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Colección

Teoría
Psicoanalítica
EL PACIENTE COMO NIÑO MALTRATADO. UNA
PERSPECTIVA ÉTICA Y EPISTEMOLÓGICA.
REYNA HERNÁNDEZ DE TUBERT
FICHA TÉCNICA
Autor Hernández de Tubert, R.
Título El paciente como niño maltratado. Una perspectiva ética y epistemológica.
Nombre de la revista Revista Latinoamericana de Psicoanálisis
Ciudad Montevideo
Año 2004
Mes
Día
Páginas 59-74
Editor
Editorial
Volumen 6
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BIBLIOGRAFÍA

Hernández, R. (2004). El paciente como niño maltratado. Una


perspectiva ética y epistemológica. Montevideo: Revista
Latinoamericana de Psicoanálisis (6). Pp: 58-74. URL:
http://www.fepal.org/images/2004REVISTA/tubert.pdf
EL PACIETE COMO IÑO MALTRATADO
Una perspectiva ética y epistemológica *
Reyna Hernández de Tubert **

A. Freud y Ferenczi: dos concepciones del mundo


En una serie de trabajos previos (Hernández de Tubert, 2000a, 2000b; Tubert-Oklander y
Hernández Hernández, 1993) he expuesto la hipótesis de que toda nuestra experiencia y
conocimiento del mundo se basa en el conjunto de presuposiciones, creencias y valores que
constituye nuestra concepción del mundo (Weltanschauung, en alemán). Dicha visión del mundo
es, en su mayor parte, inconsciente, y ha sido adquirida en la infancia, a partir de las primeras
identificaciones. Se trata de una estructura psicológica real, no de un sistema de pensamiento
consciente. Todos tenemos una concepción del mundo, aunque no lo sepamos ni estemos
necesariamente en condiciones de expresarla en palabras. Algunos de nosotros nos dedicamos a
reconstruir, en términos lógicos, algunos aspectos de esta concepción del mundo, con el fin de
compartirla y discutirla con otras personas. Pero es fundamental que distingamos entre la
concepción del mundo, como estructura psicológica, y su reconstrucción lógica, como tema del
discurso.
Jean Piaget (1966, 1977) ha desarrollado la teoría de que todas nuestras percepciones de la
realidad surgen del encuentro de los estímulos con los esquemas inconscientes previos, a los que
llama “esquemas de acción”. Toda nueva situación es interpretada en términos de un esquema
preexistente; a este proceso lo llama “asimilación”. En un segundo tiempo, el esquema puede
modificarse para incorporar algunos aspectos novedosos de esta nueva experiencia; a esto lo
llama “acomodación”. Es el proceso sin fin de asimilación-acomodación-nueva asimilación el
que nos permite aprender cosas nuevas. Ello corresponde al “interjuego de identificaciones
proyectivas e introyectivas” que describe Melanie Klein (1946, 1952) y al “aprendizaje de la
experiencia” de Bion (1962).
La posibilidad de cotejar permanentemente nuestros esquemas con la realidad es la base de
los procesos de conocimiento. Sin embargo, no todos los esquemas tienen el mismo peso ni son
igualmente revisables. Algunas de nuestras presuposiciones son tan fundamentales para la
estructura de nuestros sistemas de pensamiento, que resultan prácticamente inmodificables.

* Versión castellana, ampliada y revisada del trabajo “Il paziente come bambino maltrattato. Una
prospettiva etica ed epistemologica”, presentado en el Congreso Internacional “Sándor Ferenczi Clínico”.
Turín, 18-21 de julio de 2002. Publicado, en una versión ligeramente resumida, con el título “Cuando el
analista maltrata al paciente. Una perspectiva ética y epistemológica.” Revista Latinoamericana de
Psicoanálisis, Montevideo, 2004, Vol 6, págs. 59-74.
** Miembro Titular de la Asociación Psicoanalítica Mexicana y Analista Didáctica de su Instituto.
Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina y de la Group-Analytic Society.
E-mail: ReynaHdzTubert@gmail.com
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Además, dado que impregnan toda nuestra experiencia de la realidad, son muy difíciles de
identificar como creencias, ya que todo lo que vivimos parece confirmarlas. El resultado es que
no las consideramos en absoluto como pensamientos nuestros, sino simplemente como “la forma
en que son las cosas”.
Propongo, por lo tanto, la hipótesis de que la concepción del mundo es una estructura
mental, que es originalmente y en su mayor parte inconsciente, y que incluye un conjunto de
presuposiciones, valores, creencias, códigos de representación y procedimientos, con los que
interviene en la construcción de nuestra “realidad” experiencial. En consecuencia, no sólo
determina la forma en que interpretamos nuestras percepciones y experiencias, sino que también
participa en su propia génesis.
La concepción del mundo es una estructura a la vez colectiva y personal. Si bien es válido
plantear que cada ser humano tiene su propia concepción del mundo, esta concepción personal se
inserta siempre en el contexto de una concepción colectiva, propia de la sociedad, la cultura y del
momento histórico en el cual ha nacido y se ha formado el individuo. Una de las consecuencias
de ello es que la comunicación entre personas de diferentes culturas resulta difícil, en el mejor de
los casos, e incluso imposible, a veces.
Sin embargo, también dentro de una misma cultura existen diferencias en las concepciones
del mundo, que obstaculizan frecuentemente la comunicación. La concepción del mundo propia
de una cultura no es lógicamente coherente; dado que se trata de una estructura
fundamentalmente inconsciente, obedece a las leyes del pensamiento inconsciente, que permiten
la coexistencia de conjuntos de ideas mutuamente incompatibles. Si bien es cierto que cada
individuo incorpora insensiblemente todos los temas, las creencias y los problemas centrales de
su cultura, también recibe de su familia y su medio social inmediato una serie de mandatos
respecto de cuáles elementos de este complejo sistema ideológico ha de reconocer y asumir, y
cuáles desconocer o reprimir.
Sigmund Freud y Sándor Ferenczi eran ambos miembros de la misma cultura: judíos
europeos, con una formación médica, identificados con los ideales de la ciencia del Siglo XIX,
pero también influidos por el movimiento romántico y con intereses místicos no del todo
confesados, sobre todo en el caso de Freud. Obviamente, estos eran elementos contradictorios,
que reflejaban las contradicciones de la cultura que los originó. Pero las soluciones que cada uno
de ellos dio a estas contradicciones dependieron de sus particulares experiencias de vida.
Freud fue el hijo preferido de una madre un tanto absorbente, mientras que su padre lo
decepcionó, por no estar a la altura de la figura fuerte e idealizada que buscaba en él. Por otra
parte, todo el entorno en de su infancia favoreció en él el desarrollo de expectativas grandiosas
respecto del lugar que habría de ocupar en la sociedad, las que cobrarían la forma de una infantil
identificación con Aníbal (Freud, 1900). El resultado fue una estructura neurótica de
personalidad, en la que su identidad de base no estaba cuestionada, pero en la que buscaba
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sistemáticamente el reconocimiento y el prestigio a través de adecuarse a un ideal de


cientificidad, a un tiempo que reprimía o negaba sus intereses románticos o místico-religiosos.
Ferenczi, por lo contrario, jamás se sintió querido por su madre, lo que lo llevó a una
búsqueda sin fin de amor y reconocimiento. Todo ello lo hizo ubicar a la experiencia emocional
en el centro de sus preocupaciones teóricas y terapéuticas. A pesar de compartir los ideales
científicos de Freud, ello no le impidió explorar más abiertamente sus intereses místicos.
También pudo reconocer, a diferencia de Freud, que las características absolutamente novedosas
del psicoanálisis lo alejaban irremediablemente de los modelos epistemológicos desarrollados por
las ciencias naturales del Siglo XIX, y que debería, por lo tanto, encontrar sus propias formas de
validación y de convicción.
Estas dos perspectivas del mundo, de la ciencia, de la vida y del ser humano, no podían
dejar de entrar en conflicto en algún momento (Tubert-Oklander, 1998). Y el principal punto de
conflicto se centró en el problema de los valores y la ética.

B. La ética del psicoanálisis


Como todos lo sabemos, los aspectos éticos de la práctica analítica son sumamente complejos. Se
superponen en parte con los de las demás profesiones de ayuda, tales como la medicina, el trabajo
social o el sacerdocio, pero presentan también características únicas, en función de las
circunstancias exclusivas de la práctica psicoanalítica. Además, no pueden disociarse los aspectos
técnicos y teóricos de los valores éticos que subyacen a la práctica analítica. Así lo señala
Etchegoyen (1986), en su conocido texto de técnica psicoanalítica, cuando nos dice:
Así como hay una correlación estricta de la teoría psicoanalítica con la técnica y con la
investigación, también se da en el psicoanálisis, en forma singular, la relación entre la técnica
y la ética. Hasta puede decirse que la ética es una parte de la técnica o, de otra forma, que lo
que da coherencia y sentido a las normas técnicas del psicoanálisis es su raíz ética. La ética se
integra en la teoría científica del psicoanálisis no como una simple aspiración moral sino
como una necesidad de su praxis [Etchegoyen, 1986, pág. 27].
Estoy de acuerdo con este autor en lo referente a que la ética es una parte integral de
nuestra práctica, y que sus transgresiones invalidan la aplicación de las mejores teorías y las más
elaboradas técnicas. Difiero, sin embargo, en la presuposición implícita de que existe un sólo
conjunto posible de valores subyacente al ejercicio del psicoanálisis. La realidad es que los
psicoanalistas estamos divididos en función de nuestras diferentes concepciones de mundo y del
ser humano, y que las mismas son una parte integral de la forma en que concebimos y
practicamos el psicoanálisis.
Todos sabemos que Freud (1923) definió al psicoanálisis en su triple acepción de método
de investigación, método terapéutico y teoría psicológica. Los psicoanalistas presentamos
importantes divergencias en el peso relativo que otorgamos a estos diferentes aspectos de nuestra
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disciplina, determinando así el surgimiento de lo que André Green (1997) denomina las grandes
“familias espirituales” de la comunidad psicoanalítica. Estos valores no son inherentes a la teoría
y la técnica psicoanalíticas, sino que provienen de la concepción del mundo y la ideología
personales del analista, las cuales son previas a su formación profesional y no se basan en
argumentos demostrables (Tubert-Oklander y Hernández Hernández, 1993; Hernández de Tubert,
2000b).
Los valores son criterios generales respecto de lo posible, lo deseable y lo debido. De ellos
no cabe decir que sean “verdaderos” o “falsos”, ya que no son proposiciones acerca de la
realidad, sino los propios cimientos sobre los que se construye nuestra experiencia de la realidad.
No existen valores “objetivos” y, por lo tanto, cualquier discusión productiva acerca de los
mismos sólo puede conducirse a partir de la explicitación de los valores de cada una de las partes
y del respeto por el derecho de cada uno a sostenerlos. (Esta afirmación es, desde luego, también
ideológica, y constituye un principio fundamental de la democracia.) Comenzaré, por lo tanto,
explicitando los valores que orientan mi práctica, ya que sólo en este contexto podrán entenderse
las siguientes consideraciones.
Toda la discusión subsiguiente se basa en mi creencia de que la esencia y la razón de ser del
psicoanálisis se encuentran en su mandato terapéutico. Más allá de ser éste el principal interés
que me trajo a esta profesión, es importante destacar que también es el de los pacientes. La mayor
parte de los analizados han llegado al tratamiento analítico en busca de aliviar sus sufrimientos y
limitaciones, y de mejorar su calidad de vida. Aun en los casos en los que llegan planteando otras
razones, tales como el interés profesional o el deseo de conocerse, la indagación analítica acaba
por develar un sufrimiento latente y una oculta esperanza de aliviarlo. En consecuencia, no
resulta aceptable que un psicoanalista tome en tratamiento a una persona que plantea una
demanda terapéutica, a menos que esté dispuesto a respetarla y aceptarla.
No desconozco que existen colegas que no comparten esta forma de concebir nuestra
disciplina. Algunos de ellos destacan el aspecto del psicoanálisis como método de investigación
del inconsciente, mientras que otros asignan a la teoría psicoanalítica un lugar fundamental como
doctrina filosófica que da cuenta de la existencia humana. Esto plantea algunos conflictos
morales, derivados de la discordancia entre la petición del paciente y las convicciones del
analista. Sería interesante saber cómo manejan esta situación aquellos analistas que creen
firmemente que el psicoanálisis no tiene —o no debe tener— una función terapéutica. Pienso que
una solución posible consistiría en que el psicoanalista informara al analizado que lo que le está
ofreciendo no es un camino para el alivio de sus sufrimientos, sino solamente una oportunidad
privilegiada para conocerse. Esta medida tendría la virtud de ser clara, explícita y honesta, pero
podría caer en el riesgo, desde mi punto de vista, de constituirse en una complicidad inconsciente
del analista con las defensas del paciente. Una persona que ha debido negar, para sobrevivir, su
fragilidad, su sufrimiento y su desesperado anhelo de ayuda y de cuidado, podría aceptar con
entusiasmo una propuesta de tratamiento que le garantiza que no corre el riesgo de entrar en
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contacto con sentimientos tan dolorosos. Pero, ¿debe acaso el analista hacerle el juego a estos
temores del analizado? Este es un tema que, por lo menos, merece ser ampliamente discutido en
nuestra comunidad.
Este contraste entre un punto de vista que define al psicoanálisis como un método de
investigación privilegiado para el conocimiento del inconsciente, y otro que destaca su cometido
terapéutico, no es algo nuevo. En realidad, existe desde los comienzos del psicoanálisis, como lo
señalaron Ferenczi y Rank en su libro de 1923 sobre El desarrollo del psicoanálisis, al hablar del
“efecto recíproco de la teoría y la práctica”. Allí nos dicen que:
El análisis ha presentado, desde sus comienzos, dos aspectos bien diferentes que entran
permanentemente en contacto, se superponen y entrecruzan, y todo depende del ángulo desde
donde lo vemos. Si uno considera a la técnica analítica como un medio para encontrar nuevos
hechos y conexiones psicológicas, es decir, para la investigación de la vida mental, podrá
decir entonces que su valor terapéutico es puramente accidental. Si, por lo contrario, la ve
desde el punto de vista de la terapia, los resultados científicos serán bienvenidos como un
deseable subproducto [Ferenczi y Rank, 1923, pág. 46, mi traducción].
Por otra parte, esta divergencia respecto de los objetivos del psicoanálisis fue también uno
de los ejes del trágico desencuentro entre Freud y Ferenczi (Tubert-Oklander, 1998). El primero
de ellos mostró siempre un muy escaso interés por la terapia. Sabemos, por sus propias
declaraciones, que se sentía mucho más investigador que médico, y que para él la práctica clínica del
psicoanálisis era fundamentalmente un medio que le permitía continuar desarrollando sus intereses
científicos. Ferenczi, en cambio, era un terapeuta apasionado, y así lo describe Balint:
Si tuviera que definir en una palabra lo que fue realmente nuestro maestro en su corazón,
debiera decir que fue un médico en el mejor y más rico sentido de la palabra. [...] Lo único
que podía mantener permanentemente su interés, y en lo que su inquieto espíritu podía hallar
reposo, era ayudar, curar. [...] Su única meta, la cual jamás perdía de vista, era aliviar los
sufrimientos de las personas mentalmente enfermas [Balint, 1933, pág. 235, mi traducción].

Una tal divergencia en los valores de estos dos analistas, la cual sólo puede explicarse en
función de sus respectivas concepciones del mundo (Tubert-Oklander, 1998), no podía dejar de
perturbar su relación profesional y, en última instancia, también su amistad.

C. Lo que el paciente puede esperar del analista


Habiendo dejado establecido al cometido terapéutico como el valor básico que debe regir el
tratamiento, al menos desde mi punto de vista, quisiera enumerar lo que el paciente tiene derecho
a esperar del analista, tanto en términos de conductas concretas, como de actitudes. Winnicott
(1954) desarrolló algunos de estos puntos, en su clásico trabajo “Aspectos clínicos y
metapsicológicos de la regresión dentro del marco psicoanalítico”. Allí describe minuciosamente
lo que el analista ofrece, como persona real, para la constitución del encuadre. El psicoanalista
está siempre, en el curso de las sesiones: 1) presente, 2) puntual, 3) vivo, 4) despierto, 5) atento,
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6) emocionalmente disponible, 7) dispuesto a comprender y compartir su comprensión, y 8) al


servicio del paciente. Todo esto se resume, en palabras del autor, diciendo que “el analista se
comporta bien, y lo hace sin demasiado esfuerzo, simplemente porque es una persona
relativamente madura” (op. cit., pág. 286, mi traducción). Y agrega un comentario de la mayor
importancia:
En la situación analítica, el analista es mucho más confiable que lo que es la gente en la vida
corriente. Es en general puntual, no hace berrinches, no está expuesto a enamoramientos
compulsivos, etc. [op. cit., pág. 286, mi traducción].
Este énfasis en la contribución al proceso terapéutico de la personalidad y las conductas
concretas del analista, dista mucho de la tradicional concepción del psicoanalista como “pantalla
en blanco”, sobre la cual se proyectan los objetos del mundo interno del paciente. Se trata, no
obstante, de un punto de vista que es compartido por una buena parte de la comunidad
psicoanalítica, particularmente aquellos que se identifican con la llamada “teoría de las relaciones
objetales” (Hernández de Tubert, 1995, 1997, 1998; Tubert-Oklander, 1991, 1994, 1997a, 1997b,
1998; Tubert-Oklander y Hernández de Tubert, 1995).
Otro aspecto de la contribución del psicoanalista a la constitución de la situación analítica,
se deriva de los diferentes componentes de lo que denominamos la actitud analítica. 1) La
veracidad es el valor fundamental del psicoanálisis: un psicoanalista no teme decir lo que piensa
y, sobre todo, no tiene miedo a llamar a las cosas por su nombre. 2) El analista tiene un
compromiso con el paciente: un analista es alguien que cumple lo que promete y que no promete
lo que no puede cumplir. 3) El analista asume una actitud de apertura emocional; no se defiende
ni evita el contacto con el paciente, y reconoce y acepta los sentimientos de amor y de odio que
éste le despierta. 4) La empatía es la capacidad y disposición a identificarse con el paciente, con
el fin de conocerlo mejor "desde adentro", a partir de una actitud de aceptación y respeto. 5) La
neutralidad consiste en la firme decisión de evitar tomar partido ante cualquier conflicto del
analizado, sea éste un conflicto consigo mismo o con alguna otra persona o instancia del mundo
externo. Ello no supone que el analista opere sin un conjunto de valores propios, sino que los
mismos se subordinen al respeto por los valores del paciente. 6) Finalmente, está la abstinencia,
término acuñado por Freud (1919) para referirse a la recomendación de que el analista no
gratificara los deseos neuróticos del paciente, y que posteriormente se amplió para referirse a su
compromiso moral de no utilizar a este último para gratificar sus propios deseos y necesidades.
La restricción planteada por la abstinencia es mucho mayor para el analista que para el
paciente. Existen diversas situaciones clínicas en las que el analista puede tener que hacerse cargo
de necesidades emocionales no neuróticas del paciente. Esto es particularmente notable en el caso
de las regresiones terapéuticas (Hernández de Tubert, 1994, 1997, 1998; Winnicott, 1954, 1955-
56). Pero el psicoanalista tiene la obligación de atender y resolver sus propias necesidades,
emocionales o de otro tipo, para evitar cargar con ellas a sus pacientes. Un psicoanalista es una
persona que se pone, sincera y abiertamente, al servicio de otro ser humano sufriente, procurando
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comprenderlo y atender sus necesidades emocionales, con exclusión de aquellas que contribuyen
al mantenimiento de su perturbación, y que evita, de todas las maneras posibles, someterlo a
cualquier forma de explotación o abuso.
Sin embargo, es un hecho conocido que con cierta frecuencia los psicoanalistas y terapeutas
no estamos a la altura de estas elevadas exigencias morales. No es extraño encontrar casos en los
que los profesionistas tratantes caen en un acting out sexual con algunos pacientes, reaccionan
con violencia ante ellos, se aprovechan de ellos desde el punto de vista económico, político o
social, o los utilizan para algún tipo de explotación narcisista. Este tema no suele discutirse
abiertamente, si bien es motivo de muchos chismes y comentarios de pasillo. Cuando se lo toca, a
veces —cuando el terapeuta en cuestión es amigo del que hace el comentario— se atribuye la
transgresión a la grave patología del paciente; otras —cuando se está hablando de un enemigo o
rival— se la explica por la patología o la falta de análisis del colega en cuestión. Se trata, no
obstante, de un fenómeno clínico que merece ser estudiado y que, desde mi punto de vista, surge
de la interacción entre el paciente y el analista.

D. Un caso de abuso terapéutico


Quisiera presentar una breve viñeta, para ilustrar cómo pueden acumularse las situaciones de
abuso y explotación de un paciente, cuando se conjugan los graves rasgos narcisistas y
masoquistas de su personalidad con la patología de sus terapeutas. Pablo, un joven artista que
había sufrido experiencias de abuso sexual durante la infancia, se sentía interferido en sus
actividades por una intensa angustia, y ante las fallas frecuentes de sus planes, que contrastaban
con el incipiente éxito de sus amigos, comenzó a aislarse y buscó finalmente ayuda profesional.
Ingresó así a un grupo terapéutico, en el que desarrolló su tratamiento en forma aparentemente
normal.
Poco después, conoció a dos mujeres terapeutas en un congreso al que asistió y entabló
amistad con ellas. Decidió, entonces, buscar a ambas para solicitarles ayuda terapéutica. Así fue
que, simultáneamente, asistía al grupo e iba a consulta con Remedios y Daniela. La relación con
estas dos mujeres acabó siendo una extraña mezcla de tratamiento y acting out sexual. Con
Remedios tuvo relaciones sexuales, y pronto acabó la supuesta terapia. En cambio, con Daniela
solía tener primero una sesión y luego tenían relaciones sexuales.
Esta situación se prolongó durante varios meses, sin que aparentemente el terapeuta de
grupo interviniera en forma alguna. Es también importante que en el grupo tuvo, junto con otros
compañeros, un acting out autodestructivo sumamente grave, poniendo en riesgo su vida. El
terapeuta connotó positivamente este episodio, e incluso llegó a presentarlo públicamente en un
ámbito profesional, como un ejemplo de éxito terapéutico. Fundamentaba dicha opinión en el
hecho de que, a pesar del riesgo corrido, no hubo un desenlace trágico, y esto habría permitido la
expresión y elaboración de sus conflictos inconscientes.
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El grupo se dio por terminado, en un aparente final feliz, pero Pablo continuó sintiéndose
en una situación de caos y atrapado en una actividad sexual promiscua, sobre todo con una de las
dos terapeutas que, en algún momento, habían asumido el compromiso de ayudarlo. En
consecuencia, decidió viajar a otro país, donde permaneció durante un período prolongado. Al
regresar a México, buscó a su terapeuta de grupo, que representaba para él una figura paterna,
con el deseo de retomar el tratamiento. Éste le dijo que no contaba con tiempo para atenderlo y lo
despidió sumariamente. Pablo vivió esto con mucha desolación, por considerarlo un rechazo.
Tuvo la impresión de que el terapeuta no deseaba realmente enterarse de sus sufrimientos, ya que
el grupo había sido supuestamente un éxito. Además, era probable que no estuviera ahora en
condiciones de pagar sus honorarios. Recurrió entonces a diferentes profesionales, con los que no
logró consolidar un tratamiento, abandonándolos en las primeras sesiones, hasta que llegó
conmigo e inició un tratamiento psicoanalítico tradicional.
Más allá de la discusión de las complejas relaciones tránsfero-contratransferenciales que se
dieron en sus tratamientos, quisiera destacar los problemas éticos que estos plantearon. No cabe
duda alguna de que las dos terapeutas transgredieron todos los límites, en parte por ignorancia y
en parte por su patología. Pero también lo hizo el terapeuta de grupo. El grupo en el que estuvo
Pablo tenía una orientación teórico-técnica que fomentaba la expresión irrestricta de los deseos y
emociones de sus miembros. De allí que el grave acting out, con peligro para la vida de quienes
en él participaron, fuera calificado como un logro.

E. El paciente como niño maltratado


El caso que acabo de relatar puede verse desde varios puntos de vista. No se trata aquí solamente
de una situación de ineptitud, irresponsabilidad o descuido por parte de los tres terapeutas, sino
de algo mucho más típico y profundo. Aquellos pacientes que han padecido experiencias de
abuso y maltrato durante su infancia, tienden a repetir esta situación en la relación con su
terapeuta, y esto plantea pesadas exigencias para éste, quien debe utilizar todos sus recursos para
evitar reproducir la situación traumática inicial. En aquellos casos en los que no cuenta con los
conceptos teóricos y los instrumentos técnicos necesarios para identificar y enfrentar este
problema, es posible que no pueda evitar reeditar el abuso y el maltrato que el paciente sufriera
de niño. Lo mismo sucede cuando se da una superposición entre las patologías y situaciones de
vida del paciente y del terapeuta (Puget y Wender, 1982; Tubert-Oklander, 2002).
Pablo padecía, desde mi punto de vista, de un trastorno narcisista de la personalidad. Basaba
mi diagnóstico en sus vivencias de vacío, pobre autoestima, búsqueda desesperada de relaciones
empáticas en las que no acaba de creer, y sentimientos de vergüenza con vivencias de
fragmentación, así como en las características de su transferencia, en la que se defendía de la
intimidad y el contacto emocional, con el fin de evitar la catástrofe que para él representaría una
respuesta de rechazo o incomprensión. En aquel momento, pensé que el pronóstico podría ser bueno,
si lograba persistir en el tratamiento, por su juventud, inteligencia, creatividad e insistencia en la
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búsqueda de ayuda adecuada, a pesar de las insatisfactorias experiencias previas. El riesgo de


abandono del análisis estaba, sin embargo, siempre presente, debido al sentimiento de profunda
humillación y desconfianza con el que vivía tanto sus emociones como la necesidad de ayuda, y a la
inautenticidad de sus relaciones. Esto se extendía también, desde luego, a la relación conmigo. Otro
elemento que complicaba la situación era el hecho de ser yo mujer, lo que lo llevaba a identificarme
con sus terapeutas previas.
Pablo llegó al tratamiento sintiéndose sumamente angustiado, con fenómenos de
despersonalización y angustia catastrófica. Relataba también dificultades para iniciar y concluir
casi cualquier actividad laboral. Se presentaba suspicaz y temeroso, ambivalente ante las
relaciones, con una grave conflictiva conyugal, y con una historia previa de tratamientos signados
por la confusión y las transgresiones al encuadre.
Ya en la relación conmigo, pasó por una primera etapa de desconfianza e incertidumbre,
expresando mucho miedo a la crítica y sintiendo que en cualquier momento podía yo dar por
terminado el tratamiento. Sentía vergüenza por necesitar ayuda y aceptación de mí. Sus relatos
estaban llenos de explicaciones, interpretaciones y tecnicismos psicoanalíticos. Al mismo tiempo
que me demandaba ayuda y aceptación, trataba de encontrar por sí mismo los mecanismos
intelectuales que dieran respuesta a sus múltiples interrogantes y ocultaran sus carencias tan
profundas y humillantes para él. El trabajo analítico fue principalmente en función de interpretar
esta primera fase de desconfianza y fortalecer una alianza de trabajo, así como de interpretar sus
resistencias, sobre todo la intelectualización.
Pablo también expresaba confusión y deseos de huir ante las situaciones que le generaban
angustia. Tenía la expectativa catastrófica de que podía ser rechazado de manera violenta por mí,
si no cumplía con los deseos que suponía que yo tenía hacia él. Posteriormente desarrolló una
mayor aceptación de la relación conmigo, viviéndola con menos angustia. Es de destacar que
presentaba, en el curso de las sesiones, la referida confusión y sentimientos de poca autenticidad
frente la inminencia de posibles separaciones o amenazas al tratamiento, así como ante las
separaciones por fines de semana o vacaciones.
En todo esto se manifestaba el conflicto básico de mi paciente: necesitaba
desesperadamente renunciar a sus defensas, acercarse a mí y ponerse totalmente en mis manos,
para que yo lo cuidara realmente, pero al mismo tiempo se sentía absolutamente incapaz de
confiar en otro ser humano. Recurría, en consecuencia, a diversas maniobras que le permitían un
substituto, una mala imitación de la cercanía emocional, sin dejar la esfera de su control
omnipotente. Así intentó primero los halagos, la seducción intelectual y luego la sexual, al
acercarse a mí con piropos. Con sus otros terapeutas, sus maniobras tuvieron éxito y la relación
se desvirtuó. Yo, por mi parte, procuré mantenerme dentro los límites exigidos por las normas del
tratamiento psicoanalítico, lo cual generó nuevos problemas, como veremos más adelante.
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Es importante destacar que, en la historia infantil de Pablo, encontramos los elementos


característicos de las personalidades narcisistas. Tanto la madre como el padre fueron distantes
emocionalmente. Con este último logró tener una relación sólo en la medida en que se adaptó a
sus intereses intelectuales, en una explotación narcisista por parte del padre. Además, se topó con
una situación de abuso sexual concreto por parte de un primo mayor. El resultado de todo esto
fue una grave desconexión respecto de sus propios sentimientos, aunada a un hiperdesarrollo de
sus funciones intelectuales, que ocupaban el lugar de su verdadero self. Esta modalidad de falso
self, centrada en el desarrollo de las capacidades mentales, disociadas del psique-soma original,
ha sido descrita por Winnicott (1949, 1960). En esta situación, el sujeto se identifica con su
mente, aislada de la existencia corporal, y pierde así el contacto con su vida emocional.
En el campo de sus relaciones interpersonales, se apreciaban en Pablo dos rasgos
característicos de los pacientes narcisistas: la evitación perversa de la intimidad y la cercanía, y la
adaptación excesiva a las necesidades de los demás. En la primera, la cercanía emocional es a la
vez buscada y evitada. Se genera así una paradoja lógico-pragmática (Bateson, 1972, 1979;
Rosenfeld, 1985), que puede formularse en los siguientes términos: “Te ordeno que te acerques a
mí, a condición de que no te acerques nunca.” La solución de esta exigencia imposible se da
cuando se subvierte el significado de “mí” y de “ti”. Si la persona que se acerca no soy yo, sino
un personaje inventado por mí, yo ya no corro riesgo alguno en la relación, pero tampoco
encontraré jamás la respuesta auténtica que anhelo. Lo mismo ocurre si la persona a quien me
acerco no eres tú, sino un títere, creado por mi omnipotencia y manejado por mis identificaciones
proyectivas. Así Pablo quedaba finalmente atrapado, como todos los narcisistas, en un mundo
devastado, en el que no existían otros seres humanos capaces de responder a su búsqueda de
aceptación, cariño y cuidados, manteniéndose así indefinidamente su vacío interior.
Ésta era la razón de su constante mimetismo, en el que ponía toda su inteligencia y
sensibilidad al servicio de la detección de los deseos y necesidades del otro que tenía delante,
para luego transformarse en una imitación de lo que éste esperaba de él. Así recreaba las
diferentes situaciones de abuso, de las cuales él era coautor. Esto sucedió muy notablemente con
las dos terapeutas que conoció en el congreso, y con quienes primero entró en “terapia”, para
luego pasar a tener relaciones sexuales con ellas. Pero también se dio una situación semejante con
el terapeuta del grupo, si bien menos grosera en sus manifestaciones.
Según el relato del paciente, el conductor del grupo puso fin al tratamiento poco después
del grave acting out suicida, que puso en peligro su vida y la de otros pacientes. Éste fue
interpretado como un logro terapéutico, por haber permitido la expresión de sentimientos
profundos, que luego habrían sido elaborados en términos del “paso a la etapa edípica”. Además,
en la última sesión se pidió a los pacientes que evaluaran lo que habían obtenido de la terapia.
Todos ellos, incluyendo a Pablo, hicieron comentarios muy elogiosos. Él, en particular, se refirió
a sus muchos progresos, omitiendo comunicarles que se encontraba en una situación emocional
caótica, confundido por su relación con las otras dos terapeutas, sintiéndose abandonado por la
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terminación del grupo y abrumado por sus propias carencias. Todo esto lo llevó a huir al
extranjero. En consecuencia, una vez más, Pablo le dio a su terapeuta lo él suponía que éste
quería escuchar.
Por otra parte, esta técnica de desempeño de roles no sólo crea al interlocutor el espejismo
de que el sujeto es precisamente lo que él desea, sino que contribuye aún más a la evitación de la
cercanía y la intimidad. Ésta fue la mayor dificultad del tratamiento de Pablo, ya que él buscaba
evitar, por todos los medios posibles, el contacto personal conmigo. Así se despersonalizaba,
transformándose en una serie de personajes de su invención, o me quitaba toda cualidad humana,
incorporándome a la esfera de su omnipotencia narcisista, buscando hacerme caer en la trampa de
un mutuo acting out, que confirmaría su inexistencia y la mía, transformándonos en meros
personajes de una telenovela que él escribía, dirigía y actuaba.
Después de una serie de sesiones en las que interpreté sistemáticamente estos mecanismos
defensivos, apareció fugazmente en él el miedo de que tuviera que terminarse el análisis. Poco
después, se enteró de que yo iba a participar en un evento científico, con una conferencia, y logró
que lo comisionaran de su trabajo para asistir al mismo, incluso sin pagar inscripción, ya que iba
como reportero. Me sorprendió descubrirlo entre el público, y luego él se acercó con bastante
timidez a saludarme. Yo le respondí amablemente. Cuando finalmente se publicó su artículo
sobre la reunión, me trajo una copia, que le agradecí, aunque también le interpreto su deseo de
transgredir la relación analítica, trasformándola en otro tipo de relación, menos amenazante para
él.
Pablo se sintió molesto y rechazado. Era obvio para mí que él hubiera esperado que su regalo
trajera como consecuencia un cambio radical en nuestra relación. Incluso me reprochó por qué no
era yo como su terapeuta anterior, con quien mantenía largas discusiones intelectuales, las cuales
según él lo enriquecían en grado sumo. Yo continué interpretando su miedo a una verdadera relación
conmigo, como un ser humano real e independiente de él.
Poco tiempo después, comenzó a llegar tarde y a faltar a sus sesiones. Paradójicamente, mi
negativa a responder a lo que yo consideraba como sus intentos de seducción, lo llevó a
identificarme insistentemente con Daniela, la terapeuta con quien tenía relaciones sexuales. Poco
después, dejó el tratamiento.
¿Qué sucedió con Pablo? En retrospectiva, pienso que no pudo tolerar la ruptura de la relación
diádica narcisista, por él buscada, al descubrir que yo obedecía a una instancia ajena a la misma —
un código de ética profesional—, que intervenía a modo de un tercero que imponía la Ley. Esta
presencia dentro mío, representante de mi comunidad profesional y de su tradición y normas, debe
habérsele presentado como un objeto incomprensible, siniestro y aterrador, ya que era ajeno a toda
su experiencia de vida, en la que siempre fue objeto o sujeto de explotación narcisista.
Por otra parte, es también posible que mi conducta profesional, al estar sujeta a la norma, haya
sido vivida por él como una crítica implícita a sus objetos primarios. De ser así, Pablo se habría
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enfrentado a un conflicto de lealtades, que favoreció el que abandonara el tratamiento, dado que no
logré darme cuenta e interpretarlo en ese momento.
Pero también me pregunto —siguiendo la sugerencia de Ferenczi (1933) de que consideremos
siempre la posibilidad de que los reproches del paciente sean válidos, hasta que no se demuestre lo
contrario— si la experiencia de rechazo vivida por Pablo no tendría algún sustento en mi
participación personal en nuestra interacción. En retrospectiva, pienso que la conjunción de la
tendencia de mi paciente a invitar a la explotación y el abuso, con los antecedentes de graves
actuaciones por parte de sus terapeutas anteriores, me llevó a mantenerme en un estado de alerta
frente a la posibilidad de que se repitiera esta situación. Ahora pienso que esto me restó
espontaneidad en la relación, ya que, aunque mi actitud emocional hacia él fue siempre de simpatía y
aprecio, procurando relacionarme con él en términos de consideración y respeto, mi reacción ante su
regalo del artículo fue cautelosa, tal vez excesivamente. Si bien no cabe duda de que sus
expectativas eran de que yo me incorporara a la esfera de su control omnipotente, volviéndome
“como su terapeuta anterior”, lo cual por cierto requería una respuesta mesurada y una interpretación
transferencial, creo ahora que él necesitaba un mayor reconocimiento de mi parte que el simple
agradecimiento. En ese sentido, es posible que yo no haya logrado mantenerme en la delgada línea
que corre de la sumisión a la demanda omnipotente del paciente y la omisión de una respuesta
contratransferencial positiva, justa, necesaria y adecuada a las necesidades de reconocimiento.
Más allá de estos aspectos de la dinámica emocional que se dio entre Pablo y yo, creo que en
la actualidad analizaría más explícitamente los aspectos inconscientes de su concepción del mundo
—es decir, sus presuposiciones acerca de la vida, las relaciones, el diálogo, el pensamiento y las
diversas formas de lidiar con todo esto—, así como sus sentimientos y reacciones ante el hecho
obvio e innegable de que yo me relacionaba con él, hablaba y actuaba a partir de un conjunto de
presuposiciones muy diferentes de las suyas. Asimismo, creo que intentaría investigar más
exhaustivamente su experiencia de sentirse frustrado y rechazado por mí, sin excluir la posibilidad
de que él tuviera razón. Ignoro si estas medidas pudieran haber llevado a un desenlace diferente,
pero sí sé que son más concordantes con mi forma actual de trabajar.
Este desenlace podría verse como un fracaso terapéutico, ya que no alcanzamos el punto en
el que mi paciente pudiera renunciar a sus defensas de toda la vida y establecer una nueva
relación, más profunda y auténtica, no sin antes “poder vivir la rebelión y el duelo ante la no-
disponibilidad de los padres de cara a [sus] necesidades narcisistas primarias” (Miller, 1979,
pág. 33). Considero, sin embargo, que el tratamiento fue efectivo, hasta donde pudimos llegar, ya
que Pablo se fue con una nueva experiencia en su haber: la relación con un objeto real no
corruptible, que mantiene su propia coherencia en función de una serie de valores éticos no
negociables, sin perder por ello su conexión empática con él. Pienso que esta experiencia,
totalmente novedosa para él, pudo haber creado las condiciones para que pudiera aceptar un
nuevo tratamiento en el futuro, en el que sí lograra resolver sus profundas heridas narcisistas.
Ignoro si éste podrá realizarse conmigo o si lo hará con algún otro analista, pero sí estoy
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convencida que mi paciente se fue mejor de lo que llegó, y ése es, desde luego, nuestro primer
objetivo en todos los tratamientos.

F. Conclusiones
La concepción del mundo y los valores —éticos y de otro tipo— de un psicoanalista determinan
qué tipo de fenómenos considerará reales y dignos de su indagación analítica, así como la
conducta profesional que ha de asumir frente a ellos. Dicha conducta dependerá tanto de la
personalidad, experiencias previas, posición teórica y técnica del analista, como de las
características y la patología del paciente.
El trabajo con pacientes narcisistas plantea particulares exigencias éticas. El analista se ve
sometido a una importante movilización emocional, a consecuencia de la presión de las
complejas maniobras defensivas transpersonales que ellos instrumentan para confirmar su
omnipotencia y evitar la relación emocional auténtica con otro ser humano. Sobre todo, esta
situación tiende a activar las heridas narcisistas del analista, que puedan haber quedado sin
resolver en su análisis didáctico (Miller, 1979; Finell, 1985).
Sabemos que los psicoanalistas estamos en parte protegidos, por nuestra experiencia
analítica personal, formación y pertenencia a una comunidad profesional, ante el riesgo de un
acting out sexual o agresivo. Pero la situación es más grave y difícil en lo que al acting out
narcisista se refiere, ya que este es más difícil de identificar.
Si hay algo de cierto en la hipótesis planteada por Alice Miller (1979) de que el trabajo
analítico ejerce una particular atracción para algunas personas que padecen las consecuencias
emocionales de una herida narcisista temprana, de ello se deriva el riesgo de que estos aspectos
de la personalidad del analista sean activados por la relación tránsfero-contratransferencial con el
paciente narcisista. La principal defensa contra estos peligros reside, obviamente, en un adecuado
análisis personal. Pero también es necesario contar con una teoría psicopatológica que registre y
dé cuenta de todos estos fenómenos relacionales, y esto es algo que podemos encontrar en la
fecunda línea de investigación de las relaciones objetales que se deriva de la obra pionera de
Sándor Ferenczi.

Resumen
La concepción del mundo y los valores —éticos y de otro tipo— de un psicoanalista
determinan qué tipo de fenómenos considerará reales y dignos de su indagación
analítica, así como la conducta profesional que ha de asumir frente a ellos. Uno de los
mayores problemas éticos generados por la clínica psicoanalítica es el del abuso de
los pacientes por parte del analista o terapeuta. Esta situación surge cuando se
conjugan los graves rasgos narcisistas y masoquistas de la personalidad de los
pacientes con la patología de sus terapeutas, y puede verse favorecida cuando el
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marco referencial de estos últimos no cuenta con los conceptos teóricos y los
instrumentos técnicos necesarios para identificar y enfrentar este problema.
La autora presenta el caso de un paciente narcisista que fuera víctima de abuso por
parte de sus terapeutas previos. Muestra como la patología de personalidad del mismo
lo llevaba a invitar a la explotación y el abuso por parte del objeto, y como esto se
manifestaba en el campo de la transferencia-contratransferencia. Contrasta, asimismo,
los puntos de vista de Sigmund Freud y Sándor Ferenczi sobre este problema, y su
relación con sus respectivas concepciones del mundo.

Summary
The analyst’s conception of the world and values —ethical or otherwise— determine
which phenomena he will consider as real and deserving his analytic inquiry, as well
as his professional behavior towards them. One of the greatest ethical problems of
psychoanalytic clinical practice is that of the abuse of patients by their analyst or
therapist. Such situation occurs when there is a confluence of the patient’s severe
narcissistic and masochistic personality traits, and the therapist’s pathology, and may
be compounded when the latter’s theoretical and technical framework lacks the
necessary elements for identifying and dealing with this problem.
The author presents the case of a narcissistic patient who was a victim of abuse by his
former therapists. She shows how his personality disorder drove him to invite
exploitation and abuse by the object, and how this was manifested in the transference-
countertransference. She also contrasts the Sigmund Freud’s and Sándor Ferenczi’s
views on this problem, and their relation with their corresponding conceptions of the
world.

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