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DESARROLLO Y EXPANSIÓN DE LA LENGUA ESPAÑOLA

Por Sergio Zamora

Las lenguas de la península Ibérica – 


Aunque el latín no era una lengua autóctona de la península ibérica, el hecho de que
en ella se hablara la lengua de los íberos, celtíberos, cántabros o lusitanos no tuvo la
misma importancia que la llegada del latín en la Hispania, a partir del año  218 A.C., el
cual, una vez impuesto, fue usado con propiedad por los hispanos. Sin embargo, luego
del debilitamiento, fragmentación y finalmente caída del imperio de occidente, la lengua
latina siguió su propio camino, en el cual confluyeron las formas tradicionales de
expresión y los nuevos hábitos lingüísticos desarrollados por estos
hablantes.Justamente, es en este periodo, que va desde el siglo IX hasta el XII, cuando
surgieron en la península unos romances, que darían paso a lenguas románicas —
gallego-portugués, leonés, castellano, navarro-aragonés, catalán y mozárabe—, unas
nuevas formas de hablar el latín, sólo que independientes ya de su lengua madre,
convertidas cada una en un sistema propio, siendo el castellano —de todas ellas— la
lengua destinada a ser una de las más habladas en todo el mundo y de ser, además, la
lengua de transición entre la edad media y la edad moderna.

Orígenes del español – 


El castellano, dialecto románico surgido en Castilla y origen de la lengua española,
nació en una franja montañosa, mal y tardíamente romanizada, inculta y con fuertes
raíces prerromanas (Burgos, Iria Flavia, Oviedo, Amaya, Pamplona), en la cual
surgieron los condados y reinos medievales españoles, y en torno a esos nuevos
centros fueron desarrollándose las variedades dialectales. El castellano, dialecto de los
montañeses y vascos encargados, en el siglo IX, de defender de los árabes (en la
península desde el año 711) la frontera oriental del reino asturleonés, toma su nombre
de castilla —del latín castella, plural de castellum— que en periodo visigótico significó
‘pequeño campamento militar’ (diminutivo de castrum) y luego ‘tierra de castillos’. Con
respecto a los vascos, se sostiene que éstos, con su propia lengua , influyó
profundamente en esta nueva lengua románica.La modalidad idiomática navarro-
aragonesa, utilizada en el lugar en donde confluían tres reinos, Castilla, Navarra y
Aragón, dio origen, en el siglo XI, a los primeros documentos peninsulares en una
lengua romance: las glosas emilianenses  y las glosas silenses . En el a ño 1042, por
otra parte, se escribieron las jarchas, primeros textos en castellano, pero con
caracteres árabes o hebreos.

Consolidación del castellano –


El primer texto literario escrito íntegramente en castellano fue el anónimo Cantar de
mío Cid, cuya versión original data del siglo XII (1140 aproximadamente), aunque la
que hoy se conoce es la de 1307, copiada por Per Abatt. También del siglo XIII es
la Grande e General Estoria de España de Alfonso X, rey de Castilla entre 1252 y 1284.
Estos primeros textos escritos en castellano no se ajustaban a una única norma
ortográfica, ya que ésta no existía. Sin embargo, a partir de Alfonso el Sabio —que
publicó sus obras en castellano en vez de latín— es posible detectar una cierta
uniformidad y ésta es, probablemente, la escritura más fonética de la historia del
idioma, además de haber adquirido, gracias a este monarca, el prestigio de lengua
nacional. De hecho, se consideran que en la historia lingüística del castellano se
pueden distinguir dos etapas: la primera, denominada "romance", en la que se escriben
las primeras muestras de la nueva lengua, donde las variedades se van
homogeneizando en torno al habla de Burgos, primer centro de nivelación del idioma, y
la segunda, denominada "castellana", que comienza a partir de la obra del mencionado
Alfonso X el Sabio. Más tarde, en el siglo XIV, aparece el Libro de Buen Amor, de Juan
Ruiz, arcipreste de Hita.
Por su parte, en el ámbito histórico, Castilla se consolidó como la monarquía más
poderosa del centro peninsular, lo cual le permitió, en el siglo XIII —gracias al dominio
que ejerció sobre los reinos vecinos— convertirse en el único reino ibérico capaz de
lograr la recuperación de los territorios bajo dominio musulmán, lo cual es,
prácticamente, sinónimo de la expansión del castellano. Es entonces cuando este
dialecto, eminentemente innovador e integrador, se hizo lengua de cultura, pues
Castilla —convertida ya en una gran nación— necesitó de una forma lingüística
común.Además, fue la lengua a través de la cual se tradujeron grandes obras
históricas, jurídicas, literarias y científicas, gracias a lo cual en toda Europa se conoció
la cultura de Oriente, proceso en el cual tuvo importancia radical Alfonso X y su corte
de intelectuales agrupados en la Escuela de traductores de Toledo, integrada, entre
otros, por judíos conocedores del hebreo y el árabe.

El castellano como lengua unificadora  –


Con la unión monárquica de Castilla y Aragón se concluyó el proceso de la reconquista,
con el cual se había iniciado la lucha contra los musulmanes y que concluyó con la
recuperación del reino de Granada, además de, con la expulsión de los judíos en 1492,
los cuales hablaban una variedad del castellano: el judeoespañol o sefardí. Según los
especialistas, el castellano actuó como una cuña que, clavada al norte, rompió con la
antigua unidad de ciertos caracteres comunes románicos antes extendidos por la
península, penetró hasta Andalucía, dividió alguna originaria uniformidad dialectal,
rompió los primitivos caracteres lingüísticos desde el Duero a Gibraltar, borrando los
dialectos mozárabes, y ensanchó cada vez más su acción de norte a sur para implantar
la modalidad especial lingüística nacida en el rincón cántabro. A la vez, el castellano se
enriqueció gracias a los regionalismos peninsulares; por ejemplo, del gallego y del
portugués (bosta, corpiño, chubasco), del leonés (rengo ‘cojo’), del andaluz
(barrial ‘barrizal’, pollera ‘falda de mujer’), etcétera. Así, el castellano unificó
rápidamente a gran parte de la península: desplazó las hablas leonesas y aragonesas;
se convirtió en la lengua romance propia de Navarra, en lengua única de Castilla, de
Andalucía y del reconquistado reino de Granada. Tuvo tal fuerza que no sólo se
consolidó como lengua de unidad, sino también se vio definitivamente consagrada con
la aparición de la primera gramática de una lengua romance: la Gramática de la lengua
castellana de Elio Antonio de Nebrija, publicada en 1492 y, veinticinco años después,
en 1517, con la obra del mismo autor, las Reglas de ortografía castellana, que
compendia el texto anterior en su parte ortográfica.

Historia del español en América

Cuando Colón llegó a América en 1492, el idioma español ya se encontraba


consolidado en la Península, puesto que durante los siglos XIV y XV se produjeron
hechos históricos e idiomáticos que contribuyeron a que el dialecto castellano fraguara
de manera más sólida y rápida que los otros dialectos románicos que se hablaban en
España, como el aragonés o el leonés, además de la normalización ortográfica y de la
aparición de la Gramática de Nebrija; pero en este nuevo mundo se inició otro proceso,
el del afianzamiento de esta lengua, llamado hispanización.
La América prehispánica se presentaba como un conglomerado de pueblos y lenguas
diferentes que se articuló políticamente como parte del imperio español y bajo el alero
de una lengua común.
La diversidad idiomática americana era tal, que algunos autores estiman que este
continente es el más fragmentado lingüísticamente, con alrededor de 123 familias de
lenguas, muchas de las cuales poseen, a su vez, decenas o incluso cientos de lenguas
y dialectos. Sin embargo, las lenguas indígenas importantes -por su número de
hablantes o por su aporte al español- son el náhuatl, el taíno, el maya, el quechua, el
aimara, el guaraní y el mapuche.
El español llegó al continente americano a través de los sucesivos viajes de Colón y,
luego, con las oleadas de colonizadores que buscaban en América nuevas
oportunidades. En su intento por comunicarse con los indígenas, recurrieron al uso de
gestos y luego a intérpretes europeos o a indígenas cautivos para tal efecto, que
permitiesen la intercomprensión de culturas tan disímiles entre sí.
Además, en varios casos, los conquistadores y misioneros fomentaron el uso de las
llamadas lenguas generales, es decir, lenguas que, por su alto número de hablantes y
por su aceptación como forma común de comunicación, eran utilizadas por diferentes
pueblos, por ejemplo, para el comercio, como sucedió con el náhuatl en México o el
quechua en Perú.
La influencia de la Iglesia fue muy importante en este proceso, puesto que realizó,
especialmente a través de los franciscanos y jesuitas, una intensa labor de
evangelización y educación de niños y jóvenes de distintos pueblos mediante la
construcción de escuelas y de iglesias en todo el continente.
Sin embargo, aquellos primeros esfuerzos resultaron insuficientes, y la hispanización
de América comenzó a desarrollarse sólo a través de la convivencia entre españoles e
indios, la catequesis y -sobre todo- el mestizaje.
Pero no sólo la población indígena era heterogénea, sino que también lo era la hispana
que llegó a colonizar el territorio americano, pues provenía de las distintas regiones de
España, aunque especialmente de Andalucía.
Esta mayor proporción de andaluces, que se asentó sobre todo en la zona caribeña y
antillana en los primeros años de la conquista, habría otorgado características
especiales al español americano: el llamado andalucismo de América, que se
manifiesta, especialmente en el aspecto fonético. Este periodo, que los autores sitúan
entre 1492 y 1519, ha sido llamado periodo antillano, y es en él donde se habrían
enraizado las características que luego serían atribuidas a todo español americano.
 
En el plano fónico, por ejemplo, pérdida de la d entre vocales (aburrío por aburrido) y
final de palabra (usté por usted, y virtú por virtud), confusión entre l y r (mardito por
maldito) o aspiración de la s final de sílaba (pahtoh por pastos) o la pronunciación de x,
y, g, j, antiguas como h.
Por otra parte, los grupos de inmigrantes de toda España se reunían en Sevilla para su
travesía y, de camino hacia el nuevo continente, aún quedaba el paso por las islas
Canarias, lo que hace suponer que las personas comenzaron a utilizar ciertos rasgos
lingüísticos que, hasta hoy, son compartidos por estas regiones, lo cual se ha dado en
llamar español atlántico, cuya capital lingüística sería Sevilla -opuesto al español
castellano- con capital lingüística en Madrid, y que englobaría el andaluz occidental, el
canario y el español americano.
 
El español en América
Fuente: Gente de Cervantes, J.M. Lodares.
 
1492
Cristóbal Colón descubrió América por casualidad (pensaba ir a China o Japón). Sabía
que iba a encontrar gente que hablaba idiomas extraños, pero no era un problema. En
Europa convivían muchos idiomas (y hasta en la Península se hablaba varias lenguas).
Además, llevaba con él personas que hablaban varias lenguas (español, latín, hebreo,
árabe, etc.). Sin embargo, quedó sorprendido frente a la diversidad de lenguas en
América.
Uno de los objetivos de Colón era convertir al cristianismo a los indígenas: las
instrucciones de la Península eran enseñar la doctrina católica a los indios, pero ¿cómo
hacerlo?
En Europa se hablaban muchos idiomas distintos, pero existía una lengua que todos
podían utilizar para entenderse juntos: el latín. Pero en América, donde los indios no
entendían nada del latín ¿cuál iba a ser la lengua común para comunicar con todos los
pueblos?
Al principio, los españoles utilizaron señas. Las señas les permitieron entenderse sobre
cosas básicas, pero los expedicionarios se dieron cuenta muy rápidamente de que era
posible alcanzar altas cotas de refinamiento comunicativo gracias a gestos. Son los
religiosos sobre todo los que utilizaron señas para convertir a los indios. Podían
describir nociones tan abstractas como el infierno sólo empleando gestos. Con las
señas se consiguieron entendimientos exitosos (y por eso se siguieron utilizando hasta
muy tarde) pero no eran la solución ideal.
Colón se dio cuenta de que podrían intentar enseñar el español a los indios, por lo que
organizó intercambios entre América y España.
Por un lado, envió a una decena de caciques (hijos de jefes) indios a la corte de
España (Barcelona) para que se les bautizaran y que aprendiesen el español. Se les
llamaba “lenguas” o “trujamanes”, porque después de su aprendizaje, debían regresar
a América para enseñar a sus pueblos el español y la doctrina católica.
Por otro lado, una serie de españoles fueron a América con el mismo propósito.
Pero esos intercambios no fueron exitosos. Los indios que vivían en España murieron
muy jóvenes o desaparecieron cuando regresaron a América. Tampoco fueron muy
útiles los españoles que habían ido a América. La mayoría de ellos aprendieron varias
lenguas indígenas, pero no enseñaron el español.
La consecuencia es que después de años, los indios conocían palabras sueltas, pero
no podían comunicar más que con gestos. Por diversas razones, la difusión de la
lengua española se hizo muy difícilmente y muy tarde.
 
Siglo XVI
Al principio, la difusión del español no era necesaria. Las actividades económicas (las
únicas del Imperio en aquel momento) no exigían el empleo de este idioma.
Algunos españoles empezaron a aprender lenguas americanas, pero se dieron cuenta
de que había demasiados idiomas. Era la hora de los intérpretes, llamados
trujamanes, o lenguas. El trabajo de intérprete empezó a ganar cierto reconocimiento y
a regularse por leyes. Los trujamanes eran muy importantes, especialmente en puestos
fronterizos, pero también para el comercio, porque los comerciantes tenían que
comunicar con un gran número de tribus que hablaban idiomas distintos. A menudo
utilizaban mujeres para interpretar, porque también podían hacer la comida y
administrar la casa. Los intérpretes facilitaron la movilidad de los españoles en el
territorio.
Sin embargo permanecía el problema de la religión. Era difícil hacer que los indios
entendieran que tenían que adorar a un único Dios cristiano. Había otro problema: los
indios eran puros; si entraban en contacto con los españoles, resabiados y viciosos,
aprenderían los malos comportamientos de los españoles y serían difíciles de convertir.
La solución era reunir a los puros indios en pueblos y organizarles una vida lejos de su
estilo tribal pero debían prohibir la entrada en el pueblo a los blancos, negros y
mestizos (salvo al cura y al intérprete).
En España los dirigentes querían que los indios hablasen en español, pero los
misionarios respondían: “Si la lengua que habláis no se entiende, ¿cómo se sabrá lo
que decís? No hablaréis sino al aire.” La lingüística misionera se había propuesto no
sólo aprender las lenguas indígenas, sino componer sus alfabetos, escribir sus
gramáticas y difundirlas en la población. Sobre todo se había propuesto que la Iglesia
se hiciera imprescindible en el gobierno de América. Así, todos los pueblos
permanecían unidos en la misma fe, pero sin mezclar tradiciones o lenguas, para
garantizar una pacífica convivencia. A menudo, los religiosos se convirtieron en
gobernadores políticos (porque hablaban la lengua de la zona).
En América, había mucho más indios que españoles, por lo que un gran número de
colonizadores se indianizaron y aprendieron los idiomas indios. Tanto entusiasmo por
los indígenas era una desventaja para la extensión de la lengua española. Para
comunicar con los indios lo más fácil era aprender la lengua local.
En aquella época, los colonizadores empezaron a traer esclavos negros de África,
tanto para que trabajasen en las minas de oro antillanas como para repoblar las
amplias zonas vacías en Antillas y el Caribe. Por consiguiente, muchos idiomas
africanos se añadieron a las numerosas lenguas que se hablaban en América. Sin
embargo, aquellos negros se hispanizaron muy rápidamente, al contrario que los
indios. ¿Por qué? Porque los negros eran una población desarraigada. Vivían en
condiciones inhumanas y no tenían ningún interés ni posibiidad de mantener su lengua.
Además, los misioneros no estaban dispuestos a aprender las lenguas africanas, como
lo habían hecho con los idiomas indios. Los negros eran “objetos” de servicio
doméstico, y su primer interés era entender las órdenes que se les daba. Este proceso
de hispanización de las poblaciones africanas en las islas caribeñas casi no dejó
huellas en la zona; apenas existen palabras procedentes de aquellas lenguas
(ej: mambo; valer un congo = valer mucho, etc.)
Al contrario, la hispanización de las zonas continentales dejó huellas en la
pronunciación y el vocabulario, porque los españoles eran muy pocos frente al número
de indios que, además, procedían de culturas que habían sido muy poderosas
(aztecas, mayas).
El mestizaje desempeño también un papel muy importante en América. Desde el
principio, los españoles se mestizaron con las indígenas. Al principio se trató de
distinguir un sistema de castas, pero el mestizaje fue tan intenso que no se podía
definir esas castas.
En las zonas donde no hubo mestizaje, el español casi ha desaparecido.
En Filipinas por ejemplo, cuando colonizaron la región, los españoles llevaron el
alfabeto latino, los colegios y universidades. La red de enseñanza estaba muy
desarrollada, pero los colonizadores (que procedían de la aristocracia) sólo hablaban
español y nunca se mestizaron con los indígenas. Hacia 1900, tras la pérdida de la
colonia, el gobierno estadounidense introdujo el inglés en Filipinas, y aprovechó la red
escolar establecida por los españoles. Hasta 1935 la lengua española conservó algún
grado de oficialidad, pero en 1987 la perdió a favor del inglés o de la lengua local: el
filipino. Hoy en día casi no quedan hispanohablantes en Filipinas, pero persisten
nombres y apellidos de raíz hispánica.
En la Península, los españoles consideraban a los americanos como semibárbaros que
no hablaban español correctamente. Sin embargo, al reconocer la mayor pureza del
lenguaje de Castilla, los americanos trataban de plegarse a él.
En realidad, la mayoría de los colonizadores procedían de Andalucía y, en el siglo XVI,
los españoles consideraban que los andaluces hablaban mal. Criticaban su seseo (los
andaluces no veían una diferencia entre la ese y la ce o la zeta) y también el hecho de
que los andaluces se habían mezclado con los moros y por eso su lengua era medio
arabizada. Los colonizadores andaluces contagiaron, pues, a los colonos americanos.
Sin embargo, el español hablado en América se fue nivelando y refinando conforme
avanzó la colonización, porque los colonizadores eran personas muy selectas, de la
aristocracia. Por eso todavía utilizan algunos americanos el tratamiento de “vos” (que
se empleaba en la aristocracia en el siglo XVII), y existen pocas hablas campesinas de
esta época.
En esta época, los colonizadores tenían mucho dinero y no tenían que trabajar, gracia
a la servidumbre india, negra o mestiza. Si la servidumbre convivía con los
colonizadores, aprendía un poco de español, si no no aprendía nada. Pero si pocos
indios hablaban español, la mayoría de los colonizadores, al contrario, podía hablar un
idioma indio.
Frente a esta situación, Carlos II (1665-1700), último de la dinastía Habsburgo, mandó
con más fuerza que los indios hablaran español, pero su intervención no tuvo efecto.
 
Siglo XVIII
Al final del siglo XVIII, todavía no había ninguna lengua común propiamente dicha. En
las ciudades, el español era corriente pero también se hablaban lenguas indias.
Además, muchos monjes y españoles hablaban español pero también dominaban
lenguas indígenas. Al contrario, los indios casi no hablaban español. ¿Por qué? En
primer lugar porque los indígenas eran mucho más numerosos que los españoles y que
los monjes predicaban a cada cual en su propia lengua. Además, muchos españoles se
indianizaron o aprendieron lenguas indígenas por facilidad. Otra razón es que muchas
regiones estaban despobladas.
En esta época se agravó el problema de la situación de los indios (los españoles los
habían convertido en bestias). Estallaron guerras en Argentina, Perú, etc. Los ingleses
y holandeses aprovecharon la situación con la idea de convertirse en los dueños de la
región. Por fin, el Gobierno español se enteró del problema indígena que había en
América, y se dio cuenta de que era la consecuencia de las prácticas de las política
lingüística misionera. Por eso, recomendaron que se utilizase el español en América.
En realidad, el problema era que desde los inicios de la colonización, la Iglesia
consideró que la estrategia lingüística que mejor servía a los intereses de la
evangelización consistía en promover lenguas indígenas. Tal consideración era
correcta, pero lo era a costa de crear redes de comunicación, por lo que no pudo
desarrollarse el potencial de amplias zonas americanas y no pudieron circular las ideas.
Se puede concluir que la evangelización llevaba implícita un aislamiento material, social
e intelectual.
En esta época, bajo Carlos III (1716-1788), la lingüística misionera tocaba a su fin. Se
expulsaron a los Jesuitas y a las personas que habían fomentado la utilización de las
lenguas indias. El Rey estaba preocupado: en América, algunos dirigentes se habían
proclamado reyes de las regiones que administraban. Carlos III decidió entonces
estimular una especie de mercado común indiano. El Rey no disponía del suficiente
poder político, económico o militar, pero estaba dispuesto a movilizar el último recurso
posible: un medio de comunicación efectivo basado en la lengua española. Quería
que se extinguieran todos los idiomas indios y que sólo se hablase el castellano. La
unificación de la lengua era útil para facilitar el comercio pero también para facilitar la
aplicación de las nuevas reformas que se habían empezado en su administración
ilustrada.
Además, el gobierno empezó a ensayar ciertos usos de libre comercio con América.
Gracias a esta liberalización comercial, el continente conoció una gran prosperidad
económica y una mayor circulación en las tierras interiores. Facilitó también la llegada
de libros, herramientas y maestros que necesitaba la región para poder desarrollarse
(durante el siglo XVI, la Inquisición existía también para América, por lo que había
estado prohibida la llegada de libros, nuevas técnicas o ciencias).
Sin embargo, en la práctica, la integración política y económica que buscaba Carlos III
chocó con la resistencia de las oligarquías criollas y con la burocracia indiana. En lo
que se refiere a las medidas previstas para fomentar la utilización del español (creación
de escuelas, etc.), las dificultades eran numerosas y no se pudieron aplicar
correctamente.
Por consiguiente, a su muerte, los indígenas (particularmente los criollos) hicieron
propaganda insurreccional con manifiestos escritos en lenguas indias.
 
Siglo XIX
En esta época, sólo una persona de cada tres que vivían en América hablaba español:
eran en su mayoría españoles o mestizos. Los indígenas hablaban su propia lengua.
Lo interesante es que América empezó a hablar realmente español cuando todo
indicaba que el español como lengua común podía irse a pique: ciertamente, al
perderse la cohesión política y económica garantizada por el Imperio, la comunidad de
lengua se resintió durante el siglo XIX.
En el siglo XIX, algunos estadounidenses decidieron que era el momento de conquistar
la América que todavía no estaba en poder de los yanquis (es decir desde el norte de
México al sur de la Patagonia) y organizaron expediciones guerreras por
Centroamérica. Esta conquista fue propiciada por el proceso de desintegración de los
antiguos virreinatos hispánicos (que sufrían una ruina material y política). Sin embargo,
los estadounidenses no pudieron conquistar toda la región que querían. Si las
expediciones de los estadounidenses hubieran llegado a buen puerto (es decir
Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá), los habitantes
de estos países hablarían hoy inglés. Por otro lado, en las islas (Filipinas, Puerto Rico,
etc.), se fue gestando la desconfianza hacia lo español, primero en el terreno político,
más tarde en el económico y finalmente en el de la lengua.
La herencia lingüística que dejó en América la colonización española está muy
lejos de ser una imposición del monolingüismo. Dadas las circunstancias humanas
y económicas en América, las comunidades indígenas estaban aisladas,
conservadoras de idioma y usos distintos. Estas comunidades no necesitaban el
español para desarrollarse y los colonizadores no estaban interesados en que su
lengua se aprendiese masivamente. Sin embargo, los partidarios de la independencia
estaban inspirados por los ideales de la Ilustración y veían en la enseñanza pública la
llave del éxito de su joven país (creían que la ignorancia era enemiga de la libertad).
Esta preocupación por la instrucción implicó que se difundiera en la única lengua que
garantizaba la comunidad nacional y la exitosa ramificación organizativa de los nuevos
Estados americanos.
El nacionalismo americano se fundó en el ius soli (territorio) más que el ius
sanguinis (raza o lengua): el vínculo nación-lengua tuvo menos importancia que el
vínculo nación-territorio. La territorialidad del nacionalismo americano ha hecho que en
aquellos países de fuerte tradición indígena ( México, Paraguay, Guatemala, Perú,
Bolivia) se hayan conservado junto al español un buen número de lenguas indígenas
reconocidas también como oficiales.
Los cowboys que conocemos gracias a las películas del oeste en realidad no eran
estadounidenses, sino en su mayoría mejicanos que llevaban el ganado al tren a través
de rutas trashumantes. Por eso hacían su tarea diaria en español, y no se llamaban
cowboys sino vaqueros. Los vaqueros dominaron aquellas rutas llenándolas de
topónimos hispánicos (en realidad , recuerdos de exploraciones hispano mejicanas
antiguas), y han dejado una particular terminología ganadera en inglés, que procede
directamente del español.
Los americanos que hicieron expediciones hacia el oeste hablaban inglés y no parecían
dispuestos a aprender el español. Pero cabe recordar que el español ya estaba en
retirada incluso antes de que Estados Unidos conquistara militarmente aquellos
inmensos territorios del norte de México. En esta región, la colonización española
primero, y la mejicana después, habían creado la base económica. Lo que trajeron los
norteamericanos fue un estilo de explotación, un desarrollo comercial y una noción de
libre empresa absolutamente novedosas entonces. Por eso, la hegemonía
del inglés en estas regiones se debió no sólo al número desproporcionado de
hablantes, sino también a que estos hablantes organizaron en su lengua unas
relaciones humanas, económicas, sociales y políticas donde el español no tuvo más
que un papel anecdótico.
Las ideas liberales europeas empezaron a introducirse en América. De hecho, desde
principios del siglo XIX toda la actividad económica América pasaba por el puerto de
Londres. Londres se hizo entonces lugar de paso o residencia de muchos liberales
americanos y un refugio para los exiliados políticos españoles (liberales que huyeron
bajo los regímenes de Napoleón y de Fernando VII). Se formó en Inglaterra un grupo
de hispanohablantes notables que empezaron a hacer reflexiones sobre su lengua.
Para ellos, la vulgaridad, y el empobrecimiento idiomáticos se debían a la censura de
prensa, a la prohibición de libros y, en general, a los obstáculos que la persecución
política ponía a la libre expresión de ideas. A la juventud americana le aburría El
Quijote, y España no podía ofrecerles nada parecido a las obras francesas de la época.
La modernidad pasaba, pues, por un remozamiento de la lengua, para hacerla apta
para los nuevos usos ideológicos, humanísticos y científicos. No se podía prescindir del
español pero se podía “americanizarlo”, es decir reformarlo según las novedades del
mundo moderno (que pasaban más por América que por una España decadente,
vencida y sin nada de interés que ofrecer más que viejas glorias literarias). Por
consiguiente apareció en el siglo XIX una tendencia innovadora en la escritura del
español, una escritura específica americana, distinta de la que en esos momentos
fijaba la Real Academia Española.
 
Desde mediados del siglo XIX, todas las circunstancias eran propicias para la
desaparición del español en Estados Unidos.
Pero en América, no se hablaba sólo español e inglés, sino también francés. En
realidad, en las altas esferas sociales, era necesario salpicar la conversación con
muchas palabras francesas. A diferencia de la competencia directa y masiva del inglés,
la del francés fue más sutil. Los argentinos y uruguayos particularmente buscaron un
fondo cultural próximo a lo francés. ¿Por qué el francés? Porque en el siglo XIX la gran
cultura venía de Francia. También venían de Francia las ideas revolucionarias de
igualdad, libertad, fraternidad. Algunos americanos se habían dispuesto enriquecer y
ensanchar las posibilidades expresivas del español haciendo de él una especie de
dialecto gálico. En México, las turbulencias políticas favorecieron una intervención entre
Inglaterra, España y Francia, tras la cual los franceses impusieron al imperador
Maximiliano I (1864). La consecuencia fue una hegemonía francesa, favorecida por el
negocio de libros (había una gran demanda de libros en francés por parte de los
americanos). En esta época, se hablaba tanto francés que algunos autores eran muy
optimistas sobre las posibilidades del francés en América, y pensaban que la
hegemonía del francés en Hispanoamérica sería simple cuestión de tiempo.
Pero los españoles reaccionaron a esta hegemonía francesa: querían sacudirse del
“yugo intelectual” en que los franceses tenían a los americanos.
Cabe destacar que en este siglo, cuando las colonias se independizaron, se planteó la
misma cuestión que para los Estados Unidos durante su independencia: ¿debía ir
acompañada la independencia política de la independencia lingüística en forma de
lenguas nacionales particulares? El alto valor simbólico que a veces adquieren las
lenguas las hace muy propias para subrayar reivindicaciones políticas de
autoafirmación. Thomas Jefferson lo había expresado así: “Las circunstancias en las
que vivimos requieren nuevas palabras y nuevas frases”. Por eso se creó la Academia
Americana, para establecer la nueva norma del inglés norteamericano. Se propusieron
reformas ortográficas para encontrar una escritura más simple que la británica y que
correspondía más con la pronunciación. Algunos suramericanos estaban de acuerdo
con estas ideas estadounidenses y decían que una lengua típica de un régimen político
obsoleto no podía servir para el dinámico régimen que se inauguraba en América. Se
trataba de une reivindicación nacionalista manifestada a través de la lengua, que tuvo
notable peso en Argentina y en Uruguay. El español como lengua común de
comunicación era una idea muy práctica, pero algunos estaban dispuestos a llevar
la ruptura idiomática lejos.
Al final, esta ruptura no ocurrió y el español se ha mantenido razonablemente unido.
 
Sin embargo, algunos autores americanos querían adaptar la gramática y la
ortografía del español hablado en América. En 1847, Andrés Bello publicó
una Gramática de la lengua castellana dedicada al uso del americano. Su intención no
era separar los usos americanos y peninsulares, sino unificar el uso americano,
basándole sobre el ideal uso castellano, considerado como “puro” (en la época
pululaban una multitud de dialectos irregulares, “bárbaros”, que engendraban
numerosos malos entendidos). Bello también había inventado una ortografía
americana, más simple que la autorizada por la Real Academia Española. Ya que el
analfabetismo era grande, que la instrucción popular era una preocupación de los
revolucionarios y que querían llevarla adelante eficaz y rápidamente, esta idea de
ortografía más sencilla para uso americano era muy buena. Pero muy rápidamente
aparecieron nuevos autores qe proponían nuevas formas de escribir. Así empezaron a
difundirse de forma improvisada usos ortográficos diferentes uno de otro, y diferentes
del uso peninsular.
Estos intentos de reformar la ortografía también tenían su paralelo en España. Vista la
anarquía reinante, la reina Isabel II hizo oficial la ortografía académica para España.
Sin embargo, la Universidad de Chile, por ejemplo, decidió seguir con su particular
reforma de la escritura. Este sismo entre América y la Península duró más de 80 años y
tuvo secuelas. Las propuestas no encontraron apoyo unánime y nunca pudieron
imponerse en los colegios. En 1911, los chilenos tenían un grave problema: no se
podía exigir a los alumnos una ortografía común en los exámenes, así que los
examinadores tenían que aceptar como bueno lo que los escolares escribieran. Por
eso, en 1927, las autoridades decidieron seguir las reglas de la Real Academia.
Ciertamente, en la ortografía americana había muy buenas ideas, pero este ejemplo da
una lección esencial: un negocio común como la lengua española requiere decisiones
comunes.
En 1870, el director de la Real Academia Española inició unas gestiones para
crear Academias correspondientes en los países americanos. Según él: “Los lazos
políticos se han roto para siempre, pero una misma lengua hablamos, y hoy hemos de
emplearla para nuestra común inteligencia”. Estaba preocupado porque en esta época
los hablantes americanos superaban en número a los españoles, las guerrillas
idiomáticas persistían en América y los emigrantes llegaban trayendo consigo todo tipo
de lenguas. El peligro de fragmentación era real y había que hacer algo para evitarlo.
Por eso fueron apareciendo las Academias correspondientes. Sin embargo, éstas eran
más conservadoras que la propia academia española: la mayoría de los académicos
que las integraban simpatizaban con los partidos políticos europeos menos
progresistas y la misma filosofía de fijar el lenguaje según moldes clásicos era buena
muestra de sus ideas. Por eso, las Academias probablemente fueron un freno para las
ideas liberales. En un principio, su labor era meramente subsidiaria: se subordinaban a
la Española y le proporcionaban noticias sobre “provincialismos” que la corporación
madrileña incluía o no en el Diccionario. Sin embargo, esta situación iba a cambiar.
 
Cabe señalar que muchos de los usos americanos eran simplemente formas clásicas
del español que la Península había olvidado y que América repetía. Por ejemplo,
cuando se puede decir en español de la Península “cansao” o “llegao” (se pierde la  d),
está considerado como una vulgaridad frente a la norma americana, más
conservadora, que prefiere “cansado” o “llegado”.
A mediados del siglo, la fluidez de la emigración era tal que ya no tenía mucho sentido
la distinción entre inmigrantes y naturales. Muchos inmigrantes habían hispanizado sus
nombres y habían adoptado la lengua española en el trabajo. En realidad, la mayoría
de la emigración no provenía de España, donde el Gobierno no veía con buenos ojos la
emigración al consideréarlo una sangría para el país. Si esta emigración iba a
enriquecer América, iba también a empobrecer regiones rurales de España. La
procedencia de los emigrantes europeos era variadísima, como sus lenguas.
Precisamente esta multiplicidad de lenguas fue una de las condiciones que facilitó la
difusión del español entre las familias de emigrantes cuando salían de la casa. Si el
grupo emigrante procedía de países con instituciones sociales o estatales fuertes, la
asimilación cultural y lingüística solía ser lenta. En otros casos, la asimilación se
producía a la segunda o tercera generaciones. Los emigrantes, por distinta que fuera
su procedencia, se dieron cuenta de las ventajas que ofrecía una comunidad
lingüística y contribuyeron a ella. A su modo, la emigración fue como un segundo
mestizaje; gente de medios lingüísticos variados, a veces muy distintos del español,
que acabaron adoptándolo, bien para comunicar entre sí, bien porque se emparentaron
con hispanohablantes americanos.
 
Y el español acabó por difundirse por toda América. Sin embargo, no fue gracias a la
escuela. Casi nadie dudaba que la escuela podía civilizar a la gente y que la ilustración
era garantía de una república más rica e integrada. Pero la minoría que dudaba eran
los ricos, poderosos, que pensaban que un “indio leído era un indio perdido”, es decir
que era inútil para el trabajo servil. De modo que esta filosofía de difundir el español
mediante una red escolar tuvo más éxito en los países sin tradición de explotar al
indígena (por ejemplo en Uruguay). En Uruguay convivían el español y el portugués.
Pero los hispanohablantes centralizaron progresivamente las decisiones
administrativas y establecieron una red de escuelas dedicada a hacer retroceder el
portugués. Consecuencia: en poco más de cincuenta años el portugués cedió mucho
terreno y, hoy en día, Uruguay ya no es un país bilingüe. En otros países, como México
(donde la escuela no tenía como finalidad la erradicación de las lenguas indígenas sino
dar voz en español a los indios), no faltaban escuelas pero la inmensidad del territorio y
su heterogeneidad humana hacían inútiles los esfuerzos escolares. Pero si la escuela
no pudo ayudar a que el español se difundiese, las guerras y las revoluciones que
ocurrieron en México y en otros países americanos tuvieron más importancia para la
difusión del idioma común. Las guerras produjeron un particular sistema de movilidad
social espontánea que hizo que, en muy poco tiempo, gente de distinta procedencia
tuviera que entenderse y organizarse en torno a una lengua común. Estos particulares
usos de enseñar y de compartir el idioma se utilizaron durante todo el siglo XIX y parte
del siglo XX.
Pero si la escolarización no fue la causa principal del aprendizaje del español, hay que
reconocer que sí tuvo algún efecto. La necesidad de los campesinos de emigrar a las
ciudades en busca de trabajo y el hecho de que muchos padres les hablaban a sus
hijos en español para que no tuvieran dificultades en la escuela son factores que
contribuyeron al aprendizaje de la lengua oficial.
Un ejemplo para ilustrar la idea que le enseñanza no tuvo mucho peso en la difusión
del español es Perú. El gobierno de Perú se preocupaba por la instrucción, pero
guerras y crisis económicas arruinaron el país, y el sistema escolar quedó desasistido.
Sin embargo, cierto auge en la industria y el comercio había permitido una movilidad
social nueva. De modo que las idas y venidas de la gente acabaron siendo medios más
prácticos para la difusión del español que cualquier forma organizada a través de
planes escolares. Se trataba de una difusión informal y espontánea.
 
Siglo XX
En 1898, la guerra entre España y Estados Unidos determinó la hegemonía de Estados
Unidos sobre las últimas colonias españolas. Cada vez más habitantes de estas
colonias emigran hacia Nueva York y el sur de Florida.
Después de la Primera Guerra Mundial los norteamericanos se dieron cuenta de que
era importante la enseñanza del español en Estados Unidos, por razones culturales,
pero también por motivos comerciales. De hecho, en esta época acababa de concluir la
guerra y el tráfico comercial de EE.UU. con Europa había sufrido mucho, de modo que
ese tráfico empezó a desviarse a Hispanoamérica. Las sociedades culturales,
academias, publicaciones dedicadas a la lengua española y a la cultura hispánica en
general se multiplicaron. Los libros escritos en español tuvieron mucho éxito. El
negocio editorial llegó hasta tal punto que los libreros estadounidenses competían por
el mercado editorial en lengua española con los franceses. Pero los lazos entre
América del Sur y del Norte no eran sólo culturales, sino también financieros.
Los robber barons, o sea comerciantes yanquis instauraron regímenes neocoloniales
donde habían materias primas interesantes (por ejemplo el azúcar en Cuba), y
presionaron hasta convertir al imperialismo a un pueblo que había sido más bien
aislacionista, enemigo del colonialismo y defensor teórico de la libertad de los
individuos y de las naciones. Pero para hacer negocios con estas poblaciones,
había que hablar español. Por eso se empezó a enseñar las lenguas modernas en las
universidades. Así que el español se hablaba, o se entendía, en todo el continente y
estaba llamado a ser la lengua común de las nuevas naciones.
Además de este interés práctico por la lengua española, venía un nuevo género de
estudios académicos: el hispanismo, es decir el gusto por la lengua española y su
literatura. Este nuevo interés venía de la Alemania romántica, aburrida del clasicismo
heredado del siglo XVIII y que veía en Cervantes, Lope y Calderón gente de brío,
agilidad y vigor literarios.
Se puede decir para concluir que el hispanismo moderno se canalizó a través de
Estados Unidos, Francia, Alemania, Gran Bretaña e Italia, y era una mezcla se
intereses prácticos y culturales.
Después de la Segunda Guerra Mundial los movimientos migratorios han continuado y
en la actualidad, por ejemplo, en el Estado de Nuevo México, el porcentaje de hispanos
ronde el 40% y se habla una mezcla de español y de inglés, llamado spanglish o tex-
mex. De hecho, hay hispanos en Estados Unidos que son conscientes de su español y
de su inglés, de modo que pueden ir de uno a otro. Pero a otros muchos, si no les
viene a la cabeza la palabra “techo”, dicen “rufa” (del inglés “roof”), o dicen “fri” para
“gratis” y así se hacen entender. De este modo han creado un idioma intermedio. Antes
era la lengua de los pobres, pero ya no lo es tanto. Ahora, mucho dicen “drinqueando fri
en los estores” en vez de “bebiendo gratis en las tiendas”. Pero ¿como va a evolucionar
esta lengua? ¿Convivirá con el español estándar o se convertirá en una lengua
normalizada que se enseñe en las escuelas?
En Argentina, en 1946, Perón ganó las elecciones. Una de las razones de su triunfo era
que hablaba un español con jergas porteñas. No era una nueva forma de hablar.
Seguía una tradición muy antigua y arraigada: una especie de plebeyismo lingüístico
que consistía en ganarse la voluntad de las masas procurando hablar como hablaban
ellas. Antes de 1810, había en Argentina dos sociedades distintas, rivales e
incompatibles: la española (europea y culta) y la americana (bárbara, casi indígena). La
primera solía integrar el partido unitario y la segunda el partido federal. Para los
unitarios, los federales eran unos gauchos, o sea unos bárbaros. Para los federales, los
unitarios eran unos cajetillas, o sea unos afeminados. Un político federal se dio cuenta
de que podía atraerse las simpatías de la gente del pueblo precisamente hablando
como un gaucho. Era el principio de esta tradición oratoria. Este plebeyismo idiomático
desapareció pero reapareció en los años 1880. Había que demostrar su pertenencia al
pueblo y por eso se exageraban los rasgos lingüísticos atribuidos al pueblo.
Ya hemos dicho que el español acabó por difundirse en América no mediante un
sistema escolar sino de forma más espontánea. Sin embargo, esta espontaneidad
lingüística ha sido respaldada por medios muy poderosos: desde mediados del siglo
XX, la televisión y la radio se han ido planteando en muchos hogares, apoyando la
difusión popular de la lengua. Estos medios de comunicación han permitido lograr lo
que los colonizadores nunca consiguieron hacer durante siglos: imponer su lengua.
El español en otros lugares del mundo –
El español también se habla en Filipinas (cerca de un millón y medio de hablantes en
1988), junto con el inglés y el tagalo, y en Trinidad, isla situada cerca de Venezuela.
Por otra parte, debido a que la isla de Pascua (cuya lengua nativa es el rapa-nui) es
territorio de Chile, también se puede decir que el español se habla en la Polinesia Se
afirma que el español es asimismo la lengua materna de cientos de miles de judíos
sefardíes o sefarditas descendientes de aquellos expulsados de España en 1492,
quienes viven especialmente en Turquía, los Balcanes, el Asia Menor, norte de África;
pero también en Holanda, Grecia, Bulgaria, Yugoslavia, Egipto, Líbano y Siria; además,
existen grandes comunidades en Francia, Estados Unidos e Israel. En África, se habla
español en Marruecos, y es lengua oficial y de instrucción en la Guinea Ecuatorial,
donde la hablan más de 300.000 habitantes, mientras que en Oceanía cada día crece
el porcentaje de hispanohablantes, pues en Australia reside un gran número de
inmigrantes de origen hispano. Finalmente, se estudia en colegios y/o universidades en
casi todas partes y es lengua oficial de las Naciones Unidas, la Unión Europea y otros
organismos internacionales.
En consecuencia, la lengua española tiene presencia en todos los continentes, lo que
la convierte en la tercera lengua más hablada en el mundo y en una de las más
extendidas geográficamente. De las aproximadamente 5.000 lenguas que existen en
todo el orbe, el español ocupa un lugar de privilegio con cerca de 400 millones de
hablantes.

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