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Guerra cultural

por Agustín Monteverde

Contenido
Conflicto, comunicación, cultura
Guerreros especializados
Occidente bajo fuego
La ingeniería cultural como control total
Feminismo y alienación
La evolución de la revolución

Conflicto, comunicación, cultura


Algunos lectores pueden pensar que es ilegítimo o extremo hablar de guerra cultural,
recluyendo el término guerra al ámbito de lo estrictamente militar y quedando ligado al
empleo, sea en forma efectiva o potencial, de la violencia y —por lo tanto, y al menos
en principio— ajeno o lejano a la cultura.
Ello requiere entonces que primeramente revisemos qué es la guerra. Para ello nos
apoyaremos en Karl von Clausewitz, indiscutidamente —sin distinción de tiempo y
lugar— el mayor referente en esta materia. En su tratado De la Guerra, Clausewitz
plantea que "la guerra es la continuación de la política por otros medios". Este pasaje
clave de su libro, configura una de las frases más citadas y repetidas de la literatura
militar pero ha sido en muchas ocasiones tergiversado o mal interpretado, dándosele el
sentido erróneo de que, una vez iniciadas las hostilidades, la política debe dar un paso al
costado y dejar el conflicto —una trama entre diversos actores vinculados por intereses
interdependientes— exclusivamente en manos de las acciones militares.
Lo cierto es que el planteo de Clausewitz fue diametralmente diferente: si la política
es la acción de influir para alcanzar acuerdos y su instrumento habitual es la palabra, la
guerra es su continuación, sirviéndose de los medios militares para influir sobre los
otros actores y así llevarlos a alcanzar un acuerdo compatible con los objetivos políticos
que se fijaron. Por ello, en una carta en que responde a consultas de un oficial del
Estado Mayor General de Prusia, Clausewitz puntualiza: "la guerra no es un fenómeno
independiente [de la política] (...) El diseño de cada plan estratégico es de naturaleza
profundamente política (...) La guerra es un acto político que no es totalmente
autónomo; un verdadero instrumento político que no funciona por sí mismo sino que es
controlado por algo más, por la mano de la política".
Así como la guerra es siempre un fenómeno político, la política es siempre acción
comunicativa. Comunicar e influir tratan de lo mismo. Se comunica para influir, se
influye comunicando, y no hay forma de influir sin comunicar. Y la comunicación se da
siempre a través del empleo de signos en el marco de la cultura. Se puede comunicar
con la palabra o con la pluma pero también con la espada. Todos ellos son en última
instancia signos que transmiten un cierto significado —es decir, el concepto mental de
aquello a lo que el signo refiere. La comunicación es una negociación o intercambio de
significados a efectos de lograr un entendimiento.
Si el conflicto es el resultado de visiones incompatibles en torno a ciertos intereses
que relacionan y hacen interdepender a quienes participan en él, y la acción
comunicativa de cada participante (actor) busca alterar (influir) las visiones de las otras
partes para que se acomoden a su propia visión, la centralidad de la cultura surge de que
ésta es precisamente el sistema de producción social de sentido y significado.

Guerreros especializados
Promover una ideología implica promover una cierta visión del mundo. Si se
pretende hacerlo en forma efectiva es conveniente profundizar ciertas disciplinas como
la teoría de la comunicación, la de la información y la semiótica. No por casualidad en
todas ellas han tenido especial protagonismo los expertos marxistas. El estructuralismo
desarrolló el enfoque de los llamados estudios culturales, que transformó radicalmente
el concepto de cultura, para "descolonizarla y terminar la supremacía de élite",
reelaborándolo desde abordajes marxistas, feministas y multiculturalistas. De la
corriente estructuralista derivó el deconstructivismo cuyo precepto esencial es no dar
nada por sentado, cuestionarlo todo, y concentrarse en el significante —es decir, la
forma o vehículo físico del signo (puede ser una palabra, una imagen, un gesto, un
objeto, una acción).
No se trata de una simple batalla. Se trata de una larga campaña, que lleva muchas
décadas y que es llevada adelante por auténticos expertos. La guerra cultural está muy
desequilibrada porque las artes requeridas son prácticamente monopolio de una
izquierda radical, a la vez tan sutil como dúctil.
En ese empeño, los revolucionarios culturales —adoptaron el seductor apelativo de
progresistas— eligieron el camino más largo pero más sólido y eficaz. De intentar
vendernos sin éxito la guerra de clases pasaron a una estrategia más sutil pero mucho
más profunda y corrosiva. Se montaron en algunos de los valores más encumbrados que
caracterizaron a Occidente —hoy tan deshilachado— y comenzaron a alterar poco a
poco los significados que damos a los términos —los significantes— para así cambiar
progresivamente, y sin resistencia, nuestros valores.

Occidente bajo fuego


¿Qué significan hoy términos como tolerancia, derechos humanos, mujer, feminismo,
diversidad? Los que antes clamaban y batían el parche de la tolerancia, pasaron
repentinamente a la prepotencia y han terminado mostrando su verdadera faz,
enteramente intolerante y violenta hacia quienes piensan diferente. Los derechos
humanos que merecen atención para la nueva élite global son los circunscriptos al
repertorio de temas y grupos de interés protegidos por la nueva ideología dominante;
para el resto, no hay derechos humanos ni lesa humanidad. Piénsese en quienes han
sido condenados—o tan sólo, acusados sin pruebas— de reprimir al terrorismo en la
Argentina, en la vida segada de millones de bebés no nacidos (reducidos a la condición
de no-personas), o en los derechos conculcados de venezolanos y cubanos.
¿De qué diversidad se habla cuando se pretende uniformar con la imposición de un
lenguaje contracultural, forzado y ridículo, bendecido con el adjetivo — masculino, por
cierto— de 'inclusivo'? ¿Cuánto de aprecio por la diversidad tiene la pretensión de no
consignar el sexo del titular en los documentos?
De la misma forma, cabe preguntarse cuál es el alcance que tienen hoy la libertad de
conciencia, la libertad de culto, la libertad de opinión, en esa geografía que alguna vez
se llamó Mundo Libre y que hoy cercena la libre expresión, restringe la objeción de
conciencia, o interfiere en la enseñanza religiosa, llegando al extremo de pretender
controlar el pensamiento. Obligar a respetar la llamada auto-percepción del otro entraña
la violencia más radical y totalitaria: implica ignorar, negar, mutilar las propias
percepciones e imágenes sensoriales. Es pasar de aquello de "las ideas no se matan" a
obliterar no sólo las ideas sino también la propia percepción del mundo y de los hechos.
Para facilitar la difusión global de la revolución cultural penetraron los organismos
multilaterales y las ONG internacionales, introdujeron el nuevo vocabulario y
promovieron su prédica. Ya consolidados, aprovecharon esas posiciones de privilegio
para imponer sus nuevos códigos a las naciones clientes.
Una vez realizada la mutación de significados, el paso siguiente es introducir nuevos
términos y sentidos y elevarlos a la categoría de principios, en franca contradicción con
aquellos que caracterizaron al mundo libre y, en algunos casos, con los que forjaron la
propia civilización. El trabajo lento, incesante y paulatino sobre los términos de nuestro
lenguaje ha rendido sus frutos envenenados.
La recurrente introducción de ciertos términos de uso habitual en contextos
discursivos desacostumbrados e inconexos busca en muchos casos contaminar su
significado y forzar una nueva e intencionada connotación.
El uso de adjetivos redundantes también puede jugar un papel erosivo. Ese es el caso
de expresiones largamente usadas como "comercio libre" y "propiedad privada". Siendo
que el comercio refiere a transacciones libres y voluntarias entre partes no sujetas a
coacción o violencia, entonces la libertad y voluntariedad conforman sus propiedades
intrínsecas. El comercio es libre, o no es comercio sino violencia. Agregarle, pues, el
mencionado calificativo deteriora su significado y lleva a pensar que existen otras
formas o clases de comercio que no sean libres. Algo parecido ocurre con la propiedad,
que necesariamente refiere a lo privado por oposición a lo público. Nadie se ve
propietario de lo estatal y hablar de "propiedad pública" entraña una contradicción de
términos (más apropiado es hablar de "propiedad del Estado" o de "propiedad del
gobierno").

La ingeniería cultural como control total


Se opera sobre la cultura con el objetivo de condicionar lo que las personas dicen y
hacen y, ulteriormente, modelar lo que ellas piensan. Para eso es necesario alterar el
lenguaje, porque quién controla el lenguaje controla el pensamiento. El lenguaje se
utiliza como arma en contra de la realidad. Como esta ideología que ataca a nuestra
civilización viola la lógica, debe manipular el lenguaje de forma tal que al plantear su
postura no se puedan encontrar a simple vista las contradicciones. La forma más fácil es
enredar la terminología, trastocando el sentido de las palabras. Una vez torcidas y
retorcidas los significantes y sus sentidos, se puede convencer al otro de aceptar algo
que, bien planteado, es a todas luces un disparate. A medida que la invasión cultural va
ganando espacio, desde los manuales hasta las leyes y los textos religiosos van siendo
sometidos a las nuevas pautas. Se conforma así un imperialismo cultural que busca
imponer su lenguaje, sus valores, y su dominio político e institucional.
La ideología que enfrentamos es un sistema de creencias cerrado que pretende re-
presentar la realidad reemplazándola por su propio relato, al que impone como
verdadero en cualquier circunstancia. Su guerra en contra de la realidad es total y utiliza
todo su poder y recursos de que dispone para negarla, esconderla y suprimirla.
El creyente en esta suerte de religión irracional y sin Dios se encuentra en una
encrucijada: si elige la realidad, tiene que desechar su ideología. Así que opta por vivir
y comportarse como si la realidad no existiese. A quienes permanecen indiferentes o
remisos, la nueva religión les impone el credo de la Corrección Política. Para ello
construye un manual cultural en el que existen, por un lado, cosas que son "correctas" y
que se pueden expresar, y por otro, cosas que son incorrectas por ser incompatibles con
su sistema ideológico. Lo políticamente correcto es la postura del establishment y quién
se atreve a infringirlo se arriesga a ser considerado hereje y expulsado del aparato
social. Con el tiempo, el castigo social logra cristalizar en la persecución penal efectiva.

Feminismo y alienación
La revolución cultural opera varias líneas de acción en forma simultánea, todas ellas
disolventes, dirigidas a resquebrajar la cohesión social. El feminismo es una de ellas y
constituye un buen ejemplo.
Todos los seres humanos independientemente de su sexo comparten una esencia
humana que es la misma, pero hombres y mujeres tienen a su vez caracteres propios que
permiten distinguir a unos de otras. Aquello que es afín a la naturaleza de la mujer es
femenino, y aquello que es afín a la naturaleza del hombre es masculino. Un hombre no
podría ser mujer, y viceversa, por la sencilla razón de que sus cromosomas son distintos
y permanecerán distintos hasta su muerte.
Los dos sexos tienen diferentes características genéticas, hormonales y orgánicas.
Esas cualidades diferentes tienen una distribución normal: existen mujeres masculinas y
hombres femeninos, pero esos casos son la excepción a la regla. Por otra parte, los
caracteres del hombre y de la mujer son complementarios entre sí porque están
diseñados para vivir en pareja. Esa complementariedad no ocurre entre varones ni entre
mujeres, pues no están diseñados para vivir en pareja.
Lo expuesto puede parecer obvio pero el feminismo lo rechaza de plano. Su tema
central radica en la pretensión de que no existen diferencias entre el hombre y la mujer.
Para el feminismo la única diferencia entre un hombre y una mujer es anatómica y, más
específicamente, genital. Del resto, según el feminismo, seríamos exactamente iguales,
con idénticas capacidades, inclinaciones, y gustos.
Siendo su postura de que hombres y mujeres son lo mismo, el feminismo defiende
los derechos de los transexuales y de quienes, sin someterse a cirugía o tomar
hormonas, cambian su status legal por la mera declaración de sentirse o percibirse
"distintos" (lo cual invalida la doctrina de la igualdad, pero la falta de lógica no es algo
que incomode a estos grupos). Para el ideario feminista el sexo es una elección interior.
El credo feminista se completa con tres axiomas (principios básicos sobre los que no
admiten discusión y blindados a toda contrastación): las personas son manipuladas
culturalmente para actuar de acuerdo con su sexo; las diferencias entre los sexos son
inventadas para sojuzgar la mujer al varón y perpetuar el sistema de opresión; y las
mujeres están ciegas y no son capaces de ver la cultura patriarcal en la que están
inmersas.
Como se puede apreciar, el feminismo no sólo atropella la lógica sino la realidad
sensible. No soporta un mínimo examen desde el racionalismo ni desde el empirismo.
Sus incoherencias son norma. Tomemos por ejemplo el tema de la autopercepción y la
opresión. Sus defensores sostienen que la autopercepción es lo que manda. Por otro lado
nos dicen que las mujeres están oprimidas pero que no se dan cuenta "por estar muy
oprimidas". Entonces cabe cuestionar y exigir que opten: ¿están realmente oprimidas o
lo que vale es su autopercepción de que no lo están?
De acuerdo con el feminismo el "lenguaje sexista" — una invención de este
movimiento— lo permea todo, y comienza con el uso de términos masculinos como si
fueran universales —por ejemplo, utilizar el pronombre "ellos" para referirse a un grupo
de mujeres y hombres, o hablar de "el hombre" para referirse a la humanidad.
La mujer femenina pasa a encarnar la continuidad de la opresión, producto de la
educación patriarcal. Lo mismo ocurre con la masculinidad. Bajo esta visión, el
patriarcado convence a las mujeres de que ser madres debe ser su objetivo. Y también
es, a la vez, responsable de las guerras, de la esclavitud, y del imperialismo. Los
mecanismos de sometimiento se basan en la disparidad de empleos, de salarios, de
derechos, y en la violencia explícita.
Se tuercen las estadísticas y se tergiversan las crónicas sobre denuncias de abusos,
que en muchos casos son lisa y llanamente apócrifas. Pero, claro, la corriente feminista
se ha anotado una victoria no menor adicional y ella es que la carga de la prueba se ha
invertido o, más bien, ha desaparecido y poco importa que los abusadores denunciados
logren demostrar las incongruencias de las incriminaciones, pues la mera denuncia ya
extiende en forma bien práctica la condena.
El feminismo declama defender la libertad de toda mujer de decidir sobre su propia
vida. Pero, a diferencia de lo que predica, el feminismo no acepta la diversidad de
pensamiento, ni la disidencia.

La evolución de la revolución
Dos apotegmas constituyen el núcleo común a todas las diferentes corrientes y
manifestaciones que adopta la guerra cultural.
El primero nos dice que "todo es relativo". El éxito con que ha sido recibida esta
afirmación reside en que la amplia mayoría de lo que vemos o pensamos es relativo.
Nuestro acceso al mundo físico está mediado por percepciones, lo que impide alcanzar
un conocimiento objetivo. Pero una cosa es el relativismo epistemológico y otra bien
distinta el relativismo totalizador. La misma expresión "todo es relativo" implica una
autonegación, porque expresa un absoluto. Este relativismo totalizador constituye un
fundamentalismo dogmático y autocontradictorio. Para que algo sea relativo ese algo lo
es en relación a otra cosa; pero, en algún punto, el edificio de relaciones concluye en un
absoluto. Para que sean relativas debe haber un absoluto.
Ciertos valores morales reflejan derechos que no pueden ser puestos en discusión ni
sometidos a la decisión de mayorías, y son garantía para la existencia y la convivencia
social. De lo contrario, "no torturar a los niños" no sería más que una convención que
siempre podría ser relativizada o eliminada. Si no pueden ser alterados por una
votación, no pueden ser fruto de otra votación previa. Desde la perspectiva cristiana,
han sido fijados por Dios a los hombres en razón del libre albedrío.
El carácter absoluto de esos principios es crucial pues, de lo contrario, los más
elevados valores humanos quedan sometidos a la tiranía de mayorías o de pretendidos
consensos que no son tales. ¿Qué razón habría para no poder desechar el principio de no
matar? ¿Por qué sancionar la pedofilia, la necrofilia, o censurar el animalismo? No debe
sorprender que estos temas están explicitados, o al menos subyacen, en muchas
iniciativas progresistas.
El segundo apotegma, después de sostener que todo es relativo, sostiene un absoluto:
"todos somos iguales". Lo que deriva, claro, en que hay que acabar con las
desigualdades que evidencian la irrealidad de tal idea. Como advirtió Paul Watzlawick,
no hay diferencia alguna en el resultado, sea que se pretenda resolver las desigualdades
desde un punto de vista marxista o desde uno capitalista (intervencionista). "El intento
de nivelar las diferencias de los hombres conduce inevitablemente a los excesos
totalitarios de desigualdad".
Las contradicciones son la norma del enemigo que nos ataca. Los progresistas se
manifiestan fervientes defensores de la Naturaleza y el estado natural. Sin embargo, son
campeones en agredirla en forma continua, reduciendo la realidad natural a mera
"opresión cultural".
El feminismo y las demás corrientes que llevan a cabo esta guerra cultural se
caracterizan por ser estatistas y autoritarios. Los cuales, bien mirados, son términos
redundantes. No es que necesiten del Estado para que éste asegure que se respeten los
derechos que enarbolan. Necesitan del Estado para imponer el sometimiento de la
sociedad a la ruptura con la realidad natural. No buscan tolerancia. Buscan imposición.
La historia del homosexualismo es contundente al respecto: pasó de reclamar tolerancia,
a obtener privilegios impensados e imponer su agenda al resto del conglomerado social,
apoyándose en el ejercicio de la fuerza por parte del Estado. Documentos de identidad,
patria potestad, libertad de conciencia, de educación, de culto, de expresión, de
asociación, todo el entramado jurídico sucumbió.
El ataque comienza por la invasión cultural pero madura en un sojuzgamiento
material y concreto en las dimensiones políticas, económicas e institucionales. Se altera
y subvierte el derecho, se penetra y transversaliza todo el abanico de partidos políticos
tradicionales, se consagran nuevas instituciones — encargadas de vaciar de significado
y eficacia la igualdad ante la ley y los mecanismos de representación y de acceso a la
justicia—, y se somete a quienes trabajan y generan riqueza a sostener materialmente el
aparato de indoctrinación y subversión cultural y su clientela parasitaria.
La guerra cultural constituye una reelaboración de la guerra de clases. El éxito
económico del mundo libre frustró el intento de rebelar al proletariado y llevó a
sofisticar la revolución. Engels había planteado la necesidad de destruir la familia,
núcleo de la sociedad y la cultura occidental. Gramsci, los intelectuales de la llamada
Escuela de Frankfurt, y el deconstructivismo lingüístico constituyen peldaños de esa
reelaboración.
Todo parece estar perdido. Pero nuestros enemigos no cuentan con la más
indestructible de todas las falanges militares jamás concebida: la familia bien
constituida. No cuentan con el hombre, y su capacidad de levantarse y enmendar. Peor
aún: no cuentan con Dios. Más tarde o más temprano, pierden por demolición. ß

Capítulo del libro La Guerra por las Ideas, compilado por Karina Mariani. Colaboran
José Antonio Álvarez, Diego Barceló Larran, Guillermo Belcore, Alberto Benegas Lynch,
Bertie Benegas-Lynch, Héctor Ghiretti, Ricardo López Murphy, Jorge Martínez, Karina
Molina, Diana Mondino, Agustín Monteverde, Cristian Moreno, Fernando Pedrosa,
Marcelo Posada, Francisco Sánchez, Mauricio Vázquez y Gabriel Zanotti.
Edición de LA DERECHA DIARIO. Se puede bajar en https://derechadiario.com.ar/

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