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“SE RESERVA EL DERECHO DE ADMISIÓN”: RACISMO Y ESPACIOS URBANOS EN

LA LIMA DE MEDIADOS DE SIGLO XX

by
Diana Carmela Vela Rodríguez
May 2009

A dissertation submitted to the faculty of the Graduate School of the State University of
New York at Buffalo in partial fulfillment of the requirements for the degree of Doctor of
Philosophy

Department of Romance Languages and Literatures


 

 
UMI Number: 3356109

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Diana Carmela Vela Rodríguez

2009

ii
 
Agradecimientos

Quisiera agradecer al director de mi tesis, Dr. Justin Read, por su permanente guía y

apoyo, así como por sus consejos a lo largo de la elaboración del presente estudio. Deseo a su

vez agradecer a los miembros de mi comité, al Dr. Galen Brokaw y al Dr. Ramón Soto-Crespo,

por la cuidadosa lectura que llevaron a cabo de mis escritos, por sus sugerencias y crítica.

Además, cómo no agradecer al Department of Romance Languages & Literatures at the

University at Buffalo, por haberme dado la oportunidad de realizar mis estudios de doctorado.

Quisiera agradecer también a mi mamá, Diana, por haber sido y seguir siendo un modelo

de desarrollo tanto a nivel personal como profesional, y porque el tiempo le dio la razón:

estudiando uno sí que llega lejos, y muy lejos. Agradezco asimismo a mi futuro esposo, Harold,

porque la escritura de esta disertación se la debo a sus constantes muestras de aliento y plena

confianza en mí.

iii
 
Abstracto

Racismo ha habido en Lima desde que ésta existe como tal. Sin embargo, a partir de la

explosión migratoria de mediados de siglo XX, cuando los limeños sienten que una multitud de

personajes indeseados empieza a invadir sus espacios, se empieza a poner énfasis en el origen o

aspecto racial de aquellos “intrusos” con la finalidad de mantener la jerarquía y la distancia entre

diversos grupos. Si bien a simple vista, el racismo parece dirigirse sobre todo a los llamados

despectivamente “indios”, “cholos” o “serranos”, ello no quiere decir que no vaya a atacar a la

población de raza negra si lo considera necesario. En este contexto, además de los seres de raza

blanca, los únicos que se libran del discurso racista son los llamados “chinos”, término no

ofensivo que en Lima se emplea para nombrar a cualquier individuo de ojos rasgados, cualquiera

que sea su origen. Éste es el estado de las cosas que presentan los textos literarios “Lima, hora

cero” de Enrique Congrains, En Octubre no hay milagros de Oswaldo Reynoso, “De color

modesto” y “Alienación” de Julio Ramón Ribeyro, y “En alta mar” y “El tramo final” de Siu

Kam Wen, obras que situándose en Lima después de la explosión migratoria, permiten una

aproximación a las teorías del espacio en términos raciales.

En estas circunstancias, cuando Michel De Certeau propone al acto de caminar por la

ciudad como aquella práctica contestataria que se rebela ante la imposición de un lugar fijo en el

espacio urbano, parece no tomar en cuenta la posibilidad de que el contexto en el cual se produce

dicha caminata sea, como el caso limeño, un espacio racista. En este sentido, Lima constituye

principalmente aquel espacio totalitario identificado por Henri Lefebvre, un espacio que ante

todo prohíbe e impone restricciones al caminar de los sujetos en la ciudad de acuerdo a su raza.

Considerando entonces al racismo como lo hiciera Michel Foucault, como un discurso que

posibilita el asesinato literal o metafórico de ciertos sujetos, las obras literarias ponen de

iv
 
manifiesto cómo mientras los orientales ya han logrado librarse de de dicho “homicidio”, los

indios y negros siguen siendo impunemente “asesinados”. La muerte literal o simbólica de tales

sujetos se ve garantizada en la construcción de este espacio hegemónico, encargado

permanentemente de recordarles su supuesta naturaleza inferior y por ende, reservándose con

ellos el derecho de admisión.

v
 
Tabla de contenidos

Agradecimientos ……………………………………………………………………………….. iii

Abstracto ………………………………………………………………………………………. iv

INTRODUCCIÓN ……………………………………………………………………………… 1

Clases y razas en el imaginario limeño ………………………………………………… 5

Una aproximación a las teorías del espacio: De Certeau y Lefebvre ………………….. 13

Una interpretación foucaultiana del discurso racista ………………………………….. 18

La explosión migratoria, el racismo y los textos literarios de Congrains, Reynoso,

Ribeyro y Kam Wen ………………………………..………………………………….. 20

CAPÍTULO UNO: LA EXPLOSIÓN RACIAL EN EL ESPACIO URBANO

Y SU CONSECUENTE DISCURSO RACISTA ……………………………………………… 24  

Ocaso de Lima como ciudad ideal: del sueño a la pesadilla …………………………… 25

De la “Ciudad de los Reyes” a la “Ciudad de las Razas” ……………………………… 41

La raza como pretexto de reordenamiento urbano: la efectividad del rechazo ………… 45

El doble discurso de una ambigua terminología racial ………………………………… 52

Consolidación de las fricciones raciales en la urbe: la historia de nunca acabar ………. 55

CAPÍTULO DOS: “LIMA, HORA CERO” Y EN OCTUBRE NO HAY MILAGROS: EL

ASESINATO DE LOS CHOLOS EN LA URBE ……………………………………………... 59

Lo indígena y lo cholo en la ciudad e imaginario limeño ….…………………………... 61

La provincia se toma la ciudad y es asesinada metafóricamente …………………….....70

La insuficiencia contestataria del caminar y cruce de fronteras ……………………….. 74

Una imagen particular de las barriadas ……………………………………………….... 84

Consumación del asesinato literal de los cholos en la urbe ……………………………. 87

vi
 
CAPÍTULO TRES: “DE COLOR MODESTO” Y “ALIENACIÓN”: EL ASESINATO DE LOS

NEGROS EN LA URBE ……………………………………………………………………… 93

La raza negra como estereotipo ……………………………………………………….. 94

Del galpón al callejón: ubicación de la raza negra en el espacio urbano …..…………. 105

El color “modesto” como marca de segregación en el espacio ………………………. 109

Los zambos no pueden jugar en la ciudad ……………………………………………. 116

La interrupción de una trayectoria: la parálisis y muerte de los negros ………………. 123

CAPÍTULO CUATRO: DE “EN ALTA MAR” A “EL TRAMO FINAL”: LOS CHINOS

COMO EXCEPCIÓN A LA REGLA ……………………………………………………….... 126

Había una vez una raza inferior …...………………………………………………….. 128

La eliminación del estigma …………………………………………………………… 138

¿El racismo contraataca? ……………………………………………………………... 146

La (re)construcción de una imagen favorable ………………………………………… 149

El chino más allá de las esquinas: el libre desplazamiento de los orientales en la urbe..153

CONCLUSIÓN ……………………………………………………………………………….. 161

Apéndice ……………………………………………………………………………………… 167

Obras citadas ………………………………………………………………………………….. 186

vii
 
Vela 1

INTRODUCCIÓN

La frase “Se reserva el derecho de admisión” es la fatídica sentencia que hasta no hace

mucho tiempo se colocaba libremente a la entrada de establecimientos comerciales limeños de

diversa índole, ubicados en barrios residenciales de la capital peruana. ¿A qué se debía una

acción como ésa? ¿Bajo qué criterios se reservaba el derecho de admisión? El motivo radicaba

en que los administradores de estos negocios consideraban que el ingreso o no del público debía

depender de los rasgos físicos, y por ende raciales, que exhibiesen los potenciales usuarios. De

este modo, si el individuo que deseaba entrar a uno de estos bares, discotecas o restaurantes tenía

la suerte de ser “hermoso” (cualidad que en Lima significa ser blanco, rubio y de ojos claros)1, el

acceso iría a producirse de forma automática, el local no dudaría en darle pues la bienvenida. Por

el contrario, si la tonalidad de la piel del sujeto hubiera sido oscura o si alguna facción en su

rostro lo hubiera delatado como aquel ser que en Lima se define con asco y desprecio como un

“cholo”, el guardián del establecimiento habría contado con todo el derecho y la impunidad de

negarle el ingreso. “No, usted no puede entrar” podría haberle dicho perfectamente y acto

seguido, cerrarle la puerta en la cara.

Recién hace unos cuantos meses, en agosto del 2008, un vecindario limeño llegó a

prohibir legalmente el uso de estos carteles en cualquiera de los locales que se ubicasen dentro de

su perímetro2. El que esta ley se haya promulgado recién hace menos de un año y sólo en uno de

los barrios exclusivos de la gran Lima es de por sí significativo, en tanto demuestra la facilidad

1
Gonzalo Portocarrero llama a este fenómeno la colonización del imaginario limeño, de acuerdo
a la cual se establece que lo más atractivo son los rasgos asociados a lo blanco: la piel, el cabello
claro, los ojos azules o verdes (23).
2
En agosto del 2008, la Municipalidad de Miraflores emitió la ordenanza Nº 294-MM, en la cual
se prohíbe expresamente la colocación de este tipo de avisos: “Está prohibido colocar carteles,
anuncios u otros elementos de publicidad en los establecimientos abiertos al público o dentro del
ámbito jurisdiccional del distrito de Miraflores, que consignen frases discriminatorias, tales
como “nos reservamos el derecho de admisión”, “buena presencia”, u otras similares […]” (2).
Vela 2

con que este tipo de restricciones pueden seguir cometiéndose de forma impune. En este sentido,

si bien el dictamen de esta ley es importante y constituye un primer paso en el intento de revocar

acciones discriminatorias en base a prejuicios raciales, no es fácil detener a aquellos individuos

que siguen defendiendo su derecho a reservarse la admisión de aquellos “otros” a quienes

consideran que no encajan con la imagen o, en términos marketeros, personalidad de sus

negocios. Los dueños de los locales no tardan pues en adoptar nuevas estrategias. Aparecen

entonces en el escenario urbano nuevos pretextos y coartadas, todos ellos con la finalidad de

instituir el mismo tipo de fronteras sociales basadas en la raza. En este contexto, excusas tan

poco creíbles como “la fiesta es privada” o “el local está muy lleno” empiezan a ser utilizadas

para impedir la entrada de quienes no cumplan con los requisitos raciales establecidos por dichos

establecimientos.

“Se reserva el derecho de admisión” constituye entonces más que una simple frase. Si

bien ahora más prohibida que antes, esta sentencia no ha dejado de imponerse como un veredicto

irrebatible, instalándose de forma tácita en el imaginario limeño, desde donde permea el discurso

cotidiano para determinar quiénes son socialmente aceptados o no en la urbe. En estas

circunstancias, pese a que no constituye mayor novedad establecer que el racismo es un rasgo

inherente a la sociedad limeña, pues lamentablemente lo ha sido desde que ésta existe como tal,

la abierta y consensuada manifestación de conductas excluyentes como la señalada actuó como

idea inicial, sirvió como punto de partida para llevar a cabo un análisis del discurso racista y su

representación en ciertos textos literarios cuyo escenario es precisamente la ciudad de Lima.

Una vez que elegido el tema, se necesitaba precisar cierto contexto. ¿Cuándo y de qué

manera se consolida pues aquel discurso racista que permitiría en el futuro la posibilidad, e

incluso el derecho, de reservarse el ingreso de ciertos sujetos en ciertos espacios? La literatura


Vela 3

nos dio una pista al respecto. En la década de 1950, aparece un grupo de escritores avocado a las

transformaciones de la urbe luego de la explosión migratoria, así como a las tensiones raciales

ocurridas dentro de los linderos de la ciudad. Denominados por la crítica como la “Generación

del 50” o “Generación del Neorrealismo Urbano”, autores como Enrique Congrains Martín,

Oswaldo Reynoso, Eleodoro Vargas Vicuña, Carlos Eduardo Zavaleta, Luis Loayza, Sebastián

Salazar Bondy y Julio Ramón Ribeyro fueron agentes de un cambio drástico en una literatura

que a partir de ese momento no volvería a ser la misma (Valero, La ciudad en la obra de Julio

Ramón Ribeyro 19). El campo, tema predominante en la creación literaria de la primera mitad

del siglo XX, daría paso a la ciudad como escenario (Oquendo 8); y no se trataría de una ciudad

romántica ni mucho menos idílica, sino de una urbe marcada por el desbarajuste y la sujeción de

sus habitantes3.

Fue entonces a mediados del siglo XX, inmediatamente después de que la explosión

migratoria modificara en términos numéricos y raciales a la capital peruana, cuando el racismo

en la urbe y en el imaginario limeño se vio consolidado. Al llenarse de pronto de indios, al

colmarse repentinamente de cholos, toda la animadversión posible empezó a dirigirse de forma

explícita hacia aquellos recién llegados que con sus rasgos andinos arruinaban pues el paisaje

adecuado y esperado de la ciudad4. Como señalamos anteriormente, si bien en Lima ha habido

racismo desde que ésta existe como tal, es partir de la década de 1950, cuando los limeños

sienten que una multitud de personajes no deseados empieza a invadir sus espacios, que se

3
Luis Alberto Sánchez se refiere a este cambio en el tema de la producción literaria como “El
pasmo de los 50” (158-60).
4
José Guillermo Nugent describe la ofuscada reacción de los limeños ante las migraciones: “La
actitud original fue la de tratar a la migración interna como “serranos”, “indiada” […] Con el
tiempo, esa presencia fuera de lugar dio origen a una entidad que al principio nadie reconoció
como tal: cholo” (76).
Vela 4

empieza a poner énfasis en el origen o aspecto racial de aquellos “intrusos”, para así mantener la

jerarquía y la distancia entre diversos grupos.

Este interés inicial por indagar cómo se representa a nivel literario la exclusión de los

indios, cholos y serranos, de los llamados migrantes, de aquella masa de sujetos generalizados

todos como “provincianos” (término en ningún caso neutral, ya que de por sí presenta una

valoración sumamente negativa) en ciertas zonas de la urbe, despertó a su vez el afán por

descubrir qué ocurría de modo paralelo con la otra raza históricamente marginada en la sociedad

limeña: la raza negra. En otras palabras, en un contexto en el cual el desdén parece arremeter

únicamente en contra de los cholos, resultaba imperativo dirigir también la mirada hacia aquellos

sujetos que en Lima son denominados negros, zambos y mulatos, principalmente porque a lo

largo de la historia ha surgido alrededor de ellos una suerte de mito, según el cual su situación no

habría sido después de todo tan mala5.

De igual modo, cabía preguntarse si en realidad los negros seguían siendo víctimas del

racismo en Lima una vez ocurrida de la explosión migratoria, dado que la crítica ha discutido la

emergencia de una supuesta recuperación del legado africano y de la cultura afro-peruana, la cual

se habría producido justamente a partir de mediados de siglo XX con la creación poética del

folklorista negro Nicomedes Santa Cruz y con la formación del grupo de ballet folklórico “Perú

Negro” durante la dictadura de Juan Velasco Alvarado (1968-1975)6.

5
En el tercer capítulo, exploraremos cómo el historiador de la República, Jorge Basadre, sustenta
dicha posición al comparar superficialmente la situación de las comunidades negras en el Perú
con la de otros sistemas esclavistas como el estadounidense.
6
Los estudios de Martha Ojeda, Henry Richards y Teresa Cajiao Salas se ocupan de la obra de
Nicomedes Santa Cruz y de la reivindicación de la cultura negra en el Perú.
Vela 5

Por otro lado, además de las tensiones raciales ocurridas a causa de la presencia de indios

y negros en la urbe, esta investigación no podía dejar de incluir a otro de los grupos que

componen la configuración racial de la ciudad capital. Me refiero a los llamados “chinos”,

término que en Lima se emplea para nombrar a cualquier individuo de ojos rasgados, sin

importar que su origen sea efectivamente chino, japonés o de cualquier otro país del Asia.

Incluso, cualquier peruano puede ser llamado chino; basta para ello que sus ojos presenten dicho

contorno.

La presencia de los chinos y japoneses en Lima resulta crucial en este estudio, puesto que

son comunidades que emergen como punto de comparación y contraste respecto a los dos grupos

raciales ya mencionados. ¿Dónde se ubican los chinos y japoneses después de la explosión

migratoria? ¿Son acaso víctimas del racismo en la urbe? En lo absoluto. Para mediados del siglo

XX, su existencia había dejado ya de ser problemática y mucho menos incómoda en la capital

del Perú. Fueron los orientales, quienes a diferencia de indios y negros, lograron liberarse de

aquel estigma que en un inicio los marcó como raza inferior, ascendieron en la escala social, se

codearon en algunos casos con las élites peruanas y se apropiaron sin restricciones de diversos

espacios a lo largo de la urbe7. Con los chinos, en efecto, ya nadie se reserva el derecho de

admisión.

Clases y razas en el imaginario limeño

Dejando en claro que en Lima ser indio y cholo son sinónimos, que negro, zambo y

mulato también, que a su vez lo son chino y japonés, y que de todos estos grupos el último

7
Debe mencionarse que la última década ha sido testigo de la aparición de diversos estudios
sobre la inmigración china y japonesa al Perú debido a la conmemoración en 1999 de los
respectivos 150 y 100 años de haber ocurrido dichos movimientos migratorios. Como veremos
en el cuarto capítulo, son éstas, en su mayoría, publicaciones orientadas a rendir un abierto
homenaje y destacar las habilidades de estas comunidades en su ascenso social.
Vela 6

resulta ser el menos vilipendiado, es preciso explorar el vínculo indisociable que el imaginario

limeño establece de estas razas con ciertas clases sociales.

Debemos tener en claro que cuando hablamos de clases, hablamos necesariamente de

razas. El propio Karl Marx, revela Michel Foucault tras revisar su correspondencia, fue

consciente de la tensión racial que subyace a toda lucha de clases. En efecto, en una carta que

dirigiera a Engels, Marx señalaba: “You know very well where we found our idea of class

struggle; we found it in the work of the French historians who talked about the race struggle”

(Society Must Be Defended 79). Razas y clases van pues de la mano. Aquella jerarquía humana

instaurada de modo automático por el discurso racista (Mignolo 17) empata a todas luces con la

estructura de tipo piramidal que forman, por su parte, los estratos sociales. Exploremos ahora

cómo se vinculan ambos conceptos en el caso limeño.

La fusión entre las nociones de clase y raza se originó prácticamente en el mismo

momento en que el Virreinato del Perú fue establecido, allá por el siglo XVI, con la institución

de un sistema de castas que, como diera cuenta Garcilaso de la Vega, situaba al español

(entendido en aquel entonces como blanco) en su cúspide y relegaba a indios y negros a ocupar

los niveles más bajos de la escala social8. Si bien, como señala Denys Cuché, los fundamentos de

este mecanismo de opresión colonial no fueron precisamente de raza sino de clase, ambos

conceptos emergieron de forma tan cercana que eventualmente terminaron por confundirse y

llegaron a convertirse en sinónimos (81-82). En este punto, ha de recalcarse que aunque la

8
En los Comentarios reales de los Incas, Garcilaso da cuenta de la detallada terminología que se
empleaba para clasificar a los sujetos que fuesen el resultado de algún cruce racial. Así,
“español” o “castellano” era el español proveniente de la península ibérica; “criollo” era el hijo
de español y española nacido en Indias; “mulato” era el hijo de negro e india, o de indio y negra;
“cholo” era el hijo de mulatos, vocablo de la isla de Barlovento que significaba “perro”; entre
otros (265-66).
Vela 7

minuciosa clasificación del sistema de castas de la Colonia llegó a desaparecer con el tiempo,

algunos de sus términos (cholo y mulato, por ejemplo) resistirían el paso de los siglos, llegando a

filtrarse incluso hoy en día en el discurso cotidiano de la ciudad capital.

Como se observa, la sociedad limeña mostró desde sus albores una extrema fijación por

la raza blanca. Se trataba ésta de una raza superior entendida inicialmente como española, pero

que con el paso de los siglos no dudaría en incorporar otro tipo de esencias. Efectivamente, la

idea de la superioridad racial que durante los trescientos años del Virreinato fue vinculada sólo a

lo peninsular, se vio un tanto modificada una vez instalada la República. Así, después de

declarada la Independencia en 1821, el concepto de raza superior empezaría a incluir a sujetos de

un origen distinto, aunque como es de suponerse, sujetos de pigmentación siempre blanca. Fue

pues durante la segunda mitad del siglo XIX que lo europeo en general empezó a cautivar el

imaginario de la nación peruana, al punto de emerger públicamente un deseo por “mejorar la

raza”, e incluso llegar a fomentarse a nivel gubernamental la inmigración europea9.

Si bien los esfuerzos por promover una masiva inmigración de población europea

resultaron fallidos, principalmente porque la clase terrateniente se oponía a las condiciones que

demandaban los potenciales inmigrantes (los hacendados se negaban a entregar las tierras de

cultivo, puesto que lo que en realidad buscaban era mano de obra barata que se limitase a trabajar

en sus haciendas), igual llegó al Perú, y principalmente a Lima, un significativo número de

inmigrantes blancos no sólo europeos sino también estadounidenses (Stewart 8-11).

9
En 1872, durante la presidencia de Manuel Pardo, se creó la Sociedad de Inmigración Europea
y en 1873 se decretó una ley sobre esta inmigración. Llegaron entonces tres mil inmigrantes, de
los que una gran parte fue internada en Chanchamayo, región ubicada en la selva central del Perú
(Basadre, Historia de la República del Perú 2: 84).
Vela 8

Una vez instalados en la capital, estos nuevos inmigrantes se dedicaron a distintas

actividades: los ingleses y norteamericanos se avocaron a las actividades mercantiles y llegaron a

dominar el comercio internacional; los italianos fueron casi de todo, banqueros, industriales,

comerciantes, hacendados, agricultores, pescadores, obreros, dueños de bodegas y restaurantes;

los franceses, por su parte, se establecieron como joyeros, farmacéuticos, sastres, fotógrafos y

profesores; y finalmente, los alemanes llegaron como profesionales, técnicos y educadores

contratados por el gobierno peruano (Fukumoto 83).

Como sostiene François Bourricaud, después de la llegada de inmigrantes europeos en la

segunda mitad del siglo XX, el linaje español dejó de ser crucial en la definición de lo blanco

como concepto. La oligarquía peruana dejó pues de verse constituida únicamente por nietos de

condes y marqueses virreinales y empezó a incluir a los descendientes de aquellos extranjeros

que luego de acumular grandes fortunas, supieron ingresar a los círculos de la alta sociedad

limeña “[…] by marrying the right people, going to the right schools or having the right friends”

(47).

La clase dominante y el concepto de lo blanco en el Perú adquirieron entonces un tinte

anglosajón y europeo. Empezaron a remitir de forma automática a una estirpe caucásica, a un

ancestro proveniente de alguna nación del primer mundo. Los nuevos dueños de la riqueza en el

Perú empezaron a ser de apellido extranjero (inglés, italiano, francés o alemán), quienes al unirse

a los sectores que por tradición detentaban el poder, conformaron el grupo dirigente bautizado

como las “Grandes familias”10.

10
En su estudio sobre la distribución de la riqueza y el poder en el Perú, Richard H. Stephens
provee una serie de listas que detallan los apellidos de los miembros de la oligarquía, clase
terrateniente y clase política. En ellas, se observa un abundante número de apellidos foráneos
(159-65)
Vela 9

En el escenario recién descrito, en una sociedad en donde blanca fue siempre la clase

superior, en donde lo blanco siempre implicó supremacía y en donde los blancos emergen como

seres poderosos e intocables, son diversos los prejuicios que recaen sobre las otras clases y razas

que se asoman por debajo de la cima que ocupan aquellos seres supremos. “Trabajar como

negro”, “oler a llama” o “fumar como chino en quiebra” son pues algunas de las expresiones que

circulan libremente en el lenguaje cotidiano de los limeños. Se trata de imágenes profundamente

raciales que a su vez remiten a otro tipo de conceptualizaciones: el trabajar como un negro revive

un pasado de esclavitud y circunscribe a este personaje a un estado de permanente sujeción y

sometimiento; el olor a llama activa imágenes de suciedad relacionadas a lo indígena y al

equipararlo a un animal propio de la región andina, lo ubica geográficamente en la sierra del

Perú. Sin embargo, el fumar como chino en quiebra no presenta la misma carga peyorativa de los

ejemplos anteriores, en tanto más que ser censurada por dicho vicio, la figura del chino emerge

asociada a la idea de negocio. Es evidente que el último de los personajes es el que queda mejor

parado y como señalamos anteriormente, el que resulta menos mancillado en esta ciudad

enamorada de lo blanco.

Volveremos al personaje oriental en breve, puesto que existe una categoría racial que

hasta el momento no hemos mencionado; una categoría que probablemente se nos escapa debido

a su propia esencia ambivalente. Se trata del mestizo, personaje interpretado de diversas maneras

a lo largo de la historia, puesto que así como se le ha menospreciado en su calidad de sujeto

intermedio que oprime al indio y traiciona a su propia esencia indígena (Valcárcel 14-16)11 o se

le ha señalado como heredero de los vicios de las razas de las que desciende (Deustua 60), el

mestizo ha sido valorado e instituido como fuente de inspiración de una política nacional

11
En Escribir en el aire Antonio Cornejo Polar da cuenta de la abierta condena emitida hacia la
figura del mestizo por parte del movimiento indigenista.
Vela 10

peruana 12 ; e incluso equiparado posteriormente a la noción de lo cholo (De Hostos 152,

Varallanos 12).

En este estudio, sin embargo, nos alejamos de las conceptualizaciones recién

mencionadas, así como del hecho de que técnicamente hablando, mestizos son a su vez los

zambos y mulatos. La idea de mestizo es aquí entendida como una especie de salvoconducto, en

tanto quien en Lima se define como tal (siendo consciente de no ser totalmente blanco), en

realidad está buscando presentarse como un sujeto socialmente aceptado, como un individuo a

quien la ciudad no puede negarle el ingreso ni la apropiación de ciertos espacios13. El término

“mestizo” no emerge entonces como sinónimo de “cholo”, puesto que mientras el primer

concepto se esfuerza por enfatizar el componente blanco de su raza, el último se ubica más

cercano en apariencia a lo indígena14.

En estas circunstancias, ser mestizo en Lima resulta más favorable que ser cholo, en tanto

implicaría que la piel del sujeto en cuestión no es tan oscura o que sus rasgos no son tan

indígenas como para ser trágicamente confundido con un indio. Así, mientras tildar a alguien de

mestizo no generaría una mayor ofensa, emplear en su lugar la palabra cholo constituiría, en el

mayor de los casos, un serio agravio. Y eso lo sabe muy bien el mestizo, pues es consciente de

que si logra salvarse de tamaña desgracia es sólo de manera temporal, ya que al no ser totalmente

blanco se encuentra en permanente riesgo de llegar a ser considerado un cholo. En un contexto

12
Portocarrero indica que si bien en teoría, la política nacional del mestizaje se orientó a la
valoración de lo indígena y español en términos similares, al final enalteció únicamente al
componente hispánico de la nación peruana (30). 
13
Jorge Bruce sostiene que al ser interpelado por su raza, el limeño promedio preferirá
denominarse mestizo, mas nunca indio ni mucho menos cholo (32).
14
Nos alejamos también por lo tanto de la interpretación de Aníbal Quijano sobre el “cholo”
como grupo social emergente.
Vela 11

como el limeño, no faltará pues la ocasión de que a un sujeto (que no tenga ojos claros ni cabello

castaño) se le termine agrediendo llamándolo “cholo”. Esta ofensa irá a doler muchísimo, puesto

que ser cholo engloba todo lo que en Lima es nefastamente condenable: ser cholo es sinónimo de

ser feo, es tener mal gusto, es ser un serrano, es oler llama, es ser pues aquel indio que la ciudad

tanto rechaza.

De otro lado, debe recalcarse que aunque pareciera que lo peor que le puede pasar a un

individuo en Lima es que lo llamen cholo, ser llamado negro puede resultar igual de ofensivo

dependiendo de las circunstancias en que se produzca ese hecho. En este sentido, aunque siempre

hay un “negro” o una “negra” en el grupo de amigos, incluso en las clases altas, sin que estos

apelativos sugieran discriminación alguna hacia tales sujetos, ello no significa que la inclusión de

la población de raza negra se encuentre garantizada. En primer lugar, los “negros” o “negras” de

tales grupo no han de ser en realidad de raza negra. Podrán ser tal vez sujetos de pigmentación

un poco más oscura, de piel más bronceada que sus semejantes, pero en ningún caso serán

aquellos negros que remiten a los esclavos del pasado. En segundo lugar, los llamados “negros”

pertenecientes a las élites limeñas disfrutan del mismo estilo de vida y detentan el mismo poder

que sus pares de cabellos y ojos claros, sabiéndose tan iguales (ni siquiera deben considerar la

posibilidad de ser inferiores, ni siquiera debe cruzárseles por la mente una idea como ésa) que el

ser llamados “negros” jamás podría representar para ellos una ofensa.

Por el contrario, recordarle a un negro que es negro, zambo o mulato con la finalidad de

humillarlo, puede doler tanto o más que el agravio presente en los términos “indio” o “cholo”.

Como veremos más adelante, si bien se dice que la esclavitud en el Perú no fue tan cruel como

en otros lares así como que en Lima el negro es mucho más aceptado que el indio, el rango

inferior de la raza negra sigue manifestándose en tanto la imagen que predomina de los negros en
Vela 12

la ciudad es principalmente negativa. El negro sigue pues siendo entendido, en líneas generales,

como un sujeto que desempeña labores servicio o que forma parte del lumpen de zonas

extremadamente peligrosas.

Como señaló en su momento Cuché, en el Perú la clase dominante es blanca, la clase

media mestiza y la clase trabajadora negra e india (83). Ésta es la estructura estamental que se

instaura de modo permanente en el imaginario limeño, aunque claro, aquella clase media que en

líneas generales puede denominarse mestiza, se encuentra siempre en peligro de descender, para

su desgracia, a los abismos de una fatídica choledad.

Pero en este simplificado esquema, se nos escapa nuevamente otro de los grupos

mencionados ¿Dónde se ubican pues los orientales? Debe recalcarse que los chinos y japoneses,

peculiarmente, tienen el don de ubicarse en cualquiera de los niveles de la pirámide social. Las

clases bajas, medias y altas pueden encontrar dentro de sus filas a aquellos personajes de ojos

rasgados. No obstante, la diferencia radica en que mientras decirle cholo a un cholo o negro a un

negro hiere (y mucho), decirle chino a un chino no suscita la más mínima ofensa. Para dar un

ejemplo de cómo ser chino en Lima no constituye de por sí un mayor problema, resulta

conveniente citar un fragmento de una de las décimas del mismo folklorista negro que

mencionáramos en líneas previas, Nicomedes Santa Cruz, en la cual la voz narrativa es la de un

chino que corteja a una señorita limeña:

Señolita, men pacá:

tú pa mi casa mejó,

cuando juntito loló

ya no mucho tlabajá

1
Vela 13

-Yo tiene batante aló,

batante canne cochino,

yo tiene batante vino

patomá junto loló […] (Rodríguez Pastor, Hijos del celeste imperio 305)

Si bien esta décima puede resultar ofensiva para quienes no se encuentran familiarizados

con el entorno limeño, debe advertirse que así como “fumar como chino en quiebra” es una frase

que no lastima, el hecho de que el chino no pueda pronunciar la letra r no llega a doler. ¿Por qué?

precisamente porque cuando esta décimas fueron publicadas, en la segunda mitad del siglo XX,

los chinos ya habían dejado de pertenecer a la clase servil, habían sido ya incorporados y

aceptados por la sociedad limeña y hubiera sido extremadamente difícil (aunque no imposible)

encontrar a un chino residente en Lima que tuviese problemas para hablar español. En este

contexto, al no existir un referente concreto en la realidad que muestre al chino como raza

inferior, reírse del oriental habría sido (y lo sigue siendo) tan ineficaz como intentar reírse de un

blanco. La mofa hacia un chino que dice tener “batante aló” no se compara pues en lo absoluto a

la fuerte agresión presente en la sola mención de las palabras cholo o negro, en tanto estas

poblaciones sí cuentan con referentes concretos que hasta nuestros días ponen en evidencia la

discriminación racial de la que son víctimas.

Tras haber presentado una mirada introductoria al modo en que son percibidas las razas y

clases en el imaginario limeño, veamos ahora cómo podemos enfrentarnos a una inscripción

literaria de las mismas en la ciudad de Lima, a partir de una teorización del espacio.

Una aproximación a las teorías del espacio: De Certeau y Lefebvre

Así como lo instituyera en su momento Louis Althusser (20), Henri Lefebvre aclara

desde un principio en The Production of Space que las ideas dominantes en una sociedad son
Vela 14

justamente las ideas de la clase dominante de tal sociedad (6). Del mismo modo, y luego de

hacer la correspondiente referencia a Antonio Gramsci, Lefebvre reflexiona acerca de la

hegemonía de la clase en el poder, privilegio que busca mantener no sólo a través de la violencia

sino también por medio de la consolidación de ciertas instituciones y de la diseminación de

ciertas ideas. En este punto, Lefebvre sostiene que una de las acciones que emprende la clase

dominante para conservar su hegemonía es la producción de un espacio que sirva al

establecimiento de un sistema en específico (10-11).

Bajo estas circunstancias, los sujetos que deseen acceder a cierto tipo de espacios (sujetos

que paradójicamente se encuentran ya dentro del espacio en sí) deben pasar cierto tipo de

pruebas (35). De la superación o fracaso ante estas pruebas dependerá si los sujetos son o no

aceptados por este espacio que incluye o excluye elementos según su discreción:

Any determinate and hence demarcated space necessarily embraces some things

and exclude others; what it rejects may be relegated to the realm of nostalgia or it

may be simply forbidden. Such a space asserts, negates, and denies.(99)

Sin embargo, si bien el espacio constituye un medio de control, dominación y poder en

las sociedades, aquellas fuerzas sociales y políticas que se encargan de su configuración no

llegan a controlarlo de forma absoluta (26, 63). En términos del autor: “It [space] sets itself up as

the space of power, which will (or at any rate may) eventually lead to its own dissolution on

account of conflicts (contradictions) arising within it” (51). Dada esta situación, Lefebvre opone

dos tipos de espacio, uno de índole hegemónica e ideológica al que llama “abstracto” y otro que

emerge de sus propias contradicciones al que denomina “diferencial” (52).

En este punto, la propuesta de Lefebvre empata con los postulados de Michel De Certeau.

De hecho, así como Lefebvre sostiene que el espacio creado por la clase dominante escapa a su
Vela 15

total control, en The Practice of Everyday Life De Certeau establece que si bien la ciudad se

erige como escenario totalitario, la vida urbana permite la reemergencia de aquellos elementos

que el proyecto urbanístico excluye:

The language of power is in itself “urbanizing,” but the city is left prey to

contradictory movements that counterbalance and combine themselves outside the

reach of panoptic power […] Beneath the discourses that ideologize the city, the

ruses and combinations of powers that have no readable identity proliferate;

without points where one can take hold on them, without rational transparency,

they are impossible to administer. (95)

De Certeau destaca pues la esencia divergente presente en una serie de actos cotidianos

que se producen al interior de la ciudad, y otorga al caminar un estatus particularmente trasgresor,

en la medida en que el movimiento que éste despliega lograría enfrentarse con eficacia al espacio

hegemónico de la urbe:

The ordinary practitioners of the city live “down below,” below the thresholds at

which visibility begins. They walk – an elementary form of this experience of the

city; they are walkers, Wandersmänner, whose bodies follow the thicks and thins

of an urban “text” they write without being able to read it. (93)

Según el autor, estos caminantes serían pues los forjadores de aquella ciudad migratoria

que desestabiliza a la ciudad planeada (93), poniendo así de manifiesto aquella capacidad de

agencia supuestamente inherente a cualquier sujeto. No obstante, debe notarse que De Certeau se

abstiene de indagar en los contratiempos que dicho conflicto podría generar en dicha propuesta.

En primera instancia, en su exploración de lo cotidiano, De Certeau contrasta dos conceptos:

lugar y espacio, en donde el primero implica la imposición de una ubicación fija de acuerdo al
Vela 16

orden hegemónico establecido, mientras el último sugiere un libre desplazamiento que desafía

dicho orden. El autor traslada ambos conceptos al análisis literario, en tanto “Every story is a

travel story – a spatial practice” (117), y a partir de ello distingue dos tipos de historias: aquéllas

cuyos desplazamientos se encuentran sometidos a las leyes del lugar y aquéllas en donde los

movimientos se producen libremente bajo las leyes del espacio (117-18).

El problema de su teoría radica en que, al comparar los procesos peatonales con

formaciones lingüísticas De Certeau omite señalar que así como las trayectorias hablan

(“walking as a space of enunciation […] affirms, suspects, tries out, transgresses, respects the

trajectories it speaks” 98), el espacio totalitario, como sostiene Lefevbre (142-43), también lo

hace y, en algunos casos, con tanta efectividad que logra detener el tránsito espontáneo de los

habitantes en la urbe.

En este sentido, aunque De Certeau da cuenta de la posibilidad de que el héroe de la

historia muera a causa de transgredir las fronteras y cuestionar las leyes del orden (118), lo hace

de manera muy escueta y se abstiene de proponer un escenario en el cual el acto de caminar

pueda resultar estrepitosamente fallido, una historia (similar a las que analizaremos en el

segundo y tercer capítulo) en donde dicho poder contestatario no funcione de forma cabal y

muestre a los caminantes derrotados, abandonados a su suerte, frente a la hostilidad de una

ciudad implacable. Hay historias pues más sombrías que otras y eso el autor parece olvidar.

Dada esta situación, pese a que es verdad que el deambular por la ciudad es reflejo de

estar passing-by y por ende, del acto de revelarse ante la imposición de una posición fija en la

urbe (97), el autor no toma en cuenta los diversos motivos que podrían encontrarse detrás del

caminar ni tampoco el contexto en el cual se produce dicha caminata. ¿Qué pasa entonces

cuando este caminar se encuentra marcado por el rechazo y la expulsión que trasmite el
Vela 17

escenario en donde se transita? ¿Qué pasa cuando emergen de forma directa sentimientos de odio

hacia el propio caminante?

En este punto, debemos tener conciencia de que la exclusión misma puede ser

garantizada gracias a la construcción de un espacio que de por sí exprese su rechazo hacia ciertos

sujetos en la urbe y por ende, los expulse. Debemos pues recordar las pruebas que Lefebvre

menciona como requisitos para ingresar a un espacio en específico. Éstas no vienen a ser

únicamente pruebas en términos de rituales o ceremonias de iniciación, sino que en el caso que

nos compete implican además la apariencia física o racial de los sujetos. Efectivamente, quienes

tienen la fortuna de contar con lo que en Lima se entiende por “hermosura” o “buena presencia”

han pasado la que constituye quizás una de las pruebas más difíciles de sortear para ser incluidos.

De Certeau se olvida pues que ciertos espacios, tanto públicos como privados, han sido

creados sólo para ser utilizados por cierta gente. En Lima, estos espacios demandan la

homogeneidad racial de los sujetos que los ocupan y de antemano rechazan la mezcla, lo distinto.

Son espacios exclusivos en donde los individuos deben ser cortados por la misma tijera, tanto en

apariencia física como en estilo de vida. En ellos, no será necesario expresar abiertamente que

“se reserva el derecho de admisión”, puesto que serán sus propios signos los que expulsen de

forma instantánea a aquellos individuos que en su interior no encajen. Así, si bien los sujetos

pueden desplazarse sin mayores inconvenientes por un sinnúmero de barrios de la ciudad, el

tiempo que puedan permanecer en los mismos dependerá de su aspecto racial. En una situación

como la señalada, no habrá caminar alguno que pueda trasgredir dicho sistema.

En base a lo señalado, al intentar aproximarnos a los movimientos trasgresores al interior

de un espacio dado, es imperativo tener presente los conflictos raciales que en éste se manifiesten.
Vela 18

No debemos olvidar que el racismo, como a continuación profundizaremos, es una de las

herramientas empleadas para poner en aprietos a todo intento de resistencia.

Una interpretación foucaultiana del discurso racista

Como pudo observarse en la sección que trató de las clases y razas en el imaginario

limeño, el dolor es una imagen reiterada como consecuencia de la formación de estereotipos

raciales de los grupos inferiores. Es justamente este dolor como consecuencia de la consolidación

de los prejuicios raciales el que se vincula a las reflexiones de Foucault sobre el discurso racista.

En Society Must Be Defended, Foucault identifica en el siglo XIX la aparición de un

nuevo tipo de racismo, el cual en vez de localizar la amenaza de una sociedad en un enemigo

externo, ubica dentro de la sociedad misma a dicha amenaza. Se trata pues de un nuevo discurso

que demanda la defensa de la sociedad de sus propios peligros, el resguardo de la comunidad de

sus propias amenazas, la protección de la misma como dé lugar. Lo relevante del asunto es que

esta amenaza a la que Foucault hace referencia la constituye aquella raza subordinada, que el

autor denomina sub-raza, que se encuentra presente al interior de la sociedad en cuestión. Nos

encontramos entonces frente a un racismo que deja de dirigirse hacia un enemigo externo y

empieza a proyectarse hacia parte de la sociedad misma, hacia aquellos miembros que dan forma

a la repudiada raza inferior (61-62).

Además de la identificación de este nuevo tipo de discurso racista, lo crucial del

planteamiento de Foucault es que define al racismo como aquel mecanismo que ofrece la

justificación necesaria para la eliminación, la supresión, la muerte del enemigo interno. Como el

autor sostiene, el racismo es la condición necesaria que hace que el acto de matar sea aceptable,

que permite que unos mueran y otros maten, que autoriza que la sociedad pueda ejercer el

derecho de matar (256).


Vela 19

En este punto, debe recalcarse el que vendría a ser un aspecto central en este trabajo: el

acto de matar que Foucault señala como consecuencia del racismo, no se limita únicamente a la

muerte física del enemigo interno, sino que también abarca a todas las formas de homicidio

indirecto:

When I say “killing,” I obviously do not mean simply murder as such, but also

every form of indirect murder: the fact of exposing someone to death, increasing

the risk of death for some people, or, quite simply, political death, expulsion,

rejection, and so on. (256)

El asesinato que posibilita el racismo puede entonces producirse a dos niveles: a un nivel

literal, concreto, que se ve reflejado en la muerte física del otro, y también a un nivel simbólico,

metafórico, que se manifiesta en hechos como los sentimientos de indiferencia, rechazo y

expulsión que se dirigen hacia las razas inferiores.

Volvemos entonces a la eventualidad que De Certeau parece no tomar en cuenta: la

prevalencia de un discurso racial que hace posible que el asesinato literal y metafórico de ciertos

sujetos sea cometido con la mayor impunidad de los casos y que por ende, desactiva toda

potencialidad contestataria de aquella ciudad migratoria situada al interior de la ciudad ordenada,

y desbarata toda fuerza disidente en el acto de transitar por la urbe.

El dolor de la muerte como consecuencia del racismo es el tema que subyace a la mayoría

de los textos literarios a analizar en este estudio. A través de las obras se podrá observar cómo el

racismo es empleado para asesinar, literal y metafóricamente, a ciertas razas, en tanto es

empleado para impedir su movilidad en la escala social así como su desplazamiento a lo largo

del espacio urbano. Es pues desde esta consumación o no del asesinato de ciertas razas que se

orientan los capítulos siguientes.


Vela 20

La explosión migratoria, el racismo y los textos literarios de Congrains, Reynoso, Ribeyro y

Kam Wen

Las obras literarias fueron elegidas debido a que ponen de manifiesto cómo, después de

ocurrida la explosión migratoria en la ciudad de Lima, luego pues de que los migrantes

caminaran y lograran instalarse dentro de los linderos de la urbe, y sin que se haya producido

necesariamente una estricta división de la ciudad en guetos, el racismo se ve afianzado con la

finalidad de restringir el ingreso de ciertos sujetos a ciertos espacios y de negarles de forma

irrevocable la apropiación de los mismos.

Efectivamente, las obras de Enrique Congrains, Oswaldo Reynoso, Julio Ramón Ribeyro

y Siu Kam Wen demuestran que una vez que se inicia la segunda mitad del siglo XX, el mero

acto de caminar no basta para desafiar los dictámenes segregacionistas de un espacio opresor,

sino que hacen falta muchas otras estrategias para que un sujeto sea finalmente aceptado por la

sociedad limeña y para que así pueda deambular con libertad por sus distintas calles y

vecindarios.

En este sentido, el primer capítulo se encarga de profundizar las teorizaciones del espacio

y del discurso racista ya esquematizadas en párrafos anteriores, situándolas en el propio contexto

de esta explosión migratoria que provocara la debacle de la alguna vez bautizada “Ciudad de los

Reyes”, de aquella “ciudad ideal”, de aquel “sueño del orden” que, como bien señala Ángel

Rama, constituyó el modelo a seguir de toda urbe latinoamericana desde que éstas, siglos atrás,

fueron fundadas.

El segundo capítulo se avoca al cuento “Lima, hora cero” (1954) de Enrique Congrains y

a la novela En octubre no hay milagros (1965) de Oswaldo Reynoso en tanto ambas historias
Vela 21

exponen con un rigor violento el asesinato literal y metafórico cometido hacia los indios o cholos

en la urbe.

El cuento de Congrains ha sido valorado por la crítica como una especie de hito en la

literatura limeña, en tanto marca el principio de una nueva narrativa sobre la miseria urbana y da

inicio a la mencionada generación de escritores que surgió en aquellos años (Sánchez 159, Shaw

188). “Lima, hora cero” se centra pues en la llegada e instalación de los migrantes provincianos

en la urbe, de aquellos menospreciados indios y cholos que daban inicio a la proliferación de las

repudiadas barriadas limeñas, en sus “sorprendentes” e “inesperados” niveles de organización

como colectividad humana15, así como en el abierto rechazo y consecuente exterminio, literal y

metafórico, del que son víctimas.

Por su parte, la novela de Oswaldo Reynoso no contó en un comienzo con el

reconocimiento que se lo otorgara al cuento de Congrains. En efecto, En octubre no sólo generó

horror y fascinación ante el inmenso cuadro de una ciudad moralmente deteriorada (Eslava 16),

sino que además fue blanco de las más severas críticas. Estos reparos, si bien decían sustentarse

en razones de carácter estético, emanaban en realidad de la condena a las inclinaciones políticas

del autor, quien se declaraba abiertamente partidario de la vertiente socialista (Gutiérrez 315-

16)16.

15
De acuerdo a Luis Abanto Rojas, el cuento de Congrains busca desmitificar la supuesta
anomia inherente a los habitantes de las barriadas, dando a conocer una serie de actividades que
evidencian su capacidad organizativa como grupo.
16
Se acusó a En octubre no hay milagros de ser una novela real-socialista. Sin embargo, señala
Miguel Gutiérrez, el realismo socialista es algo distinto. Éste apareció en URSS durante la
década del 30 con el objetivo de reflejar artísticamente las nuevas condiciones de vida que
surgían a partir de las condiciones del socialismo. La novela de Reynoso, por el contrario, no
muestra dicha tendencia en absoluto: la figura del oligarca no suscita en el lector un odio de clase,
sino más bien asco y repulsa a nivel moral; mientras que el sueño de la casa propia constituye un
ideal personal, mas no un proyecto socialista (321-22).
Vela 22

Más allá de la polémica o no generada en torno a ambas obras, el segundo capítulo se

ocupa de “Lima, hora cero” y En octubre, puesto que ambos textos dan cuenta del fracaso de los

provincianos en la ciudad de Lima, la derrota de aquellos caminantes que pese a haber

trasgredido las fronteras del orden y haberse instalado en la propia capital del Perú, nunca llegan

a ser socialmente admitidos ni muchos menos incluidos, ya que la propia urbe, por su raza, los

mira con asco y les niega el ingreso.

El tercer capítulo se centra en dos cuentos de Julio Ramón Ribeyro, el escritor más

acreditado de la “Generación del 50”, quien constituye para los círculos intelectuales y

periodísticos peruanos uno de los exponentes literarios más importantes17. La elección de “De

color modesto” (1961) y “Alienación” (1975), subyace a dos motivos. En primer lugar, ambos

relatos desbaratan ciertas creencias sobre la supuesta benevolencia mostrada por la sociedad

peruana hacia la población de raza negra, puesto que contradicen aquella creencia que, avalada

por ciertos historiadores, sostiene que la situación de los negros no fue tan terrible en

comparación a la de la población indígena en el Perú. En segundo lugar, ambas historias tienen

como protagonistas a personajes de raza negra que, al ubicarse en esa Lima que ya ha explotado

a causa de las migraciones masivas, son también asesinados, literal y metafóricamente, por el

discurso racista. En este sentido, los cuentos de Ribeyro revelan que el racismo no sólo se dirige

17
Además de haber recibido el premio Juan Rulfo poco antes de su muerte en 1994, Julio Ramón
Ribeyro es recordado con nostalgia por círculos intelectuales y periodísticos (Sánchez Hernani,
Sánchez León). Peter Elmore lo define incluso como un autor que llegó a alcanzar el estatus de
clásico contemporáneo (“El cazador sutil”). En este sentido, más allá de que la desfavorable
industria editorial en el Perú de su tiempo haya impedido una mayor circulación de su
producción literaria (Los muros invisibles 150) o que su obra haya sido posiblemente postergada
por su preferencia por el cuento y no por la novela (Güich y Susti 21), es muy probable que su
empatía con el público radique en el tono tan limeño que caracteriza a su prosa, en esas historias
colmadas de referentes locales y narradas a través de un vocabulario rico en jerga de la época, y
que sea precisamente esa voz la que lo haya convertido en un autor al que se le recuerda con
afecto.
Vela 23

hacia el migrante provinciano, sino que sigue recayendo en el grupo negro cuando es necesario.

De esta manera, ponen de manifiesto que las caminatas o trayectorias espaciales que los negros

intentan llevar a cabo resultan de antemano frustradas, en tanto es el espacio opresor limeño el

que detiene los recorridos de estos sujetos a causa de su raza.

Finalmente, el cuarto capítulo se ocupa de dos cuentos de Siu Kam Wen, cuya historia

merece atención aparte. Siu Kam Wen es un escritor que nació en China y a los nueve años se

mudó a Lima, en donde aprendió a hablar y a escribir en español. Cuando publicó sus primeros

relatos, algunos periodistas y críticos literarios dudaron de su real existencia y pensaron que se

trataba de un escritor peruano reconocido, que escondía su verdadera identidad bajo un

seudónimo chino (Lin 5). Si bien sus cuentos han sido analizados desde la perspectiva de la

transculturación de la comunidad china (Lin), desde la auto-explotación y supervivencia (López

Calvo), así como la identidad y resistencia (Kerr, Yen), en esta investigación nos aproximaremos

a ellos de otra manera.

Las historias del escritor chino-peruano reflejan los avatares de aquella comunidad que

eventualmente logró librarse de ser asesinada por el discurso racista y logró caminar con éxito en

la ciudad. “El alta mar” y “El tramo final” constituyen pues los dos extremos de la presencia

oriental en la urbe. Mientras el primero trae a la memoria aquella etapa de semi-esclavitud de los

chinos en la sociedad peruana, el último los presenta cuando este pasado ha sido ya borrado de

modo definitivo y muchos de ellos no sólo son abiertamente aceptados, sino que llegan a

apropiarse de las zonas más prestigiosas de la urbe. Lo relevante de este capítulo es que

descubriremos que el ascenso de los orientales en la pirámide social radicó en una serie de

factores no sólo a nivel económico, sino también político y social.


Vela 24

CAPÍTULO UNO

LA EXPLOSIÓN RACIAL EN EL ESPACIO URBANO

Y SU CONSECUENTE DISCURSO RACISTA

En la década de 1950, tras producirse la llamada explosión migratoria en la capital del

Perú, de la otrora “Ciudad de los Reyes” no queda nada. Lima, como bien señala la citada

metáfora, explota. Éste es un estadillo urbano único en su historia, puesto que a lo largo de

cuatrocientos años el crecimiento demográfico de esta ciudad se había caracterizado por ser más

bien moderado18. A medida que se acercan los años 50, la población limeña comienza a crecer de

forma acelerada: la capital que a principios de siglo albergada a un promedio de 150,000

habitantes supera en la década de 1930 los 330,000 pobladores, luego bordea el medio millón en

1940 y llega a superar el millón en 195519. Como se observa, en la primera mitad del siglo XX,

la población de Lima creció, en promedio, siete veces.

Para algunos sectores, esta expansión repentina y descontrolada de la capital adquirió un

tinte alarmante: los recién llegados, al colmar con su masiva presencia los espacios tradicionales

de la urbe, empezaron a arruinar pues el paisaje de su ciudad. En estas circunstancias, aunque las

migraciones venían produciéndose desde las primeras décadas del siglo XX y si bien el discurso

racista había sido hasta el momento un recurso siempre a la mano en el imaginario limeño, es a

18
Un siglo después de haber sido fundada, su población apenas lograba duplicarse (en 1535, la
capital albergaba 14 mil habitantes y cien años después, 28 mil). Alcanzaría luego los 60 mil a
mediados del siglo XVIII; cifra que se estancaría debido a la independencia del Perú y
consecuente separación de los territorios que formaban parte del Virreinato (Lloyd 33). A
mediados del siglo XIX, la capital bordeaba los 94,195 pobladores; y veinte años después,
solamente los 100,156. Tal crecimiento se mantendría estable durante el cambio de siglo,
ascendiendo así en 1908 a los 154,624 habitantes (Miró Quesada Sosa, Lima, tierra y mar 99).
19
Estas cifras han sido obtenidas de las investigaciones de José Matos Mar. Los mapas que
exhiben el crecimiento de Lima desde mediados de siglo XIX hasta después de ocurrida la
explosión migratoria aparecen en las figuras 1 y 2 del apéndice.
Vela 25

partir de esta explosión migratoria que el racismo cobra preponderancia en la vida cotidiana de la

urbe.

Efectivamente, al recibir de forma descontrolada un elevado e inesperado número de

migrantes, Lima es testigo de cómo la imagen que tanto se había empeñado en construir a lo

largo de su historia se ve enfrentada a su destrucción inminente. Configurada siempre bajo los

dictámenes del orden, la alguna vez erigida ciudad virreinal y posteriormente emuladora de

modelos afrancesados y norteamericanos, se ve pues convertida en una urbe congestionada en

donde sus habitantes se ven obligados a compartir o ceder sus espacios. Sin embargo, al ser

también lugar de residencia de una clase dirigente que jamás iría a quedarse de brazos cruzados,

Lima emerge a su vez como escenario por excelencia de un discurso racista que arremete

justamente en contra de los recién llegados.

Habiendo aclarado ya que el racismo en la sociedad limeña no se dirige únicamente a los

sujetos de rasgos indígenas sino que también recae en la población negra dependiendo de las

circunstancias, este capítulo se centrará en el devenir de la ciudad de Lima como escenario

propicio para la materialización de dicho discurso. Para ello, se indagará en el planeamiento de

Lima como espacio soñado desde su fundación en la época colonial, así como en las diversas

ocasiones en que a lo largo de la etapa republicana volvió a estar sujeta a proyecciones del

mismo calibre. De forma paralela, se examinará al racismo en el contexto histórico, político y

socio-económico que permite su aparición, desarrollo, consentimiento y sobre todo, efectividad a

mediados del siglo XX.

Ocaso de Lima como ciudad ideal: del sueño a la pesadilla

En La ciudad letrada, Rama identifica en la fundación de las ciudades latinoamericanas,

la elaborada y cuidadosa proyección de una ciudad ideal, una urbe concebida desde sus inicios
Vela 26

como “el sueño de un orden”, pensada con la finalidad de perpetuar el poder, y edificada para

conservar la estructura socio-económica y cultural que dicho poder garantizaba (23). Este “sueño

de un orden” destaca por su naturaleza convincente, en tanto su propia definición explica de por

sí sus supuestos beneficios:

La palabra clave de todo este sistema es la palabra orden, ambigua en español

como un Dios Jano (el/la), activamente desarrollada por las tres mayores

estructuras institucionalizadas (la Iglesia, el Ejército, la Administración) y de

obligado manejo en cualquiera de los sistemas clasificatorios (historia natural,

arquitectura, geometría) de conformidad con las definiciones recibidas del

término: ‘Colocación de las cosas en el lugar que les corresponde. Concierto,

buena disposición de las cosas entre sí. Regla o modo que se observa para hacer

las cosas’. (19)

El orden emerge entonces como una intuición positiva, su búsqueda como una operación

inofensiva, y su materialización como garantía del bien común. Planificada de acuerdo al estatus

paradigmático que le otorga el orden, la ciudad ordenada se impone como el único espacio en

capacidad de albergar a sus habitantes de la mejor manera. Como señal de equilibrio y

tranquilidad, la ciudad ordenada no tiene por qué levantar sospechas, cuestionarla sería a todas

luces un sinsentido.

No obstante, lo que no pone de manifiesto esta ciudad “inofensivamente” ordenada es

que en realidad encubre y avala continuos procesos de segregación urbana. Como observa Rama,

fue precisamente aquella razón ordenadora ubicada en las bases del proyecto urbanístico de las

nacientes ciudades, la que se encargó de trasladar el orden jerárquico de las sociedades al espacio

urbano en donde se erigieron:


Vela 27

[…] surgirán esas ciudades ideales de la inmensa extensión americana. Las regirá

una razón ordenadora que se revela en un orden social jerárquico transpuesto a un

orden distributivo geométrico […] De lo anterior se deduce que mucho más

importante que la forma damero que ha motivado amplia discusión, es el principio

rector que tras ella funciona y asegura un régimen de transmisiones: de lo alto a lo

bajo, de España a América, de la cabeza al poder – a través de la estructura social

que él impone – a la conformación física de la ciudad, para que la distribución del

espacio urbano asegure y conserve la forma social. (19, 21)

Fue pues el diseño de damero de las primeras ciudades latinoamericanas el que garantizó

la permanencia del modelo centro/periferia que ubicaba en su núcleo a los sujetos e instituciones

que ocupaban los rangos más altos de la sociedad, y replegaba en sus afueras a los sectores de

menor prestigio y estrato social. Como es de esperarse, Lima no fue la excepción a la regla. El

plano rectangular que estableciera el conquistador Pizarro en el momento de su fundación mostró

el deseo de que la capital del Virreinato fuera vista desde lo alto como el señalado tablero de

ajedrez (Miró Quesada Sosa Lima, tierra y mar 27, Porras Barrenechea 368-69).

En este escenario, y siendo los conceptos de raza y clase prácticamente análogos, puede

deducirse que al plasmarse un orden social jerárquico en la configuración espacial de la ciudad,

la raza de aquellas clases sociales fue a su vez calcada en los planos de la urbe. En otras palabras,

si de acuerdo a Rama la razón ordenadora de las ciudades ideales traspone un orden social

jerárquico a uno distributivo geométrico, este orden distributivo geométrico pondrá

necesariamente de manifiesto la distancia existente entre cada una de las clases sociales; y puesto

que a cada una de estas clases le corresponde un grupo racial en específico, el espacio urbano

inevitablemente proyectará la distancia que separa también a cada una de las razas.
Vela 28

En el caso específico de la Lima de la época colonial, ha de señalarse que ésta se vio

surcada desde sus inicios por líneas divisorias instituidas para evitar el agrupamiento

desordenado de los grupos sometidos. Al respecto, el historiador Raúl Porras Barrenechea

describe cómo durante los primeros años que siguieron a su fundación en 1535, la capital del

Virreinato impedía el ingreso de población indígena dentro del casco urbano. En aquel entonces,

los indígenas eran pues relegados a las tierras de cultivo que se hallaban fuera de los linderos de

la urbe o a una especie de albergues situados en los arrabales, llamados “ranchos de indios”. Los

únicos indígenas que a inicios del Virreinato podían transitar al interior de la ciudad eran

aquellos que trabajaban como sirvientes (371)20.

En la década de 1570, llegaron incluso a crearse las llamadas “reducciones indígenas”

que eran lugares destinados a la residencia exclusiva de esta población. Las antiguas rancherías

en donde estos habían residido, fueron entonces ocupadas por el otro sector constituido por seres

de segunda categoría: los negros manumisos (Bernales 65, 122). Porras Barrenechea hace

referencia a una de estas reducciones indígenas situada en las proximidades de Lima, cuyo

nombre, “Santiago del Cercado”, basta para precisar su diseño arquitectónico orientado a cercar

indios. En efecto, esta reducción se encontraba “[…] cercada de altos muros con puertas que se

cerraban de noche y donde no tenían entrada blancos ni mestizos […]” (372).

Como se observa, desde el momento en que Lima fue fundada, ésta quedó libre de la

masiva e incómoda presencia de las razas inferiores dentro de sus límites. Asimismo, es evidente

que aquella distancia (social y espacial) que replegaba a dichos grupos en las afueras de la urbe

respondía desde un inicio a los intereses de un sector en específico, a los deseos de una

20
La ubicación del barrio de indios de Pachacamilla, así como de Santa Ana, hospital e iglesia
“para indios”, aparece en el mapa de la “Ciudad de los Reyes” de 1556 en la figura 3. El barrio
de indios se encuentra en el número 12 del mapa, en la flecha señalada al extremo inferior
izquierdo, y el hospital e iglesia para indios, en el número 19, ubicado hacia el lado derecho.
Vela 29

aristocracia colonial que desde el centro de la ciudad, dirigía el crecimiento y distribución de

aquel espacio.

En este punto, además de identificar la injerencia del grupo de poder en la institución del

orden urbano, es necesario reiterar el rol que ejerce el espacio como tal en el mantenimiento del

mismo. Como puede deducirse de las reflexiones sobre el espacio que lleva a cabo Lefebvre, las

distancias sociales y espaciales entre los diversos grupos de una sociedad se encuentran

precisamente garantizadas por la naturaleza del espacio del que forman parte. En este sentido,

aunque a simple vista parezca una entidad neutral o una existencia dada sin causa aparente, el

espacio es en realidad una construcción de índole hegemónica e ideológica que se impone sobre

sus habitantes. Aquella obviedad que identificara Althusser como parte de la ideología, obviedad

ante la que, en términos del autor, reaccionamos de manera natural e inevitable expresando ¡Es

obvio! ¡Es cierto! ¡Es verdad! (46), es pues también característica de todo espacio.

¿Cómo se sitúan los sujetos en este espacio? ¿Son los sujetos aquellos cuerpos dóciles

que observara Foucault atrapados en una sociedad disciplinaria? Recordemos que en Discipline

and Punish¸ el espacio social se hallaba configurado de acuerdo a los siguientes propósitos:

Its aim was to establish presences and absences, to know where and how to locate

individuals, to set up useful communications, to interrupt others, to be able at each

moment to supervise the conduct of each individual, to assess it, to judge it, to

calculate its qualities and merits. (143)

Es justamente este tipo de espacio disciplinario, en donde todos los individuos son

fácilmente ubicados y en donde se promueven o condenan ciertas relaciones, el que suscitaría

aquella especie de parálisis que Lefebvre identifica en el sujeto:


Vela 30

The subject experiences space as an obstacle, as a resistant ‘objectality’ at times

as implacably hard as a concrete wall, being not only extremely difficult to

modify in any way but also hedged about by Draconian rules prohibiting any

attempt at such modification. (57)

Aquella naturaleza implacable del espacio (como señala el autor, tan similar a la de un

muro de concreto), evoca de forma inmediata a construcciones palpables, como por ejemplo a las

altas paredes que, como ya mencionamos, bordeaban a las reducciones indígenas en la Lima del

siglo XVI o, como se señalará en el tercer y cuarto capítulo de este estudio, a los galpones de las

haciendas en donde se encerraban a negros y chinos en calidad de esclavos y semi-esclavos.

Sin embargo, el carácter opresor del espacio no se limita a la edificación de fronteras

físicas, puesto que muchas veces la presencia de las mismas resulta imperceptible. Es pues

sumamente fácil olvidar que el espacio es también resultado de una planeación específica por

parte del sector dominante así como que este orden urbano ha instituido de antemano las

trayectorias que han de seguir o no los sujetos en su interior. Por ello, Lefebvre enfatiza en las

medidas de coerción que el espacio, con su sola presencia, dictamina:

[…] what it [space] signifies is dos and don’ts – and this brings us back to power.

Power’s message is invariably confused – deliberately so; dissimulation is

necessarily part of any message of power. Thus space indeed ‘speaks’ – but it

does not tell all. Above all, it prohibits […] Activity in space is restricted by that

space; space ‘decides’ what activity may occur, but even this ‘decision’ has limits

placed upon it. Space lays down the law because it implies a certain order […]

Space commands bodies, prescribing or proscribing gestures, routes and distances


Vela 31

to be covered. It is produced with this purpose in mind; this is its raison d’être.

(142-43)

La sola manifestación del espacio implica entonces ciertas reglas a seguir. Espacio y

norma aparecen al unísono en la medida en que en el preciso momento en que el espacio se erige

como tal, una serie de disposiciones quedan instituidas de forma automática. Como advierte

Lefebvre, el espacio habla pero sobre todo prohíbe; y es justamente de acuerdo a esas

restricciones que las ciudades son configuradas y que los recorridos de ciertos sujetos en el

espacio urbano terminan siendo limitados.

Es precisamente debido al carácter exhortativo del espacio que desde un inicio se pudo

garantizar que los sectores menos privilegiados de la sociedad limeña permanecieran en el lugar

inferior que de antemano se les había asignado, y que su movilidad fuese impedida tanto a nivel

social como espacial. Del mismo modo, fue gracias a los parámetros de este “sueño del orden”

que el grupo en el poder pudo mantener su posición encumbrada y detentar de manera exclusiva

las zonas en donde se desenvolvía, apartando a aquellos sujetos con los que no quería toparse.

La segregación urbana, como indicador del tipo de interacciones que se producen entre

grupos humanos (Caldeira 213), refleja pues cómo los sectores acomodados de la sociedad

limeña obstaculizaron desde un principio cualquier tipo de encuentro en condiciones de igualdad

con aquellos que no pertenecían a su misma clase, y por ende raza. En este contexto, si bien el

crecimiento paulatino de la urbe dio paso a la creación de nuevos barrios, el centro de la ciudad

siguió siendo, a lo largo de la Colonia y a comienzos de la República, el punto de encuentro y

lugar de reunión de la aristocracia limeña (Bernales 121). Ése era pues su territorio y a él nadie

más ingresaba.
Vela 32

De otro lado, si bien se produjeron cambios en el diseño arquitectónico de la capital del

Virreinato21, el estilo de la Lima de principios de la Colonia se mantuvo estable hasta incluso

después de declarada la Independencia (3-4). Como se observa, el primer sueño del orden

pervivió por más de trescientos años. Fue recién a partir de mediados del siglo XIX, que tres

gobiernos de dicha centuria destacaron por sus acciones en cuanto a la transformación urbana de

la ahora capital de la nación y dieron paso a la institución del nuevo sueño del orden, de la nueva

ciudad ideal que iría a reinar en el imaginario limeño: los mandatos de Ramón Castilla (1845-

1851 y 1855-1862), José Balta (1868-1872) y Nicolás de Piérola (1895-1899).

Fue pues durante el primer gobierno de Castilla que debido a la explotación del guano de

las islas costeñas, el Perú se convirtió en uno de los países más prósperos de América Latina. En

efecto, luego de que las regalías del guano financiaran la construcción del primer ferrocarril de la

región (que cubría la ruta Lima-Callao), Lima vino a ser considerada la primera capital de

Sudamérica y el Perú el primer país del Pacífico Sur. Cabe señalar que fue durante este periodo

que se decretó la ley de inmigración china en 1849, propiciando la llegada de miles de chinos

destinados a la extracción de guano, las labores de agricultura en las haciendas y como era de

esperarse, a la construcción de las vías férreas, tarea que desempeñaron junto a los negros

manumisos (Basadre, Historia de la República del Perú 1: 213-14, 235-36). Fue además la

abolición de la esclavitud decretada durante el segundo gobierno de Castilla la que estimularía

aún más el mencionado tráfico de chinos, debido a la serie de presiones ejercidas por los grandes

terratenientes para garantizar la mano de obra barata que requerían en sus haciendas (280-284).

Como sostiene Basadre, en aquellos años republicanos se pensaba que para potencializar

las riquezas del Perú era necesario primero conectar las diferentes áreas de su territorio, ya que

21
Se pasaron de los arcaísmos góticos y mudéjar, de los templos y claustros conventuales del
siglo XVI, al barroco y rococó de los siglos XVII y XVIII (Bernales 3-4).
Vela 33

una vez que se proyectaran y trazaran distintas vías, el desarrollo vendría por su propia cuenta

Fue de acuerdo a esta nueva mentalidad urbanizadora que asumió pues el gobierno Balta; fueron

una vez más los ingresos que proporcionaba el guano los que financiaron la construcción de más

ferrocarriles, y fueron nuevamente más negros y más chinos quienes trabajaron en la edificación

de vías del progreso como mano de obra barata (Historia de la República del Perú 2: 32).

El afán urbanizador y modernizador de la gestión de Balta se vio a su vez reflejado en

otra serie de obras: la demolición de las murallas que cercaban a la ciudad, el reemplazo de las

acequias de las calles con canales cubiertos, la apertura de las avenidas de circunvalación y la

inauguración del palacio y los jardines de la Exposición (56, 270). Lima vivía pues un nuevo

sueño de modernización y progreso. Y de forma paralela a la construcción de esta nueva ciudad

ideal, se fue consolidando una élite capitalina que controlaba el capital agrario, mercantil y

financiero de la nación. Este nuevo grupo de poder decidió invertir tales recursos en la creación

de nuevas áreas de esparcimiento y así, nacieron las comunidades balnearias de Magdalena,

Miraflores, Barranco y Chorrillos en el suroeste de Lima. Eran estos espacios exclusivos de

descanso, adonde se dirigían las clases acomodadas durante los meses de verano, apartándose

temporalmente de sus mansiones coloniales aún ubicadas en el centro de la ciudad (Lloyd 2, 34).

Hacia el final del siglo XIX, después de superados los estragos producidos por la Guerra

con Chile y la crisis fiscal, se produjo otra nueva transformación urbana, la última de este siglo.

Durante el mandato de Piérola (1895-1899), la capital del Perú seguía proyectándose como una

urbe de ensueño, ordenada, modernizada, casi idílica. La ciudad se vio iluminada en las noches

por la energía eléctrica, vio pavimentadas sus calles y fue testigo de cómo por ellas transitaban el

tranvía y elegantes automóviles. Lima siguió expandiéndose, esta vez hacia el sureste con el
Vela 34

trazado del Paseo Colón y la avenida Brasil, y hacia el noroeste con la construcción de la avenida

La Colmena (Historia de la República del Perú 2: 270).

Debe enfatizarse que fue además el gobierno de Piérola el que marcó el inicio de un estilo

de vida muy acorde a la proyección de esta ciudad ideal. Durante su mandato emerge aquel

fenómeno que Basadre denominara la República Aristocrática. Esta República Aristocrática

estaba pues conformada por el grupo de poder económico ubicado en torno al Partido Civil,

definido por el apellido, los lazos de parentesco y los hábitos señoriales, cuyos distinguidos

integrantes vivían una intensa vida de club, vestían trajes confeccionados por los sastres

franceses de la capital y amenizaban sus días con largas caminatas por el Jirón de la Unión y

Paseo Colón (Fukumoto 69-70)22.

No obstante, de modo paralelo al establecimiento de este fatuo estilo de vida de

comienzos del siglo XX, la ciudad de Lima comenzaba a dar indicios del crecimiento

descontrolado que vendría a caracterizarla y destruirla en las décadas siguientes. Efectivamente,

a medida que pasaba el tiempo, Lima fue creciendo al punto de que llegó a encontrarse

prácticamente unida con aquellos balnearios sureños de los que antes se hallaba separada por

kilómetros de tierras de cultivo. El centro de la ciudad, por su parte, empezó a entrar en un

estado de irrevertible decadencia. Las alguna vez elegantes casonas señoriales fueron

abandonadas por sus antiguos dueños, los otrora miembros de la República Aristocrática, y

empezaron a ser divididas en numerosos compartimientos destinados a albergar a familias de

escasos recursos (Llyod 2, 34-38)23.

22
Pueden observarse imágenes de la “República Aristocrática” en las figuras 4 y 5.
23
Las imágenes de cómo terminarían estas residencias en abandono en el contexto de la
explosión migratoria aparecen en las figuras 6 y 7.
Vela 35

El reinado de la República Aristocrática llegó pues a su fin con el Oncenio de Augusto B.

Leguía (1919-1930). Sin embargo, ello no significó un retroceso en el auge urbanizador de la

capital peruana sino todo lo contrario, puesto que bajo esta administración un nuevo sueño del

orden estaría pues por llevarse a cabo. En efecto, bajo el lema de “Orden y Progreso”, la llamada

Patria Nueva propició la edificación de numerosas obras públicas, el trazado de más avenidas y

la aparición de nuevos vecindarios. Y como era de esperarse, la ubicación de los estratos sociales

en esta urbe ordenada iba a seguir produciéndose de acuerdo a los patrones segregacionistas de

antaño.

En este escenario, si bien los grupos privilegiados dejaron de tomar posesión del centro

de Lima y por ende, dejaron de relegar a los sectores oprimidos a su periferia, las fronteras

sociales siguieron manifestándose en el hecho de que ambos grupos empezaron a expandirse en

dirección radicalmente opuesta. Así, mientras los barrios marginales siguieron propagándose

hacia el noreste, específicamente hacia las orillas del río Rímac y el puerto del Callao (Lloyd 2,

34), las clases adineradas empezaron a iniciar su recorrido hacia el sur.

Fue pues el trazado de la avenida Leguía (posteriormente denominada avenida Arequipa)

el que jugó un papel preponderante en la nueva ubicación de los grupos privilegiados. Al activar

pues un proceso urbanizador a su alrededor, ésta no sólo favoreció el renacer del tradicional

vecindario de Miraflores sino que además propició el surgimiento de una nueva zona residencial

destinada a albergar a los miembros de la clase dominante: el exclusivo barrio de San Isidro

(Porras Barrenechea 394-95).

El estilo arquitectónico de tales vecindarios revelaría, por su parte, la nueva influencia de

la época: el american way of life que iba imponiéndose a través de sus inversiones en el país y en

su presencia en los medios de comunicación. De este modo, los modelos españoles y


Vela 36

afrancesados dejarían de ser la fuente de inspiración de las clases acomodadas. Las nacientes

residencias miraflorinas y sanisidrinas acogerían entonces con gran entusiasmo las tendencias de

la arquitectura californiana y el modelo chalet de suburbio estadounidense (Arqandina).

Pero como mencionamos anteriormente, el crecimiento que presentó la capital durante el

Oncenio no se limitó únicamente a las áreas urbanas en donde se ubicaban los grupos

privilegiados. Así como la avenida Leguía propició el surgimiento de barrios destinados a

sectores pudientes, la pavimentación de la avenida Brasil determinó el desarrollo de

urbanizaciones de clase media como San Miguel y Magdalena (para aquel entonces, esta última

había ya perdido el prestigio que la caracterizara en el pasado como balneario de lujo), y la

construcción de la avenida del Progreso (luego denominada Venezuela) orientada hacia el Callao,

agilizó la edificación de vecindarios en donde se ubicaron las clases bajas (Lima 1919-1930 47,

52-53)24.

Como se aprecia, en las primeras décadas del siglo XX la ciudad empezó a crecer a gran

escala y de forma tan particular que los tradicionales antagonismos centro/periferia o norte/sur

dejaron de ser suficientes para explicar las dimensiones que cobraba dicha expansión urbana. El

alguna vez distinguido centro de Lima era rápidamente poblado por seres vistos como

marginales y las clases acomodadas no miraban hacia el norte sino que escapaban hacia el sur.

En estas circunstancias, las grandes avenidas del Oncenio no tardaron en reproducir en el espacio

urbano la nueva estructura de la aún vigente disociación entre clases sociales. La avenida

Arequipa, la avenida Brasil y la avenida del Progreso fueron pues las tres amplias líneas que si

bien se dirigían de forma paralela al litoral peruano, actuaban como rígidas fronteras al

evidenciar entre ellas distancias físicas y sociales muy difíciles de salvar.

24
El mapa de la figura 2 muestra a su vez la ubicación de las avenidas y vecindarios
mencionados.
Vela 37

Poco después, cuando la decadencia empezó a afectar incluso a ciertas zonas de los

mismos barrios pensados originalmente exclusivos, muchos de los antiguos residentes

continuaron emprendiendo su retirada hacia el sur, exactamente hacia el sureste, en donde se

edificó el nuevo barrio residencial de Monterrico (Lloyd 34-35). Son precisamente estos

continuos desplazamientos de la clase acomodada los que dan cuenta de que cuando aquellos

espacios en donde residen van perdiendo el esplendor que alguna vez los caracterizara, el sector

dominante toma distancia y evita de antemano tener que lidiar con posibles vecinos de estratos

bajos. Su propósito sigue siendo evitar a toda costa cualquier tipo de contacto con las clases y

razas inferiores a menos, claro está, de que exista de por medio una relación de jerarquía.

Es preciso destacar en este punto que el sucesivo y obstinado movimiento urbano de los

sectores privilegiados pone en evidencia la incapacidad de la clase dominante de ejercer un

dominio absoluto del espacio. Como indicara Lefebvre en su discusión sobre el espacio

“abstracto”, es decir totalitario:

From a less pessimistic standpoint, it can be shown that abstract space harbours

specific contradictions [...] Thus, despite – or rather because of – its negativity,

abstract spaces carries within itself the seeds of a new kind of space. I shall call

that new space ‘differential space’, because, inasmuch as abstract space tends

toward homogeneity, towards the elimination of existing differences or

peculiarities, a new space cannot be born (or produced) unless it accentuates

differences. (52)

Desde esta perspectiva, el espacio siempre, por más opresor que sea y muchas veces en

contra de su propia voluntad, contendrá el germen de la heterogeneidad y la diferencia. En otras

palabras, por más que haya sido configurado de acuerdo a los incuestionables dictámenes del
Vela 38

orden, el espacio contendrá siempre las semillas de su propia destrucción. En este sentido, todo

espacio es capaz de forjar dentro de sí, aunque sea de forma esporádica o de manera momentánea,

grietas o fisuras que sean capaces de desestabilizar su carácter hegemónico; todo espacio es pues

capaz de concebir en su interior líneas de entrada o salida, a través de las cuales los sujetos

pueden ingresar o escapar según sea el caso. El hecho de que las clases superiores tuvieran que

ceder y edificar nuevos distritos a los cuales mudarse, significa pues que los grupos inferiores

fueron capaces de introducirse y apropiarse de aquellas zonas que fueron originalmente pensadas

como exclusivas.

Así como Lefebvre emplea el término “espacio diferencial” para definir aquel territorio

que surge en oposición al espacio totalitario, éste puede a su vez ser concebido como la

manifestación de una “ciudad real” en contraste a una “ciudad letrada” (Rama 76), o designado

como una suerte de “ciudad migratoria” que se filtra en el trazado oficial, planeado y legible, de

toda ciudad (De Certeau 93). En el caso particular de Lima, es la metáfora empleada por De

Certeau la que parecería encajar de modo más preciso, en tanto hace explícita referencia al

fenómeno que desencadenó su ocaso como ciudad ideal, a aquel deambular de sus habitantes que

terminó por convertirse en un movimiento migratorio de corte masivo. Respecto al

aparentemente inofensivo acto de caminar, De Certeau sostiene:

To walk is to lack a place. It is the indefinite process of being absent and in search

of a proper. The moving about that the city multiplies and concentrates makes the

city itself an immense social experience of lacking a place – an experience that is,

to be sure, broken up into countless tiny deportations (displacements and walks),

compensated for by the relationships and intersections of these exoduses that


Vela 39

intertwine and create an urban fabric, and placed under the sign of what ought to

be, ultimately, the place but is only a name, the City. (103)

Desde este punto de vista, el caminar se enfrentaría a la fuerza restrictiva del “lugar”, a

aquel lugar que impone el espacio disciplinario y a aquel lugar que se asigna a diversas entidades

bajo la suprema e incuestionable ley del orden:

A place (lieu) is the order (of whatever kind) in accord with which elements are

distributed in relationships of coexistence. It thus excludes the possibility of two

things being in the same location (place). The law of the “proper” rules in the

place: the elements taken into consideration are beside one another, each situated

in its own “proper” and distinct location, a location it defines. A place is thus an

instantaneous configuration of positions. It implies an indication of stability. (117)

Por ende, al caminar se carece de “lugar”, es decir de una posición fija en el espacio; y al

carecer de “lugar”, los sujetos podrían enfrentarse a esa planeación urbana que define la

organización social de la ciudad de forma estática. Según De Certeau, todo desplazamiento

urbano lograría entonces desestabilizar las arbitrariedades propias del espacio totalitario.

De otro lado, además de encontrar en el mero acto de caminar una práctica de resistencia,

el autor plantea otro modo de entender, y de paso desbaratar, la supuesta autoridad de las

fronteras. En este sentido, así como el caminar emerge como una habilidad requerida para el

cruce de las mismas, las fronteras se encontrarían destinadas a sucumbir a su propia naturaleza

contradictoria:

This is the paradox of the frontier: created by contacts, the points of

differentiation between two bodies are also their common points […] The river,

wall or tree makes a frontier [but] It has a mediating role […] this actor, by virtue
Vela 40

of the very fact that he is the mouthpiece of the limit, creates communication as

well as separation […] It “turns” the frontier into a crossing, and the river into a

bridge. (127, 128)

La frontera se convierte entonces en aquella fisura que invita a la aparición de un espacio

diferencial, de una ciudad real o de una ciudad migratoria. La frontera se muestra como límite

mas sólo en apariencia, puesto que en realidad demanda ser trasgredida y termina autorizando el

tránsito entre dos zonas que de otro modo habrían permanecido incomunicadas.

Antes de mediados de siglo XX, si bien al interior de Lima diversas fronteras ya habían

empezado a ser cruzadas y si bien la clase dominante había empezado ya a ceder muchos de sus

tradicionales espacios, el “sueño del orden”, la “ciudad ideal” proyectada a lo largo del Oncenio,

pervivía aún en el imaginario limeño. El movimiento migratorio todavía no se producía a gran

escala y las clases populares se perdían invisibles hacia el noreste o se concentraban en el venido

a menos centro de la ciudad; no constituían pues una amenaza. Puesto que cada sector de la

sociedad permanecía en el lugar que “le correspondía” en el espacio ordenado de la urbe, las

clases acomodadas podían dormir tranquilas en sus modernas residencias de Miraflores, San

Isidro y Monterrico.

Sin embargo, muy poco tiempo habría de pasar para que los grupos inferiores lograran

finalmente abandonar el lugar que inicialmente “les correspondía” en la urbe, para que pudieran

escabullirse a través de aquellas fisuras que el espacio urbano admitía y en suma, para que

terminaran apoderándose de áreas nunca antes imaginadas. Dada esta situación, cuando se

produce la explosión migratoria en la década de 1950, la que tantas veces fuera proyectada como

ciudad ideal se enfrenta por primera vez a un ocaso irremediable. El sueño empieza a convertirse

entonces en la peor de las pesadillas.


Vela 41

De la “Ciudad de los Reyes” a la “Ciudad de las Razas”

Como hemos apreciado, el sueño del orden, de la modernización y del progreso ha

perseguido a Lima a lo largo de su existencia. Trascendiendo a su configuración inicial en forma

de damero durante la Colonia, este sueño se hizo presente a su vez en la era republicana del siglo

XIX, en los gobiernos de Castilla, Balta y Piérola, para posteriormente alcanzar su máxima

expresión en el Oncenio de Leguía en las primeras décadas del siglo XX. Este sueño del orden

logró mantenerse en pie, en la medida en que los grupos de poder seguían ejerciendo el control

absoluto (o así lo creían) sobre la disposición espacial de los sectores inferiores dentro de la urbe.

No obstante, la pesadilla no tardaría en llegar. Parafraseando a Lefebvre, el espacio

urbano de la ciudad de Lima contenía las semillas de su propia destrucción, en tanto preparó

durante un par de décadas el terreno propicio para que se produjese en ella la explosión

migratoria. En este escenario, al ver cómo los espacios tradicionales de la ciudad se ven

súbitamente ocupados y transformados por una inesperada ola de migrantes, y al ser testigos de

cómo la población limeña llega a superar el millón, la clase dirigente se siente por primera vez

asaltada y agredida en su propio territorio.

En efecto, la que alguna vez fuera bautizada “Ciudad de los Reyes” se ve prácticamente

convertida en una “Ciudad de las Razas”, pero no de aquellas razas superiores que tanto buscó

atraer en la segunda mitad del siglo XIX, sino de aquellas razas por las que siempre había (y

continúa) mostrado un profundo rechazo. En estas circunstancias, la imagen de una “Lima

moderna” se resquebraja y la culpa recae precisamente sobre esos migrantes; sobre esa masa de

sujetos llamados con desprecio “provincianos”, “indios” o “cholos”, quienes tanto para la clase

alta como para la clase media limeña, deslucen el paisaje urbano con su sola presencia.
Vela 42

En Lima, la horrible Sebastián Salazar Bondy identifica el tono sombrío que va

adquiriendo la ciudad debido a la multiplicación de las “tres especies de horror” en donde se

repliegan los sectores que la sociedad limeña tanto menosprecia, en donde se refugian pues esos

más de medio millón de limeños en una urbe que ya ha explotado: el corralón, el callejón y la

barriada (40). Se trata pues de construcciones cuyo deterioro se expresa en los materiales con que

han sido edificados, en la improvisación de su edificación, así como en la falta de mantenimiento

de los mismos: los corralones son construcciones rústicas en terrenos baldíos, los callejones son

pasajes estrechos de habitaciones apiñadas y un único caño y botadero al final del corredor, y las

barriadas son urbanizaciones clandestinas donde se levantan chozas de estera, adobe o ladrillo

(Lloyd 39, Salazar Bondy 40)25.

Lo peculiar de estas tres especies de horror es que en el imaginario limeño adquieren un

tipo de personalidad en específico y se ven asociados a ciertas razas en particular. El callejón,

por ejemplo, es concebido como espacio del escándalo y del mal vivir, al mismo tiempo que es

entendido como morada exclusiva de negros. Así como el poeta José Gálvez lo había ya

censurado como estampa deplorable, como un mundillo de rencillas, chismorreos y peleas por

agua (11-12), la sociedad limeña había ya incorporado dentro de su vocabulario expresiones

como “lío de callejón” o “negra callejonera” para juzgar ciertos altercados o conductas

desvergonzadas.

Por su parte, la imagen que se tiene de los corralones y barriadas, aunque principalmente

de estas últimas, es aquélla que las define como focos de promiscuidad y delincuencia, en donde

se piensa que los serranos recién llegados de los Andes, sucios por naturaleza, se hacinan en

condiciones antihigiénicas e infrahumanas (Bourricaud 117).

25
Las imágenes de estas precarias viviendas se encuentran en las figuras 8 y 9.
Vela 43

Una de las peculiaridades de estas tres especies de horror es su capacidad de aflorar

precisamente al interior de aquellas zonas de la ciudad que son en teoría exclusivas y

residenciales. En efecto, la emergencia de corralones y callejones no se limita a aquellos barrios

de estrato bajo sino que puede producirse en las mismas calles de Miraflores e incluso hasta en

las de San Isidro (Lloyd 39). De modo similar, las barriadas limeñas, situadas inicialmente en los

contornos y zonas periféricas de la urbe, comienzan a expandirse de tal manera que llegan a

traspasar los límites que en algún momento había establecido dicha urbe y llegan a convertirse en

parte de la ciudad.

Cabe precisar que de todas estas construcciones en decadencia, las barriadas eran las más

temidas. El miedo, al parecer, radicaba en la capacidad expansiva de las mismas (Portocarrero

111), ya que mientras los corralones y callejones se limitaban a ocupar sólo reducidos espacios

dentro de la ciudad, las barriadas parecían no respetar límite alguno y se expandían cada vez más.

En este escenario, si bien durante dos décadas la presencia de las barriadas no llegó a constituir

un serio problema en la sociedad limeña (de 1920 a 1940 su número se elevaba solamente a

cinco), el hecho de que en 1955 éstas se dispararan a 56 y su población a 119,886 habitantes, no

tardaría en generar consternación. El crecimiento poblacional de las mismas no se detendría sino

todo lo contrario. De esta manera, en 1961 alcanzaría cifras inauditas: la población de las

barriadas termina por superar el millón y medio, contando con 1’652,000 habitantes (Lloyd 35,

Matos Mar “Nuevo rostro del Perú” 18-19)26.

Evidentemente, a partir de la década de 1950 Lima no vuelve ni volverá a ser la misma.

Durante la primera mitad del siglo XX, la capital empezó a convertirse en una bomba de tiempo

y finalmente terminó por estallar. La explosión migratoria de mediados de siglo logró entonces

26
La figura 10 provee un mapa diagramado por José Matos Mar sobre la cercana ubicación de
las barriadas en la Lima de 1955.
Vela 44

generar las fisuras necesarias para desestabilizar el sistema anterior y así, echó por tierra todo

planeamiento inicial urbano. Esta vez no fue sólo el lugar asignado a los sujetos en la urbe el que

se vio modificado, sino también el lugar que a ciertos grupos les correspondía “por naturaleza”

en el territorio de la nación peruana: los serranos empezaban a bajar de los Andes a la ciudad. El

orden de antaño terminó entonces por desmoronarse.

Para colmo, durante los años 50 la clase dominante se veía enfrentada justamente con el

régimen militar que ella misma había ubicado en el poder. El sector dirigente había pues

instigado el golpe del general Manuel A. Odría con la finalidad de contrarrestar las fuerzas de los

partidos Comunista y Aprista, grupos políticos de base popular que generaban un clima de luchas

y protestas sociales. Si bien durante el Ochenio de Odría (1948-1956) la clase dominante logró

imponer su política económica a favor de los sectores de exportación, no pudo controlar

directamente ciertas acciones del mandatario que a todas luces le resultaban incómodas (Cotler,

“La crisis política 1930-1968” 176).

Odría no tardaría pues en instaurar un régimen de corte populista que despertaría la

antipatía de los grupos privilegiados. Al implementar políticas de asistencia social destinadas a

satisfacer las necesidades de la población urbana, especialmente de aquellos que migraban a la

capital, Odría proyectó la imagen de un presidente que no sólo toleraba las invasiones y

formación de barriadas sino que incluso, al realizar reiteradas visitas a estos lugares acompañado

por su esposa, parecía fomentarlas (Lloyd 43).

Como es de esperarse, la clase dominante no recibiría este nuevo estado de las cosas con

júbilo, pero tampoco con resignación. El camino de regreso hacia el orden político, el cual se

materializaría en la elección como presidente de Manuel Prado Ugarteche, se vería además

acompañado por la instauración a nivel social de lo que Salazar Bondy considera una de sus más
Vela 45

grandes patrañas. La clase dominante, avalada por su séquito de intelectuales, puso de manifiesto

la repentina y nostálgica evocación de una Lima de antaño, de una urbe idealizada, de una ciudad

colonial convertida en una suerte Arcadia. En palabras del autor:

Temerosas [las grandes familias], sin embargo, como han vivido siempre, de

cualquier brote de descontento y violencia, han hecho circular, gracias al escaso o

nulo saber que sus instituciones pedagógicas han procurado a las mayorías, la

metáfora idílica de la colonia y su influjo psicológico y moral […] Porque no se

trata de un amor desinteresado por la historia […] sino del mantenimiento, al

socaire de esta especie de fetichismo funerario, del sistema en que pertenecen al

señor la hacienda y la vida de quien la trabaja. (18-19)

Efectivamente, respaldada por el grupo intelectual que trabajaba a favor de sus intereses,

la clase dirigente propaga a lo largo de la sociedad limeña la idea de que todo tiempo pasado, es

decir sin migrantes, fue mejor. Pero en el contexto de la explosión migratoria, a la clase

dominante no le basta con rememorar un pasado aparentemente idílico. Por ende, luego de

refugiarse en los nuevos barrios residenciales y percatarse de que ya no puede cercar, arrinconar

o alejar a los grupos inferiores por completo, se ve en la necesidad de impedir tanto la incursión

de nuevos sujetos en sus espacios como la proliferación de zonas marginales al interior de los

mismos. ¿Cuál es su reacción? Insistir en la segregación como estrategia. ¿Cómo la justifica?

Apelando a una razón tan condenable como efectiva en la sociedad limeña: la raza de sus

habitantes.

La raza como pretexto de reordenamiento urbano: la efectividad del rechazo

Como indicáramos en líneas anteriores, todos los habitantes de una ciudad se ven

sometidos a un espacio que reproduce en su interior la estructura jerárquica de la sociedad en que


Vela 46

fue creado. Las distancias sociales son pues calcadas en la configuración del espacio urbano, y

dado que éstas pueden a su vez ser entendidas como distancias raciales, las distintas razas son

ubicadas de modo permanente en un lugar en específico de dicho espacio. Sin embargo, eso es lo

que ocurre en un nivel abstracto, en un primer momento a lo largo de todos los procesos de

planificación de una ciudad. Como puede atestiguar la explosión migratoria ocurrida en Lima a

mediados de siglo XX, los objetivos de la clase en el poder a veces fallan, el afán ordenador de

toda configuración urbana a veces no se cumple: en Lima se trasgredieron fronteras, se acortaron

distancias y cada vez más y más habitantes se aglomeraron en un mismo espacio.

No obstante, si bien la cercanía física con los grupos inferiores se mostraba inevitable (en

la década de 1950, resulta pues impensable replegar a las llamadas razas inferiores a barrios de

indios o negros), lo que sí seguía siendo posible era el hecho de subrayar la distancia social. Y

aquélla era una estrategia extremadamente fácil; bastaba con apelar a prejuicios raciales de

antaño para que el nuevo tipo de fronteras tuviera efecto. Así, sin la necesidad de invocar

abiertamente a un discurso racista ni mucho menos instituirlo por ley, se empleó de modo

perspicaz un argumento que no necesitaba mayor validación en la ciudad de Lima: la raza como

pretexto de segregación urbana.

Una vez instituido este argumento, se produjo entonces un acuerdo tácito entre los

sectores sociales, y si bien en la Lima de mediados de siglo XX hacía ya tiempo que no existían

reyes ni virreyes, aquellos que se consideraban descendientes de una antigua nobleza colonial o

extranjera se sintieron en el derecho de reubicar a los grupos subordinados tanto a nivel social

como espacial. Por ello, para “reinstaurar” el orden urbano y así mantener a los grupos inferiores

“en su lugar”, se echó mano a la serie de estereotipos raciales fuertemente enraizados en el

imaginario limeño.
Vela 47

En este punto, cabe preguntarse ¿Por qué la raza, y no otra característica personal,

funciona como la excusa perfecta de segregación urbana? Precisamente porque la raza es

concebida como parte esencial del individuo, como una condición inalterable en el sujeto. La

raza, como establece Benedict Anderson, emerge como una característica eterna que se proyecta

más allá del tiempo y por ende, adquiere una naturaleza incuestionable:

[…] racism dreams of eternal contaminations, transmitted from the origins of time

through an endless sequence of loathsome copulations. Niggers are, thanks to the

invisible tar-brush, forever niggers; Jews, the seed of Abraham, forever Jews, no

matter what passports they carry or what languages they speak and read. (149)

Para el racismo, la contaminación de una raza es pues eterna. Al ser entendida como un

rasgo innato e incapaz de ser modificado, emplear la raza como pretexto resulta la forma más

conveniente de asignar a los sujetos una posición fija en la sociedad y en el espacio. La raza

constituye entonces la excusa por excelencia para ubicar nuevamente a los grupos inferiores en

“el lugar que les corresponde”, relocalizarlos, reterritorializarlos, o en otras palabras, ponerlos

“en su sitio”. Por otro lado, si bien los postulados del racismo científico 27 habían sido

condenados a nivel mundial después de la caída del régimen nazi en 1945, en el Perú los

prejuicios raciales de antaño siguieron transmitiéndose sin mayor incoveniente. Como revela

Portocarrero, no se prestaba atención al material utilizado en las instituciones educativas y éstas

siguieron empleando textos y publicaciones científicas de similares tendencias:

En un texto escolar de Historia Universal leemos el siguiente cuadro de las razas:

“Blanca: es de piel clara, tiene leyes. Habita Europa, el O. de Asia, el N. de África

27
Como indica Portocarrero, la doctrina instituida en el siglo XIX por Gobieneau, Taine y Le
Bon, según el cual la raza es el factor determinante de las capacidades intelectuales y morales de
los grupos humanos, desaparece de la faz de la tierra una vez terminada la Segunda Guerra
Mundial (21-23).
Vela 48

y América. Amarilla: es de piel amarilla. Quedó estacionaria en la civilización por

largos años. Los amarillos se rigen por opiniones. Habita el N. y el E. de Asia.

Negra: es de piel negra. Su civilización es la más atrasada. Los negros se rigen al

arbitrio. Habita África. Cobriza: es de piel cobriza. Revela una civilización

paralizada. Los cobrizos se rigen por costumbres. Habita América […] Pero el

racismo no se restringe a manuales escolares, también se encuentra en textos

supuestamente científicos. En un libro de psicología escrito en 1930, actualizado

en 1951 y publicado en español en 1966 se lee: “Parecía estar justificada la

afirmación de Galton de que existen diferencias innatas, en cuanto al intelecto,

entre razas muy alejadas unas de otras en una escala de realización … El hecho de

que inclusive a temprana edad los niños blancos demuestran ser superiores a los

negros indica que la herencia sea tal vez la causa principal de las diferencias de

capacidad mental, reveladas por las pruebas. (183)

Destaca en esta larga cita la minuciosa segmentación y categorización a la que la especie

humana seguía siendo sometida, así como el hecho de que las definiciones raciales no se

limitaran a fijar la esencia y desarrollo intelectual de los grupos humanos sino que además

determinaran su ubicación en el espacio geográfico de forma permanente. Resulta a su vez

inquietante cómo se plantea de forma implícita la sumisión que han de seguir aquellas razas

regidas por opiniones, costumbres o al arbitrio, ante la única raza que se encuentra regida por

leyes.

Sin embargo, si bien la institución encargada de difundir estos textos constituye, como

advirtiera Althusser, uno de los aparatos ideológicos encargados de moldear el pensamiento de

los sujetos desde muy pequeños (“[…] in this concert, one Ideological State apparatus certainly
Vela 49

has the dominant role, although hardly anyone lends an ear to its music: it is so silent! This is the

School” 29), fue además la familia la que siguió (y sigue) transmitiendo de generación en

generación el discurso racista que permea a la sociedad limeña. En términos de Portocarrero, fue

pues el núcleo familiar capitalino en donde se reforzaron con mayor firmeza los criterios para

culpar a los recién llegados de malograr y deslucir la ciudad a través de su desdeñable aspecto

racial (203).

El racismo es a su vez efectivo porque, como señaláramos con anterioridad, mata,

extermina. En efecto, el discurso racista, según Foucault, conlleva inevitablemente a la

eliminación del otro en tanto justifica tal exterminio como medida necesaria frente a la amenaza

biológica presente en toda raza enemiga: “In the biopower system, in other words, killing or the

imperative to kill is acceptable only if it results not in the victory over political adversaries, but

in the elimination of the biological threat to and the improvement of the species or race”

(Society Must Be Defended 256).

En este punto, debemos recordar que el homicidio al cual Foucault hace referencia no se

limita al acto de promover la muerte física del otro sino que, situándose dentro de las premisas

del biopoder y de la sociedad normalizada, aborda la noción del exterminio humano en sus más

variadas acepciones. Reiteremos pues que cuando el autor reflexiona sobre el acto de acribillar a

la raza enemiga no reduce este accionar al hecho de quitarle la vida a un individuo o grupo de

individuos, sino que además contempla muchas otras maneras en las que podría llevarse a cabo

un homicidio de modo indirecto. Así, el asesinato también es entendido como el hecho de

exponer a alguien a la muerte, incrementar el riesgo de muerte de ciertas poblaciones e incluso la

muerte política, la expulsión y el rechazo (256).


Vela 50

Estos tipos de asesinato indirecto garantizan, de esta manera, la muerte del otro no sólo a

un nivel físico sino también simbólico. Es ésta la modalidad del discurso racista a la que apela

justamente la clase dominante en Lima, en la medida en que no sólo se le hace imposible

justificar la exterminación de ciertos seres humanos, sino que además tampoco le conviene

hacerlo, puesto que los sigue necesitando para poderlos explotar. En este escenario, la clase

dominante encuentra en el asesinato metafórico de ciertas razas la mejor forma de mantener el

orden en la ahora sobrepoblada ciudad, y apuesta por el insulto racial como el modo más efectivo

de cometerlo.

En estas circunstancias, resulta oportuno prestar atención a cómo Anderson, en un punto

de la discusión que lleva a cabo sobre los temas de racismo y nacionalismo, da cuenta de los

sobrenombres que en un momento dado se asignaron a vietnamitas y argelinos con el propósito

de desvalorizarlos:

A word like ‘slant,’ for example, abbreviated from ‘slant-eyed’, does not simply

express an ordinary political enmity. It erases nation-ess by reducing the

adversary to his biological physiognomy. It denies, by substituting for,

‘Vietnamese;’ just as raton denies, by substituting for, ‘Algerian’. At the same

time, it stirs ‘Vietnamese’ into a nameless sludge along with ‘Korean,’ ‘Chinese,’

‘Filipino,’ and so on. (148).

El racismo tiene entonces la capacidad de atacar al otro reduciéndolo justamente a

aquellos rasgos que delatan su origen racial, para luego burlarse abiertamente de los mismos. El

discurso racista sobresale pues por su destreza para encontrar aquella palabra precisa que una vez

dirigida a una raza en específico logra transmitir grandes dosis de agravio y logra disminuirla en

su esencia más pura, en lo más profundo de su ser.


Vela 51

Curiosamente, anota Anderson, el amplio número de términos peyorativos que emplean

los grupos blancos para atacar a las llamadas razas inferiores contrasta notablemente con las

escasas ocasiones en que ha visto producirse un fenómeno a la inversa:

I have never heard of an abusive argot word in Indonesian or Javanese for either

‘Dutch’ or ‘white.’ Compare the Anglo-Saxon treasury: niggers, wops, kikes,

gooks, slants, fuzzywuzzies, and a hundred more. It is possible that this innocence

of racist argots is true primarily of colonized populations. Blacks in America –

and surely elsewhere – have developed a varied counter-vocabulary (honkies,

ofays, etc). (153)

Afirmar que la ausencia de un vocabulario agresivo en contra de los grupos blancos

radicaría en la inocencia de los pueblos colonizados resulta un tanto problemático, ya que esta

idea podría prestarse a una malinterpretación y ser percibida como una actitud condescendiente

hacia dichos pueblos. Es pues perfectamente posible que tal terminología sí hubiese llegado a

manifestarse, pero que terminara en el olvido debido a una escasa visibilidad o que simplemente

los grupos blancos, al verse agredidos, hayan impedido su difusión.

No obstante, más allá de la ambigüedad evidente en dicho postulado, lo que aquí nos

compete es otro asunto: la ausencia de insultos hacia la raza blanca parece más bien responder a

un problema de efectividad. De hecho, si son los blancos los que se libran de una humillación

basada en su aspecto racial es debido a que tales insultos no generan el dolor esperado: así como

honky no afectaría en el mismo grado en que lo haría nigger en la sociedad angloparlante,

“blanco de mierda” no genera el mismo efecto que sí causaría en la sociedad limeña el ser

víctima de la tan común ofensa “cholo de mierda”.


Vela 52

De hecho, a diferencia de la carga negativa que en la sociedad peruana presentan de por

sí los términos “indio” y “negro”, calificar a alguien de blanco no implica ninguna forma de

agravio. Por el contrario, el ser llamado blanco emerge de manera automática como un favor, un

halago, un énfasis en la belleza, prestigio y superioridad del individuo, en tanto éstas son las

cualidades que se atribuyen a todos los sujetos de raza blanca.

En consecuencia, un insulto que busque herir la naturaleza de esta raza simplemente no

funciona; llamar a alguien “blanco de mierda” no despertaría en lo absoluto el grado de

vergüenza, dolor y desamparo que sí lo haría la expresión “cholo de mierda”. Mientras en el

primer caso el maltrato podría instalarse en la parte final de la frase, en el segundo ejemplo la

ofensa se encuentra precisamente en aquella condición racial que trágicamente resulta imposible

de ser modificada. Por ende, en la sociedad limeña ser considerado “cholo” lastima incluso

mucho más que recibir el calificativo “de mierda”.

El doble discurso de una ambigua terminología racial

Lo peculiar de la terminología racista que se emplea en Lima es su carácter ambiguo. Por

ejemplo, en situaciones de familiaridad y camaradería apelativos como “indio”, “cholo” o “negro”

suelen ser despojados de su connotación discriminatoria e incluso pueden ser utilizados para

expresar afecto. Por ejemplo, en un grupo de amigas llamarse entre sí “cholas” es permitido, así

como es común el hecho de que siempre exista en un grupo de amigos alguien cuyo apodo sea

“negro” o “chino”. En ambos casos, el uso de estos apelativos son muestras de la confianza que

prima entre sus miembros. Sin embargo, debe recalcarse que lo anterior no significa que la

acepción negativa de tales términos haya sido eliminada por completo ni que las mismas palabras

que son empleadas en una conversación amical puedan tornarse en insultos orientados a asesinar

metafóricamente a otros sujetos.


Vela 53

La clase dominante se sirve entonces de este tipo de imprecisiones para cubrirse las

espaldas y librarse de toda responsabilidad y culpa en la manifestación de actos discriminatorios.

La cómoda y astuta postura que adopta la clase dirigente en este punto se ve reflejada en el

pensamiento de ciertos intelectuales, quienes precisamente forman parte del mismo sector

privilegiado de la sociedad. Por citar un caso, el discurso del intelectual peruano Aurelio Miró

Quesada Sosa revela cómo el grupo en el poder toma ventaja de la supuesta ausencia de malicia

en el uso de términos raciales:

Por solidaridad social, o simplemente afectos humanos, ha habido un lazo

sentimental que ha vinculado, más allá de todos los prejuicios, a los distintos

grupos étnicos; y así el norteamericano John Gillin ha podido anotar muy

seriamente que en el Perú se dice “negra” o “negrita” por cariño, cuando en buena

parte de los Estados Unidos este tratamiento lo consideraría ofensivo una blanca;

y lo mismo podría decirse de términos como “zambita” o “cholita”, o el “chino

lindo” documentado en entremeses de Peralta y de Segura. (Veinte temas

peruanos 53)

La clase dirigente encuentra en la ambigüedad de esta terminología su mejor coartada. No

obstante, es a todas luces evidente que del aprecio latente en tales diminutivos a la existencia de

un lazo sentimental entre todas las etnias del Perú existe una amplia e insuperable brecha. En

otras palabras, el que pueda llamarse “cholo”, “chino”, “zambo” o “negro” a un sujeto sin

ánimos de ofenderlo no significa que dichos términos hayan dejado de engendrar una fuerza

agresiva y discriminatoria. Por el contrario, estas palabras cumplen a cabalidad no sólo la

función de asesinar figurativamente a los grupos inferiores, sino también la de mantenerlos


Vela 54

alejados de modo permanente. Llamar a alguien “¡cholo!” o “¡negro!” con desprecio lo separa

automáticamente del resto, marca una distancia social infranqueable.

En el contexto limeño, el choleo o acto de cholear se ve convertido entonces en una

práctica discriminatoria de uso diario (Bruce 12), en una medida imprescindible para ubicar a

ciertos sujetos en el lugar que les corresponde, en una acción necesaria para poner en su sitio a

quienes intentan modificar su posición en la escala social o en el espacio urbano. Dada esta

situación, las interacciones en donde la trágica choledad de un limeño puede tornarse visible son

diversas. Las calles de la ciudad son testigos de cómo en las discusiones y altercados mínimos

del día a día, catalogar al otro como “cholo” resulta ser la mejor forma de paralizarlo, el mejor

modo de hacerle daño y ganar la pelea.

En este sentido, son casi todos los limeños los se vuelven potencialmente choleables en

tanto pueden ser receptores y víctimas de dicho apelativo en el momento menos esperado. Cabe

recalcar que son casi todos, pero no todos, quienes corren el riesgo mencionado, puesto que en la

medida en que el aspecto racial de un individuo no remita por ningún lado a lo indígena, tal

sujeto podrá verse librado de esta incómoda clasificación. Por ejemplo, si un blanco llega a ser

catalogado de cholo, es muy probable tal calificación haya ocurrido sólo a manera de broma, en

aquel contexto de intimidad ya señalado, eliminando así toda intención peyorativa. El significado

que adquiera cada una de las palabras de esta terminología racial dependerá pues, como ocurre

en el caso de todas las palabras, de la entonación con que se profieran, del sujeto que las emita y

sobre todo a quién se encuentren dirigidas.

Curiosamente, a diferencia de lo que ocurre con el uso expandido de la expresión

“cholear”, el vocabulario limeño no emplea formas como “negrear” ni mucho menos “chinear”
Vela 55

para expresar el rechazo en la urbe28. En efecto, el ocaso del sueño del orden y la destrucción de

la ciudad ideal se identifican en el preciso momento en que Lima “se cholifica” (Nugent 81), mas

no cuando “se negrifica” ni mucho menos cuando “se chinifica”.

Al respecto, habiendo ya mencionado que el chino logró ascender en la escala social e

incluso ingresar a las altas esferas de la élite capitalina, no sorprende pues que dicho apelativo no

constituya un término de por sí ofensivo, sino más bien neutral en más de un contexto. Sin

embargo, la limitada presencia del “negreo” como práctica cotidiana, en comparación al acto de

cholear en la ciudad, no significa en lo absoluto que la raza negra haya sido totalmente aceptada.

Si bien a simple vista pareciera que ésta es más valorada que la “indiada” (al fin y al cabo, como

veremos en los siguientes capítulos, el negro es percibido como un personaje alegre y bueno para

el baile, mientras que el indio es visto como un sujeto melancólico y sombrío), debe precisarse

que al momento de discriminar, la piel negra será ultrajada con la misma dureza que habrían de

padecer los rasgos indígenas.

Consolidación de las fricciones raciales en la urbe: la historia de nunca acabar

Todos los habitantes de una ciudad se ven sometidos a las leyes de un espacio que,

después de haber sido planificado por la clase dominante, no sólo ha instituido de antemano las

normas que en él han de gobernar sino que además varía sus dictámenes dependiendo de la raza

de quienes en él se ubiquen. La ciudad de Lima funcionó de acuerdo a estas premisas a lo largo

de su historia. Así, durante el periodo virreinal, la ciudad fue configurada en términos raciales

según el orden establecido por dicho espacio: las razas inferiores eran circunscritas a barrios

28
El verbo “negrear” existe, pero se emplea para describir situaciones de explotación laboral.
Puede recaer además sobre cualquier sujeto sin importar su color de piel, en tanto el énfasis se
dirige hacia el hecho de que este individuo es explotado. Obviamente, este verbo va de la mano
con la expresión “trabajar como negro”. El verbo “chinear”, por su parte, significa “mirar” y si
bien la conexión con la forma del ojo del oriental es evidente, no presenta ninguna carga
despectiva.
Vela 56

específicos e ingresaban a los perímetros de la urbe sólo en calidad de sirvientes. De igual

manera, durante casi los primeros cien años de la era republicana, la ubicación de las razas

inferiores en el espacio urbano se halló relativamente bajo el control del sector dominante de la

sociedad.

Fue recién a partir de mediados del siglo XX que empezaron a manifestarse serios

desórdenes urbanos. Las razas inferiores no sólo tomaron posesión del alicaído centro de la

ciudad sino que además empezaron a apoderarse de los contornos de la urbe. Numerosos

migrantes abandonaban sus lugares de origen y emprendían su recorrido hacia la ciudad,

empezaban pues a caminar al interior de la urbe y a cruzar fronteras reiteradamente sin que nadie

pudiera evitarlo. Los limeños tradicionales pusieron el grito en el cielo.

No obstante, ante tales hechos, la clase dominante no tardó en reaccionar. Por ello, no

sólo le bastó con edificar nuevos vecindarios exclusivos en donde guarecerse y propagar la idea

de que todo tiempo pasado fue mejor, sino que además encontró en el racismo la excusa perfecta

para garantizar la segregación en el espacio de la ciudad. Sus acciones no respondieron pues a

una lógica de exterminio racial ni a la fragmentación del espacio urbano en guetos, ni mucho

menos a la explícita demarcación de límites físicos que impidieran la libre circulación de los

sujetos en el espacio (aunque sí, muchas veces, como exploraremos en el siguiente capítulo, de

medidas de desalojo). Por el contrario, sus medidas apostaron por la consolidación del uso a

nivel cotidiano de una terminología racista enraizada en el imaginario limeño, que sirve para

rechazar a aquellos sujetos a quienes se les culpa de empañar, debido a su raza, el aspecto de la

ciudad.

En este contexto, es el insulto racial el que emerge como una de las forma más efectivas

de hacer un llamado de atención o un llamado al orden, en tanto permite que “el lugar que le
Vela 57

corresponde” a una raza en la escala social vuelva a ser trasladado en el espacio urbano. Así, al

recordarle permanentemente al cholo que es cholo y al negro que es negro, se busca que ellos

asuman mansamente su “naturaleza inferior”, acepten el lugar que se les ha asignado y por ende,

se abstengan de llevar a cabo cualquier intento de movilidad social o espacial.

Nos encontramos pues ante el mismo racismo de antaño que se filtra a lo largo de

diversos periodos históricos, que se camufla o recicla bajo diferentes nombres, con el objetivo de

seguir asesinando, concreta o figurativamente, a ciertos grupos humanos. Somos testigos pues de

que cuando Lima empieza a desintegrarse de forma inesperada, ella misma reclama su orden

fundacional a través de una estrategia segregacionista y vuelve irremediablemente a su punto de

inicio: un espacio hegemónico que separa a sus habitantes en términos raciales.

En estas circunstancias, si bien como señala De Certeau, el caminar como acto de

resistencia genera sucesivos movimientos migratorios capaces de cruzar y derribar un sinnúmero

fronteras, es el espacio totalitario el que vuelve a imponerse. En efecto, surgirán nuevas líneas

divisorias sustentadas en prejuicios raciales cuyo cruce dependerá del color de piel o de los

rasgos étnicos que detenten los sujetos que busquen transgredirlas. Las nuevas prohibiciones del

nuevo espacio abstracto permitirán entonces que la raza de los sujetos determine las áreas de las

que estos pueden apropiarse, los lugares públicos a los que pueden tener acceso, así como las

zonas de la ciudad a las que definitivamente se les negará la entrada.

Debido a ello, si bien la nueva configuración urbana de mediados de siglo XX propicia

un mayor acercamiento físico entre los habitantes de la gran Lima, la raza de los mismos

terminará por erigir entre ellos fronteras inquebrantables. El aspecto racial seguirá actuando

como elemento diferenciador, como una marca inalterable, huella o cicatriz imborrable que no
Vela 58

sólo delata el origen del sujeto sino que además imprime el lugar que en la sociedad y ciudad ha

de aguardarle.
Vela 59

CAPÍTULO DOS

“LIMA, HORA CERO” Y EN OCTUBRE NO HAY MILAGROS:

EL ASESINATO DE LOS CHOLOS EN LA URBE

En la década de 1950, el sueño del orden se convirtió en la peor de las pesadillas. Lima,

tantas veces concebida ciudad ideal, se vio de pronto transformada en una “Ciudad de las Razas”,

pero no de aquellas razas a las que con tanto interés buscaba atraer en el siglo XIX, sino de

aquélla por la que siempre mostró un profundo desprecio. La capital se vio pues colmada de

migrantes, indios, cholos, provincianos, serranos, a quienes de inmediato se acusó de deslucir el

paisaje urbano.

Se produjo entonces lo que según De Certeau constituye la emergencia de una ciudad

migratoria dentro de una ciudad planeada, la aparición de una ciudad en movimiento, gracias a

una serie de prácticas contestatarias presentes en la vida cotidiana. Efectivamente, los migrantes

pusieron en marcha aquel mecanismo que De Certeau identificara como un acto trasgresor por

excelencia: los migrantes caminaron, cruzaron fronteras y al hacerlo, cuestionaron el rígido

sistema que los condenaba a permanecer en un único lugar, en el lugar inferior que “por

naturaleza” les correspondía tanto en la escala social como en el espacio de la nación.

Sin embargo, la reacción de la clase dominante no podía hacerse esperar. Ante la

destrucción del espacio oficial que ella misma había creado, el sector dirigente echó mano a la

serie de prejuicios raciales presentes en el imaginario limeño para reinstaurar el orden urbano y

ubicar nuevamente a los grupos inferiores en el lugar que supuestamente les corresponde, en

otras palabras, ponerlos “en su sitio”.

En estas circunstancias, los textos “Lima, hora cero” de Congrains y En octubre de

Reynoso problematizan y cuestionan la capacidad contestataria del caminar así como el cruce de
Vela 60

fronteras discutido por De Certeau, ya que si bien sus protagonistas son precisamente aquellos

migrantes que lograron generar fisuras en el espacio totalitario, estos no tardan en ser asesinados

metafórica y literalmente como raza inferior.

En este sentido, si bien después de la Segunda Guerra Mundial y la caída del nazismo, el

deseo de exterminar físicamente a ciertos grupos humanos vino a ser juzgado como un acto

inmoral e injustificable, las historias a analizar muestran cómo en Lima ese deseo siguió

prevaleciendo. En efecto, aunque el discurso oficial dejó de expresar abiertamente el anhelo por

“mejorar la raza”, ello no implicó (y ni siquiera implica en la actualidad) que en la capital

peruana esta ambición hubiese dejado de formar parte del discurso cotidiano.

Cabe señalar al respecto que el asesinato que permea a los textos no sólo ha de producirse

a nivel metafórico en la retahíla de insultos raciales que se dirigen a ciertos sujetos, sino que

cuenta con la suficiente impunidad como para ocasionar la muerte del otro en el plano físico.

Considerando pues que asesinar es también dejar morir, se observa que en las historias de

Congrains y Reynoso el racismo permite que la muerte literal del indio, del cholo, del migrante,

del provinciano, se produzca sin que nadie tome medidas al respecto y sin que a nadie con poder

le importe.

Antes de ocuparnos del homicidio racial que subyace a los textos mencionados, es

preciso revisar la concepción que ha desarrollado de lo indígena el imaginario de la capital

peruana. De esta manera, podremos comprender el rol que esta imagen juega en la definición del

migrante en la ciudad y por qué el sector dirigente limeño puede justificar con tanta facilidad el

asesinato de la población de ancestro indígena.


Vela 61

Lo indígena y lo cholo en la ciudad e imaginario limeño

Si bien los migrantes pudieron llevar a cabo una ocupación concreta del territorio de la

ciudad, en el imaginario de la misma estos no lograban tener cabida. Si bien caminaron y

transfiguraron con su vasta presencia los escenarios de una capital que se seguía pensando blanca

y moderna, los migrantes siguieron encontrándose, como dice la expresión, fuera de lugar. ¿Por

qué? La respuesta es simple. Como indica Peter Lloyd, la lógica que regía al imaginario limeño

de mediados de siglo XX consideraba a toda la población migrante como indígena y por ende,

seguía ubicándola en el ámbito geográfico, tan definido como lejano, al que supuestamente

pertenecía en el espacio nacional: la región andina, las montañas de los Andes, la sierra, las

punas, la llamada huella o mancha indígena del territorio peruano (20).

Es significativo que esta abstracción de lo indígena como entidad estrictamente vinculada

a las serranías de la nación peruana ignore por completo el hecho de que esta población haya

estado siempre presente en el escenario de la ciudad capital. Basta recordar que Lima fue

fundada en tierras habitadas por indígenas y que a partir de aquel momento, estos empezaron a

ser replegados en rancherías y reducciones desde las cuales ingresaban a la ciudad para

desempeñar labores de servidumbre.

En este sentido, más allá del hecho de que esta población fuera considerada descendiente

de un imperio cuya capital quedaba en el Cusco (que es, por decirlo de algún modo, el corazón

de la huella indígena), fueron distintos factores los que se sumaron a la consolidación de esta

localización “natural” de los indios en la región andina. A esta consolidación no sólo

contribuyeron aquellos postulados que anticipaban la inevitable desaparición de los indios como
Vela 62

raza vencida29, sino incluso la propia corriente indigenista que, en su afán por rescatar al indio de

su opresión y desconsuelo, formuló una abstracción del mundo indígena que lo situaba

exclusivamente en los Andes. Recordemos pues que el mismo Mariátegui, desde su visión

dualista, proclamaba una tajante oposición entre una costa blanca y una sierra indígena (133-34).

Dada esta situación, para cuando se produjo la explosión migratoria en Lima, el mundo

indígena seguía constituyendo en teoría un universo completamente desvinculado de la realidad

capitalina. Éste seguía siendo visto como una colectividad detenida en el tiempo o incluso, como

sugiere José Guillermo Nugent, expulsada del mismo, ya que luego de ser concebido como

descendiente de aquel majestuoso Incario del que sólo quedaba el recuerdo, sus miembros

seguían siendo imaginados ajenos a todo proceso de civilización, cultura y desarrollo (20). El

estereotipo que describe Lloyd del indígena como un personaje de ojotas, poncho y chullo, que

mastica hoja de coca y habla quechua con sus pares (20), era pues el concepto que seguía

primando en el imaginario limeño de mediados de siglo XX.

Pero la realidad era otra. Como indicamos anteriormente, siempre hubo presencia

indígena tanto en los alrededores como al interior de la ciudad de Lima; y en dichos escenarios,

la imagen que proyectaban los indios no habría de concordar necesariamente con la de los

personajes de las punas recién descritos.

Cabe además mencionar que los indios de las serranías tampoco fueron a permanecer

suspendidos en esa especie de dimensión en la que se pensaba vivían de forma arcaica, puesto

que desde tiempos coloniales su existencia estuvo determinada por los diferentes sistemas de

29
Me refiero en este punto a los postulados de Clemente Palma (8-14) y Alejandro Deustua (60-
68), quienes al vaticinar la irremediable desaparición de esta raza “vencida” la circunscribían a
aquellas comunidades de las serranías.
Vela 63

explotación a los que eran sometidos en las minas y haciendas de la sierra30. Y fueron justamente

estos sistemas de explotación colonial extendidos a la República los que habrían motivado, ya

durante la segunda mitad del siglo XIX, que muchos de sus trabajadores optaran por dirigirse a

las ciudades y empezaran a trabajar en ellas como sirvientes (Araníbar 54).

Como se observa, aunque no de forma masiva sino más bien de corte individual, el

movimiento migratorio indígena hacia la capital comenzaba a mostrar sus primeros atisbos. Su

presencia, sin embargo, no llegaba a ser notoria si se la comparaba con la de otras razas en la

ciudad. Al respecto, los censos indican que en 1884, Lima contaba con 56, 628 mestizos, 18,320

negros y mulatos, y 13, 832 indígenas (Cuché 18).

En base a lo señalado, puede establecerse que así como en el siglo XIX existía una fuerte

demanda de mano de obra en las haciendas costeñas, existía también una abierta solicitud de

parte de los grupos citadinos por conseguir criados. El hecho de que proviniesen o no de

territorios alejados de la urbe habría sido sólo un detalle, puesto que lo que en realidad parecía

importarles era tener quien les sirviera en sus residencias. En este punto, resulta crucial el

episodio que recoge Alberto Flores Galindo de los Pensamientos sobre el Perú que escribiera el

educador español Sebastián Lorente. Se trata de la anécdota titulada “El cholito”, en donde da a

conocer el funcionamiento de la demanda de sirvientes a mediados del siglo XIX:

30
Estos sistemas de explotación adquirieron diversas formas. El “tributo del indio”, que sufrió
posteriormente un astuto cambio de nombre al no tan pernicioso título de “contribución
indígena”, fue establecido por la Colonia como reconocimiento de los indígenas ante la soberanía
del rey. Este procedimiento adquirió luego la denominación de “encomienda”, bajo la cual los
indios eran “encomendados” a un hacendado en la administración de su labor en la tierra y por
ende, estaban obligados a contribuirle a éste de modo directo (Basadre, Historia de la República
del Perú 1: 280). El pago de tributos no se redujo únicamente al perímetro de las haciendas sino
que se extendió también al ámbito de las minas, siendo la “mita” el nombre con que se denominó
a la contribución indígena en los centros mineros (Araníbar 54).
Vela 64

“Cuando salís para la sierra, las señoritas de Lima no dejan de pediros un cholito

y una cholita, y a veces os encargan tantos que juzgaríais se encuentran en los

campos por parvadas.” ¿Qué era un cholito? Diminutivo de cholo, sinónimo de

“indio muchacho”, por lo general, huérfano o forastero, destinado al servicio

doméstico. (Buscando un Inca 279-80)

Primaba pues en aquel entonces una especie de solicitud a pedido por parte de aquellas

señoritas que necesitaban a esos “cholitos” en sus casas 31 . Si bien no se habla de cholos

despectivamente sino de cholitos, el término en diminutivo no comparte en absoluto la misma

intención que en épocas más recientes iría a aparecer en contextos de amistad y camaradería. Por

el contrario, esta palabra reflejaría la condescendencia y displicencia con que estos muchachos

de la sierra eran tratados, en la medida en que parece ocuparse más de la descripción de un

“animalito”.

En este contexto, es evidente que la capital peruana nunca permaneció indiferente a los

pobladores y territorios que se perdían más allá de sus contornos. Si bien se pensó blanca y se

mostró soberbia en su permanente obsesión por convertirse en una urbe del progreso, Lima en

realidad no se miró a sí misma en todos los aspectos. Efectivamente, así como cuando la clase

terrateniente costeña, una vez que los chinos y japoneses terminaron sus contratos de trabajo en

las haciendas, vio en las serranías la nueva reserva de su fuerza laboral32, la ciudad capital no

31
Flores Galindo señala que esos cholitos no residían en la capital, puesto que los periódicos de
la época no registran ningún tipo de anuncio solicitando sus servicios (se limitan más bien a
notificar alguna fuga). En este sentido, los cholitos habrían de haber sido reclutados en la sierra
por medio de algún viajero como Lorente o por algún familiar, prefecto o hacendado, que
residiera en ella (280-81).
32
Rodríguez Pastor señala que entre 1880 y 1900, muchos hacendados, en lugar de mirar hacia el
Océano Pacífico y soñar con los millones de chinos que allí residían, habían volteado las
espaldas, levantado la vista hacia los Andes para finalmente comprender que la solución al
problema de la escasa mano de obra se encontraba en la región andina. De ahí que a partir de
Vela 65

dudó en dirigir su mirada hacia los Andes cada vez que necesitaba satisfacer su requerido

número de criados.

El que esta solicitud de servidumbre se dirigiera hacia la sierra demuestra además que esa

representación de lo indígena como universo lejano y detenido en el tiempo convivía en el

imaginario limeño con la presencia, en la realidad concreta, de aquel ejemplar que era

circunscrito al área de servicio de sus residencias. Cabe entonces preguntarse, ¿Cuál de estas dos

representaciones de lo indígena predominaba en el imaginario? Para contestar esta interrogante,

debemos tener en cuenta que si bien los indios “bajaban” a la capital, este desplazamiento se

realizaba de forma controlada, casi como si obedeciera a un sistema de cuotas. Asimismo, debe

considerarse que tan pronto como la población serrana ponía un pie en la ciudad, ésta parecía

tornarse invisible precisamente en aquellas áreas de servicio que ocupaba en las casas limeñas.

Por consiguiente, la idea de lo indígena como mera abstracción siguió reinando en el imaginario

de la ciudad de Lima.

Así fueron pasando los años y fue justamente esta invisibilidad del indio en la urbe la que

permitió que su figura, aquella mera abstracción, fuese invocada en más de una oportunidad con

fines simplemente proselitistas. Esta representación de lo indígena en el espacio nacional

apareció en todo su esplendor durante el Oncenio de Leguía, puesto que mientras este régimen

orientaba todos los esfuerzos posibles al desarrollo de la urbe moderna, el propio mandatario no

dudó en emplear al indio como otro de los temas centrales de su política de gobierno. En efecto,

señala Julio Cotler, Leguía no sólo consintió la emergencia paralela del movimiento indigenista,

1895 el aumento de peones serranos “enganchados” fuera mucho mayor y el enganche de los
chinos llegara a desaparecer (Hijos del celeste imperio 140, 150).
Vela 66

sino que no tardó en establecer una serie de medidas en apariencia pro-indígena33, llegando al

extremo de autodenominarse Viracocha, como la divinidad del mundo andino y nombre del

octavo Inca, y hasta pronunciar discursos en quechua, idioma que por cierto desconocía (Clases,

estado y nación en el Perú 188).

¿Incomodaba este discurso al sector dirigente en general? Al parecer no, y es posible que

ello radicara precisamente en el hecho de que esta evocación al indio no era más que parte del

espectáculo y palabrería necesaria para entretener y controlar a las masas. Este tipo de medidas

populistas se irían a repetir un sinnúmero de veces en el futuro, destacando entre las más

recientes las imágenes de los presidentes Alberto Fujimori (1990-1999) vistiendo poncho y

chullo, y la de Alejandro Toledo (2000-2005) autoproclamándose Pachacutec, nombre del

noveno Inca, y promoviendo una “Marcha de los Cuatro Suyos” en oposición a Fujimori.

Pero retornemos al empleo de la figura del indio como mera abstracción durante el

Oncenio de Leguía, ya que uno de los incidentes ocurridos en dicho periodo resulta fundamental

para el análisis de uno de los textos literarios. Debemos pues precisar que en 1921 Lima bullía

con los preparativos y celebraciones en torno a la conmemoración del centenario de la

independencia patria y en vista de ello, las colonias extranjeras se esmeraban por brindar

grandiosos obsequios, los cuales en su mayoría fueron monumentos.

En este escenario, cuenta Guillermo Thorndike, la colonia japonesa consultó con la

comisión encargada de las celebraciones sobre el regalo a otorgarse. Así, tras descartar la

instalación de un jardín japonés debido a su difícil mantenimiento, la comisión tuvo la ocurrencia

de que la comunidad nipona honrara a la nación peruana con la edificación de un monumento a

33
Además de instituir el “Día del Indio” y decretar la “Ley Indígena”, Leguía estableció diversas
instituciones a favor de esta causa: la Dependencia de Asuntos Indígenas, el Patronato de la Raza
Indígena, el Instituto Indigenista Peruano y la Dirección General de Comunidades Indígenas
(Cotler, Clases, estado y nación 188).
Vela 67

Manco Cápac. ¿Manco Cápac? Sí, Manco Cápac. ¿Qué tipo de relación tenía el fundador del

Imperio de los Incas con el Japón? La respuesta era más simple de lo que podría haber parecido;

tal vez extremadamente simple. La comisión del centenario consideró pues oportuno que los

japoneses, como hijos del Sol Naciente, homenajearan al Inca Manco Cápac, puesto que éste era

también hijo del Sol (40).

Además de anotar que hechos como el señalado dan cuenta de cómo la realidad puede

superar a la ficción en términos de lo irrisorio y absurdo, debemos prestar atención a un percance

que se produjera durante la ceremonia de colocación de la primera piedra de dicha estatua,

puesto que dicho incidente refleja cómo la invocación a la figura mítica del indígena se oponía

tajantemente a la presencia del indio en la realidad concreta de la urbe.

Como era de esperarse, en la ceremonia en que se colocó la primera piedra del

monumento a Manco Cápac, eran los miembros de la comunidad nipona y el presidente Leguía

los llamados a dar las palabras del caso. Por lo tanto, ninguna de las autoridades ni los miembros

presentes esperaban que mientras se pronunciaban tales discursos, iba a emerger entre la multitud

el lado nefasto de aquella civilización en honor a la cual se erigía el monumento, aquel

exponente que el discurso oficial dejaba de lado: el indio en la ciudad.

Efectivamente, señala Thorndike, dos personeros de los ayllus cusqueños vestidos con

trajes típicos, es decir poncho y chullo, habían logrado abrirse paso entre el público asistente y se

ubicaban en primera fila; dos personajes que fueron calificados como “aborígenes” por la prensa

al día siguiente. Se trataba pues de los dos únicos indígenas presentes en la ceremonia, a los que

al inicio nadie invitó al palco oficial ni al estrado de las personalidades y que cuando finalmente
Vela 68

se hicieron escuchar pronunciando un discurso en quechua, nadie les entendió ni prestó la menor

importancia (45-49)34.

Es ésta pues la desafortunada escena que debemos tener en mente al momento de analizar

“Lima, hora cero”, en tanto pone en evidencia la desarticulación entre una entidad indígena

abstracta, la cual funciona únicamente en un plano simbólico, y la presencia concreta de los

indios en la urbe. Pero antes debemos revisar un poco más la existencia real de la población

indígena en la ciudad y en los espacios que en ella ocupan.

Como hemos podido observar hasta el momento, durante la primera mitad del siglo XX,

lo indígena en Lima empezó a ser valorado siempre y cuando mediara entre él y el sector

dirigente una distancia en el tiempo y espacio, y en la medida en que hiciera referencia a un

Incanato que ya no existe. Dada esta situación, el indio como sujeto real no podía ser bienvenido

en ningún tipo de ceremonia o acto oficial capitalino, puesto que su lugar en la urbe se reducía al

desempeño de oficios invisibles. Y estos oficios invisibles no se limitaban únicamente a los

espacios privados de las residencias limeñas, sino que se extendían a las vías públicas en donde

los indios eran empleados como mano de obra barata. En efecto, como sostiene Cotler, fueron

pues los mismos indios que eran ignorados por la clase política, los que construyeron las grandes

avenidas de las que tanto se enorgullecía el Oncenio (189-90)35.

34
Se puede apreciar una imagen del monumento a Manco Cápac en la figura 11.
35
Mientras la “Ley Indígena” estipulaba la obligación de redimir al indio de su holocausto, el
Oncenio promulgó simultáneamente otra ley que desbarataba por completo dicho objetivo. La
“Ley de Conscripción Vial”, emitida de acuerdo al plan de modernización urbana que impulsara
el gobierno de la Patria Nueva, obligaba a todos los hombres a trabajar de forma gratuita, durante
doce días al año, en la construcción de las avenidas del progreso. Pero dado que existía la
posibilidad de evadir la norma pagando una multa, los únicos que en realidad debieron acatar
dicha ley fueron los sectores de menores recursos, los que precisamente estaban constituidos por
seres de raza indígena (Cotler, Clases, estado y nación 189-90).
Vela 69

No obstante, a medida que nos acercamos a mediados del siglo XX, este ordenamiento

espacial en el cual la población indígena se circunscribía a la cocina o a la construcción de vías

públicas empezó a tambalear. Los indios, ya no como mera abstracción sino como seres

concretos, se volvieron masivamente visibles en la urbe. La ciudad ordenada despertó de su

sueño de forma traumática y la consternación no tardó en apoderarse de los ilusos limeños36. La

clase dominante enfrentó pues el peor de sus miedos y consolidó en ese preciso momento,

aquella impresión lastimera, casi terrorífica, que nos persigue hasta el día de hoy: Lima se

choleó37.

Se trata de una primera impresión que con el tiempo vendría a ser empleada de forma

extendida en el discurso cotidiano. En efecto, el hecho de “cholearse” no se limitaría a describir a

grosso modo la transformación de la ciudad de Lima en general, sino que empezaría a aplicarse a

todo espacio posible. En este sentido, no es sólo el territorio de una ciudad el que correría el

riesgo de cholearse, sino también un vecindario, ciertos lugares públicos, y aquellas zonas de la

urbe en donde los cholos se ubican, puesto que con solo poner un pie en dicho terreno, los cholos

estarían depreciando automáticamente el valor del mismo.

Resulta inevitable recordar en este punto la justificación de aquellos empresarios que se

adjudican el derecho de prohibir el ingreso de quienes a su parecer son cholos, en tanto

consideran que tales sujetos disminuyen la imagen de su local. Cabe mencionar que en tiempos

36
Como estableció Mariátegui en su momento, los barrios nuevos y las avenidas de asfalto
lograron persuadir fácilmente al limeño que, bajo su “epidérmico y risueño escepticismo”, era en
realidad mucho menos incrédulo de lo que deseaba aparentar: “El espectáculo del desarrollo de
Lima mueve a nuestra impresionista gente limeña a previsiones de delirante optimismo sobre el
futuro cercano de la capital” (141).
37
Debe señalarse que en El laberinto de la choledad, Nugent titula a una de las secciones
“Cuando se choleó el Perú”, como respuesta implícita (desde el punto de vista de la clase
dominante) a la célebre pregunta de Conversación en la catedral “¿En qué momento se jodió el
Perú?” (69,81). 
Vela 70

recientes, esta expresión viene mostrando una variante, ya que si bien los escenarios urbanos aún

pueden cholearse, han empezado también a “malearse”. El significado es prácticamente el mismo,

puesto que el deterioro no remite en ningún caso al riesgo (para ello se emplea el participio, en

tanto un vecindario “maleado” es un vecindario peligroso), sino a la poca clase y belleza de los

usuarios. Cuando se dice pues que un lugar “se malea”, en realidad se tiene la intención de

manifestar la incomodidad de que se haya visto poblado de cholos.

En base a lo señalado, el cholo es pues en el imaginario limeño un sujeto que contamina

todo lo que toca, un ser que tiene la capacidad de diseminar alrededor su esencia nefasta. En

estas circunstancias, así como cuando un cholo cholea un ambiente al ingresar a él, al producirse

el movimiento migratorio hacia la ciudad de Lima, cuando los cholos empezaron a caminar por

la ciudad, la esencia indígena empezó a esparcirse, como si fuera una especie de plaga o líquido

venenoso, y penetró finalmente en la capital peruana. Para tragedia de la clase dominante, la

mancha india se extendió de forma descontrolada y empezó a apoderarse cada vez más de los

espacios de la urbe.

La provincia se toma la ciudad y es asesinada metafóricamente

Se ha preferido emplear a lo largo de este estudio la idea de “explosión migratoria” en

lugar de “migraciones del campo a la ciudad”, puesto que contrario a lo que se cree comúnmente,

los fundadores de las primeras barriadas limeñas no fueron en su totalidad provincianos

originarios del campo, sino que en muchos casos eran oriundos de la costa y del propio

departamento de Lima. Inclusive, como indica Borricaud, muchos de los primeros pobladores de

las barriadas eran residentes previos de la capital, habiendo habitado aquellas casonas del centro

que estaban viniéndose abajo (116).


Vela 71

Sin embargo, el imaginario limeño asumió que todos los habitantes de las barriadas eran

provincianos llegados de las serranías. Y dado que en Lima todo indio es cholo y todo cholo es

sinónimo de provinciano, al invadir lo indígena los espacios de la urbe y al construir e instalarse

en las barriadas, puede establecerse que la provincia se tomó la ciudad. Así, sin la intención de

caer en la rigidez propia de cualquier dualismo, se puede establecer que fueron precisamente las

numerosas barriadas las que pusieron en evidencia cómo la sierra penetraba masivamente en la

costa, cómo lo indio ensuciaba a lo blanco y, en suma, cómo la provincia choleaba a la capital.

Desde esta perspectiva, la provincia no sólo se erige como aquel espacio opuesto a la urbe, sino

principalmente como fuente de su corrupción.

Además de ser considerada causa del deterioro de la capital, la sola palabra “provincia”

despierta en sí una serie de imágenes negativas. Ser provinciano es pues, en primer lugar, ser un

recién llegado, o a la usanza limeña, un “recién bajado” (de los cerros de los Andes). Ser

provinciano implica también ser humilde, ser automáticamente un sujeto de segunda clase; ser a

su vez timorato, inseguro, retraído y torpe, en tanto se trata de un sujeto que no maneja los

códigos de la ciudad. Pero lo peor de todo es que ser provinciano significa ser cholo. Ser cholo

para siempre, por el resto de sus días, en la medida en que por más que pasen años de vida

urbana, los rasgos indígenas o quizás la forma de hablar terminará delatando su raso origen.

Las barriadas, como elementos palpables, evidenciaron pues esta invasión de la ciudad

por parte de la provincia; y ante la proliferación de las mismas, los grupos en el poder decidieron

tomar cartas en el asunto. El ánimo exacerbado de la clase dirigente, e incluso de las clases

medias limeñas, llevó entonces a que a través del racismo se lograra asesinar, al menos

metafóricamente, tanto a estos sujetos como al tipo de hábitat que iban forjando. En este sentido,

tras generalizarlos como una “indiada”, en Lima se buscó exterminarlos, al menos en teoría,
Vela 72

echando mano al conjunto de prejuicios que existían sobre su raza, los cuales se extendieron

sobre las precarias viviendas que iban edificando.

Los indios, cholos, provincianos, migrantes, fueron entonces vistos como sucios y pobres

por naturaleza (Lloyd 11-12, Nugent 46-59). En estas circunstancias, su presencia en la ciudad

fue interpretada como causa de una doble degradación urbana, ya que por culpa de ellos, Lima se

había pues convertido en una urbe sumergida en la miseria e inmundicia. Entendidos como focos

infecciosos, tanto estos personajes como las barriadas fueron transformados en una especie de

monstruos, en una suerte de parásitos38.

¿Cuál era el propósito detrás de este asesinato metafórico? ¿Cuál era el objetivo de esta

construcción deplorable de las barriadas y sus pobladores? ¿Cómo se beneficiaban los emisores

de este discurso con el establecimiento y divulgación dicha imagen? En primer lugar, al

considerarse que el nivel de descomposición de las barriadas era el resultado de las anomalías

propias de los migrantes, se lograba desviar la atención del grado de responsabilidad que podría

haber recaído en las autoridades e instituciones encargadas de regular las condiciones de

existencia de estas zonas de la urbe, así como de la ausencia de planes vivienda dirigidos a los

sectores de escasos recursos en la ciudad39.

38
Debe agregarse que la suciedad asociada a las barriadas limeñas no se reducía al plano
fisiológico sino que incluía el terreno moral, en tanto se dio por sentado que las condiciones
materiales de las mismas, definidas por el hacinamiento, favorecían a la promiscuidad, las
actividades delictivas y la descomposición familiar (Bourricaud 117, Spicer xiii).
39
A mediados del siglo XX, sólo quienes recibían un salario por encima del promedio eran
capaces de cubrir los gastos de una vivienda sencilla. De acuerdo a las investigaciones de Lloyd,
una casa de dos habitaciones construida por el sector privado costaba aproximadamente 127,000
soles. Se estima entonces que para adquirirla, luego de pagar la cuota inicial que exigía la
empresa constructora y en base a una cuota mensual de 1,346 soles (a un plazo de 20 años con el
6% de interés), el comprador potencial tendría de recibir un ingreso mensual de 5,400 soles. La
situación era a todas luces desoladora: debían disponerse de 5,400 soles para cubrir sólo la
Vela 73

En efecto, los grupos en el poder se lavaron las manos al propagar la idea de que era

prácticamente por la naturaleza deteriorada de los provincianos, por esa falta de carácter propia

de su raza y por su inexistente deseo de superación que aceptaban pues instalarse en áreas

descampadas y vivir entre basurales. Por otro lado, en caso de que hubiese llegado a producirse

tal amonestación, las autoridades e instituciones oficiales podrían haberse desvinculado muy

fácilmente de toda culpa con tan sólo apelar a la especie de “lógica”, a ese particular “sentido

común” que perdura hasta el día de hoy en la capital peruana y preguntar, a viva voz y en tono de

reclamo “¿para qué vienen? si nadie los llamó”.

En segundo lugar y en relación directa al presente estudio, al asesinar metafóricamente a

los provincianos y a las barriadas (presentándolos como sujetos y espacios degradados), se

prepara el terreno necesario para que acto seguido pueda consumarse el homicidio literal de los

mismos. En otras palabras, se asesina simbólicamente a los cholos a través de la creación de

estereotipos en torno a su raza, para que luego, en caso llegara a producirse la muerte física de

los mismos, no se generara ninguna crisis al respecto. Del mismo modo, se asesina

simbólicamente a las barriadas, para que después se pueda justificar e incluso alentar la

erradicación de estas zonas de infección en el plano de la ciudad.

Como se observa, la estigmatización de los cholos y las barriadas constituye no sólo la

forma más efectiva de asesinarlos en un plano simbólico, sino también el paso previo para llevar

a cabo el objetivo final: eliminarlos de la realidad concreta de la urbe. Efectivamente, luego de

producida la explosión migratoria y en nombre del progreso de la ciudad, se apelará una vez más

a ese sueño del orden en donde los cholos nunca han tenido ni tendrán cabida.

mensualidad de una vivienda modesta, cuando el salario promedio de un trabajador variaba entre
3,000 y 4,000 soles al mes (36-38).
Vela 74

La insuficiencia contestataria del caminar y cruce de fronteras

En el contexto recién descrito, no habrá caminar que valga. La muerte detendrá de un

solo golpe ese cruce de fronteras y ese recorrido espacial que emprendieron los migrantes hacia

la ciudad. Así serán pues castigados aquellos cholos que osaron abandonar el lugar que “por

naturaleza” les correspondía en el espacio de la nación y que insolentemente instalaron la

provincia en la ciudad. En este sentido, “Lima hora cero” de Enrique Congrains y En octubre no

hay milagros de Oswaldo Reynoso ponen en duda pues aquella actividad cotidiana en la que

tanto confiaba De Certeau en la medida en que despliegan un escenario en el cual el movimiento

migratorio, sin bien llega a punto de destino, si bien logra derrumbar fronteras, constituye al fin

de cuentas un accionar fallido.

“Lima, hora cero” narra la historia de un provinciano, Mateo Torres, quien emprende un

viaje sin retorno desde el departamento de Ancash (situado al norte de Lima) hacia la ciudad

capital. Como es de esperarse, no pasa mucho tiempo hasta que este personaje descubre que sus

posibilidades de ser aceptado en la sociedad limeña son prácticamente nulas. Incapaz de

conseguir un empleo que le permita cubrir los gastos de alquiler de una vivienda (no cuenta con

certificados de estudios ni con cartas de recomendación), y ante la negativa de regresar a Ancash

en calidad de fracasado, toma una tajante decisión: instalarse en una de las tantas barriadas

limeñas que empezaban a emerger a mediados del siglo XX.

A partir de ese momento, el eje de la historia deja de centrarse en las vicisitudes de este

personaje para abrir un paréntesis en dicha trama y centrarse en la constitución misma de aquel

espacio que viene a ser su nuevo hábitat. Así, nos enteramos del proceso de formación,

desarrollo, pero también de las primeras advertencias de destrucción de la barriada. Finalmente,


Vela 75

el foco de la historia regresa a Mateo Torres, pero de forma muy breve, sólo para anunciar la

muerte del joven provinciano en el momento en que la barriada es destruida.

Por su parte, En octubre, situando a una celebración religiosa como marco general de la

historia40, relata con estricto orden cronológico los eventos que le ocurren a lo largo de un día a

una familia que está a punto de ser desalojada de la precaria vivienda en la que reside. La historia

presenta a don Lucho Colmenares, quien ocupa un puesto de bajo rango en un banco, y a su

esposa doña María, ama de casa, como una pareja de provincianos que décadas después de haber

migrado a Lima en busca de un futuro mejor, aún no logran acceder a una casa propia. Debido a

ello, viven hacinados en una estrecha quinta 41 , en donde sus tres hijos dan rienda suelta a

sentimientos de frustración, soberbia y enajenamiento. En contraste al escenario descrito, se

desarrolla de forma paralela la historia de don Manuel, un acaudalado hombre de negocios,

deshonesto y homosexual, propietario de numerosos bancos, como aquel en donde trabaja don

Lucho, así como de diversas empresas constructoras, como la que decreta la demolición de la

quinta.

Al centrarse gran parte de la trama en el desalojo inminente, la atención recae en la figura

del don Lucho, quien como jefe de familia, se ve obligado a recorrer las calles de Lima en busca

de un lugar “decente” en donde vivir. La novela termina cuando este personaje, tras resistirse

rotundamente al tener que descender de categoría e irse a vivir a una barriada, se enfrenta al final

40
Se trata de la procesión del Señor de los Milagros, culto que se basa en la historia de unos
negros miembros de una cofradía, cuya pintura de un Cristo en una pared de galpón habría
resistido el violento sismo de 1655. Al considerarse tal hecho un milagro, se empezó a venerar la
imagen a partir de 1670. La primera procesión tuvo lugar después de otro terremoto en 1687 y
empezó a celebrarse en octubre a causa de un nuevo sismo que ocurriera en dicho mes en 1746.
En el siglo XX, el culto se convirtió en una masiva demostración de fervor popular más allá de
los contornos de la población negra (Aguirre 111-12).
41
Especie de callejón.
Vela 76

del día no sólo al hecho de no tener adónde llevar a su familia, sino además a que uno de sus

hijos yace muerto en la asistencia pública.

Ambos textos se sitúan una vez ocurrida la explosión migratoria, una vez que los

protagonistas se han rebelado a la posición permanente que les había asignado el espacio

totalitario, una vez que han abandonado sus lugares de origen, se han enfrentado a la autoridad

de las fronteras, han ingresado a la capital y se han internado por sus calles. Sin embargo, ¿qué

ocurre después de que las fronteras, como indicara De Certeau, se han convertido en puentes?

¿Qué pasa con estos migrantes una vez que han caminado, trasgredido ciertos límites y se han

instalado en un nuevo espacio?

Estas obras proveen una respuesta aciaga a tales preguntas puesto que, como veremos en

seguida, tanto el recorrido de Mateo Torres como el de don Lucho al interior de la gran Lima dan

cuenta de cómo los provincianos son continuamente asesinados, es decir reubicados,

reterritorializados y puestos en su sitio, debido a un aspecto racial que los delata

irremediablemente como cholos. Ambas historias ponen entonces en tela de juicio los postulados

de De Certeau, en la medida en que desautorizan al caminar y cruce de fronteras como actos de

resistencia. Al respecto, basta citar el epígrafe con que se inicia la novela de Reynoso: “¿Qué es

el infierno? El infierno comienza cuando los actos sencillos y necesarios de la vida se tornan

monstruosos… Ahora es temible caminar, respirar, ver, pensar” (9).

Este desplazamiento fallido de los personajes, este caminar en el infierno, se expresa de

diferentes maneras. En primera instancia, si bien Mateo Torres logra cruzar con éxito ciertos

límites, si bien logra consumar un movimiento migratorio de la provincia a la capital, una vez

recorriendo las calles de la ciudad se da con la sorpresa de que en esta última, la búsqueda de

trabajo no es tan fácil como creía: “Más y más calles. Más y más oficinas. No, no, no, no, no, y
Vela 77

no. A un provinciano que busca trabajo se le puede decir no de muchas maneras” (6). Siendo

éstas las circunstancias, los únicos empleos que logra conseguir son aquellos que le

“corresponden” en su calidad de migrante, provinciano, indio, cholo, serrano no deseado en la

ciudad: primero trabaja como vendedor a domicilio de productos tan inverosímiles como duchas

eléctricas, y finalmente como barrendero.

Es sobre todo esta última imagen la que constituye una suerte de paragón de todos

aquellos provincianos incapaces de disfrutar la ciudad o de darse algún tipo de lujo en ella,

puesto que, como cholos, llegan únicamente a servir. Resulta paradójico además que sean

justamente aquellos definidos por el prejuicio social como sucios de manera intrínseca, a quienes

las autoridades encargan la misión de conservar la limpieza de la urbe. La ironía en el tono

didáctico con que el texto explica dicho escenario es evidente:

Las municipalidades son instituciones públicas que realizan una serie de

actividades a favor de la colectividad. Entre otras cosas, se encargan de mantener

limpias las calles de sus respectivos distritos. Todo lo que necesitan, para ello, es

una escoba, un mameluco, y un provinciano. Se le indica cierto sector y ¡escoba

sobre el cemento para que la ciudad resplandezca! Y Mateo Torres, contra su

gusto, termina con una escoba en la mano y un mameluco desteñido sobre sus

veintitrés años. (11)

La lógica parece funcionar de la siguiente manera: al considerarlos sucios de antemano,

se acepta entonces que se sigan contaminando. Un hecho como tal no sólo obliga a los

provincianos a colaborar con el “adecuado” funcionamiento de la urbe, sino que además

garantiza su permanencia en un estatus subordinado.


Vela 78

De otro lado, pese a que don Lucho reside en Lima desde hace muchos años, este

personaje transita por las calles limeñas desde una posición derrotada. Al respecto, la detallada

inscripción de referentes espaciales y temporales que enmarcan el desarrollo de la historia,

además de hacer de la novela un texto sumamente visual, precisa el fatigoso recorrido que lleva a

cabo este personaje durante casi doce horas a través de distintos sectores de la capital en

búsqueda de casa. Su desplazamiento a lo largo de la urbe, lejos de representar un movimiento de

resistencia, emerge como el torpe andar de un individuo atrapado en un espacio hostil que se

impone sobre él. El suyo no es pues en lo absoluto un paseo agradable o despreocupado, sino que

subyace a una razón apremiante: la fecha del desalojo señalada para el día siguiente.

Cabe advertir que muchos de los escenarios por donde se desplaza don Lucho son

precisamente aquellos espacios en donde se erigen las obras que edificara el Oncenio en su

proyección de Lima como urbe moderna, o que recibiera como obsequio en la conmemoración

del centenario de la independencia. Sin embargo, este personaje, además de ser visto como uno

de los tantos culpables del ocaso de la ciudad ideal, transita por dichos escenarios cuando aquel

sueño del orden ha sido ya destruido y Lima se ha visto transformada en la peor de las pesadillas.

La trayectoria de don Lucho se inicia en un Jirón de la Unión (37) que ya ha dejado de

ser aquel emblemático punto de encuentro que inspirara la famosa frase atribuida a Valdelomar42,

en un Jirón de la Unión que no constituye pues en lo absoluto aquel referente local por donde se

pasearan las damas elegantes de la República Aristocrática. El Jirón de la Unión de En octubre

aparece ya convertido en una zona de comercio, en un deslucido y estrecho pasaje en el cual don

Lucho camina azaroso, abriéndose paso con dificultad entre la gente, mientras el espacio mismo,

42
Me refiero obviamente a la frase que recoge Pinto Gamboa en la compilación de las obras de
Valdelomar: “El Perú es Lima; Lima es el jirón de La Unión; el jirón de La Unión es el Palais
Concert; Luego: El Perú es el Palais Concert” (xxv).
Vela 79

a través de las tiendas de ropa elegante que contrastan con su vieja y modesta tenida (camisa de

cuello avejentado, traje lustroso de hombros caídos, zapatos viejos extremadamente lustrados), le

recuerda en todo momento que él en Lima ocupa un lugar inferior.

Posteriormente, es en la Plaza San Martín (41-43), en aquel territorio alguna vez

decorado y remodelado por el Oncenio43, en donde la torpeza del personaje así como su nulo

dominio del espacio adquieren una notoriedad lamentable. En lugar de funcionar como mero

lugar de tránsito, esta plaza se convierte en una suerte de obstáculo: se observa a don Lucho

tratando de avanzar entre una multitud de peatones ofuscados y presurosos, y entre una variedad

de trabajadores ambulantes (organilleros, fotógrafos, niños lustrabotas, limosneros, vendedores

de lotería, entre otros) que lo acosan por ofrecerle sus servicios.

En las circunstancias señaladas, la historia parece establecer desde un principio que un

humilde provinciano como él no infunde ningún tipo de respeto. La apatía y hostilidad limeña lo

hacen víctima de todo tipo de vejaciones: los buses le echan humo en la cara, los autos salpican

agua sucia en sus zapatos, los conductores lo insultan abiertamente y la gente lo empuja sin

desparpajo; mientras don Lucho, sumiso, cede el paso, esquiva a los demás, se hace a un lado,

dejándose instigar por aquellos sujetos a quienes con sumisión dirige sus disculpas reiteradas

veces, indefenso y suplicante.

Además de mostrar una actitud demasiado pasiva ante esta ciudad implacable, don Lucho

camina de forma ansiosa, mirando su reloj de modo reiterado y calculando con angustia el

tiempo que le queda para encontrar casa. Es relevante mencionar en este punto que su búsqueda

se orienta de acuerdo a las siguientes premisas:

43
Las imagen de la Plaza San Martín que aparece en la figura 12 ha sido tomada del libro Lima
1919-1930, una publicación financiada por adeptos al Oncenio que, unos años después de la
caída de Leguía, fue presentada con la intención de dar a conocer a la opinión pública las
“grandezas” de dicho régimen.
Vela 80

Habrá que buscar casa por Jesús María, por Lince o por cualquier otro barrio

decente que esté cerca del centro. No conviene vivir por La Victoria: hay muchas

cantinas y vagos; por el Rímac, ni pensarlo; por El Porvenir, tampoco, mucho

provinciano pobre y hay maleantes y prostitutas. Sería una gran cosa si consigo

una casita barata por Miraflores o San Isidro, podríamos darnos un poco de tono,

habrá que buscar. Orrantia, San Antonio, Monterrico, ni pensarlo, es sólo para

ricos. (151)

Este pasaje da cuenta de cómo la sola mención de ciertos distritos activa en el imaginario

limeño una serie de estereotipos fuertemente enraizados, una serie de imágenes que los asocian

tanto a determinadas razas como a consecuentes niveles de decencia. Guiado entonces por un

conjunto de supuestos que asume como verdad absoluta, don Lucho formula una evaluación

“lógica” de los distritos adónde le conviene mudarse.

Así, consciente de sus limitaciones y de la incapacidad de acceder a zonas privilegiadas

como Orrantia, San Antonio y Monterrico, contempla los distritos de clase media-media baja

como Jesús María y Lince, e incluso a Miraflores y San Isidro como barrios dentro del rango de

sus posibilidades. Lo interesante de estos dos últimos vecindarios es que, pese a estar perdiendo

ya la exclusividad que los caracterizaba en el pasado, para don Lucho representan un medio para

“darse tono”, es decir, para ascender de clase. Este sujeto se encuentra pues convencido de que el

esplendor de ciertas áreas aumentará de forma instantánea su valor como persona. Por el

contrario, siendo él mismo un provinciano y un cholo, se niega a vivir en un barrio de

provincianos y de cholos; por ende, descarta automáticamente los barrios de La Victoria, El

Rímac y El Porvenir.
Vela 81

Entonces, con la firme intención de no cholearse, don Lucho toma el tranvía que lo lleva

hacia la avenida Brasil. La idea es recorrer el distrito de Jesús María y dirigirse posteriormente a

pie hasta San Isidro y Miraflores44. En esta oportunidad, son los sucios y deteriorados edificios,

así como los descuidados jardines de las nada relucientes casas de un barrio venido a menos

como Jesús María, los que enmarcan las ofensas que don Lucho recibe por parte del entorno: los

arrendatarios le muestran los cuartos en alquiler con desdén e impaciencia, los vagos de las

esquinas lo empujan, y un niño de la calle llega incluso a escupirle en la cara (163).

Si bien el paisaje se vuelve agradable a medida que se aleja de Jesús María e ingresa a

San Isidro, es en este último vecindario en donde la inferioridad de don Lucho queda

inevitablemente al descubierto. Su sola presencia desentona pues con las hermosas avenidas,

parques y chalets propios de esta zona residencial. Se ve incluso aún más deslucido ante un

sanisidrino de cutis blanco, ojos claros y bigote rubio, “[…] parecido a los dueños del Banco, al

gerente de la empresa Ricardo Palma, igualito a los mejores clientes del banco” (166), que con

sólo mirar el aspecto de don Lucho, da por sentado que éste está para servirle, y le propone

trabajar para él en un corralón, al cuidado de los materiales de un edificio que está por

construirse.

Es también en el prestigioso barrio de San Isidro en donde se manifiesta el desconcierto

de don Lucho en territorio ajeno. Las elegantes y laberínticas calles de este sector lo ponen en

aprietos. El transeúnte camina y camina, perdido y desorientado, intentado escapar de aquellas

curvas que lo devuelven al lugar de donde partió. Así, cuando finalmente logra sortearlas, se le

observa abatido en una de las bancas del bucólico y célebre parque “El Olivar”. Esta vez sin

44
Las figuras 13 y 14 presentan imágenes de las avenidas que recorre don Lucho en Jesús María
y Lince: la avenida Brasil y la avenida Mariátegui. Por su parte, las figuras 15 y 16 muestran
sectores de Miraflores como la avenida Arequipa (antes Leguía), y áreas verdes de San Isidro
donde se ubican exclusivos clubes de golf.
Vela 82

mendigos, lustrabotas o vendedores que lo acosen, sin vagos o niños de la calle que le falten el

respeto, don Lucho se toma un descanso en el silencio, la tranquilidad y sosiego de un paisaje en

el que, al parecer, sabe que como provinciano no encaja. Es probable que por ello de rienda

suelta a su imaginación y se haga pasar por emisario de un importante hombre de negocios que

lo envía para averiguar sobre el arriendo o venta de una de las residencias. Mentira a través de la

cual escucha de primera mano el motivo que lleva a los anteriores dueños a mudarse a

Monterrico: “[…] San Isidro se estaba llenando de nuevos ricos y de serranos con plata” (76).

A medida que transcurre En octubre, el caminar del padre de familia que busca casa se

vuelve cada vez más y más abatido. Su paso deja de ser el presuroso andar de comienzos de la

historia, para convertirse en el extenuado desplazamiento por la urbe de un individuo que parece

estar empezando ya a arrastrar los pies. Atrás van quedando las pintorescas calles curvas de San

Isidro, el estilo americano de los chalets miraflorinos, la frondosidad de sus jardines, el silencio y

la urbanidad de sus residentes. Encorvado, don Lucho se ve obligado a recorrer los distritos de

Lince y Balconcillo, para finalmente verse enfrentado a lo inevitable: ingresar a La Victoria y El

Porvenir, a aquellos barrios que, para su desgracia, están plagados de provincianos pobres.

El drama del caminante alcanza su punto más álgido al caer la noche, no sólo por no

haber encontrado casa, sino porque el recorrido culmina en una posta médica de la avenida Grau,

otra de las avenidas del Oncenio, ante el cadáver de uno de sus hijos, a quien la turba de la

procesión mató a golpes por escupir la imagen de Cristo. La novela termina allí, abruptamente,

en el único instante en que se escucha a don Lucho maldecir: “La puta que los parió” (311). El

caminar de don Lucho termina convirtiéndose, paradójicamente, en aquel vía crucis, en aquella

procesión que inspira el título de la historia.


Vela 83

La última frase proferida por don Lucho sintetiza la furia que observa Wolfgang Luchting

al revisar esta novela (546), irritación que a todas luces empata con el tono de protesta que

identifica Earl Aldrich en el cuento de Congrains (452). Ambas historias despliegan pues

sentimientos de ira, frustración e impotencia como factores determinantes en el andar de los

transeúntes; emociones que son a todas luces ignoradas por De Certeau en su reflexión sobre el

“libre” desplazamiento de los habitantes de la urbe. En efecto, cuando el autor sostiene que “[…]

the city is left prey to contradictory movements that counterbalance and combine themselves

outside the reach of panoptic power” (95), parece no tomar en cuenta que, como lo demuestran

las historias analizadas, el estatus económico, social y racial de los sujetos desempeña un rol

fundamental en la efectividad de los movimientos contradictorios a los cuales hace referencia.

Desde esta perspectiva, el movimiento urbano no otorga necesariamente una fuerza

divergente real o significativa frente al poder panóptico. El caminar en la ciudad emerge

entonces no como un largo poema que manipula las organizaciones espaciales, sino más bien

como un largo poema que expone el sufrimiento de los caminantes. “The long poem of walking

[that] manipulates spatial organizations” (101), se ve convertido pues en “the long poem of a

suffering walking”.

De Certeau omite pues la posibilidad de que la premura económica, materializada en la

búsqueda de trabajo o en la búsqueda de casa, sea una de las causas del andar de los sujetos, y

que por ende, dicho trayecto se termine convirtiendo en un verdadero suplicio. Asimismo, el

autor olvida el hecho de que todo caminar emerge en un espacio dado, el cual pone de manifiesto

los distintos prejuicios, incluyendo los raciales, de la sociedad que lo ha creado. Como sostiene

Lefebvre: “[…] every society produces a space […] its own space (31), y la sociedad limeña no
Vela 84

se caracteriza precisamente por ser una sociedad que incorpore a todos los grupos raciales en

armonía.

Al producirse el caminar en un espacio que les recuerda constantemente a ciertos sujetos

que como cholos y pobres no encajan, queda manifiesto, como observamos anteriormente, en la

desolación que se apodera de don Lucho por las calles de San Isidro. Un inconveniente similar se

expresa a su vez en la descripción que ofrece “Lima, hora cero” de aquellos espacios a los cuales

los provincianos nunca tendrán acceso:

“Ellos” tienen inmensos edificios grises; espléndidas casas, rodeadas de

espléndidos jardines; tiendas lujosas provistas de todo; grandes hospitales y

clínicas; estupendos autos, brillantes y lustrosos; magníficos colegios para sus

hijos. En fin, tienen muchísimas otras cosas […] (5)

Estos dos episodios demuestran pues que los provincianos pueden apreciar e incluso

ingresar sin mayores dificultades las zonas exclusivas de la urbe, pero siempre y cuando la

apropiación que se tenga de los mismos sea limitada. Las esferas de lujo y distinción, aquellos

espacios que se reservan el derecho de admisión, emergen pues a lo lejos, inalcanzables para

quienes se encuentran a sólo un paso de ser expulsados y reubicados en el nuevo lugar que les

corresponde en la urbe, en aquel espacio que irónicamente constituye la extensión de la provincia

en la ciudad: la barriada.

Una imagen particular de las barriadas

En efecto, así como el protagonista de “Lima, hora cero” no tarda en percatarse de que la

única opción que le queda es irse a vivir a una de las barriadas limeñas, es sumamente probable

que la suerte que le espera a la familia de En octubre sea la misma. En este sentido, si bien a

diferencia del cuento de Congrains, la novela de Reynoso no ingresa propiamente al territorio de


Vela 85

la barriada, ésta emerge de forma continua a lo largo de la narración como una

presencia/ausencia, como una amenaza latente para quienes están a punto de ser expulsados de

su hogar. De esta manera, a pesar de que la barriada resulta una alternativa para sus pares, don

Lucho, estando muy pendiente del qué dirán, descarta de antemano “rebajarse” a tal hecho:

Claro que ya tendríamos una casita propia; pero era una locura haber acompañado

a don Erasmo Tapia en la invasión que preparaba a un arenal para levantar una

barriada […] después de tantos años de trabajo decente en el Banco, después de

tanta pretensión ir a parar como cualquier pobretón a una miserable barriada sin

luz, sin agua, en plena pampa y sobre todo rodeado de provincianos: para ellos

está bien, al fin y al cabo, en sus pueblos de la Sierra viven peor; pero nosotros,

somos diferentes, somos conocidos, decentes. (151-52)

Este fragmento expone cómo el prejuicio hacia las barriadas y hacia sus pobladores no es

exclusivo de los sectores más acomodados sino que representan uno de los mayores miedos que

comparten todas las clases sociales limeñas: descender de clase, vivir entre cholos. Destaca en la

reflexión del personaje el hecho de que verse rodeado de provincianos constituya una peor

desgracia que carecer de servicios básicos, así como que se considere que tales carencias sí son

aceptables sólo cuando quienes las sufren son los serranos.

Se observa pues que en su desmedido afán por desvincularse de todo aquello que ponga

en evidencia su pasado provinciano, don Lucho agrede antes de ser agredido y asesina

metafóricamente al “recién bajado” que él mismo fue alguna vez. Lo paradójico de este

desprecio es que su propio argumento es y seguirá siendo empleado en su contra, en tanto don

Lucho es y seguirá siendo un provinciano para todos aquellos sujetos que en Lima ostenten un

estatus y color de piel “superior”.


Vela 86

Por su parte, “Lima, hora cero” se sitúa en el centro mismo de aquel espacio acusado de

la debacle urbana, en aquel lugar que pone en evidencia el ocaso de la urbe, en aquel escenario

tan temido por la sociedad capitalina. Según Luis Abanto Rojas, el cuento de Congrains

constituye una especie de mapa que registra la transformación urbana ocurrida a raíz de las

migraciones, y de paso desmitifica la idea de Lima como “Ciudad Jardín”. Efectivamente, la

historia emerge como un mapa alternativo al discurso oficial de la urbe, en tanto la narración se

concentra de forma casi exclusiva en aquel espacio que en el imaginario limeño despierta las

imágenes de suciedad y miseria: la barriada llamada Esperanza.

Si bien en un inicio se presenta a Mateo Torres buscando trabajo por las calles del centro

de la ciudad, a medida que transcurre la historia, su caminata se orienta rumbo al noreste de la

capital, en dirección hacia aquellas zonas en donde se localizan los barrios más deprimidos de la

urbe. Así, los escenarios por donde este personaje transita, es decir, la Plaza México del distrito

de La Victoria, los márgenes de este vecindario, unos terrales y finalmente un basural (8),

constituyen la antesala precisa para la irrupción en la narrativa del espacio del ocaso por

excelencia: la barriada.

En este punto, ha de señalarse que la representación de Esperanza en “Lima hora cero”

dista de aquélla que predomina en el imaginario limeño. El cuento de Congrains revela cómo,

desde la perspectiva de los provincianos, la barriada no constituye en lo absoluto un espacio

repugnante y nocivo, sino más bien una alternativa real de vivienda, una única salida y un último

recurso, al no tener en la ciudad otro lugar adonde ir. De hecho, pese a que la emergencia de la

barriada puede ser interpretada como prueba irrefutable del fracaso de una colectividad humana

en su proyecto de movilidad social, el retrato que se ofrece de la misma no es en sí totalmente

desfavorable. Como sostiene Abanto Rojas, la historia busca desmitificar la naturaleza


Vela 87

supuestamente anómica que caracteriza a todas las barriadas y por ello, ofrece un extenso listado

de las leyes que organizan la vida de sus habitantes, en deberes como el suministro de agua y

recojo de basura, e incluso en la organización de actividades recreativas.

De igual modo, si bien este espacio es descrito como guarida de los pordioseros y las

prostitutas de la urbe, también aparece como lugar de residencia de aquella mano de obra barata

de la que se aprovechaban las clases medias y altas de la urbe: jardineros, albañiles, basureros,

cobradores, choferes, gasfiteros, costureras y empleadas del hogar, entre otros. Destaca a su vez

la presencia de universitarios (15-16). Tenemos entonces que tras haber invadido la provincia el

espacio de la ciudad, tras haber contaminado con su esencia la pureza capitalina, de alguna

manera ésta había también beneficiado al mantenimiento del estilo de vida de la urbe: ahora ya

no era necesario ir en busca de nuevos sirvientes ni solicitar aquellos “cholitos” en las lejanas

serranías, sino que podían acceder a ellos a una distancia más cercana.

En este escenario, si bien la barriada emerge en el imaginario limeño como un espacio

monstruoso, los habitantes de “Esperanza” se resisten a sucumbir a la frustración colectiva y

llevan a cabo una serie de acciones para sobrellevar sus vicisitudes. No obstante, como veremos

a continuación, las estrategias de este grupo humano no serán suficientes ante la reaparición de

aquel espacio hegemónico que se impone para recuperar el orden.

Consumación del asesinato literal de los cholos en la urbe

Mencionamos anteriormente que la estigmatización del hábitat en que residen los

provincianos, al sustentarse en estereotipos raciales sobre su deteriorada esencia indígena, es una

forma de asesinar metafóricamente tanto a sujetos como espacios. Indicamos también que este

asesinato metafórico constituye el paso previo para autorizar el asesinato literal del los mismos.
Vela 88

Examinemos ahora bajo qué condiciones se produce esta muerte literal de los cholos en los

textos.

El discurso racista no sólo es empleado para interrumpir las trayectorias de los migrantes

en la ciudad, sino también para reinstaurar ese orden urbano que se ve amenazado por la

proliferación de barriadas al interior de la misma. La reinstitución de este orden se traduce en un

continuo vaivén entre procesos de construcción y destrucción en el espacio urbano, puesto que la

edificación de este nuevo orden implica necesariamente la destrucción del desorden existente. Al

ser las barriadas los elementos que desordenan la ciudad, es la proyección de una nueva ciudad

ordenada, la que por medio del racismo, promueve la destrucción de dichos espacios y la

expulsión de los causantes de dicho desorden. “Lima, hora cero” expresa cómo se justifica este

proceso en aras del bien común:

“Los turistas que vienen a Lima se llevan una pésima impresión con esos cerros

cubiertos de chozas”. Un grupo de señoras afirmará que las urbanizaciones

clandestinas son un peligro para la salud pública, y otra persona sugerirá que

nuestros barrios son refugio de hampones y personas de mal vivir. (21)

Debe señalarse que en las historias analizadas, el agente constructor, y por ende

destructor, emerge bajo la autoridad de una empresa constructora, propiedad del sector dirigente

de la capital. En el caso de En octubre, esta entidad se personifica en la figura del poderoso don

Manuel. Al respecto, si bien la crítica le reprochó a Reynoso su desconocimiento de la vida

burguesa en la creación de este personaje (Gutierrez 319-20, Luchting 546), es precisamente don

Manuel el que pone de manifiesto el racismo que ha moldeado desde siempre el pensamiento de

la clase dominante, así como la preocupación que genera en ella una época en la cual los grupos

inferiores se rebelan ante el lugar que se les ha asignado de antemano.


Vela 89

Efectivamente, así como don Manuel recuerda que su padre le aconsejaba que la única

manera de gobernar a este pueblo de “zambos, indios y cholos” era por medio de “hambre, cárcel

y bala”, este personaje se sitúa textualmente en las alturas del espacio urbano, para desde allí

evaluar el estado de las cosas:

Y ahí estaba su ciudad: enorme, sin límites precisos, crecía crecía: los serranos

hambrientos, hediondos, sucios, bajaban de los Andes y la ceñían desesperados,

las casas con techos de basura se perdían, interminables, hacia la faja azul lechosa

del mar; las casuchas de abobe y calamina, apiñadas, trepaban, como mala hierba,

por los cerros, se desparramaban, sin fin, por los arenales, por los basurales. Aquí,

en el centro de la capital, amontonados, como moscas en la mierda, viven zambos

y criollos en callejones y quintas viejas, destruidas […] Afuera, en los cerros, en

las pampas, los serranos con su porquería. Menos mal que al sur tenemos los

hermosos barrios para la gente decente, civilizada. Hay que construir en el centro

grandes edificios de departamentos para la clase media: hay que tenerla contenta:

ellos están conmigo, me sirven. A los serranos hay que devolverlos al campo y si

no tienen tierra hay que mandarlos a la selva […] (122-23)

Es a través de la mirada panorámica y panóptica de don Manuel que un mapa racial de la

urbe es configurado: los callejones del centro de la ciudad emergen como hábitat exclusivo de la

población negra, mientras que los cerros y pampas de las afueras de la urbe son entendidos como

morada de provincianos. Destaca además el hecho de que para las clases privilegiadas, la

edificación de los barrios del sur no sólo constituya su nuevo refugio sino que sea considerada

como la fuerza que logró impedir que la capital se sumiera en la completa decadencia. Para el
Vela 90

grupo dirigente, es imperativo que esta fuerza se mantenga y para ello, es necesario que se siga

construyendo.

Es éste el mismo deseo que emana en “Lima, hora cero”, cuando C.U.L.S.A, Compañía

Urbanizadora de Lima Sociedad Anónima, compra los terrenos de Esperanza para levantar en

ella una zona semi-residencial. Sin embargo, los personajes del cuento de Congrains reaccionan

y deciden no dejarse vencer fácilmente. El ya señalado nivel de organización de la barriada no se

limita a la formación y sostenimiento de la misma, sino que además implica la elaboración de

mecanismos de defensa ante los dictámenes de la empresa constructora. Los provincianos llevan

entonces a cabo una serie de acciones: contratan a un abogado y buscan el diálogo. Incluso,

llegan a emprender una marcha pacífica hacia la Plaza de Armas de La Victoria, en donde se

detienen precisamente bajo el monumento a Manco Cápac, el mismo que fuese donado por la

comunidad japonesa a raíz del centenario patrio, y en cuya colocación de la primera piedra dos

“aborígenes” fuesen completamente ignorados. Es pues bajo la estatua al fundador del Imperio

de los Incas que los provincianos declaran:

¡Baja, Hermano Manco Cápac, rompe tu costra de metal y únete a nosotros que

somos hijos de tus hijos, que somos sangre de tu sangre; baja Padre Eterno y

condúcenos al triunfo, así como condujiste, hace ya siglos, a otros hombres

iguales a nosotros! […] ¡Baja, desciende, fúndete en nosotros, ven hermano

nuestro, Padre Eterno! (26-27)

Más allá del tono exagerado y un poco histriónico presente en este fragmento, la escena

resulta relevante de por sí en tanto pone en evidencia el desconocimiento del narrador frente a la

ajenidad de este monumento en relación a un grupo de migrantes provincianos. Lo paradójico del

asunto es que, más allá de que sea una estatua otorgada por la comunidad nipona y que remita a
Vela 91

un episodio de marginación del cholo en la ciudad, la voz narrativa insiste en invocar a la figura

del fundador del Tawantinsuyo sin percatarse de que ésta sólo funciona a un nivel abstracto y

que en realidad, Manco Cápac no tiene ningún tipo de relación con los pobladores de las

barriadas limeñas a mediados de siglo XX.

En estas circunstancias, la marcha hacia la Plaza de Armas de La Victoria no sólo

constituye en sí otra caminata fallida sino que además genera el escenario propicio para que se

lleve a cabo la destrucción de la barriada y el asesinato literal de uno de sus habitantes. En efecto,

al haber sido abandonada momentáneamente, un grupo de camiones caterpillar aprovecha para

arrasar con la barriada y sin saberlo, arrollan de paso a Mateo Torres, quien por haber estado

enfermo no había acompañado a sus vecinos a la manifestación programada.

Tanto la destrucción de la barriada en el cuento de Congrains como la de la quinta en la

novela de Reynoso, dan cuenta de cómo los provincianos, indios, cholos, serranos, terminan

pagando un precio muy alto por haberse atrevido a cuestionar la autoridad de las fronteras y

desplazarse al interior de una ciudad sin que ésta los llamase. En este sentido, no sólo son

abiertamente rechazados en el espacio urbano, sino que incluso pueden llegar a perder hasta la

vida sin que en la ciudad a nadie le importe. El espacio hegemónico termina pues imponiéndose

sobre aquellos elementos que surgen disidentes en su interior.

En este punto, debe aclararse que así como se regenera el espacio totalitario, las zonas de

resistencia también cuentan con el don de la autoregeneración. Al respecto, si bien las quintas y

barriadas no son lo suficientemente fuertes como para mantenerse en pie, es imposible que el

exterminio llegue a abarcar la totalidad de las mismas o la totalidad de sus habitantes. Muestra de

ello es que después de la explosión migratoria de mediados de siglo XX y de la implementación

de medidas de desalojo como las señaladas en los cuentos, las barriadas limeñas siguieron
Vela 92

multiplicándose y hasta el día de hoy siguen enfrentándose a la ciudad ordenada. Se trata pues de

una lucha constante.

Sin embargo, debemos recordar la observación que hiciera Lefebvre en su discusión del

enfrentamiento entre los espacios dominantes y dominados: “The winner in this contest […] has

been domination” (166). En este escenario, el racismo, estrategia tan común y tan efectiva en

Lima, volverá a ser empleado para garantizar la vigencia del espacio dominante. El racismo

volverá pues a instalarse en el discurso cotidiano y en el paisaje urbano para instituir nuevas

fronteras invisibles, para impedir que los cholos sigan tomando posesión de ciertos espacios,

para recordarles continuamente que en la ciudad les corresponde una posición subordinada, para

asegurar que el vencedor de aquel enfrentamiento siga siendo la dominación.


Vela 93

CAPÍTULO TRES

“DE COLOR MODESTO” Y “ALIENACIÓN”:

EL ASESINATO DE LOS NEGROS EN LA URBE

Después de ocurrida la explosión migratoria en Lima a mediados del siglo XX, nos

encontramos ante la emergencia de un espacio racista que expresa su odio y sus prohibiciones

hacia aquellos sujetos que se atrevieron a cuestionar la autoridad de las fronteras y con su

numerosa presencia, causaron la destrucción del orden de antaño. A partir de ese entonces, el

racismo se vio consolidado en el discurso cotidiano, desde donde empezó a ser empleado como

un mecanismo efectivo para poner un alto a las trayectorias que intenten llevar a cabo los

migrantes provincianos, indios, cholos por ciertas zonas de la ciudad.

En este contexto ¿Dónde ubicamos a los negros? ¿Han desaparecido acaso? ¿Han dejado

de ser un problema? Si bien la crítica ha identificado la aparición de una corriente reivindicadora

de las raíces negras del Perú durante la segunda mitad del siglo XX, de un movimiento orientado

pues a revalorar las manifestaciones culturales afro-peruanas en sus bailes, costumbres y

creación poética (Ojeda 3-9), ello no significa que el racismo haya dejado ni vaya a dejar de

dirigirse a este grupo cada vez que su presencia se torne molesta en la urbe.

Dada esta situación, los cuentos “De color modesto” y “Alienación” de Julio Ramón

Ribeyro nos recuerdan que un fuerte estigma aún recae sobre la población de raza negra, incluso

cuando el discurso racista parece dirigirse exclusivamente hacia los indios o cholos. Y así como

ocurriera en los textos analizados en el capítulo anterior, encontramos que ambas historias

problematizan también los postulados de De Certeau sobre el caminar como acto de resistencia,

en la medida en que ponen de manifiesto cómo los intentos de desplazarse libremente por la urbe

que llevan a cabo los negros son detenidos justamente a causa de su color de piel.
Vela 94

Efectivamente, si bien los protagonistas de las historias se enfrentan al espacio instaurado

por la clase dominante limeña, se rebelan al lugar inferior que como raza negra se les ha

asignado y se atreven a traspasar fronteras al interior de la urbe, el caminar como práctica

contestataria nunca llega a plasmarse con éxito a lo largo de los relatos. Los cuentos de Ribeyro

nos muestran cómo el discurso racista no tarda en hacerse presente para recordarles

despectivamente que son negros y así, tras desarmarlos en lo más profundo de su ser, interrumpir

sus movimientos, expulsarlos de ciertos territorios, garantizar su desaparición o en otras palabras,

su muerte.

Antes de llevar a cabo el análisis de los textos, es preciso revisar la formación y

afianzamiento de los estereotipos sobre la raza negra que la historia, como discurso, se ha

encargado de difundir en la sociedad limeña e instalar en su imaginario. Estas representaciones

son justamente las que irán a permitir que el racismo y la muerte, tanto metafórica como literal,

de los negros siga produciéndose con total impunidad en la segunda mitad del siglo XX.

La raza negra como estereotipo

Una revisión a conciencia de la historia de la raza negra en el Perú implica considerar la

gran probabilidad de encontrar en ella numerosos sesgos y prejuicios, y por ende enfrentarse una

vez más al eterno dilema de ¿Quién escribe la historia? y ¿Con qué fines lo hace? En efecto,

apelar a la historia como fuente presenta de por sí una serie de percances puesto que, como

advierte Lefebvre, es justamente la clase dominante la encargada de articular a través de ella el

discurso oficial que le permite mantener su hegemonía (10). En este sentido, considerando a la

historia como la definiera Foucault, es decir, como una ceremonia que justifica y refuerza el

poder de la clase dirigente (66), su interpretación debe realizarse con una actitud sospechosa,

consciente de que muchas veces provee sólo un punto de vista.


Vela 95

En estas circunstancias, no ha de sorprender que en el Perú hayan sido por lo general

blancos quienes han escrito la historia de la raza negra. Se trata pues de personajes reunidos en

una élite intelectual vinculada a la clase dominante, encargados de minimizar la adversa

situación de los grupos negros en la sociedad peruana. Encontramos uno de estos ejemplos en La

multitud, la ciudad y el campo, en donde el propio Basadre da fe de la supuesta benevolencia con

la que eran tratados los sujetos de raza negra en la época republicana:

Su situación fué, en los primeros tiempos de la República estacionaria pero

tolerable [...] Recientemente Enrique López Albújar ha retratado en la novela

“Matalaché” su vida en las haciendas del norte en los últimos años de la Colonia;

y si el final de la obra es cruel, proviene de una aventura personal del protagonista,

siendo de todos modos su ambiente mucho menos sombrío que el que retrata “La

cabaña del tío Tom.” Además de peón de hacienda, el negro fue sirviente en las

casas grandes. La descendencia española se crió entre nodrizas negras; negras

hubo que se sentaron en el carruaje con las señoras. Algunos heredaron; otros se

dedicaron a la medicina. (234-35)

Como se observa, el acreditado historiador pone énfasis en el carácter aparentemente

llevadero que definía la vida de los negros, en tanto hechos como el cuidado de niños blancos por

parte de nodrizas negras o el que éstas hayan compartido el carruaje con sus amas habrían de ser

pruebas suficientes para la constatación de sus favorables condiciones de vida45.

Llama a su vez la atención en esta referencia el que Basadre haya destacado el posterior

desempeño de los negros en actividades como la medicina. A todas luces, un enunciado como

45
Cabe señalar que estudios mucho más recientes como Breve historia de los negros del Perú
(2001) de José Antonio del Busto, aún siguen desarrollándose de acuerdo a esta línea de
pensamiento, en tanto se esfuerzan por remarcar el aceptable trato que aparentemente recibían
los negros en las casas donde trabajaban (40-41).
Vela 96

éste llevaría a suponer que la situación de los grupos negros no habría de haber sido tan mala, ya

que era posible que se dedicasen a carreras prestigiosas como la medicina. Sin embargo, lo que

esta afirmación no aclara es que el tipo de ciencia a la que los negros se dedicaban era la

comúnmente denominada medicina tradicional. Como establece Cuché, fue el esclavo brujo y

hechicero el que terminó convirtiéndose en “médico”, pero en el sentido de curandero; y fue

justamente por ese motivo que hasta el siglo XIX la aristocracia limeña miró en menos a esta

“profesión” (75-76).

Pero no es sólo a raíz de las situaciones recién mencionadas que Basadre sintetizaría el

próspero devenir del grupo negro en el Perú, ya que tras hacer una breve referencia a las novelas

de López Albújar y Beecher Store, concluye que en comparación a la estadounidense, la

esclavitud peruana fue menos sombría. Ésta no sería la única vez que el intelectual apelara a este

argumento en específico para sustentar su postura, ya que un par de años después, en Perú,

problema y posibilidad 46 volvería a afirmar:

No tuvo la esclavitud en el Perú los caracteres crueles que en Norte América;

basta comparar “La Cabaña del Tío Tom”, la típica novela antiesclavista, con

“Matalaché”, la novela sobre el esclavo peruano de Enrique López Albújar.

Peones de las haciendas, los negros fueron también sirvientes de las casas grandes

y ocuparon algunos puestos inferiores en los gremios de las ciudades. Se ha dicho

que tienen los negros la ligereza, la imprevisión, la volubilidad, la tendencia a la

mentira, la inteligencia viva y limitada, la pereza para e trabajo, que el niño tiene.

Su influencia correspondió a esos caracteres […] En resumen, fué el suyo un

aporte de sensualidad y superstición. (120)

46
La primera edición de La multitud, la ciudad y el campo data de 1929 y la de Perú, problema y
posibilidad de 1931.
Vela 97

Resulta pues sospechoso que luego de definir a La cabaña del tío Tom como la típica

novela antiesclavista y a la historia de Matalaché como un caso supuestamente aislado 47 ,

Basadre resuelva de forma muy escueta y sin entrar en mayor detalle que la esclavitud en el Perú

no fue tan cruel como la ocurrida en Estados Unidos. Resulta aún más sospechoso que, acto

seguido, cambie de tema y se avoque a enumerar los estereotipos que relacionan a los negros con

la mentira, la pereza, la sensualidad y superstición para afirmar que, efectivamente, su influencia

correspondió a tales características.

Es justamente debido a este discurso histórico que la representación que prima de la raza

negra en el imaginario limeño es la de un grupo que en la sociedad peruana no fue tan marginado

como lo fueron los indios, puesto que, desde esa perspectiva, los esclavos habrían sido mucho

mejor tratados que los sirvientes indígenas. Es probablemente por dicha razón que el imaginario

limeño considera que en la actualidad no se percibe la misma dosis de racismo hacia los negros,

como ocurre en el caso de los indios o cholos. No obstante, los fragmentos recién citados deben

ser interpretados como lo que son, como parte de la que podría denominarse la historia “oficial”

de los negros en el Perú, en tanto fue escrita por miembros de la clase dominante blanca. Por

ende, su análisis debe elaborarse desde una mirada crítica, con detenimiento y desconfianza.

Es ésta pues la interpretación de la esclavitud en el Perú que ofrece la versión oficial de la

historia, un análisis que tras comparar el caso local con el sistema esclavista estadounidense,

llega a conclusiones superficiales. En efecto, el que la novela Matalaché no reflejara

supuestamente un episodio tan terrible como La cabaña del tío Tom no es excusa para borrar las

47
La historia de Matalaché (1928) escrita por Enrique López Albújar se sitúa en una hacienda
colonial del norte del Perú y narra el amor prohibido entre la hija del patrón y un esclavo mulato.
Cuando se descubre el romance, el esclavo muere al ser lanzado a una tina donde se hervía jabón.
El referente literario de esta novela es el cuento de Ricardo Palma “La emplazada” (1874), en el
cual es la patrona la que castiga a su esclavo y amante lanzándolo a una paila de miel hirviendo,
al enterarse que éste se ha enamorado de una mulata.
Vela 98

atrocidades cometidas durante la esclavitud peruana. Constituye pues un facilismo ampararse en

las condiciones deplorables de la esclavitud norteamericana para minimizar los excesos

ocurridos bajo dicho sistema en el Perú. El que otro ser humano haya sido considerado esclavo

es suficiente para que tal comparación sea la forma menos indicada de abordar el problema. La

sola noción de esclavitud implica atropello y el caso peruano no fue la excepción. Por ello,

debemos tener presente la serie de restricciones y torturas que padecieron los esclavos durante la

Colonia, puesto que ésa es la única manera de intentar borrar del imaginario la idea de que los

negros, en comparación a los indios, fueron tratados de modo indulgente48.

Afortunadamente, la otra cara de la moneda nos la presentan las investigaciones de

Carlos Aguirre y del ya mencionado Denys Cuché. Respecto al caso anterior, sostiene Aguirre,

pese a que es cierto que algunas veces los esclavos recibieron el afecto y consideración de sus

amos, y que muchas negras tuvieron el privilegio de viajar en el carruaje con sus patronas, sería

exagerado generalizar y ofrecer una imagen blanda de la esclavitud en base sólo a tales casos.

Debe además considerarse que muchos de estos vínculos se encontraban a su vez definidos por

rasgos de paternalismo y violencia (78-79). De igual modo, es también probable que dicho

aprecio hacia los esclavos hubiera existido siempre y cuando estos no dieran muestras de

rebeldía o intentos de sublevación. Es pues factible que dicha estima estuviese garantizada sólo

en la medida en que los negros aceptasen ciegamente su estatus inferior y aceptaran la sumisión

impuesta.

En términos de Cuché: “La esclavitud, se dice, fue suave en el Perú, comparada a lo que

fue en los Estados Unidos. Quizás, pero eso no cambia el hecho de que el negro fue esclavo y

que hoy lo siguen llamando ‘negro esclavo’ para molestarlo” (10). El negro fue, en efecto,

48
Las figuras 17 y 18 muestran dos de las múltiples formas de castigo que se infringía a los
negros durante la época de la Colonia.
Vela 99

esclavo y durante mucho tiempo. No sólo durante los tres siglos de la Colonia sino incluso

durante la República, puesto que la esclavitud fue recién abolida legalmente en 1854 bajo el

mandato del Mariscal Ramón Castilla.

Es preciso aclarar en torno a este evento, otro aspecto que la historia oficial evita

mencionar. Si bien a Castilla se le reconoce como autor de dicho acto de misericordia, no se

menciona que el verdadero motivo que llevó a que los negros fueran liberados no estuvo basado

en tal acto de humanidad, sino más bien en sus intereses políticos. La abolición de la esclavitud

se produjo pues como resultado del enfrentamiento previo entre él y el General Rufino

Echenique. El primero anunció que liberaría a los esclavos que se unieran a su lucha en contra de

Castilla, y éste reaccionó prometiendo la manumisión de los negros en su totalidad; aunque como

era de esperarse, una vez que llegó al poder no contempló liberar a aquellos negros que habían

formado parte del bando enemigo (Cuché 27).

¿Qué pasó entonces cuando los negros fueron liberados? ¿Adónde fueron? ¿A qué se

dedicaron? Entre 1854 y 1860 se manumitieron 25,505 esclavos negros. No obstante, debido a

las dificultades que tenían para encontrar empleo, muchos de ellos retornaron a las haciendas

costeñas o se dirigieron a los yacimientos de guano en las islas de Chincha (Del Busto 75). Por

su parte, aquellos que fueron a las ciudades empezaron a trabajar como sirvientes de las casas o

como jornaleros en diversos oficios. Así, en la Lima de la segunda mitad del siglo XIX podía

verse a negros desempeñándose como mayordomos, cocheros, aguadores, arrieros, y a negras

trabajando como empleadas, lavanderas, cocineras, amas de leche y nodrizas (Cuché 71)49.

Como puede apreciarse, si bien en teoría el negro había sido liberado, en la práctica

seguía ubicando una posición subordinada y dedicándose a los mismos oficios de antaño. Debido

49
Las figuras 19 y 20 muestran algunos de los oficios a los que se dedicaban los negros.
Vela 100

a ello, el negro siguió siendo percibido en el imaginario limeño como un esclavo o sirviente

eterno. Puede entonces señalarse que después de abolida la esclavitud, los negros siguieron

transitando “encadenados” por diversas zonas de la urbe, no en el sentido literal del término, sino

más bien evocando la idea de esclavitud por medio de la tonalidad de su piel.

En este escenario, cabe preguntarse ¿Fue sólo eso lo que ocurrió con la población de raza

negra después de abolida la esclavitud? En este punto, la historia en general guarda absoluto

silencio. Si bien existen otros estudios sobre la presencia negra en la ciudad de Lima, los de José

Ramón Jouve y Alexandre Coello por ejemplo, estos, al igual que los de Aguirre y Cuché, se

concentran en la etapa colonial.

Este silencio es de por sí significativo, en tanto así como los indígenas fueron detenidos

en el tiempo, la figura del negro parece a su vez permanecer estancada en el pasado. Más allá de

mencionar a La Victoria como aquella zona que a inicios del siglo XX se convirtió en el “barrio

negro de Lima” y del deseo de reivindicar a esta raza señalando a todos y cada uno de sus

exponentes en el ámbito deportivo y de la música folklórica (Del Busto 77-79)50, no hay mayor

información sobre el devenir de los negros en la vida cotidiana de la capital después de que

fueron liberados y muchos menos en el momento en que se produjo la explosión migratoria.

En este sentido, hablar de negros significa hablar de los esclavos del pasado colonial o de

un intento por recuperar sus contribuciones culturales únicamente en un nivel simbólico, puesto

que en el plano concreto de la urbe, los negros seguirán siendo choferes, porteros y mayordomos,

mientras que las negras seguirán laborando como sirvientas o lavanderas. Es precisamente esta

gama de posibilidades a la que se ve reducida la raza negra, en tanto al imaginario limeño le

cuesta aún demasiado concebir, por ejemplo, un escenario en donde el patrón sea negro y los

50
De este barrio salió el equipo de fútbol Alianza Lima en 1901, cuyos jugadores eran negros
(Elmore, Los muros invisibles 26-27). 
Vela 101

sirvientes blancos. De hecho, imaginar a un negro desempeñando un rol de autoridad emerge

como un hecho casi inverosímil, puesto que el “sentido común” limeño dictamina que ha de

tratarse justamente de todo lo contrario.

Podría pensarse que una posible reversión de tal estructura resultaría complicada, dado

que no existe en la realidad peruana un modelo concreto en el que pueda basarse, es decir, un

personaje negro que haya alcanzado un cargo de autoridad. Sin embargo, probablemente ello

tampoco sería suficiente. El racismo hacia el negro en Lima se encuentra pues tan arraigado que

incluso la reciente elección de un mandatario afro-descendiente en los Estados Unidos despierta

un buen número de bromas. Una de ellas sugiere que la gran potencia mundial recién le permitió

a un negro ser presidente sólo porque se tiene que “trabajar como negro” para superar la

catástrofe económica que enfrentan. En este caso, una broma vale más que mil palabras.

La figura del negro como sirviente no es, sin embargo, la única que pulula en el

imaginario limeño. En Lima, por ejemplo, el negro es también considerado un sujeto de cuidado,

proclive a las malas artes, prácticamente un delincuente, que se guarece en decadentes callejones

o en zonas peligrosas como los barracones del Callao. Pero otra de las representaciones del negro,

la que demuestra una convivencia de imágenes sumamente contradictorias, es la de este

personaje como un ser divertido, alegre por naturaleza, cuya sonrisa blanca contrasta

“armónicamente” con el color de su piel. Desde esta perspectiva, el negro es concebido como un

sujeto nacido para el baile y la jarana, para tocar el cajón y amenizar las fiestas.

La formación del estereotipo del negro como personaje alegre se remonta precisamente a

la llegada del primer esclavo negro al territorio del Virreinato. Los historiadores dan cuenta de

una anécdota ocurrida en tiempos de la conquista, momentos después de que el primer negro

arribara a las costas peruanas:


Vela 102

[Los indios] Lo miraron y remiraron con harta curiosidad, terminando por

ofrecerle un recipiente con agua para que se lavara el rostro y quitara así la

negrura de su tez. Pero hechas las abluciones, el esclavo siguió tan oscuro como

antes, lo cual sorprendió tanto a los indios que no lo podían creer. El negro

entonces rompió a reír mostrando su blanca dentadura, lo cual desconcertó tanto a

los indios que quedaron estupefactos. (Del Busto 21)

Además de representar en este encuentro a los indios como seres sumamente ingenuos,

casi tontos, y a los negros como personajes exóticos, casi venidos de otro planeta, este episodio

da cuenta del “divertido” temperamento que supuestamente caracterizaba por naturaleza a

aquellos seres tan negros, de dentadura tan blanca. El negro rompió a reír pues, sostiene la

mencionada anécdota, atestiguando así su esencia jovial y afable.

Lo relevante del asunto es que la construcción de esta personalidad tan animada de los

negros habría permitido que tales características fueran extrapoladas a los rasgos físicos de esta

raza. No es novedad señalar que la fisonomía de los negros ha sido desde siempre motivo de risa

para la mirada ajena. Basta recordar que los primeros esclavos fueron denominados “bozales”

debido a que, como explica el historiador José Antonio Del Busto, la prominencia labial de los

mismos recordaba el bozal que se coloca en el hocico a los perros (26) 51 . Han sido pues

numerosas las burlas que han circulado en el imaginario limeño desde sus inicios:

Este sentido del humor en los negros criollos marcha ligado a su realidad física y

fonética. Sostienen ellos, por ejemplo, que el negro puro sólo se peina una vez en

la vida […] dicen esto porque su cabello ulotrico es lanoso, hirsuto y entretejido,

duro, disperso y enmarañado, en suma, difícil de gobernar. Por eso cuentan que al

51
Con el tiempo, esta característica sería llamada jeta o bemba (26).
Vela 103

negrito – exagerando por cierto – su madre lo peina la primera vez y así se queda

para siempre. No es cierto esto del peinado vitalicio, pero se festeja y lo cuentan

como verdad. También se afirma que el negro nunca se moja. Es otra falacia, pero

se refiere a que su piel azabachada no sabe retener el agua y ésta cae de su cuerpo,

se escurre, gotea. La “quimba”, por su parte, es la gracia guinea. Se exhibe en

cierto contoneo y ritmo natural al desplazarse […] La voz de tono bajo, a su vez,

les nace grave, gutural, cavernosa, resonante e imposible de disimular debido a

sus características raciales. (72-73)

A través de estas creencias, pareciera pues que el aspecto físico del negro resulta tan pero

tan gracioso que habría llevado hasta a los propios negros a ridiculizarse. Estos estereotipos se

alinearon obviamente con los calificativos de “no te entiendo” y “salta pa’ trás” que luego se

utilizaron para denominar ciertos cruces raciales de negros en el sistema de castas de la Colonia

(Basadre, Historia de la República del Perú 1:6). Peculiares nombres todos ellos, al aludir al

contorno de la boca, la textura de la piel y el cabello, el modo de caminar, la deficiencia

intelectual y la forma de las piernas de los negros. Así pues quedó consolidado en el imaginario

limeño un retrato irrisorio de este grupo.

Aparte de esta imagen del negro ligada a la algarabía, existe otra que lo vincula al pecado.

Así, en las primeras décadas del siglo XX y relegando nuevamente al negro a tiempos pretéritos,

el mismo Mariátegui hacía referencia explícita al lado pecaminoso que, desde su punto de vista,

definía a esta raza:

El esclavo negro prestó al culto católico su sensualismo fetichista, su oscura

superstición. El indio, sanamente panteísta y materialista, había alcanzado el

grado ético de una gran teocracia; el negro, mientras tanto, trasudaba por todos
Vela 104

sus poros el primitivismo de la tribu africana. Javier Prado anota lo siguiente:

‘Entre los negros, la religión cristiana era convertida en culto supersticioso e

inmoral. Embriagados completamente por el abuso del licor, excitados por

estímulos de sensualidad y libertinaje, propios de su raza, iban primero los negros

bozales y después los criollos danzando con movimientos obscenos y gritos

salvajes, en las populares fiestas de diablos y gigantes, moros y cristianos, con las

que, frecuentemente, con aplauso general, acompañaban a las procesiones. (114-

15)

Es evidente que mientras Mariátegui buscaba una justa redención del indígena, no pudo

evitar dirigir su rechazo hacia aquel otro grupo que ocupaba (y sigue ocupando), a la par del

indio, el estrato más bajo de la sociedad. Esta lectura seguía pues ubicando al negro en el pasado,

encasillándolo como un ser en estado salvaje, poseído por algún espíritu proveniente de algún

lugar remoto en el África, describiéndolo como un espécimen misterioso y amoral, gestor de

piruetas inimitables forjadas quizás en un estado de trance.

La referencia a este fragmento de la obra cumbre de Mariátegui es relevante por dos

motivos: la fecha de publicación y la voz que emite dicha propuesta. Por un lado, el hecho de que

los famosos Siete ensayos hayan sido publicados en 1928 refleja cómo en aquel entonces el

negro seguía siendo pensado como una mera abstracción y en ningún caso ubicado en el plano

concreto de esa realidad peruana que se estaba interpretando. El negro seguía siendo pues

imaginado como una especie de bárbaro, heredero de costumbres africanas y dominado por

instintos de hechicería y libertinaje. Por otro lado, el que haya sido el propio Mariátegui el que se

ocupara de la elaboración de estas categorías demuestra que la imagen perniciosa de los negros

se seguía filtrando incluso en el pensamiento progresista de la época. Ni siquiera las ideas más
Vela 105

agitadoras de comienzos de siglo XX podían librarse totalmente de ciertos prejuicios,

manifestándolos consciente o inconscientemente en sus escritos.

Éstas son pues las representaciones de la raza negra que debemos tener en cuenta al

momento de analizar los textos, puesto que al ser los protagonistas de esta raza, su sola presencia

evoca de forma automática los prejuicios señalados. Siendo éstas las circunstancias, exploremos

ahora la ubicación de los negros en el plano concreto de la urbe.

Del galpón al callejón: ubicación de la raza negra en el espacio urbano

Para dar cuenta de la ubicación de la población negra en el espacio, es preciso que

retornemos al periodo colonial. En aquel entonces, la concentración de los esclavos en áreas

específicas del territorio peruano permitió el desarrollo de zonas de alta densidad poblacional

negra, sobre todo en la costa (Aguirre 21). De ahí que surge la tan conocida y empleada frase de

“gallinazo no canta en puna” para aludir a la supuesta incapacidad del ave de pelaje negro, y a su

vez de todos los seres de raza negra, de desenvolverse adecuadamente en las alturas de los Andes.

Más allá de la inexactitud de dicha sentencia y del prejuicio presente en ella, debe prestarse

atención a la trayectoria espacial que llevaban a cabo los negros al llegar a las costas peruanas.

Los negros desembarcaban en el puerto del Callao y desde allí marchaban a pie hacia el

barrio de Malambo, en donde eran vendidos en subasta pública en una suerte de depósito

conocido como “La casa de negros bozales” (Aguirre 26). Ya como esclavos, muchos negros

eran ubicados en ranchos y galpones, espacios relativamente independientes de las haciendas y

mansiones en donde trabajaban. Mientras los ranchos se localizaban en las cercanías de las

haciendas, los galpones se situaban por donde corría la acequia, detrás de las casas de los amos, y

a veces separados de éstas por patios llenos de flores. El galpón, como territorio netamente negro,
Vela 106

era una construcción de muchas habitaciones separadas por altas paredes, en donde se les

encerraba bajo llave de noche y durante sus pocos momentos de ocio (Del Busto 50-51).

Fuera del galpón, los mercados, plazas, parques y chinganas de los centros urbanos se

convirtieron en el escenario de socialización de aquellos negros que tenían el permiso de sus

amos para trabajar en el día como jornaleros. La presencia de los mismos, junto a la de los

negros manumisos, hizo que esta raza pareciera esparcirse de forma pareja por casi toda la Lima

colonial (Aguirre 90-93). En este punto, ha de recalcarse que si bien a simple vista, una

apreciación como tal podría sugerir una posible inclusión de los negros en la sociedad limeña,

esta dispersión de los negros en la urbe ocurría sólo desde una posición subalterna, en tanto los

negros no ejercían ninguna función de prestigio sino que eran simples jornaleros.

La visibilidad de los negros en la “Ciudad de los Reyes” no significó pues en lo absoluto

que este grupo fuera a apropiarse de nuevos espacios. Como indica Cuché, la segregación racial

existía aún en la geografía de los barrios limeños y por lo tanto, impedía que blancos y negros

tuviesen la oportunidad de interactuar en términos igualitarios (20,137). Efectivamente, si bien

los negros podían deambular sin dificultades por las calles de la ciudad, una vez terminado el día

debían regresar a las residencias de sus amos o a sus viviendas situadas en “barrios negros” como

el arrabal de San Lázaro52.

La posición relegada de los negros en el espacio urbano no ha presentado hasta el día de

hoy mayor cambio. En efecto, si bien una vez abolida la esclavitud desaparecieron los barrios

propiamente negros, no tardaron en surgir nuevos espacios marginales, áreas pobres y

52
Ubicado en el distrito del Rímac, el arrabal de San Lázaro es el primer ejemplo de un hábitat
exclusivo de la raza negra en la sociedad peruana (Aguirre 90-91). Surge luego de que la lepra se
presentara entre los negros en 1563 y se construyese el hospital “San Lázaro” para albergar a los
enfermos negros que habían sido abandonados por sus amos. La zona donde fue edificado el
sanatorio se convertiría con el tiempo en una barriada del mismo nombre (Mariátegui Oliva 14-
15, 23-24).
Vela 107

tugurizadas en la gran Lima, en donde se instalaron los negros que atravesaban dificultades

económicas (Aguirre 194). Luego de cien años, parecería que allí se quedaron. Así, cuando se

produce la explosión migratoria en Lima a mediados del siglo XX, los escenarios en donde se

concentra la raza negra siguen siendo prácticamente los mismos: barrios marginales como el

Callao o La Victoria. Probablemente muchos de ellos llegaron a instalarse en las barriadas, pero

no se han encontrado estudios al respecto. En todo caso, como indicamos en el capítulo anterior,

la imagen que se propagó de las barriadas fue la de un territorio exclusivo de migrantes de la

sierra.

Es precisamente la explosión migratoria el hecho en el que se basaría la supuesta

ausencia de discriminación hacia el negro, en comparación a la existente en contra del indio. No

obstante, el que a partir de las migraciones masivas se empezara a discriminar con mayor

frecuencia a la población serrana no significa que la animadversión hacia el negro fuera a

reducirse. Por el contrario, implica que la posibilidad de toparse con un negro en la urbe empezó

a ser mucho menor a la de encontrarse con serranos en la ciudad. Y esa invisibilidad del negro es

también discriminación, en tanto revela que para mediados del siglo XX el espacio dominante

había ya logrado replegar a los negros a ciertas zonas en específico e impedir que saliesen de

ellas.

Para ese entonces, no se veía pues (ni aún se ve) negros por las calles de Miraflores, San

Isidro o Monterrico, a menos que se encontrasen (o se encuentren) desempeñando algún rol

subordinado, ya sea como porteros de ciertos negocios o como choferes y mayordomos de ciertas

familias. Del mismo modo, si llegamos a toparnos con un negro como residente del distrito de

Miraflores, éste lo será sólo desde la habitación de servicio que ocupa en la casa de sus patrones,

o, como daría por sentado el imaginario limeño, desde un callejón.


Vela 108

Como se observa, así como la raza negra es vinculada con ciertos barrios en específico,

es también asociada a este tipo de vivienda. Estampa deplorable en términos de José Gálvez

(109), el callejón emerge casi como si fuese una extensión natural de la raza negra. El negro ha

pasado así del galpón al callejón, y mientras el primero se caracterizaba por encontrarse al pie de

la acequia, el último se define por el único caño que detenta:

Si todos son iguales en su construcción, el callejón malambino es característico.

De una o dos piezas pequeñas, rústicamente fabricados, con o sin pequeño espacio

para corral; sin servicios higiénicos; un caño primero, un botadero después,

colocado en el pasadizo central del callejón, servía para todos los que en él vivían,

motivador de tertulias, de compadrerías y de pleitos. (Mariátegui Oliva 140)

Es importante mencionar que pese a ser considerado un espacio nocivo y repugnante, uno

de los “espacios de horror” identificados por Salazar Bondy, el callejón no generaba el mismo

terror que despertaban las barriadas en los pobladores limeños. Es evidente que el miedo no llegó

a desarrollarse debido a que los callejones no se esparcían por la ciudad de la forma tan

descontrolada como lo hacían las barriadas. Sin embargo, ello no significa que en su deseo por

dominar en el espacio de su ciudad, la clase dirigente no fuese también a establecer medidas de

control sobre los callejones y sus habitantes. En este sentido, si bien a mediados del siglo XX la

proliferación de la raza negra se encontraba más regulada en comparación a la de los recién

llegados, los límites impuestos al libre deambular de los negros, las acciones coercitivas

impuestas a su caminar por la urbe no irían a detenerse.

Efectivamente, ¿Qué tipo de fuerza trasgresora podrían presentar los negros que

intentasen deambular con libertad por Lima a mediados del siglo XX? ¿Qué pasa cuando el

caminante, quien se supone es capaz de enfrentarse y desestabilizar al espacio hegemónico, es


Vela 109

catalogado de antemano como un ser inferior? ¿Qué ocurre pues cuando el agente aparentemente

subversivo en la urbe se delata a sí mismo como descendiente de una raza esclava, ladronzuela,

hechicera y condenada?

Los cuentos de Ribeyro dan muestra de cómo la ciudad de Lima detiene a través del

racismo la libre trayectoria que intentan iniciar los negros al interior de sus límites, empleando el

insulto racial para asesinar a los negros que en ella habitan, especialmente si estos se atreven a

desafiar la posición inferior que previamente se les ha asignado en el espacio urbano.

El color “modesto” como marca de segregación en el espacio

El cuento “De color modesto” narra la historia de Alfredo, un joven limeño que llega a

una fiesta acompañando a su hermana menor. La fiesta transcurre en una amplia casa de

Miraflores, por lo cual presumimos que Alfredo, al igual que el resto de asistentes, es blanco y

miembro de alguna acreditada familia miraflorina. Sin embargo, algo sucede, algo sale mal desde

un principio. Desde el preciso instante en que llega a la fiesta, se siente totalmente desubicado,

fuera de lugar. No sabe bailar y tampoco sabe cómo entablar conversación con las muchachas.

Los invitados no le hacen el menor caso. Cuando por fin logra unirse a un grupo, sale a relucir el

hecho de que no estudió una carrera prestigiosa sino arte, que ni siquiera es un artista

renombrado sino que está desempleado, y que para colmo, aún no tiene carro. “Un hombre de

veinticinco años que no tuviera carro en Lima podría pasar por un perfecto imbécil” (Ribeyro

197) sentencia el narrador. Consciente entonces de su imbecilidad, Alfredo decide

emborracharse.

Estando ya en total estado de ebriedad, se acerca a la cocina y observa entre la

servidumbre a una mujer negra. La seduce descaradamente y se la lleva al oscuro jardín. Poco

después, se encienden las luces y son descubiertos. Si bien no se hallan solos sino rodeados de
Vela 110

muchas otras parejas, la amonestación recae únicamente sobre ellos. Alfredo no se amilana ante

los reproches del dueño de casa y terminan echándolos de la fiesta. Entonces, él y la negra se

dirigen al malecón miraflorino donde una patrulla de policía los detiene. Como el capitán no le

cree a Alfredo cuando éste señala que la señorita es su novia, lo reta a atreverse a pasear con la

negra en público, esta vez no en la penumbra del malecón sino en el muy bien iluminado Parque

Salazar. Cuando los intensos faroles del parque ponen en evidencia a tan peculiar pareja, Alfredo

se retira con la excusa de ir a comprar cigarrillos. Ella no lo espera sino que se aleja cabizbaja.

“De color modesto” ha sido considerado por la crítica como un relato en donde los

conflictos de clase emergen desde una dimensión moral y psicológica (Ortega 139), y en donde

las disparidades se manifiestan no sólo en el poder adquisitivo o en los privilegios concedidos a

ciertos grupos sino en el color de la piel (Grass 177). Evidentemente, el adjetivo “modesto” en el

título de esta historia hace explícita referencia a la fuerza menor y postergada que caracteriza a

los negros en la sociedad limeña, en comparación a las regalías de las que se benefician los

grupos blancos (Luchting, Julio Ramón Ribeyro y sus dobles 47).

Si bien una lectura distinta del texto sostiene que el quid del asunto no apunta en realidad

al racismo imperante en Lima sino a la falta de carácter del protagonista (Elmore, El perfil de la

palabra 95), ha de establecerse que esta interpretación no necesariamente contradice a la anterior.

En otras palabras, si la fragilidad de Alfredo se va incrementando a medida que avanza el cuento

es porque también se ve propiciada por el discurso racista que actúa como marco general de la

historia. Desde esta perspectiva, es el barrio de Miraflores el elemento que activa y lleva a su

máxima expresión la debilidad inherente a este personaje.

Aunque el comportamiento de Alfredo ha sido interpretado en algunos casos como

muestra del rechazo a las injusticias por parte de cierto sector de la clase dominante (Valero, La
Vela 111

ciudad en la obra de Julio Ramón Ribeyro 105), al protagonista parece afectarle más el no ser

aceptado por sus pares que la situación de los grupos oprimidos. En efecto, pese a que en un

momento de la fiesta observa el rostro trágico de la ciudad en la gente de la calle que,

aferrándose a la verja de la casa, aprecia desde lejos la felicidad de los espacios elitistas (Valero,

“Trayectorias literarias para la construcción de la Lima mestiza” 31-32), pareciera que a Alfredo

le preocupa más contar con la aprobación de sus semejantes.

Recordemos pues que desde un inicio pretende reiteradas veces acoplarse a alguno de los

grupos que en la fiesta se iban formando de manera espontánea, a alguno de esos círculos que

mientras departían intereses en común lo excluían dándole la espalda. No nos encontramos pues

ante un joven que al tomar conciencia de las marcadas diferencias sociales se enfrenta a su clase

de forma voluntaria. Por el contrario, si Alfredo termina desafiando las normas es porque, de

alguna manera, las circunstancias se lo permiten. Entonces, cuando aparece en la cocina

buscando un vaso de agua, el protagonista se ve en el escenario en donde finalmente puede llevar

a cabo su único objetivo: bailar. Sí, una meta así de simple y superficial es la que motiva sus

acciones. Considerando que ni las muchachas menos agraciadas de la fiesta le hacían caso en la

pista de baile, la cocina es el único lugar donde puede encontrar a la pareja que necesita: una

sirvienta negra. El baile con la criada como último recurso no puede representar entonces el

deseo de enfrentarse a su propia clase ni mucho menos de desagraviar a la raza negra.

La forma en que la invita a bailar merece incluso una reflexión aparte. Alfredo trata a la

sirvienta con la misma actitud poseedora y explotadora de la clase dominante al punto de que el

modo en que lo hace parece más una suerte de orden: muy seguro de sí, la arrincona contra la

pared (Luchting, Julio Ramón Ribeyro y sus dobles 19, 51). Alfredo jamás se hubiera atrevido a

forzar de la misma manera a alguna de las jovencitas de buena familia que disfrutaban de la
Vela 112

fiesta. No. En ningún caso. Su débil personalidad nunca le hubiera permitido comportarse de

forma tan osada con una señorita de su propia clase. Alfredo baila con la sirvienta sabiendo que

ejerce cierto poder sobre ella, como si tuviera la certeza de que una criada negra no puede

negarse a su oferta. Al asumir que una mujer negra está obligada a “servir” en todos los sentidos,

el protagonista reincide en el discurso de su propia clase.

No obstante, Alfredo comete un error. Un error más aparte de no saber entablar

conversación, ser un “artista” desempleado y no tener carro. Se deja pues sorprender con la

sirvienta negra en el jardín de la casa. Se produce entonces la primera llamada de atención por

parte de la clase dominante, la primera forma de relocalización social y espacial emitida

verbalmente por el patrón de la casa y respaldada por la mirada censuradora de los demás

concurrentes:

- ¿Qué escándalo es éste? Decía el dueño, moviendo la cabeza […]

- ¿No tiene usted respeto por las mujeres que hay acá? – intervino un tercer

caballero.

- Váyase usted de mi casa – ordenó el dueño a la negra -. No quiero verla más por

aquí. Mañana hablaré con sus patrones.

- No se va – respondió Alfredo.

- Y usted sale también con ella, ¡caramba! (Ribeyro 200)

La intención del grupo de bailarines que irrumpe en el jardín no era para nada seria. Su

propósito era sorprender a las parejas de novios, pillarlos a modo de juego, y luego continuar con

la fiesta. Sin embargo, aquel ambiente de júbilo se ve perturbado por una escena desconcertante.

Las luces ponen al descubierto a una pareja que desentona, a dos sujetos cuya sola presencia

trunca el apacible desenvolvimiento del evento: una criada negra que ha abandonado la cocina
Vela 113

(el lugar que en la residencia limeña le corresponde) y un invitado, visiblemente borracho, que

además de verse acompañado por una mujer que no encaja, se atreve a hablarle de modo

insolente al dueño de la casa. El ultraje a la clase dominante ha sido groseramente cometido;

viene entonces el castigo, la expulsión y el posterior encuentro en un segundo escenario: el

malecón miraflorino.

Al igual que el jardín, el malecón se caracteriza por la ausencia de luz. Como señala el

cuento, la oscuridad del lugar permite que durante los fines de semana muchos jóvenes

enamorados se escapen de la vigilancia de los padres, y que muchas vírgenes de Miraflores se

aloquen y cedan al interior de los automóviles (201). Pero como deja entrever el texto, son sólo

los jóvenes de clase acomodada quienes tienen derecho a este tipo de privilegios. Así, pese a no

ser los únicos entregados a sesiones amatorias, Alfredo y la criada son nuevamente amonestados.

La linterna de unos policías los ilumina:

- ¿Qué hacían allá abajo? […]

- Fuimos a mirar el mar.

[…] Con una persona de color modesto no se viene a estas horas a mirar el mar.

[…] ¿Es que esta señorita no puede ser mi novia?

- No puede ser.

- ¿Por qué?

- Porque es negra. (202)

El discurso racista es abiertamente empleado; el asesinato metafórico, explícitamente

consumado. Pero esta vez, la condena la emite otro tipo de autoridad. Ya no se trata de una voz

proveniente de la misma clase dominante, sino de un agente policial que expresa en su conducta

la adopción e interiorización de postulados racistas por parte de todos los estratos de la sociedad
Vela 114

limeña. De esta manera, este episodio refleja cómo a lo largo del cuento no sólo sobresale la

déspota actitud de la clase alta hacia las personas de color modesto que se cuelan en sus espacios,

sino también la crudeza y el sarcasmo que muestran los propios miembros de la clase baja para

humillar y ridiculizar a quienes, debido a las circunstancias, ocupan en ciertos momentos una

posición aún más subordinada. Es ése precisamente el motivo por el cual los policías no se

atreven a reprender a alguna de las otras parejas del malecón, pero sí a Alfredo y a la sirvienta.

Los policías se sirven pues del discurso racista para detenerlos y llevarlos a la comisaría,

de aquel discurso oficial encargado de reiterar el lugar que toda negra debe ocupar en la urbe. En

este sentido, se le recuerda a ella por segunda vez que el ámbito en donde se encuentra no le

pertenece, puesto es un espacio destinado a seres de otra clase. El abuso hacia ambos personajes

se prolonga en tanto el capitán ordena que los dejen en el concurrido Parque Salazar53, a ver si se

atreven a pasear como una pareja en dicho escenario. La debilidad de Alfredo es finalmente

puesta al descubierto:

Vio las primeras caras de las lindas muchachas miraflorinas, las chompas

elegantes de los apuestos muchachos, los carros de las tías, los autobuses que

descargaban pandillas de juventud, todo ese mundo despreocupado, bullanguero,

triunfante, irresponsable y despótico calificador. Y como si se internara en un mar

embravecido, todo su coraje se desvaneció de golpe. (203)

En el Parque Salazar ya no es necesario que un dueño de casa o un policía se pronuncie y

los ponga en su sitio, en tanto este parque, como espacio público pero hegemónico, constituye de

por sí una autoridad. En efecto, dado que todo modelo social implica la producción de un espacio

conforme a dicho sistema (Lefebvre 31), el Parque Salazar de Miraflores, pese a encontrarse al

53
Se puede apreciar imágenes del Parque Salazar en las figuras 21 y 22.
Vela 115

aire libre, emerge como uno de los espacios cerrados y elitistas que la racista ciudad de Lima se

ha encargado de instaurar de forma pragmática. Asimismo, puesto que el espacio habla pero

sobre todo prohíbe (142-43), este lugar de moda, colmado de sujetos que ostentan signos de

superioridad, rechaza de antemano el ingreso de quienes por su raza no encajan. En estas

circunstancias, el Parque Salazar ni siquiera necesitará prohibir explícitamente aquel ingreso ni

mucho menos colocar carteles en donde se reserve el derecho de admisión, puesto que la sola

presencia de lindas muchachitas y jóvenes apuestos bastará para expulsar automáticamente a

todo sujeto que no forme parte de ese mundo despreocupado y triunfante que allí se reúne los

fines de semana para divertirse.

Es en este espacio “público” en donde Alfredo abandona rápidamente a la sirvienta.

Como si se diera cuenta de las consecuencias de sus actos, como si pudiera escuchar los

murmullos y comentarios, como si fuera capaz de anticipar las miradas reprobatorias, las risas o

expresiones de asco, Alfredo huye apresurado. Si bien esta vergüenza y cobardía podrían haberlo

sobrecogido en el jardín de la fiesta, debemos recordar que para ese entonces el protagonista se

encontraba totalmente ebrio. En este sentido, el alcohol no sólo le habría dado el valor para

enfrentarse a los miembros de su clase sino que además lo habría llevado a desconocer el

ambiente en el que se hallaba inserto.

De igual modo, en cuanto al percance ocurrido en el malecón, Alfredo habría

desmerecido la importancia de un grupo de policías mal pagados y, de alguna manera, se habría

sentido protegido al ser llevado a escondidas dentro de la patrulla de los mismos. Sin embargo,

cuando ya en sus cabales es abandonado junto a la sirvienta negra en el distinguido parque,

Alfredo recién se da cuenta del espectáculo, del escándalo que está generando. Como si el

Parque Salazar lo pusiera en evidencia, como si sus luces lo señalaran con el dedo, el
Vela 116

protagonista toma noción de su falta de tino y prudencia. ¿Qué hace pues al lado de una mujer

negra? pareciera preguntarle el propio espacio, si las negras pertenecen al submundo de los

callejones, a barrios como el Callao, el Rímac o La Victoria, pero nunca a Miraflores.

La criada, por su parte, se retira de la escena resignada, como si desde un inicio hubiera

previsto tal desenlace. Consciente de su rol como sirvienta negra, sabe que a lo largo de la noche

se ha visto reiteradamente en los lugares incorrectos: el jardín de la fiesta, el malecón, el Parque

Salazar. Parece darse cuenta que debe apartarse voluntariamente de aquel espacio al que no

pertenece y parece también ser consciente de que es sólo un entretenimiento más para Alfredo,

así como el motivo principal de su vergüenza.

El espacio opresor de la clase dominante termina pues por vencer a ambos personajes. Si

bien hacen lo posible por esconderse del mismo, esto ocurre sólo de manera momentánea. A

final de cuentas, ninguno de los dos puede revertir su condición inferior, ella como una negra

discriminada por los blancos y él como un blanco marginado entre los blancos. Aunque las

primeras llamadas de atención las llevan a cabo dos portavoces del discurso racista en Lima, la

escena final del cuento muestra cómo el espacio por sí solo es capaz de desterrar a aquellos seres

que en él no encajan y enviarlos inmediatamente al lugar que les corresponde tanto a nivel social

como en la urbe.

Los zambos no pueden jugar en la ciudad

Por su parte, el cuento “Alienación” tiene como protagonista a un zambo llamado

Roberto López, obsesionado con cambiar el desfavorable destino que debido a su color de piel le

espera en la ciudad de Lima. La historia nos presenta a un joven, casi niño, Roberto, que todas

las tardes se sienta en la banca de un parque miraflorino a ver jugar a un grupo de muchachitos

que la narración califica como “blanquiñosos”. Desde esa banca a la distancia, el protagonista
Vela 117

admira en secreto a una niña, Queca, quien castaña y de ojos verdes resulta ser el amor platónico

de todos los jovencitos del barrio. Cuando en una ocasión Roberto rescata la pelota que a ella se

le ha escapado y corre emocionado a entregársela, Queca lo mira con asco y pronuncia la

siguiente sentencia: “¡Yo no juego con zambos!” (453).

Cuando posteriormente Roberto descubre que el desdén de Queca hacia él empata con su

evidente predilección por los rubios y su ansiado deseo de casarse con un estadounidense, decide

convertirse en gringo, pero no en la mera imitación de un americano sino en uno de verdad. Así,

se decolora y alisa el cabello, se echa talco en el cuerpo, se viste según la moda norteamericana y

aprender a hablar inglés; y cuando finalmente logra que lo llamen Boby, se las ingenia para

emigrar al país de los sueños. No obstante, su estadía en la gran manzana es, por decir lo menos,

un fracaso. En su afán por no ser expatriado, el ahora Boby López se enrola para luchar en la

guerra de Corea, donde eventualmente muere vistiendo el uniforme americano. Tras concluir esta

parte de la historia, un breve colofón nos cuenta el final de Queca. Tras haber contraído

matrimonio con un estadounidense que conoció en Lima, y haber emigrado también al país de

los sueños, Queca es finalmente víctima del maltrato de su esposo, quien ebrio le da de

puñetazos y la llama “chola de mierda”.

En líneas generales, “Alienación” ha sido interpretado como una sátira de la movilidad

social (Ortega 139), como un relato en donde el contraste entre las razas blanca y negra produce

un drama de efectos tragicómicos (Luchting, Estudiando a Julio Ramón Ribeyro 328), y como un

texto cuyo título no debe entenderse en su acepción marxista o clínica sino en el contexto de la

izquierda latinoamericana de los años 70, siendo entonces su antítesis la idealizada “identidad”

(Elmore, El perfil de la palabra 216). Sin embargo, discutir el tema de la identidad en este

cuento podría generar nuevamente efectos tragicómicos, sobre todo si se considera que una
Vela 118

reciente publicación del Ministerio de Educación del Perú, además de haber eliminado todas las

malas palabras presentes en la versión original del texto, lo titula bajo el nombre de “Identidad”

(101). Demás está decir que tal incidente será tema de una investigación aparte.

Exploremos entonces a través de este cuento cómo se problematiza el deambular de los

negros en la ciudad de Lima. Observamos pues a un protagonista que pese a su condición de

marginado, aspira a desempeñar algún tipo de agencia. Roberto/Boby López es, en efecto, un

individuo que no se resigna al lugar que como zambo le corresponde en el espacio urbano, y que

por ende, elabora un minucioso plan de acción para cambiar su naturaleza. No obstante, este

cambio se produce, como indica Julio Ortega, muchas veces sólo en un nivel imaginario (144),

ya que el protagonista nunca logra en realidad transformarse en el gringo que siempre quiso ser

ni muchos menos modificar el lugar que la ciudad le ha otorgado. Su raza logra imponerse sobre

sus deseos de movilidad social y condenarlo a ser, para siempre, un sujeto de ínfima categoría.

Recordemos la primera escena del relato. Las acciones transcurren nuevamente en

Miraflores, esta vez en los hermosos jardines de la plaza Bolognesi54, en donde un grupo de

blanquiñosos juega ante la mirada de un zambo que los observa siempre desde lejos. A lo largo

de la narración, sabremos que estos niños son de apellido aristócrata o extranjero (Sander, Wolff,

de Tramontana, entre otros), viven en chalet, y asisten a prestigiosos colegios católicos

particulares. Roberto, desde la banca, parece ser pues consciente de su ajenidad frente a dicho

grupo, de su falta de pertenencia y de su imposibilidad de compartir ciertos códigos. En suma, el

protagonista parece saber el lugar que le corresponde como un zambo que vive en el último

callejón del barrio y además es hijo de la lavandera. Pese a ello, el aún entonces Roberto guarda

54
Se puede observar una imagen de la Plaza Bolognesi en la figura 23.
Vela 119

la secreta ilusión de captar la atención de Queca, quien como ya sabemos termina por hacer

añicos todas sus esperanzas.

El personaje de esta niña merece especial atención ya que si bien no forma parte de la

clase alta peruana (es hija de un “empleadito” que viaja en transporte público, vive en una casa

sencilla y pequeña, y no estudia en un colegio de renombre), el simple hecho de haber nacido de

cabellos y ojos claros es suficiente para que en Lima ocupe una posición privilegiada. Tales

características físicas bastan para que sea aceptada, deseada, envidiada y feliz. En tales

circunstancias, el encuentro entre esta niña y el zambo enamorado de ella no podía resultar

menos que traumático. El narrador describe la asqueada reacción de Queca así como su cruel

veredicto:

[Ella] pareció cambiar de lente, observar algo que nunca había mirado, un ser

retaco, oscuro, bembudo y de pelo ensortijado […] y entonces se apartó

aterrorizada. Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a

la carrera: “Yo no juego con zambos.” (453)

El asesinato metafórico ha sido nuevamente cometido. La violencia que transmiten las

palabras de la niña llega a lastimar. La respuesta de Queca muestra cómo al interior de la ciudad

las fronteras sociales emergen en base al aspecto racial de sus habitantes y cómo la raza, negra en

este caso, anula toda posibilidad de interacción igualitaria. Este incidente refleja además el

estado a la defensiva que caracterizaría a los habitantes de la ciudad desde muy jóvenes puesto

que el hecho de que la ofensa se produzca de manera casi automática podría interpretarse como

la necesidad de insultar antes de ser insultado. Se observa pues que Queca sabe, tal vez

inconscientemente, cómo dejar en claro su posición de superioridad frente a un zambo, y más


Vela 120

aún en un contexto en donde el insulto racial tiene efectos demoledores55. Al dominar el “arte”

del insulto racial, Queca demuestra haber ya interiorizado los postulados del discurso racista

limeño.

De igual modo, consciente de sus ojos verdes y de su cabello claro, tiene que aspirar a un

pretendiente de su misma o de una mejor categoría. Al estar al tanto de su innata superioridad,

jamás habrá de fijarse pues en un zambo. Como es de esperarse, lo más “lógico” es que intente

ascender en la pirámide social gracias a la movilidad que sus rasgos físicos le permiten. Así, no

sólo se interesa inicialmente en el más blanco de los blanquiñosos de la plaza Bolognesi, sino

que no duda en reemplazarlo apenas Billy Mulligan se cruza en su camino. Si bien su futuro

esposo no se asemeja en lo absoluto a un adonis (la historia describe a Billy como un gringo

desabrido), le basta con ser gringo para que en Lima sea un soltero codiciado. Y la gran

privilegiada será Queca, quien al ser desposada en Lima por un miembro de la raza superior, se

saca pues la lotería.

Pero así como el futuro de Queca parece estar asegurado, el destino de Roberto se ve

reducido a unas cuantas opciones. Como se indica al principio de la historia, las únicas

alternativas que como zambo le deparaba la vida eran ser arquero del Alianza Lima, portero de

banco o chofer de colectivo (452). Ésas y punto. El negro vinculado única y exclusivamente a

oficios menores. Pero como mencionamos anteriormente, Roberto se rebela. Así, de forma

paralela a su proyecto de convertirse en un Billy, se emplea como mozo en el bowling de

Miraflores. Lo contradictorio de su obsesión por volverse gringo radica en el hecho de que parte

55
Resulta inevitable conectar este episodio ribeyrano a los testimonios de la esposa de Manuel
González Prada, Adriana Verneuil, respecto a cómo se defendía de las burlas de sus compañeras
en el colegio: “[…] (…) yo aprendí a contestarles a medida que me adiestraba en el castellano,
llamándolas chunchas, cholas, zambas (…) según el encrespado del pelo, que pronto supe
distinguir. Esta clasificación mía, por supuesto, muy antojadiza, tenía el don de herirlas en el
punto más sensible de su vanidad (…) […]” (Bruce 41).
Vela 121

de sus estrategias terminan reforzando la imagen de servidumbre en la que han sido encasillados

sus pares. En efecto, el mayor anhelo de Roberto es servir a la raza superior trabajando como

jardinero o empleado en la casa de un estadounidense.

Como se aprecia, el objetivo principal del protagonista no se dirige a un cambio social a

mayor escala ni mucho menos a remediar la situación de inferioridad que caracteriza a sus

semejantes. Como indica el relato, a Roberto sólo le preocupa deszambarse, deslopizarse y matar

al peruano que había en él (452), y para llevar a cabo esta empresa, este personaje propicia su

metamorfosis con materiales caseros, echándose talco a la piel y agua oxigenada al cabello.

Por otro lado, consciente de que el cambio de apariencia no es suficiente para ser un

gringo verdadero, ve necesario indagar en la esencia del comportamiento norteamericano. Esto

no se le hace particularmente difícil puesto que para su fortuna, Roberto reside en un momento

en que en Lima la influencia estadounidense ha invadido ya su espacio y está consolidada como

referente de moda y progreso. Son pues muchos los lugares americanos que el protagonista tiene

a la mano. En este contexto, concibe una trayectoria que lo lleva a deambular por las

inmediaciones de colegios de curas norteamericanos, del exclusivo Country Club, de diversos

campos de golf56 e incluso de la embajada de Estados Unidos.

Sin embargo, debe resaltarse que todos estos son escenarios a los cuales Roberto tiene

acceso sólo de manera fugaz. De hecho, el rol que lo define es siempre el de un observador

pasivo, el de espectador excluido. Por ende, del mismo modo en que en la plaza Bolognesi el

protagonista nunca participó de juegos de blanquiñosos, tampoco podrá participar del estilo de

vida americano que tanto admira. En Lima, si bien un zambo puede rondar y acercarse a espacios

elitistas, nunca podrá apropiarse de ellos. La burla además no tarda en llegar en la medida en que

56
Una imagen de los campos de golf de San Isidro se aprecia en la figura 16.
Vela 122

la ciudad no tolera la presencia de un zambo teñido, ni mucho menos que éste se encuentre

paseando frescamente por las calles limeñas.

El hecho de que Roberto quiera deszambarse y deslopizarse se manifiesta además en el

firme deseo de abandonar el espacio físico que tanto lo condena por ser zambo, renunciar

voluntariamente a las coordenadas geográficas que marcaron toda su existencia, mudarse a un

mejor distrito, dejar el callejón para siempre. Y si bien no logra vivir en una zona acomodada

sino en el venido a menos centro de la ciudad, junto a su amigo José María Cabanillas (un zambo

de Surquillo, también con aspiraciones a gringo) hacen planes para abandonar el entorno que

tanto los hace infelices. Entonces, ahorran con diligencia y llegan a poner pie en Nueva York.

La vida del ahora Boby López se ve marcada entonces por el siguiente recorrido: del

último callejón de Miraflores al desprestigiado centro de Lima, y finalmente a la capital del

mundo. A simple vista, dicho trayecto sería un índice de progreso. Después de todo ¿quién se iba

a imaginar que el hijo de la lavandera terminaría caminando por las calles de la gran manzana?

No obstante, la mejora nunca llega. Ya en Nueva York, descubre que ésta puede ser tan o más

cruel que la ciudad natal y así como el otrora Roberto contemplara desde una banca el juego de

los blanquiñosos, Boby termina su estadía neoyorkina durmiendo en la banca de un parque. La

única salida es enrolarse en el ejército estadounidense para pelear en la guerra de Corea, en

donde eventualmente muere. Así como metiera los pies en una acequia para recuperar la pelota

de Queca, su cabeza rueda hasta caer en una acequia cerca a un arrozal.

El desenlace de “Alienación” demuestra que si bien un zambo puede cruzar fronteras,

atravesar grandes distancias y recorrer espacios ajenos, al fin y al cabo termina ocupando la

posición subordinada que como zambo le corresponde en el espacio. Efectivamente, por más que

logre ampliar su radio de acción e instalarse en el mismo extranjero, su estatus inferior lo


Vela 123

perseguirá para siempre, como si lo cargara en la espalda, donde quiera que esté y adonde quiera

que vaya. Lima, Nueva York o Corea será de lo de menos, puesto que Boby es un zambo y lo

será eternamente.

El destino de Queca, por su parte, es a su vez desafortunado. Aunque parecía haber

resuelto su vida al casarse con Billy Mulligan y emigrar al país de la libertad, se convierte en

víctima de los maltratos de un marido alcoholizado, quien termina “[...] por darle de puñetazos a

su mujer, a la linda e inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos, mientras sonreía

estúpidamente y la llamaba chola de mierda” (461).

“Alienación” concluye con esta frase, tan humillante y desgarradora como aquel “Yo no

juego con zambos” de principios del cuento. La muerte física de Roberto empata entonces con la

muerte simbólica de Queca. Ella ofende primero al zambo en lo que más le duele y termina

siendo agredida por su esposo de la misma manera. La que alguna vez fuera el amor platónico de

los muchachos miraflorinos se ve reducida a la espantosa categoría de chola, con la que

probablemente no se identificó ni siquiera en su peor pesadilla. Una sentencia que además resulta

imposible de ser apelada en tanto es emitida por la voz del propio Mulligan, exponente máximo

de la “raza superior”.

La interrupción de una trayectoria: la parálisis y muerte de los negros

Al darles visibilidad a los negros como personajes igualmente marginados, “De color

modesto” y “Alienación” dan cuenta de la invisibilidad que rodea a la población negra en Lima,

una vez que la explosión migratoria ha acontecido. En estas circunstancias, si bien a simple vista

la discriminación racial parece dirigirse principalmente hacia aquellos menospreciados indios y

cholos que colman con su presencia los espacios urbanos, los cuentos de Ribeyro revelan que el

racismo seguirá también dirigiéndose hacia los negros cuando sea necesario.
Vela 124

Pero además de ello, esta invisibilidad de la raza negra sugiere otro hecho de por sí

revelador. El que esta urbe explote de migrantes provincianos y no de sujetos de raza negra, es

un indicador de que la presencia de este último grupo habría sido ya controlada por el espacio

dominante. En otras palabras, mucho antes de ocurrir la explosión migratoria, la capital peruana

habría ya garantizado la parcial desaparición de la raza negra al interior de sus límites. En este

sentido, a la clase dominante no sólo le basta relegar a los negros a un pasado que se limita a

narrar su llegada al Nuevo Mundo, su sufrimiento como esclavos y su posterior manumisión, ni

situarla en un plano simbólico en donde dice recuperar las contribuciones que como grupo

hicieron a la formación de la cultura peruana. La clase dominante necesita además no verlos, no

tenerlos cerca, y eso es algo que para mediados de siglo XX ya logró llevar a cabo exitosamente.

¿Dónde están pues los negros un siglo después de abolida la esclavitud? ¿Dónde están

cuando Lima se cholea? Los negros, cuando se produce en Lima la explosión migratoria, ya han

sido asesinados como multitud; a diferencia de los recién llegados, ya han sido exterminados a

nivel masivo. Ése es el motivo por el cual no colman tantos espacios. Ésa es la razón por la que

se piensa que su presencia no resulta tan problemática en la destrucción de la configuración

original de la urbe.

En este contexto, además de ser supuestamente reivindicados en el reconocimiento a la

figura de folkloristas como Nicomedes Santa Cruz o a los bailes negros como el festejo, landó,

alcatraz y negroide (imágenes que pese a intentar revalorarlos, siguen reafirmando el estereotipo

de su esencial carácter alegre), los pocos negros que circulan por la ciudad de Lima siguen

ubicándose en posiciones subordinadas. Y es justamente desde estas posiciones sometidas, como

señalan los cuentos de Ribeyro, desde donde se les sigue asesinando metafóricamente, para
Vela 125

evitar que se rebelen a su estatus, para impedir que se atrevan a abandonar el lugar que les

corresponde en la sociedad y en el espacio urbano.

En este escenario ¿De qué fuerza contestataria en el acto de caminar podríamos hablar

cuando el caminante es de color modesto? ¿Cómo podría el deambular por la ciudad

contrarrestar la opresión del espacio hegemónico si el transeúnte es víctima de constantes

llamadas de atención a causa de su tonalidad de piel? ¿Cómo se podría desestabilizar al espacio

planeado de la urbe si el propio agente encargado de dicha trasgresión es el principal trasgredido?

Los negros en “De color modesto” y “Alienación” no son pues aquellos personajes de

supuesta naturaleza eufórica que al ritmo del cajón animan la jarana, nunca los vemos reír ni

mucho menos soltar una carcajada, son seres que jamás muestran su amplia sonrisa y nunca

exhiben sus dientes blancos. Su desdicha radica precisamente en el hecho de haberse atrevido a

confrontar las leyes del espacio de la urbe, porque cuando los negros osan transitar libremente

por aquellas zonas que en Lima le son prohibidas, se les detiene como si se tratase de

delincuentes, se les pone un alto apenas pisan un territorio vedado, se les paraliza y se les

expulsa a causa de su color de piel.

Nuevamente, nos encontramos ante dos trayectorias fallidas. Al presentarnos a los negros

como caminantes frustrados, los cuentos de Ribeyro ponen de manifiesto que en la Lima de

mediados de siglo XX, ser negro resulta igual de terrible que ser cholo. Si bien a los negros ya no

se les puede aplicar el látigo como el pasado, aún se les puede impedir el acceso a ciertos

escenarios, inmovilizar sus recorridos en el espacio urbano, asesinándolos por medio del insulto,

justamente a través de la articulación de esos “¡zambo!” o “¡negra!” que en tono denigrante se

emite hacia ellos.


Vela 126

CAPÍTULO CUATRO

DE “EN ALTA MAR” A “EL TRAMO FINAL”: LOS CHINOS

COMO EXCEPCIÓN A LA REGLA

Cuando se produce la explosión migratoria a mediados del siglo XX, cuando Lima se

llena de aquellos indios, a quienes intenta contener como ya lo había hecho con la población

negra, los “chinos” (término que en el habla coloquial limeña define a los descendientes de las

colonias china y japonesa) se encontraban ya asentados y fortalecidos en la capital peruana.

Ambas comunidades contaban ya con una aceptación que bien podría calificarse de insólita,

considerando que dicho beneplácito provenía de una sociedad tan conservadora como la limeña.

En efecto, uno de los aspectos más destacables de los grupos orientales en la capital peruana fue

la sorprendente ascensión social que llevaron a cabo así como el libre desplazamiento con el que

se extendieron a lo largo del espacio urbano.

A todas luces, la historia de los orientales como grupo se diferencia notoriamente al

devenir de las comunidades indígenas y negras peruanas en tanto fueron los únicos que

eventualmente se libraron del asesinato literal y metafórico de base racista. Así, después de haber

llegado al territorio de la naciente República del Perú en condición de semi-esclavos o en el

mejor de los casos, de empleados de bajo rango, después de haber sido vilipendiados

abiertamente por los sectores dirigentes e intelectuales como una raza inferior, e inclusive

después de haber sido víctimas de un manifiesto sentimiento anti-asiático durante la primera

mitad del siglo XX, los orientales lograron, en un periodo de tiempo relativamente corto, borrar

el estigma que los caracterizó en un pasado no muy lejano. El “chino” logró pues convertirse en

un personaje familiar y entrañable, cuya simpatía parece emerger del contorno mismo de sus ojos,
Vela 127

ya que el apelativo con el que se le nombra en Lima no produce ningún tipo de herida en

términos raciales.

Cabe entonces preguntarse ¿Cómo pudieron hacerlo? ¿Cómo lograron constituir el único

grupo no blanco que emerge como excepción a la regla en el discurso racista que impera en la

sociedad limeña? y sobre todo ¿Por qué si los orientales pudieron finalmente ser aceptados en la

ciudad de Lima no ocurrió lo mismo en el caso de los indios y negros? A simple vista, esta

rápida ascensión en la pirámide social sería atribuida a su propia naturaleza, a su “espíritu

emprendedor” como lo instituyen diversas publicaciones avocadas a su historia57; en suma, a una

serie de imágenes positivas generadas en torno a la figura del oriental, como la honradez y la

laboriosidad.

Evidentemente, considerar lo anterior como el único motivo de su ascensión social sería

caer en la trampa de aquel discurso racista que desearía también hacernos creer que si los indios

y negros no han logrado hasta el día de hoy librarse del estigma que los define como raza inferior,

es porque algo habría de haber de cierto en aquella inferioridad sugerida. Por ende, y aclarando

que no es propósito de este capítulo poner en duda ninguna de las cualidades recién mencionadas

sobre los grupos orientales, debemos también recordar que todo orden social es una jerarquía

instaurada por el grupo en el poder. En este sentido, si el racismo no caló, o mejor dicho, si se

detuvo en su agresión hacia los orientales fue debido a que el sector dirigente lo dispuso de ese

modo.

57
En la presentación al libro El otro lado azul (1999) de Wilma Derpich, en homenaje a los 150
años de la inmigración china al Perú, la entonces presidenta del Congreso de la República,
Martha Hildrebrant, destaca el hecho de que los chinos pasaron de semi-esclavos a empresarios,
gracias a la laboriosa atmósfera familiar “de raíz confuciana y taoísta”, así como su espíritu
emprendedor. Esta misma tendencia a destacar las virtudes de los orientales como raza aparece
en los libros publicados, también en 1999, en conmemoración al centenario de la inmigración
japonesa. A este punto volveremos más adelante.
Vela 128

En otras palabras, si los chinos lograron ser la excepción a la regla en términos de

discriminación racial en Lima es debido a que contaron, como grupo, con la aprobación y el

apoyo de la clase dominante y no sólo en un nivel simbólico sino también real. De hecho,

además de amasar fortunas, sus comunidades contaron pues con una tangible representación a

nivel político y social vinculada a la propia clase dirigente, una particularidad que fue y sigue

siendo ajena a indios y negros. De este modo, si los orientales fueron los únicos que lograron

caminar libremente al interior del espacio dominante fue porque la clase que configuró dicho

espacio así lo permitió.

En este escenario, los cuentos “En alta mar” y “El tramo final” de Siu Kam Wen son

dignos de análisis puesto que dan cuenta del cambio de estatus que benefició a los chinos a nivel

social y espacial en el contexto limeño, una situación que bien puede ser extrapolada al caso de

sus pares japoneses. Como veremos en su momento, los relatos ponen de manifiesto los dos

extremos de la historia oriental en el contexto peruano: el punto de inicio o la travesía en barco

que realizaban los chinos en calidad de mercancía hacia las costas del Callao; y la última etapa,

la fase de aceptación por excelencia, el momento en que se produce un vertiginoso ascenso en la

escala social y los chinos pueden darse el lujo de mudarse a uno de los mejores barrios de Lima y

disfrutar de una acomodada vida capitalina. A partir de tales extremos, es nuestra tarea rellenar

los espacios en blanco y dar cuenta de cómo dicho cambio de estatus fue posible.

Había una vez una raza inferior

En una sociedad en la cual los orientales no presentan mayor dificultad en ser aceptados,

en una ciudad en la cual el racismo no interrumpe sus recorridos en el espacio urbano, hablar de

los mismos como raza inferior resulta casi imposible de imaginar. Al respecto, si bien el pasado

de servidumbre y semi-esclavitud de chinos y japoneses es reciente en comparación al de indios


Vela 129

y negros, el lado oscuro de la inmigración asiática se percibe, por decirlo de algún modo,

extremadamente lejano. La imagen del oriental como siervo, su ubicación junto a indios y negros

como parte de las llamadas razas inferiores de la nación peruana resulta hoy para el imaginario

limeño una idea inverosímil, absurda. En estas circunstancias, y siendo conscientes de los sesgos

u omisiones que pueda presentar la historia como discurso, es inevitable hacer referencia a ella

para indagar la situación de los orientales en este periodo olvidado.

La presencia de los chinos en el Perú se remonta a mediados del siglo XIX, cuando

comenzaron a ser traídos como semi-esclavos para suplir la escasez de mano de obra que

aquejaba a las haciendas de la clase terrateniente58. De este modo, a partir de 1849, año en que

promulgó la “ley china”, hasta que fuera abolida en 1874 por una serie de irregularidades,

llegaron a las costas peruanas entre 90,000 y 100,000 chinos culíes59. La gran mayoría de ellos

(el 90%) fueron destinados a las haciendas, aunque también se emplearon en la extracción de

guano, la construcción de ferrocarriles y el servicio doméstico (Rodríguez Pastor, Hijos del

celeste imperio 26-31)

Una serie de circunstancias aciagas se asoman detrás de la trata de chinos en el Perú del

siglo XIX. Se trató pues de un tráfico teñido de corrupción, violencia y muerte. Muchos de los

58
Rodríguez Pastor señala que después de instalada la República, la agricultura costeña empezó
a atravesar un periodo de decadencia debido a la escasez de mano de obra. Uno de los factores
que incidió en esta crisis fue la disminución del número de esclavos negros que trabajaban en las
haciendas, pero no por la abolición de la esclavitud (la cual recién iría a ocurrir cinco años
después de la llegada de los primeros chinos), sino por las continuas fugas de los esclavos y
porque los ejércitos español y libertador los habían necesitado como huestes de sus tropas (Hijos
del celeste imperio 26).
59
La definición de “culí” la encontramos en otro libro de Rodríguez Pastor, en donde cita a la
Enciclopedia Británica. Este término viene del vocablo koli o kuli, original de un grupo de la
India, generalmente aplicado a trabajadores inexpertos, opuestos en este sentido a los artesanos.
Esta palabra ha sido empleada para designar a nativos de India o China que dejaron sus países
bajo contrato para trabajar como jornaleros fuera de sus patrias (Herederos del dragón 21).
Vela 130

llamados culíes no viajaban al Perú por voluntad propia sino porque eran forzados a subir a los

barcos que se dirigían al Callao, luego de haber sido captados a través de engaños o incluso

raptados en sus pueblos por los agentes contratados para su transporte (31). El inicio de esta

travesía “en alta mar”, como se titula uno de los cuentos de Siu Kam Wen, constituía pues el

inicio del drama que había de esperarles a los chinos en el futuro próximo.

Watt Stewart ofrece al respecto un recuento del fatigoso trayecto que se iniciaba en el

puerto de Macao, pequeña colonia portuguesa ubicada cerca de la región de Cantón, y duraba en

promedio ciento veinte días hasta arribar finalmente al puerto del Callao, viaje a lo largo del cual

los culíes padecían el mismo suplicio al que siglos atrás habían sido sometidos los esclavos

negros:

Those who know something the horrors of the “middle passage” from Africa to

America in the heyday of the trade in Negroes will recall the packed holds were

many suffocated; the chains with which they were loaded, the whips with which

they were lashed; the instances when, to avoid capture, and perhaps hanging, the

captain of the vessel ordered all of the “passengers” thrown overboard in their

chains, to be sunk without trace. It will be well to bear these matters in mind when

giving attention to the Pacific passage of the coolies. (55)

Es destacable que luego de dar cuenta de la amarga similitud entre las circunstancias que

determinaron el tráfico de chinos y negros al territorio peruano, Stewart no sólo haga referencia a

la tantas veces mencionada crisis internacional que generara la embarcación peruana María Luz60

60
El caso del María Luz es ampliamente citado dado que puso en evidencia las condiciones
infrahumanas en las que los culíes eran transportados y porque mal que bien constituyó el primer
contacto que se produjo entre Perú y Japón. En 1872, este navío se vio obligado a anclar en el
puerto japonés de Yokohama debido a malas condiciones climáticas. Durante la noche, uno de
los culíes escapó a nado y se dirigió a las autoridades japonesas para denunciar los maltratos que
Vela 131

en aguas japonesas, sino que también preste especial atención al episodio ocurrido en torno al

navío Luisa Canevaro. No es pues el infortunio del María Luz el que nos interesa en este

capítulo sino la desventura en torno a la otra nave a la que Stewart hace referencia, en tanto es

ésta precisamente la embarcación en donde transcurre una de las dos historias que se narran de

forma intercalada en el cuento “En alta mar”.

El texto de Siu Kam Wen da cuenta pues de dos tramas: las vicisitudes de la embarcación

llamada Luisa Canevaro en donde los culíes se ven seriamente afectados por el clima, los

maltratos y el hacinamiento, y las de un junco sin nombre en donde pasajeros refugiados yacen

también enfermos y son posteriormente asaltados por piratas. Lo relevante de esta historia de Siu

Kam Wen es el nivel de precisión, detalle y documentación con la que es narrada, al punto de

que el párrafo con que se inicia puede ser incluso confundido con fragmentos del propio de texto

de Stewart:

El barco, una fragata de novecientas toneladas, se llamaba Luisa Canevaro y se

dirigía al otro lado del océano, a nueve mil millas de distancia de Macao, de

donde había partido. La travesía había durado ya más de dos meses y medio.

Inicialmente se habían embarcado setecientos treinta nueve culíes; para ahora

ciento ochenta de ellos habían muerto. La disentería era el señor absoluto y

déspota dentro de las atiborradas bodegas. (87)

El cuento no dista de la realidad puesto que el viaje de la embarcación de la compañía

Canevaro se caracterizó por la alta tasa de mortalidad que se produjo entre los culíes a lo largo de

la travesía. Irían a producirse doce muertes más de las mencionadas en el relato, puesto que las

se propiciaban a él y a sus compañeros en el barco. Japón condenó públicamente al gobierno


peruano y la imagen del Perú se vio tan deteriorada a nivel internacional al punto de que tuvo
que solicitarse la mediación del Zar de Rusia para mitigar las tensiones entre ambos países
(Gardiner 7-17, Stewart 152-174).
Vela 132

cifras oficiales registran en total 192 muertos. Al respecto, cabe indicar que si bien las fuentes

oficiales aseguraron que la elevada mortandad fue consecuencia de las continuas tempestades y

de la propagación de la disentería entre los culíes, las explicaciones no oficiales señalaron

también al hacinamiento, la falta de ventilación y comida, así como a las deplorables condiciones

higiénicas como causas principales de los decesos (Stewart 61, 67-68).

Es justamente al interior de estos testimonios no oficiales que puede incluirse al cuento

“En alta mar” en tanto el punto de vista del narrador se sitúa desde la perspectiva de los sujetos

que se encontraban a bordo de la embarcación, de aquellos seres que forzosamente terminaban

siendo partícipes de una sórdida travesía:

En las tres ringleras de plataformas dispuestas dentro de las bodegas los culíes se

hacinaban como puercos, el aire era irrespirable por el hedor que esa multitud

infrahumana despedía, y los piojos y las ratas se multiplicaban por doquier a

medida que se agravaban el abandono y la suciedad. (87)

La historia se desarrolla pues en el ambiente cerrado, asfixiante y nauseabundo de un

barco azotado por el mal tiempo y la enfermedad tal como lo hubiera percibido y posiblemente

contado uno de los tantos pasajeros que en él se veía encerrado. Efectivamente, a medida que

avanza el cuento, el tono del mismo se vuelve más personal en tanto se focaliza en el sufrimiento

de uno de los culíes en específico, quien enfermo se retuerce y delira en su tarima, viéndose a sí

mismo muerto y a su cadáver siendo velado en la pequeña aldea de campesinos de donde había

partido (88).

Pero la trama además pone de manifiesto la burla y el desprecio que recae sobre estos

personajes, cuya apariencia física resulta ser lo suficientemente extraña como para incomodar al

resto de forma permanente. El narrador de “En alta mar” logra pues condensar en sólo una línea
Vela 133

la aversión que suscitaban ciertos rasgos y costumbres de los culíes en la mirada del otro. Al dar

cuenta del primer brote de rebelión que se produjo a bordo, la historia menciona que la reacción

del capitán fue arrojar a uno de los culíes al agua “[…] para demostrar a aquellos hombres de tez

amarilla y ridículas coletas quién era el que mandaba en el barco” (87).

Son pues las ridículas coletas 61 la imagen que más llama la atención de esta frase,

aquellas “luengas trenzas” que volveremos a citar más adelante, puesto que deja entrever que los

chinos, además de ser considerados una raza inferior, eran percibidos como seres afeminados. La

narración opone de ese modo esta imagen femenina de los culíes, posiblemente agravada por su

delgada contextura, a la rudeza y robustez como parte de los estereotipos presentes en la imagen

de todo capitán de barco.

En este escenario enmarcado literalmente por la opresión y la muerte, el narrador es a su

vez consciente del tipo de intereses que se encontraban detrás de aquel tránsito ultramarino y por

ende, de que el futuro de los culíes se anunciaba aún más sombrío:

El Luisa Canevaro se dirigía a todo vapor hacia su puerto de destino, donde los

dueños de las grandes haciendas, los administradores de las islas guaneras y los

constructores de los ferrocarriles aguardaban con impaciencia la llegada de las

nuevas manos de obra. El hombre que deliraba esperaba poder morir a tiempo,

antes de que el barco atracase. (90)

Una nueva oposición se produce entonces entre los grupos en el poder, quienes

sumamente ansiosos aguardaban la llegada de los codiciados “brazos”, y el chino culí que

también sumamente ansioso se encuentra a la espera, pero de la muerte. Lo genuino de esta

historia es que el narrador no llega a revelar cuál de los dos personajes es el que muere: el culí

61
La figura 24 muestra una fotografía de un chino recién llegado que lleva la coleta tradicional.
Vela 134

del Luisa Canevaro o el refugiado del junco. La voz narrativa se limita pues a informar que

ambas embarcaciones llegaron finalmente a puerto, que sólo uno de los hombres sobrevivió y

que deja a criterio del lector decidir cuál de los dos fue el “feliz sobreviviente” (91). ¿Feliz

sobreviviente? Sobreviviente quizás, pero feliz imposible. Como veremos en breve, el trabajo

que le esperaba en las haciendas, reservorios de guano y construcción de ferrocarriles iría a

constituir en sí un verdadero martirio.

Bajo estas circunstancias, si bien no se sitúa en el territorio de la explotación misma, el

cuento “En alta mar” emerge como una suerte de antesala, como un espacio suspendido en el

tiempo, como un periodo entre paréntesis en donde se sitúa el grupo de orientales que va camino

a convertirse en semi-esclavo, camino a adquirir el estatus de raza inferior en la sociedad que se

divisa como su punto de destino.

En efecto, una vez estando ya en tierra, así como sucediera tres siglos atrás durante el

tráfico de esclavos negros, los chinos eran pues sometidos a una minuciosa inspección antes de

procederse a su venta, en donde eran evaluados según su porte y corpulencia, como objetos al fin

y al cabo. Stewart señala al respecto un artículo del diario South Pacific Times de mayo de 1873:

It seems to be the correct thing to squeeze the coolie’s biceps, give him a pinch or

two in the region of the ribs, and then twist him around like a top so as to get a

good glance at his physique generally. There is often a look of bewilderment on

the Chinaman’s face whilst undergoing this process – that is to say as far as his

Mongolian features are capable of expressing such emotion. But it is not always

so, for there are some smart perky coolies who are only anxious to show off their

points – especially if some companion has just been selected and told to stand on
Vela 135

one side […] John is sometimes very decided, and often gains his point by dint of

Celestial eloquence and signs. (81)

Las alusiones iniciales al carácter afable de estos recién llegados son pues nuevamente

muy similares a las que en su momento se hicieran de los negros. Así como se cuenta que el

primer negro rompió a reír ante el asombro de los indígenas por su oscuro color de piel, este

pasaje destaca la supuesta gracia, soltura y temperamento ameno que mostraba el chino culí

mientras era examinado. Sin embargo, esta amable descripción revela a su vez la

condescendencia con que los chinos eran tratados, como si fuesen una suerte de criaturas

inferiores de grandiosa elocuencia. Por otro lado, mientras algunos chinos eran llevados por sus

dueños directamente a sus lugares de trabajo, otros eran comprados para ser revendidos y por

ende, anunciados en los periódicos como mercancía “recién desembarcada” y en la mayoría de

los casos, como “modelos de buena salud” (81).

La presencia de estos orientales en las inmediaciones del puerto del Callao modificó

pues la configuración racial del espacio urbano. Debe señalarse que estos chinos que eran

trasladados a la intemperie a sus centros de trabajo, lejos de despertar temor o rechazo entre los

residentes limeños, suscitaban más bien curiosidad y daban pie a una serie de bromas. Como

atestigua Juan de Arona, seudónimo de Pedro Paz Soldán y Unanue:

Era curioso ver desfilar por las calles de Lima esas hileras de hombres extraños,

de piel amarilla, de ropa suelta, y en quienes lo más saltante era la luenga trenza

prendida de la nuca, las facciones, la lengua que hablaban, y el calzado de género

realzado como el coturno antiguo, por una doble y triple suela de espeso fieltro.

Los mataperros los seguían gritándoles: ¡chino Macao! apodo tomado de uno de

los puertos de procedencia y que ha prevalecido hasta hoy. (92)


Vela 136

El tono caricaturesco con el que se hace referencia a sus rasgos físicos y peculiar

vestimenta permite deducir que el chino fue percibido como si fuese una suerte de marioneta,

una especie de títere divertido hacia el cual todo tipo de mofa podía dirigirse abiertamente. Pero

más allá de la burla inicial, ha de recordarse que apenas ponían un pie en tierra los chinos eran

inmediatamente ubicados en aquellos nuevos espacios en donde vendrían a ser víctimas de

diversas formas de explotación.

Si bien las mejores condiciones de vida se habrían encontrado en la construcción de

ferrocarriles bajo el mando de Henry Meiggs (Stewart 94), las peores condiciones de trabajo se

presentaron en las islas guaneras. Stewart las describe como infernales (94) y al respecto, hace

una referencia a Alexander James Duffield, autor de Peru in the Guano Age:

No hell has ever been conceived by the Hebrew, the Irish, the Italian, or even the

Scotch mind for appeasing the anger and satisfying the vengeance of their awful

gods, that can be equalled in the fierceness of its heat, the horror of its stink, and

the damnation of those compelled to labor there, to a deposit of Peruvian guano

when being shovelled into ships. (96)

En las haciendas, por su parte, los chinos fueron también sujetos a una serie de abusos y

castigos como el encadenamiento, los azotes, el cepo, el encierro diario en los galpones e incluso

las ejecuciones (Rodríguez Pastor, Hijos del celeste imperio 40, 61)62. En este punto, la similitud

con los maltratos infringidos hacia los esclavos negros es una vez más evidente. Sin embargo, la

gran diferencia entre los esclavos negros de la Colonia y los chinos culíes del periodo

republicano radica en que mientras los primeros nunca recibieron salario alguno y fueron

62
Pueden observarse la imagen de un chino encadenado en la figura 25.
Vela 137

propiedad de sus amos por sus vidas enteras, los últimos sí recibían un estipendio y además

llegaban contratados por un periodo de tiempo preciso, ocho años (49).

Así, cuando terminaron sus contratos, algunos ex-culíes decidieron permanecer en las

haciendas63, mientras otros se dirigieron a los centros urbanos. Si bien, como señala Rodríguez

Pastor, no hay muchas indicaciones precisas sobre los chinos que trabajaron como servidumbre

en las ciudades, al parecer tales casos no fueron pocos (Herederos del dragón 96)64. Son las

observaciones de Juan de Arona, el mismo que hiciera referencia la “luenga trenza” de los chinos

recién desembarcados, una de las fuentes más citadas respecto a la servidumbre china en la

capital del Perú de fines del siglo XIX: “Este ramo [el servicio doméstico] ha sido

completamente monopolizado por ellos, sobre todo en Lima, y es tan general, que por mi chino,

el chino, se entiende mi sirviente, el sirviente […]” (104).

Como se observa, una de las imágenes que la figura del chino evocaba en la Lima del

siglo XIX era la de súbdito. En este sentido, éste no lograba aún librarse de aquel estigma que lo

definía como sirviente y de este modo, seguía compartiendo al lado de indios y negros el estatus

de servidumbre. De igual manera, Rodríguez Pastor da a conocer las otras ocupaciones también

desprestigiadas a las cuales los chinos se dedicaron en Lima: fueron barrenderos; maniceros,

chinos que con su costalillo al hombro vendían maní tostado o confitado; e incluso, cacaneros,

63
Muchos ex–culíes permanecieron en las haciendas en calidad de enganchados o yanaconas. El
“enganche” es una forma recontrato que consiste en que el hacendado brinda al “enganchado”
una suma de dinero como adelanto de su futuro trabajo. Entonces, el “enganchado” no puede
abandonar la hacienda hasta haber saldado dicho adelanto con su trabajo. A los chinos les
convenía este sistema porque dicha cantidad inicial les permitía, al salir definitivamente de la
hacienda, abrir un pequeño negocio (Rodríguez Pastor 50-52). Los “yanaconas”, por su parte,
fueron aquellos ex-culíes que se convirtieron en arrendatarios de las tierras de cultivo (120).
64
Al respecto, Chikako Yamawaki sostiene que para finales del siglo XIX, mientras las familias
más acaudaladas tenían a su servicio cocineros franceses, los estratos medios contaban con
cocineros chinos (80).
Vela 138

chinos que recogían excrementos humanos en los barrios que no contaban con sistema de

alcantarillado, para luego venderlos a los dueños de terrenos agrícolas que los usaban como

abono (Herederos del dragón 97-99).

Sin embargo, esta asociación con el concepto de servidumbre u oficios estigmatizados no

se aplicaría a la totalidad de los miembros de la colonia china, puesto que no todos los chinos

formaron necesariamente parte del servicio doméstico de las ciudades ni todos fueron

barrenderos, maniceros ni mucho menos cacaneros. Como veremos en seguida, fue otro grupo de

chinos los que se encargaron de que su comunidad lograra despojarse de aquella mancha que la

definió a partir de su llegada en calidad de culíes.

La eliminación del estigma

Parte del propósito de este capítulo no pudo quedar mejor resumido en la frase de Wilma

Derpich, quien luego de resaltar la movilidad social del grupo en cuestión, declara: “Al menos,

quedaba claro que los chinos eran buenos caminantes y mejores comerciantes” (21). En efecto,

los chinos llegaron a constituir aquella fuerza transgresora que De Certeau identificara en la

ciudad, convirtiéndose en aquellos caminantes que se enfrentaron con éxito al espacio opresor

creado por la clase dominante. En consecuencia, los chinos fueron los únicos que pudieron

librarse del asesinato presente en el odio racial. Cabe entonces preguntarse ¿Cómo se erigieron

como buenos caminantes? o en otras palabras, ¿Qué se necesita para ser un buen caminante? A

continuación, descubriremos que para ser un buen caminante en Lima se necesita, como sugiere

la frase señalada, ser un buen comerciante. Los chinos contaron con este atributo y otros más.

En efecto, desde mediados del siglo XIX muchos de los chinos ex-culíes habían

empezado a concentrarse en las inmediaciones del Mercado Central, específicamente en la calle

Capón, en donde tras la instalación de muchos de sus negocios y viviendas, crearon un Barrio
Vela 139

Chino que existe hasta el día de hoy. Si bien se percibía una especie de animadversión por parte

de la prensa hacia dicha zona de la ciudad, la cual se dirigía principalmente hacia el callejón

Otaiza por razones de higiene y consumo de opio, debe notarse que la representación de los

chinos seguía estando definida por una mezcla de curiosidad e indulgencia. Lo anterior se deduce

de un artículo que encontrara Rodríguez Pastor en uno de los diarios de la década de 1880:

[El callejón Otaiza] Lo habitaban exclusivamente chinos, de trenzas unos y de

caminar como a saltitos, occidentalizados otros, de cierto nivel en el ambiente en

que se desplazaban. En el citado callejón eran frecuentes los desórdenes del juego

de envite, por lo que el comisario del cuartel 2do. tenía que intervenir

enérgicamente en resguardo del orden y moralidad públicos […] Evacuaron un

valioso informe que nos presenta un submundo de zahúrdas, cuartitos, pocilgas

[…] cochambre y mugre, pero, sobre todo, opio tras los biombos, opio a

discreción. (Hijos del celeste imperio 221)

Como se observa, décadas después del inicial arribo de los culíes al puerto del Callao, el

imaginario limeño aún mantenía una aproximación similar a la de Arona respecto a estos

personajes. En este sentido, aunque algunos chinos en Lima podían ser considerados agentes de

suciedad y vicio, estos seguían siendo retratados de forma un tanto amena, como personajes

inquietos, un tanto pueriles y de movimientos corporales divertidos. De hecho, esos “saltitos” al

caminar por el espacio urbano podrían haber emergido ante los limeños de manera

extremadamente simpática.

El opio, por su parte, constituía un tema ambivalente. El mismo autor indica que si bien

su consumo era discutido en distintos tonos por los diarios limeños, en el siglo XIX su

importación era legal e incluso publicitada en esos mismos diarios (Herederos del dragón 152).
Vela 140

La prohibición del opio se daría recién a comienzos del siglo XX, momento que además

coincidiría con la referencia a “yinkéns” o fumaderos de opio en la creación artística y literaria

peruana (Hijos del celeste imperio 214-15) 65 . Al respecto, podemos deducir que como toda

sustancia prohibida, el opio habría de haber generado más que oprobio, atracción. De esta

manera, habría sido percibido más como una especie de excentricidad por parte de los grupos

bohemios e intelectuales, y no tanto como un motivo de condena a la presencia de la comunidad

china en la capital.

Retornemos ahora al tema de los comerciantes. Debe subrayarse que además de aquellos

ex–culíes que se instalaban en los alrededores del Mercado Central, empezaron a llegar durante

la segunda mitad del siglo XIX empresarios adinerados chinos, quienes venían motivados por la

intensificación que experimentaba el comercio entre Perú y China, y una vez en territorio

peruano se dedicaban a la industria, agricultura, finanzas, así como al establecimiento de

compañías de seguros y empresas navieras (Herederos del dragón 60) 66 . Debe también

considerarse que esta nueva presencia china en el Perú se vio acompañada de reiteradas visitas

por parte de diplomáticos del Celeste Imperio, quienes eran recibidos con toda la pompa del caso

por las autoridades peruanas, al mismo tiempo que se encargaban de realizar donaciones a sus

compatriotas (156, 167)67.

65
Rodríguez Pastor menciona el vals Sueños de opio del músico criollo Felipe Pinglo Alva y la
novela Duque (1934) de José Diez Canseco (Hijos del celeste imperio 215). El autor olvida a
Cesar Vallejo, quien en “Cera” narra también la experiencia en estos fumaderos.
66
Estos nuevos inmigrantes llegaron incluso a formar una compañía marítima que viajaba a su
país (Rodríguez Pastor, Herederos del dragón 60). El listado de nombres y fotografías de estos
exitosos empresarios aparece en el álbum que la colonia China publicara en 1924. Una
recopilación de estas imágenes se puede encontrar en el libro de Wilma Derpich.
67
La figura 27 muestra imágenes de una de las posteriores visitas oficiales de diplomáticos
chinos al Perú: el ministro plenipotenciario de la China, Wu Ting Fan, junto a Leguía.
Vela 141

En este escenario favorable para la entonces única presencia oriental en el Perú, se inicia

la inmigración japonesa en 1899. Detrás de este movimiento migratorio se encontraban los

intereses del poderoso sector agro-exportador, quienes bajo el liderazgo de Augusto B. Leguía68,

hicieron esta empresa posible (Gardiner 23). Además de ser una inmigración regulada que no

presentó las características aciagas del tráfico de culíes69, los japoneses contaron con la ventaja

de llegar con contratos de trabajo de corta duración; estos eran solamente de dos años y en

muchos casos fueron reducidos a seis meses. Al igual que lo hicieran sus pares chinos, una vez

que culminaban sus contratos, muchos japoneses se dirigían a las ciudades para dedicarse a los

negocios (Morimoto 52).

Isabelle Lausent-Herrera señala que mientras en 1910 la principal representante de las

comunidades asiáticas seguía siendo la colonia china (de una población limeña de cerca de

173,000 habitantes, 7,000 eran chinos y sólo 1,000 japoneses), para 1920 esta situación se vería

invertida: la comunidad china había disminuido en cerca de la mitad, mientras que la japonesa se

había cuadriplicado, ascendiendo a 3,818 habitantes en Lima y 4,622 si se contaba Lima y Callao

(36). Esta población seguiría creciendo puesto que si bien en 1923 la inmigración japonesa llega

a su fin (la importación de mano de obra ya no era necesaria, puesto que para ese entonces el

“enganche” de serranos era ya una práctica generalizada), en 1924 empieza el periodo de

68
En aquel entonces, Augusto B. Leguía era gerente general de la British Sugar Company y un
personaje muy influyente en los círculos financieros y políticos peruanos. Fue él quien se puso
en contacto con Teikichi Tanaka, oficial de la Compañía de Inmigración Japonesa Morioka y a
quien había conocido en Estados Unidos, para facilitar la llegada de japoneses destinados a
trabajar en los cultivos de azúcar y algodón de las haciendas de la costa (Gardiner 23, Fukumoto
118).
69
Los japoneses llegaron al Perú por voluntad propia, animados por el gobierno de su país que
promovía la inmigración para controlar la sobrepoblación en el Japón (Morimoto 51).
Vela 142

inmigración “por llamado”, en el cual llegan japoneses para ayudar en los negocios a sus

familiares o conocidos en el Perú (Morimoto 87-91).

Esta expansión de la presencia japonesa a lo largo de la urbe se vio manifestada también

en el esparcimiento de sus negocios. Así, para 1910, sólo una década después de que arribara al

Perú el primer barco de origen nipón, el número de propietarios japoneses empezó a ir en

aumento, llegando a monopolizar algunos rubros como el de las peluquerías (Gardiner 62)70. De

otro lado, a finales de dicha década, así como ocurriera en el caso de la colonia china,

empezarían a llegar firmas comerciales japonesas a Lima, dedicadas a la importación de artículos

japoneses y a la exportación de algodón, minerales y lanas peruanas (Morimoto 93).

Como era de esperarse, la rápida proliferación de negocios de dueños japoneses en las

primeras décadas del siglo XX no despertaba el menor agrado en sus competidores limeños. Tal

multiplicación de establecimientos comerciales era para ellos un fenómeno casi imposible de

creer. ¿Cómo obtenía esta comunidad extranjera el capital para iniciar sus empresas? ¿Cómo

alcanzaban y mantenían el éxito económico? ¿Acaso por algún atributo oriental en especial?

Evidentemente no, porque considerar tal capacidad lucrativa como consecuencia de su raza sería

caer en uno de los estereotipos, positivos en este caso pero generalizaciones al fin y al cabo, que

en el contexto limeño se instalan alrededor de la figura de estos personajes.

Como señalamos al inicio del capítulo, sin ánimos de poner en duda la habilidad de los

orientales para los negocios, debemos tener presente que el éxito económico que caracterizó a

ambas comunidades radicaba principalmente en los particulares sistemas de préstamos que se

facilitaban entre sí. Rodríguez Pastor hace una breve mención a las formas de ayuda que se

70
En la figura 28 puede apreciarse una imagen de japoneses dueños de bodegas.
Vela 143

propiciaban los chinos (Hijos del celeste imperio 227), las cuales se aprecian también en algunos

cuentos de Siu Kam Wen71.

Los japoneses, por su parte, pusieron en práctica un sistema de ayuda de origen nipón: el

pandero o tanomoshi. Éste era una costumbre japonesa que consistía en el aporte de una cantidad

fija de dinero cada cierto tiempo por parte de los miembros de un grupo, la que luego por sorteo

o solicitud era entregada en su totalidad a uno de ellos. El grupo se seguía entonces reuniendo y

aportando la cantidad respectiva, pero el miembro que se había beneficiado con el total debía

agregar un interés en sus cuotas siguientes. Eventualmente, todos y cada uno de los miembros se

veían beneficiados, obteniendo un monto mayor el que fuera premiado al final pues los intereses

de los ganadores previos se iban acumulando (Morimoto 89)72. Por medio del tanomoshi los

japoneses no sólo lograron adquirir establecimientos comerciales, sino también ofrecer

descuentos y liquidaciones nunca antes vistos en los negocios de la capital y por ende,

posicionarse como líderes de ventas 73 (Gardiner 65).

Dadas las circunstancias, si bien estas estrategias comerciales causaban un fuerte recelo

en los negociantes limeños, las mismas habrían de haber generado un gran entusiasmo entre los

consumidores, puesto que eran ellos quienes veían favorecidos sus bolsillos. ¿Cómo no iban a ser

aceptados pues los orientales en Lima si sus locales ofrecían productos a precios muy cómodos?

71
Por ejemplo en “La conversión de Uei-Kong”, el narrador indica: “Entre los chinos – excepto,
por supuesto, a aquellos que viven de una u otra forma de la usura – es práctica común dar dinero
en préstamo sin exigir a cambio garantías, ni hacerse firmar letras u otros engorrosos
documentos de respaldo. El prestador obra en estos casos únicamente en base a la confianza
[…]” (79).
72
Debe mencionarse que tanto el “pandero” como la “timba” (juego de azar chino) son en la
actualidad pasatiempos con los que se entretienen las clases altas capitalinas.
73
La figura 29 nos muestra una imagen de los negocios de dueños japoneses, ofreciendo
descuentos y liquidaciones. 
Vela 144

Asimismo, esta vasta presencia asiática en el sector comercial peruano fue uno de los factores

que contribuyó a que estos pudieran librarse de aquel estigma que en el pasado los definía como

raza inferior. En efecto, estas tiendas que empezaban a multiplicarse rápidamente por todo Lima

fueron muestra de cómo el oriental no sólo logró liberarse de las duras imposiciones del trabajo

físico que se vio obligado a realizar en un principio, sino además de aquel estigma que los

relegaba a los lugares más bajos de escala social. Así, la imagen del oriental como comerciante

reemplazó pues a la de aquel exótico personaje de larga trenza, que tras ser inspeccionado y

vendido en el puerto, trabajaba en calidad de semi-esclavo en las haciendas, en la construcción

de ferrocarriles y en la extracción de guano. La imagen del oriental como raza súbdita terminó

por desaparecer del imaginario limeño.

Debemos además tener en cuenta que si un grupo logra ascender en la pirámide social, o

como se dice coloquialmente “surgir” en sociedad, es debido a que alguien se lo permite y

porque precisamente a ese alguien le conviene dicho surgimiento. En este caso, a alguien muy

importante le convenía que los orientales, japoneses sobre todo, siguieran participando en las

actividades comerciales y que tal injerencia no se redujera al ámbito minorista sino que incluso

se ampliara al sector exterior. Ese alguien era Augusto B. Leguía, quien ya como mandatario del

Oncenio abrió las puertas del Perú al Japón.

Se dieron pues las condiciones propicias para que a lo largo de la década de 1920 lo

oriental adquiriera un prestigio nunca antes visto en Lima y para que la ciudad empezara a contar

con la presencia de personajes públicos, poderosos y sofisticados de origen nipón. Basta recordar

el incidente mencionado en el segundo capítulo durante la ceremonia de colocación de la primera

piedra al monumento a Manco Cápac, para constatar que las autoridades japonesas eran honradas
Vela 145

en eventos públicos junto al mandatario. Como se observa, los orientales pudieron desplazarse

libremente por la urbe, dado que su dinero contribuía a la configuración de la ciudad ideal.

Al respecto, cabe prestar especial atención a otro de estos personajes japoneses en el

entorno limeño, en tanto llegó a convertirse en una suerte de ícono. Thorndike hace referencia a

la figura de Miyoko, esposa del embajador japonés, de quien incluso se rumoreaba que ejercía

una fuerte atracción en el propio mandatario (42). Más allá de que este hecho no parecía

preocuparle a nadie (se pensaba que aquello no podía ser más que una simple admiración por

parte del sexagenario Leguía), debe enfatizarse que Miyoko resultaba atractiva para la ciudad de

Lima en general. Era pues una dama encantadora y moderna que se desplazaba por los círculos

diplomáticos con desenvoltura y fue además la primera mujer que manejó en público en la

ciudad. La notoria influencia que Miyoko ejerciera llegó al punto de verse reflejada en la moda,

puesto que las limeñas de los años 20 empezaron a vestirse con kimonos y a llevar abanicos de

seda en eventos sociales (43)74.

En base a lo señalado, podemos observar que si bien el dinero obtenido a través de sus

negocios fue, a todas luces, un factor determinante en la aceptación y respeto que eventualmente

irían a obtener los orientales por parte de la sociedad limeña, el poder adquisitivo no fue el único

elemento que participó en la formación de su prestigio. Los orientales como grupo contaron

además con la fortuna de recibir el apoyo y reconocimiento de parte de una clase dirigente que,

debido a sus propios intereses, no dudó en darles la bienvenida abiertamente y permitió su

ingreso a las altas esferas y espacios exclusivos sociedad capitalina. Como mencionamos en

párrafos anteriores, si un grupo llega a ascender en la escala social es porque ese ascenso le

favorece a alguien que ostenta poder en dicha sociedad.

74
Las figuras 30 y 31 presentan imágenes de Leguía acompañado de autoridades niponas y de
Miyoko, así como de damas limeñas vestidas con kimonos.
Vela 146

¿Qué pasa entonces cuando ese alguien pierde repentinamente el poder? No es novedad

establecer que cuando todo poderoso cae, sus partidarios y protegidos caen con él. Tal fue el

escenario que de pronto tuvieron que enfrentar los japoneses con el fin de la Patria Nueva. Como

veremos a continuación, a partir de la caída de Leguía en 1930 los japoneses tuvieron que decirle

adiós temporalmente a la influencia y poderío que habían logrado forjar hasta el momento.

¿El racismo contraataca?

La llegada de los años 30 significó para los japoneses el fin del prestigio y del poder que

habían formado en su corta estadía en el Perú. Las circunstancias favorables hacia esta

comunidad cambiarían drásticamente, puesto que al dejar de contar de un momento a otro con el

resguardo que le brindara la clase política, se establecieron diversas medidas en su contra.

Los japoneses no sólo se vieron afectados por los decretos que promulgara el general

Luis Sánchez Cerro (1931-1933), sucesor y enemigo radical del Oncenio, para restringir la

inmigración y actividades de los extranjeros, sino que incluso se les culpó de la masiva

desocupación que fuera a generarse a partir de la crisis internacional de 1929 (Morimoto 98). Su

situación empeoraría en 1936, cuando la Sociedad Nacional de Industrias, presagiando que los

productos japoneses irían a afectar seriamente a sus negocios, demandó al gobierno del general

Óscar Benavides (1933-1939) una serie de medidas proteccionistas, las cuales terminaron

materializándose en la limitación del número de japoneses en territorio peruano y en la

paralización de los procesos de naturalización de los mismos (99)75.

Debe recalcarse que el clima adverso hacia la comunidad nipona se vio también

acentuado por el conflicto internacional que iría a desestabilizar al mundo a finales de la década

75
El decreto de 1936 limitaba a 16,000 el número de ciudadanos extranjeros. Ante este hecho, la
embajada japonesa buscó que la comunidad pareciera numéricamente menor de lo que en
realidad era. Señaló que sólo eran 13,031 cuando un año antes se había anunciado que eran más
de 21,000 (Lausent-Herrera 36).
Vela 147

del 30: la Segunda Guerra Mundial. En este contexto, y dado que al Partido Aprista le convenía

generar movilizaciones a lo largo de la ciudad, llevó a cabo una campaña sucia en contra de la

comunidad nipona. Así, en mayo de 1940 empezó a propagarse en Lima el rumor de que los

comerciantes japoneses eran en realidad militares encubiertos que escondían arsenales en sus

trastiendas con la intención de tomarse el país. Debido a ello, se desató en las calles una ola de

violencia que culminó en los saqueos masivos a los negocios de propietarios japoneses, en donde

más de 500 locales fueron destruidos76 (Thorndike 63-65).

Pero lo peor estaba aún por venir. Cuando Japón atacó Pearl Harbor en diciembre de

1941, el gobierno peruano de Manuel Prado Ugarteche (1939-1945) se declaró a favor de los

aliados. En consecuencia, se clausuraron asociaciones y escuelas japonesas y se dio inicio a la

deportación indiscriminada de miembros de esta comunidad a campos de concentración en los

Estados Unidos77.

En las circunstancias señaladas, si bien las investigaciones sobre la inmigración japonesa

en el Perú consideran a estos hechos como ejemplos de un abierto racismo hacia la colonia

nipona ¿nos encontramos realmente frente a acciones impulsadas por un discurso racista? A

simple vista, podría parecer que la restricción del número de inmigrantes decretada en 1936 fue,

efectivamente, una medida de este tipo. Sin embargo, si prestamos atención a los verdaderos de

motivos de la implementación de dichas leyes nos encontramos ante un escenario totalmente

distinto.

76
Se pueden observar los daños ocasionados a los locales japoneses tras el saqueo de mayo de
1940 en la figura 32.
77
En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, se clausuraron las 32 escuelas japonesas que
hasta ese momento existían (Gardiner 89); y de 1942 a 1945 fueron deportados más de 1,500
miembros de la comunidad nipona (Fukumoto 249). 
Vela 148

En realidad, esta prohibición no estuvo basada en su supuesta inferioridad racial, sino en

la potencial amenaza que en términos monetarios constituían los japoneses para ciertos grupos de

poder económico. En otras palabras, los decretos promulgados para restringir su presencia se

orientaron obviamente a neutralizarlos y desaparecerlos mas no como raza, sino como fuertes

competidores en el mercado. Como era de esperarse, si bien los pequeños empresarios y

comerciantes minoristas peruanos habían mostrado mucho antes antipatía hacia sus rivales

orientales, fue recién cuando la prosperidad de estos últimos empezó a alarmar al poderoso

sector industrial que se tomaron cartas en el asunto.

Es relevante además que esta suerte de rechazo institucionalizado hacia los japoneses no

tuviera precedentes en el caso de los indios y negros. De hecho, el desprecio hacia estos

personajes, si bien extendido a lo largo de toda la urbe, nunca había sido (ni lo ha sido hasta el

momento) respaldado por ninguna ley o política abiertamente discriminatoria; y mucho menos en

el caso del indio, figura tantas veces reivindicada en teoría durante las primeras décadas del siglo

XX. ¿Por qué se habrían “librado” indios y negros de este tipo de acciones? Sencillamente

porque estos grupos, a diferencia de los orientales, no detentaban ningún tipo de poder

económico ni constituían una amenaza para el sector industrial peruano.

Los hechos ocurridos en torno a la Segunda Guerra Mundial tampoco deben ser

interpretados como ejemplos concretos de un racismo dirigido hacia un grupo considerado

subalterno, sino como medidas represivas en torno a un enemigo en guerra. A los japoneses no se

les estaba atacando por su apariencia oriental, tampoco se les estaba recordando

permanentemente su naturaleza inferior, ni muchos menos se les gritaba “¡japonés!” por las

calles para expulsarlos de un recinto público o ponerlos en su sitio.


Vela 149

El Perú decidió cerrarle sus puertas debido a que Estados Unidos declaraba a su nación

de origen como uno de sus principales adversarios en el mundo. En este sentido, si el Japón no se

hubiera aliado a Alemania e Italia en el mayor conflicto bélico del siglo XX, la comunidad

nipona en el Perú no se habría visto afectada con el cierre de sus instituciones, ni mucho menos

hubiera tenido que enfrentar la inminente deportación. Como es de suponerse, los japoneses

empezarían a recuperar su prestigio de antaño luego de que el contexto internacional se lo

permitiera, es decir tras el término de la Segunda Guerra Mundial en 1945.

De otro lado, debemos aclarar que la colonia china nunca se vio afectada por el rechazo

que sufrieron sus pares orientales, y que junto a ellos, fueron consolidando la imagen favorable

de los “chinos” que a partir de mediados de siglo XX se instalaría en el imaginario limeño de

forma permanente. Así, cuando se produjeron las migraciones masivas hacia la ciudad de Lima

en la década de 1950 y el racismo empezó a dirigirse hacia esos cholos que deslucían las calles

de la urbe, los orientales disfrutaban de la aceptación e incorporación a la sociedad peruana.

Examinemos ahora aquellos mecanismos que facilitaron su inclusión social y la eliminación

definitiva del estigma racial que alguna vez recayó sobre ellos.

La (re)construcción de una imagen favorable

Construir o reconstruir una imagen positiva no fue una tarea de mucha dificultad para las

colonias orientales, debido a que tuvieron a su disposición una serie de instituciones avocadas a

dicho propósito, las cuales eran además organismos que en Lima ofrecían el amparo inicial y la

orientación necesaria por parte de sus connacionales con más experiencia. Por ejemplo, la

Beneficencia China, que existía desde 1883, surgió debido a que los chinos adinerados deseaban

ayudar a aquellos ex-culíes que se hallaban en condiciones precarias (Rodríguez Pastor, Hijos del

celeste imperio 143-44). Asimismo, los japoneses contaron desde 1917 con la Sociedad Central
Vela 150

Japonesa (Fukumoto 208), y con una serie de asociaciones gremiales que reiniciaron sus

actividades después de concluida la Segunda Guerra Mundial (Morimoto 148)78.

Los orientales recibieron a su vez el apoyo y asesoramiento de las instituciones y

autoridades de su país de origen radicadas en el Perú. Efectivamente, fue la propia embajada

china la que en 1885 organizó fiestas exclusivas para cambiar la percepción negativa de sus

restaurantes, puesto que en ese entonces corría el rumor en Lima de que los chinos comían gatos,

perros, ratas e insectos (Yamawaki 80-81). De igual modo, cuando empezó a manifestarse el

sentimiento anti-japonés en los años 30, fue su cancillería la que se encargó de auspiciar

elegantes reuniones y fundar la Asociación Cultural Peruano Japonesa, con el objetivo de

difundir su cultura y fomentar las relaciones amistosas entre ambas naciones (Fukumoto 241).

Es posible que estas iniciativas hubieran ido paulatinamente sentando las bases para la

consolidación de una idea favorable de los orientales en el imaginario limeño, pero en definitiva,

uno de los ámbitos en donde fueron ganado terreno, sobre todo los chinos, tanto a nivel real

como simbólico en el espacio de la urbe, fue en la proliferación de sus negocios. Como señala

Yamawaki, es a partir de los años 30 que empieza a filtrarse la expresión “el chino de la esquina”

en el discurso cotidiano limeño para indicar la presencia de tiendas de propietarios chinos en

cada arista de la ciudad (92)79. Las tiendas de abarrotes no serían los únicos locales chinos que

empezarían a expandirse a lo largo de la urbe, puesto que durante la década de 1940, se

78
Gardiner señala que en 1938 llegaron a existir 13 tipos de asociaciones japonesas, las que de
acuerdo al rubro de negocio incluían peluqueros, comerciantes, dueños de bazares, cafés y
restaurantes, panaderos, choferes y ambulantes, entre otros (64).
79
Hasta la década de 1920, cuando se hablaba en Lima de bodegas, pulperías y chinganas se
pensaba automáticamente en inmigrantes italianos. La frase posteriormente destinada a los
orientales proviene de ellos, dado que hasta aquel entonces se solía decir en Lima, “el italiano de
la esquina” (Yamawaki 82).
Vela 151

multiplicarían en Lima los restaurantes de comida china o “chifas” 80 , inaugurándose incluso

algunos muy lujosos (81-83).

Otro de los casos concretos que en la segunda mitad del siglo XX permitió el

fortalecimiento de la imagen positiva de los orientales, esta vez de la comunidad nipona, fue el

fenómeno que los economistas internacionales denominaron el “milagro japonés”. En efecto,

después de la Segunda Guerra Mundial el Japón empezó a recuperarse a una velocidad

impresionante y por lo tanto, la clase dirigente peruana consideró más que oportuno fomentar la

inversión de industriales japoneses, así como impulsar el ingreso del capital y know how japonés

al país (Gardiner 95-98)81.

Una vez más, a alguien le convenía que el Perú volviese a abrir sus puertas a los hijos del

sol naciente y una vez más, ese alguien era el grupo en el poder. En este contexto, así como a lo

largo del Oncenio era frecuente ver a distintas figuras japonesas departiendo con las élites

limeñas, durante los años 60 las calles de la ciudad de Lima volvieron a contar con la presencia

de personajes importantes de origen nipón82.

Hemos entonces observado que además de haber prosperado económicamente, de

haberse organizado a nivel institucional, de haber obtenido la guía y el apoyo de parte de sus

autoridades en suelo peruano y de haber conseguido en ciertos momentos el apoyo de la clase

política, los orientales tuvieron (y tienen) como referente a naciones en el extranjero, cuyo

80
El término “chifa” tiene probablemente su origen en la expresión cantonesa chi fan que
significa “vamos a comer” (82).
81
Durante los años 60, la JETRO, Japan External Trade Organization, empezó a participar en las
ferias en Lima exhibiendo productos de diversa índole, incluyendo poderosas maquinarias
(Lausent-Herrera 53). Tales años fueron también testigos de la activa participación de las
compañías japonesas Nissan y Toyota en el ensamblaje de autos (Fukumoto 294).
82
La figura 33 muestra una fotografía en donde aparecen los príncipes herederos del Japón junto
al entonces presidente Fernando Belaúnde Terry (1963-1968).
Vela 152

prestigio internacional fue determinante al momento de forjar un retrato honorable de sí mismos.

Fueron pues estos factores en conjunto los que hicieron posible que la comunidad oriental

“surgiera” en sociedad y no una superioridad racial en comparación a indígenas o negros.

De esta manera, contrario a lo vaticinado por algunos, la raza asiática no desapareció83.

En este sentido, aquel periodista referido por Rodríguez Pastor que a finales del siglo XIX se

lamentaba de la presencia china en el país, se habría llevado una gran sorpresa de haber

presenciado en el futuro:

Ya podemos resignarnos los peruanos a tener que hablar el chino dentro del

tiempo que hemos fijado más arriba [veinticinco o treinta años], a que el

Presidente de la República, si la República subsiste en las condiciones sociales

que va preparando y que consumará esa raza, sea un chino así como los ministros

y altos funcionarios […] Así, ya podemos hacer el corazón, como suele decirse, a

ver casadas nuestras hijas con chinos, a tener nietos de una fealdad y de un

raquitismo repugnante, de instintos perversos, de una moral y costumbres

disolutas. (Hijos del celeste imperio 225)

Aunque en el Perú nunca se llegó a hablar en chino, muchos de los miedos del autor

decimonónico sí llegaron a materializarse. Efectivamente, pese a que estuvo un poco errado en

sus cálculos de tiempo, los descendientes de los orientales llegaron eventualmente a ocupar

cargos públicos, e incluso un peruano-japonés, en cuya campaña política se haría llamar “el

chino”, llegó a ocupar la presidencia del país casi un siglo después. De igual modo, chinos y

japoneses terminaron casándose con peruanos, siendo tales uniones hasta el día de hoy mucho

83
En 1899, Clemente Palma sostenía: “La raza china, cuya acción es pequeñísima en la
sociabilidad de nuestras razas, también está llamada a desaparecer por inadaptación o por
expulsión gubernativa, cuando haya el convencimiento de los perniciosos efectos que esta raza
degenerada, viciosa y sucia puedan ocasionar en la vida de nuestro pueblo” (36).
Vela 153

mejores vistas que contraer nupcias con negros o cholos. Veamos ahora cómo un cuento de Siu

Kam Wen pone de manifiesto este ascenso social, a través de la apropiación de distintos espacios

que los chinos lograron llevar a cabo en la ciudad de Lima.

El “chino” más allá de las esquinas: el libre desplazamiento de los orientales en la urbe

A comienzos de este capítulo, nos avocamos al relato “En alta mar” de Siu Kam Wen con

la finalidad de examinar uno de los primeros escenarios en donde se ubicaron aquellos chinos

que llegaron a las costas peruanas como súbitos, pasando automáticamente a componer el

conjunto de razas inferiores del Perú del siglo XIX. Luego, ingresamos tanto en los pormenores

de la historia de su inmigración como en la de sus pares japoneses, para así observar cómo con el

paso del tiempo los orientales lograron librarse del asesinato literal y metafórico del discurso

racista tan presente en la ciudad capital.

Siendo conscientes de que la historia se filtra inevitablemente en la literatura, la revisión

histórica recién expuesta actúa como el referente preciso para situar el escenario de otro de los

cuentos de Siu Kam Wen. En otras palabras, el relato “El tramo final” no hubiera sido posible si

no fuera por el cambio de estatus de los orientales que se aprecia en el contexto histórico

señalado. De este modo, del sufrimiento de los culíes narrado “En alta mar” no queda nada. “El

tramo final” nos sitúa pues más de cien años después de que los barcos repletos de chinos

anclaran por primera vez en el litoral peruano, una vez que la comunidad china lograra amasar

respetables sumas de dinero, luego de que sus miembros se mezclaran con miembros de la

sociedad capitalina, y después de que lograran tomar posesión no sólo de las esquinas sino

además de los vecindarios más cotizados de la urbe.


Vela 154

Este cuento de Siu Kam Wen narra la historia de lou 84 Chen, dueño de una flota de

microbuses y usurero, que tras haber amasado sus primeros quince millones, hace construir una

mansión en el barrio de Monterrico y se muda a ella con su esposa peruana, sus dos hijos y su

madre anciana, Ah-po85. Esta última destaca en la trama en tanto es el único personaje que se

resiste al cambio. La abuela no encaja en aquel estilo de vida occidental al que rápidamente se

adaptan su hijo y sus nietos, y añora a tal punto la vida entre miembros de la comunidad china

que decide regresar a la vieja casona situada en El Rímac, para hacerle compañía a su otro hijo,

el hijo que no pudo prosperar económicamente. Allí, sin los lujos que podría permitirse en la

mansión de Monterrico, Ah-po disfruta de una vejez tranquila. Sus días transcurren

pausadamente, mientras departe con otros chinos ancianos un pasado en común localizado en los

campos y arrozales de China. Una tarde, sin embargo, cuando emprende una caminata para hacer

las compras, Ah-po es atropellada y muere, mirando borrosamente el campanario de la iglesia

San Francisco de Paula.

Para propósitos de nuestro tema, más allá de los últimos momentos de existencia, de

aquel “tramo final” de vida de la madre de lou Chen y de las implicaciones que puedan estar

presentes en dicha historia (la incomunicación, la falta de adaptación, la resistencia pasiva al

cambio, entre otros), concluiremos este capítulo concentrándonos en la ubicación de los chinos

en la escala social y en el espacio urbano, en la otra especie de “tramo final” que emerge de la

narrativa: la última etapa de los chinos en la sociedad limeña, fase en la cual ellos no sólo se

instalan en exclusivos vecindarios sino que, a paso firme, se dirigen a la cúpula de jerarquía

social.

84
“El viejo Chen”; la palabra Lou significa “viejo” y se usa en términos afectivos.
85
Ah-po significa “abuela”.
Vela 155

Efectivamente, el ascenso social de la familia china que protagoniza el cuento de Siu

Kam Wen no se manifiesta en un insustancial cambio de estatus. Por el contrario, sus vidas se

ven transformadas de modo radical, en tanto logran abandonar los distritos populares en donde

aún vivían algunos miembros de su colonia, y emergen como fundadores de uno de los nacientes

barrios residenciales del este de la ciudad. Como se aprecia, la mudanza no fue pensada teniendo

como mira cualquier barrio limeño, sino que se orientó desde un principio hacia el mejor distrito

de la urbe. Los miembros de la familia de lou Chen no se trasladaron siquiera a los

tradicionalmente respetados vecindarios de Miraflores o San Isidro, sino que apuntaron incluso

más alto y edificaron su nuevo hogar en la prestigiosa zona de Monterrico.

Como puede observarse, los personajes de este cuento “migraron” de un punto de la

ciudad a otro y lo hicieron sin que nadie se los impidiese. Se desplazaron a lo largo del espacio

urbano, cruzando los diversos tipos de fronteras físicas, sociales y raciales que podrían haber

surgido en su camino. Pero para ese entonces, los chinos no tenían por qué preocuparse por este

tipo de disyuntivas, ya que como vimos anteriormente, la aceptación social que empezaban a

recibir como grupo (aceptación basada en un estereotipo que los definía como seres respetables)

los hacía inmunes ante cualquier tipo de discriminación. Nos encontramos pues en un momento

en el cual el hecho de que un chino se mudara a Monterrico no presentaba para los futuros

vecinos un mayor inconveniente.

En este proceso de migración al interior de la urbe, los quince millones acumulados por

lou Chen tuvieron un rol preponderante, en tanto fueron los que determinaron la opulencia con

que fue diseñada la nueva vivienda: “La nueva casa ocupaba un área total de setecientos metros

cuadrados y comprendía dos plantas, un amplio jardín delantero y otro trasero, donde estaba

ubicada la piscina” (27). ¡Quién se hubiera imaginado que la alguna vez despreciada “raza
Vela 156

amarilla” iba a darse el lujo de tener una piscina en su propia casa! Pero ahora, en este nuevo

contexto, un hecho como el señalado no sorprende ni ofende, puesto que el imaginario limeño ha

aceptado la ascensión de los chinos en la escala social como natural y genuina.

Fueron esos quince millones los que además permitieron que la familia china pudiera

disfrutar de un acomodado estilo de vida. Así, mientras el protagonista de una de las obras

analizadas en el segundo capítulo pensaba que la casa o el vecindario podía darle un poco de

“tono”, los personajes del cuento de Siu Kam Wen son los que se preocupan por estar “a tono”

con la casa:

Para hacer honor a la reluciente mansión, Mercedes, la mujer de lou Chen, una

mestiza robusta, locuaz y de corazón generoso aunque por su temperamento

irritable solía hacerle la vida difícil a su marido, se hizo confeccionar nuevos

vestidos antes de la gran mudanza, y todos los fines de semana se dirigía al centro

en su Fiat, regresando siempre con un nuevo peinado, oliendo fuertemente a laca

y a champú. Por su parte, Juan Carlos, el primogénito, siempre a la moda en el

vestir, no tardó mucho en verse paseando por los alrededores con una enamorada

nueva, una morocha bastante rellenita, hija de un abogado que vivía a pocos

metros de la mansión, en un chalet menos grande y menos ostentoso. (27)

En este punto, es preciso señalar que, además de mostrar cómo los personajes se

esfuerzan por proyectar una imagen de sí mismos acorde a su suntuosa residencia, este

fragmento pone de manifiesto la perspectiva desde la cual la comunidad china se aproxima a uno

de los personajes con el que convive en la ciudad: el mestizo. De hecho, las dos mujeres que el

narrador menciona son las parejas mestizas de dos chinos, las que si bien son aceptadas por los

círculos orientales, son descritas con cierto nivel de desdén. Por ejemplo, además de informar
Vela 157

acerca del quisquilloso temperamento de la mujer de lou Chen, dicha representación la muestra

como una señora que no resulta legítima sino más bien fabricada, casi una nueva rica, aunque a

pesar del olor a laca que emana de su cabello, no llega a caer totalmente en el mal gusto. De

igual modo, la novia del hijo mayor es descrita de manera displicente, es pues una “morocha

bastante rellenita”, y aunque es hija de abogado y vive también en un chalet de Monterrico, éste

no se compara a la lujosa residencia de lou Chen. En ambos casos, destaca además el hecho de

que se ponga énfasis, a través de un tono un tanto desdeñable, en la corpulencia de las mujeres,

la cual contrasta de forma evidente con la delgadez asociada al grupo oriental.

Pareciera pues que en esta escena el narrador se ubica desde la mirada de Ah-po, un

personaje que de modo sutil y un tanto resignado expresa sus quejas y se lamenta de la

occidentalización de sus descendientes. Como señala Maan Lin, estas historias se sitúan muchas

veces desde la nostalgia por las raíces que la comunidad china ha ido perdiendo (7). No obstante,

debe recalcarse que esta añoranza encubre a su vez un tinte discriminatorio hacia el otro, hacia el

no chino, como lo demuestran ciertos prejuicios que exhibe el personaje de Ah-po, cuando se

queja, por ejemplo, de que sus nietos no hablen cantonés o del hakká, puesto que eran hijos de

una kuei86 (32).

Es interesante además que sea precisamente Ah-po el único miembro de la familia que

desentona con el nuevo entorno puesto que, como indica la historia, seguía llevando el cabello a

la manera de las mujeres de origen hakká (recogidos en un moño) y aún vestía pantalones de

estilo chino, que siempre parecían más cortos de lo que debieran ser (28). Del mismo modo, cabe

recalcar que dicha apariencia “Tenía el deplorable efecto de recordar a lou Chen, y proclamar a

86
La palabra china kuei significa “demonio”, y es una expresión despectiva con la que los chinos
se refieren a los extranjeros, particularmente a los occidentales (14).
Vela 158

todo el mundo, su origen advenedizo” (29), un pasado que a esta familia recién instalada en

Monterrico no le conviene pues en lo absoluto recordar.

Como es de esperarse, el estigma que tanto trabajo les había costado borrar a los chinos

tiene que mantenerse en el olvido. Así, con la finalidad de vivir de acuerdo al nuevo estatus

adquirido, el mismo lou Chen no tarda en teñirse las canas y renovar su guardarropa con trajes

más a la moda. Al respecto, “Algún efecto psicológico debieron de obrar una mansión elegante,

una piscina lujosa y la certeza de ser el centro de la envidia de sus vecinos, sobre el ánimo del

usurero” (28), anota el narrador. Lo relevante de la transformación señalada es que no despierta

crítica o burla por parte de la sociedad limeña; el uso de tenidas elegantes por parte de los chinos

no es considerado ridículo. Asimismo, el hecho de que lou Chen decida cubrirse las canas refleja

el “comprensible” anhelo de cualquier adulto limeño que intente verse un poco más joven; el

deseo de juventud es también en Lima respetable. No se trata pues en lo absoluto del tipo de

transformación que intentara llevar a cabo el recordado y rechazado Boby López, puesto que los

chinos no cometen aquellos errores que los delatarían como personajes falsos.

Atención aparte merece el tratamiento en este cuento de la servidumbre. Se le menciona

muy brevemente, luego de la descripción de la residencia:

Los quehaceres de la casa eran llevados a cabo por dos domésticas: Arminda, una

chola cuarentona, gorda, que había servido anteriormente en la casa antigua,

encargada de la cocina; y Julia, sobrina de la anterior, una muchachita en flor. Un

jardinero eventual venía todos los sábados para cortar el césped, arreglar los

arbustos, limpiar la piscina y requebrar a la doncella, a quien había echado ojo.

(27)
Vela 159

Aquellos que alguna vez fueran sirvientes cuentan ahora con su propia servidumbre, y

claro, como es de esperarse, ésta en Lima tiene que ser chola. En este sentido, así como a

principios del siglo XX, las clases medias tenían a su disposición cocineros chinos, para la

segunda mitad de la centuria los papeles se invierten y son los mismos chinos los que gozan de

ese tipo de privilegios. Ha de subrayarse además que no es gratuito que la descripción de las

empleadas domésticas encaje dentro de los estereotipos negativos que pululan en Lima en torno a

este tipo de personajes. Una de las sirvientas tiene que ser chola, vieja y además gorda, mientras

que la otra, además de ser su pariente, tiene que ser cortejada por el jardinero de la casa,

representándose así el tipo de relaciones que han de producirse “naturalmente” entre seres

inferiores.

“El tramo final” de Siu Kam Wen da cuenta pues del éxito y la libertad que gozaron los

chinos en la ciudad, en comparación a los límites sociales y espaciales impuestos a indios y

negros. Dada esta situación, lou Chen logra obtener el dinero y la casa propia que los

protagonistas de “Lima, hora cero” y En octubre alguna vez soñaron, al mismo tiempo que logra

desplazarse libremente por aquellos exclusivos espacios que a los personajes de “De color

modesto” y “Alienación” se les negó de antemano.

El chino constituye la excepción a la regla. Se libra del asesinato metafórico y literal del

racismo, y se erige como feliz caminante a lo largo de toda la urbe. Apoyado por un clima social

favorable, el chino no se limita a apoderarse de las esquinas ni a desempeñar el rol de bodeguero

o dueño de chifa, sino que tras adquirir autoridad y ejercer el poder, se instala como vecino de

los propios miembros de la clase dominante. Y ésta se lo permite porque, al fin y al cabo,

muchas de las actividades comerciales de los chinos generan rentabilidad en sus negocios. En

estas circunstancias, el discurso oficial reconocerá a la comunidad oriental como modelo de


Vela 160

superación y ejemplo a seguir, ocultando que es el propio sector el que permite su ingreso en

sociedad, el mismo que no autoriza dicho ingreso a indios ni negros.


Vela 161

CONCLUSIÓN

Lima ha sido concebida y proyectada hacia el futuro no sólo como ciudad virreinal y

aristocrática, ni sólo como urbe hermosa, moderna y avanzada. A lo largo de su existencia, Lima

ha sido pensada, sobre todo, como una capital de raza blanca. Detrás de este profundo deseo, se

ha encontrado siempre la clase dominante, grupo que a su vez se ha encargado de crear un

espacio necesario para que dicho anhelo pueda materializarse. En este sentido, el traslado de

modelos extranjeros al diseño de la urbe no sólo habría implicado la búsqueda del desarrollo,

sino además la configuración de un espacio intrínsecamente asociado a la raza blanca. En otras

palabras, al replicar las avenidas y vecindarios del primer mundo, el espacio creado por la clase

dominante no sólo habría pensado en reproducir el progreso de dichas naciones, sino también,

por añadidura, en transcribir las características raciales de sus habitantes. Es por este motivo que

para el imaginario limeño los residentes de ciudades hermosas, modernas y avanzadas habrían de

ser sólo de raza blanca; los cholos y negros no encajan pues en esta imagen idealizada de la urbe.

Bajo estas circunstancias, si bien sabemos que siempre hubo indios y negros al interior de

sus límites, Lima siempre quiso esconderlos, garantizar su presencia sólo como sirvientes y

evitar a toda costa que transitasen libremente por el espacio de la urbe. Es por ello que al

producirse la explosión migratoria a mediados de siglo XX, Lima se siente trágicamente

destruida en su supuesta esencia pura; y es precisamente a raíz de dicha explosión en la ciudad,

que el racismo vuelve a ser empleado y se consolida en defensa del orden urbano. Si bien el

discurso racista aparece en Lima desde que ésta existe como tal, es a partir de la década de 1950

que se ve afianzado en su discurso cotidiano, específicamente en el empleo constante de una

terminología encargada de recordarles a los cholos que son cholos y a los negros que son negros.

Este discurso racista se manifiesta a su vez en el surgimiento de nuevos escenarios que funcionan
Vela 162

de acuerdo a esta lógica excluyente, en la demarcación de zonas de uso exclusivo de los grupos

privilegiados, así como en la institución de áreas a las cuales las llamadas razas inferiores no

tienen acceso.

El espacio totalitario en Lima vuelve entonces a ser configurado por una clase que al ser

consciente de que enunciar públicamente la eliminación física de ciertas razas no habría sido una

acción oportuna en aquellos años (aunque tales deseos sí siguieran expresándose en las

conversaciones del día a día de los limeños), construye un espacio que al menos permite en su

interior la muerte simbólica de ciertos sujetos. En consecuencia, cada vez que las llamadas razas

inferiores intenten ingresar a las esferas impenetrables de poder y distinción, los voceros de los

grupos superiores e incluso los propios signos del espacio se reservarán automáticamente el

derecho de admisión y expulsarán a dichas razas de modo inmediato.

Dada esta situación, el libre desplazamiento por la ciudad que De Certeau identificara

como movimiento de resistencia presentará de por sí ciertos límites y no será tan libre

dependiendo de la raza que ostente el potencial caminante. En efecto, si este sujeto es

visiblemente de “raza inferior”, el caminar será insuficiente, su trayectoria será rápidamente

interrumpida, este personaje será detenido a causa de su aspecto racial. Los textos de Congrains,

Reynoso y Ribeyro han dado cuenta pues del odio con que se paraliza el transitar de ciertos seres

al interior de la urbe, por medio de la articulación explícita o no de apelativos como ¡cholo!,

¡indio!, ¡negro! o ¡zambo! que en el contexto limeño tienen los mismos efectos de un arma

mortal.

Sin embargo, esta ciudad concebida intrínsecamente blanca, construida para que por sus

calles y avenidas se desplacen sólo sujetos de dicha raza, permite el ingreso de otro tipo de

personajes: los orientales. De hecho, estos son los únicos sujetos que sin ser rubios ni de ojos
Vela 163

claros logran librarse del racismo que reina en la capital peruana. Las historias de Siu Kam Wen

pusieron pues de manifiesto cómo los chinos cuentan con el beneplácito de la clase dominante

para transitar libremente por distintas áreas de la ciudad y para incluso apropiarse de las zonas

más exclusivas de la urbe.

Como ha podido apreciarse, si bien este último grupo comparte un similar pasado de

opresión con las otras dos razas que la ciudad no se cansa de mirar en menos, el estigma ha sido

borrado “mágicamente” del imaginario limeño. Debemos recordar pues que los chinos, al igual

que los negros, fueron obligados a atravesar océanos para llegar al litoral peruano, fueron

sometidos a la misma inspección requerida en el puerto del Callao, fueron vendidos

públicamente y anunciados en periódicos con el mismo propósito, así como fueron forzados a

trabajar en labores de agricultura, construcción de ferrocarriles y reservorios de guano.

Asimismo, los chinos, al igual que los indios, fueron sirvientes de muchas familias limeñas y

fueron los primeros en ser reclutados bajo aquella modalidad de contrato conocida como

“enganche”, que luego se aplicaría de forma abusiva en la población indígena.

No obstante, los orientales, chinos y japoneses en general, abandonaron rápidamente

aquel lugar que les correspondía en el orden social y urbano, mientras los indios y negros

siguieron siendo tratados como seres indignos en la ciudad capital. Debido a ello, mientras

términos como “la cholada” y “la indiada” siguen siendo utilizados con desprecio en el discurso

cotidiano de la urbe, el concepto de “la chinada”, empleado en el pasado despectivamente para

nombrar a esta raza, desapareció por completo de su vocabulario. En este sentido, así como en el

insulto “blanco de mierda” la agresión se sitúa en la última parte de la sentencia y no en la raza

del sujeto, en la ofensa “chino de mierda” el ultraje tampoco se sitúa en la condición racial del

afectado.
Vela 164

En este punto, debe recalcarse que si, a diferencia de los indios y negros, los orientales

lograron ser aceptados fue porque además de contribuir con su dinero al deseo de edificar una

urbe moderna y avanzada, estas comunidades contaron con organismos a nivel local y con sus

respectivas naciones en el mundo como entidades que ayudaron a la construcción de una imagen

favorable de los mismos. De igual modo, fueron sus propias instituciones las que les concedieron

otro privilegio: escribir su propia historia. Muchos textos sobre la inmigración china y japonesa

son de autores peruanos pertenecientes a dichas comunidades, y muchos de estos libros fueron

publicados en 1999, como homenaje a los 100 años de inmigración japonesa y los 150 años de

inmigración china en el Perú. Sin embargo, debe mencionarse que dicha fecha no sólo fue el

aniversario de la presencia oriental en la sociedad peruana sino también el momento en que el

entonces presidente Alberto Fujimori preparaba su re-reelección en un clima de protestas en su

contra. Por ende, resulta demasiado sospechoso que libros como el de Mary Fukumoto y Amelia

Morimoto, tras presentar la historia indicada, incluyan de forma sutil, al final de los mismos,

imágenes de Fujimori en sus previas campañas políticas87. La publicación de estas ediciones en

la coyuntura política del momento es pues demasiada coincidencia.

En base a lo señalado, ¿Deberían tomar acciones semejantes los indios y negros?

¿Deberían concentrarse en crear por sí mismos una imagen positiva de su presencia en la urbe?

¿Deberían esforzarse por publicar libros elegantemente empastados que recopilen sus aportes a la

87
Incluso, se encontró mas no se utilizó el libro El futuro era el Perú. Cien años o más de
inmigración japonesa de Alejandro Sakuda, al constituir una abierta y casi obscena apología al
mandatario, en donde lo que se supone empieza como una recopilación de la historia de la
inmigración japonesa de pronto se ve convertida en su biografía, en una alabanza que se extiende
páginas de páginas, y se encuentra plagada de numerosas fotografías en donde se resaltan las
obras de Fujimori. Lo más sospechoso no es si quiera que el libro empiece con un discurso dado
por Fujimori ni que la última foto sea la de éste junto al autor del libro, sino que la entidad que
publicara el libro, Esicos, no es una editorial propiamente tal sino una consultora en
comunicación estratégica que desarrolla servicios de relaciones públicas y comunicación
corporativa. Se trata pues de propaganda política hecha libro.
Vela 165

construcción de una ciudad ideal e incluyan fotografías de tales hechos a modo de “testimonio”?

Antes que nada, tendrían que asegurarse de que la clase dominante les concediera el permiso de

apropiarse de dicho discurso.

Es interesante que a partir de un análisis del espacio urbano en textos literarios que sitúan

a Lima a mediados de siglo XX, terminemos haciendo referencia a las imágenes que aparecen en

las publicaciones del discurso oficial de la historia. Como puede apreciarse en el apéndice,

mientras existe un registro fotográfico de personajes orientales que los muestra como sujetos

reales de carne y hueso, contribuyendo directamente en la edificación del espacio de la ciudad

deseada, los indios y negros, así como no han sido autores de su propia historia, carecen de este

tipo de representaciones a nivel oficial.

Así, mientras los indios y negros sí pueden ser reivindicados a un nivel abstracto (en el

énfasis a la grandeza del imperio del Tawantinsuyo, o en la abierta condena al sistema esclavista

de la época colonial), en el plano concreto de la urbe siguen siendo representados como sujetos

deplorables, como serios obstáculos para la materialización de la ciudad deseada. Si bien puede

resaltarse la fama de alguno de sus representantes en el deporte o en la música folklórica, no

encontramos, como en el caso de los orientales, refinadas publicaciones, llenas de imágenes

avocadas a homenajear su presencia y aporte real a la ciudad del día de hoy.

Lo anterior ocurre debido a que la clase dominante se resiste a que las supuestas razas

inferiores sean representadas de ese modo por el discurso oficial, en tanto ello implicaría la

concesión de cierto prestigio y por ende, la posibilidad de que éstas se apropiasen de nuevos

espacios. Los sectores en el poder se niegan pues a reconocer el real ascenso social que podrían

presentar (y de hecho, han logrado presentar en las últimas décadas) los grupos menospreciados

y al hacerlo, los están ignorando y al ignorarlos, los siguen asesinando metafóricamente. Por eso,
Vela 166

cuando se enfrentan a una situación en donde uno de estos seres inferiores “por naturaleza” ha

logrado cambiar de estatus, apelan nuevamente a su raza con la finalidad de ponerlo en su sitio.

De ahí, el surgimiento de la desdeñosa expresión “cholo con plata” (frase empleada no sólo por

los miembros de las clases altas, sino por todo sujeto que no se considere a sí mismo un cholo),

creada con la finalidad de subestimar a todo aquel que pese a sus rasgos indígenas, haya logrado

“surgir” en la sociedad. Recordarle a alguien que es un “cholo con plata” intenta pues hacerle el

mismo daño que decirle “¡cholo!” a secas, en tanto es una manera de subrayar que a pesar de su

dinero, seguirá siendo cholo y por ello, seguirá siendo un ser subordinado. Una variante del

mismo deseo homicida se observa en la máxima “cholo igualado”. Al igual que la primera, si

bien se trata de una expresión que no aparece con tanta frecuencia para designar a la raza negra,

ello no significa que no vaya a emplearse en tal caso si fuera necesario.

Esta indiferencia y rechazo en Lima ponen en evidencia el verdadero deseo detrás de su

configuración urbana: la instalación de un espacio totalitario que al reservarse el derecho de

admisión de ciertos sujetos, busca desaparecerlos de su perímetro y por lo tanto, asesinarlos en el

plano simbólico, exterminarlos lentamente, matarlos poco a poco. Éste es el verdadero objetivo

de la clase dominante, y dado que no le conviene aceptarlo de forma pública, se las ingenia para

llevarlo a cabo de una manera no muy evidente.


Vela 167

Apéndice

“Fig. 1: “The growth of Lima.” Lloyd, Peter. The ‘Young Towns’ of Lima: Aspects of
Urbanizations in Peru. Página 31”
Vela 168

“Fig. 2: Cole, J.P. “The development of Greater Lima.” Bourricaud, François. Power and Society
in Contemporary Peru. Página 88”
Vela 169

Fig. 3: “Plano de Lima a comienzos del gobierno del Virrey primer Marqués de Cañete. 1556.
Reconstrucción del autor. Dibujo de D. Alberto Villar Movellán”. Bernales, Jorge. Lima, la
ciudad y sus monumentos. N. pag.”
Vela 170

“Fig. 4: “Mujeres de la ‘República Aristocrática.’” Fukumoto, Mary. Hacia un nuevo sol. Página
107”

“Fig. 5: “Hombres y mujeres en balcón limeño.” Fukumoto, Mary. Hacia un nuevo sol. Página
107”
Vela 171

“Fig. 6: Ruíz Durand, Jesús. “Piensan que su mundo no se acabará.” Salazar Bondy, Sebastián.
Lima la horrible. N. pag.”

“Fig. 7: Ruíz Durand, Jesús. “Melancolías propias: Garúa, balcones vacíos, cielo de gas.” Salazar
Bondy, Sebastián. Lima la horrible. N. pag.”
Vela 172

“Fig.8: Matos Mar, José. Estudio de las barriadas limeñas, 1955. N. pag.”

“Fig.9: Matos Mar, José. Estudio de las barriadas limeñas, 1955. N. pag.”
Vela 173

Fig.10: Matos Mar, José. “Barriadas de la gran Lima.” Estudio de las barriadas limeñas, 1955. N.
pag.”
Vela 174

“Fig.11: “Un aspecto de la inauguración del monumento a Manco Cápac, entonces colocado en
plena Alameda Grau.” Thorndike, Guillermo. Los imperios del sol. Página 48”

“Fig.12: Avilés Hermanos. “Plaza San Martín.” Lima 1919-1930. N. pag.”


Vela 175

“Fig. 13: “Remodelación de la Avenida Brasil.” Salazar Larraín, Arturo. Lima, teoría y práctica
de la ciudad. N. pag.”

“Fig. 14: Avilés Hermanos. “Avenida Francisco Javier Mariátegui, entre la Magdalena Vieja y la
Avenida Leguía.” Lima 1919-1930. N. pag.”
Vela 176

“Fig. 15: Avilés Hermanos. “Avenida Leguía.” Lima 1919-1930. N. pag.”

“Fig. 16: Benavides, Miguel. “Golf Club.” Velarde, Héctor. Lima. N. pag.”
Vela 177

“Fig.17: Atanasio Fuentes, Manuel. “El Arco, una forma de castigo utilizada contra los negros
carretoneros.” Aguirre, Carlos. Breve historia de la esclavitud en el Perú. Página 33”

“Fig.18: Atanasio Fuentes, Manuel. “Forma de castigo conocida como enmeladura, que consistía
en atar al esclavo y embadurnarlo con una miel que atraía las moscas.” Aguirre, Carlos. Breve
historia de la esclavitud en el Perú. Página 37”
Vela 178

“Fig. 19: “Aguatero.” Aguirre, Carlos. Breve historia de la esclavitud en el Perú. N. pag.”

“Fig. 20: “Niña Evans con ama de leche.” Aguirre, Carlos. Breve historia de la esclavitud en el
Perú. N. pag.”
Vela 179

“Fig. 21: “El Parque Salazar.” 7 noviembre 2008 <http://srlxiprom.com/salazar.aspx>”

“Fig. 22: “El Parque Salazar.” 7 noviembre 2008 <http://srlxiprom.com/salazar.aspx>”


Vela 180

“Fig. 23: “Plaza Bolognesi.” 7 noviembre 2008. <http://www.andestrip.com.pe/extras/images/


restaurantes/brujascachiche.jpg> “

“Fig. 24: “Chino recién llegado al Perú, lleva coleta tradicional, comienzos del siglo XX.”
Rodríguez Pastor, Humberto. Herederos del dragón. N. pag.”
Vela 181

“Fig. 25: Courret, Eugéne. “Chino culí encadenado, hacienda Chicamita, Valle del Chicama, año
1900.” Rodríguez Pastor, Humberto. Herederos del dragón. N. pag.”

“Fig. 26: “Antiguo Mercado Central de Lima en la primera mitad del siglo XX, uno de los
principales escenarios de los inmigrantes asiáticos.” Yamawaki, Chicaco. Estrategias de vida de
los inmigrantes asiáticos en el Perú. N. pag.”
Vela 182

“Fig. 27: “Wu Ting Fan presentando credenciales al presidente Leguía.” Deprich, Wilma. El otro
lado azul. Página 69”

“Fig. 28: “ ‘Bodega’ con caramelos para la ‘yapa.’” Watanabe, José. La memoria del ojo. Página
57”
Vela 183

“Fig. 29: “Remate en la Casa Suetomi.” Fukumoto, Mary. Hacia un nuevo sol. Página 221”

“Fig. 30: “El presidente Leguía y sus amigos en el antiguo palacio de gobierno. Del brazo,
Miyoko. El embajador Shimizu a la derecha.” Thorndike, Guillermo. Los imperios del sol.
Página 24”
Vela 184

“Fig. 31: “La moda japonesa: limeñas con aparatosos kimonos y abanicos de seda.” Thorndike,
Guillermo. Los imperios del sol. Página 43”

“Fig. 32: “Saqueo de 1940.” Morimoto, Amelia. Los japoneses y sus descendientes. Página 133”
Vela 185

“Fig. 33: “Visita de los principes (sic) herederos del Japón.” Fukumoto, Mary. Hacia un nuevo
sol. Página 317”
Vela 186

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