Está en la página 1de 1

El proceso de fortalecer las manos

No hay forma en que pueda ponerme a mirar sin cavilar los inmóviles cerros de Chena, los cuales ya he
paseado más de un par de veces, que abrazan con aire cansado, pero aún vigente, la autopista central. Quizá
porque pienso que estoy frente un inmenso y dudoso portal que me lleva a mi anterior hogar. Pero, aunque
deseará que fuera así, estoy lejos de ese curso. Ha cambiado la ubicación del transcurso de mi tiempo, por lo
que ha sido necesidad el tener que adaptarse a esta nueva bitácora que pareciera imponerse.

Se llamaba Ciudad de los Valles el lugar donde nos iríamos a tener nuestra casa propia con mis papás, por ahí
en el 2006. Resultaba una hazaña especialmente importante para ellos que se estaban enfrentando por su
propia cuenta a una instancia nueva en su unión, y a pesar también de mis abuelos maternos que se mostraban
reacios a la idea de que nos fuéramos a un condominio en Pudahuel, tan lejos para ellos, de en ese entonces la
casa que compartíamos en San Bernardo. Pero a partir de esa transición pudimos optar a una independencia
total de nuestros otros parientes que convivían con nosotros el mismo espacio. Ya estando instalados ahí,
pudimos percatarnos que la casa era bastante diferente a lo que era una de muestra, con unos jardines
rebosantes de flores y pasto cortado con recelo, y también quinchos listos para armar un asado, de esos que
dejan todo un barrio impregnado con su olor. El nuestro era un patio de pura tierra, por lo que tendría que
hacerse harto trabajo para cambiarle la pinta; sin pasto ni flora frondosa. Estuvimos entonces totalmente
dispuestos, con mi papá mi como una especie de líder, a enfrentarnos al baldío que se mostraba en su primera
apariencia poderoso, pero realmente puedo decir que le dimos cara con un esfuerzo considerable.

De ahí en adelante durante once años vivimos en una agradable y singular armonía que parece estática al estar
en un sector donde la gente se siente muy cómoda por pertenecer a una zona que pareciera personificarse y
sentirse inmediatamente perfecta. Casas todas similares y ordenadas en un plano principalmente cuadricular,
pintadas en un repertorio de 4 o 5 colores de tonos sin personalidad. Rodeadas por unos magníficos cerros de
distintas alturas y proporciones, salpicados de espinos, litres y cactus, además de culebras y arañas pollito,
que te saltaban a emboscar, más bien asustarse, si te adentrabas en la espesura del ascenso. Algo me atrajo a
escalar esas cumbres con una fuerza incomprensible para mi hasta ahora, por lo que me di el tiempo de
recorrerlas y conocerlas en su mayor parte. Eran una cadena protectora de aquellos valles que se irían
carcomiendo al pasar los años por los arrasadores proyectos inmobiliarios y empresariales que no tienen
perdón ante la naturaleza que nos rodea. Y con esa postal de despedida tuvimos que abandonar aquel hogar.

El pasar económico para mi familia hace unos 4 años se transformó en pesar, y ya éramos 6 integrantes junto
a mis 2 hermanos pequeños y mi abuela que recientemente había enviudado y se había venido a nuestro lado
para tener el apoyo que requería. Regresamos así a la antigua y abandonada casa al sur de Santiago. Lo que
tendría que hacerse ahí para restaurar sería 10 veces más arduo que cuando yo era chico y ayudaba
despreocupado en las actividades, sin ninguna responsabilidad a la vista. Todo un terreno plantado de
escombros, botellas de variados alcoholes, y maleza rodeando unos árboles casi marchitos por haber sido
privados de agua al menos 2 años.

Hoy me siento a recorrer con la mirada inexplicable el zigzag de los cerros y el trabajo de nuestras manos
plasmado y proyectado al porvenir. No anhelo ni tampoco siento nostalgia por eso que perdimos, pero sí estoy
tratando de fundirme a este destino para intentar plasmar algo de mi impulsos más únicos y primitivos.

También podría gustarte