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#PerdidosEnElLaberinto

Se suele pensar en las juventudes del Siglo XXI de dos maneras: o como un
montón de bebés quejumbrosos, la “generación de cristal” que no aguanta nada, o
como heroicos luchadores sociales, “la generación que va a cambiar el mundo”.

Ambas actitudes nacen de la parcialidad que caracteriza la condición humana.


Somos seres finitos e históricos, y a distintos niveles (el de la época, el de la
generación, el del individuo), nos vemos limitados en lo que podemos y lo que no
podemos ver; todos tenemos puntos ciegos, aunque, en la soberbia que también
caracteriza a la condición humana, nos creamos iluminados. Así se sintieron los
filósofos de la Ilustración, así se sintió Hegel al describir las aventuras del Espíritu
Absoluto, así se sintieron los fundadores de Iglesia: por fin habían alcanzado el
colmo del saber, su conciencia abarcaba todos los problemas del mundo y se
habían liberado de una época de oscuridad, donde la gente, pobrecita, no se daba
cuenta de lo que estaba mal.

Sin duda somos conscientes de problemas ignorados por las generaciones


pasadas; la cosa es que se nos olvida que también somos humanos y que
también se nos escapan cosas; que en nuestra obsesiva lucha por “dejar de
normalizar esto o aquello”, somos tolerantes con cosas igualmente perniciosas
que nosotros normalizamos. Cosas por las que, sin duda, dentro de cien o
doscientos años (si todavía hay un mundo sobre el que quejarse), las futuras
generaciones nos maldecirán.

En este sentido, no somos demasiado diferentes de “la generación de cemento”, a


la que le cuesta mucho trabajo renunciar a ciertas actitudes porque, sencillamente,
les parece imposible: están tan acostumbrados a ciertas cosas, forman parte a tal
grado de su identidad y de su piso cultural, que la sola posibilidad de cuestionarlas
es para ellos como si se pretendiera que dejáramos de respirar oxígeno para irnos
a vivir bajo el mar. Algo no muy diferente a la época en que a la gente le parecía
imposible ir más allá del límite establecido porque la tierra era plana y los barcos
se iban a caer.

A nosotros nos pasa algo semejante con las redes sociales. Generaciones más
viejas las vieron llegar, se integraron a ellas… pero para nosotros constituyen el
aire que respiramos. Sin embargo, como somos una generación muy consciente,
compartimos notas en Facebook sobre cómo las rede sociales generan ansiedad y
depresión, y también, de vez en cuando, publicamos cosas sobre cómo el
mercado y los gobiernos nos monitorean a través de ellas, e incluso, los más
osados, sobre cómo nuestros privilegios cibernéticos se sostienen en la
explotación de los recursos naturales, ¿o acaso el material que subimos a la nube
verdaderamente se almacena en una nube? La saturación del espacio virtual
genera contaminación, deshechos, y se sostiene en la explotación (¿o de qué
están hechos discos duros y demás?).

La ideología, nos dice Slavoj Zizek, consiste, en nuestros cínicos tempos


hipercríticos, en el lema: “sé muy bien lo que estoy haciendo… pero de todos
modos lo sigo haciendo”. A diferencia de la “generación de cemento”, nosotros
creemos que es posible acabar con el patriarcado y terminar con la opresión; ellos
insisten en que “así son las cosas”, “así han sido siempre”, “no se puede uno
poner a las patadas con la realidad”. Pero esa misma actitud de dócil sumisión a la
“realidad” la mantenemos frente a las redes sociales: estamos conscientes de sus
peligros, pero encogemos los hombros… ¿qué se le va a hacer? Ya ni modo, ahí
están y no podemos dar marcha atrás.

Hay una lucha que falta en el horizonte de nuestras luchas sociales, tan necesaria
como las otras: emanciparnos de la seducción de las redes. Dentro del universo
digital, hemos emprendido la edificación de un laberinto, y ya no podemos salir de
ahí: un laberinto poblado de minotauros, que en cada esquina nos esperan no
para matarnos, sino para aparearse con nosotros y reproducir hasta la náusea su
especie maldita. Especie tejida con los discursos de los que tanto nos quejamos:
de la depresión y la ansiedad, de la obsesión con los privilegios del otro, de la
envidia y los ideales que “hay que dejar de romantizar”.
¿Cómo sería posible escapar del círculo de ansiedad, depresión, conductas
autodestructivas y autodevaluación si replicamos los discursos que lo alimentan en
nuestro diario bajar por la red? Bien podría definir el scrolling con los versos de
Baudelaire: cada día, hacia el infierno, descendemos un paso, / sin horror, a
través de las tinieblas que hieden.

Descendemos al abismo de nuestra propia subjetividad, tan deconstruida y


consciente, donde nos esperan el minotauro de una sexualidad exhibicionista,
obsesiva y atormentada, marcada por los imperativos de consumo con que nos
bombardean los medios; lo irónico es que, ahora, estos medios, nosotros mismos
los replicamos: ya no es lo que pasa en la TV, es el contenido que nosotros
mismos creamos y compartimos. Ahí nos espera el minotauro de las actitudes
“tóxicas” con las que los otros, siempre los otros, nos bajan la autoestima, nos
critican, nos oprimen… nos ataca desde el post que nosotros mismos
compartimos, donde hacemos alarde de nuestro autodesprecio y nuestra propia
destructividad, de la que nos podemos purgarnos, porque el juego estético de las
redes sociales no es una estética catártica: lejos de liberar las emociones, las
alimentamos y cristalizamos en memes y discursos… ¿cómo podremos escapar a
esos pensamientos que nos torturan, si en las redes se replican como virus, si a
dónde quiera que volteamos nos encontramos con el reflejo de nuestra propia
depresión?

Escapamos del discurso del amor romántico para darnos de topes contra otro
discurso sobre el amor, del que apenas somos conscientes, y que se manifiesta
en inocentes juegos donde se espera que una persona en particular responda
(que dé like, que comente, que ponga “un punto”, que me haga una pregunta
“puerk”), donde se espera la satisfacción de una demanda. ¿Demanda de qué?
¿De amor? ¿De libertad? ¿De reconocimiento?

¿De dónde vendrá el hilo de Ariadna que nos saque del laberinto digital de nuestra
subjetividad atormentada, donde alimentamos colectivamente nuestros demonios?
Conviene, tal vez, emanciparnos también de esa esperanza: tal vez no haya salida
de ese laberinto, pero podemos dejar de correr en círculos apareándonos con
minotauros. Acaso detener la proliferación de discursos, detenernos antes de
compartir, poner un límite a nuestros impulsos digitales, a la necesidad imperiosa
de replicar los discursos con los que pretendemos luchar, sea el único camino
para empezar a hacer un uso ético de las redes sociales: uno que no contribuya a
alimentar nuestras patologías que, después de todo, le son tan útiles al sistema, a
quien siempre le será fácil lidiar con sujetos ansiosos y deprimidos, buenos
consumidores de mercancías y de discursos facebookeros.

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