto de los derechos.
Existía otra tradición de los derechos entre los derechos revoluciona-
rios y los derechos humanos, que era tan diferente de ellos como ellos entre
sí: el liberalismo libertario. El hecho de que fuera una ciudadanía limitada
la que daba sentido a los derechos políticos afectaba los orígenes de este
nuevo concepto. Mientras que figuras icónicas como John Wilkes, quien
se opuso a que el Estado pisoteara las preciadas libertades de expresión y
de imprenta, fueron activas en el siglo XVIII —y algunos de sus amigos
incluso fundaron la Sociedad de los Defensores de la Carta de Derechos
para pagar sus deudas— la institucionalización del activismo alrededor
de las libertades civiles ocurrió solo a finales del siglo XIX en Francia, y
luego en la época de la Primera Guerra en Gran Bretaña, Estados Unidos y
Alemania. Las organizaciones permanentes establecidas en ese entonces,
como la Ligue des Droits de l’Homme y la American Civil Liberties Union, en
efecto, invocaron principalmente las libertades de expresión, imprenta y
asociación contra el Estado que los había traicionado. Además ayudaron a
desarrollar nuevos mecanismos para restringir las acciones del Estado —en
Estados Unidos a través de jueces constitucionales— como alternativas a su
derrocamiento revolucionario o a renovaciones drásticas. Sin embargo, tal
como los derechos de la era revolucionaria, las libertades civiles derivaron
su autoridad ideológica y premisas culturales del Estado nación. Todos estos
grupos basaron sus reclamos no en un derecho universal sino en unas tra-
diciones nacionales de libertad presuntamente profundas. Los activistas de
las libertades civiles eran parte de un fenómeno común que se extendió por
diferentes lugares hacia la misma época, y eran frecuentemente internacio-
nalistas en sus sentimientos. Pero estaban lo suficientemente atados a los

derechos sociales con: Pedro Ramos Pino, “Housing and Citizenship: Building Social Rights in
Twentieth Century Portugal”, Contemporary European History 18, n.° 2 (mayo, 2009): 199-215.
59
Véase Joan Wallach Scott, Only Paradoxes to Offer: French Feminists and the Rights of Man
(Cambridge: Harvard University Press, 1996), cap. 4.

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Samuel Moyn 51

derechos de la era revolucionaria como para restringir abrumadoramente


no solo sus apelaciones retóricas a los valores nacionales sino su activismo
en el ámbito doméstico (algunas veces incluyendo, en los casos europeos,
los espacios imperiales de sus Estados)60. Por muchos años, los partidarios
de las libertades civiles primordialmente miraron hacia adentro, en lugar
de hacerlo hacia afuera para registrar el sufrimiento de la gente alrededor
del mundo. Por ello no encendieron la llama que llevara a la creación de
los derechos humanos internacionales ni como idea ni como movimiento.
Si la conexión umbilical entre los derechos y la ciudadanía es la ca-
racterística central de la historia de los derechos, entonces la pregunta
natural es cuándo y por qué los derechos incorporaron cualquier tipo de
impulso más allá del Estado nacional como el espacio que alguna vez les
dio su sentido de manera tan exclusiva. Lo que es quizá más sorprendente
de registrar es que el ascenso del espacio internacional en la segunda mitad
del siglo XIX no tuvo efectos en el marco nacional en el que los derechos
eran valorados —cuando excepcionalmente eran invocados—. A pesar
de que Bentham había acuñado el término “internacional” desde 1780,
el ascenso de la internacionalización en la forma de una integración eco-
nómica y reglamentaria, de la mano de una variedad de otros proyectos
internacionalistas, en su mayoría tuvieron que esperar la revolución de las
comunicaciones y los medios de transporte después de 1850. Este proceso
cubrió lo divino y lo humano —desde sindicatos postales hasta métodos
policiales, desde famosas exhibiciones internacionales (que datan desde
1855) hasta los Juegos Olímpicos (que datan desde 1896)—. Casi nunca
implicando la abolición absoluta del Estado, la internacionalización pro-
veía con frecuencia únicamente un gran escenario para que ella misma se
mostrara. De hecho, a finales del siglo XIX, el auge de un nuevo espacio
internacional estaba unido al florecimiento de un tipo más chovinista del
nacionalismo que, luego de la era de Mazzini, predominó en todo el mundo
(más adelante, hubo incluso algo como el internacionalismo fascista)61.
La nueva esfera internacional del tardío siglo XIX hizo posible el ac-
tivismo internacionalista, impensable anteriormente. Desde esa era, este
“internacionalismo” ha sido el universalismo moderno dominante y presu-
pone la existencia de las naciones aunque buscando su interdependencia.

60
Véase, por ejemplo, William D. Irvine, Between Justice and Politics: The Ligue des Droits de
l’Homme, 1898-1945 (Stanford: Stanford University Press, 2007); Paul L. Murphy, World War I
and the Origins of Civil Liberties in the United States (New York: W.W. Norton & Company, 1978);
y K. D. Ewing y C. A. Gearty, The Struggle for Civil Liberties: Political Freedom and the Rule of Law
in Britain, 1914-1945 (Oxford: Oxford University Press, 2001).

61
Hidemi Suganami, “A Note on the Origin of the Word ‘International’”, British Journal of International
Studies 4 (1978): 226-32. Cf. Hannah Arendt, “The Seeds of a Fascist International”, en Essays in
Understanding, 1930-1954, ed. Jerome Kohn (New York: Houghton Mifflin Harcourt P., 1994).

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52 La última utopía

Luego de 1870 aproximadamente, las organizaciones y ligas internacio-


nales empezaron a brotar, algunas de ellas priorizando la promoción de
una nueva conciencia global. Empezando en la década de 1870, una o dos
fueron fundadas cada año, y luego llegaron a ser cerca de cinco cada año
en las décadas anteriores a 1914 y cerca de diez al año entre las dos guerras
mundiales62. Algunas veces parece como si el internacionalismo serviría a
cualquiera —desde los aristócratas hasta los burócratas, desde trabajadores
hasta abogados— y sin embargo ninguno de ellos movió la noción de los
derechos al ámbito internacional y mucho menos buscó su legalización
por encima del Estado63. A pesar de que un movimiento como el de las
mujeres, basado genéricamente en los derechos, tomó una dimensión in-
ternacional, su internacionalismo era sobre compartir técnicas y construir
confianza para la agitación nacional y no trataba de convertir el propio
espacio global en un lugar para la invención y la reforma, a excepción de
la búsqueda de la paz internacional.
El socialismo internacional sigue siendo quizá el caso más impor-
tante para poder entender por qué la expansión del internacionalismo
y la explosión de los derechos no necesitaban estar conectados, lo cual
de hecho ocurrió. Mientras que desde hacía tiempo había sido posible
articular las preocupaciones sociales como reclamos de derechos, ello no
era inevitable y tampoco era común hacerlo. Empezando con los orígenes
del socialismo organizado como un proyecto político al principio del siglo
XIX, los diversos movimientos típicamente parecían dirigirse mucho más
hacia la transformación utópica. Y cualquiera que fuera la invocación de
los derechos por los movimientos marxistas que siguieron, el propio Karl
Marx fue el pionero en lo que se convirtió la manera prevalente y tradi-
cional para argumentar por un mundo mejor en el que los derechos del
hombre seguían siendo un problema y no la solución. Marx adoptó un
escepticismo general sobre los derechos en relación con el avance de las
preocupaciones de los trabajadores a punto de llegar a su absoluto repu-
dio. Su texto temprano, “Sobre la cuestión judía”, ofrecía una crítica del
Estado capitalista moderno como un espacio para la libertad, en el cual la
abstracción de los derechos era usada para evitar una libertad “real”. Como
otros críticos posteriores del formalismo, Marx atacó conjuntamente los

62
Véase Annuaire des organisations internationales (Geneva, 1949), al igual que Martin H. Geyer y
Johannes Paulmann, eds., The Mechanics of Internationalism: Culture, Society and Politics from
the 1840s to World War I, (Oxford: Oxford University Press, 2001).
63
El colapso reciente de la frontera entre los derechos humanos y el humanitarismo ha llevado
a los argumentos en favor de la continuidad de los dos a girar alrededor de los eventos del
derecho de la guerra –el cual, comoquiera que se le considera, considera la “humanización”
de las acciones de guerra para los soldados involucrados sin ninguna base para apelar a los
“derechos del hombre”–.

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Samuel Moyn 53

Estados y los derechos reconociendo su atadura umbilical; y si él apelaba


más allá a un orden global, era en nombre del comunismo que requería
trascender los derechos individuales.
Aunque sería tentador reputar el ascenso del socialismo “científico” de
Marx como desastroso para la posibilidad de un socialismo liberal basado
en los derechos, un movimiento de este tipo terminó siendo un competidor
demasiado pequeño64. Incluso los socialismos reformistas de finales del
siglo XIX, que resolvieron jugar bajo las reglas de la democracia parlamen-
taria en lugar de buscar una revolución violenta, soñaban con otras utopías
más amplias que no apelaban a los derechos del hombre. Las carreras de
los “revisionistas” Eduard Bernstein en Alemania, los fabianos en Gran
Bretaña, e incluso Jean Jaurès en Francia —el socialista extraordinario
que veneraba la Revolución francesa y sostenía, como muchos otros, que
ella era premonitoria del utopismo socialista y no del internacionalismo
jurídico— ilustran este punto de manera clara65. Le droit du pauvre est un mot
creux, el himno de los trabajadores y, más tarde, de los comunistas signifi-
cativamente daba un título apropiado a los dictámenes de la Internacional.
“El derecho de los pobres es una frase vacía”66. Incluso cuando negaba darle
a los derechos un protagonismo, el socialismo sin embargo hizo más que
cualquier otro movimiento para promover el internacionalismo como una
causa política, empezando con la Asociación Internacional de Trabajadores
(1864-1876) y continuando con la Segunda Internacional (1889-1914)67.
Las historias contemporáneas del internacionalismo en las postrimerías
del siglo XIX están todavía radicalmente incompletas. Pero sí parece claro
que incluso la palabra internacionalismo (especialmente al escribirla en
mayúsculas) vino a ser asociada frecuentemente con el socialismo inter-
nacional, y que las formas liberales de internacionalismo —como el nuevo
derecho internacional, con sus actitudes comparativamente respetuosas
respecto de la soberanía estatal— se desarrollaron principalmente en una
abierta competencia ideológica con su aterrador rival socialista68.

64
Cf. Monique Canto-Sperber and Nadia Urbinati, eds., Le socialisme libéral: Une anthologie (Paris:
Esprit, 2003).
65
Véase Madeleine Rébérioux, “Jaurès et les droits de l’homme”, Bulletin de la Société d’Etudes
Jaurésiennes, nos. 102-103 (julio, 1986).
66
Tal como Leszek Kolakowski señala, la traducción alemana de la (originalmente francesa) letra
usaba la frase “die ‘Internationale’ erkämpft die Menschenrecht” para que rimara y no por
cuestiones ideológicas. Leszek Kolakowski, “Marxism and Human Rights”, Daedalus 112, n.° 4
(otoño, 1983): 81.

67
La completa omisión de este hecho básico sigue siendo quizá la característica más sorprendente
de las historias escritas recientemente que contextualizan el internacionalismo contemporáneo.
Véase especialmente Akira Iriye, Global Community: The Role of Inter-national Organizations in the
Making of the Modern World (Berkeley: University of California Press, 2002).
68
Martti Koskenniemi, The Gentle Civilizer of Nations: The Rise and Fall of International Law (2001),
67-76.

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54 La última utopía

Aunque trataron más que otros, incluso los socialistas más interna-
cionalistas de finales del siglo XIX, a la larga, no pudieron escapar a la
fuerza gravitacional del Estado y la nación, tal como el camino hacia 1914
—cuando los partidos socialistas europeos se fueron a la guerra— haría tan
gráficamente evidente. No obstante, su ejemplo muestra que para que el
cosmopolitismo fuera definido como la supremacía e internacionaliza-
ción de los derechos, otras utopías tenían que ser dejadas atrás. Tal como
la diversidad premoderna de los universalismos, la historia de los años
siguientes mostraría que una amplia gama de internacionalismos estaba
disponible; sus crisis vinieron a crear las condiciones para los derechos hu-
manos internacionales. Si los derechos humanos ahora definen de manera
integral el cosmopolitismo a punto de que aparentan ser su única forma
posible, esto no se debe a su herencia antigua. Incluso durante el nacimiento
del internacionalismo en el siglo XIX los derechos humanos no estaban en
el horizonte. Esto no se derivaba de algún tipo de fracaso intelectual o de
inexplicable oposición —la cual claramente no iba a ocurrir en la larga era
de los derechos del hombre como criaturas del Estado, y continuaron sin
ser afectados por nuevos patrones de relaciones con otros Estados que la
internacionalización empezó a traer—. Las personas que vivían en el pasado
no estaban ciegas o confundidas simplemente por no tener las creencias que
más tarde aparecerían o por no haberse embarcado en los proyectos contem-
poráneos69. En su lugar, los derechos humanos fueron creados por eventos
no anticipados que sucedieron más adelante y socavaron los presupuestos
previos. Esos eventos ocurrieron hace solo una generación.
Al criticar lo que llamaba el “ídolo de los orígenes”, el famoso his-
toriador Marc Bloch planteó inmejorablemente el punto esencial70. Es
tentador asumir que el goteo de la nieve derretida de las montañas es la
fuente de toda el agua en una inundación que se produce río abajo, cuan-
do, de hecho, la inundación depende de los nuevos afluentes que hacen
crecer al río. Estos últimos pueden no verse por estar incluso bajo tierra,
y vienen de un lugar distinto a la montaña. Incluso la continuidad que
existe depende de algo innovador y la persistencia de los aspectos antiguos

69
Véase por ejemplo Lloyd Kramer, quien dice anacrónicamente que “la mayoría de los nacio-
nalistas liberales de principios del siglo XIX […] resaltaron la conexión entre los derechos
universales y la independencia nacional sin reconocer íntegramente cómo los reclamos
nacionales podían pasar por encima de otros reclamos por los derechos universales”. Kramer,
Lafayette, 255-56. El que esta intuición no estuviese disponible no es una falla de su parte
sino una pista sobre las condiciones bajo las cuales “los derechos humanos universales” se
volvieron relevantes más adelante. Con un anacronismo similar, Louis Henkin concluyó su
libro The Rights of Man Today (Boulder: Westview, 1978), 137, discutido más adelante en el
capítulo 5 de este libro, señalando: “Paine proclamó los derechos del hombre en la sociedad
nacional [pero] hubiera celebrado el advenimiento de los derechos humanos”.
70
Véase Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio del historiador (México: FCE, 1996), cap. 1.

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Samuel Moyn 55

se debe a causas nuevas a medida que el tiempo pasa. En lo que respecta a


los derechos humanos, estos no son una corriente continua y persistente
sino una sorprendente marejada que debe ser explicada. Dejando a un lado
los posibles mitos, los derechos humanos son algo nuevo en un mundo
que transformó radicalmente las viejas corrientes —incluso la propia idea
de derechos existente hasta ese entonces—, a punto de volverlas irrecono-
cibles, gracias a circunstancias sin precedentes y como resultado de unas
causas insospechadas.
De hecho, ya entrado el siglo XX, el lazo general entre los derechos
y el Estado nación permaneció relativamente exento de problemas a
pesar de la existencia de unas voces tempranas en su contra. El Estado y
sus proyectos ahora son comprendidos con cierto grado de sospecha. Sin
embargo, en una mirada de largo alcance, la búsqueda de los derechos
más allá del Estado tuvo un precio considerable: la pérdida del espacio
incluyente derivado de la membresía que el Estado específicamente, e
incluso los imperios, habían proveído de alguna manera. Después de la
Segunda Guerra Mundial, Arendt fue una de las primeras en preocuparse
que el concepto de “derechos humanos” no presuponía algo compara-
ble, y por ende no proveía nada comparable, a la membresía al Estado o
al imperio —y que como había ocurrido en la historia del mundo hasta
allí, “el mundo no halló nada sagrado en la abstracta desnudez del ser
humano”71—. Si los derechos humanos no daban cuenta de su separación
de la vieja idea de los derechos, seguirían siendo insignificantes o incluso
contraproducentes.
El hecho de que Arendt escribiera muestra que realmente había al-
gunos que esperaban poner los derechos por encima del Estado nación al
finalizar la Segunda Guerra Mundial. El problema es que era un momen-
to poco propicio para hacerlo, sobre todo porque la mayoría del mundo
—especialmente el mundo colonial— todavía quería los propios Estados
naciones, cuyas desconsideradas pugnas habían llevado a la ruina a los
inventores europeos de esta forma política. Aunque en inglés el término
fue elevado a un nuevo significado potencial, la década de los cuarenta no
iba a ser todavía la hora de los “derechos humanos”. Y cuando entraron
en la conciencia popular décadas después, ello no fue a través del tipo de
utopismo político que desde hacía mucho había disparado la búsqueda
moderna del Estado nación, sino a través del desplazamiento moral de lo
político. La verdadera clave para la interrumpida historia de los derechos,
entonces, está en la movida de la política estatal a la moralidad global, la
cual hoy define las aspiraciones contemporáneas.

Arendt, Orígenes, 249; cf. Giorgio Agamben, Homo Sacer: el poder soberano y la nuda vida (Valencia:
71

Pretextos, 1998), 160-162.

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Naciendo muertos

Cuando los “derechos humanos” entraron al idioma inglés en la década


del cuarenta, lo hicieron de manera poco ceremonial e incluso accidental.
Empezaron como una parte accesoria a la esperanzadora visión alternati-
va erigida contra el nuevo orden cruel y tiránico de Adolf Hitler. Al calor
de la batalla y poco tiempo después, esa visión de una vida colectiva de
posguerra —en la que las libertades personales encajarían con promesas
de social democracia más ampliamente difundidas— daba las principales
razones para luchar. Bien sea como una manera de expresar los principios
para todas las sociedades de posguerra, o incluso como una aspiración a
trascender al Estado, el concepto nunca se extendió —como sí ocurrió más
tarde— alrededor del mundo al público en general, ni siquiera cuando la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 se estaba nego-
ciando. ¿Por qué no?
Desde una perspectiva global, el ascenso de los derechos humanos
desplazó una promesa anterior de autodeterminación de los pueblos
construida durante la Segunda Guerra Mundial en la Carta del Atlántico
de 1941. Pronto, sin embargo, se hizo evidente que los Aliados querían
que los principios básicos de las organizaciones internacionales de pos-
guerra fueran perfectamente compatibles con los imperios. Incluso en el
Atlántico norte donde nació y en los países de segundo nivel de América

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58 La última utopía

Latina y Australasia que estaban fuera del acuerdo, los derechos humanos
no germinaron. En un principio, como si fueran un vago sinónimo de
algún tipo de socialdemocracia, los derechos humanos no enfrentaron la
importante cuestión sobre qué tipo de socialdemocracia debía instaurarse:
una versión de un capitalismo de bienestar o un socialismo con todas sus
consecuencias. Luego, para 1947-1948 y en la cristalización de la Guerra
Fría, Occidente fue exitoso en capturar el lenguaje de los derechos huma-
nos para su cruzada contra la Unión Soviética; en el continente europeo
los principales promotores terminaron siendo conservadores. Luego de
fallar en construir una nueva opción a mediados de los años cuarenta, los
derechos humanos muy pronto probaron ser simplemente otra forma de
abogar por uno de los bandos en la disputa de la Guerra Fría. Nunca fueron
entendidos como una ruptura radical con la comunidad de Estados que
las Naciones Unidas habían reunido.
¿Cómo parecería la década del cuarenta si se la libera del difundido
mito de que la era representó una especie de ensayo de un mundo de pos
Guerra Fría en el que los derechos humanos sí empezaron a hacernos vis-
lumbrar un imperio del derecho por encima de los Estados nacionales?
¿Qué pasaría si la historia de los años cuarenta se escribiera reconociendo
adecuadamente la deuda que eventos posteriores tienen con esta década y,
así, resaltando una serie de causas radicalmente diferentes para entender el
significado actual y la centralidad de unos derechos humanos reconstrui-
dos? La conclusión principal tendría que ser que releer la Segunda Guerra
Mundial y sus secuelas como fuentes esenciales de los derechos humanos
tal como son entendidos hoy es engañoso, aunque tentador. Los derechos
humanos terminaron siendo un sustituto para lo que muchos alrededor
del mundo querían: la creación de una prerrogativa colectiva para la
autodeterminación. Los súbditos de los imperios no estaban en un error
al ver los derechos humanos como un tipo de premio de consolación. Pero
incluso para los angloamericanos, los europeos del continente y los Estados
de segundo nivel en donde tuvieron al menos una mínima publicidad, los
orígenes de los derechos humanos tendrían que ser vistos dentro de un
marco general que explicara no tanto su grandiosa anunciación sino sobre
todo su marginalidad general a lo largo de los cuarenta.
La formación de las Naciones Unidas debe ser central en esta narrativa
en la medida en que hasta la década de los setenta los derechos humanos
fueron un proyecto exclusivo de su maquinaria, de la mano de algunas
iniciativas regionales, y, por ende, no tenían un significado independiente.
Sin embargo, la fundación de las Naciones Unidas —la naciente institución
responsable de la originalmente periférica existencia de los derechos huma-
nos— de hecho muestra una cara muy diferente a la que algunos cronistas
recientes se han empeñado en exhibir. En los sorprendentes esbozos de los

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Samuel Moyn 59

Aliados en 1944 para la formación de la futura organización internacional


para la posguerra, lo que se conoce como los documentos de Dumbarton
Oaks, ya era claro que la retórica de la época de la guerra, que incluía un nuevo
concepto de derechos humanos, estaba ocultando otras agendas. Además,
la campaña de varios individuos y grupos para alterar este resultado, la cual
llegó a su clímax en la paradigmática conferencia de San Francisco a media-
dos de 1945, fracasó estruendosamente a pesar de la concesión simbólica de
la reintroducción de los derechos humanos en la Carta de Naciones Unidas
que se redactó en dicha ciudad. Dado el realismo de las grandes potencias en
las decisiones de los años de la guerra, la historia de los derechos humanos
en la posguerra, desde sus primeros días, tiene que ocuparse tanto de su
reanimación, como de la definición del término, y el fracaso catastrófico
de lo primero no puede dejarse a un lado para magnificar la importancia
de lo segundo1.
Si una visión diferente es más conocida, ello se debe a dos estrategias
entendibles pero inviables. La primera consiste en sobredimensionar
—frecuentemente de manera drástica— los efectos de la campaña en
contra de los acuerdos de Dumbarton Oaks. La segunda trata de aislar el
camino hacia la Declaración Universal como una senda que las personas
aún transitan, incluso cuando la Guerra Fría erigió temporalmente una
barrera para impedir el paso. Esta historia profundamente selectiva debe
ser reemplazada por una en la que esos eventos, los cuales también tienen
su lugar, son puestos en sus justas proporciones, mostrando que son fases
en un relato más largo, complicado y en muchos sentidos más deprimente.
La ahora bien entendida redacción de la Declaración Universal, el foco
común, no puede ser separada de fuerzas históricas mucho más intensas
que la condenaron a la irrelevancia en su tiempo. De hecho, un enfoque
retrospectivo de los derechos humanos durante este periodo es riesgoso,
pues puede ignorar el punto más importante, el cual es la marginalidad
y el fracaso del concepto en una era en la que se perfilaba el debate sobre
órdenes globales futuros. La difusión del término durante la guerra, la
Declaración Universal y los desarrollos relacionados, tales como la Conven-
ción Europea de Derechos Humanos (1950), fueron subproductos menores
de esta era y no sus principales características. Los derechos humanos ya
estaban a punto de caer del escenario en la posguerra, incluso antes de
que fueran completamente empujados fuera de escena por la política de

1
Uno de los propósitos de este capítulo es enmendar la separación entre la historia de los derechos
humanos y la historia de la organización internacional en general, esta última como la que se
encuentra en John W. Wheeler-Bennett y Anthony Nicholls, The Semblance of Peace: The Political
Settlement after the Second World War (New York: Macmillan, 1972) y G. John Ikenberry, After
Victory: Institutions, Strategic Restraint, and the Rebuilding of Order after Major Wars (Princeton:
Princeton University Press, 2001), cap. 6.

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60 La última utopía

la Guerra Fría. Tal como lo señaló más tarde el director de una temprana
ONG, Moses Moskowitz, los derechos humanos “murieron en el proceso
de su nacimiento”2.
Si hay una razón de peso para concentrarse en los derechos humanos
durante los cuarenta, no es por su importancia en ese momento sino que
ello nos puede proveer una visión valiosa para entender por qué el concepto
no despegó hasta algunas décadas después. Es importante saber qué no eran
los derechos humanos para esa época. No eran una respuesta al Holocausto,
y de hecho no estaban interesados principalmente en la prevención de
matanzas catastróficas. Solo de manera muy esporádica implicaban un
disenso basado en los principios de la soberanía del Estado moderno y,
principalmente, no eran siquiera una idea especialmente prominente.
Lo que verdaderamente eran en esta época ayuda a identificar cuáles de
los cambios que vinieron más tarde permitieron su amplio atractivo y
popularidad. A diferencia de lo ocurrido más tarde, los derechos estaban
atados con la organización internacional y no con un lenguaje popular
más amplio. Además, no inspiraron ningún movimiento. Una manera
más adecuada de pensar sobre los derechos humanos en los años cuarenta
tiene que entender por qué en ese tiempo no tenían función alguna para
desempeñar, comparado con las circunstancias ideológicas de tres décadas
después cuando irrumpieron decididamente en escena.
Si en los últimos años de la guerra y poco tiempo después los derechos
eran simplemente otra manera de expresar un consenso socialdemócrata
breve, cuando el tiempo pasó proveyeron nuevas herramientas a los con-
servadores de Europa occidental para mostrar su identidad particular. Los
Estados Unidos, que habían contribuido a llenar las esperanzas durante
la guerra, retrocedieron del lenguaje que habían ayudado a introducir,
dejando sola a Europa occidental para que lo cultivase. Incluso allí —es-
pecialmente allí— el verdadero debate en la política doméstica era sobre la
forma de crear la libertad social dentro del Estado. Sin embargo, fue el con-
servatismo europeo el que capturó el lenguaje de los derechos humanos,
mientras que otros pocos aprendieron a hablarlo. Luego de algunos años,
los significados que había acumulado la idea de los derechos humanos eran
tan geográficamente específicos e ideológicamente marcados —y, frecuen-
temente, conectados de manera tan inseparable a la identidad cristiana
y de la Guerra Fría— que es un enigma cómo es que más tarde pudieron
retornar con una vestimenta diferente. Adentrándose en el largo periodo
de la posguerra, por consiguiente, los derechos humanos no eran una pro-
mesa que esperase ser realizada, sino una utopía primero demasiado vaga

2
Moses Moskowitz, “Whither the United Nations Human Rights Program?”, Israel Year Book on
Human Rights 6 (1976): 82.

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Samuel Moyn 61

y luego demasiado conservadora como para ser importante. Para capturar


la imaginación del mundo, tendrían que ser redefinidos profundamente
en medio de un nuevo clima ideológico.
La guerra es siempre una disputa de palabras y de heridas. Sin embar-
go, los derechos humanos no fueron las primeras palabras. Ascendieron
porque las primeras fueron inadecuadas; en cierto sentido no tenían la
especificidad suficiente y además eran demasiado específicas. Las Cuatro
Libertades, que eran el trasfondo original en el que surgieron los principios
de una posible intervención estadounidense con la visión alternativa de un
nuevo orden, datan del Discurso sobre el Estado de la Unión de Franklin
Delano Roosevelt en enero de 1941 y se unieron a numerosas declaracio-
nes británicas de la época de la guerra3. Las libertades de Roosevelt eran la
libertad de expresión, religión, libertad de vivir sin necesidades y libertad
de vivir sin miedo —esta última definida como una paz desarmada—. El
“tipo de mundo” en el que las libertades estarían garantizadas, Roosevelt
explicaba en su discurso,
es la propia antítesis del llamado “nuevo orden” de la tiranía que los
dictadores buscan crear con el impacto de las bombas. A ese nuevo orden
oponemos una concepción más grande —el orden moral. […] La libertad
significa la supremacía de los derechos humanos en todo el mundo.4

Cuando se encontró con Winston Churchill frente a Newfoundland


en agosto de ese año, con Pearl Harbor aún a meses de ocurrir y la en-
trada de los Estados Unidos en la guerra todavía políticamente inviable,
Roosevelt no tomó en serio la presión internacionalista que se posaba sobre
él al rechazar la propuesta de Churchill en el sentido de revivir una Liga
de las Naciones. Pero incorporó las libertades a vivir sin necesidad y sin
miedo a la Carta del Atlántico como los principios compartidos por todos
aquellos que resistían a Hitler. Lo que más interesaba eran los ámbitos del
armamento y la economía, perfilándose como aquello que requería más
atención. El aspecto más publicitado del encuentro en el barco fue la ce-
remonia religiosa que lo cerró. Los observadores pensaron que su himno
cantado por los soldados cristianos, no la alusión a los derechos humanos,
simbolizaban conmovedoramente la antítesis angloamericana a la tiranía
de Hitler. Como ejercicio de relaciones públicas, sin embargo, la Carta del
Atlántico fracasó en su principal propósito de mover a los estadounidenses
hacia una posición más comprometida con la guerra. Fueron las heridas


3
Véase el brillante argumento en Jill Lepore, The Name of War: King Philip’s War and the Making
of American Identity (New York: Vintage, 1998) y para afirmaciones principalmente británicas,
véase Phyllis Bottome, ed., Our New Order or Hitler’s? (London: Penguin, 1943).
4
Franklin D. Roosevelt, “Four Freedoms Speech”, Annual Message to Congress on the State of
the Union (01/06/1941), disponible en http://www.fdrlibrary.marist.edu/pdfs/fftext.pdf

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62 La última utopía

causadas por las bombas japonesas, no las palabras con las que Roosevelt
esperaba animar a los Estados Unidos, lo que condujo al país a la batalla5.
Cuando Churchill navegó nuevamente al oeste para pasar las festivida-
des de fin de año en la Casa Blanca en la llamada Conferencia de Arcadia, los
derechos humanos hicieron la entrada que marcaría su futuro en la historia
mundial como un término políticamente inspirador. Tal como había ocu-
rrido anteriormente en el discurso de Roosevelt sobre las Cuatro Libertades,
la idea hizo su aparición no con bombos y platillos sino como si fuera algo
dicho de paso. Es sorprendente que no se haya descubierto evidencia alguna
para explicar por qué y cuándo apareció el término tal como lo hizo; pero
el problema es que esta búsqueda se ha hecho sobre la premisa errada de
que lo que ahora es tan significativo no pudo haber surgido por un simple
accidente. De un borrador a otro de la Declaración de las Naciones Unidas
proferida por la Casa Blanca el 1.o de enero de 1942, el término fue usado en
una más detallada interpretación de las promesas de la Carta del Atlántico.
En todo caso, la idea apareció subordinada a las Cuatro Libertades, en lugar
de estar por encima de ellas o incluirlas. La Declaración proclamó que los
Aliados estaban
convencidos de que una victoria total sobre sus enemigos es fundamental
para defender la vida, la libertad, la independencia y la libertad religiosa, y
para preservar los derechos humanos y la justicia en sus propios territorios
así como en otras tierras.

En un principio, los derechos humanos aparecieron como un eslogan


de guerra para justificar por qué los Aliados tenían que estar “ahora com-
prometidos en una lucha común en contra de las fuerzas salvajes y brutales
que buscan subyugar al mundo”6. Pero nadie hubiera podido decir qué
quería decir este eslogan.
Parece poco probable que Roosevelt —quien aparentemente insertó
la última frase en la última revisión de la Declaración— hubiera querido
introducir algo conceptualmente nuevo. ¿Cómo explicar, entonces, la
poco dramática e injustificada entrada de los derechos humanos al arsenal
ideológico y retórico de la política mundial? Es útil, primero que todo,
saber que el término no era completamente nuevo. Tempranamente,
dejando a un lado sus usos principalmente aleatorios, la información

5
Theodore A. Wilson, The First Summit: Roosevelt and Churchill at Placentia Bay 1941 (Boston:
Houghton Mifflin, 1969).
6
Véase Foreign Relations of the United States: The Conferences at Washington, 1941-1942, and
Casablanca, 1943 (Washington, D.C., 1968), 370-71. Basado en los archivos británicos Brian
Simpson reclama: “No es claro cómo es que los derechos humanos encontraron su camino
para quedar en el texto”, y los académicos examinando las fuentes estadounidenses no lo han
hecho mejor. A. W. B. Simpson, Human Rights and the End of Empire: Britain and the Genesis of
the European Convention (Oxford: Oxford University Press, 2001), 184.

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Samuel Moyn 63

disponible deja claro que su primera circulación digna de consideración


en el idioma inglés se dio en 1933, no solamente en protesta cuando Hitler
accedió al poder sino en apoyo a la reforma del New Deal. No solo una
sino dos “ligas de derechos humanos” se formaron en los Estados Unidos
durante esos años, una para cada causa. Pero estos significados iniciales,
aunque motivaron las pocas invocaciones generales de la idea, tenían
competidores en los dos extremos del espectro político. Actualizando la
transformación de los “derechos del hombre” para que significaran la
defensa de un mercado sin regulación, Herbert Hoover denunció el New
Deal por su interferencia en los derechos humanos en 1934, mientras
que los socialistas, que criticaban a Roosevelt por tomar partido por el
capitalismo y salvarlo, señalaban que la nación había pisoteado los de-
rechos humanos de los trabajadores. Una conclusión honesta es que el
término significaba cosas diferentes para diferentes personas desde sus
inicios. En consecuencia, no significaba nada específico en la medida en
que varios actores políticos trataban de darles sentido7.
Para finales de la década del treinta, sin embargo, un entendimiento
dominante empezó a cristalizarse en esta lucha previa a la Segunda Guerra
por las implicaciones del término: se convirtió en una idea antitotalitaria,
un significado codificado de la manera más clara por Pío XI, la figura mun-
dial más importante que usó el término antes de Roosevelt, y respecto de
quien se encuentran referencias muchas veces ignoradas que datan desde
1937. “El hombre como persona”, declaró Pío en Mit brennender Sorge, su
famosa encíclica, denunciando el destino de la religión bajo los nazis, “tie-
ne derechos recibidos de Dios, que han de ser defendidos contra cualquier
atentado de la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o impedir
su ejercicio”. El papa estaba en su propio tránsito, habiendo descubierto
solamente en estos años que los regímenes “totalitarios” eran hostiles al
cristianismo, luego de un periodo de juiciosa espera y búsqueda de alianzas.
En el mismo sentido, más tarde en 1937, en otra encíclica dirigida contra
los “rojos y paganos”, Pío denunció a quienes
se han levantado para renegar y vilipendiar al eterno Dios, para tender
insidias a la fe católica y a la libertad debida a la Iglesia, y para rebelarse


7
“Human Rights League”, New York Times, marzo 15, 1933, organizada por el rector del City
College con la participación de John Dewey y otros; “New Group Appears to ‘X-Ray’ New Deal”,
New York Times, septiembre 10, 1934, el cual menciona una “Liga de los Derechos Humanos
de Roosevelt” cuyas acciones “subversivas” necesitaban ser respondidas con una oposición.
“Hoover Denounces New Deal as Foe of Human Liberty”, New York Times, septiembre 4, 1934;
“Text of the Socialist Party Platform”, New York Times, mayo 27, 1936. De manera interesante,
pocos años después, luego de la revolución del New Deal, la Corte Suprema de los Estados Unidos
podía reputarse como una promotora de los “Derechos Humanos […] sobre los Derechos de
Propiedad”. Frederic Nelson, “Human Rights with Cream”, The New Republic, febrero 1, 1939.

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64 La última utopía

finalmente con insanos esfuerzos contra los derechos divinos y humanos


para ruina y perdición de la sociedad humana.8

Un año después, poco tiempo antes de su muerte, Pío les escribió a


los estadounidenses que celebraban el centenario de la fundación de la
Catholic University of America, señalando que “solamente las enseñanzas
cristianas dan un completo significado a las exigencias de los derechos
humanos y a la libertad porque solamente ellas dan valor y dignidad a la
personalidad humana”9. Así, en 1939 el importante católico liberal John
A. Ryan, junto con el profesor de la Universidad de Notre Dame Charles
Miltner, fundaron el Committee of Catholics for Human Rights, que
tuvo una corta vida, y quienes a través de su publicación, The Voice of
Human Rights, se dedicaron sin cansancio a oponerse al sacerdote Charles
Coughlin, quien por la radio difundía un rampante racismo católico. En esa
publicación, la queja del obispo de Amarillo, Robert Lucey, resonó en 1940:
Millones de ciudadanos alrededor del mundo ya no son considerados seres
inviolables en su personalidad: son simplemente cosas con las que gobier-
nos matones juguetean a su voluntad. […] El derecho natural requiere que
todos los derechos humanos se les provean a todos los seres humanos.10

Para 1941, Anne O’Hare McCormick (una prominente corresponsal


católica de asuntos europeos para el New York Times) estaba describiendo
frecuentemente a Hitler y a los nazis como una amenaza para los derechos
humanos: “se están desarrollando nuevos conceptos políticos”, escribió
en su informe sobre el discurso de Hitler de 1941, abriendo la campaña
anual Winterhlife.
El sometimiento ha hecho a las víctimas no solamente ser más determina-
das para pedir una libertad como la que gozaban en los ingenuos días antes
de la guerra, sino más críticas tanto del liderazgo que pone los derechos
nacionales por encima de los derechos humanos como de la defensa de
unas fronteras artificiales por encima de la defensa de una seguridad real.11

8
Pío XI, Mit brennender Sorge (marzo 14 de 1937), sección 35, tal como aparece traducida en
www.vatican.va/holy_father/pius_xi/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_14031937_mit-
brennender-sorge_sp.html; Ingravescentibus Malis (septiembre 29, 1937), versión en inglés
disponible en http://w2.vatican.va/content/pius-xi/en/encyclicals/documents/hf_p-xi_
enc_29091937_ingravescentibus-malis.html y traducida al castellano en http://www.mercaba.
org/PIO%20XI/ingravescentibus_malis.htm.
9
“Pope Bids Church to Guard Man’s Rights”, New York Times, octubre 13, 1938.
10
Robert E. Lucey, “A Worldwide Attack on Man”, Voice for Human Rights 1, 2 (septiembre 1940): 7;
en el mismo número véase “Change of Name Shows Broader Application of Principles”, Voice for
Human Rights 1, 2 (septiembre 1940): 10, el cual explica el paso hacia el lenguaje de los derechos
humanos.
11
McCormick había informado frecuentemente acerca de la retórica papal y, a principios de 1942,
se unió a un comité secreto del Departamento de Estado para trabajar en asuntos de la posguerra.

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Samuel Moyn 65

Dicho todo esto, en enero de 1942, el concepto de “derechos humanos”


aún no había sido claramente definido, especialmente no se sabía si iba
a tener un significado más allá de unos principios básicos que el Estado
no podía trasgredir. Franklin Delano Roosevelt los usó, claramente, para
referirse también a normas que el Estado protegería incluso al ir a la guerra;
pero en todas sus proclamas propagandísticas, Roosevelt no se movió ni
conceptual ni políticamente para tratar el problema sobre el papel de los
derechos humanos en la reconstrucción del orden internacional. En enero
de 1942 no hubo ninguna afirmación en el sentido de que el terreno para
la aplicación de esta futura idea era el de la gobernanza mundial, como sí
ocurrió con la decisión de interrumpir temporalmente las relaciones or-
dinarias entre los Estados con el fin de derrotar el totalitarismo extremo.
A largo plazo también resultaría importante que no hubiera pista alguna
de cómo los derechos humanos intervendrían en el ya viejo conflicto so-
bre las formas de socializar la libertad bajo las circunstancias económicas
modernas. Los derechos humanos entraron en la historia como una frase
atractiva y no como una idea lo suficientemente meditada. Por el contrario,
la importancia de la despreocupada elevación de este término por parte de
Roosevelt durante la era de la Segunda Guerra radica principalmente en
que, desarrollando tendencias anteriores, se convirtió en una embarcación
vacía que podía llenarse con una amplia variedad de concepciones diversas.
La competencia por el significado de los derechos humanos marcó su
itinerario durante la guerra más que ninguna otra cosa. La proliferación
de definiciones motivada por vagas invocaciones es la que ha recibido
la atención de historiadores que buscan la prehistoria del término en el
momento de posguerra. Sin negar el valor de rastrear dichos usos de la
época de la guerra —la mayoría de ellos encendidos por la descuidada
fraseología de Roosevelt— es crucial ante todo recordar que fue posible
escribir sobre la diplomacia estadounidense durante el conflicto sin men-
cionar los derechos humanos por varias décadas. Seguir la forma como
se filtraron los derechos humanos durante la Segunda Guerra Mundial es
algo que las personas han empezado a hacer con visión retrospectiva, pero
esta manera de enfocar el asunto hace borrosa la foto. En la primera mitad
de 1942, la mayoría de los altos oficiales, como el vicepresidente Henry
Wallace, enfatizaron la reconstrucción económica como la esencia de las

Anne O’Hare McCormick, “The Reawakening that Hitler Failed to Mention”, New York Times,
octubre 4, 1941. Compárese esto con sus artículos en el New York Times, “For State or—Church”,
marzo 1, 1936; “The New Pope”, marzo 3, 1939 (“Pío XI se sintió obligado a lanzar su voz en
cada ocasión posible para defender la libertad de conciencia y el derecho inalienable del alma
individual”), y más adelante, “Papal Message a Momentous Pronouncement”, diciembre 25,
1944, todos reimpresos en Anne O’Hare McCormick, Vatican Journal 1921-1954, ed. Marion
Turner Sheehan, (New York: Farrar, Straus and Cudahly, 1957), 98.

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66 La última utopía

promesas de guerra e incluso el principal significado de la retórica de las


Cuatro Libertades12. En la visión internacional, y especialmente después del
informe de William Beveridge en el que clama por un mundo de posgue-
rra que garantizara el trabajo y estándares de vida más altos, los derechos
humanos eran simplemente sinónimos de la promesa básica de los líderes
aliados en la guerra de un cierto tipo de socialdemocracia. Incluso entonces
las definiciones retóricas de los derechos humanos en el gobierno y entre par-
ticulares y grupos no querían decir nada más que una cacofonía anárquica,
en la cual viejos ideales enfrentados se reformulaban en un lenguaje nuevo13.
Dos de los grupos más importantes —en todo caso persiguiendo
esencialmente los mismos objetivos— que dieron un papel a los derechos
humanos en 1942-1943 fueron los abogados, incluyendo los internacio-
nalistas, y aquellos miembros del movimiento pacifista que resaltaban
sobre todo la reconceptualización de un orden internacional para evitar
futuras guerras. En estos grupos se plantearon algunas definiciones, pero
se hizo fundamentalmente para establecer posibles listas de derechos y
no para desestabilizar la vieja conexión de los derechos y la soberanía del
Estado. El American Law Institute produjo un borrador de carta de derechos
entre la primavera de 1942, cuando inició este proyecto, y 1944, cuando
fue publicada14. Fuera de las discusiones dentro de los Estados Unidos
no hubo actividad comparable. Sin cansancio y en solitario, el abogado
internacionalista británico Hersch Lauterpacht también tuvo la idea de
desarrollar una carta internacional de derechos en 1942, y prosiguió con
esta idea a punto de convertirla en un libro publicado en 1945. Pero difícil-
mente puede decirse que estos porfiados esfuerzos eran prominentes entre
abogados o entre iniciativas privadas como la Comisión para el Estudio de
la Organización de la Paz15. La comisión, liderada por Clark Eichelberger

12
Contrástese con el trabajo del Departamento de Estado en 1942 sobre la idea de una carta
de derechos dentro del marco de la reconstrucción económica y social: Ruth B. Russell ed.,
A History of the United Nations Charter: The Role of the United States, 1940-1945 (Washington:
Brookings Institute, 1958), cap. 12.
13
Construyo esto a partir de estudios existentes a la luz de este punto. Véase Elizabeth
Borgwardt, A New Deal for the World: America’s Vision for Human Rights (Cambridge: Harvard
University Press, 2006); Paul Gordon Lauren, The Evolution of Human Rights: Visions Seen,
2ª ed. (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2003), cap. 5; y especialmente Simpson,
Human Rights, cap. 4.
14
Para el tema de los orígenes, véase William Draper Lewis, “An International Bill of Rights”,
Proceedings of the American Philosophical Society 85, 5 (septiembre, 1942): 445-47.
15
Hersch Lauterpacht, “The Law of Nature, the Law of Nations, and the Rights of Man”, Transactions
of the Grotius Society 29 (1943): 1-33; Lauterpacht, An International Bill of Rights (New York, 1945);
para un estudio a mayor profundidad de Lauterpacht véase el capítulo 5 de este libro; Robert
P. Hillman, “Quincy Wright and the Commission to Study the Organization of Peace”, Global
Governance 4, 4 (octubre, 1998): 485-499; Glenn Tatsuya Mitoma, “Civil Society and International
Human Rights: The Commission to Study the Organization of Peace and the Origins of the UN
Human Rights Regime”, Human Rights Quarterly 30, 3 (agosto, 2008): 607-630.

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Samuel Moyn 67

y James T. Showell, se había derivado de la vieja Asociación de la Liga de


las Naciones y se dedicó durante la Segunda Guerra a elaborar propuestas
para una organización internacional y luego a conseguir pródigos apoyos
domésticos para llevar a cabo los propios planes del gobierno a una salida
negociada. La lucha por unos Estados Unidos con mirada internacional
durante la Segunda Guerra Mundial fue, en todo caso, muy lejana a ser lo
mismo que una búsqueda para definir los derechos humanos; esto último
era un subproducto menor y subsidiario de esa lucha y no su principal
motivación. De hecho, luego de que el gran bestseller de Wendell Willkie,
Un Mundo, apareciera en 1943 y prominentes republicanos como el senador
Arthur Vandenberg abrazaran la causa, el espíritu internacionalista generó
simpatías en los dos partidos políticos más importantes. Mientras el inter-
nacionalismo estadounidense, con su misión de vieja data de lograr la paz
y la estabilidad, disfrutó incuestionablemente de una inestable victoria,
los derechos humanos como futuro principio de gobierno se mantuvieron
todo el tiempo en los márgenes.
En los Estados Unidos, un grupo religioso fue probablemente el más
activo en la campaña de darle un perfil mayor a la idea en medio de la
anarquía de otras retóricas. El Federal Council of Churches of Christ in
America (FCC) —protestantes de vieja data que habían sido los absolutos
dominadores del internacionalismo estadounidense por regla general—
formaron la Comission to Study the Bases of a Just and Durable Peace, la
cual intentó alejar al protestantismo de variadas denominaciones tanto del
aislacionismo como del pacifismo16. John Foster Dulles, por ese entonces
un prestigioso abogado y pensador republicano en asuntos de política
exterior que había tenido un duro despertar religioso y había trabajado
para una unidad cristiana ecuménica en nombre de un nuevo orden justo,
lideró esta “cruzada” durante la época de la guerra. En los principios guía
de su comisión proferidos en marzo de 1942, la principal preocupación
radicaba en un “orden moral”, respecto del cual los Estados Unidos tenían
una “gran responsabilidad” en asegurar. Los derechos, especialmente el
derecho a profesar cualquier religión, sí tuvieron un lugar; más adelante,
cuando el grupo sacó a la luz pública su ampliamente circulada Six Pillars
of Peace, el último de esos pilares hacía referencia a los diversos llamados
por una carta internacional de derechos, la cual —de acuerdo con este
grupo— debía dar prioridad a la libertad religiosa17. Aunque llegara más
tarde a la discusión sobre los derechos humanos, el gran propagandista


16
Véase Robert A. Divine, Second Chance: The Rise of Internationalism in America during World War
II (New York: Atheneum, 1967), 22-23.
17
Commission to Study the Bases of a Just and Durable Peace, A Righteous Faith (New York:
Commission to Study the Bases of a Just and Durable Peace, 1942), 101, 103; y Six Pillars of Peace: A
Study Guide (New York: Commission to Study the Bases of a Just and Durable Peace, 1943), 72-81.

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católico Jacques Maritain, quien residía en Estados Unidos durante la


guerra, los hizo incursionar teóricamente en el catolicismo frente a una
gran audiencia internacional. Al hacerlo, se enlistó para ser el principal
defensor filosófico de los derechos humanos en la década que siguió a la
guerra. Rompiendo ingeniosamente con el pensamiento político católico
de los tiempos modernos, incluyendo sus propias tradiciones neotomistas,
Maritain empezó señalando que el derecho natural católico era el trasfondo
apropiado para los derechos humanos tan solo dos semanas después de
la Declaración de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, y los pro-
movió sin cansancio a lo largo de la guerra, en especial patrocinando su
circulación clandestina en Francia. Para entender su destino en la Europa
de la posguerra, es importante anotar que Maritain apoyó los derechos en
términos comunitaristas, resaltando una “persona humana” moralista en
contra de una visión que ponía en el centro a un individuo atomizado como
el sujeto que ejercía los derechos. Escribiendo en la revista Fortune en abril
de 1942, Maritain celebraba “el concepto y la devoción hacia los derechos
de la persona humana” como “la mejora más significativa alcanzada du-
rante los tiempos modernos”, aunque advirtiera oscuramente la peligrosa
tentación de “acudir a los derechos humanos y a la dignidad sin Dios” (una
“ideología” secular fundada en una “infinita y cuasi-divina autonomía de
la voluntad humana”, advertía, solo podía llevar a una catástrofe)18. Para el
fin de la guerra, el American Jewish Committee también había incorporado
la idea de los derechos humanos, aunque entendiblemente mucho más
preocupado por su ignorada situación de ese entonces, y por los posibles
problemas que tendría el pueblo judío en el futuro19.

Cf. Heather A. Warren, Theologians of a New World Order: Reinhold Niebuhr and the Christian
Realists, 1920-1948 (New York: Oxford University Press, 1997), cap. 6.
18
Las publicaciones más tempranas de Maritain son: “The Natural Law and Human Rights”
(Windsor, Ontario, 1942), un discurso de aceptación del premio que data de enero 18 de 1942
y fue publicado como un panfleto; y “Natural Law and Human Rights”, Dublin Review 210
(abril, 1942): 116-24. Luego escribió Les droits de l’homme et la loi naturelle (New York: EMF,
1942), traducido a muchos idiomas. Maritain, “Christian Humanism”, Fortune, abril, 1942.
Perspectivas similares se extendieron alrededor del pensamiento católico con posterioridad.
Véase, por ejemplo, Joseph T. Delos, “The Rights of the Human Person Vis-à-Vis the State
and the Race”, en Race-Nation-Person: Social Aspects of the Race Problem, ed. J. W. Corrigan &
B. G. O’Toole. (New York: Barnes and Noble, 1944), o Tibor Payzs, “Human Rights in a World
Society”, Thought 22, 85 (junio, 1947): 245-68.
19
El American Jewish Committee hizo claro este cambio en la estrategia judía de los mecanis-
mos de la preguerra, tales como la intervención, tratados bilaterales o régimen de minorías a
una “maquinaria internacional”. Pero mientras después de la guerra consideró a los derechos
humanos como los sucesores de los derechos de las minorías, este no era el significado del
término en la opinión pública en general. American Jewish Committee, To the Counsellors
of Peace (New York, [marzo] 1945), 13-24; y “A Post-War Program for Jews”, The New Republic,
abril 30, 1945. Cf. Jacob Robinson, Human Rights and Fundamental Freedoms in the Charter of
the United Nations (New York: Institute of Jewish affairs of the American Jewish congress and

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Samuel Moyn 69

¿Dónde estaban los derechos humanos fuera de estas discusiones en


Estados Unidos? La respuesta es: en ningún lugar por el momento. Este
hallazgo es sorprendente en la medida en que los derechos humanos iban
a encontrar su hogar duradero no en Estados Unidos sino en la política
europea de la posguerra. Los ojos del resto del mundo se mantenían fijos
en la Carta del Atlántico dada su promesa de autodeterminación, aunque
tras bambalinas Churchill lograra después de mucho trabajo convencer a
Roosevelt que su interpretación de esta promesa como aplicable solamente
al imperio de Hitler y no a los imperios en general era la correcta20. Fuera de
Europa, la recepción de la Carta del Atlántico y de las discusiones sobre el
lenguaje de derechos humanos son dos procesos que pueden diferenciarse
y que no están íntimamente relacionados, especialmente en la medida en
que cada vez fue más claro que los “derechos humanos” no implicarían
una autodeterminación colectiva. Pero en Europa, la historia de la época
de la guerra es sutilmente diferente. Podría parecer sorprendente, a la
luz de la eufórica proclamación de 1933 por parte del ideólogo nazi Josef
Goebbels en la que señalaba que “el año de 1789 es ahora erradicado de la
historia”, que la retórica de los derechos del hombre fuera tan marginal
durante la guerra. Sin embargo, no había en Gran Bretaña actividades al
estilo de las que se daban en Estados Unidos, a excepción de las propues-
tas de H. G. Wells por una carta de derechos como la alternativa esencial
al nazismo. Teniendo en cuenta la retórica del papa (continuada por su
sucesor, Pío XII), el lenguaje de los derechos parece haber sido domina-
do por los católicos, bien sea en círculos de resistencia o en las homilías
ocasionales de los sacerdotes. En la primavera de 1942, algunos católicos
en la Europa continental convergían en los derechos humanos como un
lenguaje de principios cristianos de resistencia: los obispos alemanes, en
una carta pastoral común en la pascua de 1942, se alzaron en protesta
contra la forma como el régimen pisoteaba no solamente los derechos de
la Iglesia (en desconocimiento del concordato) sino también los derechos
humanos —“los derechos generales garantizados divinamente a los hom-
bres”—. El extraordinario grupo clandestino de resistencia compuesta por
católicos franceses, Témoignage chrétien, reimprimió esta carta y extendió
el llamado en su panfleto del verano, “Derechos humanos y cristianos”.
Por supuesto, lo que estos llamados significaban difería dependiendo del
tiempo y el lugar; en Hungría, por ejemplo, lo que estaba en juego para

world Jewish congress, 1946); y “From Protection of Minorities to Promotion of Human Rights”,
Jewish Year Book of International Law 1 (1949): 115-51; también Mark Mazower, “The Strange
Triumph of Human Rights, 1930-1950”, Historical Journal 47, n.° 2 (2004): 379-98.

20
Wm. Roger Louis, Imperialism at Bay: The United States and the De-colonization of the British Empire
(Oxford: Oxford University Press, 1977); Warren F. Kimball, The Juggler: Franklin Roosevelt as
Wartime Statesman (Princeton: Princeton University Press, 1991), caps. 3 y 7.

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70 La última utopía

algunos miembros de la Iglesia y políticos cristianos era únicamente “los


derechos del hombre (cristiano)”, lo cual quería decir fundamentalmen-
te el derecho a la conversión en contra del esencialismo racista, aunque
siempre en nombre de una visión excluyente de nación cristianizada21. Pero
en el avatar de los acontecimientos, los intentos por definir la atractiva
declaración de Roosevelt fueron ahogados por la tormenta de la guerra.
La difusión del término no llegó a ningún lado antes de que el costo de
definirlo claramente fuera muy bajo y no demasiado alto. El propio proceso
de definición de los derechos humanos durante la guerra coincidió con la
realidad de su emasculación: nacimiento y muerte juntos. Las propias ideas
de Roosevelt durante la guerra, aunque se movieran constantemente en lo
que refiere a sus detalles más específicos, usualmente giraban alrededor de
la noción de parcelar el mundo de la posguerra en zonas de influencia que
los Aliados patrullarían como “cuatro policías”. Para Roosevelt, así como
para el prominente experto en política exterior Sumner Welles, la doctri-
na Monroe y su conservación aún tenía un significado de primer orden.
Solamente cuando fue convencido por su secretario de Estado Cordell
Hull para remplazar la Liga de las Naciones —y más tarde, gracias a que
vio necesario atraer a los votantes internacionalistas del Partido Republi-
cano en la elección presidencial—, Roosevelt posicionó sus planes para
fundar una organización internacional en los altos niveles diplomáticos.
No obstante, de la mano de otros líderes aliados, su objetivo continuaba
siendo un marco de seguridad que balanceara a las tres grandes potencias
(más adelante, las cuatro) en las circunstancias de las posguerra. Formal-
mente, los planes se alejaron tanto del regionalismo como de un sistema
fiduciario; informalmente, su meta continuó siendo, en efecto, incorporar
la “dictadura” de las grandes potencias (en términos de algunos críticos)
como la esencia de la gobernanza internacional22.

21
Goebbels como aparece citado en Karl Dietrich Bracher, The Nazi Dictatorship: The Origins,
Structure, and Effects of National Socialism (New York: Praeger Publishers, 1970), 10. Sobre
el silencio británico, véase Simpson, Human Rights, 204-5, atribuyéndolo a la tradicional
alergia británica a las declaraciones formales. Respecto al papa y al catolicismo continental,
véase especialmente la encíclica Summi Pontificatus (octubre 20, 1939), que señala que “el
hombre y la familia son, por su propia naturaleza, anteriores al Estado, y que el Criador dio al
hombre y a la familia peculiares derechos y facultades y les señaló una misión, que responde
a inequívocas exigencias naturales”; La Résistance spirituelle 1941-1944: Les cahiers clandestins
du “Témoignage chrétien”, ed. François y Renée Bédarida (Paris: Albin Michel, 2001), 159-86;
y Paul A. Hanebrink, In Defense of Christian Hungary: Religion, Nationalism, and Antisemitism,
1890-1944 (Ithaca: Cornell University Press, 2006), 170-80.
22
Véase Dallek, Franklin Roosevelt, 419-20, 482; Kimball, The Juggler, cap. 6; Kimball, “The Sheriffs:
FDR’s Postwar World”, en David B. Woolner et al., eds., FDR’s World: War, Peace, and Legacies
(New York: Palgrave Macmillan, 2008); Robert C. Hilderbrand, Dumbarton Oaks: The Origins of
the United Nations and the Search for Postwar Security (Raleigh: UNC Press, 1990); y especialmente
Christopher D. O’Sullivan, Sumner Welles, Postwar Planning, and the Quest for a New World Order,
1937-1943 (New York: Columbia University Press, 2008). Véase también, para una discusión

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Samuel Moyn 71

La idea original de una especie de curaduría en cabeza de las grandes


potencias atrajo la atención de Roosevelt incluso antes del ataque a Pearl
Harbor. Más adelante esta idea iba a materializarse en la concentración
de una verdadera autoridad en el Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas23. Con esta propuesta aprobada por Josef Stalin en Teherán al final
de 1943, la verdadera acción en el desarrollo de este esquema ocurrió en
los primeros seis meses de 1944; desde entonces, estos acontecimientos no
han sido cuidadosamente revisados. Mientras las tres grandes potencias
desarrollaban sus propuestas, ningún diplomático siquiera mencionó los
derechos humanos en los momentos previos a las reuniones cruciales en
las que se planearon las Naciones Unidas a finales de agosto en Dumbarton
Oaks en Washington, D.C. Cuando los chinos (quienes estaban molestos
de haber sido invitados a las negociaciones solamente para ser excluidos de
las principales decisiones) filtraron documentos principales que contenían
las discusiones preparatorias a James Reston del New York Times, quienes
tenían ojos para ver inmediatamente entendieron que el verdadero fin de
las futuras Naciones Unidas era balancear los grandes poderes y no mora-
lizar al mundo (y mucho menos someterlo a reglas jurídicas).
En últimas, la idea de los derechos humanos entró en los planes fina-
les como una insignificante frase oculta en la propuesta por un Consejo
Económico y Social sin ningún significado serio. El borrador inicial de
los estadounidenses, de hecho, hacía un llamado para que “cada Estado
[…] respetase los derechos humanos y las libertades fundamentales de su
pueblo”, mientras que los textos finales asignaron a las Naciones Unidas
la tarea de promover el respeto por los derechos humanos en una de las
últimas secciones del documento. Su aprobación ocurrió a la luz de una
potencial reacción negativa del público: “sería una farsa darle al público la
impresión de que los delegados no pudieron ponerse de acuerdo sobre la
necesidad de defender los derechos humanos”, comentó el líder de la repre-
sentación británica, Gladwyn Jebb. Pero su aprobación simultáneamente
neutralizó el concepto en la organización internacional, aparentemente
para siempre24. Mientras su aprobación fuera algo necesario la organización
internacional tenía que ser vendida a la gente y no tanto negociada entre
la élite. Los derechos humanos eran solamente un elemento simbólico
para el público: aunque seguramente habían aumentado su importancia

general de la relación entre globalismo y regionalismo para los estadounidenses (el cual incluía
la expansión y algunas veces la protección de la seguridad hemisférica de la zona de la doctrina
Monroe), Neil Smith, American Empire: Roosevelt’s Geographer and the Prelude to Globalization
(Berkeley: Universtity of California Press, 2003), cap. 14.
23
Hilderbrand, Dumbarton Oaks, 16.

24
Foreign Relations of the United States: Diplomatic Papers 1944 (General) (New York: Foreign
Relations of the United States, 1966), 791; Jebb citado en Hilderbrand, Dumbarton Oaks, 16.

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72 La última utopía

durante la guerra, todavía no eran un lenguaje general para justificar la


organización internacional. Incluso ante la prensa popular era obvio que
la verdadera disputa en la conferencia, e incluso más adelante, giraba alre-
dedor del Consejo de Seguridad, sus reglas para votar y el veto, un asunto
inicialmente acordado en Yalta y confirmado en San Francisco con el fa-
moso requisito de la unanimidad. En este momento inicial, los cimientos
de la Organización de las Naciones Unidas habían sido construidos; tal
como lo señaló Charles Webster, un refinado diplomático británico, “los
adornos posteriores no tocaron sus puntos fundamentales”25.
En memoria viva del humillante fracaso de Woodrow Wilson para
convencer a su país de aceptar su grandiosa creación, para los activistas
estadounidenses trabajando en terreno todo giraba en torno a si el gobierno
de los Estados Unidos y su gente podían ser persuadidos de entrar a la esfera
internacional como participantes comprometidos. Fue esta pregunta la que
motivó a estos grupos a ser unos defensores apasionados de las Naciones
Unidas aunque ella se basara en cualquier modelo. “La membresía de los
Estados Unidos en las Naciones Unidos se convirtió en el símbolo de la
participación de los Estados Unidos en la sociedad internacional”, dijo
Dorothy Robins, una participante que más tarde escribió crónicas sobre
la promoción de las Naciones Unidas por parte de los particulares durante
estos años. Para el grupo más grande —los que anteriormente habían sido
aislacionistas que se convirtieron al internacionalismo porque se les pre-
sentó un modelo lejano al idealismo transformador— fue menos el New
Deal que las nuevas formas de cooperación internacional representadas
por las Naciones Unidas las que terminaron siendo responsables del fin
del aislacionismo estadounidense. Tal como lo afirmó en ese momento
una importante promotora de esta idea, Vera Micheles Dean, la ausencia
de “principios fundamentales” hizo que las líneas básicas de la nueva or-
ganización fueran de lejos superiores al modelo inflexible y moralista de
la Liga. “Las propuestas de Dumbarton Oaks no daban una esperanza del
nuevo milenio”, escribió. “Este no era el tipo de documento que podía mo-
tivar a oradores después de una cena a proferir discursos elocuentes sobre
la paz eterna. Y eso era bueno”26. Más importante, la memoria reciente de
la alarmante incursión japonesa, algo sin precedentes en la historia de los

25
Charles Webster, “The Making of the Charter of the United Nations” (basado en una clase de
1946), en The Art and Practice of Diplomacy (New York: Barnes and Noble, 1962), 79. Para una
visión de los eventos que siguieron a la “paz de los pueblos”, ver Lauren, Evolution, caps. 5-6.
Cf. Farrokh Jhabvala, “The Drafting of the Human Rights Provisions of the UN Charter”,
Netherlands International Law Review 44 (1997): 3-31.
26
Dorothy B. Robins, Experiment in Democracy: The Story of U. S. Citizen Organizations in Forging
the Charter of the United Nations (New York: Parkside, 1971), 157; Vera Micheles Dean, The Four
Cornerstones of Peace (New York: McGraw Hill, 1946), 9. El libro consta de panfletos original-
mente preparados para la Foreign Policy Association y publicados en 1944-1945.

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Samuel Moyn 73

Estados Unidos, socavó la sensación del país de una especie de inmunidad,


haciendo poco plausible repetir su intento de la primera posguerra de
escapar de los embrollos mundiales.
Los desacuerdos de algunos pocos idealistas y pacifistas —Oswald
Garrison Villaerd, por ejemplo— no pudieron dominar la discusión en los
Estados Unidos, en claro contraste con la escena posterior a 1919 cuando
Wilson había enfrentado no solamente a los aislacionistas sino a interna-
cionalistas de más peso. En la medida en que había más reflexiones sobre la
aceptación del realismo de Dumbarton, la consideración más importante
siguió siendo la aparente falta de alternativas. Era este orden internacional
o ninguno. “Es muy cierto que en un orden jurídico internacional ideal
todas las naciones debían ser iguales ante el derecho”, explicó al New York
Times el profesor de filosofía de Harvard, Ralph Barton Perry, en una larga
carta al director en enero de 1945.
Las propuestas de Dumbarton Oaks no crean, y no están diseñadas para
crear, un orden político y jurídico ideal. Es correcto y apropiado juzgarlas
de acuerdo a ese estándar y señalar su imperfección juzgándolas de esta ma-
nera. Las propuestas contienen muchas de las características cuestionables
del viejo orden y encarnan accidentes históricos peculiares que reflejan
la actual crisis de la humanidad. De esto no se sigue, sin embargo, que
los acuerdos deben ser rechazados o despreciados. Deben ser celebrados
con entusiasmo por las cosas buenas que prometen y no condenarlos en
nombre de la perfección que no pueden alcanzar […] Quienes se niegan
a tomar un paso dirigido hacia el logro de su objetivo bajo el argumento
de que no alcanza de una vez su objetivo seguramente se mantendrán sin
avanzar o retrocederán.27

El temor de que el aislacionismo levantara la cabeza significó que


algunos pocos grupos de presión estadounidenses trataron las especifici-
dades organizacionales de las Naciones Unidas como un punto decisivo;
la revocación en los borradores de Dumbarton de la promesa de autode-
terminación contenida en la Carta del Atlántico no causó debate alguno
entre los internacionalistas estadounidenses, mientras que el fracaso para
avanzar las promesas de la guerra sobre los derechos humanos, a pesar de
ser una preocupación de algunos grupos de presión, no afectó seriamente
los términos de la discusión pública. Escribiendo en The Nation, el teólogo
protestante Reinhold Niebuhr alabó la aceptación estratégica de los acuer-
dos de Dumbarton en nombre de los internacionalistas estadounidenses,


27
Ralph Barton Perry, “Working Basis Seen”, New York Times, enero 7, 1945. Cf. Robins, Experiment,
74-75, citando una publicación periódica cristiana para afirmar que “la verdadera elección […]
no es entre una agencia de paz imperfecta y una agencia adecuada, sino entre una organización
imperfecta que puede mantener la paz para una generación y gradualmente evolucionar en
algo mayor, y una lucha abierta por el poder que no puede mantener la paz de modo alguno”.

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74 La última utopía

yendo incluso tan lejos hasta criticar cualquier propuesta de inclusión de


los derechos humanos al argumentar que hacerlo simplemente confirma-
ría su insignificancia y no la reduciría: “Los acuerdos de Dumbarton Oaks
tampoco serían sustancialmente mejorados por la inserción de alguna carta
internacional de derechos que no tiene relevancia y no tendría eficacia
alguna en una alianza mundial de Estados”28.
Entendiblemente atrapados por el miedo de que el aislacionismo
riera de último, las prioridades eran el compromiso de los Estados Unidos
y la participación de los soviéticos, sin importar la forma específica de
lo uno y lo otro. Por supuesto, era de ayuda para los internacionalistas
estadounidenses que su propio país se uniera a una organización que le
diera un papel desproporcionadamente poderoso en su estructura. Hacia
mediados de la guerra, la vieja Liga de las Naciones se rebautizó como la
Asociación de las Naciones Unidas, pero su agenda se mantuvo igual; la
promoción de una carta más adornada como producto de la reunión en
San Francisco sigue siendo simplemente una nota al pie respecto del apoyo
más certero de los internacionalistas a la carta, de una forma muy cercana
a la diseñada en secreto en Dumbarton. Era —y todavía lo es— una carta
basada en la soberanía nacional y el balance de las grandes potencias.
De esta forma, los internacionalistas estadounidenses tuvieron un papel
apologético, apoyando una agenda que, en lugar de haber hecho central el
nuevo concepto de los derechos humanos lo había echado por tierra. En la
medida en que continuaban en las negociaciones, los derechos humanos y
otras formulaciones idealistas reflejaban la necesidad por una aceptación
y legitimidad pública como parte de la unidad retórica para distinguir la
nueva organización de instancias anteriores enfocadas en el balance entre
grandes potencias. Se trataba de un portón estrecho para ofrecerle al mundo
la entrada a la moralidad, y algo muy lejano a un multilateralismo utópico
basado en los derechos humanos.
La victoria del internacionalismo estadounidense entonces coincidió
con la marginalización práctica de cualquier lenguaje idealista alrededor
del cual los grupos activistas pudieran o hubieran podido movilizarse. De
hecho, tan solo una generación atrás, la historia del internacionalismo
estadounidense de la Segunda Guerra Mundial, tal como la historia de la
diplomacia pacifista, podía contarse sin referencia alguna a los derechos
humanos, incluso cuando se resalta su “segunda oportunidad” exitosa
para mover al país hacia un compromiso internacional. Ninguna ONG
en el sentido contemporáneo del término o incluso alguna que tuviera

28
Reinhold Niebuhr, “Is This ‘Peace in Our Time’?”, The Nation, abril 7, 1945. Brian Simpson está
claramente en un error al señalar que “en los propios Estados Unidos el fracaso de resaltar la
importancia de los derechos humanos se convirtió en la principal crítica”. Simpson, Human
Rights, 251.

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Samuel Moyn 75

un carácter más general, excepción hecha de la ineficaz Liga Internacional


por los Derechos del Hombre, surgió en esta era. El proyecto de forzar los
procesos de las Naciones Unidas en nuevas direcciones, tanto antes como
después de San Francisco, prevaleció entre grupos de cristianos, judíos y
mujeres, tal como cualquier modelo de activismo asociativo lo hizo. Todos
estos grupos empezaron a hacer referencia a los derechos humanos, pero
la absoluta prioridad de los internacionalistas estadounidenses era la rati-
ficación de la Carta en una forma que generalmente aceptaban.
Los adherentes de la organización internacional —planteaba Robins de
una manera inimitable— conquistaron los dragones de la indiferencia
pública y la resistencia del Senado solamente después de haber trabajado
intensamente, y aseguraron la mano de la princesa por la cual habían
estado luchando […] Es un romance de los tiempos modernos.29

En la revista Time, sin embargo, el reconocimiento de lo que se había


logrado en San Francisco era más sobrio. La “Carta [fue] escrita para un
mundo basado en la fuerza, atemperada por un poco de razón. Era un do-
cumento producido por y diseñado para grandes concentraciones de poder,
de alguna manera restringidas por una gran desconfianza en la fuerza”30.
Sin embargo, es cierto que, en contra de los consejos de Niebhur, algu-
nos grupos conservaron los derechos humanos en la agenda del invierno
de 1944-1945, un proyecto también adoptado por pequeños Estados que
no tenían poder para afectar las bases predeterminadas de la organización.
Sería un error subestimar los dos tipos de agitaciones, pero sería un error de
igual magnitud unificar esta oposición y exagerar sus logros antes y después
de la conferencia de San Francisco. W. E. B. Du Bois, el gran pensador y
agitador afroamericano pasó este periodo dirigiendo la fallida campaña de
la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP)
para forzar a las Naciones Unidas a embarcarse en las promesas de la Carta
del Atlántico sobre la autodeterminación (especialmente en las zonas colo-
niales), incluso mientras su grupo colaboraba con organizaciones judías y
cristianas como la AJC y la FCC para que la idea de los derechos humanos
volviera a tener una importancia en la futura carta. Mucho se ha dicho de
la diplomacia de los Estados latinoamericanos, pero sus miedos históricos a
la conquista y a la intervención hicieron que su principal asunto en el Acta
de Chapultepec de 1945 fuera consagrar el principio de la inexpugnabilidad
de la soberanía como una norma regional y universal31. De manera más

29
Robins, Experiment, 151.
30
“This Is It”, Time, junio 18, 1945.

31
José Cabranes, “Human Rights and Non-Intervention in the Inter-American System”, Michigan
Law Review 65, n.° 6 (abril 1967): 1147-82, en donde se resaltan las razones para el compromiso a
la inviolabilidad de la soberanía. En especial véanse las páginas 1161 y 1162 sobre la Declaración

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76 La última utopía

general, cuando se trata de los Estados pequeños, las reflexiones contem-


poráneas de Herbert Evatt, un participante australiano e importante líder
en el intento de las potencias para revisar los acuerdos de Dumbarton en
San Francisco, muestra que el mejor argumento para ampliar lo que en
términos generales continuaba siendo una “paz de las grandes potencias”
podía incluir un número de asuntos, pero el papel amplio de los derechos
humanos difícilmente aparecía en esa lista32.
Después de todo, los principales acontecimientos de la conferencia
de San Francisco ocurrían en otro lugar. Para el fin de su vida, tan solo dos
semanas antes de que las reuniones iniciaran, Roosevelt ya visualizaba
las Naciones Unidas como una alta prioridad. La mayoría temía que los
soviéticos optaran por retirarse, especialmente por el hecho de que el
largo periodo que había pasado desde Yalta había sido testigo de disputas
sobre el preciso alcance del veto en el Consejo de Seguridad. Cuando en
la conferencia los soviéticos, a través de su ministro de relaciones exterio-
res, Vyacheslav Molotov, asintieron a la interpretación estadounidense
de la fórmula, el mundo respiró aliviadamente y otros asuntos fueron ya
secundarios. Webster, un diplomático británico no propiamente realista,
reconoció que
el fervor de los discursos sobre la justicia, los derechos humanos y las
libertades fundamentales […] representaban fuerzas que ninguno de los
hombres de Estado puede ignorar, en la medida en que a largo plazo el
poder es una entidad tanto física como moral.33

Sin embargo, toda la década del cuarenta tuvo una visión cortoplacis-
ta. En San Francisco, el principal logro en lo que se refiere a los derechos
humanos fue simbólico: estos y las libertades fundamentales fueron
mencionados como principios en el preámbulo. Irónicamente, fue el
primer ministro surafricano Marshal Jan Christian Smuts quien llegó a la
conferencia insistiendo en la necesidad de redactar una carta más esperan-
zadora (una que no consideraba incompatible con la continuación de los
imperios alrededor del mundo y con la jerarquía racial de su propio país)
y quien logró esta victoria que fue un simple adorno a la Carta de la ONU.
Aparte de este acontecimiento, la labor de los grupos y los Estados dejó a
los derechos humanos dentro del ámbito del Consejo Económico y Social,
esa bajísima posición a la que Dumbarton los había condenado desde un

de Bogotá. Cf. Lauren, Evolution, y Mary Ann Glendon, A World Made New: Eleanor Roosevelt
and the Universal Declaration of Human Rights (New York, 2001).
32
Herbert V. Evatt, “Risks of a Big Power Peace”, Foreign Affairs 24, n.° 2 (enero 1946): 195-209;
y The United Nations (Oliver Wendell Holmes lectures, 1947) (Cambridge: Harvard University
Press, 1948).
33
Webster, “The Making”, 86.

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Samuel Moyn 77

principio. Principalmente gracias a la atención de Joseph Proskauer de la


AJC y de O. Frederick Nolde de la FCC, la Carta hacía un llamado para la
formación de una comisión de derechos humanos, aunque la misma tenía
deberes poco claros de cara a la protección de unos principios indefinidos.
Teniendo en cuenta el preámbulo, Arthur Vandenberg, un delegado de los
Estados Unidos a la conferencia en San Francisco, podía señalar que la Carta
representaba un distanciamiento radical: “Dumbarton Oaks ha sido dotada
de una nueva alma —la Carta nombra a la justicia como el principal criterio
de la paz—”. Pero de acuerdo con Virginia Gildersleeve, decana de Barnard
College y delegada estadounidense a quien se le había asignado manejar las
negociaciones del Consejo Económico y Social, Vandenberg le quitó valor
en privado a “los fantásticos objetivos que se están adscribiendo al Consejo
Económico y Social”. Como la mayoría de las naciones, los Estados Unidos
dejaron esa parte de la organización a cargo de delegadas como ella dando
fe de que ese era “un campo apropiadamente femenino”34.
La inclusión de referencias a los derechos humanos en la Carta esta-
ba destinada a marcar una diferencia al hacer evidente el problema de la
definición y al abrir una senda hacia la construcción de futuras agendas
impredecibles de Estados y particulares. Pero la verdad es que San Francisco
repitió ampliamente lo acordado en Dumbarton y no lo desestabilizó. “Ni
la Carta, ni las disputas diplomáticas son tranquilizadoras”, reclamaba
indignado el belga Charles de Visscher cuando dos veranos más tarde in-
tentaba motivar a sus colegas internacionalistas europeos a trabajar por los
derechos humanos. Sus colegas angloamericanos hacía ya mucho tiempo
habían renunciado a esta tarea. “La organización internacional se ve como
una simple burocracia sin derechos, dirección, ni alma, incapaz de abrirle
horizontes de una verdadera comunidad internacional a la humanidad”35.
Recientemente se han ofrecido “visitas guiadas” del camino desde las
primeras reuniones que llevaron a lo que se convertiría en la Comisión


34
Vandenberg como aparece citado en Clark M. Eichelberger, Organizing for Peace: A Personal History
of the United Nations (New York: Harper and Row, 1977); Virginia Gildersleeve, Many a Good Crusade
(New York: Macmillan, 1954), 330-31. Sobre Smuts, véase Mark Mazower, No Enchanted Palace: The
End of Empire and the Ideological Origins of the United Nations (Princeton: Princeton University Press,
2009), cap. 1; véase igualmente Saul Dubow, “Smuts, the United Nations, and the Rhetoric of Race
and Rights”, Journal of Contemporary History 41, n.° 1 (2008): 45-74. En lo que se refiere a la adición
de la Comisión de Derechos Humanos a la carta gracias a los representantes cristianos y judíos,
al igual que la American Association para las Naciones Unidas, véase Eichelberger, Organizing for
Peace, 269-72; Robins, Experiment, 129-32; Benjamin V. Cohen, “Human Rights under the United
Nations Charter”, Law and Contemporary Problems 14, n.° 3 (verano 1949): 430-37 en 430-31; cf.
William Korey, NGOs and the Universal Declaration of Human Rights (New York: Palgrave, 1998),
cap. 1. Véanse igualmente las memorias de Frederick en Free and Equal: Human Rights in Ecumenical
Perspective (Geneva: World Council of Churches, 1968).
35
“Les droits fondamentaux de l’homme, base d’une restauration du droit international”,
Annuaire de l’Institut de Droit International 41 (1947): 153-54.

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78 La última utopía

de Derechos Humanos de la ONU en 1946 hasta la Declaración Universal


de diciembre de 1948, pero lo que es sorprendente es la poca evidencia
que existe para afirmar que estas negociaciones diplomáticas, o incluso
la aprobación final de la Declaración Universal, representaban el pensa-
miento y la imaginación de sus contemporáneos. Aunque los orígenes de
la Declaración Universal son dignos de alguna atención, lo que resulta
más importante es por qué tan pocas personas pudieron motivar un apoyo
masivo al documento. El espacio abierto por la Carta a la formación de un
movimiento de masas que se reuniera alrededor del nuevo concepto seguía
siendo algo meramente hipotético36.
Pospuesto durante la guerra y en San Francisco, el desglose de los
derechos humanos finalmente ocurrió, incluso mientras se decidía que
primero serían declarados, dejando para más tarde el problema más con-
flictivo de su exigibilidad jurídica a través de una supuesta “convención”.
La representante estadounidense en la Comisión de Derechos Humanos,
Eleanor Roosevelt, lideró esta campaña simbólica. Una figura ampliamen-
te admirada con una experiencia en el movimiento pacifista, Roosevelt
asumió el papel de “maestra de escuela” en la comisión, presidiendo las
sesiones y manteniendo a raya a los delegados díscolos, mientras actuaba
como representante de los Estados Unidos, y por lo general sometiéndose
a las directrices del Departamento de Estado37. El consenso general sobre
el desglose de los derechos sugiere que había muy poco en juego en las
sesiones, a pesar de la existencia de unos pocos debates interesantes so-
bre los detalles. En los derechos canonizados en la Declaración Universal
sobre los fundamentos de la dignidad humana, había un amplio rango
que iba desde las clásicas libertades políticas hasta promesas de trabajo,
seguridad social, descanso y vacaciones, educación y un adecuado nivel
de vida (las negociaciones sobre el texto de una “convención” solamente
terminaron dos décadas después cuando el tratado se partió en dos: el Pacto
Internacional de los Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional
de los Derechos Económicos Sociales y Culturales, los cuales entraron en
vigor en 1976).
El hecho de que los derechos sociales fueran incluidos es leído algu-
nas veces como si ello fuese sorprendente, lo cual sí puede ser llamativo
desde la perspectiva del presente. Pero el amplio consenso alrededor de su
presencia es más revelador para entender por qué la noción de derechos

36
Cf. Albert Verdoodt, Naissance et signification de la Déclaration universelle des droits de l’homme
(Louvain: Editions Nauwelaerts, 1964); y de manera más completa, Johannes Morsink, The
Universal Declaration of Human Rights: Origins, Drafting, and Intent (Philadelphia: Universtiy of
Pennsylvania Press, 1999.
37
Véase Jason Berger, A New Deal for the World: Eleanor Roosevelt and American Foreign Policy (New
York: Social Science Monographs, 1981).

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Samuel Moyn 79

humanos como un todo era tan débilmente recibida en su momento.


Los derechos sociales ya habían figurado en la Revolución francesa, en
el periodo de entreguerras europeo, en la famosa propuesta de Roosevelt
de una “Segunda Carta de Derechos” en su Discurso sobre el Estado de la
Unión en enero de 1944. Había pocas cosas conceptualmente nuevas sobre
ellos, especialmente si se toma en cuenta su importancia en las constitu-
ciones europeas de entreguerras (primero en la Constitución de Weimar
de 1919, y de manera más amplia en la nueva Constitución soviética de
1936, el mismo año en el que los llamados de los franceses centristas a los
droits de l’homme también reincorporaron los derechos sociales)38. Luego
del Informe Beveridge las protecciones sociales estaban cerca del núcleo
de las promesas internacionales por un mundo mejor. Seguramente, el
que Roosevelt describiera esto como “derechos” sociales que podían po-
tencialmente tener un estatus constitucional era algo novedoso desde la
perspectiva estadounidense. Pero este era también un momento en el que
la transformación y la desradicalización del New Deal promovió un énfasis
en los derechos individuales y no en el bien común, habiendo sido este
último el trasfondo desde donde se había construido el papel del gobierno
en combatir la inestabilidad económica durante el auge del New Deal39.
El poderoso consenso bienestarista durante la guerra en Estados Unidos
y alrededor del mundo reflejaba sobre todo un breve momento sin prece-
dentes en donde había un acuerdo en que a un capitalismo sin regulación
no se le podía permitir que llevara nuevamente a un caos mundial. En la
medida en que cualquier disputa giraba alrededor la propia idea de los de-
rechos sociales, tanto en la avalancha de nuevas constituciones como en
las primeras reuniones de las Naciones Unidas, la principal preocupación
era qué tanto el derecho de propiedad privada tradicional tendría que
ser restringido. Después de la guerra, sin embargo, el consenso general
no ayudó del todo a una elección decisiva entre diversos modelos, bien
fuera de regulación gubernamental o de protección social. Los derechos
humanos eran las víctimas de su propia vaguedad.


38
La Ligue des Droits de l’Homme, en su conferencia de Dijon en 1936 anunció la necesidad de
una nueva serie de derechos sociales para que se añadieran a los civiles y politicos que había
defendido desde el Caso Dreyfuss; véase Ligue des Droits de l’Homme, Le Congrès national de
1936: Compte-rendu sténographique (Paris: Ligue des droits de l’homme, 1936), 219-305 y 415-23,
“Projet de complément à la Déclaration des Droits de l’Homme”. Para los derechos sociales de
posguerra, véase también Georges Gurvitch, The Bill of Social Rights (New York: International
Universities Press, 1946).

39
Véase la historia en Cass Sunstein, The Second Bill of Rights: FDR’s Unfinished Revolution and Why
We Need It More than Ever (New York: Basic Books, 2004). La naturaleza cambiante del New Deal
después de 1937 en dirección a los derechos individuales es la principal tesis de Alan Brinkley,
The End of Reform: New Deal Liberalism in Recession and War (New York: Alfred A. Knopf, 1995),
aunque Brinkley ni siquiera intenta conectar esta desradicalización basada en los derechos con
el internacionalismo de la guerra.

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80 La última utopía

Dado el consenso general en el contenido de los derechos, incluyen-


do los derechos económicos y sociales, no habría razón para insistir en la
primacía de alguna ideología en la redacción original de la Declaración
Universal, si no fuera por la prominencia del pensamiento social cristiano
entre los autores de esta última e incluso en los debates más amplios de
las Naciones Unidas. Maritain, el principal representante del persona-
lismo cristiano, había sido el pionero en la introducción de una especie
de liberalismo comunitarista en las tradiciones católicas. Ahora se había
encargado del estudio de las bases filosóficas de los derechos y trabajó,
en líneas generales, con la Organización de las Naciones Unidas para la
Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) para promover acuerdos. De
diferentes modos, el cristianismo definió primordialmente las visiones
de mundo de los principales autores de la Declaración Universal: John
Humphrey (el abogado que dirigió la División de Derechos Humanos de
la ONU durante dos décadas y construyó el primer borrador de una lista
de derechos), Charles Malik y la propia Eleanor Roosevelt40.
Aunque ganó el Premio Nobel de la Paz veinte años después, ya es bien
sabido que el aporte del principal representante europeo involucrado en
la redacción, el abogado judío-francés René Cassin, fue menos importante
que el de otros41. Aunque era una eminencia, Cassin no era un pensador
profundo y había basado su trabajo en la promoción de un orden de pos-
guerra más humano sobre la base de una declaración de derechos, empe-
zando en la reunión entre los Aliados en el Palacio de St. James en Londres
durante el otoño de 1941, en donde representó a su país ocupado figurando
como un patriota y un humanista; para entonces, se adhirió a la denuncia
antitotalitaria del Estado hipertrófico popularizada en el lenguaje papal,
frente al cual los derechos de la persona humana eran la alternativa. En
los años inmediatamente posteriores a la guerra, Cassin lideró la Alliance
Israélite Universelle, la reputada organización franco-judía, y aceptó la
rápidamente establecida retórica sobre la victimización universal en ma-
nos de los nazis. En todo caso, en la tradición del republicanismo francés,

40
Para una mirada general, véase mi texto “Personalism, Community, and the Origins of Human
Rights”, en A History of Human Rights in the Twentieth Century, ed. Stefan-Ludwig Hoffmann
(Cambridge: Cambridge University Press, 2010). Sobre Roosevelt, véase Glendon, A World Made
New; sobre Humphrey, véase Clinton Timothy Curle, Humanité: John Humphrey’s Alternative
Account of Human Rights (Toronto: University of Toronto Press, 2007).
41
Véase especialmente; A. J. Hobbins, “René Cassin and the Daughter of Time: The First Draft of
the Universal Declaration of Human Rights”, Fontanus 2 (1989): 7-26, uno de los documentos
en una literatura subsidiaria y frecuentemente nacionalista que intenta darle crédito a un único
fundador.

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Cassin podía alinearse con el enfoque comunitarista de sus colegas del


comité redactor de la Declaración42.
Malik fue quizás la figura clave en las negociaciones. Un cristiano libanés
que había estudiado con Martin Heidegger en la era nazi, había escrito su
tesis en la Universidad de Harvard antes de convertirse en un preminente
diplomático. Luego de la guerra Malik acogió la ideología del personalismo
cristiano, el cual era fundamental en sus fuertes inclinaciones anticomunis-
tas y condujo sus esperanzas hacia un futuro cristiano en el Medio Oriente y
el resto del mundo. Fue gracias a él, de hecho, que la “persona humana” de
Maritain se convirtió en el protagonista central del texto de la Declaración
Universal. De acuerdo con su primo político, Edward Said, quien se sentaba a
sus pies durante esos años (tiempo antes de quejarse sobre las conclusiones a
las que había llegado su mentor gracias a su anticomunismo cristiano), Malik
pensaba que la devoción a la dignidad y a la individualidad no llevaba a la
incorporación de todas las visiones de mundo sino a un “choque de civili-
zaciones, la guerra entre Oriente y Occidente, el comunismo y la libertad,
la cristiandad y todas las demás e inferiores religiones”43.
Es fácil sobreestimar los orígenes globales y multiculturales de la De-
claración Universal a la luz de deseos y presiones más contemporáneas. Por
supuesto, es cierto que el catálogo desglosado de los derechos en la Declara-
ción se inspiró en constituciones domésticas de diversas partes del mundo,
especialmente de América Latina; pero estas constituciones reflejaban,
en primer lugar, prácticas europeas globalizadas de vieja data. El lenguaje
de los derechos usado en el constitucionalismo doméstico y que permitía
ciertas luchas por la ciudadanía ya era algo conocido en diversas partes del


42
René Cassin, “L’État-Léviathan contre l’homme et la communauté humaine”, Nouveaux cahiers,
abril 1940, reimpreso en Cassin, La pensée et l’action (Paris: Lalou, 1972), citando la encíclica
Summi Pontifcatus de Pío XII. Puede ser, solamente en su caso, que la retórica de la persona
humana retenía algún lazo con las más viejas y generalmente superadas ideas neokantianas del
cambio de siglo. Sobre Cassin, véase Marc Agi, René Cassin, fantassin des droits de l’homme (Paris:
Plon, 1979); Eric Pateyron, La contribution française à la rédaction de la Déclaration universelle
des droits de l’homme: René Cassin et la Commission consultative des droits de l’homme (Paris: La
documentation française, 1998); y J. M. Winter, Dreams of Peace and Freedom: Utopian Moments
in the Twentieth Century (New Haven: Yale University Press, 2006), cap. 2. Para un brochazo de
las perspectivas de Cassin, véase Cassin, “The United Nations and Human Rights”, Free World
12, n.° 2 (septiembre 1946): 16-19; “The UN Fights for Human Rights”, United World 1, n.° 4
(mayo 1947): 46-48; o “La Déclaration Universelle des Droits de l’Homme”, Évidences 1 (1949).
Para sus memorias, véanse varios textos en Cassin, La pensée et l’action. Para una bibliografía y
reminiscencias, véase el número especial de la Revue des droits de l’homme (diciembre, 1985).

43
Edward Said, Out of Place (New York: Vintage, 1999), 265. Un estudio serio de Malik es un
desideratum, pero véase el revelador texto de Raja Choueri, Charles Malek: Discours, droits de
l’homme, et ONU (Beirut: Beryte, 1998), el cual resalta la religiosidad y lealtad a la tradición mi-
sionera estadounidense que llevó a la fundación de la American University en Beirut en donde
estudió y más adelante enseñó. La aceptación pública más integral de Malik del personalismo
cristiano ocurre en E/CN.4/SR.14 (1947), 3-4.

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mundo, especialmente en América Latina; pero hasta el momento, nadie


ha descubierto otro lenguaje popular sobre los derechos humanos interna-
cionales que se utilizara en la práctica en algún lugar del mundo durante
estos años. De manera similar, hubo participación de no cristianos en el
pequeño grupo que produjo un primer borrador de la Declaración (dentro
de los más notables, Cassin y P. C. Chang de la China del Kuomitang, quien
había obtenido su doctorado en Filosofía bajo la tutoría de John Dewey en
la Universidad de Columbia). Un debate más largo ocurrió más tarde en
la Asamblea General de la ONU que produjo unas pequeñas revisiones al
borrador. La agenda diplomática de los Estados latinoamericanos en estos
debates, especialmente la de Cuba, era la de acercar la nueva declaración a
la Declaración de los Derechos y Deberes del Hombre aprobada en Bogotá,
Colombia, en la primavera de 1948 —una campaña que llevó a Humphrey
a quejarse de que los “discursos estaban atados con la filosofía social del
catolicismo romano y en algunos momentos parecía que los principales
protagonistas en el salón de conferencias eran los católicos romanos y los
comunistas, aunque la importancia de los últimos palidecía a la luz de los
primeros—”44.
Lejos de demostrar los orígenes multiculturales del documento, sin
embargo, estos hechos muestran principalmente la existencia de una élite
diplomática global, frecuentemente educada en Occidente, la cual ayudó
a sacar adelante la declaración en un momento de unidad simbólica. En
la medida en que los actores principales venían de fuera de Occidente,
como Malik y el delegado filipino a las Naciones Unidas Carlos Rómulo,
la ideología más cercana a sus corazones era cristiana. ¿Eran occidentales
algunos de los valores desglosados en la Declaración? En realidad no, en
la medida en que solamente es en la era actual en la que algo llamado “de-
rechos humanos” puede tratarse como la herencia o el núcleo de alguna
civilización, en especial la Europa cristiana donde el concepto jugó un
papel importante, dejando atrás las tentaciones antiliberales del pasado
reciente. Era posible reconocer los derechos sociales desde tradiciones no
occidentales, como el islam, o por Estados influenciados significativamente
tanto por el pensamiento social cristiano como por las ideas bienestaristas
del periodo de entreguerras, lo cual era notablemente el caso de los países
latinoamericanos. La participación internacional de los Estados en las
negociaciones diplomáticas, en todo caso, no es un indicador útil para
medir la diversidad de la cultura humana en este momento o en cualquier
otro. Tanto la idea liberal de los derechos como la del derecho natural

44
John Humphrey, Human Rights and the United Nations: A Great Adventure (Dobbs Ferry:
Transitional Publishers, 1983), 65-66. La declaración de Bogotá, frecuentemente reputada
como la primera declaración internacional de derechos en la historia del mundo, había sido
precedida por la Declaración de Ginebra de los Derechos del Niño (1924).

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cristiano en sus formas más antiguas (al igual que versiones más recientes
que resaltaban la dignidad personal) ya eran poco plausibles desde hace
tiempo fuera de los Estados Unidos y la reafirmación del carácter de la
nación por parte de la Declaración Universal implicaba que estaba lejos
de ser obvio si el consenso en el documento significaba que había que
llevar los principios más allá de su fundamentación estatal que resultaba
relevante en la práctica45.
Cuando Julian Huxley, un famoso humanista y pensador evolucionista
y primer director de la Unesco, trabajó de la mano de Maritain para hacer
una encuesta a intelectuales sobre la justificación de los derechos humanos,
los resultados fueron decepcionantes. Entre los filósofos, la exclusión de
la escuela de pensamiento más prestigiosa del momento —obviamente, el
existencialismo— quiere decir que es difícil darle crédito a la conclusión de
Maritain, en el sentido de que todos estaban de acuerdo en la importancia
y substancia de los derechos humanos siempre y cuando no se preguntara
el porqué. “Estamos de acuerdo en los derechos pero bajo la condición
de que nadie pregunte por qué”, observaba Maritain; pero, de hecho, el
acuerdo es más interesante por la ausencia de algunas corrientes que por
la renuncia a buscar razones justificativas de los derechos. Por la misma
época, la American Anthropological Association famosamente rechazó
el concepto de los derechos humanos por considerarlo occidental y polí-
tico, y no porque resultara ser una formación políglota construida en la
intersección de todas las culturas o porque unificara todas las tradiciones
plurales de la humanidad. Era imposible afirmar “los derechos del hom-
bre en el siglo veinte”, insistían los antropólogos, y hacerlo de cara a la
diversidad cultural simplemente “conduciría a la frustración”. De hecho,
si estos estudiosos occidentales del mundo no occidental afirmaban una
especie de universalismo residual, lo hacían —más bien astutamente—
tomando nota claramente de una política que abandonaba el ideal de la
autodeterminación colectiva, respecto de la cual los derechos humanos
individuales habían nacido: “la aclamación mundial dada a la Carta del
Atlántico, antes de que se anunciara su aplicabilidad restringida”, recono-
cían, “es una evidencia del hecho de que la libertad es entendida y buscada


45
Para una visión mucho más celebratoria del papel de los Estados pequeños en este punto, véase
Glendon, “The Forgotten Crucible: The Latin American Influence on the Universal Human
Rights Idea”, Harvard Human Rights Journal 16 (2003): 27-40; y especialmente Susan Waltz,
“Reclaiming and Re-building the History of the Universal Declaration of Human Rights”, Third
World Quarterly 23, n.° 3 (2002): 437-48; y Waltz, “Universalizing Human Rights: The Role of
Small States in the Construction of the Universal Declaration of Human Rights”, Human Rights
Quarterly 23 (2001): 44-72. Sobre Latinoamérica cf. Paolo G. Wright-Carrozza, “From Conquest
to Constitutions: Retrieving a Latin American Tradition of the Idea of Human Rights”, Human
Rights Quarterly 25, n.° 2 (mayo 2003): 281-313.

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por pueblos que tienen las más diversas culturas”46. La creencia reciente y
generalizada de que había un consenso y un acuerdo transcultural sobre
los derechos humanos hasta la crisis de la Guerra Fría es insostenible: los
principios universales que los antropólogos sentían que podían afirmar
sin caer en ideologías partidistas no habían sido proclamados al momento
de la invención de los derechos humanos sino abandonados al adoptarlos.
La aprobación de la Declaración Universal en diciembre 10 de 1948
fue indudablemente un logro heroico del consenso diplomático, el cual
pudo haberse frustrado por las tensiones globales del momento, como
los inicios de la Guerra Fría, la creación del Estado de Israel y la partición
del sur de Asia. Aunque la Declaración Universal resultó tan importante
en el largo plazo, la historia de sus orígenes diplomáticos e ideológicos no
puede negarse a incorporar lo que debe ser, de alguna manera, la pregunta
más importante e interesante: ¿por qué el lenguaje de los derechos era tan
marginal en ese momento, tanto en los Estados Unidos donde nacieron
como en Europa donde posteriormente encontrarían su hogar, al igual que
en el resto del mundo? Como un punto de la trama de la historia de los
derechos humanos, el misterio de los cuarenta no es por qué surgieron los
derechos humanos, sino —teniendo en cuenta los desarrollos futuros—
por qué no pudieron surgir.
Una primera pero menos importante razón es el inmediato destino
de los derechos humanos dentro de las negociaciones de la ONU, donde
iban a ser ampliamente restringidos durante varias décadas al considerar-
los como asuntos de la diplomacia estatal o de las asociaciones privadas.
Incluso, mientras la Comisión de Derechos Humanos caminó finalmente
al desglose de los derechos, dejó en claro que la lista solamente sería decla-
rativa en primer lugar; en cuanto a la función de la comisión, de otro lado,
el Consejo Económico y Social anunció en el verano de 1947 su decisión
non possumus de que la comisión no tenía la competencia para investigar,
ni mucho menos para actuar, con base en peticiones de parte. Como lo
señaló amargamente Humphrey en un comentario frecuentemente repe-
tido, esto hizo de la comisión “la papelera más elaborada del mundo”. La
restricción de los derechos humanos de la ONU al campo del simbolismo
es muchas veces tratada como decisiva en comparación con los caminos
que no se tomaron, pero de muchas maneras esto era un corolario natural
de la propia Carta, la cual había socavado tanto los derechos humanos so

46
Véase Unesco, Human Rights: Comments and Interpretations, intro. Maritain (New York, 1948), 9;
[Melville Herskovits et al.], “Statement on Human Rights”, American Anthropologist, n.s., 49
(1947): 539-43, y 50 (1948): 351-55, el cual incluye la crítica de Julian Steward al universalismo
residual del reclamo antropológico de la diferencia. Cf. Karen Engle, “From Skepticism to
Embrace: Human Rights and the American Anthropological Association from 1947-1999”,
Human Rights Quarterly 3 (2001): 536-59.

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pretexto de su consagración que su activación hubiera requerido revisar


las bases de la propia organización. El delegado que pudo haber entendido
esto de una mejor manera —el indio Hansa Mehta, una interesante figura
responsable igualmente de revisar el lenguaje de la Declaración para que
hubiera una neutralidad de género— promovió una propuesta fallida en
favor de considerar los derechos humanos como “una parte integral de la
Carta y […] como ley fundamental”, la cual solamente pudo revivir en sus
líneas conceptuales muchas décadas después47.
Es cierto que la prioridad que se le dio al aspecto declarativo y no al
jurídico, gracias a la determinación de estadounidenses y soviéticos, pro-
metía teóricamente un movimiento subsecuente hacia su juridización. Sin
embargo, el primer borrador de una convención posterior a la declaración
—el cual solo pudo terminarse veinte años después— únicamente pudo
concretarse cuando la delegación soviética dejó de asistir a las reuniones de
la Comisión de los Derechos Humanos a principios de 1950 porque la ma-
yoría de las Naciones Unidas se negó a quitarle su asiento al representante
del Kuomintang en favor de los revolucionarios chinos que exitosamente
se habían tomado el poder en su país. De hecho, este poco de malicia per-
mitió que el borrador de la convención se completara rápidamente, incluso
a pesar de identificar cada vez más los derechos humanos con nociones
occidentales. Inicialmente se restringió a derechos civiles y políticos (al
estilo de la actual Convención Europea de los Derechos Humanos). Este
momento de progreso en un aspecto, sin embargo, dio irrelevancia a otro
asunto, en la medida en que los derechos humanos se mostraban como
herramientas irrelevantes para acortar distancias entre las ideologías que
se enfrentaban irreconciliablemente en el mundo. Charles Malik informó
que la aparente “comodidad” de la ausencia soviética de hecho minó la
plausibilidad de una apuesta por los derechos humanos como “la causa más
alta en el mundo hoy”. En su lugar, la intransigente occidentalización de
los derechos humanos significaba no un avance inevitable sino un “penoso
retroceso” en su importancia48. Pospuesto gracias al enfoque en declarar
derechos, el prospecto de moverse hacia una exigibilidad jurídica de los
derechos humanos que cruzara las fronteras estatales, lo cual era conside-
rado aun por algunos observadores como una posibilidad real hasta 1949,


47
UN ESC Res. 75 (V), agosto 5, 1947; Humphrey, Human Rights and the United Nations, 28; Mehta
como aparece citado en Manu Bhagavan, “A New Hope: India, the United Nations and the
Making of the Universal Declaration of Human Rights”, Modern Asian Studies 44, n.° 2 (marzo
2010): 311-47.
48
Charles Malik, “How the Commission on Human Rights Forged Its Draft of the First Covenant”,
United Nations Weekly Bulletin, junio 1, 1950.

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86 La última utopía

era ya una propuesta muerta para 195049. Solamente en Europa occidental


el proyecto pudo sobrevivir a los orígenes de la Guerra Fría, en parte por-
que la restricción geográfica de su alcance permitió que su juridización se
convirtiera precisamente en un proyecto de la Guerra Fría.
Para 1945 no podía decirse que la prevalencia de una concepción
occidental de los derechos humanos era una conclusión inevitable. Los
soviéticos, no obstante su ideología marxista, estaban satisfechos de haber
contribuido a definir los derechos humanos en las reuniones de las Naciones
Unidas a punto tal que no veían que el nuevo lenguaje ideológico represen-
tara un engaño o una amenaza; de hecho, podían argüir que al menos en el
papel tenían la declaración de derechos más completa que hasta el momento
había visto la historia del mundo. Esta declaración se encontraba en la cons-
titución de Stalin de 1936, la cual fue concebida en un momento en que para
la personalidad individual era importante la pertinencia del comunismo,
tanto para la autoconciencia de los ciudadanos como para hacer propaganda
hacia Occidente. Escribiendo en 1947, el principal experto en Occidente
sobre el derecho soviético, el profesor de la Universidad de Columbia John
N. Hazard, no veía razón para que la URSS tuviera que evitar su adherencia a
los derechos humanos. Los primeros observadores de estos acontecimientos
sentían que los soviéticos, a pesar de una obvia hipocresía, se identificaban
a sí mismos más consistentemente como un poder anticolonial. Los énfasis
de la Declaración Universal en la igualdad y la no discriminación eran en
gran medida sus contribuciones. La URSS también presionó a favor de la
reincorporación de la abandonada promesa de la autodeterminación de
la Carta del Atlántico, siguiendo supuestamente el ejemplo de las propias
políticas del país en esta materia. Sin embargo, las naciones occidentales,
incluyendo las potencias del Atlántico que alguna vez habían ofrecido dicha
promesa, hicieron valer su posición negativa50.
Al final, la URSS se abstuvo de votar en las reuniones que llevaron a
la Declaración Universal, pero por más de una década se mostró cómoda
en guardar lealtad a los preceptos de estos documentos. Su justificación
pública de la abstención era que la occidentalización había llevado al des-
glose de los derechos y a la atención especial de los Estados occidentales al

49
Véase Andrew Martin, “Human Rights and World Affairs”, Year Book of World Affairs 5 (1951):
44-80, 48.
50
George L. Kline, “Changing Attitudes toward the Individual”, en, The Transformation of Russian
Society, ed. Cyril Black (Cambridge: Cambridge University Press, 1960); John N. Hazard, “The
Soviet Union and a World Bill of Rights”, Columbia Law Review 47, n.° 7 (noviembre 1947):
1095-1117; Rupert Emerson e Inis L. Claude, Jr., “The Soviet Union and the United Nations: An
Essay in Interpretation”, International Organization 6, n.° 1 (febrero 1952): 20-21. Para la mejor
historia de los soviétivos y la Declaración Universal, véase Kamleshwar Das, “Some Observations
Relating to the International Bill of Human Rights”, Indian Yearbook of International Affairs 19
(1986): 12-15, citando la UN Doc. E/CN.4/SR.89, 12.

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derecho a la libertad de cultos, lo cual llevó a su turno a algunos Estados


musulmanes a plantear su desacuerdo durante la redacción y a abstener-
se de votar51. Más adelante, en debates públicos, los soviéticos pudieron
quejarse frecuentemente de que el mundo se había alejado inicialmente
del individualismo al acuñar la noción de “persona humana” pero no ha-
bía ido lo suficientemente lejos como hubiese podido; de acuerdo con el
delegado yugoslavo que intervino justo antes de abrir la votación del diez
de diciembre de 1948, la Declaración Universal simplemente “codificaba”
viejos derechos políticos y civiles sin incorporar efectivamente la interde-
pendencia colectiva de la humanidad que la economía moderna hacía tan
claramente necesaria52. En últimas, basados en un fundamento teórico, la
diplomacia soviética y sus concepciones de derecho internacional resalta-
ban la igualdad de los soberanos en los asuntos internacionales por encima
de los derechos humanos (en sintonía con su anticolonialismo oficial),
balanceada con la insistencia explícita de Stalin de que la unanimidad de
las grandes potencias seguía siendo el cimiento de la estructura de la ONU53.
Ahora bien, los derechos humanos también fueron asociados casi
que inmediatamente con el anticomunismo. Dejando a un lado una
controversia internacional acerca de la discriminación en contra de los
asiáticos del sur en Suráfrica, las dos grandes causes célèbres en las que los
derechos humanos fueron invocados en las Naciones Unidas y en foros
internacionales tenían por regla general un espíritu anticomunista. En
una de ellas, la Unión Soviética fue criticada con base en los derechos
humanos por prohibir la migración a ciudadanas de ese país para que se
unieran con sus esposos extranjeros en el exterior; la segunda y más visible
de todas giraba alrededor del arresto, detención y juicio del cardenal József
Mindszenty, el primado húngaro, en 1948-1949. A través de esta causa


51
Jennifer Amos, “Embracing and Contesting: The Soviet Union and the Universal Declaration
of Human Rights, 1948-1958”, en Hoffman, ed., A History of Human Rights, y Waltz, “Universal
Rights: The Contribution of Muslim States”, Human Rights Quarterly 26 (2004): 813-19.
52
“La declaración, en ciertos aspectos, no se basó en la realidad porque describía al hombre como
un individuo aislado y pasaba por alto el hecho de que también era miembro de una comu-
nidad”. ONU, Documento A/PV.183 (1948), 916. Incluso hasta 1965, el profesor de la Escuela
de Derecho de Harvard Harold Berman, experto entre otras cosas en teoría jurídica soviética,
podía escribir que la aproximación de la URSS a los derechos humanos, aunque defectuosa,
continuaba siendo “una respuesta genuina a la crisis del siglo XX, la cual había sido testigo de
la caída del individualismo —en el derecho al igual que en otras áreas de la vida espiritual—”.
Berman, “Human Rights in the Soviet Union”, Howard Law Journal 11 (primavera, 1965): 341.
53
Véase, por ejemplo, Ivo Lapenna, Conceptions soviétiques de droit international public (Paris:
Editions A. Pedone, 1954), 222-23, 293-99. Más tarde parecería que los intentos post-1948
de formular un “derecho internacional socialista” no priorizaba a los derechos humanos de
modo alguno. Lapena, Conceptions, 149-53. Sobre los soviéticos en la ONU véase de modo más
general Alexander Dallin, The Soviet Union at the United Nations: An Inquiry into Objectives and
Motives (New York: Praeger, 1962).

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también se resaltaban los abusos contra cristianos en el este de Europa,


como el arresto domiciliario del cardenal Josef Beran en Checoslovaquia.
Ambas campañas ocurrieron tan poco tiempo después de la Declaración
Universal que ayudaron a definir su alcance54. Las causas motivaron reso-
luciones de la ONU y fueron, junto con la denuncia ocasional de Suráfrica,
los casos más importantes durante las décadas de estancamiento producto
de la Guerra Fría y mostraron lo que la “exigibilidad” de los derechos en la
ONU podría eventualmente ser 55. El caso Mindzsenty —aunque olvidado
y sin estudiar desde entonces— fue sin lugar a dudas el más prominente
y por consiguiente la causa de derechos humanos típica de la era en la
política internacional. En 1947-1948, Hungría, Bulgaria y Rumania fueron
excluidos de las Naciones Unidas sobre la base de que las tomas comunistas
en estos países habían burlado las disposiciones de los Acuerdos de Paz
de París, los cuales consagraban el respeto por “los derechos humanos y
las libertades fundamentales” como condición para ser miembros de la
ONU. De la mano de estos eventos, y enfocándose especialmente en un
privilegiado derecho a la libertad religiosa, las controversias sobre Minds-
zenty y otros clérigos fortalecieron la tendencia a identificar los derechos
humanos cada vez más con el destino de la cristiandad en un mundo en
que el comunismo encarnaba el secularismo56. En respuesta, y habiendo
inicialmente presionado para que la ONU atendiera la denuncia contra
Suráfrica, los soviéticos se pasaron a la defensa de la soberanía estatal: la
suerte estaba echada para los desarrollos futuros.
En su era inaugural, las Naciones Unidas continuaron las antiguas
causas humanitarias, extendiendo las campañas internacionales inau-
guradas por la Liga de las Naciones en contra de la esclavitud, el trabajo
forzado y la trata de mujeres y niños. Tal como lo había intentado la Liga
anteriormente, también trató de manejar el movimiento de los refugiados,
un asunto que había explotado en los años posteriores a la guerra. En la
era de la Liga, estas campañas, algunas veces impresionantes pero siempre

54
Para las resoluciones, todas de principios de 1949, véase UN G. A. Res. 265 (III) (Surasiáticos),
272 (III) (Hungría y Bulgaria), y 285 (III) (esposas soviéticas, iniciada por Chile, al verse afectado
el hijo del embajador). Véase también, más adelante: UN G. A. Res. 294 (IV) (1949) y 385 (V)
(de nuevo Hungría y Bulgaria).
55
Véase su rol, por ejemplo, en Louis Sohn y Thomas Buergenthal, International Protection of
Human Rights (Indianapolis: The Bobbs-Merrill Company, Inc., 1973). Sobre la actividad
temprana alrededor de Suráfrica, véase R. B. Ballinger, “UN Action on Human Rights in South
Africa”, en Evan Luard, ed., The International Protection of Human Rights (London: Thames
and Hudson, 1967).
56
Véase Martin, “Human Rights in the Paris Peace Treaties”, British Year-book of International Law
24 (1947) y Stephen D. Kertesz, “Human Rights in the Peace Treaties”, Law and Contemporary
Problems 14, n.° 4 (otoño 1949): 627-46; y para un sesudo análisis del alboroto internacional
(incluido el de la ONU) alrededor de Mindszenty, véase Gaetano Salvemini, “The Vatican and
Mindszenty”, The Nation, agosto 6, 1949.

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culturalmente específicas y políticamente selectivas, no habían sido con-


ceptualizadas alrededor de las nociones de derechos universales y eran
típicamente causas filantrópicas desplegadas en un mundo jerarquizado,
con el fin de responder a las prácticas ilícitas de los pueblos, religiones
e imperios que eran catalogados como brutales e incivilizados57. Tanto
en las Naciones Unidas como en la mentalidad popular, las actividades
humanitarias siguieron estando esencialmente separadas de los derechos
humanos hasta bien entrado el periodo de la posguerra. La idea de los
derechos humanos fue invocada ocasionalmente como parte de estas
empresas humanitarias, pero no tuvo éxito en superar esta separación y
en redefinir el significado de la acción humanitaria para las ONG, como
la recién creada Oxfam, o para los gobiernos nacionales o internacionales.
La principal excepción, la campaña de la Organización Internacional del
Trabajo contra el trabajo forzado, la cual databa de los años de entreguerras
pero que había absorbido los derechos humanos de la era de posguerra, no
definió el amplio significado público de ese lenguaje58.
Una segunda razón más importante para la irrelevancia de la idea de
los derechos humanos en el momento de la posguerra, sin embargo, es
que no resolvía problema alguno. Aunque por diferentes razones, en los
países occidentales sería difícil identificar un asunto en el que apelar a los
derechos como tal pudiera hacer, o de hecho hiciera, alguna diferencia,
pues no había un debate en los que pudieran intervenir decididamente.
Irónicamente, la incorporación de las ideas bienestaristas en el periodo
de entreguerras y durante la guerra significaron un consenso sin prece-
dentes alrededor de la viabilidad de prerrogativas sociales, aunque —por
supuesto— la política de cada país definió qué quería decir en la práctica
este nuevo sentido común. En el asunto más importante, es decir, el debate
sobre el modelo social más prometedor, el lenguaje de los derechos no
pudo determinar una elección entre un esquema comunista o bienestarista
—lo cual, más que ningún otro asunto, es responsable de que los derechos


57
Esta era aún debe estudiarse con más detalle, pero por ahora véase Barbara Metzger, “Towards
an International Human Rights Regime during the Inter-war Years: The League of Nations’
Combat of Traffic in Women and Children”, en Kevin Grant et al., eds., Beyond Sovereignty:
Britain, Empire, and Transnationalism (New York: Palgrave Macmillan, 2007); Keith David
Watenpaugh, “‘A Pious Wish Devoid of All Practicability’: The League of Nations’ Eastern
Mediterranean Rescue Movement and the Paradox of Interwar Humanitarianism”, American
Historical Review (en prensa); y Claudena M. Skran, Refugees in Inter-War Europe: The Emergence
of a Regime (Oxford: Oxford University Press, 1995). Sin embargo, es anacrónico fusionar los
derechos humanos y el humanitarismo, pues ello denota los supuestos contemporáneos.
58
Cf. Daniel Maul, Menschenrechte, Sozialpolitik und Dekolonisation: Die Internationale Arbeitsorgani-
sation (IAO) 1940-1970 (Essen: Klartext Verlag, 2007); en inglés, véase Maul, “The International
Labour Organization and the Struggle against Forced Labour”, Labor History 48, n.° 4 (2007):
477-500 y “The International Labour Organization and Human Rights”, en Hoffman, ed.,
A History of Human Rights.

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90 La última utopía

humanos sean un nuevo paradigma ideológico durante nuestra época—.


Ya en 1945, el filósofo francés Raymond Aron sostenía que las declaracio-
nes de derechos estaban condenadas a la “insinceridad porque quienes se
suscriben a ellas no dudarán, a pesar de todo, en sacrificar el principio de
las libertades personales o el de la igualdad en la repartición de la riqueza”
en su elección entre los modelos sociales en competencia. Nada depende
de los derechos sociales, anotaba escépticamente E. H. Carr poco tiempo
después; todo “depende de la naturaleza del sistema social prescrito bajo
la categoría de los derechos sociales”59. El anuncio de la Doctrina Truman
en marzo de 1947 con su llamado por una elección decisiva entre “dos
formas de vida” significaba que la aprobación de la Declaración Universal
en diciembre de 1948 pudo haber parecido un forzado pretexto en pro de la
unidad sin verdadera importancia en un momento en que la humanidad
se enfrentaba a esta encrucijada.
Dicho esto, si el nuevo eslogan de los derechos humanos tenía alguna
visibilidad doméstica o regional, ella no era entre los liberales estadouni-
denses sino entre los conservadores europeos. Mirando hacia atrás con el
deseo comprensible de identificar el auge del internacionalismo estadou-
nidense con los derechos humanos, es fácil resaltar que los conservadores
aislacionistas de la era atacaban la idea. Igualmente, no hay duda de que
mientras pasaba el tiempo una corriente política estadounidense —li-
derada por Frank Holman de la American Bar Association y el senador
John W. Bricker— vilipendiaba el internacionalismo en todas sus formas
al considerarlo un disfraz del comunismo global. Estos líderes hicieron
campaña en contra del internacionalismo, sin embargo, no tanto porque
los modestos llamados que los liberales hacían a normas supraestatales
eran genuinamente amenazantes. Lo hicieron, en cambio, porque tal
agitación —identificando el internacionalismo con el socialismo redistri-
butivo— probó ser una efectiva retórica partidista a través de celebraciones
populistas de la vía americana60. No obstante, poner el énfasis en los con-
servadores estadounidenses distorsiona el panorama pues pierde de vista

59
Aron como aparece citado en Marco Duranti, “Conservatism, Christian Democracy, and
the European Human Rights Project, 1945-1950” (disertación doctoral disponible en Yale
University, 2009), 88; E. H. Carr, “The Rights of Man”, en Unesco, ed., Human Rights, 20. Com-
párese el argumento de Carr contra el aislamiento de las garantías formales con la importancia
de la protección social por medio de varios mecanismos. “Y los derechos y principios políticos
tampoco son la preocupación dominante del mundo contemporáneo. Frecuentemente, y de
manera justa, la afirmación hecha de que el futuro de la democracia dependiera de su habilidad
para resolver el problema del pleno empleo ilustra la subordinación de lo político a los fines
económicos y sociales en el mundo moderno. El internacionalismo, como el nacionales, tiene
que convertirse en algo social”. Carr, Nationalism and After (London: Macmillan, 1945), 63.
60
Cf. Mark Philip Bradley, “The Ambiguities of Sovereignty: The United States and the Global
Human Rights Cases of the 1940s and 1950s”, en Douglas Howland y Luise White, eds., The
Art of the State: Sovereignty Past and Present (Bloomington: Indiana University Press, 2008).

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Samuel Moyn 91

que la historia de los derechos humanos que inicia al final de la Segunda


Guerra Mundial se caracterizó principalmente por su lenta asociación
con el conservatismo europeo de la Guerra Fría, a tal punto que perdieron
cualquier relevancia ulterior como una serie de ideales potencialmente
comunes. Teniendo en cuenta el telón de fondo de la prematura muerte
de los derechos humanos como una idea ampliamente inspiradora, el
principal sobreviviente en la pugna por el significado fue la interpretación
conservadora cristiana que había ayudado a definirlos desde un principio
y que más tarde los momificó cuando comenzó la Guerra Fría. Desde una
perspectiva más amplia, en otras palabras, el conservatismo definió y no
destruyó los derechos humanos.
Mientras que las interpretaciones cristianas de los derechos humanos
eran notablemente importantes a medida que circulaban tímidamente du-
rante la guerra, la creciente cristianización de los derechos humanos luego
de la propia guerra es quizá lo más relevante. Ello nos ayuda a responder
por qué, de todos los lugares del mundo, pudieron poner su pie de apoyo
solamente en el contexto de la reestabilización de Europa occidental. Esto
no se debe tanto, sin embargo, a que las definiciones e interpretaciones
cristianas lucharan arduamente para hacer retroceder las seculares, sino
porque habían sido desde hace mucho tiempo asediadas por aspiraciones
políticas cristianas alternativas. En síntesis, fue la desaparición de la reac-
ción cristiana y el fascismo lo que dejó listo el escenario para el preemi-
nente rol que la cristiandad iba a tener en el acotamiento de los derechos
humanos durante la posguerra; pero ese rol también afectó profundamente
el significado de los derechos como una alternativa de tercera vía, persona-
lista y comunitaria en contraste tanto con el atomismo liberal como con
el materialismo comunista. La conversión de intelectuales religiosos en el
trascurso y con posterioridad a la guerra en pro de la causa de los derechos
humanos, que interpretaron como principios nucleares de una agenda
antisecularista continua, merece por consiguiente una especial atención.
La mayoría de los personajes religiosos —especialmente los católicos
que serían tan significativos al finalizar la guerra— habían rechazado desde
hacía tiempo la idea de los derechos por ser secular y solipsista. El antiguo
descrédito de este lenguaje político por parte de la Iglesia católica es algo
clásico. En 1940, George Bell, el influyente obispo anglicano de Chichester
comentó sobre las propuestas de H. G. Wells:
Por supuesto que las ideas de 1789 pueden disfrazarse y adaptarse a las
condiciones de 1940. Pero la situación del presente es el resultado del
secularismo. Añadir una dosis mayor de secularismo a lo que el pacien-
te ya ha absorbido es como añadir veneno a un veneno […] Una gran
cantidad de declaraciones seculares o un número de demandas por los

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92 La última utopía

derechos humanos sin sanciones espirituales no podrán salvarnos de la


destrucción.61

Sin embargo, para el periodo de la posguerra, muchos intelectuales


cristianos prestigiosos proclamaban la nueva versión de este vocabulario
—bajo la condición de que reflejase la comunidad moral cristiana tanto
a nivel nacional como internacional—. Estos años vieron a Bell insistien-
do en que los “derechos de los hombres se derivan directamente de su
condición de hijos de Dios y no del Estado”, en virtud de “lo sagrado de
la personalidad humana”. Para mencionar otro ejemplo, cuando el más
importante teólogo protestante suizo Emil Brunner trató el tema en 1947,
insistió que los “derechos humanos viven enteramente en virtud de su fun-
damento en la fe. O son jus divinum o son un fantasma”. Por contraste, hasta
muchas décadas después, pocos intelectuales no cristianos eran teóricos
o partidarios de la nueva idea de los derechos humanos —o incluso de los
derechos en general—62. No existe, quizá, mejor testamento al hecho de
que los derechos humanos murieron en su nacimiento que no pudieron
motivar una campaña más generalizada entre los intelectuales para que
los defendieran o definieran.
La pura autenticidad y pasión con la que se llevó a cabo la promoción
cristiana y conservadora de los “derechos humanos” necesariamente
significaba que otras visiones no podían ayudar a esta causa, sino que la
consideraban una idea profundamente partidista. El pensador cristiano
quien se convirtió en 1948 en el primer historiador de los derechos hu-
manos, el académico alemán Gerhard Ritter, provee una valiosa evidencia
de que el contexto cristiano de los derechos humanos en la posguerra eu-
ropea también podía incluir un Occidente más amplio que incluso podía
inspirarse y contener la cristiandad estadounidense. Ritter, un nacionalista
conservador arrestado en 1944-1945 por su participación en los círculos
aristocráticos y militares que diseñaron un plan para asesinar a Hitler, des-
pertó en el periodo de la posguerra a la realidad de que la unidad cristiana
tendría que lograrse para evitar el comunismo. En esta causa, los derechos

61
G. K. A. Bell, Christianity and World Order (Harmondsworth: Penguin, 1940), 104.
62
Bell, “The Church in Relation to International Affairs” (discurso pronunciado en Chatham
House), International Affairs 25, n.° 4 (octubre, 1949): 407, 409; Emil Brunner, “Das
Menschenbild und die Menschenrechte”, Universitas 2, n.° 3 (marzo, 1947): 269-74 y 2, n.°
4 (abril, 1947): 385-91 en 269; cf. R. M. MacIver, ed., Great Expressions of Human Rights (New
York, 1950), la cual contiene principalmente autores y contenidos religiosos incluyendo la
interpretación comunitarista y personalista del afamado teólogo católico estadounidense John
Courtney Murray. Cf. Richard McKeon, “The Philosophic Bases and Material Circumstances
of the Rights of Man”, en Unesco, ed., Human Rights y las reflexiones varias y autobiográficas
en Zahava McKeon, ed., Freedom and History and Other Essays (Chicago: University of Chicago
Press, 1990), y el epílogo a este libre acerca del renacer filosófico de los derechos individuales
en la década de los setenta.

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Samuel Moyn 93

humanos eran cruciales como la “marca esencial de la civilización occi-


dental en contraste con la esclavitud del Estado ‘totalitario’”63. Después
de todo, Maritain había ayudado a recordarle a la cristiandad occidental
que los derechos humanos, lejos de ser una consecuencia peligrosa del li-
beralismo secular moderno, hacía un llamado a la comunidad moral del
cristianismo a través de su énfasis en la “persona humana”. Más aún, los
hombres de Estado cristianos —siendo John Foster Dulles el más notable
de ellos— habían ayudado a introducirlo como un concepto cristiano. De
hecho, Ritter insistía, la exitosa campaña de Dulles durante la guerra por
una interpretación moralista pero no pacifista del protestantismo mostraba
que los derechos humanos estaban llamados ahora a ser la última y mejor
defensa contra la amenaza comunista. De seguro, los derechos humanos
también eran peligrosos, especialmente en la medida en que la historia
estadounidense había sido el foro no solamente de una religión piadosa,
sino también del materialismo hedonista que buscaba la felicidad —una
promesa que se encaminó en la historia desde la Revolución francesa a
través del totalitarismo soviético ahora tan perjudicial para la identidad
tradicional del Occidente cristiano—. Pero eso solamente significaba que
los derechos humanos tenían que ser salvados para el espiritualismo en
la crisis presente.
Ritter se reunió con Dulles en 1948 cuando este último intervino en
la importante conferencia de Ámsterdam, donde desde hace tiempo la
buscada unidad ecuménica de la cristiandad finalmente se convirtió en
una realidad materializándose en el Consejo Mundial de Iglesias, el cual
apreciaba los derechos humanos en el contexto de su promoción de la
paz. Sin embargo, para ese entonces, Ritter reconocía, los Estados Unidos
de Dulles y la unidad occidental, siendo una formación ecuménica fiable,
representaba la verdadera esperanza del cristianismo. Para Maritain, Ritter
y muchos otros, los derechos humanos, lejos de haberse originado en 1789,
eran una herencia cristiana que debía ser defendida contra el legado de la
Revolución francesa —o incluso de la revolución como tal— que todavía
representaba una amenaza.
Geopolíticamente —concluía Ritter— no hay duda de que el futuro de
todo lo que estamos acostumbrados a considerar como la herencia de
la cultura cristiana occidental depende del celo casi religioso con el que
hoy los Estados Unidos defiende el principio de los derechos humanos
generales contra el sistema de Estado totalitario.64


63
Gerhard Ritter, “Ursprung und Wesen der Menschenrechte”, Historische Zeitschrift 169, n.° 2
(agosto, 1949): 234. Estos párrafos siguen mi texto, “The First Historian of Human Rights”,
American Historical Review, (en prensa).
64
Ritter, “Die englisch-amerikanischen Kirchen und die Friedensfrage”, Zeitwende 18 (1949):
459-70. Para el tema de Dulles y Nolde en Ámsterdam véase Dulles, “The Christian Citizen

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94 La última utopía

El hecho de que unos pocos años después fuera Dulles quien como
secretario de Estado de Dwight Eisenhower fuera el encargado de anunciar
que los Estados Unidos no serían parte de un tratado de derechos humanos
no debería hacernos perder de vista su rol anterior en la materialización de
una interpretación cristiana del lenguaje de derechos humanos, en especial
fuera del país norteamericano. De hecho, la rápida retirada de los Estados
Unidos del lenguaje dejó incluso más claro el trasfondo cristiano europeo
y anticomunista de los derechos humanos. Luego de la flagrante ausencia
durante la guerra, los derechos humanos afectaron la europeización tem-
prana de la posguerra, especialmente los orígenes políticos y culturales de
la Convención Europea de 1950.
Esta agenda tenía unas profundas raíces en la historia europea del
periodo de entreguerras, y fue intensamente discutida durante la guerra
(a pesar de la alianza con los soviéticos), como cuando Churchill previó la
necesidad de “revivir la gloria de Europa, el continente que era el padre de
las naciones y la civilización moderna” para salvar “a la vieja Europa” del
“barbarismo ruso”65. En las negociaciones durante la guerra, las Naciones
Unidas y los acuerdos regionales surgieron simultáneamente luego de que
el espectro de su exclusión mutua se había exorcizado. La idea de asociar
la región de Europa occidental con los derechos se estableció casi desde
los primeros días en que se planeaba esta unión en los primeros años de
la posguerra. Ello fue así aunque no había sido un lenguaje político fun-
damental en anteriores tradiciones que ya habían imaginado e intentado
construir la unidad continental europea. Por supuesto, en la mayor parte
de países de Europa occidental los grupos liberales libertarios habían estado
marginalmente activos en los años entre guerras, pero no puede decirse que
estos actores ayudaran a redefinir los lenguajes dominantes de la política
incluso a nivel doméstico. La tradición francesa de los droits de l’homme,
tan fuertemente ligada históricamente al Partido Radical (de izquierda
liberal), entró en una profunda crisis en esta era, sobre todo cuando los

in a Changing World”, y Nolde, “Freedom of Religion and Related Human Rights”, en World
Council of Churches, Man’s Disorder and God’s Design, vol. 4 The Church and the International
Disorder (London: World Council of Churches, 1948), 73-189, esp. 107-8 sobre la Carta
Internacional de Derechos. Para una perspectiva diferente sobre la centralidad de los derechos
humanos para el Consejo Mundial de Iglesias, véase John Nurser, For All Peoples and All Nations:
The Ecumenical Church and Human Rights (Washington: Georgetown University Press, 2005).
El propio Malik dejó testimonio, en un prefacio a las memorias de Nolde, que “sentí que si
perdíamos el artículo sobre libertad de conciencia y religiosa, principalmente, si la libertad
absoluta del hombre fuese derogada de algún modo, incluso de la manera más sutilmente
indirecta, mi interés en el resto de la Declaración decrecería considerablemente”. Malik, “The
Universal Declaration of Human Rights”, en Nolde, Free and Equal, 10. De un modo similar,
véanse los ensayos de Malik y Nolde, We, the People, and Human Rights: A Guide to Study and
Action, ed. Marion V. Royce y Wesley F. Rennie (New York: Association Press, 1949).
65
Como aparece citado en: Simpson, Human Rights, 227.

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Samuel Moyn 95

miembros prominentes se acercaron a posiciones moderadas lideradas por


Paul Faure del Partido Socialista, por entonces confabulados para derrocar
a la República en 194066. Mientras tanto, el control del discurso público por
parte de Estados policivos en Francia y en otros lugares con posterioridad a
1949 significó que fue solamente durante la guerra, cuando una resistencia
cristiana seria apareció, que el lenguaje de los derechos como una serie de
principios tuvo alguna circulación. Incluso entonces, el lenguaje no era
una herramienta común para la resistencia en país alguno, mucho menos
en la Francia donde dominó el patriotismo o la ocupación, o en la Francia
de Vichy donde la extrema izquierda era significativa gracias a su poder y
a la cantidad de sus miembros.
En cambio, fueron otras fuerzas las que reinventaron Europa como el
hogar de los derechos en la posguerra, siendo la Convención Europea la
más simbólica de dichas fuerzas. Después de la guerra había poca evidencia
de que las corrientes socialistas no comunistas en Gran Bretaña, Francia
y en la Alemania ocupada (que luego sería Alemania Occidental), donde
se formaron partidos poderosos, rehabilitaran el lenguaje de una manera
nueva y seria. En parte, esto se debió a que el contenido de los catálogos
de derechos no parecían controversiales desde la óptica doméstica, bien
fuera desde tiempos inmemoriales o en la historia reciente. En la creación
de cartas de derechos, por ejemplo, la novedad en los debates constitu-
cionales y parlamentarios fue el consenso sin precedentes logrado con
el conservatismo (siendo los puntos más sobresalientes el significado del
derecho de propiedad y cuestiones sobre educación). Ello explicaría el
otrora sorpresivo hecho de que no hubo un renacimiento socialista del
discurso de los derechos —en especial en lo que se refiere a los derechos
internacionales— en el momento de la posguerra67.
Por el contrario, la principal historia del lenguaje de los derechos en
Europa occidental, y especialmente en la Convención, es una especie de
pie de página a la reinvención del conservatismo por entonces en el poder,
de manera notoria después de que la toma comunista en Checoslovaquia
en febrero de 1947 hiciera que esta amenaza pareciera muy real en otros
lugares. En la medida en que este “re-renacimiento de la Europa burguesa”

66
William D. Irvine, Between Justice and Politics: The Ligue des Droits de l’Homme, 1898-1945
(Stanford: Stanford University Press, 2007).

67
Véase, sin embargo, Willy Strzelewicz, Der Kampf um Menschenrechte: Von der amerikanischen
Unabhängigkeitserklärung bis zur Gegenwart (Stockholm: Kooperativa förbundets bokförlag,
1943) para una historia socialdemócrata. El trabajo de Lora Wildenthal muestra que después
de la guerra el activismo por las libertades civiles podía incorporar algunas alusiones al nuevo
lenguaje internacional sin cambiar profundamente las formas de sus actividades. Wildenthal,
“Human Rights Activism in Occupied and Early West Germany: The Case of the German League
for Human Rights”, Journal of Modern History 80, n.° 3 (septiembre 2008): 515-56. El caso de la
liga de posguerra y de la ACLU sugieren conclusiones similares.

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96 La última utopía

dependió por décadas de la hegemonía política de la democracia cristiana,


sería sorprendente que ello no tuviera efecto alguno en la europeización
de los derechos humanos de esta época, incluso en el hecho de que la
idea sobreviviera. Muchos de los principales fundadores del proyecto
europeo, tanto en lo que se refiere al aspecto político como en lo que espe-
cíficamente concierne a la tradición de los derechos humanos europeos,
eran reconocidos personalistas cristianos (por ejemplo, Robert Schuman,
Paul-Henri Spaak, Pierre-Henri Teitgen)68. Desde el principio la energía en el
movimiento para defender y definir los derechos humanos como la esencia
de la civilización europea en la Convención Europea vino de los conser-
vadores —Churchill y sus aliados que estaban fuera del poder y ansiosos
por el espectro del socialismo en su país, mientras que sus homólogos en el
Continente se preocupaban por el inminente triunfo del “materialismo”
sobre los valores espirituales—69. A la larga, los derechos civiles y políticos,
que habían sido priorizados como la esencia de la identidad europea occi-
dental, fueron protegidos mientras que los derechos económicos y sociales
fueron abandonados. El hecho de que la negociación de la convención se
aplazó para un tiempo futuro después de la Declaración Universal significó
que la ficción de un consenso sobre los valores fundamentales no podía
mantenerse más, y para 1950 los derechos humanos europeos consagraban
los principales valores del lado occidental de la política de la Guerra Fría.
En Gran Bretaña, el Partido Laborista, crecientemente conducido hacia las
negociaciones en razón a los imperativos propios de la Guerra Fría y con
el trasfondo de la ferviente insistencia de Churchill de que el federalismo
estuviera fuera del poder, accedió a los derechos humanos a pesar de su
confirmada sospecha de que frecuentemente no eran mucho más que
un ataque conservador a sus programas locales. Desde una perspectiva
regional más amplia, la base común cristiana para la unidad importaba
mucho —no simplemente para los “personalistas cristianos”, sino inclu-
so para un ateo como el secretario exterior de los laboristas Ernest Bevin,
quien citó la “unión espiritual” como la principal razón para proclamar
los derechos europeos occidentales—. Ahora eso significaba la oposición a
un estatalismo totalitario de parte de una civilización (y religión) regional.
Desde su vaga introducción como un tipo de democracia social, la idea de
los derechos humanos había sido redimida solamente como una posición
concreta en la Guerra Fría.
Mientras que estos factores políticos daban cuenta de la existencia
de una Convención Europea, así como de la Corte Europea de Derechos

68
Wolfram Kaiser, Christian Democracy and the Origins of the European Union (Cambridge:
Cambridge University Press, 2007). Cf. Michael Newman, Socialism and European Unity: The
Dilemma of the Left in Britain and France (London: Junction Books, 1983).
69
Duranti, “Conservatism”, el cual sigo de cerca en este punto.

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Samuel Moyn 97

Humanos que se establecía, sería un error craso asumir que el lenguaje de


los derechos humanos y, por supuesto, el de un derecho de los derechos
humanos, eran importantes desde un principio. La identidad europea
occidental que se expresaba en la Convención Europea dependía más de
unas señales que indicaran los valores comunes antes que de garantías
judicialmente exigibles. Aunque el tratado se había originado como parte
del imperativo de darle dientes a los derechos humanos, incluso a riesgo
de que perdieran atractivo en otros lugares del mundo, los fundamentos
de la posguerra no convirtieron inmediatamente a Europa occidental en
el paraíso de los principios morales, pues también había una alta dosis de
autoridad. Lo más evidente es que aún existían imperios por preservar,
incluso para las naciones pequeñas —como Bélgica y Holanda— que más
tarde vendrían a asociarse con la promoción de los derechos humanos
en el panorama mundial. En reconocimiento de las implicaciones del
compromiso europeo por los derechos humanos, por ejemplo, el poeta
de Martinica Aimé Césaire podía decir rabiosamente en 1950 que el anti-
colonialismo no había sido aceptado por “ningún escritor, académico,
cruzado del derecho y la religión prestigioso, ni por defensor alguno de
la ‘persona humana’” —esto último en alusión al trasfondo dominante
de los derechos en el contexto europeo—. De hecho, no solo fue gracias a
los orígenes conservadores de la Convención sino también a su estrecho
potencial para intervenir en los imperios que la izquierda francesa —in-
cluyendo el líder de la Ligue des Droits de l’Homme— lo que no dejó que
el país firmara el documento durante treinta años. Aunque un pequeño
número de juristas trabajó con tenacidad a lo largo de las décadas para que
los derechos humanos significaran algo más dentro de Europa, sus victo-
rias aún tendrían que esperar a que ocurriera una transformación global
que hiciera posible el asentamiento de cierta asociación cercana entre la
identidad europea y los derechos humanos70.
Dentro del esencialmente malogrado “régimen” de derechos humanos
europeos, las señales de vida se producirían a finales de los cincuenta y los
sesenta, e incluso en ese entonces los resultados tenían poco significado
inmediato. El surgimiento de finales de los cincuenta de la Chipre británica
llevó al primer uso del sistema entre los Estados, haciendo que la visión
original del sistema como una serie de estándares mínimos dentro de las
relaciones diplomáticas de los Estados tuviera que esperar mucho tiempo


70
Aimé Césaire, Discourse on Colonialism, (New York: Monthly Review Press, 1972), 17. La historia
de la oposición francesa a la Convención Europea es contada en la conclusión de: Duranti,
“Conservatism”. Sobre los asuntos holandeses y belgas, aún hay trabajo por hacer, pero véase
Peter Malcontent, “Myth or Reality? The Dutch Crusade against the Human Rights Violations
in the Third World, 1973-1981”, en Antoine Fleury, et al., eds., Les droits de l’homme en Europe
depuis 1945 (Bern: Peter Lang 2003).

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98 La última utopía

para ser usado por primera vez; nunca se convirtió en una característica
esencial de los asuntos intraeuropeos. El camino de las peticiones indivi-
duales abierto por el tratado fue seguido hasta sus últimas consecuencias
solamente en 1961 en la primera decisión de la Corte de Estrasburgo en
Lawless vs. Ireland. Pero incluso este derecho de petición probó general-
mente ser algo meramente teórico hasta mediados de los ochenta, cuando
tanto el número de peticiones recibidas y —de manera incluso más sorpren-
dente— el número de peticiones aprobadas para consideración de la Corte
se disparó (para mediados de los setenta, la Corte Europea de Derechos
Humanos solamente había decidido diecisiete casos)71. La “génesis” de la
Convención Europea no brinda muchas explicaciones sobre estos asuntos
incidentales. Lo que determinaría la disponibilidad y plausibilidad jurídica
de los derechos incluso en la zona europea sería más una victoria cultural
e ideológica de los derechos humanos en una era posterior. Los orígenes
conservadores y de Guerra Fría de la Convención fueron olvidados. Los
derechos humanos vinieron a significar algo diferente en unas circuns-
tancias radicalmente nuevas —ello ocurrió en tiempos muy recientes y
en virtud de eventos muy distintos a los que ocurrían en ese entonces
cuando un nuevo protagonismo de la conciencia del Holocausto para
las sociedades europeas hacía que fuera poderoso creer que el continente
se había limpiado las manos de la violencia y adoptado un nuevo credo
inmediatamente después de haber tocado fondo—.
Sin duda, las ideas conservadoras también pueden ser inspiradoras,
en este caso como una explicación idealista para la defensa de Occidente
en un momento de peligro sin precedentes. Para bien o para mal, esta era
la única versión en la que los derechos humanos realmente sobrevivieron
su agridulce destino de anunciación retórica durante la guerra. Este último
hecho confirma el nostálgico anacronismo de ver solamente el significado
preferido de los derechos humanos como el que vivió el tiempo suficiente
durante la posguerra para ser reactivado más tarde. La verdadera historia
de la idea es que más adelante tuvo que ser sacada de una ignorante oscu-
ridad y ambigüedad al momento de su introducción, así como despojada
de significados originalmente conservadores y frecuentemente religiosos
que se le adhirieron. El “congelamiento” de la Guerra Fría que afectó a los

71
Sobre Chipre, véase Simpson, Human Rights, caps. 17-19. Sobre el caso Lawless, véase Ian
Brownlie, “The Individual before Tribunals Exercising International Jurisdiction”, International
and Comparative Law Quarterly 11, n.° 3 (1962): 701-20; y Jack Greenberg y Anthony R. Shalit,
“New Horizons for Human Rights: The European Convention, Court, and Commission of
Human Rights”, Columbia Law Review 63 (1963): 1384-1412. Para más casos véase por ejemplo
Steven Greer, The European Convention on Human Rights: Achievements, Problems, and Prospects
(Cambridge: Cambridge University Press, 2006), cap. 1, esp. las tablas en 34-35.

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Samuel Moyn 99

derechos humanos, lejos de ser su sentencia de muerte, solamente amplió


la humillación original de la que fueron víctimas durante su nacimiento.
A pesar de su nuevo rol a nivel internacional, el significado nuclear
de “derechos humanos” en los cuarenta siguió siendo compatible con el
Estado moderno —principio básico de las Naciones Unidas por ellos mis-
mos— tal como había sido la tradición más antigua de los derechos del
hombre a nivel doméstico. El desglose de los derechos humanos en estos
años, de hecho, fue mucho más allá del establecimiento de un entendi-
miento político fundamentalmente novedoso sobre su rol global potencial.
Aunque seguramente proclamados por una organización internacional,
la Declaración Universal retuvo, en lugar de trascender, la santidad del
nacionalismo, tal como es claro de la lectura de su texto. Es principalmente
en este sentido que la Declaración preservó la memoria de los derechos
del hombre y del ciudadano en lugar de apuntar hacia adelante en la di-
rección de una utopía de gobierno supranacional por medio del derecho.
Claro que importaba la inclusión de los derechos económicos y sociales a
mediados de los cuarenta, aunque eran productos anteriores de las luchas
ciudadanas y hasta hoy han afectado muy tenuemente el orden interna-
cional. Desde otro punto de vista, sin embargo, la posguerra dio a la vieja
idea de declarar derechos un nuevo molde: ni limitaciones genuinas a la
prerrogativa estatal, como en la tradición angloamericana, ni principios
primordiales, como en la francesa: la Declaración Universal surgió como
una reflexión accesoria a los principios para gobernar el mundo y no hizo
nada por afectarlos (nadie registró este hecho de manera más clara que el
solitario internacionalista angloamericano que aún impulsaba los dere-
chos humanos para 1948, Lauterpacht, quien denunció que la Declaración
Universal era una humillante derrota de los ideales que pronunciaba con
grandilocuencia). Más adelante, el momento de la posguerra iba a ser visto
con una lente retrospectiva diferente que lo falseó profundamente aunque
permitiera la reactivación de algunos de los contenidos de la Declaración.
En lugar de ser una historia de su muerte en el proceso de nacer, la pro-
clamación de los derechos humanos se convirtió en una del nacimiento
después de la muerte, especialmente de una muerte judía. En tiempo real,
a lo largo de semanas de debate alrededor de la Declaración Universal en
la Asamblea General de la ONU, el genocidio de los judíos no fue siquiera
mencionado, a pesar de la frecuente invocación de otros aspectos de la
barbarie nazi para justificar algunos asuntos específicos dignos de protec-
ción o para describir las consecuencias de dejar sin defensa la dignidad
humana. Fue la memoria del Holocausto construida más recientemente
la que motivó igualmente un entendimiento mistificador de los Juicios de
Nuremberg, lo cual ha contribuido a la ignorancia de la específica situa-
ción apremiante de los judíos en lugar de establecer la conocida tradición

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100 La última utopía

moral de responder a atrocidades masivas. Más importante, no es del todo


obvio que, para ese entonces, Nuremberg y otras innovaciones jurídicas
relacionadas como la Convención contra el Genocidio fueran concebidas
como parte de la misma empresa a la que pertenecía el desglose de los
derechos humanos, y mucho menos que todos estuvieran bajo la misma
sombrilla —aunque ahora son frecuentemente tratados como si fueran
un solo, aunque multifacético, logro—. El motor más importante detrás
de la Convención contra el Genocidio, Raphael Lemkin, entendió que su
campaña estaba en oposición con el proyecto de los derechos humanos
de la ONU. En cualquier caso, su empresa era incluso más marginal y peri-
férica en la imaginación del público en general que la propia Declaración
Universal aprobada un día después de la Convención72.
Después de la década del setenta, y especialmente luego de la Guerra
Fría, sin embargo, se volvió común afirmar que la Segunda Guerra fue una
campaña por la justicia universal y que el impacto de descubrir los campos
de concentración motivó un compromiso sin precedentes por un orden
internacional más humano. Esta imprecisa y despolitizada perspectiva de
las repercusiones de la guerra, la cual permitió la consolidación del mito de
los derechos humanos como una respuesta directa a los peores crímenes del
siglo, muestra la importancia de enfocarse en las invenciones más recientes
de la imaginación utópica contemporánea. Es cierto que el compromiso
por los derechos humanos se cristalizó como un resultado de los recuerdos
del Holocausto, pero ello solo ocurrió décadas después, cuando los dere-
chos humanos fueron llamados a servir a nuevos propósitos. Lo que más
importó sobre el momento de gloria de los derechos humanos en la década
del cuarenta, en realidad, no es que haya ocurrido sino que, al igual que
su pasado más profundo, ese momento tuviera que ser reinventado y no
solo descubierto luego de que los derechos surgieran décadas más tarde.

72
Esta afirmación está basada en un completo análisis del registro taquigráfico. Sobre Nuremberg
y la Convención contra el Genocidio, véase Donald Bloxham, Genocide on Trial: War Crimes
Trials and the Formation of Holocaust History and Memory (Oxford: Oxford University Press,
2001); y Mira Siegelberg, “The Origins of the Genocide Convention”, Columbia Undergraduate
Journal of History 1, n.° 1 (2005): 34-57.

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¿Por qué la lucha anticolonial
no fue un movimiento
de derechos humanos?

En mayo de 1945, el anticolonialista vietnamita Ho Chi Minh buscó algu-


nos de los principales fundamentos para su causa en la historia estadouni-
dense. En conversaciones con uno de los manipuladores encubiertos de la
American Office of Strategic Services, antes de que se disipara un interés
común en derrotar el imperialismo japonés, Ho “seguía preguntando […]
si podía recordar el lenguaje de nuestra Declaración [de Independencia].
Yo era un estadounidense común y corriente, y por supuesto que no podía
[…]. Entre más lo discutíamos, era evidente que él sabía mucho más que
yo al respecto”1. El 2 de septiembre de 1945, a escasas semanas de que los
japoneses fueran llevados a la rendición, y antes de la amarga reimposición
del régimen colonial francés con cooperación británica y aquiescencia de
los Estados Unidos, Ho promovió lo que ahora es la premisa más famosa
de la Declaración de 1776, sacándola de su posición originalmente acce-
soria para colocarla al principio de su propia Declaración Vietnamita de
Independencia: “todos los hombres son creados iguales; son dotados por


1
Citado en Dixee R. Bartholomew-Feis, The OSS and Ho Chi Minh: Unexpected Allies in the War
against Japan (Lawrence: University of Kansas Press, 2006), 243.

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102 La última utopía

su Creador de ciertos derechos inalienables; entre estos están la vida, la


libertad y la búsqueda de la felicidad”2.
Este encuentro captura, en miniatura, la conexión histórica esencial
entre el anticolonialismo y los derechos —pero solamente si es entendido
correctamente—. Como quiera que sea interpretada con el paso del tiempo,
la Declaración estadounidense no era realmente sobre derechos; por encima
de todo, se trataba de anunciar el surgimiento de la soberanía poscolonial al
resto de las naciones del mundo. Si apelaba al derecho internacional, estos
llamados eran para el reconocimiento de los Estados y no para la protección
de los individuos. Como casi todos los demás anticolonialistas, Ho puso
primero que todo la liberación popular como un objetivo directo e inme-
diato y no los derechos humanos individuales. Luego de citar “el enunciado
inmortal” de la declaración, inmediatamente prosiguió diciendo: “En un
sentido más amplio, esto ahora significa: todos los pueblos tienen derecho a
vivir felices y libres”. No pudo haber sido más claro: la utopía que aún tenía
mayor significado era la liberación poscolonial colectiva del imperio y no
los derechos individuales canonizados en el derecho internacional3.
El hecho más sorprendente es que los anticolonialistas de posguerra
raramente invocaron la idea de “derechos humanos” y no apelaron parti-
cularmente a la Declaración Universal de 1948, a pesar de que la descoloni-
zación estaba explotando precisamente en el momento de su aprobación y
unos años más tarde. Aparentemente conscientes de que los derechos del
hombre y del Estado nación habían sido inseparables desde hacía mucho
tiempo, los anticolonialistas de la segunda posguerra mostraron mucho
más interés en esa conexión reformulada por V. I. Lenin y Woodrow Wilson
en el siglo XX bajo el término de “la autodeterminación de los pueblos”.
Siendo un hombre joven en París, Ho había buscado audazmente reunirse
con Wilson durante la Conferencia de Versalles para preguntarle por qué
su gran principio no se aplicaba al pueblo vietnamita. El momento para
su realización, sin embargo, aguardaba a que la Segunda Guerra Mundial
terminara, precisamente en aquella época que sería tentador considerar
como una “revolución de los derechos humanos”. Poderosamente reani-
mada y específicamente declarada en la Carta del Atlántico, la promesa
de la autodeterminación resonó alrededor del mundo, lo cual no ocurrió

2
Ho Chi Minh, “Declaration of Independence of the Democratic Republic of Viet-Nam”, en
On Revolution: Selected Writings 1920-66, ed. Bernard B. Fall (New York: Praeger, 1967), 143.
3
On revolutions, énfasis añadido. De acuerdo con Jack Rakove, ya “al escribir el preámbulo de la
Declaración, Jefferson no estaba buscando ni dar un golpe por la igualdad de los individuos,
ni borrar las incontables diferencias sociales que el derecho algunas veces creaba y frecuente-
mente sostenía. La principal forma de igualdad que el preámbulo afirma es la igualdad entre los
pueblos, definidos como comunidades de autogobierno”, en The Future of Liberal Democracy:
Thomas Jefferson and the Contemporary World, ed. Robert Fatton, Jr. y R. K. Ramazani (New York:
Palgrave Macmillan, 2004), 51.

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Samuel Moyn 103

con ningún concepto sobreviniente de los derechos internacionales. La


Carta inspiró a los anticolonialistas, pero no puede decirse lo mismo de
las sucesivas promesas sobre “los derechos humanos”: este término sola-
mente iniciaría su carrera cuando los Aliados retrocedieron de su promesa
de autodeterminación.
Nada cambió luego de la guerra como para que el anticolonialismo
se plegara de manera más decidida a los derechos humanos en general o a
su elaboración dentro de las Naciones Unidas. Cuando la descolonización
desembocó en la creación de una cantidad de nuevos Estados que le podían
importar a la ONU, el término “derechos humanos” vino a ser incorporado
en el principio maestro de la autodeterminación colectiva. Si el anticolo-
nialismo generalmente despreciaba a los derechos humanos, podría decirse
que ello fue gracias al movimiento de los derechos del hombre y a su antigua
lealtad al Estado repetida a lo largo de la historia moderna. Además, en la
medida en que el anticolonialismo fijaba su mirada más allá del Estado,
el movimiento se hizo en nombre de internacionalismos alternativos, en
un espíritu muy diferente al de los derechos humanos contemporáneos.
Esos internacionalismos incorporaban la liberación nacional subalterna
y no se enfocaban en las libertades clásicas, y ni siquiera en los “derechos
sociales”, sino en el desarrollo económico colectivo. Pero tampoco es el caso
que el anticolonialismo traicionara o “capturara” a los derechos humanos
destruyendo su promesa original. Dada la incertidumbre en su significado
y el poder marginal en la idea de los derechos humanos en la década del
cuarenta, es mejor entender la futura fuerza del anticolonialismo en la
ONU como algo muy particular a este movimiento —una particularidad
que el ascenso de los derechos humanos en su sentido más contemporáneo
tendría que desplazar—.
Cuando pensamos en los contornos más amplios de la historia de
los derechos humanos, la razón más general para preocuparse sobre el
intermedio anticolonialista luego de la Segunda Guerra Mundial es que
esto nos obliga a tener una nueva perspectiva sobre la relación entre el
universalismo occidental y las luchas globales. Es tentador resaltar cómo
los grupos subalternos fuera de los Estados Unidos podían tener una
preocupación por convertir una retórica hipócrita en una realidad global.
Este argumento de una “realización desde abajo” muestra un punto fun-
damental sobre la forma como las promesas pueden moverse del papel a
la realidad política. No obstante, no existe tal cosa como una necesaria
“lógica de los derechos” que se seguiría como una especie de reacción
en cadena más allá de las intenciones de sus fundadores occidentales
cuando diferentes grupos alrededor del mundo intentaron hacer que el

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104 La última utopía

universalismo de los derechos fuera algo más que simples palabras4. De


hecho, lo que es más extraordinario sobre el momento de la posguerra es
que los privilegios individuales que estaban potencialmente protegidos
por la organización internacional y el derecho no eran las promesas rotas
que grupos subalternos optaron por globalizar. Existía un principio trun-
cado que la descolonización universalizaba, pero este era el de liberación
colectiva, no el de los derechos humanos.
Parecería haber pocos ejemplos más claros que el de la era anticolonial
para entender el surgimiento de los derechos humanos como un programa
moral y principio maestro para un nuevo paradigma de aspiraciones globa-
les que debe ser escrito dentro de una historia más amplia en donde se dé
cuenta de ideologías compitiendo por el mejoramiento de la humanidad.
Siendo el colonialismo el agente de la diseminación más grande de la so-
beranía en la historia del mundo y no de su matización, sus lecciones para
la historia de los derechos humanos no son sobre la creciente relevancia
del concepto durante la posguerra. Se trata más bien de las condiciones
ideológicas en la que los derechos humanos, en sus contornos contempo-
ráneos, se convirtieron en una doctrina plausible en la segunda mitad de
los setenta: una era en la que la autodeterminación colectiva, habiendo
sido tan convincente anteriormente, entró en crisis.
Aunque alcanzó un éxito casi increíble entonces, el anticolonialismo
posterior a la Segunda Guerra Mundial no emergió de la nada. Sin embargo,
a diferencia de lo que ocurrió con movimientos del primer mundo que ape-
laron al lenguaje de los derechos —como los movimientos de las mujeres
y, menos frecuentemente, el movimiento de los trabajadores— los anti-
colonialistas rara vez expresaron su causa en el lenguaje de derechos antes
de 1945. Los sujetos coloniales eran dolorosamente conscientes de que el
“humanismo” no había sido muy bueno con ellos hasta el momento5. En
1931 la Ligue des Droits de l’Homme, el grupo francés para las libertades
civiles, puso en escena un debate sobre la relación entre la colonización y
los derechos del hombre. El impacto de la violencia en el mundo llevó a
sus miembros a hacer unas sentidas denuncias del colonialismo existente,
pero la tarea que sobre ellos pesaba era sobre todo la de reformar el colo-
nialismo en nombre de los derechos.

4
Laurent Dubois tiene esta hipótesis sobre la Revolución haitiana, y Lynn Hunt, escribiendo sobre
la misma época, lo sigue. Laurent Dubois, A Colony of Citizens: Revolution and Slave Emancipation
in the French Caribbean, 1787-1804 (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2004). Lynn
Hunt, Inventing Human Rights: A History (New York: W.W. Norton, 2007), cap. 4.
5
Cf. Florence Bernault, “What Absence Is Made Of: Human Rights in Africa”, en Jeffrey N.
Wasserstrom et al., eds., Human Rights and Revolutions, (Lanham: Rowman and Littlefield,
2000), 128.

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Samuel Moyn 105

Traerle ciencia a la gente que no la tiene, darles carreteras, canales, ferro-


carriles, carros, telégrafos, teléfonos, organizar los servicios públicos de
salud para ellos y, por último pero no menos importante, familiarizarlos
con los derechos del hombre —tal como lo dijo uno de los intervinien-
tes— es un cometido de la fraternidad.6

Es cierto, los activistas algunas veces apelaban a soluciones jurídicas


(incluso judiciales) proveídas por los sistemas jurídicos domésticos en los
que trabajaban; el derecho británico y francés, con su distinción jerárquica
entre las leyes gobernando la metrópolis y las que gobernaban la colonia,
dotaban de derechos, al menos en el papel, a todos los súbditos de sus
respectivos imperios. Las tradiciones locales de libertades civiles —una
cultura de libertades individuales enquistada de diferentes maneras en las
tradiciones nacionales de los poderes coloniales más importantes— tenían
el potencial de ser trasplantadas a las colonias y fueron frecuentemente
apropiadas y usadas de forma inesperada. Pero no había derechos huma-
nos internacionales antes de la Segunda Guerra Mundial, solamente los
derechos del hombre a ser parte de una comunidad nacional, y más ade-
lante las libertades civiles propias de las críticas patriotas. Las tempranas
campañas por la ciudadanía y las libertades civiles, de hecho, pudieron
haber ayudado más a extender la mirada hacia la posterior búsqueda por las
independencias nacionales y no a preparar el camino hacia una apelación
a los derechos internacionales7.
El hecho más crítico es que la construcción de los derechos en el
periodo de entreguerras dejó a los opositores de los imperios con un ran-
go de ideologías, de las cuales solamente unas pocas fueron receptivas
en el momento de los derechos humanos de mediados de los cuarenta.
Después de 1918, solamente, o principalmente, un derecho era el que
importaba. Fue Wilson, junto a Lenin, quien creó las condiciones para un
anticolonialismo en el que los derechos humanos internacionales —aún
no formulados como una idea— no eran el objetivo, sino que proponían
un derecho colectivo que se erigía por encima de los otros. El “momento
wilsoniano”, bloqueado en los años inmediatamente posteriores a la
Primera Guerra Mundial, tuvo una segunda y más exitosa oportunidad
luego de la Segunda Guerra Mundial. Esa perspectiva de Wilson no era ni
remotamente comparable al “momento de los derechos humanos” de ese

6
Citado en Raoul Girardet, L’idée coloniale en France (Paris: La Table Ronde, 1972), 183.
7
En este sentido, el título del libro de Bonny Ibhawoh, Imperialism and Human Rights: Colonial
Discourses of Rights and Liberties in African History (Albany: State University of New York Press,
2007), es notoriamente equívoco. Para el argumento de que hubo un interesante movimiento
autóctono de derechos en Ghana a finales del siglo XIX que anticipó desarrollos posteriores,
cf. S. K. B. Asante, “The Neglected Aspects of the Gold Coast Aborigines Rights Protection
Society”, Phylon 36, n.° 1 (1975): 32-45.

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106 La última utopía

entonces8. El caso del mundo que se descolonizaba muestra claramente


que no todas las promesas universalistas propician convulsiones desde
abajo que intenten realizar sus promesas. Quizás más que cualquier lógica
aparentemente inherente, la historia global de las ideas depende de cómo
los actores humanos las utilizan para bien o para mal.
La historia detallada de las promesas hechas al mundo colonial duran-
te la guerra muestran, de hecho, que los derechos humanos entraron a la
retórica global en una especie de relación inversa con la autodetermina-
ción: en la medida en que una aparecía y progresaba, los otros declinaban
o incluso desaparecían. La Carta del Atlántico de 1941 había anunciado
la autodeterminación pero no los derechos humanos como parte de los
objetivos de la guerra para los Aliados, aunque Churchill y Roosevelt no
estuvieran de acuerdo en lo que significaba. Para Churchill, se refería a
la liberación del imperio de Hitler y no de los imperios en general, y por
supuesto no de su imperio. Se piensa que Roosevelt tenía una disposición
más generosa respecto al tema: “Hay muchas clases de estadounidenses,
por supuesto”, le dijo Roosevelt a Churchill en una cena en 1942, “pero
como un pueblo, como un país, estamos opuestos al imperialismo —no
podemos tragárnoslo—”. Sin embargo llegó a estar de acuerdo con su
aliado en el momento de su muerte9. Las formulaciones más tempranas
de los derechos humanos —incluyendo la Declaración Universal— no
contemplaron la autodeterminación.
Es claro que la Carta del Atlántico, especialmente, sí tuvo una reso-
nancia alrededor del mundo. La autodeterminación siguió aplicándose a
Europa, tal como mostraron la Declaración sobre la Europa Liberada de la
Conferencia de Yalta y más tarde las críticas a la toma comunista del este
europeo. En otros lugares, en la medida en que nadie estaba poniendo
atención en una era de lucha galopante, los derechos humanos pudieron
parecer sustitutos de la autodeterminación —sobre todo si se tiene en
cuenta que estaba notoriamente ausente en el texto de la Declaración
Universal—. Ho, quien en 1945 rogó inicialmente a sus interlocutores
estadounidenses para que cumplieran las promesas de autodeterminación
de la Carta del Atlántico (y las tradiciones americanas que celebraba) en
lugar de permitir a los franceses retornar, dejó de hacer solicitudes y nunca

8
Erez Manela, The Wilsonian Moment: Self-Determination and the International Origins of
Anticolonial Nationalism (Oxford: Oxford University Press, 2007).
9
Sobre la interpretación de la Carta Atlántica por los propios Aliados mientras la Guerra con-
tinuaba, véase W. Roger Louis, Imperialism at Bay: The United States and the Decolonization of
the British Empire, 1941-1945 (New York: Oxford University Press, 1978). Véase igualmente
Neil Smith, American Empire: Roosevelt’s Geographer and the Prelude to Globalization (Berkeley:
University of California Press, 2003), cap. 13. Roosevelt es citado en Robert Dallek, Franklin
Roosevelt and American Foreign Policy 1932-1945 (Oxford: Oxford University Press, 1979), 324.

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Samuel Moyn 107

más volvió a hacer siquiera de las declaraciones de derechos algo central


en sus fines10.
Aún más que el malogrado nacimiento de los derechos humanos en el
Occidente desarrollado, estos hechos básicos pero muchas veces desaten-
didos son imposibles de hacer coherentes con una perspectiva del periodo
posterior a 1941 como un momento en el que nuevas tradiciones inter-
nacionalistas fueron fundadas en un espíritu genuinamente universalista
—lo que un observador llama “un new deal para el mundo”—. Referirse a la
Carta del Atlántico como un “instrumento de los derechos humanos” y así
plantear los términos de los cuales se derivó toda generosidad, ignora que
ella no incluía el término “derechos humanos” —cuya consagración en
los cuarenta dejó a un lado el concepto de autodeterminación que carac-
terizaba a la Carta del Atlántico—. Desde la perspectiva de gran parte del
mundo, pudo haber parecido más revelador en el propio nacimiento de los
derechos humanos el hecho de que los Aliados no se sintieran obligados
a seguir sosteniendo la idea de la autodeterminación11. Si realmente los
derechos humanos eran sucesores y sustitutos de la autodeterminación,
hubiera sido sorprendente que los pueblos colonizados se motivaran
decididamente por los nuevos derechos humanos. Además, la recepción
global es coherente con esta hipótesis también. Es claro que la Carta del
Atlántico generó gran impacto alrededor del mundo, pero los derechos
humanos cayeron en oídos sordos. Es tentador asumir que la Declaración
Universal “disfrutó de una enorme atención global”12. Sin embargo, si tan
poca evidencia se ha podido encontrar para sustentar dicha posición, es
difícil entender esta hipótesis.
Decir que la autodeterminación importaba mucho más que los dere-
chos humanos en el momento de la posguerra e incluso después no es lo
mismo que afirmar que la búsqueda del Estado nación era el único futuro
posible y real en el imaginario anticolonial. Nada más lejos de la realidad.
Aparte del comunismo, internacionalismos subalternos como el panara-
bismo y el panafricanismo cobraban mucha importancia. Simplemente,

10
Los esfuerzos para sumar la autodeterminación a la Declaración Universal fueron, tal como
anotamos en los capítulos anteriores, una preocupación preponderante de los delegados de los
bloques soviético y oriental y a la postre fueron rechazados. Para el caso de Ho, véase William
J. Duiker, Ho Chi Minh: A Life (New York: Hyperion, 2000), 341.

11
Elizabeth Borgwardt, A New Deal for the World: America’s Vision for Human Rights (Cambridge:
Cambridge University, 2005); Borgwardt, “‘When You State a Moral Principle, You Are
Stuck With It’: The 1941 Atlantic Charter as a Human Rights Instrument”, Virginia Journal of
International Law 46, n.° 3 (primavera, 2006): 501-62.
12
Paul Kennedy, El parlamento de la humanidad: la historia de las Naciones Unidas (Barcelona:
Debate, 2007), 179. Entre los nigerianos examinados por Ibhawoh, “la introducción de la
Declaración Universal no estimuló el tipo de los debates apasionados acerca del derecho a la
autodeterminación que siguieron a la Carta del Atlántico” (160). Esto no es sorprendente en
la medida en que la declaración no mencionaba la autodeterminación.

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108 La última utopía

la afirmación de la importancia de la autodeterminación implica que una


apelación específica a los valores supranacionales encapsulaban lo que los
derechos humanos fracasaron en impactar. Incluso los desarrollos cruciales
de corto plazo posteriores a la Carta del Atlántico deben ser contrastados
con el trasfondo de un anticolonialismo que tenía una historia de madu-
ración más larga; en otras palabras, para el momento en que los derechos
humanos llegaron a escena, el tren ya había salido de la estación.
De manera interesante, por ejemplo, Mohandas Ghandi no encontró
nada nuevo en esta nueva retórica. Desde hacía ya mucho tiempo podía
eventualmente interpretar la teoría y la práctica de la resistencia no violenta,
satyagraha, con el fin de extender los derechos de los ingleses para todos los
súbditos del Imperio británico (también insistió en complementarlos con
deberes). Sin embargo no hay ninguna evidencia de que Gandhi haya men-
cionado o celebrado la nueva idea de los derechos humanos en los años que
siguieron a la Carta del Atlántico; respondió con desconcierto a una petición
de la Unesco solicitándole su versión de la nueva idea —asumiendo que él
debía tener alguna noción—. Su asesinato al inicio del año cuyo final vería
la Declaración Universal deja sin contestar la pregunta sobre lo que Gandhi
hubiera visto y hecho con los derechos humanos. De modo similar, excepto
por su entusiasmo respecto de una petición de la ONU para proteger a los in-
dios que vivían en Suráfrica, Jawaharlal Nehru —quien promovía una visión
internacionalista saludable a través de un pragmatismo realista— no invocó
los derechos internacionales ni siquiera cuando se dirigió a la Asamblea
General en París un mes antes de la aprobación de la Declaración Universal13.
El anticolonialismo de muchos otros se formó completamente y de
una manera parecida antes de que la retórica de los derechos humanos
posterior a la Segunda Guerra Mundial tuviera la oportunidad de impac-
tarlo seriamente. Anticolonialistas prominentes como Ahmed Sukarno de
Indonesia y Gamal Abdel Nasser de Egipto tenían itinerarios que nunca
tocaron el terreno de los derechos humanos de posguerra, siendo Sukarno
un exalumno de la Liga contra el Imperialismo del periodo de entreguerras
y Nasser preocupado con otras cosas en el camino a su golpe de 1952 —so-
bre todo con pelear en Palestina buena parte del año en que la Declaración
Universal fue concluida—14.

13
Mohandas Gandhi, “A Letter Addressed to the Secretary-General of Unesco”, en Human Rights:
Comments and Interpretations, ed. Jacques Maritain (New York: Unesco, 1948); Jawaharlal Nehru,
“To the United Nations” (noviembre, 1948), en Independence and After (Delhi: Publications
Divisions, Ministry of Information and Broadcasting, Government of India, 1949). Cf. G. S.
Pathak, “India’s Contribution to the Human Rights Declaration and Covenants”, en Horizons
of Freedom, ed. L. M. Singhvi (Delhi: Pub. House, 1969).
14
Acerca de la Liga formada en Bruselas en 1927 con financiación y organización comunistas,
véase Vijay Prashad, The Darker Nations: A People’s History of the Third World (New York: The
New Press, 2007), 31-50.

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Samuel Moyn 109

Frecuentemente, la ideología anticolonialista se originó en pequeños


grupos de extrema izquierda y en redes de estudiantes e inmigrantes en
las metrópolis, quienes construían diversos compromisos entre el nacio-
nalismo y el internacionalismo. Un resultado común era la trascendental
conexión entre el comunismo y el anticolonialismo que caracterizó al
siglo XX. El comunismo tenía su propia cultura respecto a la invocación
de los derechos, especialmente en 1934-1936 y de nuevo en la inmediata
segunda posguerra, quienes veían en el comunismo la mejor opción para
la liberación del imperio no estaban seriamente marcados por esa cultura
en ningún momento. El gobierno nacionalista de China participó hasta
cierto punto en las formulaciones tempranas de los derechos humanos
en la ONU, pero su derrocamiento marcó el final de cualquier asociación
ideológica entre China y los derechos humanos. Tal como lo ocurrido en el
Sudeste asiático, la Carta del Atlántico había erigido bases renovadas para
las esperanzas wilsonianas, pero estas fueron rápidamente diluidas cuando
los británicos se apuraron a restablecer su imperio alrededor de la región en
los caóticos meses que siguieron a la derrota japonesa. Los británicos ha-
bían sido un fracaso en muchos lugares, pero lograron restaurar el Imperio
francés indochino en passant y controlaron Malasia, llevando a cabo una
contrainsurgencia salvaje en el mismo momento en el que a medio mundo
de distancia se producía un movimiento hacia la Declaración Universal15.
El curso de las luchas anticoloniales confirmaba estas tendencias,
sobre todo gracias a la creciente fuerza del marxismo en el pensamiento
anticolonial. En la famosa Conferencia de Bandung de 1955 y en otros
lugares, los anticolonialistas anunciaron su propio internacionalismo pero
en una clave subalterna que incorporaba el nacionalismo y armaba lazos de
idealismo que cruzaban las fronteras sobre la base de identidades raciales
y subordinación africana o “africana-oriental”16. Kwame Nkrumah, quien
no había mencionado los derechos humanos en su celebrado discurso de
la “Declaración de los pueblos coloniales de la Tierra” dado en el V Con-
greso Panafricano que se llevó a cabo en Manchester (Reino Unido) en
1945, señaló solamente el “derecho de todos los pueblos a gobernarse a sí
mismos”17. El efecto de la temprana independencia de Ghana en las aspi-
raciones políticas de otros pueblos de África subsahariana fue espectacular,

15
Para una visión panorámica véase Christopher Bayly y Tim Harper, Forgotten Wars: Freedom
and Revolution in Southeast Asia (Cambridge: Harvard University Press, 2007), 127, 141 para un
impacto de las cartas de la ONU y del Atlántico.

16
Para el mejor estudio publicado hasta la fecha véase Kweku Ampiah, The Political and Moral
Imperatives of the Bandung Conference: The Reactions of the US, UK, and Japan (Kent: Global
Oriental, 2007).
17
“Declaration to the Colonial Peoples of the World”, en Kwame Nkrumah, Revolutionary Path
(New York: International Publishers, 1973).

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110 La última utopía

sobre todo en lo que se refiere a la prioridad dada a la autodeterminación


sobre todos los otros objetivos: “Buscad primero el reino político”, en el
famoso eslogan de Nkrumah, “y todo los demás se os dará por añadidura”.
Cuando fue fundada en 1963, la carta de la Organización para la Unidad
Africana hizo referencia a los derechos humanos pero los subordinaba a la
necesidad de “salvaguardar y consolidar la independencia duramente obte-
nida, la soberanía y la integridad nacional de nuestros países y a combatir
el neocolonialismo en todas sus formas”18. Fue en medio de este ambiente
que el resurgimiento de C. L. R. James y su libro Black Jacobins tuvo tanto
poder. James no pensó en presentar a Toussaint L’Ouverture y sus confe-
derados como unos activistas de derechos humanos que se adelantaron a
su tiempo. Siendo un trotskista, la perspectiva de James sobre los droits de
l’homme, en cambio, parece haber sido la de considerarlos unas promesas
“prolijas” de unos “elocuentes charlatanes” quienes, llevados por el verda-
dero motor económico de la historia a tener que construir una “perorata”,
en últimas estaban dispuestos a ceder en la aristocracia del color de la piel
solamente bajo la amenaza del cañón del rebelde. Había excepciones, pero
generalmente los anticolonialistas lo siguieron en estas visiones así fue-
ran o no marxistas y prácticamente no existe evidencia alguna de figuras
relevantes que tomaran en serio el lenguaje de los derechos humanos de
las nuevas Naciones Unidas19.
El caso de las negritudes francesas es quizá sutilmente diferente en la
medida en que algunos de sus partidarios estuvieron dispuestos a sostener
alguna esperanza en la inmediata posguerra, luego de la Conferencia
de Brazzaville, de una Francia que finalmente pudiera incluirlos como
iguales. Por consiguiente, en ocasiones, la gran tradición francesa de los
droits de l’homme, incluso en los textos más viscerales, fue vista como si
se hubiera pervertido y no como una falacia. “Esta es la gran reserva que
tengo contra el seudohumanismo” escribió el poeta de Martinica Aimé
Césaire en su clásico Discurso contra el colonialismo de 1950: “durante
demasiado tiempo ha menospreciado a los derechos del hombre, a punto
que el concepto de esos derechos ha sido —y aún hoy lo es— limitado y
fragmentario, incompleto y sesgado, y aparte de todo eso, sórdidamen-
te racista”. El trasfondo importaba. Esta propuesta por un humanismo
alternativo se había originado en un diálogo con el proyecto de reforma
colonial de entreguerras y desde un principio, para Césaire tal como para
Léopold Sédar Senghor, no necesariamente llevaba a una autonomía so-
berana. El fundador de la negritud abogaba por una visión inspiradora en

18
El texto está publicado en Rachel Murray, Human Rights in Africa: From the OAU to the African
Union (Cambridge: Cambridge University Press, 2004), 271.
19
C. L. R. James, The Black Jacobins: Toussaint L’Ouverture and the San Domingo Revolution, (New
York: Vintage Books, 1963), 24, 116, 139.

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Samuel Moyn 111

la que un regreso y un renacimiento de la particularidad colonial contri-


buirían, en lugar de interferir, con una civilización universal que merecía
ese nombre. A lo largo de los cincuenta, Senghor esperó que Francia lo
proveyera, sin embargo, ni Césaire ni Senghor siquiera se refirieron a los
derechos humanos de la escena internacional20. Más adelante, luego de
la independencia senegalesa, el punto más importante del pensamiento
de Senghor, tal como el de muchos otros, fue el desarrollo de un socia-
lismo africano no comunista21. La infiltración general del marxismo
en el anticolonialismo, el cual aumentó luego de mediados de los años
sesenta, no cambió esta dinámica excluyente y en cambio prevaleció
un autonombrado “humanismo” tolerante con la violencia. Para Frantz
Fanon era una “cuestión de empezar una historia del hombre que tome
en cuenta al mismo tiempo las tesis, algunas veces prodigiosas, sostenidas
por Europa”. Pero los derechos humanos no fueron invocados como parte
de esa historia —mucho menos como un principio central—22.
Había una razón igualmente importante para que el lenguaje de los
derechos humanos que había aparecido durante la guerra y la posguerra
fracasara en restructurar la imaginación anticolonial: las Naciones Unidas,
lejos de ser un lugar de discusión para una nueva y liberadora serie de princi-
pios, apareció como si se hubiera inicialmente formado uniendo esfuerzos
para el intento de reimponer el orden colonial después de la guerra. “Es
importante recordar que Dumbarton Oaks”, los primeros documentos
donde se planeó la organización, “deja a 750.000.000 de seres humanos
por fuera de la organización de la humanidad”, comentó amargamente el
anticolonialista afroamericano W. E. B. Du Bois en la primavera de 194523.
Como si la Carta del Atlántico no hubiera existido, esos documentos de he-
cho no mencionaban siquiera la autodeterminación. A pesar de intentarlo,

20
Aimé Césaire, Discourse on Colonialism (New York: Monthly Review Press, 1972), 15. Cf. Léopold
Sédar Senghor, “L’Unesco”, en Négritude et humanisme (Paris: Éditions du Seuil, 1964); o “La
Négritude est un humanisme du XXe siècle”, en Négritude et civilisation de l’universel (Paris: Seuil,
1977). Para un contexto, véase Gary Wilder, The French Imperial Nation-State: Negritude and Colonial
Humanism between the World Wars (Chicago: The University of Chicago Press, 2005).

21
Por ejemplo, el Senegal de Senghor fue anfitrión de una conferencia en Dakar en enero de 1976
sobre Namibia, donde su inspirador Kéba M’baye invocó la “civilización de lo universal” como
el fundamento para cuestionar el ilegal protectorado surafricano sobre la base del anticolo-
nialismo y los derechos humanos. Véanse las discusiones y la Declaración de Dakar en Revue
des droits de l’homme 9, n.° 2-3 (1976).
22
Frantz Fanon, Los condenados de la Tierra, (México: Fondo de Cultura Económica, 1965), 160.
23
W. E. B. Du Bois, “750,000,000 Clamoring for Human Rights”, New York Post, mayo 9, 1945,
disponible también en Writings by W. E. B. Du Bois in Periodicals Edited by Others, ed. Herbert
Aptheker, 4 vols. (Millwood: Kraus Thomson, 1982), 4: 2-3. Véase también Du Bois, “The Colonies
at San Francisco”, Trek (Johannesburgo), abril 5, 1946, en Writings by W. E. B. Du Bois in Periodicals
Edited by Others, ed. Herbert Aptheker, 4 vols. (Millwood: Kraus Thomson, 1982), 4:6-8.

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112 La última utopía

los anticolonialistas no modificarían la complicidad de la organización con


el colonialismo, tal como ocurrió en las formulaciones iniciales.
Hubo agitación para hacerlo. Especialmente después de la época
de Yalta los Estados Unidos se adhirieron a la restrictiva interpretación
británica de la Carta del Atlántico. Sin embargo, las discusiones de alta
política no se enfocaron en terminar por completo con el colonialismo.
En su lugar, hubo debates sobre los términos exactos de la reinvención del
sistema de mandatos de la Liga de las Naciones, siendo la pregunta clave si
la supervisión internacional cubriría todas las áreas del mundo o si dicha
supervisión tendría dientes24. En términos generales estos intentos fallaron,
restringiendo drásticamente el cubrimiento del sistema fiduciario y, dentro
de ello, reinstalando, aunque no de manera absoluta, una débil autoridad
de supervisión típica de la comunidad internacional durante la época de
la Liga de las Naciones. Solamente la décima parte de los sujetos coloniales
al momento de la cumbre del imperialismo de posguerra estaban bajo una
autoridad derivada de una administración fiduciaria e incluso entonces,
tal como lo esquematizaban los capítulos XII y XIII de la Carta de la ONU,
el principal objetivo de la organización en el sentido de preservar la paz
estuvo por encima de la “confianza sagrada” que los países más avanzados
supuestamente tendrían en los intereses de las poblaciones coloniales, lo
cual no incluía ninguna obligación definitiva de ir hacia la independen-
cia25. Comparado con las propuestas de Dumbarton Oaks, el concepto de
autodeterminación sí entró en la Carta de la ONU un par de veces, pero
solamente en una forma retórica y subsidiaria (también fue en este punto
que los derechos humanos entraron, aunque como mero adorno). New
Africa, el boletín mensual del Consejo de Asuntos Africanos, liderado por
Paul Robeson, relató con resignación el final de la reunión de San Francisco
en la que se firmó la Carta de la ONU: “La esperanza y fe que los pueblos

24
Véase Louis, Imperialism at Bay, partes III-IV y Gordon W. Morrell, “A Higher Stage of
Imperialism? The Big Three, the UN Trusteeship Council, and the Early Cold War”, en R. M.
Douglas et al., eds., Imperialism on Trial: International Oversight of Colonial Rule in Historical
Perspective (Lanham: Lexington Books, 2006).
25
En todo caso, a diferencia del Capítulo XI, la “Declaración relativa a territorios no autónomos”,
el camino de la administración fiduciaria al menos abría un prospecto con su lenguaje del
artículo 76: “a la luz de su desarrollo progresivo hacia el gobierno propio o la independencia,
teniéndose en cuenta las circunstancias particulares de cada territorio y de sus pueblos”. Para
un análisis de la figura, véase Harold Karan Jacobson, “The United Nations and Colonialism:
A Tentative Appraisal”, International Organization 16, n.° 1 (invierno, 1962), 45. La literatura
sobre la administración fiduciaria es sorprendentemente escasa, pero véase William Bain,
Between Anarchy and Society: Trusteeship and the Obligations of Power (Oxford: Oxford University
Press, 2003), 108-14 sobre la Carta del Atlántico. Sobre los desarrollos procedimentales sobre
los territorios no autónomos, véase Yassin El-Ayouty, The United Nations and Decolonization:
The Role of Afro-Asia (The Hague: Martinus Nijhoff, 1971).

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Samuel Moyn 113

de África tenían en los Estados Unidos cuando Roosevelt estaba vivo está
ahora en un punto bajo”26.
En consecuencia, si las Naciones Unidas tuvieron un impacto fuer-
te en la descolonización ello no fue gracias a su diseño. Sin embargo,
la descolonización afectó poderosamente a la organización cuando los
“años de dominación occidental” de la ONU dieron paso a la “era de la
descolonización”27. Sin lugar a dudas, el primer gran signo de las cosas que
vendrían fue la petición de India a la Asamblea General en 1946 en la que
se quejaba de la discriminación racial en Suráfrica contra ciudadanos de
origen indio28. Claramente construida como una apelación a los principios
contenidos en los derechos humanos de la ONU (incluso antes de que
fueran formulados de manera precisa), el debate en la Asamblea General
eventualmente giró en torno al principio más específico de antirracismo y
antidiscriminación —a punto de restringir el principio de no interferencia
con la soberanía estatal a crímenes que solamente podían ser cometidos
por naciones colonialistas—29. Tal como ocurrió en lo que más tarde fue
la Conferencia de Bandung, la versión dominante del anticolonialismo
contemplaba la interferencia con la soberanía solamente contra el impe-
rialismo de los hombres blancos30. Una resolución sometida por Francia y
México para mejorar la situación por poco no es aprobada. Fue aprobada
luego de las objeciones del primer ministro surafricano Jan Smuts, quien
estaba sorprendido de ver el internacionalismo liberal que había promo-
vido desde hace tiempo, en el preámbulo de la Carta de la ONU que había
escrito, era usado ahora en contra de su país. Este fue el primer paso en el
largo proceso que resultó en la marginalización y aislamiento de Suráfrica

26
Citado en Martin Duberman, Paul Robeson: A Biography (New York: Ballantine, 1989), 297.

27
Estos son los subtítulos de Evan Luard, A History of the United Nations, 2 vols. (New York: St.
Martin’s Press, 1982, 1989), cubriendo los periodos de 1945 a 1955 y de 1955 a 1965, respec-
tivamente. Cf. Jacobson, “The United Nations” y David W. Wainhouse, Remnants of Empire:
The United Nations and the End of Colonialism (New York: Harper & Row, 1964).
28
Estos eventos están bien explorados en un par de artículos de Lorna Lloyd: “‘A Family Quarrel’:
The Development of the Dispute over Indians in South Africa”, Historical Journal 34, n.° 3
(1991): 703-25 y “‘A Most Auspicious Beginning’: The 1946 United Nations General Assembly
and the Question of the Treatment of Indians in South Africa”, Review of International Studies
16, n.° 2 (abril, 1990): 131-53. Véase también Mark Mazower, No Enchanted Palace: The End of
Empire and the Ideological Origins of the United Nations, cap. 4 (Princeton: Princeton University
Press, 2009).
29
Compárese el primer debate en una sesión conjunta de los comités primero y sexto con el
debate en la plenaria: ONU, Documento A/C.1&6/SR.1-6 (1946) y A/ PV.50-52 (1946). Carlos
Rómulo, por ejemplo, hablo en los dos debates defendiendo las preocupaciones de India:
A/C.1&6/SR.3 (1946), 29-30, y A/PV.51 (1946), 1028-30.
30
Compárese con el excelente estudio, a pesar de su errado capítulo conclusivo, de Marilyn Lake
y Henry Reynolds, Drawing the Global Colour Line: White Men’s Countries and the International
Challenge of Racial Equality (Cambridge: Harvard University Press, 2008).

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114 La última utopía

en virtud de su apartheid de la posguerra31. Estos acontecimientos que an-


ticipaban estos desarrollos eran menores antes de la debacle.
Si el anticolonialismo prevaleció de manera tan rápida y se convirtió
en algo sorpresivo, ello no fue gracias a los procesos de la ONU. Hubiera
sido imposible preverlo en 1945 o incluso en los brutales años de pos-
guerra cuando la redacción de la Declaración era un acontecimiento que
palidecía si se comparaba con la reimposición mundial de los imperios. La
represión británica de la insurrección en Malasia sería el modelo a seguir
por otros países, de hecho, por los Estados Unidos en Vietnam. Pero el
éxito británico no fue la regla. La regla fue la victoria anticolonial a través
de la fuerza de las armas o en independencias negociadas de los territorios
coloniales. La era de los “nuevos Estados” había empezado. Fue en la ONU,
y abrumadoramente allí, que ocurrió un cruce entre el anticolonialismo y
los derechos humanos. Sin embargo, en sus líneas más importantes, aquel
fue fiel a la prioridad occidental del Estado nación como el principal lugar
de disputa por los derechos.
En el momento de votar la Declaración Universal en 1948, cincuenta
y ocho Estados eran miembros de la ONU, un número que aumentaría en
unos pocos años hasta el punto que un bloque afroasiático en la Asamblea
General podía ganarle a los potencias del primer mundo con la ayuda de
los soviéticos. Luego de otros pocos años (de manera más notable después
de 1960, cuando dieciséis naciones africanas entraron a la organización) lo
podían hacer sin ayuda alguna. En veinte años, el número de seres huma-
nos bajo algún gobierno colonial declinó de 750 millones a menos de 40
millones. A pesar de que esta transición hubiera sido impredecible en 1945,
diez años más tarde los observadores en las grandes potencias entendieron
que el anticolonialismo tendría sin duda efectos. Luego de Bandung, en
donde los representantes de tantos pueblos excluidos estuvieron presentes,
las consecuencias ulteriores ya podían perfilarse. Un deprimido analista
británico predijo que las nuevas naciones independientes
usarían el éxito de la conferencia como un mecanismo para afirmar el
punto de vista árabe-asiático y reclamar que los países de Bandung tenían
el derecho a una participación mucho más grande en la autoridad del
mundo (representada en la ONU) que la que tenían cuando se fundaron
las Naciones Unidas.32

31
Asamblea General de la ONU, Resolución No. 44 (I), diciembre 8, 1946. El asunto de África
suroccidental también fue algo significativo. Véase por ejemplo R. B. Ballinger, “UN Action
on Human Rights in South Africa”, en Evan Luard, ed., The International Protection of Human
Rights (London: Thames and Hudson, 1967).
32
Citado en Ampiah, The Political and Moral Imperatives, 147. Para algunos análisis específicos
que he utilizado sobre la penetración de la autodeterminación en la política de la ONU, véase
Benjamin Rivlin, “Self-Determination and Colonial Areas”, International Conciliation, 501

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Samuel Moyn 115

Si dicho derecho significaba el desarrollo de algo llamado derechos


humanos, estaba subordinado —o al menos era equivalente— a la auto-
determinación. Podría parecer significativo que en un principio no había
casi una conexión doctrinal u organizacional en la ONU entre derechos
humanos como proyecto y las áreas que soportaban la subordinación co-
lonial como problema. Sin embargo, la presión —y poco a poco la accesión
continuada— de nuevas naciones cambió por completo este panorama. En
un periodo de tiempo sorprendentemente corto, la ONU pudo moverse de
considerar seriamente que los territorios coloniales (tanto quienes estaban
bajo el sistema fiduciario como quienes no tenían gobiernos autónomos)
debían ser cobijados por el proyecto de las “convenciones de derechos
humanos” a considerar el derecho de autodeterminación de los pueblos
como el primer derecho humano en esos proyectos. Estos debates, que
fundamentalmente transformaron íntegramente el significado de los
derechos humanos en la ONU, deben examinarse con más detalle.
En octubre de 1950, el Comité para los Asuntos Sociales, Humanita-
rios y Culturales de la Asamblea General —el Tercer Comité— se reunió
para considerar si los poderes colonialistas podían comprometerse vo-
luntariamente a respetar los derechos humanos en un hipotético tratado
internacional, sin temor a que esto aumentara los fundamentos sobre los
cuales la ONU podría interferir en sus asuntos. Para el representante belga,
las normas de derechos humanos
presuponían un alto grado de civilización, [y] eran frecuentemente
incompatibles con las ideas de pueblos que aún no habían alcanzado
un alto grado de desarrollo. Al imponer esas reglas inmediatamente a
ellos, se corría el riesgo de destruir la propia base de su sociedad. Sería un
exabrupto llevarlos repentinamente al punto en el que se encuentran las
naciones civilizadas del presente, el cual ha sido alcanzado luego de un
largo periodo de desarrollo.33

René Cassin y Eleanor Roosevelt —íconos del momento de los dere-


chos humanos en los inicios de las Naciones Unidas— estaban de acuerdo
con esta postura, hablando como normalmente lo hacían a nombre de los
gobiernos franceses y estadounidenses. Pero esta propuesta de mantener

(enero, 1955): 193-271; Muhammad Aziz Shukri, The Concept of Self-Determination at the
United Nations (Damascus, 1965) y Rupert Emerson, “Self-Determination”, American Journal
of International Law 65, n.° 3 (julio 1971): 459-75. Para mayors efectos sobre la organización,
véase D. N. Sharma, The Afro-Asian Group in the United Nations (Allahabad: Chaitanya Pub,
1969); David A. Kay, “The Politics of Decolonization: The New Nations and the United Nations
Political Process”, International Organization 21, n.° 4 (otoño, 1967): 786-811; y Kay, The New
Nations in the United Nations, 1960-1967 (New York: Columbia University Press, 1970).

33
ONU, Documento A/C.3/SR.292 (1950), 133.

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116 La última utopía

la aplicabilidad de un derecho de los derechos humanos fuera de los terri-


torios imperiales no vio la luz del día.
Mientras tanto, el mismo año, la Asamblea General aprobó una reso-
lución de Afganistán y Arabia Saudita en el sentido de que la Comisión de
Derechos Humanos explorara cómo podía tomarse más en serio la auto-
determinación luego de haberla rechazado en el periodo de posguerra34.
La idea de que el derecho a la autodeterminación de los pueblos debía
incluirse en los aspectos más sustanciales de la Convención, a pesar de no
haber figurado en la Declaración Universal, ocasionó un debate sensa-
cional, primero en el Tercer Comité a finales de 1951 y luego en la sesión
plenaria de la Asamblea a principios de 1952. El delegado belga, Fernand
Dehousse, manifestó su objeción y preocupación sobre la “multiplicación
de las fronteras y barreras entre las naciones”, siendo la autodeterminación
un artefacto del liberalismo económico del siglo XIX, que ahora debía ser
sobrepasada por “la idea de la solidaridad internacional”35. La inclusión de
la autodeterminación, sostenía, no podía usarse simplemente para anotar
puntos en contra de los poderes coloniales. Abdul Rahman Pazhwak de
Afganistán respondió molesto sobre este punto que él y otros que apoyaban
la autodeterminación como un derecho “no querían dar lecciones a nadie;
era la historia la principal maestra”, la que enseñaba sobre todo “que bajo
el gobierno de las potencias que se proclamaban como los maestros que
aleccionarían a todos los demás, el mundo había conocido la opresión,
agresión y el derramamiento de sangre”36. La autodeterminación, insistía
Kolli Tamba de Liberia, “era un derecho esencial y estaba por encima de
todos los demás derechos”37. En la sesión plenaria, justo antes de votar, el
representante saudí, Jamil Baroody, dio un largo y apasionado discurso
para que fuera el derecho primordial:
Mucha agua, por decirlo de algún modo, ha corrido debajo de este puente
desde que se solicitó la inserción de un artículo sobre la autodeterminación
en la Convención. El angustioso grito por la libertad y la liberación del
yugo extranjero en muchas partes del mundo se ha alzado a un tono muy
alto para que incluso quienes se han visto forzados a tapar sus oídos con
los copos de algodón de la conveniencia política no pueden negar que lo
oyen. Tampoco quienes hasta ahora han cubierto sus ojos del amanecer
de un nuevo día a favor de quienes claman la libertad pueden pretender
que la noche no ha terminado y que la oscuridad aún reina. […] La pre-
sión sobre las puertas de la libertad se ha incrementado y millones de
personas tratando de abrirlas han sido apartadas con bayonetas, tanques y

34
Asamblea General de la ONU, Resolución No. 421(V), diciembre 4, 1950.
35
ONU, Documento A/C.3/SR.361 (1951), 84.
36
ONU, Documento A/C.3/SR.362 (1951), 90.
37
ONU, Documento A/C.3/SR.366 (1951), 115.

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Samuel Moyn 117

ametralladoras. Tan grande ha sido la presión que quienes están en primera


fila han caído como mártires de la libertad, mientras que miles han sido
arrestados y sufren en la profundidad de las prisiones y miles más viven
escondidos […]. Lo que pedimos es que la gente que vive en los territorios
que carecen de autogobierno sea libre. No pueden disfrutar ningún dere-
cho humano a menos de que sean libres y es en un documento como la
convención que se debe proclamar la autodeterminación.38

La Asamblea General aprobó la directiva para incluir en la formulación


de las convenciones de derechos humanos el artículo que señala que “todos
los pueblos tienen el derecho a la autodeterminación”. Una versión de esto
aún se encuentra hoy en el mismo sitio: es el primer derecho en los dos
documentos internacionales más importantes que protegen las libertades
civiles y políticas y aquel que ofrece protecciones sociales y económicas39.
Si uno decide celebrar o lamentar este importante día, la restauración
de los derechos humanos hacia el principio de la autodeterminación
resaltó el hecho de que era necesario fundamentarlos en primer lugar en
la colectividad y la soberanía. Mientras que tratar la autodeterminación
como una premisa para evadir el debate sobre otros derechos en la ONU
no era algo que se derivara necesariamente de su desarrollo teórico, ello
ocurrió en la práctica. Por encima de todo, integraba los derechos en un
compromiso con la soberanía colectiva que más tarde parecería ser la propia
barrera que el concepto de los derechos humanos intentaba trascender.
Así, en los sesenta, Louis Henkin, un profesor de la Escuela de Leyes de la
Universidad de Columbia que más tarde sería un promotor de los derechos
humanos, simplemente denunciaba su interpretación de la posguerra
como “un arma adicional en contra del colonialismo”40. Para ese momento,
sin embargo, tal como lo mencionaba otro crítico, la autodeterminación
se había convertido en “la palabra clave que todos debían pronunciar para


38
ONU, Documento A/PV.375 (1952), 517-18.

39
Asamblea General de la ONU, Resolución n.° 545(VI), febrero 5, 1952. La resolución también
hacía un llamado por una convención que dispusiera “que todos los Estados, incluso los que
tienen la responsabilidad de administrar territorios autónomos, deben fomentar el ejercicio de
ese derecho”, lo cual en efecto, aunque extraoficialmente, planteaba una revisión del Capítulo
XI de la Carta. Incluso hasta la década de los setenta, los principales abogados internaciona-
listas podían atacar este cambio retroactivo como una revisión ilegítima de la Carta por fuera
de sus propios procedimientos de reforma. Véase Leo Gross, “The Right of Self-Determination
in International Law”, en Martin Kilson, ed., New States in the Modern World (Cambridge:
Cambridge University Press, 1975). Para el aún vigente debate sobre la autodeterminación y
los derechos ante la ONU, véase Roger Normand y Sarah Zaidi, Human Rights at the UN: The
Political History of Universal Justice (Bloomington: Indiana University Press, 2008), 212-24.

40
Louis Henkin, “The United Nations and human rights”, International Organization 19, n.° 3,
504-517 (Cambridge: Harvard University Press, 1965).

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118 La última utopía

identificarse a sí mismos con los virtuosos”41. En la medida en que nuevos


Estados se unieron, un observador de estos últimos acontecimientos se
quejó de que la preocupación de la ONU con los derechos humanos no
eran sino “otro vehículo para avanzar [el] ataque contra el colonialismo y
otras formas asociadas de discriminación racial”42.
De manera más obvia, la Declaración sobre la Concesión de Indepen-
dencia a los Pueblos de los Países Coloniales de 1960 confirmó la equiva-
lencia entre los derechos humanos y la autodeterminación. De acuerdo
con dicho texto, “la fe en los derechos humanos fundamentales” significa
el “derecho inalienable a una completa libertad” de “todos los pueblos”.
Su significado fundamental fue hacer de la ONU un novedoso y llamativo
espacio para la lucha contra el imperio. “El sistema colonial […] es ahora
un crimen internacional”, señalaba el gran opositor a la dominación por-
tuguesa en Guinea, Amílcar Cabral. “Nuestra lucha ha perdido su carácter
estrictamente nacional y se ha desplazado al ámbito internacional”. De
forma dramática, esta elevación del anticolonialismo al nivel de institucio-
nes internacionales coincidió con la masacre de Sharpeville en Suráfrica,
la cual elevó la estigmatización del país y llevó a un número significativo
de resoluciones de la ONU basadas en los derechos humanos43.
Estas resoluciones y otros eventos similares muestran que los derechos
humanos fueron definidos en el marco del antirracismo y, de manera más
general, por el anticolonialismo, marcando así un cambio de rumbo res-
pecto a los enredos que tenía el concepto de derechos humanos durante
el momento de posguerra. De hecho, incluso mientras la Angola portu-
guesa fue el foco de una atención inmediata, la India citó la declaración de
1960 explícitamente en su propia invasión de diciembre de 1961 a la Goa

41
Vernon Van Dyke, Human Rights, the United States, and the World Community (Oxford: Oxford
University Press, 1970), 77.
42
Kay, New Nations, 87; cf. Kay, “The Politics of Decolonization”, 802. Véanse también muchos
de los análisis en Hedley Bull y Adam Watson, eds., The Expansion of International Society
(Oxford: Oxford University Press, 1984), véase en especial “The Revolt against the West”, de
Bull y “Racial Equality”, de R. J. Vincent.
43
Asamblea General de la ONU, Resolución n.° 1514 (XV), diciembre 14, 1960; Amílcar Cabral,
“Anonymous Soldiers for the United Nations” (diciembre, 1962), en Revolution in Guinea: Selected
Texts, Richard Handyside ed., (New York: Monthly Press, 1969), 50-51. Después de Sharpeville,
véase Asamblea General de la ONU, Resolución n.° 1598 (XV), abril 15, 1961, aprobada sola-
mente con el voto negativo de Portugal; y después la Resolución 1663 (XVI), noviembre 28,
1961; la 1881 (XVIII), octubre 11, 1963; y la 1978 (XVIII), diciembre 17, 1963. Para comentarios,
véase Ballinger, “UN Action”, en Moses E. Akpan, African Goals and Diplomatic Strategies in the
United Nations (North Quincy: The Christopher Publishing House, 1976) y Audie Klotz, Norms
in International Relations: The Struggle against Apartheid (Ithaca: Cornell University Press 1995),
44-55. Por los mismos años también hubo resoluciones sobre la ya larga disputa de África
suroccidental y la sorprendente decisión de la Corte Internacional de Justicia en el sentido
de que otros países africanos no tenían la capacidad legitimación para elevar una acción ante
la Corte en el asunto.

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Samuel Moyn 119

portuguesa. En 1962, explicando cómo rendir un homenaje de la mejor


manera a los primeros quince años de la Declaración Universal, la Asam-
blea General aprobó una resolución atando explícitamente la celebración
del avance de los derechos humanos con el logro de la independencia
frente al gobierno colonial: definió la esperanza para la futura realiza-
ción de los derechos humanos como otro “decisivo paso adelante hacia
la liberación de todos los pueblos”. La Declaración sobre la Eliminación
de Toda Forma de Discriminación Racial fue proclamada bajo el mismo
espíritu al año siguiente, con una convención que le siguió dos años más
tarde —la convención se aprobó el mismo día que la Declaración sobre la
Inadmisibilidad de la Intervención en los Asuntos Internos de los Estados
y Protección de su Independencia y Soberanía con una notable referencia
a la autodeterminación—44.
Estas declaraciones se convirtieron en puntos focales e imaginarios
dominantes para las actividades de los derechos humanos en las Naciones
Unidas en una amplia alteración de los arreglos institucionales originales.
De esta aproximación también se derivaron discusiones sin fin, siendo
Suráfrica y (más adelante) Israel los frecuentes objetos de atención. Si típi-
camente esto no tuvo consecuencias obvias más allá del funcionamiento de
la organización, esta transformación sí rompió el punto muerto producto
de la Guerra Fría al permitir que los derechos humanos continuaran siendo
un proyecto de carácter jurídico con los auspicios de la ONU. Entre 1961
y 1966, el Consejo Económico y Social decidió prácticamente doblar el
tamaño de la Comisión de Derechos Humanos. La finalización de las con-
venciones de derechos humanos ocurrió en 1966 gracias al papel transfor-
mador de los nuevos Estados45. Algo más inmediatamente significativo, sin
embargo, fue la nueva maquinaria para considerar violaciones “groseras”
a los derechos humanos que se desarrollaron en esa misma era, al igual
que la derogación de la regla que no permitía a la Comisión de Derechos
Humanos escuchar peticiones individuales. Pero como el trabajo selectivo
de esta comisión iba a mostrar inmediatamente, el anticolonialismo en el
espacio de la ONU todavía daba prioridad a la soberanía —conectada con
el internacionalismo subalterno, y por ende, solamente posible de sostener

44
Asamblea General de la ONU, Resolución n.° 1775 (XVII), diciembre 7, 1962; 1904 (XVIII),
noviembre 20, 1963; 2106A (XX), diciembre 21, 1965; y 2131 (XX), diciembre 21, 1965.

45
Los derechos fueron considerablemente socavados en el último momento al revisarse las dispo-
siciones sobre su implementación, aunque una coalición de países asiáticos y africanos también
introdujo el Protocolo Facultativo a la convención sobre derechos civiles y políticos que pretendía
permitir las peticiones individuales. Véase por ejemplo “Notes on the Early Legislative History
of the Measures of Implementation of the Human Rights Covenants”, en Mélangesofferts à Polys
Modinos: Problèmes des droits de l’homme et de l’unification européenne, ed. Egon Schwelb (Paris, 1968)
y Samuel Hoare “The United Nations and Human Rights: A Brief History of the Commission on
Human Rights”, Israel Year Book of Human Rights, 1 (1971): 29-30.

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120 La última utopía

en causas antirracistas— a punto de que aún definía lo que podían ser los
alcances de los derechos humanos46. Si los derechos humanos tuvieron un
alcance más allá de la ONU en esta era, ello fue, sin embargo, solamente
en este sentido de la redefinición: Malcolm X, el activista afroamericano,
brinda un ejemplo excelente a este respecto.
Si la lucha afroamericana contra la subordinación se entiende mejor
en un trasfondo anticolonial e internacionalista, debemos reconocer lo
extraño y la complejidad de su relación con los derechos humanos. Aho-
ra se sabe que durante el periodo de entreguerras los afroamericanos de
izquierda, frecuentemente en redes con otros en el extranjero, conectaron
sus luchas con los marcos generales de la agenda anticolonialista, enten-
diendo que la lucha contra el régimen legal discriminatorio, denominado
Jim Crow, debía estar íntimamente relacionada con la emancipación de las
gentes negras alrededor del mundo. La generosa imaginación de W. E. B.
Du Bois acerca de la emancipación global databa de mucho tiempo atrás,
al menos desde principios del siglo XX, gracias a su visión genérica de que
la segregación racial que había sucedido a la abolición de la esclavitud en
los Estados Unidos —la famosa color line— era el problema fundamental
de la época. Tres años después de la publicación de su Souls of Black Folk
(1903), ya podía afirmar: “La color line rodea al mundo”47. A pesar de que
esa solidaridad extensiva creció lentamente en los años de entreguerras,
la Segunda Guerra Mundial le dio una mayor relevancia y popularidad. En
particular, los afroamericanos compartían el notable entusiasmo que la
Carta del Atlántico disparó alrededor del mundo; solo unos pocos de ellos
veían cómo la cruzada contra la tiranía de Hitler podía permitir la super-
vivencia del racismo institucionalizado en otros lugares del planeta48. En
su regreso a la NAACP (siglas en inglés para la Asociación Nacional para el
Avance de las Personas de Color) en 1944, luego de diez años de ausencia,

46
Sobre violaciones masivas y, unos años más tarde, sobre el procedimiento formal para solicitar
una investigación, véase ESC Res. 1235 (XLII) (1967) y Res. 1503 (XLVII) (1970); cf. Schwelb,
“Complaints by Individuals to the Commission on Human Rights: Twenty-Five Years of an
Uphill Struggle (1947-1971)”, International Problems n.° 13, 1-3 (enero 1974): 119-39; y para un
estudio de los resultados del llamado procedimiento 1503, véase Ton J. M. Zuijdwijk, Petitio-
ning the United Nations: A Study in Human Rights (New York: St. Martin’s Press, 1982). Para un
panorama más amplio, y especialmente sobre la Subcomisión para la prevención de la Discri-
minación de la Comisión de Derechos Humanos, véase Jean-Bernard Marie, La Commission
des droits de l’homme de l’ONU (Paris: Pedone, 1975), Moses Moskowitz, The Roots and Reaches
of United Nations Actions and Decisions (Alphen aan den Rijn: Sijthoff & Noordhoff, 1980) y
Howard Tolley, The United Nations Commission of Human Rights (Boulder: Westview Press, 1987).
47
Este es el título del artículo reimpreso en Bill V. Mullen y Cathryn Watson, eds., W. E. B. Du
Bois on Asia: Crossing the World Color Line (Jackson: University of Mississippi Press, 2005).
48
Véase el cuidadoso estudio de las respuestas a la Carta del Atlántico en Race against Empire:
African-Americans and Anticolonialism, ed. Penny M. von Eschen (Ithaca: Cornell University
Press, 1997), 25-28.

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Samuel Moyn 121

Du Bois se comprometió a revivir el panafricanismo y lo puso como un


asunto prioritario en su agenda para coaccionar a los estadounidenses en-
cargados de dar forma a las Naciones Unidas para que revisaran el cinismo
de las grandes potencias (y su aparente neocolonialismo) que era notorio
en los documentos de Dumbarton a la luz de las promesas iniciales de la
Carta del Atlántico. La NAACP hizo de esto su preocupación más relevante.
Siendo un disidente dentro de la NAACP, chocando siempre con sus
líderes más moderados (especialmente con su enemigo más frecuente,
Walter White), Du Bois tuvo suerte en estos años de que los objetivos de la
organización que él había ayudado a fundar décadas antes coincidía con
su propio proyecto por un breve periodo de tiempo, antes de que la Guerra
Fría los separara nuevamente. Du Bois continuó sus actividades caracte-
rísticas: molesto por los acuerdos de Dumbarton y motivado a escribir un
libro sobre los problemas coloniales, redactó su extraordinario libro Color
and Democracy en unos pocos meses entre finales de 1944 y principios de
1945; también organizó la Conferencia Colonial de Harlem durante esa
primavera y asistió más tarde en el otoño siguiente al Congreso Panafricano
en Manchester como el miembro de su movimiento e historiador más
veterano49.
Por supuesto, la adhesión de la causa afroamericana a la liberación
anticolonial propuesta por Du Bois —al igual que su turbulenta relación
con los superiores de la NAACP— nunca fue obvia ni fácil. De hecho, los
derechos humanos emergieron en su pensamiento solamente cuando
este balance fue imposible de sostener. En un principio sostuvo objetivos
anticoloniales más amplios al participar unos años antes de San Francisco,
durante la propia reunión, en agitaciones que procuraban la revisión de
los documentos de Dumbarton. En un artículo de la primavera de 1945 en
el New York Post, Du Bois propuso una afirmación simple sobre la igualdad
de razas y el final del colonialismo. En Color and Democracy, sin embargo,
estratégicamente enmarcó sus argumentos no en términos de derechos
humanos (una frase que no había usado en su ya larga carrera para ese
entonces) sino como una obligación subordinada a la organización de la
paz y moderó su llamado a la liberación colonial para recomendar la fun-
dación de una comisión para las administraciones fiduciarias con el fin
de supervisar todas las posesiones coloniales, con el objetivo explícito de


49
Du Bois, ed., Color and Democracy: Colonies and Peace (New York: Harcourt 1945), así como “The
Negro and Imperialism” (1944) y “The Pan-African Movement” (su discurso en Manchester
comentando conferencias previas) ambos en Philip S. Foner, ed., W. E. B. Du Bois Speaks: Essays
and Addresses 1920-1963, (New York: Pathfinder, 1970). Al respecto de todo esto, véanse los
primeros capítulos de Gerald Homne, Black and Red: W. E. B. Du Bois and the Afro-American
Response to the Cold War, 1944-1963, (Albany: State University of New York Press, 1986).

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122 La última utopía

preparar a “las razas atrasadas de la humanidad” para la posterior indepen-


dencia50. Mientras que la NAACP podía haberse reunido con algunos otros
grupos para incentivar la inclusión de los derechos humanos en la Carta
de la ONU, luego de su ausencia en los proyectos de Dumbarton parece
claro que el propio Du Bois estaba en una etapa en la que su preocupación
era la introducción del principio de la eventual soberanía para los sujetos
coloniales en el documento fundacional de la nueva organización mun-
dial —lo cual no se materializó—51.
Fue en una segunda etapa, dieciocho meses más tarde, que Du Bois
empezó a organizar y a construir una “Apelación al mundo”, presentando
la subordinación afroamericana como una violación a los derechos huma-
nos. La idea de hacerlo se había originado con Max Yergan, el presidente
comunista del National Negro Congress (NNC), quien estaba impactado
por las posibilidades abiertas gracias al ejemplo de la resolución de la ONU
de 1946 que se centraba en los indios de Suráfrica. Mientras que la NNC
colapsaba, Walter White, a pesar del sutil desacuerdo de Roy Wilkins,
consideró que elaborar una solicitud semejante para la NAACP podía ser
algo más que un “acto de publicidad”52. Con posterioridad, Du Bois, quien
ahora había empezado a entender los usos potenciales de la retórica de los
derechos humanos para la minorías negras dentro de los Estados (luego
de haber perdido anteriormente la batalla por el patrocinio de la ONU
para la liberación de los pueblos bajo dominación imperial), se lanzó a la
redacción de esta apelación escrita a muchas manos. Nunca fue publicada
y se entregó finalmente al funcionario de la ONU, John Humphrey durante
una reunión privada en octubre de 1947.
Para ese entonces, ya era claro que la Comisión de Derechos Humanos
—cuya primera y aún incompleta tarea era dar declaraciones ambiguas so-
bre los derechos humanos en el marco de la Carta y eventualmente a través
de una Declaración Universal— no podía actuar con base en peticiones.
Luego de que la solicitud fuera desestimada en la ONU, Du Bois, causan-
do una amarga decepción en White (quien además había confiado en el
apoyo de Eleanor Roosevelt, miembro de la Comisión), envió la petición
a algunos diarios para que la publicaran, lo cual da fe de la publicidad y

50
Du Bois, “750,000,000 Clamoring”, 3; Du Bois, Color and Democracy, 10-11, 43, 54, 73, 140-41.
51
Esta es una inferencia del material presentado en Carol Anderson, ed., Eyes Off the Prize:
The United Nations and the African American Struggle for Human Rights (Cambridge: Harvard
University Press, 2003), cap. 1. Aparte de von Eschen, Race, 74-85, véase también Daniel W.
Aldridge III, “Black Powerlessness in a Liberal Era: The NAACP, Anti-Colonialism, and the
United Nations Organization 1942-1945”, en Douglas et al., eds., Imperialism on Trial, y Marika
Sherwood, “‘There Is No New Deal for the Black Man in San Francisco’: African Attempts to
Influence the Founding Conference of the United Nations, April-July 1945”, International
Journal of African Historical Studies 29, n.° 1 (1996): 71-94.
52
Citado en Anderson, Eyes, 93.

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Samuel Moyn 123

atención minúsculas que había recibido en ese entonces. La delegación


soviética en la Comisión de los Derechos Humanos hizo algún ruido sobre
el asunto (pero, una vez más, de manera privada) en una reunión de la Co-
misión en Ginebra. Al verano siguiente, Du Bois intentó generar atención
para la petición por segunda vez, ahora durante las reuniones de la ONU
en el otoño; pero Roosevelt respondió que los negros estadounidenses
podrían “salir más beneficiados si abandonaran en el largo plazo” una
campaña fracasada en lugar de darles a los soviéticos más material para su
propaganda de Guerra Fría. Mientras tanto, el apoyo de la NAACP a favor
de un Comité Presidencial para los Derechos Civiles formado al interior
de los Estados Unidos, de lejos más prominente, hizo que esta “Apelación
al mundo” pasara a un segundo plano incluso al interior de esta organi-
zación: gracias al más notable panfleto que produjo el comité, To Secure
these Rights, la campaña de Du Bois había llegado a parecer “groseramente
obsoleta” también en el exterior. White y otros concluyeron que la mejor
forma de promover los intereses de los afroamericanos era alinearlos con
los intereses estadounidenses en la Guerra Fría y la indignación de Du
Bois fruto de estos compromisos de la NAACP lo llevó a su expulsión de la
asociación. No hay evidencia de que haya hecho comentario alguno sobre
la Declaración Universal, aprobada un año después de que había salido de
la NAACP y había seguido su camino en solitario53.
Este episodio es considerado algunas veces como una oportunidad
perdida tanto para los afroamericanos como para los Estados Unidos, pero
dicha visión es difícil de sostener. Du Bois se convirtió al lenguaje de los
derechos humanos cuando aún era ambiguo y solo por un corto periodo de
tiempo: tal como no lo había usado con anterioridad, no volvió a utilizarlo.
De forma más importante, representaba meramente una herramienta, no la
esencia de su pensamiento o activismo, incluso cuando apeló a él. Es claro
que luego de la derrota de los esfuerzos para darle mayor cabida a la política
de la autodeterminación colectiva en la Carta de la ONU, Du Bois se plegó
a los derechos humanos como segunda mejor estrategia para asegurar los
“derechos humanos de las minorías” dentro de estructuras políticas más
amplias. El título del principal artículo que escribió invocando el concep-
to, Human Rights for All Minorities, ejemplifica esta estrategia, tal como lo
hace el subtítulo del mismo, “Una declaración sobre la negación de los
Derechos Humanos de las minorías en el caso de los ciudadanos de origen
negro en los Estados Unidos y un llamado a las Naciones Unidas para una
reparación”. Una vez entró a este mundo desconocido, Du Bois se devolvió
a sus creencias anteriores: autodeterminación nacional, panafricanismo


53
Citado en Anderson, Eyes, 140; y David Levering Lewis, W. E. B. Du Bois: The Fight for Equality
and the American Century, 1919-1963 (New York: Henry Holt, 2000), 529; cf. 521-22, 528-34.

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124 La última utopía

y democracia económica dentro de una tradición comunista. La petición


solamente tuvo una efímera atención pública y el nuevo concepto de de-
rechos humanos no impactó seriamente entonces, ni en otro momento,
las aproximaciones dominantes a la subordinación afroamericana54.
Mientras la NAACP y otros aceptaban la estrategia de la Guerra Fría,
el espíritu anticolonial de la guerra y posguerra desapareció del activismo
afroamericano, permitiendo tanto la victoria de los derechos civiles como
una definición limitada de su alcance55. Dentro de las estrategias interna-
cionalistas que estaban disponibles, el moderado Ralph Bunche administró
el sistema fiduciario de la ONU por un tiempo, buscando conectar —con
poca suerte al final— una tutela de los africanos con la transición lenta y
ordenada hacia la autodeterminación, lo cual veía como un camino razo-
nable56. Sería errado y anacrónico aceptar los “derechos humanos” en el
sentido en que brevemente los promocionó Du Bois como una verdadera
alternativa histórica a estos resultados o incluso afirmar que su definición
era igual a la que es el fundamento de los usos contemporáneos. Más tarde,
en las raras ocasiones en que la frase fue usada durante la fase clásica del
movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos, como en el Alabama
Christian Movement for Human Rights del reverendo Fred Shuttlesworth,
estaban restringidos a sus significados domésticos. Después de todo, estos
eran los años en que los derechos humanos jugaban un rol poco valioso
en la formación de la imaginación anticolonial, a pesar del apoyo privado
que manifestaron Jomo Kenyatta y Nkrumah a Du Bois en su momento57.
Finalmente, incluso más adelante, cuando la estigmatizada y periférica
tradición de insertar a los afroamericanos en la lucha global contra toda
forma de colonialismo hizo un espectacular regreso a la escena a mediados
de los años sesenta, los derechos humanos volvieron solo brevemente y de

54
Du Bois, “Human Rights for All Minorities”, reimpreso en Bois Speaks, fue una charla ante la
Pearl Buck’s East and West Association de noviembre de 1945. La introducción de Du Bois a
este llamado esta reimpresa en la misma colección. Acerca de denuncias menores, véase George
Streator “Negroes to Bring Cause before U.N.”, New York Times, octubre 12, 1947; y “U.N. Gets
Charges of Wide Bias in U. S.”, New York Times, octubre 24, 1947.
55
Véase Von Eschen, Race, cap. 5 y Nikhil Singh, Black Is a Country: Race and the Unfinished Struggle
for Democracy, cap. 4, (Cambridge: Harvard University Press, 2004), también Mary Dudziak,
Cold War Civil Rights: Race and the Image of American Democracy (Princeton: Princeton University
Press, 2000), sobre los orígenes de Guerra Fría de la estrategia jurídica de la NAACP y la decisión
de Brown v. Board of Education.
56
Véase Ralph Bunche, “The International Trusteeship System”, en Peace on Earth, ed. Trygve
Lie (New York: Hermitage House, 1949), para un convincente análisis, véase Lawrence S.
Finkelstein, “Bunche and the Colonial World: From Trusteeship to Decolonization”, en
Benjamin Rivlin, ed., Ralph Bunche: The Man and His Times (New York: Holmes & Meier, 1990).
57
Sobre Shuttlesworth, véase Marjorie L. White y Andrew M. Manis, eds., Birmingham
Revolutionaries: Fred Shuttlesworth and the Alabama Christian Movement for Human Rights (Macon:
Mercer University Press, 2000).

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Samuel Moyn 125

una manera que no sobreviviría para influir en la definición construida en


sus gloriosos años setenta.
Una buena ilustración de estos hechos se puede ver en la carrera de
Malcolm X quien, luego de romper con la Nación del Islam, y especial-
mente durante su largo viaje fuera de los Estados Unidos en 1964, coqueteó
durante varios meses con los derechos humanos —pero en el sentido de
liberación colectiva de la subordinación imperial—. Ya en su histórico
discurso “The Ballot or the Bullet”, pronunciado en Cleveland en abril de
1964, opuso explícitamente los derechos civiles a los derechos humanos,
en la medida en que los primeros se restringían a luchas domésticas en el
marco de un Estado que no había querido cambiar.
En la medida en que se trate de derechos civiles— señaló— se refiere en-
tonces a la jurisdicción del Tío Sam. Pero las Naciones Unidas tienen lo
que se conoce como la carta de derechos humanos […] Los derechos civiles
quieren decir que le estamos pidiendo al Tío Sam que nos trate bien. Los
derechos humanos son algo con lo que nacimos.58

Luego de su emblemática peregrinación a La Meca, en una carta escrita


en mayo dio testimonio de que
el mundo musulmán se ve forzado a preocuparse por sí mismo, desde el
punto de vista moral de sus propios conceptos religiosos, con el hecho de
que nuestra lucha claramente envuelve la violación de nuestros derechos
humanos. El Corán obliga al mundo musulmán a fijar su posición del lado
de quienes sus derechos humanos están siendo violados.59

Pero fue sobre todo gracias a su encuentro con Nkrumah y otros líde-
res africanos, hablando en la segunda reunión de la Organización de la
Unidad Africana en nombre de su nuevo grupo, la Organización para la
Unidad Afroamericana, que los usos estratégicos de los derechos humanos


58
Malcolm X, “The Ballot or the Bullet”, en Malcolm X Speaks: Selected Speeches and Statements,
ed. George Breitman (New York: Grove Weidenfeld, 1965), 34-35; cf. “The Black Revolution”,
del mismo mes, 52.

59
Malcolm X, “Letters from Abroad”, en Speaks, 61. Es interesante que Malcolm X se quejara
de uno de los más tempranos desarrollos emotivos de lo que sería una causa central para los
derechos humanos en la década después de su muerte. “Ayer leí en los periódicos la preocu-
pación de uno de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, [Arthur] Goldberg, sobre la
violación de los derechos humanos a tres millones de judíos en la Unión Soviética. Imagínense.
No tengo nada en contra de los judíos, pero ese es su problema. ¿Cómo es posible quejarse
sobre los problemas al otro lado del mundo cuando no se han arreglado los problemas acá?
¿Cómo puede la queja de tres millones de judíos en Rusia tomarse para ser llevada a las Naciones
Unidas por un hombre que desempeña el rol de magistrado en la Suprema Corte y se supone
que es un liberal, un amigo de los negros pero no ha abierto su boca una sola vez para llevar a
las Naciones Unidas el reclamo de las personas negras en este país?” Malcolm X, “The Black
Revolution”, 55.

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126 La última utopía

le impactaron por su poder60. Al igual que con la nueva declaración de la


ONU contra el colonialismo, Malcolm X estaba claramente impresionado
por la multiplicación de actividades que siguieron a Sharpeville. Incluso
fue tan lejos que empezó a preparar, al igual que alguna vez lo había hecho
Du Bois, una petición a las ONU en nombre de los afroamericanos antes
de su asesinato en febrero de 1965. Estaba basada en una asociación ima-
ginativa y retórica de la subordinación afroamericana con el imperialismo
y como parte del panafricanismo y la filosofía revolucionaria. De forma
semejante, Martin Luther King Jr. se dedicó a posicionar los derechos
civiles dentro de un marco global en el último año de su vida invocando
ocasionalmente los derechos humanos, pagando el precio de haber sido
duramente estigmatizado61.
Estas movidas tuvieron su impacto más adelante. En 1967, luego de
que se había vuelto más militante y asociado con el black power, el Student
Non-Violent Coordinating Committee se declaró a sí mismo como una
organización de derechos humanos. Un año después, algunos atletas
afroamericanos formaron el Olympic Project for Human Rights, el cual
llevó a una de las imágenes más perdurables de los Juegos Olímpicos de
Ciudad de México: el saludo de black power de Tommie Smith parado en
el podio de la premiación. Esta extraordinaria y controvertida expresión
de los “derechos humanos”, que ocurrió el mismo año que la Conferencia
de Teherán, canalizó un espíritu completamente diferente al que iba a
prevalecer tan solo una década después y en un contexto político muy
distinto. Si los derechos humanos tal como los abanderó Du Bois en los
años cuarenta perdieron su radicalismo —no simplemente en su alcance
internacional sino en su contenido— en el marco de su preferencia por
los derechos civiles promovidos en los cincuenta y sesenta, entonces otro
tipo de movimiento ocurrió a finales de los setenta cuando los derechos
humanos retornaron a la conciencia moral. Los derechos sí lograron en-
tonces una relevancia internacional sin precedentes, pero su explosión
por esos años no conducía, como Malcolm X y King esperaban, al final de
sus días, a una resurrección de un internacionalismo negro anteriormente
reprimido. En cambio, la preeminencia de los derechos internacionales
se disparó solamente después de que una posible trayectoria transforma-
dora se cercenó para el movimiento de derechos civiles estadounidense a

60
Véase “Appeal to the African Heads of State”, de julio de 1964, en Speaks, esp. 75; cf. Malcolm X,
The Last Speeches, ed. Bruce Perry (New York: Pathfinder Press, 1989) 89, 181 y The Autobiography
of Malcolm X (con Alex Haley) (New York: Penguin, 1964), 207.

61
Véase Robert L. Harris, “Malcolm X: Human Rights and the United Nations”, en James L. Conyers,
Jr. y Andrew P. Smallwood, eds., Malcolm X: A Historical Reader (Durham: Carolina Academic
Press 2008) y Thomas F. Jackson, From Civil Rights to Human Rights: Martin Luther King, Jr., and
the Struggle for Economic Justice, (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2007).

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Samuel Moyn 127

principios de los años setenta (derivada especialmente de la elección de


Richard Nixon y sus subsecuentes nominados a la Corte Suprema), y luego
después de un crucial intervalo de varios años.
Cuando los derechos humanos explotaron en la escena mundial en la
era de su verdadera importancia, a mediados de los setenta, lo hicieron de
una forma antitotalitaria y parcial que Du Bois y sus herederos difícilmente
hubieran reconocido. En el ascenso de los derechos humanos en los setenta,
estos no significaban la campaña para una liberación colectiva contra la
desigualdad racial o los legados coloniales a nivel doméstico o internacional
(excepto por el creciente énfasis en Suráfrica, especialmente después de la
revuelta de Soweto, en 1976). La gran ironía del compromiso afroamericano
de la posguerra con los derechos humanos es, entonces, que se trató de un
rasgo particular de un anticolonialismo más amplio que tenía que ser dejado
atrás para que ocurriera el ascenso más general de los derechos humanos.
Du Bois había izado la bandera de los derechos humanos brevemente como
parte de un anticolonialismo más amplio, aunque como una segunda mejor
estrategia, pero los derechos humanos se concretarían como un idealismo
influyente solamente a condición de la decadencia del anticolonialismo y
el olvido general de sus preocupaciones. La autodeterminación tendría que
ceder su paso a los derechos humanos.
Por consiguiente, cualquier intento de posicionar el anticolonialismo
en la historia de los derechos humanos tiene que dar cuenta de una era
cuando la idea de los derechos humanos no tenía su propio movimiento y
el anticolonialismo, este sí un poderoso movimiento, típicamente tomó los
“derechos humanos” en la dirección original y colectivista de la temprana
discusión sobre los derechos. Es cierto que en un fenómeno tan masivo
y complejo como la descolonización la noción de los derechos humanos
no estaba completamente ausente. Incluso si la fundación de las Naciones
Unidas significó una reducción palpable de las expectativas que se habían
disparado producto de la propaganda propia de la era de la guerra, los
residuos ornamentales de las visiones originales de la guerra seguían allí
para que todos las leyeran —e invocaran—. Junto con la importancia que
asumió la escena internacional —incluidas las Naciones Unidas— como
plataforma para la victoria anticolonial, dichas invocaciones tienen que
ser tomadas en serio.
En un periodo temprano, sin embargo, la relevancia de la nueva idea de
los derechos humanos impactó principalmente a aquellos pocos anticolo-
nialistas que tomaron el lado de los estadounidenses en la naciente Guerra
Fría. Ellos esperaron construir una versión más liberal del anticolonialismo
que —a diferencia de muchas otras— rechazaba claramente cualquier
alianza con el comunismo y se alejaba del neutralismo al considerarle

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128 La última utopía

como una opción inviable en el conflicto bipolar62. Bajo cualquier punto


de vista, los dos ejemplos de esto eran Charles Malik en el Líbano y Carlos
Rómulo de las Filipinas, ambos profundamente involucrados en los dere-
chos humanos ante las Naciones Unidas y frecuentemente proponiendo
los derechos humanos como un potencial lenguaje político para el tercer
mundo. Sus casos sugieren la tenue y liviana importancia del concepto
para esa época, como excepciones que prueban la regla.
Tanto Malik como Rómulo estuvieron en la Conferencia de Bandung,
aunque fueron personajes secundarios comparados con Nasser, Nehru,
Sukarno y Zhou En-lai, buscando juntos —bien fuera de manera inspi-
radora o quijotesca— las nociones ideológicas de la unidad afroasiática y
anticolonial. En los discursos principales de estos íconos en Bandung, los
derechos humanos no tenían una figuración significativa. En todo caso,
gracias a la propuesta de Malik, las naciones afroasiáticas formalmente
“tomaron nota” de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Incluso esta importancia sobre el papel en Bandung no debe sobrestimarse,
y las causas que llevaron a Malik y Rómulo a sus posiciones los aislaron
claramente de la dirección prevalente de la conferencia al igual que del
anticolonialismo en general. Ya para 1955, el llamado a los principios de
la ONU significaba una apelación al concepto de los derechos humanos,
los cuales habían atravesado una revolución conceptual en la que la auto-
determinación era el principal y primer derecho —un “prerrequisito”, tal
como el Comunicado Final de Bandung lo señaló, “para el completo goce
de los derechos humanos fundamentales”—63. Obviamente ello no era in-
consistente para quienes en Bandung hicieron un llamado por los derechos
humanos, incluso aunque le diesen prioridad a la soberanía anticolonial
acordando los miembros de la conferencia contemplar la interferencia con
naciones solo en casos de una causa antirracista —como en la naciente
atención de la ONU a Suráfrica durante la misma era—.
Malik y Rómulo eran entonces dos figuras poco comunes. Desde hace
tiempo Malik se había preocupado por el separatismo y el comunismo en
las excolonias mientras que emergía la Guerra Fría. John Foster Dulles le
insistió que asistiera a Bandung para aislar a China o al menos asegurar la
representación de visiones occidentales en una era en la que Medio Oriente
y Asia se habían convertido en unos lugares críticos de la lucha bipolar.
De modo más general, Malik se entendía a sí mismo como el defensor de
los principios occidentales encarnados por los derechos humanos, tal
como lo ilustró gráficamente en un testamento contemporáneo. Dichas

62
Cf. Roland J. Burke, “The Compelling Dialogue of Freedom’: Human Rights and the Bandung
Conference”, Human Rights Quarterly 28 (2006): 947-65.
63
“Final Communiqué of the Asian-African Conference”, en George M. Kahin, ed., The Asian
African Conference: Bandung, Indonesia, April 1955 (Ithaca: Cornell University Press 1956), 80.

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Samuel Moyn 129

reuniones internacionales, escribió, forzaban “al mundo occidental […],


constantemente enfrentado al reto del comunismo y de oriente, a acudir
a sus propios recursos espirituales”64. En cuanto a Rómulo, por su parte, es
de anotar que Filipinas se había unido recientemente a la versión asiática
del bloque occidental en la Organización del Tratado del Sudeste Asiático
y entonces trató de caminar una delgada línea entre exigirle a los Estados
Unidos cambiar su política para que fuera más atractiva respecto a los
pueblos coloniales y poscoloniales, pero al mismo tiempo subrayando la
amenaza de la competencia comunista por los corazones y las mentes (esto
incluía una crítica vehemente al neutralismo de Nehru). Así, la posición
básica de Rómulo era a favor de un nacionalismo liberal y pro-occidental de
la mano de alguna esperanza de que los Estados Unidos cumplieran de una
mejor manera con sus compromisos antirracistas en su esfera doméstica
y en la práctica diplomática65. Como Malik, el trasfondo moral que le im-
portaba a Rómulo era la cristiandad, apropiadamente modernizada luego
de la Segunda Guerra Mundial a la luz del nuevo énfasis en la centralidad
de la “persona humana”66.
En todo caso, en Bandung nadie —ni siquiera estos personajes— enten-
día que los derechos humanos significaban una trayectoria potencialmente
impulsada por los individuos. Luego de Bandung, el Movimiento de los
No Alineados restringió aún más el concepto, especialmente después de
los años sesenta, cuando la Asamblea General de la ONU aclaró el papel
que los derechos humanos podían tener en la lucha contra el racismo y el
colonialismo. En la medida en que fueron mencionados, fueron tratados
como una herramienta más entre otras en el marco de un arsenal retórico
de las campañas en pro de la autodeterminación —y en buena medida
simplemente como otra forma de expresar el camino hacia la soberanía—.

64
Malik, “The Spiritual Significance of the United Nations”, Christian Scholar 38, n.° 1 (marzo,
1955), 30; reimpreso en Walter Leibrecht, ed., Religion and Culture: Essays in Honor of Paul
Tillich (New York: Harper & Row 1959), 353. Cf. Charles Malik, “Appeal to Asia”, Thought 26,
100 (primavera, 1951): 9-24 y Cary Fraser, “An American Dilemma: Race and Realpolitik in
the American Response to the Bandung Conference, 1955”, en Brenda Gayle Plummer, ed.,
Window on Freedom: Race, Civil Rights, and Foreign Affairs, 1945-1988 (Chapel Hill: University
of North Carolina Press, 2003), 129-31.

65
Véase Carlos P. Romulo, The Meaning of Bandung, (Chapel Hill: University of North Carolina
Press, 1956), junto con su Crusade in Asia (John Day Co. New York, 1955) sobre las incursiones
comunistas, y Contemporary Nationalism and the World Order (Asia Publishing House: New Delhi,
1964), para un nacionalismo liberal y pro-occidental.

66
“En la cristiandad, la persona humana individual posee un valor absoluto”, explicaba Malik
en 1951. “El ultimo fundamento de todas nuestras libertades es la doctrina cristiana sobre la
inviolabilidad absoluta de la persona humana”. Charles Malik, “The Prospect for Freedom”
(discurso en una invitación honorífica de la rectoría, University of Dubuque, febrero 19, 1951),
sin paginar. Véase también Carlos Romulo, “Natural Law and International Law”, University
of Notre Dame Natural Law Institute Proceedings, 3 (1949): 121, 126.

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130 La última utopía

“La historia de nuestra lucha por los derechos humanos básicos —autogo-
bierno con el fin de llegar a la independencia nacional y a la autodetermi-
nación— no ha sido muy diferente a muchas otras luchas”, dijo Kenneth
Kaunda, el primer presidente de Zambia, en una reflexión en 1963 acerca
de la forma como el trasfondo de las Naciones Unidas podía difundirse67.
Los derechos humanos fueron simplemente la lucha por el autogobierno
colectivo.
En la medida en que ocurrieron las conversaciones de los derechos
humanos, ello presupuso el trasfondo de la ONU en el continente afri-
cano donde vivía Kaunda. La Carta para la Libertad Surafricana de 1955
menciona el término “derechos humanos” de pasada como el principio
moral que merecen los africanos, lo cual sin lugar a dudas muestra que la
frase tenía su propia atractivo. El que los derechos humanos recorrieran
un camino en África como un lenguaje estratégico de una manera más
clara que en otros lugares se debe a que el sistema de administración fidu-
ciaria de la ONU se concentraba precisamente en ese territorio (siete de
los once territorios originalmente supervisados estaban ubicados allá).
Aunque estaban separados institucionalmente en la ONU, el Consejo de
la Administración Fiduciaria había sido encargado explícitamente en la
carta para que “promoviera el respeto por los derechos humanos y por las
libertades fundamentales para todos sin distinción de raza, sexo, idioma
o religión” (artículo 76). Esto significaba que entre las actividades del pro-
tectorado de la ONU en los cincuenta y sesenta, tanto las peticiones como
las investigaciones sobre la base de los derechos humanos eran posibles
y un excelente método para promover el anticolonialismo en un espacio
político mucho más concreto y formalizado que los demás lugares ofreci-
dos por el sistema internacional. Se sabe poco sobre las actividades reales
del sistema de administración fiduciaria, pero es claro que el derecho de
petición incentivó la presentación de decenas de miles de documentos.
Evidencias de Tanganyika, bajo supervisión británica, sugieren que mu-
chas de estas peticiones eran reclamos para conseguir inmediatamente
una independencia y otras pocas fueron formuladas explícitamente en
términos de derechos humanos. Pero es posible que la administración
fiduciaria —irónicamente, el lugar más formalizado e institucionalizado
que encontraron los derechos humanos durante décadas dentro de la ar-
quitectura de la ONU— permitiera la difusión de la idea en varios lugares
del mundo68.


67
Kenneth Kaunda, Speech by the Honorable Kenneth Kaunda, Fordham University (Duquesne, 1963), 3.
68
Ullrich Lohrmann, Voices from Tanganyika: Great Britain, the United Nations, and the
Decolonization of a Trust Territory (Berlin: Lit, 2008), 28-38 y caps. 4-6.

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Samuel Moyn 131

Dado este contexto, no parecería accidental que fuera Julius Nyerere,


más tarde presidente de Tanganyika y Tanzania, quien entre todos los anti-
colonialistas aludió más frecuentemente al concepto de derechos humanos
ante la ONU, y lo incorporó inmediatamente en algunos de sus discursos y
escritos de la época69. Aunque en sintonía con Nkrumah dio prioridad a la
autodeterminación como el primer derecho, Nyerere podía advertir a los
periodistas en 1959 que no debían trivializar la capacidad de los africanos
para asegurar simultáneamente la soberanía y los derechos humanos:
Aquí estamos, construyendo la empatía del mundo exterior con el tema
de los derechos humanos. Estamos diciéndole al mundo que estamos pe-
leando por nuestros derechos como seres humanos. Ganamos la simpatía
de amigos alrededor del mundo —en Asia, Europa, en América—, gente
que reconoce la justicia en nuestra demanda por los derechos humanos.
¿Alguien cree realmente que nosotros mismos impediremos el desarro-
llo de los derechos humanos? ¿Por qué sentimos tanta molestia cuando
escuchamos sobre los acontecimientos de Little Rock en Estados Unidos?
Porque reconocemos que el negro estadounidense es humano. No impor-
ta si es negro —nos enfurece cuando vemos que no es tratado como un
verdadero ciudadano estadounidense bajo criterios de igualdad—. ¿Luego
de lograr la independencia daremos entonces la espalda y diremos “al
diablo con todo este sin sentido de los derechos humanos que estábamos
usando como una táctica para ganar el apoyo de los ingenuos”? La natu-
raleza humana es algunas veces depravada, lo sé; pero no creo que sea tan
depravada hasta llegar al extremo de que los líderes de un pueblo se van a
comportar como hipócritas para conseguir sus fines y luego cambiarán de
opinión y harán las mismas cosas contra las que han estado luchando.70

Más adelante —y de nuevo tal como en su discurso ante la ONU que


marcó la entrada de su país a la organización— podía hacer afirmaciones
semejantes71. De hecho, incluso cuando anunció la necesidad de que su
país se moviera rápidamente hacia el socialismo en la muy importante

69
Andreas Eckert identifica a Nyerere como parte de la primera generación de hombres de
Estado africanos que “más frecuentemente mencionaba” los derechos humanos, sin notar el
trasfondo del sistema de administración fiduciaria. Andreas Eckert, “African Nationalists and
Human Rights, 1940s to 1970s”, en Stefan-Ludwig Hoffmann, ed., A History of Human Rights
in the Twentieth Century (Cambridge: Cambridge University Press, 2010).
70
Julius Nyerere, “Individual Human Rights” (septiembre, 1959), ed. Julius Nyerere, Freedom and
Unity: Uhuru na Umoja (Oxford: Oxford University Press 1967), 70. Sin embargo, el resto del
discurso deja en claro que pretendía que este discurso anterior a la independencia respondiera
a los grupos que creía que equivocadamente apuntaban a la autonomía regional en lugar de
enfatizar los derechos individuales que su partido de Unidad Nacional Africana de Tanganyika
prometía.

71
Nyerere, “Independence Address to the United Nations” (diciembre, 1961), en Freedom and
Unity, 145-46. Véase también su Dag Hammerskjöld Memorial Lecture de enero de 1964, “The
Courage of Reconciliation”, en Freedom and Unity,, 282-83.

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132 La última utopía

Declaración de Arusha de 1967, lo justificó como un proyecto para que se


cumplieran las promesas de la Declaración Universal —aunque como un
principio de segunda categoría en la mitad de un emparedado entre la au-
todeterminación y los auténticos fines programáticos de la modernización
socialista—72. Si estos ejemplos dan fe de una resonancia minúscula del
término, es claro que Nyerere la invocó haciendo referencia a principios
morales que los Estados debían incorporar y no a reglas supraestatales
respecto de las cuales tenían que moldear su actuación.
Podría plantearse la hipótesis de que si la ola de derechos constitucio-
nales en los nuevos Estados —algunas veces influenciada directamente por
el catálogo de la Declaración Universal— explica gran parte de las razones
para matizar estas conclusiones. De seguro es un ejemplo de una tendencia
de la moda constitucional en el sentido de que los nuevos Estados frecuen-
temente querían asegurar, al menos en sus documentos fundacionales, el
poder retórico y la real protección de los derechos. Sin embargo, no hubo
ninguna revolución de los derechos en la inmediata posguerra en la cual
la historia de las constituciones y la historia de los derechos humanos in-
ternacionales estuviesen profundamente entrelazadas a punto que cada
una encontrara la autoridad en la otra.
Las cartas de derechos (las cuales frecuentemente incluían proteccio-
nes sociales) ya habían estado de moda en el nuevo constitucionalismo
del periodo de entreguerras en la escena europea, el hecho de que esto
continuara siendo así alrededor del mundo en las décadas de la posguerra
es en realidad una continuidad de la tendencia estatalista anterior73. En
el caso de India, el Congress Party había declarado los derechos funda-
mentales en 1933, aunque no hubo lugar alguno para esta exigencia en
el Government of India Act de 1935. Luego de revueltas y represiones al
inicio de la Segunda Guerra Mundial, hubo nuevas presiones en favor de
los derechos fundamentales bajo el argumento de que las circunstancias
de India eran tan particulares que hacían necesaria una enumeración de
los derechos a pesar de que el genio de la Constitución británica no los
había requerido anteriormente. El resultado fue una de las cartas de dere-
chos más amplias en la historia de la humanidad. Era posible ver que ella
coincidía no solamente cronológicamente con la Declaración Universal,
aunque era más típico que se concentrara en protecciones domésticas de
los derechos de conformidad con las tradiciones de la ciudadanía estatal

72
Véase Nyerere, “The Arusha Declaration: Socialism and Self-Reliance”, en Freedom and Socialism:
Uhuru na Ujamaa (New York: Oxford University Press, 1968), 132-33.
73
Véase Boris Mirkine-Guetzévitch, Les constitutions de l’Europe nouvelle, (Paris: Delagrave, 1928),
35-40 y Mirkine-Guetzévitch, Les constitutions européennes, (Paris: Delagrave, 1951), cap. 8.
Cf. Mirkine-Guetzévitch, Les nouvelles tendances des Déclarations des Droits de l’homme (Paris:
L.G.D.V., 1930, 1936).

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Samuel Moyn 133

—como lo consideraba una figura tan importante como B. R. Ambedkar,


quien defendió la causa de Dalit o de la igualdad de los “intocables”—74.
Cuando el gobierno británico tenía una oportunidad para controlar
o influir en el proceso constituyente, este argumentó que las cartas de de-
rechos eran superfluas, inútiles y peligrosas, hasta que un cambio político
en 1962 lo llevó a apoyar esta práctica. De hecho, durante décadas, los
juristas británicos que sucedieron a A. V. Dicey asumieron casi todos que
una comunidad política civilizada no tenía necesidad de declarar derechos.
Ivor Jennings, un prominente jurista que también estuvo presente en la
redacción de las constituciones de las excolonias, solo estaba de acuerdo
con incluir cartas de derechos porque “no podemos garantizar que las co-
lonias […] necesariamente adquirirán el tipo de intuición que a nosotros
nos permite reaccionar casi que por instinto ante cualquier interferencia
que afecte las libertades fundamentales”. En todo caso, debían evitarse
las cartas de derechos a menos de que el sentimiento popular apuntara
decididamente hacia dicha solución. En cambio, su aceptación en la esfera
británica ocurrió en un principio gracias a factores políticos locales: en la
Ghana de Nkrumah, por ejemplo, surgió una propuesta fallida para diseñar
una carta de derechos con el fin de satisfacer a una minoría Ashanti que
temía no ser representada bajo los nuevos arreglos75.
Por regla general, las principales fuerzas que impulsaban la lenta
transformación hacia declaraciones explícitas en nuevas constituciones
eran preocupaciones sobre la forma de compartir el poder entre diferentes
etnias y dar seguridad sobre los derechos de propiedad de los colonos. Pero
no existía un camino directo hacia ellos. Nyerere, sorprendentemente,
rechazó la propuesta británica de una carta de derechos en 1961 —siendo
entonces la Colonial Office la que estaba en camino a su cambio explícito
de política— y estuvo de acuerdo con su inclusión en la nueva Constitu-
ción para Tanganyika pero solamente como principios del preámbulo.
Mientras que las cartas de derechos proliferaban en otros lugares, los


74
Véase el resumen en M. G. Gupta, “Fundamental Rights and Directive Principles of State
Policy”, en Aspects of the Indian Constitution, ed. Gupta (Allahabad: Central Book Depot, 1964),
114-21. Para un análisis temprano de la gran ola de litigio alrededor que se abrió gracias a la
carta de derechos, véase Alan Gledhill, Fundamental Rights in India (London: Stevens & Sons,
1955). B. R. Ambedkar, States and Minorities: What Are Their Rights and How to Secure Them in
the Constitution of Free India (Bombay: Thacker and Co. Ltd., 1947).
75
Charles O. H. Parkinson, Bills of Rights and Decolonization: The Emergence of Domestic Human
Rights Instruments in Britain’s Overseas Territories, (Oxford: Oxford University Press, 2007); Ivor
Jennings, The Approach to Self-Government (Cambridge: Cambridge University Press 1956), 103.
Gran Bretaña extendió formalmente la protección de la Convención Europea de Derechos
Humanos a sus territorios coloniales. Esto no produjo ninguna diferencia en la gobernanza
colonial posterior (bajo la teoría de que la convención era redundante, y en todo caso derogable
en casos de emergencia) y el texto de la Convención Europea normalmente no influyó en las
cartas de derechos adoptadas en los procesos constituyentes de las antiguas colonias británicas.

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134 La última utopía

modelos frecuentemente continuaban siendo las constituciones francesa,


estadounidense y algunas veces soviética, aunque un número importan-
te de otros Estados africanos hizo referencia a la Declaración Universal
—principalmente como estado del arte— como inspiración parcial o
general (Chad, Dahomey, Gabón, Costa de Marfil, Mauritania, Níger,
Senegal y el Alto Volta mencionaron la Declaración Universal junto con la
francesa, mientras que Argelia, Camerún, Congo-Brazzaville, Madagascar,
Malí, Somalia y Togo siguieron solamente la Universal). El magistrado de la
Corte Suprema de los Estados Unidos Thurgood Marshall, cuando aceptó
la invitación de su amigo Tom Mboya para que presentara un proyecto
de carta de derechos para Kenia en febrero de 1960, usó principalmente
la Declaración Universal así como otras fuentes aunque su propuesta no
fue adoptada76.
Años más tarde, la irrupción novedosa de los derechos humanos inter-
nacionales podría parecer que se derivara de la proliferación de derechos
establecidos formalmente en las constituciones, pero esto no significa que
el camino para aquello fue preparado por estas últimas, ni siquiera cuando
se usó la Declaración Universal como catálogo útil a la hora de redactar
listados domésticos. El principal fin de estas constituciones, después de
todo, fue la construcción de la soberanía. Sería un error ver que en esta era
existía “un movimiento internacional de derechos humanos con muchos
adherentes domésticos en lugares específicos trabajando para elaborar un
sistema internacional y para traer las normas internacionales al derecho
constitucional local” —ni siquiera entre los juristas—. La confluencia entre
una tradición más temprana de declarar derechos y los procesos consti-
tuyentes poscoloniales ilustra de manera más persuasiva el persistente
trasfondo nacional para los derechos que definió la historia moderna del
concepto y que contribuyó a ahuyentar y preparar la juridización de los
derechos en la escena internacional. En particular, en ningún sentido estos
derechos constitucionales poscoloniales interfirieron con la duramente
ganada soberanía externa. En el mejor de los casos, en la tradición de la
conexión entre los derechos y la soberanía en la historia moderna, abrieron
un espacio para discusiones democráticas al interior del Estado nación;
en el peor de los casos, fueron anulados en nombre de la construcción del
Estado nacional77.

76
Véase Parkinson, Bills of Rights, 228-33, Ivo Ducachek, Rights and Liberties in the World Today:
Constitutional Promise and Reality (Santa Barbara, 1973), cap. 1 y Dudziak, Exporting American
Dreams: Thurgood Marshall’s African Journey (Oxford: Oxford University Press, 2008), Apéndice.
77
Kim Lane Scheppele, “The Migration of Anti-Constitutional Ideas: The Post-9/11 Globalization
of Public Law and the International State of Emergency”, en The Migration of Constitutional
Ideas, ed. Sujit Choudry (Cambridge: Harvard University Press, 2006), 350. Cf. Richard P.
Claude, Comparative Human Rights (Baltimore: Johns Hopkins, 1976).

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Samuel Moyn 135

Teniendo en cuenta la organización geográfica del primer mundo


durante el nacimiento de los derechos humanos en los años setenta, los
cambiantes patrones de lealtades políticas que ocurrieron fuera de las zo-
nas de lucha directa —siendo prioritaria en estas últimas la construcción
del Estado y la nación— podrían ser la verdadera clave de la historia de los
derechos humanos. En los años tempranos, si las solicitudes y apelaciones a
normas internacionales en instituciones internacionales importaban, ellas
fracasaron en definir el anticolonialismo para sus simpatizantes, incluso
para aquellos que más tarde vinieron a definir su idealismo en términos
de derechos humanos. Después de todo, la naturaleza sistemática y totali-
zante de la agitación típica contra los imperios en la posguerra significaba
—incluso cuando los derechos humanos eran prometidos como parte del
nuevo Estado— que las prácticas organizacionales como las de “nombrar
y avergonzar” a los estados por violar derechos ocuparon su lugar en estra-
tegias multifacéticas de agitación más extremista. El ejemplo de Ghandi
ilustraba una resistencia pacífica pero totalizante, mientras que revueltas y
revoluciones similarmente totalizantes a través de medios violentos capta-
ban la atención del mundo —algo muy lejano a las prácticas asociadas hoy
en día con los derechos humanos—. Sería difícil concluir que las alusiones
menores y ocasionales de los derechos humanos por íconos anticoloniales
hicieron que el movimiento ganara la simpatía y apoyo del primer mundo
o que incluso el marco institucional de los derechos humanos se activara
para apoyarlos. Lo que es sorprendente, de hecho, es que esto ocurrió muy
pocas veces —aparentemente, los derechos humanos importaban menos
en el primer mundo que para los propios anticolonialistas—.
Si los hombres de Estado estadounidenses cultivaron, por ejemplo, a
figuras como Malik y Rómulo para defender sus intereses en las políticas
anticoloniales, la opinión pública no reparó en que ello se hizo en términos
de “derechos humanos”. Hasta donde se sabe, en el Reino Unido, la mul-
tiplicidad de movimientos a la izquierda que ahora criticaban al imperio,
bien fueran los asociados con el comunismo (incluido el trotskismo) o los
del Partido Laborista Independiente, no invocaron los nuevos derechos
humanos en sus actividades y una vez que se cristalizó el Movement for
Colonial Freedom en 1954 este tampoco utilizó dicho lenguaje. Había
una crítica a la contrainsurgencia francesa, especialmente en Argelia, que
apelaba al lenguaje de los derechos: Pierre Vidal-Naquet, incansable críti-
co de la tortura a mano de agentes del Estado, cuya valiente agitación en
favor del matemático Maurice Audin fue promocionada en la temprana
publicidad de Amnistía Internacional, es un excelente ejemplo en este
punto. Pero incluso en este caso, la referencia era casi exclusivamente a

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136 La última utopía

las tradiciones locales francesas y al espíritu del republicanismo y esto no


fue el tipo dominante de identificación anticolonial78.
Entre tanto, el romance de la revolución del tercer mundo con la
actividad guerrillera donde ello fuera necesaria brinda el contrapunto
más claro al activismo de derechos humanos que vino más adelante —en
especial a partir de la revolución de los derechos humanos de finales de los
años setenta que no solo desplazó sino que también atacó esta posición
a la luz de sus apasionadas críticas—. En la era del colonialismo tardío,
en el tercer mundo no faltaban los propios teóricos de la lucha armada
como la única vía de combatir al imperio e incluso algunas de las figuras
más moderadas no estaban por encima de usar la amenaza de la violencia
en respuesta a posiciones que trataban de menguar las posiciones más
radicales (por ejemplo, en el estallido de indignación de Senghor cuando
se abandonaron las promesas de creciente igualdad para la comunidad
imperial presentes en la primera Constitución francesa propuesta). Es-
cribiendo el prefacio de Fanon, quien veía la violencia como una “fuerza
purificadora”, Jean Paul Sartre explicaba que esta “violencia irreprimible
lo demuestra plenamente, no es una absurda tempestad ni la resurrección
de instintos salvajes ni siquiera un efecto del resentimiento: es el hombre
mismo reintegrándose”. Sartre nombraba los derechos, pero solamente
para argumentar que su aplazamiento perpetuo no dejaba a los nativos
otra alternativa que la sangre:
Los “liberales” se quedan confusos —escribió Sartre— reconocen que no
éramos lo bastante corteses con los indígenas, que habría sido más justo
y más prudente otorgarles ciertos derechos en la medida de lo posible; no
pedían otra cosa sino que se les admitiera por hornadas y sin padrinos en
ese club tan cerrado, nuestra especie: y he aquí que ese desencadenamiento
bárbaro y loco no los respeta en mayor medida que a los malos colonos.79

A la fecha, en contraste, ninguna ONG organiza a la insurgencia


revolucionaria.
Desde todos los lugares del mundo, los panfletos del tercer mundo que
recomendaban la lucha revolucionaria fueron importados, como es el caso
de los de Ho Chi Minh o Mao Zedong, o desarrollados por intelectuales
como Eqbal Ahmad, quien recorrió varios países justificando la liberación
violenta y teorizando la resistencia frente a una asimétrica y desproporcio-
nada contrainsurgencia. Estas figuras fueron entendidas como si ofrecieran

78
Véase Stephen Howe, Anticolonialism in British Politics: The Left and the End of Empire, 1918-1964
(Oxford: Oxford University Press, 1993), caps. 5-7. Vidal-Naquet, gracias a sus contactos con
Peter Benenson publicó el recuento clásico Torture, Cancer of Democracy: Algeria, 1954-1962
(London: Penguin, 1963) en inglés primero.
79
Jean Paul Sartre, “Prefacio”, en Frantz Fanon, Los condenados de la Tierra, 11.

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Samuel Moyn 137

una alternativa refrescante al comunismo soviético que podía escapar a


las componendas y los errores del primer intento de revolución mundial.
El principal lugar para la lucha armada —después del deslumbrante éxito
de Fidel Castro y el ascenso icónico del Che Guevara difundiendo el fuego
cubano por la región— fue América Latina y el principal simpatizante en
el primer mundo de esta estrategia fue Régis Debray, quien famosamente
viajó a entrenarse como soldado y a luchar en las selvas al lado del Che.
Para los teóricos tanto de la insurgencia como de la contrainsurgencia, lo
que más importaba era el carácter popular y con aspiraciones de la lucha
armada, en la cual las guerrillas eran a la población que la apoyaba (en el
difundido dicho de Mao) lo que el agua al pez. En una era en la que no
existía un movimiento de derechos humanos del cual se tuviera noticia, los
adolescentes del primer mundo y la gente joven siguieron intensamente
el activismo de Débray, digirieron sus manuales teóricos y se preocuparon
por su suerte cuando fue arrestado y muy cerca de ser ejecutado por los
enemigos “contrarrevolucionarios”. Lo que principalmente capturó la
imaginación de muchos jóvenes occidentales en esta era no fueron los
derechos humanos sino la moda radical. No fue sino hasta mediados de los
años setenta que el romance de la lucha armada de izquierda —tan influen-
ciada por la crítica marxista a los derechos por considerarlos hipocresías
burguesas— empezó a ser sometida a un amplio replanteamiento, primero
por críticos que simpatizaban con la izquierda como Gérard Chaliand y
más adelante por quienes se autoproclamaban abanderados del renaci-
miento de la confianza occidental, como Pascal Bruckner (sin mencionar
al propio Débray)80. Los derechos humanos entonces emergieron sobre
las ruinas de un tipo de esperanza para los antiguos territorios coloniales
y en la búsqueda de alguna alternativa.
Es relevante mantener la claridad acerca de las diferencias entre las
formas anticoloniales de idealismo y activismo y otras formas posteriores
y muy diferentes de idealismo y activismo —los derechos humanos de
épocas recientes—. Su relación se puede describir como de desplazamiento
y no como una de sucesión o satisfacción. La visión de los derechos del
anticolonialismo permaneció, tanto en la teoría como en la práctica in-
ternacional, tan selectivamente concentrada en el umbral del derecho a la


80
Véase, por ejemplo, Eqbal Ahmad, “Revolutionary Warfare and Counterinsurgency”, en National
Liberation: Revolution in the Third World, ed. Norman Miller y Roderick Aya (New York: The Free
Press, 1971); Régis Debray, A Revolution in the Revolution? Armed Struggle and Revolutionary Struggle
in Latin America, trad. Bobby Oritz (New York: Monthly Review Press, 1967) y Che’s Guerilla War,
trad. Rosemary Sheed (Baltimore: Penguin, 1975); luego también Gérard Chaliand, Revolution in
the Third World: Myths and Prospects (New York: Viking Press, 1977) y Pascal Bruckner, The Tears
of the White Man: Compassion as Contempt, trad. William R. Beer (1983; New York: The Free Press,
1986). Véase también Rony Brauman, ed., Le Tiers-mondisme en question (Paris: Fondation Liberté
sans frontièrs, 1986).

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138 La última utopía

autodeterminación, matizado únicamente por el racismo subalterno, que


es imposible considerarlo como una concepción radicalmente distinta.
Siendo fiel a concepciones de derechos euroamericanas más tempranas,
el anticolonialismo priorizó la independencia y autonomía de la nueva
nación como el lugar en el que los derechos debían discutirse. El impulso
dominante resaltaba la soberanía colectiva a nivel internacional y no las
prerrogativas individuales, la supremacía del Estado nación en lugar de su
subordinación al derecho global.
Así, si la descolonización promovió la causa de los derechos humanos,
lo hizo de una manera muy particular y regresiva para algunos. Se resal-
taba, entonces, la difusión de la idea de soberanía estatal alrededor del
mundo, en un periodo en donde ocurrió un triunfo sin paralelos para este
concepto y su práctica. Abrumadoramente, la posguerra parecía la escena
de un tránsito “del imperio a la nación”. Incluso en la ONU, el principal
foro en el que el anticolonialismo y los derechos humanos coincidían, el
“derecho” primario a la autodeterminación tomó un lugar preponderante,
unido a visiones de un desarrollo justo y —en el punto más alto del poder
de países del tercer mundo en la organización— a llamados por un “nuevo
orden económico internacional”. Esta agenda afectó profundamente las
actividades de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, tanto desde
el punto de vista de los derechos a los que se les dio prioridad, como desde
la óptica de las causas que se defendían y perseguían81. Pero incluso la alta
marea del anticolonialismo de la ONU durante la década de los setenta
ilustra que el ascenso de los derechos humanos en Occidente, en su sen-
tido contemporáneo y fuera de la estructura de Naciones Unidas, tiene
que ser atribuido a haber sido recuperados y sacados del anticolonialismo.
Como resultaría más adelante, los derechos humanos se imprimieron en la
conciencia del primer mundo solamente, y quizá de manera conveniente,
una vez ocurrieron dos eventos íntimamente ligados.
En primer lugar, la sórdida naturaleza del régimen colonial tenía que
ser revelada para que que dicha estructura de gobierno terminara de una
vez por todas. La dura realidad que debe ser contemplada es que los dere-
chos humanos triunfaron como un extendido lenguaje moral luego de la
descolonización y no durante ella —y quizá gracias a ello, solamente en el
sentido de que la caída de los imperios permitió el resurgimiento del libera-
lismo, incluido un vocabulario de los derechos cortado de sus deprimentes
enredos anteriores con la opresión y la violencia—. Los últimos vestigios
de un régimen de colonialismo formal, en las posesiones portuguesas,

81
Emerson, From Empire to Nation: The Rise to Self-Assertion of Asian and African Peoples (Cambridge:
Harvard University Press, 1960) y Gilbert Rist, The History of Development: From Western Origins
to Global Faith (London: Zed Books, 2002), cap. 9.

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Samuel Moyn 139

fueron finalmente abandonados a mediados de los setenta. El fracaso,


alrededor de la misma época, del sangriento y desesperado intento de los
Estados Unidos por mantener a Vietnam del sur alejado del comunismo
—y no simplemente, como Jimmy Carter lo iba a sostener, la bajeza moral
o desvío de las tradiciones nacionales de dicho fracaso— construyeron el
escenario para que este país se plegara a los derechos humanos como un
ideal de la política exterior. El surgimiento de un internacionalismo basado
en los derechos solamente fue posible cuando el imperialismo formal y la
intervención directa en desarrollo de la Guerra Fría cayeron en desgracia.
En segundo lugar, el extendido auge de la creencia de que el anticolo-
nialismo en sus formas clásicas había naufragado como un proyecto moral
y político también tenía una gran importancia —sobre todo por el tipo de
preocupaciones que alguna vez se consideraba que debían ser legítimamen-
te aplazadas mientras los líderes del tercer mundo consolidaban su poder
y, en el caso de que el poder no estuviera en manos de unas nuevas elites
plutocráticas a las que no les importara cumplir sus promesas en estos nue-
vos Estados, intentaban el tipo de reconstrucciones sociales y económicas
que podrían importar—. Incluso un partidario de la difusión alrededor del
mundo de las libertades que debían reconocerse por el Estado aceptaría
a mediados de los sesenta que la “autocracia, selectivamente aplicada,
podría ser necesaria con el fin de crear los requisitos sociales para el man-
tenimiento de los derechos humanos”. Una década más tarde, no parecía
que fuera importante hacer una apuesta en ese sentido. “¿Ha pasado de
moda la autodeterminación?”, preguntaría un internacionalista en 197382.
La respuesta empezó a ser afirmativa, al menos en el Occidente desa-
rrollado. El politólogo de Harvard, Rupert Emerson —por mucho tiempo
el más visible defensor de la autodeterminación en círculos académicos—
desacreditaba en 1975 el surgimiento de una
doble moral que ha funcionado para quitarle fundamentos a las preten-
siones morales de los países del tercer mundo y para quitarle atractivo a
las causas que defienden […] El impulso totalmente legítimo contra el
colonialismo y el apartheid fue algunas veces cuestionado cuando los nue-
vos países frecuentemente hicieron caso omiso a cualquier preocupación
respecto de violaciones masivas de derechos humanos y de la dignidad
en su propia jurisdicción.83

Como lo señaló Arthur Schlesinger Jr. en 1977, el año de irrupción


decisiva de los derechos humanos, “los Estados pueden cumplir con todos
los criterios propios de la autodeterminación y seguir siendo manchas en

82
David H. Bayley, Public Liberties in the New States (Chicago: Rand McNally, 1964); S. Prakash
Sinha, “Is Self-Determination Passé?”, Columbia Journal of Transnational Law, 12 (1973): 260-73.

83
Emerson, “The Fate of Human Rights in the Third World,” World Politics 27, n.° 2 (enero 1975): 223.

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140 La última utopía

el planeta. Los derechos humanos son el camino para alcanzar un prin-


cipio más profundo que es la autodeterminación individual”84. En su ya
clásico Rights of Man Today, Louis Henkin, el internacionalista, sostuvo
que Thomas Paine
daría la bienvenida a muchos nuevos Estados —producto de la revolución
y la autodeterminación— [pero] se irritaría ante la propuesta de que el
bienestar y la igualdad solamente pueden alcanzarse bajo un régimen
autocrático pagando el precio de la libertad, sacrificando el presente por
un futuro incierto.85

En la posguerra, el senador de Nueva York Patrick Moynihan, ex-


plicó que la política occidental había fracasado al no tomar la causa de
los derechos humanos mientras eran sacrificados en el sombrío altar de
la autodeterminación. La “tremenda inversión de esperanza en lo que
veíamos como los vástagos de nuestros grandes robles” había estimulado
“una correspondiente renuencia a pensar, mucho menos a hablar, mal
de ellos”, continuaba. “Luego vino el trauma de Vietnam, que quizá hizo
aún más necesario que fuéramos aceptados por naciones tales como la
que estábamos destruyendo”. Pero ya en este punto había pasado mucho
tiempo como para abstenerse de criticar los abusos del tercer mundo —y
la Guerra de Vietnam había terminado—86. Solamente cuando la autode-
terminación entró en crisis, al menos para los ojos de Occidente, podía
haber una movida desde el duradero sueño de la liberación poscolonial
hacia una utopía mucho más reciente: la esperanza de un mundo de los
derechos humanos.

84
Arthur Schlesinger, Jr., “Human Rights:How Far, How Fast?”, Wall Street Journal, marzo 4, 1977.
85
Louis Henkin, The Rights of Man Today (Boulder: Westview, 1978), 136.
86
Daniel Patrick Moynihan, “The Politics of Human Rights,” Commentary 64, n.° 2 (agosto, 1977):
22; cf. Elizabeth Peterson Spiro, “From Self-Determination to Human Rights: A Paradigm Shift
in American Foreign Policy”, Worldview, enero-febrero, 1977; y Sidney Liskofsky, “Human
Rights Minus Liberty?”, Worldview, julio, 1978.

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La pureza de esta lucha

“Uno podría pensar que un siglo, y no una década, nos separaban del fi-
nal de los años sesenta”, afirmaba a finales de los años setenta Bronislaw
Baczko, un exdisidente polaco. Baczko había emigrado de Varsovia a Occi-
dente en 1968, cuando los radicales alrededor del mundo turbulentamente
reclamaban transformaciones extraordinarias. Especialmente para la gente
joven, fue una bocanada de aire fresco: en lugar de reproducir la vieja y
fracasada sociedad, creían que tenían la tarea de inventar una nueva. “El
grafiti en los muros de París”, Baczko recordaba a propósito de esa explosión
reciente, “clamaba por el ‘poder de la imaginación’ y exaltaba un ‘realismo
que pide lo imposible’”. Sin embargo, en la década siguiente, el utopismo
transformativo parecía haber colapsado en Occidente y la esperanza de
traer un reino de libertad y justicia se había debilitado. Habiendo sido
proclamado, sus propios partidarios fueron los que frecuentemente lo
desdeñaron de modo implacable. “Es como si la utopía fuera el chivo ex-
piatorio en un exorcismo colectivo de los mal nombrados y mal definidos
demonios que obsesionan nuestra época”, concluía Baczko. De hecho, para
finales de los setenta, algún tipo de expiación respecto del estallido utópico
anterior parecía estar en camino. Perspicazmente, sin embargo, Baczko
no se dejó engañar por las apariencias. En lugar de un “marchitamiento”
o “fragmentación” de la utopía que otros veían, encontró más plausible

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142 La última utopía

ver los acontecimientos como un “cambio en las fronteras”, en el cual la


utopía sobrevivía en una nueva forma.
¿No es posible —concluía Baczko— que el desencantamiento con los “sis-
temas” utópicos vaya de la mano de la persistencia de esperanzas y formas
de pensamiento utópicas que podrían revelar la continuada existencia
de dos actitudes contradictorias en nuestros tiempos: la desconfianza a la
utopía junto con el deseo de tener una en todo caso?1

Los argumentos punzantes de Baczko sugieren un enfoque de cómo


surgieron los derechos humanos en el contexto de un idealismo colapsa-
do y transformado. Los derechos humanos surgieron como una utopía
minimalista y resistente que podía sobrevivir en un clima inhóspito.
Estos fueron años de “pesadillas” y “crisis nerviosas”, notablemente con
posterioridad a las crisis del petróleo y la económica mundial de 1973.
Sin embargo, ese invierno de descontento que se extendió por Occidente
también desembocó en una falta de confianza en los planes maximalistas
de transformación —especialmente las revoluciones, pero también los es-
fuerzos programáticos de cualquier tipo—. La pregunta crucial es por qué
los derechos humanos, los cuales no habían podido ser el eje del idealismo
global antes de los cuarenta y no pudieron consolidarse en esa década o
en las luchas anticoloniales o en el activismo juvenil que siguió en las
décadas de los cincuenta y sesenta, sí lo lograron en los años setenta. Por
primera vez, un gran número de personas empezaron a usar el lenguaje
de derechos humanos para expresar y actuar de acuerdo con sus expecta-
tivas de un mundo mejor. Pero no lo hicieron en el vacío. Los derechos
humanos fueron descubiertos solamente en su competencia contra y en
su comparación con otros esquemas. Los derechos humanos eran un rea-
lismo que pedía lo posible. Siendo así, solamente fueron inteligibles tras
las amplias secuelas de otros sueños más grandiosos que desplazaron pero
que igualmente utilizaron para su construcción.
Los movimientos sociales adoptaron los derechos humanos como
un eslogan por primera vez en su historia. A medida que pasaban los años
setenta, la identificación de dichas causas como asuntos de derechos hu-
manos creció vertiginosamente, continuando dicha dinámica alrededor
del mundo durante esa década (y de hecho hasta el presente). Esta ampli-
ficación en serie ocurrió incluso mientras los Estados negociaban el Acta
Final de Helsinki firmada en 1975, la cual inconscientemente construyó
un nuevo foro para los activistas del Atlántico Norte. Y luego vino 1977,
un año de una sorprendente y a todas luces impredecible importancia de

1
Bronislaw Baczko, “The Shifting Frontiers of Utopia”, Journal of Modern History 53, n.° 3
(septiembre, 1981) 468, 475.

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Samuel Moyn 143

los derechos humanos. Una de las lecciones más fascinantes del periodo
es lo poco conocida que eran la Declaración Universal y el proyecto de
los derechos humanos internacionales cuando este empezó y cómo estas
“fuentes” tempranas fueron descubiertas solamente después de que se
activaran los movimientos que hacían sus reclamos con base en los dere-
chos individuales. Así, los derechos humanos permitían a diversos actores
crear causas comunes mientras otras alternativas eran consideradas invia-
bles —una convergencia que frecuentemente empezó como un retroceso
estratégico de aquellas grandiosas utopías previas—.
La construcción de un trasfondo general para la explosión del activis-
mo de derechos humanos hasta y alrededor del importante año de 1977
depende de captar esta dinámica del colapso de las utopías previas y la
búsqueda de un refugio en otro lugar. Una cosa es rastrear la historia de la
defensa de los ciudadanos en la esfera internacional, pero otra es dar cuenta
del éxito de los derechos humanos en dicho ámbito y, en el contexto de
muchos nuevos y emocionantes movimientos sociales, su prominencia
y supervivencia en el difícil clima ideológico de los setenta. Una cosa es
revisar la evolución de los mecanismos supranacionales de derechos huma-
nos, por ejemplo las Naciones Unidas y los aparatos europeos, pero otra es
explicar el sorprendente ascenso en el prestigio cultural que empezaron a
disfrutar luego de décadas de irrelevancia. Finalmente, una cosa es exami-
nar a los Estados que decían promover la causa de los derechos humanos
a mediados de los años setenta en una nueva moda sin precedentes, de
manera especialmente notoria en los Estados Unidos de Jimmy Carter, y
cuestionar aquellos regímenes que fueron estigmatizados de una forma
nueva e incómoda —aunque raramente de modos que los descalificaran
radicalmente—. Pero otra cosa es explicar por qué, en este momento, los
derechos humanos aparecieron cargados de contenido en el terreno del
idealismo, para gente común y corriente y en la vida pública. La muerte de
otras visiones utópicas y su transfiguración en la agenda de los derechos
humanos provee la manera más poderosa de analizar estos cambios.
Moses Moskowitz, uno de los muy pocos representantes del viejo estilo
del activismo por los derechos humanos desde las ONG, fue un fracaso.
Nacido en Stryj, Ucrania, en 1910, Moskowtiz emigró con su familia du-
rante su adolescencia hacia los Estados Unidos, donde estudió en el City
College de la Universidad de Columbia. Aparte de ser un analista para
el American Jewish Committee (AJC) antes del estallido de la Segunda
Guerra Mundial, Moskowitz prestó el servicio militar para el Ejército de
los Estados Unidos en Europa, jugando un papel especial en la Alemania
ocupada luego de la guerra como jefe de la inteligencia política en el
estado de Württemberg-Baden. A su regreso en 1946, Moskowtiz tenía
la idea de representar a los judíos ante la organización mundial cuando

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144 La última utopía

las Naciones Unidas vieron la luz del día. Con el apoyo de figuras como
René Cassin, Moskowitz formó el Consejo Consultivo de Organizaciones
Judías (CCOJ), en el que participaron la AJC, la Asociación Anglo-Judía, y
la Alianza Israelita Universal. Explicando por qué trabajó tan obstinada y
anónimamente por los derechos humanos, incluso después de que fraca-
saran en la posguerra, Moskowitz fue elocuente: “Quería trabajar para algo
que fuera permanente, de importancia universal e indestructible”, explicó.
“No creía que fuera a traer la redención, pero creía que no podíamos seguir
adelante a menos de que este principio se estableciera sólidamente en un
tratado internacional”2.
Para cumplir esta tarea, Moskowitz sintió que su principal estrategia
era trabajar solo y en la escena diplomática. De hecho, al cabo del tiempo
rompió con la Asociación Anglo-Judía, la cual en la posguerra, según él, se
movía de su ethos de los años previos a la guerra hacia una “llamada orga-
nización de masas […] un mecanismo de presión, publicando panfletos y
folletos”. “No a las utopías, etc.”, añadió. “Quiero decir, esa era mi gracia
salvadora”. Incluso criticó a Amnistía Internacional por “inventar[se] todo
tipo de procedimiento, todo tipo de aproximaciones” y “construir una
Torre de Babel que en últimas destruiría el proyecto”. A pesar de que en los
cincuenta y sesenta era conocido en los círculos neoyorquinos, tanto en los
judíos como en los de Naciones Unidas, como el “Sr. Derechos Humanos”,
Moses Moskowitz y su organización permanecieron generalmente en la
oscuridad, incluso cuando durante las décadas de su trabajo en el CCOJ
Moskowitz escribió los mejores estudios —cierto, eran esencialmente los
únicos— sobre la suerte de los derechos humanos en los procedimientos
de las Naciones Unidas. Mientras pasaban los años, persiguió infatigable-
mente la juridización de los derechos humanos y propuso la creación de
un “fiscal general” para los derechos humanos (solo fue mucho tiempo
después de Moskowitz, en 1993, cuando esta oficina del alto comisionado
de la ONU finalmente se creó)3.

2
Entrevista con Moses Moskowitz, grabada el 7 de noviembre de 1979, AJC William E. Wiener
Oral History Collection, New York Public Library, Dorot Jewish Division, 22.
3
AJC William E. Wiener Oral History Collection, 25, 33, 35. También construyo este argumento
con base en el documento mecanografiado “Curriculum Vitae”, y otros documentos de Moses
Moskowitz, White Plains, Nueva York. Moskowitz, Human Rights and World Order: The Struggle
for Human Rights in the United Nations (New York: Oceana Publications, 1958), The Politics and
Dynamics of Human Rights (New York: Oceana Publications, 1968), International Concern with
Human Rights (Leiden: Sitjhoff, 1972), The Roots and Reaches of United Nations Decisions (Aalphen
an den Rijn: Sijthoff & Noordhoff, 1980). Para el alto comisionado, véase especialmente la
propuesta original de 1963 de: Jacob Blaustein, “Human Rights: A Challenge to the United
Nations and to Our Generation”, en Andrew W. Cordier y Wilder Foote, eds., The Quest for
Peace: The Dag Hammerskjöld Memorial Lectures (New York: Columbia University Press, 1965).

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Samuel Moyn 145

Siendo esencialmente un proyecto llevado a cabo en solitario y enfo-


cado en los procesos de la ONU, el CCOJ fue representativo de lo que el
activismo temprano en derechos humanos era. Las primeras organizacio-
nes que utilizaron el estatus consultivo consagrado en el artículo 71 de la
Carta de la ONU se basaron en identidades de grupo. En el momento de
posguerra, numerosas ONG reformularon los términos más antiguos de
sus causas —tal como Moskowitz hizo con el activismo judío— alrededor
de la naciente burocracia y lenguaje de la ONU. Luego de su nacimiento,
a finales del siglo XIX, y su expansión galopante en el periodo de entre-
guerras, las ONG eran cerca de mil en los inmediatos años que siguieron
a la Segunda Guerra Mundial, con cerca de cien de ellas adquiriendo
prontamente estatus consultivo frente a la ONU (incluyendo las pocas
que se preocupaban por los derechos humanos). Sin embargo, ninguna,
así estuviera comprometida con el comercio, la estandarización, el tra-
bajo, la agricultura, el bienestar social o la paz, tuvo éxito en hacer de la
idea de una ONG algo importante para ese entonces. Lyman Cromwell
White, el primer y por mucho tiempo único estudioso de ellas, reclamaba
en 1951 que “siguen siendo el gran continente inexplorado en el mundo
de los asuntos internacionales”. Organizaciones como la de Moskowitz,
que incorporaban cualquier referencia a los nuevos derechos humanos,
ocupaban solamente un pequeño sector de ese territorio e incluso estas
últimas no usaban la terminología para referirse a un programa general.
En contraste, equilibraron sus propósitos preexistentes (típicamente, en
la búsqueda de la paz o en defensa de grupos específicos) con el avance
estratégico del nuevo lenguaje de los derechos humanos. En el autorizado
recuento de White, realizado cinco años después de la fundación de la
ONU, aún no podía establecer una categoría general de organizaciones
de derechos humanos4.
Incluso dentro del subconjunto de los grupos dedicados a los derechos
humanos en las Naciones Unidas, el grupo de Moskowitz era convencional.
Sus causas eran definidas por las fronteras de la religión, etnicidad o género,
a nombre de las cuales hacían el correspondiente lobby. Incluso cuando
seguían una agenda más general como la paz, su liderazgo y afiliación se
definía de acuerdo con la identidad de grupo. Por ejemplo, el internacio-
nalismo de las mujeres perseguía sus propias causas: sufragio, prevención
de la trata y la prostitución, salarios más altos y algunas veces una agenda
más amplia de traer una paz feminista a una geopolítica machista5. A lo
sumo, en el momento de la posguerra, había grupos que se dedicaron a


4
Lyman Cromwell White, International Non-Governmental Organizations: Their Purposes, Methods,
and Accomplishments (New Brunswick: Rutgers University Press, 1951), vii, 261-66.

5
Véase Sandi E. Cooper, “Peace as a Human Right: The Invasion of Women into the World of
High International Politics”, Journal of Women’s History 14, n.° 2 (mayo, 2002): 9-25 y para un

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146 La última utopía

atender una “clientela” específica definida por la religión, etnicidad o el


género que universalizaba su retórica sin cambiar el fundamento de sus
afiliaciones. Para la American Jewish Committee, la verdad de la escena
de posguerra era que la causa de los derechos de los judíos sería llevada a
cabo de una mejor manera a través de la causa más amplia de los derechos
humanos6. Incluso entonces, los grupos —incluyendo grupos judíos— se
concentraron en las causas que más les importaban a sus miembros in-
dividuales. “Solamente en los asuntos procedimentales es que las ONG
están organizadas de acuerdo a sus relaciones con la ONU”, resaltó Roger
Baldwin, cofundador de la American Civil Liberties Union y, durante la
Segunda Guerra Mundial, de la Liga Internacional por los Derechos del
Hombre. “En asuntos sustanciales, cada uno trabaja individualmente”7.
Las causas humanitarias continuaron siendo trabajadas sobre una diversa
gama de fundamentos. Había grupos locales, nacionales e internacionales
y trabajaban a través de los Estados, las organizaciones internacionales y
por su propia cuenta. En contraste, el activismo de derechos humanos
hizo de las Naciones Unidas el lugar privilegiado, e incluso exclusivo, de
interés, acción y reforma.
Algunos trataron de subir el perfil de la idea de los derechos humanos
para que tuviera impacto en un público más amplio. Aunque muchas de
estas primeras ONG coincidían en la búsqueda de la juridización y “exigi-
bilidad”, también intentaron hacer publicidad —especialmente después
de 1953, cuando John Foster Dulles anunció la preferencia del gobierno de
los Estados Unidos por la educación en lugar de la juridización en el campo
de los derechos humanos—. La conocida escritora para niños Dorothy
Canfield Fisher redactó un panfleto educativo, A Fair World for All: The
Meaning of the Universal Declaration, el cual varios grupos distribuyeron a
principios de la década de los cincuenta. De manera semejante, siendo la
punta de lanza de los esfuerzos por una coalición de los grupos de muje-
res y la Iglesia, la American Association for the United Nations patrocinó
anuncios radiales alrededor de los Estados Unidos para celebrar el décimo

emblemático estudio organizacional, Catherine Foster, Women for All Seasons: The Story of the
Women’s International League for Peace and Freedom (Atenas: University of Georgia Press, 1989).
6
Tal como Moskowitz lo plantea en un memorando interno, “Todo el programa de comité está
basado en una concepción estratégica en el sentido de que la mejor defensa de los derechos de
los judíos es un ataque a las fuentes del sesgo y prejuicio y al prejuicio y la promoción de los
ideales e instituciones democráticas. Si este programa tiene validez, la ONU, tanto en el largo
como en el corto plazo, es la mejor esperanza”. “Evaluation of the United Nations Program
of the American Jewish Committee” (febrero, 1951), AJC RG 347.17.10, YIVO Archives, Center
for Jewish History, New York, Gen-10, Caja 173).
7
Citado en Jan Eckel, “‘To Make the World a Slightly Less Wicked Place’: The International
League of the Rights of Man, Amnesty International USA and the Transformation of Human
Rights Activism from the 1940s through the 1970s”, manuscrito no publicado cuyo sutil análisis
coincide con el mío.

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Samuel Moyn 147

aniversario de la Declaración Universal, teniendo como protagonistas a


Marian Anderson y Danny Kaye. En la tarde del 7 de diciembre de 1958,
en una estrategia similar, los televidentes estadounidenses vieron una
obra titulada In Your Hands, escrita con la idea de concientizar al público
de los derechos humanos. No obstante, estos optimistas pero rudimenta-
rios esfuerzos no tuvieron éxito en poner el concepto en una más amplia
circulación.
Solamente la Liga Internacional por los Derechos del Hombre de
Baldwin surgió como una ONG dedicada a la causa de los derechos huma-
nos como tal. Fundada presuntamente a finales de 1941 por emigrantes
europeos que querían revivir la Ligue des Droits de l’Homme francesa, fue
entonces liderada por Baldwin empezando en 1942, y con una especial
energía después de su retiro de la ACLU en enero de 1950. Sus creencias en
las libertades civiles en el ámbito internacional era algo redundante pero al
mismo tiempo único, en virtud del anticolonialismo de Barldwin. Luego de
algunas vacilaciones de juventud, Baldwin había visto desde hacía tiempo el
combate contra el comunismo como una prioridad. No obstante, de modo
inusual, su liga entendió la búsqueda de los derechos del hombre como un
compromiso con la descolonización. Sus modos de activismo, sin embar-
go, no pudieron subirle el perfil a la idea, como si sus actividades hubieran
nacido demasiado pronto. Restringida a un pequeño número de personas
antes de una era de nuevos movimientos sociales y sin éxito para formar unas
élites profesionalizadas para liderarla, la Liga Internacional no estableció un
modelo exitoso que pudiera ser seguido por otros y permaneció dedicada
al activismo basado en la ONU. Aunque, después de 1947, la Comisión de
Derechos Humanos de la ONU se inhabilitaba a sí misma decidiendo que
no podía considerar peticiones individuales, Baldwin y John Humphrey,
primer director de la División de los Derechos Humanos de la ONU, estaban
en contacto frecuentemente8.

8
El interés de Baldwin en las libertades civiles internacionales, aunque no convenció a la ACLU
para seguirlo desde entonces, data desde la década de los veinte y su entusiasmo por la inde-
pendencia de la India junto con la causa de los prisioneros políticos. Véase Robert C. Cottrell,
Roger Nash Baldwin and the American Civil Liberties Union (New York: Columbia University Press,
2000), cap. 13. Para la perspectiva de Baldwin, véase Baldwin, “Some Techniques for Human
Rights”, International Associations 8 (1958): 466-69. Véase Roger S. Clark, “The International
League of the Rights of Man”, manuscrito no publicado, y Clark, “The International League
for Human Rights and South West Africa 1947-1957: The Human Rights NGO as Catalyst in the
International Legal Process”, Human Rights Quarterly 3, n.° 4 (1981): 101-36. Para un evaluación
a mediados de la década de los setenta, poco tiempo después de su cambio de nombre, véase
Harry Scoble y Laurie Wiseberg, “The International League for Human Rights: The Strategy
of a Human Rights NGO”, Georgia Journal of International and Comparative Law 7, Supp. (1977):
289-314, 292-95, reimpreso en: “Human Rights as an International League”, Society 15, n.° 1
(noviembre/diciembre, 1977): 71-75.

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148 La última utopía

Hacia finales de los sesenta, y especialmente después de la fundación de


Amnistía Internacional, era claro que la estrategia temprana de esas ONG
que hacían algunas referencias a los derechos humanos —e incluso de la
Liga Internacional— había producido muy pocos frutos. Ningún momen-
to cristalizó esta convicción de manera más clara que la Conferencia de
Teherán que marcaba el vigésimo aniversario de la Declaración Universal.
Aunque los documentos de la organización canonizaron los valores básicos
que debían ser perseguidos, incluso los líderes de las ONG se dieron cuenta
entonces del fracaso de la ONU como el principal foro para el activismo de
los derechos humanos. Luego de la desastrosa reunión de abril-mayo y sus
odas al anticolonialismo (y las denuncias de la ocupación de Israel), Seán
MacBride, el secretario general de una de estas agrupaciones, la Comisión
Internacional de Juristas, lamentó que el evento “dedicó gran parte de su
tiempo a la repetición emotiva de actitudes políticas contemporáneas”9.
En cumplimiento del Año de los Derechos Humanos, los grupos privados
intentaron nuevamente ganar audiencia, y el gobierno estadounidense
incluso creó una comisión presidencial liderada por Averell Harriman10. Los
resultados, sin embargo, fueron una desilusión dada la embarazosa “falta
de postura crítica” de Teherán. Moskowitz, también, informó que “ningún
evento” había sembrado una duda más severa sobre la capacidad del pro-
grama de los derechos humanos “para soportar el peso que supuestamente
debía cargar” como lo hizo Teherán, el cual “nunca estuvo siquiera cerca
de las expectativas sobre él, ni en su forma ni en su contenido”. Moskowitz
lamentaba el hecho de que el Acta Final de Teherán no evocaba
sentimiento alguno de misión, búsqueda o descubrimiento. Miramos en
vano a los procedimientos y decisiones hacia un lugar central para el gran
tema político y social que dispara la esperanza y el entusiasmo y arroja
unos augurios felices para el futuro […] La Conferencia de los Derechos
Humanos no generó una marea para que se dejaran de lado los obstáculos

9
No hubo mayor cubrimiento de Teherán. Véase Drew Middleton, “Israel Is Accused at Rights
Parley”, New York Times, abril 24, 1968. Seán MacBride, “The Promise of Human Rights Year”,
Journal of the International Commission of Jurists 9, n.° 1 (junio, 1968): ii. La CIJ había sido fun-
dada en 1952, y trabajó con la financiación de la CIA para promover el imperio del derecho.
Lentamente incorporó el marco de los derechos humanos. Véase Howard B. Tolley, Jr., The
International Commission of Jurists: Global Advocates for Human Rights (Philadelphia: University
of Pennsylvania Press, 1994).
10
Véase Ethel C. Phillips, You in Human Rights: A Community Action Guide for International Human
Rights Year, (New York: Unesco, 1968) y Stanley I. Stuber, Human Rights and Fundamental
Freedoms in Your Community (New York: National Board of Young Men’s Christian Associations,
1968), este último copatrocinado por la American Association for the United Nations. Para la
comisión, véase su informe/panfleto final, To Continue Action for Human Rights (Washington:
Government Printing Office, 1969). A un nivel más relacionado con el tema político John
Carey, The International Protection of Human Rights (New York: Oceana Publications, 1968).

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Samuel Moyn 149

que existen en el camino hacia la realización de las preocupaciones inter-


nacionales sobre los derechos humanos.11

Pero fue en una sesión conjunta en septiembre de 1968 donde quizá


las lecciones más relevantes y reveladoras fueron aprendidas por las pro-
pias ONG a partir de la catástrofe que significó Teherán para la estrategia
de derechos humanos. Comparada con Teherán, la Conferencia de ONG,
celebrada en París en la Unesco, fue un asunto radicalmente diferente. En
su composición, las ONG convocaron casi exclusivamente a residentes
del primer mundo. La mayoría de ellos eran miembros de organizaciones
religiosas de distintas clases, aunque algunos de los principales exposito-
res —prominentemente el presidente de Zambia, Kenneth Kaunda— re-
presentaban una nueva sangre. Algunos de los padres fundadores de los
cuarenta también estuvieron allí. René Cassin, cuyo Premio Nobel de la Paz
fue anunciado algunas pocas semanas después, sostuvo que las ONG “mi-
litantes” debían proseguir con su lucha por reformar la ONU y en especial
con la idea de aprobar convenciones vinculantes de derechos humanos12.
En vista de lo ocurrido en Teherán, la insistencia de Charles Malik sobre el
trasfondo cristiano de los derechos humanos que fue tan importante en
los años cuarenta no tuvo sino una resonancia en su momento:
No hay nada de lo que se ha proclamado sobre los derechos humanos en
nuestra era, nada, por ejemplo, en nuestra Declaración Universal de los
Derechos Humanos, que no pueda rastrearse a la gran matriz religiosa
cristiana —resaltó—. Incluso quienes hoy en día llevan a cabo una fun-
damentación no religiosa y antirreligiosa de los derechos humanos con
evidente pasión y sinceridad […] deben su impulso, consciente o incons-
cientemente, a la inspiración original de esta tradición.13

En sus formas actuales, por contraste, el islam había virado de su po-


tencial contribución a los derechos humanos, con su “resaltable tradición
humana que debía ser revivida para nuestros tiempos independientemente
de lo efímero de la política”. En las secuelas de Teherán y en vista de las
convulsiones globales, Malik guardó su principal queja contra el activismo
juvenil, el cual no era útil para los derechos humanos porque se extraviaba
en una excesiva y adornada oposición a la sociedad existente, en lugar de
moderar sus críticas contra la injusticia a la luz de los logros sustanciales
de la civilización hasta ahora.


11
Morris B. Abram, “The UN and Human Rights”, Foreign Affairs 47, n.° 2 (enero, 1969): 363-74;
Moskowitz, International Concern, cap. 2, “Disappointment at Tehran”, 13, 23.
12
René Cassin, “Twenty Years of NGO Effort on Behalf of Human Rights”, en Conference of NGOs
in Consultative Status, Toward an NGO the Advancement of Human Rights (New York, 1968), 22.
13
Charles Malik, “An Ethical Perspective”, en Conference of NGOs in Consultative Status, Toward
an NGO, 99-100.

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150 La última utopía

Desearía que alguien, preferiblemente un joven, se atreviera a pararse


frente a la juventud e inculcara en ella que hay muchas cosas que también
están bien y que es su deber amarlas —señaló Malik—. Las organizaciones
no gubernamentales no pueden darse el lujo de ver cómo la juventud cae
presa del nihilismo.14

Otros, sin embargo, reconocían que a diferencia de otras aspiraciones,


los derechos humanos habían fracasado en convertirse en un programa
convincente para la gente joven. Frederick Nolde, quien también había
estado presente en el momento de la creación, y sin poner en cuestión
las ya viejas actividades de las ONG como su propio grupo ecuménico
protestante, miró alrededor de la sala donde estaban reunidos y señaló
irónicamente: “uno tiene que estirar la imaginación y la memoria para
catalogar a la mayoría de los participantes como jóvenes. Esta situación
puede y debe ser cambiada”15.
El evento de París, para quienes pensaban por qué los derechos huma-
nos habían fallado hasta el momento, reflejaba sobre todo la inviabilidad de
la aproximación de ubicar a la ONU en el centro del activismo de derechos
humanos y su pobre desempeño en comparación con otras estrategias
para promover causas sociales y políticas que habían sacudido al mundo
occidental. Egerton Richardson, quien como embajador jamaiquino a las
Naciones Unidas había propuesto en 1963 tener un Año de los Derechos
Humanos, fue incluso más directo.
Teherán fue nuestro momento de verdad —exclamó— cuando nos enfren-
tamos cara a cara con la naturaleza de nuestra bestia (cuando vimos qué
significa estar promoviendo los derechos humanos trabajando principal-
mente a través de los gobiernos). Los vacíos de Teherán fueron muchos y
sus logros pocos; por ello ahora parece necesario confiar más en la gente
que en los gobiernos para la búsqueda, con algún entusiasmo, de la pro-
moción de los derechos humanos y la dignidad humana.16

14
Malik, “An Ethical Perspective”, 99-100.
15
O. Frederick Nolde, “The Work of the NGO’s: Problems and Opportunities”, en Conference
of NGOs in Consultative Status, Toward an NGO the Advancement of Human Rights, (New
York, 1968), 111. Igualmente, el filósofo suizo Jeanne Hersch, quien había coordinado la
publicación de Unesco, Birthright of Man (Paris: Unesco, 1969), lamentaba el hecho de que
“algunos pueblos, en especial los nuestros, están invadidos con una fiebre de destrucción, o
pregonando la destrucción para que la justicia emerja del vacío. Esta indignación está muy
de moda”. Hersch, “Man’s Estate and His Rights”, en Toward an NGO, 102. Cf. W. J. Ganshof
van der Meersch, “Droits de l’homme 1968”, Droits de l’homme 1, n.° 4 (1968): 483-90 y Gerd
Kaminski, “La jeunesse, facteur de la promotion et de la réalisation du respect universel des
droits de l’homme”, Droits de l’homme 4, n.° 1 (1971): 153-90.

16
Sir Egerton Richardson, “The Perspective of the Tehran Conference”, en Toward an NGO Strategy,
25; Germaine Cyfer-Diderich, “Report of the General Rapporteur”, en Toward an NGO Strategy, 1.

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Samuel Moyn 151

Frente a otras utopías rivales que no apelaban a los derechos humanos,


estos tenían que encontrar un camino para competir.
En la construcción de una historia sobre el triunfo del concepto de los
derechos humanos, sería un error desechar completamente los procesos
de la ONU, que durante estos años la organización introdujo y obstaculi-
zó. Ella sufrió su propia evolución muy lentamente. Sin embargo, en un
importante estudio, el politólogo británico H. G. Nicholas podía seguir
siendo sarcástico a mediados de los setenta sobre los alcances prácticos
de los derechos:
Nada le ha hecho más daño a la Organización en general, y en especial a
la Unesco, que la búsqueda inútil de los derechos humanos. Ningún país
es inocente en este asunto, ni siquiera los Estados Unidos, quienes presio-
naron en San Francisco para que se adoptaran disposiciones de derechos
humanos en la Carta, ni el bloque soviético, que los explotó con una
indiferencia sorprendente respecto a los abusos que ellos mismos patro-
cinaban, ni los latinoamericanos, que encontraron en ellos una forma de
saciar sus apetitos retóricos, ni los anglosajones, que actuando en contra
de su tradición realista en materias liberales y humanitarias se unieron
al resto en una admiración colectiva del traje nuevo del emperador. Así,
una cobarde conspiración se desarrolló para pasar por alto la inherente
irracionalidad de una organización de Estados dedicada a proteger los de-
rechos humanos cuando, a lo largo de la historia, son los propios Estados
quienes han sido sus principales violadores.17

A pesar de la labor de pequeños grupos y de un reducido número de


burócratas en los cincuenta y sesenta, los derechos humanos explotaron
en la década de los setenta en una relación directa a la asombrosa margina-
lización de la ONU como el foro central para la discusión y como el único
guardián imaginativo de las normas. Respecto de esta pérdida de prestigio
de la ONU, el internacionalismo estadounidense de la Segunda Guerra, y
sus residuos de posguerra, no eran precedente para esta nueva situación18.
Fue Amnistía Internacional, por encima de todo, quien hizo esta movida
decididamente. Teherán ya había confirmado la necesidad de un nuevo
tipo de movilización de alguna especie, para lo cual AI iba a proveer cada
vez más el modelo.
De hecho, casi que en solitario, Amnistía Internacional inventó el ac-
tivismo de base y a través de él condujo la sensibilización pública respecto


17
H. G. Nicholas, The United Nations as a Political Institution (Oxford: Oxford University Press,
1975), 148-49.
18
Para un barómetro interesante del estado del internacionalismo estadounidense de vieja guar-
dia a mediados de los sesenta, véase Richard N. Gardner, Blueprint for Peace: Being the Proposals
of Prominent Americans to the White House Conference on International Cooperation (New York:
McGraw-Hill, 1966), 84-102 en lo que se refiere a los derechos humanos.

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152 La última utopía

de los derechos humanos. Su contribución llegaría a tener el mayor punto


de visibilidad cuando recibió el Premio Nobel de la Paz en 1977, el año de la
irrupción de los derechos humanos, aunque su trabajo había iniciado años
antes. A diferencia de las ONG que vinieron antes y habían invocado los
derechos humanos ocasional o frecuentemente, AI se abrió a la participación
masiva a través del marco institucional de los capítulos locales, cada uno de
ellos actuando en apoyo de víctimas de persecución específicas y personali-
zadas. A diferencia de los grupos de derechos humanos anteriores, no tomó
a la ONU como el principal lugar para el activismo. Evadiendo el tema de la
reforma al tema de la gobernanza internacional, buscó una conexión pública
y directa con el sufrimiento, encendiendo velas en una muestra de solidari-
dad y escribiendo cartas a los gobiernos pidiendo clemencia y la liberación
de detenidos. Estas innovaciones prácticas dependían en el mismo grado
de una lectura brillante de la clase de idealismo en el mundo de posguerra
y en un entendimiento profundo de la importancia de gestos simbólicos.
No obstante, los orígenes de Amnistía Internacional en las respuestas
cristianas a la Guerra Fría no habían sido promisorios y su lenta transfor-
mación hacia una celebrada organización de derechos humanos vuelve
clara la necesidad de distinguir entre la creación, evolución y recepción de
dichos grupos. Gracias a su fundador, Peter Benenson, AI emergió a través
de una improvisación interesante y productiva a partir de los movimientos
de paz cristianos anteriores. Junto con el cuáquero Eric Baker, Benenson
trató de construir un nuevo desahogo para los idealistas desilusionados
por el estancamiento producto de la Guerra Fría, especialmente después
de que el socialismo había revelado ser un experimento fracasado. Luego
de la columna propagandística inaugural de Amnistía, “The Forgotten
Prisoners”, publicada en la edición de mayo 28 de 1961 en el Observer,
Benenson señaló que
el propósito subyacente a esta campaña —la cual espero que sea recordada
pero no hecha pública por quienes están conectados con ella— es encon-
trar una base común a partir de la cual los idealistas del mundo puedan
cooperar. Está diseñada en particular para absorber el entusiasmo latente
de un gran número de idealistas quienes, desde el eclipse del socialismo,
se han visto crecientemente frustrados; de modo semejante, está diseñada
para que sea atractiva a los jóvenes que buscan un ideal.

Sorprendentemente, en privado, Berenson iba tan lejos hasta concluir


que el desahogo que AI proveía a los idealistas hacía que los efectos en las
víctimas fuera menos importante: “Es más relevante usar energéticamente
el entusiasmo de los colaboradores […] Los verdaderos mártires prefieren

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Samuel Moyn 153

sufrir, y, añadiría, los verdaderos santos no están peor en prisión que en


cualquier otro lugar de la tierra”19.
Así las cosas, lo que importa es sobre todo el entendimiento personal
que tiene el activista de sus acciones, y no simplemente la situación de
la víctima que atraía su mirada. La búsqueda de un nuevo espacio para el
idealismo presuponía el colapso del dominio que la Guerra Fría ejercía so-
bre la imaginación. Los orígenes de Amnistía Internacional contienen una
valiosa clave para entender la explosión tardía de los derechos humanos a
mediados de los años setenta, cuando tantos iban a buscar una utopía sus-
tituta. El contexto en el que se formó la empresa de Benenson pudo haber
estado en una constelación mucho más amplia de movimientos pacifistas
religiosos, como la Pax Christi entre los católicos (en el que Benenson, hijo
de padres judíos, también participó luego de su conversión en 1958), o el
Consejo Mundial de Iglesias para los protestantes ecuménicos. Es muy
importante que, a pesar de Frederick Nolde, ningún grupo había hecho
de los derechos humanos su idea central20. Por esta razón, el lazo entre las
causas propias de AI y los derechos humanos no era central ni necesario
en un principio; parece haberse debido no a Benenson sino a su colega
abogado, Peter Archer, quien sugirió aludir al concepto por primera vez
en la campaña a favor de los “presos de conciencia”21. Aunque ello fuera
incidental, la alusión, la cual se volvería crecientemente central en la
historia de la organización, dio a AI el rol de vanguardia en la historia del
activismo de derechos humanos.
El propio Benenson en un principio volvió fundamentales a los clérigos
católicos como Josef Beran y József Mindszenty en su artículo original del
Observer, pues su sufrimiento bajo el comunismo había definido el signifi-
cado de los derechos humanos internacionales de diciembre de 1948. Esto
era una conexión umbilical a la formación de la inmediata posguerra de
los derechos humanos. De modo similar, Benenson también insistió en
la preminencia de la libertad de cultos de la mano de la libertad de con-
ciencia; Amnistía Internacional, escribió en su famoso Persecution 1961,


19
Citado en Tom Buchanan, “‘The Truth Will Set You Free’: The Making of Amnesty
International”, Journal of Contemporary History 37, n.° 4 (2002): 591.
20
Sobre Pax Christi, véase François Mabille, Les catholiques et la paix au temps de la guerre froide
(Paris: Harmattan, 2004). Sobre el Congreso Mundial de Iglesias, véase Edward Duff, The Social
Thought of the World Council of Churches (London, Longmans, Green, 1956).

21
Archer, quien supuestamente iba a escribir un volumen sobre los derechos humanos para
acompañar el trabajo de Berenson sobre prisioneros, no lo entregó a tiempo. Cf. años después
Archer, “Action by Unofficial Organizations of Human Rights”, en The International Protection
of Human Rights, ed. Evan Luard (London: Thames and Hudson, 1967); y Archer, Human Rights,
Fabian Research Series, 274 (London, 1969). Pero fue gracias a su sugerencia que Benenson decidió
terminar la campaña el 10 de diciembre, en el aniversario de la aprobación de la Declaración
Universal.

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154 La última utopía

iba a ser “un movimiento no político, no sectorial e internacional para


garantizar el libre intercambio de ideas y la práctica libre de la religión”.
Seán MacBride, también una de las figuras iniciales de AI, lideró su primera
misión a Checoslovaquia para investigar la detención de Beran22. Inmedia-
tamente Amnistía Internacional trascendió las causas pasadas, cortando
las conexiones obvias al marco institucional de la inmediata posguerra.
Comparando sus actividades con la agitación anterior y la contemporánea
alrededor de prisioneros políticos —una causa que tenía ya casi un siglo
y que había engendrado una liga de entreguerras, igualmente— AI proce-
dió de una manera “no -política”. Se traslapaba en sus orígenes culturales
con la Campaña para el Desarme Nuclear, pero AI se definió a sí misma
de una manera más clara en contra de la izquierda, incluso aunque se
concentrara primordialmente en víctimas de regímenes de derecha y de
las democracias liberales. En esta decisión, y en su famosa práctica tem-
prana de que los capítulos locales o “grupos de adopción” escogieran de
a tres prisioneros (cada uno seleccionaría uno del primero, del segundo y
del tercer mundo) radicaba su poderosa afirmación de estar por encima y
más allá de la política. Esta afirmación a la trascendencia era, de hecho, la
principal innovación de Benenson.
Cuando el profesor de la Universidad de Columbia, Ivan Morris, fundó
Amnistía Internacional Estados Unidos, unos años después, y el capítulo
de Riverside inició sus reuniones en la sala de la casa del filósofo de Colum-
bia Arthur Danto en el Upper West Side de Nueva York, el impulso siguió
siendo el mismo: “salvar el mundo, un individuo a la vez”23. Esta sería una
fórmula con tremendo poder: de cara a otras utopías ya manoseadas en el
campo político, una moralidad no partidista existía por fuera y por encima
de aquellas. Por un tiempo, y a pesar de la impresionante incursión de AI
en el Reino Unido, dicha aproximación tendría solamente un atractivo
restringido. Los eventos que llevaron y luego se alejaron de 1968, y sola-
mente ellos, harían crecientemente relevante el activismo que Amnistía
Internacional promovía —no solamente al redefinir el tipo de activida-
des de las ONG, sino también allanando el camino para el triunfo de los
derechos humanos como la utopía eficaz que nunca antes había sido—.
Lo que más importaba, en suma, era el espacio competitivo en el que
los derechos humanos tenían que derrotar a otros proyectos alrededor de
1968. Los derechos humanos solamente eran una de muchas ideologías

22
Peter Benenson, Persecution 1961 (Harmondsworth: Penguin Books Ltd, 1961), 152. Uno de los
primeros “padrinos” de Amnistía, Andrew Martin, había estado particularmente preocupado
con los clérigos del este europeo en los años 1940. Para la mejor visión general sobre las acti-
vidades de MacBride en temas de derechos humanos durante los años, véase MacBride (con
Éric Laurent), L’exigence de la liberté (Paris: Stock, 1980), 163-70.
23
Arthur Danto, comunicación personal.

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Samuel Moyn 155

que habían prosperado, y de hecho lo hizo, luego de que la disputa por


modelos sociales propios de la Guerra Fría entrara en declive en los años
sesenta. La desintegración de las condiciones ideológicas que habían de-
jado de lado la propuesta de los derechos humanos en los años cuarenta
no significaba por sí sola que ahora todos apuntaran a los derechos como
un nuevo entusiasmo. Benenson y sus pocos seguidores tempranos eran
una pequeña minoría. Durante esa década, muchos apuntaban a diferentes
tipos de oposición a la Guerra Fría. De hecho, el inminente colapso de los
términos de la Guerra Fría, respecto de lo cual Benenson había tenido una
precoz intuición, en el corto plazo favorecieron otros esquemas. El estanca-
miento nuclear, por encima de todo, fue el que socavó las condiciones para
la estabilidad que los políticos de la Guerra Fría habían buscado asegurar
a través de la escalada nuclear junto con el temor y lealtades que ella ins-
piraba. El punto muerto de las dos visiones, cada una insistiendo en que
tenía que ganar a cualquier precio, también significó en Occidente, como
en el Este, que cada vez menos personas se involucraran en el conflicto,
haciendo que fuera más fácil quejarse mostrando decepción por lo que
ocurría adentro de sus fronteras y acusando de inmoralidad a los rivales24.
En los años sesenta, nuevas visiones de cambio social que buscaban
una salida a la contención de la Guerra Fría florecieron en varios lugares
del mundo. El movimiento de derechos humanos, Amnistía Internacional
incluida, era algo demasiado periférico a esta nueva sensibilidad. Mientras
que los derechos humanos deben sus orígenes a los “nuevos movimien-
tos sociales”, por un largo periodo de tiempo eran simplemente uno
entre muchos otros más prominentes. Así, fue tanto parte de la explosión
“contracultural”, entendida como conjunto de causas idealistas, como
beneficiario de su colapso. Por ello, el análisis debe concentrarse en por qué
los derechos humanos sobrevivieron y aumentaron su participación entre
utopías muy diferentes que se construían a partir de la masiva inyección
de energía a la movilización social. Los participantes de la conferencia de
ONG en París, en el verano después de que Mayo del 68 hubiera sacudido
la ciudad, simplemente estaban descubriendo lo obvio cuando concluye-
ron que el espíritu de la época estaba en poder de la juventud y que, hasta
el momento, otras ideologías diferentes a los derechos humanos estaban
ganando la partida.
En la medida en que otras causas fracasaron durante la década siguien-
te, los derechos humanos se convirtieron en un marco novedoso para una
serie de movimientos honestos. En el bloque comunista, el fenómeno de
la “disidencia” era fruto de un largo aunque lento desarrollo. Cualesquiera


24
Jeremi Suri, Power and Protest: Global Revolution and the Rise of Détente (Cambridge: Harvard
University Press, 2003).

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156 La última utopía

que fueran sus raíces profundas, la disidencia emergió solo después de


la política de desestalinización de Nikita Khrushchev, marcada por su
espectacular discurso “secreto” de 1956 que motivó e inspiró un sinnú-
mero de críticas adicionales al régimen (“Puede decirse”, señaló en alguna
oportunidad el defensor de derechos humanos Valery Chalidze, “que el
movimiento comunista por los derechos humanos fue iniciado por Nikita
Khrushchev”25). Entre las oscuras redes o por intermedio de la literatura
samizdat —y en especial la famosa Chronicle of Current Events, publicada
inicialmente en la primavera de 1968— la información sobre amigos y pa-
rejas internadas en lejanos campos o instituciones psiquiátricas represivas
se fue acumulando. Los desgarradores testimonios de Anatoly Marchenko
y, más adelante, Vladimir Bukovsky fueron especialmente influyentes.
Lo que más se temía de estos informes en un principio, al menos para las
redes soviéticas domésticas, era un recrudecimiento del “estalinismo”
luego de unos años en que se había diluido. Sin embargo, marcó una épo-
ca el hecho de que estas minúsculas filtraciones de disenso soviético, las
cuales aumentaban entre escritores y científicos luego del juicio en 1966
contra Yuli Daniel y Andrei Siniavsky, fueran reformuladas como causas
de derechos humanos a través de la formación del Grupo de Acción para
la Defensa de los Derechos Humanos en 1969 (al año siguiente apareció
un Comité de Derechos Humanos incluso más significativo).
¿Cómo ocurrió esto? La estrategia de los derechos humanos se derivaba
en parte del principio de que los disidentes argumentaban en términos de
derecho socialista, resaltando el fracaso del régimen para someterse a las
propias reglas que había proferido. Esta estrategia “legalista” —creación
autóctona de Aleksander Esenin-Vopin— inició aludiendo a los derechos
domésticos que supuestamente estaban garantizados por la constitución,
no a los “derechos humanos” del sistema internacional. En efecto, los
orígenes de la disidencia son convencionalmente puestos en la manifesta-
ción en pro del glasnost del 5 de diciembre de 1965, programada para que
ocurriera en la festividad que celebraba la llamada Constitución de “Stalin”
de 1936 (en lugar de acordar que se llevara a cabo el Día Internacional de
los Derechos Humanos, cinco días más tarde). El Grupo de Acción de 1969
debía su nombre al término usado por la Constitución de “Stalin” para des-
cribir las organizaciones ciudadanas voluntarias para la construcción del
socialismo. El legalismo de Volpin distinguía los movimientos disidentes
incluso antes de que lo hiciera el concepto de derechos humanos26. Además

25
Valery Chalidze, To Defend these Rights: Human Rights in the Soviet Union (New York: W.W.
Norton, 1974), 51.
26
Sobre Volpin, véase el brillante texto de Benjamin Nathans, “The Dictatorship of Reason:
Aleksandr Volpin and the Idea of Rights under ‘Developed Socialism’”, Slavic Review 66, n.° 4
(invierno, 2007): 630-63.

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Samuel Moyn 157

desde un principio, la disidencia se asemejaba al abandono de la política


de Benenson en Occidente, entendiblemente en virtud de la inviabilidad
de conseguir reformar el régimen soviético.
Confusamente, sin embargo, no hay una respuesta clara a por qué
los fundadores del Grupo de Acción escogieron, en 1969, referirse a los
derechos humanos en lugar de remitirse principalmente a protecciones
domésticas, tal como lo habían hecho los disidentes anteriores. El hecho
de que 1968 fuera el Año Internacional de los Derechos Humanos, y que
en la Unión Soviética hubiera propuestas para que se celebrara firmando
las convenciones de derechos humanos, pudo haber sido un catalizador.
Cuando el Chronicle of Current Events inició en abril 30 de 1968 (en lugar de
hacerlo el primero de mayo), hizo referencia a los abusos que el gobierno
soviético estaba cometiendo contra su propia población en este año que
pretendía ser una celebración de los derechos humanos27. Pero el hecho a
resaltar —particularmente si se tienen en cuenta las fuentes domésticas y
autóctonas de la estrategia disidente— es que fácilmente el movimiento
bien pudo no haber sido jamás de derechos humanos. Cuando el Grupo
de Acción se formó en mayo de 1969, luego del arresto del exgeneral Piotr
Grigorenko, y redactó su petición a las Naciones Unidas y no a los líderes
soviéticos, dicha movida resultó marcando sin querer el destino de la
historia mundial28.
No hay forma de aislar el ascenso de las protestas de derechos humanos
contra el régimen soviético de la más amplia transformación de las espe-
ranzas para la salvación y redención del socialismo. Desde un principio,
el minúsculo grupo de disidentes estaba profundamente dividido entre
ellos y concluyeron que el régimen había fracasado tan catastróficamente
por diferentes razones. El grupo incluía algunos herederos de los “viejos
bolcheviques” (los hermanos Roy y Zhorees Medvedev, entre los más nota-
bles) quienes creían que el régimen simplemente se había desviado y tenía
que retornar a sus principios fundamentales. Es notable la diferencia entre
las posiciones liberal secular y nacionalista religiosa de los dos disidentes
que se convirtieron de lejos en los más famosos alrededor del mundo, el
médico Andrei Sakharov y el escritor Aleksander Solzhenitsyn, pero su
distancia no impidió en un principio su cooperación. Esta naturaleza


27
Véase una traducción parcial en Peter Reddaway, ed., Uncensored Russia: Protest and Dissent in
the Soviet Union (New York: American Heritage Press, 1972), 53-54; cf. Mark Hopkins, Russia’s
Underground Press: The Chronicle of Current Events (New York: Praeger, 1983), 1, 26-27.
28
El texto de la petición está en Samizdat: Voices of the Soviet Opposition, ed. George Saunders, (New
York: Monad Press, 1974), Chalidze también empezó a investigar el derecho de las Naciones
Unidas como parte de su compromiso más amplio que tenía este momento de aprender sobre los
aspectos jurídicos. Joshua Rubenstein, Soviet Dissidents: Their Struggle for Human Rights (Boston:
Beacon Press, 1980), 128-29. Cf. Chalidze, The Soviet Human Rights Movement: A Memoir (New
York: American Jewish Committee, 1984).

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158 La última utopía

coalicionista de la disidencia, que reaparecería en todo el bloque orien-


tal, permitió la coexistencia de diferentes elementos. De manera más
evidente, diversas formas de resistencia nacionalista podían encontrar
una identificación entre ellas de manera más fácil gracias al minimalismo
de los derechos humanos, en especial si se compara con la adhesión a un
comunismo revisionista que tenía muy poco para ofrecer29. Sin embargo,
cualesquiera que fuesen las fuentes para la unidad interna del movimiento,
las condiciones para su crecimiento en casa y la celebración fuera de ella
se encuentran con seguridad en el colapso del romance socialista después
de 1968: la disidencia de cualquier tipo solo hizo incursiones significativas
en el mundo comunista y se convirtió en algo visible para Occidente por
la implausibilidad de reformar el comunismo tal como se vio con claridad
luego de los eventos del verano de 1968.
Aun cuando Mayo del 68 en París simbolizaba el ascenso de una utopía
juvenil alrededor del mundo, la invasión soviética a Checoslovaquia en
verano de 1968 puso fin a la Primavera de Praga, la cual representaba un
tiempo de reforma del comunismo bajo el líder popular Alexander Dubïek.
Este acontecimiento aterrador estableció los parámetros para la búsqueda
de una utopía más allá del comunismo viciado de un régimen totalitario
que no admitía oposición alguna. Cuando los tanques soviéticos entraron
a Praga, los movimientos que alguna vez habían favorecido la “democra-
tización” fueron neutralizados silenciándolos y conduciéndolos a abrazar
una estrategia alternativa. El espectacular colapso de las esperanzas por
un “humanismo marxista” alrededor de la región dejó un nuevo espacio
ideológico para que la estrategia de derechos humanos de la disidencia
ahora fuera esencial en la Unión Soviética de principios de los setenta y en
muchos otros lugares en los años posteriores. Si la poderosa aproximación
legalista de Volpin se concretó poco tiempo antes, fue solamente después
de Praga que partes de la disidencia vinieron a verse a sí mismas como un
“movimiento de derechos humanos”, sobre todo en virtud de la fundación
de los grupos en Moscú. Llenando el espacio dejado libre por la implosión
de un comunismo reformista, la disidencia desempeñó sus actividades
dejando atrás las alternativas políticas en nombre de una crítica moral.
Aunque fue el dramaturgo y disidente checo Václav Havel quien
formuló de manera más prominente el asunto, el disenso soviético había
empezado ya en 1972 a oponerle la moralidad a una política que había
fracasado. Para un disidente, Anatoly Yakobson, el disenso no podía ofrecer
una “lucha política (para la cual, hay que decirlo, las condiciones nece-
sarias están ausentes)”. En cambio, explicó, solo puede adoptar la forma

29
Véase David Kowalewksi, “The Multinationalization of Soviet Dissent”, Nationalities Papers
11, n.° 2 (otoño, 1983): 207.

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Samuel Moyn 159

de una “lucha moral […]. Uno debe empezar por formular que la verdad se
necesita por su propio bien y por ninguna otra razón”. Otro portavoz de
alto perfil, el médico Yuri Orlov, se refirió en 1973 al fundamento del mo-
vimiento como una “ética común a toda la humanidad”. Al año siguiente
Pavel Litinov explicó que lo importante era su carácter “no político”. En
realidad, por supuesto, el movimiento “era político en el sentido de que
amenazaba los fundamentos del poder soviético”30. Pero estaba basado
en una política que precisamente funcionaba gracias a su pretensión de
trascender la política —muy al estilo de lo que anteriormente planteaba
Benenson—.
La singular trayectoria de Sakharov ilustra vívidamente la centralidad
de 1968 y las notables contingencias de los años que siguieron. Sakharov
había iniciado sus acciones antes de ese día, tal como cuando asistió a una
pequeña manifestación del Día de la Constitución en 1966 para pedir la
democratización. Sin embargo, no se involucró con los juicios de disidentes
literatos. Su breve pero crucial amistad con Roy Medvedev, cuya historia
leninista sobre el estalinismo lo afectó poderosamente, era lo más impor-
tante en este punto, más que sus otros pocos contactos con disidentes. Un
acto lleno de coraje lo convirtió en una celebridad mundial de la noche a
la mañana. Sakharov, un científico nuclear que mantuvo acceso durante
mucho tiempo a los más altos rangos del gobierno soviético, redactó una
petición por la coexistencia y logró hacerla llegar al New York Times, donde
fue publicada el 22 de julio de 1968.
Su contexto original —incluso para el lector occidental— se inscribía
en la causa de la détente entre las potencias de la Guerra Fría. Sakharov
presentó un esperanzador modelo en el que el comunismo y el capitalis-
mo serían reformados, dejando atrás el bloqueo nuclear y quizá llegando
a un modelo de convergencia algún día. Dado el momento en el que fue
publicado, el significado del texto de Sakharov, titulado “Reflexiones so-
bre el progreso, la coexistencia y la paz”, fue imposible de interpretar sin
hacer referencia al experimento checoslovaco (el Times informaba directa-
mente sobre el asunto debajo de una fotografía de un convoy del Pacto de
Varsovia entrando al país). Por su posible contribución a la democratización


30
Yakobson, citado en Natalia Gorbanevskaya, Red Square at Noon (New York: Holt, Rinehart
and Winston, 1972), 284; Orlov y Litvinov, citado en Philip Boobbyer, Conscience, Dissent, and
Reform in Soviet Russia (New York: Routledge, 2005), 88, 75, 89. Más tarde, Litvinov reflexiona-
ba, “El movimiento de derechos humanos se ha concentrado por completo en la defensa del
individuo contra el comportamiento arbitrario del gobierno, no en cuestiones de estructura
social o estatal. Dedicándose a esta misión aparentemente simple y práctica, la revitalizada
intelectualidad está superando el vicio de la vieja intelectualidad de tener una ciega fe en los
esquemas utópicos”. Litvinov, “The Human-Rights Movement in the Soviet Union”, en David
Sidorsky, ed., Essays on Human Rights: Contemporary Issues and Jewish Perspectives (Philadelphia:
Jewish Publication Society, 1979), 124.

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160 La última utopía

comunista, la Primavera de Praga fue un experimento que Sakharov apoyó


con entusiasmo.
En este punto, los derechos humanos como un lenguaje de los disidentes
aún no estaban en el horizonte de Sakharov. De manera notable, la Decla-
ración Universal merecía ser mencionada en su texto de 1968, pero gracias
a sus valores que rechazaban con la misma intensidad el imperialismo occi-
dental y la “contrarrevolución”: “La política internacional no busca explotar
las condiciones locales y específicas para ampliar las zonas de influencia y
crear dificultades para otro país”, escribió invocando el internacionalmente
protegido derecho a la autodeterminación colectiva, en lugar de aludir a los
derechos individuales de libertad de expresión y cultos.
El objetivo de la política internacional es asegurar el cumplimiento
universal de la Declaración de los Derechos del Hombre y prevenir la
agudización de las tensiones internacionales y el fortalecimiento de las
tendencias militaristas y nacionalistas. Un conjunto de principios de este
tipo no sería, en ningún caso, una traición a la lucha revolucionaria por la
liberación nacional, a la lucha contra la reacción y la contrarrevolución.31

No obstante, el colapso de la Primavera de Praga abrió el camino para


un cambio.
Solo pasaron dos años, sin embargo, antes de que Sakharov conociera
a Chalidze, quien le propuso unirse al Comité de Derechos Humanos, el
cual, después de 1970, se convirtió en el grupo disidente más importante.
Incluso entonces, Sakharov se mantuvo alejado. Cuando decidió unirse,
rápidamente dio a los derechos humanos una singular importancia, en
primer lugar en su “Memorando a Leonid Brezhnev” de 1970, en el cual
valientemente se aprovechó de su alto perfil para invocar los compromisos
jurídicos internacionales del régimen para criticarlo. La atención inicial
del comité se concentró en la psiquiatría soviética y luego, con mayor
controversia, en la libertad religiosa. Casi inmediatamente, Sakharov
enarboló la libertad de locomoción que demandaban algunos judíos y
también individuos de origen alemán. Fue después de este cambio que
Solzhenitsyn, preocupado de que Sakharov estaba atrapado por la causa
judía en lugar de la redención de Rusia, empezó a tratarlo como un simplón
que podía ser zarandeado por cualquier viento de consideración. Sakharov
le devolvió el favor señalando que a Solzhenitsyn le importaban menos

31
Cito acá la versión del libro rápidamente publicado Progress, Coexistence, and Intellectual Freedom
(New York: Norton, 1968), 42. Mientras Sakharov ciertamente defendía la libertad de pensa-
miento, e incluso se refirió al valor de la personalidad humana (n.° 48), es anacrónico pensar
que se basaba en un marco de derechos humanos para esta época. Cf. Joshua Rubenstein,
“Andrei Sakharov, the KGB, and the Legacy of Soviet Dissent”, en Rubenstein y Alexander
Gribanov, eds., The KGB File of Andrei Sakharov (New Haven: Yale University Press, 2005), 20.

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los derechos humanos como tales que su uso para otros fines asociados
con la restauración del régimen. En Occidente, sin embargo, la imagen
pública de Solzhenitsyn, como la de Sakharov, se consolidó alrededor de
la idea de que una moralidad internacionalmente definida era relevante
sobre todo cuando los esquemas revolucionarios fracasaban. Aplaudido
alrededor del mundo ya en los años sesenta, Solzhenitsyn, también, se
unió al movimiento de derechos humanos cuando este ya había iniciado
su curso sobre la base de su discurso “de contrabando” por medio del cual
aceptó el Premio Nobel en 1970, en el que señaló: “¡Es que ya no quedan
cuestiones internas sobre nuestro hacinado mundo!”32.
El hecho de que Sakharov pudiera llegar a ser conocido fuera de su
país como un ícono de los derechos humanos se debió esencialmente a la
destrucción del experimento checoslovaco y a la rápida evolución de su
carrera a principios de los años setenta. Incluso en un perfil de noviembre
de 1973 publicado en el New York Times Magazine, fue posible presentar
a Sakharov como un activista de los derechos civiles bajo el modelo del
movimiento estadounidense33. Pero en su trabajo con el Comité y para sí
mismo, Sakharov llevaba a cuestas el manto de los derechos humanos cada
vez más. Su discurso de aceptación del Premio Nobel, que su esposa Elena
Bonner leyó en su nombre en Estocolmo en diciembre de 1975, fue titulado
“Paz, progreso y derechos humanos”. En él se documentaba su aprendizaje
desde 1968, cuando paz y progreso habían implicado democratización y
convergencia. Ahora significaban algo nuevo34. Todo ello era impulsado
por un lento desvío de la esperanza por una versión más humana de la

32
Véase Sakharov, Memoirs, 319, donde recordó: “sabía muy poco de la historia del movimiento;
no estaba cómodo con el enfoque legalista [de Chalidze]”, y también dirigió su atención a la
eliminación a largo plazo de la religión, algo que había ignorado durante el juicio de Anatoly
Krasnov-Levitin; cf. Sakharov, Sakharov Speaks, 160-63 (New York: A.A. Knopf, 1974), donde se
reimprime su carta a Brezhnev. Aleksandr Solzhenitsyn, The Nobel Lecture on Literature, trad.
F. D. Reeve (New York: Harper and Row, 1972), 30.
33
En la era en la que el anticolonialismo había definido de otro modo la idea, en la década de los
sesenta, algunos estadounidenses se referían a los derechos civiles nacionales como “derechos
humanos”, sin entender, como Malcolm X, que este nexo implicaba la internacionalización
de los derechos civiles. Por ejemplo, la oficina para los derechos civiles del estado de Nueva
York, fundada con el propósito de combatir la discriminación en material de vivienda y em-
pleo, se rebautizó con el nombre de División de Derechos Humanos, en 1968 y los estudiantes
de derecho de la Universidad de Columbia fundaron Columbia Survey of Human Rights (fue
rebautizada como Columbia Human Rights Law Review tres años más tarde). En estos desarro-
llos, la completa ausencia a referencias fuera del ámbito nacional, y la percepción de que no
era necesario hacer dichas referencias, dan testimonio del pequeño impacto que los derechos
humanos internacionales tenían en la escena estadounidense hasta ese momento. He decidido
no mencionar la agencia estatal de Nueva York en el apéndice del libro.

34
Hedrick Smith, “The Intolerable Andrei Sakharov”, New York Times Magazine, noviembre 4,
1973, en donde la única alusión a los derechos humanos es la afirmación (equivocada) de que
el primer acto de disenso de Sakharov en 1966 fue en el Día Internacional de los Derechos
Humanos, cuando en realidad fue en el aniversario de la Constitución de Stalin. Sakharov,

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162 La última utopía

détente a una menos transformadora pero al menos impoluta forma de


compromiso personal. Sakharov expresó brillantemente este desvío de la
política a la moralidad:
Estoy convencido de que bajo las condiciones que se presentan en nuestro
país, una postura basada en la moralidad y el derecho es la más correcta si
se tienen en cuenta los requerimientos y las posibilidades presentes en la
sociedad. Lo que necesitamos es una defensa sistemática de los ideales y
los derechos humanos y no una disputa política, la cual inevitablemente
incitará a la gente a la violencia, al sectarismo y al delirio. Estoy convencido
de que solamente de esta manera, siempre que haya la más amplia divul-
gación pública posible, Occidente será capaz de reconocer la naturaleza
de la sociedad; y entonces esta lucha se volverá parte de un movimiento
a escala mundial para la salvación del género humano. Esto constituye
una respuesta parcial a la pregunta de por qué he girado (naturalmente)
de problemas mundiales a la defensa de personas individuales.35

Para Sakharov, también, los derechos humanos nacieron de un cambio,


cuando una utopía política fallida le dio paso a la moralidad por sí sola.
En un principio, el primer “movimiento de derechos humanos” que
se vio a sí mismo como tal en la historia mundial tenía poca resonancia
internacional. La irrupción de la disidencia alrededor de los derechos hu-
manos siguió siendo el terreno de grupos pequeños y dispersos: algunos
observadores de los asuntos soviéticos que trabajaban en Radio Libertad
de Munich, los participantes británicos de Amnistía Internacional quienes
compilaban versiones en inglés del Chronicle of Current Events o el Comité
Pour la Defense des Droits de l´Homme en URSS con base en Bruselas36.
En Nueva York, un mes después del artículo de Hedrick Smith, la Liga
Internacional de los Derechos Humanos dio su premio anual a Sakharov.
Junto con el nuevo Instituto Jacob Blaustein de la AJC, hicieron unas pri-
meras traducciones de los textos de los disidentes, mientras que el abogado

“Peace, Progress and Human Rights”, en Alarm and Hope, ed. Efrem Yankelevich y Alfred Friendly,
Jr (New York: A. A. Knopf, 1978).
35
Sakharov, “How I Came to Dissent”, trad. Guy Daniels, New York Review of Books, marzo 21,
1974.
36
Radio Liberty, Register of Samizdat (Munich, 1971). Véase también Felix Corley, “Obituary: Peter
Dornan”, The Independent, noviembre 17, 1999. Para el Comité, un descendiente de la más
antigua Union Internationale de la Résistance et de la Déportation, véase su boletín, Droits de
l’homme in U.R.S.S, la cual funcionó entre 1972 y 1976, y el reporte de su fascinante simposio
Human Rights in the U.S.S.R.: Proceedings and Papers of the International Symposium on the 50th
Anniversary of the U.S.S.R. (Bruselas: International Committee for the Defense of Human
Rights in the USSR, 1972), llevado a cabo en diciembre de 1972 con la participación de Cassin,
Reddaway y otros. Para otras publicaciones representativas de AI, véase Christopher R. Hill,
Rights and Wrongs: Some Essays on Human Rights (London: Penguin Books, 1969), en donde se
incluye la contribución de Peter Reddaway sobre el disenso soviético o Prisoners of Conscience
in the USSR: Their Treatment and Conditions (London: Amnesty International, 1975).

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Samuel Moyn 163

Edward Kline se convirtió en una fuente unipersonal de intercambio de in-


formación sobre la materia37. El valor de la libertad de opinión en el bloque
oriental y en otros lugares del mundo llevó a otras iniciativas como la de
Writers and Scholars International, la cual inició la publicación de su Índice
sobre censura en 1972. En su calidad de editor, Michael Scammell señaló en
su primer editorial que la causa de la libertad de expresión estaba más allá
de las disputas políticas: “Lo que todas las ideologías tienen en común, […]
en mayor o menor grado, es la intolerancia al disenso o a la oposición”.
Pero incluso cuando el comunismo revisionista empezaba a morir en el
Este y solo unos pocos en otros lugares se daban cuenta del nuevo disenso
que allí surgía, el marxismo experimentó un pico en sus simpatizantes en
Occidente en los cinco años posteriores a 1968, mientras que no ocurrió
lo mismo con los derechos humanos (tal como lo notaba Sakharov, el
Pequeño Libro Rojo de Mao circulaba más ampliamente alrededor del mundo
que su ensayo sobre paz y coexistencia)38. Sin embargo, tan pronto como
el movimiento de derechos humanos soviético se formó, ocurrieron otros
eventos inconexos entre sí, los cuales impulsaron una suerte de sinergia
accidental que era evidente en la era de los derechos humanos.
Si el socialismo con un rostro humano murió en Europa en 1968, en
otros lugares recibió su golpe de gracia con el asesinato del presidente
chileno Salvador Allende, en septiembre de 1973. “Los derechos huma-
nos entraron en mi vocabulario el 11 de septiembre de 1973”, tal como
lo señalaba un activista chileno refiriéndose al día del golpe. Habiendo
ocurrido poco después de la toma del poder por parte de los militares en
Uruguay, los espectaculares acontecimientos ocurridos en Chile —junto
con el régimen de la Junta Militar Argentina y su guerra sucia después de
1976— provocaron que los derechos humanos se cristalizaran como un
marco institucional y discursivo. Pero, ¿por qué los derechos humanos y
no algo distinto? Y, ¿de dónde entraron al vocabulario los derechos hu-
manos si no habían estado antes allí? Había habido episodios similares de
represión, incluyendo algunos que hicieron un uso amplio de la violencia,
como en el Paraguay de Alfredo Stroessner después de 1954 y en Brasil luego
del golpe militar de 1964. Además, el gobierno estadounidense había dado
su aceptación tácita y el apoyo financiero anteriormente, como lo hizo


37
Kathleen Teltsch, “Human Rights Association Says Soviet Group Becomes Affiliate”, New York
Times, junio 30, 1971. Véase, por ejemplo, V. N. Chalidze, “Important Aspects of Human Rights
in the Soviet Union”, (una trad. Social Problems) (AJC pamphlet, 1972).
38
Michael Scammell, “Notebook”, Index of Censorship 1, (primavera 1972): 7; Sakharov, Memoirs,
288. Writers and Scholars International nació luego de que Stephen Spender publicara “With
Concern for Those Not Free”, Times Literary Supplement, octubre 1971, reimpreso en Index
of Censorship 1, (primavera 1972): 11-16; y en W. L. Webb y Rose Bell, An Embarrassment of
Tyrannies: Twenty-Five Years of the Index of Censorship, (Nueva York: George Braziller, 1998).

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164 La última utopía

de manera tan notoria en el caso de Augusto Pinochet antes y después del


golpe en su país39.
Es cierto que el efecto dominó de las dictaduras en América Latina en
este momento parecía asombroso, especialmente en el Cono Sur (visto
anteriormente como una zona más estable). Pero incluso mientras una
alianza internacional de derecha se formaba en 1975 para destruir a la
izquierda revolucionaria, la infame Operación Cóndor, los crímenes en el
mundo por sí solos no derivaban en un interés por los derechos humanos.
Su nuevo atractivo dependía acá, también, del poco éxito de las visiones
más maximalistas sobre la transformación política y la apertura del camino
a las críticas morales en momentos de cierre político. Los golpes anteriores
no solamente habían fracasado al no producir el colapso de visiones maxi-
malistas, sino que por el contrario las habían llenado de nueva energía a
tal punto que los regímenes del terror fueron importantes tanto por su
impacto sobre las esperanzas de la izquierda como en sus sorprendentes
coincidencias. Mientras que Praga en 1968 mostró que ningún socialismo
revisionista sería tolerado en la esfera soviética, Santiago en 1973 trajo
al hemisferio occidental la idea de que ningún socialismo revisionista
sería tolerado en la esfera estadounidense. Tal como en la escalada de la
disidencia soviética, la mejor explicación para el auge de los derechos
humanos en América Latina es que muchos en la izquierda aprendieron
la lección —en un principio de manera estratégica— de que debía ocurrir
una alteración en las esperanzas efectivamente realizables. Ello es cierto
a pesar de que América Latina probó ser más hospitalaria a la persistencia
del utopismo revolucionario y guerrillero, incluso mientras los derechos
humanos echaban sus raíces en la región. Aunque los derechos humanos
probaron ser más duraderos, la utopía permanecería “armada” en la región
hasta finales de la Guerra Fría, e incluso tiempo después40.
El giro hacia los derechos humanos como un marco de respuesta no
ocurrió rápida sino lentamente, tal como lo muestra el caso de Uruguay,
que ha sido el que mejor se ha estudiado. Inicialmente, la izquierda que
operaba en el exilio dentro del territorio argentino antes del golpe de 1976
buscó salidas ideológicas afines para denunciar el control del régimen por
parte del represivo aparato militar. En estos años, la campaña internacional

39
Citado en Kathryn Sikkink, “The Emergence, Evolution, and Effectiveness of the Latin Ameri-
can Human Rights Network”, en Elizabeth Jelin and Eric Hershberg, ed., Constructing Democracy:
Human Rights, Citizenship, and Society in Latin America (Boulder: Westvier Press, 1996), 63. Véase
por ejemplo, David F. Schmitz, Thank God They’re on Our Side: The United States and Right-Wing
Dictatorships, 1921-1965 (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1999).
40
Como parte de la abundante literatura, véase J. Patrice McSherry, Predatory States: Operation
Condor and Covert War in Latin America (Lanham: Rowman and Littlefield Publishers, 2005)
y Jorge G. Castañeda, Utopia Unarmed: The Latin American Left after the Cold War (New York:
Knopf, 1993).

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Samuel Moyn 165

liderada por los soviéticos en contra de lo que denominaba la contrarrevo-


lución burguesa, concentrada en la detención de líder comunista chileno
Luis Corvalán, pero que apuntaba a las dictaduras militares en el resto
del mundo, fue uno de los espacios de denuncia. Junto con los brasileños
y los chilenos, Zelmar Michelini, un importante militante de izquierda
uruguayo, viajó a Roma, donde el viejo tribunal izquierdista de Bertrand
Russell —establecido para cuestionar la conducta estadounidense en
Vietnam a finales de los sesenta— había renacido para juzgar los nuevos
crímenes que se presentaban en el Cono Sur41. Estas versiones de interna-
cionalismo estaban a un mundo de distancia del movimiento de derechos
humanos que pronto se formaría. De hecho, en un primer momento, los
uruguayos que criticaban las detenciones políticas del régimen se rehusa-
ron a hacer “lamentos humanitarios” o adoptar “actividades puramente
informativas” pero insistieron en que
los prisioneros serían liberados el día en que la lucha revolucionaria […]
obligue a la burguesía y a su aparato armado a hacerlo, o cuando después
eliminarlos a ellos y a su sistema de explotación abran las puertas de las
prisiones.42

Sin embargo, muy pronto esas figuras estaban haciendo alianzas con
Amnistía Internacional, la cual empezó en estos mismos años a organizar
investigaciones y a publicitar torturas en países latinoamericanos específicos.
Estas investigaciones contribuyeron a los cuestionamientos del Congreso
estadounidense respecto de la participación de ese país en los gobiernos
dictatoriales de derecha. En cuanto a estos esfuerzos, los actores locales
sabían que el éxito de sus denuncias dependía de que mantuvieran se-
parados sus reclamos radicales por el cambio social de su activismo de
derechos humanos. […] Reconociendo que el espacio para el activismo
radical se estaba cerrando en la región en medio de una ola de represión
sin precedentes, buscaron nuevas formas de perseverar en su acción po-
lítica. Prácticamente sin capacidad alguna para desempeñar su actividad
en el espacio doméstico, buscaron interlocutores que pudiesen presionar
al gobierno uruguayo para que cesara la represión contra sus compañeros
activistas de izquierda.43


41
John Duffett, ed., Against the Crime of Silence: Proceedings of the Russell International War Crimes
Tribunal (New York: Simon and Schuster, 1970), William Jerman, ed., Repression in Latin America:
Report on the First Session of the Second Russell Tribunal (Nottingham: Bertrand Russell Peace
Foundation for Spokesman Books, 1975); cf. Arthur Jay y Judith Apter Klinghoffer, International
Citizens’ Tribunals: Mobilizing Public Opinion to Advance Human Rights (New York: Palgrave,
2002).
42
Citado en Vania Markarian, Left in Transformation: Uruguayan Exiles and the Latin American
Human Rights Networks, 1967-1984 (New York: Routledge, 2005), 99.
43
Markarian, Left in Transformation, 141.

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166 La última utopía

A medida que pasó el tiempo, lo que en un principio era una estrategia


se convirtió en una filosofía con “muchos moviéndose de un extremo en
donde abrazaban la visión socialista de los derechos donde solo serían
alcanzados en un horizonte de revolución socioeconómica, hacia la acep-
tación del concepto de derechos universales”44. Como había ocurrido antes
y en otros lugares, la inviabilidad de alternativas políticas dio la principal
razón de ser al giro hacia los derechos humanos.
Estas iniciativas no presuponían el “Sistema” Interamericano de
Derechos Humanos, aunque con el paso del tiempo, las preocupaciones
a las cuales apuntaban sí dieron a ese mecanismo una nueva importancia.
Habiendo sido periférico a lo largo de esta era, el marco interamericano
había nacido a través de la Organización de Estados Americanos (OEA), la
cual había hecho su declaración de derechos en Bogotá en los años cuarenta
pero la dejó en el papel. A pesar de haber creado finalmente la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos en 1959, revisó la más amplia carta
de la organización en 1967 para darle un propósito a la comisión y redactó
la Convención Americana de Derechos Humanos en 1969 (entraría en vigor
diez años después). Luego de proferir una norma absoluta en contra de la
intervención externa en el momento de posguerra —entre muchas otras
cosas, sobre la base de derechos humanos—, después de la Revolución cuba-
na los Estados latinoamericanos habían girado lentamente hasta reconocer
la posibilidad de que tanto la inestabilidad interna como una invasión
exterior amenazaba el “orden público”. A la luz de esta percepción, los
“derechos humanos” se convirtieron en algo mucho más atractivo para
los gobiernos existentes. Luego de excluir a Cuba de participar en la OEA
después de 1962, la organización construyó la nueva comisión de derechos
humanos para atacar las malas prácticas del régimen comunista de la isla.
Pero estos desarrollos difícilmente desembocaron en una relevancia pública
de los derechos humanos como tal. La inacción —internacional y dentro
de la propia OEA— frente a la tortura en Brasil dejaba perfectamente claro
este punto45.
En este sentido, el sistema interamericano probó ser el beneficiario y
no la causa de la transformación en dirección de los derechos humanos.

44
Markarian, Left in Transformation, 177-78.
45
José Cabranes, “Human Rights and Non-Intervention in the Inter-American System”, Michigan
Law Review 65, n.° 6 (abril, 1967): 1175; sobre Cuba, Anna P. Schreiber, The Inter-American
Commission on Human Rights (Leyden: A. W. Sijthoff, 1970), cap. 6; y Tom Farer, “The Rise of
the Inter-American Human Rights Regime: No Longer a Unicorn, Not Yet an Ox”, en David
J. Harris y Stephen Livingstone, eds., The Inter-American System of Human Rights (Oxford:
Oxford University Press, 1998), 45 sobre Brasil. La intromisión del presidente dominicano,
Rafael Trujillo, en los asuntos venezolanos también estimuló la erosión de la norma de la no
intervención. Cf. Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Ten Years of Activities:
1971-1981 (Washington: General Secretariat, Organization of American States, 1982).

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Samuel Moyn 167

Mientras estaba siendo construido, el joven socialismo de Fidel Castro


encendió la imaginación, convenciendo a muchos de unirse a la causa
revolucionaria, no a apoyar los derechos humanos. Luego de la ola regional
de represión de los años setenta, sin embargo, el sistema de la OEA —el cual
pasó de cuestionar a los regímenes de izquierda para hacer lo propio con
los de derecha— fue objeto de una segunda mirada por algunos activistas.
Michelini, quien había descartado a la OEA por considerarla una herra-
mienta de los Estados Unidos y había defendido activamente a Cuba de los
cuestionamientos en nombre de la autodeterminación y la no interven-
ción, ahora insistía en que la autodeterminación no podía significar “una
mano libre que, dentro […] de las fronteras, hace posible los ataques salvajes
y premeditados a los estándares más básicos de la existencia humana”46.
Fue la decisión de un sector de la izquierda latinoamericana de resistir
a la represión regional en términos de derechos humanos lo que ayudó a
marcar la suerte del concepto en la región y en otros lugares del mundo.
Como había ocurrido anteriormente en la Unión Soviética, también
importaba que el lenguaje fuera altamente consensual y ecuménico para
que proveyese una lingua franca para voces diversas. En la esfera soviética,
los primeros miembros de lo que eventualmente sería la coalición de los
derechos humanos había sido un movimiento bautista; pero a pesar de la
permanente preocupación cristiana por la libertad religiosa por muchas
décadas detrás de la Cortina de Hierro, no ocurrió nada comparable a la
cristalización del movimiento internacional de los derechos humanos
ni como consecuencia de los movimientos cristianos locales ni de los
partidarios de los derechos en la esfera internacional. En América Latina,
los católicos fueron los socios cruciales en la movida hacia los derechos
humanos. El famoso aggiornamento de la Iglesia católica bajo el papado
de Juan XXIII había llevado, de manera notable en su encíclica Pacem in
Terris (1963), al tipo de conexión explícita del catolicismo con los derechos
humanos que solo los tempranos innovadores como Jacques Maritain
hubieran podido imaginar. La idea de que el catolicismo representaba a
algo llamado “derechos humanos” se difundió rápidamente alrededor del
mundo en los años sesenta, incluso aunque en la práctica —sobre todo en
España y Portugal, con su clericalismo radical— la posición política de los
católicos permaneció siendo ambigua. Aunque fue importante al acom-
pañar varias reformas institucionales y actos individuales, la reinvención
del catolicismo político alrededor de los derechos humanos no tuvo éxito
en encender la chispa del movimiento de derechos humanos en ningún
lugar del mundo durante los años sesenta, incluso en América Latina. Sim-
plemente fue un condicionante para una serie de eventos que ocurrieron


46
Véase Markarian, Left in Transformation, 78-79.

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168 La última utopía

más tarde, notablemente el tránsito del cardenal Evaristo Arns desde la


empatía caso a caso por las víctimas de la tortura hacia un movimiento
de derechos humanos verdaderamente organizado en Brasil en 197547. El
verdadero significado de la creación de los derechos humanos católicos,
entonces, radicaba en las coaliciones cuya formación iba a permitir cuando
llegara el momento indicado.
En América Latina, la cristiandad política había favorecido amplia-
mente a los gobiernos democráticos de los sesenta, pero típicamente se alió
con el autoritarismo en el marco del ascenso de la izquierda revolucionaria.
También generó importantes lenguajes de oposición impensables antes
de que se produjera la movida ideológica de la Iglesia católica hacia los
derechos humanos. Incluso mientras las reformas católicas de los sesenta
permitieron la invención de nuevos tipos de teologías de la “liberación”,
también se formaron grupos más moderados que apelaban a los derechos
humanos como límites morales inmediatamente después de los golpes au-
toritarios, particularmente en Chile después de 1973. Allí, en una atmósfera
de apoyo católico (incluso episcopal) a la restauración del orden por parte
del nuevo régimen militar, emergió rápidamente un Comité Ecuménico de
Cooperación por la Paz, liderado sobre todo por los cristianos de izquierda
con apoyo del Consejo Mundial de Iglesias. El temprano éxito de la junta
en controlar a la oposición cristiana —en parte a través de la expulsión de
muchos sacerdotes— fracasó cuando el cardenal de Chile Silva Henríquez
accedió a los requerimientos de cerrar el comité solamente para fundar
en enero de 1976 la Vicaría de la Solidaridad, una organización basada en
los derechos humanos. Cualquiera que fuese su diferencia práctica, las
invocaciones cristianas a los derechos humanos eran ideológicamente
importantes en un momento en el que las dictaduras militares dependían
de su asociación retórica con la cristiandad, y el encuadramiento moral
de esta crítica contra el régimen hizo difícil simplemente liquidarla por
ser una peligrosa amenaza política. En 1978, a pesar de un apoyo popular
generalmente fuerte a la dictadura, el cardenal Silva incluso decretó un
“año de los derechos humanos” bajo el lema: “todo hombre tiene el de-
recho a ser persona”48.

47
Véase Michel Bourdeaux, Religious Ferment in Russia: Protestant Opposition to Soviet Religious
Policy (New York: St. Martin’s P, 1968); Agostino Bono, “Catholic Bishops and Human Rights
in Latin America”, Worldview, marzo, 1978 y Lawrence Weschler, A Miracle, a Universe: Settling
Accounts with Torturers (New York: Pantheon Books, 1990), 13, 26, 66. Para el tiempo en que
el movimiento de derechos humanos se consolidó, irónicamente, el régimen brasilero había
usado la tortura cada vez menos.
48
Pamela Lowden, Moral Opposition to Authoritarian Rule in Chile, 1973-1990 (New York: St. Martin’s
Press, 1996). Véase igualmente Brian H. Smith, “Churches and Human Rights in Latin America:
Recent Trends”, Journal of Interamerican Studies and World Affairs 21, n.° 1 (1979): 89-128. Los
clérigos argentinos, por contraste, fueron particularmente pasivos o incluso apoyaron el

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Samuel Moyn 169

La insistencia católica en las restricciones morales a la política, el marco


explícito para el activismo de derechos humanos, permitió a los críticos del
régimen chileno evitar alienarlo, precisamente cuando tenía un gran apoyo
católico particularmente en los grupos de derecha. También permitió una
colaboración sin precedentes con los reformistas de izquierda que se movie-
ron simultáneamente hacia un lenguaje moral estratégico que permitía la
coalición de la oposición. “Es difícil —e inútil— verlo como si hubiera sido
una fuerza ‘pura’ alejada de la política”, señala un comentarista sobre las
afirmaciones morales de los católicos49. Pero tal como en la Unión Soviética
anteriormente, la ficción de una autonomía moral de la política era preci-
samente la condición de su relevancia política. Ello aisló parcialmente a la
oposición católica de la represión estatal y también construyó un lenguaje
minimalista en el cual las agendas que habían sido radicalmente distintas
podían encontrarse. A pesar de esta trascendencia de la política en nombre
de normas morales propias para una coalición, los cristianos se volvieron
parte de un movimiento que no había podido surgir una década atrás a partir
de sus propias innovaciones religiosas.
Mientras tanto, la participación y la simpatía foránea con esas causas
locales se dispararon de manera notable después de 1973. Entre principios
y finales de los setenta, en los cruciales cinco años de la creación del movi-
miento internacional de los derechos humanos, Amnistía Internacional
se alzó por encima de todas las demás organizaciones convirtiéndose
en el foco para observar desde otros lugares las nuevas invocaciones de
los derechos humanos por parte de los movimientos locales soviéticos y
latinoamericanos. A finales de los sesenta, AI había estado al borde de la
disolución gracias a la tonta indiferencia de Benenson respecto a sus nexos
con la inteligencia británica, lo cual hizo que terminara su época a la ca-
beza de la organización. Las secciones europeas de Amnistía Internacional
fueron establecidas poco tiempo después de su surgimiento. La sección
de Estados Unidos, fundada más tarde, esperó los eventos de los setenta
para su expansión a partir de una pequeña base. Luego todo sucedió más
rápido. De siete grupos locales en 1972, se pasó a ochenta y seis en 1976.
La membresía en los Estados Unidos tímidamente alcanzaba unos cuantos
miles, pero se multiplicó por treinta para alcanzar los noventa mil al final
de la década. A pesar de la proliferación de las secciones en la Europa con-
tinental a principios de los años sesenta, la organización como un todo
también experimentó su gran salto hacia adelante en los setenta, cuando

régimen en 1976 y después. Véase Margaret E. Crahan, Catholicism and Human Rights in Latin
America (New York: Institute for Latin American and Iberian Studies, Columbia University,
1989) y Emilio Mignone, Witness to the Truth: The Complicity of Church and Dictatorship in
Argentina, 1976-1983, trad. Philip Berryman (Maryknoll: Orbis Books, 1988).
Lowden, Moral Opposition, 146.
49

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170 La última utopía

creció hasta alcanzar los trescientos mil miembros. En relación con nuevos
movimientos sociales rivales —muchos de los cuales se encontraban en
una caída libre precisamente por la misma época— AI experimentó un
galopante crecimiento. Su éxito dependía de la utopía sustituta que proveía.
Representaba una clara ruptura con el activismo político predominante
en los años sesenta. El proyecto de Amnistía era un distanciamiento cons-
ciente de muchos de los elementos esenciales de dicho activismo —sus
aspiraciones revolucionarias, su búsqueda de soluciones tecnocráticas o
ideológicamente comprehensivas a los problemas sociales, sus ambiciones
arrogantes de cambiar “el sistema” y sus agotadoras polarizaciones inter-
nas—. En cambio, los activistas de Amnistía se basaban en una aproxima-
ción más minimalista y genuinamente pragmática —estaban “trabajando
para hacer del mundo un lugar levemente menos perverso”—. Bajo esta
perspectiva, el activismo de derechos humanos de los setenta se revela a
sí mismo como un producto del idealismo posrevolucionario, creciendo
a partir de una segura desilusión frente a los intentos de la década previa
para provocar el cambio político y de un abandono de algunos de los tonos
más optimistas y esperanzas más elevadas que les habían subyacido. Tan
lejos de las visiones utópicas como de la ingenuidad política, uno de los
miembros del grupo describió los efectos de los esfuerzos de Amnistía en
términos absolutamente realistas: “Enviar una carta […] no cambiará el
mundo. Pero seguramente vale la pena invertir tiempo y enviar la carta
para intentar ayudar a otros dos individuos para asegurar la justicia o al
menos encontrar coraje”.50

Para sus miembros, el atractivo de Amnistía Internacional en sus dé-


cadas decisivas dependía de dejar atrás las utopías y girar hacia acciones
morales más pequeñas y manejables.
En la década de los setenta, los métodos novedosos de Amnistía
Internacional para recoger información llegaron más lejos que sus métodos
originales de formar grupos de adopción que escribían peticiones para la
liberación de individuos. Estos métodos también fueron fundamentales
para la estructuración de la organización (y muy pronto fueron copiados
por otras organizaciones). Incluso antes de la muy temprana traducción
de los textos de los disidentes realizadas por la oficina de investigación de
AI en Londres, la organización había empezado a concentrar su atención
en actos de tortura para finales de los años sesenta. Fue pionera en la re-
colección de información sobre las atrocidades bajo el gobierno militar
griego de 1967 a 1974. Providencialmente, en 1972 la organización abrió

50
Eckel, “To Make the World”, es el mejor análisis, citas omitidas. Cf. Buchanan, “Amnesty
International in Crisis, 1966-7”, Twentieth-Century British History 15, n.° 3 (2004): 267-89 y mi
información fáctica se encuentra en parte en Rubenstein, “Amnesty International”, The New
Republic, diciembre 18, 1976.

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Samuel Moyn 171

una campaña contra la tortura, publicó un análisis global del problema


e inició una petición conjunta (siendo Joan Baez la primera signataria,
divulgándola en un concierto en abril de 1973)51. Seán MacBride, ganó
el Premio Nobel de la Paz en 1974, elevando así el perfil de los derechos
humanos y difundiendo la idea de que los movimientos sociales podían
encontrar un terreno común alrededor de ellos. Luego de los golpes de
Estado en Chile y Uruguay, Amnistía Internacional y otras ONG fueron
activas en la recolección de información y en la concientización sobre las
violaciones en esos dos países. La información que recogieron fue difundi-
da de manera más notable en las Naciones Unidas y en Washington D.C.,
donde AI abrió una oficina en 1976. Dichas actividades impulsaron algunos
de los primeros análisis de las campañas de Amnistía Internacional para
un público más amplio, tanto en la academia como en otros espacios52.
Si el activismo no hizo alguna diferencia en la práctica o en el proceso
más amplio de construcción de normas internacionales, sí fue exitoso en
primer lugar en dar sentido (como Benenson alguna vez había esperado)
a unas vidas comprometidas. Era una clase de compromiso cuyo mini-
malismo era su condición habilitante y fuente del poder cuando otras
alternativas pos-1968 se diluían. Aunque luego ayudó a fundar más ade-
lante Human Rights Watch cuando la década llegaba a su fin, Jeri Laber
recordó que a principios de los años setenta nunca había oído la noción de
“derechos humanos”. Habiéndose preparado en estudios rusos, no fue el
activismo soviético el que la enganchó sino un intenso ensayo publicado
en la New Republic de diciembre de 1973, escrito por la activista de AI Rose


51
Véase Amnesty International, Amnesty International Report on Torture, 1ª ed. (London, 1973),
2ª ed. (London, 1975); también publicó informes sobre la tortura en Brasil (1972) y Chile
(1974) específicamente y en general sobre tratos crueles e inhumanos en otros países. La CIJ
y una Comisión ad hoc de Investigación de Chicago sobre el estado de los derechos humanos
en Chile (formada luego de que el estadounidense Frank Teruggi Jr. de Chicago fuera asesina-
do por el régimen) también publicó algunos informes. Véase también Antonio Cassese The
International Fight against Torture, ed., (Baden-Baden: Nomos Verlagsgesellschaft, 1991). Para
los comentarios, véase Ann Marie Clark, Diplomacy of Conscience: Amnesty International and
Changing Human Rights Norms (Princeton: Princeton University Press, 2001), cap. 3, y Barbara
Keys, “Anti-Torture Politics: Amnesty International, the Greek Junta, and the Origins of the
Human Rights ‘Boom’ in the United States”, en Akira Iriye, et al., ed., Human Rights in the
Twentieth Century: An International History (New York, en prensa).
52
Véase, por ejemplo, David B. Ottaway, “The Growing Lobby for Human Rights”, Washington
Post, diciembre 12, 1976. Sobre Chile, la Oficina de Washington para América Latina tuvo alguna
importancia. Véase Lewis Diuguid, “Lobbying for Human Rights”, Worldview, septiembre 1978.
Para un estudio contemporáneo, Marc Bossuyt, “The United Nations and Civil and Political
Rights in Chile”, International and Comparative Law Quarterly 27, n.° 2 (abril, 1978): 462-71; para
el más sutil análisis reciente, véase Jan Eckel, “‘Under a Magnifying Glass’: The International
Human Rights Campaign against Chile in the 1970s”, en Stefan-Ludwig Hoffmann, ed., A
History of Human Rights in the Twentieth Century (Cambridge: Harvard University Press, en
prensa). Para el comentario académico más temprano sobre el activismo de derechos humanos
de los años setenta, véase el ensayo bibliográfico al final de este libro.

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172 La última utopía

Styron, sobre el renacimiento de la tortura alrededor del mundo. Ello llevó


a Laber a “hacer algo al respecto”. Habiendo sido una escritora de medio
tiempo sobre alimentación en el New York Times poco tiempo antes, Laber
escribió una columna de opinión en ese periódico basada en el informe de
AI —el primero publicado— luego de un año después de haberse unido al
capítulo de Amnistía de Riverside.
Había encontrado una fórmula exitosa —anotó en sus memorias—.
Empecé con una descripción detallada de una forma horrible de tortura,
luego expliqué dónde estaba ocurriendo y el contexto político en el que
ocurría; finalicé con una petición para mostrarle al gobierno que cometía
esos actos y que el mundo estaba mirando.53

La “preocupación global” de los activistas de AI en Estados Unidos


y Europa occidental, brindando una posibilidad a las voces soviéticas y
latinoamericanas para ser oídas, estableció el marco para los inesperados
eventos que seguirían a nivel diplomático —especialmente las inesperadas
reacciones al Acta Final de Helsinki de 1975—. Dada la prioridad de dichos
movimientos de base y su creciente importancia internacional a media-
dos de los setenta, no hay forma de estudiar la revolución de los derechos
humanos de los setenta principalmente enfocados en la perspectiva de
los gobiernos domésticos o de la diplomacia internacional. Después de
todo, fue el colapso de la autoridad de los marcos de la Guerra Fría lo que
terminó la identificación de muchos ciudadanos con las ideologías oficiales
de sus contendores y despegó a algunas personas comunes y corrientes de
las justificaciones oficiales del poder, lo cual hizo que el concepto de los
derechos humanos fuera significativo. Ahora bien, no puede negarse que
sin la ulterior canonización de los derechos humanos en el proceso de la
Conferencia por la Seguridad y Cooperación Europea (CSCE) de Helsinki,
y luego la explosiva afiliación de Jimmy Carter al vocabulario en enero de
1977, los derechos humanos hubieran seguido siendo el dominio de unos
grupos activistas en expansión pero en todo caso minoritarios y de sus

53
Jeri Laber, The Courage of Strangers: Coming of Age with the Human Rights Movement (New York:
Public Affairs, 2002), 7-8, 73. Rose Styron, “Torture”, The New Republic, diciembre 8, 1973; y
un tiempo después, “Torture in Chile”, The New Republic, marzo 20, 1976. Aunque Laber había
escrito artículos periodísticos sobre Siniavsky y Solzhenitsyn a finales de la década de los sesenta,
para mediados de los setenta fue conocida por ser duramente escéptica respecto Solzhenitsyn
por su posición contraria al liberalismo, justo antes de que comentaristas estadounidenses em-
pezaran a comprender dicha postura y que su discusión con Sakharov estallara públicamente.
Véase Laber, “The Trial Ends”, The New Republic, marzo 19, 1966; “Indictment of Soviet Terror”,
The New Republic, octubre 19, 1968; “The Selling of Solzhenitsyn”, Columbia Journalism Review
13, n.° 1 (mayo/junio, 1974): 4-7; “The Real Solzhenitsyn”, Commentary, mayo de 1974. Respec-
to a su afiliación con Amnistía Internacional, véase Laber, “The ‘Wire Skeleton’ of Vladimir
Prison”, New York Times, noviembre 9, 1974; y posteriormente, Laber, “Torture and Death in
Paraguay”, New York Times, marzo 10, 1976.

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Samuel Moyn 173

miembros internacionales y promotores (de hecho, sin Carter, el término


por sí solo quizá no hubiera siquiera explotado tan espectacularmente:
incluso después de que escribiera sus columnas de opinión que ayudaron
a Amnistía Internacional a hacer público el sufrimiento de los prisione-
ros en 1974, Laber recordaba: “No usé el término ‘derechos humanos’
para describir nuestra causa; no era parte de mi vocabulario de todos los
días y hubiera sido insignificante para la mayoría de las personas en ese
entonces”54).
El CSCE fue el fruto de la propia détente entre las superpotencias de la
Guerra Fría que los derechos humanos eventualmente iba a desestabilizar.
Lo que empezó como una iniciativa finlandesa en 1972 en razón principal-
mente a imperativos intraeuropeos no pretendía ser, en la perspectiva de
sus negociadores, un estímulo al activismo de los derechos humanos. Para
los soviéticos, el punto del proceso era formalizar la détente con el fin de
asegurar el reconocimiento internacional de la apropiación rusa de Europa
del este que llevaba ya tres décadas. Incluso para los activistas de derechos
humanos parecía que los acuerdos de Helsinki eran “un viejo sueño que
se convertía en realidad” para los soviéticos55. Por encima de todo, el
principio de no interferencia en la soberanía fue claramente afirmado en
el tratado. Para los europeos occidentales, y en especial para los alemanes
occidentales después de la pionera Ostpolitik de Willy Brandt, el punto era
institucionalizar los logros duramente ganados al suavizarse las tensiones
de la Guerra Fría. Es cierto que esto incluía la continuación de unas invo-
caciones retóricas de los derechos humanos que los europeos occidentales
habían consagrado en el papel desde la Segunda Guerra Mundial. Estos
eran invocados, algunas veces ritualmente, en los procesos diplomáticos
tal como en el llamado informe Davignon de 1970, el cual delineaba una
estrategia de seguridad común para Europa occidental. Además, quizá
había algunos, como los holandeses, quienes en el proceso de negociación
del Acta de Helsinki que estaba para la firma en 1975 tenían la intención
secreta de superar la détente en vez de producir lo que muchos periodistas
escépticos llamaban “un accesorio diplomático que nadie leerá”. Henry
Kissinger, quien estaba de acuerdo con el proceso intraeuropeo, famosa-
mente señaló que la llamada “Tercera Canasta” de las disposiciones de
derechos humanos, las cuales fueron originalmente diseñadas para hacer
posible el importante pero secundario trabajo de permitir el contacto y
la unificación de las familias alrededor de la Cortina de Hierro, “por mí
pueden estar escritas en swahili”. No obstante, nadie —ni siquiera los

Laber, Courage, 74.


54

55
Korey, “Good Intentions”, The New Republic, agosto 2, 1975.

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174 La última utopía

europeos— habían anticipado que el tratado se mezclaría con el activismo


de derechos humanos que delicadamente emergía desde abajo56.
De hecho, dados los movimientos preexistentes alrededor de los dere-
chos humanos, la negociación de los acuerdos de Helsinki hubiera podido
simplemente añadir otra referencia posible para los disidentes: la invocación
de las normas internacionales ya había empezado a ocurrir y Helsinki proveía
un lugar adicional. En su balance entre los principios de la inviolabilidad
soberana y los derechos individuales, los documentos de Helsinki reprodu-
jeron la contradicción original de la Carta de la ONU y no representaron un
cambio de rumbo decisivo. La Unión Soviética, más aún, había ratificado las
convenciones internacionales de la ONU en 1973. Los acuerdos de Helsinki
establecieron un esquema de monitoreo más significativo, pero los históri-
camente estériles procesos de la ONU también estaban siendo actualizados
en esta era, empezando por la creación del denominado “Procedimiento
1235”, el cual generó un debate público alrededor de violaciones masivas
de derechos humanos. Cada vez para más contemporáneos, sin embargo, el
proceso de monitoreo de Helsinki creaba un nuevo y emocionante espacio
para el activismo, comparado con los oxidados mecanismos de la ONU, e
institucionalizó los reclamos de derechos humanos de Estado a Estado por
primera vez en la historia57. Empezando por la creación de un Grupo de
Helsinki en Moscú durante mayo de 1976, anunciado por Yuri Orlov en la
sala de la casa de Sakharov, los acuerdos de Helsinki fueron un protagonista
principal de la cristalización de una conciencia internacional de derechos
humanos en 1976-197758.

56
El periodista es citado en Floribert Baudet, “‘It Was Cold War and We Wanted to Win’: Human
Rights, ‘Détente,’ and the CSCE”, en Andreas Wenger et al., eds., Origins of the European Security
System: The Helsinki Process Revisited, 1968-1975 (New York: Routledge, 2008), 183. Para Kissinger,
Jussi M. Hanhimäki, “‘They Can Write It in Swahili’: Kissinger, the Soviets, and the Helsinki
Accords, 1973-1975”, Journal of Transatlantic Studies 1, n.° 1 (2003): 37-58; cf. Michael Cotey
Morgan, “The United States and the Making of the Helsinki Final Act”, en Nixon in the World:
American Foreign Relations, 1969-1977, ed. Fredrik Logevall y Andrew Preston, (New York:
Oxford University Press, 2008); y Jeremi Suri, “Détente and Human Rights: American and West
European Perspectives on International Change”, Cold War History 8, n.° 4 (noviembre, 2008):
537-45. El informe Davignon se encuentra en James Mayall y Cornelia Navari, eds., The End of
the Post-War Era: Documents on Great Power Relations 1968-1975 (Cambridge: Harvard University
Press, 1980); para las perspectivas sobre los intereses de los Estados europeos en Helsinki, véase
Oliver Bange y Gottfried Niedhart, Helsinki 1975 and the Transformation of Europe (New York:
Berghahn Books U., 2008).
57
Véase, por ejemplo, las perspectivas de Korey, las cuales eran cáusticas sobre la ONU incluso
aunque se dedicó a apoyar el proceso de Helsinki sobre el cual más tarde escribió algunas
crónicas. Korey, “The U.N.’s Double Standard on Human Rights”, Washington Post, mayo 22,
1977, “Final Acts and Final Solutions”, Society 15, n.° 1 (noviembre, 1977): 81-86. Cf. Suzanne
Bastide, “The Special Significance of the Helsinki Final Act”, en Thomas Buergenthal, ed.,
Human Rights, International Law, and the Helsinki Accord (Montclair: Allanheld, Osmun, 1977).
58
Este camino fue seguido por grupos similares en Ucrania, Lituania, Georgia y Armenia. Ludmilla
Alexeyeva, Soviet Dissent: Contemporary Movements for National, Religious, and Human Rights,

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Samuel Moyn 175

En una de las extraordinarias coincidencias en las que se construye la


historia, los derechos humanos también se convirtieron en un potencial
lenguaje para la política internacional del Partido Demócrata de los Estados
Unidos a principios de la década de los setenta, antes de que fueran cano-
nizados por su victorioso candidato presidencial Jimmy Carter. A finales
de 1974, uno de los más agudos comentaristas todavía podía anotar que
“las consideraciones de derechos humanos tendrán seguramente un papel
relativamente limitado en la política internacional de los Estados Unidos
dentro de los próximos años”59. Tres años más tarde, la suerte de los dere-
chos humanos no podía ser más diferente luego de una transformación
tan sorprendente en su momento como accidental en sus orígenes.
En Estados Unidos, los derechos humanos iniciaron siendo una vía
para los bandos en conflicto en el Partido Demócrata que estaba en una
disputa interior para reformular sus posiciones preexistentes. El impulso
más fuerte claramente vino del ala izquierda del partido, como parte de
una revuelta legislativa durante los últimos años de la Guerra de Vietnam
en medio del escándalo de Watergate. A la sombra del War Powers Act y, más
tarde, de las investigaciones sobre actos ilegales en el ejercicio de su cargo
del senador de Idaho Frank Church, algunos demócratas liberales descu-
brieron los derechos humanos internacionales. Hay poca información
para establecer por qué, pero para principios de agosto de 1973, el legisla-
dor de Minnesota Donald Fraser usó su Subcomité sobre Organizaciones
y Movimientos Internacionales de la Cámara para resaltar las normas y
mecanismos de derechos humanos. Mientras las audiencias se llevaban
a cabo sucedió el golpe chileno, después del cual Fraser uso su Subcomité
sobre Asuntos Interamericanos como un foro para discutir las consecuen-
cias de los derechos humanos. Una de las conclusiones más importantes
de Fraser fue que los procedimientos de derechos humanos de la ONU al
parecer no podían ser reformados, y por ello los gobiernos, en especial
el gobierno de los Estados Unidos, necesitaban moverse decididamente
para propagar los valores de los derechos humanos. Esencialmente como
consecuencia de sus audiencias, Fraser y sus aliados en el Congreso tuvie-
ron éxito en presionar a Henry Kissinger para que creara la Oficina de los
Derechos Humanos en el Departamento de Estado en 1975, luego de que
analistas concluyeran que “si el Departamento [de Estado] no se ubicaba
a la vanguardia en este asunto, el Congreso le retiraría la competencia al
Departamento en estos asuntos”. Entre otras cosas, la nueva oficina empezó
a hacer un monitoreo gubernamental de los derechos humanos, aunque

trad. Carol Pearce y John Glad (Middletown: Wesleyan University Press, 1987), 335-49.

59
Richard Bilder, “Human Rights and U.S. Foreign Policy: Short-Term Prospects”, Virginia Journal
of International Law 14 (1973-74): 601.

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176 La última utopía

Kissinger no utilizó sus hallazgos. También gracias a estos impulsos, el nexo


entre la ayuda económica internacional y los derechos humanos empezó
a introducirse60. Aunque Fraser era un pionero en la transformación de los
derechos humanos como un posible elemento de la política del gobierno
de los Estados Unidos, no hubo un surgimiento de los derechos humanos
como eslogan general u opción ideológica en virtud de sus esfuerzos que
eran tremendamente marginales.
No podía decirse lo mismo del uso del lenguaje por parte de Jimmy
Carter en los primeros meses de su presidencia. Había, de seguro, otros
antecedentes diferentes al subcomité de Fraser para explicar este nuevo
punto de partida, especialmente en el ala derecha del Partido Demócrata
y en la agitación en favor de los judíos soviéticos en términos de derechos
humanos universales de parte del senador de Washington Henry “Scoop”
Jackson. Jackson apoyó la enmienda que impulsó junto con el legislador
de Ohio Charles Vanik, la cual negaba el estatus de nación más favorecida a
la Unión Soviética para efectos de comercio si no respetaba los derechos de
locomoción y emigración. Para finales de 1972, invocando la afirmación de
Solzhenitsyn en el sentido de que ya no había asuntos meramente internos
en el mundo, Jackson universalizó obstinadamente el problema de los ju-
díos soviéticos, mientras que su odio a la détente impulsaba sus inspiradores
discursos sobre principios universales. “Creo en la Declaración Universal de
los Derechos Humanos”, proclamó en la conferencia Pacem in Terris cele-
brada en Washington en octubre 1973, “y creo que ahora, veinticinco años
después de su adopción por las Naciones Unidas, no es demasiado tarde o
demasiado temprano para iniciar su implementación”61. Fue un momento
en el que Jackson —cuya principal preocupación era destruir la détente—
descubrió la causa particular de los judíos soviéticos y se movió a defenderla
en términos universalistas.

60
Véase U.S. House of Representatives, International Protection of Human Rights: The Work of
International Organizations and the Role of U.S. Foreign Policy (Washington, D.C.: U.S. Govt. Print.
Off., 1974), y Human Rights in Chile (Washington, D.C.: U.S. Govt. Print. Off., 1974-75). Para el
informe, Human Rights in the World Community: A Call for U.S. Leadership (Washington, D.C.:
U.S. Govt. Print. Off., 1974) y David Binder, “U.S. Urged to Act on Human Rights”, New York
Times, marzo 28, 1974. Para el juicio de Fraser sobre la ONU, véase Donald M. Fraser “Human
Rights at the U.N.”, The Nation, septiembre 21, 1974. El memorando del analista fue citado
primero en Patrick Breslin, “Human Rights: Rhetoric or Action?”, Washington Post, febrero
17, 1977. Véase también Barbara Keys, “Kissinger, Congress, and the Origins of Human Rights
Diplomacy”, Diplomatic History (en prensa), la cual supera la literatura temprana como la de
Howard Washawsky, “The Department of State and Human Rights Policy: A Case Study of the
Human Rights Bureau”, World Affairs 142 (1980): 118-215.
61
Dorothy Fosdick, ed., Henry M. Jackson and World Affairs: Selected Speeches, 1953-1983 (Seattle:
University of Washington Press, 1990), 186, y el resto de la parte V para sus discursos relacio-
nados. Sakharov apoyó la enmienda Jackson-Vanik en una carta al Congreso de los Estados
Unidos a finales de 1973, reimpreso en Sakharov Speaks, 211-15.

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Samuel Moyn 177

En esta tarea, Jackson fue una de las diversas fuerzas que transforma-
ron la ya vieja causa de los judíos soviéticos sobre la base de un principio
de la libertad de locomoción y emigración. En este sentido, lejos de ser el
único impulso del masivo ascenso de los derechos humanos, el asunto de
los refuseniks (llamados de esa forma en virtud de la negativa de la URSS
a expedir visas de salida) estaba enmarcado en una más amplia transfor-
mación. En la Unión Soviética de los inicios de los años setenta, la presión
de los judíos por los derechos de emigración era solo un elemento en la
coalición de los disidentes. La combinación de la Guerra de los Seis Días y
la Primavera de Praga llevó a un cambio decisivo en las afiliaciones políticas
de muchos judíos y las aplicaciones para visas de salida se dispararon. El
personaje más famoso, Anatoly Sharansky, se convirtió en un socio para
Sakharov alertándolo así de un derecho humano en el que no se había con-
centrado cuando se adhirió a los disidentes. Antes de esta era, tanto en la
política internacional como en la estadounidense, las actividades en favor
de la emigración judía desde la Unión Soviética había sido vista como una
causa étnica e incluso sionista antes que un asunto de derechos humanos,
incluso después de que jóvenes activistas la transformaran en un movi-
miento de base inspirado en los derechos civiles y otros activismos de esa
época. A pesar de que el nuevo Instituto Blaustein de la AJC celebró un gran
encuentro en Uppsala, Suecia, en 1972, el cual llevó al redescubrimiento de
la libertad de emigración, y que Jackson hizo de este derecho algo central
en su legislación que aludía a la Declaración Universal, el movimiento
no incorporó inmediatamente el vocabulario de los derechos humanos.
En su lugar, la agonía de los judíos soviéticos se convirtió lentamente en
una preocupación de derechos humanos en el curso de la década de los
setenta mientras que ese marco general (de los derechos) se cristalizaba.
El movimiento de los judíos soviéticos probó ser más el beneficiario que
la causa de esa transformación general62.


62
La mejor historia sobre el contexto de la causa de los judíos soviéticos es Albert D. Chernin,
“Making Soviet Jews an Issue: A History”, en Chernin y Murray Friedman, ed., A Second Exodus:
The American Movement to Free Soviet Jews (Hanover: Brandeis University Press, 1999). Véase
también Yossi Klein Halevi, “Jacob Birnbaum and the Struggle for Soviet Jewry”, Azure (prima-
vera, 2004): 27-57. Para Uppsala, véase Karal Vasak y Sidney Liskofsky, The Right to Leave and
to Return: Papers and Recommendations of the International Colloquium Held in Uppsala, Sweden,
19-20 June 1972 (New York: American Jewish Committee, 1976); véase también, por ejemplo,
Yoram Dinstein, “The International Human Rights of Soviet Jewry”, Israel Yearbook on Human
Rights 2 (1972): 194-210. “El tratamiento de los judíos soviéticos gradualmente se convirtió en
un problema de derechos humanos”, señala el historiador del movimiento Henry Feingold,
“pero ello no significó precisamente un cambio para los activistas. Simplemente significó que
sus relaciones públicas serían ahora acuñadas en términos más amplios”. Henry L. Feingold,
“Silent No More”: Saving the Jews of Russia, the American Jewish Effort, 1967-1989 (Siracusa:
Syracuse University Press, 2007), 200.

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178 La última utopía

Hacia finales de 1976, y a pesar de los tozudos esfuerzos de Fraser y


la apasionada retórica de Jackson, no había señal alguna de que los dere-
chos humanos fueran a ser centrales en el léxico de la política exterior de
los demócratas. Incluso en junio de ese año, luego de que el surgimiento
inesperado de Jimmy Carter llevara a que el comité de plataforma políti-
ca de los demócratas se reuniera para limar las diferencias significativas
entre las diversas partes en contienda al interior del partido, los derechos
humanos no habían sido descubiertos aún. El activista antiguerra Sam
Brown Jr. propuso consagrar el principio de conexión con los derechos
humanos contra las autocracias de derecha, con lo que el senador de Nueva
York, (y aliado de Jackson) Daniel Patrick Moynihan, estuvo de acuerdo
a condición de que el principio se extendiera igualmente al totalitarismo
de izquierda. “Nosotros estaremos en contra de los dictadores que a usted
no le gustan tanto”, le dijo Moynihan a Brown que estaba al otro lado de
la mesa, “si usted estará en contra de los dictadores que a nosotros no nos
gustan tanto”. Al año siguiente, Moynihan recordaba que el resultado de
la plataforma del partido fue “el más fuerte compromiso de una platafor-
ma con los derechos humanos en toda nuestra historia”. Sin embargo,
ello no afectó a Carter y la prensa local no le dio ningún significado en
ese momento, incluso entendiendo que la plataforma estaba en armonía
con la détente y concentrada en la “cordialidad” con el comunismo y no
en preparar una movida en su contra63.
Jimmy Carter era un candidato presidencial de una coalición en un
momento en que el partido se estaba recuperando de su pos-Watergate
amago de ir a la izquierda, el cual coincidió con el colapso económico y el
declive del radicalismo popular. Mientras cubría la Convención Demócrata,
la prestigiosa periodista del New Yorker Elizabeth Drew observó que en
comparación con la unidad ideológica detrás de George McGovern cua-
tro años atrás, había habido “cambios en el país al igual que en el Partido
Demócrata […] La guerra ha terminado y las pasiones están muertas, y

63
Daniel Patrick Moynihan, “The Politics of Human Rights”, Commentary 64, n.° 2 (agosto
1977): 22; David E. Rosenbaum, “Democrats BackCall in Platform for Soviet Amity”, New
York Times, junio 14, 1976. Es cierto que también era importante que Moynihan, un aliado de
Jackson que trabajó para Gerald Ford como embajador de las Naciones Unidas, descubriera
justo antes que los derechos humanos se hubieran convertido en un lenguaje tercermundista
antirracista y no un vocabulario para proteger la “libertad”. Sin embargo, no hay evidencia de
que este indignado descubrimiento sobre los usos anticolonialistas del lenguaje en las Naciones
Unidas —usos que para él eran impulsados por los soviéticos y totalitarios— presentaba una
nueva gran alternativa para el léxico de la política exterior estadounidense. “The United
States in Opposition”, Commentary 59, n.° 3 (marzo, 1975): 31-45; y Daniel Sargent, “From
Internationalism to Globalism: The United States and the Transformation of International
Politics in the 1970s” (disertación de Ph.D., Harvard University, 2008), 454-77, para el mejor
análisis. Cf. Barry Rubin, “Human Rights and the Equal Time Provision”, Worldview 23, n.° 3
(marzo, 1977): 27-28.

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Samuel Moyn 179

muchos de los delegados a la Convención parecen, como señaló un amigo


mío, ‘Republicanos modificados’”. En 1976, Carter apareció de la nada y
la candidatura aliada con McGovern liderada por Morris Udall fracasó,
tal como les ocurrió a Jackson y a George Wallace. Carter surgió como el
candidato que menos les disgustaba a las diferentes facciones del partido64.
Si había algo en la campaña de Carter que lo conectara con el surgi-
miento contemporáneo de los derechos humanos en ese punto, era sim-
plemente su posición general frente a la moralidad. El moralismo de Carter
reflejaba sus profundas convicciones religiosas luego de que “naciera de
nuevo” a mediados de los años sesenta. Tal como se desarrolló, la elección
de 1976 se convirtió en un referendo para apoyar o no la détente. Su rival,
Gerald Ford, fue tan lejos hasta prohibir el uso de ese término en su cam-
paña, pero luego tuvo un famoso tropiezo en el debate televisado del 6 de
octubre al sugerir que los soviéticos no dominaban el este de Europa. Carter
hizo unas claras movidas hacia la moralidad y en contra del Realpolitik en
el verano y el otoño de 1976, aprovechando al máximo el resbalón de Ford.
El moralismo personal de Carter coincidió por un momento con el estado
de ánimo del electorado estadounidense.
En este sentido amplio, la elección de Carter, en una campaña cubierta
de promesas de trascendencia moral de la política, abrió el camino para
una sorprendente explosión de los “derechos humanos” a lo largo y ancho
de los Estados Unidos. A pesar de ello, hasta el día de la toma de posesión
de la Presidencia, Carter solamente invocó la ética y la justicia como los
principios cruciales de la política exterior65. En los últimos seis meses de
1976, se trataba más de una reflexión sobre la primacía del moralismo que
una señal de un distanciamiento notable, a punto tal que Kissinger invocó
cínicamente los “derechos humanos” en diversos eventos públicos —¡in-
cluso más a menudo que Carter!—66. En todo caso, para esta tardía fecha

64
Elizabeth Drew, American Journal: The Events of 1976 (New York: Random House, 1977), 291;
cf. 296.

65
Las excepciones menores fueron los discursos ante el B’nai Brith en septiembre y en la Univer-
sidad de Notre Dame en octubre. Véanse los textos en The Presidential Campaign 1976, 3 vols.
(Washington: U.S. Govt. Print. Off. 1978), 1: 709-14 y 993-98. Las propias perspectivas de Carter
que vinieron más tarde en el tiempo naturalmente le quitan importancia a las contingencias
envueltas en el descubrimiento de los derechos humanos. Véase Carter, “The American Road
to Human Rights Policy”, en Samantha Power y Graham Allison, ed., Realizing Human Rights:
Moving from Inspiration to Impact (New York: St. Martin’s Press, 2000).

66
“Henry ha transitado un largo camino en los derechos humanos en los últimos 18 meses”, plan-
tea un funcionario estadounidense sobre las afirmaciones notoriamente crudas de Kissinger
sobre los derechos humanos como “la propia esencia de una vida significativa” en su discurso
de junio de 1976 ante la reunión de la Organización de Estados Americanos en Santiago, Chile.
Véase “A Harsh Warning on Human Rights”, Time, junio 21, 1976. Para el aumento de Kissinger
en su invocación del término véase Hugh M. Arnold, “Henry Kissinger and Human Rights”,
Universal Human Rights 2, n.° 4 (1980): 57-71.

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180 La última utopía

había muchas versiones de moralidad que Carter hubiera podido invocar


como pieza central de la política exterior antes de que hiciera su profética
elección de girar hacia los derechos humanos durante los primeros meses
de su administración. Las condiciones que se habían cristalizado mucho
antes para que Carter se convirtiera en presidente se estaban fracturando
incluso mientras hacía su giro para dotar de singular importancia a los
derechos humanos: el país “volvió a una condición normal” casi que
inmediatamente, después de lo cual “atacar la maldad estadounidense”
parecía algo “fuera de lugar”67. En el lugar y momento apropiados, Carter
desplazó los “derechos humanos” de la movilización de base hacia el centro
de la retórica global.
El Año de los Derechos Humanos, 1977, empezó con la posesión de
Carter el 20 de enero, en la cual puso los “derechos humanos” frente al
público por primera vez en la historia estadounidense. Este año de irrup-
ción de los derechos culminaría con el otorgamiento del Premio Nobel de
Paz a Amnistía Internacional el 10 de diciembre. El discurso inaugural de
Carter el 20 de enero hizo de “los derechos humanos” un término de moda
reconocido por el público en general. “Porque somos libres no podemos
ser indiferentes con la suerte de la libertad en otros lugares del mundo”,
anunció Carter en los escalones del Capitolio. “Nuestro compromiso con
los derechos debe ser absoluto”. La novedad y resonancia simbólicas del
término en la política de Carter es lo más importante por encima de todo,
en la medida en que por primera vez la incrustaba en la conciencia popular
y en un lenguaje no especializado. Arthur Schlesinger Jr. alguna vez hizo
un llamado al “historiador del futuro” para que “rastreara las discusiones
internas […] que culminaron en las sorprendentes palabras del discurso
de posesión”. Nadie, sin embargo, sabe aún cómo terminaron allí. Pero
poco tiempo después, el término había sido interpretado “casi como un
punto teológico para Carter. No puede erradicar el pecado, pero puede
seguir rezando”68.
A diferencia de Ford, quien se había rehusado a la solicitud de
Solzhenitsyn para una reunión en la Casa Blanca en 1975, Carter rápida-
mente realizó ciertos actos para reconocer la actividad de los disidentes.
Cuando el abogado neoyorquino y activista de las libertades civiles Martin
Garbus se reunió en Moscú con Sakharov, quien le entregó en su mano

67
Gaddis Smith, Morality, Reason, and Power: American Diplomacy in the Carter Years (New York:
Hill and Wang, 1986), 242.
68
Véase Arthur Schlesinger, “Human Rights and the American Tradition”, Foreign Affairs 57, n.° 3
(1979), 514; James Reston, “The Sakharov Letter”, New York Times, febrero 20, 1977. Zbigniew
Brzezinski sostuvo en sus memorias haber sido autor de esta idea crucial, pero no he podido
verificar esto. Brzezinski, Power and Principle: Memoirs of the National Security Adviser, 1977-1981
(New York: Farrar, Straus, Giroux, 1983), 125.

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Samuel Moyn 181

una carta escrita por él y dirigida a Carter, el presidente aprovechó esta


oportunidad para contestarle (la esposa de Garbus, Ruth, pasó los controles
de la KGB con la carta en su brassière). Los soviéticos respondieron a las
primeras señales de que los “derechos humanos” podrían desestabilizar
una détente duramente ganada y protestaron diplomáticamente ante la
temprana afiliación del Departamento de Estado de los Estados Unidos
con la causa de Sakharov, burlándose de la hipocresía de una nación ra-
cista —tal como lo habían hecho en la década de los cuarenta—. Pero en
este mismo momento, gracias a una sorprendente coincidencia, decenas
de millones de estadounidenses estaban pegados a la televisión viendo la
serie Roots escrita por Alex Haley, la cual fue una famosa historia sobre la
familia afroamericana que daba una buena cuenta del comercio de escla-
vos y la vida en las plantaciones (“¿Podrían imaginar una serie televisiva
soviética que durante una semana se dedique a contar la historia sobre la
vida en el Gulag?”, se preguntaba en broma el columnista del New York
Times, William Safire). Fue la cuidadosamente escrita respuesta de Carter
a Sakharov, la cual este último hizo pública a mediados de febrero, la que
causó un gran alboroto y mostró que Carter estaba hablando en serio. “Los
derechos humanos son una preocupación central de mi administración”,
transcribieron los periodistas a partir de la copia de la carta en el apartamen-
to de Sakharov. “Puede usted estar seguro de que el pueblo de los Estados
Unidos y nuestro gobierno continuaremos nuestro firme compromiso
para promover el respeto a los derechos humanos no solamente en nuestro
propio país sino en otros lugares del mundo”. Al mes siguiente, Carter se
reunió con el disidente Vladimir Bukovsky, a pesar de las peticiones des-
de la URSS de que no lo hiciera, y habló en las Naciones Unidas sobre la
importancia de los derechos humanos. Nadie —ciertamente no Franklin
Delano Roosevelt, entre los presidentes de Estados Unidos— había hecho
de los derechos humanos algo tan central en la retórica estadounidense e
incluso global69. El único político occidental de alto rango que siguió este
camino fue David Owen, el dinámico secretario para asuntos exteriores
británico, quien probó el tema en 1977-1978, luego de que tomara posesión
de su cargo (en 1978, Owen incluso publicó un libro en donde expuso sus
visiones sobre este asunto)70.

69
Para Solzhenitsyn, leído como un reflejo de la crisis de la détente, véase, por ejemplo, Richard
Steele, “What Price Détente?”, Newsweek, julio 28, 1977. Para la respuesta de Sakharov, véase
Bernard Gwertzman, “Sakharov Sends Letter to Carter Urging Help on Rights in Soviet [Union]”,
New York Times, enero 29, 1977; y Christopher S. Wren, “Sakharov Receives Carter Letter
Affirming Commitment on Rights”, New York Times, febrero 18, 1977. Cf. Anthony Lewis, “A
Craving for Rights”, New York Times, enero 31, 1977. William Safire, “Rejected Counsel”, New
York Times, febrero 3, 1977.

70
Un escéptico, comentando sobre el “boom de los derechos humanos en estos años”, consideró
que la aproximación de Owen, “era de algún modo retrógrada… reminiscente de un prometedor

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182 La última utopía

“Yo sé que no hubo ningún plan específico para una campaña o pro-
grama particular de los derechos humanos como tales”, señaló un funcio-
nario de política exterior a Elizabeth Drew en un largo artículo publicado
en The New Yorker. “Yo creo entonces que el destino intervino —cartas y
otras cosas casuales— e hizo que el asunto estallara de manera inesperada”.
Otro funcionario le señaló que “todo el asunto prácticamente adquirió
una dinámica propia”. En la primavera de ese año, Carter pronunció un
discurso programático en la ceremonia de grados en la Universidad de
Notre Dame, planteando los lineamientos de una filosofía a gran escala
sobre la política exterior basada en los derechos humanos, mientras que
el secretario de Estado Cyrus Vance planteó algunas especificidades sobre
la misma en la Escuela de Derecho de la Universidad de Georgia. Incluso
mientras las personas bajo el mando de Carter “andaban a tientas” en la
definición de esta política, las élites estadounidenses se embarcaron en una
amplia discusión sobre los derechos humanos, desde el tema de sus oríge-
nes históricos, pasando por sus significados contemporáneos y llegando
hasta sus implicaciones caso por caso. El asunto se había convertido en algo
relevante, incluso “chic”, según le dijo al New York Times Roberta Cohen,
la directora ejecutiva de la Liga Internacional por los Derechos Humanos
(quien poco tiempo después se uniría a la oficina de derechos humanos de
la administración Carter). “Durante años fuimos predicadores, idealistas
medio ciegos o unos entrometidos; pero ahora somos respetables. […] Todos
quieren ser parte de los derechos humanos. Eso está bien pero, ¿qué pasa
si se aburren?”. Esta erupción del interés no podía compararse con el de la
década de los cuarenta, cuando incluso los altos funcionarios no usaron
el lenguaje de los derechos humanos (excepto Winston Churchill una vez
dejó su cargo) y los internacionalistas estaban preocupados únicamente
con la ONU. En los años setenta, por contraste, la movilización popular y
luego el interés de Carter inauguraron una discusión más amplia y pública
que continúa en la actualidad71.

vicario”. Alan Watkins, “Awkward People Insist on Rights”, The Observer, junio 5, 1977. Véase
también Patrick Keatley, “Owen Champions Human Rights”, The Guardian, marzo 4, 1977;
Richard Norton-Taylor, “Foreign Office Seeks Human Rights Policy”, The Guardian, mayo 4,
1977; “Stand on Rights by Owen”, The Guardian, octubre 11, 1977; David Owen, Human Rights
(London: J. Cape, 1978).
71
Drew, “A Reporter at Large: Human Rights”, The New Yorker, julio 18, 1977; Carter, “Human
Rights and Foreign Policy”, en Public Papers of the Presidents: Jimmy Carter, 1977, Vol. 2
(Washington: U.S. Govt. Print Off., 1977-1978); Cyrus Vance, “Human Rights and Foreign
Policy”, Georgia Journal of International and Comparative Law 7 (1977): 223-229; Cohen, citado
en Teltsch, “Human Rights Groups Are Riding a Wave of Popularity”, New York Times, febrero
28, 1977. Para los comentarios, véase C. L. Sulzberger, “Where Do We Go Now?”, New York
Times, febrero 20, 1977 y Robert G. Kaiser, “Administration Still Groping to Define ‘Human
Rights’”, Washington Post, abril 16, 1977. El diario Boston Globe incluyó una gruesa sección (“La
cruzada de Carter por los derechos humanos”, marzo 13, 1977), y Time siguió el ejemplo (“El

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Samuel Moyn 183

En el corto plazo, Carter enfrentó acusaciones de selectividad respecto


a los abusos globales que escogió atender. Inicialmente, la esfera soviética
era de lejos el centro de las preocupaciones, lo cual hizo que algunos críticos
insistieran que tenía que ampliar su mirada. Carter protestó señalando que
“nunca he tenido la intención de señalar a la Unión Soviética como el único
país donde los derechos humanos son vulnerados”72. Los neoconservadores
que emergían en ese momento —para quienes los derechos humanos eran
el anticomunismo con otro nombre— advirtieron en contra de seguir una
“simetría falaz” en asuntos políticos, mientras que desde junio de 1977
Noam Chomsky en el extremo izquierdo del espectro político se quejaba
de que “la campaña de los derechos humanos es un mecanismo a ser ma-
nipulado por los propagandistas para ganar el apoyo popular en favor de
la intervención contrarrevolucionaria”73. Incluso mientras revelaba sus
propuestas sobre ayuda internacional en las que se recortaban recursos a
quienes violaban derechos humanos alrededor del mundo, Carter enfrentó
escépticos desde todas las esquinas. Algunos casi que se regocijaron cuando
su estrategia diplomática se volteó en su contra —primero a principios de
marzo, cuando el déspota de Uganda, Idi Amin, respondió a un regaño pú-
blico de Carter amenazando a los estadounidenses que se encontraban en
su país—. Los problemas diplomáticos que provocó la agenda de Carter con
los soviéticos —Anatoly Dobrynin, el embajador soviético, dejó en claro
de inmediato que no estaba satisfecho, y también Leonid Brezhnev recibió
fríamente a Vance en Moscú en la primavera de ese año— sorprendieron al
propio presidente estadounidense. Después de eso, su enfoque se desplazó
hacia las dictaduras latinoamericanas: nuevas noticias de la “guerra sucia”

impulso por los derechos humanos”, junio 20, 1977), mientras que para el verano, numerosos
foros intelectuales fueron convocados para debatir la materia.
72
Chalidze, reconociendo este riesgo en la correspondencia de Sakharov, inmediatamente acon-
sejó seguir una orientación paralela. Véase Chalidze, “Dealing with Human Rights on a Global
Scale”, Washington Post, febrero 23, 1977. Graham Hovey, “Carter Denies U.S. Singles Out Soviet
in Rights Protests”, New York Times, febrero 24, 1977. Véase también “Human Rights: Other
Violators”, Time, marzo 7, 1977; y Henry Fairlie, “‘Desaparecidos’”, The New Republic, abril 9,
1977. Cf. Breslin, “Human Rights”, notando la insuficiente atención del público en general al
mundo no comunista para entonces. Más adelante esto cambiaría notoriamente, incluso en
el marco de la pérdida de vigor de los derechos humanos para 1978. Compárese con el muy
esclarecedor estudio por Robert A. Strong, Working in the World: Jimmy Carter and the Making
of American Foreign Policy (Baton Rouge: Louisiana State University Press, 2000), cap. 3.

73
Walter Laqueur, “The Issue of Human Rights”, Commentary, mayo 1977; Noam Chomsky, “Human
Rights” and American Foreign Policy (Nottingham: Spokesman Books, 1978), ix, 67 (cita). Véase
también Chomsky y Edward Herman, “The United States versus Human Rights”, Monthly Review,
agosto 1977. Cf. Wm. F. Buckley, Jr., “Mr. Carter’s Discovery of Human Rights”, National Review,
abril 1, 1977.

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184 La última utopía

en Argentina, donde los militares se habían tomado el poder un año antes,


dieron crédito a este cambio74.
Incluso para finales de 1977 la política exterior de Carter había
perdido su atractivo. La dificultad de establecer una línea consistente
—especialmente cuando esta política había aparecido sin mayores con-
sideraciones— llevó a algunos a afirmar que Carter simplemente había
“cancelado” su cruzada. En respuesta a ello, sus propios diseñadores de
la política (notablemente Patricia Derian, escogida para liderar la Oficina
de Derechos Humanos del Departamento de Estado que Kissinger había
establecido) señalaron que la campaña siempre había implicado una inte-
gración y cualificación con otras múltiples preocupaciones75. Los expertos
en política exterior preguntaron, y todavía preguntan, lo que una agenda
de “derechos humanos” realmente significa. A largo plazo, las discusiones
estadounidenses de política exterior fueron permanentemente alteradas,
dándole una nueva relevancia a una opción “moral” que se refería ahora
explícitamente a los derechos humanos individuales. Más aún, Carter
introdujo la idea con toda su ambigüedad a una gran audiencia global a la
que nunca antes había llegado la noción —y primero que todo la introdujo
a los estadounidenses—.
¿Qué tan pacíficamente encajaban los derechos humanos en la histo-
ria estadounidense y cómo darle sentido al lugar de los Estados Unidos de
Carter en esta era de la historia de los derechos humanos? Hay pocas dudas
de que para muchos estadounidenses la idea de los derechos humanos vino
a significar una serie de antiguos compromisos liberales. A pesar de intentos
tempranos de enraizarlos en la tradición estadounidense, el sobresalto que
causaron las apelaciones de Carter a los derechos humanos revela el grado
de novedad que había en ellos. En asuntos domésticos es tentador creer
que el movimiento de los derechos civiles que había transformado las rela-
ciones de raza en Estados Unidos fue el motor de estas nuevas apelaciones
a los derechos humanos, pero hay muy poca evidencia para afirmarlo. El
movimiento de los derechos civiles experimentó su punto más alto una
década antes de la irrupción de su “sucesor”. La caída libre del activismo de
los derechos civiles empezando en los albores de los setenta significó que
la explosión de los derechos humanos ocurrió luego de que trayectorias

74
Richard Steele, “The Limits of Morality”, Newsweek, marzo 7, 1977; “The Soviets Hit Back on
Human Rights”, Time, marzo 14, 1977; Richard Steele, “Testing Carter”, Time, abril 11, 1977;
David Binder, “Carter Said to See No Immediate Gains in Ties with Soviets”, New York Times,
junio 26, 1977.
75
Christopher Whipple, “Human Rights: Carter Backs Off”, Newsweek, octubre 10, 1977; Tracy
Early, “A Campaign Quickly Canceled”, y Patricia Derian, “A Commitment Sustained”, am-
bos en Worldview, julio-agosto, 1978. Véase un tiempo después a Derian, “Human Rights and
American Foreign Policy”, Universal Human Rights 1, n.° 1 (enero, 1979): 1-9.

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Samuel Moyn 185

previas habían sido interrumpidas. Los años que pasaron luego del fin de
los derechos civiles y el ascenso de los derechos humanos sugieren que
estos últimos tenían unas fuentes muy diferentes y más inmediatas. Igual
de importante, el temprano movimiento de derechos humanos omitió
las preocupaciones respecto a una sistemática inequidad socioeconómica
que había hecho tan peligroso al tardío movimiento de derechos civiles a
punto de causar la reacción conservadora76.
Había algunas similitudes en el giro estadounidense hacia los de-
rechos humanos y otros que habían ocurrido anteriormente y en otros
lugares. Facilitaron las coaliciones y en ellos figuraba principalmente la
promesa de reemplazar la política con la moralidad. La accidentada his-
toria de la administración Carter ha sido resumida como “las agonías de
la antipolítica”77. Pero dejando a un lado la propia devoción de Carter, las
coaliciones que activistas de derechos humanos formaron en los Estados
Unidos de los setenta no eran entre moralistas religiosos y seculares, como
había ocurrido en América Latina anteriormente, sino entre facciones del
Partido Demócrata. Adicionalmente, la adopción de los derechos humanos
por el líder de una superpotencia como una serie de principios guías para
el ejercicio de su poder, hizo que esta afirmación de la moralidad fuera
obviamente distinta de aquellas que se erigían desde la movilización de
base. Para la mayoría de los liberales, el liderazgo de Carter en derechos
humanos les daba no una utopía sustituta sino un sentido de recuperación
nacional colectiva. El restablecimiento de las credenciales morales y misio-
nales del país en el mundo “después de arrastrarse durante tanto tiempo
por el barrizal moral” fue lo que determinó el significado estadounidense
de un internacionalismo basado en los derechos78.
En Notre Dame, Carter insistió en que un marco de derechos humanos
permitía una sensación general de recuperación del propósito del país luego
de los errores cometidos en la Guerra Fría. El pasado que había que superar
no era simplemente el maquiavelismo reciente, pues el Partido Demócrata
había iniciado y escalado la Guerra de Vietnam en la década anterior.


76
El rector de Notre Dame y miembro de la Comisión por los Derechos Civiles, Theodore Hesburgh
—quien había representado al Vaticano en la Conferencia de Teherán en 1968— sugirió en
una audiencia frente al Congreso que, dada la necesaria base socioeconómica de los derechos
civiles, “hemos llegado a una especie de punto de inflexión en este país en lo que se refiere a los
derechos civiles y resulta [más conveniente] enfrentarlo en términos de derechos humanos”.
Citado en Hesburgh, “The Commission on Civil Rights and Human Rights”, Review of Politics
34, n.° 3 (julio, 1972): 303. Este tipo de argumento, sin embargo, no definió el significado de
los derechos humanos cinco años después. Cf. Hesburgh, The Humane Imperative (New Haven:
Yale University Press, 1974), cap. 3, “Human and Civil Rights”. Sobre los derechos sociales, cf.
Cass Sunstein, The Second Bill of Rights: FDR’s Unfinished Revolution and Why We Need It More
Than Ever (New York: Basic Books, 2006), cap. 9.
77
Sean Wilentz, The Age of Reagan, 1974-2008 (New York: Harper Collins, 2008), cap. 3.
78
Ronald Steel, “Motherhood, Apple Pie, and Human Rights”, The New Republic, junio, 4, 1977.

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186 La última utopía

Por muchos años hemos estado dispuestos a aceptar los fallidos y errados
principios y tácticas de nuestros adversarios, algunas veces abandonando
nuestros propios valores y adoptando los de ellos —dijo Carter en el podio
de Notre Dame—. A través del fracaso hemos encontrado ahora nuestro
camino de regreso a nuestros propios principios y valores y hemos recu-
perado la confianza perdida.79

Esto no era una estrategia cínica: numerosos ideólogos demócratas


de la política exterior en la administración de Carter habían participado
en Vietnam y habían reflexionado amargamente desde entonces sobre las
consecuencias trágicas de ello. La recuperación de los errores de vieja data
también es lo que involucró a muchos observadores. Los Estados Unidos,
según uno de los informantes de Elizabeth Drew,
habían estado desconcertados desde hace mucho tiempo. Tuvimos la
impresión después de dos años de viajar alrededor del país de que había
un sentimiento peor que el letargo, una sensación de que el tiempo corría
en contra de todos nosotros. Esta es una posición debilitante con la cual es
muy difícil lidiar en cualquier tipo de relación. Lo que estamos haciendo
ha sido interpretado por algunos como un estrategia propia de la Guerra
Fría, pero no lo es.80

En un momento en el que los marcos referenciales de la Guerra Fría


habían perdido su atractivo, los derechos humanos ofrecieron algo nuevo,
incluso si ese algo tenía que ser presentado en el ropaje de identidades
nacionales olvidadas.
Sin embargo, el giro de los Estados Unidos solamente toma su signifi-
cado completo si se le mira teniendo en cuenta el trasfondo internacional
en el que las viejas utopías cedían el paso a una nueva. Los liberales fueron
movidos por la promesa de una recuperación nacional y respondieron al
llamado doméstico que hizo Carter desde arriba. Pero desde el presidente
hasta la gente común y corriente, los estadounidenses no hubieran podido
lograrlo sin los llamados desde afuera y desde abajo, pues fueron los acto-
res globales de otros lugares más lejanos, recibidos calurosamente en los
Estados Unidos como víctimas, los que primero hicieron que los derechos
humanos se filtraran. Si estos dos llamados fueron fundamentalmente
diferentes y apuntaban en diferentes direcciones —una basada en la mora-
lización del Estado, la otra en “el poder de los que no tienen poder”— ello
no era obvio en su momento. Lo que importaba es que ambos convergieran
en el mismo imperativo de derechos humanos.

79
Carter, “Human Rights”, 1: 956
80
Drew, “A Reporter”.

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Samuel Moyn 187

En cuanto al “poder de los que no tenían poder”, como famosamente


rotuló Václav Havel la filosofía del disenso, ella solamente estaba saliendo
a la luz en ese entonces. En comparación con el rápido ascenso de los dere-
chos humanos en la propia URSS, el nacimiento de movimientos similares
después de 1968 en los Estados satélites y la inversión de esperanzas en el
revisionismo marxista sobrevivió por más tiempo. A pesar de ello, la forma-
ción de grupos de disidentes en 1976-1977 en Checoslovaquia, Polonia y
otros lugares, de la mano de nuevas apelaciones a los acuerdos de Helsinki,
funcionaron de manera similar. Como había ocurrido anteriormente, el
Comité para la Defensa de los Trabajadores (KOR) en Polonia y la Carta 77
en Checoslovaquia, junto con el Grupo de Helsinki con sede en Moscú,
hicieron apelaciones directas a los instrumentos internacionales de de-
rechos humanos. Aparecieron en un momento nuevo que contrastaba
agudamente con la era de confusión ideológica post-1968 y estos grupos
trajeron a los derechos humanos a su cima en el ámbito internacional.
Carta 77 surgió espontáneamente luego de la represión en
Checoslovaquia de una banda de rock sicodélica. Como en otros episodios
de disidencia, esta acción unió a una amplia gama de personas —incluyen-
do comunistas reformistas que no habían aprendido la misma lección que
otros compañeros en su movimiento luego del colapso de la Primavera de
Praga—. Saltó a la fama internacional gracias al amplio rango de sus acti-
vidades de protesta contra la persecución del régimen a sus ciudadanos.
Junto al Comité de Trabajadores Polacos, a Carta 77 le fue mucho mejor que
al disenso soviético más temprano al disparar afiliaciones al movimiento a
lo largo del bloque oriental. Para finales de 1978, cuando escribió su clásica
meditación sobre la disidencia, Havel podía atestiguar, en una inversión
de lo señalado por Karl Marx: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma
de lo que en Occidente se llama el disenso”81. Este fue un momento que
partió la historia en dos.
Havel era un desaliñado héroe con un ethos contracultural, cuya inten-
sidad moral le dio un estatus de ícono. Aunque nunca fue un comunista
revisionista, había celebrado la Primavera de Praga e hizo un importante
llamado por la pluralización de los partidos unidos por el fin común de
construir el socialismo democrático82. Luego de la represión soviética, pasó
los años setenta fuera de Praga en lo que describió como un estado de anima-
ción suspendida. Para mediados de los setenta, Havel había asumido la tarea


81
Václav Havel, “The Power of the Powerless”, en Open Letters: Selected Writings, 1965-1990 (New
York: Vintage, 1992), 127.
82
La intervención de Havel de abril de 1968 está en “On the Theme of an Opposition”, en Open
Letters, 31. Extrañamente, sostuvo más tarde en verano de 1968 que era correcto reemplazar a
Dubïek con el más conformista Gustáv Husák, por razones que aún permanecen poco claras.
Véase John Keane, Václav Havel: A Political Tragedy in Six Acts (New York: Basic Books, 2000), 221.

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188 La última utopía

de interpretar la experiencia de una generación que “vivió en el fin de una


era; la desintegración del clima espiritual y social; una profunda dislocación
mental”. Mientras la era de la “normalización” checoslovaca procedía bajo
Gustav Husák, reemplazo de Alexander Dubïek, Havel se inspiró en fuentes
fundamentalmente existencialistas para construir una crítica moral del ré-
gimen, lo cual anunció en una carta abierta a Husák en 197583. Había muy
poca novedad ideológica en la famosa afirmación de Havel del “poder de los
que no tienen poder”, pero capturaba perfectamente la racionalidad y las
condiciones para el origen de los derechos humanos. Teniendo en cuenta
esto último, Havel merece una cuidadosa lectura.
La primera premisa del disenso moral era el reconocimiento de la
inviabilidad de la política ordinaria. Havel presumió que las lecciones de
1968 eran claras ahora. Dirigiéndose a quienes aún soñaban el sueño de la
política, les advertía que el peor error era “sobrevalorar la importancia de
las actividades políticas directas en el sentido tradicional”. Por esta razón, la
primera regla era desechar “la intención de presentar un programa político
alternativo”. Havel sugería que esto ya había sido claro en 1968; pero ya
no había excusa para no captar el hecho de que cualquier iniciativa “sería
liquidada antes de que tuviera una oportunidad de convertir en acciones
sus intenciones”. Revolución y violencia eran las palabras mágicas de un
pasado que ya no tenía significado alguno en un presente desencantado84.
Las principales premisas de Havel eran una crítica extravagante de
la edad moderna: la crisis de estos tiempos fue una consecuencia no del
totalitarismo, insistía, sino de la tecnología sobredesarrollada y el consu-
mismo sin alma de la sociedad “avanzada”. El obvio fracaso del gobierno
totalitario, pensaba, tenían que leerse como un síntoma de un problema
más grande y global. En esas oscuras reflexiones, Havel traicionaba no
solamente sus propias lecturas de textos filosóficos particulares —prin-
cipalmente aquellos del fenomenólogo checo Jan Patïoka que ayudó a
definir los principios del disenso no revisionista en sus inicios—. Havel
también reflejaba una tentación común alrededor del mundo en los años
sesenta de mostrar una preocupación en el sentido de que la modernidad
se había desviado —pero también encontró una manera de darle una nueva
forma más digerible y sin precedentes a ese descontento—. Las raíces de la

83
Havel, Disturbing the Peace: A Conversation with Karel Hvízdala, trad. Paul Wilson (New York:
Knopf, 1990) 119-22; Havel, “Second Wind” (1976), en Open Letters, 8. Sobre la represión que se
estableció bajo el nombre de “normalización”, véase Vladimir V. Kusin, From Dubïek to Charter 77:
A Study of “Normalization” in Czechoslovakia, 1968-1978 (New York: St. Martin’s Press, 1978). Cf.
Havel, “Letter to Dr. Husák”, en Open Letters y, para las fuentes, Alexandra Laignel-Lavastine, Jan
Patoïka: l’esprit de la dissidence (Paris: Editions Michalon, 1998) o Aviezer Tucker, The Philosophy
and Politics of Czech Dissidence (Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2000).
84
Havel, “The Power of the Powerless”, en Open Letters, 202-3, 159, 165, 183.

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adhesión de Havel a la causa de los derechos humanos no acompañarían


su difusión global. Sin embargo, es importante recordar que fue tan lejos
hasta el punto de afirmar que el disenso importaba no por estar inspirado en
Occidente sino por ser una advertencia en su contra, en donde la pesadilla
moral parecía mucho peor que en el Este, pues en este último el sistema
totalitario al menos hacía visible el control. “¿No son acaso la opacidad y
el vacío de la vida en el sistema totalitario una caricatura inflada de la vida
moderna en general?”, preguntaba Havel retóricamente. Por esta razón,
explicó, es que
las democracias parlamentarias tradicionales no pueden ofrecer una
oposición fundamental al automatismo de la civilización tecnológica […]
Adherirse a la noción de democracia parlamentaria tradicional como un
ideal político y sucumbir a la ilusión de que solamente esta ya intentada y
verdadera forma es capaz de garantizar a los seres humanos una dignidad
duradera […] sería, en mi opinión, al menos una perspectiva muy miope.85

La aspiración más profunda de Havel en ese entonces parecía ser una


existencia comunitaria autónoma y a pequeña escala, lo cual veía como
algo conectado de forma más auténtica a la vida misma.
Fue a partir de sus usos estratégicos y a partir de la base de una moralidad
existencialista que Havel hizo su apelación a los derechos humanos. Esto
incluía una defensa del “legalismo”, es decir del valor del derecho para los
disidentes. Para Havel era importante que el régimen comunista “pretendiera
respetar los derechos humanos” y que los disidentes pudieran responder a
través de “apelaciones persistentes y permanentes a las leyes”. Teniendo en
cuenta el disenso soviético más temprano, no había nada estratégicamente
original, en este punto, en lo referente a la apelación al derecho internacio-
nal, pero era muy poderoso. Carta 77 regularmente citaba los Acuerdos de
Helsinki y los tratados internacionales de derechos humanos de la ONU,
en virtud de la gran ironía de que Checoslovaquia lo ratificara en 1975,
haciéndolo un instrumento vinculante en el escenario mundial. Es cierto,
reconocía Havel, que la apelación a formas jurídicas sugería abrazar la ideo-
logía burguesa —una crítica que en líneas generales consideraba correcta—.
Sin embago, ahora la crítica marxista de la ideología tenía que ser usada para
atacar el régimen marxista y podía incorporar en lugar de rechazar los dere-
chos subjetivos. Era a través de las “palabras, palabras, palabras”, como lo se-
ñalaba Havel, que tal régimen establecía la “legitimidad […] ante sus propios
ciudadanos, ante sus niños en edad escolar, ante el público internacional y
ante la historia”. Havel reconocía honesta pero sorprendentemente que “el


85
Open Letters, 207-208. Estos temas son incluso más notorios en el texto “Politics and
Conscience”, de Havel, escrito unos años después, también disponible en Open Letters. He
sustituido la noción de “postotalitarismo” utilizada por Havel por la de “totalitarismo”.

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190 La última utopía

derecho no podía crear nada mejor”. Por ahora, la apelación a la legalidad


en términos generales y en especial al derecho de los derechos humanos,
no obstante, era la mejor promesa86.
Siguiendo su argumento, en el que imaginaba a una persona humilde
que podía ser el autómata de un régimen inhumano pero que también
poseía los recursos internos para socavar la viabilidad de ese régimen, el
ensayo de Havel era una reflexión sobre el dilema en el que verdaderamente
nacieron los derechos humanos. Havel fue frecuentemente explícito sobre
la naturaleza estratégica de su sustitución de una lucha politizada por una
moralidad legalizada. Además, insistió en que la negación de la política
no podía escapar a la política y no pretendía hacerlo. Algunas veces Havel
señalaba que las apelaciones morales —“vivir en la verdad”, tal como el
disidente polaco Adam Michik ya lo llamaba para 1976— eran en realidad
políticas per se. En el disenso, escribió Havel, había una “dimensión polí-
tica no ambigua. Si la principal columna del sistema es vivir una mentira,
entonces no es sorprendente que la amenaza fundamental al mismo sea
vivir la verdad”. En este sentido, la moralidad tenía un “significado político
muy especial”, estableciendo lo que su colega activista de Carta 77, Václav
Benda, dio el nombre de “polis paralela”. En otras ocasiones, Havel estaba
dispuesto a señalar que el desplazamiento moral de la política trajo las
condiciones para el cambio político e incluso para posponerlo. “Es incluso
menos posible predecir cuándo y cómo el [disenso moral] eventualmente
producirá dividendos en la forma de cambios políticos específicos”. De
esta forma, Havel prometía “un conflicto social inesperado y explosio-
nes de descontento” como los eventuales resultados que se producirían
únicamente si se renunciaba a perseguir estos objetivos directamente. La
promesa de transformación política importaba especialmente en la medida
en que Havel pretendía propiciar un cambio en los comunistas que aún
dominaban Carta 77 en sus primeros años —principalmente el exministro
de gobierno Jiri Hájek, quien retenía sus esperanzas humanistas marxistas
e insistía en que “el sistema socialista contemporáneo de nuestro país es
un fundamento y un marco dentro del cual estos tratados [de derechos
humanos] deben ser observados y cumplidos”—87.

86
Open Letters, 136, 188-89, 191. Una buena medida de este punto lo muestra una afirmación
adicional de Havel: “La lucha por lo que se denomina ‘legalidad’ tiene que mantener constan-
temente dicha legalidad en perspectiva frente al trasfondo de la realidad de la vida”.
87
Havel, “Power”, 148, 152, 154, 164, 157, 152, 197; cf. 149. Para Michnik, véase “The New
Evolutionism”, Survey 22 (verano/otoño de1976), reimpreso en Michnik, Letters from Prison
and Other Essays (Berkeley: University of California Press, 1985). En cuanto a Benda, véase “The
Parallel ‘Polis’”, en H. Gordon Skilling y Paul Wilson, eds., Civic Freedom in Central Europe:
Voices from Czechoslovakia, (Basingstoke: Macmillan, 1991). Para Hájek, véase “Human Rights,
Peaceful Coexistence, and Socialism”, en Charter 77 and Human Rights in Czechoslovakia, ed.
Skilling (London: Allen & Unwin, 1981), 226; cf. Hájek, “The Human Rights Movement and

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Samuel Moyn 191

Sin embargo, en un nivel más profundo, Havel sostenía que los derechos
humanos no podían significar simplemente la política de una nueva era que
se hacía por otros medios. La moralidad, sostenía, podía ser un sustituto
permanente de la política. De este modo, Havel creía que la política es un
asunto de “visiones abstractas” en la que la moralidad se conecta directa-
mente con “personas individuales”. Esto implicaba que era el fracaso de la
política en ser lo suficientemente concreta lo que también la había llevado
a un oportunismo terrible. Entre tanto, la moralidad seguía siendo “provi-
sional”, “negativa”, “mínima” y “simple”(la similitud de esta visión con la
filosofía de Amnistía Internacional es obvia). Una moralidad enraizada en
una “esfera escondida”, en vez de consideraciones prácticas, brindaba pureza
y autenticidad, en lugar de componendas, violencia y fracaso.
Siendo un mentor de Havel, Patoïka había señalado esto quizás de la
forma más clara en su defensa de Carta 77, dos meses antes de su muerte
poco después de que el grupo se formara:
El concepto de derechos humanos —escribía— no es más que la creencia de
que los Estados y la sociedad como un todo también se consideran a sí mis-
mos subordinados a la soberanía de un sentimiento moral, reconociendo
algo absoluto por encima de ellos, algo que es obligatoriamente sagrado
e inviolable incluso por ellos, y que pretenden contribuir para alcanzar
este fin con el poder a través del cual crean y garantizan el cumplimiento
de normas jurídicas.88

Siguiendo una línea similar, al final Havel consideraba la moralidad


—“la antipolítica”, tal como la bautizó el disidente Gyorgy Konrád— algo
más que estratégico, reflejando una alternativa genuina y sistemática.
Aparte de dejar de alguna forma un residuo en el derecho, Havel, insistía,
la moralidad enraizada en la vida más íntima “no tiene nada que ver con
la política”. La moralidad permitiría a las personas trascender la política,
no como una necesidad temporal sino como un logro permanente, en
una audaz “reconstitución de la posición de las personas en el mundo,
sus relaciones consigo mismos y entre ellos, y con el universo”. En última
instancia, no había nada personal o idiosincrático sobre la indecisión de
Havel: ¿podía ser la moralidad la única y mejor política o podía proveer una
forma de ir más allá de la política de una vez por todas? El dilema definió
los orígenes de las extendidas apelaciones a los derechos humanos. Lo que

Social Progress”, en Keane, ed., The Power of the Powerless: Citizens against the State in Central-
Eastern Europe (Armonk: M.E. Sharpe, 1985). Sobre el caso polaco, compárese el análisis similar
de David Ost, Solidarity and the Politics of Antipolitics: Opposition and Reform in Poland since 1968
(Philadelphia: Temple University Press, 1990).

88
Havel, “Power”, 180-81, 161, 148. Jan Patoïka, “What Charter 77 Is and What It Is Not”, en
Skilling, ed., Charter 77, 218.

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192 La última utopía

Havel llamó “la pureza de esta lucha” propuso una forma brillante pero
ambigua tanto de crear como de trascender la política —al menos por un
tiempo—. La irrupción de los derechos humanos también iba a ser una
carga. Tal como uno de los más importantes analistas de la disidencia en
el centro oriente europeo, Tony Judt, lo advertía amablemente: “precisa-
mente por el hecho de ser funcional también tienen un límite”89.
Tal como había ocurrido en la Unión Soviética y en América Latina
anteriormente, la explosión de la disidencia en el Este europeo dependía
de una coalición, entre los portaestandartes del revisionismo y las fuerzas
religiosas. En Polonia, especialmente, pero también en Checoslovaquia, el
catolicismo político era supremamente importante, tal como el papel de
Karol Wojtyla (Juan Pablo II, después de su inesperada elección como papa
en octubre de 1978) en la política internacional iba a mostrar. En Polonia,
el surgimiento de los reclamos de derechos humanos había dependido de
una alianza sin precedentes entre los intelectuales exrevisionistas con la
Iglesia católica y con la constante “insistencia en la primacía de la ética
[y] la moralización de la política”. Fue en este contexto que aparecieron
los derechos humanos en la oposición de 1975-1976 a nuevas reformas
constitucionales que proponían socavar la autonomía de Polonia respecto
de la esfera soviética. Después de 1977 la moralización del disenso podía
encontrarse en todas partes90.
Sin negar la relevancia de las fuerzas cristianas incluso en los años
setenta, lo que importa en el largo plazo es que ya no podían sostener que
era algo exclusivo de ellos como en los años cuarenta, cuando la cristian-
dad fue tan relevante tanto para definir como para marginar la idea. El
mundo había cambiado desde entonces. El cristianismo progresista, tanto
el católico como el protestante, había explotado alrededor del mundo sin
una conexión clara con los derechos humanos. No fue por accidente, por
supuesto, que Carter dio su clásico discurso sobre política exterior y dere-
chos humanos en la Universidad de Notre Dame, una institución católica

89
Havel, “Power”, 157, 162, 151, 205; George Konrád, Antipolitics: An Essay (New York: Harcourt
Brace Jovanovich, 1984) y Tony Judt, “The Dilemmas of Dissidence: The Politics of Opposition
in East-Central Europe”, East European Politics and Society 2, n.° 2 (1988): 240.
90
Sobre las peculiaridades del catolicismo checo (en oposición al eslovaco), véase Benda,
“Catholicism and Politics”, en Keane, ed., Power; sobre Polonia, véase Jacques Rupnik, “Dissent
in Poland, 1968-1978: The End of Revisionism and the Rebirth of Civil Society”, en Rudolf
L. Tökés, ed., Opposition in Eastern Europe (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1979), 90,
78-79; Michnik, The Church and the Left, ed. David Ost (Chicago: University of Chicago Press,
1993). Es fascinante que los acuerdos de Helsinki fueran citados no solamente por los derechos
humanos sino por las revisiones constitucionales que se siguieron luego de la afirmación de
la soberanía contenida en el tratado en una era de anticolonialismo. Véase Dissent in Poland:
Reports and Documents in Translation (London: Association of Polish Students and Graduates
in Exile, 1977), 15-17.

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Samuel Moyn 193

en la que fue homenajeado junto con el cardenal Arns de Brasil91. Pero


en Estados Unidos la afiliación con los derechos humanos había perdido
su nexo con lo religioso de un tiempo anterior, para los católicos y para
los protestantes más relevantes92. El caso más revelador fue el de Europa
occidental, donde el cristianismo trasnacional —especialmente el catoli-
cismo— había hecho tanto en algún momento para darle su significado a
los derechos humanos. Pero el cristianismo entró en una caída libre pre-
cisamente en este lugar del mundo en los años sesenta93. Aunque algunos
eran capaces de reconocer los fuertes elementos religiosos en los derechos
humanos bajo el bloque oriente y en América Latina, lo que marcó la suerte
de los derechos humanos en esta era fueron las movidas de la izquierda


91
El lazo fue forjado ya durante la campaña cuando Carter aceptó la invitación del Centro para
los Derechos Civiles de Notre Dame, fundado en 1972 pero con un nuevo director para 1976,
el alemán Donald Kommers, quien decidió mover el centro hacia los derechos humanos
internacionales gracias a una financiación obtenida de la Fundación Ford. Tal como se lo ex-
plicó a Theodore Hesburgh, el rector de Notre Dame (un demócrata con un alto perfil a nivel
nacional), “Después de más de treinta años de un debate público en las Naciones Unidas y
en otros lugares, el tema de la preocupación internacional con los derechos humanos y sus
fines y propósitos sigue siendo un terreno muy poco conocido que se encuentra en la frontera
del pensamiento. La búsqueda de sus orígenes primarios y fuerza ideológica difícilmente ha
comenzado”. Cuando Carter fue a la universidad en ese octubre, dio una charla informal a los
miembros del centro y a los profesores, señalando: “Hay muchas cosas que podemos hacer.
Y creo que este centro que cambia sus propósitos migrando de una protección estrictamente
doméstica de los derechos civiles, los cuales aún son muy importantes, hacia un concepto
más amplio de derechos humanos, y espero que este cambio ocurra rápidamente, yo ayudaré
a ello si soy elegido presidente, puede ser una antorcha para nuestro propio país y para el
mundo para un constante replanteamiento sobre lo que puede hacerse en una mundo que
reconocemos que es imperfecto”. Kommers luego trabajó para organizar una conferencia sobre
derechos humanos que marcó el inicio de una época en abril de 1977, la cual fue mencionada
por Carter al mes siguiente en su discurso frente a los graduados. Véase Notre Dame Archives,
UDIS 39/1-3. Para la intervención de Carter en octubre, véase The Presidential Campaign 1976,
996. Para la conferencia véase Donald P. Kommers y Gilburt D. Loescher, Human Rights and
American Foreign Policy (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1979).
92
En cuanto a otras afiliaciones religiosas que sobrevivieron, debemos mencionar la afiliación
liberacionsita respecto a los derechos humanos del teólogo Jürgen Moltmann. Véase Jan Milic
Lochman y Jürgen Moltmann, eds., Gottes Recht und Menschenrechte (Neukirchen: Neukirchener
Verlag, 1976), disponible en ingles como A Christian Declaration of Human Rights, ed. Allen O.
Miller, (Grand Rapids: Eerdmans, 1977). También vale la pena notar en Estados Unidos y el
Reino Unido a David Hollenbach, Claims in Conflict: Retrieving and Renewing the Catholic Human
Rights Tradition (New York: Paulist Press, 1979) y Edward Norman, Christianity and the World
Order (Oxford: Oxford University Press, 1979), cap. 3, “A New Commandment: Human Rights”.
Cf. Lowell Livezey, Non-Governmental Organizations and the Ideas of Human Rights (Princeton:
Princeton University Press, 1988), donde se encuentra un ejemplo de activismo cristiano en
la escena estadounidense.
93
Véase, por ejemplo, Callum G. Brown, “The Secularisation Decade: What the 1960s Have
Done to the Study of Religious History”, en Hugh McLeod y Werner Usdorf, eds., The Decline
of Christendom in Western Europe, 1750-2000 (Cambridge: Cambridge University Press, 2003)
y McLeod, The Religious Crisis of the 1960s (New York: Oxford University Pres, 2007).

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194 La última utopía

secular, incluyendo los liberales estadounidenses y la izquierda europea,


para adoptar este lenguaje.
En Europa, aún había otros caminos utópicos disponibles, incluso al-
gunos más prominentes en la misma era, pero probaron ser callejones sin
salida. El más fácil de olvidar continúa siendo la nueva ola de las propuestas
del “eurocomunismo”, de acuerdo con las cuales los aún poderosos partidos
comunistas de Europa occidental propusieron establecer su propia alterna-
tiva “amable” al Oriente rehostilizado. Por un momento, a principios de los
años setenta, el eurocomunismo parecía muy prometedor, al punto que las
figuras de oposición checas buscaron conexiones con él antes de hacer su
giro a los derechos humanos después de 1975. Pero donde el eurocomunismo
intentó trascender la lógica de la Guerra Fría, su forma explícitamente polí-
tica para hacerlo lo hizo colapsar. También hubo una gran dosis de atención
al llamado marxismo occidental, en medio de una ola de fermento intelec-
tual de izquierda después de 1968 en la era de la posguerra. La búsqueda de
versiones disidentes de un socialismo traicionado por la historia dio origen
a la actividad de una generación en pro de la recuperación intelectual, sola-
mente para enfrentar el paso de su momento de inspiración. Además algunos
devotos, de manera más notable Leszek Kolakowski, estaban abandonando
los esquemas revisionistas que les habían ayudado a ser los íconos de la
nueva izquierda. En 1968, el año de su partida de Polonia, Kolakowski aún
insistía que el utopismo seguía siendo esencial, a pesar de que ahora era más
que evidente la facilidad con la que se derrumbaba, pero pronto respondió
al florecimiento de los derechos humanos con el crudo argumento de que
ningún socialismo en el poder iba a respetarlos94. No cabe duda de que al-
gunos encontraron que los derechos humanos no eran una nueva utopía
sino una respuesta a un dios que falló, lo cual permitió desde un principio
la existencia de interpretaciones profundamente conservadoras acerca de
la idea de encontrar un destinatario.
No obstante, tal como el ascenso de los derechos humanos en la escena
francesa muestra, la transformación de la izquierda fue la que probó ser el
agente de cambio más vital, en la medida en que los derechos humanos
triunfaron allí gracias a la competencia dentro de la izquierda y no por el
conflicto con sus rivales, filtrándose además gracias a que sustituyeron

94
Para Checoslovaquia, Vladimir V. Kusin, “Challenge to Normalcy: Political Opposition in
Czechoslovakia, 1968-1977”, en Opposition, 44-51; una perspectiva general del eurocomunismo
puede verse en Rudolf L. Tökés, Eurocommunism and Détente, (New York: New York University
Press, 1978), Wolfgang Leonhard, Eurocommunism: Challenge for East and West, trad. Mark
Vecchio (New York: Holt, Rinehart, and Winston, 1978); Leszek Kolakowski, Towards a Marxist
Humanism: Essays on the Left Today, trad. Jane Zielonko Peel (New York: Grove Press 1968),
70-71 y “Marxism and Human Rights”, Daedalus 112, n.° 4 (otoño, 1983): 81-92. Considérese
Raymond Taras, The Road to Disillusion: From Critical Marxism to Postcommunism in Eastern
Europe, (Armonk: M.E. Sharpe, 1992).

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Samuel Moyn 195

otras utopías. En París, tal como en América Latina en los años sesenta, el
colapso de la plausibilidad del comunismo soviético no llevó a la muerte
de las aspiraciones revolucionarias: inició la búsqueda de una mejor y
más pura forma del comunismo95. Después de 1968, cuando unos pocos
pioneros empezaron a derivar sus enseñanzas de lo ocurrido en Praga, una
generación de estudiantes estaba más impresionada por el alzamiento en
París, que disparó una gran ola de gauchisme. El trotskismo experimentó
un renacer, pero fue el maoísmo el que —entre miles de sectas de izquier-
da— fue el beneficiario más sorprendente de la búsqueda por la pureza
revolucionaria, casi que sin ser afectada por las representaciones contem-
poráneas del significado mortal de la Revolución Cultural.
La disidencia saltó a un primer plano inicialmente dentro del gauchisme
y no en oposición a este. El matemático Leonid Plyushch, quien era impor-
tante sobre todo en los primeros tiempos de la izquierda francesa en razón
de sus lealtades marxistas, se unió con los comunistas revisionistas que
sufrían bajo la “normalización” checa y que también fueron hechos causas
célebres en el ambiente de izquierda de principios de los setenta. Basados
en una tradición pre-1968 de organizar a los disidentes en nombre de una
“legalidad socialista”, y provocada por la Primavera de Praga y su destruc-
ción, los intelectuales convocaron numerosas protestas y distribuyeron
muchas peticiones en nombre de los disidentes. La manifestación del 23
de octubre de 1975 en la Salle de Mutualité para la liberación de Plyushch
—había sido un miembro fundador de Grupo de Acción Soviético y fue
subsecuentemente internado como un paciente psiquiátrico— convocó
a cinco mil participantes, aparentemente el evento más grande de este
tipo durante estos años en cualquier país. Cuando el Partido Comunista
Francés se unió a las denuncias y la URSS liberó al matemático para que
viajara a París, este fue un momento de celebración que parecía poder ser
encendido por la disidencia para que el activismo de izquierda ocasionara
un cambio en un comunismo aparentemente obstinado96.


95
Cf. Robert Horvath, “‘The Solzhenitsyn Effect’: East European Dissidents and the Demise of
the Revolutionary Privilege”, Human Rights Quarterly 29 (2007): 879-907.

96
Este recuento se basa en Michael Scott Christofferson, French Intellectuals against the Left: The
Antitotalitarian Moment of the 1970s (New York: Berghahn Books, 2004), cap. 4. Aparte del
cubrimiento periodístico, véase Tania Mathon; Jean-Jacques Marie, L’affaire Pliouchtch (Paris:
Molden, 1976); Tatiana Sergeevna Khodorovich, The Case of Leonid Plyushch, trad. Marite
Spiets (Boulder: Westview Press, 1976); igualmente véase las memorias de Plyusch, que apare-
cieron en Francia en 1977 y en Estados Unidos en 1979. Aunque testificó ante el Congreso de
los Estados Unidos en 1976, donde el entusiasmo de izquierda sobre el disenso había sido de
lejos mucho menor, fue en Francia donde por obvias razones Plyusch tuvo un perfil de alto
impacto. Compárese con, por ejemplo, Roy Medvedev et al., Détente and Socialist Democracy
(New York: Monad Press, 1975) y su crítica de la liberalización del disenso incluida en el dossier
de Newsweek: Fred Coleman, “Loyal Opposition”, Newsweek, junio 20, 1977.

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196 La última utopía

Sin embargo, esas apelaciones de izquierda a la disidencia para cues-


tionar al régimen soviético y al arcaico Partido Comunista Francés pronto
adquirieron vida propia. Alcanzaron una clase de pico autodestructivo en
la forma de una “nueva filosofía”, la cual fue tan lejos en el decisivo año
de 1977 hasta cuestionar la política como tal, trayendo así a la izquierda
francesa a un terreno similar a aquel que había sido favorable a los derechos
humanos antes y en otros lugares. André Glucksman, el principal nuevo
filósofo junto con Bernard Henri Lévy, marcó el paso. Habiendo sido parte
de la extrema izquierda anteriormente, Glucksman se había unido estre-
chamente a Solzhenitsyn en 1974-1975 como parte de un llamado a un
populismo anarquista. Pero el odio de Glucksman hacia el Estado soviético
pronto lo llevó al cuestionamiento de la política como tal, siendo la movida
hacia la moralidad una forma de salvar el deseo por la pureza frente a los
enredos políticos de la izquierda que alguna vez habían inspirado a este
Estado. En su libro The Master Thinkers, Glucksman cuestionó todas las
corrientes filosóficas modernas por su complicidad con el “poder”. El gran
libro de Levy, Barbarism with a Human Face —el otro texto fundamental de
la nueva filosofía— sin duda fue más lejos al ilustrar las condiciones para
la irrupción de la conciencia de los derechos humanos. Dejando de lado el
inútil populismo de Glucksmann, Lévy condenó íntegramente a la política
por considerarle un ámbito de fracaso seguro. Un gauchiste en el momento
post-1968, Lévy primero encontró en Solzhenitsyn en 1975 el significado
del “destino de la izquierda occidental”. La lección que pronto aprendió de
esta lectura, sin embargo, fue simple: las utopías siempre estaban llamadas
a fracasar. El famoso libro de Lévy, impulsado a la fama gracias a su osada
aparición en televisión, proponía a cambio la moralidad. Recomendaba
escribir “tratados de ética” y gracias a su compromiso con los principios
morales de los derechos humanos fue el cofundador de la Action Contre
la Faim, un grupo humanitario que ahora existe en muchos países. Luego
de haber sido engañado por mucho tiempo por los trucos de la utopía
colectiva en los asuntos políticos, explicó Lévy, la tarea era ahora salvar
los cuerpos individuales97.
En estas transformaciones, la movilización de las bases y de los intelec-
tuales procedía sin tener nada equivalente al rol que Carter desempeñaba
al otro lado del océano. Como explicó Valéry Giscard d’Estaing, por en-
tonces primer ministro francés, la actitud del presidente estadounidense
respecto de los disidentes era una interferencia problemática e irrespetuosa

97
Véase André Glucksmann, “Le Marxisme rend sourd”, Le Nouvel Observateur, marzo 4, 1974;
La cuisinière et le mangeur d’hommes (Paris: Éditions du Seuil, 1975) y Les maîtres-penseurs (Paris:
B. Grasset, 1977). Bernard-Henri Lévy, “Le vrai crime de Soljenitsyne”, Le Nouvel Observateur,
junio 30, 1975; Lévy, Barbarism with a Human Face, trad. George Holoch (1977; New York:
Harper and Row, 1979), 197.

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Samuel Moyn 197

con la détente y su rival socialista François Miterrand —fiel a su estrategia


de construir alianzas con el comunismo, lo cual eventualmente le llevaría
al poder— opinaba lo mismo98. En la teoría y en la práctica, no obstante,
la disidencia y los disidentes adquirieron una suerte de estatus totémico.
Julia Kristeva —una refugiada búlgara y exmaoísta— señalaba que el “di-
sidente” era un “nuevo tipo de intelectual” en 1977, enfrentando a otros
en la izquierda, quienes denunciaban la sustitución de la revolución por
la disidencia. Fue en la atmósfera de crisis de las viejas y nuevas utopías
que los derechos humanos saltaron a escena. “¿Cómo no asombrarse
ante la repentina restauración de la suerte de este eslogan de los derechos
humanos que, no hace mucho, uno hubiera considerado entre los más
descalificados para ser usados?”, se preguntó el alguna vez anarquista
Marcel Gauchet en 1980.
Solo ayer eran […] el vulgar instrumento de la ideología dominante, des-
mantelados con el más pequeño esfuerzo por el principiante más amateur
en las técnicas de la sospecha —observó—. Sin embargo, de algún modo
lo viejo se ha vuelto nuevo y lo que antes era lo más sospechoso está ahora
por encima de cualquier sospecha, ahora los fuera de moda, verbosos e
hipócritas derechos humanos han recuperado su gracia, virginidad y
un tipo de vibrante audacia a los ojos de los más brillantes y exigentes
miembros del avant garde.99

La impresionante transformación se dio esencialmente gracias a la


interpretación moralista de los derechos humanos que hizo tantos avan-
ces en la práctica a partir del aparente fracaso de la redención por vía de
la política.
Aunque estas críticas moralistas marcaron de hecho una época al
permitir el distanciamiento de las visiones revolucionarias, no rompieron
completamente con estas visiones, ni en Francia ni en otros lugares —per-
mitiendo eso sí las debidas variaciones de acuerdo a los contextos nacio-
nales—. Una de las características más diferenciadoras de la conciencia de
los derechos humanos en los cruciales años 1970 fue que la apelación a la
moralidad podía parecer pura incluso donde la política se había mostra-
do a sí misma como un campo sucio e imposible. Pero la escena francesa
muestra de manera especialmente vívida cómo la ruptura de la política


98
Véase Arnaud de Borchgrave, “Giscard Speaks Out”, Newsweek, julio 25, 1977. Andrei Amalrik
no fue muy bien recibido en las capitales europeas mientras que Bukovsky, simultáneamente,
era bienvenido en Estados Unidos. Véase Craig R. Whitney, “Carter Rights Stand Worries
Europe”, New York Times, marzo 5, 1977 y Hella Pick, “Europe Wants Cooler Carter”, The
Guardian, marzo 9, 1977.

99
Julia Kristeva, “Un nouveau type d’intellectual: le dissident”, Tel Quel 74 (invierno, 1977):
3-8; Dominique Lecourt, Dissidence ou révolution (Paris, 1978); Marcel Gauchet, “Les droits de
l’homme ne sont pas une politique”, Le Débat 3 (julio-agosto 1980): 3.

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198 La última utopía

ocurrió guardando lealtades explícitas o implícitas a aspiraciones que


habían estado presentes anteriormente. Allí se transfirió la aspiración de
pureza alguna vez asociada al calor revolucionario al programa menos to-
talizante de los derechos humanos. Estos últimos eran preferibles porque
eran estratégicamente necesarios y prácticamente realizables, pero también
porque eran moralmente puros. La refutación de utopías anteriores se dio
a través de una crítica moral contra la política y como consecuencia de la
aspiración de lograr el sentido de una causa pura que alguna vez se había
buscado por la política como tal.
Este era el punto de Bronislaw Baczko cuando notó que en un corto
periodo de tiempo hubo un desplazamiento de un adornado utopismo a
uno que no se atrevía a decir su nombre. En 1968, los derechos humanos
estaban en crisis porque sus partidarios no habían encontrado una manera
de aliarse con una ola explosiva de movimientos populares. Encontraron
una forma de hacerlo solamente en medio del agotamiento de las energías
utópicas de la era y a través de un movimiento de la política hacia la mo-
ralidad. Fue la crucial transformación de la imaginación lo que importó.
En una mirada de largo plazo, lo que significa la sustitución del utopismo
político a cambio de la moral es que los derechos humanos llegaron al
mundo mientras sus partidarios rechazaban el maximalismo que alguna
vez le había dado cierto glamour a utopías pasadas —especialmente a las
utopías que requerían una profunda transformación o incluso revolución
y violencia—.
Entre los disidentes, el debate explícito sobre si seguir fieles de alguna
manera al socialismo continuó, incluso mientras los actores occidentales
rápidamente dejaron atrás la matriz histórica de los orígenes de la con-
ciencia de los derechos humanos.
A pesar de que he tenido más de una oportunidad de expresar mi ira
respecto a las fracasadas y moribundas utopías —meditaba el disidente
eslovaco Milan Simecka a mediados de los ochenta—, ahora, años más
tarde, estoy en paz con ellas. No es que crea en su poder para salvar a la
humanidad [pero] sin ellas nuestro mundo estaría mucho peor. […] Un
mundo sin utopías sería como un mundo sin esperanza social, un mundo
de resignación al statu quo y a los devaluados lemas de la vida política
cotidiana.100

En respuesta, la preocupación de Havel estaba en que era fundamen-


tal evitar hojas de ruta para “deshacerse de las utopías” —aunque seguía

100
Milan Simecka, “A World with Utopias or Without Them”, en Peter Alexander y Roger Gill,
eds., Utopias (London: Duckworth, 1984), 175, citado en Henri Vogt, Between Utopia and
Disillusionment: A Narrative of Political Transformation in Eastern Europe (New York: Berghahn
Books, 2005), 77.

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Samuel Moyn 199

siendo esencial mantener “un estado de apertura hacia los misteriosamente


etéreos, siempre elusivos y nunca del todo realizables ideales tales como
la verdad y la moralidad”—101.
El minimalismo de la conciencia de los derechos humanos afectó pro-
fundamente la manera como su “preocupación” funcionó durante esta era.
A corto plazo, sin duda, la campaña por los derechos humanos se concen-
tró abrumadoramente en el bloque oriental así como en América Latina y
no tanto en las naciones más pobres de los países en vías de desarrollo. El
espacio institucional más famoso para la cristalización de las actividades
trasnacionales de los derechos humanos fue el proceso de Helsinki en
virtud de las reuniones que siguieron para monitorear el cumplimiento
del acuerdo que ordenaba tal vigilancia. Cuando fue firmado nadie pudo
haber predicho que los disidentes del bloque oriental se iban a movilizar
en tal número o que un presidente estadounidense se arrojara a defender
la causa. Ya para 1975, Millicent Fenwick, una congresista de New Jersey
que había viajado a la Unión Soviética en una gira oficial y conoció a Yuri
Orlov y a otros disidentes, propuso la legislación que creó la Comisión de
Helsinki en Estados Unidos. Pero en la primavera y el verano de 1977, en
anticipación a la primera reunión de octubre en Belgrado, el proceso de
Helsinki despertó un nuevo interés. La Fundación Ford y otros filántropos
empezaron a dar dinero a nuevas iniciativas estadounidenses, tanto organi-
zacionales como académicas. Así, fundaron Helsinki Watch (más adelante
Human Rights Watch) y el pionero Centro para el Estudio de los Derechos
Humanos de la Universidad de Columbia, solo por mencionar los ejemplos
más prominentes de activismo de ONG y de atención académica102.
La perspectiva de los derechos humanos iba a convertirse en algo re-
levante para toda la escena mundial y lo hizo rápida pero selectivamente.
Frecuentemente, el ignorar algunos crímenes globales y perseguir otros
gracias a criterios simplistas fueron la consecuencia de la escasez de infor-
mación, como en el caso del genocidio en Camboya, aunque los factores
ideológicos también eran importantes. El temprano entusiasmo de mu-
chos izquierdistas franceses con el Khmer Rouge, el cual no estaba basado
solamente en ignorancia, sugiere el tinte ideológico del asunto. La preocu-
pación por las atrocidades latinoamericanas por parte de revolucionarios,


101
“Doing without Utopias: An Interview with Václav Havel”, Times Literary Supplement, enero
23, 1987. Cf. Kolakowski, “The Death of Utopia Reconsidered” (1982), en Modernity on Endless
Trial (Chicago: University of Chicago Press, 1997).
102
Véase Laber, Courage, para una narrativa sobre los orígenes; para la tardía movida de Aryeh
Neier hacia el movimiento de los derechos humanos, véanse sus memorias: Taking Liberties: Four
Decades in the Struggle for Rights (New York: Public Affairs, 2003), donde no hay mayor reflexión
sobre las condiciones históricas para su cambio hacia los derechos internacionales. Sobre la
Fundación Ford, véase Korey, Taking on the World’s Repressive Regimes: The Ford Foundation’s
International Human Rights Policies and Practices (New York: Palgrave MacMillan, 2007).

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200 La última utopía

alguna vez reformistas, no llevaron a Amnistía Internacional a abandonar


una de sus condiciones de que quienes ejercían violencia no podían con-
vertirse en objetos de su atención. La violencia contra grupos que seguían
siendo violentos no era detectada por el radar moral. A pesar de sus buenas
intenciones, la propia selectividad de Carter, característica de la Guerra
Fría, era obvia desde un principio. En 1978, Irving Kristol ya estaba pre-
parando una queja en el sentido de que había que revertir la tendencia de
la presunta indulgencia de Carter respecto de los dictadores de izquierda
comparada con el duro tratamiento a los de derecha —lo cual sucedió tan
pronto Ronald Reagan llegó al poder—103.
La sustitución de los idealismos afectó sobre todo la selección y la
manera de encuadrar las utopías violentas del “tercer mundo”, tal como
mostró el caso de Indonesia. Incluso mientras Amnistía Internacional y
otros grupos occidentales se concentraban en el continuo encarcelamiento
político de los oponentes del régimen represivo de Jakarta, no encontraron
nada censurable en las atrocidades mucho más violentas que Indonesia
impulsó en Timor Oriental contra un movimiento aborigen que reclamaba
la autodeterminación. Mientras que la disponibilidad de información era
importante en este punto, la ideología también lo era: la “resistencia” de
Timor Oriental continuó concibiendo su causa en términos de la auto-
determinación poscolonial, adoptando estrategias de violencia armada,
y por lo tanto, ubicándose fuera de la simpatía mundial. El triunfo del
activismo de los derechos humanos dependió de la caída del apoyo de
las élites respecto del alguna vez romántico nacionalismo anticolonial.
Para finales de los setenta, la autodeterminación, tal como otras utopías
políticas transformadoras, había perdido su atractivo para los observado-
res occidentales, en especial gracias a sus consecuencias frecuentemente
violentas. Un idealismo basado en los derechos humanos servía como
alternativa. No se sabe lo suficiente sobre el cambio de los términos en la
resistencia al apartheid en Suráfrica, el cual había sido visto anteriormente
bajo una óptica anticolonialista, particularmente cuando había optado
por la violencia, pero su transformación como una causa de derechos


103
Véase, para algunos análisis por quienes estaban involucrados en los derechos humanos des-
de una perspectiva gubernamental en los años setenta, Peter G. Brown y Douglas MacLean,
Human Rights and U.S. Foreign Policy (Lexington: Lexington Books, 1979); igualmente véase la
perspectiva de alguien involucrado en contratar a quienes diseñaban la política pública Sandy
Vogelgesang, “What Price Principle? U.S. Policy on Human Rights”, Foreign Affairs 56, n.° 4
(julio, 1978): 819-41 y Vogelgesang, American Dream, Global Nightmare: The Dilemmas of U.S.
Human Rights Policy (New York: Norton, 1980). Véase también Natalie Kaufman Hevener The
Dynamics of Human Rights in U.S. Foreign Policy, (New Brunswick: Transaction Books, 1981); y
desde entonces, en una literatura sin fin, ver Joshua Muravchik, The Uncertain Crusade: Jimmy
Carter and the Dilemmas of Human Rights Policy (New York: Hamilton Press, 1986). Irving Kristol,
“The ‘Human Rights’ Muddle”, Wall Street Journal, marzo 20, 1978.

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Samuel Moyn 201

humanos parece similar. Aunque era fácil ver la violencia de los dos bandos
en la revuelta de Soweto de mediados de 1976, incluso cuando el Estado
surafricano la reprimió brutalmente, el movimiento internacional contra
el apartheid estaba convirtiéndose en una lucha por los derechos humanos
como en el resto del mundo104.
Es difícil determinar si con su redefinición en los años setenta y la
explosión de su reputación pública los derechos humanos hicieron una
diferencia en la práctica. La retórica simbólica podía ser políticamente
poderosa muchas veces, tal como muestra la arriesgada decisión de los
activistas brasileños de hacer coincidir su denuncia sobre torturas con la
visita de Jimmy Carter en marzo de 1978. Aunque la administración de
Carter no aplicó las políticas de derechos humanos a los asuntos asiáticos,
la visita del presidente a China motivó a un autodenominado “Grupo de
Derechos Humanos” a organizar una campaña en la que pegaron afiches
sugiriendo que los ciudadanos chinos también tenían que beneficiarse de
los derechos humanos. Entre tanto, las invocaciones de Carter tuvieron
consecuencias inesperadas no solamente en el exterior sino también en
Estados Unidos. Los activistas pro derechos gais empezaron a describir su
causa (la cual también se asentaba en la conciencia pública del momento)
como una campaña de derechos humanos. Harvey Milk, el activista de
San Francisco que se convirtió en el primer funcionario abiertamente gay
elegido popularmente en el país, incorporó la frase en sus discursos y los
grupos que se formaban a lo largo de los Estados Unidos incluso cambiaron
sus nombres para reflejar la nueva relevancia de los derechos humanos105.
Considerando todas las complejidades de su impacto en la forma como
los eventos alrededor del mundo y en Estados Unidos fueron identificados
para expresar empatía y compromiso, la revolución de los derechos huma-
nos de los setenta fue consecuencia de la transformación de las esperanzas

104
El caso de Indonesia debe entonces leerse en un momento en el que los derechos humanos
eran nuevos, mientras que las visiones favorables a la autodeterminación que habían sido tan
influyentes en Occidente estaban cayendo. Véase el pionero estudio de Bradley “Denying the
‘First Right’: The United States, Indonesia, and the Ranking of Human Rights by the Carter
Administration, 1976-1980”, International History Review 31, n.° 4 (diciembre, 2009): 788-826.
Para una acusación similar de la subordinación de los derechos humanos a los imperativos de
la Guerra Fría por parte de Carter, véase Kenton Clymer, “Jimmy Carter, Human Rights, and
Cambodia”, Diplomatic History 27, n.° 2 (abril, 2003): 245-78. Håkan Thörn, Anti-Apartheid and
the Emergence of a Global Civil Society (New York: Palgrave MacMillan, 2006), cap. 7.

105
Véase Fox Butterfield, “Peking’s Poster Warriors Are Not Just Paper Tigers”, New York Times, no-
viembre 26, 1978. Pero la atención a China y a la resistencia indígena a los derechos humanos
fueron de lejos unos desarrollos posteriores. Véase Rosemary Foot, Rights Beyond Borders: The Global
Community and the Struggle over Human Rights in China (New York: Oxford University Press, 2000).
Para las invocaciones de Milk, véase, por ejemplo, The Times of Harvey Milk, dir. Rob Epstein (1984);
con el nombre cambiado, véase “Battle over Gay Rights”, Newsweek, junio 6, 1977.

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202 La última utopía

de las personas en todo el mundo. Tal como Sakharov señalaba a finales de


1978, habiendo sido testigo del impresionante surgimiento del vocabulario,
la ideología de los derechos humanos […] sirve como un punto de apoyo
para quienes no desean ser identificados con las complejidades y dogmas
teóricos y para quienes se encuentran cansados de las muchas ideologías,
ninguna de las cuales le ha traído a la humanidad la simple felicidad.106

Luego de su momento de relevancia, el trabajo duro empezó para tratar


de ser el punto de inicio en una era de la institucionalización de la simple
felicidad. Jerome Shestack, miembro de la Liga Internacional y del AJC (y
más adelante delegado de los Estados Unidos para la Comisión de Derechos
Humanos de la ONU) dio un discurso en 1977 —un momento cumbre para
los derechos humanos— admitiendo que los “tiempos alucinantes” eran
también para las ONG “una temporada de su descontento. Ahora, en el
pico de su popularidad, solamente pueden frenar trivialmente la marea
del abuso de los derechos humanos […] Ahora miran en el espejo de los
tiempos y no ven a un Hércules dormido, como esperaban, sino a Sísifo”107.
La vigorosa e infinita actividad de Sísifo que entonces empezaba ha sido
admirable —y propia del absurdo—. Resulta importante concentrarse en
los logros específicos del movimiento trasnacional de los derechos huma-
nos, pero ello no puede eludir la pregunta fundamental anterior: ¿por qué
alrededor de este concepto y este movimiento es que muchas personas se
identificaron y se han identificado desde entonces? Si los derechos hu-
manos han marcado alguna diferencia histórica, fue inicialmente por su
supervivencia competitiva como una ideología motivante en la confusa
conmoción de los movimientos sociales de los setenta y mientras termi-
naron unidos con el difundido deseo de dejar atrás la utopía y tener una
en todo caso. Sin embargo, su sustitución de la fracasada política por una
moralidad plausible pudo haber tenido algún costo.

106
Sakharov, “The Human Rights Movement in the USSR and Eastern Europe: Its Goals,
Significance, and Difficulties”, Trialogue, enero 1979, reimpreso en Alexander Babyonyshev,
ed., On Sakharov (New York: Alfred A. Knopf, 1982), 259.

107
Jerome J. Shestack, “Sisyphus Endures: The International Human Rights NGO”, New York Law
School Law Review, 24, n.° 1 (1978): 89.

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El derecho internacional
y los derechos humanos

Hoy parece algo obvio que entre los principales fines —y quizás sea el punto
esencial— del derecho internacional está el de proteger los derechos hu-
manos individuales. “Al inicio de un nuevo siglo”, escribe un observador,
“el derecho internacional, al menos para muchos teóricos y prácticos,
ha sido reconceptualizado. Ya no se trata del derecho de gentes sino del
derecho de los derechos humanos”1. Si esa transformación es una de las
más sorprendentes en el derecho y el pensamiento jurídico modernos, es
aún más asombroso que realmente empezara hace muy poco tiempo. La
prehistoria del derecho internacional hasta la Segunda Guerra Mundial no
brinda las bases para este desarrollo; además, durante las décadas posterio-
res no habría habido forma de creer o incluso de adivinar que los derechos
humanos se convertirían en los conceptos esenciales que son actualmente.
No son fruto del espíritu humanista de los padres fundadores de los Estados
Unidos ni del recuerdo de las atrocidades de la Segunda Guerra Mundial;
para los abogados internacionalistas, los derechos humanos también están
enraizados en punto de quiebre sorprendente y reciente.
Sin embargo, en unas pocas décadas los derechos humanos han ocupa-
do el propio centro de las actividades de los abogados internacionalistas, el

1
Paul W. Kahn, Sacred Violence: Torture, Terror and Sovereignty (Ann Arbor: University of Michigan
Press, 2008), 49.

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204 La última utopía

mismo derecho internacional ahora goza de un alto perfil en la conciencia


moral contemporánea. Habiendo sido marginal anteriormente en su rol
de un marco difundido para la reforma, el derecho internacional es qui-
zás el principal beneficiario de la reciente crisis y reconfiguración de las
aspiraciones utópicas. Después de la década de los noventa, un modelo
de justicia penal internacional, intentado y descartado luego de la Se-
gunda Guerra Mundial, fue revivido como respuesta a la limpieza étnica
y el genocidio en la ex Yugoslavia y Ruanda. Más adelante fue establecida
como un régimen internacional general permanente con la creación de la
Corte Penal Internacional. Aunque la agenda de la ahora llamada “justicia
transicional” de responder a atrocidades pasadas no se veía como parte
de la misma empresa que la formulación de los derechos humanos en el
panorama de los años cuarenta, en las versiones más actuales estos dos
proyectos se han mezclado.
Desde el 2001, los Convenios de Ginebra de 1949 que regulan las acti-
vidades en la guerra —aunque no mencionan los derechos humanos— se
han disparado en importancia, especialmente en las campañas a favor de
los detenidos señalados de terrorismo por el gobierno estadounidense en
la Base de Guantánamo. Bajo los titulares de los periódicos se puede saber
que numerosos tratados internacionales de derechos humanos empezaron
a diseñarse durante los setenta y han proliferado desde entonces, prohi-
biendo la tortura y la discriminación contra las mujeres y proclamando
los derechos de los niños y de los pueblos indígenas.
Los debates giran alrededor de si la introducción del derecho de los
derechos humanos en las relaciones internacionales sirve para su perfec-
cionamiento2. Lo que ha recibido menos atención, sin embargo, es que
hasta hace muy poco los abogados internacionalistas se concentraron en
los derechos humanos, una preocupación que ahora es normal. Organi-
zándose entre ellos a mediados del siglo XIX como una nueva profesión,
los abogados internacionalistas adoptaron el objetivo de controlar el
poder a través de las reglas. La formalización de las verdaderas relaciones
interestatales era importante, se creía que la formalización como tal —la
construcción de reglas cuyo cumplimiento era vigilado por una casta be-
nevolente y progresista de juristas iluminados— dotaría de mayor sentido
humano a los asuntos del mundo. Los Estados no tendrían que sacrificar su
soberanía, la cual de hecho tenía que considerarse como la piedra funda-
cional del orden mundial, pero las reglas internacionales logradas a través

2
Véase, por ejemplo, Jack Goldsmith y Eric Posner, The Limits of International Law (Oxford: Oxford
University Press, 2005); Oona Hathaway, “Do Human Rights Treaties Make a Difference?”, Yale
Law Journal 111, n.° 8 (junio, 2002): 1870-2042; y Richard Burchill, “International Human
Rights Law: Struggling between Apology and Utopia”, en Alice Bullard, ed., Human Rights in
Crisis (Aldershot: Ashgate, 2008).

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Samuel Moyn 205

de tratados y de costumbres inevitablemente alejarían a los soberanos


de disputas infructuosas y los llevarían hacia una integración armónica.
Los abogados internacionalistas contribuirían a promover el proyecto
civilizador a través de su paciente trabajo, mientras que las propias reglas
—interpretadas de una manera cada vez más iluminada— harían que
la beligerancia cediera. Su misión era, por supuesto, siempre compleja,
aunque autoimpuesta. Durante la Segunda Guerra Mundial, la búsqueda
de un punto medio intelectualmente plausible, moralmente racional y
políticamente aceptable entre la descripción complaciente de los caprichos
de las relaciones estatales y la pomposa receta de un mundo en paz volvió
vulnerables a los abogados internacionalistas a dos acusaciones opuestas.
Una era que no tenían el poder para lograr que el mundo mejorara y la otra
que estaban demasiado cerca del poder estatal a punto tal que ello excluía
la posibilidad de construir otros y mejores sueños morales. Su idolatría de
la soberanía estatal como la unidad básica del orden internacional le dio
una credibilidad considerable a este último cargo3.
Solo por esta razón, el programa heredado de los abogados interna-
cionalistas no es muy útil para explicar por qué el derecho internacional
adoptó su asociación actual con “los derechos humanos”. Aunque la cone-
xión ahora parece natural y necesaria, las formalidades que los abogados
internacionalistas —siendo estos en el siglo XX típicamente profesores
universitarios y algunos funcionarios estatales y de organizaciones interna-
cionales— esperaban materializar en los asuntos mundiales tenían diversos
contenidos. No se sabe muy bien cuánto tiempo pasó para que este proyecto
moral incorporase a los derechos humanos individuales y se acercara cada
vez más a la identificación de estos últimos con los propósitos del propio
derecho internacional. Esta conexión no se concretó antes de mediados
de los setenta, impulsada por la difundida reformulación del idealismo en
términos de “derechos humanos”. El caso de los Estados Unidos explicado
desde el contexto internacional, atravesando toda la era de la segunda
posguerra, desde las consecuencias inmediatas del conflicto y a lo largo
del interludio de la descolonización y durante la abrupta ruptura de los
setenta, muestra que los abogados internacionalistas no eran los portadores
de la llama sino un grupo que se unió a una tendencia liderada por otros.
Los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, siempre vistos
como un periodo de irrupción de los derechos humanos, fueron una
época en la que el concepto prácticamente no hizo incursiones nuevas en

3
Martti Koskenniemi, From Apology to Utopia: The Structure of International Legal Argument
(1989; Cambridge: Harvard University Press, 2005); y The Gentle Civilizer of Nations: The Rise
and Fall of International Law (Cambridge: Harvard University Press, 2002). Adopto el marco
de referencia de estos clásicos, aunque distanciándome de la lectura de Koskenniemi sobre el
derecho internacional estadounidense de la era de posguerra.

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206 La última utopía

la disciplina del derecho internacional. De hecho, un regreso a las fuentes


muestra que la mayoría de los miembros de la asociación de abogados de
derecho internacional estaban convencidos, incluso años antes de que la
Declaración Universal de los Derechos Humanos confirmara sus temores,
de que los derechos humanos no serían más que promesas en el papel en
la era de posguerra. En particular, sabían muy bien que los acuerdos de
Dumbarton Oaks de 1944 —los cuales revelaron el establecimiento de un
orden de posguerra en el que todo el mundo vio la relevancia de las super-
potencias— significaban el ocaso de los derechos humanos y no su inicio.
La aceptación triste o entusiasta de la división de la Guerra Fría por parte
de los abogados internacionalistas solamente reforzó esta conclusión. Ya
para finales de la guerra, ellos sabían que no podían movilizarse bajo una
nueva bandera cocida con letras muertas. Igualmente interesante, los
internacionalistas eran tan dolorosamente conscientes de la interpretación
anticolonialista de los derechos humanos bajo el manto del derecho de
autodeterminación de los pueblos que optaron por rechazar los derechos
humanos por considerarlos peligrosos —tan peligrosos que debían evitarse
hasta que desarrollos inesperados permitieran su apropiación—. Solamente
el fin del momento anticolonial en la historia de los derechos humanos y
la asombrosa reclamación de derechos humanos en su ropaje antitotali-
tario en la década de los setenta llevó a los abogados internacionalistas a
reevaluar sus posiciones tradicionales respecto a este asunto.
La trayectoria de largo plazo de este campo se ve de manera diferente
cuando se pone el énfasis en la reciente concreción de los derechos hu-
manos. Aunque el derecho internacional seguramente sufrió una relativa
marginalización en los primeros años de la Guerra Fría, los desarrollos a
final de la Guerra Fría y la era actual abrieron el camino para una edad
dorada de la disciplina que sobrepasó lo que sus fundadores victorianos
pudieron siquiera soñar. La última —o al menos reciente— trayectoria
del derecho internacional no es su “caída” sino su “auge”, a medida que
la gente empezó a adoptarlo como un mecanismo moralmente atractivo
para el cambio social. Es claro que el tortuoso camino doctrinal hacia los
derechos humanos fue una parte esencial para revertir su suerte.
La formación y difusión del vocabulario de los derechos humanos
luego de varias décadas en los que se pasaron por alto —especialmente
en el caso de los Estados Unidos— es importante por una segunda razón:
gráficamente muestra la relevancia de los movimientos sociales frente a
lo jurídico. Recuperándose de un largo periodo de un culto por los jueces
de élite, especialmente la Corte Suprema de Earl Warren, comentaristas
de la política constitucional estadounidense han aprendido a celebrar
el indispensable papel de los movimientos sociales en darle una nueva

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Samuel Moyn 207

forma a la agenda jurídica nacional4. Hoy en día es mucho menos tentador


celebrar el heroísmo de las altas cortes por sí solas sin reconocer que para
hacer su trabajo han dependido del poder del activismo social que surge
desde abajo. De modo semejante, en razón a que los derechos humanos
no tuvieron un apoyo real de los movimientos sociales en los cuarenta,
los abogados internacionalistas simplemente pasaron por alto el concepto
luego de coquetear con él durante la guerra. Solamente cuando los dere-
chos humanos emergieron en la conciencia pública gracias a la energía
de los movimientos sociales posteriores, el concepto finalmente abrió
el camino para convertirse también en una prioridad para los abogados
internacionalistas.
A medida que se aproximaba la victoria de los Aliados en la Segunda
Guerra Mundial, solo unas pocas de las muchas propuestas de los arreglos
para una paz de posguerra predecían un papel fundamental para el dere-
cho internacional (y también muy pocas mencionaban el concepto de
derechos humanos). Era mucho más común, por ejemplo, debatir cómo
resolver “la cuestión alemana” a través de mecanismos políticos. Para los
abogados internacionalistas, la amenaza básica durante la guerra no era
la atomización de los derechos humanos sino la irrelevancia de cualquier
propuesta idealista que pudiera hacerse desde su disciplina. Luego del
colapso de la Liga de las Naciones y su reputación legalista, el derecho
internacional enfrentaba un profundo desafío durante la Segunda Guerra
Mundial. Fue en esta lucha por su supervivencia que los miembros de esta
profesión sintieron que tenían que intervenir: para reivindicar algún papel
para este cuerpo de reglas (y su disciplina) luego del desastre del periodo
entreguerras. Lejos de favorecer a los derechos humanos, los abogados
internacionalistas tenían una tarea más básica: sostener que el nuevo
orden debía basarse en reglas formalizadas y no tanto en crudos arreglos
de poder, tales como los equilibrios de las alianzas y las arquitecturas de
seguridad. El caso de “la paz por medio del derecho” (en la frase famosa del
jurista que emigró a Estados Unidos, Hans Kelsen) tenía que ser revisado
nuevamente desde sus principios más fundamentales. Comparado con los
resultados al finalizar la Primera Guerra Mundial, el argumento no sería
exitoso en esta segunda oportunidad5.
Había tantos proyectos estadounidenses y británicos, incluso des-
de 1941, para esquematizar la importancia y forma futura del derecho

4
Reva Siegel, “The Jurisgenerative Role of Social Movements in U.S. Constitutional History”,
Seminario en Latinoamérica de Teoría Constitucional y Política, 2004.
5
Véase, por ejemplo, William B. Ziff, The Gentlemen Talk of Peace (New York: The Macmillan
Company, 1944), Hans Kelsen, Law and Peace in International Relations (Oliver Wendell Holmes
Lecture, 1940-41) (Cambridge: Harvard University 1942); y Kelsen, Peace through Law (Chapel
Hill: The University of North Carolina Press, 1944).

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208 La última utopía

internacional, que este último necesitaría ser revisado para que tuviera al-
gún papel cuando llegara la paz6. Un estadounidense revivió la ya olvidada
propuesta de entreguerras para una declaración internacional de derechos;
pero los estadounidenses, desde 1942, estaban preocupados con preservar
alguna relevancia para su materia7. Los principales abogados británicos
tendían a ser menos enfáticos sobre las deficiencias de esta doctrina here-
dada y menos visionarios en sus esperanzas reformistas, aunque añoraban
que llegara alguna fuerza que le devolviera importancia a esta área pues
la veían como un instrumento crucial para lograr un orden internacional
estable y progresista. “El derecho internacional no exorcizará la catástrofe
de la guerra; tampoco eliminará la política de la fuerza”, declaró el abo-
gado internacionalista de entreguerras Sir Cecil Hurst en 1947. “Pero en
todo caso sabemos que el Derecho Internacional tiene que desempeñar
un papel esencial en el futuro”8.
Aunque la soberanía estatal tenía que ser la premisa central de esta área
durante el siglo XIX, el sentimiento general durante la Segunda Guerra
Mundial, bajo el impacto de las críticas realistas e institucionalistas a la
idea del derecho internacional, era que este cuerpo de derecho tenía que
encontrar un fundamento alternativo adicional. Un buen número de per-
sonajes angloamericanos —el más famoso de ellos Hersch Lauterpacht—
sugerían un giro hacia el individuo no solamente como un sujeto de
derecho internacional, sino también como su nuevo objeto de regulación
y parte integrante.

6
Véase “Future of International Law”, Transactions of the Grotius Society 27 (1941): 289-312;
Carnegie Endowment, The International Law of the Future (Washington: Carnegie Endowment
for International Peace, 1944), también en American Journal of International Law Supplement 38,
n.° 2 (1944): 41-139 e International Conciliation 399 (abril, 1944): 251-381. Para un comentario
interesante, véase P. E. Corbett, “World Order: An Agenda for Lawyers”, American Journal of
International Law 37, n.° 2 (abril, 1943): 207-21; y Manley O. Hudson, “‘The International Law
of the Future”, American Journal of International Law 38, n.° 2 (abril, 1944): 278-81. Es bastante
revelador que esta propuesta estadounidense no fue un antecedente concepto alguno sobre
los derechos humanos; lo mismo es cierto del documento posterior: “Design for a Charter of
the General International Organization”, en el cual contribuyeron Hudson, Philip Jessup,
y Louis Sohn. “Design”, American Journal of International Law Supplement 38, n.° 4 (octubre,
1944): 203-16.
7
Véase André Mandelstam, “La Déclaration des droits internationaux de l’homme, adoptée
par l’Institut de droit international”, Revue de droit international 5 (1930): 59-78; Mandelstam,
Les Droits internationaux de l’homme (Paris: Les Éditions internationals, 1931); George A. Finch,
“The International Rights of Man”, American Journal of International Law 35, n.° 4 (octubre,
1941): 662-65. Sobre Mandelstam, véase, por ejemplo, Dzovinar Kévonian, “Exilés politiques
et avènement du ‘droit humain’: La pensée juridique d’André Mandelstam (1869-1949)”, Revue
d’histoire de la Shoah 177-178 (enero-agosto, 2001): 245-273.
8
J. C. Brierly, The Outlook for International Law (Oxford: Oxford University Press, 1944); Cecil J.
B. Hurst, “Foreword”, International Law Quarterly 1, n.° 1 (primavera, 1947): 1.

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Samuel Moyn 209

Toda ley y sistema de gobierno existen para beneficio del ser humano
—declaró en 1946 Clyde Eagleton, profesor de Derecho de la Universidad
de Nueva York—. Si [cada individuo] supiera que el derecho internacional
lo podría ayudar, le daría el apoyo que necesita y sin el cual no puede serle
útil. El abogado internacionalista no ayudará a educar al pueblo en esta
dirección solamente escribiendo artículos de la cláusula rebus sic stantibus
o el ius postliminii y rehusándose a hacer algo distinto.9

Pero si hubo una era de pensamiento optimista y orientado hacia pers-


pectivas progresistas en el que el individuo surgió, ella fue inmediatamente
sobrepasada por un impulso hacia la paz en la que los internacionalistas
se vieron envueltos en una lucha más básica por buscar su voz10.
La construcción de la paz, y especialmente la fundación de las Naciones
Unidas, eran un signo para todos los internacionalistas de que el reinado
de la soberanía estatal no había terminado y de cualquier modo fueron
respetuosos de esta estructura. En los acuerdos de Dumbarton, los derechos
humanos fueron prácticamente omitidos, mientras que en la Carta de la
ONU fueron reducidos a adornos —un hecho que los internacionalistas
estaban en posición de entender—. Era más preocupante, en todo caso,
que no solo los derechos humanos sino también el propio derecho inter-
nacional parecían fuera de lugar con el trasfondo del realismo gris de la
era. La campaña que siguió, dado este desafío más básico, giró en torno
a un esfuerzo último por preservar un rol de cualquier clase para el dere-
cho. La Asamblea General, decía la Carta de la ONU, retomando lo que
el gremio de internacionalistas consideraba como una disposición crítica
de la convención de la Liga de las Naciones, debía asegurar el “impulso
del desarrollo progresivo del derecho internacional y su codificación”.
Era claro que esta era una victoria menor. “El derecho internacional tiene
una posición secundaria en la Carta”, comentó un estadounidense justo
después de su promulgación. “El péndulo del pensamiento político ha
oscilado del ‘idealismo’ de la época de Woodrow Wilson al otro extremo
del ‘realismo’ […] de San Francisco”11.
En medio de esta crisis en su importancia reinó la confusión. No era
siquiera obvio que la promoción de la paz que el derecho internacional
supuestamente iba a soportar de alguna forma suponía definitivamen-
te enfocarse en el individuo, mucho menos en los derechos humanos.

9
Clyde Eagleton, Proceedings of the American Society of International Law 40 (1946): 29 194-195.
10
Philip C. Jessup, “International Law in the Post-War World”, Proceedings of the American Society
of International Law 36 (1942): 46-50; Quincy Wright, “Human Rights and World Order”,
International Conciliation 389 (abril, 1943): 238-62.
11
Carta de la ONU, Art. 13; William Jowitt, “The Value of International Law”, International Law
Quarterly 1, n.° 3 (otoño, 1947): 299; Eagleton, “International Law and the Charter of the
United Nations”, American Journal of International Law 39, n.° 4 (octubre, 1945): 752.

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210 La última utopía

Escepticismo, no entusiasmo, era lo que muchos sentían frente a lo que


veían como apelaciones regresivas al “derecho natural”. Dicho concepto
ciertamente tenía alguna importancia gracias a la tentación de culpar del
desastre del siglo XX al “positivismo”, el cual sostenía que todas las nor-
mas válidas se originaban en el Estado, pero pocos pensaban que el viejo
derecho natural proveía una alternativa viable. La misma ambivalencia
rodeaba el giro hacia el individuo como un potencial sujeto del derecho in-
ternacional. En Francia, en particular, seguían siendo poderosas las críticas
de entreguerras de Léon Duguit y otros que veían el individualismo como
la fundación de la soberanía nacional moderna y no como una alternativa.
Así las cosas, no iba a ser fácil elevar al individuo como un nuevo elemento
del derecho internacional cuando el individualismo y la soberanía siempre
habían estado atados en la teoría y en la práctica. Incluso en Inglaterra,
la duradera memoria del ataque contra el individualista laissez faire en la
escena doméstica dejó a algunos proclamando la necesidad de un “aban-
dono radical del individualismo en los asuntos internacionales”, tal como
lo dijo el sociólogo Morris Ginsberg a finales de 194412.
Si había alguna ventana para los abogados internacionalistas para que
giraran hacia la juridización de los derechos individuales, ello ocurrió en la
guerra y no después. Después de ella, era obvio que los grandes principios
estaban siendo marginalizados y no promovidos por la Carta de la ONU.
Ya en 1946, dado el asombroso homenaje a la soberanía en el artículo 2.o
de la Carta de la ONU, los principales abogados internacionalistas podían
desechar el concepto de los derechos humanos al considerarlos no mucho
más que “un grito de guerra de reformistas bien intencionados y un inofen-
sivo pasatiempo para distraer a colegas menos progresistas”13. Las realidades
de la formación de la ONU, a pesar de ser necesarias para adornarla para
un público más amplio, tenían que ser miradas a la cara fijamente.
No puede haber un futuro feliz en el mundo —señaló amargamente un
internacionalista en 1947— cuando los ciudadanos que son libres para

12
Sobre el derecho natural, véase Ulrich Scheuner, “Naturrechtliche Strömungen im heutigen
Völkerrecht”, Zeitschrift für ausländisches Öffentliches Rechtund Völkerrecht. 13 (1950-51): 556-614.
Incluso en Alemania y Austria, donde un renovado naturalismo era manifiesto, su influencia
fue muy breve. Véase Johannes Messner, “The Postwar Natural Law Revival and Its Out-come”,
Natural Law Forum 4 (1959): 101-5. Véase, por ejemplo, René Dollot, “L’organisation politique
mondiale et le déclin de la souveraineté”, Revue générale de droit international public 51 (1947):
28-47. Para una notable evidencia de la dificultad creciente de sostener concepciones individua-
listas en política y derecho, véase Marcel Waline, L’individualisme et le droit (lecciones dictadas
en 1943-1944) (Paris: Librairie générale de droit et de jurisprudence, 1945). Morris Ginsberg,
“The Persistence of Individualism in the Theory of International Relations” (lecciones dictadas
en diciembre de 1944), International Affairs 21, n.° 2 (abril, 1945): 155-67 en 163.
13
George W. Keeting y Georg Schwarzenberger, Making International Law Work, (London: Stevens
& Sons Limited, 1946), 109-110.

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Samuel Moyn 211

expresarse no protestan o protestan una y otra vez ante las artimañas de


cuarenta y cinco Estados importantes […] que se comportan como poli-
tiqueros cazadores de votos que han alcanzado el poder.14

Pero los ciudadanos ni siquiera protestaron. Los internacionalistas de


la era, de hecho, aceptaron este arreglo como la mejor solución disponible.
Los abogados internacionalistas en líneas generales desecharon los dere-
chos humanos como la hoja de parra que cubriría las dudosas actividades
de una asociación de Estados grandes y chicos.
Aunque algunos abogados internacionalistas conservaban un poco de
esperanza en los accesorios ornamentales de la Carta de la ONU, también
fueron censurados por hacerlo. Una figura tan importante como Manley
Hudson, exprofesor de Derecho de Harvard y juez en la Corte Permanente
de Justicia, podía rechazar en 1948 ese tipo de lecturas no solamente por
considerarlas soñadoras sino peligrosas: “Es difícil concebir la posibilidad
de hacer un progreso sustancial en el desarrollo del derecho internacional
a menos de que se genere un escrupuloso respeto por la integridad de los
instrumentos internacionales”, advirtió a sus colegas que querían creer que
el lenguaje de la ONU tenía alguna consecuencia jurídica de importancia.
En especial, insistía, nada puede inferirse del artículo 56 de la Carta, el cual
simplemente hizo de la Unesco el supervisor de los derechos humanos
mencionados en el preámbulo del documento, sin darle fuerza jurídica a
esos derechos. La mayoría de abogados estaban de acuerdo con Hudson en
que las negociaciones de la carta habían pospuesto en vez de asegurar el
tema de los derechos humanos, en la medida en que el nuevo orden inter-
nacional se apoyaba en los pilares más tradicionales de la soberanía estatal.
Las referencias a la paz, la justicia y al derecho en San Francisco, no a los
derechos humanos, iban a ser suficientes como potenciales espacios para
la construcción del rol profesional de los abogados internacionalistas15.
Lauterpacht, mejor conocido por su apoyo a las ideas de derechos hu-
manos en los círculos angloamericanos de derecho internacional después


14
W. Harvey Moore, “The International Guarantee of the Rights of Man”, International Law
Quarterly 1, n.° 4 (invierno, 1947): 516; compárese con Corbett, “Next Steps after the Charter:
An Approach to the Enforcement of Human Rights”, Commentary 1 (noviembre, 1945): 21-29.
15
Hudson, “Integrity of International Instruments”, American Journal of International Law 42,
n.° 1 (enero, 1948): 105. Estaba reaccionando específicamente al intento de la American
Association for the United Nations de intervenir en el famoso caso Shelley v. Kraemer, 334
U. S. 1 (1948), sugiriendo que el lenguaje de la Carta sobre los derechos humanos impactaba
el derecho constitucional (el caso desafiaba los acuerdos sobre propiedad raíz que eran racial-
mente excluyentes). Compárese con Paul Sayre, “Shelley v. Kraemer and United Nations Law”,
Iowa Law Review 34, n.° 1 (noviembre, 1948): 1-12. Después de la Declaración, véase: Hudson,
“Charter Provisions on Human Rights in American Law”, American Journal of International
Law 44, n.° 3 (julio, 1950): 543-48. Mintauts Chakste, “Justice and Law in the Charter of the
United Nations”, American Journal of International Law 42, n.° 3 (julio, 1948): 590-600.

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212 La última utopía

de la guerra, intentó argumentar valientemente en contra de esta conclu-


sión realista. Empezando durante la guerra con su propuesta de declaración
más básica, durante los primeros años de la posguerra se convirtió en un
activista en el marco de la Asociación de Derecho Internacional y even-
tualmente escribió su International Law and Human Rights (1950). Todo
esto lo hizo con una asombrosa sinceridad sobre el fracaso de su causa,
tanto al nivel de la organización internacional como dentro de su propia
profesión. Reconoció francamente que la Carta del Atlántico ofrecía solo
una disposición “meramente verbal” para las Cuatro Libertades. Mientras
continuó con sus actividades luego de Dumbarton Oaks (a diferencia de la
mayoría de abogados internacionalistas angloamericanos, quienes leyeron
estos documentos como una señal de advertencia), sabía que la Carta de
la ONU hacía difícil creer que los principios tradicionales de soberanía
habían sido socavados significativamente16.
Famosamente, Lauterpacht criticó la Declaración Universal señalando
que su peligro radicaba en su inutilidad y prefirió favorecer un activismo
que hiciera un giro significativo hacia los derechos humanos. Sin embargo,
las alternativas a la soberanía propuestas por Lauterpacht estaban fuera
de tono con los desarrollos fuera de la disciplina; los propios abogados
internacionalistas consideraban ridículas dichas propuestas a finales de
los años cuarenta. En 1949, en una intervención radial, Lauterpacht atacó
la declaración por su carácter no vinculante y resaltó que la Carta, a pesar
de todas sus concesiones a la soberanía, seguía siendo la base que podría
autorizar cualquier desarrollo futuro. Pero era algo muy débil y advirtió a
sus colegas internacionalistas no intentar “encender la chispa de la vita-
lidad jurídica” de la Declaración Universal. En cambio, concluyó con algo
de esperanza que el artículo 2.o de la Carta de la ONU, el cual confirmaba
la noción tradicional de la inmunidad soberana, no reducía la capacidad
de la ONU para hacer valer los derechos humanos en un futuro “mínima-
mente, so pena de convertirse en [una institución] insignificante”. Una
apreciación realista de la muerte de los derechos humanos en la época
tenía que ser la base para cualquier esperanza para su reanimación en un
futuro muy incierto17.

16
Hersch Lauterpacht, An International Declaration on the Rights of Man (New York, 1945). Los
materiales fueron redactados en 1943. Los comentarios de Lauterpacht pueden verse en
Vladimir C. Idelson, “The Law of Nations and the Individual”, Transactions of the Grotius
Society 30 (1944): 68. Compárese con: A. W. B. Simpson, “Hersch Lauterpacht and the Genesis
of the Age of Human Rights”, Law Quarterly Review 120 (enero, 2004): 49-80. Véase también
Koskenniemi, Gentle Civilizers, cap. 5 y “Hersch Lauterpacht (1897-1960)”, en Jack Beatson y
Reinhard Zimmerman, Jurists Uprooted: German-speaking Émigré Lawyers in Twentieth-Century
Britain (Oxford: Oxford University Press, 2004).
17
Lauterpacht, International Law and Human Rights (New York: Praeger, 1950), 412, 166.
Lauterpacht, “Towards an International Bill of Rights”, The Listener 42, 1084 (3 de noviembre,

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Samuel Moyn 213

A pesar de que el cuidado de sus palabras en su modesto análisis dejaba


espacio para que los derechos humanos volvieran más tarde, puede decirse
que el consenso en el derecho internacional rechazaba tal posibilidad. El
repudio del que fue objeto su argumento doctrinal también se extendió
a su juicio optimista de la situación geopolítica. Tal como su colega fran-
cés René Brunet, Lauterpacht manifestó la esperanza de que la supresión
colectivista soviética de los derechos de vanguardia en la Constitución
de “Stalin” de 1936 iba a ser transitoria —una afirmación que para 1947
era criticada por otros abogados internacionalistas, no solamente en los
círculos realistas de la naciente disciplina de las relaciones internacionales
en el espacio de la ciencia política—. El mundo no estaba a punto de unirse
alrededor de los derechos individuales simplemente porque también los
soviéticos los hubieran mencionado desde tan temprano. La propia recep-
ción de Lauterpacht muestra que no hubo un gran anuncio de la llegada
de los derechos humanos en el derecho internacional, cuyos especialistas
estaban, de hecho, conscientes antes que muchos otros de que no eran lo
suficientemente plausibles como proyecto para incitar compromisos. La
duda, no la confianza, que los abogados internacionalistas de posguerra
expresaban sobre el futuro de los derechos humanos es lo que importa
para evaluar la trayectoria de la disciplina más adelante18.
En este momento de crisis e incertidumbre, era tentador mirar
atrás para encontrar guías en los fundamentos, pero incluso mientras
Lauterpacht sostenía que Hugo Grocio, el holandés que en la modernidad
temprana defendió el derecho natural, habría celebrado la llegada de los
derechos humanos, otros concluyeron que este fundador había perdido su
autoridad. La idea de una “tradición grociana” nunca había sido más que
un revelador acto de canonización retroactiva y no podía dar autoridad

1949), reimpreso en International Law: Being the Collected Papers of Hersch Lauterpacht, 5 vols.
(Cambridge: Cambridge University Press, 1970-2004), 3: 410-15: “Una Carta de Derechos es de
gran importancia —pero no es esencial— para el cumplimiento del propósito [de la legaliza-
ción]. La opinión pública ilustrada puede ayudar e incentivar a los gobiernos para que saquen
el mayor provecho del instrumento que ya se tiene a la mano, principalmente, la Carta”. Véase
también Karl Josef Partsch, “Internationale Menschenrechte”, Archiv des öffentlichen Rechts
74 (1948): 158-90. Para un cauto optimismo, véase André Salomon, Le préambule de la Charte,
base idéologique de l’O.N.U. (Geneva, 1946); y Lawrence Preuss, “Article 2, Paragraph 7 of the
United Nations and Matters of Domestic Jurisdiction”, Recueil des cours de l’Académie du droit
international [hereafter Recueil des cours] 74 (1949): 557-653. Para el mejor estudio de la opinión
sobre la legalidad de la declaración en los años inmediatamente posteriores a su adopción,
véase Nehemiah Robinson, The Universal Declaration of Human Rights: Its Origin, Significance,
Application, and Interpretation, (New York: Institute of Jewish Affairs, World Jewish Congress,
1958), Parte II.

18
Véase L. B. Schapiro y su reseña de Brunet, International Law Quarterly 1, n.° 3 (otoño, 1994):
398. Las manifestaciones comparativamente entusiastas sobre la Constitución de Stalin pueden
encontrarse en su estudio de 1945. Véase, por ejemplo, L. C. Green, y su reseña de Lauterpacht,
International Law Quarterly 4, n.° 1 (enero, 1951): 126-29.

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214 La última utopía

alguna a la protección internacional de los derechos humanos. En su famo-


so ensayo sobre Grocio, Lauterpacht reconoció que los textos de su prede-
cesor no daban una base para defender la idea de “los derechos y libertades
fundamentales del individuos”. Sin embargo, Lauterpacht se preguntaba,
¿qué pasaría si el fracaso de Grocio en construir dicha base se consideraba
como una “excepción” a la “tendencia uniforme progresista” de su pensa-
miento —una clase de error inadvertido—? Tal como Lauterpacht estaba
solo en su promoción de los derechos humanos en su campo, también
lo estaba en pretender que Grocio los hubiera apoyado si simplemente
hubiera sido más profundo en sus reflexiones. Otros, como el profesor de
derecho internacional de la Universidad de Londres, H. A. Smith, veían
que no solo la vieja historia de Grocio y compañía, sino incluso el pasado
más reciente de las autoridades internacionales de entreguerras estaba en
suspenso —era inaplicable a la situación que emergía del enfrentamiento
de las superpotencias, situación con la que nunca antes había tenido que
lidiar—. “Más que el mundo de nuestros padres, el mundo en el que ahora
vivimos es más remoto a la era de Grocio”19.
Por estas razones, hay muy poca evidencia de que los abogados in-
ternacionalistas se alegraran de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos cuando se produjo, pues eran conscientes de que esto se había
logrado pagando el precio de la imposibilidad de exigencia jurídica de estos
derechos20. Aparte del francés René Cassin y el canadiense John Humphrey,
los abogados no fueron importantes en su formulación en 1946-1948. El
Institut de Droit International —la institución históricamente central a la
disciplina— empezó a reunirse en agosto de 1947 y el primer punto en la
agenda fue un borrador de declaración de derechos con miras a redactar en
el futuro una convención vinculante. Instalando la discusión en Lausana,
Charles de Visscher, un jurista muy admirado durante la posguerra, de-
nunció el hecho de que la Carta de la ONU había enterrado los principios

19
Lauterpacht, “The Grotian Tradition in International Law”, British Year Book of International
Law 23 (1946), reimpreso en International Law 2: 354-55, donde también llamó la era de Grocio
como “ajena al espíritu de su enseñanza y condición personal”. El tricentenario de la muerte
de Grocio había sido en 1945. H. A. Smith, The Crisis in the Law of Nations (London: Stevens,
1947), 1. Para el eterno retorno y confrontación con Grocio como el supuesto fundador, véase
Rosalyn Higgins, “Grotius and the Development of International Law in the United Nations
Period”, en Hedley Bull, et al., ed., Hugo Grotius and International Relations (Oxford: Oxford
University Press, 1990).
20
Véanse notas editoriales, “Human Rights”, International Law Quarterly 2, n.° 2 (verano, 1948):
228-30. Véase también Hans Kelsen, The Law of the United Nations: A Critical Analysis of Its
Fundamental Problems (London: Institute of World Affairs, 1950), 39-42, mencionando que la
Declaración Universal de los Derechos Humano era “prácticamente irrelevante” (41) debido
a la imposibilidad de ser jurídicamente exigible. Véase también Josef L. Kunz, “The United
Nations Declaration of Human Rights”, American Journal of International Law 43, n.° 2 (abril,
1949): 316-23.

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Samuel Moyn 215

morales en los que el orden de posguerra supuestamente se iba a basar.


Sin embargo, después de 1947 los derechos humanos no fueron un tema
de preocupación en el instituto. Aunque en 1949 la American Society of
International Law aún podía prestar atención al prospecto de tratados de
derechos internacionales, la parálisis obvia en la movida hacia la juridi-
zación le quitó interés a los derechos humanos21.
Como consecuencia, ningún tratado o libro importante de los cin-
cuenta o incluso de los sesenta prestó mucha atención a los derechos
humanos internacionales y en consecuencia no se cristalizaron como un
subcampo relevante dentro de la disciplina como hoy sí lo son. “Quiero
decirles lo que profundamente siento sobre los derechos humanos”, le dijo
a su audiencia el emigrante y abogado internacionalista Josef Kunz que
enseñó en la Universidad de Toledo en Canadá. “De otro lado, debemos
acercarnos a nuestras tareas como académicos, esto es de manera objetiva
y crítica. Las palabras bellas por sí solas no pueden resolver los problemas
difíciles”. Por esta razón la grandiosa agenda proclamada pocos años antes
había sido flor de un día.
La propuesta de algunos —señaló Kunz refiriéndose a Lauterpacht— de
hacer que los individuos sean los sujetos directos del derecho internacional
y dotarles de un derecho de acción ante una corte internacional especial
en contra de su propio Estado no tiene oportunidad alguna de ser realizada
en la práctica, tanto por razones prácticas como teóricas. Teóricamente,
debe entenderse que nuestro derecho internacional y la Carta de Naciones
Unidas están basados en el principio de la soberanía de los Estados […] La
razón práctica es el simple hecho de que los Estados no están dispuestos
y preparados para aceptar estas propuestas.22


21
“Les droits fondamentaux de l’homme, base d’une restauration du droit international”,
Annuaire de l’Institut de Droit International 41 (1947): 1-13 (travaux préparatoires por Charles
de Visscher), 142-90 (para las discusiones), 258-60 (para la declaración), en 153. En inglés,
el texto de la declaración se llama: “Los derechos fundamentales del hombre como el fun-
damento de la Restauración del Derecho Internacional”, International Law Quarterly 2, n.° 2
(verano, 1948): 231-32. Véase “The International Protection of Human Rights”. Proceedings of
the American Society of International Law 43 (1949): 46-89. Compárese con: Stevan Tscirkovitch,
“La déclaration universelle des Droits de l’homme et sa portée internationale”, Revue générale
de droit international public 53 (1949): 341-58. Simultáneamente, los abogados estadouni-
denses sí consideraron la promesa o, para ponerlo en términos más claros, la amenaza que
una convención de derechos humanos plantearía, especialmente en relación con el derecho
constitucional estadounidense. Véase en especial Zechariah Chafee, Jr., “Some Problems of
the Draft International Covenant on Human Rights”, Proceedings of the American Philosophical
Society 95, n.° 5 (1951): 471-89. Durante estos años, Chafee impartió una clase en la Escuela
de Derecho de Harvard sobre “derechos humanos fundamentales” la cual basaba 900 de sus
1000 páginas en la tradición constitucional estadounidense. Véase Chafee, Documents on
Fundamental Human Rights, Vol. 3 (Mimeo, 1951-52).
22
Kunz, “Present-Day Efforts at International Protection of Human Rights”, Proceedings of the
American Society of International Law 45 (1951): 110, 117.

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216 La última utopía

Sorprendentemente, ni siquiera valía la pena preservar viva la llama.


Lejos de aplastar las esperanzas ingenuas, la Guerra Fría confirmó la
intuición de los abogados sobre las persistentes realidades del poder y el
ataque al excesivo utopismo. Incluso, aunque incorporaron una buena
dosis de realismo, por supuesto, los abogados internacionalistas también
se comprometieron a encontrar algunos usos progresistas de las reglas. Per-
manecieron comprometidos con el proyecto de largo aliento de construir
el poder y la autoridad a través del derecho, pero no desde el derecho de
los derechos humanos, excepto de manera indirecta o por otros medios.
El profesor de derecho de Columbia, Phillip Jessup, brinda un excelente
ejemplo del camino general de este retroceso estratégico. En la década
de los cuarenta había compartido breves esperanzas de una erosión más
integral del principio de soberanía en favor de los derechos humanos
individuales, pero su libro de 1950 A Modern Law of Nations claramente
registraba que estas esperanzas no eran viables. El derecho a la nacionalidad
como la mejor manera de proteger los derechos individuales en el sistema
internacional, teniendo en cuenta el improbable desarrollo de un sistema
de derechos humanos en el seno de la ONU, era ahora la mejor estrategia.
Aludiendo a la broma de Roosevelt de que alguna forma de utopía era la
única alternativa al infierno, Jessup señalaba sombríamente en 1953 que
la elección no es fácil cuando uno encuentra ciertas revelaciones en las
publicaciones eruditas de que los “utópicos” son quienes se desentienden
de los intereses nacionales de su país. No estoy preparado para decir si es
realista creer en el infierno o infernal crear en el realismo.23

En tal clima, Jessup se preocupaba de que incluso el nombre de su emi-


nente comunidad de abogados internacionalistas tuviera que cambiarse a
American Society of International Realism24.
La marginalización del derecho internacional gracias al maquiave-
lismo de las “relaciones internacionales”, en cualquier caso, no estaba
restringida a Estados Unidos, pues reflejaba un cambio general de paradig-
ma en una Guerra Fría de dimensiones globales. Fue Hans Morgenthau,
un rebelde abogado internacionalista y el inventor de las relaciones
internacionales, quien abogó por dicho cambio más enérgicamente. No
obstante, había muchos otros dentro del derecho internacional quienes
complementaron una descripción de las virtudes de las reglas con un pano-
rama sobre las realidades del poder —con consecuencias particularmente
desastrosas para cualquier potencial énfasis en los derechos humanos—.

23
Jessup, A Modern Law of Nations (New York: Macmillan, 1950), cap. 4.
24
Jessup, “International Law in 1953 a.d.”, Transactions of the American Society for International
Law 47 (1953): 8-9.

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Samuel Moyn 217

Georg Schwarzenberger, un abogado internacionalista nacido y educado en


Alemania que enseñó en el University College de Londres durante cuarenta
años, ya había sostenido en su momento que si el derecho internacional
iba a convertirse en algo relevante para la política tenía que renunciar a
sus pretensiones científicas y a una pose neutral y sumergirse en la disputa
contra el totalitarismo de izquierda y de derecha. Desde dentro del dere-
cho internacional, tal como Morgenthau lo hacía en Estados Unidos, fue
el pionero de una concepción realista que identificó el poder interestatal
como el verdadero motor de la historia, siendo el derecho internacional su
“disfraz” construido a posteriori. No había duda de que estas percepciones
eran generalizadas. Incluso Lauterpacht podía reconocer, por ejemplo en
una clase en la Universidad Hebrea en 1950, que la “conducta ilegal en
la Segunda Guerra Mundial” por parte de los países del Eje, pero incluso
más importante, “el papel que jugó el poder en conquistar el espacio de lo
ilegal”, había “tendido a alzar al poder como un fin en sí mismo”25.
No es sorprendente que en el periodo de la posguerra, Schwarzenber-
ger abogara más enérgicamente por la incorporación de las ideas sobre la
política de la fuerza en el discurso jurídico internacional, por un mundo
en el que finalizar la lucha contra el totalitarismo era lo más importante.
El prospecto del derecho de los derechos humanos, advertía, podía llevar
a los abogados internacionalistas a posicionar una campaña errada por
encima de una evaluación realista de la política que motivó la disolución
de la alianza de la Segunda Guerra Mundial. “El mundo de la posguerra se
despertó con la realidad de un irrespeto sin paralelo a los derechos huma-
nos”, escribió poco después de que se cristalizara la Guerra Fría.
El intento de último minuto en la Conferencia de San Francisco de hacer
responsable a las Naciones Unidas de la promoción de los derechos huma-
nos y de las libertades fundamentales fue un éxito meramente nominal
para los protagonistas de estos eventos —afirmaba Schwarzenberger casi
que regocijándose—. Asumir que un común denominador con base en los
derechos humanos podía encontrarse entre el Oeste y el Este era ignorar
la verdadera estructura de las “democracias” populares.26

Un año más tarde, Schwarzenberger revisó su Power Politics (original-


mente publicado durante la guerra) para incluir un capítulo que destrozaba


25
Lauterpacht, “International Law after the Second World War”, en International Law 2: 163.
Georg Schwarzenberger, International Law and Totalitarian Lawlessness (London: J. Cape,
1943); compárese con Stephanie Steinle, Völkerrecht und Machtpolitik: Georg Schwarzenberger
(1908-1991) (Baden-Baden: Nomos, 2002); “‘Plus ça change, plus c’est la meme chose’: Georg
Schwarzenberger’s Power Politics”, Journal of the History of International Law 5, no, 2 (2003):
387-402; y su capítulo en Beatson y Zimmerman, Jurists.

26
Schwarzenberger, “The Impact of the East-West Rift on International Law”, Transactions of the
Grotius Society 36 (1950): 244.

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218 La última utopía

los recientes coqueteos con los derechos humanos. No era sorprendente, in-
sistía, que el logro de los “redactores de nuestros derechos humanos contem-
poráneos en la esfera internacional” había sido nulo. “La tarea de proteger los
derechos individuales de la soberanía estatal, y de las potencias mundiales
en particular, ha sido confiada a los representantes de las propias potencias
cuyos poderes discrecionales debía supuestamente limitar”. El veredicto de
insignificancia o incluso de ser contraproducentes se aplicaba tanto al nivel
ideológico en general y al de la burocracia de la ONU en particular. Luego
de la decisión de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en 1947 en
el sentido de no considerar las peticiones individuales que se presentaran
ante ella, Schwarzenberger dio una ácida respuesta: “Las actividades de la
Comisión de Derechos Humanos a duras penas deben mencionarse”27.
El concepto de los derechos humanos era incluso más marginal en
el campo jurídico fuera de la pequeña comunidad de abogados interna-
cionalistas no solo por los imperativos de la Guerra Fría estadounidense,
sino también por el efecto del realismo jurídico, en muchos profesores de
derecho. Jugando a ser el zorrillo de la fiesta en el jardín durante la reunión
de la American Society of International Law en 1959, el especialista en
relaciones internacionales Stanley Hoffman planteó las cosas crudamente:
En un mundo en el que la politización total ha eliminado esas áreas de
asuntos internos e internacionales respecto de las cuales los gobiernos ge-
neralmente se mantenían alejados, me parece que es perfectamente vano
esperar un escape de la política […] Presionar más hacia la construcción
de definiciones universales de los derechos humanos es una invitación a
la hipocresía y a aumentar las tensiones políticas.28

Pero el hecho era que estaba dirigiendo su prédica, sobre todo, a los
que ya se habían convertido desde hace tiempo. Si el proyecto formalista
del derecho internacional iba a hibernar en estas circunstancias, ello sig-
nificaba abandonar, no cobijar, los derechos humanos. Las nuevas fuerzas
intelectuales y en especial las políticas eran simplemente demasiado po-
derosas para hacer algo distinto29.

27
Schwarzenberger, Power Politics: A Study of International Society, (London: F. A. Praeger,
1951), 644, 640, y capítulo 30 en general. Sobre el optimismo de Lauterpacht en 1945 sobre
el potencial soviético de cumplir con los dictados abstractos de la Constitución de Stalin,
Scwarzenberger comentó cínicamente: “Las palabras fueron tomadas como si fueran acciones
en sí mismas o, al menos, como un cheque posfechado para un futuro más claro” (646). La
furibunda respuesta de Lauterpacht a la decisión non possumus se encuentra en International
Law and Human Rights, cap. 11.
28
Stanley Hoffmann, “Implementation of International Instruments on Human Rights”,
Proceedings of the American Society for International Law 53 (1959): 235-45 en 236, 241.
29
Max Radin, “Natural Law and Natural Rights”, Yale Law Journal 59, n.° 2 (enero, 1950): 214-37.

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Samuel Moyn 219

En la medida en que la Guerra Fría se cristalizaba, la duramente castiga-


da petición de Jessup en pro de la relevancia de su disciplina efectivamente
capturó las concesiones de unos abogados internacionalistas cuya preten-
sión de hablar en nombre de la conciencia de la civilización universal no
tenía ninguna oportunidad en un mundo bipolar en el que ambos lados
actuaban más política que jurídicamente.
Lo que ha pasado en los últimos treinta años —anotaba H. A. Smith ya en
1947— es que se ha perdido una unidad cultural común a partir de la cual
el derecho fue fundado originalmente, y ella ha sido destruida en su propio
hogar original, es decir, en Europa. El proceso empezó, pero desafortuna-
damente no terminó, con la revolución bolchevique en Rusia en 1917.30

En 1950 para Lord Cyril Radcliffe —un abogado entonces famoso por
su papel en la partición del Sur de Asia— los derechos humanos eran “ropa
muy fina para que fuera usada por los seres humanos” porque la unidad
cultural requerida para que el derecho internacional sea significativo se
ha evaporado. “Ahora sonreímos al leer cómo hace un siglo James Lorimer
podía sostener que un Estado islámico no debía admitirse en la familia de
las naciones por el carácter esencialmente intolerante del islam”, anotaba
en 1953 Clive Parry de la Universidad de Cambridge en un informe sobre
el estado del derecho internacional europeo. “Pero si sustituyéramos el
mahometismo por el comunismo, de pronto tendríamos que reconocer
que el problema es tan hondo, o incluso más grave que antes”. De modo
semejante, en 1953 el abogado internacionalista de Princeton, Percy
Corbett, concluyó que cualquier persona interesada en los valores de los
derechos humanos querría avanzar en su lucha, pero el último recurso sería
su promulgación como fuente jurídica formal. No había duda de que el
tiempo había traído un “viento helado de realidad política al jardín sem-
brado con tanto trabajo y destreza por los intelectuales. El clima, parece,
permanece inflexiblemente inapropiado; pero las fotos en los catálogos
de semillas son preciosas y quién sabe cuándo el clima pueda cambiar”31.

30
Smith, The Crisis in the Law of Nations, 18.

31
Cyril Radcliffe, “The Rights of Man”, Transactions of the Grotius Society 36 (1950): 8; Clive
Parry, “Climate of International Law in Europe”, Transactions of the Grotius Society 47 (1953):
40; Corbett, The Individual and World Society (Princeton: Princeton University Press, 1953), 50.
Compare Kurt Wilk, “International Law and Global Ideological Conflict: Reflections on the
Universality of International Law”, American Journal of International Law 45, n.° 4 (octubre,
1951): 648-70; y Ernst Sauer, “Universal Principles in International Law”, Transactions of the
Grotius Society 42 (1956): 181-91; así como el melancólico diagnóstico de Ernest Hamburger,
el internacionalista educado en Alemania que huyó a Francia en 1933 y a Estados Unidos en
1940, donde se convirtió en un funcionario de la ONU: Hamburger, “Droits de l’homme et
relations internationales”, Recueil des cours 97 (1959): 442-43.

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220 La última utopía

Para 1945, en consecuencia, los derechos humanos ya estaban de


salida para los pocos abogados internacionalistas que los habían vuelto
fundamentales durante la guerra, con la Guerra Fría consolidando en lu-
gar de alterando su suerte. Una razón importante era la persistencia de la
soberanía del Estado en la doctrina de la posguerra. Es cierto que los abo-
gados internacionalistas europeos parecen haber preferido, mucho antes
que sus colegas estadounidenses, una leve matización de la centralidad
del Estado en el derecho internacional. Cassin podía sostener que con los
derechos humanos había ocurrido una ruptura que tenía un gran futuro
por delante. Otros europeos estaban de acuerdo, aunque con un tono me-
nos festivo. Max Huber, un abogado internacionalista suizo famoso por
su trabajo en sociología durante los años de entreguerras, consideraba de
manera optimista los desarrollos de derechos humanos durante los cua-
renta, mostrando expresamente su acuerdo con el trabajo de Lauterpacht
y sin mencionar la Guerra Fría que se desenvolvía. En uno de sus últimos
artículos, Boris Mirkine-Guetzévitch, el fundador del derecho constitu-
cional comparado durante la era de entreguerras, escribió algo parecido.
En Alemania Occidental la movida desde el positivismo jurídico hacia las
teorías del derecho natural se diluía a medida que pasaba el tiempo, pero
algunos —notablemente Alfred Verdross, alguna vez alumno de Kelsen—
estaban a favor de los derechos humanos considerándolos durante décadas
como una derivación necesaria de la dignidad humana32.
Sin embargo, si los europeos preservaron los derechos humanos lo
hicieron frecuentemente en el marco de la clave cristiana y “personalista”
que permitió que el concepto tomara un significado conservador cuando
inició la era de la posguerra. El personalismo construía un poderoso lengua-
je para la adopción europea occidental de los derechos humanos, tal como
lo evidenciaba Charles de Visscher en su promoción de la idea cuando el
famoso Institut de Droit International emergió nuevamente. Los derechos
humanos, escribió, podían apoyarse en “una corriente de ideas poderosas
que ha surgido contra los innombrables abusos de los que hemos sido
testigos: la concepción personalista de la sociedad y el poder”. A medida
que pasó el tiempo, dicho personalismo simplemente reformulaba más y
más el anticomunismo y la unidad occidental en lugar de ofrecer una filo-
sofía de armonía global. Incluso mientras crecía una literatura escolástica

32
Véase, por ejemplo, René Cassin, “L’homme, sujet de droit international et la protection
des droits de l’homme dans la société universelle”, en La technique et les principes du droit
public: Études en l’honneur de Georges Scelle, 2 vols. (Paris: Librairie générale de droit et de
jurisprudence, 1950); Max Huber, “Das Völkerrecht und der Mensch”, Schweizerisches Jahrbuch
für internationales Recht 8 (1951): 9-30; Boris Mirkine-Guetzévitch, “L’O.N.U. et la doctrine
moderne des droits de l’homme”, Revue générale de droit international public 55 (1951): 161-198;
y Alfred Verdross, “Die Würde des Menschen als Gundlage der Menschenrechte”, en René
Cassin: Amicorum Discipu-lorumque Liber, 4 vols. (Paris: A. Pédone, 1969).

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Samuel Moyn 221

alrededor de la Convención Europea de los Derechos Humanos (1950) en


sus inicios, no hubo un serio apoyo a los derechos humanos por parte de
los abogados internacionalistas europeos para que fuera un proyecto más
amplio, gracias a que la Convención Europea señalaba unos valores sin
hacer surgir un régimen jurídico serio. La localización geográfica de los
derechos humanos mostró que existía una alternativa a su universalización
global y no un camino hacia esta última. Los resultados de esta alternativa
eran importantes para los académicos, pues los abogados internaciona-
listas europeos desplazaron su interés en los derechos humanos hacia las
especificidades doctrinales e institucionales de la región. Pero lo mismo
no ocurrió en el caso de los Estados Unidos y su propio sistema “interame-
ricano”. Incluso comparado con su aún estancado primo europeo, aquel
tenía muy poco significado en la práctica33.
Por esta razón, los derechos humanos como concepto organizador
de las disputas jurídico-políticas de la disciplina del derecho internacio-
nal estadounidense estuvieron generalmente ausentes en las décadas de
los cincuenta y sesenta. Además, el desenvolvimiento de la historia de
la posguerra mostró que una utopía de último minuto basada en reglas
combinadas estratégicamente con las intuiciones realistas sobre el poder
y la fuerza podía frecuentemente marginalizar aún más el concepto de
los derechos humanos en lugar de resguardar dicha doctrina mientras se
esperaban unas circunstancias más propicias para su desarrollo. El trabajo
de Louis Sohn en la Escuela de Leyes de Harvard, ubicándose en el extremo
idealista del espectro doctrinal en los Estados Unidos, provee un ejemplo
iluminador. Sohn trabajó durante la era de posguerra con la American
Association for the United Nations y ocasionalmente contribuyó con re-
flexiones sobre el estado de las propuestas de derechos humanos durante
las reuniones de dicha asociación. Sin embargo, cuando publicó, junto a
Grenville Clark, su propuesta idealista de revisión de la Carta de la ONU
en 1958 dio prioridad a difundir una idea de membresía y representación
democratizantes, enfatizando la paz en un mundo nuclear, y en segundo
lugar la modernización del desarrollo económico, con el fin explícito de
no “extender los intentos de protección del individuo contra la acción de
su propio gobierno”. De hecho, la “Carta de Derechos” con la que Clark
y Sohn terminaban su propuesta intentaba, evidentemente basados en
el modelo del constitucionalismo estadounidense, consagrar derechos

33
“Les droits fondamentaux de l’homme”, 153-54. Uno de los primeros artículos de
Buergenthal, sin embargo, sostuvo persuasivamente que la “voluminosa literatura analizando
la Convención Europea […] hace muy poco para señalar las debilidades prácticas del sistema
por ella establecido”. Buergenthal, “The Domestic Status of the European Convention on
Human Rights: A Second Look”, Journal of the International Commission of Jurists 7, n.° 1
(verano, 1966): 55-96 en 55.

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222 La última utopía

negativos contra las propias Naciones Unidas (presumiblemente en virtud


de su relativo fortalecimiento de un centro político federal, tal como había
sido eventualmente necesario cuando se redactó la Constitución de Estados
Unidos). En otras palabras, durante buena parte de la era, Sohn estaba
muy lejos de moverse hacia la protección directa del individuo a pesar de
afirmar más adelante que ese era el camino que el derecho internacional
siempre había seguido34.
El caso de la Escuela de Columbia (o, más ampliamente, de
“Manhattan”) en los Estados Unidos durante este periodo lleva a conclu-
siones similares. La escuela heredó el por entonces castigado idealismo de la
generación previa, manteniendo la fe en la esperanza de que una “escuela
invisible” de abogados internacionalistas —el rótulo que el profesor de
Columbia, Oskar Shachter, aplicó a su hermandad— podía ejercer una
influencia benéfica en la humanidad. Temprano en su carrera, cuando
aún trabajaba para las Naciones Unidas, Schachter defendía abiertamen-
te no solo la perspectiva que Lauterpacht tenía de la carta, sino también
las poderosas implicaciones que se derivaban de dicha posición para el
derecho nacional estadounidense; pero aún no era el tiempo para esta
postura y Schachter no siguió sosteniéndola a medida que avanzaron los
años cincuenta35.
Su colega Louis Henkin, quien eventualmente se convertiría en el
más icónico activista de la escuela de leyes en pro de la centralidad de los
derechos humanos en la disciplina, se concentraba incluso menos en este
tema en su trabajo temprano. Continuando con el internacionalismo cauto

34
Véase, por ejemplo, “Human Rights”, en Louis B. Sohn et. al. , eds., Commission to Study the
Organization of Peace, Strengthening the United Nations (New York: Harper, 1957); Grenville
Clark y Sohn, World Peace through World Law (Cambridge: Harvard University Press, 1958),
xxvi, 350-351. “Puede sostenerse que ha llegado el tiempo para una organización mundial
para garantizarle a cada persona en el mundo, y en contra de cualquier autoridad, algunos
derechos fundamentales, tal como la prohibición de la esclavitud, de la tortura y el derecho
a ser oído antes de ser condenado penalmente”, escribieron Clark y Sohn. “No hemos pen-
sado, sin embargo, que sea una movida inteligente intentar un distanciamiento tan radical;
y las garantías propuestas se refieren solamente a las posibles infracciones ocasionadas por
las propias Naciones Unidas” (xxvi-xxvii). Compárese Sohn, “The New International Law:
Protection of the Rights of Individuals Rather than States”, American University Law Review 32
(1982): 1-16; con Sohn, “The Human Rights Movement: From Roosevelt’s Four Freedoms to the
Interdependence of Peace, Development and Human Rights”, Edward A. Smith, Harvard Law
School Human Rights Program, 1995. Compárese Jo M. Pasqualucci, “Louis Sohn: Grandfather
of International Human Rights Law in the United States”, Human Rights Quarterly 20, n.° 4
(1998): 924-44; al igual que la serie de homenajes a Sohn en Harvard International Law Journal
48, n.° 1 (invierno, 2007).
35
Oscar Schachter, “The Charter and the Constitution: The Human Rights Provisions in American
Law”, Vanderbilt Law Review 4, n.° 3 (abril, 1951): 643-59; Schachter, “The Invisible College
of International Lawyers”, Northwestern University Law Review 72 (1977): 217-226. Compárese
con David Kennedy, “Tom Franck and the Manhattan School”, New York University Journal of
International Law and Politics 35, n.° 2 (invierno, 2003): 397-435.

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Samuel Moyn 223

de su profesor Jessup, Henkin impulsó una agenda académica de dos nive-


les, investigando las condiciones bajo las cuales el mundo podría evitar el
desastre nuclear a través de acuerdos sobre armamentos y los límites que
podía poner el derecho constitucional estadounidense en la incorporación
de las normas jurídicas internacionales. Una de sus primeras publicaciones
en este último nivel mencionaba las normas de derechos humanos, inclu-
yendo la prohibición del genocidio, como ejemplos de una materia que,
incluso sin ratificar la legislación internacional, el Congreso podría tener
la libertad para discutir para efectos nacionales bajo una interpretación
expandida de su competencia en los asuntos exteriores36.
No obstante, la primera publicación de Henkin en el tema de los dere-
chos humanos, la cual apareció solo en 1965 (es decir cuando tenía alrede-
dor de cincuenta años), señalaba que había muy pocas razones para tratar
lo que alguna vez había sido anunciado con tanta esperanza como algo más
que normas morales a ser protegidas a través de la estrategia general del
aseguramiento de la paz y la reparación de la desigualdad. “Pocos parecen
estar preparados para armar un reino de los derechos construido con una
viga sacada de su propio ojo”, reconocía —y él no era uno de esos pocos—.
La esperanza fundamental para los derechos humanos —insistía— radica
en continuar con el proyecto de la paz internacional en la reducción de
las tensiones internacionales, en la estabilidad interna, en desarrollar
instituciones políticas y en subir los niveles de vida. En gran medida,
los derechos humanos solamente pueden promoverse indirectamente.37

En otras palabras, los derechos humanos no podían tomarse como


propósitos doctrinales por sí solos y la comunidad jurídica internacional
debía mejor continuar con su misión de establecer un mundo seguro y
promover el bienestar. No es sorprendente que en las primeras versiones
del trabajo clásico de Henkin sobre el cumplimiento del derecho inter-
nacional, How Nations Behave, era prácticamente nula la atención a los
derechos humanos como una característica particular de las normas que

36
Louis Henkin, Arms Control and Inspection in American Law, pref. Jessup (New York: Columbia
University Press, 1958), “Toward a ‘Rule of Law’ Community”, en Harlan Cleveland, ed., The
Promise of World Tensions (New York: Macmillan, 1961). Henkin, “The Treaty Makers and the
Law Makers: The Niagara Reservation”, Columbia Law Review 56, n.° 8 (diciembre, 1956):
1151-82. “The Treaty Makers and the Law Makers: The Law of the Land and Foreign Relations”,
University of Pennsylvania Law Review 107 (mayo, 1959): 903-936, en especial 922-23. Para un
argumento contra las esperanzas utópicas en las Naciones Unidas, véase Henkin, “The United
Nations and Its Supporters: A Self-Examination”, Political Science Quarterly 78, n.° 4 (diciembre,
1963): 504-36. Compárese con Catherine Powell, “Louis Henkin and Human Rights: A New
Deal at Home and Abroad”, en Bringing Human Rights Home, vol. 1, A History of Human Rights
in the United States, ed. Cynthia Soohoo et al., (Westport: Praeger, 2008).

37
Henkin, “The United Nations and Human Rights”, International Organization 19, n.° 3 (verano,
1965): 514.

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224 La última utopía

la mayoría de las naciones seguía. Él también estaba muy lejos del pro-
grama que eventualmente rotularía como la promoción de los “derechos
humanos como derechos”38.
En lo que se refiere al interesante y cosmopolita pensador, Wolfgang
Friedmann, quien había enseñado en diferentes lugares del mundo anglo-
parlante antes de establecerse en Columbia en 1955, hay incluso menos
evidencia de una devoción hacia los derechos humanos como un elemento
central en el derecho internacional. Su formación continental lo hizo muy
diferente en este aspecto a sus colegas de la “Escuela de Columbia”, Henkin
y Schachter. Esa herencia lo llevó a contextualizaciones sociológicas del
derecho en general, no solo del derecho internacional, y lo impulsó a hacer
un llamado para que se acabara ese idealismo retórico en la disciplina. Pero
mientras buscó durante la posguerra unas tendencias evolutivas y progresis-
tas en los fundamentos sociales del derecho, y sostuvo que el derecho inter-
nacional se estaba desplazando de la coexistencia a la cooperación, rechazó
cualquier movimiento hacia la individualización del derecho internacional
y no tenía en buena estima el concepto de derechos humanos. Incluso para
1969, consideraba fríamente las propuestas doctrinales de Lauterpacht como
“demasiado entusiastas”, señalando que cualquier movimiento hacia la
protección individual por el derecho internacional era plausible “solamente
hasta un punto muy limitado”. Notando ese mismo año que pocos países
habían ratificado las convenciones de la ONU sobre derechos humanos en
sus primeros tres años de existencia, predijo que “las enormes divergencias
entre los sistemas ideológicos, políticos y sociales de los Estados miembros
de las Naciones Unidas hacen que algo como una convención universal de
los derechos sea una aspiración muy lejana”. Retomando este argumento
en 1972, Friedmann recomendaba que correspondía a “campos menos
afectados por creencias políticas fundamentales […] [guiar nuestro] giro
hacia alguna esperanza de que las cuestiones más urgentes para nuestra
supervivencia civilizada promuevan en un futuro el desarrollo de institu-
ciones y estándares jurídicos internacionales”. Su asesinato en un atraco
en las afueras de la Escuela de Derecho de Columbia ese mismo año llevó a

38
Henkin, “The United Nations and Human Rights”, International Organization 19, n.° 3 (verano,
1965): 504-17 en 508, 514. En palabras de Stanley Hoffmann, “el orden servirá a la dignidad
humana en lugar de pensar que una deliberada ofensiva en nombre de la dignidad humana
serviría al orden”. Hoffmann, “Implementation”, 244. Henkin, “International Law and the
Behavior of Nations”, Recueildes cours 114 (1965): 167-281; y How Nations Behave: Law and Foreign
Policy (New York: Frederick A. Praeger, 1968). Solamente la segunda edición del libro (1979)
añadió un capítulo sobre los derechos humanos. Henkin, “International Human Rights as
‘Rights’”, Cardozo Law Review 1, n.° 2 (otoño, 1979): 425-48, reimpreso en J. Roland Pennock y
John W. Chapman, eds., Human Rights (Nomos XXIII) (New York: New York University Press,
1981); y Henkin, The Age of Rights (New York: Columbia University Press, 1990), cap. 2.

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Samuel Moyn 225

que no viviera para ver la explosión de los derechos humanos en los años
inmediatamente posteriores39.
En cierta medida fue la rival “Escuela de New Haven” de Myres McDougal
y sus diversos asociados la que en primer término abrió más espacio doc-
trinal que cualquier otro de los competidores estadounidenses para los
derechos humanos. Muy temprano en el periodo de posguerra, esta escuela
“orientada hacia las políticas” incrustó los derechos humanos como un
elemento del mínimo orden mundial que consideraba como un referente
hacia el que la organización internacional podía apuntar por ahora. Dados
los compromisos evidentes de la escuela durante la Guerra Fría, los cuales
fueron la característica que la definió, de seguro no es errado concluir que
sus miembros “fracasaron en proteger sus postulados de una crítica que
los consideraba como un naturalismo pasado de moda disfrazado o una
cortina de humo por la defensa de la política exterior estadounidense”.
Así las cosas, por comparación, el residuo formalista en la “Escuela de
Manhattan” y en Louis Sohn de Harvard estaba relacionado de manera
menos específica con los derechos humanos como plataforma doctrinal40.
Fue el proceso de la descolonización el que marcó la suerte de los
derechos humanos en las Naciones Unidas —aunque con una evidente
reconceptualización de su significado, sustentada en el derecho colectivo
a la autodeterminación—. Paradójicamente, esta transformación hizo que
los derechos fueran aún menos centrales para los abogados internacio-
nalistas. La prioridad dada a la autodeterminación en el curso del largo
tránsito hacia las convenciones de Naciones Unidas, lejos de dar un paso
hacia la reivindicación de un proyecto buscado desde hacía tiempo, llevó


39
Wolfgang Friedmann, “The Disintegration of European Civilization and the Future of
International Law”, Modern Law Review 2 (1938-39): 194; What’s Wrong with International Law?
(London: Watts, 1941); Law in a Changing Society (London: Stevens & Sons, 1959), cap. 14; The
Changing Structure of International Law (New York: Columbia University Press, 1964); “General
Course in Public International Law”, Recueil des cours 127 (1969): 124-25, 127; “Human Welfare
and International Law”, en Friedmann et al. , eds., Transnational Law in a Changing Society: Essays
in Honor of Philip C. Jessup (New York: Columbia University Press, 1972) 124. Compárese con
John Bell, “Wolfgang Friedmann (1907-1972)”, en Beatson y Zimmerman, ed., Jurists Uprooted.
Koskenniemi, Gentle Civilizers, 476. Myres S. McDougal y Gertrude Leighton, “The Rights of
40

Man in the World Community: Constitutional Illusions versus Rational Action”, Law and
Contemporary Problems 14, n.° 3 (verano, 1949): 490-536, reimpreso en McDougal et al., Studies
in World Public Order (New Haven: Yale University Press, 1960). Véase también, por ejemplo,
McDougal, “Perspectives for an International Law of Human Dignity”, Proceedings of the
American Society for International Law 53 (1959): 107-36. Compárese con McDougal, reseña
de Lauterpacht, International Law and Human Rights, Yale Law Journal 60, n.° 6 (junio, 1951):
1051-56. El presidente del Bundestag alemán fue tan lejos en 1978 hasta declarar que “pocos
hombres han contribuido más a esta nueva rama del derecho internacional que Myres S.
McDougal”. Karl Carstens, “The Contribution of Myres S. McDougal to the Development of
Human Rights in International Law”, New York Law School Law Review 24, n.° 1 (1978): 1.

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226 La última utopía

a una marginalización más profunda de los derechos humanos para los


propios abogados internacionalistas que ahora se identificaban con ellos.
Puede irse tan lejos hasta afirmar que no fueron la Segunda Guerra
Mundial y el genocidio, sino el anticolonialismo y la descolonización los
que verdaderamente rompieron la vieja defensa de los abogados interna-
cionalistas al Estado y sus proyectos. Incluso antes de la descolonización,
el Estado continuó con su dominio en el campo doctrinal. Ya para los pri-
meros años de la posguerra, antes de la difusión de la descolonización, los
Estados latinoamericanos lideraban un proceso de aclaración de los droits
des États para que le hicieran contrapeso a cualquier idea de derechos hu-
manos que las Naciones Unidas intentaran promover. Además los abogados
eran conscientes que, en sus primeras décadas, las Naciones Unidas eran
mucho más el foro para la promoción de las naciones soberanas que para el
avance de los derechos humanos individuales. Los abogados derivaron la
conclusión obvia de que no se estaba produciendo reforma radical alguna
de su disciplina alejada del Estado. Los expertos de la Comisión de Derecho
Internacional de la ONU, encargados inmediatamente de formular una
Declaración de Derechos y Deberes de los Estados, no pudieron conseguir
la aprobación de la Asamblea General para su propuesta. Sin embargo,
doctrinalmente, y no solo políticamente, los abogados internacionalis-
tas continuaron pensando en su objeto de estudio como un reflejo de los
asuntos de los Estados soberanos41.
Después los nuevos Estados saltaron a la escena de la historia. La “des-
colonización del derecho internacional” disparó reflexiones inmediatas
y transformaciones más lentas. La velocidad de la descolonización y la
recomposición de la Asamblea General de la ONU fueron muy impactan-
tes y rápidas para ser ignoradas. Sin embargo, gracias al romance de un
siglo con el imperialismo, el difícil proceso de la descolonización de los
supuestos de la disciplina y la pluralización de su membresía solamente
haría incursiones fundamentales en los setenta y ochenta. Incluso enton-
ces, no todos estaban de acuerdo que el viejo derecho internacional podía
incorporar tal novedad. En 1973, Jessup —recientemente retirado luego de
un periodo de diez años en la Corte Internacional de Justicia— manifestó
que el rol desestabilizador de las nuevas naciones en el foro internacional
lo había llevado a “perder las esperanzas en los universales aceptados en la
teoría, si no en la práctica, por la comunidad internacional”. Concluía que
el derecho internacional tenía que simplemente dejar a un lado cualquier

41
Henri Rolin, “Les principes de droit international public”, Recueil descours 77 (1950): 353-60
(“Les droits fondamentaux des États”); Yearbook of the International Law Commission (1949):
287-90; compárese, por ejemplo, Ricardo J. Alfaro, “The Rights and Duties of States”, Recueil
des cours 97 (1959): 91-202.

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Samuel Moyn 227

esperanza de pretensiones generalizadoras hasta que los viejos y nuevos


Estados pudieran verse a los ojos42.
La reflexión sobre el ascenso de los derechos humanos a la que se vio
forzada la ONU alrededor de la autodeterminación fue solo una pequeña
faceta del estado de ánimo general de ansiosas dudas que atormentaban
al derecho internacional en sus tradicionales capitales europeas y en sus,
de algún modo nuevos, centros en las costas estadounidenses. Más que
cualquier otro desarrollo, sin embargo, entender la crítica de la autode-
terminación de los abogados internacionalistas occidentales muestra
cuán repleto de ironía estaba el ascenso de los derechos humanos en los
setenta —especialmente en lo que se refiere a los intereses doctrinales de
la disciplina—. No solamente fueron la política de la paz y los orígenes de
la Guerra Fría los que extinguieron el temprano y minúsculo interés en los
derechos humanos; la descolonización los hizo parecer no simplemente
eslóganes hipócritas, sino rotundamente engañosos. Algunos abogados
internacionalistas tenían razones de peso para rechazar la autodetermina-
ción: mientras grupos etnonacionales contiguos buscaban la redención
colectiva, era difícil olvidar la política de entreguerras sobre autodetermi-
nación en Europa con las consecuencias desastrosas para los individuos y
grupos victimizados. Pero otra razón clara para la resistencia disciplinar era
una oposición más problemática a cualquier descolonización fundamen-
tal del derecho internacional cuando nuevos tipos de pueblos y personas
reclamaban su soberanía.
Muchas figuras importantes eran conscientes de —y se escandaliza-
ban— la “captura” anticolonialista del proyecto de los derechos humanos
de la ONU al posicionar la autodeterminación como el primero de todos
los derechos. “Parecería difícil confundir de forma más absoluta los valores
y deambular más lejos del espíritu en el que la defensa de los derechos hu-
manos fue contemplada”, comentó amargamente el belga Visscher sobre
el ascenso de la autodeterminación en un texto clásico sobre el derecho
internacional de posguerra43. Quizá de manera característica, los juristas
británicos criticaron el desarrollo con menos rabia y más con una punzante
ironía. El jurista británico Samuel Hoare (más adelante una de las primeras
autoridades en la maquinaria europea de derechos humanos) dejó en claro
su punto sarcásticamente en la Asamblea General:


42
Jessup, “Non-Universal International Law”, Columbia Journal of International Law 12 (1973):
415-29, en 429. Me refiero en este punto a la frase desde el punto de vista ideológico o sociológi-
co, pero compárese con Matthew Craven, The Decolonization ofInternational Law: State Succession
and the Law of Treaties (Oxford: Oxford University Press, 2007) y los materiales enumerados en
el ensayo bibliográfico.

43
Charles de Visscher, Theory and Reality in Public International Law, trad. Corbett (1953; Princeton:
Princeton University Press, 1957), 128.

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228 La última utopía

En 1948 cuando la Asamblea General había adoptado la Declaración Uni-


versal de los Derechos Humanos, aparentemente no había considerado
la autodeterminación como un derecho humano fundamental pues el
documento que pretendía ser comprehensivo ni siquiera lo mencionaba.
La primera referencia a un “derecho” de los pueblos y las naciones a la
autodeterminación ocurrió en la Resolución de 1950 de la Asamblea
General; sin embargo, para 1952 se hablaba de él como un “prerrequisito
para el completo goce de todos los derechos humanos fundamentales”.
En consecuencia o la Asamblea General sin querer omitió la propia base
fundamental de los derechos humanos, o las diferentes delegaciones
en la sesión siguiente fueron tan lejos en su entusiasmo y deseos de
consagrar un principio importante que fallaron en darle una debida
consideración política y jurídica a los efectos de convertir un principio
en un derecho universal.44

A esta observación teórica, a medida que pasó el tiempo, otros aña-


dieron condenas de orden práctico a la autodeterminación. El profesor
de Derecho de Oxford, J. E. S. Fawcett, expresaba su preocupación en
los sesenta de que la “ONU aparentemente ha entendido y aplicado el
principio de la autodeterminación para la protección de los derechos
humanos en maneras […] que han tenido efectos políticos que en el largo
plazo no serán favorables a los intereses de los derechos humanos”. No
había forma siquiera de contemplar en devolver los derechos humanos a
la agenda doctrinal de la disciplina después de los obstáculos de la Guerra
Fría sin lidiar con la prioridad de la autodeterminación que los abogados
internacionalistas occidentales estaban más que dispuestos a tratar con
considerable recelo45.
Así, no fueron solamente los estadounidenses quienes creían que la for-
mación del Estado nacional poscolonial como el primer ítem en la agenda
de los derechos humanos era un duro agravio. Si prestaron atención a los
derechos humanos en esta era, los principales abogados internacionalistas
estadounidenses que lo hicieron estaban sinceramente de acuerdo sobre la
perversidad de este nuevo marco. En lo referente a Hoare, la transformación
de la autodeterminación en un “derecho” luego de ser un principio llevó
a una discusión especialmente encendida. Escribiendo en Foreign Affairs,
Clyde Eagleton arremetió señalando que “los argumentos avanzados y
las acciones tomadas parecerían dar a cada individuo un derecho a ser un
país independiente. […] Es triste que el resentimiento anticolonial llegó

44
Hoare en UN Doc. A/C.3/SR. 643, para. 13 (octubre 25, 1955).
45
J. E. S. Fawcett, “The Role of the United Nations in the Protection of Human Rights —Is It
Misconceived?”, en Asbjörn Eide y August Schou, eds., International Protection of Human Rights:
Proceedings of the Seventh Nobel Symposium, Oslo, September 25–27, 1967 (New York, London
Interscience Publishers, 1968), 96.

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Samuel Moyn 229

a distorsionar un principio tan noble”46. Quincy Wright —experto de la


Universidad de Chicago que había sido un comprometido activista de los
derechos humanos durante la guerra— planteó su objeción en términos
lógicos y doctrinales.
La autodeterminación no es un derecho individual sino colectivo, si es
que es un derecho, y por ello no tiene un lugar en las convenciones. Sin
embargo, si se acepta esta posición, entonces surge la pregunta: ¿En qué
consiste la colectividad del derecho? ¿Es el Estado imperial reconocido
como persona en el derecho internacional o es la colonia, la minoría o el
pueblo reclamando la autodeterminación y aspirando a tal reconocimien-
to? Claramente, la “autodeterminación” simultánea de estas diferentes
colectividades seguramente precipitará conflictos. Si, de otro lado, la
autodeterminación es un derecho individual, entonces toda la autoridad
política dejaría de existir. Cada individuo podría por sí mismo decidir si
cambia su lealtad y afirmaría su propia soberanía.47

Bien fuera como consecuencia de la molestia o de los argumentos, los


abogados internacionalistas estadounidenses se negaron a seguir a los de-
rechos humanos a donde los nuevos Estados de la ONU parecían llevarlos.
Solamente hubo un intérprete —la olvidada pero crucial figura de
Egon Schwelb— que exploró seriamente una forma de ponerle un tinte
progresista no solo a la dilación del proceso para redactar una convención
durante la Guerra Fría sino también a la reconceptualización anticolonia-
lista de los derechos humanos. Schwelb, un abogado de Praga y funcionario
de la ciudad en el periodo de entreguerras, trabajó durante largo tiempo
en la División de Derechos Humanos de la ONU antes de retirarse a la
Escuela de Leyes de Yale, en donde enseñó el primer curso de derechos
humanos en Estados Unidos. En 1963 sugirió que precisamente en virtud
de la imposibilidad de ponerse de acuerdo en las convenciones, la Decla-
ración Universal “asumió una importancia mayor que lo que muchos de
sus redactores pretendían”. En esta era, sostuvo Schwelb, los abogados
internacionalistas podían recuperar el argumento perdido de Lauterpacht
en los cuarenta, sugiriendo que era posible después de todo que existiera
una obligación legal inherente a la carta de proteger los derechos huma-
nos —o incluso en la propia declaración—. “La Declaración”, explicaba
Schwelb, “tomó a su cargo la función originalmente concebida para la
Carta Internacional de Derechos”: Schwelb reconoció que Lauterpacht ori-
ginalmente había criticado en 1950 la “falta de dientes” de la Declaración

46
Eagleton, “Excesses of Self-Determination”, Foreign Affairs 31, n.° 4 (julio, 1953): 596, 604.

47
Wright, “Freedom and Human Rights under International Law”, en Milton R. Konvitz y
Clinton Rossiter, eds., Aspects of Liberty: Essays Presented to Robert E. Cushman (Ithaca: Cornell
University Press, 1958), 185-86.

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230 La última utopía

Universal. Sin embargo, continuaba Schwelb, poco antes de su muerte


en 1960 Lauterpacht había “matizado, a la luz de los eventos, su actitud
negativa” respecto a los derechos humanos. Aunque esto confirmaba la
transformación en el significado de los derechos humanos en el espíritu
de la autodeterminación, Schwelb incluso apeló a la Declaración sobre la
Concesión de Independencia a los Países Coloniales de 1960 para socavar
el supuesto de que la Declaración Universal no podía tener validez jurídica
sin las convenciones: después de todo, escribió Schwelb, mientras que la
primera declaración había sido considerada como un simple “patrón para
logros importantes”, la más reciente proclamó que su agenda era una “ne-
cesidad presente”, y en efecto actualizó a su predecesora, transformándola
de tener una posición ornamental a convertirla en un documento con
fuerza obligatoria48.
Por supuesto, pocos abogados internacionalistas, si es que hubo
alguno, simpatizaron con esta argumentación creativa, la cual habitaba
en los textos de las Naciones Unidas sin considerar sus prácticas. Esta
solitaria incubación de una ficción progresista de los derechos humanos
que se desenvolvían durante la era de la posguerra iba a ser importante
en el largo plazo. Poco tiempo después, más y más abogados internacio-
nalistas empezaron a estar de acuerdo con aumentar el carácter jurídico
de la Declaración Universal, aunque manifestaron su posición no a través
de la ruta sugerida por Schwelb sino sugiriendo que la declaración debía
ser avanzada a través de la costumbre y opinión internacionales. Entre
los estadounidenses, Sohn afirmó esta conclusión poco tiempo después
de Schweb, y para marzo de 1968, en Montreal, una transitoria Asamblea
por los Derechos Humanos (una reunión de abogados internacionalistas
y funcionarios convocados por Sohn y Seán MacBride de la Comisión
Internacional de Juristas) podía proclamar que la “Declaración Universal
de los Derechos Humanos constituye una interpretación autorizada de

48
Schwelb, Human Rights and the International Community: The Roots and Growth of the Universal
Declaration of Human Rights (Chicago: Quadrangle Books, 1964), 10, 26-29, 35-37, 54-55,
66-71 en 68; y “The United Nations and Human Rights”, Howard Law Journal 11, n.° 2 (prima-
vera, 1965): 361-62, 366-68. Los argumentos de Schwelb habían nacido tiempo atrás en “Die
Kodifikationsarbeiten der Vereinten Nationen auf dem Gebiet der Menschenrechte”, Archiv
des Völkerrechts 8 (1959-1960): 16-49 en 24-25; y “The Influence of the Universal Declaration
of Human Rights on International and National Law”, Proceedings of the American Society for
International Law 53 (1959): 217-29 en 217-18. Al informar sobre el cambio de Lauterpacht,
incluso dio cuenta de que ambos habían planeado preparar una nueva edición de International
Law and Human Rights, un proyecto que no siguió adelante luego de la muerte de Lauterpacht.
(Human Rights, 75). Véase también sus afirmaciones textuales en la conferencia de mayo de
1963 en American Jewish Committee Archives, FAD-IO, Caja sin número, y los comentarios en
John Humphrey, “Human Rights”, Annual Review of United Nations Affairs (1962-1963): 114-17.
Sobre Schwelb, véase Festschrift in Revue de droits del’homme 4, n.° 2-3 (junio-julio, 1971).

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Samuel Moyn 231

alto nivel de la Carta, y con el paso de los años se ha convertido en parte


del derecho internacional consuetudinario”49.
Estos movimientos eran, en últimas, experimentos de una pequeña
minoría de cara a la más difundida ansiedad que despertó el ascenso de
la autodeterminación como el primer derecho humano —incluso entre
los abogados internacionalistas—. Los ingeniosos argumentos sacaban
lo mejor de una mala situación —un régimen de derechos de la ONU que
había llegado muerto y fue salvado de su esterilización producto de la
Guerra Fría solo por un inesperado ascenso de nuevos Estados—. Pero en
estos sombríos años no eran mucho más que propuestas que se activarían
más tarde. Al inicio de la década de los setenta había muy pocas razones
para entusiasmarse con los derechos humanos, tal como lo anotaba el
profesor de Derecho de Wisconsin, Richard Bilder, quien se ufanaba de
hacer apreciaciones objetivas. La noción conservaba una
superficialidad. […] La condición de los hombres en el último cuarto de
siglo parece no haber cambiado; de hecho, las cosas frecuentemente pa-
recen estar volviéndose peores [e] incluso algunos de los partidarios más
acérrimos del concepto son escépticos frente a los esfuerzos internacio-
nales que prometen hacer esfuerzos sustanciales para lograr los fines de
los derechos humanos.

Por supuesto, las cosas pueden cambiar, reconoció. “La hipocresía de


una generación puede convertirse en el motivo de lucha de la siguiente”50.


49
La afirmación más temprana considerando a la Declaración Universal como derecho consue-
tudinario está en Humphrey Waldock, “Human Rights in Contemporary International Law
and the Significance of the European Convention”, en The European Convention of Human
Rights (International and Comparative Law Quarterly publicación complementaria 11) (London:
British Institute of International and Comparative Law, 1965), 15. Sin embargo en un recuen-
to de esta proposición, Thomas Buergenthal notó en 1965 que “el significado jurídico de la
Declaración Universal, a la luz de la práctica actual, puede por consiguiente ser considerable-
mente más limitada que lo que las aserciones recientes de los académicos nos quieren hacer
creer”. Buergenthal, “The United Nations and the Development of Rules Relating to Human
Rights”, Proceedings of the American Society for International Law 59 (1965): 134. La evolución
en la confianza en este argumento ocurrió con claridad, aproximadamente, a principios de
los setenta, tal como es claro a partir de las diferencias entre dos artículos de John Humphrey.
Humphrey, “The UN Charter and the Universal Declaration of Human Rights”, en Evan Luard,
ed., The International Protection of Human Rights (London: Praeger, 1967); y Humphrey, “The
Universal Declaration of Human Rights: Its History, Impact, and Juridical Character”, en B.
G. Ramcharan, ed., Human Rights: Thirty Years after the Universal Declaration (The Hague: M.
Nijhoff, 1979). Sohn, “The Universal Declaration of Human Rights: A Common Standard of
Achievement? (The Status of the Universal Declaration in International Law)”, Journal of the
International Commission of Jurists 8, n.° 2 (diciembre, 1967): 17-26; también en L. M. Singhvi,
ed., Horizons of Freedom.

50
Richard B. Bilder, “Rethinking International Human Rights: Some Basic Questions”, Wisconsin
Law Review 1969, 1 (1969): 172, 217.

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232 La última utopía

De lejos, el cambio ideológico global como contexto esencial y externo


a la disciplina, ocurrido en los años setenta, da cuenta de la manera como
los derechos humanos se convirtieron en algo central al derecho interna-
cional estadounidense por primera vez en su historia. Como representante
de ese desarrollo en su sentido amplio, es útil examinar la evolución de la
carrera de Louis Henkin, quien se convirtió en la figura más relevante en
la escena estadounidense. Precisamente porque fue un héroe para la disci-
plina, es valioso ver que incluso en su caso, el desarrollo de un entusiasmo
por los derechos humanos emergió casi de la nada en un momento sor-
prendentemente tardío —y debido a circunstancias externas—. Hubo otras
figuras importantes, tales como Frank C. Newman, un profesor de Derecho
de Berkeley quien con entusiasmo se adhirió al proyecto de los derechos
humanos entre mediados de los sesenta y mediados de los setenta (cuando
se convirtió en juez de la Corte Suprema de California). Mientras Schweib
había enseñado la materia poco tiempo antes, el interés de Newman en
unirse a la defensa y el activismo en esta área lo llevó a fundar lo que fue
el primer consultorio de derechos humanos en una escuela de derecho.
Por algunos años, Newman lideró su “equipo de Berkeley” compuesto por
estudiantes en las reuniones de la Comisión de Derechos Humanos de la
ONU para que colaboraran con peticiones, e hicieron conexiones con redes
académicas internacionales, especialmente la de Cassin y sus colegas51.
Es difícil sobrestimar el eventual protagonismo de Henkin como el
“abuelo” de los derechos humanos en el derecho internacional de los
Estados Unidos, ídolo para las generaciones más jóvenes y carrera modelo
en su campo. En sus más tempranos y serios análisis sobre los derechos
humanos, sin embargo, Henkin compartía el escepticismo general respecto
a lo que los derechos humanos habían venido a significar en la cresta de
la ola de sentimiento anticolonialista. Sus argumentos no eran para nada
extraños cuando registraba la queja común en su primer ensayo sobre los
derechos humanos de 1965, señalando que estos se habían convertido en
algo imposible de usar a pesar de su potencial promesa original.
La lucha para terminar el colonialismo —escribió— se devoró el propósi-
to original de cooperación para la promoción de los derechos humanos.


51
Newman merece ser estudiado con mayor profundidad. Véanse sus artículos “Natural Justice,
Due Process, and the New International Covenants on Human Rights”, Public Law (1967):
274-313; “Interpreting the Human Rights Clauses of the UN Charter”, Revue des droits de l’homme
5, n.° 2/3 (1972): 283-91; y “The International Bill of Rights: Does It Exist?”, en Antonio Cassese,
ed., Current Problems of International Law (Milan: A. Giuffrè, 1975). Y aún más importante, véase
Theo van Boven, “Creative and Dynamic Strategies for Using United Nations Institutions and
Procedures: The Frank Newman File”, en Ellen L. Lutz et al. , ed., New Directions in Human Rights
(Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1989). Newman, tal como Richard Falk y Tom
Farer, también dieron testimonio en las famosas audiencias legislativas de Donald Fraser en 1973.

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Samuel Moyn 233

[…] El anticolonialismo […] le puso colores a las convenciones de dere-


chos humanos [:] La autodeterminación fue añadida al catálogo de los
derechos humanos como un arma adicional contra el colonialismo,
aunque no había indicios de que este era un derecho individual.52

No había tratado el tema anteriormente excepto en la atmósfera del


escepticismo propio de la Guerra Fría y la descolonización hacía las cosas
aún peores.
El impulso inicial de Henkin de inmiscuirse de nuevo en temas de
derechos humanos vino, pareciera, de su conexión con el mundo del
activismo judío estadounidense. El American Jewish Committee había
hecho del lobby en derechos humanos en las Naciones Unidas una faceta
de su agenda política internacional. En una conferencia patrocinada por
la AJC en 1963, Henkin fue invitado a tener el papel del realista, no del
idealista, para quitarle impulso a la noción más optimista de que conven-
ciones jurídicas vinculantes —presuponiendo que eran viables en algún
modo— seguramente iban a mejorar la vigilancia para el cumplimiento
de los estándares de derechos humanos. Tal como había sostenido ante-
riormente, la única esperanza que tenían los valores consagrados en los
derechos humanos eran una vía indirecta: control de armas en relaciones
bilaterales y mantener un ojo vigilante ante la teatralidad de la ONU. Pero
en la década posterior a 1968, las cosas cambiaron rápidamente en una
serie de pasos no lineales53.
Encargado por la AJC de evaluar las tendencias políticas más plausibles
de los años setenta, Henkin adhirió a la posición sostenida desde hacía
tiempo por la organización de que los “derechos judíos son derechos
humanos”. Sin duda, refiriéndose a las recriminaciones de la reciente
Conferencia de Teherán, en donde la autodeterminación (y la crítica a
la ocupación israelí) fue fundamental, Henkin aconsejó cautela: afirmó
en nombre de su comité que las Naciones Unidas era un foro poco fiable
para los reclamos de derechos, “aunque los árabes fueron exitosos en
elevar sus acusaciones de que Israel había violado los derechos humanos
en los territorios ocupados”. Incluso mientras los derechos humanos
estaban adquiriendo autoridad moral y hasta cierta realidad jurídica,
ahora estaban mostrando que podían ser un arma de doble filo para los
judíos. Es cierto que los judíos “habían estado a la cabeza de los esfuerzos
institucionalizados para mejorar el reconocimiento, promoción y protec-
ción internacional de los derechos humanos”. Sin embargo, en vista de

52
Henkin, “The United Nations and Human Rights”, 513. Compárese con Henkin, “International
Law and the Behavior of Nations”, 216-20.

53
La intervención completa están disponible en American Jewish Committee Archives, FAD-IO,
Caja no numerada, y sintetizada en la discusión después de Humphrey, “Human Rights”, 122-24.

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234 La última utopía

la retórica anticolonialista, que planteaba en un foro internacional que


Israel cometía abusos, era lógico que mostraran “señales de desaliento y
duda sobre sus esfuerzos”54.
A pesar de esta preocupación, por la misma época, Henkin tomó la
batuta al establecer la hermana estadounidense del Instituto Internacional
para los Derechos Humanos de Estrasburgo, el cual Cassin había fundado
con los dineros de su premio Nobel. Tal como la estructura de Cassin, este
instituto estadounidense veía que su misión primaria era la educación a
nivel universitario. Sus actividades iniciales incluyeron el patrocinio de
la primera compilación para publicar el primer libro de casos de derechos
humanos. Henkin enseñó su primer curso, y el primero de la Universidad
de Columbia, en Derecho Internacional de los Derechos Humanos en
1971-1972; Sohn —quien asombrosamente enseñó el primer curso de
derechos humanos en la Escuela de Leyes de Harvard ese mismo año—
publicó el libro de casos pioneros en 1973, de la mano de su influyente
estudiante Thomas Burgenthal. Más tarde el mismo año, Henkin testificó
en las audiencias legislativas de Donald Fraser sobre política exterior y de-
rechos humanos. Allí, informó amargamente que no había un consenso
real alrededor del significado de los derechos humanos, en virtud de los
desarrollos desde la inmediata posguerra cuando “la ONU era mucho más
pequeña y dominada por Estados occidentales e ideas occidentales”. En
ese momento, excepto por acuerdos más generales sobre igualitarismo, el
ascenso del tercer mundo, así como la persistente influencia del comunis-
mo, implicaba un conflicto sobre la propia definición de la idea. La única
solución imaginable para “el sentimiento de crisis sobre la protección
internacional de los derechos humanos” era una reforma de la ONU. Esta
afirmación era reveladora, teniendo en cuenta el auge de las ONG de base
(las cuales Henkin rara vez mencionaba) e incluso el hecho de que las
propias audiencias de Fraser amenazaban con pasar por encima de la ONU
como foro exclusivo para la idea de los derechos humanos55.

54
Louis Henkin, “The World of the 1970s: A Jewish Perspective”, (New York: Task Force Report,
American Jewish Committee, 1972) 32, 34, 36 y Henkin et. al. , ed., World Politics and the Jewish
Condition (New York: Quadrangle Books, 1972).
55
“International Institute of Human Rights (René Cassin Foundation)”, Revue de droits de l’homme
2, n.° 1 (1969): 4-19; Henkin, “The United States Institute of Human Rights”, American Journal of
International Law 64, n.° 4 (octubre, 1970): 924-25 (No me ha sido possible determiner cuándo
y cómo ocurrió esta conexión y su nombramiento; a diferencia de Schwelb y Sohn, Henkin
no participó en el Festschrift de Cassin en 1969); U.S. House of Representatives, International
Protection of Human Rights: The Work of International Organizations and the Role of U.S. Foreign Policy
(Washington: U.S. Govt. Print Off., 1974), 355, 357. El libro de casos es el de Sohn y Buergenthal,
International Protection of Human Rights (Indianapolis; Bobbs-Merrill, 1973); compárese con
Sohn y Buergenthal, Basic Documents on International Protection of Human Rights (Indianapolis:
Bobbs-Merril, 1973). Un par de años atrás, Ian Brownlie había recopilado los documentos para
su primera edición de Basic Documents on Human Rights (Oxford: Oxford University Press, 1971);

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Samuel Moyn 235

En esta tardía fecha el futuro aún no se había escrito. Participando en


un coloquio en la Universidad de McGill sobre judaísmo y derechos hu-
manos en 1974, Henkin continuaba sugiriendo que la principal historia de
la protección de los derechos humanos era la desilusión de los idealistas.
Henkin advirtió explícitamente que los idealistas solamente repetirían
sus errores pasados aferrándose a la transformación radical de la suerte
de su causa. La conclusión inevitable es que incluso para ese momento
a mediados de los setenta, con la disidencia disparándose y otras fuerzas
uniéndose, no había ocurrido el momento crítico para la defensa de los
derechos humanos como un asunto doctrinal, al menos para Henkin. Esta
no era una falla personal a menos que se le imponga interpretar el rol de
profeta: su incapacidad para imaginar una novedad inminente es simple-
mente un testimonio de lo impredecible que en realidad era56.
La discontinuidad de la historia de los derechos humanos entre 1975 y
1977 en general está a la vista particularmente en la carrera de Henkin. No
está anticipada en nada de lo que escribió, incluso cuando sus publicacio-
nes del momento registran su poder transformador. Desde ese emocionante
momento, Henkin se arrojó completamente a la causa, sin siquiera haber
reflexionado explícitamente en las condiciones no jurídicas que hicieron
posible su drástica reinvención. En 1977 inició una serie de coloquios en
la Universidad de Columbia y al año siguiente fundó el primer centro de
derechos humanos en una universidad estadounidense (alrededor de la
misma época la esposa de Henkin, Alice, se unió al Instituto Aspen e inició
una serie de influyentes conferencias en derechos humanos). Continuando
sus lazos con los proyectos de la AJC que originalmente lo habían condu-
cido a las discusiones de derechos humanos, Henkin defendió ahora más
enfáticamente la centralidad de los derechos humanos para la política
judía, luego del periodo en el que tantos judíos se sentían traicionados por
el lenguaje en contra de Israel: “La respuesta a la politización de los foros
internacionales es pelear contra ella”, arguyó Henkin, “no abandonar a
quienes lo hacen dejando el campo libre para los enemigos de los derechos
humanos”. En un aparente reconocimiento del previamente insospecha-
do poder de las fuerzas fuera de las Naciones Unidas —notablemente las
organizaciones no gubernamentales— para definir y avanzar los derechos
humanos, Henkin se unió a la junta del Lawyers Committee for Human

poco tiempo después, véase Richard B. Lillich y Frank B. Newman, International Human Rights:
Problems of Law and Policy (Boston: Little Brown, 1979) y la respuesta de la escuela de New Haven
en McDougal, Lasswell, y Lung-Chu Chen, Human Rights and World Public Order: The Basic Policies
of an International Law of Human Dignity (New Haven: Yale University Press, 1980).

56
Los borradores de la conferencia de McGill de Moses Moskowtiz Papers (White Plains: New
York) están en mi poder. Otra version es Henkin, “The United States and the Crisis in Human
Rights”, Virginia Journal of International Law 14, n.° 4 (1973-74): 653-71.

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236 La última utopía

Rights en 1978 y desempeñó un papel de guía en sus primeros años (esta


ONG es conocida hoy en día como Human Rights First). Henkin no estaba
solo entre los abogados internacionalistas, contando los de vieja data y los
recién convertidos, en registrar que la idea de los derechos humanos había
experimentado una revolución repentina. Cualesquiera que fuesen los
antecedentes menores, los abogados internacionalistas estadounidenses
entraron en este momento a la fase actual de los derechos humanos en
grandes números y desde diversos ángulos57.
Sin embargo, de muchas maneras y a pesar de esta trayectoria dispareja,
el propio entusiasmo nuevo de Henkin por los derechos humanos suprimió
las condiciones históricas exactas que hicieron posible que ocurriera, tanto
en su propia carrera como en el más amplio contexto de poder de las ONG
y en eventos como la presidencia de Carter. Su relevante libro de 1978, The
Rights of Man Today, construye una compacta historia de los orígenes de
los derechos euroestadounidenses, un modelo del cual había sido pionero
Lauterpacht anteriormente; también ofrece un panorama de lo que es
esencialmente un ejercicio de comparación de constituciones nacionales
como el foro principal en el que se podría lograr la globalización de los
derechos; y concluye con un vistazo del más reciente pero complementario
proyecto de defender los derechos por encima y más allá de las naciones. Es
interesante que grandes rupturas en esta progresión —de manera notable,
el quiebre entre la historia del constitucionalismo nacional y la historia
del derecho internacional o, dentro del derecho internacional, entre una
era de expectativas decepcionadas y una de nuevas esperanzas— práctica-
mente no son analizadas, a pesar de que fueron tan importantes para que
Henkin pudiera proclamar una nueva era de los derechos58.
Igualmente notable en el contexto de la historia de posguerra de los
derechos humanos internacionales fue la americanización del concepto
por parte de Henkin, empezando por su narrativa histórica. Era aquí prin-
cipalmente que Henkin divergía del trabajo de Lauterpacht en 1950 sobre
el que The Rights of Man Today se basaba ampliamente. Una explicación

57
Henkin, “The Internationalization of Human Rights”, Proceedings of the General Education
Seminar, 6, n.° 1 (1977): 1-16; Human Dignity: The Internationalization of Human Rights, ed.
Alice H. Henkin, (New York: Aspen Institute for Humanistic Studies, 1978); Louis Henkin,
“Human Rights: Reappraisal and Readjustment”, en David Sidorsky et. al., ed., Essays on
Human Rights: Contemporary Issues and Jewish Perspectives (Philadelphia: The Jewish Publication
Society of America, 1979), 86, siendo este último un ensayo que en general provee la mejor
lectura “barométrica” del cambio en la visión de Henkin. Véase también su reacción ante el
proceso de Helsinki: “Human Rights and ‘Domestic Jurisdiction’”, en Thomas Buergenthal,
Human Rights, International Law, and the Helsinki Accords (Montclair: Allanheld, Osmun, 1977).
Humphrey, “The Implementation of International Human Rights Law”, y en especial Schachter,
“International Law Implications of U. S. Human Rights Policies”, en New York Law School Law
Review 24 (1978-79): 31-61, 63-87.
58
Henkin, The Rights of Man Today (Boulder: Westview, 1978).

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Samuel Moyn 237

obvia para el acogedor universalismo patriótico de Henkin es que era una


movida estratégica. El compromiso de los Estados Unidos con la idea de
los derechos humanos internacionales desde 1945 había sido a lo sumo
un capricho inexplicable, especialmente cuando se tenía en cuenta la
nula aceptación de los tratados formales como las convenciones de dere-
chos humanos por parte de este país (los Estados Unidos aún no habían
ratificado ninguna hasta ese entonces). En 1977, en una carta dirigida
al New York Times, Henkin, sin embargo, además de asegurarle que tales
acuerdos no tenían fuerza vinculante a quienes se angustiaban con este
nuevo desarrollo, insistía en que el Pacto Internacional de los Derechos
Civiles y Políticos no era simplemente un “sorprendente homenaje a los
valores occidentales” sino que afirmaba incluso más específicamente, con
el fin de fortalecer los supuestos estadounidenses, que “había convertido
nuestra ideología en una norma internacional”59.
De la mano de la estrategia había una creencia sincera. Tal como lo
aclara The Rights of Man Today, Henkin sentía una genuina seguridad en la
superioridad del modelo social y político estadounidense como sinónimo
de un compromiso con los derechos humanos. Los Estados Unidos, de
acuerdo con Henkin, eran pioneros en el compromiso con los valores que
incluso sus oponentes ahora estaban forzados de considerar retóricamente.
Henkin encaja mejor en la historia general del liberalismo estadounidense
de la época, el cual se reconstruía a través de los derechos humanos en un
momento de recuperación ideológica en los setenta luego de una desas-
trosa forma más temprana de universalismo. A diferencia de Carter, sin
embargo, Henkin no reflexionó explícitamente sobre qué era de lo que
se debía recuperar el liberalismo estadounidense ni presentó los derechos
humanos como una ideología estadounidense alguna vez interrumpida o
traicionada. Igualmente, tampoco registraba el significado de las fuentes
internacionales recientes del cambio ideológico —notablemente los tipos
cambiantes de pensamiento utópico— que habían permitido la irrupción
de los derechos humanos de la cual Henkin era, mucho más de lo que se
ha reconocido, el beneficiario y no su causa.
En este sentido, el caso de Henkin sigue siendo poderosamente ilus-
trativo. Hasta el día de hoy ha habido muy pocos autoexámenes de parte
de los abogados internacionalistas estadounidenses para entender que las
condiciones históricas precisas fueron las que hicieron que los derechos hu-
manos se convirtieran en algo central. Desde este momento, Henkin y otros
se adhirieron a la misión de popularizar los renovados fines del derecho


59
“The Case for U. S. Ratification”, New York Times, abril 1, 1977. Incidentalmente, la carta de
Henkin usa por primera vez el término “movimiento internacional de los derechos humanos”
en la historia de este periódico.

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238 La última utopía

internacional. Más allá de un cambio espectacular en los protocolos inter-


pretativos, la devoción a enseñar el nuevo derecho internacional, otra de
las señales de la reinvención disciplinar, ocupó un lugar predominante60.
Por supuesto, uno no puede llevar muy lejos la historia de la conversión
de Henkin o de la disciplina en general. Fue famoso el rechazo de Henkin
al concepto de la soberanía, incluso en su revisada teoría del derecho in-
ternacional donde los Estados retenían su centralidad, quizá incluso como
fruto de una creencia normativa y no solamente como producto de una
descripción de los hechos del mundo. Además, el abrumador entusiasmo
de Henkin era respecto de los derechos civiles y políticos y no otros —lo
cual nuevamente muestra cómo era hijo de su tiempo—. Pero en el campo
del derecho internacional estadounidense de la posguerra era un gran
punto de quiebre. En la carrera de Henkin, y para el futuro de la disciplina
e incluso hasta el presente, había nacido —ciertamente para los abogados
internacionalistas— la era de los derechos61.
¿Qué explicaciones posibles hay para el ascenso de los derechos
humanos entre los abogados internacionalistas, especialmente entre los
estadounidenses para quienes habían parecido tan marginales durante
tanto tiempo? La explicación más común que la propia disciplina ofrece
—en parte porque le considera a ella misma como una causa— le da mu-
cho peso a la progresiva evolución de la sensibilidad legalista como una
poderosa fuerza de cambio. “Los derechos humanos están atravesando
una fase de continua evolución”, explicó Theodor Meron, alumno de
Sohn y profesor de la Universidad de Nueva York, mientras defendía esta
evolución no simplemente a través de una interpretación idealizada del

60
Véase Schwelb, “The Teaching of the International Aspects of Human Rights”, Proceedings of
the American Society of International Law 65 (1971): 242-46. Unesco había entrado al campo en
1973, con su apoyo al instituto de Cassin. Ver Karel Vassek et. al. , ed., Human Rights Studies in
Universities (Unesco, 1973), también disponible en Revue des droits de l’homme 6, n.° 2 (1973).
Luego, en 1978, celebró una gran conferencia sobre la educación en derechos humanos en
Viena —la primera que se concentraba en el proyecto pedagógico—, y dos años más tarde, el
más grande evento se llevó a cabo en la Escuela de Derecho de la Universidad de Nueva York con
el apoyo de la Fundación Rockefeller. Véase Unesco, The Teaching of Human Rights: Proceedings
of the International Congress of the Teaching of Human Rights (Viena: Unesco, 1980) y Theodor
Meron, “A Report on the N.Y.U. Conference on Teaching International Protection of Human
Rights”, New York University Journal of International Lawand Policy 13, n.° 4 (primavera, 1981):
881-960; también la significativa colección que Meron editó poco tiempo después basada en
la conferencia: Human Rights and International Law: Legal and Policy Issues (New York: Oxford
University Press, 1984), la cual incluye guías de enseñanza y programas de curso para diferentes
tópicos realizados por los líderes en la materia.
61
Véase Louis Henkin, The International Bill of Rights: The Covenant on Civil and Political Rights,
(New York: Columbia University Press, 1981); y Henkin, “International Law: Politics, Values
and Functions”, Recueil des cours 216 (1989), Parte I, haciendo un equilibrio entre la crítica a
la “mitología” de la soberanía y la fundamentación estatal del derecho internacional.

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Samuel Moyn 239

derecho convencional formal sino también afirmando el avance en lo que


se refiere al derecho consuetudinario informal.
Por medio de un proceso de acumulación —Meron explicó— los elementos
de la práctica estatal y de la opinio juris forman nuevas reglas consuetudi-
narias de derechos humanos. Este proceso continuo, en el que la opinio
juris parece tener un mayor peso que la práctica estatal es más interesante
que [una] visión estática de los derechos humanos. […] Más derechos se
irán añadiendo con el tiempo.62

Bajo este esquema, la historia de los derechos humanos en el derecho


internacional se caracteriza primordialmente por una presión evolutiva
constante de parte de los propios juristas.
Por sí sola, sin embargo, tal teoría sobre el crecimiento consuetudinario
de las normas no explica muy bien el asombroso trasegar de los derechos
humanos desde la periferia hasta el centro de la disciplina —en la medida
que ello ocurrió casi que de la noche a la mañana—. Si hubo una “evolu-
ción”, ocurrió de acuerdo con un tipo de modelo de catástrofe, bajo el cual
el cambio ocurre en momentos no lineales de impredecible mutación: un
modelo que no encaja bien con las teorías comunes del progreso consue-
tudinario en el derecho. De lejos, es más plausible creer que la opinio juris,
sobre todo en lo referente a las posiciones dominantes sobre el estatus de la
propia Declaración Universal, cambió como respuesta a factores externos
y no como impulsos propios de los supuestos disciplinares internos en los
que una especie de iluminismo ejercía una fuerza suave que empujaba hacia
el perfeccionamiento. Los abogados internacionalistas nunca negaron su
compromiso con la humanidad y su mejoramiento a través de formalida-
des legales, a pesar de que dicho compromiso fuera tan criticado en medio
de la tempestad de la Guerra Fría. Pero tuvo que ser una revolución desde
afuera la que hiciera que los derechos humanos precisaran su contenido
a partir de las formas prestablecidas.
Un factor externo crucial —aunque negativo— es ciertamente el fin de
la era de la descolonización. En algún momento había reinado el escepti-
cismo ante los derechos humanos bajo el ropaje de la autodeterminación
anticolonial. Pronto, el entusiasmo por los derechos humanos como
una interferencia potencial en la jurisdicción soberana tomó su lugar. El
importante jurista italiano Antonio Cassese explicó este cambio drástico
como la transición de la era de la autodeterminación externa a la de la
autodeterminación interna. La explosión de los derechos humanos de los
setenta puede construirse en una relación de continuidad con el resto de la


62
Theodor Meron, Human Rights and Humanitarian Norms as Customary Law (Oxford: Oxford
University Press, 1989), 99.

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240 La última utopía

historia de posguerra si se entendiera que los derechos humanos requerían


en un primer momento la agresiva promoción de la libertad de los nativos
frente a los poderes coloniales, la cual una vez conseguida podía dar paso a
buscar la libertad entre los nuevos grupos en un segundo momento63. No
obstante, además de suprimir una difundida ansiedad entre los abogados
internacionalistas de Occidente sobre la autodeterminación “externa”
en ese primer momento, el contraste retrospectivo de Cassese entre los
dos tipos de autodeterminación oculta más de lo que explica sobre esta
transformación radical. Después de todo, la supresión de la alguna vez
sagrada soberanía incluida en la autodeterminación externa por medio
de la preocupación internacional con los derechos individuales referentes
a la “autodeterminación interna” no es el desenvolvimiento de una sola
idea en diversas fases: es un cambio de una idea a otra.
El declive del anticolonialismo permitió a los abogados internacio-
nalistas hacer de los derechos humanos algo fundamental pero no ex-
plica por qué ello ocurrió. En vista de que no hay explicación en el linaje
intelectual del derecho internacional —bien sea en la mítica tradición
grociana, si se mira desde el largo plazo, o en un compromiso con el New
Deal o al momento de los derechos humanos de la inmediata posguerra,
si se observa desde una perspectiva cortoplacista— es posible preguntarse
si puede encontrarse alguna pista en la cambiante composición de la
disciplina. Una característica obvia del desarrollo del derecho interna-
cional de la posguerra, y eventualmente de los derechos humanos, es la
asombrosa importancia de los judíos en ella —especialmente en Estados
Unidos, donde la era de la posguerra vio cómo ocurría una sucesión en
la disciplina que trajo a los emigrantes o a los hijos de inmigrantes a su
centro— (había muchos judíos entre los abogados internacionalistas
franceses antes de la Segunda Guerra Mundial, y Lassa Oppenheim y
Hersch Lauterpacht eran importantes en el Reino Unido mucho antes
de que los judíos llegaran a las posiciones más importantes en el dere-
cho internacional estadounidense). En los Estados Unidos, la sucesión
de Manley Hudson a Louis Sohn en la Escuela de Leyes de Harvard es el
símbolo más gráfico de este cambio. Además todos los miembros clave
de la “Escuela de Columbia” eran judíos y esto le importaba sobre todo
a Henkin. Mientras sin lugar a dudas la sociología profesional es una
característica importante del derecho internacional, tal como ocurre en
muchos otros campos académicos, la sucesión de los judíos a posiciones
centrales en la academia no explica mucho la sustancia de los cambios.
De los fundadores de los derechos humanos en el derecho internacional

63
Antonio Cassese, “The Helsinki Declaration and Self-Determination”, en Buergenthal, ed.,
Human Rights, International Law, and the Helsinki Accords.

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Samuel Moyn 241

estadounidense, solamente Buergenthal sobrevivió al Holocausto; y dada


la demora temporal de la conciencia sobre el Holocausto, incluso para los
judíos, es importante no presuponer que este evento particular impul-
só su pensamiento. De modo más relevante, los principales disidentes
realistas dentro y fuera del derecho internacional, como Morgenthau y
Schwarzenberger, también eran judíos como sus colegas más formalistas.
Pero la principal razón por la que ni la identidad judía ni la memoria tem-
prana del Holocausto pueden ser mucho más que factores que brindan
un contexto en el movimiento hacia los derechos humanos es que no
explican el momento, la rapidez y las particularidades del cambio. Por el
contrario, desde una mirada a la carrera de Henkin, parece que el cambio
radical en la opinión pública es lo que mejor explica la mutación que
ocurrió. Los derechos humanos fueron reclamados del anticolonialismo
y fueron puestos en un lugar central de la política exterior del liberalismo
estadounidense por primera vez en la historia.
La mejor explicación positiva sobre la rápida identificación de los
proyectos jurídicos internacionales en los Estados Unidos con los derechos
humanos individuales es precisamente el más amplio contexto disciplinar
de la transformación de posguerra. Tal como muchos de los fundadores
originales de los derechos humanos, muchos abogados europeos que
estuvieron envueltos desde el principio frecuentemente representaban
un personalismo espiritual y conservador enfocado en la nueva política
de la “dignidad humana”. Los abogados estadounidenses, sin embargo,
siguieron un camino muy diferente hacia los derechos humanos. Fue un
cambio tardío y externo en la definición del idealismo —la sustitución de
una utopía por otra— lo que explica mejor el cambio en el significado de
su disciplina. Esto era así incluso cuando principalmente heredaron, como
le ocurrió a los liberales estadounidenses moldeados a lo Carter, un nuevo
consenso alrededor de los derechos humanos derivado de la concatena-
ción de otras fuerzas, sin haber adoptado otras utopías más consolidadas
anteriormente. Específicamente, los abogados internacionalistas fueron
testigos de la creación de toda una nueva serie de posibilidades para los
derechos humanos más allá de las Naciones Unidas, en donde habían
mostrado sus limitaciones.
Sin embargo, sería engañoso sugerir que el derecho internacional
simplemente proveía un espacio entre muchos otros donde el poder de
esta explosión de los derechos humanos se produjo. El giro de disidentes
como Aleksander Esenin-Volpin y Václav Havel hacia los derechos hu-
manos también era explícitamente un renacimiento de la plausibilidad
de considerar normas abstractas como vehículos de progreso moral; y
aunque la renovación intelectual general del formalismo se le debía a
los argumentos construidos por los disidentes de Europa oriental, fue

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242 La última utopía

providencial que los abogados internacionalistas fueran los guardianes


de las formas jurídicas internacionales a las que estas figuras de la Europa
oriental apelaron. Los abogados habían sido cautos en administrar un
formalismo sin derechos durante una era de dominio realista; pero ellos
eran los herederos naturales de un formalismo reactivado que giraba
alrededor de los derechos que anteriormente habían marginalizado. He
allí la paradoja: el ascenso de los derechos humanos en el derecho inter-
nacional ocurrió no por razones internas al derecho internacional como
profesión, sino gracias a cambios ideológicos que armaron la escena para
un triunfo moral de los derechos humanos —una victoria que a su turno
dio una completa y nueva relevancia a los objetivos de la disciplina—.
Es imposible aislar la senda del derecho de sus intersecciones con la
acción social. Los derechos humanos, tal como otras normas similares,
dependieron de los movimientos sociales en ascenso que los abogados iban
a canonizar, ciertamente como una idea profesional y como una prioridad
política. El movimiento de los derechos humanos era simplemente un
movimiento social entre muchos otros. Un movimiento social mucho más
global y previo, el anticolonialismo, tuvo una recepción considerablemen-
te más cauta en la teoría y la práctica de los abogados internacionalistas
occidentales, incluyendo los estadounidenses. La historia en la que los
derechos humanos internacionales se asentaron en Occidente —enfoca-
dos abrumadoramente en los derechos civiles y políticos— generalmente
significaba que las afiliaciones más tempranas de la mayoría de abogados
internacionalistas dieron igualmente a esas creencias una prioridad ex-
clusiva. La carrera de Henkin provee una excelente ilustración de los dos
hechos. Este punto de partida tuvo un profundo efecto en la doctrina y
la práctica, y explica por qué la amplia variedad de derechos teorizados y
reivindicados por los abogados internacionalistas desde los 1970 tenían
que ser añadidos con el paso del tiempo en lugar de proclamados desde un
principio. Incluso mientras los derechos humanos dieron las bases para
una reconstitución de su disciplina, los abogados internacionalistas, tal
como los miembros de otros sectores del movimiento de derechos huma-
nos, enfrentaron la difícil tarea de determinar cómo este concepto tardío
podía abordar una creciente cantidad de preocupaciones políticas globales.
Hoy en día, el derecho juega enteramente un papel sin precedentes e
inusual en la forma como el foro internacional es imaginado y cómo las
aspiraciones de transformación de sus arreglos son buscadas. En virtud de
la nueva plausibilidad que dio a las normas abstractas, el movimiento de
derechos humanos hizo del derecho internacional un instrumento privi-
legiado de perfeccionamiento moral y, de hecho, le dio un gran atractivo
como un marco para proyectos pluralistas. Sin embargo, ello iba a ser
premonitorio del futuro en el que el derecho internacional pudiera venir

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Samuel Moyn 243

a ocupar un papel en la imaginación moral que, gracias al propio camino


tortuoso hacia los derechos humanos, no había ganado por sí solo. Y la
deuda de los abogados internacionalistas con un movimiento social muy
concreto significó que ellos no simplemente heredarían una herramienta
de energía poderosa, sino que también enfrentarían serias limitaciones en
avanzar una agenda idealista en los años venideros.

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Epílogo: La pesada carga
de la moralidad

Cuando la historia de los derechos humanos es contada más allá de los


mitos sobre los orígenes profundos, ella ilustra la persistencia del Esta-
do nación como el espacio político que condensaba las aspiraciones de
la humanidad hasta hace muy poco. El Estado fue la incubadora de los
reclamos de derechos tanto en el ascenso del Estado absolutista, con su
orden interior bien disciplinado y una expansión colonialista exterior,
como en la creación de la nación moderna en la que la ciudadanía y los
derechos, la identificación y la contestación, siempre estaban conectados
entre ellos. La importancia del Estado nación fue amplificada, en lugar
de ser matizada, en la política de alianzas de la Segunda Guerra Mundial
que llevó a la marginalización de los derechos humanos en las Naciones
Unidas, a pesar de que había habido alguna retórica de guerra que los había
utilizado. El Estado nación estaba geográficamente diseminado en la ima-
ginación anticolonial, en la cual los derechos humanos eran entendidos
como un instrumento subversivo contra el orden imperial en nombre de
la liberación y la construcción de Estados nuevos alrededor del mundo.
La crisis percibida del orden poscolonial, sin embargo, le quitó atractivo al
Estado nación como la única fórmula para alcanzar la libertad moderna.
En consecuencia, los derechos finalmente perdieron su conexión con la
revolución.

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246 La última utopía

Cuando la historia de los derechos humanos reconoce que llegaron


hace poco al mundo, entonces se concentra no simplemente en la crisis
del Estado nación sino en el colapso de internacionalismos alternativos
—visiones globales que habían sido poderosas desde hacía tiempo a pesar
de no contener los derechos individuales—. La crisis de la aprobación popu-
lar de las maquinaciones de la geopolítica de la Guerra Fría dejó a la gente
buscando nuevas causas en las que creer, incluso cuando la década que le
siguió a 1968 le puso una exigente presión en alternativas más novedosas,
especialmente si esas alternativas tenían alcances internacionalistas. La
respuesta de por qué los derechos humanos emergieron no es, entonces, la
“globalización”. Bien fueran las versiones subalternas del internacionalis-
mo que coexistían incómodamente con el nacionalismo anticolonialista
(sobre todo, el panarabismo y el panafricanismo) o el comunismo y los
intentos de salvarlo a través del “humanismo marxista”, lo que da sentido
a la relevancia de los derechos humanos en las últimas tres décadas no fue
solamente la pérdida de fe en el Estado nación sino también el hecho de
que otras promesas alternativas para trascenderlo abandonaran la escena.
El movimiento de los derechos humanos internacionales no se con-
virtió entonces en algo significativo ni por ofrecer una doctrina basada
solo en los derechos ni porque forjara una visión verdaderamente global
por primera vez en la historia. En cambio, fue la crisis de otras utopías lo
que permitió que la propia neutralidad que había hecho de los “derechos
humanos” un discurso absolutamente marginal en el mundo posterior a
la Segunda Guerra Mundial se convirtiera en la condición para su éxito
—cuando parecía tan urgente elegir un bando en una competencia de vi-
siones programáticas—. Tal como varios de sus partidarios en los setenta
eran muy conscientes, los derechos humanos podían irrumpir en esa era
gracias a que el clima ideológico estaba maduro para que ciertas posturas
y reclamos hicieran una diferencia no a través de la visión política sino
trascendiendo la política. La moralidad, un aspecto global en su potencial
alcance, podía convertirse en una aspiración de la humanidad.
No obstante, la propia neutralidad que le permitió a los derechos hu-
manos sobrevivir entrando a la década de los setenta y prosperar mientras
otras utopías morían, también los dejó como una pesada carga más adelan-
te. Porque aunque su irrupción dependía de su posición antipolítica, los
derechos humanos muy pronto fueron afectados por dos cambios transfor-
madores. Primero, el momento en que se favorecían las visiones puramente
morales pasó, principalmente en la política de partidos y electoral en los
Estados Unidos, tal como lo ilustra la corta carrera presidencial de Jimmy
Carter. En segundo lugar, y más importante aún, los partidarios de la idea
de los derechos humanos se vieron obligados a enfrentar la necesidad de
una agenda política y una visión programática —las propias cosas cuya

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ausencia permitieron la emergencia tan espectacular y discontinua de la


utopía en un primer momento—. Si los derechos humanos nacieron en
la antipolítica, no podían permanecer sin compromiso alguno hacia acti-
vidades programáticas, en especial a medida que el tiempo fue pasando.
Por estas razones, las dinámicas del nacimiento de la era de los
derechos humanos a finales de los setenta se renovaron en las luchas
juveniles y adolescentes por llenar el concepto a lo largo de los años y
hasta el presente. Pero identificar correctamente los orígenes históri-
cos de las aspiraciones contemporáneas de los derechos humanos es la
única manera de dar cuenta de los profundos dilemas que los derechos
humanos continúan enfrentando como un movimiento e ideal utópi-
co. Si realmente hubieran sido fruto de una revolución democrática,
no habrían confrontado el requerimiento de que incluyeran visiones
programáticas. Si hubieran sido forjados en un momento de sabiduría
del pos-Holocausto, habrían tenido una impronta histórica completa-
mente diferente, concentrados en la prevención del genocidio desde el
principio, y limitados a esa causa imposible de contradecir sin tener que
cargar el pesado equipaje de preocuparse por todos los males del mundo
y por las diversas agendas políticas. Pero los derechos humanos no eran
ninguna de estas cosas. En razón a que nacieron en un momento cuando
sobrevivieron como una utopía moral cuando las utopías políticas mu-
rieron, los derechos humanos se vieron obligados a definir la buena vida
y ofrecer un plan para su realización precisamente cuando no estaban
bien equipados gracias su nacimiento suprapolítico.
Las señales que anunciaban problemas vinieron cuando la contin-
gencia de su ascenso —reconocida por muchos en el momento de su
asombrosa irrupción— fue rápidamente olvidada. Era conveniente casi
inmediatamente representar a los derechos humanos como un asunto
derivado de una larga tradición. A este respecto, uno de los testamentos
más fascinantes de la irrupción de los “derechos humanos” a finales de la
década de los setenta es la respuesta de los filósofos, quienes luego de un
momento de confusión por su novedad los asimilaron a los principios de
derechos naturales que estaban siendo revividos.
Cuando John Rawls popularmente recuperó los derechos individua-
les en su Teoría de la justicia (1971), libro que marcó una época, no había
consecuencias aparentes del ascenso general o filosófico de los derechos
humanos (el concepto no fue siquiera usado por Rawls). Este hecho quizá
no es sorprendente: el renacer de los derechos en el pensamiento anglo-
parlante de la era primero permaneció tan atado al Estado nación como
los reclamos de derechos siempre lo habían sido. Todo lo demás desaparece
en la “posición original” de Rawls; pero la pluralidad de las naciones y la
arbitrariedad de las fronteras entre los países se mantienen. Prácticamente

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248 La última utopía

no había habido un apoyo filosófico serio a los derechos naturales (y por


supuesto tampoco por los derechos humanos) en el siglo XX hasta ese
punto —excepto en lo que se refiere en la ayuda del cristianismo para de-
finir la disciplina luego de la Segunda Guerra Mundial, tal como aparece
claramente de la carrera de Jacques Maritain—. Pero incluso después de
la movida de Rawls, los derechos prosperaron de forma independiente a
los derechos humanos. Sorprendentemente, en una pequeña bibliografía
sobre los derechos compendiada por teóricos políticos en 1978, casi ningún
autor trató “los derechos humanos” como tales1. (La principal excepción
fue el filósofo liberal británico Maurice Cranston, cuyas contribuciones
tuvieron muy poca resonancia hasta después de mediados de la década
de los setenta)2.
Cuando ocurrió la revolución de los derechos humanos, luego de
más de media década del innovador texto de Rawls, los filósofos dejaron
constancia inicialmente de su confusión respecto a si dicha transformación
envolvía lo que Rawls les había enseñado.
A pesar de que el concepto de “derechos naturales” no ha sido desplazado
completamente —comentaba uno de ellos— la expresión derechos hu-
manos ciertamente tiene mayor popularidad hoy de lo que en cualquier
momento ha tenido la idea de los “derechos naturales” desde los días de
Tom Paine. […] La gente no está de acuerdo respecto al significado del
cambio en la terminología de derechos “naturales” a derechos “humanos”.
¿Es este cambio meramente terminológico? ¿O puede ser que hablar de
derechos “humanos” en vez de “naturales” promueve una alteración del
entendimiento original de los derechos “fundamentales”?3

Los filósofos, sin embargo, no llevaron esa pregunta más lejos, sino que
decidieron en cambio asimilar el surgimiento de los derechos humanos

1
Véase Rex Martin y James W. Nickel, “A Bibliography on the Nature and Foundations of Rights,
1947-1977”, Political Theory 6, n.° 3 (agosto, 1978): 395-413. De lejos, los tratamientos filosófi-
cos más interesantes y significativos en la era de la posguerra hasta los 1970 se encuentran en
Institut International de Philosophie, Le Fondement des droits del’homme (Florence: Nuova Italia,
1966), con contribuciones de un número de expertos europeos así como del estadounidense
Richard McKeon.
2
La posición más conocida de Cranston era la crítica a los derechos económicos y sociales.
Véase Maurice Cranston, Human Rights Today (London, 1955, 1962), titulada en la versión
estadounidense (y en la tercera edición británica), What Are Human Rights? (New York, 1962;
London: Bodley Head, 1973). Véase también su escrito “Pope John XXIII on Peace and Human
Rights”, Political Quarterly 34, n.° 4 (octubre, 1963): 380-90; y sus aportes en Political Theory
and the Rights of Man edición especial 112, n.°. 4, ed. D. D. Raphael (otoño, 1983).
3
Esto es tomado de la introducción del editor a J. Roland Pennock y John W. Chapman, eds.,
Human Rights: Nomos XXIII (New York: New York University Press, 1981), vii. Véase también el
prefacio de Stephen R. Graubard’s a la edición especial de Daedalus: “¿Es el término ‘derechos
humanos’ simplemente el equivalente del siglo XX al concepto de los ‘derechos del hombre’
del siglo XVIII? Si ello es cierto, ¿por qué fue abandonada la formulación inicial?” (v).

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Samuel Moyn 249

al resurgimiento rawlsiano, como si aquello se siguiera de esto último.


La inmediata homogenización de dos desarrollos separados oscureció la
novedad fundamental de los derechos humanos, la cual casi que no es
mencionada en las historias de los derechos escritas por los filósofos en
la actualidad.
Fue en este momento que las trayectorias históricamente extensas en
la historia del derecho natural de la temprana Modernidad y de la Ilustra-
ción fueron ampliamente invocadas como precedentes de los derechos
humanos4. Era más entendible que en otros idiomas distintos al inglés
—donde no se popularizó un término distinto al imperante— se asumió
que los droits de l’homme y Mennschenrechte habían sido los mismos con-
ceptos desde tiempos inmemoriales. En inglés, el concepto human rights
aún parecía extraño en los años setenta y por ello la asimilación de los
derechos a los derechos humanos tenía que ser algo intencional. Aunque
había desarrollado su propia demanda de “tomarse los derechos en serio”
a finales de los sesenta y nunca antes hubiese mencionado los derechos
humanos en el sentido de su importancia internacional, la respuesta de
Ronald Dworkin a los eventos de 1977 fue simplemente introducir el tér-
mino a su vocabulario como si siempre hubiera hablado de ellos. Cuando
fue invitado por el Seminario de Educación General de la Universidad de
Columbia para que tratara el tema a finales de ese año, Dworkin dio una
lección titulada “Derechos Humanos” en la que simplemente presentó su
análisis de los derechos como si fuesen cartas de triunfo morales5. Thomas
Scanlon, otro proponente del renacimiento de los derechos liberales sí dio
cuenta de la independiente novedad de los derechos humanos después
de la explosión, pero en el largo plazo él y otros estaban entendiblemente
entusiasmados con permitir la combinación entre el renacimiento de los
derechos y de los derechos humanos6. Sería tentador sostener que el na-
cimiento de los derechos humanos fue la sucesión del redescubrimiento
de los derechos por parte de Rawls, pero no hay evidencias al respecto.
El hecho histórico es que el resurgir de los derechos no dio origen a una


4
Véase Walter Laqueur y Barry Rubin, eds., The Human Rights Reader (New York: New American
Library, 1979).

5
Ronald Dworkin, “Human Rights”, en Human Rights: A Symposium, Proceedings of the General
Education Seminar 6, n.° 1 (otoño, 1977): 40-51.

6
Compárese el documento inicialmente presentado en una conferencia sobre la teoría de la
decisión en Schloss Reisensburg en Alemania en junio de 1976 y publicada primero como T. M.
Scanlon, “Rights, Goals, and Fairness”, Erkenntnis. 11, n.° 1 (mayo, 1977): 81-95 con Scanlon,
“Human Rights as a Neutral Concern”, en Peter Brown y Douglas Maclean, ed., Human Rights
and U.S. Foreign Policy (Lexington: Lexington Books, 1979). Entre las dos publicaciones había
pasado un tiempo decisivo y explosivo en lo que a los derechos humanos se refiere. Ambos están
reimpresos en Scanlon, The Difficulty of Tolerance: Essays in Political Philosophy (Cambridge:
Harvard University Press, 2003).

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250 La última utopía

preocupación específica por los derechos humanos internacionales; sin


los estímulos externos, los filósofos hubieran podido fácilmente perma-
necer atrapados en una discusión sobre los derechos en sus fundamentos y
consecuencias basadas en el Estado nación. De hecho eso ocurrió: incluso
cuando los filósofos aprendieron el nuevo término, la nueva era filosófica
de los derechos pospuso en gran medida el interés actual en la justicia
global durante una generación. El redescubrimiento de los derechos y la
invención de los “derechos humanos” sí interactuaron —pero en primer
lugar ello fue para ocultar inmediatamente la novedad de la nueva termi-
nología y las implicaciones políticas de tal innovación—.
Otros que estaban interesados en los derechos humanos en su rol como
un nuevo lenguaje preponderante de la legitimidad internacional, sin
embargo, eran conscientes de que sus implicaciones políticas tenían que
ser desarrolladas sin importar la profunda autoridad que la tradición o la
atemporalidad podrían proveer. Ya la elevación de Carter de los derechos
humanos a una política de Estado significaba que las directrices de derechos
humanos fueron introducidas como un problema que provocó álgidos
debates, tal como ocurre hoy en día. La introducción de la moralidad a la
política exterior, por ejemplo, obligó a los principales pensadores realistas
de la era de la posguerra a volcarse a ella inmediatamente —un logro de
no poca monta para los moralistas, pues lograron ganar la atención de
los teóricos que reducían los asuntos internacionales exclusivamente al
poder y la fuerza—7. En el corto plazo, en los Estados Unidos, la elección
de Ronald Reagan en 1980 representó una encrucijada para la relación del
movimiento de los derechos humanos con el poder estatal8. Durante la
administración de Carter, a la cual debían su recientemente descubierto
papel público, el movimiento de los derechos humanos generalmente
consideró al gobierno como un aliado. La victoria de Reagan —sobre todo
cuando nominó como funcionario del Departamento de Estado al ene-
migo declarado de los derechos Ernest Lefever— complicó severamente
esta relación. La era de la política exterior de Reagan trajo una asimilación
incómoda de los derechos humanos con el programa de “promoción de la
democracia” que había nacido con independencia del primero, siendo los
neoconservadores los que sostuvieron que los derechos humanos serían
mejor servidos ubicándolos dentro de un marco más amplio. La feroz

7
Véase, por ejemplo, Hans J. Morgenthau, “Human Rights and Foreign Policy”, Distinguished
Council of Religion and International Affairs Lecture on Morality and Foreign Policy (New York:
Council on Religion & International Affairs, 1979) y Raymond Aron, “The Politics of Human
Rights”, en Myres S. McDougal y W. Michael Reisman, eds., Power and Policy in Quest of Law:
Essays in Honor of Eugene Victor Rostow (Dordrecht: M. Nijhoff Publishers, 1985).
8
Para una precisa predicción cuando Reagan estaba próximo a subir al poder, véase Ronald Steel,
“Are Human Rights Passé?”, The New Republic, diciembre 27, 1980.

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Samuel Moyn 251

oposición a los regímenes comunistas que nunca se reformarían, según


ellos, debía balancearse con una actitud amistosa hacia los dictadores de
derecha que supuestamente estaban en camino al liberalismo. Este argu-
mento iba a tener muchas consecuencias trágicas en su momento y desde
entonces9. A la luz de dichos eventos, quizá es más entendible que la crítica
marxista a los derechos nunca haya desaparecido del todo, e incluso se
haya reformulado a la luz del nuevo concepto de los “derechos humanos”
de las décadas recientes10.
Sin duda, después de que la descolonización y el movimiento de los
derechos civiles formalmente hablando finalizaron los imperios y el ra-
cismo, el lenguaje de los derechos humanos brindó una poderosa arma
antitotalitaria por primera vez en la historia. La afirmación de que la
proliferación del activismo en derechos humanos trajo consigo la caída
de la Unión Soviética, sin embargo, no debe oscurecer el hecho de que los
derechos humanos de hecho emergieron como resultado de la exaspera-
ción con la Guerra Fría y la esperanza por la construcción de un camino
más allá de sus divisiones. En todo caso, los Reaganites no estaban para
nada solos en convertir los derechos humanos en un lenguaje de política
partidista, a la cual los individuos podían adherirse y respecto de la cual los
gobiernos estaban dispuestos a medir su propia política exterior, al menos
en el papel. El surgimiento de la idea de “promoción de la democracia”
revelaba que los derechos humanos tendrían que incorporar compromisos
políticos concretos y un pensamiento social más robusto para poder ser
significativos y enfrentar una amplia gama de problemas que requerían
más que un conjunto de normas morales abstractas. La lucha pura de la
moralidad iba a tener que entrar en el campo en el que chocan las visiones
políticas, donde se toman decisiones difíciles, se negocian transacciones
comprometedoras y las manos se ensucian.
No obstante, la promoción neoconservadora de la democracia, a pesar
de su casi que inmediata redefinición de los derechos humanos, probó ser
un solo camino entre muchos otros. En Estados Unidos, la comunidad de
los derechos humanos ha originado muchas organizaciones y aumentado
sus actividades con el paso de los años. Igualmente se opuso a la retórica
de la promoción de las democracias al considerarle una excusa para los

9
Nicolas Guilhot, The Democracy Makers: Human Rights and the Policy of Global Order (New
York: Columbia University Press, 2005); Guilhot, “Limiting Sovereignty or Producing
Governmentality: Two Human Rights Regimes in U.S. Political Discourse”, Constellations
15, n.° 4 (2008): 502-16.
10
Algunos ejemplos para reflexionar son Jacques Rancière, “Who Is the Subject of the Rights of
Man?”, South Atlantic Quarterly 103, n.° 2/3 (primavera/verano, 2004): 297-310; Slavoj Zizek,
“Against Human Rights”, New Left Review 34 (julio-agosto, 2005): 115-31; y Alain Supiot,
Homo Juridicus: On the Anthropological Function of Law, trad. Saskia Brown (New York: Verso,
2007), cap. 6.

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252 La última utopía

gobiernos represivos, pero no lo hizo sin asumir un amplio rango de nue-


vas preocupaciones y actividades propias. Sin embargo, el lento y seguro
movimiento hacia una política de derechos humanos fue más visible en
Europa occidental iniciando en la década de los ochenta, cuando las ONG
de derechos humanos proliferaron y la novedosamente prominente Corte
Europea en Estrasburgo simbolizaron los grandes avances hechos en cada
nivel de los asuntos continentales por una retórica de dignidad humana y
derechos. Algunos observadores, de hecho, llegaron a creer que a niveles
doméstico, regional e internacional, las naciones europeas habían ido tan
lejos hasta aceptar los derechos humanos sustituyendo la fuerza y el poder
por los principios morales —una observación que, a pesar de no ser cierta,
sugería un camino de los derechos humanos desde la antipolítica hacia un
programa que los europeos habían de hecho adoptado—11.
¿Habrían podido los derechos humanos permanecer como una uto-
pía minimalista de la antipolítica, como había sucedido en la era de su
irrupción? Ello parece poco probable por la obvia razón de que entre más
parecían ser la última utopía que estaba en pie en el mundo, más iba a ser
el rol sustancial que las normas internacionales iban a tomar en la forma
como los individuos construían sus aspiraciones, y los Estados nación y
las organizaciones supranacionales buscaban su legitimidad pública. Si
realmente alguna vez hubo una “revolución global de los derechos huma-
nos”, ocurrió solamente desde los años ochenta, cuando una variedad de
grupos alrededor del mundo, y todos los gobiernos, aprendieron a hablar
en ese idioma. En asuntos prácticos, uno de los asuntos más acaloradamen-
te debatidos es si en este proceso de “vernacularización” de los derechos
humanos las personas en diferentes lugares lanzaron sus reclamos para
que fueran aceptados por una audiencia occidental o si fueron capaces
de usarlos desde abajo en formas creativas y transformadoras12. No es
sorprendente que habiendo incorporado tardíamente las propias ideas de
derechos humanos, los abogados internacionalistas tomaron una nueva
relevancia, de la mano de los empleados de las ONG en expansión y en
proceso de burocratización, como los administradores profesionalizados
de lo que los derechos humanos podían significar más allá de su uso como


11
Véase, por ejemplo Mitchel Lasser, Judicial Revolutions: The Rights Revolution in the Courts of
Europe (New York: Oxford University Press, 2009).
12
Compárese Bradley R. Simpson, “Denying the ‘First Right’: The United States, Indonesia, and
the Ranking of Human Rights by the Carter Administration, 1976-1980”, International History
Review 31, n.° 4 (diciembre, 2009): 788-826 sobre cómo los activistas en Indonesia fueron
educados para hablar en el lenguaje de los derechos humanos, con el trabajo de Sally Engle
Merry sobre la traducción de reclamos incluyendo, por ejemplo, Merry y Goodale, eds., The
Practice of Human Rights: Tracking Law between the Global and the Local (New York: Cambridge
University Press, 2007).

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Samuel Moyn 253

una herramienta de resistencia moral13. En esta atmósfera, el carácter de


base que había hecho pionera y ejemplar a Amnistía Internacional entró
en un relativo declive, cuando nuevas formas de experticia empujaron al
movimiento de los derechos humanos lejos de las condiciones originales
de su irrupción. Los derechos humanos fueron forzados a moverse no
simplemente de la moralidad a la política, sino también del carisma a la
burocracia.
Uno de los cambios globalmente más significativos en las preocupacio-
nes de la agenda de derechos humanos —y de hecho en las implicaciones
inmediatas del concepto de derechos humanos— fue el inesperado ascenso
del imperativo de la prevención del genocidio. Es sorprendente cuán poco
aparecía esta norma humanitaria en la conciencia pública en los años cua-
renta o incluso en los setenta. La preocupación pública sobre el Holocausto,
a pesar de que despegaría una era más tarde, parece ser un desarrollo
originalmente separado sin una profunda conexión con el surgimiento
contemporáneo de los derechos humanos. Sorprendentemente, quizá los
más importantes ejemplos tempranos del creciente interés en la preven-
ción del genocidio, alrededor de las crisis en Biafra y Bangladesh a finales
de los sesenta, no encendieron la llama para la creación del movimiento
internacional de los derechos humanos. En esa época, la conciencia del
genocidio continuando su camino en el mundo daba origen a solicitudes
de ayuda internacional y a un renacer de la tradición decimonónica de la
intervención humanitaria (especialmente después de la invasión de India
a Pakistán en 1971)14. Pero ninguno de los dos se había conceptualizado
como parte de una revolución global de los derechos humanos. Ello aún
no era posible de imaginar.
Para la década de los noventa había ocurrido un cambio monumental.
A pesar de que no es claro cuándo, cómo y si de hecho la popularización de
la memoria del Holocausto ayudó a construir normas de responsabilidad
con alcance universal, es bastante asombroso que, con la posible excepción
de la culpa judío-estadounidense sobre la previa omisión de impulsar la
preocupación por sus correligionarios bajo el gobierno soviético, la memo-
ria del Holocausto era periférica a la explosión de los derechos humanos

13
Para unas presentaciones enfrentadas sobre la experiencia vivida y el significado moral de los
derechos humanos en el campo, véase James Dawes, That the World May Know: Bearing Witness
to Atrocity (Cambridge: Harvard University Press, 2007); y David Kennedy, The Rights of Spring
(Princeton: Princeton University Press, 2009).

14
Véase, por ejemplo, Thomas M. Franck and Nigel S. Rodley, “The Law, the United Nations,
and Bangladesh”, Israel Yearbook for Human Rights 2 (1972): 142-75 y “After Bangladesh: The
Law of Humanitarian Intervention by Military Force”, American Journal of International Law
67 (1973): 275-305; Humanitarian Intervention and the United Nations, ed. Richard B. Lillich,
(Charlottesville: University press of Virginia, 1973).

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254 La última utopía

en la crucial era de los setenta15. La competencia de utopías era, de lejos,


más importante. Los derechos humanos y la prevención del genocidio,
separados en su invención de los cuarenta, fueron independientes inclu-
so en la creación de movimientos alrededor suyo con posterioridad a los
sesenta. Sin embargo, de algún modo —desde las revelaciones del geno-
cidio de Camboya, ciertamente para mediados de los noventa de cara al
resurgimiento de la “limpieza étnica” en el continente europeo— la pre-
vención del genocidio ahora está en los primeros renglones en la agenda
de derechos humanos16.
La sorprendentemente tardía integración de la conciencia del geno-
cidio como una preocupación de derechos humanos es solamente una
dimensión de un cambio mucho más grande: la lenta convergencia de los
asuntos del humanitarismo enfocados en el sufrimiento y los derechos
humanos como idea utópica y movimiento social actuando en la prácti-
ca17. El humanitarismo, originado en la piedad cristiana y en la empatía
de la Ilustración durante la era de enredos imperialistas en el siglo XIX, se
había desarrollado con independencia histórica del lenguaje de derechos.
Entró a las organizaciones internacionales en la Liga de las Naciones de
entreguerras con su preocupación sobre la “esclavitud blanca” de la trata de
mujeres y niños, y en las causas de refugiados, las cuales ocuparon un lugar
central en los asuntos de las Naciones Unidas. Las ONG cristianas y secula-
res, como la Cruz Roja, Oxfam y otras, heredando el impulso filántropo del
siglo XIX, aliviaron los horrores de la guerra e hicieron campañas contra
la hambruna desde sus inicios. Pero es simplemente errado considerarlas
como organizaciones de derechos humanos en la medida en que casi nunca
fueron entendidas de ese modo por sus participantes. Por el contrario, para
finales de los setenta, la irrupción de los derechos humanos —siendo más
un reflejo antitotalitario— ocurrió con una asombrosa autonomía frente
a las preocupaciones humanitarias, en particular del sufrimiento global.
En su momento explosivo, los derechos humanos fueron buscados por
los disidentes que vivían bajo el totalitarismo de Europa oriental y por

15
Para unas tesis sociológicas que muestran la necesidad de hacer más investigación histórica,
véase Daniel Levy y Natan Sznaider, The Holocaust and Memory in Global Age, trad. Assenka
Oksiloff (Philadelphia: Temple University Press, 2005); compárese con Remembering the
Holocaust: A Debate, ed. Jeffrey Alexander et. al., (New York: Oxford University Press, 2009).
16
Véase Samantha Power, “A Problem from Hell”: America and the Age of Genocide (New York: Basic
Books, 2002), para una vivida presentación que falla al no reflexionar sobre las muy recientes
condiciones que han contribuido para que sea posible la propia posición moral y energía de
la prevención del genocidio.
17
En la doctrina jurídica, igualmente, las fronteras que algunas veces fueron firmes y seguras entre
el viejo derecho humanitario y el nuevo derecho de los derechos humanos se ha erosionado
seriamente; véase, por ejemplo, Theodor Meron, “The Humanization of Humanitarian Law”,
American Journal of International Law, 94, n.° 2 (abril, 2000): 239-289 y The Humanization of
International Law (Dordrecht: Martinus Nijhoff, 2006).

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Samuel Moyn 255

las víctimas del autoritarismo latinoamericano, y no generalmente por


aquellas personas en circunstancias miserables. Altamente selectiva en el
tipo de violaciones escogidas para movilizarse durante sus primeros años,
Amnistía Internacional solamente añadió la tortura y las desapariciones
a la lista en sus años de gloria. Hoy, en cambio, los derechos humanos y el
humanitarismo son una sola empresa, habiendo incorporado aquellos a
este último, el cual a su vez justifica su accionar en términos de derechos
humanos.
En otras palabras, la inquietud por el genocidio es simplemente una
dimensión de la conversión de los derechos humanos en una visión de
mundo que buscaba dar respuestas en cualquier área de preocupación
global. Solo en vista de este cambio del minimalismo al maximalismo
puede entenderse la erupción de las variedades en los reclamos basados
en derechos de las élites occidentales y los actores locales. Solamente
comprendiéndolos como una lucha para superar sus restricciones que
dificultan su actuar puede entenderse la lógica de su expansión. De haber
triunfado gracias a no tener una guía de navegación política, el movimiento
de derechos humanos se vio obligado a dibujar unos planos más claros para
un mundo marcado por la crisis. Si los derechos humanos “ocuparon el
espacio” dejado abierto por la partida de otros esquemas utópicos, ello no
fue simple y llanamente la forma de llenar un vacío18. El tránsito hacia su
marcada relevancia requirió creatividad intelectual y trabajo duro, pero
también típicamente una entrada no reconocida a un terreno político
altamente conflictivo —un campo que los derechos humanos habían
socavado prometiendo un camino para evitarlo—.
De esta forma, los derechos humanos fueron llevados a nuevas áreas
geográficas alrededor del mundo y a nuevas preocupaciones sustanciales
insospechadas, e igualmente a la dificultad y al drama de la transformación
fundamental de la antipolítica a un programa con contenidos. Un ejemplo
obvio de esa mutación creativa fue la creación de la “justicia transicional”,
la cual fue inventada en los años ochenta como una visión basada en la
experiencia latinoamericana de permitir a los derechos humanos no ser
simplemente una forma de hacer crítica moral externa a regímenes te-
rribles sino un recurso político interno en la formación de los gobiernos
que les sucederían19. Pero la historia de lo que vendría a conocerse como
“derechos sociales” es quizá incluso más reveladora que la llegada de la
justicia transicional en lo que se refiere a cómo los derechos humanos,


18
La frase es de Kennedy, “The International Human Rights Movement: Part of the Problem?”,
Harvard Human Rights Journal 15 (2002): 101-26, reimpreso como The Dark Sides of Virtue:
Reassessing International Humanitarianism (Princeton: Princeton University Press, 2004), cap. 1.
19
Paige Arthur, “How ‘Transitions’ Reshaped Human Rights”, Human Rights Quarterly 31, n.° 2
(mayo, 2009): 321-67.

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256 La última utopía

nacidos con el deseo de trascender la política, tuvieron que convertirse


precisamente en una agenda política.
Entre las más asombrosas paradojas de la trayectoria de los derechos
económicos y sociales está su declive precisamente cuando los “derechos
humanos” adquirieron vida propia. ¿Por qué fueron esos derechos tan
importantes al momento de acuñar el término en los cuarenta (sin men-
cionar durante la historia más temprana de luchas ciudadanas durante
la Revolución francesa y desde entonces) pero tan ausentes en los años
setenta, cuando los derechos humanos fueron canonizados? El hecho de
que la idea de los “derechos humanos” fuera forjada en los años cuarenta,
una época de algún compromiso con la igualdad social y el bien común,
significó que los derechos sociales no eran relativamente controversiales.
En su momento no fue el compromiso con los derechos sociales por sí
solo, sino la elección entre el capitalismo reformado o el comunismo re-
volucionario como el mejor sistema para protegerlos lo que hizo que los
derechos humanos fueran marginales en lugar de centrales. Por contras-
te, las condiciones de gobiernos totalitarios y autoritarios que fueron el
contexto de la irrupción de los derechos humanos en los setenta significó
que los derechos sociales simplemente no figuraban en la agenda mientras
el mundo dejaba atrás la alta marea de los compromisos sociales demo-
cráticos. Los derechos sociales estuvieron ausentes de la disidencia en el
bloque oriental; y la izquierda latinoamericana, buscando alianzas en el
exterior, silenció sus críticas al capitalismo para lograrlo, mientras que su
audiencia occidental en una era de shock económico le bajó el tono a sus
invocaciones para enfocarse en los fundamentos políticos y civiles.
En últimas, sin embargo, las condiciones de la irrupción no iban a
permanecer inalteradas. Para algunos, como Aryeh Neier, el fundador de
Human Rights Watch, los derechos sociales —al igual que otras prerrogati-
vas— nunca fueron cruciales. Cuando se enfrentó a ellos, se mostró favorable
a restringir su preocupación a las llamadas libertades negativas en lugar de
incorporar los que incluyen prestaciones positivas que consideraba dudosos.
Si perdió esa discusión en su organización y en general, ello no fue simple-
mente por los mejores argumentos de otros activistas de derechos humanos
en favor de ampliar la mirada20. La principal razón es que no era claro, luego
del colapso de utopías alternativas, cuál otra ideología podía ocuparse de
los males globales, especialmente cuando los hechos llevaron la mirada a
que cambiara su enfoque del gobierno totalitario y autoritario al empobreci-
miento global —notablemente en el continente africano, el cual es ahora el
lugar privilegiado de las preocupaciones de los derechos humanos—. Puesto

20
Véase Aryeh Neier, Taking Liberties: Four Decades in the Struggle for Rights (New York: Public
Affairs, 2005), xxix—xxxii.

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Samuel Moyn 257

de otro modo, fue precisamente el creciente rol de los derechos humanos en


el discurso social de Occidente, junto con el colapso de marcos alternativos,
lo que significó que prácticamente todas las preocupaciones políticas tenían
que ser reformuladas en sus términos y tratadas por ellos. En la medida en
que el totalitarismo y el autoritarismo se desvanecieron, la conciencia de
los derechos sociales y económicos surgió irremediablemente.
La historia de los derechos sociales sugiere claramente, entonces, que la
gran ironía de la larga historia de los derechos humanos es que su tránsito
forzado hacia el tipo de utopía maximalista que había colapsado en los
setenta permitió que el concepto triunfara en virtud de su minimalismo.
Los derechos humanos fueron forzados a soportar exactamente el tipo de
carga que había llevado a la crisis a otras ideologías. Los derechos económi-
cos y sociales no estaban solos en estos procesos de inclusión o completa
invención, aunque son el ejemplo más vívido. Desde los derechos de las
mujeres —los cuales no fueron una parte significativa de la conciencia de
derechos humanos en los países desarrollados durante su incepción en los
setenta a pesar de la explosión de un movimiento internacional y estadou-
nidense de las mujeres— hasta otros derechos de cultura, indígenas y del
medio ambiente, la historia de los derechos humanos desde los setenta
ha alejado a la idea de las condiciones específicas en las que emergió21. Si
la conciencia de los derechos humanos necesita ser encontrada “desde
abajo” por movilizaciones del tercer mundo previamente ausentes, o ser
“transformada” a la luz de una miseria global realmente indignante, ello
se debe al momento particular y a la forma específica en que surgió22.
Incluso mientras los derechos humanos continuaron construyendo
su argumento de que su fuente de autoridad trascendía la política, su
transformación en el marco de referencia dominante para el gobierno y el
perfeccionamiento de la vida humana en extensas localidades alrededor
del mundo los cambió profundamente. El giro del movimiento de dere-
chos humanos hacia las preocupaciones de la “gobernanza” en los Estados
poscoloniales en diversos lugares es quizá la ilustración más vívida de su
aceptación de la política como tal23. Parecía obvio que las preocupaciones


21
Véase, por ejemplo, Catharine MacKinnon, Are Women Human? And Other International
Dialogues (Cambridge: Harvard University Press, 2006).
22
Véase Balakrishnan Rajagopal, International Law from Below: Development, Social Movements,
and Third-World Resistance (New York: 2003) y Sandra Fredman, Human Rights Transformed:
Positive Rights and Positive Duties (New York: Cambridge University Press, 2008).
23
Entre una literatura muy amplia, véase, por ejemplo, Nira Wickramasinghe, “From Human
Rights to Good Governance”, en Mortimer Sellers, ed., The New World Order: Sovereignty,
Human Rights, and the Self-Determination of Peoples (Oxford: Oxford University Press, 1996);
Paul F. Diehl, The Politics of Global Governance: International Organizations in an Interdependent
World (Boulder: Lynne Rienner Publishers, 1997); (la revista Global Governance empezó a ser
publicada en 1995).

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258 La última utopía

circunstanciales en reacción a crímenes propios de una coyuntura específi-


ca nunca iban a resolver los problemas que dieron origen a esos agravios. Y
la noción de “gobernanza” como un tránsito desde agravios espectaculares
a estructurales, además de ilustrar la transición de la antipolítica a un pro-
grama específico, es ahora combinada frecuentemente en el movimiento
de derechos humanos con una versión revivida y repensada de una teoría
de Guerra Fría de desarrollo social, alguna vez notoria por su desinterés en
los derechos pero ahora basada en ellos. Pensándolo bien, esta evolución
no es sorprendente. Tal como una gran parte de la historia original de
los derechos en el siglo XIX y los derechos civiles nacionales en una era
posterior, la afirmación temprana de prerrogativas y derechos abstractos
impulsaron a sus defensores y promotores a revisar las condiciones para
su verdadero goce, las cuales son indefectiblemente estructurales, institu-
cionales, económicas y culturales.
En este proceso, la frustrada trayectoria de la noción del “derecho
al desarrollo” en cabeza de la humanidad que sufre es particularmente
provocadora. Contrario a lo que algunas veces es sugerido, el contenido
de dicho derecho no fue un distanciamiento fundamental, si se tiene en
cuenta que el anticolonialismo desde hacía tiempo había redefinido los
derechos humanos en la dirección de la autodeterminación nacionalista y
el desarrollo colectivo. Pero fue una acción específica de apropiación crea-
tiva la del jurista senegalés Kéba M’Baye —discípulo de Léopold Senghor
y miembro del Institut des Droits de l’Homme de Cassin— cuando acuñó
el término “derecho al desarrollo” en 1972, casi una década antes de que
figurara en la Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos
de 1981 (la Asamblea General de la ONU pasó su Declaración sobre el
Derecho al Desarrollo en 1986)24. Hasta ese punto, sobre todo durante
el cénit de las doctrinas occidentales, y especialmente estadounidenses,
sobre modernización y desarrollo, los derechos no habían figurado como
conceptos centrales. Aunque precisamente fue en la década del setenta
que la marea alta del anticolonialismo encontró su expresión en el inten-
to de construir una política de desarrollo subalterna, en las décadas que
han seguido las agencias internacionales, al igual que actores privados
y estatales, han diseñado esquemas de desarrollo en los que honrar los

24
Kéba M’Baye, “Le droit au développement comme un droit de l’homme”, Revue des droits de
l’homme 5 (1972): 505-34; Asamblea General de la ONU, Resolución n.° 41/128 (diciembre 4,
1986); y Le droit au développement au plan international, ed. René-Jean Dupuy (Alphen aan den
Rijn: Sijthoff and Noordhoff, 1980); compárese con Roger Normand y Sarah Zaidi, Human
Rights at the UN: The Political History of Universal Justice (Bloomington: Indiana University Press,
2008), cap. 9.

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Samuel Moyn 259

derechos humanos es concebido tanto un medio como un fin25. A nivel


intelectual, la energía teórica y doctrinal que se enganchó en el proyecto
de encontrar una visión de los derechos humanos que fuera adecuada al
empobrecimiento global ilustra gráficamente la gran distancia que desde
el conocido lugar de su invención antitotalitaria tuvieron que recorrer los
derechos humanos26. Ciertamente, hoy por hoy aún se desarrolla una espe-
cie de juicio para determinar si un marco de derechos es el más adecuado
para enfrentar el problema de la pobreza global27. Pero el veredicto es aún
debatido únicamente por el hecho de que los derechos humanos fueron
obligados a enfrentar —y parecía creíble que pudieran estar en la capacidad
de hacerlo— problemas que habían sido el objeto de preocupación de otros
esquemas y utopías que le competían anteriormente.
¿Fueron inhabilitados los derechos humanos por las circunstancias
de su nacimiento para precisamente hacer los cambios que han hecho —y
que muchos demandaban que hicieran— de la antipolítica a un programa
específico? ¿Estaba el movimiento extremadamente maniatado por la
formulación de sus demandas como derechos individuales o por su nula
atención a la importancia de las relaciones económicas y estructurales
para que esas prerrogativas fueran efectivas? ¿O es que el desafió era en
cambio su negación mucho más general de la ideología? ¿Es la historia
de su turbulenta expansión simplemente la historia de la dificultad de
mezclar la cooperación con y la crítica de programas gubernamentales e
intergubernamentales? ¿O su actitud originalmente crítica hacia el poder
es la responsable de estos problemas? Estas son preguntas que solamente
hasta ahora están siendo esbozadas, basados en las limitaciones percibidas
respecto de los derechos humanos concebidos como el mejor recipiente

25
A la luz de la Guerra contra el Terror después del 11 de septiembre, e integrando esto con una
nueva noción de “seguridad humana”, véase Mary Robinson, “Connecting Human Rights,
Human Development, and Human Security”, en Richard Ashby Wilson, ed., Human Rights in
the “War on Terror” (Cambridge: Cambridge University Press 2005).
26
El doctrinante líder es claramente Philip Alston, quien ha estado investigando sobre el tema
desde finales de la década de los setenta; más recientemente, filósofos, liderados por Thomas
Pogge, han fabricado argumentos para considerar “la pobreza como una violación de los de-
rechos humanos”. Véase Alston, “The Right to Development at the International Level”, en
Dupuy, ed., Le droit reimpreso en Frederick E. Snyder y Surakiart Sathirathai, eds., Third World
Attitudes towards International Law (Dordrecht: M. Nijhoff, 1987); “Making Space for New Hu-
man Rights: The Case of the Right to Development”, Harvard Human Rights Yearbook 1 (1988):
1-38; y un tiempo después, Alston y Mary Robinson, eds., Human Rights and Development: Toward
Mutual Reinforcement (Oxford: Oxford University Press, 2005); compárese con Jack Donnelly,
“The ‘Right to Development’: How Not to Link Human Rights and Development”, en Claude
E. Welch, Jr. y Roland I. Meltzer, eds., Human Rights and Development in Africa (Albany: State
University of New York 1984). Thomas Pogge, ed., Freedom from Poverty as a Human Right: Who
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260 La última utopía

para las aspiraciones por un mundo nuevo —insatisfacciones estas que, al


menos, son la carga de su éxito—; pero es muy temprano para determinar
las complejas consecuencias de esa carga en el largo plazo.
En lugar de acudir a la historia para hacerle un monumento a los dere-
chos humanos enraizándolos en un pasado lejano, es mucho más valioso
reconocer cuán recientes y contingentes son en realidad. Por encima de
todo, es crucial conectar la emergencia de los derechos humanos a la histo-
ria del utopismo —el deseo sincero de hacer del mundo un mejor lugar—.
En este punto debe ser claro que los derechos humanos son una sola entre
muchas otras formas de utopismo, una que existe aún hoy en día porque
soportó la reciente tormenta en la que otras naufragaron. Sin embargo, no
todas las eras deben ser tan poco afables con la utopía política tal como
ocurrió en aquella que vio la irrupción de los derechos humanos. Así, el
programa de los derechos humanos se enfrenta a una elección trascenden-
tal: expandir los horizontes para asumir entonces la carga de la política de
manera más honesta o dar paso a otras y más nuevas visiones políticas que
aún están en camino a ser delineadas completamente.
De algún modo, la elección ya está hecha: en la medida en que la
agenda de los derechos humanos ha extendido o se ha visto forzada a
extender su alcance, inevitablemente se convirtió en algo nuevo. Pero
esta transformación no es un proceso fácil y obvio, y debe ocurrir cons-
cientemente y no de modo inadvertido. Henry Steiner, un profesor de
derecho que eventualmente se convirtió en un experto en el tema y lideró
el programa de derechos humanos de la Escuela de Leyes de Harvard hasta
hace poco, advertía lúcidamente al movimiento de derechos humanos en
el sentido de que necesitaba distinguir cuidadosamente dos misiones que
podía confundir: entre derechos humanos como prevención de catástrofes
y derechos humanos como política utópica.
El corpus de los derechos humanos es muy amplio en los derechos y
libertades que incluye —anotaba Steiner—. [Algunas] normas expresan
lo que uno podría llamar el fin de la “anticatástrofe” o la dimensión del
movimiento de derechos humanos: detener los masivos desastres que
han plagado a la humanidad. Ese objetivo es complementado por una
dimensión utópica de los derechos humanos relacionada pero distinta:
dar a la gente la libertad y la capacidad de desarrollar sus vidas y el mun-
do. […] Cuando vamos más allá del núcleo, los “nos” absolutos, hay una
inevitable ambigüedad y un franco conflicto.28

28
Estos comentarios podrán encontrarse en Harvard Human Rights Program, Religion and State:
An Interdisciplinary Roundtable Discussion Held in Vouliagmeni, Greece, October 1999 (Cambridge:
Harvard University Press, 2004), 52.

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Desde un punto de vista histórico, el contraste de Steiner es falso.


De hecho, fue gracias al minimalismo y al utopismo, no disociados y
conviviendo juntos, que los derechos humanos abrieron su camino en el
mundo. Pero las condiciones para esta combinación fueron efímeras y ya
desaparecieron desde hace un buen tiempo.
Hoy, estos objetivos —prevenir la catástrofe a través de normas éticas
minimalistas y construir la utopía desde una visión política maxima-
lista— son absolutamente diferentes. Uno de ellos sigue siendo más
compatible en primer lugar con la irrupción moralizada de los derechos
humanos; el otro se sigue de las aspiraciones que los derechos humanos
han incorporado desde ese entonces, aspiraciones que son enfáticamente
visionarias pero que también causan divisiones. La primera versión puede
honestamente enfrentar su falta de respuestas y reconocer que debe dar
campo a la lucha de visiones genuinamente políticas en el futuro: debe
encontrar caminos para limitar la disputa para no llevar al desastre, qui-
zás, pero sin tener ningún otro papel. Entonces, los derechos humanos
no pueden ser un eslogan general o una visión de mundo o un ideal. Si
derivan su autoridad de la apelación a la moralidad, la otra versión, la
utópica, fácilmente se convierte en una receta para el desplazamiento
de la política, forzando a que las aspiraciones de cambio se presenten
a sí mismas menos controversiales de lo que realmente son, como si la
humanidad no estuviera ya confundida y dividida sobre cómo alcanzar
la libertad individual y colectiva en un mundo profundamente injusto.
Nacidos del anhelo de trascender la política, los derechos humanos
se han convertido en el lenguaje central de la nueva política de la hu-
manidad que ha agotado la energía de las viejas luchas políticas de la
izquierda y la derecha. Con el avance de los derechos humanos como
su estándar, un gran número de esquemas, regulación y “gobernanza”
se oponen entre sí alrededor del mundo. Si en los treinta años, desde su
explosión en los setenta, los derechos humanos han seguido el camino
que conduce de la moralidad a la política, sus promotores no siempre
han reconocido directamente y sin rodeos ese hecho. Nacidos en la afir-
mación del “poder de quienes no tienen poder”, los derechos humanos
inevitablemente vinieron a estar atados con el poder de los poderosos.
Si los “derechos humanos” representan una variedad detonante de
esquemas políticos rivales, sin embargo, aún sacan provecho de la tras-
cendencia de la política que su irrupción original implicó. Y puede no
ser demasiado tarde para pensar si el concepto de derechos humanos,
y el movimiento alrededor de ellos, debe autorestringirse para ofrecer
solo mínimas limitaciones al ejercicio responsable de la política, no una
nueva forma propia de política maximalista. Si los derechos humanos
llaman la atención sobre unos pocos valores esenciales que requieren ser

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protegidos, no pueden pretender ser todas las cosas para todo el mundo.
Puesto de otra forma, la última utopía no puede ser una de tipo moral.
Así, si los derechos humanos merecen definir el utopismo del futuro es
algo que está muy lejos de estar decidido.

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Apéndices

Los derechos humanos en los periódicos angloamericanos.


Ascenso explosivo en 1977

Apariciones
del término
2,500

2,000
New York Times

London Times
1,500

1,000

500

0
1805
1785

1825

1845

1865

1885

1905

1925

1945

1965

1985

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316 La última utopía

Los derechos humanos en la década del cuarenta

1941

El Discurso del Estado de la Unión de Franklin Delano Roosevelt anuncia


las Cuatro Libertades (enero).
La Carta del Atlántico es firmada por Roosevelt y Churchill en Placentia
Bay, Newfoundland (agosto).
Reunión de los Aliados en el Palacio de Saint James de Londres acepta la
Carta del Atlántico (septiembre).
Churchill viaja a Washington D.C. para la Conferencia de Arcadia
(diciembre).

1942

Desde la Casa Blanca, estando Churchill en residencia, se profiere la De-


claración de la Naciones Unidas, que menciona por primera vez los
derechos humanos (enero).
La Comisión para Estudiar las Bases de una Paz Justa y Duradera (protes-
tantes estadounidenses) publica sus principios guía (marzo).
El American Law Institute empieza su borrador para una lista de derechos.
Jacques Maritain escribe en la revista Fortune sobre los “derechos de la
persona humana” (abril).
Se funda la Liga Internacional de los Derechos del Hombre en Nueva York.
El Beveridge Report, proponiendo una protección bienestarista, se publica
en Gran Bretaña (diciembre).

1943

Se publica el bestseller de Wendell Willkie, One World.


La Comisión para el Estudio de una Paz Estable y Duradera publica Six
Pillars of Peace.
Témoignage Chrétien publica su folleto, “Human and Christian Rights”.
Los líderes Aliados se reúnen en Teherán (noviembre-diciembre).

1944

Roosevelt propone una “Segunda Carta de Derechos” en el Discurso sobre


el Estado de la Unión (enero).

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Samuel Moyn 317

Se inician las reuniones de Dumbarton Oaks sobre la organización inter-


nacional de posguerra en Washington D.C. (agosto).
El American Law Institute publica su borrador de carta de derechos.

1945

Hersch Lauterpacht publica An International Bill of Rights.


Los Aliados se reúnen en Yalta (febrero).
El Acta de Chapultepec afirma la soberanía como el primer principio en
la esfera americana (marzo).
Muere Franklin Delano Roosevelt (abril 12).
La Conferencia de San Francisco, donde se forman las Naciones Unidas,
inicia (abril).
Día de la Victoria en Europa (mayo 8).
Se firma la Carta de la ONU (junio 26).
Los líderes Aliados asisten a la Conferencia de Potsdam (julio-agosto).
Hiroshima es bombardeado con una bomba nuclear (agosto 6).
Los Aliados firman la Carta del Tribunal Militar Internacional, anunciando
el concepto de “crímenes contra la humanidad” (agosto 8).
La bomba atómica es arrojada sobre Nagasaki (agosto 9).
Día de la victoria sobre Japón (agosto 14-15).
Se celebra la Quinta Conferencia Panafricana en Manchester, Inglaterra
(octubre).
La Carta de la ONU entra en vigor (octubre 24).

1946

La Comisión de Derechos Humanos de la ONU inicia sus reuniones.


India somete una petición a las Naciones Unidas sobre la cuestión de los
surasiáticos en Suráfrica.

1947

Los comunistas se toman el poder en Checoslovaquia (febrero).


Se anuncia la doctrina Truman (marzo).
La Unesco decide que la Comisión de Derechos Humanos no puede consi-
derar peticiones individuales (verano).

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318 La última utopía

El Institut de Droit international, la asociación histórica central del dere-


cho internacional, vuelve a sesionar luego de un hiato de diez años
(agosto).
Partición del sur de Asia e independencia formal de India y Pakistán
(agosto).
W. E. B. Du Bois envía una petición a la ONU sobre la subordinación afro-
americana (octubre).
Hungría, Bulgaria y Rumania son excluidas de la ONU (1947-1948).

1948

Mohandas Gandhi es asesinado (enero).


Es aprobada en Bogotá la Declaración Americana de los Derechos y Deberes
del Hombre (primavera).
El Estado de Israel declara su independencia (mayo).
Se reúne el Congreso de Europa (mayo).
El Consejo Mundial de Iglesias se forma en una reunión en Ámsterdam
(agosto).
Gerhard Ritter, conservador alemán, escribe la primera historia de los
derechos humanos (noviembre).
La Asamblea General de la ONU aprueba la Convención contra el Geno-
cidio (diciembre 9).
La Asamblea General de la ONU aprueba la Declaración Universal de los
Derechos Humanos (diciembre 10).
El cardenal József Mindszenty, primado de Hungría, es detenido lo cual
conduce a la primera causa internacional de derechos humanos de la
era (diciembre).

1949

El cardenal Josef Beran de Checoslovaquia es puesto bajo arresto domici-


liario (junio).
La comunidad internacional redacta nuevas Convenciones de Ginebra
para regular la guerra, incluyendo nuevas protecciones para los civiles.
Se reúne el Concejo de Europa y debate los derechos y sus principios
(agosto-septiembre).

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Samuel Moyn 319

1950

La Convención Europea de los Derechos Humanos es abierta para su firma


(noviembre).
El Tercer Comité de la ONU se reúne para considerar si los derechos hu-
manos se aplican a los imperios.
Lauterpacht publica International Law and Human Rights.

Los derechos humanos entre 1968 y 1978

1968

Año Internacional de los Derechos Humanos.


Conferencia de la ONU sobre los derechos humanos celebrada en Teherán
(abril-mayo).
El texto Thoughts on Progress…, de Andrei Sakharov, aparece en el New York
Times (julio 20).
Aparece el texto de Leszek Kolakowski, Towards a Marxist Humanism.
Las tropas del Pacto de Varsovia invaden Checoslovaquia (agosto 20).
Conferencia de ONG con Estatus Consultivo (septiembre).
Se inicia la publicación en Moscú del Chronicle of Current Events (septiembre).
René Cassin acepta el Premio Nobel de Paz (diciembre).

1969

En Moscú emerge Grupo de Acción por los Derechos Humanos (mayo).


La Organización de Estados Americanos abre a ratificaciones la Convención
Americana de Derechos Humanos.
Cassin funda el Instituto de Derechos Humanos en Estrasburgo.

1970

Aparece en Moscú el Comité por los Derechos Humanos.


Aparece el Informe Davignon, delineando la estrategia de seguridad europea.
Louis Henkin funda una rama del Instituto de Cassin en los Estados Unidos.
Alexandr Solzhenitsyn acepta el Premio Nobel de Literatura (diciembre).

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320 La última utopía

1971

Henkin enseña una clase en derechos humanos, la primera para él y para


la Escuela de Leyes de Columbia; Louis Sohn enseña la primera clase
de Derechos Humanos en la Escuela de Leyes de Harvard.
El Instituto Jacob Blaustein para los Derechos Humanos es fundado por el
American Jewish Committee.

1972

Aparece el Index of Censorship, escrito por Writers and Scholars International.


Amnistía Internacional inicia su Campaña contra la Tortura, publica sobre
la tortura e inicia una avalancha de peticiones.
Los institutos de Cassin y Blaustein realizan un foro sobre derechos de
emigración en Uppsala, Suecia.

1973

La Unión Soviética ratifica las convenciones internacionales sobre derechos


humanos.
Los militares se toman el poder en Uruguay (verano).
Se funda la Conferencia para la Seguridad y Cooperación en Europa (julio).
Inician las audiencias sobre derechos humanos del congresista Donald
Fraser en Washington D.C. (agosto).
El Presidente de Chile Salvador Allende es derrocado y muerto como con-
secuencia de un golpe de Estado (septiembre 11).
El perfil de Hedrick Smith sobre Sakharov aparece en el New York Times
Magazine (noviembre).
La Liga Internacional de los Derechos del Hombre confiere a Sakharov el
Premio por los Derechos Humanos (diciembre).
Rose Styron publica su artículo sobre la tortura en The New Republic
(diciembre).

1974

Jeri Laber publica columnas de opinión para Amnistía Internacional en


el New York Times.
El ahora exmarxista Kolakowski explica sus “visiones correctas sobre todo”
a E. P. Thompson en Socialist Register.

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Samuel Moyn 321

Seán MacBride, quien ayudó a iniciar la Campaña contra la Tortura de


Amnistía, acepta el Premio Nobel de Paz (diciembre).

1975

Se firma el Acta Final de Helsinki (agosto 1.o).


La Operación Cóndor, una alianza internacional de regímenes de derecha,
se inicia en América Latina.
El movimiento de derechos humanos de Brasil se cristaliza.
Henry Kissinger crea la Oficina para los Derechos Humanos del Departa-
mento de Estado.
Gerald Ford no acepta la petición de Solzhenitsyn para reunirse en la Casa
Blanca.
Millicent Fenwick, congresista de New Jersey, propone leyes para crear la
Comisión de Helsinki en Estados Unidos.
Se celebra una manifestación en París para pedir la libertad del disidente
Leonid Plyusch; asisten 5.000 personas (octubre).
Checoslovaquia ratifica las convenciones internacionales de derechos
humanos ocasionando su entrada en vigor (diciembre).
Sakharov gana el Premio Nobel de Paz y es aceptado por su esposa Elena
Bonner (diciembre).

1976

El cardenal Silva Henríquez de Chile funda la Vicaría de la Solidaridad


(enero).
Las Fuerzas Armadas argentinas derrocan a la presidente Isabel Martínez
de Perón (marzo).
Se funda el Helsinki Group de Moscú (mayo).
Kissinger alaba a los derechos humanos en una reunión de la OEA (junio).
Se reúne la Comité para la Plataforma del Partido Demócrata antes del
descubrimiento de los derechos humanos (junio).
Alzamiento de Soweto en Suráfrica (junio).
Jimmy Carter pronunció dos discursos de campaña menores sobre los
derechos humanos (septiembre-octubre).
Se funda el Comité por la Defensa de los Trabajadores (KOR) en Polonia.
Amnistía Internacional abre oficina en Washingotn D.C.

Última utopía_03.indd 321 17/12/2015 17:03:12


322 La última utopía

1977

Se funda Carta 77 en Checoslovaquia (enero).


Carter declara un compromiso absoluto por los derechos humanos en su
posesión (enero).
Se revela el contenido de una carta de Carter a Sakharov (febrero).
Carter se reúne con Vladimir Bukovsky en la Casa Blanca (marzo).
Idi Amin amenaza a los estadounidenses en Uganda como respuesta al
regaño público de Carter (marzo).
Julia Kristeva proclama al disidente como un “nuevo tipo de intelectual”.
Carter pronuncia su mayor discurso en derechos humanos como política
exterior (mayo).
Noam Chomsky advierte que los derechos humanos son “manipulados
por los propagandistas” (junio).
La reunión para hacer seguimiento al proceso de Helsinki se inicia en
Belgrado (octubre).
Un seminario de un año sobre derechos humanos inicia en la Universidad
de Columbia (otoño).
Amnistía Internacional gana el Premio Nobel de Paz (otoño).

1978

Se funda Helsinki (más adelante Human Rights) Watch.


El cardenal Henríquez de Chile declara el “año de los derechos humanos”.
Václav Havel escribe “El poder de los sin poder”.
Henkin publica The Rights of Man Today, ayuda a fundar el Lawyers
Committee for Human Rights (más adelante Human Rights First).
Se celebra en Viena el Congreso Internacional de Unesco sobre la Enseñanza
de los Derechos Humanos (septiembre).
Karol Wojtyla es elegido como papa (octubre).
Se funda el Center for the Study of Human Rights en la Universidad de
Columbia.

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Ensayo bibliográfico

Al interpretar la historia de los derechos humanos a través de la historia


de posturas morales y esquemas modernos de reforma progresista, este
libro se apoya en un gran cuerpo de trabajos académicos excelentes. Este
libro es, entonces, una versión destilada de dichas investigaciones, pero
en ningún momento es un recuento neutral. Como guía para los lectores y
académicos, estas páginas brindan un panorama de los principales temas
y —después de los 1940, cuando pocos historiadores profesionales habían
osado a ir tan lejos— algunas fuentes valiosas sobre problemas históri-
cos específicos que aún deben ser investigados con mayor profundidad.
Principalmente, espero dar una sensación de qué tan de vieja data es la
atención emergente en los “derechos humanos”. Esto hace especialmente
vívida la falta de correspondencia entre las búsquedas quijotescas de las
raíces profundas en las tempranas eras y los periodos recientes pero más
relevantes respecto de los cuales aún se sabe muy poco.
Los libros que han intentado hacer una síntesis entre las dos visiones
caen en una teleología, en una visión de túnel y triunfalismo, concentrán-
dose en el trasfondo o, a lo sumo, en la década de 1940. Véase Micheline
Ishay, The History of Human Rights: From the Stone Age to the Globalization
Era (Berkeley: University of California Press, 2004); y especialmente Paul
Gordon Lauren, The Evolution of International Human Rights: Visions Seen
(Philadelphia: Universtiy of Pennsylvania Press, 2003). Los ensayos de

Última utopía_03.indd 323 17/12/2015 17:03:12


324 La última utopía

algunos colaboradores en dos volúmenes recientes son de gran ayuda: Mark


P. Bradley y Patrice Petro, Truth Claims: Representation and Human Rights (New
Brunswick: Rutgers University Press, 2002); y Jeffrey N. Wasserstrom, Greg
Grandin, y Lynn Hunt, eds., Human Rights and Revolution (Lanham: Rowman
& Littlefield, 2007). Los volúmenes próximos a ser publicados, editados por
Stefan-Ludwig Hoffmann, A History of Human Rights in the Twentieth Century
(Cambridge University Press); y Akira Iriye et al., eds., Human Rights in the
Twentieth Century: An International History (Oxford University Press) prome-
ten ser unas agudas y notorias contribuciones. Kenneth Cmiel murió muy
pronto, antes de completar el trabajo que había prometido en esta área, pero
sus ensayos son un buen punto de partida, en especial “The Recent History
of Human Rights”, American Historical Review 109, no. 1 (febrero, 2004):
117-34. El emergente trabajo de Jan Eckel es también de muy alta calidad;
véase su mirada panorámica del campo de los derechos humanos: “Utopie
der Moral, Kalkül der Macht: Menschenrechte in der globalen Politik seit
1945”, Archiv für Sozialgeschichte 49 (2009): 437-84.
En décadas recientes, la aproximación del pasado profundo ha enfren-
tado el desafío de proveer un linaje a un proyecto reciente. Para argumentos
sobre las fuentes hebreas tempranas considérese: Louis Henkin, “Judaism
and Human Rights”, Judaism 25, 4 (Otoño, 1976): 435-446; David Sidorsky,
ed., Essays in Human Rights (Philadelphia: Jewish Publication Society of
America, 1979); al igual que Lenn E. Goodman, Judaism, Human Rights, and
Human Values (New York: Oxford University Press, 1998). Para las profundas
fuentes cristianas, véase Nicholas Wolterstorff, Justice: Rights and Wrongs
(Princeton: Princeton University Press, 2008). Para las fuentes estoicas véase
especialmente Philip Mitsis, “Stoic Origins of Natural Rights”, en Katerina
Ierodiakonou, ed., Topics in Stoic Philosophy (New York: Oxford University
Press, 1999); y, para evaluar cómo eran realmente las diversas creencias estoi-
cas, ver Malcolm Schofield, The Stoic Idea of the City (Cambridge: Cambridge
University Press, 1991); o Eric Brown, “Hellenistic Cosmopolitanism”, en
Mary Louise Gill y Pierre Pellegrin, eds., A Companion to Ancient Philosophy
(Oxford: Oxford University Press, 2006). Sobre el derecho romano, véase
Richard A. Bauman, Human Rights in Ancient Rome (New York: Routledge,
2000); y Tony Honoré, Ulpian: Pioneer of Human Rights, (New York: Oxford
University Press, 2002).
Los mejores materiales para considerar la prehistoria de derechos
específicos se le deben a los programas alemanes y austriacos de inves-
tigación durante la década de 1980. Véase Günter Birtsch, ed., Grund
und Freiheitsrechte im Wandel von Gesellschaft und Geschichte (Göttingen:
Vandenhoeck & Ruprecht, 1981); Grund und Freiheitsrechte von der
ständischen zu spätbürgerlichen Gesellschaft (Göttingen: Vandenhoeck
& Ruprecht, 1987); y la descomunal bibliografía en Birtsch et. al., eds.,

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Samuel Moyn 325

Grundfreiheiten, Menschenrechte, 1500-1850: eine internationale Bibliographie,


5 vols. (Stuttgart: Frommann-Holzboog, 1991-92). Véase también Wolfgang
Schmale, Archäologie der Grund- und Menschenrechte in der frühen Neuzeit:
ein deutsch-französisches Paradigma (Munich: Oldenbourg, 1997); Margarete
Grandner y et al. , eds., Grund- und Menschenrechte: Historische Perspektiven—
Aktuelle Problematiken (Vienna: Verl. für Geschichte und Politik, 2002), en
especial el sintético ensayo de Schmale. Considérese igualmente el notable
texto de Peter Blickle, Von der Leibeigenschaft zu den Menschenrechten: eine
Geschichte der Freiheit in Deutschland (Munich: Beck, 2003).
La ahora extensa literatura sobre los orígenes de los derechos “na-
turales” se puede catalogar en cuatro grandes escuelas. Las primeras dos
debaten sobre el rol de los desarrollos medievales que ambas consideran
como formativas, mientras que la tercera y cuarta resaltan, respectivamen-
te, la importancia de los humanistas subversivos del Renacimiento y de la
escuela “moderna” de los pensadores del derecho natural del siglo XVII.
En la primera, frecuentemente una escuela tomista, atacando el nomina-
lismo del medioevo tardío por considerarlo “subjetivista” en cuanto a los
orígenes de los derechos, véase la serie de publicaciones de Michel Villey
que iniciaron en la década de los cuarenta y se extendieron hasta la publi-
cación de “La genèse du droit subjectif chez Guillaume d’Occam”, Archives
de philosophie du droit 9 (1964): 97-127; y Le droit et les droits de l’homme
(Paris: Presses universitaires de France, 1983); compárese con Heinrich
Rommen, “The Genealogy of Natural Rights”, Thought 29, no. 114 (otoño,
1954): 403-25. Más adelante, véase Richard Tuck, Natural Rights Theories:
Their Origin and Development (Cambridge: Cambridge University Press,
1979); y Arthur Stephen McGrade, “Ockham and the Birth of Individual
Rights”, en Brian Tierney y Peter Linehan, eds., Authority and Power: Studies
on Medieval Law and Government Presented to Walter Ullmann (Cambridge:
Cambridge University Press, 1980). En respuesta, la segunda escuela resalta
la continuidad en el derecho natural cristiano, el cual rastrea entonces hasta
verlo presente en los desarrollos modernos. Véase Brian Tierney, The Idea
of Natural Rights (Atlanta: Scholars Press, 1997); y Annabel Brett, Liberty,
Right, and Nature: Individual Rights in Later Scholastic Thought (Cambridge:
Cambridge University Press 1997). Para la tercera escuela, véase Leo Strauss,
Natural Right and History (Chicago, 1953); Tuck, “The ‘Modern’ Theory of
Natural Law”, en Anthony Pagden, ed., The Languages of Political Theory
in Early Modern Europe (Cambridge: Cambridge University Press, 1990);
y Tuck, Philosophy and Government, 1572-1651 (Cambridge: Cambridge
University Press, 1993). Para la cuarta, véase Blandine Barrett-Kriegel, Les
droits de l’homme et le droit naturel (Paris: Presses universitaires de France,
1989); y muchos estudios sobre las figuras modernas del derecho natural.
No importa quién esté en lo cierto, por supuesto, pues el resultado de una

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326 La última utopía

historia de los derechos humanos es un asunto de las condiciones del


contexto personal e intelectual y no de una idea de causalidad inmediata.
Sobre los derechos de la Ilustración y la revolución, el trabajo más
importante es claramente Lynn Hunt, Inventing Human Rights: A History
(New York: W. W. Norton & Company, 2007); compárese con mi reseña,
“On the Genealogy of Morals”, The Nation, abril 17, 2007. Otros trabajos
valiosos en la escena estadounidense incluyen: Knud Haakonssen, “From
Natural Law to the Rights of Man: A European Perspective on American
Debates”, en Haakonssen y Michael J. Lacey, eds., A Culture of Rights: The Bill
of Rights in Philosophy, Politics, and Law (Cambridge: Cambridge University
Press, 1991); varios ensayos en Robert Fatton Jr. y R. K. Ramazani, eds., The
Future of Liberal Democracy: Thomas Jefferson and the Contemporary World
(New York: Palgrave Macmillan, 2004); y Barry Alan Shain, ed., The Nature
of Rights at the American Founding and Beyond (Charlottesville: University
of Virginia Press, 2007). Para el caso francés, véase Marcel Gauchet, La
Révolution des droits de l’homme (Paris: Gallimard, 1989)1; Stéphane Rials,
La declaration des droits de l’homme et du citoyen (Paris: Gallimard, 1989); y
Keith Michael Baker, “The Idea of a Declaration of Rights”, en Dale van
Kley, ed., The French Idea of Freedom: The Old Regime and the Declaration of
Rights of 1789 (Stanford: Stanford Univeristy Press, 1994).
El asalto progresista contra el laissez-faire, sobre el cual me detengo
particularmente en el capítulo 1 como la interrupción más significativa
en la trayectoria de los “derechos individuales” y la abstracción formalista
a finales del siglo XIX, es explorado con suficiencia en clásicos que van
desde Morton White, Social Thought in America: The Revolt against Formalism
(New York: Oxford University Press, 1947); hasta James T. Kloppenberg,
Uncertain Victory: Progressivism and Social Democracy in Anglo-American
Thought (Oxford: Oxford University Press, 1986); al igual que en la pro-
ducción académica de P. S. Atiyah, The Rise and Fall of Freedom of Contract
(Oxford: Oxford University Press, 1987); y el excelente texto de Barbara J.
Fried, The Progressive Assault against Laissez-Faire: Robert Hale and the First
Law and Economics Movement (Cambridge: Harvard University Press, 1998).
Los trabajos que no se limitan al sector angloamericano de esta revuelta
incluyen Daniel Rodgers, Atlantic Crossings: Social Politics in a Progressive
Age (Cambridge: Harvard University Press, 2000); y Janet Horne, A Social
Laboratory for Modern France: The Musée Social and the Rise of the Welfare
State (Durham: Duke University Press, 2002). La sensación de incertidum-
bre alrededor del significado del lenguaje de los derechos después de que
el New Deal triunfó sobre la libertad contractual en material laboral está

1
Publicado en castellano como La revolución de los derechos del hombre (Bogotá: Universidad
Externado de Colombia, 2012). [N. del T.]

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Samuel Moyn 327

hábilmente capturada en Risa Goluboff, The Lost Promise of Civil Rights


(Cambridge: Harvard University Press, 2007), capítulo 1.
Sobre el internacionalismo, el mejor trabajo sigue siendo F. S. L. Lyons,
Internationalism in Europe, 1815-1914 (Leyden: Sythoff, 1963). Sobre el in-
ternacionalismo de las mujeres, el estudio pionero es Leila Rupp, Worlds
of Women: The Making of an International Women’s Movement (Princeton:
Princeton University Press, 1997); véase igualmente Rupp, “The Making
of International Women’s Organizations”, en Martin Geyer y Johannes
Paulmann, eds., The Mechanics of Internationalism: Culture, Society and Politics
from the 1840s to World War I (Oxford: Oxford University Press, 2001); y
Nitzka Berkovitch, “The Emergence and Transformation of the International
Women’s Movement”, en John Boli y George M. Thomas, eds., Constructing
World Culture: International Non-Governmental Organizations since 1875
(Stanford: Stanford University Press, 1999).
Dada la dificultad de escribir la historia de los derechos humanos en
lo que se refiere al periodo anterior a los cuarenta, hay ahora un núcleo de
atención más responsable sobre dicho periodo, cuando Franklin Delano
Roosevelt y luego las Naciones Unidas hicieron del término —esencial-
mente nuevo en inglés— algo central a la organización internacional por
primera vez. La mayoría de los estudios, desafortunadamente, son escritos
bajo una óptica de la irrupción, el triunfo y la celebración que ocultan las
características más importantes del periodo. El más ilustrativo de estos
textos es Mary Ann Glendon, A World Made New: Eleanor Roosevelt and the
Universal Declaration of Human Rights (New York: Random House, 2001).
Véase también Elizabeth Borgwardt, A New Deal for the World: America’s
Vision for Human Rights (Cambridge: Harvard University Press, 2006). He
tratado de aplicar la queja que Borgwardt menciona incidentalmente
en el sentido de que los académicos “saquean el pasado para encontrar
tempranas expresiones de conceptos políticos que suenan familiares” de
manera mucha más consistente y profunda que lo que la propia Borgwardt
está dispuesta a hacer (58-59). Igualmente considérese el capítulo de J. M.
Winter sobre René Cassin en Dreams of Peace and Freedom: Utopian Moments
in the Twentieth Century (New Haven: Yale University Press, 2006); y su
estudio bibliográfico próximo a ser publicado, en coautoría con Antoine
Post, sobre esta importante figura. Una Buena historia sobre la redacción de
la Declaración Universal de los Derechos Humanos es Johannes Morsink,
The Universal Declaration of Human Rights: Origins, Drafting, and Intent
(Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1999). En mi capítulo
presto más atención que estos historiadores al cristianismo transnacional,
el cual también he explorado en “The First Historian of Human Rights”,
American Historical Review, en prensa; “Personalism, Community, and
the Origins of Human Rights”, en Hoffmann, ed., A History; y “Jacques

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328 La última utopía

Maritain: le origini dei Diritti umani e il pensiero politico cristiano”, en


Luigi Bonanate y Roberto Papini, eds., Dialogo interculturale e diritti umani:
La Dichiarazione Universale dei Diritti Umani, Genesi, evoluzione, e problemi
odierni (1948-2008) (Bologna: Il mulino, 2008).
Pero de lejos el libro más rico sobre esta era, lleno de detalles impresio-
nantes, es: A. W. B. Simpson, Human Rights and the End of Empire: Britain
and the Genesis of the European Convention (Oxford: Oxford University Press,
2001), el cual —a pesar del restringido título— también provee la más com-
pleta historia sobre los orígenes de los derechos humanos en el periodo de
la guerra y los procedimientos tempranos de las Naciones Unidas. Como
muchos otros estudios, Simpson está motivado por deseos patrióticos de
dar crédito a su país por los derechos humanos. Su propia evidencia volu-
minosa, sin embargo, es una prueba en su contra del papel simbólico y no
jurídico del ascenso relativo de los derechos involucrados. El estudio de
Marco Duranti próximo a publicarse sobre los orígenes de la Convención
Europea la considerará teniendo en cuenta los desarrollos propios de su
tiempo de manera bastante persuasiva; para un aporte desde el punto de
vista sociológico, véase: Mikael Rask Madsen, La genèse de l’Europe des droits
de l’homme: Enjeux juridiques et stratégies d’État (1945-1970) (Strasbourg, en
prensa). Comentarios jurídicos tempranos y valiosos sobre la Convención
incluyen los de Hersch Lauterpacht, International Law and Human Rights
(New York, 1950), apéndice; A. H. Robertson, “The European Convention
for the Protection of Human Rights”, British Year Book for International Law
27 (1950): 145-163; y Karl Josef Partsch, “Die Entstehung der europäischen
Menschenrechtskonvention”, Zeitschrift für ausländisches öffentliches Recht
und Völkerrecht 15 (1953-1954): 631-660. En una literatura más general a lo
largo de las décadas, el lugar para empezar en inglés es Robertson, Human
Rights in Europe (Manchester: Manchester University Press, 1963), cuyas
ediciones posteriores (1977, 1993) dan un sentido del cambio.
Mientras que trabajos generales y más tempranos tratan el anticolo-
nialismo y la descolonización como si su inclusión en la historia de los de-
rechos humanos fuera obvia —una premisa que cuestiono en este libro—,
los académicos, en realidad, solamente han empezado recientemente a
analizar estos temas con algo de detalle. Roland Burke, Decolonization and
the Evolution of International Human Rights (Philadelphia: University of
Pennsylvania Press, 2010), ha escrito un trabajo pionero en el apoyo al
anticolonialismo liberal como la versión que más se mantenía fiel a los
derechos humanos (por contraste, yo considero los derechos humanos
mucho más indeterminados, en lugar de considerarlos como un con-
cepto estable que el anticolonialismo pudiera traicionar). Fabian Klose,
Menschenrechte im Schatten kolonialer Gewalt: Die Dekolonisierung-skriege
in Kenia und Algerien 1945-1962 (Munich: Oldenbourg, 2009) explora

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Samuel Moyn 329

dos prominentes contrainsurgencias coloniales. Al nivel de Naciones


Unidas, vale la pena leer Roger Normand y Sarah Zaidi, Human Rights
at the UN: The Political History of Universal Justice (Bloomington: Indiana
University Press, 2007).
La historia de las organizaciones no gubernamentales es también ana-
lizada livianamente. El estudio pionero de Lyman Cromwell White sigue
siendo el punto de partida. White, quien había dado origen a este tema ya
para el periodo de entreguerras con una tesis doctoral en la Universidad de
Columbia y más adelante trabajó en el secretariado de la ONU, no encontró
muchos seguidores hasta medio siglo después. Véase su: Structure of Private
International Organizations (Philadelphia: George S. Ferguson Company,
1933); “Nouvelles méthodes pour l’organisation de la paix internationale”,
Revue de droit international, de sciences diplomatiques, politiques, et sociales
27 (1949): 237-246; e International Non-Governmental Organizations: Their
Purposes, Methods, and Accomplishments (New Brunswick: Rutgers University
Press, 1951). Entre la literatura más reciente se encuentra Margaret E. Keck y
Kathryn Sikkink, Activists Beyond Borders: Advocacy Networks in International
Politics (Ithaca: Cornell Universty Press, 1998), el cual es crucial; véase tam-
bién Jeremi Suri, “Non-Governmental Organizations and Non-State Actors”,
en Patrick Finney, ed., Palgrave Advances in International History (New York,
2005). Sobre el activismo en las Naciones Unidas, véase Peter Willets, ed.,
“The Conscience of the World”: The Influence of Non-Governmental Organisations
in the United Nations (Washington: Brookings Institution 1996). Parece ya
claro que algunos lentes oscuros continúan haciéndonos excluir la temprana,
sorprendente y persistente relevancia de los grupos religiosos entre las ONG
en general. Véase Bruno Duriez et. al. , eds., Les ONG confessionnelles: Religion
et action international (Paris, 2007). Sobre las ONG de derechos humanos,
véase los ricos pero poco críticos capítulos en William Korey, NGOs and the
Universal Declaration of Human Rights: “A Curious Grapevine” (Basingstoke:
Macmillan, 1998). Sobre Amnistía Internacional, véase Egon Larsen, A Flame
in Barbed Wire: The Story of Amnesty International (London: W. W. Norton,
1978); Jonathan Power, Against Oblivion: Amnesty International’s Fight for
Human Rights (Glasgow: Fontana, 1981)2, y Power, Like Water on Stone: The
Story of Amnesty International (London: Penguin, 2001)3 son valiosos, pero el
ensayo clave es Tom Buchanan, “‘The Truth Will Set You Free’: The Making
of Amnesty International”, Journal of Contemporary History 37, no. 4 (2002):
575-594.


2
Publicado en castellano como En contra del olvido. La lucha de Amnistía Internacional por los
derechos humanos (México: FCE, 1985). [N. del T.]

3
Publicado en castellano como: Como agua en la piedra. La historia de Amnistía Internacional,
(Madrid: Debate, 2011). [N. del T.]

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330 La última utopía

Aunque sostengo que solamente la evasión de los procesos de Naciones


Unidas permitió la emergencia pública de los derechos humanos en los
años setenta, estos procesos aún siguen siendo un excelente tema para
mayor investigación. En especial, existe la, en general, inexplorada histo-
ria de pequeño grupo de los funcionarios de derechos humanos que eran
los empleados permanentes del cuerpo, tal como John Humphrey y sus
colegas Egon Schwelb y Kamleshwar Das, y figuras posteriores como Marc
Schreiber, Theo van Boven y Bertrand Ramcharan. Compárese Roger S.
Clark, “Human Rights Strategies of the 1960s within the United Nations:
A Tribute to the Late Kamleshwar Das”, Human Rights Quarterly 21, n.° 2
(mayo, 1999): 308-341; y Ramcharan, The Quest for Protection: A Human
Rights Journey at the United Nations (Geneva, s.f.), especialmente el capítulo
5. Para varias de las lecturas optimistas de las propias figuras a mediados de
los setenta, véase Schreiber, “La pratique récente des Nations Unies dans
le domaine de la protection des droits de l’homme”, Recueil des cours de
l’Académie du droit international 145 (1975): 297-398; Human Rights: Thirty
Years after the Universal Declaration, ed. Ramcharan (The Hague: M. Nijhoff,
1979); al igual que van Boven, “Politisation et droits de l’homme”, en
Gérard Blanc et. al. , eds., Les organisations internationales: entre l’innovation
et stagnation (Lausanne: Presses polytechniques romandes, 1985).
La década de los setenta es ahora un periodo emocionante para ser
estudiado, aunque aún no lo es en la historia de los derechos humanos.
Véase, por ejemplo, Philip Jenkins, Decade of Nightmares: The End of the
Sixties and the Birth of 1980s America (New York: Oxford University Press,
2006); Edgar Wolfrum, Die 70er Jahre: Republik im Aufbruch (Darmstadt:
Wiss. Buchges, 2007); y Philippe Chassaigne, Les années 1970: fin d’un
monde et origine de notre modernité (Paris: A. Colin, DL, 2008). En general,
los historiadores estadounidenses ahora consideran la década como punto
clave para entender la derecha y no la izquierda. Véase, por ejemplo, Bruce
J. Schulman and Julian Zelizer, eds., Rightward Bound: Making America
Conservative in the 1970s (Cambridge: Harvard University Press, 2009).
Sin embargo, Niall Ferguson et. al. , eds., The Shock of the Global: The 1970s
in Perspective (Cambridge: Harvard University Press, 2010) promete una
emprendedora aproximación transnacional.
De la mano con numerosas memorias personales, el lugar para em-
pezar en materia del disenso soviético es el panorama clásico de Ludmilla
Alexeyeva, Soviet Dissent: Contemporary Movements for National, Religious,
and Human Rights, (Middletown: Wesleyan University Press, 1987). Véase
igualmente Jean Chiama y Jean-François Soulet, Histoire de la dissidence:
Oppositions et révoltes en URSS et dans les démocraties populaires de la mort
de Staline à nos jours (Paris: Seuil, 1982). Sobre Andrei Sakharov, véase
Peter Dornan, “Andrei Sakharov: The Conscience of a Liberal Scientist”,

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en Rudolf L. Tökés, ed., Dissent in the USSR: Politics, Ideology, and People
(Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1975), así como biografías más
recientes. Para una historia popular del grupo Moscú Helsinki, véase Paul
Goldberg, The Final Act (New York: Morrow, 1988). Un estudio próximo
a publicarse por Benjamin Nathans sobre los orígenes y características de
la disidencia soviética renovará el campo desde una perspectiva de abajo
hacia arriba.
Sobre los orígenes de las redes de derechos humanos en América
Latina, el mejor estudio publicado en inglés es Vania Markarian, Left in
Transformation: Uruguayan Exiles and the Latin American Human Rights
Networks, 1967-1984 (New York: Routledge, 2005). En contraste, la mayo-
ría de los estudios asumen la existencia de una “revolución de derechos
humanos” antes de, en lugar de creada por, las respuestas latinoameri-
canas y de otras partes del mundo a los acontecimientos de los setenta.
Véase, por ejemplo, Thomas C. Wright, State Terrorism in Latin America:
Chile, Argentina, and International Human Rights (Lanham: Rowman &
Littlefield, 2007). Sobre la Argentina después de 1976, véase Iain Guest,
Behind the Disappearances: Argentina’s Dirty War against Human Rights and
the United Nations (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1990).
Para las primeras fuentes jurídicas del Sistema Interamericano de
Derechos Humanos, de lejos la aproximación más iluminadora sobre el
tema se encuentra en los ensayos de José Cabranes, “Human Rights and
Non-Intervention in the Inter-American System”, Michigan Law Review 65,
n.° 6 (abril, 1967): 1147-1182; y “The Protection of Human Rights by the
Organization of American States”, American Journal of International Law 62,
n.° 4 (octubre, 1968): 889-908. Véase también: Karal Vasak, La commission
interaméricaine des droits de l’homme (Paris: Librairie générale de droit et de
jurisprudence, R. Pichon et R. Durand-Auzias, 1968); Anna P. Schreiber,
The Inter-American Commission on Human Rights (Leyden: Sitjhoff, 1970);
A. H. Robertson, Human Rights in the World (Manchester: Manchester
University Press, 1972); Thomas Buergenthal, “The Revised OAS Charter
and the Protection of Human Rights”, American Journal of International
Law 69, n.° 4 (octubre, 1975): 828-832; y Héctor Gros Espiell, “Le système
interaméricain comme régime régional des droits de l’homme”, Recueil des
cours 145, 2 (1975): 1-55. Para una aproximación extremadamente escép-
tica de la Convención por su intento de restringirse a los derechos civiles
y políticos realizables, véase Buergenthal, “The American Convention of
Human Rights: Illusions and Hopes”, Buffalo Law Review 21, n.° 1 (otoño,
1971): 121-136. Más reciente, puede verse Klaas Dykmann, Philanthropic
Endeavors or the Exploitation of an Ideal? The Human Rights Policy of the
Organization of American States in Latin America (1970-1991) (Frankfurt:
Vervuert, 2004).

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Los académicos de los setenta sin duda notaron la efervescencia de


una nueva movilización de las ONG en especial alrededor de los disi-
dentes soviéticos y la represión en América Latina. Considérese en este
aspecto Ferdinand Mesch, “Human Rights, Chile, and International
Organizations”, DePaul Law Review 24 (1974-1975): 999-1022; y Philip L.
Ray, Jr. y J. Sherrod Taylor, “The Role of Non-Governmental Organizations
in Implementing Human Rights in Latin America”, Georgia Journal of
International and Comparative Law 7 (1977): 477-506; David Weissbrodt,
“The Role of International Non-Governmental Organizations in the
Implementation of Human Rights”, Texas International Law Journal 12
(1977): 293-320; Laurie Wiseberg y David Scoble, “Human Rights NGOs:
Notes towards a Comparative Analysis”, Revue de droits de l’homme 9,
no. 4 (1976): 611-644; y Wiseberg y Scoble, “Monitoring Human Rights
Violations: The Role of Nongovernmental Organizations”, en Donald P.
Kommers y Gilburt D. Loescher, eds., Human Rights and American Foreign
Policy (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1979).
Recientemente hay una pequeña oleada en el estudio de la Confe-
rencia sobre la Seguridad y Cooperación Europea. Véase Vojtech Mastny,
Helsinki, Human Rights, and European Security: Analysis and Documentation
(Durham: Duke University Press, 1986); Thomas Maresca, To Helsinki:
The Conference on Security and Cooperation in Europe, 1973-1975 (Durham:
Duke University Press, 1987); y ahora Andreas Wenger et. al. , eds.,
Origins of the European Security System: The Helsinki Process Revisited, 1968-
1975 (New York, 2008); Thomas Fischer, “‘A Mustard Seed Grows into
a Bushy Plant’: The Finnish CSCE Initiative of 5 May 1969”, Cold War
History 9, n.° 2 (mayo, 2009): 177-201; y en especial Jussi M. Hanhimäki,
“Conservative Goals, Revolutionary Outcomes: The Paradox of Détente”,
Cold War History 8, no. 4 (noviembre, 2008): 503-512; compárese con
Richard Davy, “Helsinki Myths: Setting the Record Straight on the Final
Act of the CSCE, 1975”, Cold War History 9, n.° 1 (febrero, 2009): 1-22.
Para narrativas sobre el proceso de Helsinki que siguieron, la mayoría de
las cuales consideran su historia como el triunfo de las normas o incluso
como el fin de la Guerra Fría, véase Korey, The Promises We Keep: Human
Rights, the Helsinki Process, and American Foreign Policy (New York: St.
Martin’s Press, 1993); Daniel C. Thomas, The Helsinki Effect: International
Norms, Human Rights, and the Demise of Communism (Princeton: Princeton
University Press, 2001); y Sarah B. Snyder, Human rights activism and the
end of the Cold War: a transnational history of the Helsinki network (New
York: Cambridge Univeristy Press, 2011)4.

4
Este libro fue publicado con posterioridad a la publicación original del libro acá traducido. En
el texto original aparece como “en prensa”. [N. del T.]

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Sobre la revuelta de los setenta en el Congreso de los Estados Unidos


en el área de los asuntos exteriores —dentro de los cuales las pioneras au-
diencias sobre derechos humanos eran una característica menor— véase
Thomas M. Franck y Robert Weisband, Foreign Policy by Congress (New
York: Oxford University Press, 1979); David P. Forsythe, Human Rights
and U.S. Foreign Policy: Congress Reconsidered (Gainesville: University
of Florida Press, 1988); y, más recientemente, Robert David Johnson,
Congress and the Cold War (New York: Cambridge University Press, 2006),
y David Schmitz, The United States and Right-Wing Dictatorships, 1965-1989
(New York: Cambridge University Press, 2006), capítulo 4. Los académi-
cos apenas están empezando a buscar la prehistoria de la adhesión de
Jimmy Carter a los derechos humanos en enero de 1977. En este punto
fui guiado por Simon Stevens, “Jimmy Carter’s Presidential Campaign
and the Search for a New Foreign Policy” (M.Phil. thesis, University of
Cambridge, 2008), mientras que Daniel Sargent, “From Internationalism
to Globalism: The United States and the Transformation of International
Politics in the 1970s” (Ph.D. thesis. Harvard University, 2008) propone
un marco más ambicioso. Sobre la presidencia de Carter como tal, véase
Gaddis Smith, Morality, Reason, and Power: American Diplomacy in the
Carter Years (New York: Hill and Wang, 1986) que sigue siendo el más
sugestivo trabajo.
Para el derecho internacional, el texto de Martti Koskenniemi,
The Gentle Civilizer of Nations: The Rise and Fall of International Law
(Cambridge: Cambridge University Press, 2002) es el punto de partida
indispensable para toda reflexión sobre la disciplina moderna, y con se-
guridad me fue útil para mi excursión en el periodo posterior a 1945 que
analizo en este libro. Para la “descolonización del derecho internacional”
—que a pesar de un marcado interés en el contexto imperial del pensa-
miento jurídico, en las eras más tempranas ha recibido una atención mí-
nima— considérese B. V. A. Röling, International Law in an Expanded World
(Amsterdam: Djambatan, 1960); Wolfgang Friedmann, “The Position of
Underdeveloped Countries and the Universality of International Law”,
Columbia Journal of Transnational Law 1/2 (1961-1963): 78-86; Georges M.
Abi-Saab, “The Newly Independent States and the Rule of International
Law: An Outline”, Howard Law Journal 8, no. 2 (primavera, 1962): 95-121;
C. Wilfred Jenks, ed., International Law in a Changing World (Dobbs
Ferry: Oceana Publications, 1963); Richard A. Falk, “The New States
and International Legal Order”, Recueil des cours 118 (1966): 1-103; R. P.
Anand, New States and International Law (Delhi: Vikas Pub. House, 1972);
y Abi-Saab, “The Third World and the Future of the International Legal
Order”, Revue égyptienne de droit international 27 (1973): 27-66. Los análisis
de los derechos humanos en la teoría y la práctica desde los setenta son,

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por supuesto, muy extensos para siquiera empezar a enumerarlos. Pero


dos revistas de la era contemporánea seguramente proveen el mejor lugar
para orientarse: Revue de droits de l’homme, la cual empezó a publicarse
en 1968 y Universal Human Rights, que empezó en 1979, cambiando su
nombre a Human Rights Quarterly dos años después.

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Agradecimientos

Aunque este libro provee nueva información, el texto es principalmente


un intento de sintetizar y reconceptualizar lo que se sabe hasta ahora en
un área tan sorprendente como emocionante. Por esta razón tengo una
deuda de gratitud principalmente con mis colegas historiadores de los
derechos humanos, cuya investigación tan frecuentemente he tomado
prestada, y a veces para unos fines muy distintos de los que sus autores
habían inicialmente concebido.
Por sus textos publicados o por sus textos presentados en conferencias,
sugerencias enviadas vía correo electrónico o desacuerdos en medio de
conversaciones, quisiera dar un sincero agradecimiento a Carol Anderson,
Gary J. Bass, Manu Bhagavan, Elizabeth Borgwardt, Mark P. Bradley, Roland
Burke, G. Daniel Cohen, Michael Geyer, Mary Ann Glendon, Lasse Heerten,
Stefan-Ludwig Hoffmann, Lynn Hunt, Barbara Keys, Fabian Klose, Paul
Gordon Lauren, Mikael Rask Madsen, A. Dirk Moses, Benjamin Nathans,
Devin Pendas, Daniel Sargent, Mira Siegelberg, Bradley Simpson, Brian
Simpson, Sarah Snyder, Charles Walton, Keith David Watenpaugh, Eric
Weitz, Lora Wildenthal y Jay Winter. Estos académicos han sido los pioneros
en la construcción de un nuevo campo.
Muchos otros me invitaron a hacer presentaciones sobre uno u otro as-
pecto de este tema en conferencias anuales del American Council of Learned
Societies, la American Historical Association, y la Society for French Historical

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Studies, al igual que en eventos del Centro de Historia Internacional de la


Universidad de Columbia, la Escuela de Leyes de la Universidad de Duke, la
École des Hautes Études en Sciences Sociales, la Universidad de Harvard, el
Left Forum, el Institute for Public Knowledge de la Universidad de Nueva
York, la Queen’s University (Ontario), la Universidad de Rice, la Universidad
Chicago, la Universidad de Pennsylvania, la Universidad de Carolina del
Sur, la Universidad de Wisconsin en Madison, la Universidad de Yale (¡dos
veces!) y el Zentrum für zeithistorische Forschung. Quiero agradecer a todos
mis anfitriones e interlocutores en dichos eventos.
Un buen número de colegas y amigos me ofrecieron su ayuda en uno
u otro capítulo o en todo el manuscrito. David Bates, Jeffrey Collins, y es-
pecialmente Andrew Jainchill me ayudaron con el primer capítulo, el cual
fue generosamente leído en una versión más primitiva por Jerrold Seigel.
Eric Foner respondió preguntas sobre la novedosa historia de los Estados
Unidos, mientras que Jan-Werner Müller me ayudó con sus reflexiones
sobre la historia y el pensamiento europeo. Pablo Piccato me dio consejos
sobre asuntos latinoamericanos. Peter Holquist, mi vecino en Fuld Hall
durante nuestro año sabático, se tomó mi Kool-Aid (al menos dice haber-
lo hecho). Uno de mis más antiguos amigos, Paul Hanebrink, me ayudó
con sus comentarios sobre la intersección entre religión y política. He
aprendido muchas cosas de Julia Bourg sobre 1968 y sus consecuencias.
Enseñar la historia del derecho de la guerra con John Fabian Witt fue un
placer, y me ayudó a decidir, hace muy poco, que era un tema aparte. La
supervisión de investigaciones individuales a los estudiantes de posgrado
de la Universidad de Columbia Simon Stevens y Stephen Wertheim me
permitió sostener mis hipótesis con expertos precoces, quienes también
me mostraron sus investigaciones y me hicieron comentarios sobre mi
escritura. Mi participación en el comité de supervisión de la tesis de Marco
Duranti en Yale me dio una gran cantidad de valiosas percepciones sobre la
década de los cuarenta, lo cual me ayudó a revisar mi capítulo en la materia.
Unos pocos contactos fundamentales me ayudaron incluso más. La
complicidad de larga data o más reciente de mis amigos en el colectivo
editorial Humanity, una revista lanzada donde se intersectan los temas de
este libro, fue extremadamente valiosa: debo agradecer a Nehal Bhuta,
Nils Gilman, Nicolas Guilhot, Joseph Slaughter y Miriam Ticktin. La con-
sideración editorial de John Palatella y Adam Shatz en The Nation fue de
gran ayuda, principalmente por la invitación a escribir la reseña del libro
que eventualmente iba a impulsar este proyecto. Sobre todo, me beneficié
enormemente de la visita providencial de Jan Eckel a Nueva York mientras
estaba escribiendo este libro; fue un honor que me dijera honestamente
cómo mi irresponsable intuición encajaba (o no) con sus más sobrias re-
flexiones, y trajo a mi memoria el cuento de Borges. Heroicamente, Mark

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P. Bradley y Paul W. Kahn, en revisiones de la editorial y en numerosas


interacciones, me ofrecieron sabias observaciones en mi primer y desor-
denado borrador, lo cual afectó sustancialmente la forma como terminé
mi primer manuscrito.
Aunque me permitieron seguir mi propio camino en este proyecto, no
estoy seguro cómo puedo pagar mi deuda con mis colegas historiadores de
la Universidad de Columbia, principalmente con el ala europea. Ha sido
de lejos el mayor privilegio de mi carrera ser testigo de primera mano de
un equipo de ensueño de veteranos historiadores que trabajan allá: estoy
agradecido con Volker Berghahn, Victoria de Grazia, Mark Mazower, Susan
Pedersen, y Michael Stanislawski por su ejemplo y apoyo. Mark Mazower
merece un agradecimiento especial por permitirme dirigir su Centro de
Historia Internacional en varias oportunidades para organizar eventos
relacionados con mi trabajo en este libro, y luego por sus consejos y su
reiterada confianza en una de las últimas versiones. Estoy también muy
agradecido con Elazar Barkan y Michael Stanislawski por involucrarme en
el programa de derechos humanos para pregrado de Columbia.
Aunque he estado pensando en este proyecto durante cerca de una
década —y me disculpo con mis profesores de la escuela de derecho y mis
estudiantes en la clase de historia de los derechos humanos— escribí este
libro principalmente en 2008-2009 en el Institute for Advanced Study,
donde la School of Historical Studies fue mi anfitriona. El apoyo para
este sabático fue dado por la generosidad extraordinaria del programa de
becas Frederick Burkhardt de la American Council of Learned Societies y
de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation. Por su extraordi-
naria beneficencia debo agradecer a la Universidad de Columbia por su
H. F. Gerry Lenfest Distinguished Faculty Award, al igual que Alan Brinkley y
Nicholas B. Dirks por su especial generosidad. El Jacques Maritain Center
en la Universidad de Notre Dame también me dio recursos para hacer una
visita de investigación durante una semana.
Quisiera poder nombrar todos los trabajadores de las bibliotecas y que
hacen posible el préstamo interbibliotecario, quienes fueron esenciales
para poder conseguir todo el material. En los archivos del American Jewish
Committee, Charlotte Bonelli y su equipo me abrieron un espacio para guar-
dar el material y digitalizaron los documentos que les pedí. Jordan Hirsch
me consiguió un importante documento sobre la campaña de los judíos
soviéticos. En IAS, Maria Tuya me dio su valioso apoyo y Marian Zelazny
me dio todo tipo de ayuda. El departamento de historia de Columbia y la
escuela de derecho me permitieron contratar unos asistentes de investigación
fundamentales: Ariell Cacciola, Toby Harper, y —durante veranos crucia-
les— Charles Clavey y Bryan Kim Butler. En los meses finales y agitados de
redacción, la asistencia de Bryan fue indispensable y muy profesional y le

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debó mucho a él y al instituto de verano de la escuela de derecho. Por último,


tuve la fortuna de que James Chappel me diera sus consejos de cómo fina-
lizar el texto, sin lo cual —en especial el primer capítulo— se vería incluso
peor. A última hora Tanisha M. Fazal puso mi gráfica en el formato correcto.
Algunas veces sin advertirlo, un número de personas que menciono en
el libro, o sus parientes, me brindaron reflexiones autobiográficas o infor-
mación muy útil. En este grupo incluyo a Arthur Danto, Cathy Fitzpatrick,
Louis Henkin, Donald Kommers, Jeri Laber, Howard Moskowitz, Bertrand
Ramcharan, y Thomas Scanlon.
Estoy profundamente agradecido con Joyce Seltzer en Harvard
University Press por su interés de larga data por este libro, incluso desde an-
tes que hubiera escrito la primera palabra hasta estas que lo están cerrando.
Katherine Brick fue una excelente correctora, y debo mucho a Amelia Atlas,
Jeannette Estruth, Graciela Galup, y Kristin Sperber también por su ayuda.
No podría terminar sin agradecer a mis amigos y mi familia sobre todo,
incluyendo a mi hermana por alabarme con ironía en prácticamente cada
forma que ella y yo descubrimos. Alisa Berger, mi esposa, merece mi más
profundo agradecimiento por crear la vida juntos, y darme el amor que
hizo posible este libro. Junto con mis hijas, Lily y Madeleine, ellas son mi
utopía —la primera y última—.

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La última utopía
Los derechos humanos en la historia
Se terminó de imprimir en el mes de diciembre del 2015,
en los talleres de Javegraf, Bogotá, D. C., Colombia.
Compuesto con tipos Stone serif y Stone sans serif
e impreso en marfil de 75g.

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