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Se suele pensar en las juventudes del Siglo XXI de dos maneras: o como un
montón de bebés quejumbrosos, la “generación de cristal” que no aguanta nada, o
como heroicos luchadores sociales, “la generación que va a cambiar el mundo”.
A nosotros nos pasa algo semejante con las redes sociales. Generaciones más
viejas las vieron llegar, se integraron a ellas… pero para nosotros constituyen el
aire que respiramos. Sin embargo, como somos una generación muy consciente,
compartimos notas en Facebook sobre cómo las rede sociales generan ansiedad y
depresión, y también, de vez en cuando, publicamos cosas sobre cómo el
mercado y los gobiernos nos monitorean a través de ellas, e incluso, los más
osados, sobre cómo nuestros privilegios cibernéticos se sostienen en la
explotación de los recursos naturales, ¿o acaso el material que subimos a la nube
verdaderamente se almacena en una nube? La saturación del espacio virtual
genera contaminación, deshechos, y se sostiene en la explotación (¿o de qué
están hechos discos duros y demás?).
Hay una lucha que falta en el horizonte de nuestras luchas sociales, tan necesaria
como las otras: emanciparnos de la seducción de las redes. Dentro del universo
digital, hemos emprendido la edificación de un laberinto, y ya no podemos salir de
ahí: un laberinto poblado de minotauros, que en cada esquina nos esperan no
para matarnos, sino para aparearse con nosotros y reproducir hasta la náusea su
especie maldita. Especie tejida con los discursos de los que tanto nos quejamos:
de la depresión y la ansiedad, de la obsesión con los privilegios del otro, de la
envidia y los ideales que “hay que dejar de romantizar”.
¿Cómo sería posible escapar del círculo de ansiedad, depresión, conductas
autodestructivas y autodevaluación si replicamos los discursos que lo alimentan en
nuestro diario bajar por la red? Bien podría definir el scrolling con los versos de
Baudelaire: cada día, hacia el infierno, descendemos un paso, / sin horror, a
través de las tinieblas que hieden.
Escapamos del discurso del amor romántico para darnos de topes contra otro
discurso sobre el amor, del que apenas somos conscientes, y que se manifiesta
en inocentes juegos donde se espera que una persona en particular responda
(que dé like, que comente, que ponga “un punto”, que me haga una pregunta
“puerk”), donde se espera la satisfacción de una demanda. ¿Demanda de qué?
¿De amor? ¿De libertad? ¿De reconocimiento?
¿De dónde vendrá el hilo de Ariadna que nos saque del laberinto digital de nuestra
subjetividad atormentada, donde alimentamos colectivamente nuestros demonios?
Conviene, tal vez, emanciparnos también de esa esperanza: tal vez no haya salida
de ese laberinto, pero podemos dejar de correr en círculos apareándonos con
minotauros. Acaso detener la proliferación de discursos, detenernos antes de
compartir, poner un límite a nuestros impulsos digitales, a la necesidad imperiosa
de replicar los discursos con los que pretendemos luchar, sea el único camino
para empezar a hacer un uso ético de las redes sociales: uno que no contribuya a
alimentar nuestras patologías que, después de todo, le son tan útiles al sistema, a
quien siempre le será fácil lidiar con sujetos ansiosos y deprimidos, buenos
consumidores de mercancías y de discursos facebookeros.