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Platón:

Uno de los elementos centrales para entender la ética en Platón, es entender la naturaleza de la
cual nosotros estamos compuestos. Nosotros somos cuerpo, por un lado, y alma, por el otro. Esto
tiene que ver con toda la concepción de la separación entre un mundo material y un mundo
inmaterial. El cuerpo residiría en el plano material, y el alma en el plano inmaterial. Pero para
entender cómo el alma reside en el plano inmaterial, tenemos que entender en qué consiste este.
Básicamente, se trata de demostrar su existencia. El argumento pasa por entender que
consideramos que ciertas cosas son buenas, que ciertas cosas son justas, o bellas, etc. Nos
referimos a tales cosas respecto al mundo material. Pero, cuando cambian estas cosas de las
cuales predicamos tales adjetivos, ¿cambian lo que los adjetivos mismos significan? Es decir, si son
los criterios bajo los cuales nosotros podemos discernir lo que es bello y lo que es menos bello,
significa que ese criterio no está sujeto a las cosas que están siendo discernidas, por lo tanto,
dicho criterio es independiente de las cosas. Ahora bien, si podemos discernir lo que es bello de lo
que no, ¿cuál es ese criterio con el cual podemos discernir, sino la belleza misma? Así, tal
razonamiento se aplica a todas estas Ideas que son la condición por la cual podemos discernir y
comprender las cosas. Estas Ideas son previas, y no pueden residir en el mundo material, pues éste
es contingente, y las Ideas no varían en absoluto. Por lo tanto, estas Ideas deben residir en una
realidad inmaterial. De todas estas Ideas, es la Idea del Bien la que permite articular a todas, pues
es la más universal. ¿Cómo, entonces, el alma puede llegar a ser parte de la realidad inmaterial?
Esto se entiende, básicamente, porque podemos captar esas Ideas innatas, esas formas
arquetípicas que posibilitan la realidad material, en la medida en que ésta participa de aquellas, y
si eso es así, entonces no podemos captar tales Ideas por los sentidos, pues a partir de éstos sólo
podemos captar lo contingente, lo que está en perpetuo devenir, lo aparente, y no lo real. Si
somos capaces de este conocimiento de lo inmaterial, no puede ser que ese conocimiento lo
podamos obtener de un alma material, porque el modo de conocimiento de lo material no puede
captar lo inmaterial, por lo tanto, el alma es inmaterial. Otra manera de entender esto es
pensando en qué consiste lo material. Lo material es lo mudable, y sólo lo que es compuesto
puede ser tal, porque lo que es compuesto es divisible, y si es divisible, es mudable. Por el
contrario, lo que es simple, es decir, lo que no admite pluralidad, lo que no es compuesto, no
puede sufrir cambio alguno. Esto que es simple, si es inmutable, no puede ser sino la realidad
inmaterial. Sólo mediante la razón o el alma es que podemos captar esa realidad inmaterial, pues
por los sentidos sólo captamos lo material. Así, si mediante el alma podemos captar lo inmaterial,
es evidente que el alma debe ser también parte de esa realidad inmaterial. En virtud de lo mismo,
si queremos captar las verdades de la realidad inmaterial, no podemos sino acceder mediante la
razón o el alma, motivo por el cual todo lo que tenga relación con el cuerpo, lejos de acercarnos a
esa realidad inmaterial, actúa más bien como un impedimento. Así, el alma, para poder acceder a
tal realidad inmaterial, debe desprenderse del cuerpo, que actúa como prisión de aquella. Por lo
mismo el filósofo, dice Platón, no teme a la muerte, porque la muerte es el desprendimiento del
cuerpo y el alma, y en esa medida, siendo el cuerpo mortal y el alma inmortal, y dejando así su
prisión el alma, el filósofo accede a la verdadera sabiduría, la sabiduría que consiste en aprehender
las Ideas inmateriales. Pero si el alma es inmortal, es decir, si no desaparece con la desaparición
del cuerpo, entonces es necesario que su cuidado no pueda depender de la vida cuando está sólo
en el cuerpo, sino que requiere un cuidado todo el tiempo, más allá de la vida material. Por lo
mismo, si el cuerpo no libera al alma del mal de por sí, sólo por desaparecer, entonces la gente
mala no podrá salvarse con la muerte del cuerpo. Así, la salvación está en hacerse lo más bueno
posible, en todo el tiempo posible. Pero, hay que reconocer que nuestra alma no es conducida por
una sola potencia, sino por tres. Estas potencias o partes del alma, son la parte racional, la
irascible y la concupiscible. La parte racional es la parte más excelente del alma, está destinada a
gobernar a las dos partes restantes, y es por ella por la que podemos alcanzar el verdadero
conocimiento, conocer el bien y la justicia y poder realizar tales Ideas. Esta parte nos vincula con la
realidad inmaterial. La parte irascible, es la parte que se relaciona con la voluntad, el valor y la
fortaleza. Por lo mismo, si esta parte es guiada por la parte racional (como debe ser) es que
podemos decir que está cumpliendo bien su función. Por último, la parte concupiscible es la que
es poco dócil y guía al alma entera hacia el mundo sensible. Es la que más se relaciona con el
cuerpo y en ella radican los placeres sensibles, apetitos, etc. Así, en la medida en que estas partes
del alma cumplan su función, es que podemos decir que el alma es buena, podrá reencarnarse
paulatinamente en un proceso en el que culminará en la contemplación directa de las Ideas.
¿Cuáles son las virtudes de estas partes, como para poder llegar a tal contemplación?
Básicamente, la virtud de la parte racional es la sabiduría y la prudencia, la de la parte irascible la
fortaleza, y la de la parte concupiscible la templanza.

Estas partes del alma, cada cual con su respectiva función y con su propia virtud, es algo que tiene
su correlato en la idea política de Platón y su concepción del Estado ideal. De la misma manera en
que el alma está dividida en 3 partes, es que podemos decir que el Estado ideal está dividido en
tres clases, la clase de los filósofos-gobernantes, que representa la parte racional, la parte de los
guerreros, que representa la parte irascible, y la parte de los artesanos o trabajadores, que
representa la parte concupiscible. En la medida en que en tal Estado se cumpla la virtud de cada
parte, es que funcionará de manera ideal. El filósofo, por tener un conocimiento de la Idea de
Justicia, no puede sino aplicarla a toda costa, como si de una dictadura se tratase. Los guerreros, a
raíz de representar la parte irascible, por sus ansias de victorias y honores, su función es la de la
victoria, pero tiene que estar dominada por la clase de los filósofos. Los artesanos y trabajadores,
por último, al representar a la parte concupiscible, que es a su vez arrastrada por los deseos, las
ganancias, las riquezas, tienen que necesariamente encargarse de eso mismo en el Estado ideal.
Por todo lo anterior, este Estado, para garantizar que cada clase cumpla su función, tiene que velar
por la educación de las mismas clases.

Demócrito:

Para entender la postura de Demócrito respecto a la ética, debemos tener en cuenta primero su
postura cosmológica. Básicamente, sostiene 2 principios, el principio de lo pleno y principio del
vacío. Lo pleno corresponde al ser, lo vacío, al no ser. Pero también sostiene que esto pleno
consiste en átomos. Por lo mismo, las cualidades son sólo convenciones, lo único real son los
átomos que son separados por el vacío. Por convención es lo dulce, lo agradable, etc, excepto el
vacío y los átomos. Estos átomos no pueden sufrir modificaciones o transformarse, pero sí pueden
interactuar entre ellos, y es esa interacción misma la que explica el cambio en el mundo. El cambio
se produce por esta interacción en el vacío de átomos. También, hay que considerar que
Demócrito consideraba que sólo lo inteligible es verdadero. Y lo inteligible son los átomos, no las
cualidades sensibles, que son fruto de convenciones, como lo agradable, lo frío, lo caliente, lo
desagradable, etc. Por lo mismo, las diferencias que encontramos, al no existir en los átomos
mismos, sólo pueden estar en el orden de los átomos, o en su unidad estructural de unos respecto
a otros, y en su dirección (posición). Todas las distinciones de las cosas, entonces, son
cuantitativas, no cualitativas. ¿Cómo es el movimiento en la filosofía de Demócrito? Básicamente,
consiste en que es azaroso, es decir, el movimiento que surge de la interacción de los átomos no
está regida por ley alguna, ni por divinidad alguna.

Teniendo estos elementos, podemos empezar a estudiar lo que Demócrito sostiene en su reflexión
moral. Si bien sus fragmentos puede que no constituyan una teoría ética, sí son un conjunto de
reflexiones morales con una coherencia respecto al atomismo. En efecto, la distinción entre lo
aparente y lo oculto, es decir, entre las convenciones y lo real, que son los átomos, también opera
en sus reflexiones morales. En el actuar moral, hay que guiarse por lo verdadero, no por lo
aparente. Por lo mismo, la búsqueda de la felicidad pasa no tanto por abandonar al mundo
externo, sino por tener una justa actitud interior. De esta manera, el bien supremo, el fin que se
debe buscar en el actuar, se relaciona con un estado del alma en la que ésta está serena y
equilibrada, no siendo así perturbada por el miedo, o el temor. Se trata de llegar a un bienestar. Y
este bienestar consiste en conocer lo que es el placer y la repulsión. Este criterio de lo placentero y
lo que nos repele, nos permite conocer lo beneficioso y lo perjudicial. Pero se trata de un placer
que no coincide con el mero sensualismo, sino que se trata, como se dijo antes, en un placer
sereno y equilibrado. Sólo de esta manera se puede llegar a la felicidad. Por lo tanto, podemos
decir que las reflexiones de Demócrito son eudemonistas. Ahora bien, en virtud de todo lo
anterior, hay que señalar que su reflexión en torno al placer no lo hace coincidir con cualquier
placer, sino con un placer que no es sino tranquilidad del espíritu, lo cual supone un criterio de
distinción de los placeres. Ese criterio está en concordancia con el principio atomista de la
distinción entre lo aparente y lo real. Los placeres bajos provendrían de lo aparente, de lo que nos
perturba, mientras que el placer real, el deleite, es el que nos lleva a una tranquilidad. Por lo
tanto, vemos que en Demócrito la tranquilidad, prudencia y sobriedad (placer en el sentido
elevado), coincide con el fin supremo, que es el bien, y con la felicidad. Se trata, sin embargo, no
de una actitud pasiva, sino de una actividad que consiste en mantener el equilibrio frente a los
choques de las pasiones, es decir, saber moderarlas. Ahora bien, sus posturas también tienen un
tinte idealista, en tanto se separa lo aparente de lo real, y porque el verdadero placer residiría más
bien en el plano último.

Kant

El proyecto filosófico de Kant respecto a la ética, es encontrar un fundamento completamente a


priori de la moral, es decir, que las leyes de la moral no dependan de nada de la experiencia, pues
en la medida en que así sea, no habría necesidad en ellas. Así, empieza a distinguir la filosofía
formal (lógica) de la material (física y ética). De las filosofías materiales, se pueden subdividir a su
vez en empírica y pura. La parte empírica es la física y la antropología respectivamente. La parte
pura es la metafísica de la naturaleza, por un lado, y la metafísica de las costumbres, por el otro.
Por lo tanto, si queremos encontrar la verdadera moral de la ética, tiene que encontrarse en la
metafísica de las costumbres. ¿En qué consiste la metafísica de las costumbres? Ese es el
propósito de Kant.

Para Kant, si una ley quiere poseer valor moral, debe poseer necesidad absoluta, por lo que no
debe regirse por ninguna motivación empírica, sino que exclusivamente a priori, es decir, debe
derivarse de los mismos conceptos de la razón pura. Por lo mismo, la ley no puede derivarse de
alguna naturaleza humana, pues ésta sólo la conocemos por la experiencia. Así, Kant llega a
sostener que no basta con que nuestros actos sean conforme a la ley moral, porque pueden ser
causados por motivaciones empíricas, sino que deben ser causados por la misma ley moral. Para
aclarar mejor este concepto, Kant empieza a recurrir al concepto de buena voluntad para ilustrar
mejor este punto. La buena voluntad es lo único que consideramos bueno sin excepción. Cualquier
virtud que no sea acompañada por una buena voluntad, podría ser extremadamente peligrosa. Por
lo mismo, tales virtudes no son lo valorables por sí mismas, sino que sólo si son acompañadas por
una buena voluntad. A raíz de esto mismo, se entiende que, por ser la buena voluntad algo bueno
por sí mismo, aun cuando no se cumpla el objetivo que se propone, no por eso deja de ser buena,
pues la utilidad no le puede añadir nada de valor a lo bueno en sí mismo. Entonces, siendo las
cosas así, no se puede pensar que nuestro fin, en tanto que somos seres racionales, sea la
búsqueda de la felicidad, pues la Naturaleza habría actuado muy mal otorgándonos la razón como
instrumento para llegar a la felicidad, y hubiese actuado mejor dándonos sólo los instintos. Esto da
cuenta de que, como tenemos razón, nuestro fin no puede ser la felicidad misma. Aquí se asume el
principio de que, dado que somos seres organizados (adecuado teleológicamente para la vida) no
se puede encontrar algún medio para un fin que no sea el más propio para dicho fin. Si
encontramos en nosotros la razón, entonces la felicidad no puede ser nuestro fin, porque el medio
más idóneo serían los instintos, y no se explicaría por qué tenemos razón, y si tenemos razón,
entonces la felicidad no puede ser el fin, porque la felicidad es la suma de la satisfacción de
instintos y deseos cuya representación de sus objetos es empírica. Y si es empírica, no es
necesaria, y por lo tanto, no puede servir para la proposición de una ley que pretenda que se
cumpla universalmente, la ley moral que la misma razón dicta.

Todo esto nos lleva a la idea del deber, es decir, la buena voluntad se relaciona de alguna manera
con el concepto de deber. Hacer una acción respecto al deber no pasa sólo porque la acción esté
conforme al deber, sino que debe ser causada por amor al deber mismo. En virtud de eso, aún
cuando la felicidad no sea el fin último del hombre, sí es un fin que se debe perseguir, pero no en
virtud de ella misma, sino en virtud de que, sin ella, seríamos más propensos a no cumplir el deber
mismo. Por lo tanto, se debe buscar la felicidad no por sí misma, sino por el deber. Todo esto
quiere decir que e valor moral no pasa por la realidad del objeto d nuestra acción, sino por el
principio mismo que rige a nuestra acción. De esta manera, podríamos definir al deber como la
necesidad de una acción por respeto a la ley. Pero cuando se habla de esta manera sobre el deber,
se tiene que hacer la distinción entre la máxima subjetiva del querer, y la máxima objetiva misma
de la ley moral. Como somos seres que también poseen instintos, entonces necesitamos ajustarlos
a la idea del cumplimiento de la ley, y así se trata de que debemos tener un respeto a la ley, como
máxima subjetiva de nuestro querer, mientras que el principio mismo de acción es la ley misma,
que si pudiese dominar a la facultad de desear, no se necesitaría del principio subjetivo. Todo esto
da a entender que la ley no puede ser cumplida por motivación empírica, sino no sería conforme al
deber. Pero sí sería conforme al deber cumplir la ley en virtud de ella misma. Esto nos da a
entender que la ley debe ser respetada y cumplida por la mera formalidad, carente de contenido
empírico. Entonces podemos entender a la voluntad como actuar conforme a la representación de
las leyes, eligiendo sólo lo que la razón dicta, pues inclinarse por los deseos es actuar desde la
facultad de desear, y nos regiríamos por las representaciones empíricas, y no estaría nuestro
principio de acción en nosotros. Pero ¿cuál sería esta ley que tuviera tales características?
Básicamente, la ley que se formulase así “obrar sólo de modo que pueda querer que mi máxima se
convierta en ley universal”. Es decir, se trata de pensar qué pasaría si todos los seres racionales
actuasen conforme a mi máxima. Podemos empezar a entender entonces que la forma de la ley,
del deber, es el imperativo, es decir, ordenar algo. Pero no puede ser hipotético, porque estaría en
función de ciertas condiciones, y si es así, no sería una ley universal o necesaria. Por lo tanto, el
imperativo tiene que ser categórico, es decir, incondicionado. De esta manera, podemos empezar
a definir a la voluntad como la capacidad de autodeterminación de sí mediante la imposición de la
ley que la misma razón dicta. Si entendemos a la voluntad de esta manera, claramente que está
relacionada de manera íntima con el concepto de libertad. Pues la libertad es la
autodeterminación de la voluntad por medio de la ley que impone la razón. Pero cuando hablamos
de libertad, debemos entenderla desde la distinción de fenómeno y cosa en sí. Según esta
distinción, la libertad no puede existir como causa en lo fenoménico, porque en este plano sólo
existen las leyes de la naturaleza, en cambio, en el plano de la cosa en sí, la libertad sí puede
radicar allí, pues se trata de una causa incondicionada, es decir, no condicionada por las
condiciones de posibilidad de la experiencia (espacio y tiempo, intuiciones puras). Si no fuera la
razón la que impone la ley, entonces habría una determinación externa, empírica. Para finalizar la
caracterización de este tipo de leyes o máximas, tenemos que entender que poseen una forma,
una materia y una determinación integral. La forma es la universalidad misma, que se expresa en
que nuestras máximas al elegirlas, deben ser tales que podamos universalizarlas a todos los seres
racionales como si fuesen leyes de la naturaleza. La materia es el fin de la máxima, entendiendo
como fin el fundamento de la autodeterminación de la voluntad, y en este caso el fin es la misma
naturaleza racional, es decir, que nuestra máxima siempre considere a los seres racionales como
fines en sí mismos, y nunca como medios. Por último, la determinación integral trata sobre
entender la idea de reino de los fines, que consiste en una legislación universal (reino) sobre todos
los seres racionales (fines) de tal manera que los legisladores y los que obedecen a la máxima sean
los mismos seres racionales.
Hume:

Para Hume la meta de toda especulación moral es enseñarnos nuestro deber, y mediante
representaciones adecuadas de la fealdad del vicio y de la belleza de la virtud, engendrar en
nosotros los hábitos correspondientes que nos lleven a rechazar el uno y abrazar la otra. Pero esto
no se produce por inferencias y razonamientos del entendimiento. No tienen influencias afectivas.
La razón se limita a descubrir verdades, pero si tales son indiferentes, si no generan ni deseos ni
aversión, no pueden influir moralmente. Son los hábitos, más que la razón, los que en todas las
cosas constituyen el principio que impera sobre la Humanidad. La razón establece sólo
comparaciones y distinciones, es decir, sólo tiene un rol auxiliar en la determinación de la moral.
Esto porque la razón sólo se limita a discernir, distinguir y comparar lo que es verdad, pero sólo
puede hacer eso. Los sentimientos que son fundamento de la moral sólo pueden provenir de los
hábitos y de las pasiones. Un elemento importante para entender también la naturaleza de las
ideas de Hume, es la metodología que usa, que es la inducción, que consiste en pasar de
elementos particulares, es decir, analizando casos solos, hechos aislados que consideramos
morales, buenos, justos, etc, para llegar a la conclusión general de lo que es moral. Pero hay que
entender que esta valoración de los aspectos empíricos de lo que consideramos moral, no pasa
por una valoración subjetiva, como si se relativizara lo que es moral, sino más bien que se trata de
encontrar una norma general, a partir de casos particulares, una normal objetiva que se muestre
en tales casos. Por eso Hume habla de sentimientos comunes en los seres humanos, que se basan
en la naturaleza humana.. En definitiva, se trata de que la razón queda supeditada a las pasiones,
pero no impide tal situación el que hayan normas morales universales.

En su análisis empírico, Hume encuentra que las cosas que consideramos morales, como la
benevolencia, etc., pasa por la utilidad que presta para la sociedad humana. Es decir, es el criterio
de la utilidad que brinda a tal característica el grado de moral. Esto significa que algo lo
consideramos moral porque produce sentimientos de alabanza, y produce sentimientos de
alabanza porque es útil para la sociedad. Aquí es donde se cumple la función de la razón. La razón
lo que hace es discernir si tal o cual acto o actitud es útil, y es a partir de allí donde entra el rol de
las pasiones, que, una vez discernido lo que es útil y lo que es pernicioso, empieza a forjar hábitos
de deseo de lo útil y de aversión de lo pernicioso. Pero discernir lo que es útil, siempre va de
acuerdo a un fin por el cual lo útil es útil. Así, el fin por el cual deseamos lo útil es la felicidad
general, la felicidad de toda la sociedad. Esto muestra que la naturaleza del ser humano es de por
sí altruista, desinteresada. Además, en virtud de que en soledad no podríamos sobrevivir,
necesariamente nos vinculamos con otros, para así poder sobrevivir, por lo que naturalmente
valoramos los actos que promueven el orden social. Por lo mismo, actitudes antisociales como el
celibato, etc., son un vicio. Podemos enlazar la idea del altruismo de los seres humanos con el
tema de si es que acaso el amor propio el que hace que juzguemos que ciertas actitudes son
morales porque son útiles. En efecto, si sólo fuera el amor propio lo que nos lleva a tales juicios
morales, no podríamos explicar cómo consideramos buenas y morales actitudes que sólo son
útiles para la persona que tiene tales actitudes Ocurre lo mismo con la justicia. La justicia la
consideramos virtuosa sólo porque es útil, ya que brinda felicidad y seguridad procurando el orden
de la sociedad. Es cierto que somos parciales con nosotros mismos y con nuestros amigos, pero
reconocemos que una actitud más equitativa es más provechosa para toda la sociedad. Es
importante señalar que nuestra valoración, nuestro sentimiento sobre la justicia, no deriva de una
idea innata, o de un sentimiento de la misma naturaleza humana, sino más bien de una reflexión
sobre la utilidad que provee la justicia.

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