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En una edición anterior de Philosophy & Public Affairs apareció un simposio sobre las reglas
de la guerra que en realidad era (o al menos más importante) un simposio sobre otro tema.2
El tema real era si un hombre puede o no enfrentar, o debe enfrentar, un dilema moral, una
situación en la que tiene que elegir entre dos cursos de acción, los cuales sería incorrecto
para él emprender. Thomas Nagel sugirió con preocupación que esto podría suceder y que
sucedía cada vez que alguien se veía obligado a elegir entre defender un principio moral
importante y evitar un desastre inminente.3 R. B. Brandt argumentó que de manera posible
no podría suceder, ya que había pautas que podríamos seguir y cálculos que podríamos se-
guir, lo que necesariamente daría la conclusión de que uno u otro curso de acción era el
correcto para llevar a cabo en las circunstancias (o que no importaba lo que emprendiéra-
mos). R. M. Hare explicó cómo era que alguien podría suponer de manera errónea que se
enfrentaba a un dilema moral: a veces, sugirió, los preceptos y principios de un hombre co-
mún, los productos de su educación moral, entran en conflicto con los mandatos desarrolla-
dos en un orden superior nivel de discurso moral. Pero este conflicto se resuelve o debería
resolverse en el nivel superior; no hay un verdadero dilema.
No estoy seguro de que la explicación de Hare sea reconfortante, pero la pregunta es im-
portante incluso si tal explicación no es posible, quizás especialmente si este es el caso. El
argumento se refiere no solo a la coherencia y armonía del universo moral, sino también a
la relativa facilidad o dificultad, o imposibilidad, de vivir una vida moral. Por lo tanto, no es
sólo una pregunta de filósofo. Si tal dilema puede surgir, ya sea con frecuencia o muy rara-
mente, cualquiera de nosotros podría enfrentarlo algún día. De hecho, muchos hombres lo
han enfrentado, o piensan que lo han hecho, especialmente los hombres involucrados en
actividades políticas o guerras. El dilema, exactamente como lo describe Nagel, se discute
con frecuencia en la literatura de acción política: en novelas y obras de teatro relacionadas
con la política y también en el trabajo de los teóricos
En los tiempos modernos, el dilema aparece con mayor frecuencia como el problema de las
“manos sucias”, y el líder comunista Hoerderer lo expresa en el juego de Sartre con ese nombre:
“Tengo las manos sucias hasta los codos. Las he hundido con inmundicia y sangre. ¿Crees
que puedes gobernar inocentemente?”.4 Mi propia respuesta es no, no creo que pueda gober-
nar inocentemente; ni la mayoría de nosotros cree que quienes nos gobiernan son inocentes,
* Michael Walzer. “Political Action: The Problem of Dirty Hands”, Philosophy & Public Affairs, vol. 2, núm. 2,
Invierno, 1973, pp. 160-180. Traducido por José de Jesús Cruz Santana <historiam.scribere@yahoo.com>.
1 Una versión anterior de este documento se leyó en la reunión anual de la Conferencia para el Estudio del
Pensamiento Político en Nueva York, en abril de 1971. Estoy en deuda con Charles Taylor, quien se desempeñó
como comentarista en ese momento y me animó a pensar que sus argumentos podrían estar en lo cierto.
2 Philosophy & Public Affairs, vol. 1, núm. 2 (Invierno, 1971-1972): Thomas Nagel. “War and Massacre”, pp. 123-
144; R. B. Brandt. “Utilitarianism and the Rules of War”, pp. 145-165; y R. M. Hare, “Rules of War and Moral
Reasoning”, pp. 166-181.
3 Para la descripción de Nagel de un posible “callejón sin salida moral”, véase “War and Massacre”, pp. 142-
144. Bernard Williams ha hecho una sugerencia similar, aunque sin reconocerla como propia: “muchas personas
pueden reconocer la idea de que cierto curso de acción es, de hecho, lo mejor que se puede hacer en general en
las circunstancias, pero que hacerlo implica hacer algo mal” (Morality: An Introduction to Ethics [Nueva York, 1972],
p. 93).
69
4 Jean-Paul Sartre. “Dirty Hands”, en No Exit and Three Other Plays, trad. Lionel Abel (Nueva York, s. f.), p.
224.
MICHAEL WALZER
como argumentaré a continuación, incluso los mejores de ellos. Pero esto no significa que no
sea posible hacer lo correcto mientras se gobierna. Significa que un acto particular de go-
bierno (en un partido político o en el estado) puede ser exactamente lo que se debe hacer en
términos utilitarios y, sin embargo, dejar al hombre que lo hace culpable de un error moral.
El hombre inocente, después, ya no es inocente. Si, por otro lado, sigue siendo inocente, elige,
es decir, el lado “absolutista” del dilema de Nagel, no solo no hace lo correcto (en términos
utilitarios), sino que también puede no cumplir con los deberes de su oficina (que le impone
una responsabilidad considerable por las consecuencias y los resultados). La mayoría de las
veces, por supuesto, los líderes políticos aceptan el cálculo utilitario; intentan estar a la al-
tura. Uno podría ofrecer una serie de comentarios sardónicos sobre este hecho, siendo el más
obvio que por los cálculos que suelen hacer demuestran las grandes virtudes de la posición
“absolutista”. Sin embargo, no querríamos ser gobernados por hombres que adoptaran cons-
tantemente esa posición.
La noción de manos sucias deriva de un esfuerzo por rechazar el “absolutismo” sin negar
la realidad del dilema moral. Aunque esto puede parecer a los filósofos utilitarios para acu-
mular confusión sobre confusión, propongo tomarlo muy en serio. Para la literatura que
examinaré es el trabajo de hombres serios y a menudo sabios, y refleja, aunque también
puede haber ayudado a moldear, el pensamiento popular sobre la política. Es importante
prestar atención a eso también. Lo haré sin suponer, como Hare sugiere que uno podría, que
el discurso moral y político cotidiano constituye un nivel distinto de argumento, donde el
contenido es en gran medida una cuestión de conveniencia pedagógica.5 Si las opiniones po-
pulares son resistentes (como lo son) al utilitarismo, puede haber algo que aprender de eso
y no simplemente algo que explicar al respecto.
I
Permitidme comenzar, entonces, con un poco de sabiduría convencional en el sentido de que
los políticos son mucho peores, moralmente peores, que el resto de nosotros (es la sabiduría
del resto de nosotros). Sin respaldarlo ni pretender no creerlo, voy a exponer esta conven-
ción. Porque sugiere que el dilema de las manos sucias es una característica central de la
vida política, que surge no solo como una crisis ocasional en la carrera de este o aquel político
desafortunado, sino de manera sistemática y frecuente.
¿Por qué se destaca al político? ¿No es como los otros empresarios en una sociedad
abierta, que se apresuran, mienten, intrigan, usan máscaras, sonríen y son villanos? No es,
sin duda, por muchas razones, tres de las cuales debo considerar. En primer lugar, el político
afirma desempeñar un papel diferente al de otros empresarios. Él no solo atiende nuestros
intereses; él actúa en nuestro nombre, incluso en nuestro nombre. Tiene propósitos en
mente, causas y proyectos que requieren el apoyo y redundan en beneficio, no de cada uno
de nosotros individualmente, sino de todos juntos. Se apresura, miente e intriga por noso-
tros, o eso afirma. Quizás tenga razón, o al menos sea sincero, pero sospechamos que él tam-
bién actúa por sí mismo. De hecho, no puede servirnos sin servirse a sí mismo, ya que el éxito
le brinda poder y gloria, las mayores recompensas que los hombres pueden ganar de sus
semejantes. La competencia por estos dos es feroz; Los riesgos son a menudo grandes, pero
las tentaciones son mayores. Nos imaginamos sucumbiendo. ¿Por qué nuestros representan-
tes deberían actuar de manera diferente? Incluso si quisieran actuar de manera diferente,
probablemente no puedan: porque otros hombres están demasiado listos para apresurarse y
mentir por poder y gloria, y son los otros quienes establecen los términos de la competencia.
Apresurarse y mentir son necesarios porque el poder y la gloria son tan deseables, es decir,
tan ampliamente deseados. Y así, los hombres que actúan por nosotros y en nuestro nombre
son necesariamente estafadores y mentirosos.
70
5Hare. “Rules of War and Moral Reasoning”, pp. 173-178, en especial p. 174: “los principios simples del deon-
tólogo […] tienen su lugar en el nivel de formación del carácter (educación moral y autoeducación)”.
ACCIÓN SOCIAL. EL PROBLEMA DE LAS MANOS SUCIAS
También se piensa que los políticos son peores que el resto de nosotros porque nos go-
biernan, y los placeres de gobernar son mucho mayores que los placeres de ser gobernados.
El político exitoso se convierte en el arquitecto visible de nuestra moderación. Nos cobra
impuestos, nos autoriza, nos prohíbe y nos permite, nos dirige a este o aquel objetivo dis-
tante, todo por nuestro bien mayor. Además, se arriesga por nuestro bien mayor que nos
pone a nosotros, o algunos de nosotros, en peligro. A veces también se pone en peligro, pero
la política, después de todo, es su aventura. No siempre es nuestro. Indudablemente, hay
momentos en que es bueno o necesario dirigir los asuntos de otras personas y ponerlos en
peligro. Pero tenemos un poco de miedo al hombre que busca, ordinariamente y todos los
días, el poder para hacerlo. Y el miedo es lo suficientemente razonable. El político tiene, o
pretende tener, una especie de confianza en su propio juicio que el resto de nosotros sabemos
que es presuntuoso en cualquier hombre.
La presunción es especialmente grande porque el político victorioso usa la violencia y la
amenaza de violencia, no solo contra las naciones extranjeras en nuestra defensa, sino tam-
bién contra nosotros, y de nuevo aparentemente para nuestro mayor bien. Este es un punto
enfatizado y quizás exagerado por Max Weber en su ensayo “Politics as a Vocation”.6 Hasta
donde puedo decir, no ha jugado un papel abierto u obvio en el desarrollo de la convención
que estoy examinando. La figura común es la mentira, no el asesino, político, aunque el ase-
sino acecha en el fondo, apareciendo con mayor frecuencia en forma de revolucionario o
terrorista, muy raramente como un magistrado u oficial ordinario. Sin embargo, el peso de
la violencia oficial en la historia humana sugiere el tipo de poder al que aspiran los políticos,
el tipo de poder que quieren ejercer, y puede señalar las raíces de nuestro disgusto y malestar
a medias conscientes. Los hombres que actúan por nosotros y en nuestro nombre son a me-
nudo asesinos, o parecen convertirse en asesinos demasiado rápido y demasiado fácil.
Sabiendo todo esto o la mayor parte, las personas buenas y decentes aún entran en la vida
política, con el objetivo de alguna reforma específica o buscando una reforma general. Luego
se les exige que aprendan la lección que Maquiavelo se propuso enseñar por primera vez:
“cómo no ser bueno”.7 Algunos de ellos son incapaces de aprender; muchos más profesan ser
incapaces. Pero no tendrán éxito a menos que aprendan, porque se han unido a la terrible
competencia por el poder y la gloria; han elegido trabajar y luchar como dice Maquiavelo,
entre “tantos que no son buenos”. No pueden hacer el bien ellos mismos a menos que ganen
la lucha, lo cual es poco probable que hagan a menos que estén dispuestos y puedan usar los
medios necesarios. Por lo tanto, sospechamos incluso de los mejores ganadores. No es una
señal de nuestra perversidad si los consideramos más inteligentes que el resto. Después de
todo, no han ganado porque fueron buenos, o no solo por eso, sino también porque no fueron
buenos. Nadie tiene éxito en política sin ensuciarse las manos. Esto es sabiduría convencio-
nal nuevamente, y nuevamente no pretendo insistir en que sea verdad sin calificación. Lo
repito solo para revelar el dilema moral inherente a la convención. Porque a veces es correcto
tratar de tener éxito, y luego también debe ser correcto ensuciarse las manos. Pero las manos
se ensucian por hacer lo que está mal hacer. ¿Y cómo puede estar mal hacer lo correcto? O,
¿cómo podemos ensuciarnos las manos haciendo lo que debemos hacer?
II
Será mejor recurrir rápidamente a algunos ejemplos. He elegido dos, uno relacionado con la
lucha por el poder y otro con su ejercicio. Debo enfatizar que en ambos casos los hombres
que enfrentan el dilema de las manos sucias, en un sentido importante, han elegido hacerlo;
los casos no nos dicen nada acerca de cómo sería, por así decirlo, caer en el dilema; ni debo
6 En From Max Weber: Essays in Sociology, traducido y editado por Hans H. Gerth y C. Wright Mills (Nueva York
decir nada sobre eso aquí. Los políticos a menudo sostienen que no tienen derecho a mante-
ner sus manos limpias, y eso puede ser cierto para ellos, pero no es tan cierto para el resto
de nosotros. Probablemente tenemos derecho a evitar, si es posible, aquellas posiciones en
las que podríamos vernos obligados a hacer cosas terribles. Esto podría considerarse como
el equivalente moral de nuestro derecho legal de no incriminarnos. Los buenos hombres no
tendrán prisa por rendirse, aunque a veces hay razones para hacerlo, y entre estas están o
podrían estar las razones por las que los buenos hombres tienen para entrar en la política.
Pero imaginemos un político que no está de acuerdo con eso: quiere hacer el bien solo ha-
ciendo el bien, o al menos está seguro de que puede detenerse ante los usos más corruptos y
brutales del poder político. Muy rápidamente esa certeza se prueba. ¿Qué pensamos de él
entonces?
Alguien quiere ganar las elecciones, dice, pero no quiere ensuciarse las manos. Esto se
entiende como un menosprecio, aunque también significa que el hombre que es criticado es
el tipo de hombre que no mentirá, engañará, regateará a espaldas de sus partidarios, gritará
lo absurdo en las reuniones públicas o manipulará a otros hombres y mujeres. Suponiendo
que esta elección en particular debe ganarse, creo que está claro que el menosprecio está
justificado. Si el candidato no quería ensuciarse las manos, debería haberse quedado en casa;
Si no puede soportar el calor, debe salir de la cocina, y así sucesivamente. Su decisión de
postularse fue un compromiso (para todos los que consideramos importantes las elecciones)
de intentar ganar, es decir, hacer dentro de los límites racionales lo que sea necesario para
ganar. Pero el candidato es un hombre moral. Él tiene principios y una historia de adhesión
a esos principios. Por eso lo estamos apoyando. Quizás cuando se niega a ensuciarse las ma-
nos, simplemente insiste en ser el tipo de hombre que es. ¿Y no es ese el tipo de hombre que
queremos?
Miremos más de cerca este caso. Para ganar las elecciones, el candidato debe hacer un
trato con un jefe de barrio deshonesto, lo que implica la concesión de contratos para la cons-
trucción de escuelas en los próximos cuatro años. ¿Debería hacer el trato? Bueno, al menos
no debería sorprenderse con la oferta, la mayoría de nosotros probablemente diría (un sar-
casmo convencional). Y debe aceptarlo o no, dependiendo de exactamente lo que está en
juego en las elecciones. Pero esa no es la opinión del candidato. Es extremadamente reacio
incluso a considerar el acuerdo, pospone a sus ayudantes cuando se lo recuerdan, se niega a
calcular sus posibles efectos sobre la campaña. Ahora, si está actuando de esta manera por-
que la sola idea de negociar con ese jefe de barrio en particular lo hace sentir impuro, su
reticencia no es muy interesante. Sus sentimientos por sí mismos no son importantes. Pero
también puede tener razones para su reticencia. Puede saber, por ejemplo, que algunos de
sus seguidores lo apoyan precisamente porque creen que es un buen hombre, y esto significa
para ellos un hombre que no hará tales tratos. O puede dudar de sus propios motivos para
considerar el acuerdo, preguntándose si es la campaña política o su propia candidatura lo
que hace que el trato sea tentador. O puede creer que si hace negocios de este tipo ahora, es
posible que más tarde no pueda lograr los fines que hacen que la campaña valga la pena, y
puede que no se sienta con derecho a asumir tales riesgos con un futuro que no es solo su
propio futuro. O simplemente puede pensar que el trato es deshonesto y, por lo tanto, inco-
rrecto, corrompiendo no solo a sí mismo sino a todas esas relaciones humanas en las que está
involucrado.
Debido a que tiene escrúpulos de este tipo, sabemos que es un buen hombre. Pero vemos
la campaña bajo cierta luz, estimamos su importancia de cierta manera y esperamos que
supere sus escrúpulos y haga el trato. Es importante destacar que no queremos que cual-
quiera haga el trato; queremos que lo logre, precisamente porque tiene escrúpulos al res-
pecto. Sabemos que está haciendo lo correcto cuando hace el trato porque sabe que lo está
haciendo mal. No me refiero simplemente a que se sentirá mal o incluso muy mal después
de llegar a un acuerdo. Si es el buen hombre que imagino que será, se sentirá culpable, es
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decir, se creerá culpable. Eso es lo que significa tener las manos sucias.
ACCIÓN SOCIAL. EL PROBLEMA DE LAS MANOS SUCIAS
Todo esto puede volverse más claro si miramos un ejemplo más dramático, ya que quizás
somos un poco culpables sobre los acuerdos políticos y no nos preocupamos mucho por el
hombre que los hace. Por lo tanto, considere a un político que ha aprovechado una crisis
nacional —una guerra colonial prolongada— para alcanzar el poder. Él y sus amigos ganan
el cargo comprometidos con la descolonización y la paz; Están sinceramente comprometidos
con ambos, aunque no sin un cierto sentido de las ventajas del compromiso. En cualquier
caso, no tienen responsabilidad por la guerra; se han opuesto firmemente a ello. Inmediata-
mente, el político se va a la capital colonial para iniciar negociaciones con los rebeldes. Pero
la capital está en medio de una campaña terrorista, y la primera decisión que enfrenta el
nuevo líder es esta: se le pide que autorice la tortura de un líder rebelde capturado que co-
noce o probablemente conozca la ubicación de una serie de bombas ocultas en el departa-
mento edificios alrededor de la ciudad, listos para explotar en las próximas veinticuatro ho-
ras. Ordena que el hombre sea torturado, convencido de que debe hacerlo por el bien de las
personas que de otro modo podrían morir en la explosión, aunque él cree que la tortura es
incorrecta, de hecho abominable, no solo a veces, sino siempre.8 Él había expresado esta
creencia a menudo y con enojo durante su propia campaña; el resto de nosotros lo tomamos
como un signo de su bondad. ¿Cómo deberíamos considerarlo ahora? (¿Cómo debería consi-
derarse a sí mismo?)
Una vez más, no parece suficiente decir que debería sentirse muy mal. ¿Pero por qué no?
¿Por qué no debería tener sentimientos como los del melancólico soldado de San Agustín,
que entendió tanto que su guerra fue justa como que matar, incluso en una guerra justa, es
algo terrible?9 La diferencia es que Agustín no creía que estaba mal matar en una guerra
justa; era triste, o el tipo de cosas por las que un buen hombre se entristecería. Pero podría
haber pensado que estaba mal torturar en una guerra justa, y luego los teóricos católicos
ciertamente lo han pensado mal. Además, el político que imagino piensa que está mal, al
igual que muchos de nosotros que lo apoyamos. Seguramente tenemos derecho a esperar
más que melancolía de él ahora. Cuando ordenó torturar al prisionero, cometió un delito
moral y aceptó una carga moral. Ahora es un hombre culpable. Su voluntad de reconocer y
soportar (y tal vez arrepentirse y hacer penitencia) su culpa es evidencia, y es la única evi-
dencia que nos puede ofrecer, tanto de que no es demasiado bueno para la política como de
que es lo suficientemente bueno. Aquí está el político moral: es por sus manos sucias que lo
conocemos. Si fuera un hombre moral y nada más, sus manos no estarían sucias; Si fuera
político y nada más, fingiría que estaban limpios.
III
El argumento de Maquiavelo sobre la necesidad de aprender a no ser bueno implica clara-
mente que hay actos que se sabe que son malos, aparte de las circunstancias inmediatas en
las que se realizan o no. Señala un conjunto distinto de métodos políticos y estratagemas que
los hombres buenos deben estudiar (leyendo sus libros), no solo porque su uso no es natural,
sino también porque están explícitamente condenados por las enseñanzas morales que los
hombres buenos aceptan, y cuyo la aceptación sirve a su vez para marcar a los hombres como
buenos. Estos métodos pueden ser condenados porque se consideran contrarios a la ley
8 Dejo de lado la cuestión de si el prisionero es él mismo responsable de la campaña terrorista. Quizás se opuso
en las reuniones de la organización rebelde. En cualquier caso, si merece ser castigado o no, no merece ser tortu-
rado.
9 Otros escritores argumentaron que los cristianos nunca deben matar, incluso en una guerra justa; y también
había una posición intermedia que sugiere los orígenes de la idea de manos sucias. Así, Basilio el Grande (obispo
de Cesárea en el siglo IV d. C.): “Sin embargo, nuestros padres diferenciaron el asesinato en la guerra del asesinato,
[...] sin embargo, quizás sería bueno que aquellos cuyas manos son impuras se abstengan de la comunión durante
tres años”. Aquí las manos sucias son una especie de impureza o indignidad, que no es lo mismo que la culpa,
aunque está estrechamente relacionada con ella. Para una encuesta general de estos y otros puntos de vista cris-
73
tianos, ver Roland H. Bainton. Christian Attitudes Toward War and Peace (Nueva York, 1960), en especial los caps.
5-7.
MICHAEL WALZER
10 Las reglas de Brandt no parecen ser del tipo que pueda ser anulado, excepto tal vez por un soldado que
decide que simplemente no matará a más civiles, sin importar la causa que se atienda, ya que todo lo que requie-
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ren es un cálculo cuidadoso. Pero supongo que las reglas de un tipo diferente, que tienen la forma de órdenes
ordinarias y prohibiciones, pueden figurar en lo que se denomina “utilitarismo de reglas”.
ACCIÓN SOCIAL. EL PROBLEMA DE LAS MANOS SUCIAS
Pero este punto de vista, me parece, captura la realidad de nuestra vida moral no mejor
que la anterior. Bien puede ser correcto decir que las reglas morales deberían tener el carác-
ter de pautas, pero parece que en realidad no lo tienen. O al menos, nos defendemos cuando
rompemos las reglas como si tuvieran un estado completamente independiente de su utili-
dad anterior (y rara vez nos sentimos orgullosos de nosotros mismos). Las defensas que nor-
malmente ofrecemos no son simplemente justificaciones; También son excusas. Ahora, como
dice Austin, estos dos pueden parecer muy cercanos, de hecho, sugeriré que pueden aparecer
uno al lado del otro en la misma oración, pero son conceptualmente distintos, diferenciados
en este aspecto crucial: una excusa suele ser un admisión de culpa; una justificación es típi-
camente una negación de culpa y una afirmación de inocencia”.11 Considere una defensa bien
conocida de Hamlet de Shakespeare que a menudo ha reaparecido en la literatura política:
“Debo ser cruel sólo para ser amable”.12 Las palabras se pronuncian en una ocasión en la que
Hamlet está siendo cruel con su madre. Dejaré de lado la posibilidad de que ella merezca
escuchar (que la obliguen a escuchar) cada palabra áspera que pronuncie, ya que el propio
Hamlet no hace tal reclamo, y si ella realmente lo hizo merece eso, sus palabras podrían no
ser crueles o podría no ser cruel por decirlas. “Debo ser cruel” contiene la excusa, ya que
ambas admiten una falla y sugieren que Hamlet no tiene más remedio que cometerla. Hace
lo que tiene que hacer; no puede evitarlo (dada la orden del fantasma, el estado corrompido
de Dinamarca, y así sucesivamente). El resto de la oración es una justificación, ya que sugiere
que Hamlet pretende y espera que la amabilidad sea resultado de sus acciones, debemos su-
poner que quiere decir mayor amabilidad, amabilidad con las personas adecuadas o algo por
el estilo. Sin embargo, no es una justificación tan completa que Hamlet puede decir que real-
mente no está siendo cruel. “Cruel” y “amable” tienen exactamente el mismo estado; ambos
siguen el verbo “ser” y revelan perfectamente el dilema moral.13
Cuando se anulan las reglas, no hablamos ni actuamos como si se hubieran dejado de lado,
cancelado o anulado. Todavía se mantienen y tienen tanto efecto al menos: que sabemos que
hemos hecho algo mal, incluso si lo que hemos hecho también fue lo mejor que se puede
hacer en general en las circunstancias.14 O al menos nos sentimos así, y esto El sentimiento
es en sí mismo una característica crucial de nuestra vida moral. De ahí el tercer argumento
utilitario, que reconoce la utilidad de la culpa y busca explicarla. Al parecer, existen buenas
razones para “sobrevalorar”, así como para anular las reglas. Porque las consecuencias po-
drían ser muy malas si las reglas se anulan cada vez que el cálculo moral parece ir en contra
de ellas. Probablemente sea mejor si la mayoría de los hombres no calculan muy bien, sino
que simplemente siguen las reglas; es menos probable que cometan errores de esa manera,
en general. Y así, un buen hombre (o al menos un buen hombre ordinario) respetará las reglas
más de lo que lo haría si las considerara simplemente pautas, y se sentirá culpable cuando
las anule. De hecho, si no se sintiera culpable, “no sería un hombre tan bueno”.15 Es por sus
sentimientos que lo conocemos. Debido a esos sentimientos, nunca tendrá prisa por anular
las reglas, sino que esperará hasta que no haya otra opción, actuando solo para evitar con-
secuencias inminentes y casi ciertamente desastrosas.
La dificultad obvia con este argumento es que el sentimiento cuya utilidad está explicán-
dose es muy poco probable que lo sienta alguien que está convencido solo de su utilidad.
11 J. L. Austin, “A Plea for Excuses”, en Philosophical Papers, editado por J. O. Urmson y G. J. Warnock (Oxford,
simos sentar las bases de la bondad / No podríamos ser amables…”. (Selected Poems, traducido por H. R. Hays
[Nueva York, 1969], p. 177). Esto es más una excusa, menos una justificación (el poema es una apología).
14 Robert Nozick analiza algunos de los posibles efectos de anular una regla en sus “Moral Complications and
Moral Structures”, Natural Law Forum, núm. 13 (1968): pp. 34-35 y notas. Nozick sugiere que lo que puede quedar
después de que uno haya violado una regla (por buenas razones) es un “deber de hacer reparaciones”. Él no llama
75
Rompe una regla utilitaria (directriz), digamos, por buenas razones utilitarias: ¿pero puede
entonces sentirse culpable, también por buenas razones utilitarias, cuando no tiene motivos
para creer que es culpable? Imagine un filósofo moral que expone el tercer argumento a un
hombre que realmente se siente culpable o al tipo de hombre que probablemente se sienta
culpable. O el hombre no aceptará la explicación utilitaria como una explicación de su sen-
timiento sobre las reglas (probablemente el mejor resultado desde un punto de vista utilita-
rio) o lo aceptará y luego dejará de sentir ese sentimiento (útil). Pero no quiero excluir la
posibilidad de un tipo de ansiedad supersticiosa, la posibilidad, es decir, que algunos hom-
bres continúen sintiéndose culpables incluso después de que se les haya enseñado, y hayan
aceptado, que no pueden serlo. Es mejor decir solo que cuanto más aceptan plenamente la
explicación utilitaria, menos probable es que sientan ese sentimiento (útil). El relato utilita-
rio no es en absoluto útil, entonces, si los actores políticos lo aceptan, y eso puede ayudarnos
a entender por qué juega, como ha señalado Hare, una parte tan pequeña en nuestra educa-
ción moral.16
IV
Un comentario adicional sobre el tercer argumento: vale la pena subrayar que sentirse cul-
pable es sufrir, y que los hombres cuyos sentimientos de culpa se consideran útiles aquí son
inocentes según el relato utilitario. Así que parece que hemos encontrado otro caso en el que
el sufrimiento de los inocentes está permitido e incluso alentado por el cálculo utilitario. 17
Pero seguramente un hombre inocente que haya hecho algo doloroso o difícil (pero justifi-
cado) debería ser ayudado a evitar o escapar del sentido de culpabilidad razonablemente
podría esperar la ayuda de sus semejantes, incluso de filósofos morales, en ese momento. Por
otro lado, si intuitivamente creemos que es cierto de otro hombre que debería sentirse cul-
pable, entonces deberíamos poder especificar la naturaleza de su culpa (y si es un buen hom-
bre, ganar su acuerdo). Creo que puedo construir un caso que, con solo una pequeña varia-
ción, resalte lo que es diferente en estas dos situaciones.
Considere la práctica común de distribuir rifles cargados de blancos a algunos de los miem-
bros de un pelotón de fusilamiento. A los hombres individuales no se les dice si sus propias
armas son letales, por lo que, aunque todos parecen verdugos para la víctima que está frente a
ellos, ninguno sabe si realmente son verdugos o no. El propósito de esta estratagema es aliviar
a cada hombre de la sensación de que es un asesino. Difícilmente puede relevarlo de cual-
quier responsabilidad moral en la que incurra sirviendo en un pelotón de fusilamiento, y ese
16Aquí hay otra posible posición utilitaria, sugerida en Maurice Merleau-Ponty Humanism and Terror, trad.
John O’Neill (Boston, 1970). Según este punto de vista, la agonía y los sentimientos de culpa que experimenta el
hombre que toma una decisión de “manos sucias” derivan de su radical incertidumbre sobre el resultado real.
Quizás lo horrible que está haciendo se haga en vano; los resultados que espera no ocurrirán; El único resultado
será el dolor que ha causado o el engaño que ha fomentado. Entonces (y solo entonces) habrá cometido un crimen.
Por otro lado, si llega el bien esperado, entonces (y solo entonces) puede abandonar sus sentimientos de culpa; él
puede decir, y el resto de nosotros debemos estar de acuerdo, que él está justificado. Este es un tipo de utilitarismo
retrasado, donde la justificación es una cuestión de resultados reales y no de resultados pronosticados. No es
inverosímil imaginar a un actor político esperando ansiosamente el “veredicto de la historia”. Pero supongamos
que el veredicto está a su favor (suponiendo que haya un veredicto final o un estatuto de limitaciones sobre
posibles veredictos): seguramente se sentirá aliviado, más aún, sin duda, que el resto de nosotros. Sin embargo,
no puedo ver ninguna razón por la que debería considerarse justificado, si es un buen hombre y sabe que lo que
hizo estuvo mal. Quizás las víctimas de su crimen, al ver el feliz resultado, lo absolverán, pero la historia no tiene
poderes de absolución. De hecho, es más probable que la historia engañe nuestro juicio moral. Al menos se piensa
que los resultados pronosticados se derivan de nuestros propios actos (esta es la predicción), pero los resultados
reales casi seguramente tienen una multitud de causas, cuya combinación puede ser fortuita. Merleau-Ponty
enfatiza tanto los riesgos de la toma de decisiones políticas que convierte la política en una apuesta con el tiempo
y las circunstancias. Pero la ansiedad del jugador no es de gran interés moral. Tampoco es una barrera, como lo
deja muy claro el libro de Merleau-Ponty, para la comisión de los crímenes más terribles.
76
17 Cfr. Los casos sugeridos por David Ross. The Right and the Good (Oxford, 1930), pp. 56-57, y E. F. Carritt.
no es su propósito, ya que no se cree que la ejecución sea (y admitamos que sea así) un acto
inmoral o ilícito. Pero la inhibición contra matar a otro ser humano es tan fuerte que incluso
si los hombres creen que lo que están haciendo es correcto, aún se sentirán culpables. La
incertidumbre sobre su papel real aparentemente reduce la intensidad de estos sentimientos.
Si esto es así, la estratagema es perfectamente justificable, y uno solo puede alegrarse en
todos los casos en que tiene éxito, porque cada éxito resta a la cantidad de hombres inocentes
que sufren.
Pero creo que sentiríamos de manera diferente si imaginamos a un hombre que cree (y
supongamos aquí que nosotros también creemos) que la pena capital está mal o que esta
víctima en particular es inocente, pero quien, sin embargo, acepta participar en el pelotón
de fusilamiento por alguna razón política o moral dominante: no intentaré sugerir cuál po-
dría ser esa razón. Si el truco con los fusiles lo consuela, entonces podemos estar razonable-
mente seguros de que su oposición a la pena capital o su creencia en la inocencia de la víctima
no es moralmente grave. Y si es grave, no solo se sentirá culpable, sabrá que es culpable (y
nosotros también lo sabremos), aunque también puede creer (y podemos estar de acuerdo)
que tiene buenas razones para incurrir en la culpa. Nuestros sentimientos de culpa pueden
ser engañados cuando están aislados de nuestras creencias morales, como en el primer caso,
pero no cuando están aliados con ellos, como en el segundo. Las creencias en sí mismas y las
reglas en las que se cree solo pueden ser anuladas, un proceso doloroso que obliga a un hom-
bre a sopesar el mal que está dispuesto a hacer para hacer lo correcto, y que deja atrás el
dolor, y debe hacerlo, incluso después de que la decisión se haya tomado.
V
Ese es el dilema de las manos sucias, tal como lo han experimentado los actores políticos y
se ha escrito en la literatura sobre la acción política. No quiero argumentar que es solo un
dilema político. Sin duda, también podemos ensuciarnos las manos en la vida privada y, a
veces, sin duda, deberíamos hacerlo. Pero el problema se plantea de manera más dramática
en la política por las tres razones que hacen de la vida política el tipo de vida que es, porque
afirmamos que actuamos por los demás pero también nos servimos a nosotros mismos, go-
bernamos sobre los demás y usamos la violencia contra ellos. Es fácil ensuciarse las manos
en política y a menudo es correcto hacerlo. Pero no es fácil enseñarle a un buen hombre
cómo no ser bueno, ni tampoco es fácil explicarse a un hombre así una vez que ha cometido
los delitos que se le exigen. Al menos, no es fácil una vez que hemos acordado usar la palabra
“crímenes” y vivir (porque no tenemos otra opción) el dilema de las manos sucias. Aun así,
el acuerdo es bastante común y, sobre la base de esto, se han desarrollado tres amplias tra-
diciones de explicación, tres formas de pensar sobre las manos sucias, que derivan de una
manera muy general de las perspectivas neoclásica, protestante y católica sobre política y
moralidad. Quiero tratar de decir algo muy brevemente sobre cada uno de ellos, o más bien
sobre un ejemplo representativo de cada uno de ellos, ya que cada uno me parece en parte
correcto. Pero no creo que pueda armar la visión compuesta que podría ser totalmente co-
rrecta.
La primera tradición está mejor representada por Maquiavelo, el primer hombre, hasta
donde yo sé, que declara la paradoja que estoy examinando. Maquiavelo nos dice que el buen
hombre que pretende fundar o reformar una república debe hacer cosas terribles para al-
canzar su objetivo. Al igual que Rómulo debe asesinar a su hermano; como Numa, él debe
mentir a la gente. A veces, sin embargo, “cuando el acto acusa, el resultado excusa”.18 Esta
frase de Los discursos a menudo se toma para significar que el engaño y la crueldad del polí-
tico se justifican por los buenos resultados que produce. Pero si estuvieran justificados, no
sería necesario aprender lo que Maquiavelo dice enseñar: cómo no ser bueno. Solo sería ne-
cesario aprender a ser bueno de una manera nueva, más difícil y quizás indirecta. Ese no es
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19 Para una visión totalmente distinta de Maquiavelo, véase Isaiah Berlin, “The Question of Machiavelli”, The
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21 “Politics as a Vocation”, pp. 125-126. Pero a veces un líder político elige el lado “absolutista” del conflicto, y
Weber escribe (pág. 127) que “se mueve inmensamente cuando un hombre maduro… consciente de la responsa-
bilidad de las consecuencias de su conducta… llega a un punto en el que dice: ‘Aquí estoy; no puedo hacer otra
cosa’”. “Desafortunadamente, no sugiere exactamente dónde está ese punto o incluso dónde podría estar.
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22 Caligula and Three Other Plays (New York, 1958), p. X. (Justin O’Brian tradujo el prefacio, Stuart Gilbert the
plays).
MICHAEL WALZER
Esa doctrina podría describirse mejor por una analogía: solo el asesinato, quiero sugerir, es
como la desobediencia civil. En ambos hombres violan un conjunto de reglas, van más allá
de un límite moral o legal, para hacer lo que creen que deberían hacer. Al mismo tiempo,
reconocen su responsabilidad por la violación al aceptar el castigo o hacer penitencia. Pero
también hay una diferencia entre los dos, que tiene que ver con la diferencia entre la ley y la
moral. En la mayoría de los casos de desobediencia civil, las leyes del estado se rompen por
razones morales, y el estado proporciona el castigo. En la mayoría de los casos de manos
sucias, las reglas morales se rompen por razones de estado, y nadie otorga el castigo. Rara-
mente hay un verdugo zarista esperando en las alas a políticos con las manos sucias, incluso
los más merecedores entre ellos. Por lo general, las reglas morales no se aplican contra el
tipo de actor que estoy considerando, en gran parte porque actúa a título oficial. Si se hicie-
ran cumplir, las manos sucias no serían un problema. Simplemente honraríamos al hombre
que hizo el mal para hacer el bien, y al mismo tiempo lo castigaríamos. Lo honraríamos por
el bien que ha hecho, y lo castigaríamos por el mal que ha hecho. Lo castigaríamos, es decir,
por las mismas razones que castigamos a cualquier otra persona; No es mi propósito aquí
defender ninguna visión particular del castigo. En cualquier caso, parece que no hay forma
de establecer o hacer cumplir el castigo. Además del sacerdote y el confesionario, no hay
autoridades a quienes podamos confiar la tarea.
Sin embargo, me inclino a pensar que la visión de Camus es la más atractiva de las tres,
aunque solo sea porque requiere que al menos imaginemos un castigo o una penitencia que
se ajuste al crimen y así examinar de cerca la naturaleza del crimen. Los otros no requieren
eso. Una vez que ha lanzado su carrera, los crímenes del príncipe de Maquiavelo parecen
estar sujetos solo a un control prudencial. Y los crímenes del héroe trágico de Weber están
limitados solo por su capacidad de sufrimiento y no, como deberían ser, por nuestra capaci-
dad de sufrimiento. En ninguno de los dos casos hay alguna referencia explícita al código
moral, una vez que se ha dejado de lado, a un gran costo personal para estar seguro. La pre-
gunta planteada por el Hoerderer de Sartre (de quien sospecho que es un sirviente sufriente)
es retórica, y la respuesta es obvia (ya la he dado), pero el barrido característico de ambos es
inquietante. Dado que se trata solo de aquellos crímenes que deberían cometerse, el dilema
de las manos sucias parece excluir las cuestiones de grado. La crueldad desenfrenada o ex-
cesiva no está en cuestión, como tampoco lo es la crueldad dirigida a los malos fines. Pero la
acción política es tan incierta que los políticos necesariamente asumen riesgos morales y
políticos, cometiendo crímenes que solo creen que deberían ser cometidos. Anulan las reglas
sin estar seguros de haber encontrado el mejor camino hacia los resultados que esperan lo-
grar, y no queremos que lo hagan demasiado rápido o con demasiada frecuencia. Por lo tanto,
es importante que las apuestas morales sean muy altas, es decir, que las reglas se valoren
correctamente. Esa, supongo, es la razón del extremismo de Camus. Sin el verdugo, sin em-
bargo, no hay nadie para poner en juego o mantener los valores, excepto nosotros mismos, y
probablemente no hay forma de hacerlo, excepto a través de la reiteración filosófica y la
actividad política.
Afirma Hoerderer: “No aboliremos la mentira negándonos a decir mentiras, sino utili-
zando todos los medios disponibles para abolir las clases sociales”.23 Sospecho que no aboli-
remos la mentira en absoluto, pero podríamos asegurarnos de que haya menos mentiras por
decir si conseguimos negar el poder y la gloria a los mentirosos más grandes, excepto, por
supuesto, en el caso de aquellos pocos afortunados cuyos logros extraordinarios nos hacen
olvidar las mentiras que contaron. Si Hoerderer logra abolir las clases sociales, tal vez se
unirá a los pocos afortunados. Mientras tanto, miente, manipula y mata, y debemos asegu-
rarnos de que pague el precio. Sin embargo, no podremos hacerlo sin ensuciarnos las manos,
y luego debemos encontrar alguna forma de pagar el precio nosotros mismos.
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