Está en la página 1de 12

ACCIÓN POLÍTICA.

EL PROBLEMA DE LAS MANOS SUCIAS*


Michael Walzer1

En una edición anterior de Philosophy & Public Affairs apareció un simposio sobre las reglas
de la guerra que en realidad era (o al menos más importante) un simposio sobre otro tema.2
El tema real era si un hombre puede o no enfrentar, o debe enfrentar, un dilema moral, una
situación en la que tiene que elegir entre dos cursos de acción, los cuales sería incorrecto
para él emprender. Thomas Nagel sugirió con preocupación que esto podría suceder y que
sucedía cada vez que alguien se veía obligado a elegir entre defender un principio moral
importante y evitar un desastre inminente.3 R. B. Brandt argumentó que de manera posible
no podría suceder, ya que había pautas que podríamos seguir y cálculos que podríamos se-
guir, lo que necesariamente daría la conclusión de que uno u otro curso de acción era el
correcto para llevar a cabo en las circunstancias (o que no importaba lo que emprendiéra-
mos). R. M. Hare explicó cómo era que alguien podría suponer de manera errónea que se
enfrentaba a un dilema moral: a veces, sugirió, los preceptos y principios de un hombre co-
mún, los productos de su educación moral, entran en conflicto con los mandatos desarrolla-
dos en un orden superior nivel de discurso moral. Pero este conflicto se resuelve o debería
resolverse en el nivel superior; no hay un verdadero dilema.
No estoy seguro de que la explicación de Hare sea reconfortante, pero la pregunta es im-
portante incluso si tal explicación no es posible, quizás especialmente si este es el caso. El
argumento se refiere no solo a la coherencia y armonía del universo moral, sino también a
la relativa facilidad o dificultad, o imposibilidad, de vivir una vida moral. Por lo tanto, no es
sólo una pregunta de filósofo. Si tal dilema puede surgir, ya sea con frecuencia o muy rara-
mente, cualquiera de nosotros podría enfrentarlo algún día. De hecho, muchos hombres lo
han enfrentado, o piensan que lo han hecho, especialmente los hombres involucrados en
actividades políticas o guerras. El dilema, exactamente como lo describe Nagel, se discute
con frecuencia en la literatura de acción política: en novelas y obras de teatro relacionadas
con la política y también en el trabajo de los teóricos
En los tiempos modernos, el dilema aparece con mayor frecuencia como el problema de las
“manos sucias”, y el líder comunista Hoerderer lo expresa en el juego de Sartre con ese nombre:
“Tengo las manos sucias hasta los codos. Las he hundido con inmundicia y sangre. ¿Crees
que puedes gobernar inocentemente?”.4 Mi propia respuesta es no, no creo que pueda gober-
nar inocentemente; ni la mayoría de nosotros cree que quienes nos gobiernan son inocentes,

* Michael Walzer. “Political Action: The Problem of Dirty Hands”, Philosophy & Public Affairs, vol. 2, núm. 2,

Invierno, 1973, pp. 160-180. Traducido por José de Jesús Cruz Santana <historiam.scribere@yahoo.com>.
1 Una versión anterior de este documento se leyó en la reunión anual de la Conferencia para el Estudio del

Pensamiento Político en Nueva York, en abril de 1971. Estoy en deuda con Charles Taylor, quien se desempeñó
como comentarista en ese momento y me animó a pensar que sus argumentos podrían estar en lo cierto.
2 Philosophy & Public Affairs, vol. 1, núm. 2 (Invierno, 1971-1972): Thomas Nagel. “War and Massacre”, pp. 123-

144; R. B. Brandt. “Utilitarianism and the Rules of War”, pp. 145-165; y R. M. Hare, “Rules of War and Moral
Reasoning”, pp. 166-181.
3 Para la descripción de Nagel de un posible “callejón sin salida moral”, véase “War and Massacre”, pp. 142-

144. Bernard Williams ha hecho una sugerencia similar, aunque sin reconocerla como propia: “muchas personas
pueden reconocer la idea de que cierto curso de acción es, de hecho, lo mejor que se puede hacer en general en
las circunstancias, pero que hacerlo implica hacer algo mal” (Morality: An Introduction to Ethics [Nueva York, 1972],
p. 93).
69

4 Jean-Paul Sartre. “Dirty Hands”, en No Exit and Three Other Plays, trad. Lionel Abel (Nueva York, s. f.), p.

224.
MICHAEL WALZER

como argumentaré a continuación, incluso los mejores de ellos. Pero esto no significa que no
sea posible hacer lo correcto mientras se gobierna. Significa que un acto particular de go-
bierno (en un partido político o en el estado) puede ser exactamente lo que se debe hacer en
términos utilitarios y, sin embargo, dejar al hombre que lo hace culpable de un error moral.
El hombre inocente, después, ya no es inocente. Si, por otro lado, sigue siendo inocente, elige,
es decir, el lado “absolutista” del dilema de Nagel, no solo no hace lo correcto (en términos
utilitarios), sino que también puede no cumplir con los deberes de su oficina (que le impone
una responsabilidad considerable por las consecuencias y los resultados). La mayoría de las
veces, por supuesto, los líderes políticos aceptan el cálculo utilitario; intentan estar a la al-
tura. Uno podría ofrecer una serie de comentarios sardónicos sobre este hecho, siendo el más
obvio que por los cálculos que suelen hacer demuestran las grandes virtudes de la posición
“absolutista”. Sin embargo, no querríamos ser gobernados por hombres que adoptaran cons-
tantemente esa posición.
La noción de manos sucias deriva de un esfuerzo por rechazar el “absolutismo” sin negar
la realidad del dilema moral. Aunque esto puede parecer a los filósofos utilitarios para acu-
mular confusión sobre confusión, propongo tomarlo muy en serio. Para la literatura que
examinaré es el trabajo de hombres serios y a menudo sabios, y refleja, aunque también
puede haber ayudado a moldear, el pensamiento popular sobre la política. Es importante
prestar atención a eso también. Lo haré sin suponer, como Hare sugiere que uno podría, que
el discurso moral y político cotidiano constituye un nivel distinto de argumento, donde el
contenido es en gran medida una cuestión de conveniencia pedagógica.5 Si las opiniones po-
pulares son resistentes (como lo son) al utilitarismo, puede haber algo que aprender de eso
y no simplemente algo que explicar al respecto.

I
Permitidme comenzar, entonces, con un poco de sabiduría convencional en el sentido de que
los políticos son mucho peores, moralmente peores, que el resto de nosotros (es la sabiduría
del resto de nosotros). Sin respaldarlo ni pretender no creerlo, voy a exponer esta conven-
ción. Porque sugiere que el dilema de las manos sucias es una característica central de la
vida política, que surge no solo como una crisis ocasional en la carrera de este o aquel político
desafortunado, sino de manera sistemática y frecuente.
¿Por qué se destaca al político? ¿No es como los otros empresarios en una sociedad
abierta, que se apresuran, mienten, intrigan, usan máscaras, sonríen y son villanos? No es,
sin duda, por muchas razones, tres de las cuales debo considerar. En primer lugar, el político
afirma desempeñar un papel diferente al de otros empresarios. Él no solo atiende nuestros
intereses; él actúa en nuestro nombre, incluso en nuestro nombre. Tiene propósitos en
mente, causas y proyectos que requieren el apoyo y redundan en beneficio, no de cada uno
de nosotros individualmente, sino de todos juntos. Se apresura, miente e intriga por noso-
tros, o eso afirma. Quizás tenga razón, o al menos sea sincero, pero sospechamos que él tam-
bién actúa por sí mismo. De hecho, no puede servirnos sin servirse a sí mismo, ya que el éxito
le brinda poder y gloria, las mayores recompensas que los hombres pueden ganar de sus
semejantes. La competencia por estos dos es feroz; Los riesgos son a menudo grandes, pero
las tentaciones son mayores. Nos imaginamos sucumbiendo. ¿Por qué nuestros representan-
tes deberían actuar de manera diferente? Incluso si quisieran actuar de manera diferente,
probablemente no puedan: porque otros hombres están demasiado listos para apresurarse y
mentir por poder y gloria, y son los otros quienes establecen los términos de la competencia.
Apresurarse y mentir son necesarios porque el poder y la gloria son tan deseables, es decir,
tan ampliamente deseados. Y así, los hombres que actúan por nosotros y en nuestro nombre
son necesariamente estafadores y mentirosos.
70

5Hare. “Rules of War and Moral Reasoning”, pp. 173-178, en especial p. 174: “los principios simples del deon-
tólogo […] tienen su lugar en el nivel de formación del carácter (educación moral y autoeducación)”.
ACCIÓN SOCIAL. EL PROBLEMA DE LAS MANOS SUCIAS

También se piensa que los políticos son peores que el resto de nosotros porque nos go-
biernan, y los placeres de gobernar son mucho mayores que los placeres de ser gobernados.
El político exitoso se convierte en el arquitecto visible de nuestra moderación. Nos cobra
impuestos, nos autoriza, nos prohíbe y nos permite, nos dirige a este o aquel objetivo dis-
tante, todo por nuestro bien mayor. Además, se arriesga por nuestro bien mayor que nos
pone a nosotros, o algunos de nosotros, en peligro. A veces también se pone en peligro, pero
la política, después de todo, es su aventura. No siempre es nuestro. Indudablemente, hay
momentos en que es bueno o necesario dirigir los asuntos de otras personas y ponerlos en
peligro. Pero tenemos un poco de miedo al hombre que busca, ordinariamente y todos los
días, el poder para hacerlo. Y el miedo es lo suficientemente razonable. El político tiene, o
pretende tener, una especie de confianza en su propio juicio que el resto de nosotros sabemos
que es presuntuoso en cualquier hombre.
La presunción es especialmente grande porque el político victorioso usa la violencia y la
amenaza de violencia, no solo contra las naciones extranjeras en nuestra defensa, sino tam-
bién contra nosotros, y de nuevo aparentemente para nuestro mayor bien. Este es un punto
enfatizado y quizás exagerado por Max Weber en su ensayo “Politics as a Vocation”.6 Hasta
donde puedo decir, no ha jugado un papel abierto u obvio en el desarrollo de la convención
que estoy examinando. La figura común es la mentira, no el asesino, político, aunque el ase-
sino acecha en el fondo, apareciendo con mayor frecuencia en forma de revolucionario o
terrorista, muy raramente como un magistrado u oficial ordinario. Sin embargo, el peso de
la violencia oficial en la historia humana sugiere el tipo de poder al que aspiran los políticos,
el tipo de poder que quieren ejercer, y puede señalar las raíces de nuestro disgusto y malestar
a medias conscientes. Los hombres que actúan por nosotros y en nuestro nombre son a me-
nudo asesinos, o parecen convertirse en asesinos demasiado rápido y demasiado fácil.
Sabiendo todo esto o la mayor parte, las personas buenas y decentes aún entran en la vida
política, con el objetivo de alguna reforma específica o buscando una reforma general. Luego
se les exige que aprendan la lección que Maquiavelo se propuso enseñar por primera vez:
“cómo no ser bueno”.7 Algunos de ellos son incapaces de aprender; muchos más profesan ser
incapaces. Pero no tendrán éxito a menos que aprendan, porque se han unido a la terrible
competencia por el poder y la gloria; han elegido trabajar y luchar como dice Maquiavelo,
entre “tantos que no son buenos”. No pueden hacer el bien ellos mismos a menos que ganen
la lucha, lo cual es poco probable que hagan a menos que estén dispuestos y puedan usar los
medios necesarios. Por lo tanto, sospechamos incluso de los mejores ganadores. No es una
señal de nuestra perversidad si los consideramos más inteligentes que el resto. Después de
todo, no han ganado porque fueron buenos, o no solo por eso, sino también porque no fueron
buenos. Nadie tiene éxito en política sin ensuciarse las manos. Esto es sabiduría convencio-
nal nuevamente, y nuevamente no pretendo insistir en que sea verdad sin calificación. Lo
repito solo para revelar el dilema moral inherente a la convención. Porque a veces es correcto
tratar de tener éxito, y luego también debe ser correcto ensuciarse las manos. Pero las manos
se ensucian por hacer lo que está mal hacer. ¿Y cómo puede estar mal hacer lo correcto? O,
¿cómo podemos ensuciarnos las manos haciendo lo que debemos hacer?

II
Será mejor recurrir rápidamente a algunos ejemplos. He elegido dos, uno relacionado con la
lucha por el poder y otro con su ejercicio. Debo enfatizar que en ambos casos los hombres
que enfrentan el dilema de las manos sucias, en un sentido importante, han elegido hacerlo;
los casos no nos dicen nada acerca de cómo sería, por así decirlo, caer en el dilema; ni debo

6 En From Max Weber: Essays in Sociology, traducido y editado por Hans H. Gerth y C. Wright Mills (Nueva York

1946) pp. 77-128.


7 Véase The Prince, cap. XV; cfr. The Discourses, libro I, cap. IX y XVIII. Cita de la edición Modern Library de
71

las dos obras (Nueva York, 1950), p. 57.


MICHAEL WALZER

decir nada sobre eso aquí. Los políticos a menudo sostienen que no tienen derecho a mante-
ner sus manos limpias, y eso puede ser cierto para ellos, pero no es tan cierto para el resto
de nosotros. Probablemente tenemos derecho a evitar, si es posible, aquellas posiciones en
las que podríamos vernos obligados a hacer cosas terribles. Esto podría considerarse como
el equivalente moral de nuestro derecho legal de no incriminarnos. Los buenos hombres no
tendrán prisa por rendirse, aunque a veces hay razones para hacerlo, y entre estas están o
podrían estar las razones por las que los buenos hombres tienen para entrar en la política.
Pero imaginemos un político que no está de acuerdo con eso: quiere hacer el bien solo ha-
ciendo el bien, o al menos está seguro de que puede detenerse ante los usos más corruptos y
brutales del poder político. Muy rápidamente esa certeza se prueba. ¿Qué pensamos de él
entonces?
Alguien quiere ganar las elecciones, dice, pero no quiere ensuciarse las manos. Esto se
entiende como un menosprecio, aunque también significa que el hombre que es criticado es
el tipo de hombre que no mentirá, engañará, regateará a espaldas de sus partidarios, gritará
lo absurdo en las reuniones públicas o manipulará a otros hombres y mujeres. Suponiendo
que esta elección en particular debe ganarse, creo que está claro que el menosprecio está
justificado. Si el candidato no quería ensuciarse las manos, debería haberse quedado en casa;
Si no puede soportar el calor, debe salir de la cocina, y así sucesivamente. Su decisión de
postularse fue un compromiso (para todos los que consideramos importantes las elecciones)
de intentar ganar, es decir, hacer dentro de los límites racionales lo que sea necesario para
ganar. Pero el candidato es un hombre moral. Él tiene principios y una historia de adhesión
a esos principios. Por eso lo estamos apoyando. Quizás cuando se niega a ensuciarse las ma-
nos, simplemente insiste en ser el tipo de hombre que es. ¿Y no es ese el tipo de hombre que
queremos?
Miremos más de cerca este caso. Para ganar las elecciones, el candidato debe hacer un
trato con un jefe de barrio deshonesto, lo que implica la concesión de contratos para la cons-
trucción de escuelas en los próximos cuatro años. ¿Debería hacer el trato? Bueno, al menos
no debería sorprenderse con la oferta, la mayoría de nosotros probablemente diría (un sar-
casmo convencional). Y debe aceptarlo o no, dependiendo de exactamente lo que está en
juego en las elecciones. Pero esa no es la opinión del candidato. Es extremadamente reacio
incluso a considerar el acuerdo, pospone a sus ayudantes cuando se lo recuerdan, se niega a
calcular sus posibles efectos sobre la campaña. Ahora, si está actuando de esta manera por-
que la sola idea de negociar con ese jefe de barrio en particular lo hace sentir impuro, su
reticencia no es muy interesante. Sus sentimientos por sí mismos no son importantes. Pero
también puede tener razones para su reticencia. Puede saber, por ejemplo, que algunos de
sus seguidores lo apoyan precisamente porque creen que es un buen hombre, y esto significa
para ellos un hombre que no hará tales tratos. O puede dudar de sus propios motivos para
considerar el acuerdo, preguntándose si es la campaña política o su propia candidatura lo
que hace que el trato sea tentador. O puede creer que si hace negocios de este tipo ahora, es
posible que más tarde no pueda lograr los fines que hacen que la campaña valga la pena, y
puede que no se sienta con derecho a asumir tales riesgos con un futuro que no es solo su
propio futuro. O simplemente puede pensar que el trato es deshonesto y, por lo tanto, inco-
rrecto, corrompiendo no solo a sí mismo sino a todas esas relaciones humanas en las que está
involucrado.
Debido a que tiene escrúpulos de este tipo, sabemos que es un buen hombre. Pero vemos
la campaña bajo cierta luz, estimamos su importancia de cierta manera y esperamos que
supere sus escrúpulos y haga el trato. Es importante destacar que no queremos que cual-
quiera haga el trato; queremos que lo logre, precisamente porque tiene escrúpulos al res-
pecto. Sabemos que está haciendo lo correcto cuando hace el trato porque sabe que lo está
haciendo mal. No me refiero simplemente a que se sentirá mal o incluso muy mal después
de llegar a un acuerdo. Si es el buen hombre que imagino que será, se sentirá culpable, es
72

decir, se creerá culpable. Eso es lo que significa tener las manos sucias.
ACCIÓN SOCIAL. EL PROBLEMA DE LAS MANOS SUCIAS

Todo esto puede volverse más claro si miramos un ejemplo más dramático, ya que quizás
somos un poco culpables sobre los acuerdos políticos y no nos preocupamos mucho por el
hombre que los hace. Por lo tanto, considere a un político que ha aprovechado una crisis
nacional —una guerra colonial prolongada— para alcanzar el poder. Él y sus amigos ganan
el cargo comprometidos con la descolonización y la paz; Están sinceramente comprometidos
con ambos, aunque no sin un cierto sentido de las ventajas del compromiso. En cualquier
caso, no tienen responsabilidad por la guerra; se han opuesto firmemente a ello. Inmediata-
mente, el político se va a la capital colonial para iniciar negociaciones con los rebeldes. Pero
la capital está en medio de una campaña terrorista, y la primera decisión que enfrenta el
nuevo líder es esta: se le pide que autorice la tortura de un líder rebelde capturado que co-
noce o probablemente conozca la ubicación de una serie de bombas ocultas en el departa-
mento edificios alrededor de la ciudad, listos para explotar en las próximas veinticuatro ho-
ras. Ordena que el hombre sea torturado, convencido de que debe hacerlo por el bien de las
personas que de otro modo podrían morir en la explosión, aunque él cree que la tortura es
incorrecta, de hecho abominable, no solo a veces, sino siempre.8 Él había expresado esta
creencia a menudo y con enojo durante su propia campaña; el resto de nosotros lo tomamos
como un signo de su bondad. ¿Cómo deberíamos considerarlo ahora? (¿Cómo debería consi-
derarse a sí mismo?)
Una vez más, no parece suficiente decir que debería sentirse muy mal. ¿Pero por qué no?
¿Por qué no debería tener sentimientos como los del melancólico soldado de San Agustín,
que entendió tanto que su guerra fue justa como que matar, incluso en una guerra justa, es
algo terrible?9 La diferencia es que Agustín no creía que estaba mal matar en una guerra
justa; era triste, o el tipo de cosas por las que un buen hombre se entristecería. Pero podría
haber pensado que estaba mal torturar en una guerra justa, y luego los teóricos católicos
ciertamente lo han pensado mal. Además, el político que imagino piensa que está mal, al
igual que muchos de nosotros que lo apoyamos. Seguramente tenemos derecho a esperar
más que melancolía de él ahora. Cuando ordenó torturar al prisionero, cometió un delito
moral y aceptó una carga moral. Ahora es un hombre culpable. Su voluntad de reconocer y
soportar (y tal vez arrepentirse y hacer penitencia) su culpa es evidencia, y es la única evi-
dencia que nos puede ofrecer, tanto de que no es demasiado bueno para la política como de
que es lo suficientemente bueno. Aquí está el político moral: es por sus manos sucias que lo
conocemos. Si fuera un hombre moral y nada más, sus manos no estarían sucias; Si fuera
político y nada más, fingiría que estaban limpios.

III
El argumento de Maquiavelo sobre la necesidad de aprender a no ser bueno implica clara-
mente que hay actos que se sabe que son malos, aparte de las circunstancias inmediatas en
las que se realizan o no. Señala un conjunto distinto de métodos políticos y estratagemas que
los hombres buenos deben estudiar (leyendo sus libros), no solo porque su uso no es natural,
sino también porque están explícitamente condenados por las enseñanzas morales que los
hombres buenos aceptan, y cuyo la aceptación sirve a su vez para marcar a los hombres como
buenos. Estos métodos pueden ser condenados porque se consideran contrarios a la ley

8 Dejo de lado la cuestión de si el prisionero es él mismo responsable de la campaña terrorista. Quizás se opuso

en las reuniones de la organización rebelde. En cualquier caso, si merece ser castigado o no, no merece ser tortu-
rado.
9 Otros escritores argumentaron que los cristianos nunca deben matar, incluso en una guerra justa; y también

había una posición intermedia que sugiere los orígenes de la idea de manos sucias. Así, Basilio el Grande (obispo
de Cesárea en el siglo IV d. C.): “Sin embargo, nuestros padres diferenciaron el asesinato en la guerra del asesinato,
[...] sin embargo, quizás sería bueno que aquellos cuyas manos son impuras se abstengan de la comunión durante
tres años”. Aquí las manos sucias son una especie de impureza o indignidad, que no es lo mismo que la culpa,
aunque está estrechamente relacionada con ella. Para una encuesta general de estos y otros puntos de vista cris-
73

tianos, ver Roland H. Bainton. Christian Attitudes Toward War and Peace (Nueva York, 1960), en especial los caps.
5-7.
MICHAEL WALZER

divina o al orden de la naturaleza o a nuestro sentido moral, o porque al prescribirnos la ley


a nosotros mismos los hemos prohibido individual o colectivamente. Maquiavelo no se com-
promete en tales asuntos, y tampoco lo haré si puedo evitarlo. Los efectos de estos diferentes
puntos de vista son, al menos en un sentido crucial, los mismos. Nos quitan de nuestras ma-
nos el negocio constante de poner etiquetas morales a métodos maquiavélicos como el en-
gaño y la traición. Tales métodos son simplemente malos. Son el tipo de cosas que los hom-
bres buenos evitan, al menos hasta que hayan aprendido a no ser buenos.
Ahora, si no existe tal clase de acciones, no hay dilema de manos sucias, y la enseñanza
maquiavélica pierde lo que Maquiavelo seguramente pretendía que tuviera, su carácter per-
turbador y paradójico. Entonces puede entenderse que dice que los actores políticos a veces
deben superar sus inhibiciones morales, pero no que a veces deben cometer crímenes. Su-
pongo que los filósofos utilitarios también quieren hacer la primera de estas declaraciones y
negar la segunda. Desde su punto de vista, el candidato que hace un trato corrupto y el fun-
cionario que autoriza la tortura de un prisionero deben ser descritos como buenos hombres
(dados los casos como los he especificado), a quienes quizás debería honrar por hacer la de-
cisión correcta cuando fue una decisión difícil de tomar. Hay tres formas de desarrollar este
argumento.
Primero, podría decirse que cada elección política debe hacerse únicamente en términos
de sus circunstancias particulares e inmediatas, es decir, de las alternativas razonables, el
conocimiento disponible, las posibles consecuencias, etc. Entonces el hombre bueno enfren-
tará decisiones difíciles (cuando su conocimiento de las opciones y los resultados es radical-
mente incierto), pero no puede suceder que enfrente un dilema moral. De hecho, si siempre
toma decisiones de esta manera, y se le ha enseñado desde la infancia a hacerlo, nunca tendrá
que superar sus inhibiciones, haga lo que haga, porque ¿cómo podría haber adquirido inhi-
biciones? Suponiendo además que sopesa las alternativas y calcula las consecuencias con
seriedad y de buena fe, no puede cometer un delito, aunque ciertamente puede cometer un
error, incluso un error muy grave. Incluso cuando mienta y torture, sus manos estarán lim-
pias, porque ha hecho lo que debe hacer lo mejor que puede, parado solo en un momento,
obligado a elegir.
De alguna manera, esta es una descripción atractiva de la toma de decisiones morales, pero
también es muy improbable. Mientras que cualquiera de nosotros puede estar solo, y así suce-
sivamente, cuando tomamos esta o aquella decisión, no estamos aislados ni solitarios en nues-
tras vidas morales. La vida moral es un fenómeno social, y está constituida, al menos en parte,
por reglas, saber cuál (y tal vez la creación de la cual) compartimos con nuestros compañeros.
La experiencia de enfrentarse a estas reglas, desafiar sus prohibiciones y explicarnos a otros
hombres y mujeres es tan común y obviamente tan importante que ninguna explicación de la
toma de decisiones morales puede fallar en aceptarla. De ahí el segundo argumento utilitario:
tales reglas sí existen, pero en realidad no son prohibiciones de acciones ilícitas (aunque sí, tal
vez por razones pedagógicas, tienen esa forma). Son pautas morales, resúmenes de cálculos
anteriores. Facilitan nuestras elecciones en casos ordinarios, ya que simplemente podemos
seguir sus órdenes y hacer lo que se ha encontrado útil en el pasado; En casos excepcionales,
sirven como señales que nos advierten de no hacer demasiado rápido o sin los cálculos más
cuidadosos lo que no se ha encontrado útil en el pasado. Pero no hacen más que eso; no tienen
otro propósito, por lo que no puede ser el caso de que sea o incluso sea un delito anularlos.10
Tampoco es necesario sentirse culpable cuando uno lo hace. Una vez más, si es correcto rom-
per la regla en algún caso difícil, después de preocuparse concienzudamente por ello, el hom-
bre que actúa (especialmente si sabe que muchos de sus compañeros simplemente se preo-
cuparían en lugar de actuar) podría sentirse orgulloso de su logro.

10 Las reglas de Brandt no parecen ser del tipo que pueda ser anulado, excepto tal vez por un soldado que

decide que simplemente no matará a más civiles, sin importar la causa que se atienda, ya que todo lo que requie-
74

ren es un cálculo cuidadoso. Pero supongo que las reglas de un tipo diferente, que tienen la forma de órdenes
ordinarias y prohibiciones, pueden figurar en lo que se denomina “utilitarismo de reglas”.
ACCIÓN SOCIAL. EL PROBLEMA DE LAS MANOS SUCIAS

Pero este punto de vista, me parece, captura la realidad de nuestra vida moral no mejor
que la anterior. Bien puede ser correcto decir que las reglas morales deberían tener el carác-
ter de pautas, pero parece que en realidad no lo tienen. O al menos, nos defendemos cuando
rompemos las reglas como si tuvieran un estado completamente independiente de su utili-
dad anterior (y rara vez nos sentimos orgullosos de nosotros mismos). Las defensas que nor-
malmente ofrecemos no son simplemente justificaciones; También son excusas. Ahora, como
dice Austin, estos dos pueden parecer muy cercanos, de hecho, sugeriré que pueden aparecer
uno al lado del otro en la misma oración, pero son conceptualmente distintos, diferenciados
en este aspecto crucial: una excusa suele ser un admisión de culpa; una justificación es típi-
camente una negación de culpa y una afirmación de inocencia”.11 Considere una defensa bien
conocida de Hamlet de Shakespeare que a menudo ha reaparecido en la literatura política:
“Debo ser cruel sólo para ser amable”.12 Las palabras se pronuncian en una ocasión en la que
Hamlet está siendo cruel con su madre. Dejaré de lado la posibilidad de que ella merezca
escuchar (que la obliguen a escuchar) cada palabra áspera que pronuncie, ya que el propio
Hamlet no hace tal reclamo, y si ella realmente lo hizo merece eso, sus palabras podrían no
ser crueles o podría no ser cruel por decirlas. “Debo ser cruel” contiene la excusa, ya que
ambas admiten una falla y sugieren que Hamlet no tiene más remedio que cometerla. Hace
lo que tiene que hacer; no puede evitarlo (dada la orden del fantasma, el estado corrompido
de Dinamarca, y así sucesivamente). El resto de la oración es una justificación, ya que sugiere
que Hamlet pretende y espera que la amabilidad sea resultado de sus acciones, debemos su-
poner que quiere decir mayor amabilidad, amabilidad con las personas adecuadas o algo por
el estilo. Sin embargo, no es una justificación tan completa que Hamlet puede decir que real-
mente no está siendo cruel. “Cruel” y “amable” tienen exactamente el mismo estado; ambos
siguen el verbo “ser” y revelan perfectamente el dilema moral.13
Cuando se anulan las reglas, no hablamos ni actuamos como si se hubieran dejado de lado,
cancelado o anulado. Todavía se mantienen y tienen tanto efecto al menos: que sabemos que
hemos hecho algo mal, incluso si lo que hemos hecho también fue lo mejor que se puede
hacer en general en las circunstancias.14 O al menos nos sentimos así, y esto El sentimiento
es en sí mismo una característica crucial de nuestra vida moral. De ahí el tercer argumento
utilitario, que reconoce la utilidad de la culpa y busca explicarla. Al parecer, existen buenas
razones para “sobrevalorar”, así como para anular las reglas. Porque las consecuencias po-
drían ser muy malas si las reglas se anulan cada vez que el cálculo moral parece ir en contra
de ellas. Probablemente sea mejor si la mayoría de los hombres no calculan muy bien, sino
que simplemente siguen las reglas; es menos probable que cometan errores de esa manera,
en general. Y así, un buen hombre (o al menos un buen hombre ordinario) respetará las reglas
más de lo que lo haría si las considerara simplemente pautas, y se sentirá culpable cuando
las anule. De hecho, si no se sintiera culpable, “no sería un hombre tan bueno”.15 Es por sus
sentimientos que lo conocemos. Debido a esos sentimientos, nunca tendrá prisa por anular
las reglas, sino que esperará hasta que no haya otra opción, actuando solo para evitar con-
secuencias inminentes y casi ciertamente desastrosas.
La dificultad obvia con este argumento es que el sentimiento cuya utilidad está explicán-
dose es muy poco probable que lo sienta alguien que está convencido solo de su utilidad.

11 J. L. Austin, “A Plea for Excuses”, en Philosophical Papers, editado por J. O. Urmson y G. J. Warnock (Oxford,

1961), pp. 123-152.


12 Hamlet 3.4.178.
13 Compare las siguientes líneas del poema de Bertold Brecht “To Posterity”: “Por desgracia, nosotros / Qui-

simos sentar las bases de la bondad / No podríamos ser amables…”. (Selected Poems, traducido por H. R. Hays
[Nueva York, 1969], p. 177). Esto es más una excusa, menos una justificación (el poema es una apología).
14 Robert Nozick analiza algunos de los posibles efectos de anular una regla en sus “Moral Complications and

Moral Structures”, Natural Law Forum, núm. 13 (1968): pp. 34-35 y notas. Nozick sugiere que lo que puede quedar
después de que uno haya violado una regla (por buenas razones) es un “deber de hacer reparaciones”. Él no llama
75

a esto “culpa”, aunque las dos nociones están estrechamente relacionadas.


15 Hare. “Rules of War and Moral Reasoning”, p. 179.
MICHAEL WALZER

Rompe una regla utilitaria (directriz), digamos, por buenas razones utilitarias: ¿pero puede
entonces sentirse culpable, también por buenas razones utilitarias, cuando no tiene motivos
para creer que es culpable? Imagine un filósofo moral que expone el tercer argumento a un
hombre que realmente se siente culpable o al tipo de hombre que probablemente se sienta
culpable. O el hombre no aceptará la explicación utilitaria como una explicación de su sen-
timiento sobre las reglas (probablemente el mejor resultado desde un punto de vista utilita-
rio) o lo aceptará y luego dejará de sentir ese sentimiento (útil). Pero no quiero excluir la
posibilidad de un tipo de ansiedad supersticiosa, la posibilidad, es decir, que algunos hom-
bres continúen sintiéndose culpables incluso después de que se les haya enseñado, y hayan
aceptado, que no pueden serlo. Es mejor decir solo que cuanto más aceptan plenamente la
explicación utilitaria, menos probable es que sientan ese sentimiento (útil). El relato utilita-
rio no es en absoluto útil, entonces, si los actores políticos lo aceptan, y eso puede ayudarnos
a entender por qué juega, como ha señalado Hare, una parte tan pequeña en nuestra educa-
ción moral.16

IV
Un comentario adicional sobre el tercer argumento: vale la pena subrayar que sentirse cul-
pable es sufrir, y que los hombres cuyos sentimientos de culpa se consideran útiles aquí son
inocentes según el relato utilitario. Así que parece que hemos encontrado otro caso en el que
el sufrimiento de los inocentes está permitido e incluso alentado por el cálculo utilitario. 17
Pero seguramente un hombre inocente que haya hecho algo doloroso o difícil (pero justifi-
cado) debería ser ayudado a evitar o escapar del sentido de culpabilidad razonablemente
podría esperar la ayuda de sus semejantes, incluso de filósofos morales, en ese momento. Por
otro lado, si intuitivamente creemos que es cierto de otro hombre que debería sentirse cul-
pable, entonces deberíamos poder especificar la naturaleza de su culpa (y si es un buen hom-
bre, ganar su acuerdo). Creo que puedo construir un caso que, con solo una pequeña varia-
ción, resalte lo que es diferente en estas dos situaciones.
Considere la práctica común de distribuir rifles cargados de blancos a algunos de los miem-
bros de un pelotón de fusilamiento. A los hombres individuales no se les dice si sus propias
armas son letales, por lo que, aunque todos parecen verdugos para la víctima que está frente a
ellos, ninguno sabe si realmente son verdugos o no. El propósito de esta estratagema es aliviar
a cada hombre de la sensación de que es un asesino. Difícilmente puede relevarlo de cual-
quier responsabilidad moral en la que incurra sirviendo en un pelotón de fusilamiento, y ese

16Aquí hay otra posible posición utilitaria, sugerida en Maurice Merleau-Ponty Humanism and Terror, trad.
John O’Neill (Boston, 1970). Según este punto de vista, la agonía y los sentimientos de culpa que experimenta el
hombre que toma una decisión de “manos sucias” derivan de su radical incertidumbre sobre el resultado real.
Quizás lo horrible que está haciendo se haga en vano; los resultados que espera no ocurrirán; El único resultado
será el dolor que ha causado o el engaño que ha fomentado. Entonces (y solo entonces) habrá cometido un crimen.
Por otro lado, si llega el bien esperado, entonces (y solo entonces) puede abandonar sus sentimientos de culpa; él
puede decir, y el resto de nosotros debemos estar de acuerdo, que él está justificado. Este es un tipo de utilitarismo
retrasado, donde la justificación es una cuestión de resultados reales y no de resultados pronosticados. No es
inverosímil imaginar a un actor político esperando ansiosamente el “veredicto de la historia”. Pero supongamos
que el veredicto está a su favor (suponiendo que haya un veredicto final o un estatuto de limitaciones sobre
posibles veredictos): seguramente se sentirá aliviado, más aún, sin duda, que el resto de nosotros. Sin embargo,
no puedo ver ninguna razón por la que debería considerarse justificado, si es un buen hombre y sabe que lo que
hizo estuvo mal. Quizás las víctimas de su crimen, al ver el feliz resultado, lo absolverán, pero la historia no tiene
poderes de absolución. De hecho, es más probable que la historia engañe nuestro juicio moral. Al menos se piensa
que los resultados pronosticados se derivan de nuestros propios actos (esta es la predicción), pero los resultados
reales casi seguramente tienen una multitud de causas, cuya combinación puede ser fortuita. Merleau-Ponty
enfatiza tanto los riesgos de la toma de decisiones políticas que convierte la política en una apuesta con el tiempo
y las circunstancias. Pero la ansiedad del jugador no es de gran interés moral. Tampoco es una barrera, como lo
deja muy claro el libro de Merleau-Ponty, para la comisión de los crímenes más terribles.
76

17 Cfr. Los casos sugeridos por David Ross. The Right and the Good (Oxford, 1930), pp. 56-57, y E. F. Carritt.

Ethical and Political Thinking (Oxford, 1947), p. 65.


ACCIÓN SOCIAL. EL PROBLEMA DE LAS MANOS SUCIAS

no es su propósito, ya que no se cree que la ejecución sea (y admitamos que sea así) un acto
inmoral o ilícito. Pero la inhibición contra matar a otro ser humano es tan fuerte que incluso
si los hombres creen que lo que están haciendo es correcto, aún se sentirán culpables. La
incertidumbre sobre su papel real aparentemente reduce la intensidad de estos sentimientos.
Si esto es así, la estratagema es perfectamente justificable, y uno solo puede alegrarse en
todos los casos en que tiene éxito, porque cada éxito resta a la cantidad de hombres inocentes
que sufren.
Pero creo que sentiríamos de manera diferente si imaginamos a un hombre que cree (y
supongamos aquí que nosotros también creemos) que la pena capital está mal o que esta
víctima en particular es inocente, pero quien, sin embargo, acepta participar en el pelotón
de fusilamiento por alguna razón política o moral dominante: no intentaré sugerir cuál po-
dría ser esa razón. Si el truco con los fusiles lo consuela, entonces podemos estar razonable-
mente seguros de que su oposición a la pena capital o su creencia en la inocencia de la víctima
no es moralmente grave. Y si es grave, no solo se sentirá culpable, sabrá que es culpable (y
nosotros también lo sabremos), aunque también puede creer (y podemos estar de acuerdo)
que tiene buenas razones para incurrir en la culpa. Nuestros sentimientos de culpa pueden
ser engañados cuando están aislados de nuestras creencias morales, como en el primer caso,
pero no cuando están aliados con ellos, como en el segundo. Las creencias en sí mismas y las
reglas en las que se cree solo pueden ser anuladas, un proceso doloroso que obliga a un hom-
bre a sopesar el mal que está dispuesto a hacer para hacer lo correcto, y que deja atrás el
dolor, y debe hacerlo, incluso después de que la decisión se haya tomado.

V
Ese es el dilema de las manos sucias, tal como lo han experimentado los actores políticos y
se ha escrito en la literatura sobre la acción política. No quiero argumentar que es solo un
dilema político. Sin duda, también podemos ensuciarnos las manos en la vida privada y, a
veces, sin duda, deberíamos hacerlo. Pero el problema se plantea de manera más dramática
en la política por las tres razones que hacen de la vida política el tipo de vida que es, porque
afirmamos que actuamos por los demás pero también nos servimos a nosotros mismos, go-
bernamos sobre los demás y usamos la violencia contra ellos. Es fácil ensuciarse las manos
en política y a menudo es correcto hacerlo. Pero no es fácil enseñarle a un buen hombre
cómo no ser bueno, ni tampoco es fácil explicarse a un hombre así una vez que ha cometido
los delitos que se le exigen. Al menos, no es fácil una vez que hemos acordado usar la palabra
“crímenes” y vivir (porque no tenemos otra opción) el dilema de las manos sucias. Aun así,
el acuerdo es bastante común y, sobre la base de esto, se han desarrollado tres amplias tra-
diciones de explicación, tres formas de pensar sobre las manos sucias, que derivan de una
manera muy general de las perspectivas neoclásica, protestante y católica sobre política y
moralidad. Quiero tratar de decir algo muy brevemente sobre cada uno de ellos, o más bien
sobre un ejemplo representativo de cada uno de ellos, ya que cada uno me parece en parte
correcto. Pero no creo que pueda armar la visión compuesta que podría ser totalmente co-
rrecta.
La primera tradición está mejor representada por Maquiavelo, el primer hombre, hasta
donde yo sé, que declara la paradoja que estoy examinando. Maquiavelo nos dice que el buen
hombre que pretende fundar o reformar una república debe hacer cosas terribles para al-
canzar su objetivo. Al igual que Rómulo debe asesinar a su hermano; como Numa, él debe
mentir a la gente. A veces, sin embargo, “cuando el acto acusa, el resultado excusa”.18 Esta
frase de Los discursos a menudo se toma para significar que el engaño y la crueldad del polí-
tico se justifican por los buenos resultados que produce. Pero si estuvieran justificados, no
sería necesario aprender lo que Maquiavelo dice enseñar: cómo no ser bueno. Solo sería ne-
cesario aprender a ser bueno de una manera nueva, más difícil y quizás indirecta. Ese no es
77

18 The Discourses, Libro I, cap. IX, p. 139.


MICHAEL WALZER

el argumento de Maquiavelo. Sus juicios políticos son de hecho consecuencialistas en carác-


ter, pero no sus juicios morales. Sabemos si la crueldad se usa bien o mal por sus efectos a lo
largo del tiempo. Pero que es malo usar la crueldad que conocemos de alguna otra manera.
El político engañoso y cruel se excusa (si tiene éxito) solo en el sentido de que el resto de
nosotros estamos de acuerdo en que los resultados “valieron la pena” o, más probable, que
simplemente olvidamos sus crímenes cuando alabamos su éxito.
Es importante destacar el compromiso de Maquiavelo con la existencia de normas mora-
les. Su paradoja depende de ese compromiso, ya que depende de la estabilidad general de los
estándares, lo que defiende en su uso constante de palabras como bueno y malo.19 Si quiere
que los hombres buenos ignoren los estándares con mayor frecuencia que ellos, no tiene
nada con qué reemplazarlos y ninguna otra forma de reconocer a los hombres buenos, ex-
cepto por su lealtad a esos mismos estándares. Es extremadamente raro, escribe, que un buen
hombre esté dispuesto a emplear medios malos para convertirse en príncipe.20 El propósito
de Maquiavelo es persuadir a esa persona para que haga el intento, y le ofrece las recompen-
sas políticas supremas, el poder y la gloria, para el hombre que lo hace y tiene éxito. Sin
embargo, el buen hombre no es recompensado (o excusado) simplemente por su disposición
a ensuciarse las manos. Debe hacer bien las cosas malas. No hay recompensa por hacer mal
las cosas malas, aunque se hacen con las mejores intenciones. Y así, la acción política nece-
sariamente implica tomar un riesgo. Pero debe quedar claro que lo que se arriesga no es la
bondad personal, sino el poder y la gloria. Si el político tiene éxito, es un héroe; la alabanza
eterna es la recompensa suprema por no ser bueno.
Maquiavelo no dice cuáles son las sanciones por no ser bueno, y es probablemente por
esta razón sobre todo que su sensibilidad moral ha sido cuestionada con tanta frecuencia. Es
sospechoso no porque le dice a los actores políticos que deben ensuciarse las manos, sino
porque no especifica el estado mental apropiado para un hombre con las manos sucias. Un
héroe maquiavélico no tiene interioridad. Lo que él piensa de sí mismo no lo sabemos. Su-
pongo, junto con la mayoría de los otros lectores de Maquiavelo, que disfruta de su gloria.
Pero entonces es difícil explicar la fuerza de su renuencia original a aprender cómo no ser
bueno. En cualquier caso, es el tipo de hombre que es improbable que lleve un diario y, por
lo tanto, no podemos descubrir qué piensa. Sin embargo, queremos saber; sobre todo, que-
remos un registro de su angustia. Esa es una señal de nuestra propia conciencia y del impacto
en nosotros de la segunda tradición de pensamiento que quiero examinar, en la que la an-
gustia personal a veces parece la única excusa aceptable para los crímenes políticos.
La segunda tradición está mejor representada, creo, por Max Weber, quien describe sus
características esenciales con gran poder al final de su ensayo “La política como vocación”.
Para Weber, el hombre bueno con las manos sucias sigue siendo un héroe, pero es un héroe
trágico. En parte, su tragedia es que aunque la política es su vocación, no ha sido llamado
por Dios y, por lo tanto, no puede ser justificado por él. El héroe de Weber está solo en un
mundo que parece pertenecer a Satanás, y su vocación es completamente su propia elección.
Él todavía quiere lo que los magistrados cristianos siempre han querido, tanto para hacer el
bien en el mundo como para salvar su alma, pero ahora estos dos extremos han entrado en
una aguda contradicción. Son contradictorios debido a la necesidad de violencia en un mundo
donde Dios no ha instituido la espada. El político toma la espada él mismo, y solo al hacerlo
está a la altura de su vocación. Con plena conciencia de lo que está haciendo, hace el mal
para hacer el bien y entrega su alma. “Se deja entrar”, dice Weber, “por las fuerzas diabólicas
que acechan en toda violencia”. Quizás Maquiavelo también pretendía sugerir que su héroe
entrega la salvación a cambio de la gloria, pero no lo dice explícitamente. Weber es absolu-
tamente claro: “el genio o demonio de la política vive en una tensión interna con el dios del

19 Para una visión totalmente distinta de Maquiavelo, véase Isaiah Berlin, “The Question of Machiavelli”, The
78

New York Review of Books, 4, noviembre 1971.


20 The Discourses, Libro I, cap. XVIII, p. 171.
ACCIÓN SOCIAL. EL PROBLEMA DE LAS MANOS SUCIAS

amor… [que] en cualquier momento puede conducir a un conflicto irreconciliable”. 21 Su po-


lítico ve este conflicto cuando se trata de un realismo duro, nunca pretende que pueda resol-
verse mediante un compromiso, elige la política una vez más y se aleja decididamente del
amor. Weber escribe sobre esta elección con una pasión apasionada que hace que la preocu-
pación por el alma no parezca más elevada que la preocupación por la carne. Sin embargo,
el lector nunca duda de que su líder político maduro, excelentemente entrenado, implacable,
objetivo, responsable y disciplinado sea también un servidor sufriente. Sus elecciones son
difíciles y dolorosas, y paga el precio no solo mientras las hace sino para siempre. Un hombre
no pierde su alma un día y la encuentra al día siguiente.
Las dificultades con este punto de vista serán claras para cualquiera que haya conocido a
un sirviente sufriente. Aquí hay un hombre que miente, intriga, envía a otros hombres a la
muerte y sufre. Hace lo que debe hacer con un corazón pesado. Ninguno de nosotros puede
saber, nos dice, cuánto le cuesta cumplir con su deber. De hecho, no podemos, porque él
mismo fija el precio que paga. Y ese es el problema con esta visión del crimen político. Sos-
pechamos que el siervo sufriente de masoquismo o hipocresía o ambos, y aunque a menudo
estamos equivocados, no siempre estamos equivocados. Weber intenta resolver el problema
de las manos sucias completamente dentro de los límites de la conciencia individual, pero
me inclino a pensar que esto no es posible ni deseable. La autoconciencia del héroe trágico
es obviamente de gran valor. Queremos que el político tenga una vida interior al menos algo
como lo que describe Weber. Pero a veces el sufrimiento del héroe debe expresarse social-
mente (ya que, como castigo, confirma y refuerza nuestra sensación de que ciertos actos
están mal). E igualmente importante, a veces necesita ser socialmente limitado. No queremos
ser gobernados por hombres que han perdido sus almas. Un político con las manos sucias
necesita un alma, y es mejor para todos nosotros si tiene alguna esperanza de salvación per-
sonal, sin embargo, eso se concibe. No es el caso que cuando hace el mal para hacer el bien,
se rinde para siempre al demonio de la política. Comete un delito determinado y debe pagar
una multa determinada. Cuando lo haya hecho, sus manos volverán a estar limpias, o tan
limpias como las manos humanas. Entonces, la Iglesia Católica siempre ha enseñado, y esta
enseñanza es fundamental para la tercera tradición que quiero examinar.
Una vez más, tomaré un representante de la tradición de los últimos días y caducado y
consideraré a The Just Assassins de Albert Camus. Los héroes de esta obra son terroristas en
el trabajo en la Rusia del siglo XIX. La suciedad en sus manos es sangre humana. Y, sin em-
bargo, la admiración de Camus por ellos, nos dice, es completa. Aceptamos ser criminales,
dice uno de ellos, pero no hay nada con lo que nadie nos pueda reprochar. Aquí está el dilema
de las manos sucias en una nueva forma. Los héroes son criminales inocentes, solo asesinos,
porque, habiendo matado, están preparados para morir, y morirán. Solo su ejecución, por las
mismas autoridades despóticas que están atacando, completará la acción en la que están in-
volucrados: muriendo, no necesitan excusas. Ese es el final de su culpa y dolor. La ejecución
no es tanto castigo como auto castigo y expiación. En el andamio se lavan las manos y, a
diferencia del siervo sufriente, mueren felices.
Ahora, el argumento de la obra cuando se presenta en una forma tan radicalmente simpli-
ficada puede parecer un poco extraño, y tal vez se vea empañado por el extremismo moral de
la política de Camus. “La acción política tiene límites”, dice en un prefacio al volumen que con-
tiene The Just Assassins, “y no hay una acción buena y justa sino lo que reconoce esos límites y
si debe ir más allá de ellos, al menos acepta la muerte”.22 Estoy menos interesado aquí en la
violencia de ese “al menos” —¿qué más tiene en mente?— que en la sensata doctrina que exagera.

21 “Politics as a Vocation”, pp. 125-126. Pero a veces un líder político elige el lado “absolutista” del conflicto, y
Weber escribe (pág. 127) que “se mueve inmensamente cuando un hombre maduro… consciente de la responsa-
bilidad de las consecuencias de su conducta… llega a un punto en el que dice: ‘Aquí estoy; no puedo hacer otra
cosa’”. “Desafortunadamente, no sugiere exactamente dónde está ese punto o incluso dónde podría estar.
79

22 Caligula and Three Other Plays (New York, 1958), p. X. (Justin O’Brian tradujo el prefacio, Stuart Gilbert the

plays).
MICHAEL WALZER

Esa doctrina podría describirse mejor por una analogía: solo el asesinato, quiero sugerir, es
como la desobediencia civil. En ambos hombres violan un conjunto de reglas, van más allá
de un límite moral o legal, para hacer lo que creen que deberían hacer. Al mismo tiempo,
reconocen su responsabilidad por la violación al aceptar el castigo o hacer penitencia. Pero
también hay una diferencia entre los dos, que tiene que ver con la diferencia entre la ley y la
moral. En la mayoría de los casos de desobediencia civil, las leyes del estado se rompen por
razones morales, y el estado proporciona el castigo. En la mayoría de los casos de manos
sucias, las reglas morales se rompen por razones de estado, y nadie otorga el castigo. Rara-
mente hay un verdugo zarista esperando en las alas a políticos con las manos sucias, incluso
los más merecedores entre ellos. Por lo general, las reglas morales no se aplican contra el
tipo de actor que estoy considerando, en gran parte porque actúa a título oficial. Si se hicie-
ran cumplir, las manos sucias no serían un problema. Simplemente honraríamos al hombre
que hizo el mal para hacer el bien, y al mismo tiempo lo castigaríamos. Lo honraríamos por
el bien que ha hecho, y lo castigaríamos por el mal que ha hecho. Lo castigaríamos, es decir,
por las mismas razones que castigamos a cualquier otra persona; No es mi propósito aquí
defender ninguna visión particular del castigo. En cualquier caso, parece que no hay forma
de establecer o hacer cumplir el castigo. Además del sacerdote y el confesionario, no hay
autoridades a quienes podamos confiar la tarea.
Sin embargo, me inclino a pensar que la visión de Camus es la más atractiva de las tres,
aunque solo sea porque requiere que al menos imaginemos un castigo o una penitencia que
se ajuste al crimen y así examinar de cerca la naturaleza del crimen. Los otros no requieren
eso. Una vez que ha lanzado su carrera, los crímenes del príncipe de Maquiavelo parecen
estar sujetos solo a un control prudencial. Y los crímenes del héroe trágico de Weber están
limitados solo por su capacidad de sufrimiento y no, como deberían ser, por nuestra capaci-
dad de sufrimiento. En ninguno de los dos casos hay alguna referencia explícita al código
moral, una vez que se ha dejado de lado, a un gran costo personal para estar seguro. La pre-
gunta planteada por el Hoerderer de Sartre (de quien sospecho que es un sirviente sufriente)
es retórica, y la respuesta es obvia (ya la he dado), pero el barrido característico de ambos es
inquietante. Dado que se trata solo de aquellos crímenes que deberían cometerse, el dilema
de las manos sucias parece excluir las cuestiones de grado. La crueldad desenfrenada o ex-
cesiva no está en cuestión, como tampoco lo es la crueldad dirigida a los malos fines. Pero la
acción política es tan incierta que los políticos necesariamente asumen riesgos morales y
políticos, cometiendo crímenes que solo creen que deberían ser cometidos. Anulan las reglas
sin estar seguros de haber encontrado el mejor camino hacia los resultados que esperan lo-
grar, y no queremos que lo hagan demasiado rápido o con demasiada frecuencia. Por lo tanto,
es importante que las apuestas morales sean muy altas, es decir, que las reglas se valoren
correctamente. Esa, supongo, es la razón del extremismo de Camus. Sin el verdugo, sin em-
bargo, no hay nadie para poner en juego o mantener los valores, excepto nosotros mismos, y
probablemente no hay forma de hacerlo, excepto a través de la reiteración filosófica y la
actividad política.
Afirma Hoerderer: “No aboliremos la mentira negándonos a decir mentiras, sino utili-
zando todos los medios disponibles para abolir las clases sociales”.23 Sospecho que no aboli-
remos la mentira en absoluto, pero podríamos asegurarnos de que haya menos mentiras por
decir si conseguimos negar el poder y la gloria a los mentirosos más grandes, excepto, por
supuesto, en el caso de aquellos pocos afortunados cuyos logros extraordinarios nos hacen
olvidar las mentiras que contaron. Si Hoerderer logra abolir las clases sociales, tal vez se
unirá a los pocos afortunados. Mientras tanto, miente, manipula y mata, y debemos asegu-
rarnos de que pague el precio. Sin embargo, no podremos hacerlo sin ensuciarnos las manos,
y luego debemos encontrar alguna forma de pagar el precio nosotros mismos.
80

23 Dirty Hands, p. 223.

También podría gustarte