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UNA PAREJA BIEN AVENIDA por Adela Basch

-¿Te parece que podremos irnos de vacaciones, querido? –irrumpió Lucrecia en la


habitación donde los dedos de Arturo maniobraban sobre el teclado con una
dedicación cariñosa, sin que él corriera la vista del monitor.

-Estoy viendo lugares por Internet –le contestó sin dejar de mover las manos sobre
las teclas y sin quitar la mirada de la pantalla.

-Ah –suspiró ella, y salió del cuarto.

Desde que estaban juntos muchas veces habían tratado salir de vacaciones, hacer
algún viaje, conocer un paisaje nuevo. Pero todos los intentos se habían visto
frustrados: nunca habían logrado dar con el lugar adecuado.

Los dos formaban una pareja bien avenida, como esas avenidas anchas y arboladas
que algunos llaman boulevard, interrumpidas en el centro por pequeñas parcelas
con algo de césped y en las que el tránsito que va en un sentido nunca puede
confundirse con el que va en el otro.

Lucrecia y Arturo eran distintos como una gota de vino tinto y una del océano. No
había entre ellos mucho en común. Pero cualquiera sabe que en cuestiones del
corazón todos los supuestos se deshacen como hojas marchitas.

Él era hincha de Ferro y fanático de los fierros, las tuercas, los motores, las
máquinas. Y sobre todo, de las computadoras.

Pertenecía a esa generación que aprendió a usar el mouse antes que el lápiz y a
entretenerse con videojuegos antes que de tocar el primer libro. Cuando todavía no
sabía leer y escribir ya se había iniciado en el arte de iniciar la computadora, y antes
de aprender a andar en triciclo ya manejaba distintos programas. Nunca había
escrito una carta ni enviado un telegrama. Desde que tenía conciencia, se
comunicaba con medio mundo por Internet. Una vez había intentado enviarle a
Lucrecia una carta de amor, manuscrita, en papel artesanal y delicadamente
perfumado. Pero sus dedos, muy hábiles para deslizarse sobre el teclado, resultaron
tan torpes para escribir a mano que finalmente desistió.
Ella era una muchacha culta que siempre había hecho esculturas. De chica
modelaba figuras con plastilina o con miga de pan. Después empezó a trabajar con
madera, piedras, mármol, metales, arcilla o lo que tuviera a mano.

Era amante de la naturaleza y vegetariana. Andaba por la ciudad en bicicleta y no


creía que el bienestar o la felicidad del ser humano dependieran de los avances
tecnológicos.

No usaba computadora ni siquiera para comunicarse por correo electrónico. Prefería


los encuentros personales. Decía que la cuestión del spam le resultaba francamente
“espantosa” y que la sola idea de tener que elegir un nombre de usuario le
repugnaba porque era como dejarse tragar por el sistema.

Para ella las palabras y las máquinas pertenecían a mundos tan diferentes como el
de las orquídeas y el de los relojes digitales.

Cuando alguien hablaba de “correr” un programa sentía un escozor ácido y se


imaginaba a la persona trotando detrás de un pedazo de papel que llevaba impreso
el nombre de una película o el de una obra de teatro. Para ella, todo estaba en las
palabras.

Igual que los materiales que usaba para esculpir, las palabras eran materia, solo
que según ella, de vibración más sutil. Trataba de esquivar todo lo posible la palabra
datos, porque temía que le provocara un irreprimible ataque de tos.

Cuando Arturo se conectó por primera vez a la banda ancha, ella imaginó
alternativamente una expansiva banda presidencial, una banda de rock pesado con
músicos excedidos de peso, una banda de traficantes, de anchoas, la Banda
Oriental y un enorme cultivo de lavanda.

Arturo tenía una computadora grande, un clon armado por él mismo que Lucrecia
llamaba “el clown”, y otra mucho más pequeña, portátil, que él llamaba “el chiche” y
que llevaba siempre consigo adondequiera que fuese, como si estuviera unido a ella
por algún invisible cordón umbilical.

La primera vez que intentaron salir de vacaciones, él hizo una prolongada búsqueda
por Internet y finalmente sugirió:

-Vayamos a Córdoba, a San Marcos Sierra. Creo que es exactamente el tipo de


lugar que te va a gustar.

Sin embargo, ella le dijo que ni loca iría a un lugar donde un santo cierra algo.
-No, querida, la sierra de San Marcos es con “s” y cierra de cerrar, es con “c”. Me
extraña que no lo sepas –argumentó Arturo.

Pero Lucrecia lo refutó de manera contundente:

-Eso no importa. Lo que cuenta es cómo suena, cómo llega al oído, cómo la mente
percibe la materia sonora.

Arturo la adoraba. Ella era tan distinta de él, tan imprevisible, tan difícil de encasillar.
Él, en cambio, tenía pautas de conducta que lo hacían totalmente predecible.
Lucrecia detestaba la expresión “patrón de conducta” porque sostenía que el
comportamiento no recibía órdenes de nadie. Arturo era lineal; cada pieza estaba
donde debía estar y si algo se corría un poco de lugar, todo se desajustaba como si
los picaportes se salieran de las puertas y los dientes abandonaran la boca. A tal
estímulo, tal reacción, igual que en las computadoras.

-Lucre, ¿qué te parece Montevideo?

-Me suena a transformar la naturaleza en un videojuego. No, Arturo, vos sabés que
a mí eso no me gusta. No hay espacio para la creatividad.

-Tenés razón. ¿Y el Valle de Calamuchita?

-¿Calamuchita? Ahí debe estar lleno de calas chiquitas, y la verdad es que esa flor
siempre me hace pensar en entierros.

Arturo volvió a sumergirse en las páginas de Internet y volvió al rato con una lista
impresa de posibles lugares.

Empezó a enumerar.

-¿La Falda?

-Te imaginás que en vacaciones no voy a andar todo el día en pollera, prefiero usar
pantalones o bermudas.

-¿Y el Palmar de Colón? Es un lugar fácil de empalmar por la ruta –dijo él pensando
que empezaba a comprender los códigos de Lucrecia.

-Ese lugar debe ser tan pequeño como la palma de mi mano, no me interesa.

-¿Mar del Plata?

-En la playa me gusta broncearme, no platearme. Mejor no.

-¿Y Miramar?
-Es lindo mirar el mar, pero no todo el tiempo. Alguna vez vamos a tener ganas de
mirarnos a los ojos y ahí no vamos a poder.

-¿Las Grutas de San Antonio?

-No, ahí seguro que no. Si son de San Antonio, ese es un lugar para ir a buscar
novio, y yo intento seguir profundizando la relación que tengo con vos. No me
interesa otro novio. Y además queda en Río Negro, y esa provincia tiene un doble
mensaje. Se llama Río Negro pero también aloja al Río Colorado. Para una artista
plástica como yo no es buena esa confusión cromática. No, no, hay que descartarlo.
Y di estás pensando en balnearios, te pido por favor que ni se te ocurra pensar en
Reta. No tengo ganas de que me anden sermoneando.

-¿Qué te parece Salta? Tiene unos paisajes hermosos.

-Sí, pero ¿no creés que va a ser agotador estar todo el día brincando?

-¿El Bolsón?

-¿Irnos de vacaciones para estar todo el tiempo metidos en un bolso?

-¿Esquel?

-¿Esquel? -repitió ella.

-Sí, Esquel –afirmó él.

-No, no. Ahí voy a estar todo el tiempo pensando “lo que pasa es que él… y sí, es
que él… y yo no sé por qué ocurre esto, pero es que él…” y no voy a poder disfrutar
nada.

Por un breve instante a Arturo se le cruzó un pensamiento referido a que Lucrecia


era una mujer difícil. Pero enseguida lo sacó de su mente. Sabía que él también lo
era. Entonces arremetió con entusiasmo:

-Lucre, decime, ¿qué tal si vamos a Paris?

-¿París? Eso me suena a que voy a dar a luz, y en este momento me parece
prematuro. No, mejor ahí no. Mirá, Arturo, si querés, yo te digo algunos lugares a los
que podríamos ir tranquilos.

Como tantas otras veces, él asintió con un gesto y ella siguió hablando.

-Una posibilidad es Río Hondo, porque a los dos nos gustan las manifestaciones de
alegría. Lo único que hay que tener en cuenta es que ahí va mucha gente mayor y
no sé si nos vamos a sentir cómodos. También podría ser Puerto Rico, donde sin
duda tendríamos una gran abundancia de bienes. Pero hay un Puerto Rico en el
Caribe y otro en Misiones, y esa ambigüedad me desconcierta un poco. Y podría ser
Florencia, donde en Florencia cualquier estación del año florecería en nosotros todo
lo hermoso que tenemos en potencia. Y además, tiene museos.

-Bueno, ya está, entonces vayamos a Florencia.

-Sí, pero te quiero aclarar una cosa. Yo voy a ir a Florencia, pero a otros lugares de
Italia, no sé. Seguro que a Roma no. Porque Roma es amor al revés, y no quiero
reveses de ningún tipo en nuestra relación y me imagino que vos tampoco. A
Venecia, menos. No podría soportar que alguien me llamara y me dijera “Ven,
necia”. Y también queda descartado Milán, ya sabés que no como milanesas. Pero
si a vos te interesa ir a alguno de esos lugares, yo me quedo en Florencia y vos
recorrés lo que quieras.

-Lucre, no hace falta. Lo único que necesito es que estemos juntos. Pero mejor
vayamos a algún lugar que quede más cerca. Yo quisiera estar ya mismo de
vacaciones, caminando con vos por las calles de un lugar desconocido. ¡Ya sé!

¡Ya lo tengo! –exclamó exultante-. Es un lugar imbatible.

-¿Cuál?

-Valparaíso –dijo Arturo, triunfal-. ¿Qué te parece? Está bueno, ¿no?

-¡Me encanta! –suspiró ella por fin.

-Ya mismo me meto en Internet reservo pasajes y hotel –dijo él con cara de
“persevera y triunfarás”.

Un par de horas después, Lucrecia lo vio aparecer demacrado y con el ánimo por el
piso.

-¿Qué pasa, querido?

-Lucrecia, no vamos a poder ir. Hay un solo hotel con habitaciones disponibles, pero
no tiene wi-fi.

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